Las políticas populistas de Leguía alentaron la formación de varios
movimientos sociales que acabaron desbordando las expectativas de control que el régimen quería señalarles. Asimismo, se produjeron durante los años veinte otras expresiones de protesta social, como el bandolerismo rural, en el que participaban además de los campesinos, pequeños propietarios y hacendados, como en el caso de Eleodoro Benel, de Cajamarca (véase el recuadro “El bandolerismo: Eledoro Benel”). Un aspecto importante de la vida social y política fueron los movimientos campesinos desatados en algunas regiones del sur del Perú. En el departamento de Puno, los años de bonanza de las lanas habían provocado, no tanto una “usurpación de tierras” de las comunidades por parte de las haciendas, como generalmente la historiografía ha considerado, sino más bien un proceso de privatización de pastos que antiguamente habían sido considerados comunes o de libre acceso. Lo que ciertamente fue considerado por las comunidades como una usurpación, ya que ellos consideraban que los pastos, como el agua o los bosques, debían ser recursos de libre acceso a la población. Los estudios de Wilfredo Kapsoli, Wilson Reátegui y, más recientemente, Marisol de la Cadena, han puesto en evidencia el activo papel cumplido por las asociaciones indigenistas creadas en los años previos, como las del Patronato de la Raza Indígena. Ellas alentaron los reclamos de los campesinos, que eventualmente desembocaron en rebeliones como las de Huancané (1923), en la que destacó el líder Ezequiel Urviola, La Mar (en Ayacucho, 1923) y Parcona (Ica, 1924). En el caso de la rebelión de La Mar, el detonante fueron los abusos cometidos en la aplicación de la Ley de Conscripción Vial, usada por los hacendados lugareños para hacerse construir caminos para beneficio particular. La de Parcona fue una insurrección de yanaconas afiliados a la Federación de Campesinos del Valle de Ica, cuyas condiciones laborales habían declinado sensiblemente con el aumento de trabajadores en la zona, a raíz de la migración desde el vecino departamento de Huancavelica, y el derrumbe del precio del algodón. La ocupación de haciendas y el asedio a las ciudades de los “mistis” fueron las formas de lucha de estos movimientos, cuya represión por la gendarmería terminó, sobre todo en el caso de Huancané y La Mar, con decenas de campesinos muertos. Sin embargo, la declinación de la demanda internacional por la lana peruana y el indigenismo oficial que caracterizó los primeros años del gobierno de Leguía, que llevó a su autonombramiento como “Protector de la Raza Indígena” y al reconocimiento legal de las comunidades indígenas, disminuyeron en adelante la tensión en la región del sur. Estas organizaciones tradicionales habían sido desconocidas por Simón Bolívar poco después de la independencia, permaneciendo en un limbo jurídico secular que les impedía litigar como persona jurídica en la defensa de sus recursos. El descubrimiento de nuevas fibras sintéticas, el favoritismo abierto de Inglaterra hacia sus posesiones coloniales después de la Primera Guerra Mundial, y posteriormente la crisis mundial de 1930, afectaron la demanda de lana del sur del Perú. El otro factor que explica la disminución del conflicto en la región fue la exitosa resistencia de las comunidades indígenas para impedir la total usurpación de sus tierras. Desde finales de los años veinte se estableció una relativa paz social en la región, que no fue producto de la derrota de la organización indígena, sino de una recesión económica y de un empate político entre los hacendados y las comunidades indígenas. Como resultado, la tensión social disminuyó y métodos legales y no violentos fueron los canales preferidos para lidiar con los conflictos. Entre los intelectuales del sur y los provincianos de Lima empezó a desarrollarse con fuerza el indigenismo, una corriente que puede remontarse al siglo XIX y que a comienzos del XX fue defendida con brillo por un grupo de intelectuales, como Joaquín Capelo y Pedro Zulen, congregados en la Asociación Pro Indígena. De un origen más campesino fue el Comité Pro Derecho Indígena Tahuantinsuyu, creado en 1920 por indígenas de distintas comunidades del país. Un típico representante del indigenismo de la época fue el educador José Antonio Encinas, que entre 1906 y 1911 dirigió una escuela primaria en Puno. Una característica fundamental de esta escuela fue que parte de la enseñanza se realizó en los idiomas nativos. Encinas describió sus experiencias en su libro Un ensayo de escuela nueva en el Perú (1932). Un grupo de alumnos educados por Encinas se convirtieron en maestros en sus propias comunidades indígenas. El trabajo de Encinas y de otros indigenistas, como Luis Eduardo Valcárcel e Hildebrando Castro Pozo, puede ser entendido como el resultado de la emergencia de un nacionalismo regional y étnico en el Perú provinciano, que fue parte de lo que se conoce como indigenismo. A partir de comienzos del siglo XX, Lima y algunas ciudades andinas experimentaron un intenso proceso de renovación cultural, que se manifestó en la aparición de corrientes que quisieron modificar la percepción negativa del indio en la sociedad. El indigenismo emergió primero como un movimiento literario que idealizaba el imperio inca. Esta nueva corriente fue llevada a Lima por escritores, periodistas y estudiantes universitarios de provincias que rechazaron la tendencia positivista que consideraba a los indígenas como una raza inferior que obstaculizaba el desarrollo, o como menores de edad que solo servían para el trabajo manual, el ejército y la servidumbre. De acuerdo con estos intelectuales, para asimilar a la población indígena al resto del país, su historia y su cultura debían ser revaloradas e incluso elogiadas. El indigenismo fue también entendido como la construcción de una nueva identidad nacional cuyo centro fuese la cultura autóctona de origen precolombino que había sobrevivido a siglos de adversidad. En su versión más tibia, el indigenismo rechazó al racismo, criticó los abusos de los gamonales, a los que entendió como producto de la falta de presencia del Estado en las haciendas serranas, ignoró el aspecto económico de la explotación indígena, y promovió la generalización de la educación primaria y del servicio militar obligatorio, que consideraron beneficiosos para los indígenas. En su versión más radical, el indigenismo fue un racismo invertido que proponía la eliminación de las haciendas como la solución al problema indígena. Aunque el indigenismo se inició en la literatura, su influencia se extendió a la política, la pintura (Sabogal), las ciencias sociales (Mariátegui), la arqueología (Julio C. Tello) y la medicina (Núñez Butrón). Entre muchos intelectuales limeños de fines de los años treinta, el indigenismo se opacó para ser reemplazado por el hispanismo. Esta corriente significó un regreso al estigma negativo adscrito a la herencia precolombina y una sobrevaloración de la herencia hispana del país. Estimulados por la Guerra Civil Española y el posterior triunfo de Francisco Franco, intelectuales conservadores enfatizaron las tradiciones hispánicas peruanas, y rechazaron la idealización del mundo andino. La situación fue algo diferente en los centros urbanos del sureste de los Andes, donde el indigenismo se inició antes de los años veinte y se mantuvo activo hasta comienzos de los años cuarenta. Ejemplos de este desarrollo fueron la emergencia de diversas sociedades culturales como “Bohemia Andina”, “Orkopata” y “Laykakota” en Puno y de revistas como Kosko y Kuntur, editadas en el Cuzco en los años veinte; y La Sierra, que fue editada primero en el Cuzco, irregularmente, entre 1909 y 1924, y posteriormente en Lima entre 1927 y 1930. Estas organizaciones y revistas fueron síntomas de un resentimiento provinciano contra el centralismo autoritario del gobierno nacional, y una reivindicación orgullosa de la cultura, el arte y de la historia del Perú provinciano. A través del canje de publicaciones y de la correspondencia, estas publicaciones crearon una red informal de contactos que asentaron la identidad de los intelectuales provincianos. Por ejemplo, “Orkopata” publicó el Boletín Titikaka entre 1926 y 1930, en donde destacados intelectuales provincianos reseñaron la literatura extranjera reciente, encomiaron la labor del adventismo y esbozaron debates sobre la realidad andina. Según Valcárcel, un rasgo que distinguió a los indigenistas puneños de los cuzqueños, fue que tuvieron una mayor relación con los movimientos indígenas, llegando inclusive a colaborar en la elaboración de sus demandas y a participar en levantamientos indígenas. El indigenismo preparó el camino para intelectuales que trataron de conciliar el estudio de la realidad peruana con modelos europeos. El más destacado de ellos fue un moqueguano de origen mesocrático, José Carlos Mariátegui (1894-1930), quien tuvo una formación autodidacta y surgió a la vida intelectual en el periodismo y en publicaciones que apoyaban la reforma universitaria o las luchas obreras, como La Razón. Leguía trató de domesticar al joven intelectual enviándolo a Europa como agente de propaganda de su gobierno. Pasó la mayor parte de su tiempo en Italia, donde se vinculó al Partido Socialista Italiano y conoció las versiones menos ortodoxas del marxismo europeo, defendida por autores como Antonio Gramsci, George Sorel y Benedetto Croce. Hacia 1923 regresó al Perú, donde por los siguientes siete años desempeñó un papel importante en la cultura y las ciencias sociales del país. Parte de esta labor se reflejó en la revista Amauta (1926- 1930), que difundió la poesía simbolista de José María Eguren, la prosa barroca de Martín Adán, la poesía humanista de César Vallejo, autor de Los heraldos negros y Trilce, el surrealismo de André Bretón y el sicoanálisis temprano de Honorio Delgado. La obra más importante de Mariátegui fue Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, la primera interpretación marxista de la historia y la sociedad peruanas, publicada por primera vez en 1928. Este libro tiene, además, la distinción de ser el libro escrito por un autor peruano, con más reediciones, traducciones y ventas en el mundo. En los ensayos dedica dos al factor económico y al problema indígena; Mariátegui presentó una visión materialista de la evolución del país, que asociaba periodos de la historia europea con la peruana. Por ejemplo, para Mariátegui el problema de la explotación del indio tenía sus raíces en el régimen de la propiedad de la tierra, y la Colonia había sido una especie de edad media, mientras que el imperio incaico un comunismo primitivo, que él vio con cierta nostalgia. Para Mariátegui, la voluntad revolucionaria y el mito tendrían un papel fundamental en la liberación de los indígenas peruanos. En el ámbito político Mariátegui también tuvo importancia, ya que organizó el Partido Socialista del Perú, que después de su muerte sería transformado en el Partido Comunista Peruano, y encabezó el primer esfuerzo, efímero por cierto, de centralización de los sindicatos obreros: la Central General de Trabajadores del Perú (CGTP). Es importante subrayar que los marxistas ortodoxos no aceptaron los planteamientos de Mariátegui y, poco después de su muerte, su partido, bajo la dirección de Eudocio Ravines, siguió una línea prosoviética, en la que se sobrevaloraban las condiciones para una revolución obrera inmediata.