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La modernización iniciada durante la era del guano –a partir de 1840 cuando comienzan las

exportaciones de este abono–, fue acompañada con la casi inevitable reproducción de la


servidumbre. El poder terminó compartido entre la burguesía de Lima y la costa y los
hacendados tradicionales del interior. A esta forma de querer organizar el país se la ha
denominado “estado oligárquico”. El término oligarquía sirve para designar el ejercicio
minoritario y excluyente de la dominación. La imprenta admitió esta palabra en 1877, como
título de un folleto elaborado por José Andrés Torres Paz, La oligarquía y la crisis, donde se
denunciaba a una clase social constituida con “dinero ganado sobre todo en los negocios del
guano, cuyo auge contrastaba con el abatimiento y la degradación del pueblo y que pretendía
elevarse políticamente sobre las ruinas del detestable caudillaje militar”. Pero esta afirmación
para conservar su validez debe circunscribirse a Lima y parte de la costa. Mientras la capital
crece y se derrumban sus murallas coloniales, otras ciudades como Cusco, inician una
irreversible decadencia. En 1865, el viajero Squier dirá que “en Lima se sabe mucho menos del
Cusco que de Berlín; por cada nativo de la capital que ha visitado el Cusco hay cien que han
visitado París. El viaje de Lima a Nueva York se hace en menos tiempo que el que se puede
hacer desde el mismo punto hasta la altiva pero aislada ciudad de la sierra y con una cuarta
parte de sus molestias”

En 1876, un censo plagado de fallas en las cédulas, en las encuestas y hasta en el mismo
recuento final, atribuía al Perú una población de casi 2'700,000 habitantes. De ellos 371,195
eran blancos, contrastando con la mayoritaria población indígena compuesta por 1'554,678
pobladores, establecidos en su mayoría en la sierra y en los medios rurales. Más de medio
millón fueron clasificados como mestizos. Las minorías negra y asiática tenían una proporción
similar: algo más de 50,000 personas cada una. Para los blancos –incluso sólo por estas
consideraciones numéricas, los indios constituían un problema. Santiago Távara algunos años
antes, se había preguntado: “y estos indios a quienes llamamos ciudadanos, ¿de qué servirán a
la República?”. 18 Su respuesta no podía ser muy optimista por el solo hecho de describir al
indio como un sujeto receloso, yil y bajo, abatido, temeroso y desconfiado. El lado pasivo e
inerte de la sociedad.

Una visión similar la podemos encontrar en quien elaboró los textos escolares de historia
utilizados entonces. Un español llamado Sebastián Lorente (1813-1884), hombre de ideas
liberales, profesor en el colegio Guadalupe en Lima y fundador del Colegio Santa Isabel en
Huancayo (1851), autor de una Historia de la civilización peruana y de varios manuales sobre el
período prehispánico, la conquista, la colonia y la independencia, escritos hacia 1866. Lorente
fue quien contribuyó de manera más directa a modelar la conciencia histórica de los niños y
jóvenes peruanos que asistían a la escuela o de cualquier adulto que supiera leer. Sustentó su
versión de la historia peruana en un esquema general que admitía la existencia de razas. Por
entonces, habían llegado al Perú las ideas de Gobineau y fueron admitidas muy rápidamente.
Lorente encontró en ellas la clave para cualquier explicación histórica. Distinguir entre razas
opresoras y razas oprimidas le permitió compadecer al indio, que desde siempre se había
encontrado en esta última situación, y reprochar a la vez la “prosperidad” y “locura” de los
dominadores. Sin embargo, por estar oprimido, el indio era la misma negación de valores
modernos como el cambio y el progreso: un personaje carente de cualquier energía. 19 Estos
rasgos eran tanto psicológicos como físicos “Con la opresión secular llega a deteriorarse el
cuerpo junto con las dotes del espíritu: la fisonomía de ciertos indígenas ofrece el aire de las
razas decrépitas, hay ausencia total de lozanía, falta de frescura, que anima las razas llenas de
juventud y porvenir”. 20 Era el resultado de la milenaria opresión del “comunismo teocrático”
de los incas, capaz de convertir a cualquier pueblo en una máquina, y de la acción posterior del
colonialismo, de manera tal que ese ánimo aletargado y torpe que Lorente atribuye a los
indios, sólo podrían extirparse en el transcurso de “varias generaciones”. En el futuro
inmediato no podía contarse con ellos. En sus Pensamientos sobre el Perú, obra publicada en
1855, presenta a los indios al margen de cualquier civilización y su prosa termina desbordada
por adjetivos despectivos: “Yacen en la ignorancia, son cobardes, indolentes, incapaces de
reconocer los beneficios, sin entrañas, holgazanes, rateros, sin respeto por la verdad, y sin
ningún sentimiento elevado, vegetan en la miseria y en las preocupaciones, viven en la
embriaguez y duermen en la lascivia”. 21 Es decir, los indios convertidos en el depósito de
todos los valores negativos. La imagen invertida del blanco. No es fácil encontrar en la historia
anterior del país a un escritor que siendo tan influyente en sus sociedad, propusiera un
discurso tan abiertamente racista y agresivo contra los indios, todo ello a pesar de estar
considerado como uno de los hombres de avanzada y figurar incluso entre los radicales de
entonces. Para Lorente el indio termina degradado hasta la escala animal. Un cierto pudor lo
lleva a atribuir el juicio a otros: “Alguno ha dicho: los indios son llamas que hablan”. 22 Pero
hace la cita sin ninguna aclaración ni desmentido. Todavía más: no se trata de cualquier animal
sino de una “estúpida llama”. Una imagen similar circuló entre los intelectuales enemigos de
Santa Cruz en los tiempos de la Confederación. Pero es al promediar el siglo pasado que, junto
con la recomposición de la clase alta peruana, termina por cristalizar este discurso racista
sobre la sociedad.

Desde la Independencia hasta la Guerra con Chile, el discurso nacional había sido enunciado
corno el rechazo al sistema colonial español. Sin embargo, luego de la Guerra y la
consolidación de un nuevo estado durante la década de los ochenta, intelectuales y políticos
empezaron a definir de otra forma la nación peruana. Estas nuevas interpretaciones se
basaron en la oposición de la cultura occidental con la andina. Para la élite peruana de esos
años, la cultura y la tecnología europea eran sinónimos de progreso y desarrollo. En contraste;
lo indígena se concebía como fuente de atraso cultural y económico, corno un mundo aparte
de creencias y valores que obstaculizaba el desarrollo nacional. En un país mayoritariamente
indígena y rural como el Perú de inicios de siglo, estas consideraciones acerca de la población
nativa hacían imposible la formulación de un proyecto nacional coherente de parte del grupo
dominante (Portocarrero 1982). Analizando algunas publicaciones y textos de la época, este
artículo trata de como la ideología civilista de inicios de siglo proponía la transformación de los
indígenas en un proletariado tipo europeo. Envueltos en guerras civiles e influenciados por el
liberalismo europeo, caudillos y políticos del siglo XIX prestaron poca atención a la cuestión
indígena. Antes que eso, sus esfuerzos se concentraron en tratar de convertir al país en una
nación liberal, siendo pocos los gobiernos que mostraron algún tipo de interés en la
integración de la población y el territorio bajo un Estado Nación. Esta distancia entre el Estado
y la población se manifestó con el tiempo en el diferente desarrollo económico de la costa y en
la exclusión de la sierra y la selva de la vida política nacional.

Sin embargo, esta actitud hacia la población y el territorio cambió sustancialmente durante el
último cuarto de siglo gracias a la aparición de nuevas condiciones políticas y económicas. La
inversión extranjera sobre recursos minerales hizo posible la reconstrucción del país luego de
la guerra y creó oportunidades de inversión en empresas agro-exportadoras para los capitales
locales. Desde ese entonces hasta 1930 aproximadamente, se inició un período de crecimiento
económico basado en la exportación de productos agrícolas y minerales como azúcar, algodón,
caucho, cobre y petróleo (Thorp y Bertram 1988). En este contexto se consolidó la República
Aristocrática: un grupo asociado a la economía de exportación que llevó el control directo y
absoluto del Estado y las instituciones durante las dos primeras décadas del siglo XX.
Motivados por el crecimiento económico, los miembros de este grupo crearon un régimen
anti-democrático que buscaba ante todo insertar al país en el mercado internacional. Estos
objetivos son evidentes cuando se revisa los Mensajes Presidenciales ante el Congreso de la
República (Pardo y Barreda 1907, Leguía 1911 y 1912). La característica principal de los
discursos es el llamado de atención al fortalecimiento de la economía de exportación y a la
explotación eficiente de "las inagotables riquezas naturales". La irrigación de los valles
productores de algodón y azúcar, el mejoramiento de las vías de comunicación para hacer más
fácil el transporte de los productos mineros, y la colonización de los territorios de montaña,
constituyen las preocupaciones principales del gobierno. De esta manera, el Orden
Democrático avaló la concentración de propiedades en la costa, la penetración comercial en la
selva; la invasión de tierras comunales en la sierra, y finalmente, la aparición del enganche y
otras formas laborales para garantizar el suplemento de fuerza de trabajo en la agricultura de
exportación.

Los objetivos civilistas de controlar los recursos naturales y la población se expresaron en una
determinada ideología cuyo referente intelectual fue el Positivismo. Al igual que en muchos
otros países Latinoamericanos, el Positivismo influenció fuertemente el pensamiento peruano
de finales del XIX (Zea 1976, Hale 1982 y Burns 1983). La corriente encajaba perfectamente
con los objetivos del régimen. Al considerar la sociedad como un organismo, sujeto a cambio y
evolución, la historia nacional adquiría un sentido diferente: por un lado permitía encarar la
derrota en la Guerra, y del otro, identificaba la emergencia de la República Aristocrática como
el inicio de un nuevo orden, una nueva época de progreso y desarrollo. El resultado fue una
actitud de rechazo hacia todo lo que había constituído la historia del país hasta ese entonces
(Cueto 1989). La herencia colonial, la población indígena y la anarquía del caudillaje se
consideraron causas del fracaso político, social y económico del Estado Nación peruano. En
contraposición, la consolidación del modelo exportador, el liberalismo económico y el régimen
civilista constituían el camino correcto para alcanzar el progreso, o en otras palabras, la
realización del orden político y la comodidad material.

Impresionados por las condiciones materiales y tecnológicas de los países europeos


industrializados, intelectuales y políticos peruanos pensaron que ese era el modelo de
desarrollo que debían procurar. Este objetivo sólo se llevaría a cabo en la media que arribaran
del Perú dos cosas: inmigrantes y capitales europeos. Conscientes que la reconstrucción del
país y la consolidación de la República Aristocrática dependía de la asistencia de capitales
extranjeros, los civilistas percibieron a los comerciantes y empresarios europeos como los
emisarios directos del progreso. Al respecto cabe señalar que la historia de la inmigración
europea en el Perú es bastante diferente de aquella en países como Brasil y Argentina. Su
característica principal fue su relación con el sector comercial y no su posición como fuerza de
trabajo (Bonfiglio 1989). De acuerdo a un estudio sobre el fenómeno migratorio internacional,
la asimilación exitosa de cualquier grupo migrante en un contexto dado depende de las
actividades que realice y de los cambios que estas produzcan en la sociedad receptora
(Spengler 1981 ). En el contexto de la expansión económica de finales de siglo, las actividades
de los inmigrantes europeos en el sector comercial fue su principal medio de acceso y
asimilación al grupo dominante peruano. Por un lado, los extranjeros ataban la economía a la
demanda internacional, y del otro, sus labores empresariales 75 tenían un efecto
demostrador!. En este sentido, se consideraba que tanto los civilistas como la población en
general tenían mucho que aprender de Europa y su gente.
En esta vision, la cultura local y la tradición indígena tenían poco espacio y antes que una
integración se buscaba la transformación de los pobladores de acuerdo a patrones y modelos
europeos. Sin embargo, la élite civilista no logró sus objetivos: bajo estas presiones, los
pobladores de la sierra crearon su propio proceso para confrontar el cambio económico,
contribuyendo en última instancia al fracaso del proyecto nacional civilista. En su intento de
integrar el país al ciclo exportador de la costa, el proyecto civilista ha jugado un papel
importante en la búsqueda de un Estado Nación en el Perú. Su evidente fracaso económico e
ideológico, así como el colapso político de la República Aristocrática en 1919, determinó la
aparición de alternativas opuestas a la civilista. Uno de los primeros trabajos asociados a la
ideología civilista es el del diputado José Román de ldiaquez, Prospecto sobre la demarcación
general del Perú territorial, social, internacional, política, judicial, eclesiástica y financiera
(1893). Encabezando una Comisión nombrada por el Ministerio de Fomento, Idiaquez tuvo
como objetivo la formulación de un plan científico de demarcación nacional. Así, mientras la
primera parte del Prospecto se dedicaba a los aspectos geográficos y climatológicos del
territorio, la segunda trataba asuntos antropológicos y sociológicos, tales como los orígenes y
características de la población nativa. Idiaquez calificaba a estos últimos como indispensables
para cualquier análisis de la situación nacional debido a que la raza indígena se presentaba
como "rémora al progreso del país".

Influenciado por el Darwinismo social, Idiaquez llegó a la conclusión que la acción del clima, su
antigüedad y aislamiento en el territorio habían traído como consecuencia la degeneración de
la raza indígena2. El "indio de pura raza" era un ser parásito, tímido e indolente, incapaz de
unirse al desarrollo histórico nacional por su falta de aspiraciones y facultades intelectuales. Su
aspecto físico inspiraba compasión y visto de lejos era del tipo "Israelita proscrito y vagante,
condenado a ser empujado por la civilización y vivir escondido, huyendo de los hombres". Sin
iniciativas y virtudes propias, los indígenas constituían para Idiaquez una pesada carga en el
camino de la nación hacia el progreso. Jamá~ podría imaginar, por ejemplo, a un indio
dirigiendo un ingenio industrial, "su apatía no lo permite". Prueba de esta debilidad natural era
la indiferencia con la que habían soportado su casi total desaparición durante la Conquista.
Desde ese entonces, "la raza indígena pura no ha dado un solo hombre de Estado, un hábil
político, un diplomático, ni un liberal ni un santo, ni un científico. El talento, soplo de Dios en el
hombre, jamás ha manifestado sus destellos en los. indios de pura raza" (Idiaquez 1893, 22).
Como solución a esta deficiencia en la población nacional El Prospecto proponía la importación
al territorio de nuevas razas. El cruzamiento de los indios con otros pueblos les daría a los
primeros el vigor y la energía necesarias para unirse a la vida nacional. En la historia de la
humanidad podían encontrarse ejemplos de los beneficios del cruzamiento en una población.
El más reciente y significativo era el de Estados Unidos y Europa, cuyo desarrollo material y
tecnológico estaba respaldado por un pueblo viril, resultado de un proceso intenso de
cruzamientos3.

Otro ejemplo eran los Incas. De acuerdo a Idiaquez, los Incas no eran una raza "sino una casta
producida por los cruzamientos" entre naturales de la región y una población foránea
inmigrante -posiblemente egipcios, cartaginénses o hebreos. El producto de esta mezcla había
constituído un grupo fuerte y dinámico, de remarcables logros culturales, y opuesto
totalmente al anquilosamiento de la raza indígena pura. Fenómeno similar se dio con la
Conquista, en donde la raza latino-española se mezcló con la inca. El resultado esta vez fueron
"castas robustas y de inteligencia más despejada" que constituían la base de la vida política y
social del Perú. Muestras de este cruzamiento eran personajes como Garcilazo de la Vega y
Tupac Amaru, símbolos del espíritu nacional criollo y su lucha contra el régimen colonial
(ldiaquez 1983, 22). Buscando repetir los mismos efectos que tuvo el cruzamiento en Europa y
los Estados Unidos, Idiaquez señalaba que era necesario incentivar la inmigración europea al
Perú. Luego de un rápido balance de todas las posibles razas que podían llegar al territorio
nacional, reconocía la latino-italiana como una de las más adecuadas Obviamente, su elección
estuvo muy influenciada por las empresas y actividades económicas de la colonia italiana de
finales de siglo. "La raza latina italiana, después de la española es la que más se ha
generalizado en el Perú. Sus cruzamientos presentan castas muy variadas, admirando la
perfectabilidad de los tipos en todas ellas. La fuerza vigorizante de esta raza imprime en su
descendencia vivacidad intelectual en mucho superior a sus progenitores, acompañada de
robustez física y corrección en los tipos. Si la prole italiana en el Perú, ha descollado como
ilustrada, su clara inteligencia ha puesto a muchos fuera del nivel de las mediocridades. La
colonia Italiana es la que más se ha asimilado al Perú, bajo todos conceptos, compartiendo
nuestras desgracias con amor al país y espíritu levantado" (ldiaquez 1893, 24). Idiaquez no fue
el único en proponer la inmigración europea como solución a los problemas nacionales.
Conscientes de lo que estaba pasando en otros países sudamericanos, los civilistas quisieron
beneficiarse también con el flujo de europeos hacia el continente. Por esta razón, políticos e
intelectuales consideraron la inmigración asunto de alta política, escribiendo ensayos sobre el
tema que además de proponer proyectos y medidas, expresaron el sentir de la élite civilista
acerca de la población nacional. De manera similar al Prospecto, estos trabajos planteaban
europeizar física y culturalmente el país por medio de la inmigración. En esta línea se
encuentra el trabajo del diplomático Carlos Paz Soldán y Unanue (Juan de Arona), La
Inmigración en el Perú (1891). Como escritor, oficial del Ministerio de Relaciones Exteriores y
propietario de una hacienda algodonera cerca de Lima, sus apreciaciones con respecto a la
inmigración y el problema de la mano de obra son bastante representativas. Notable también
es el estudio de Hildebrando Fuentes, La Inmigración en el Perú (1891). El libro de Fuentes,
además de recopilar sus artículos periodísticos con respecto al tema, publica un Proyecto de
Ley para el Congreso preparado por una Comisión de inmigración que el mismo presidía en su
calidad de diputado. Tanto Arona como Fuentes atribuían al indio una disminución física
inherente que lo incapacitaba "para recorrer con planta firme el sendero ascendente del
progreso" (Fuentes 1891, 14). El poblador peruano no solo era "lánguido de cuerpo, inerte de
espíritu y de inteligencia", sino también, "enemigo mortal del blanco, tercer producto más
degenerado de dos razas inferiores". En contraposición, la inmigración europea se presentaba
como remedio al abatimiento natural del indígena. Eran los inmigrantes europeos los que
darían "robustez y salud a nuestra naturaleza anémica; energía a nuestro carácter, positivismo
a nuestros cálculos, horizontes nuevos a los esfuerzos de todos y cada uno, y fiereza, si me es
dable decirlo así, a nuestra raza" (Arona 1891, 185). Esta fe ciega en la inmigración iba más allá
de los beneficios raciales. La experiencia de otros países sin población indígena así lo
demostraba. Convencidos que el desarrollo económico de Estados Unidos, Brazil y Argentina
era el resultado del arribo de corrientes migratorias provenientes del Viejo Mundo, los
civilistas consideraron que la inmigración europea era la solución al atraso nacional. Sus
objetivos de progreso y desarrollo sólo se alcanzarían en la medida que el Perú recibiera
individuos del mundo civilizado: "La inmigración levantará con su vara mágica los grandes
centros de población en todo el territorio peruano; sembrará nuestras grandes llanuras,
irregulares quebradas y apiñados bosques, de ciudades europeas con todos los atractivos y
comodidades de la civilización moderna; hará surcar nuestros mares y ríos por las
embarcaciones que son el vehículo del comercio; el silbato de la locomotora hará vibrar sus
notas de la quebrada al llano, del llano a la puna; los penachos de humo saldrán a borbotones
de las fábricas, como claro indicio de la industria que regenera y del trabajo que santifica"
(Fuentes 1891, 34). Relacionado al problema de la población, se encontraba también una
determinada percepción del territorio nacional. En ambos trabajos, el Perú se concebía como
una mina inagotable de recursos naturales aún sin explotar. Para Fuentes, el territorio peruano
era tan vasto y rico que "con naturaleza tan pródiga es fácil que el hombre, escaso por su
número y débil por sus fuerzas, se sienta, o vencido por la superioridad de la naturaleza física o
propenso a caer en una especie de molicie ... "(Fuentes 1891, 34). En la opinión de Arona,
todos los males del país provenían exclusivamente de la escasez de población que impedía
desarrollar toda la potencialidad del país: "una parte del Perú esta despoblada, otra mal
poblada ... " Las inagotables riquezas del territorio se complementarían con el europeo, "como
la endeble y rica heredera, con el marido pobre y vigoroso" (Arona 1891, 182 y 185). En otras
palabras, el país resultaba demasiado grande y rico para la población de la cual estaba dotado.
Por ello los civilistas no solo plantearon el repoblamiento del país, sino también una
explotación eficiente de sus capacidades. Ambos llevarían civilización y progreso "a las
soledades de nuestras vastas regiones y al monótono quejido del pobre indio esclavo de su
pena" (Fuentes 1891, 34). Durante esos años se llevaron a cabo diversos estudios y
expediciones de exploración geográfica en la sierra y selva, cuyo objetivo principal era
descubrir recursos naturales y nuevas rutas de transporte que facilitaran la explotación de los
mismos (Cueto 1989. 76-77). Sin fuentes censales confiables y con la idea de la inferioridad
racial indígena, los civilistas imaginaron un país vacío en el cual era necesaria la inmigración
europea para mejorar la raza, poblar el territorio y finalmente, explotar los proverbiales
recursos nacionales.

Cien años antes: la guerra Por haber sido centro del poder colonial en Sudamérica durante tres
siglos, el proceso emancipador en el Perú fue, también, más largo y complejo. Es más, los
privilegios que había gozado Lima durante tanto tiempo hacían dudar a muchos de las
“ventajas” de convertirse en república. Los limeños mantenían frente al proceso emancipador
una posición ambigua, por decir lo menos. Lo cierto es que había ya empezado la década del
veinte del siglo xix y las otras naciones americanas necesitaban eliminar el poder español del
continente, concentrado aún en el Perú. En algunos lugares del país se habían realizado
declaraciones de independencia desde 1820. Pero eran actos aislados, más bien simbó- licos, y
el proceso emancipador recién empezaba. A la corriente libertadora del sur, encabezada por
San Martín, se uniría la de Bolívar desde el norte. Iba llegando a su fin la Colonia. El Virrey
Joaquín de la Pezuela es depuesto por José de La Serna en enero de 1821, en un hecho
insólito. La Serna sería el último virrey del Perú. El proceso de cuatro años tendría momentos
decisivos. Primero la Independencia proclamada por José de San Martín en Lima el 28 de Julio
de 1821. Luego, La Serna trataría de reacomodar sus fuerzas en la Sierra Central, hacia donde
partió. En los meses siguientes, San Martín y Bolívar negociarían el papel que cada uno tendría
en el Perú y en la guerra de liberación, aún inconclusa. Años después se dan las batallas de
Junín y Ayacucho en 1824, que fueron determinantes para consolidar una nueva situación en
el continente. La primera, del 6 de agosto, tuvo la presencia de Simón Bolívar. La segunda,
librada en la Pampa de Quinua el 9 de diciembre de 1824, fue contundente. Antonio José de
Sucre comandó las fuerzas a favor de la emancipación. Sucre y La Serna firmaron la
Capitulación de Ayacucho. A partir de este momento, con el retiro de las tropas españolas del
territorio sudamericano, comienza la consolidación de las incipientes naciones americanas. No
pocos oficiales que combatieron en las batallas de independencia terminaron siendo
presidentes del Perú, en los turbulentos primeros años de vida republicana.
Cien años después: la fiesta El proceso tardío que se dio en la emancipación del Perú, hizo que
las ceremonias del Centenario de la Independencia se realizaran después de las de muchos
otros países latinoamericanos. Las fiestas del Centenario en el Perú tuvieron lugar cuando ya
varios países habían celebrado las suyas. En ese sentido, el Perú competía frente a lo que las
otras naciones habían logrado años antes, cada una en su momento. Era la oportunidad
política para quebrar esa imagen de crisis, heredada desde la Guerra del Pacífico, de un país
pobre y deprimido. Se esperaban invitados de las “potencias más importantes del mundo” y se
deseaba enseñar una ciudad desarrollada y una nación próspera. En realidad, se hubieran
querido mostrar proyectos urbanos y arquitectónicos como los realizados en Buenos Aires y
Santiago, pero no era ese el caso de Lima. Las características de lo ocurrido cien años atrás
hacían que los festejos fueran, además, dobles. Tener dos aniversarios sirvió para rendir
prudentes homenajes por separado, haciendo énfasis primero en San Martín y luego en
Bolívar. Como muchos obsequios no estuvieron listos en su momento o tampoco lograba el
gobierno completar las inauguraciones que deseaba, éstas fueron prolongándose durante casi
una década, es decir, a lo largo de los años veinte. Lo más importante en todo este tiempo fue
la transformación que se vivió en Lima, con el pretexto y el impulso de las fiestas, como parte
de un proyecto modernizador de la capital.

La Patria Nueva En 1919 llega por segunda vez al poder Augusto B. Leguía. Nacido en
Lambayeque en 1863, era un personaje que pertenecía a la clase media emergente y
profesional. Se educó en Chile, se convirtió en un exportador de azúcar y cueros, y trabajó en
Estados Unidos. Era un hombre de negocios y un funcionario con cierto éxito. Había ya sido
presidente del Perú y representaba la prosperidad, el cosmopolitismo, la modernidad. Por lo
menos este período no sería igual al de los aristócratas civilistas que lo precedieron, con
quienes ya había compartido el gobierno. Él venía ahora trayendo algo nuevo: algo que no era
radical, en absoluto, pero distinto a lo anterior y con promesas de reformas. En los once años
del gobierno de Leguía, la sociedad y la ciudad se modernizan. Sin otros partidos políticos que
representasen alternativas reales, las grandes familias encarnadas en el civilismo habían
constituido hasta ese momento una oligarquía que era dueña del poder tanto político como
económico. La “República Aristocrática” –término de Jorge Basadre– venía de fines del siglo xix
y se había extendido durante las dos primeras décadas del xx (Burga y Flores Galindo, 1982). A
Leguía le tocó capitalizar una corriente que quería alejarse de todo lo que implicaba una
sociedad “tradicional” en manos del poder aristocrático. Lo suyo fue una mezcla de capitalismo
de Estado y liberalismo. Su gobierno se envolvió de una estética progresista, de gestos
fascinados por la tecnología. Pero no dejaba de tener rasgos profundamente oligárquicos. Esa
era la esencia contradictoria de la “Patria Nueva” que, en sus múltiples características, dejaba
entrever también cierta apertura en cuanto al tema de las mayorías andinas en un país como
el Perú, debido al ingreso de los sectores populares en la vida política del país, a través de
partidos de izquierda. Y en medio de la creciente influencia norteamericana, en las
declaraciones se defendían los elementos hispanistas de la nación: la lengua, la religión, la
historia. En suma, el discurso nacionalista de Leguía podía componerse de elementos muy
variados. Cada vez más, el gobierno fue convirtiéndose en un régimen autoritario y represor.
Controló debidamente las nuevas tendencias políticas o, en otros casos, se mostró
abiertamente encarnizado con los enemigos. El Centenario de la liberación, para los
opositores, no se festejaba exactamente en un ambiente de libertad. El leguiísmo significó la
incorporación de clases medias a la vida pública, dejando en pie la vieja aristocracia. Es decir,
algunos cambios se produjeron en lo político, pero no en lo económico. Se dan las bases de un
primer ensayo de modernización del país, con inversiones y capitales norteamericanos, aun
cuando Leguía no transforme verdaderamente la estructura del poder económico en el país.
Incipiente industrialización que no logra el desplazamiento total de la aristocracia
terrateniente. Aun así, lo cierto es que haciendo comparaciones con las décadas anteriores, el
panorama social y político del país logra ampliarse y cambiar parcialmente.

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