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Ilota

Ilota, como cada tarde a esta hora, pronto, se sienta en su mesa del café
del Ateneo. Seguramente la misma mesa, la de la ventana, es siempre la
suya porque, al llegar pronto, llega a tiempo de hacerse la reserva.
Pero antes de tomar posesión de las propiedades de las que cada tarde
es usufructuaria, Ilota da, con un delicadísimo gesto en el rostro, las
buenas tardes al camarero que tras la barra ya está preparando su
eterno pedido: una taza de chocolate espesísimo y muy caliente...
¡humeante! En el café, a estas horas, no hay casi nadie y, si después se
llena, ella ni se dará cuenta. En el Ateneo, lejos de Ilota, todos siguen
digiriendo con licores sus comidas, apoltronados por las butacas y, los
más osados, por los sofás. El Ateneo más prudente yace en casa, a
resguardo de las incomodidades sociales, reponiéndose para las damas
y los ajedreces de media tarde.
Ilota, ajena a todo, excepto a sí misma, se enmarca en un humo de
chocolate perfumado. Entre la silla en la que se sienta y la mesa en la que
se apoya, todo su mundo esparciéndose... bailando: el mármol blanco, casi
de hielo; la pista de baile que, cabe decirlo, ¡resbala la mar de bien!
;el portaservilletas; la pareja de turno...; y la taza de chocolate, muy dulce,
evidentemente ella. ¡El camarero se encarga de hacer desaparecer, antes de
que llegue Ilota, un cenicero que siempre está plantado justo en medio de la
pista porque sabe la molestia que causará a los bailarines! Y, además, no
fuman. Cuando el mundo está en su lugar, entre la silla y la mesa, Ilota
puede abrir el baile. Aunque, mundo más allá, resuena como fondo
Catalunya Informació, para Ilota, dentro de su atmósfera aislante, suena su
propia orquesta que, invariablemente, abre el concierto de tarde con la
pieza el Cant de l’Enyor en la voz de un dueto excepcional formado por
su marido, ¡que Dios tenga en su gloria!..., y Lluís Llach.
Con el primer abrazo en los labios de una servilleta muy suave y el dulce
chocolate, empieza el baile. Con los ojos cerrados, concentrando la atención
en el punteo de los pies, Ilota se suelta en los brazos del amado. Fiel a él,
a su marido que, cuando acaben los acordes del Cant del Enyor, sabe que
estará cansado y querrá retirarse a descansar, le susurra, mientras le dice
que la quiere, que no deje de bailar cuando él se retire. Ilota, sabiendo que
no dejarán de amarse, se traga amorosamente, con el chocolate que tiene en
la boca, la voz y el descanso del marido, a Llach y al Enyor. En el silencio
de la orquestra, un aplauso no tan lejano como el que ha precedido al
primer baile con su marido, da la bienvenida al primer nombre escrito en
la espalda del marido. Con el consentimiento para seguir bailando de quien
reposa, la hoja de la espalda se ha convertido en el carné de baile de Ilota.
El recién llegado es Yves, aquel vecino venido de París que ha alquilado el
apartamento de arriba de su piso de Gracia. La primera vez que bailó con
él fue en la plaza del Diamant durante unas fiestas del barrio... y antes de
que aquella noviecita, ¡mosquita muerta!, lo encadenara en casa,
seguramente a los barrotes de la cama…
Bueno, ella, Ilota, sigue bailando con Yves, aquí, en el mármol helado,
tarde sí y tarde también. ¡Y es que Yves baila muy bien!, piensa Ilota,
...¡que se lo pregunten a la novia!... Para ellos, la orquesta empieza a
tocar Samedi soir sur la terre de Francis Cabrel. Abrazada a Yves, siente
como una lágrima se le escapa hacia el hielo que pisa para formar parte
de él. Entonces, sin permitir que las siguientes lágrimas, creciendo en forma
de estalagmitas sobre la primera, ya helada, le puedan llegar a congelar
la sangre, se las enjuga en la espalda empapelada de Yves que, después de
consolarla ofreciéndole la espalda entera, regresa a su encadenamiento
al placer de Gràcia. Mañana, si Ilota lo quiere, aceptará de nuevo la
invitación para bailar.
Con la confusión de Ilota, que sigue curándose las lágrimas, la orquestra no sabe
lo que tiene que tocar y su silencio se prolonga. Ilota se reprocha lo que ya sabe:
¡la primera pareja de baile después de su marido siempre acostumbra a pisarle
los
pies!... Y hoy Yves no ha sido una excepción. Otro día lo pondrá más abajo en el
carné. Con los pies doloridos y un llanto que se entreoye sólo con suspiros, decide
bailar ella sola un baile. Se hace tocar Bamba Rakatunga con Celia Cruz y Ray
Barretto. Bailando como una loca, se olvida de añorar los primeros Yves, sus
suspiros y ¡los pisotones! Bailar sola sólo tiene un inconveniente: que bailas sola.
¡Pero, si no te duelen los zapatos, los pies, al menos, los tienes a salvo... y, con los
pies, los pasos y las pisadas! ¡Azúcar! va pisando Ilota mientras ha derramado un
poco del azúcar que se hace traer con el chocolate por si no fuera bastante dulce
y
que ahora estaba echando en la media taza que le queda llena. Removiendo el
azúcar y el ¡Azúcar!, se acerca la taza a los labios y espera que el espeso
chocolate gotee. Cuesta que le llegue a la boca, pero cuando lo hace, como
lava, cuesta que lo deje de hacer. Como buenamente puede, se separa de
la taza reconfortada y dejando su salsa negra, la que aún queda, también
deja el canto de Celia y compañía.
Reanimada, pues, y poniéndose romántica, como a ella le gusta, se hace
interpretar un bolero, evidentemente por los Panchos, aquél que se titula
Voy a apagar la luz. ¡El abrazo en los labios que lo ha precedido no
lo conoce! ¡No es nadie anotado en el carné de baile, pero la aprieta con
una sensibilidad extraordinaria!... ¡Y baila como los ángeles! Tras el
antifaz de papel que luce no llega a saber cómo es ya que, por descontado,
sabe que no lo conoce, pero sí empieza a imaginárselo más allá de la luz
de los ojos que la miran admirándola. ¿Pero quién es aquél enmascarado
bailarín que pretende seducirla? Mucho más confusa que antes, se
inquieta en su mundo por primera vez en toda la tarde.
Pierde el ritmo y, huyendo como una cenicienta, abre los ojos a su alrededor
y, levantando la mirada, busca una escalinata de emergencia que no
encuentra, a la vez que un zapato le cae bajo la mesa. Enrojeciendo
avergonzada por hacer pública su aventura en el baile con el ruido del
zapato, se agacha a recogerlo intentando disimular. No lo alcanza. ¡Le
parece que el zapato ha llegado hasta los cimientos del Ateneo!...Ya estoy a
punto de acercarme a ayudarla cuando una Ilota, medio contorsionista, lo
alcanza. Poniéndoselo, se da cuenta de que la orquesta, por hoy, ya ha
recogido sus instrumentos. El mármol sigue siendo blanco y helado, pero la
taza ya sólo está sucia de chocolate rebañado, ¡y gracias!, y unos cuantos
papeles arrugados la rodean.
Finalizado ya el baile, sale de su atmósfera aislante. Primero, mirando
hacia la derecha, mira el Ateneo que se recupera como puede de la digestión
tras los ventanales que, en éste y en todos los otros, siempre dan a un patio
interior. En el patio, el tierno verde acostumbra a enmarcar por completo los
ocres de los viandantes. Pero en los ocres oxidados del Ateneo de Ilota, el de
las señoritas de museo indscriptible, ni el más verde más tenso e intenso
puede rectificar un solo milímetro el rictus, tan osadamente grosero, que las
distingue. Las distingue y las anima a seguir recorriéndolo con fuerza a
cada palabra dedicada que se dedican en tre sí y al resto del mundo y que de
vuelta purgan con vacíos, rencores crónicos y miserias de una vida dedicada
a la galería y a las tardes como cuando eran niñas, en el patio.
Ilota, en el café, ya hacía muchos años que se había refugiado de ellas que
a su vez, seguramente la habían olvidado decidiendo que era una
desafinada mental. En cambio, si un u otro caballero ateneo, sobre todo de
los que digerían en casa con la mujer o de los viudos con los suyos la vida y
que a media tarde unas damas o un ajedrez los esperaban, quería disfrutar
de la compañía de Ilota, en conversación, de dama, sabían que ella era una
gran conversadora siempre y cuando no estuviera bailando un pas de deux
sublime.
Habiendo registrado la derecha y repasada la barra del frente con la
consiguiente sonrisita al camarero, Ilota se lanza por el acantilado de la
ventana cayendo en los restos arqueológicos que ya hace años han
paralizado el lado izquierdo del Ateneo... Chicos y chicas trabajan
haciendo prácticas universitarias, pero también hay tres jefes de
expedición. El mayor de los tres, que más que jefe debe tener el título de
veterano, dirige la excavación desde la experiencia. Lleva un pañuelo
enredado en el cuello e Ilota piensa que si se lo colocara a la altura de
los ojos... !podría ser su bailarín desconocido! Enrojeciendo de nuevo,
aparta los ojos de la ventana y busca el monedero para dejar las
225 ptas sobre la pista de baile blanca. Sonriendo, y todavía un poco
acalorada por el abrazo del último bailarín, se levanta y, asegurándose el
zapatito de cristal, sonríe el adiós al camarero antes de salir por la
entrada principal.
Con no sé qué encanto volador, el primer peldaño de la escalinata que la
ha de bajar hasta la calle se apodera de su zapatito de cristal que sale
disparado hasta el pie mismo de la misma escalera. Recitando una especie
de letanía progresiva, cojea mientras baja. La dicción de la letanía,
musical como es ella, lleva incorporada una musicalidad muy íntima.
Llegando hasta donde se encuentra el zapatito, Ilota piensa por unos
segundos que si tanto se quiere quedar por aquellas tierras tal vez sea
mejor que no lo recoja y que se quede allí antes de que, con una nueva
caída del zapato, ella vaya detrás. Distraída, pensando esto y sin dejar de
entonar intimidades rebeldes, una mano que no es la suya recoge el
zapatito que se vuelve de un cristal iluminado reflejado en los ojos del
hombre que tiene delante. ¡Es el veterano arqueólogo! ¡El del antifaz,
pero sin! ¡El bailarín que, como antes, la vuelve a hacer enrojecer!...
Él se lo entrega y ella, apoyándose en la baranda, se lo pone dándole las
gracias. El veterano arqueólogo, que se ha presentado dándole la mano y
su nombre después de devolverle el zapato, le dice que como viandantes
del Ateneo ja se volverán a ver y a encontrar. Ella, asintiendo con la
cabeza, se incorpora del todo y bien sonrojadita, después de otro gracias,
ya está en la calle donde se le empieza a escapar la risa, nerviosa y viva.
Como nunca se le había visto antes, el veterano arqueólogo, y también
ateneo, sube los peldaños enamorado, volviéndose cada dos o tres por si
la vuelve a ver. Ya en recepción, alguien le pregunta si se ha perdido
porque a aquellas horas nunca se deja caer por el Ateneo. Excusando su
presencia por un problema en la excavación que los ha paralizado, empieza
a mostrarse nervioso cuando se da cuenta de que quien había perdido el
zapato en la escalera... ¡no le ha dicho ni el nombre! Pregunta por ella a
dos o tres por si la han visto bajar y la define como la señora de la música,
una señora que se parece a una "preciosa caja de música". Las dos o tres
personas coinciden al decirle que él siempre se pasa el día haciendo
descubrimientos, dentro o fuera de la excavación..., pero ninguno de
los dos o tres puede decirle algo de la señora caja de música.
Estoy a punto de ir a explicarle todo lo que sé cuando veo que se dirige
decidido al bar a hablar con el camarero. Él le dará unas coordenadas más
fiables que las mías imaginarias que incluso se han inventado su nombre...
¡Pero vete tú a saber!, para no jugar la vida con las herramientas afinadas
socialmente y preestablecidas en abstractos museos, ¡Ilota... muy bien
podría llamarse Ilota!
Fin
Prosa por Francesc Picas
Pinturas de Fabián Perez
Presentación de Ploma Blava

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