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Adolescentes y adultos, dos mundos diferenciados, que inevitablemen-

te entran en conflicto. Nando es un chico “Fuera de lugar”.

“Si mi madre supiera en qué aprietos me pone se dejaba de chorradas.


Necesito más dinero para desenvolverme, no tanto ahorrar, no tanto in-
gresar en una cuenta corriente para el puto día de mañana. No sé a qué
viene de un tiempo a esta parte su actitud, antes no me ponía tantas tra-
bas, antes me concedía todos los caprichos. Ahora, con la leche del día
de mañana, no me deja ni respirar. El día de mañana está aún lejos, el
día de mañana pertenece a todos, no sólo a mí, no necesito especiales
discursos que me convenzan de que algún día entraré en mi futuro, me
matricularé en él, cursaré sus asignaturas y... seguramente, lo suspen-
da, como, de momento, voy suspendiendo el presente.”
Fuera de lugar
José Carlos Giménez Sánchez nace en Sevilla en 1968 y reside en Cádiz
desde 1994. Es autor de varias novelas y relatos: “El otro eres tú” (1996), “El
Niño” (1997), “Discípulos de la caridad” (1998), “Historia de un mendigo”
(1999), “Voyager a América” (2001), “Lupercio, el feo” (2002), “Repatria-
do” (2003), “Hagan ruido, por favor” (2004).

© Ediciones Koe, 2005


Depósito Legal: CA-2104-2005

Impreso en España
Otra insoportable velada musical. Mi madre se empeña: “La solista
es la novia de tu hermano...” Como si es la reina de Inglaterra. Otra
vez a calzarnos una sonrisa estúpida, otra vez a simular que escucha-
mos embobados, como si aquí alguien se despojara de sus triviales
preocupaciones, tal como nos despojamos de las respectivas prendas.
El lelo del Presi es, naturalmente, la excepción. Tiene más objetos
entre las manos que ideas pueda albergar su cabeza: el sombrero, la
gabardina, el paraguas, el programa... Como le pique un huevo no sé
cómo se lo va a rascar. ¡Pero hombre!, si sombrero no se lleva ya en
estos tiempos, como tampoco el pañuelito de los cojones en el bolsillo
de la chaqueta, formando un primoroso triángulo.
Es el que inicia el aplauso de bienvenida, por supuesto, cuando los
músicos están acomodándose, provocando que el público le secunde.
¡Toma!: codazo de mi madre. Está bien, aplaudiré yo también. Pero
¿no ve que ha metido la gamba, que se ha adelantado? Ahora, al dis-
minuir los aplausos, es cuando los músicos, ya todos acoplados, se in-
clinan, saludando al público. Risas. Ji, ji, ja, ja. Descoordinación total
en los aplausos y el saludo. Todo por la cagada del experto protocola-
rio del presidente de la Fundación.
Experto en presentaciones y estrecheces de mano. Hoy no. Hoy no
nos amuermará con la presentación. Ha delegado en la profesora. A
ella estrechó la mano al llegar, y a dos acompañantes cuya cara le so-
naba, y a un cuarto que no conocía de nada pero al que no iba a ofen-
der dejando de estrecharle la mano también. ¡Qué pericia! Cuántos
matices caben en un apretón de manos, dependiendo de a quién salu-
da, siempre guardando un estilo propio, singular, dieciochesco (¡toma
ya!).
Ya me la he perdido. La profesora es más rápida presentando. Tan
solo he cogido lo de la buena acústica, y la mitad del público hemos
mirado al techo, surcado de bóvedas de medio punto o de punto ente-
ro. Dan ganas de comprobarlo dando un grito. Para buena acústica, la
del cuarto de baño, en donde los pedos truenan de maravilla. Es curio-
so: de las bóvedas caen unas finas lamparitas, cuya luz amarilla no es
precisamente la que alumbra esta sala blanquecina; son ojos adiciona-
les, espías inoportunos... Como la puñetera cámara de turno: ¿quieres
irte a enfocar a otro lado? Mira que encuadrarme a mí: ¿y si registra
mis pensamientos traidores?... Bueno; y por qué no. Ensayaré un ros-

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tro hosco, cínico y ausente para cuando más tarde haga una panorámi-
ca del público. No importa que me delate. Al contrario: que se vea que
estoy aquí a la fuerza.
Comienza la danza de los arcos: arriba y abajo, arriba y abajo...
Según la perspectiva parece que se estén cepillando los sobacos. Los
violines son una prolongación de la barbilla: ¿irán luego al cirujano
para desencajar este apéndice fortuito? Luego le preguntaré a la Flaca,
ya dispuesta a contonearse como una víbora. ¿Para cuándo tocarán a
dúo mi hermano y ella? Qué pena que me desmarcara en su día de las
clases de piano, yo podría haber sido la perfecta pareja de la Flaca, le
hubiera tocado el piano, o mejor, le hubiera tocado otras cosas... ¿Se
habrá liado con mi hermano? Lo dudo. Son demasiado puros, dema-
siado castos, demasiado musicales... Fíjate cómo se contonea, si pare-
ce más la danza del vientre que... a ver que mire el programa... espéra-
te, voy a fingir aire entendido, docto, no sea que la Cloti me observe...
“Concierto para violín in C major, J. Haydn (1732-1809)”. Ajá, “in C
major”. Esta puntualización es crucial. “In C major” es mejor que “in
C pejor”. Es major in C, pejor in D, mucho pejor in X, y no digamos
cuánto pejor in W.
Dónde se habrá metido el acomodador... Es como los fotógrafos: una
vez cumplen su cometido, se largan. La reseña al pie de la foto en el
periódico la escribe otro, la que a mamá tanto le gusta leer, él se limita
a insertar una impertinente cuña acústica en medio de la armonía mu-
sical. Aunque igual Haydn se adelantó a su tiempo y la intercaló en
algún punto de la partitura... Qué de pertrechos lleva el mazacote, ni
que fuera un reportero de guerra. ¡Hala!, haz tu foto y lárgate, no sea
que a la Cloti se le desabroche el corsé de puros nervios o al presiden-
te desconcentres de la nueva fórmula de presentación de autoridades
que anda cavilando: ilustrísimo, excelentísimo y cojonudísimo señor
don... El acomodador se desvive porque no queden libres los asientos
de las dos primeras filas. Le entran tales calores al suplicar al público
que permanece de pie o sentado atrás, que hasta la carpeta forrada de
cuero y bordada en oro se le escurre de las manos a causa del sudor.
Me pregunto qué papeles llevará dentro. A lo mejor es la relación de
asistentes. Igual pasa lista en secreto y comprueba que estamos los
mismos chicos aplicados de los cojones de siempre. Oiga, yo porque
mi madre me obliga, ¿eh?, que conste.
Claro que esto es muy instructivo. De pronto he descubierto que no
hay tambores, ni trompetas, ni flautas..., que sólo hay violines, violas,

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violadores... Ajá, aquí leo: Aula de Cuerda del Conservatorio de
Música. Así que todo son cuerdas. Una cuerda de capullos. El que
más, aquel viejo de la barba cana y la calva. ¿No le dará vergüenza
triplicar la media de edad? El tío lo vive, la música le reconcilia con la
juventud, los destellos de la calva parten de su mismo éxtasis. A ése le
pasaba yo unas caladas para que comparara... Aquella de en medio,
¿me estará mirando?, ¿querrá liarse conmigo? Estoy en su punto de
mira, el borde de su atril está sólo ligeramente por debajo de la línea
de sus ojos rasgados, entre nota y nota le da tiempo a estudiarme. ¿Le
diré a la novia de mi hermano que me la presente?
Pues no es totalmente de cuerda, porque el director toca un clave
(qué puntería, casi dices piano). Un clave que adolece de teclas inma-
duras, púberes, pues produce un timbre agudo, nasal, resfriado, pronto
a transformarse en piano de pelo en pecho, en cuanto cumpla la ma-
yoría de edad. Entonces ya podrá sacarse el carné de conducir, ¿ver-
dad, mamá?, y podrá marcharse de casa y vivir su vida, y no tendrá
que apoquinar de sus trabajos esporádicos. De momento no puede evi-
tar dejarse manosear por tan excelso y ampuloso director, cuyo cuerpo
todo es pura fibra musical. Con qué floritura despega el cabrón las
manos de las teclas en el momento de coronar un preciso compás. Es-
tas parecen adiestradas para pulsarse solas si ven que las manos se
demoran un tanto: Descuide, recréese, mézase, que nosotras nos pul-
samos solas... Y con qué habilidad menea la cabeza, sonríe y gesticu-
la, a veces dirigiéndose a un sólo músico, como si estuviera recordán-
dole que después han quedado para tomarse una litrona. También tie-
ne una calva que irradia destellos deslumbrantes. Casi me tengo que
proteger los ojos cuando los rayos inciden sobre mí. Sería conveniente
calarme las gafas de sol, allí hay un adulto, todavía no un vejestorio,
que lleva las suyas como una diadema, es un tanto cursi, pero sin duda
práctico en el momento en que deba protegerse ante una convergencia
fatal de destellos. Lo que más gracia me hace, aparte el entretenido
pedaleo, ahora piso, ahora no piso, unas veces con el pie izquierdo, las
más con el pie derecho, es el paso de las páginas de la partitura. De-
bería disponer de una esponjita humedecida como las de los estancos
para pegar los sellos, no vaya a resbalársele alguna o a pasar dos de
una vez. El tío se maneja de puta madre. No digamos cuando tiene que
pasar una página hacia delante, no porque se haya equivocado, y luego
la misma otra vez hacia atrás. Si algún día se queda sin trabajo, le
puedo decir a mi ex jefe que le contrate en la fotocopiadora, para con-

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tar las hojas pasándolas a toda velocidad. Claro que, desde que me
echó no tengo influencia; no sé cómo me recibiría; no sé si se fiaría de
mí y de quien yo llevara: ¿Que este tío ha sido director de orquesta?,
¡Anda y vete a cascártela!
Estoy hasta los mismísimos de los cambios de postura de la Cloti. No
hace más que moverse, y me distrae, no puedo escuchar la música con
atención, me desconcentra del seguimiento de la danza del vientre de
la Flaca... Es el problema de llevar corsé. Claro que, si no lo llevara se
resquebrajaría... ¿Cuántas veces le habrá explicado a mi madre su en-
fermedad? Qué pesadita con lo de su viaje al extranjero para recibir
tratamiento o someterse al enésimo trasplante de médula o sustituirse
la chapita del pecho por donde inyectarle los medicamentos (condeco-
ración indeleble). Ella no ha venido a escuchar la música, ha venido a
participarnos las últimas novedades de su enfermedad, de donde com-
prenderemos la heroica lucha que sostiene contra el irreversible dete-
rioro a que la arrastra. La tía da pena, aunque no de pie a compadecer-
se; ya procura evitarlo; rechaza cualquier palabra de ánimo clavándote
una mirada repelente, a través de la cual parece que quiera inyectarte
los fármacos con que la envenenan. Para disipar dudas, igual te con-
testa: No lo necesito, esto es, el ánimo, demostrando que se las arregla
sola. Otra cosa es que la halaguen. Eso sí. A lo mejor hasta te premia
con una acartonada sonrisa, no demasiado explayada, no vaya a des-
encajársele un hueso. Un halago dirigido a su esfuerzo para abrirse pa-
so a sablazos a través de la jungla hospitalaria, a fin de rechazar a
cuantos galenos la dan por perdida o, a lo sumo, la proponen para in-
troducirla en un tubo de ensayo y combinarla con alguna mezcla inno-
vadora. Eso sí lo admite, por merecido. Porque ella va directa a quien
sabe más, a quien esconde la solución bajo la manga de la bata, a
quien esgrime el bisturí con mayor destreza, y tal empeño, es lo que le
ha prolongado la vida. Así es como ha desmentido el fatal pronóstico
de algunos, ante quienes ahora procura exhibirse o, al menos, hacerles
llegar el testimonio de su victoria sobre la muerte. Lo siente por ellos,
quienes para confirmar sus aciertos hubieran preferido verla muerta. A
su pesar, seguirá incordiándoles.
La orquesta depone los arcos, abandonando a su suerte a la solista, a
la Flaca. Es el momento de lucirse. El contoneo se dispara; esperemos
que lleve bien ajustado el cinturón, no se le deslicen los pantalones;
aunque sería un estriptis original, la culminación de tanto virtuosismo.
También podría estrellar el violín contra el clave, como hacen los roc-

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keros con las guitarras en el apogeo de su actuación... Arco sube, arco
baja. Contoneo izquierda, contoneo derecha... Parece una cobra bai-
lando un twist al son de un encantador de serpientes. ¿Se excitará mi
hermano viéndola? Me temo que no. Me temo que sólo la escucha. ¿A
ver?... Aparta Cloti el puto programa, no te abaniques con él... Ahí
está: embobado completamente, perfilando su cara de haba. ¿Para
cuándo el dúo? No; no habrá dúo; él sólo aspira a ser profesor de
música. Qué claro lo tiene. Con razón mamá está orgulloso de él, y no
de mí, que soy un perdido... ¿Le saldrán cuernos cuando ella inicie
una fulgurante carrera hacia el éxito, recorriendo los mejores audito-
rios de Europa y América, mientras él permanece dando clase a unos
palurdos? Pues no creo que sacrificara su vocación para acompañarla
siempre. A lo mejor, al principio sí, por eso de la novedad; pero más
tarde, no. Y como no es celoso, de tan cándido como su madre lo pa-
rió, la dejaría campar a sus anchas, guiada por representantes de dudo-
sas intenciones, quienes sabrían destapar una flaqueza sentimental en
un momento de hondo regocijo, después de culminar una brillante ac-
tuación, ya recogidos en el hotel, o, al contrario, en un momento de
íntimo desánimo, si es que la actuación adoleció de una entrada retras-
ada o un pizzicato apresurado. Además, compartiría cartel con otros
jóvenes virtuosos, y quién duda que a la conclusión no surgirían erudi-
tas charlas al olor de una reconstituyente coca cola, con lo peligrosa
que es esta droga y los mimos que produce a la libido. Pero lo peor
llegaría cuando su éxito declinase. Porque no se piense que iba a durar
siempre. El engorde porcino de la fama pasa factura y, tarde o tempra-
no, engrosaría el censo de la cuneta, a donde van a parar los genios de
turno, después de haber sido exprimidos al máximo; y si además se
trata de una chica joven, de blanca y delicada tez, en donde babosos
labios apetecen dejar enseguida huella de su paso, probablemente has-
ta con un bombo. El imbécil de mi hermano sería capaz de recibirla a
pesar de todo. No iría en su busca al rincón de Europa donde hubiera
quedado tirada, pero sí se reconciliaría con ella si reapareciese en el
hogar, aun maltrecha, demacrada y con barriga. Lo que ocurre es que
ella no regresaría nunca. No regresaría por sentirse avergonzada, por
no ser ése su impulso primero y, mucho antes de que llegara a reac-
cionar, por haber sido recogida por unos hippies, de quienes, después
de haberse enrollado con todos y cada uno y haber consumido juntos
todo tipo de drogas y haber tocado tímidamente el desvencijado violín
de uno de ellos y haber descubierto que tocándolo por las calles de las

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ciudades en fiesta cosechaba algún éxito y recaudaba un interesante
capital, ya no se separaría. Aun así, al cabo de unos diez años, volver-
ía a recalar por nuestra ciudad, tocando en alguna concurrida calle, por
la que, de casualidad, mi hermano el Cara Haba pasearía una tarde con
su segunda esposa, deteniéndole el grupo de desastrados del cual le
habría llamado la atención el estilo familiar del violín, plantado ante el
cual, en un momento dado, recorriéndole el espinazo un escalofrío
demoledor, la reconocería, a la par que ella, observando por el rabillo
del ojo al impertinente sujeto que mucho miraba pero poco apoquina-
ba, le reconocería a su vez, cesando al punto la ejecución con un des-
garro de las cuerdas, para, a continuación, acercársele y...
La orquesta enristra los arcos. Los violines y las violas vuelven a ce-
pillarse los sobacos, los violonchelos no digo el qué. Arropan de nue-
vo a la Flaca, quien ha demostrado tener los huesos de las caderas bien
afianzados y una mano izquierda que se clona y difunde sin tropezarse
por todo el mástil. El director y clavecista (o como coño se diga) da la
bienvenida a este estornino al que brindó la oportunidad de ejecutar
unas cabriolas aparte por mor de su superior agilidad. Regresa a la
formación y a la danza ritual común, aunque en el seno de ésta siga
comportándose como un estornino travieso... Como luego la Cloti
afirme que le encantó el solo, le abofeteo la cara. Porque la he visto
distraída todo el tiempo, ni un segundo ha parado quieta entre que se
ha construido un abanico haciéndole dobleces al programa y se ha so-
bado el corsé tantas veces que ha debido girarlo una vuelta completa.
Cuidado que, el marido saldría en su defensa, asegurando haber sido
testigo de la atención prestada, haberse fabricado el abanico mucho
antes de comenzar el solo y no haberse sobado el corsé ni una vez.
Qué esposo tan encantador. Mi madre le daría la razón, por supuesto,
yo no soy de fiar. Porque si aseguro que la Cloti estaba distraída es
que yo también lo estaba, es decir, no atendía a la Flaca y, en cambio,
me dedicaba a espiar los movimientos de los demás. No se percataría
de que, por esa misma regla de tres, el marido tampoco habría estado
atento, al erigirse en testigo de la atención prestada por la esposa, y no
se puede estar atento a la esposa y a la solista a la vez, sobre todo si la
solista se mueve como se mueve. Por fin, mi madre, dando por válidos
los halagos de la Cloti hacia su futura nuera, en especial el dedicado al
solo, para evitar que el marido y yo disputásemos, cambiaría de tema.
Y cual mejor que el de su enfermedad. También yo querría disipar mis
dudas respecto al origen de las manchas que le han salido en la piel.

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Ya no vale la explicación que le dio el dermatólogo el pasado verano,
pues ahora no pueden estar originadas por los rayos del sol. Tienen
que ser síntoma de rechazo de la última médula trasplantada hará dos
años.
Llega al concierto con retraso un tipo excéntrico. No duda en atrave-
sar la sala hasta la segunda fila, donde, molestando para hacerse paso,
aborda el asiento que se había constituido en un guardarropa local,
obligando a deshacer el amasijo de abrigos, paraguas y bolsos. De su
gabardina no se despoja sino tras sentarse, acción que, dada la estre-
chez de los asientos, brinda una molestia adicional a los vecinos. La
gabardina parece un aglomerado de estopa y lija, más concebida como
mortificador que como abrigo. Parece el típico despistado que empina
la nariz y estira el cuello revelando no estar muy seguro del tipo de
acto cultural que tiene lugar, cuya confirmación no obtiene hasta repa-
sar el programa varias veces. No; no parece que sean titiriteros, aun-
que froten los instrumentos como si representaran un cuento en el que
todos acabaran persiguiéndose y dándose porrazos en la cabeza. Tam-
poco son unos títeres en manos de un gigante Gulliver titiritero que
anduviera en medio de una concurrida calle de Liliput mendigando.
Deben ser músicos. Es difícil de comprender, pero así es. Músicos
jóvenes, a los que los padres, sin consultarles, les han inculcado la
música desde niños, creyéndola una disciplina de la cual no se puede
prescindir como no sea privándole al espíritu de un alimento esencial.
No importa que el día de mañana no vivan de ella, aquí los padres no
esgrimen el argumento de que hay que estudiarla para ser un futuro
hombre de provecho; no importará que no se dediquen profesional-
mente a ella, que no les reporte un duro. Le han dedicado muchísimas
horas, han sacrificado horas al juego, al ocio pueril desde el que pu-
diera proyectarse alguna otra interesante y remunerada vocación artís-
tica, deportiva, científica, etc., pero no importa. La música es el aporte
nutritivo del espíritu y, por tanto, no se le puede exigir una satisfac-
ción económica. Sí, en cambio, a las asignaturas de la escuela y a la
carrera universitaria que hayan de elegir. Las horas de angustia duran-
te el proceso de aprendizaje no cuentan porque tendrán su recompensa
futura: en los momentos de alegría o tristeza siempre podrán atacar al
desafinado piano del salón y, de paso, poner a prueba la paciencia del
vecino, al que, de presentarse malhumorado, le dirán: Échele usted las
culpas a mis padres, ellos se empeñaron...

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En mi caso le mostraría además el retrato del abuelo, medio oculto
en un rincón del salón, y le prestaría unos dardos por si quisiera prac-
ticar. Claro que, al principio, sería reticente a estropear aquel hombre
azulado de porte severo y clásico, con un pañuelo triangular en el bol-
sillo de la chaqueta como el del Presi. Le tendría que explicar que su
padre le había enseñado las nociones básicas y así le cogió el gustillo,
que había aumentado sus conocimientos de forma autodidacta y que
había fundado la primera banda municipal de su pueblo, enseñando él
mismo a los voluntarios que se presentaron. Además, había enseñado
a los propios hijos y, en particular, al primogénito había encauzado
hacia la profesión, de la que luego no vivió. Ya jubilado y abuelo, a
los primeros nietos instruyó, y si es que se hallaban lejos porque los
hijos abandonaron hacía tiempo el pueblo, al menos los escuchaba
atentamente cuando se reunían, aprobando o no los progresos que
hicieran. De mi hermano el Cara Haba estaba orgulloso, naturalmente.
De mí, poco se acordó, sobre todo a partir de que demostrara pocas
aptitudes y renunciara a seguir soportando aquel castigo. Siento que
mi espíritu haya quedado así empobrecido. Pero seguro que en el futu-
ro me llevaré bien con mi vecino. Si es que tengo futuro, claro.
El tipo de la gabardina no aplaude cuando acaba el concierto. Lógi-
co: no lo ha degustado lo suficiente como para recompensarlo con sus
palmadas. Claro que, podía haberse dejado llevar por la acción de los
demás. Si los demás pensamos que los músicos merecen unos aplau-
sos, por qué él va a cuestionar nuestro gusto y a racanear esta barata
recompensa. Debe ser que cuida mucho a quién aplaude y a quién no.
O es que había esperado hallar una compañía de títeres en lugar de
una orquesta de cuerda, y tal contrariedad le ha indispuesto para
aplaudir. Lo más seguro es que sea un virtuoso del aplauso y no haya
estimado oportuno exhibir aquí sus dotes. En cambio, el Presi, siendo
también un virtuoso del aplauso, no racanea las palmadas, ofrecidas de
pie y con ese alborozo particular suyo que denota un sincero agrade-
cimiento personal. Hasta la Cloti ha descuidado el corsé para incorpo-
rarse al jubiloso estruendo, si bien, su aplauso es quedo, exigiendo pe-
gar el oído para poder percibirlo, y no porque se le vaya a salir un
hueso, sino porque siempre aplaude de esa manera tan delicada y fina.
Mi hermano, el Cara Haba, qué decir de él, sino que en sus aplausos
van incluidos telegramas de amor. Mientras que en los de mi madre
hay esa enésima corroboración de estar muy orgullosa de su futura

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nuera. De mis aplausos..., qué decir de mis aplausos, sino que desafi-
nan, hiriendo los oídos de mi difunto abuelo.
El ampuloso director no para de invitar a la Flaca a que salude, sin
dejar de hacerlo él mismo, rojo de gozo. También invita, consecuti-
vamente, al primer violín, al primer viola y al primer violonchelo,
concluyendo con toda la orquesta al unísono. Dirige este pase de salu-
dos de manera excelsa y ceremoniosa, como si fuera prolongación de
la obra concluida. Se deja rogar saliendo y entrando varias veces del
escenario antes de permitir a su más destacado estornino acometer
unas acrobacias de caza F-16 que dejarán en el cielo abovedado una
estela de asombro.
Después del Zapateado de Sarasate y la consiguiente salva de aplau-
sos, la solista es abordada con entusiasmo.
Uno de los primeros en hacerlo es el Presi, cuyo sombrero sufre las
consecuencias de un apretón, lo que le aparta enseguida, para venir a
departir con el momentáneamente olvidado director. Mi madre..., ahí
está también, plasmándole dos besos como dos golpes de matasellos.
Hace un hueco entre la apretura, cual escolta de mi hermano, a fin de
que disponga de un instante de intimidad, preámbulo del tiempo que
más tarde, o ya otro día, dedicará para comentar su magnífica exhibi-
ción de hoy. Sus futuros consuegros posponen las felicitaciones, apro-
vechando para atender los comentarios de la profesora, muy orgullosa
de su aventajada alumna, como también de la buena acústica de la sa-
la. El de la gabardina ha huido, sin aplaudir ni felicitar a nadie, ajeno a
este grupo de adoradores de la música, que debe habérsele antojado
como una cuadrilla de alborotadores nocturnos. La Cloti aguarda a
que la protagonista se le acerque, consciente de que un empujón reba-
saría el umbral de resistencia del corsé. Seguro que se acuerda de esta
pobrecita enferma que tanto la admira y en su música halla un consue-
lo impagable. De momento se topa con mi madre, quien, después de
atender a las muestras admirativas de rigor, no deja de preguntarle
cumplidamente por su enfermedad, a lo cual ella, comprendiendo que
no es el lugar idóneo para extenderse, sólo le cuenta que: 1) ha visita-
do otra vez al dermatólogo y le ha dicho que las manchas en la piel
pueden ser hongos originados por la sequedad, recetándole una crema
hidratante especial, que no importa venga a sumarse a la ya amplia co-
lección de cremas hidratantes que llenan los estantes del armario de su
cuarto de baño; 2) ha acudido después a otro dermatólogo, no satisfe-
cha con la razón del anterior y la ausencia de signo favorable produci-

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do por la crema, quien le ha diagnosticado una posible reacción de re-
chazo a la médula trasplantada (explicación más conmovedora y ape-
tecible de participar a los demás), lo que no debe ser motivo de alar-
ma, sino al contrario, pues demuestra el buen funcionamiento de la
nueva médula y bastará, por tanto, con otra mágica crema hidratante
recién salida al mercado, que está dando excelentes resultados; y 3) ha
sopesado la posibilidad, a la sazón no del todo convencida con que
haya de restarle importancia a esta forma de rechazo de la médula
trasplantada, de viajar al extranjero, para consultar al mismo médico
que la operó... Ejem; como se aprecia, no ha considerado este un lugar
idóneo para extenderse.
Afortunadamente, la Flaca la interrumpe. Se ha acordado de la po-
brecita enferma una vez la han aburrido los aduladores. La Cloti toma
sus manos y las admira, como si en ellas radicara la habilidad que de-
muestra. Son especialmente hermosas y pulcras, sobre todo porque
carecen de manchas. El Presi, unido brevemente al grupo, se las arre-
bata y las estrecha por última vez con caballerosa delicadeza y cortes-
ía, así como todas las manos del círculo, incluida la mía, en la cual es-
pero haya notado una intencionada aspereza. Reitera las felicitaciones
y disculpa su presurosa marcha, pues le urge probar un nuevo espejo
que ha adquirido, frente al cual ensayar nuevas fórmulas de presenta-
ción y saludo del todo artificiales.
La Cloti vuelve a acaparar la atención. Entiende que entre ella y la
Flaca hay mucho en común, o lo hubo, y, en efecto, puede ser así: en
su juventud ya debió a destapar su particular cursilería y estúpido pun-
tillismo, así como un complejo de centro de atención, lo que la obli-
garía a un sobreesfuerzo apetecido, a fin de no defraudar. La imagino
la más atractiva de la clase, gracias a que ya por entonces comenzaría
a dominar la ciencia del adorno, a expensas de frecuentar a hurtadillas
el tocador de la madre, de donde tomaría el material necesario. Los
chicos, en especial, los más salidos, la acosarían, pero a poco de entrar
en contacto con ella, se alejarían, al darse de bruces con una fortaleza
de tontura inexpugnable. En adelante no les importaría elegirlas algo
más feas, algo menos empolvadas. La Cloti ahuyentaría así a los mos-
cones de turno, hasta que dio con un buenazo, cuya abnegación admit-
ía la tiranía de su innata estupidez, cual es hoy su marido.
A la Flaca le auguro un futuro muy distinto, como ya señalé, aunque
por de pronto sea la novia de otro encantador buenazo, mi hermano, el
Cara Haba. ¿Dónde me quedé? Ah, sí. Las futuras giras por Europa y

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América la agotarían hasta mermar su honestidad, siendo atacada por
advenedizos representantes o colegas de concierto, a los que se entre-
garía desarmada, todo ello lejos del devenir anodino de mi hermano,
quien ni siquiera tendría un mal pensamiento con alguna de sus alum-
nas. En el ocaso de su fama, recurriría a destrozar más colchones, a fin
de lograr unos piadosos contratos, así hasta darla por imposible y de-
jarla tirada en la cuneta, de donde unos hippies la recogerían, entre los
cuales vagabundearía durante una década o así, hasta venir a tocar el
violín a una concurrida calle de nuestra ciudad, a donde advertiría en-
tre los curiosos a su antiguo esposo, el Cara Haba, acompañado de su
segunda esposa, al cual, tras acercársele después de rasgar las cuerdas
produciendo un quejido lastimero que resumiría su distanciamiento de
tantos años, besaría apasionadamente en la boca como jamás él nunca
experimentara, dejando atónitos a los presentes, empezando por la
propia esposa, quien, posteriormente, una vez repuesta de la vergon-
zosa escena y ya alejados del lugar, le exigiría una explicación, puesto
que no notó que dejara de gustarle aquel beso de aquella hippy desco-
nocida, que allí quedó, tocando el violín y contoneándose descarada-
mente, en medio de la bulliciosa calle, feliz por su atrevimiento y por
el generoso billete que de mi hermano había recibido.

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Hoy es el cumpleaños de Fredi. Avisó que le esperásemos. Mientras
no llega, vamos refrescando el gaznate con unas litronas; somos devo-
tos, como dice Nordi, devotos de la santa litrona. Y del hachís. Ya va
rulando un porro.
Las pipas entretienen y afilan la lengua, para quien tenga ganas de
hablar, alguien tendrá que hacerlo, alguien tendrá que animar el cota-
rro para que la sonrisa boba no emerja sin desentonar. De momento
estamos del humor de la plaza, si es que la plaza tiene humor: sombrío
y adusto; hasta la farola parece contagiada y nos racanea su luz, titi-
lando.
Menos el nuestro, el resto de los bancos están vacíos. El nuestro está
casi siempre ocupado, al menos al caer el día, es el más solicitado por
su disposición, su dominio de la plaza y, a la vez, su recogimiento, ya
que a la espalda quedan unos frondosos arbustos que preservan de la
curiosidad vecinal. Al otro lado de estos, la basura rebosa los contene-
dores, así que su olor cabe contrarrestarlo con el aroma del hachís. El
espacio que nos rodea lo volvemos agradable al olfato, hacemos un
bien a la sociedad, lo que debería recompensarse, como castigarse el
que muchos vecinos abandonen las bolsas de basura al pie del conte-
nedor ya colmado, sin comprobar que el que hay al lado cerrado está
aún a medio llenar. Los restos que nosotros abandonamos al pie del
banco no han de seguir el mismo camino. Deben amanecer aquí, para
que el barrendero de turno no pierda su puesto de trabajo. Otra aporta-
ción a la sociedad que debería reconocerse. ¿Serán aportaciones así las
que da a entender mi madre cuando me lanza sus discursos? Esto de-
bería entenderse ya como ser un hombre de provecho. A la sociedad le
aprovecha nuestra presencia en la plaza. No creo yo que, por ejemplo,
a la empresa que ha colocado todas las dobles ventanas contra el ruido
en los edificios circundantes le parezca mal nuestra presencia aquí. A
lo sumo podrá achacarnos el que no hayamos poblado a otras plazas
donde todavía no conozcan la eficacia de sus ventanas. Más evidente
si cabe es el caso del dueño del kiosco que nos vende las litronas.
¿Acaso no habría ya quebrado si dependiera de las marías que recu-
rren a él sólo cuando han olvidado algo de la lista que llevaron al
Champion o al Hipercor? Por ahorrarse unas perras no piensan en la
familia de este modesto kiosquero... Y no digamos de la delincuencia.
Por esta zona ha disminuido considerablemente. Nuestra presencia in-

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timida, aunque no hagamos nada, aunque no impidamos extemporáne-
as venganzas personales y que, en consecuencia, por ejemplo, arda un
coche de madrugada. Simplemente nadie imagina que por estos alre-
dedores haya nada que merezca la pena robar. El que Nona se apropie
de unos pantalones tendidos en un primer piso encaramándose a la fa-
chada es tontería, ni siquiera es robar, es permitirse ser objeto de un
donativo forzoso, al que el vecino, egoístamente, no habría accedido
de buen grado.
Fali se demora dando unas caladas y Tillo le urge: “¡Pásalo ya!”.
Eso, que después voy yo. Piqui me pregunta cuándo le voy a pagar lo
que le debo. Le respondo que en cuanto pueda. Insiste, le entran esos
aires de desconfianza y superioridad cuando ha fumado, su mirada me
penetra descuidadamente, ladina, inquiridora: “¿Tú no trabajas en una
fotocopiadora?” “Ya no”, respondo. Fali interviene: “Déjalo. ¿No ves
que lo echaron?” “Pero algún dinero ganaría...” Fali me dirige una mi-
rada cómplice. Le replica: “Todavía no le han pagado los cabrones.”
No dice la verdad. La verdad es que sí me pagaron, solo que el dinero
se lo quedó mi madre: me dio una ridícula parte y el resto lo ingresó
en una cuenta que me ha abierto en el banco. Esto no puedo mencio-
narlo aquí, es vergonzoso hablar de la madre y del control que ejerce
sobre tu dinero, desataría las burlas, y con razón. Yo mismo he apoya-
do burlas parecidas cuando eran dirigidas a otros. Si intentara justifi-
carme me pondría más en ridículo, les invitaría a ser mordaces y lle-
garía un momento en que a lo mejor no me contenía y la liábamos. A
Fali no le he contado nada, ni a él ni a nadie, solo que debe imaginar
mi situación o simplemente es que ha elegido la respuesta más rotunda
a fin de cortar la insistencia de Piqui y evitar que disputemos... Si mi
madre supiera en qué aprietos me pone, se dejaba de chorradas. Nece-
sito más dinero para desenvolverme, no tanto ahorrar, no tanto ingre-
sar en una cuenta corriente para el puto día de mañana. No sé a qué
viene de un tiempo a esta parte su actitud, antes no me ponía tantas
trabas, antes me concedía todos los caprichos. Ahora, con la leche del
día de mañana, no me deja ni respirar. El día de mañana está aún lejos,
el día de mañana pertenece a todos, no sólo a mí, no necesito especia-
les discursos que me convenzan de que alguna vez entraré en mi futu-
ro, me matricularé en él, cursaré sus asignaturas y..., seguramente, lo
suspenderé, como, de momento, voy suspendiendo el presente. Si dis-
pusiera de mi dinero se lo arrojaba a la cara a Piqui para que me dejara
fumar en paz.

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Concluye con que pronto visitará a Mushet y quiere que todos le pa-
guemos por adelantado, ya está bien de apoquinar por los demás. Está
bien, capullo, no lloriquees.
Tillo me pasa el canuto. Frunce los ojos, chasquea la lengua, paladea
la profunda calada que acaba de dar, trata de retener el humo, pero es-
capa por varios orificios. Sobre su cabeza cobra forma una medusa
cuyos finos tentáculos lo tienen cogido; pronto el veneno inoculado
hará efecto. Exhala un aro, un aro perfecto, grueso, veloz, que recorre
ingrávido el espacio dejando una leve estela cilíndrica. Nordi lo recibe
en su mano recta convertida en eje de rotación; lo esposa. La medusa
se desvanece acariciando el rostro de Tillo, se eleva volviéndose eté-
rea.
Ninguno fumamos con la delectación de Tillo, el humo torna sensual
en su boca, guarda con él una especial compenetración, le ayuda a
sentir, a pensar, a evocar imágenes, a recuperar una sabiduría ancestral
perdida, a interpretar visiones extrañas. Puestos a leer el futuro en los
posos de café, por qué no en el humo exhalado, que en parte se im-
pregna del espíritu visitado. La Flaca debiera probarlo, el humo es
más acariciador que la música, su armonía más sutil, su virtuosismo
más ligado a una íntima euforia. Ayuda a reconcentrarse en uno mis-
mo, sin necesidad de excitar un sentido concreto para usarlo como in-
termediario, pues todos se activan simultáneamente. (¿Estaré ya des-
variando?)
Tillo rememora el día en que Fredi se unió al grupo. Al principio,
como todos, era un pardillo. Pero un pardillo destacado. Examinándo-
lo retrospectivamente cabe adivinar en aquel pardillo al joven atrevido
y temerario que es hoy. Tillo lo sometió al ritual acostumbrado de ini-
ciación al primer porro. Delante de sus narices lió uno, acompañándo-
se de doctas explicaciones. Esta es otra habilidad de Tillo. En todo el
proceso invierte una destreza inusitada: lame con movimiento rápido
el cigarro rubio, corta la boquilla y tira de ella de manera que arrastre
la línea reblandecida por la saliva, distribuye el tabaco en el hueco de
la mano izquierda, sobre el montículo coloca la piedra, la calienta con
el mechero, la desmenuza, la mezcla uniformemente con el tabaco, co-
loca encima el papel de fumar, voltea la mano, curva el papel, lo gira
una y otra vez hasta quedar un perfecto cilindro ligeramente ensan-
chado hacia el extremo, pasa la lengua por el adhesivo, lo cierra y lis-
to. Pericia de orfebre... Fredi atendía sin perder detalle, ávido, su ros-
tro de gaviota adquiría una expresión de perplejidad. ¿Así era de fácil?

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Tillo estuvo a punto de dárselo directamente. Pero prosiguió el ritual.
Se demoró mimándolo con la llama, sin encenderlo todavía, y enton-
ces, en un momento de distracción de Fredi, propiciado por la charla
del grupo, dio el cambiazo. Lo que encendía a continuación no era el
porro, sino tabaco a secas, sin hachís, preparado a propósito con ante-
rioridad. Le dió un par de caladas con delectación impostora, y se lo
pasó. Los demás permanecimos atentos a su reacción, conteniéndonos
la risa delatora. Cada cual pasamos por el mismo engaño. Lo habitual
era que el iniciado, para no quedar en ridículo, dijera que le gustaba,
que le parecía bien, interesante, que aprobaba sus efectos. Las pregun-
tas de los demás iban encaminadas a enredarlo, a hacer que quedase
más en ridículo, conforme sus explicaciones buscaban precisamente lo
contrario: quedar bien, integrarse enseguida en el grupo, demostrar su
agudeza y resistencia. Hubo quien se mareó y se puso pálido. En ese
caso no se pasaba a la segunda fase, consistente en, pasado un tiempo
prudencial, invitarlo a elaborar uno por sí mismo, y darle comienzo.
Entonces sí lo probaba de verdad. Tal ritual, que al principio había
surgido como una broma, no dejó más adelante de ser una prudente
estratagema, como lo demostró el que uno al que le sentó mal aquel
primer canuto de mentira y, por ello, no pasó al siguiente, al de ver-
dad, le chivó al padre haber sido forzado a fumar droga. Aunque la
mayor reprimenda se la llevó él por juntarse con quienes no debía, no
dejó el padre de aparecer por la plaza y montar una escena. Su cabreo
amainó al aclararle que el hijo no había fumado droga, sino tabaco.
Fredi dijo que aquello sabía a tabaco. Tan sencillo como certero. Su
asombro primero tornó decepción. Tillo no le reveló la verdad. Más
bien le explicó que en algunos casos no se apreciaban los efectos hasta
no fumar el segundo. Comprendido lo cual, pidió que le pasaran el
material necesario para liarse él uno inmediatamente. Este afán agradó
a todos. A mí me molestó un tanto. Su predisposición excepcional a
fumar hasta colocarse, su posterior deseo de probar otras drogas y sus
pocos reparos en desembolsar dinero para que el resto participemos
del festín, no es algo que me seduzca demasiado, aunque el efecto ge-
neral sea el contrario. Quizá me de repelús o miedo, no lo sé, lo que
sea, desde luego, no lo he puesto de manifiesto. Aplaudo sus desvar-
íos, como los demás; sin demasiado entusiasmo, pero también sin re-
gatear elogios. Quizá me fastidie que sea un niño de papá, como yo,
aunque yo lo sea de mamá, y, a diferencia mía, se muestre generoso y
derrochador; de alguna manera taimada debe sacarle el dinero al pa-

16
dre. Al igual que yo, se ha introducido en un círculo al que no debería
pertenecer, solo que en vez de adaptarse a él, en vez de participar de
su general hastío y calma embriaguez, tira de él hasta arrastrarlo hacia
sus temeridades.
Aquel su primer canuto, no le salió bien, desperdició tabaco y no le
quedó suficientemente prensado. Es imposible igualar los de Tillo.
Tampoco luego ha mejorado mucho. Pero lo fumamos, y al fin notó
los efectos.
Fali toma el porro de mis manos. Antes de catarlo a su estilo orondo
y señorial, nos avisa de la llegada de Tere y Eva. En efecto, se unen a
nosotros. Una ola de festiva liviandad nos azota. Con ellas el muermo
se irá disipando. Sacan de unas bolsas unas adicionales litronas, fres-
quitas y no rancias como las que ya apurábamos. En compensación,
Eva quiere liarse un canuto, y Piqui le pasa la piedra y el papel.
Nos cruzamos una mirada. La suya parte del fondo de unos atractivos
ojos negros, enmarcados en una cabellera suelta y rizada. Por lo de-
más es regordeta, lo que, si bien no la hace guapa del todo, tampoco la
afea y, en cambio, le da un aire dominador. Me gusta; pero desisto de
intentar nada; también me gustaba Mónica y... No quiero interpretar
sus miradas, aunque Fali dice que son fáciles de interpretar. En cual-
quier caso, cuando está con Tere no piensa más que en colocarse. Las
dos son una pareja insaciable, no les agota beber, fumar y... bailar. Lo
hacen con cierto estilo, aun el desenfreno que las arrebata. Eva acaba
bañada en sudor; igual el baile le sirve para perder unos kilos. Tere no
borra nunca esa mueca que es como una risa burlona y siniestra, vuel-
ta diabólica en medio de la pista, sacudida por las luces de colores. Me
admira verlas en tal sazón. Las he contemplado algunas veces y, en
cierta ocasión, acompañado de Nordi, pertinentemente embriagados,
me atreví a seguirlas: salté a la pista y me puse a hacer el payaso. Hay
cosas que no recuerdo bien, como que, según Nordi, sobé y besuqueé
a Eva, lo cual no parece que le molestara. A decir verdad, presumo
que es de entonces de cuando datan sus miradas. Nordi ha eldogiado
alguna vez aquel arrebato mío, por haber surgido de alguien habitual-
mente tranquilo y apocado.
En parte estoy con la opinión de Nona sobre la presencia de mujeres
en el grupo. Distraen del propósito fundamental de colocarse, cohiben
a la hora de disparatar, cosa que a Nona se le da muy bien, aunque su
estilo sea grosero y morboso. El sexo cruza la imaginación de los pre-
sentes. La posibilidad de surgir una relación, de concluir la noche en-

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rollados, con la carga de pudor y desorientación que ello comportaría
al día siguiente, durante la resaca; la necesidad de tener que demostrar
unas mínimas dotes para no hacer el ridículo, aun no habiéndolo pro-
bado nunca; lo arriesgado de transitar por un terreno quizá ya pisado
por otros, incluso por alguien del propio grupo, aun desconociéndolo o
siendo secreto; la renuncia a la despreocupación que antes de haberte
liado exhibías en el seno del grupo, son cosas que alteran lo que sería
el natural discurrir en ausencia de ellas. Por supuesto, nadie hacemos
hincapié en esto, nadie rehuimos a una tía cuando es legal, ni se atreve
a desdeñar su presencia, sobre todo si está buena. Lo que ocurre es
que el deseo no deja de ser algo contradictorio, algo que unas veces
alimentas y en su hechizo te recreas románticamente y otras aborreces
por la estúpida sumisión a que te arrastra. En este caso, es preferible
beber y fumar libremente, para ponerte a gusto, para hacer el paripé,
para reír exageradamente por cualquier nonada, para olvidar los dis-
cursos de mamá, para mofarte del día de mañana, para castigar al po-
tencial hombre de provecho que hay en ti.
Circula el canuto de Eva. Va cargadito; se ha excedido; el propio Pi-
qui se lo recrimina al recibir la piedra restante y comprobar la cantidad
empleada. Eva le hace un gesto burlón y despreciativo en respuesta.
Piqui desvía la mirada. Lo que impone una mujer.
Eva es distinta de Mónica. Se la cala en seguida, pronto sabes de qué
va. De su pasado sé que hasta hace un año tenía un novio con el que
proyectaba casarse. Era el típico noviazgo surgido a los catorce años,
que los futuros consuegros aprueban dejando que los chicos se inte-
gren en las respectivas familias y participen de sus costumbres. Hasta
que alcanzan la edad fatídica: los diecisiete. En algunos casos es antes,
en otros después. El novio, un buen día, la extraña. Aquella no es su
dócil Eva. Aquella nueva Eva le desconcierta, le exige más de la cuen-
ta, le abruma con numerosos reproches. Aquella nueva Eva viste de
otra manera, menos recatada, más descocada, muestra los prominentes
pechos como nunca antes lo hiciera. Sucintamente comienza a des-
montar el proyecto que habían concebido. Hasta que, sin más, decide
no querer saber nada de casarse. De manera que, el noviazgo, en su
caso, carece de sentido y, aunque él hace un último intento de retener-
la, ella es tajante, aunque no despiadada. Prefiere romper. Podrán se-
guir siendo amigos, pero nada más; que es lo mismo que decir: tú por
tu camino, yo por el mío... Pobres futuros consuegros. Han quedado
tristes y decepcionados; cabía esa posibilidad, claro está; pero hacían

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tan buena pareja... Al menos, en adelante, no tendrán que derrochar
tanta amabilidad cada vez que se crucen en el camino. Porque mira
que derrochan amabilidad mi madre y los padres de la Flaca. Me re-
vuelve las tripas verlos. Qué vasto intercambio de elogios aplicado a
los hijos, ¡oh!, qué numerosas satisfacciones les reportará el futuro.
No le pega a mi madre ser tan empalagosa. A lo mejor un día se arre-
piente del gasto de energía si es que la Flaca experimenta un cambio
parecido al surtido en Eva. Nada me gustaría más. Estaría bien asistir
a la ruptura de ese otro típico noviazgo. ¿Es que no sienten el desgarro
de ser joven, de despertar a toda la mentira construida en torno a uno,
de asomarse a nociones prohibidas, esquivas hasta ese momento? Así
mi madre comprendería que lo mío no es un caso excepcional... Eva
sufrió el asalto de ese duende que imprevistamente retira de delante de
los ojos el velo que no te dejaba ver bien. Quien ocupaba antes su
propio lugar se le representa, si no una extraña, sí una desconocida.
No admite ser la responsable de los actos en que le involucrara su in-
genuidad. Le asombra haber sido la novia durante tres años de aquel
simplón. Le asombra la importancia que diera a aquellos insípidos be-
sos y tímidas caricias, sobre todo a partir de haber experimentado un
morreo en toda regla y de haberse dejado meter mano hasta dónde.
Por eso se la cala en seguida, se sabe cuál es su rollo, y si te va, pues
adelante. No esperes un romance, no esperes fidelidad, no esperes un
goce prolongado, si surge, surgió, y mañana ni te acuerdes, y si te
acuerdas no esperes que se repita recurriendo a babosas proposiciones.
Su actitud no hiere, pues no hay engaño. Sus miraditas no son más que
un decir: si estás en el sitio adecuado en el momento oportuno, pro-
barás la carne; si no, mañana ni me acordaré de que te acuchillé con
una mirada provocativa.
La diferencia entre Eva y Mónica radica en que Mónica es insonda-
ble. Detrás de esta hay lo que tu imaginación desencadene tras recibir
el golpe de su belleza. Bueno; Tillo afirma que no está tan buena, que
sólo de cintura para arriba, que anda escasa de caderas, en lo cuál no
me había fijado hasta que él lo dijo. Lo cierto es que envuelve sabia-
mente su belleza de gestos y ademanes distraídos, que la hacen más
atractiva y seductora, al punto de desencadenar en uno románticas en-
soñaciones. Creía yo, en aquellos días en que andaba colado por ella,
que era ajena a su propia belleza y sus maneras, que no había segun-
das intenciones, que nada escabroso escondería su pasado; que habría
sido la típica tía buena acompañada de amigas feas, que son las que a

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la sazón se enrollan con los tíos que la otra ha atraído; que nunca se
comería nada al resultar su trato embarazoso por doble razón: una, el
azoramiento provocado por la cercanía de una belleza, otra, la aparen-
te estupidez emanada de ella, repelente para el conquistador de turno.
Acaso sea la natural estupidez asociada a toda belleza, en la cual uno
queda atrapado al desconocer cómo hay que desenvolverse, cómo hay,
en definitiva, que resolver la situación. Encallados en una conversa-
ción absurda, pues lógicamente es tan parca en palabras como rica en
fulgores, eran las amigas quienes acaparaban a los moscones de turno
con la suya fluida y provista de cierto interés, de manera que, con ellas
acababan mojando. A aquella belleza, inasequible por estas razones, la
tenía yo poco menos que por virgen. Y, claro, como también lo era yo,
pretendía saber cómo abordarla, cómo atacarla, cómo proceder con
ella llegado el caso, pues ya mi imaginación me había aleccionado
románticamente al respecto.
Así pues, una noche de fiesta, vi yo mi oportunidad. Fuí tras ella al
poco de retirarse, sin mediar explicaciones con Fali, Tillo y los otros,
a los que dejé enfrascados en la bebida y el fumeteo, dándole alcance
antes de que durante la aproximación consiguiera despejar mi embria-
guez. Me recibió con una sonrisa modosa y risueña, que, naturalmen-
te, quería decir que estaba al tanto de mi enamoramiento y lo aproba-
ba. Amagué besuquearla, pero entre mi desatinada puntería y su remo-
lona discreción, acordamos tácitamente dar curso al amor una vez
atracados en buen puerto. La emoción aceleró mi corazón. Buceando
en el interior de la ebriedad, me enorgullecí por anticipado de mi con-
quista. No hubo palabras que intercambihar, sino ademanes viriles en
respuesta a sus mohines embaucadores. Tan pronto me vi al pie de una
escalera en el interior de un antiguo edificio, después de que la luz de
la conciencia se apagara en el momento de entrar en él, según acusaba
ya la natural intermitencia debida a la embriaguez, hice acopio de
fuerzas y la aupé en brazos, a fin de subir de esta forma tantos pisos
como me indicara. Despejando la perplejidad de su rostro, accedió al
conmovedor gesto de su amante, quien, para su fortuna, no hubo de
franquear más de un piso, si bien, suficiente para sentir unos calores y
reflujos nada halagüeños. Rezagado yo, obligado por la recuperación
del aliento, adelantada ella, hasta una puerta desde la que me invitaba
a seguirla, noté de pronto la furiosa demanda de mi estómago, a la
cual hube de dar prioridad. Y porque no causara estragos allí mismo,
descendí a trompicones las escaleras, di con la pesada puerta de la ca-

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lle y, encarando la fresca noche, aflojé la compuerta a una impetuosa
basca. Tal estrépito rasgó el silencio de la noche, de forma que a una
ventana de aquél mismo edificio asomaron un par de rostros entoca-
dos, de monjas, fantasmal aparición más eficaz que si me hubieran
dado una patada en el trasero para que saliera pitando.
Es curioso cómo complace una mentira cuando así quedas bien con
el grupo. Bastó que alguien de entre los más sobrios me viera salir
detrás de Mónica y supusiera que me lo acabé haciendo con ella, para
que el resto lo diera por hecho y aplaudiera mi gesta con insinuaciones
y risitas. Ni siquiera temí que la propia Mónica la desdijera, hubiera
sido extraño en ella entrar a aclarar nada. Por contra, cuando apareció
entre nosotros, me saludó con un guiño risueño, lo que sirvió para
abundar en ella. No obstante, a pesar de este tonto orgullo, no estaba
yo dispuesto a reintentar la hazaña y menos a consumarla. El hechizo
de Mónica menguó posteriormente a mis ojos, no por culpa suya, sino
mía, debido a una íntima e inexplicable vergüenza. Parecen mecanis-
mos preventivos naturales, pues más adelante me horroricé cuando Fa-
li, al yo preguntarle, me explicó qué hacía ella viviendo en un conven-
to de monjas.
Antes de nada se burló de mi desconocimiento: ¿Cómo?, ¿Que no
sabes la historia de Mónica?... En efecto, nada sabía, acaso porque no
quise poner al descubierto la íntima atracción que sentía, haciendo ba-
nales preguntas sobre su pasado, suponiendo además que nada esca-
broso escondería. Pues resultó que donde vive es una residencia para
mujeres con problemas, regentada por unas monjas, y el suyo consiste
en que se quedó sin hogar a partir de que denunciara al padre adoptivo
por violarla, lo cual el juez de menores resolvió ser falso. Empleó este
ardid para librarse de él y poder seguir los pasos de su verdadera ma-
dre, una prostituta, que no pudo criarla y hubo de abandonarla en la
casa cuna, de donde aquél la sacó cuando contaba siete años. Parece
que en los genes lleva el apetito de los hombres y, con discreción, pe-
ro sin mesura, los prueba a la menor oportunidad, a poco que su bien
llevada belleza los atrape. Fali me reveló que con Tillo ha pelado la
pava una vez. No; si al final se habrá liado con más de uno. Pues ¿no
anda desde hace poco ennoviada con Fredi? Lo que me faltaba para
avergonzarme de aquel arrebato, producto de un cuelo pueril. Estoy
con Nona: menos mujeres y más costo.
La verdad es que empiezo a sentirme mareado. Hay días en que esto
coloca más que otros. Iba cargadito el porro de Eva. Quizá fuera el

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momento de concluir, de irse a la cama y disfrutar del giro de las co-
sas. Aquí en medio es imposible cerrar los ojos y poner en órbita las
ideas, es imposible repasar con gusto las lecciones de filosofía. Maña-
na me toca aguantar al profesor capullo sacándose con el capuchón del
bolígrafo la cera de las orejas, según explica ensimismado la críticas
del tal Kant... La risa boba ya la tenemos dibujada más de uno. Tillo y
Tere se susurran zalamerías. No será raro que acaben dándose un mo-
rreito. Nada serio. El cabrón de Tillo... Mira que hacérselo con Móni-
ca. Este sí que no tiene miramientos. A la vista de la historia de Móni-
ca no es raro que se liaran, lo que no quita para que en general sea un
hábil conquistador, sin reparos a la hora de entrar en materia, le pille
donde le pille. No espera las condiciones idóneas: una noche se tiró a
una tía sobre el capó de un coche. Las embauca con una conversación
intrascendente. O será la voz firme y acariciadora. O ese tupé señore-
ando la despejada frente. O la habilidad de los finos dedos, si es que se
manejan tan diestros sobre el cuerpo de una mujer como haciéndose
un porro. Cada vez que va a una discoteca se enrolla a una distinta. No
tiene mal gusto. Tere no es su estilo, aunque tampoco descartaría que
con ella nunca haya llegado hasta el final. Las suele escoger más
atractivas. Es como si calentaran motores en previsión de que más tar-
de puedan atacar en una discoteca a quien sí responda a sus inclina-
ciones.
Nona zarandea a Piqui: “Dame que me haga otro”. Le insiste. Le ata-
ca los costados en broma clavándole los tres dedos de su mano dere-
cha. Es un defecto de nacimiento. Sólo tiene los dedos índice, medio y
gordo. Cuando le estrechas la mano da repelús. Cuando alguien la mi-
ra con impertinencia o se mofa de ella le espeta que es una mano ideal
para hurgarse las napias y para masturbarse. Desde luego es un triden-
te que maneja con soltura, como ahora, que castiga los riñones de Pi-
qui hasta arrancarle un quejido doloroso. Piqui se revuelve, le encara
adelantando los puños. Se han picado. Avanzan y retroceden guardán-
dose la distancia. Intentan descuidar la defensa del otro y por ahí
abordarle. Se abrazan como dos púgiles en apariencia exhaustos y que
sin embargo sacan una y otra vez fuerzas de flaqueza. Los demás ja-
leamos este simulacro de pelea: “¡Vamos, Piqui, no te dejes meter
mano!”, “¡Nona, hazte con el costo, quítaselo!”. Fali da pequeños pu-
ñetazos al aire, como un espectador entendido. Tillo y Tere atienden
entusiasmados. Piqui parece tomárselo en serio, en contraste con las
risas de Nona cuando un revés le alcanza inesperadamente. En verdad,

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no deja de haber un cierto tanteo de las propias fuerzas, de la propia
agilidad y resistencia, por si alguna vez la cosa va en serio. Es como el
inofensivo juego de las fieras cuando está lejos la época de celo y no
hay verdadero interés por vencer. A menudo quienes no se prodigan
en estos simulacros son luego los más peligrosos. Ahí está Nordi, es-
bozando una mueca aviesa, poco dado a estas demostraciones, a quien
he visto ahuyentar a un niñato patoso sacándole una navaja. No fue
sólo el hecho de sacársela, sino su determinación, su rostro vuelto te-
nebroso y sádico en aquel momento, ansioso por que el otro se aba-
lanzara sobre él y le diera pie a usarla. Es posible que Piqui lleve una
navaja. De Nona lo dudo, no se compadecería con su jocosa afición a
la crápula. Pero Piqui es quien compra el costo y nos lo pasa, quien se
entiende con Mushet, quien se mueve en el ambiente del trapicheo, lo
que le obliga a tomar precauciones. Entre nosotros no la necesita,
aunque a veces se muestre irascible y conmigo se mosquee porque le
debo dinero. Andando en tratos con Mushet debe estar ojo avizor. No
sé mucho de este, salvo que ha estado varias veces en la cárcel. Un día
un padre de familia le increpó por trapichear en medio de la plaza, a la
luz del día y a la vista de los niños que por allí jugaban. Mushet le di-
rigió una mirada despreciativa, que al padre no achantó, lo que le hizo
plegarse a sus deseos. A los pocos días aquel padre recibió una paliza,
según regresaba una noche a su domicilio. No logró reconocer a nin-
guno de los individuos que le asaltaron. Permaneció un mes en el hos-
pital, después de haber pasado por el quirófano para encajarle la
mandíbula.
Piqui hace un giro brusco obligado por una maña de Nona y de su
bolsillo sale despedida la piedra. Cae a mis pies y la recojo. De inme-
diato se desentiende de Nona, se acerca a mí y de un zarpazo me la
arrebata. No es para tanto, vaya genio le ha entrado. Eva le abuchea y
Fali la apoya. “Está bien...”, accede. “Hazte uno si te da la gana.” Con
disgusto le pasa la piedra a Nona y este despliega una sonrisa ávida y
triunfante. Ni se preocupa de componerse la ropa, cosa que sí hace Pi-
qui. Pasa directamente a la tarea. Sus tres dedos se manejan con soltu-
ra.
Al fin aparece Fredi. Rezagada llega Mónica. Ya era hora. Todos le
felicitamos el cumpleaños. Pronto adivinamos que nos reserva una
sorpresa: en su rostro tenso y entusiasmado, en su rápida inspección
de la plaza. No quiere testigos inoportunos. Tiene que ver con su re-
traso. Propone que lo adivinemos. Se hace de rogar y los demás le

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azuzamos. Nordi hace un gesto quitándole importancia. Fali se mofa
imitando a un niño pijo: “Tu papá te ha dejado el Mercedes”. Frío,
frío. Eva aventura la compra de una botella de whisky. Templado.
Mónica, apartada, sonríe; sin duda sabe de qué se trata. Nona ensaya
varios tamaños con las manos: “Un pedrusco así de grande”, el canuto
le abrasa la boca y me lo pasa. Caliente. Se hace un silencio. La mira-
da que cruzan Fredi y Tillo revela que este lo ha adivinado. Tere le in-
terroga con un gracioso mohín. Fredi lo confirma: “Tillo lo sabe”. Ti-
llo lo sabe pero no lo dice, su gesto se repliega entre la incredulidad y
la admiración. A través de él, Piqui encuentra la respuesta, pero tam-
poco la revela. Tan sólo pregunta: “¿A quién has ido?”. El resto nos
precipitamos también en la solución con más o menos conciencia del
abismo que se abre ante nosotros. La respuesta la acompaña de la
muestra de una pequeña bolsa de plástico transparente que encierra un
polvo blanco: “A Mushet”.

24
– ¡Abre la puerta! No me obligues a entrar a la fuerza.
– ¡Inténtalo! ¡Como te atrevas me tiro por la ventana! –la abro con
brusquedad, agito los batientes, golpean contra la pared. Arrimo una
silla.
Ha oído mi amenaza. Ha oído bien porque de pronto se ha callado.
Guarda silencio. Aunque no se retira. Sigue detrás de la puerta. Pega-
da a ella. La inspecciona. Es un obstáculo frágil. Podría golpearla con
el cuerpo tomando carrerilla y cedería, el pestillo es endeble. Pero se
contiene. Ha oído bien: su hijo está dispuesto a tirarse por la ventana
como intente entrar. Mejor no arriesgarse. Sí; mejor no arriesgarse.
Estoy dispuesto a hacerlo. ¿Lo estoy? Me asomo. No; mejor no me
asomo. Si me asomo igual me reprimo. Recuerdo que son tres pisos.
Mejor me lanzo directamente, sin pensarlo. La misma cólera me ayu-
dará, el mismo odio. Que lo intente si se atreve, ya veremos si me tiro
o no. Sí; seguro; no estoy dispuesto a soportarla más: la odio. Prefiero
morirme, cargar sobre su conciencia mi muerte, joderla. Que sepa to-
do el mundo que su hijo se ha matado: ¿Y cómo fue?, Se tiró por la
ventana, ¿Por la ventana?, Sí, por la ventana, Se encerró en su cuarto y
se tiró al intentar entrar la madre, Si se hubiera estado quietecita, Si le
hubiera dejado en paz...
De momento, calla. Vale así. Que tome aliento. Que se calme. Que
contenga sus humos. Que no diga una puta palabra más. Que me deje
respirar tranquilo, recuperar el aliento. El corazón se me sale por la
boca, el pulso me golpea las sienes. Siento calor, me quito la camisa,
la arrojo al suelo, en camiseta se cae mejor, se tarda menos en estre-
llarse contra el suelo. ¿Está muy lejos el suelo? No, no miro. Mejor
me tiro directamente, sin pensarlo. Es fácil. La caída debe ser incluso
agradable. Debe serlo: como hacer puenting, pero sin ataduras. El roce
del aire, la libertad de movimientos, las vísceras sueltas... Peor es
hacer puenting y que se rompa la goma. De antemano sé que nada me
sujeta, sé lo que me espera, peor es esperar otra cosa, confiar en una
goma y que se rompa. En cuanto intente entrar, me lanzo. Si se atreve.
No, no se atreve. La he acojonado. Sabe que no hablo en broma. Estoy
dispuesto a tirarme. No será un horrible accidente fortuito, será un
suicidio, un suicidio provocado por una madre insoportable. Lo que
tiene que hacer es callarse, no joderme más, pasarme el dinero que ga-

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no, dejar que me lo gaste en lo que me de la gana, a ella qué le impor-
ta, es mi dinero. Si no puede cubrir los gastos, no es asunto mío, no
tengo por qué aportar nada. Si le cuesto dinero, haberlo pensado antes,
no haberme parido, yo no le pedí venir al mundo, no elegí vivir, lo de-
cidió ella para darse el gusto: ahora que corra con las consecuencias.
No es asunto mío sacar adelante una familia, tampoco elegí mi fami-
lia. Hubiera preferido la de Nona, la de Tillo o la de Fali, a ellos no le
dan tanto la carga sus padres, si desean fumar, fuman, y no es ninguna
tragedia. Ella aspira a construir una familia ejemplar, a tener unos
hijos aplicados, provechosos, obedientes... ¡Y una mierda! Pienso fu-
mar en mi cuarto, tanto si quiere como si no. Y faltar a clase lo que me
de la gana. Mejor aún: no ir más al instituto; ya se puede ahorrar el di-
nero, ahí está mi aportación, ya puede emplearlo en algo más útil. Me
niego a aguantar más a mis profesores, son unos capullos. El de filo-
sofía no para de sacarse la cera de la oreja con el capuchón del bolí-
grafo mientras habla ensimismado. El de literatura es un narcisista, no
deja de pasarse la mano por su pringoso pelo, no se le desarregle. El
de matemáticas enrojece de gozo como un cerdo cuando resuelve el
problema cuya solución nadie ha sabido hallar... No quieren enseñar,
quieren demostrarnos lo mucho que saben. Luego son inflexibles en
los exámenes, te suspenden por errores estúpidos. ¿Para eso me pasé
tantas horas estudiando como un gilipollas? ¡A la mierda con todos
ellos! No permitiré que me martiricen más. Es estúpido ir a un institu-
to para que te torturen y encima vivir siempre encerrado: cuando no en
una clase, en el cuarto de tu casa devanándote los sesos delante de un
libro. Así se marcha la juventud: entre cuatro paredes, sometido a la
tiranía de unos conocimientos que encima no sirven para conocer la
vida. Los niñatos que todo lo llevan para adelante, dan asco de lo apli-
cados que son, son unos simples, todo su afán se reduce a sacar bue-
nas notas. Los padres ya estarán orgullosos de ellos, serán unos desta-
cados borregos el día de mañana. Eso conmigo no va. No pienso apa-
recer más por el instituto: tanto si le gusta como si no. Si no, que trate
de entrar, de echar la puerta abajo, entonces no sólo se acabará el ins-
tituto, se acabará mi vida. Ya no le daré más problemas. La oveja ne-
gra de la familia dejará de incordiarle. Le quedará el Cara Haba para
hacerla feliz, para invertir en sus estudios y convertirlo en un intacha-
ble profesor de música el día de mañana. Ya verá lo que le espera: que
la Flaca le ponga los cuernos, no soportará un buen día no haber al-
canzado suficiente notoriedad. En mi hermano sí vale la pena invertir,

26
sí vale la pena depositar la confianza, él no le causa desvelos, es un
chico ejemplar, no cabe exigirle que trabaje y reporte dinero al hogar
o lo ahorre para el futuro. De momento prefiere que no interrumpa sus
estudios, que no abandone sus benignos proyectos, hay que facilitarle
su consecución. Oh, qué bueno es, qué enternecedor su amor filial. Un
hijo así se lo rifan las madres, un hijo como yo lo regalan: Menuda
prenda le ha caído, Con lo dócil que era de pequeño, Cómo ha cam-
biado, Cómo se ha transformado, Prometía un bonito futuro, y mira tú
por dónde... ¿Y qué culpa tengo yo? ¿Qué tengo yo que ver con aquel
niño apestoso?... Tu desengaño no es culpa mía, no lo he previsto yo.
Me has encasillado en el modelo que te convenía. ¿Por qué? ¿Por qué
iba a crecer sin más, a hacerme mayor aceptando dócilmente el mundo
de los adultos? No me gusta el papel que se me brinda representar, lo
detesto, me apeo de ese tren ilusorio y repugnante ahora mismo, no
quiero seguir, no encuentro ningún aliciente en convertirme en un títe-
re de provecho, que le den por culo a la sociedad, ella no necesita de
mí, ¿por qué voy a someterme a sus reglas? ¿Eres tú el modelo a se-
guir, el tipo de persona al que aspirar? ¡Puaj! Te lo tienes creído, y por
eso eres odiosa. Odio tu cuerpo retaco, informe y asexuado. Odio tu
pelo que se eriza y pincha como escarpias cuando me regañas. Odio tu
rostro sofocado, congelado en su rabia, agrietado de arrugas. Eres una
mezcla de ogro enano y barril de cerveza agria. Me mataré sólo para
joderte, para que me llores, para que odies haberme engendrado, para
que te desconsueles sintiendo que has fracasado conmigo, para que te
pases el resto de la vida arrepintiéndote de haberme reprendido, de
haberme levantado la voz, de haberme torturado con discursos mora-
listas, plagados de deberes y normas de conducta: si fueran papel les
pegaba fuego y a ti con ellos. Me hacen polvo tus prejuicios, pones el
grito en el cielo por pequeñeces, todo lo que hago está mal, puede ser
peligroso o me perjudicará. Con exagerar la importancia de mis tro-
piezos sólo consigues enrabietarme más y animarme a centuplicarlos y
a restregártelos por la cara como haría un fantasma ridículo: ¡Uhhh!,
Qué miedo doy... Por la noche me levantaré, me deslizaré en tu dormi-
torio y, al pie de tu lecho, mientras tú sueñas con que he reanudado las
clases de piano y me he echado una novia almibarada, me liaré un ca-
nuto, me lo fumaré plácidamente y te haré llegar unas ondas tan per-
fectas como las de Tillo, para que te envuelvan y embriaguen y hagan
gozar de un sueño disparatado, en donde libras tu mente de compo-
nendas para mi futuro. Una vez anestesiada, manipularé como experto

27
cirujano tu cerebro, a fin de extirparte las frases lapidarias que tanto
aborrezco: ¡No puedes hacer lo que quieras! Esta sale con facilidad,
estaba adherida al bulbo raquídeo y en cuanto ha notado el frío contac-
to del bisturí se ha desprendido mansamente, haré un injerto de una
que traigo preparada y dice, qué casualidad: Puedes hacer lo que quie-
ras, puedes no ir al instituto, no estudiar, no trabajar, sí fumar en tu
habitación, o mejor, en toda la casa, menos los canutos, esos en el
cuarto de baño, no vaya a marearse el canario. ¡Es por tu bien, por tu
futuro! Esta flotaba en la masa gris y he tenido que usar unas pinzas,
he rasgado un nervio sin querer y seguro que ha causado algún daño,
en adelante no concebirá futuro alguno al menos en lo que a mí res-
pecta, el suyo está garantizado: mi hermano la cuidará cuando co-
miencen a caérsele los dientes. Tu deber es estudiar o trabajar, no ser
un vago. Esta se había encajonado en el occipucio, pero de ahí sale
presta, deseosa de ceder el sitio a la que pregona la libre vagancia.
Debes ser provechoso para la sociedad. Esta se guarecía tras una
vértebra, ha corrido a refugiarse en el regazo de la maldita sociedad.
El dinero debes ahorrarlo. Esta se agazapaba bajo una circunvolu-
ción, creía que no la iba a ver, no sólo huye despavorida, sino que su
lugar lo ocupa una frase derrochadora y pródiga: Permitiré que te que-
des con todo el dinero que ganes en tus trabajos esporádicos y además
te asignaré una paga semanal menos ridícula. Obedece a tu madre, no
le faltes al respeto. Esta retozaba entre unos pedúnculos y al verme ha
añadido en seguida: Siempre que me lo merezca... Pero la más doloro-
sa, la más abofeteadora de todas, se parapetaba en el cerebelo, y he
debido extirparlo íntegramente: ¡Gracias a Dios que tu padre no vi-
ve...!
¿Dónde puse el tabaco? ¿Lo saqué del bolsillo de la cazadora? No;
debe seguir allí. La cazadora está en la percha, al lado de la puerta. Si
me acerco notará que me separo de la ventana. Entonces puede apro-
vechar para entrar y prenderme. Le daría tiempo a impedirme que co-
rriese de vuelta a la ventana y saltase. Si es que actúa con rapidez, si
es que está atenta, si es que sigue al acecho. A lo mejor se ha marcha-
do, no sigue ahí detrás. No he notado ningún movimiento, ningún so-
nido de pasos que se alejen, pero pudiera haberse desplazado con sigi-
lo. No; seguro que sigue ahí: callada, dolida, aterrada por mi determi-
nación. La he debido impresionar, la he debido herir. Espero que sí. A
mí me hieren sus frases, me las clava como estacas, ni que yo fuera
drácula. ¡Gracias a Dios que tu padre...! Lo más insultante de esta es

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que no la dirige a mí, es una evocación, o una invocación, o como co-
ño se diga, un suspiro que nace de lo más profundo de su frustración,
un suspiro cargado de dinamita, o mejor, como una moderna arma
biológica, de un virus anticuado, alimentado en el laboratorio de su
espíritu previsor, arrojado oportunamente a mis oídos para que me in-
fecte. Para empezar, la referencia a ese sumo testigo, que por ella ha
de tener una especial predilección. Ya; pues bien que se la ha jugado
enviándole un hijo que tantos dolores de cabeza le da. El cielo se lo
tiene ganado. Es algo que debería agradecerme: gracias a mí pone a
prueba la firmeza de sus convicciones. Soy su cruz, cruz que ha de
agradecer y asumir con resignación y alegría, pues si no para ella el
cielo sería un chollo. Y no lo querrá regalado, ¿verdad? Querrá me-
recérselo, ¿no? Es como si tuviera un jefe al que agradeciera el puesto
de trabajo que ocupa en la empresa, pero no que le hiciera trabajar
mucho. Así no podría demostrarle lo agradecida que está, lo dispuesta
que está a conservarlo y a defenderlo. Si le da a fotocopiar tres libros,
no cabe que le achaque: ¿Es que no los puede fotocopiar el compañe-
ro?... No: te lo ha ordenado a ti. ¿Es que no ha podido tocarle a otra un
hijo así? No; a la otra le tocarán otras cosas, el jefe les hará otros en-
cargos, a ti te he tocado yo y deberías agradecérmelo, en vez de pre-
tender que soy una carga insufrible. Haber escogido otro jefe, otro
Dios. Porque cada cual elige el suyo. A lo mejor al principio no. Al
principio te lo imponen, es el que hay establecido en la sociedad, el
que abrazan todos, el que obedecen, al que rinden culto, el que se in-
culca a los niños, el que se enseña en la escuela, el que, a través del
profesor de religión o el cura, cuando no te quedas dormido, establece
sus condiciones, sus mandamientos. Pero luego hay una edad en que sí
puedes elegir. En que puedes renovar tu contrato con él o marcharte.
En que puedes quedarte a su lado o desentenderte de sus normas,
siempre y cuando renuncies también al premio de la vida eterna y una
parcelita en el cielo. De que puedes elegir te das cuenta más adelante,
y no precisamente porque tu madre te lo aclare. Ella se hace la desen-
tendida, a ver si hay suerte y el niño persevera en su incuestionable
Dios. Sólo gracias a aquel tipo de amigos que, sin conocerlos, ella te-
me y detesta, los Tillo, Nordi, Fali, etc., ha sido posible descubrir la
libertad de elección. Hasta entonces no había otro horizonte, no había
nada que no estuviera impregnado de su presencia, nada no sometido a
su juicio. A partir de entonces, cabe reafirmarse en él o, con más o
menos resentimiento según el grado de desengaño, rechazarlo, invi-

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tando a que ocupe su lugar en el trono uno menos universal y omnis-
ciente, menos ideal y exigente. A cambio le exculparemos de los hijos
difíciles, de las muertes de padres que así se libran de bregar con ellos,
del hambre en el tercer mundo, de las guerras, de guiar a la humanidad
a través del egoísmo de los poderosos, de permitir que estos se crean
sus elegidos... Mi Dios no va más allá de alguien como Neil Peart, el
batería del póster. Como mucho marca el ritmo de la vida, acentúa los
tiempos más o menos, intercala virtuosos redobles, siempre dando li-
bertad a los músicos para que improvisen con sus respectivos instru-
mentos. Si alguno quiere incorporar una melodía nueva, como si quie-
re desafinar, distorsionar el sonido, desconectar el instrumento o des-
trozarlo, es asunto suyo. Él sólo marca el ritmo, y ello sin vérsele,
desde detrás de un rosario de tambores, ni la coronilla se le distingue,
ni el extremo de los palillos, de manera que, no se sabe bien cómo
golpea la caja, el bombo, los timbales, los platos, los cencerros, las
cabezas huecas de la gente... Ya me gustaría a mí tocar como Neil Pe-
art. Mucho más que como Chopin. Puaj; detesto el piano; prefiero mil
veces la batería. El cuerpo todo entra en acción, los músculos se ten-
san, los pies golpean el bombo y el plato charles: bum, chas, bum,
chas...; los brazos dirigen los palillos desde la caja y el plato ride:
crack, rush, crack, rush..., a los timbales y el plato crash: tom, crash,
tom, crash...; todo ello, seguido, provoca un ritmo trepidante, cargado
de fuerza y emoción: bum, chas, bum, chas, crack, rush, tom, crash,
bum, chas, bum, chas, crack, rush, tom, crash, bum chas bum chas
crack rush tom crash, bum chas bum chas crack rush tom crash, bum-
chasbumchascrackrushtomcrash... ¡Splash!
No sé en qué compás, a continuación de qué corchea y antes de qué
silencio de negra, murió mi padre. Era yo muy niño, pocos pentagra-
mas llevaba emborronados todavía. Por lo que recuerdo y luego he sa-
bido, era un hombre bueno, asequible, manso. No autoritario como mi
madre. Tampoco es que mi madre lo fuera, este rasgo debió incorpo-
rarlo a su carácter más tarde, al quedar viuda y asumir los dos papeles:
el de padre y madre. Rasgo que yo he debido desatar, y que su genio
no ha podido ni querido contener. La imagen borrosa de mi padre se
pierde en mi memoria, no la concilio con la de las fotografías que con-
servamos, no reconozco su rostro plácido y sumiso, su mirada alicaí-
da, sin duda reveladora de un carácter abnegado. Ningún sentimiento
se despierta en mí al contemplarlo. No puedo decir que lo haya echado
en falta, no he echado en falta un padre, salvo cuando con los años he

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comprobado que las familias las encabezan dos progenitores y entre sí
pueden desahogarse, bien tirándose los muebles, bien en la cama. He
comprendido que mi madre carecía de ese desahogo. Muy distintas
reacciones habría tenido de haber vivido mi padre y en él haber desfo-
gado parte de los disgustos sobrevenidos por mi causa. O si no, senci-
llamente les habría restado importancia al notar que él interpretaba
benévolamente mis rebeldías. Las juzgaría propias de la edad. En con-
secuencia, yo no reincidiría en ellas, no las redoblaría, no las usaría
como recurso para imponer mi criterio. Si lo pienso bien, muchas ve-
ces he juzgado que mi madre tenía razón, que eran justas sus repri-
mendas, solo que en la forma unas veces desabrida, otras empalago-
samente aleccionadora, como me lo demostraba, provocaba en mí el
efecto contrario... Ella es la que debería haber muerto en vez de mi
padre. Mi padre se habría ceñido a marcar el ritmo de la vida como mi
dios-batería, permitiendo que yo interpretara mi propia música, sin
horrorizarse exageradamente ni derrochar discursos hueros y entonte-
cedores. Con su actitud hubiera dado a entender que el futuro es algo
difuso que exige un esfuerzo relativo, que su propia vida no sería el
ejemplo más aleccionador, que mis arriesgados tanteos de adolescente
no serían sino consecuencia del intento de ser original, no trivial y bo-
rreguilmente absurdo. Sus silencios habrían sido más instructivos que
las continuas monsergas de mi madre... Cómo detesto aquella puñetera
frase. Es sutil y despiadada. Me hiere porque supone de su parte a mi
padre y a su dios, los suma a su causa contra mí, prejuzga en ellos una
parecida desesperación a la que ella sufre. Tal como yo lo veo, no
tendría por qué ser así. Mi padre sería más indulgente, evocaría su
propia juventud, en la que seguro sus pecadillos cometería, en la que
seguro sus dolores de cabeza depararía a los padres cada vez que acu-
diera a un guateque. Es ingenua aquella forma de divertirse, pero, a su
manera, también eran unos informales, unos rebeldes al borde mismo
de perderse. En esencia se repite la historia, lo único que cambia son
las formas, el castigo que más o menos se inflige a la propia salud.
Hoy sería ridículo excederse con unos buchitos de ginebra con soda,
así que es necesario probar algo más duro, algo que haga temer a los
padres, que les de parecidos quebraderos de cabeza. Algún precio han
de pagar por habernos traído al mundo, algunas canas y arrugas
habrán de medrar a partir de unos saludables disgustos. Tampoco con-
sidero que su dios haya de ser tan severo con los pecados, ya que, en
ese caso, nadie habitaría el cielo. Y somos sus criaturas, ¿no? Por tan-

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to, no ha de renunciar a nosotros tan fácilmente. De vez en cuando
gustará de codearse con algún diablillo, más sabiéndose invulnerable.
Nada tiene que temer de él y, en cambio, ha de reportarle algún diver-
timento. Le gustará estar al tanto de sus problemas, no sólo de los de
las criaturas puras de corazón, por lo demás, soberanamente aburridas.
Aquella que haya resuelto pronto sus dudas no tendrá objeto que per-
manezca en vida por más tiempo, así que pronto la traerá consigo. A
lo mejor es por eso que las personas buenas la palman antes, de jóve-
nes, bruscamente, mucho antes de haber iniciado la vida ejemplar que
prometían, mucho antes de que la vida les diera ocasión a pervertirse.
A lo mejor es por eso que mi padre la palmó pronto.
Sí estaba el tabaco en la cazadora. Rápidamente he vuelto a la venta-
na. He sido sigiloso, no creo que se haya dado cuenta. No ha notado
mi desplazamiento. Tampoco yo he notado que continuara tras la
puerta. Por si acaso no he hecho mucho ruido, no me he entretenido en
coger el cenicero de la caja de zapatos donde está escondido. Tendría
que haber abierto el armario, y las bisagras chirrían. Puedo prescindir
de él, puedo tirar la ceniza por la ventana... El mechero está algo ma-
noseado, la piedra húmeda, la ruedecilla produce una chispa débil. Me
queda un poco de costo, podría liármelo, fumármelo ahora. Y, cuando
me hiciera efecto, cuando mi mente flotara, saltar. Es posible que el
humo inhalado me hiciese más ligero y en vez de caer planease. Ate-
rrizaría mansamente en el suelo, como la pluma desprendida de un
pájaro. La gente me rodearía entre curiosa y espantada, atraída por
aquella caída extraordinaria, y yo, como quien no quiere la cosa, sacu-
diéndome indiferente el polvo, comentaría, desbaratando así su incre-
dulidad: Sí que era de buena calidad... La verdad es que no parece tan
alto. ¿Cuántos metros son tres pisos? A unos diez metros por piso,
unos treinta. ¿Y a qué velocidad me estrellaría? Recuerdo que la
fórmula es: raíz cuadrada de dos por la aceleración de la gravedad y
por la altura. Treinta por diez y por dos son... seiscientos; y la raíz
cuadrada de seiscientos..., si veinte al cuadrado son cuatrocientos y
treinta al cuadrado novecientos, estará entre veinte y treinta... O sea,
unos veinticinco metros por segundo... Parece mucho. Claro que, si el
profesor de física me preguntara ahora, después de no haber caído en
la trampa de considerar la masa del cuerpo, puesto que no influye, o
sea, que a la misma velocidad me estrellaría yo que mi madre, si el re-
sultado respondía a la realidad, habría de responderle que no, pues no
he contado el rozamiento del aire, de donde a aquella fórmula habría

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de añadirle un término que lo contuviera. Solo que tal término no lo
hemos dado. Y ya debe ser complicado especificarlo, pues habría de
considerar la posibilidad de caer de una u otra forma, en una u otra
postura, ya que no es igual si me tiro de cabeza que en plancha. A lo
mejor algún empollón daría con el término. Dejaría estupefacto al pro-
fesor. No; un empollón no; un empollón nunca acierta las cuestiones
ajenas al contenido del libro: su cuadriculada mente sólo se ciñe a lo
práctico, y lo práctico es aquello susceptible de conducirles al sobresa-
liente. Sí daría con la respuesta alguno de esos talentos que toda clase
encierra, en quien las miradas convergen, incluida la del profesor, ca-
da vez que sobrevuela una de estas cuestiones. No sólo deja estupefac-
to al profesor, sino además, lo engorda de gozo: los botones de la ca-
misa casi le saltan. Y es que en él prefigura un futuro genio de la cien-
cia, como ya lo ha insinuado varias veces, de donde en su día presu-
mirá de haberlo descubierto. En mi clase tenemos a Campoy. Su as-
pecto desarreglado se compadece con aquel tipo de lumbreras. La sor-
presa que causa al adivinar aquellos acertijos, no sólo despierta admi-
ración, sino deseos de imitarlo, de imaginarlo en su mundo de núme-
ros y fórmulas. Solo que nuestra mente no se desenvuelve igual, tro-
pieza constantemente sin desembocar en ninguna genialidad. Lo que
uno propone, lo acoge el profesor con ademán ocioso, lo cual es, por
otro lado, justo, así que lo mejor es despejar la mente de aquellas abs-
tracciones y devolverle sus triviales preocupaciones de adolescente
inconformista. No sé qué apuntaría Campoy en el presente caso, si al
término matemático que contuviese el efecto del rozamiento del aire
añadiría otro referido a la posible amortiguación al golpear contra el
suelo, contra un desprevenido transeúnte o contra el capó de un coche.
Según el caso, distinto sería el efecto del trompazo. A lo mejor hasta
me salvaba. ¿Acaso no han caído al vacío desde pisos más altos bebés
que luego no se han hecho un rasguño?
Menuda putada sería caer sobre un transeúnte. Para el transeúnte,
claro. Acabar con su vida, de forma tan injusta... Bien está que uno
quiera matarse, pero llevarse a alguien por delante... Más aún, siendo
ajeno a mi propósito. Claro que, a lo mejor, no tenía nada de inocente.
A lo mejor era un ladrón que acababa de robar un banco, se había da-
do a la fuga y había despistado a sus perseguidores. A ver... Allí viene
uno con pinta de ladrón. Seguro que en el maletín esconde varios fajos
de billetes. Mira a su alrededor con cautela. Su esfuerzo por parecer
natural, lo delata. Merece que le caiga encima. La policía me agrade-

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cería haberme cargado a tan fiero delincuente. Cabría ver en mi suici-
dio una muerte heroica. Hasta mi madre tendría que reconocer que
hice un bien a la sociedad. Nadie es lo suficientemente inocente como
para no merecer que le caigan encima. Siempre se puede encontrar
una razón que explique este revés de su destino. Algo oculto por lo
que quepa acusarlo y condenarlo, quitarlo de en medio para que no
haga más daño a sus semejantes o a sí mismo. La prueba de que no
estaría limpio sería que sus familiares, a través de quienes cabría infe-
rir su personalidad en vida, serían tan ruines que no dudarían en re-
clamar que les indemnizasen. A ellos les daría igual quién pagase con
tal de cobrar, lo mismo el seguro de la comunidad de propietarios, que
mi madre... En el juicio tendría ella que demostrar que siempre se
portó bien conmigo, como cualquier madre; que cualquier otra madre
habría hecho lo mismo en su caso: abstenerse de entrar en la habita-
ción, así que, en última instancia, salté porque me dio la gana. No im-
porta que no estuviese yo para defenderme y demostrarle cuánto de
culpa tendría. Tal sería la avidez de los familiares por cobrar, que ya
se encargarían ellos de ponerla en evidencia. Así pues, a lo que iba: si
el finado era fiel reflejo del comportamiento mezquino de sus familia-
res, qué duda cabe que se mereció haber sido aplastado por mí.
Me está entrando frío. Corre un poco de brisa. Voy a colocarme de
nuevo la camisa; la recojo del suelo. Entorno la ventana, despacio, sin
hacer ruido... No creo que siga tras la puerta, se habrá cansado, se
habrá ido a la cocina a tomarse una tila. Cuando antes me acerqué a la
percha no la sentí detrás. Claro que, puede estar planeando un asalto
feroz. En todo caso, me da tiempo a girar los batientes y a saltar. Entre
tanto, voy a fumarme un segundo cigarro. Me acuesto en la cama.
Despacio, eso es, no crujan los muelles. Corre el humo por el cuarto,
enturbia la atmósfera, envuelve a Neil Peart. El mapa mundi a su lado
lo voy a quitar. Pondré en su lugar una tía en bolas. Será interesante
ver la reacción de mi madre. Es fácil de prever: me ordenará que lo
quite. ¿Qué hay de malo en ello? De todas formas, algunos cambios he
de hacer. El rostro de Beethoven igual no lo quito. Aunque aborrezco
la música clásica, su aspecto de loco me gusta: esos pelos encrespa-
dos, esa mirada penetrante, ese mentón severo. La sordera le propició
mayor aislamiento, le ayudó a edificar un mundo interior propio, rico
de contenido, capaz de prescindir de cuanto le rodeaba. Los demás
presumen en él algo afín, algo que sienten pero no han sabido expre-
sar, algo que les pertenece pero de lo que se han despojado hace tiem-

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po, algo que pudo germinar en sí mismos pero que por pereza abando-
naron. La música de Mozart puede ser bella, pero no cala. La de Beet-
hoven, sí, es honda, escarba en sentimientos incómodos y, además, la
manera de sentirla es imposible compartirla, contiene sentimientos ex-
clusivos, nacidos de una exploración valiente y solitaria, de una inte-
rioridad inquieta y desgarrada. Uno se queda dormido escuchando a
Mozart. Beethoven nos impide relajarnos, nos inquieta, nos escuece...
Chachi. Soy un crítico musical de cojones... Quién sabe. A lo mejor
mi madre apreciaba mis impresiones. Ja, ja. Una cosa les plantearía a
los puristas de la música clásica, tan detractores como son de la músi-
ca moderna, y es: qué clase de música creen que compondrían aque-
llos genios de haber nacido en esta época. A mí no me cabe duda de
que no serían tan cortos de miras y explorarían los nuevos sonidos.
Por ejemplo, seguro que Paganini componía un concierto para guitarra
eléctrica y orquesta, y Wagner uno para batería y orquesta.
Si dispusiese de mi dinero me compraría uno de esos pájaros de gran
envergadura que se cuelgan del techo y oscilan gracias a un muelle.
Quizá sea una cursilería. No lo sé. Me gustaría admirar su vuelo pau-
sado, su delicado aleteo inútil. Inútil porque no avanza, porque per-
manece siempre en el mismo sitio. Tan sólo sube y baja. ¿Qué clase
de pájaro elegiría? De ninguna manera una gaviota, que es lo más
habitual. Es un ave estúpida, arrogante, engreída, su graznido, una
queja repelente, protestona; me recuerdan los de mi madre. Tendría
que ser un ave fabulosa. Un ave fénix, por ejemplo. No conozco bien
su aspecto: ¿un cuerpo desnudo de mujer con alas de águila? Estaría
bien poblar la habitación de monstruos fantásticos, mitológicos: cíclo-
pes, centauros, sirenas... Ya tenían imaginación los antiguos, y eso que
no fumaban hachís. ¿O sí? Algún tipo de droga consumirían. No veo
si no la manera de imaginarle alas o cuerpo de pez a una mujer hermo-
sa, cuerpo de caballo a un hombre fornido o un solo ojo a un gigante.
Se sabe que eran maestros de la francachela, corría la carne y el vino
en las fiestas, así que, por qué no iban a probar sustancias alucinóge-
nas. En los niños se observa una tendencia natural a metérselo todo en
la boca, a probar cuanto está al alcance de la mano y tiene las dimen-
siones adecuadas. En aquella época, infancia de la humanidad, debían
probarlo todo. Y aquello que produjese embriagadores efectos, lo
usarían como novedad en las fiestas. El anfitrión de turno, para cele-
brar el descubrimiento de la nueva sustancia, degollaría un par de re-
ses bravas y ofrecería unas cuantas prostitutas para sobarlas. El poeta

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contratado, tañendo la lira, daría consistencia a aquellos monstruos
que las alucinaciones engendrasen.
Mucho han de valer esos monstruos como para costearlos con mi es-
caso capital y eso contando con que no sea difícil encontrarlos en al-
guna tienda. Si pudiera tener acceso a mi cuenta corriente, a esa que
tan celosamente custodia mi madre... Esto no puede seguir así, algún
remedio hay que darle. Debo cambiar el paisaje de mi cuarto. Esta mi-
niurbe ha de reflejar mi personalidad. El cenicero dejaré de esconder-
lo, lo tendré a mano, en lugar visible. El tabaco igual. Podrá campar a
sus anchas. El costo lo esconderé bien, no sea que al Cara Haba le de
por curiosear, lo descubra y lo pruebe un día que la Flaca le de una
mala contestación y ello le deprima. Además, ya me cuesta que el Pi-
qui me lo fíe, como para que encima lo disfrute otro. A ver, qué otros
cambios...
Sí que hace frío. Cerraré del todo la ventana. ¡Vaya!, cómo he puesto
el suelo de ceniza. Soplando la esparzo. A lo mejor de ahí surge un
ave fénix. Bastaría pronunciar la fórmula mágica pertinente. Solo que
no conozco ninguna: ¡Ave fénix!, Encárnate y súbeme a la grupa para
surcar juntos los cielos... Nada. Igual Campoy conoce una mejor. Es
tan listo. ¿Fumará porros? Igual para ser un genio precisa algún tipo
de estimulantes. ¿Qué fórmula usaría para la caída de una colilla? La
tiro a la calle. La brisa la empuja, la desvía de una perfecta parábola.
Pasa rozando a un transeúnte. Mira hacia arriba. Me agacho. No me
ve. Continúa su camino. Por hoy se ha librado de que le caiga enci-
ma... ¡Uf!, qué rasca. Está un poco duro el postigo. Ya está. Cerrada.

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Cómo explicar lo divertido que es estallar el cristal de una cabina te-
lefónica, hacerlo añicos, reducirlo a una miríada de perlas, rasgar la
quietud de la madrugada con el bramido espeluznante que produce.
Una luz amarilla de farol aplicado ilumina nuestro grotesco reflejo
poco antes de derretirse, unas oscilantes ramas coronan su indócil tes-
ta. No le pertenece el espacio que ocupa, pertenece a un espíritu ma-
ligno atrapado en el cristal, espíritu que se libera y nace a la noche
cuando la pedrada es certera.
No; no he sido yo quien la ha lanzado, ha sido Nona, aunque el resto,
con nuestras risas y choteos, con nuestros animosos reproches cuando
ha marrado las primeras tentativas, la hemos impulsado también.
Enervadas las fuerzas, saboteada la coordinación por la embriaguez,
exige un esfuerzo ingente atinar y hacerlo con contundencia, para que
no quede a medias la proeza. La risa boba la entonamos al unísono
como un eco de la risa procaz que se desata con el desmoronamiento y
que parte de ese espíritu maligno atrapado en el cristal, como lo esta-
ban aquellos malos kriptonianos (o como se diga) condenados a vagar
por el espacio en un cristal parecido, hasta que una explosión estelar
los liberó y dio pie a poner a prueba las facultades de Superman. El
espíritu se encuentra atrapado en esa jaula plana quebradiza, pero
también en nosotros, o quizá sea el nuestro uno fundido con aquél, o
quizá sean uno mismo, o quizá ninguno exista y sólo seamos ese gro-
tesco reflejo que una atinada piedra o una explosión estelar desmoro-
na.
Liberación divertida por lo falaz, emocionante por el riesgo que
comporta la posibilidad de ser sorprendidos por algún alma errante o
simplemente insomne que haya de ver con pavor esta cándida travesu-
ra. La jaula que encierra nuestras caricaturas se desmorona en sus
cientos de piezas todas iguales. El paso queda libre para que Fali fran-
quee el nuevo umbral inaugurado, a guisa de comprobación, como si
no fuera suficiente, para dar fe, con haberlo visto y oído, precisando
no sólo meter la mano en aquella llaga, sino meterse todo él. Nuestros
aplausos y vítores despiden indolentes efluvios etílicos ante los que se
inclina varias veces saludando y extendiendo el brazo hacia Nona,
traspasándole a él todo el mérito de aquella ejecución, con la misma
donosa cortesía del director de orquesta hacia el solista. Porque aun-
que todos hemos azuzado al lanzador, Fali más que nadie se ha consti-

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tuido en su provisional mánager, gritándole con vehemencia y con-
fianza en sus posibilidades las consignas oportunas para acertar de
pleno. Parecía que hubiesen estado meses ensayando, poniéndose en
forma, perfeccionando un estilo propio, antes de saltar al foso olímpi-
co de la noche y en él justificar el sentido de aquellas horas de sacrifi-
cio. La prueba de tiro al cristal de cabina telefónica la ha superado con
notable puntuación. Mas el público le demanda nuevos intentos, pues
sabido es que hasta tres tiene para poder batir el récord: lo ideal sería
que de uno sólo quedase un marco impoluto, sin restos que luego li-
mar, como descuidadamente pasa ahora a hacer Nona. Pero Fali no
accede, no quiere exigirle más a su pupilo, al menos, no sin antes invi-
tar a algún contrincante a que con él se mida. Toma la pesada piedra,
hallada en un parque cercano como si de un filón de oro se hubiera
tratado, y, barriéndonos con una mirada retadora, elige a uno.
Vaya; qué cabrón. ¿Por qué yo? ¿Por qué no el capullo del Fredi,
amartelado con Mónica, al amparo de la intimidad que le procura la
distracción del grupo? Para reírse del estropicio sí hacen un paréntesis.
Ni que fuéramos sus bufones... (Me alegro de no haber probado la co-
caína el día de su cumpleaños. Las cabezas fueron desfilando una tras
otra, no sé si todas, alguna más se sustraería. Fue sin proponérmelo.
Me puse a la cola dócilmente, dispuesto a deslizar también mi nariz
por aquella micropista de nieve. De pronto, sufrí un repentino vahído
debido a lo que ya llevábamos consumido, di un paso adelante, dos
atrás, que me caigo, y se esfumó mi turno. Nadie lo notó, igual todos
me incluyen en la experiencia de aquel día, hasta yo a veces me inclu-
yo: ¿no sería una de aquellas cabezas, una de aquellas narices, la mía?
Quizás otro día sí, hoy no. Hoy la cosa va de whisky. Hoy me alegra
no haber probado la cocaína, sobre todo porque la trajo él, el que se
atrevió a tratar con Mushet, a presentarse ante él, a ligarle como si lle-
vara haciéndolo toda la vida, con familiaridad, sin tapujos, incluso con
altivez, con la altivez de quien maneja dinero. Al menos así nos lo
contó, si bien Mushet pudo haberlo dejado pensar que se desenvolvía
con maestría, que entendía de aquel tejemaneje, que no era primerizo,
como cuando permite a un padre que le reprenda públicamente y lue-
go una noche ordena darle una paliza. Alentaría al niño de papá elo-
giando su buen gusto en el momento de paladear el producto; pero
¿qué iba a saber él sobre su calidad?, ¿cómo iba a distinguir si estaba
o no rebajada? Había que darle vidilla a aquel potencial cliente, adu-
larlo para propiciar su vuelta otro día. Aunque no necesita esforzarse,

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en última instancia porque confía en la mágica atracción de lo que
vende. La cocaína ha de ser un socio irreprochable, nunca falla, siem-
pre embauca al cliente, gracias a él, consumidor y camello establecen
una exquisita complicidad. Poco le importó su altivez, incluso la ce-
lebró y la rió por lo bajo, tan sólo le extrañó que un niñato así hubiera
tardado tanto en asomar, en sustraerse al regazo de mamá, aunque no a
la dadivosidad de papá; pero no le preguntó, no indagó, obvió la razón
última que le impulsó a acudir a él; tampoco pertenecía a ningún de-
partamento de estadística como para hacerle una encuesta: ¿Dónde
oíste hablar de la cocaína por primera vez?, ¿Quién te dijo que yo la
vendía?, ¿Estás satisfecho con el resultado?, ¿Qué mejoras introducir-
ías?... Desconocía que ese día era su cumpleaños, dieciocho, y a sus
amigos, algunos menores, otros mayores, quería sorprender; sin ese
público ocioso ante el que fanfarronear, no se habría aventurado.
Además, entre él estaba Mónica...) Sí que pesa la piedra. No estoy tan
ciego como Nona, aunque sí bastante aturdido, por lo que debería re-
sultarme menos difícil. Hay momentos en que es posible decirse a sí
mismo: Si quiero, puedo despejar la embriaguez, puedo hacerme el
sobrio..., como preparándote para superar un control de alcoholemia.
Respiras hondo y la sangre se purifica, y el cuerpo, que es una eficaz
colección de reacciones químicas, se fortalece, y la mente, sobre la
que converge la concentración, se despeja. Me pregunto entonces, da-
da esa potencial capacidad, si hasta ese instante no me había hecho el
borracho, me pregunto si, en general, no nos hacemos los borrachos a
poco que bebamos y fumemos. Desde dentro puede parecérnoslo, des-
de dentro de nosotros mismos, pero no desde fuera. Mi reflejo está bo-
rracho, aunque mi interior lo perciba sobrio después de respirar hondo
y concentrarme, aunque mi interior controle su ubicación, la domine.
Anticipo su desmoronamiento en cientos de pedazos, como si él, yo,
fuera un puzzle de vidrio, un puzzle que no se recompondría nunca en
la misma forma, pues cada vez sus piezas reproducirían una nueva
imagen, un nuevo ser, siempre, eso sí, después de que una mano om-
nisciente y casual lo hubiese sacudido, siendo la nueva imagen peor
cada vez, más grotesca, más horrible, más irrecuperable.
– ¡Nando! ¿A qué esperas? No lo pienses más... –la voz de Fredi so-
bresale por encima de los demás, su rostro de buitre leonado la ha pro-
ferido, cobijando a continuación, al yo encararle con torva sorpresa, a
Mónica bajo el ala, para besarla, como si fuera un experto Tillo y
Mónica una flor inocente que su habilidad ha logrado conquistar.

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¿Qué sabe él de Mónica? No sabe nada. Imagina que es él quien se la
lleva al huerto, siendo ella quien lo traba con descuidada dulzura,
quien le saca provecho y satisface su apetito, así hasta que se canse y
se le antoje acusarlo de violación, como hizo con el padre adoptivo.
Ella no abusa de las drogas y el alcohol, no es como Tere y Eva, pico-
tea sin excederse, sólo para estar a bien con el grupo, aunque ello no le
haga falta. Le interesan los hombres, ésa es su droga, y como tal des-
echará al que se traiga entre manos y buscará a otro cuando lo apure y
se le pase la resaca. Ese gilipollas pretende presumir ante ella a mi
costa. El público que constituimos le espolea en general, Mónica en
particular... (Presentarse ante Mushet y luego ante nosotros victorioso,
era sólo una parte del cuento, la otra la protagonizaba Mónica, quien,
aunque no deguste con especial fruición y exceso la droga, es un es-
pectador al que ilusiona impresionar, ante quien enorgullece cobrar
ascendencia sobre el grupo. Lo bueno, o lo malo, es que, aunque a ella
le complazcan tales baladronadas, no le sacian, no le inmutan, los
acontecimientos, incluso los suscitados por la conmoción que causa su
presencia, incluso los que estallan a su alrededor como si caminara
imperturbable sobre un campo de minas, no le conmueven, le compla-
cen, sí, pero no le conmueven. Ya pudieran dos hombres pegarse por
ella, que...) La piedra rueda hasta los pies de Fredi. La he tirado como
en el juego de bolos, ha tamborileado el suelo con gravedad, como un
borracho que intentara clavar los pies a pesar de los tumbos. Fredi ha
apartado los suyos, aunque la piedra se ha detenido poco antes:
– Pero ¿qué mosca te ha picado?... –oh, cuánto siento haber inte-
rrumpido el lote que se estaba dando. Los demás guardan silencio,
menos Nona, que sigue limando el marco que su pedrada ha puesto al
descubierto, como preparándose para plasmarse en un retrato publici-
tario. No sé qué aspecto tengo, ahora estoy de espaldas a la cabina, no
me veo en el cristal que resta, en ese que no es exactamente como el
de un bruñido espejo, pues no sólo uno aparece inserto en el paisaje
que refleja sino también en el que hay tras él. ¿Pareceré desafiante o
ridículo? Dentro de mí advierto cierto desparpajo; pero, ¿qué se ve ahí
fuera, al otro lado de mí? En cualquier caso, estoy dispuesto a ser con-
secuente con lo que he hecho, bien se trate de una especie de bofetada
con guante blanco y una cita para mañana al amanecer en la playa con
o sin padrinos, las armas pendientes de elegir (yo preferiría garrotes,
los torsos desnudos, las piernas enterradas hasta las rodillas en la are-
na..., ¿dónde he visto esa escena?), bien se trate de dirimir ahora el

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asunto desenfundando nuestros desengrasados revólveres, y a ver
quién es el más rápido. No es que me gusten las peleas, pero una estu-
pidez conduce a la siguiente y en ellas reivindicamos el respeto que
queremos que nos tengan. ¿Susceptible yo? Puede ser, según la oca-
sión, sobre todo con una melopea como esta.
Mónica me mira y me sonríe, él no la ve. ¿Hay algo entre nosotros, a
pesar de todo? Qué aventura la de aquella noche... ¿A que nadie se ha
colado en tu residencia y te ha subido un piso a cuestas para luego no
comerte a besos? Eso no lo sabe Fredi, qué va a saber, tú no se lo has
dicho, no le has contado la magia que nos envolvía, el sublime ardor
cuyo desfogue quedó en suspenso y precisamente por ello hoy nos
brinda una complicidad secreta. Me sonríes como lo hiciste cuando
nos vimos al otro día, como si hubiera ocurrido lo que no ocurrió, lo
cual propició una falsa estimación por parte del grupo. Me atrevo a
devolverle la sonrisa y hasta a guiñarle un ojo. Fredi lo ve:
– ¡Eh! ¿Qué hay entre vosotros? –ella lo besa a tiempo, desbaratando
sus torpes y repentinos celos. Fredi me mira de reojo, sin descuidar
aquel bebedero inagotable. Mónica lo alecciona para que no se dis-
traiga.
A un repentino alarido sigue un principio de risa estridente. ¿Quién
lo ha proferido?, ¿por qué? Fali se acerca a Nona, que está encogido,
intenta desenroscarlo, deshacer la rígida contorsión que ha adquirido.
Al interrogar su rostro le apreciamos una tensa risa de muñeco de ce-
ra, ha quedado atrapada ahí, impidiendo toda nueva expresión, cual-
quier auxilio debería ir encaminado a expulsarla. Nada sacamos en
claro. Está encogido sobre el vientre, puede que éste le haya jugado
una mala pasada, se lo aprieta con las manos... No; son las propias
manos; una en concreto, la de los tres dedos: asoma furtivamente antes
de volver a guarecerse, la vemos ensangrentada, se ha cortado. La risa
petrificada desaparece dando paso a unos agudos relinchos, propios de
Nona en situaciones así. Fali estudia profesionalmente la gravedad del
corte, Nona sigue riendo, no se conduele. La embriaguez mitiga el do-
lor, la herida no parece propia: ¿Qué hace esa mano ensuciando de ro-
jo todo lo que toca?, ¿Cómo es posible un manantial surgido de esta
roca carnosa? Hay un líquido dentro de ella que la sustenta, un líquido
que fluye por una red de conductos entreverados, que escapa a la su-
perficie con avidez de explorador cuando sufre un corte en la corteza
que lo retiene. El fluir es vida, y si el manantial se agota, el cuerpo se
seca, muere: ¿Os aclaráis?, Permitid que salga, no taponéis la herida,

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dejadla correr, no dependemos de eso rojo que tanto pringa y atraviesa
cualquier oclusión, Traed otro pañuelo, coño, menos cachondeo, uno
limpio, más clines, taponemos, Nordi: Acerca la botella de whisky pa-
ra desinfectar, Nona: Estáte quieto, deja que te curemos, ¿Que no des-
perdiciemos whisky?, Encima guasón, Igual necesitas unos puntos,
¿Dónde está el ambulatorio más cercano?, Y sigue riéndose, Estáte
quieto, ¿Escuece el whisky?, Ni se cosca, El ataque de risa lo va a
desarbolar, Cuidado no os cortéis vosotros también, ¿Necesitas más
pañuelos?, La sangre impresiona, pero no tiene nada, el corte es super-
ficial, ¿Lo has conseguido ver?, Convendría ponerle la antitetánica,
Aquí está el cristalito, incrustado en el marco, tiene un resto de sangre,
quitémoslo, Que no, que no me corto, lo quito con el culo de la botella
de whisky, Mirad: Ahora ya no le sale tanto, ¿veis cómo no era tan
grave?, Preparadme un último pañuelo humedecido en whisky,
Chúpate antes, lámete la herida, la saliva es muy buena, Como se chu-
pe se le va a subir la sangre a la cabeza, ¿Ha quedado bien anudado el
pañuelo?, ¿Te aprieta?, Y no para de reírse el cabrón...
No todos nos alejamos de la cabina una vez concluida la aparatosa
cura. Fredi se queda atrás, me llama de lejos, los demás se giran tam-
bién:
– ¡Eh, Nando! ¡Aprende! –y la piedra, que la había cogido del suelo,
la estrella contra el otro cristal de la cabina telefónica, produciendo un
nuevo estruendo cristalino y momentáneo, no tan divertido como el de
antes, debido a la jactancia que conlleva. A continuación se pierde
junto a Mónica.
Nosotros seguimos a Nona. Nos precede como un indio apache ex-
perto en seguir rastros invisibles, en él confiamos, aunque nos meta en
una emboscada. Sus tambaleos y risitas son también de indio recién
estrenado en el whisky, el rico elixir que trajeron los blancos, la irre-
sistible y eficaz arma junto al rifle de John Wayne. Cualquier enemigo
tendría cantada la victoria si nos asaltara ahora. Para facilitársela aún
más, rula otro porro y gastamos lo que queda del whisky antiséptico.
A la par que la charla languidece y las lenguas se escurren y las voces
tornan pastosas y engoladas, se produce una extraña fijación en el gu-
ía. Ahora parece que tire de nosotros, o que a nosotros nos cueste más
seguirle, y no queremos perderlo, es preciso aligerarse, alargar la zan-
cada, trotar al descender algunas cuestas, dejarse llevar por la veloci-
dad. Al poco rato el grupo se ha disgregado a causa de esta persecu-

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ción. Al pie de un semáforo, detenidos por el muñequito rojo, hace-
mos recuento.
La noche nos contempla, sopla una tenue brisa, una gigante palmera
susurra algo desde lo alto. ¿Esperamos a que aparezcan los que faltan?
Recuperamos el aliento, Nona lo necesita más que nadie, una risa hi-
posa le ronda. A Fali le ha sentado mal la carrera, explora una esquina
penumbrosa, no encuentra otra mejor, no tiene tiempo, se encorva so-
bre sí mismo. Una pasajera lucidez brinda a Nona reparar en él, re-
anuda la risa estentórea; pero está exhausto, y un hipo enconado corta
su mezquina fruición, accionando el resorte que desata otra arcada.
Bonita foto: los dos encorvados por insidiosos retorcijones, vencidos
por la debilidad del cuerpo, que así protesta el castigo infligido. Al
menos Nona no dejará de beber sólo porque el estómago se crispe y
rehuya ser intermediario con el mínimo grado de alcohol exigido por
la sangre para disfrutar del sopor de la embriaguez, del vaivén de la
conciencia, del mimo de la ensoñación. Cuando sólo estamos a mitad
de la noche, una pasajera indisposición orgánica no ha de frustrar el
avance. Habrá que achicar otra botella de whisky, menguar la piedra,
aliviar la quemazón amarga de la garganta, desterrar la lucidez mo-
mentánea que asoma traidora a la conciencia. A veces las arcadas son
provocadas. Nona vuelve a ser un experto en esto. Si el estómago se
demora en procesar una copiosa cena, retardando los efectos del alco-
hol, una purga por el sencillo método de llevarse los dedos a la cam-
panilla y hurgar menesterosamente en ella, predispondrá mejor al cie-
go deseado. Más de una vez se ha ausentado para aplicarse esta técni-
ca, cuyo beneficio comprobaba al cabo de los siguientes cubatas y po-
rros, cuando antes por el mismo precio ningún efecto había logrado. A
Nordi lo sorprendí una vez en una coyuntura parecida, pero no res-
pondía a la misma finalidad, pues ya nos recogíamos. Era una noche
artificial, como la de ahora, oscura, con apenas luz callejera blasfema-
toria. La purga obedecía, según me explicó, al propósito de achicar el
estómago del alcohol remanente, cuyo procesamiento ya no interesa-
ba, pues no lo disfrutaría dado que nos aguardaba la cama, y en cam-
bio contribuiría a una dolorosa resaca. Vomitó al pie de unos arbustos,
sobre una tierra que absorbió el riego que pronto elevaría el nivel de
alcohol de la savia. Allí me estrené yo, sobre los mismos arbustos, en
esta técnica, luego repetida para este o aquél propósito.
Fali y Nona se prosternan ante la noche callada. Los escaparates son
un complejo de sombras quietas y ojos vacíos que secretamente regis-

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tran la escena. Por la mañana, el comerciante, cuando descubra la
hedionda cristalización al pie de la tienda, prorrumpirá en un despre-
ciable recordatorio de nuestros ancestros. El polvo de azufre ahuyenta
los orines de los perros, pero no estas peregrinas angustias nocturnas,
de jóvenes desaprensivos. Probablemente sea estúpida la compara-
ción, pero somos como aquellas ovejas condenadas a navegar en el
barco que las trasportaba, al haber enfermado y sido rechazadas en el
puerto de destino y en cuantos puertos se solicitó atracar, aunque fuera
para conducirlas al matadero. La noche es el barco que nos trasporta,
en ella hemos contraído la enfermedad, una rara afección de juventud,
y, aunque resistimos su acometida, que no causa bajas pero sí nos ma-
logra, ningún puerto se presta a recibirnos, todos nos rechazan. Sí nos
aguarda un inevitable matadero: el día. Allí muere nuestra expansión,
nuestro frenesí, allí la luz tiende una red que nos traba, que anula lo
que somos. Las calles se inundan de espectadores que observan obli-
cuamente nuestro deambular agotado. Somos inmundicia que sale a
flote, que apesta en la superficie, que insulta las modestas expectativas
de la gente. Si no fuera inevitable, por el bien de todos perpetuaríamos
aquella navegación sin rumbo, aquel derivar sin propósito y sin espe-
ranza.
Nordi me ayuda con el semáforo. Aquél de enfrente también alterna
el muñequito rojo y el verde en un eterno imperativo nocturno. Duran-
te la noche, y más por una calle de poco tráfico, su esfuerzo es excesi-
vo, nadie, porque apenas nadie pasa, le obedece, como tampoco quien
esporádicamente cruza este desierto de asfalto y luces zumbonas. Es
un abnegado funcionario, no le preocupa su utilidad, ni siquiera que le
ignoren, simplemente desempeña su cometido, haya o no quien le res-
pete. Algo parecido debe ser el tipo de trabajo a que mi madre se re-
fiere, para ser un hombre de provecho. Por eso me voy a llevar este
ejemplar, a ver si así me alecciona. Lo colocaré en mi cuarto. Será un
adorno instructivo, espero que así lo entienda. De momento se resiste.
Empleamos la navaja de Nordi como destornillador, nos colgamos de
él, tiramos. Vigilamos que nadie pase. Lo hacemos nosotros mismos,
de reojo, no contamos con Fali y Nona, encorvados sobre la esquina.
Los muñequitos rojo y verde siguen alternándose, ignoran lo que pasa;
o bien les es indiferente, o bien confían en la blindada carcasa que les
protege. Esperamos verlos apagarse en cualquier momento. Entre tan-
to, nuestras manos enrojecen. Volvemos a colgarnos los dos a la vez.
Nada. Volvemos a intentarlo. Manipulamos la navaja. Parecía más

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fácil. Esta especie de metálica jirafa-marsupial evita que le arranquen
a su cría. No ha de morir porque se la quiten, los discos rojo, verde y
ámbar seguirán guiñando a la noche. Además, a la mañana le nacerá
otra, si es que los operarios municipales son eficientes.
– La puta que lo parió –profiere Nordi. La tardanza nos pone nervio-
sos. Ha cedido un tanto, pero no lo suficiente. La posibilidad de ser
descubiertos desata una íntima agitación. Ya imagino un ceño policial
avistándonos, pidiendo refuerzos, corriendo hacia nosotros. No nos
volvemos para no perder tiempo, no hay indicios de dicha presencia,
es sólo la ansiedad espoleada por la prisa quien la prefigura. Siempre
cabe salir pitando, aunque dejaríamos tirados a Fali y a Nona, sobre
todo a este último, dado su estado. A ellos detendrían y obligarían a
dar nuestros nombres. Como no tendrían escapatoria, será mejor que
colaboren con nosotros. Fali ya parece repuesto:
– ¡Eh, ven aquí, rápido, ayúdanos! –le grito, y se acerca renqueante.
Enseguida comprende nuestro propósito, así como también que su
gordura nos garantizará el éxito.
– Los tres a una. Preparados, listos... ¡ahora! –oímos un crujido, el
semáforo cede, nos venimos al suelo. Fali se ríe. Nordi y yo nos mi-
ramos, nos levantamos, volvemos a porfiar, le queda un poco. Arran-
camos unos cables y un chisporroteo precede a la oscuridad en que se
sumen los muñequitos. La alternancia se ha detenido. Tiramos un po-
co más... ¡Ya está! Nuestro.
Me he agenciado una bolsa de plástico para disimularlo. A la piel de
la metrópoli le han salido esas pústulas de todas las noches en donde
los mendigos tienen su lotería. Hurgando en una de ellas la he encon-
trado. Bajo el brazo lo llevo, parece un secuestro. Exigiré, no sé a
quién, algo a cambio, no sé el qué. Entre tanto lo mantendré con vida,
bastarán dos bombillas, una detrás de cada muñequito, y un conmuta-
dor automático. Compartirá mi cuarto: ese espacio reducido donde
también aguardo a ser canjeado, donde, entre tanto, para revalorizar-
me, barajo un sin fin de proyectos inviables. Después de todo ésa es
toda la libertad de que dispongo. Ésa, y la que me brinda la noche.
Volvemos a caminar, a arrastrar nuestra fútil insumisión, a dejar un
reguero maloliente que Nona sigue para no perderse. Ahora ya no nos
guía, no nos conduce tras un rastro invisible, es un gregario que ha
desempeñado bien su papel, hasta que ha dado de sí. Mostramos poca
cohesión. Vamos desperdigados, entablando nuestras propias riñas
con la acera. Nordi exhibe una sonrisa siniestra y chocarrera, sólo le

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falta una baba de sangre para que un vampiro a su lado parezca una
paloma. Fali exhala unos penosos resoplidos.
El tiempo da saltos de rana. Es un fluir discontinuo. La embriaguez
arbitra la incidencia de sus lapsus. Es curioso que el colocón no sea
inmediato. Es como aquel veneno que se vertía antiguamente en el va-
so de la víctima. No tardaba poco en hacer efecto, como ocurre en las
películas, que no pueden dilatar una agonía; al contrario, pasaban
horas. Lo bueno sería saber que ya estaba dentro de uno, que corría
por la sangre, que no había marcha atrás. No había un antídoto viable,
pues para ello debía seguir un atajo, y entonces no lo había. Hoy sí.
Hoy, lo que entra por la boca, viaja hasta el estómago y desde aquí in-
vade el resto del cuerpo, cabe atajarlo con una inyección intravenosa,
por ejemplo. El asalto es inesperado, como el momento de quedarse
dormido después de que llevas un rato predispuesto. Un tercer párpa-
do se cierra sutil y repentinamente sobre la conciencia. La embriaguez
es caprichosa en este sentido, la has propiciado tú bebiendo y fuman-
do, pero sólo ella decide cuándo nublarnos o despejarnos y con qué
frecuencia. Aunque decidimos el momento de envenenarnos, luego
corresponde a su albedrío los paréntesis que va intercalando y su du-
ración, la cual, como el lapso entre el quedar dormido y el despertar,
nos parecerá cosa de un instante. Así vamos atravesando la noche. Así
vamos topando calles y encrucijadas a las que no sabemos cómo
hemos llegado. Así, de pronto, nos espabilan unos gritos lejanos, pro-
cedentes de un grupo que nos increpa.
Tales riñas depara la noche. Sobrevienen sin más. Obedecen a un
instinto animal de demarcación del territorio, de prioridad sobre la no-
che. Somos miembros de una misma congregación, veneramos los
mismos ídolos, y ello, sin embargo, en vez de hermanarnos, nos em-
puja a medirnos. Nuestras estentóreas voces equivalen a esos brami-
dos y golpes de pecho de gorila que sirven para intimidar al intruso:
– ¡Cabrones! No valéis una mierda. Acercáos si tenéis cojones.
Quedamos alertas, crispados los puños, un íntimo escalofrío nos re-
corre, el miedo nos cosquillea, a algunos nos obliga a dar un paso
atrás, que enseguida rectificamos tachándonos interiormente de cobar-
des. No puedes huir, el orgullo te lo impide, interrogas con la mirada a
quien sabes más aguerrido entre nosotros, más fiero en la pelea, ahí
está Nordi, el semblante tenebroso y sádico. Él no va a rehuir estos
encuentros y los demás no vamos a dejarlo tirado. Aguarda callado,

46
tenso, no gasta energías en responder como sí hace Fali, deja que él y
los balbuceos de Nona lo hagan, así como mi cínica invitación:
– ¡Iros a la mierda! –grito, a la par que apoyo el semáforo en el sue-
lo, pues esto no tiene vuelta de hoja, si bien aquellas voces de pronto
me resultan familiares y mi vista aguzada reconoce algunos perfiles...
(Recuerdo cuando le gastamos aquella broma de novatos. Nordi no
debía oponerse, debía dejarse arrastrar hasta la fuente sin más, admitir
aquel bautizo a la inversa: chapuzándole nosotros, sancionaría nuestro
ingreso en esta comunidad de ineptos noctámbulos. Debía resultar
sencillo, solo que, inesperadamente, se revolvió y pataleó con furia,
dificultando peligrosamente nuestras intenciones, tanto que parecía en
serio lo que se suponía de broma. Aquella terrible transformación no
dejaba de ser una invitación a medir nuestras fuerzas, así que, a duras
penas y entre cuatro pares de brazos, conseguimos bañarlo. ¿Qué
transformación no exhibiría si la cosa fuese en serio? ¿No habría más
bien que compadecer a sus adversarios? Resuenan en mí las palabras
de Fali cuando, en una discoteca, a un niñato con el que tuvo un roce,
le dijo: “Has tenido suerte: con este te la juegas...” Con este os la jug-
áis, quienquiera que vengáis a nuestro encuentro...)
De súbito, nos reconocemos. Justo cuando nos echábamos encima
unos de otros. Las risas conjuran la tensión. Nona se abraza a Piqui.
Tillo me aborda risueño:
– Este cabrón nos ha arrastrado –señala a Fredi, quien suelta un ladri-
llo que traía en la mano y golpea amistosamente la espalda de Nordi.
– ¡Qué casualidad, no? –un ladrillo es cosa seria, sobre todo si se
quiere emplear contra alguien. ¿Pensaba usarlo de verdad? ¿Usarlo, a
lo mejor, contra mí?
– ¿Dónde os habíais metido? –pregunta Tere.
Eva me sonríe. No veo a Mónica. No está con Fredi, que debió unirse
a ellos después de perderse juntos. ¿Dónde la habrá dejado?
Recojo el semáforo del suelo, envuelto en la bolsa de plástico.
– ¿Qué es eso? –pregunta Fredi, divertidamente perplejo.
– Un adorno para su cuarto –responde Nordi.
– Para el scalextric –apostilla Fali, y todos nos reímos al yo destapar-
lo y mostrarlo.

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48
¿Y con este estúpido test pretende...? ¿Qué pretende? No me dirá que
de aquí va a sacar nada en claro. Son más divertidos los que miden el
coeficiente intelectual, el razonamiento abstracto y todo eso, aparte de
que se me dan mejor. Aunque en el instituto no dejaba de copiarme de
Campoy, consciente de que acertaría más que nadie. De varias opcio-
nes elegías la que creyeras la continuación más lógica de una secuen-
cia de dibujos. Un flagrante hueco aguardaba al término: un marco sin
rellenar, una línea subrayando un vacío, una interrogación cerrando
una pregunta sin formular... (Parece que esto responda a una metáfora.
Estamos rodeados de secuencias de toda índole con un hueco al térmi-
no esperando su rellenado lógico. Hay una oferta de soluciones entre
las que dos o más nos hacen dudar. Incluso sopesas que la solución
conveniente pudiera ser una combinación de ellas: ¿le añadiría a la
una algo de la otra?, ¿le quitaría a la otra algo de la una? Imposible
combinarlas. Hay que elegir entre las que se ofertan. Y lo peor es que
al momento de rellenar un hueco se crea otro a continuación, y si ya es
de por sí absurda esta generación espontánea de huecos, más lo es
comprender que la secuencia puede ser interminable...) Este test valo-
ra otra cosa. Es un BPC, un Behavior Problem no sé qué. Se creerá el
tío que no controlo el inglés cursi que usa. Es un fantasma. ¿Cómo nos
lo ha explicado?: No sé cuántos ítems para la dimensión internalizing,
Otros tantos para las conductas acting-out... No debe querer que se le
entienda, preferirá ser abstruso, dejando escapar estas vaciladas para
dar cuenta de la relevancia del test. Si fuera buen psicólogo no tendría
que recurrir a ellos, me hipnotizaría directamente para averiguar todo
cuanto le interesase de mí: la agresión socializada, la conducta psicó-
tica... y todas esas fantochadas. ¿O son los magos los que hipnotizan?
Es igual; en tal caso podría contratar a uno en su gabinete. Claro que,
esas sesiones son inútiles si el sujeto no va predispuesto. También,
creo, necesita ser alguien sugestivo. ¡Huy!, aquí hay un ítem que le
brindaría una pista sobre esto último, el número veinticuatro: Pasivo,
sugestivo; fácilmente arrastrado por otros. Si señalo la C, le estaré
invitando a que me hipnotice la próxima vez; después de todo, igual sí
sabe. ¿Hipnotizará a la Cloti?... Más vale que te concentres o no vas a
acabar nunca. Aquí hay un ítem muy al pelo, el trece: Mantiene bre-
vemente la atención; pobre concentración. Cuando me corrija, llegue
aquí y vea que mi respuesta estaría allende la C (puedo incluir una D

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por mí mismo), comprenderá por qué tardo tanto. Bueno; todo es rela-
tivo, puesto que hay cosas que sí me concentran: no le pierdo la pista a
un petardo cuando rula de mano en mano, sé siempre por dónde va,
quién lo fuma en cada momento y cuándo es mi turno. ¿Le pregunto si
debo tener presente este ejemplo, a la hora considerar mi capacidad de
concentración? En caso afirmativo, la respuesta sería la A. Mira; aquí
hay otra parecida, la treinta y uno: Distraído; se aparta fácilmente de
la tarea que tiene entre manos. Es curioso: hay preguntas que deben
dar cuenta del mismo aspecto de la personalidad, solo que no aparecen
agrupadas. Debe estar hecho a propósito para cazarte. El test está
sembrado de trampas, de ítems que valoran lo mismo, expresados de
forma diferente, por si te contradices, por si se te ocurre falsearlos. No
puedo señalar la C en el trece y la A en el treinta y uno. No puedo te-
ner pobre concentración por un lado y no ser distraído ni apartarme
fácilmente de la tarea que traiga entre manos por otro. El muy tuno...
Y parecía tonto cuando la Cloti se lo recomendó a mi madre. Ahí vie-
ne. Ha dejado a mi madre en el cuarto de al lado, haciendo el mismo
test, el mismo test referido a mí, para luego cotejarlos. Lo cual no es
justo. Debía yo hacer luego un test sobre mi madre. No sólo pretende
saber cómo soy, sino además conocer en qué medida mi madre va
descaminada. ¿Se va a sentar frente a mí, en su mesa de despacho? Ni
que fuera el profesor de lengua, que no te quita los ojos de encima en
los exámenes. Uf, menos mal; viene sólo a apagar la lamparita, la que
le ilumina de la barbilla para abajo, dejando el rostro en una tenebrosa
penumbra, desde donde su voz grave arroja estremecedores tecnicis-
mos, cuya afectada amabilidad no pretende sino convencer, a quien
está sentado al otro lado, de su perdición frente a la perspicacia de la
psicología. Y mi madre arrobada como una tonta, asintiendo lastime-
ramente, mascullando un patético rezo: Por favor, ayude usted a mi
hijo; sí, sí, lo que usted diga; la agresividad acting-out, eso es; la in-
ternalizing psicótico, de acuerdo; el behaviour socializado, por su-
puesto... Luego le clavará por esta estafa... Para todo hay una profe-
sión en el mundo de los mayores. Cualquier problema lo contempla
alguna disciplina: vienen los expertos, dan un diagnóstico y proponen
soluciones irrefutables. Como un catarro lo cura mucha vitamina C o
la gripe tres paracetamoles al día y mucha cama. El esquema de la te-
rapéutica médica está muy extendido, hay protocolos y tablas para to-
do. De acuerdo con unos síntomas, automáticamente tenemos unas so-
luciones establecidas. Es un consuelo fatuo, brinda una tranquilidad

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falaz y peligrosa. Así los estropicios sólo asustan a medias. El único
inconveniente es superar la vergüenza de tener que reconocerlos, una
vez hecho lo cual, basta con acudir al profesional de turno, que en la
tabla correspondiente hallará las indicaciones para una correcta repa-
ración. Yo soy un chico averiado. Así, más o menos, lo ha entendido
mi madre, quien, superando al fin la vergüenza de tener que recono-
cerlo, me ha traído al profesional de turno. Le ha soplado la recomen-
dación la Cloti. Curiosamente quien primero gustaría de desmarcarse
de aquel vulgar encasillamiento: ya preferiría que su enfermedad fuera
original, rara, desconocida, digna de atraer a los científicos, y no un
vulgar cáncer, cuyo tratamiento sigue unas pautas archiconocidas. Por
si acaso, se empeña en considerarse una rareza, así que entiende que
las manchas en la piel no responden a unos hongos cualesquiera, ni a
una advertencia de su médula trasplantada, sino a un efecto psíquico.
Ha superado la repulsa que le causara el hombre que abandonó a la
esposa por una más joven, al fin y al cabo ella era amiga del matrimo-
nio, y como se trata de un profesional como la copa de un pino, pues
para qué dudar en acudir a él. Desde luego, no le preguntará por su ex,
no tocará ese tema, se ceñirá al asunto que le trae aquí, resolverá los
tests que le ponga, encajará su psicodiagnóstico y luego: Adiós,
adiós... Aunque ya le gustaría enjaretarle poco antes de abandonar el
gabinete: ¿Sabes que Miranda te echa de menos?, aun a sabiendas de
que Miranda no quiere ni verlo; pero, ¿y si consiguiera reconciliar-
los?; no puede ser que después de tanto tiempo... por una treintañera...
¡soltera y con un hijo!... a su edad... Debía tomar ejemplo de su Jorge,
mira cómo la soporta, cómo la cuida, ¿es que no le preocupa quién
cuidará de Miranda? Los cincuenta son una edad difícil, de acuerdo; la
rutina y todo eso, vale; pero solucionarlo yéndose con una paciente...
¡Huy!, que me está vigilando. A ver, treinta y siete: Irritable, de mal
genio, se enfada con facilidad. La A. Treinta y ocho: Nervioso, agita-
do, asustadizo, se alarma con facilidad. La...
– No necesitas pensarlo tanto, si alguna la dudas mucho, señala sen-
cillamente la B.
Vaya. ¿Es que tiene prisa? ¿Le espera su ligue para comer? Me to-
maré el tiempo que necesite. Dele un par de vueltas a la mesa, consul-
te alguno de esos libracos que tiene en los estantes, atúsese el pelo,
agazape la mirada de ardillanosaurio tras las gafas rectangulares, im-
prima un pequeño impulso a la vetusta bola del mundo, repase las fi-
chas de las consultas de mañana, tírele los tejos a mi madre, distráiga-

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se en lo que quiera, pero no me meta prisa... Claro que, sólo faltaría
que mi madre terminase antes que yo, habiendo empezado después.
Seguro que sí. No por prisa, sino de aplicada que es, además de que le
urge rescatarme pronto, volverme cuanto antes al Fernando que yo era
de niño, el de ahora es un impostor, no es la consecuencia natural de
aquél que tan modosito comportamiento gastaba. ¡Huy!; ¿qué contes-
tará ella a este?: Se droga con otros chicos. A ver, a ver... Seguro que
hay más de la índole. Me salto unos pocos... Aquí; el ochenta y dos:
Bebe alcohol... Pero ella sólo puede imaginárselo, mentiría si respon-
diera afirmativamente. Supone que algunos estimulantes deben justifi-
car el genio que le gasto. Achacará a las malas compañías mis ex-
abruptos. Yo que creía que me hacían mucho bien... ¿Pretende este tío
que sea sincero? ¡Ya sé! Voy a hacer como si respondiera mi herma-
no, no será difícil ponerme en su lugar, será él quien conteste. Aún me
queda más de la mitad, hay tiempo para usurpar su personalidad. A mi
madre dejará atónita cuando le exponga el perfil obtenido, quedará
asombrada de la puntería del test, al haber descrito exactamente a su
hijo..., solo que, al otro, no a este. ¿Dónde me quedé? Ah, sí. En el
cincuenta y uno: Negativo; tiende a hacer lo contrario de lo que se le
pide. De ninguna manera, él siempre cumple a rajatabla lo que se le
pide, sobre todo si se lo pide su mamá o la Flaca. La A. Cincuenta y
dos: Mentiría para proteger a sus amigos. De ninguna manera, qué
barbaridad, qué atrevimiento: Oiga, psicologoprofesor, Debe usted su-
primir este ítem... ¿Mentir? No; por supuesto que no. ¡Él nunca mien-
te! Además, sus amigos no necesitan que les protejan de nada, como
no sea de una cuerda de violín floja o una tecla de piano desafinada.
Si, por ejemplo, al director de orquesta detuviesen por cocainómano,
él explicaría que, cuando lo veía derrapar la nariz por la mesa, pensaba
que estaba leyendo la letra pequeña de un contrato de actuación. No le
haría falta mentir. Su ingenuidad brindaría la mejor coartada posible.
Pero tampoco. Nunca necesitará proteger a sus amigos de nada; ellos
están a salvo, sobre todo de sí mismos. Uno mismo es su peor enemi-
go, y ellos están muy lejos de enfrentarse consigo mismos, ya se cui-
dan. La rabieta más severa será porque hayan alargado sin querer una
semicorchea o no les haya salido con la rapidez suficiente un trémolo.
Puede uno mentir para animarlos, pobrecitos, no vayan a darse a la
bebida. Una mentira piadosa: El adagio ha sido precioso, me ha con-
movido, Casi..., casi no puedo tenerme en pie de la... de la... de la
emoción... Buahhhh... Para llorar... No es que yo defienda a mis ami-

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gos. Al contrario, pensándolo bien, no lo merecen. Justamente: lo
mismo que yo no lo merezco. Esto es toda una demostración de
humildad. Cualquiera lo diría. Para empezar somos capaces de men-
tirnos a nosotros mismos. Por ejemplo, sería impensable que yo le
contara a Piqui la verdad de por qué no le pago, así que, le miento, le
digo que todavía no me han pagado los cabrones de la fotocopiadora;
él, a regañadientes, lo admite, aunque no se lo crea. La vez que mejor
me di cuenta de hasta qué punto podíamos mentirnos fríamente fue
una noche de discoteca. Por una de esas sesgadas observaciones que
uno hace cuando está ebrio, noté que quien salía del cuarto de baño
después de haber entrado Nona se mostraba escandalizado. Pronto se
propagó el rumor de lo que había visto: un mensaje ilegible escrito en
el espejo con caca (por no decir mierda)... Cincuenta y nueve: Expresa
cosas que son claramente falsas... De niño se manifiestan aficiones
escatológicas todavía más repugnantes, conocí a una niña pizpireta
que la probaba, no sé qué clase de fagia será esa, mierdafagia o así.
También pudo ser la tentativa de un arte abstracto innovador: ¿es que
a ningún pintor surrealpostexpresionista se le ha ocurrido nunca em-
plear ese material de trabajo?... El caso es que yo, que no podía desli-
gar a Nona de aquel repelente dactilograma, al día siguiente, a solas, y
digo a solas porque así lo busqué para facilitarle la confesión, le pre-
gunté. Me contestó que no, que él no había sido; y yo, claro..., le creí.
Ni pestañeó, ni humilló la cabeza, ni dibujó una leve sonrisa cómplice
que lo desdijera y me trasmitiera la verdad, en adelante ocultada por
ambos. Así hasta que, un día, pasadas varias semanas, aflojó la lengua
y en medio de las bromas del grupo dejó escapar que él había sido. Yo
inicié un principio de reprimenda: Pero ¿no me habías dicho...?,
dejándola en suspenso, al ser abordado por una masa de cuerpos, bajo
la que quedó sepultado en medio de ataques ficticios. Me había menti-
do descaradamente, lo cual hasta me pareció admirable... Sesenta:
Lento e impreciso en hacer las cosas... No es que mintamos por nor-
ma o hábito, es que, cuando rozamos nuestro yo peligroso, inconscien-
temente nos protegemos, ante todo, de nosotros mismos. Más pausa-
damente hay que digerir luego, generalmente durante la resaca (la re-
saca de muchas cosas: de la bebida, de un enfado), la burrada que
hemos cometido. Por eso, antes de reconocernos en ella, antes de estar
seguros de que los demás la entenderán, la protegemos con una menti-
ra. ¿Por qué entonces no íbamos a proteger a nuestros amigos, si es
como protegernos a nosotros mismos, si es como anteponer un escudo

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rechazando la incomprensión de los mayores, exageradamente alar-
mistas? No sé qué hay en aquel horizonte de madurez por alcanzar, un
conformismo legañoso, un autosecuestro consentido, lo que sea, es
obvio que nos impide trocar la mentira en verdad, salvo ante quienes
sabemos que están dispuestos a tomárselo a risa... Sesenta y uno: Los
castigos no modifican su conducta. Sesenta y dos: Hipersensible; sus
sentimientos son fácilmente heridos... No creo que seamos unos rebel-
des, en todo caso, unos rebeldicas. Aunque hay algo de filosofía exis-
tencialista en esa ficticia zozobra que jugamos a tantear, de destrona-
miento de dioses atávicos y conceptos manidos y gélidas expectativas
y sobados futuros... ¿Nihilistas? No lo sé; habría que preguntarle al
profesor de filosofía, si es que se digna a sacarse el capuchón de la
oreja para poder escuchar la pregunta y avenirse a abandonar al tostón
de Inmanuel. Ahora que lo pienso. No creo que Descartes se pusiera a
dudar de la noche a la mañana. Vale que le pareciera todo muy engo-
rroso, pero, para decidirse a simplificar, digo yo que sufriría antes un
cierto shock. Quizá le cayó la manzana de Newton en la cabeza o, por
qué no, resultó de algo más burdo: bebió demasiado la noche anterior.
A la mañana siguiente, vio la luz, surgió la brillante idea. Resacoso
todavía, se puso manos a la obra, y ya podían ir afilándole la guilloti-
na, que pensaba limarse las uñas con ella. ¿O fue un matemático quién
besó la cesta? Es igual: se lo hubiera merecido de todas formas, de feo
que era... Y quién dice que lo nuestro no sean cogorzas filosóficas, es-
to es, una forma de reinventar la existencia, de replantear una duda
metódica nueva, aunque no nos urja resolverla, sino cuando nos alum-
bre una luz satisfactoria. De momento alargamos esta fase de prepara-
ción y purificación espiritual que usa métodos un tanto bruscos. Ya se
sabe que la mortificación del cuerpo purifica el espíritu. Una borra-
chera puede entenderse así, contiene una muda súplica a un dios sor-
do, apela a una religión de la que ni siquiera hay todavía un borrador,
congrega a unos feligreses que rezan en el silencio de la noche. Somos
ascetas de la litrona, mártires del porro, esclavos de las chicas. So-
mos... rebeldicas sin causa... Sesenta y... ¿Por cuál iba?... Hipersensi-
ble; sus sentimientos son... Esta ya la he contestado... Sesenta y tres:
Obstinado; no acepta el “no” como respuesta... Es una pena que esto
no sea un examen de filosofía, hoy estoy cojonudo. ¿Prosigo?... La ju-
ventud es nuestra única oportunidad de parar el tiempo... Esto suena
que ni pintado; pero, ¿y ahora?... Sesenta y cuatro: Soñoliento, no es-
pabilado... A ver, pensemos: el carcamal que anda ahí caviloso de

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arriba abajo, ¿qué ha conseguido liándose con una tía mucho más jo-
ven que él, sino rejuvenecer? Aunque es un recurso falaz, claro. Desde
hace mucho está corrompido por un dinamismo ocupacional, recon-
fortante en la medida en que lo distrae de sí mismo. Eso sí: ha redes-
cubierto el espejo; ha perdonado la áspera piel y el pelo cano, gracias
a un muy trabajado aire erudito. Pero, por más que quiera, fracasó en
la empresa que ahora a nosotros nos ocupa: detener el tiempo, perpe-
tuar la pureza interior, soltar amarras, bucear en la bañera, ponerle alas
al ascensor, dejar el dial en zona de interferencias y aguardar a que
surja una voz... Ya no tiene memoria de lo que fue, sí recuerda hechos
puntuales, conserva imágenes; pero ha olvidado los sentimientos, las
ansias, los desgarros. La memoria no conserva esta información. Cree
haber sido joven, cree conservar un espíritu joven, a veces recurre a él
para enfocar algunos problemas, sus conclusiones le satisfacen; pero
ello es un remanente fosilizado; por tanto, engañoso; si construyera a
partir de él una teoría, podría explicar el continente, no el contenido.
La memoria es cuántica (¡toma ya!, esto merece premio). Creo que fue
un físico danés quien apuntó que los electrones de un átomo se distri-
buían en niveles energéticos concretos, para pasar entre los cuales da-
ban saltos, explicando así por qué no se estrellaban contra el núcleo.
Pues bien: los recuerdos se disponen en niveles concretos, las transi-
ciones entre ellos son a base de saltos. Es más: cuando cambiamos a
un nivel... ¿inferior?, ¿superior?, ¿de camino a estrellarnos contra el
núcleo?..., se pierde enteramente la información acerca de lo que sent-
íamos en el nivel precedente. Recuerdo algunas travesuras que hice de
niño, recuerdo haber pasado una cerilla encendida por un hormiguero;
pero no recuerdo si era curiosidad o crueldad lo que me movía. Hoy
creo que las descendientes de aquellas hormigas inmoladas merecerían
una explicación. Justo cuando soy incapaz de dársela. Así pues, ¿qué
puede saber este tío de lo que sienten los jóvenes? Nada. Puede espe-
cular, lo mismo que yo sobre los mayores, sin haberlo sido nunca, sin
tener recuerdos de esa edad, sin saber qué se siente o qué empuja a
abandonar a la esposa por una mujer más joven... ¿Dónde se ha meti-
do? Ahí: en la sala de al lado, con mi madre, los oigo hablar. ¿Le es-
tará soplando las respuestas?... Setenta y tres: Roba en compañía de
otros... Antes ya he contestado a un ítem sobre robar. ¿Cuál era? Ajá,
el cincuenta y cinco: Roba fuera de casa. ¿Qué señalé? La A. O sea,
no. Claro; era cuando me hacía pasar por mi hermano; ahora he avan-
zado veinte preguntas y ya no sé si sigo siendo el Cara Haba o he

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vuelto a ser yo. ¿Cuenta la cinta de Neil Peart que me hicieron pagar?
Para una vez que me atrevo... Estaba delante de mí, en el abigarrado
estante de la tienda, tentadora: Llévame, me decía... Neil, para el poco
dinero que tengo, mira si te cotizas, cabrón... Antes de decidirme, la
manoseé más veces que si fuera una teta. En mi cabeza ya escuchaba
sus redobles, sus incursiones en los silencios de las guitarras. No pod-
ía privarme, no podía devolverlo a su sitio, tampoco podía gastarme el
dinero, era un gasto injustificable ante mi madre (si hubiera sido Cho-
pin...); además, lo necesitaba para poder salir de marcha. Así que: pi-
to, pito, gorgorito y... al bolsillito... Chipén. Nadie me ha visto. O eso
creo. Disimulo. Sigo mirando las cintas de los estantes. La gente va a
lo suyo, un tipo de espaldas a mí, en el estante contiguo, parece caria-
contecido por su propia indecisión: ¿querrá meterse también una cinta
en el bolsillo? Ha resultado tan fácil, que es de idiotas no hacerlo.
Cambio de sección. El dependiente de la que abandono queda en la
caja registradora enfrascado en unas cuentas, ni se ha coscado. Voy
rascando la banda magnética para que luego no pite la alarma, no dejo
de andar, no dejo de mirar los equipos de música disimuladamente.
¡Huy!; qué equipos de música tan buenos, qué de botoncitos y luceci-
tas; y además, es posible pagarlos a plazos, sin intereses, sin entradas,
sin trasporte, sin... Vamos, porque no me caben en el bolsillo, que si
no... De pronto veo reflejado en la puerta de cristal de uno de ellos a
alguien que se ha detenido detrás mía y me toca en el hombro. ¿Es a
mí? “Me temo que se le ha olvidado pagar un cosita.” ¿Olvidado yo?
“Acompáñeme, por favor...” Viste una chaqueta hortera. Por el pinga-
nillo de la oreja alguien ha debido chivarse. En un cuarto cuya puerta
cierra tras de sí espera sentado otro hombre: “Sácate las cosas de los
bolsillos”. Examinan la cinta, las gafas de sol. “Las gafas son mías”,
afirmo sin convicción; a lo mejor también las he robado sin darme
cuenta. “En el fichero no está”, afirma uno. “¿Es la primera vez?”,
pregunta otro. “Sí”, contesto yo. “A la próxima se lo comunicamos a
tus padres...” El que está sentado rellena una ficha con mis datos, ter-
mina y saca un billete de la cartera: “Ten, pasa por caja”, le ordena al
de la chaqueta hortera. A mí me devuelve la cartera. Salimos. “Enten-
demos que has caído en la tentación, que no lo tienes por costumbre.”
Pasamos por caja. “Cóbrate esto”, le dice mi acompañante al depen-
diente, haciéndole entrega del dinero y la cinta... En verdad te cotizas,
Neil Peart cabrón... ¿Cómo? ¿Mi madre ha terminado ya? ¿Es posi-
ble? Sí que tiene claro mi behaviour problem, a mí me queda más de

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la mitad. Son, a ver... ciento cincuenta..., y voy por la... setenta y tres:
Roba en compañía de otros... ¿Cuenta el semáforo?... Me ayudaron
Nordi y Fali. Recuerdo esa isla de lucidez en medio del océano de la
noche. Ahora el semáforo está bien guardado en el armario de mi
cuarto, como una reliquia, bajo llave, escondida dentro de la carcasa
de una película de vídeo, y esta disimulada en la repisa junto a las
otras. No me fío de mi madre. Acordamos que no entraría en mi habi-
tación, que respetaría mi intimidad, pero he notado cambios impercep-
tibles producto, seguro, de un cuidadoso registro en mi ausencia. Pe-
queñas trampas me lo han confirmado, minúsculos papelitos que he
colocado en los intersticios de algunos cajones. ¿Qué iba buscando?
Pues qué va a ser: el tabaco; o lo que es peor: el costo. Lo siento. No
lo va a encontrar. No lo va a encontrar porque lo llevo siempre enci-
ma. Además, nunca lo ha visto, no sabe qué aspecto tiene, no sabe si
ocupa mucho espacio, no imagina que pueda llevarse fácilmente en-
cima y, como no lo imagina, no lo busca. Sí; pero sólo faltaba que
buscando la India encontrara América. Menudo susto se llevaría si
descubriera el semáforo. Claro que, si se aviniera a razones, le expli-
caría, qué sé yo..., que lo había hallado de casualidad, tal como un
submarinista aficionado halla un ánfora antigua y se la queda, aun
cometiendo un expolio, lo que no le impide exhibirla ante los amigos.
El semáforo, lo mismo. Lo encontré de casualidad mientras buceaba
en la noche, era una reliquia que no podía ignorar y la cogí por si,
además, nos apetecía exhibirla a los amigos, exponerla en el salón, en-
cima del televisor, donde, entre otros, la Cloti pudiera admirarla... Por
tanto, la respuesta es la A. Setenta y cuatro: Se rodea de malas com-
pañías. Mi madre habrá señalado aquí la C. No estoy de acuerdo. La
A... ¿Qué conclusiones extraerá el psicólogo cuando compare los re-
sultados y vea que no coinciden, que el concepto que tiene mi madre
de mí en nada se parece a como yo me veo? La principal: que no nos
llevamos bien. Vale, tío: ¿y para eso tanto diploma?... Setenta y cinco
(ya estoy en la mitad): No soporta la espera, lo quiere todo al momen-
to... ¿Qué le estará contando mi madre? Han bajado la voz y entorna-
do la puerta. Le veo media espalda a través del vano de la puerta. Al-
gunos retazos de frases llegan hasta mis oídos: No puede abandonar
el..., tampoco dejar de..., al menos lo uno o lo otro..., No logro hacerle
entender..., perder el tiempo..., en un holgazán o cosa peor..., Formar-
se para ser útil el día de mañana..., respetar las normas de la casa...,
acatar una disciplina..., unas pautas de convivencia..., ni fumar en

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cualquier parte..., Loca con el dinero..., una cartilla..., por su bien...,
ahorrar..., en vez de gastarlo en..., Debería... (ahora es él quien
habla)... el diálogo..., algunas concesiones..., fumar en su habitación, a
cambio de..., o subir la cuota semanal, siempre que..., Propóngale, por
ejemplo..., Ya lo hice (ahora los dos), ¿Y?, Aceptó, pero..., continua-
mente..., lo quiere todo..., si le dices, te lo..., ¿Ha intentado...?, ¿A qué
se refiere?, A si..., Sí, y... en su habitación, sin salir, sin dirigirme la
palabra, el otro día por poco no..., por la ventana..., figúrese, qué
horror..., Insisto: lo mejor es que..., los dos deben..., importante pac-
tar..., ¿Qué cree que ha podido...?, ¿Quiere que le sea sincero?, Sí, por
favor, Es prematuro aventurarse, pero... una edad difícil, no obstan-
te..., en una sociedad de bienestar..., faltado nunca ningún capricho...,
se esforzó por..., así que ahora..., no acostumbrado a..., refugia en la...,
Lo sé, ¿Entiende?, Y, sin embargo, el hermano, la misma educación,
los mismos... y, en cambio, todo lo contrario, la noche y el día, jamás
lo hubiera intentado, No funcionan los mismos métodos en distintos...,
Basta que le diga..., para que..., A lo mejor..., Qué va, Entonces puede
que..., Más quisiera yo, ¿Y si...?, ¿Delante de usted?, Claro, Y
¿dónde?, Aquí, ¿Aquí?, ¿Dónde si no?, Pero ¿confía en su...?, Por
muy poca que tenga..., Muy poca, para..., si no, no viene..., Podemos
hacer la prueba ahora, ¿Ahora?, Sí, ¿por qué no?, ¿Confía usted en...?,
Yo arbitraré la..., deberán aceptar lo que yo..., tanto si es usted la
que..., como si es él, Por mí, vale, No es más que..., como le decía...,
la misma estrategia, solo que..., bien podía ser cualquier otro, Prefiero
que sea usted, Le va a costar un poquito más caro, Por mi hijo estoy
dispuesta a lo que sea, Entonces no se hable más, pasemos al interior
del gabinete...
¡Huy!; ya entran y aún me queda la mitad del test. Me doy prisa. Se-
tenta y seis: Repite como un loro lo que se le ha dicho. La A. Setenta y
siete: Siente que no puede tener éxito. La C. Setenta y ocho: Lento e
impreciso al hacer las cosas. La B. Setenta y nueve: No acaba las co-
sas, se... La B. Ochenta: Dificultad para... La A. Ochenta y uno... La
C. Ochenta y dos... La A.
– ¿Has terminado ya?
– ¿Perdón?
– Que si has terminado.
– No; aún no; me queda un poco.
– No importa; déjalo ya; entrégamelo. Gracias. Ahora sentaros los
dos aquí, tu madre y tú. A continuación vamos a hacer lo siguiente...

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¿Estaba tener que asistir a reuniones sociales entre lo pactado con el
psicólogo?
La Cloti debidamente apoltronada en la silla de tijera y apoya brazos,
la rígida tela manteniéndola cómoda y erguida a la vez. Es su silla
predilecta. Cada vez que viene a casa la solicita, que nadie se le ade-
lante y la ocupe, la considera reservada, como un asiento numerado de
tren: si es preciso exigirá la presencia del revisor (mi madre) para que
desaloje las posaderas usurpadoras. Al moverse, la tela cruje, y ya sa-
bemos a qué suena tal crujido. Claro que, nadie piensa que ha sido
eso, evocamos más bien la tirantez de unas amarras de barco atracado
en puerto. Seguramente le disgusta tener que oírlo, pone mucho cui-
dado en disimularlo cada vez que recula, lo hace despacito, impri-
miendo un serpenteo coordinado de nalgas, esqueleto y corsé. Eso al
principio, claro, cuando todavía no se ha metido en la conversación,
luego se olvida y aquello canta como una traca festera. A nadie distrae
ya, pues no hay napia que corrobore el efluvio pestífero. Sin embargo,
a mí me parece que, aprovechando la algarabía de la tela, algún pedo
deja escapar, pues en el sótano de su estómago deben burbujear sopas
medicamentosas que necesitan expansión. Reconozco, no obstante,
que, cuando a la conclusión de una de estas visitas he inspeccionado
secretamente la silla, no he hallado restos odoríferos.
En el sofá biplaza están Jorge, en el lado más próximo a la Cloti, y
Miranda, en el lado opuesto. El abnegado esposo no deja de vigilar
cualquier eventual necesidad de su cónyuge: acercarle la infusión, ele-
girle una pasta, corroborar la apología de su sufrimiento... No veo que
sea tan bueno como ella asegura, salvo en la medida en que alcance a
ser bueno un siervo armado de infinita paciencia. El rostro labrado en
una silenciosa y crónica sumisión y el níveo cabello coronándole la
testa como un aura, contribuyen a un aire beatífico, así como la voz
suave y mansa. La Cloti le atribuye una recalcitrante torpeza, que sus
amorosos reproches se encargan de señalar, por si hay presente algún
descreído, torpeza que se aprecia fuera del influjo de ella, debido a la
costumbre inculcada de ser exhaustivo. Allá en la cocina, mientras mi
madre preparaba la merienda, después de aparcada la esposa en la si-
lla, se empeñaba en una determinada taza, la cual, después de ceder mi
madre, fue rechazada por la Cloti, dado el carácter informal del en-

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cuentro. En estos casos, no le importa ponerlo en evidencia, enten-
diendo que es la manera espontánea de manifestarse una relación
ejemplar. Está claro, además, que a él no le parece que viva tiranizado.
Miranda es la esposa del psicólogo. Tiene una nariz ambigua, no
acaba de curvarse lo suficiente como para afearle el rostro. En su aire
melancólico adivinamos la tristeza del engaño, o desengaño, sufrido,
así como en la leve sonrisa grotesca, fruto de una ligera contracción de
los músculos de la boca. Padece, además, un severo atontamiento a
raíz del golpe sufrido: Se fue con otra..., parece querer recordarnos, Se
fue con otra..., nos repite su sonrisa estulta... Reposa en su regazo un
perrito faldero. Es tan pequeño, peludo y amorfo, que se confunde con
un cojín afelpado. La Cloti le aconsejó que lo comprara, le distraería,
le haría compañía, mitigaría su desconsuelo, colmaría su necesidad de
cariño, no sé si también otras necesidades. Vela ella por su amiga, se
siente responsable de sostener su buen ánimo; así le ocurre a quien
constantemente se precia de tenerlo de sobra, venciendo peores pade-
cimientos. Entre las estrategias para el olvido y la superación también
le ha sugerido la de acudir a merendar a casa de otras amigas.
Si el Cara Haba está presente es porque aguardamos la llegada de la
Flaca y sus padres. La Cloti sugirió a mi madre que los invitara, desea
elogiar sus virtudes musicales más serenamente, fuera de las apreturas
posconcierto. Y, por favor, que se traiga el violín, cuánto le agradaría
que los deleitase, sobre todo en presencia de Miranda, quien: Ya sa-
bes, No ha podido venir a los últimos conciertos por lo del marido,
Está bastante afectada, No quiere salir a ningún lado, Pero, descuida,
A merendar a tu casa sí irá, Ya me encargo yo...
Estaba segura de que la convencería porque consiguió que fuera a su
propia casa a merendar. La Cloti no suele recibir visitas, prefiere ser
ella la que acuda a casa de los demás, evita que la llamen gorrona ex-
plicando que le viene muy bien desplazarse, no apoltronarse, darle
movilidad a los huesos. El caso de Miranda era distinto, no tenía sen-
tido ir a su casa, era ella quien necesitaba salir, airearse, moverse,
combatir la amenaza de una depresión. Así que la invitó. Mas la falta
de costumbre le jugó una mala pasada: una bombilla, de las tres que
componen la lámpara del salón, se fundió en el trascurso de la me-
rienda, con tan mala suerte que, al ir el hacendoso Jorge, su Jorge, a
cambiarla: Es cosa de un momento, Vosotras seguir merendando, ¿Os
estorba la escalera?..., se percató la Cloti, horripilada, de que estaba
sucia, así como las otras dos, no fundidas. ¿Desde cuándo no les lim-

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piaban el polvo? Qué vergüenza. Y Miranda allí, dándose perfecta
cuenta de todo, disimulando cortésmente. Desde aquel día, se propuso
una pública disculpa, una explicación pormenorizada de lo sucedido,
así como brindar la seguridad de que no volvería a ocurrir. Miranda
podría ir a merendar de nuevo a su casa, y mi madre, también, claro
está, pues, aquella misma tarde, nada más partir su amiga, su Jorge,
aquí presente, sobrevoló con el trapo limpiapolvos todas las lámparas
del lugar.
– No tienes que disculparte ni dar explicaciones. Eso le ocurre a
cualquiera, un descuido así es lo más natural del mundo –le anima Mi-
randa.
– A lo mejor es que tú... Desde que te pasó lo de... ¿Cuánto hace que
no...? –indaga la Cloti.
– No quiero ni pensarlo. Ni me atrevo a subirme a una escalera para
mirar.
– Pero en tu caso es lógico. Habrás perdido el humor hasta para
abordar las labores domésticas más elementales.
– No es razón. No debería esperar a que una bombilla se fundiera en
un momento inoportuno y me pusiera en evidencia.
– Ya fue casualidad que ocurriera durante tu visita –interviene mi
madre–. Podía haberse fundido antes, dándole tiempo a Jorge a cam-
biarla y a limpiar el resto de lámparas.
– Eso mismo digo yo –apoya la Cloti–. A menudo es necesario con-
fiar en que tales percances ocurran en un momento oportuno. Si no, es
imposible preverlos todos. Cuando no una cosa, es otra. Una casa da
mucho trabajo, son muchos detalles a tener en cuenta.
– Además que, tú arrastras una preocupación nada trivial. Bastante
carga es ya, como para encima exigirte que no te pasen esas cosas –
recuerda Miranda.
– Gracias. Lo sobrellevo con la mayor dignidad y entereza posible.
– ¿Te desaparecieron ya las manchas en la piel? –pregunta mi madre.
– No me hables, hija. Pues resulta...
¿Estarán limpias de polvo nuestras bombillas? Miro al techo. Desde
aquí no se distingue. ¿Estará segura mi madre de no quedar en ridículo
si alguna se funde? Claro que, ahora es difícil que ocurra, porque están
apagadas, entra claridad suficiente por el ventanal de la terraza, la cor-
tina translúcida lo permite. La propia sombra de la lámpara puede ca-
muflar un polvo delator. Las tulipas, modernas, cilíndricas, recostadas,

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guardan el secreto, oculto a la espalda: ¿además de polvo, un cemente-
rio de mosquitos?
– Así pues, no creáis que tomo por capricho esta infusión. Lo hago
porque es compatible con cualquier tratamiento, y además me aporta
los mismos elementos.
– Parece mentira que una crema hidratante...
– Pues sí. Mucho me costó descubrirlo. Ten en cuenta que son mu-
chas las dolencias que sumo ya. Cuando por un lado un tratamiento
me favorece, por otro me perjudica. Al final has de hacer balance, so-
pesar los pros y los contras y decidirte a probar o no, aun corriendo el
riesgo.
– Podrías, sin tú saberlo, combinar una mezcla explosiva.
– Te diré: casi me mato por eso.
– Has pasado por tantas cosas, querida, que es admirable tu entereza.
– Gracias... Llega un momento en que no sabes qué es peor, si la en-
fermedad o las pastillas: la que es buena para la taquicardia no lo es
para la úlcera, la que...
– Pero, entonces, ¿las infusiones te han ayudado a suprimirlas todas?
– No, todas no. La que evita el rechazo de la médula, no. Ésa impide
que las propias defensas actúen en contra de tu beneficio, sería arries-
gadísimo suprimirla. No hay planta que la sustituya. Las demás, sí.
Por ejemplo, para la descalcificación, tomo extractos de bambú; para
las palpitaciones, espino albar; para la alergia, llatén mayor...
– ¿Y las tomas todas a la vez?
– A veces, sí. Incluyo varias bolsitas, una de cada cosa. Aquí no hay
peligro de incompatibilidades.
– ¿Habrá alguna para lo mío?
– No me lo había planteado, Miranda. Es una buena pregunta. Tiene
que haberla, creo yo. Lo consultaré. De todas formas, vuelvo a repetir-
te que...
¡Huy!; se me ha caído un trozo de pasta al ir a morderla, ha rodado
por la alfombra. ¿A dónde ha ido a parar? Ha dejado un reguero de
migajas, las picoteo. Aquí está. Pero parece más pequeño de lo que
era. A ver, ¿encaja bien en la parte que conservo en la mano? He de
sumar el trozo que tengo en la boca; imaginariamente, claro, no voy a
sacármelo. Me parece que no reconstruyo la pasta al completo, algún
pedazo ha de quedar por el suelo. Vuelvo a mirar... Si mi hermano
apartara un poquito los pies. Pero ¿qué hace? ¡Que me va a pisar!...
No, ahí no... ¿Y bajo la falda de la mesa? No lo creo; hasta allí no ha

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podido rodar, le pilla lejos. Además, habría dejado un rastro a su paso.
¿Estoy seguro de que me falta un trozo para completar la pasta? Vuel-
vo a encajar el que he rescatado con el que ha resistido en mi mano.
Nanai. Ha ocurrido todo tan deprisa: no he visto la trayectoria seguida,
no sé en cuántos pedazos se ha dividido. Hasta el sillón de mi madre
no ha podido llegar. Imposible, necesitaría patas. ¿He mirado bajo mi
butaca?
– Pues yo sí creo que debe tener culpa.
– Te digo que no, Miranda. No hay hombre que se resista a un
bombón, nosotras deberíamos saberlo. Y aquella, además, ha actuado
con cálculo, es una arpía, seguro.
– Debería haber significado para él lo bastante como para poder con-
tenerse.
– Y lo significas. Solo que aquella ha aprovechado su juventud. A los
hombres acaba abrumándoles la vejez, cualquiera sin miramientos los
engatusa a esa edad.
– ¿Crees que a Jorge lo engatusaría?
– Ejem... Jorge no es tan buen partido como Miguel Angel, dudo que
se fijaran en él.
– Eso es eludir la respuesta. Deja que Jorge conteste.
– Contesta, Jorge.
– Yo nunca me separaré de ti, cariño, tú no lo permitirías.
– Eres un encanto.
– Pero no le podía retener todo el tiempo. No le podía vigilar mien-
tras trabajaba. Le di un retrato mío, enmarcado y todo, para colocarlo
en la mesa de despacho. Así quedaba frente a él, recordándole mi per-
sona en todo momento. Cualquier pensamiento infiel sucumbiría a la
vista del retrato. Claro que, podía esconderlo en un cajón cuando le
conviniese. Las veces que fui allí, lo vi en la mesa, pero, ¿y si lo ocul-
taba al marcharme? Es lo más seguro. No creo que delante de él se
atreviera a... Le remordería la conciencia, ¿no creéis? O puede que no.
A lo mejor no sólo no le impedía hacer manitas, sino que le estimula-
ba hacerlas ante el retrato, para regodearse. Ahora pongo en duda to-
do. Incluso que cuando me trataba con mimo no estuviera disimulan-
do, para no despertar sospechas.
– No, mujer. Insistes en retorcer las cosas. Vuestro matrimonio iba
bien, él era sincero en la medida en que se puede ser sincero a nuestra
edad, respetando, además, y por encima de todo, la intimidad de las

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pacientes que acuden a su consulta. Pues es un gran profesional, de
eso no hay duda. Te repito que fue ella quien le tentó, quien...
– A lo mejor, si yo hubiera estado enferma como tú, se habría visto
forzado a permanecer a mi lado, como Jorge. Ninguna oportunidad se
le habría presentado. Claro que, así no tendría mérito. Hombre que ca-
yese en la tentación si se le presentase, hombre que no merecería la
pena.
– Pero te digo que es lo más natural del mundo, aunque no por eso se
le deba perdonar. Al menos has de comprender que mucha culpa tiene
la desvergonzada que se le ofrece sin escrúpulos, aun a sabiendas de
que está casado. Por eso es fundamental no confiarse, vigilarlo, no por
él, sino por quien pueda acercársele y con qué intenciones. Ahora
bien, quítate de la cabeza desear haber caído enferma como yo para
retenerlo. No lo consiento. Nadie debería pasar por el calvario que yo
estoy pasando. Esas insensatas ideas se te ocurren por alimentar en
exceso tu propio pesar. Está bien que saques el tema a relucir, si así te
descargas; pero deja de darle más vueltas, si no quieres enfermar de
verdad. A propósito; cambiando de asunto. Voy a mostraros un regalo
que he traído. Pensaba sacarlo cuando los otros llegaran, pero como
tardan...
¿Se considerará adulterio acudir a una prostituta? En ese caso no hay
idilio, no hay romance, no hay traición a los propios sentimientos. El
marido sigue siendo fiel a la esposa, no proyecta abandonarla por otra,
la cuidará en caso de enfermedad. No se trata más que de recurrir a los
servicios de una profesional (¿no hay quien recurre a los servicios de
un psicólogo?). La esposa debería sugerirlo de vez en cuando. A lo
mejor así, el psicólogo no se habría distraído con una jovencita duran-
te las consultas.
– Te habrá costado carísimo.
– Ella se lo merece.
– Si es circonita auténtica la habrán traído de la India.
– Eso me han asegurado.
– ¿No es jacinto?
– El jacinto es una variedad de otro color: rojo-amarillo.
– ¿De cuántos quilates es el oro?
– De dieciocho. De veinticuatro es casi imposible encontrarlo.
– Podíamos haberlo comprado a medias. Así no te hubiera resultado
tan caro.

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– Te repito que ella se lo merece. Además, la joyería me hace un pre-
cio especial, soy cliente desde hace tiempo. Este broche-camafeo del
pecho lo compré allí también.
– Qué bien te queda. Hace juego con el vestido.
– Si alguna vez queréis algo, me lo decís, y os lo encargo.
– ¿Y no será excesivo para ella? Me explico: ¿no la hará demasiado
mayor?
– La hará más atractiva. Sobre todo en las recepciones a las que haya
de acudir cuando crezca su fama. En todo caso, aquí está el novio para
darnos su parecer. ¿Qué opinas? ¿Le gustará?
Mi hermano se azara contemplando la joya. A mí me parece que en
el mercado negro darían bastante por ella. Con lo que cuesta liquidaba
yo las trampas, y hasta me marcaba un vacilón como los de Fredi. Sí;
claro que asientes; no vas a decir que no, cara de haba estreñida.
– Sería ideal para la pedida –propone Miranda.
– ¡Qué excelente idea me acabas de dar! –ojo a las ideas de la Cloti–.
Regálasela tú cuando llegue. ¡Utilízala para pedirla! –lo que faltaba
para que a mi hermano se le pusiera la cara roja como el culo de un
macaco–. Ya lleváis bastantes años de novios. Jorge y yo estuvimos
muchos menos. ¿Cuántos, Jorge?... ¿A qué esperáis? Hay que decidir-
se. Igual yo ya no vivo como dejéis pasar más tiempo.
– No digas eso, mujer –le amonesta Jorge.
– Aún vivirás muchos años –apoya Miranda. A la Cloti le encanta
provocar estos piadosos ánimos.
– Si es la verdad... Hazlo por mí. Sonia aceptará nada más por la ilu-
sión que me hace.
– Pero, ¿cómo se van a comprometer sólo porque a ti te haga ilusión?
– No me contradigas, Jorge. Pues claro que sí. Se lo propongo como
acicate. Ya se entiende que lo importante es que se quieran. Pero eso
ya lo sabemos: salta a la vista cuando están juntos.
– Aun así...
– Ya me está doliendo la espalda. Calla, por favor, no sigas. ¿Me pa-
sas aquel cojín, Miranda?
El perrito se despereza al moverse la dueña. De un salto aterriza en la
alfombra y, perezosamente, siguiendo un movimiento reflejo, olisquea
a su alrededor. El olor a pies enmascara el de un posible bocado, de
ahí que se aleje de aquellos que tiene cerca. La correa da de sí hasta
las inmediaciones de la mesa, en cuyas intimidades, bajo la falda, algo
le atrae. ¡Ahí va!, es el trozo de pasta que se me cayó, el que me falta-

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ba. Sí que ha ido a parar lejos. ¿Lograré alcanzarlo antes de que...?
Buen provecho, felpudo con patas.
– Es un gesto muy generoso por tu parte, pero...
Mi madre echa un cable a mi hermano, una vez encajado el cojín en
la espalda encorsetada y antes de que vuelva a insistir. Lo hace por
cortesía y por tranquilizar a mi hermano, no porque no le apetezca que
se decida de una vez. Al contrario: está deseándolo. En el fondo cele-
bra los sondeos de sus amigas, ella por sí sola no se atreve a preguntar,
no quiere influir en tan trascendental decisión. Ya se sabe que, si una
madre pregunta, es que le urge. Porque no está enferma como la Cloti;
porque su cuota de tiempo de vida aún no está agotada y nada hace
pensar que se agote en los próximos años, que si no, ya veríamos si se
agarraba a aquel chantaje tan propiamente maternal.
– Como quieras. Aunque no te noto muy convencida. Por si acaso,
puedes guardarla para que Javier se la regale algún otro día, sin nadie
presente que le cohiba, si es que te parece que pueda ser inminente.
Supongo que albergas un sentimiento contradictorio propio de madre.
No alcanzo a comprenderlo. Ya sabes que Jorge y yo no pudimos...
Es un buen momento para fumarme un cigarro en el cuarto de baño.
A través de la puerta me llega vagamente la conversación. La Cloti
vuelve a recordar que no pudo tener hijos porque tal y cual; que, en
los tiempos actuales, con lo que ha avanzado la ciencia, sí que tal y
cual; que Jorge habría sido un buen padre porque le gustan mucho los
tal y cual; que los sobrinos nunca la visitan y nosotros y la Flaca so-
mos para ella como sus tal y cual; que con los hijos de Miranda ha te-
nido menos roce y tal y cual.
Es curioso cómo el humo sigue el camino de la ventana. No elige pa-
ra escapar la ranura bajo la puerta, invadiendo la casa, toma el camino
de la calle. Aunque sople en dirección contraria, vuela por el espacio
hasta llegar allí. Conoce el camino como esas aves que orientan el
vuelo hacia el sur o esas ballenas que nadan hasta la bahía propicia
donde procrear. Un conocimiento innato, una brújula biológica, las
guía. Guía al humo hacia la salida, no hacia un cepo interior, donde
quedaría sepultado. Una cosa cabría achacarle y es que hace el camino
demasiado despacio. La amenaza de la que huye puede echársele en-
cima como se descuide. Junto a la brújula biológica debía tener un re-
loj biológico que le apremiase, que le recordase su retraso. Salvo que
cuente con algún agente externo: un viento favorable, una corriente
propicia, un abaniqueo del aire con las manos... Interesante metáfora

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para aplicármela. ¿Existirá un conocimiento innato que me guíe hacia
el sur de mi estío, hacia la bahía de mi nacimiento, hacia la ventana de
mi libertad?
No sé por qué me he bajado los pantalones si sólo he venido a fumar.
Será porque uno ha de disimular hasta delante de sí mismo. O porque
sospecha ojos agazapados, cámaras y micrófonos ocultos dentro de los
grifos y detrás de los espejos. Hay que engañar a los espías imagina-
rios. Tampoco veo que tenga que permanecer sentado en la taza del
váter, además de que, acaban doliéndome los muslos. Todo es frío
aquí dentro, quizá ello contribuya a tomar precauciones. El blindaje de
baldosas es desolador, apantalla un escondrijo expresamente concebi-
do para proteger al mundo de nuestras execrables necesidades fisioló-
gicas, el reducto a donde la propia casa nos deporta para salvaguardar
su honor. Aquí reinan las condiciones idóneas para realizar una co-
rrecta transición hacia la normalidad. Antes de cualquier destino, de
ida o de vuelta, hay que pasar por aquí, como si fuera por una de esas
cámaras presurizadas de las naves espaciales. De esta cápsula nodriza
emergemos al mundo. Desde aquí, si nos asomamos a la ventana, el
paisaje aparece distante, a la par que nos sentimos señores, a salvo del
nervioso trajín que lo inunda. La misma calle observada desde un
dormitorio es distinta. Aquí, pese a la distancia, estás casi transitando
por ella. Como te descuides cualquier viandante se tropieza contigo o
un coche te atropella. Y lo haces en una actitud vergonzosa: con los
pantalones bajados, cosa que, admirablemente, no provoca ninguna
reacción, nadie avisa a los loqueros para que te lleven. No deben ser
de cristal las baldosas. Tampoco hay una puerta principal por la que
hayas salido: el cuarto de baño no la tiene, todas las puertas de los
cuartos de baño son puertas traseras, dan a la normalidad por el lado
de la servidumbre. ¿Y la acústica? Sorprendente. Todos los auditorios
debían alicatarlos. Contribuye a aproximar la calle. El trasiego no es
sólo una viñeta con marco de madera: las amas de casa van a la com-
pra por debajo del lavabo, los funcionarios toman café en la bañera,
los autobuses aparcan en los sumideros, las motos se saltan los grifos.
Esta cámara de resonancia recoge todo: desde la radiación de fondo
del universo hasta la conversación de la Cloti.
¿Por dónde irá? Pego el oído a la puerta: “Mano dura es lo que nece-
sita, nada de contemplaciones, respeto a las normas, firmeza en los
castigos. Si no, a la calle. Que descubra la vida por sí mismo, que se
labre un futuro por sí solo, sin ayuda, sin recursos. Así hasta que eche

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de menos las ventajas de que disfrutaba, la comodidad del hogar, el
amparo de la madre. Tienes que actuar así, Mariloli, si no te desqui-
ciará, te...”. Parece acalorada. ¿A quién se referirá? ¿A mi hermano?
Ja, ja. Cuántas madres tiene uno. Cuántas se arrogan un sentimiento
maternal. ¿Con qué derecho? Bueno; puede que alguno tengan; solo
que, llegado a cierta edad, extrañas esa potestad, a lo mejor, porque no
se las puede querer u odiar a todas a la vez y con la misma intensidad.
Sus tardes se pasaría cuidándonos a mi hermano y a mí para que mi
madre pudiera atender otros quehaceres. De su señor esposo recuerdo
que un verano lo dedicó a enseñarnos a nadar; diría más bien, a flotar
sobre un agua caldosa de piscina. Hará un año se propuso enseñarnos
a conducir y el intento se redujo a unas pocas sesiones, las cuales, no
obstante, reconozco que las disfruté. Me sorprendió mi propia destreza
al volante: guiaba bien el vehículo, aunque me fallara la coordinación
en el cambio de marchas y los pedales. Mi hermano resultó más torpe:
cogía el volante como si enfrente tuviera un grupo de negros armados
con bates de béisbol. El resto de sus ensayos paternomaternales con-
viven desdibujados en mi memoria. En todo caso, mi madre no andaba
lejos como para no asumir su papel con total responsabilidad.
¿Tiro la colilla al váter o por la ventana? De la cisterna voy a halar
de todas formas: no puedo salir sin que el estruendo anuncie el final
de mi retiro. Suelen ser refractarias a sumergirse; no sé cómo lo hacen,
pero sobrenadan la turbulencia, aflorando con una insolencia aplastan-
te. Los piragüistas debían estudiar esa tenaz resistencia por si cabe
aplicarla en los rápidos de los ríos. Si no desaparece a la primera de-
beré halar una segunda vez, lo que despertaría sospechas, o meter la
mano en la taza y rescatarla para, esta vez sí, arrojarla, empapada, por
la ventana.
Aún queda un resto de humo. Es necesario que desaparezca todo.
Más difícil es anular el olor a tabaco. Ni siquiera queda enmascarado
por la fragancia que debería impregnar el espacio si hubiera hecho lo
que se supone he venido a hacer. Confiaré en los ambientadores nafta-
linosos, aun siendo tardos en imponerse.
Ahora que observo con atención el paquete de tabaco, ¿dónde está la
piedra que guardaba? Como se me haya caído... Mira bien alrededor
del váter, capullo; en los bolsillos del pantalón; en la cartera... No apa-
rece por ningún lado. Maldita sea. ¿No se me habrá caído en el salón?
Como la encuentren... He de volver cuanto antes. Rápido... La colilla:

68
por la ventana... Halo de la cisterna... Los pantalones: súbetelos. ¿Sal-
go ya? No: espera a que se calle la cisterna. Ya casi está. Vamos.
– Qué modesto eres. Pues claro que seríais capaces de interpretarla.
Seguro que entre vosotros existe una compenetración especial que ne-
cesariamente ha de manifestarse en la música. No digo que no os exi-
giese horas de ensayo. Pero acabaríais por...
Tiene que estar alrededor de la butaca o en la butaca misma. Quizás
mientras antes buscaba el trozo de pasta, se me cayó.
– ¿Y no les sería más fácil interpretar otra sonata?
– Pues, claro, Miranda, qué cosas tienes. Pero es que la Sonata a
Kreutzer es mi favorita. No querrás que les pida cualquier cosa. Sería
fascinante verlos a los dos interpretarla.
– Tengo entendido que el tercer movimiento pertenecía a otra sonata
y luego la encajó en esta.
– Maravillas de la música. Era una tarantela huérfana hasta que con-
cibió los movimientos precedentes. Esa pieza extraviada hermoseaba
más el paisaje al que desde el principio debió pertenecer. Ni el mismo
Beethoven dio crédito a aquel hallazgo.
– ¿Y no será que la prisa por tener que despachar la obra en la fecha
prevista le obligó a...?
En la butaca no está. Para buscar en las inmediaciones será mejor
que me siente; voy a dar el cante como siga mirando sin disimulo.
Tanteo la alfombra bajo la butaca, entre las patas. A ver, del bolsillo
del pantalón pudo ir a parar a...
– Con prisa o sin ella, aquel ensamblaje, digámoslo así, resultó mila-
groso, y el mismo Beethoven se percató de ello conforme el público lo
celebró y los violinistas se disputaron interpretarla posteriormente.
– Pues el famoso Kreutzer nunca quiso tocarla. Fue otro quien la es-
trenó. Aseguró que aquella obra era una locura.
– Todo prestigioso violinista muestra sus reparos a la hora de abordar
una obra genial. Ya ha asimilado un repertorio que lo identifica, sien-
do reacio a arriesgarse con algo nuevo. Por eso las jóvenes promesas
son tan importantes. Nada tienen que perder con embarcarse en pro-
yectos innovadores. Por eso Sonia debería... ¿Qué le pasa a Cuqui,
Miranda? ¿Por qué estornuda?
Ahí va, el chucho se la ha zampado, la está expulsando por la boca.
Acércate con disimulo, que parezca que vas en su auxilio, todavía
estás a tiempo de recuperarla.
– No son estornudos.

69
– Si está resfriado, manténlo a distancia, por favor, no sea que me
contagie. Sólo me faltaba acatarrarme. Cada estornudo me haría sufrir
lo indecible tratando de evitar que me doliesen los huesos.
– Los catarros de los animales no se pegan a las personas, Clotilde.
Además, son toses, no estornudos. Está regurgitando algo que ha de-
bido sentarle mal.
– ¿Qué es, Fernando? ¿Qué ha expulsado por la boca?
Llaman al timbre de la puerta. Me ha salvado.
– ¡Ya están aquí! ¡Ya han llegado! Corramos a recibirlos.
– Eso, corramos. Jorge: ayúdame a levantarme y a dirigirme hasta la
entrada. Con cuidado, con cuidado.... Ojalá haya traído el violín.

70
Lo está pensando. ¿Habré sido convincente? Frunce el ceño, desvía
la mirada, la pasea por el salón, la detiene en el mueble frontal. Todo
poblado de cristales y porcelana, ningún libro. ¿Encajará la enciclope-
dia médica que le he propuesto?
Tras un par de sesiones instructivas, me ha quedado claro que el
vendedor no ha de perder tiempo, aunque le brinde al cliente todo el
necesario para pensárselo. Si le insinúa que puede volver otro día, es
sólo por que no se sienta apremiado, confía en que no se le ocurra
aceptar.
El vendedor acciona un cronómetro interior nada más encarar al
cliente. Con él controla la duración aproximada de cada fase (ahora
está en la decisiva), el momento propicio para pasar a la siguiente, sin
que se note. Las transiciones han de ser naturales, imperceptibles, in-
cluso esperadas. Empieza proponiéndole el envío mensual de un folle-
to publicitario completamente gratuito y acaba recogiendo un formula-
rio con los datos personales en donde figura la cuenta corriente en la
que se le cargará periódicamente la cuota. Era lo más natural, sobre
todo después de haberle convencido de que aquella curiosidad irrele-
vante que le mostraba a la puerta de su casa ha resultado ser de una
utilidad crucial. Le remordería la conciencia renunciar ahora a ella,
sería mezquino y egoísta poner reparos atendiendo a la poca holgura
de su bolsillo, atentaría contra la propia familia privarla de los benefi-
cios que ha de reportarle. Ha sido poco menos que un designio divino
asomar por su casa, a pesar de haber sido recibido con la natural dis-
plicencia de quien está atrapado en la rutina y no imagina que se la ha
abierto a un mensajero de la felicidad. Es evidente que nunca había
pensado que aquello fuera tan importante. Más bien sospechó que
había detrás un escondido interés, de ahí que, instintivamente, sin de-
jar de mostrarse educado, lo cual es ya mucha deferencia en este ofi-
cio, respondiera al principio negando con la cabeza. Afortunadamente,
oyó bien lo de completamente gratuito, y claro, si estaba dispuesto a
considerarse merecedor de un envío tal, lo menos que podía hacer era
permitirle la entrada para tomar la dirección apoyándose en la mesa
del salón, además de atender al resto del discurso. Bastó luego advertir
un resquicio en el blindaje de su reticencia para abordarlo por ahí y
arrojar una luz sobre sus legañosos ojos:

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“¿Cómo? ¿Qué nunca se ha parado a pensar en...? Pero usted alguna
vez oyó hablar de... Solo que pensó que aquello le restaría tiempo pa-
ra... Sin embargo usted dispone al día de unas horas de ocio, ¿verdad?
¿Y a qué las dedica? ¿A eso? ¿Y cree que merece la pena? Le distra-
erá, le olvidará de sus problemas, de acuerdo; pero no es nada prove-
choso. Incluso le dejará un regusto de amargura al acabar, fruto de la
sensación de haber estado perdiendo el tiempo. Con que sólo a veces.
Porque ya se ha acostumbrado a lo cómodo. Porque no le exige
ningún esfuerzo apoltronarse en el sillón delante de la pantalla. Sin
embargo es fuente de discordia, no me lo negará. Cuando cada cuál
quiere ver una cadena distinta, ¿qué ocurre? Ah; que en su casa se ve
lo que a usted le da la gana. De acuerdo; pero ya no es lo mismo, ya se
siente incómodo tras la disputa, ya no atiende tranquilo a la programa-
ción... Hágame caso: apáguelo de vez en cuando, dé una oportunidad
a..., inculque a los suyos la costumbre de... Verá cómo lo agradece.
Verá cómo se lo agradecen. Sentirá que aprovecha el tiempo, que cul-
tiva su espíritu, que acrece su cultura. No sólo evitará discordias, sino
que alentará conversaciones interesantes, serenas, saludables. Y no
crea que le cansará, que le exigirá mucho esfuerzo. Al principio, un
poco, puede ser; pero sólo hasta adquirir soltura, hasta familiarizarse
con un vocabulario más exquisito, hasta engancharse a la íntima frui-
ción que produce. A partir de entonces le apremiará dedicarse a ello
todo el tiempo, no sólo durante las horas de ocio. Aprovechará los
descansos en el trabajo, los desplazamientos, las esperas. Llevará
siempre uno consigo, y echará mano de él cada vez que surja un con-
tratiempo. Casi deseará que ocurra uno para poder pararse a devorarlo.
Quienes le rodeen admirarán su serena y provechosa forma de sobre-
llevarlo. Todos andarán nerviosos, aguardando el restablecimiento de
la normalidad, habrá hasta quien sufra un ataque de histerismo, mien-
tras usted permanece tranquilo, enfrascado en la lectura. Cuentan que
Arquímedes no se enteró de que lo mataban debido a que estaba ab-
sorto leyendo uno. ¿O fue Séneca? No lo recuerdo. ¿Ve cómo necesi-
tamos instruirnos, disponer de donde podamos consultar esta clase de
dudas? No me dirá que los niños no le han puesto en un aprieto más
de una vez. ¿Verdad que preguntan los mocosos? Por eso, aparte de
recibir el folleto completamente gratuito con el compromiso de adqui-
rir un libro al mes como mínimo, le vendrá muy bien una enciclope-
dia. Ojo; no cualquier enciclopedia. Tampoco es necesario una super-
lujosa como las expuestas en los grandes almacenes, encarecidas por

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la encuadernación. No es que a nosotros nos de igual cualquier encua-
dernación, solo que hacemos más hincapié en el contenido, en la cla-
ridad, en unas buenas ilustraciones...; en que sea manejable, no como
esos lomos que si te descuidas te dislocas una muñeca...; en que sea
asequible, no como esos mamotretos que convierten las consultas en
un laberíntico y desesperado peregrinaje...; y en que, sobre todo, esté
actualizada: nada de que a los dos meses le envíen un volumen adicio-
nal, que encima ni le cabrá en la repisa junto a los otros. Vea esta que
muestra el folleto: forrada de tafilete y grabada en oro; un equilibrio
perfecto entre la presentación y el contenido. No quede más en ridícu-
lo ante los niños, ya sabe que vuelven de la escuela ávidos de conoci-
mientos, abrúmeles usted con ellos, verá cómo le premian con unas
notazas al final del curso. Abarca todas las ramas del saber: la historia,
la ciencia, la literatura... No reste importancia a sus dudas, es impor-
tante resolverlas: quién se tropezó América por primera vez, quién dio
una vuelta al mundo, cuándo descubrió Einstein la penicilina, cómo
inventó Fleming la bombilla, qué inspiró a Edison “Luces de Bo-
hemia”, dónde está el valle Inclán, en qué revista publicó Colón la re-
latividad de los viajes, cómo Elcano chocó contra un iceberg y hundió
el Titanic... Claro que, si quiere centrarse en uno de aquellos saberes
hay enciclopedias ex profeso. Mire esta de aquí. Es de medicina. Mu-
chas visitas innecesarias se ahorrará al médico si la adquiere. Muchos
sinsabores, malestares, esperas, estrés, recrudecimiento del dolor, me-
dicación excesiva e incompatible, evitará con sólo acercarse a la estan-
tería. Ojo; no es que sustituya al médico, ni mucho menos. Pero es un
complemento ideal, que, como ya digo, le evitará visitas innecesarias,
con el consiguiente perjuicio para su persona y el perfecto funciona-
miento de la seguridad social. La incertidumbre acerca de tal o cual
síntoma quedará al punto resuelta o, cuando menos, cercada, y, aun-
que a la sazón deba realizar la visita médica, no será lo mismo si usted
va preparado. El médico aprecia estos detalles, ¿sabe? Adivina ense-
guida a qué clase de persona se dirige, si es consciente del mal que
padece, si lo es de los remedios que existen y los pronósticos que se
barajan. De usted depende colaborar o no en el tratamiento que ha de
recibir. La enciclopedia le ayudará a perfilar síntomas, a descartar en-
fermedades, a afrontarlas caso de que contraiga alguna, nadie lo quie-
ra. Pues tras comunicársela el médico, precisará de un tiempo de asi-
milación, de reflexión, de confrontación de la información recibida,
para lo cual, la enciclopedia le será muy útil. Descuide del lenguaje,

73
no lo tema, evita los tecnicismos, aunque, ya se sabe, esto es imposi-
ble del todo. Le acercará a la comprensión cabal del problema. Allá
donde el doctor le dejó aturdido tras el fatal anuncio y preso de un te-
mor infundado al no haberle dado tiempo a asimilar serenamente
cuanto le explicó para tranquilizarlo, sin alarmismos ni dramas, con
belleza incluso, la enciclopedia le dará perfecta cuenta de todo. Con
belleza incluso, porque hasta un cáncer, por poner un ejemplo, mirado
al trasluz de la ciencia médica, resulta un hecho admirable. ¿Acaso no
cabe concebir una proliferación desordenada de células como el acu-
ciante entusiasmo de la naturaleza por manifestarse? Es como si las
aulas de la universidad se vieran abarrotadas de estudiantes y, satura-
das ya, a la siguiente avalancha se desmoronara el edificio. ¿Sería ello
malo? Pues no resultaría más que del deseo de muchos de aprender.
¿Sus hijos van a la universidad? No; aún son muy niños. Y por eso se
ponen malos cada dos por tres. ¿No ha pensado que podría sorprender-
le una emergencia y no estar preparado para afrontarla? Ya sabe lo
que tarda una ambulancia en acudir. Es un tiempo precioso durante el
cual no debería permanecer de brazos cruzados. De que usted socorra
al niño con acierto depende su vida, son unos minutos cruciales. La
enciclopedia contiene una sección dedicada a primeros auxilios, tan
clara y precisa que puede consultarla sobre la marcha. Siempre será
mejor haber practicado antes, claro, haberle dedicado unas sesiones,
haber ensayado con los niños, al modo como se simula un fuego y se
realiza una evacuación ordenada. Pero si la emergencia le sorprende,
no se apure, domínese, ármese de valor y sangre fría y corra a la enci-
clopedia, ábrala por la susodicha sección, siga la secuencia de ilustra-
ciones sobre el caso correspondiente y aguarde confiado a la ambulan-
cia, que estará a punto de llegar. No crea que es absurdo actuar así, re-
pare, por ejemplo, en los planos repartidos por los centros públicos,
cuyo trazo rojo señalando el camino por entre pasillos y salas en caso
de incendio, nadie deja de consultar aunque las llamas le estén la-
miendo el trasero. En situaciones así hay que dominar el pánico y de-
cidir fríamente la acción correcta, apoyándose para ello en el manual
apropiado, no fiándose de cualquiera, que en vez de salvar al niño
igual se lo carga. No haga más de lo preciso, no se exceda, lo justo pa-
ra mantenerlo con vida hasta que aparezca la ambulancia. ¿Cómo?
¿Qué todavía no ha llegado? Vuelva a telefonear, a insistir, pero esta
vez apoyando sus explicaciones con información precisa, gracias a
que previamente ha consultado la tabla-resumen que le remite al mal

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que sufre y el cuadro-síntesis que contiene el desarrollo pormenoriza-
do del mismo. Comprenderán que su caso es prioritario, que urge
atenderlo antes que al borracho de turno y aunque ello les obligue a
posponer la cena en el restaurante de costumbre. Que no es el típico
caso del familiar exagerado, sino de uno que ha comprendido perfec-
tamente lo delicado de la situación y, por eso, ya por teléfono, les ha
explicado con conocimiento de causa los detalles y las medidas que
está tomando. Además, así les evitará, en el momento que lleguen, an-
dar subiendo y bajando de la ambulancia al piso y del piso a la ambu-
lancia, pues ya de antemano habrán previsto el material a emplear,
gracias a la precisa información recibida. El propio médico quedará
admirado de lo oportuno de sus auxilios, de su anticipación, llegará
incluso a preguntarle si trabaja usted en la sanidad, más aún, si no es
usted médico. Figúrese. ¡Usted médico! Ja, ja. Usted, que ni siquiera
sabe que un canuto no es sólo lo que se fuman hoy los jóvenes sino
además un adminículo para hacer las oes, y todo porque nunca ha
comprado un libro, pensando que eso era malgastar el dinero. ¿Mal-
gastar el dinero? No será por los precios que nosotros le ofrecemos.
Auténticas gangas en comparación con el provecho que pueda sacar-
les. Y las facilidades de pago son inmejorables, la mensualidad no la
notará su bolsillo, desde el momento en que ahorrará luz, al permane-
cer el televisor apagado todo el tiempo. Las enciclopedias no tienen
gastos de envío. Recíbala mañana mismo sin compromiso y, si durante
el primer mes no le convence, nos la devuelve. Eso sí, le ruego no la
manosee en ese caso; las láminas a color son sensibles a la suciedad
de los dedos, y lo notaría el próximo comprador al que se la remitié-
semos. No tardan en aparecer, ¿sabe? Precisamente la enciclopedia
médica es uno de los artículos más vendidos, la gente sabe lo que
hace, en qué invierte. No está dispuesta a que un hijo sufra un percan-
ce y se le muera por no haber estado preparado. Usted no arriesgaría la
vida de su hijo por unos pocas perras, ¿verdad? No; no tiene pinta de
rasca; tampoco de pródigo; sencillamente sabe el mejor modo de em-
plear su dinero. Créame: no se arrepentirá, lo agradecerá siempre...
¿Que le gustaría consultarlo con su esposa? Lógico. Pero no crea que
ella va a reprocharle su inversión. Tenga presente que las madres son
las primeras en velar por la salud de sus hijos. ¿Ha dicho que está tra-
bajando? Admirable. Se sentirá orgulloso de ella, sin duda es una mu-
jer volcada en su familia, qué capacidad para llevarlo todo para ade-
lante: la compra, la comida, la limpieza..., está en todo, no se le pasa

75
nada. Los hombres es que somos unos negados para esas cosas. Ellas
poseen un don especial; por más que uno se empeñe, los resultados no
son los mismos. ¿Cuántas veces se le ha pegado el arroz? ¿Ve? Lo su-
yo es currar. Claro que, no tiene la culpa de que cerraran la fábrica.
Qué injusticia. Menos mal que le pagaron los retrasos y aún le dura el
paro. Sí; pero no basta; con eso no se sobrevive. Y a su edad, ¿dónde
encuentra otro trabajo? Y menos de lo suyo: está todo copado, los po-
cos huecos que había pronto los ocuparon sus antiguos compañeros...
Qué poca solidaridad. Nadie lo diría después de haberse manifestado
juntos codo con codo. Anda que se acordaron de usted. Si lo habrá
comentado veces en el bar... Buah; qué supone un vinito de vez en
cuando; no tiene la menor importancia. Además, a usted le fían, no
hay más que verle la cara de buena persona, sus hijos le querrán
muchísimo. Sería triste que por falta de previsión..., un día que ocu-
rriese un accidente doméstico..., no pudiera consultar la..., con el poco
sacrificio que le hubiera costado. Estoy seguro de que su mujer lo ce-
lebrará. Además, notará un cambio de actitud en usted. Notará que
abandona la dejadez que le dominaba desde que le despidieron, digo,
desde que cerraron la fábrica. Notará que destierra la holgazanería que
le embargaba y que no les deparaba más que amargas discusiones... Ni
le molestará como lo vea enfrascado en la lectura; al contrario, le
enorgullecerá su dedicación, su acierto al decidirse a aumentar sus co-
nocimientos y a cultivar su espíritu, sin importarle que a sus amigos
del bar le parezca una cursilada. Ya no le reprochará su torpeza en las
labores domésticas, no le exigirá la perfección que sólo ellas pueden
alcanzar, no dejará que friegue más los platos y barra la cocina, no le
ordenará que cuelgue el espejo del dormitorio o repare la cisterna del
cuarto de baño, respetará su nueva dedicación, no le distraerá sino con
mucho tacto y porque un imprevisto lo requiera. Es como cuando
arregla los juguetes de los niños. Anda que no le gusta verlo en tal
sazón. Qué paciencia demuestra, qué metódico es. Tiene las cualida-
des idóneas para ser un buen lector, un gran estudioso. Para eso nunca
es tarde, nunca es tarde para aprender. Y si conjuga dicha labor con su
experiencia, puede hasta convertirse en todo un sabio. Su mismo sem-
blante le cambiará, mudará esa expresión de panoli tristón por una de
sabio circunspecto... Esta es su mejor oportunidad. Pague la enciclo-
pedia en dieciocho meses, pasarán en seguida y aún estará a las puer-
tas de exprimirle todo su jugo. Reciba en el mismo envío un libro gra-
tis. Elíjalo de entre los que hay en el folleto. ¿El prontuario de electró-

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nica? Le va a venir de maravilla para reparar los electrodomésticos.
Más contenta se pondrá su mujer. ¿Le damos una sorpresita?... Aní-
mese. Puedo permitirle pensarlo unos días, pero, ¿no cree que sólo re-
trasaría la decisión correcta? Vamos. No hay más que hablar.”
El vendedor ha de saber cuándo detenerse, si es que antes no lo de-
tienen a él. Desde un portazo en las narices hasta un detesto los libros,
un me pillas en mal momento o un debo pensarlo, variadas son las
formas de apercibirse de que es preferible no insistir. Hay momentos
en que el interés es sólo un espejismo, y cualquiera de tales fórmulas
lo revela, de manera que es mejor abreviar y retirarse. También aquel
cliente que permite desembucharlo todo puede al final desengañarle.
Pero en este caso, tiene a su favor el esforzado recorrido que ha reali-
zado hasta ese momento. Sin que lo notara, pues se sentía especial-
mente relajado escuchando a tan afable joven, ha sido hábilmente aco-
rralado y cualquier evasiva de última hora equivaldría poco menos que
a una ofensa. No está bien dar vanas esperanzas a quien intenta ganar-
se honradamente la vida para luego... Su tiempo es oro, el vecino de al
lado es también un potencial comprador.
Como a pesar de todo el desenlace es imprevisible, llega un momen-
to en que hay que detenerse, enmudecer y traspasar la decisión de si
proseguir o no tan ameno circunloquio, siempre, cuidando de no dar
cabida a nuevas dudas periféricas, de esas que obligan a repetirse, a
insistir o a adornar con nuevas excelencias el acierto de una posible
adquisición. Nada de que ahora se fije en otro libro, colección o enci-
clopedia sobre la que requiera la pertinente información, después de
haberle convencido de que, en su caso, la que merecía la pena era
aquella en la que había hecho tanto hincapié. Tampoco se precisa un sí
o un no rotundo. Aunque escasean las fórmulas de asentimiento en
comparación con las de denegación, pues son más sutiles: un suspiro,
un ademán, una frase resignada..., también existen, y hay que saber
aguardarlas.
– Mi mujer me mata...
Es más que suficiente. El tono complaciente y generoso lo confirma.
La mirada ha regresado de su escalada por el mueble frontal del salón,
ha medido bien la estantería, cabe despejarla de la porcelana y los
cristales. Es el momento de alargarle el formulario. Ha sido duro tener
que decidirse y, por tanto, es menester sustraerlo a la tarea de rellenar-
lo, desgaste adicional que hay que ahorrarle. Que no perciba que nos

77
dilataríamos innecesariamente, que interesa ir ligero. Eso está bien:
fúmese un cigarro tranquilo, mientras yo le tomo los datos.
La parrafada ha surtido efecto. Todos los embustes deslizados han
sido convincentes. Si hubiera sido un cliente culto, ilustrado, habría
fracasado, aunque, en ese caso, habría desembuchado otras cosas,
habría improvisado otra serie de mentiras. Los charlatanes de las fe-
rias tienen la ventaja de que, quien se para a escucharlos, por el mero
hecho de hacerlo, muestra una disposición favorable. El cliente no se
autoselecciona en nuestro caso, no acude a ti, probablemente ni le ape-
tezca escucharte. La parrafada ha de elegirla el vendedor según quien
espera encontrarse. Si acude a un barrio adinerado, de bloques coque-
tos, limpios, con pocos pisos, los zaguanes señoriales, el ascensor mo-
derno, el cliente se supone idóneo por la holgada cartera, pero difícil
por su cultura y la ya probable inversión realizada en la misma: sus
muebles de salón acogerán colecciones de obras y enciclopedias, pare-
jas a la porcelana y los cristales, aunque sólo sea por que se entienda
su categoría social. La parrafada en tales casos ha de amoldarse al ni-
vel de estudios y a la preparación que se le sobreentiende, obliga a ser
moderados y a evitar faroles imprudentes. Si acude a un barrio medio
(el pobre se descarta por razones económicas obvias), de bloques ates-
tados, la colada gualdrapeando sobre las fachadas, los zaguanes aja-
dos, el ascensor achacoso, el cliente se supone idóneo por su incultura:
los muebles de salón llorarán la ausencia de libros y enciclopedias, pe-
ro difícil por su estrechez económica, si bien, respecto a esta tiene a su
favor la costumbre de vivir entrampado y el convencimiento de que tal
es su sino, del cual nunca escapará como no sea que le toque el boleto
que compra habitualmente o le sonría la suerte en el bingo. La parra-
fada en tales casos ha de invitar a fantasear un poco; no importa tanto
una exquisita cultura y la fidelidad a la verdad como cierto derroche
de pasión.
Llegamos al dato crucial. Todos los demás son puro formulismo: el
nombre, los apellidos... ¿qué importan? Este de ahora no lo sabe de
memoria, no sabe de memoria el número de la cuenta corriente, ha de
consultarlo, buscar la cartilla. De paso hojea el escuálido saldo, sufre
restándole el presente cobro, calcula si no sobrepasará el crédito que le
concede la caja de ahorros. Tiene un instante de vacilación, aún puede
retractarse, en aquella cifra cuyo valor baja más que sube se concentra
el orgullo de la familia, su dignidad. La cartilla es el arca que guarda
tan preciado secreto: un número, un sencillo y oscilante número, al

78
cual le precede una lista de números negativos. Sólo dos no tienen el
signo menos: el sueldo de ella y el paro de él, cuya suma contrarresta
a duras penas el rosario de sustracciones periódicas. Hay que distraer
este momento, recordar las excelencias de la enciclopedia, el beneficio
que ha de reportar a los suyos. Le insinúo que mucho bien ha hecho a
mi madre desde que la adquirió, nos ha evitado un par de ingresos, al-
go personal queda de miedo ahora, una mentira final.
– Entonces, ¿a ustedes les ha servido?
– Pues, claro: lo malo es no haberla tenido cuando vivía mi padre, se
hubiera salvado.
– ¿Su padre murió?
– Ya le digo: si en aquel momento hubiéramos dispuesto de un mate-
rial tan precioso, aún viviría. La prevención de las enfermedades es la
mejor medicina. Ya se sabe.
Consigno en las casillas los dígitos: claros, inteligibles; pongo más
cuidado que con los demás datos; una errata en el apellido o el nombre
no cambia nada, en el número de la cuenta corriente lo cambia todo.
Ahora la firma. Aquí abajo. En el recuadro al pie del formulario. Es-
truja el cigarro en el cenicero, se concentra y esgrime decidido el bolí-
grafo. Una bonita firma da prestigio, ha de surgir espontáneamente,
desenfadada, esbelta. Cometerá faltas de ortografía, pero la firma es
toda una pequeña obra pictórica, digna de figurar en la esquina de
algún cuadro de museo de bellas artes.
Ya no hay vuelta atrás. Le doy el resguardo, aparto de su vista el
formulario y lo archivo en mi carpeta. Ni aunque se presentara ahora
la esposa permitiría que me lo arrebatase y lo hiciese trizas. Por si aca-
so, para evitar esta escena, y para evitarme presenciar la bronca que al
marido le espera, me apresuro a salir pitando. Justo ahora, cuando él
esperaría, por la inercia del coloquio que hemos sostenido, que lo ce-
lebráramos destapando unas cervezas y encendiéndonos unos cigarri-
llos. Es menester acusarse de haberle robado ya demasiado tiempo, de
haberle apartado de sus quehaceres: ¿Le encargó que fuera pelando
unas patatas?, de apuntar la intensa mañana de trabajo que llevo, lo
mucho que me queda aún, lo retrasado que voy, lo afanado que soy,
tanto que no me perdono las muchas puertas que aún me quedan por
golpear: ¿Sabe si el vecino de arriba estará ahora en su casa?...
Contrae el rostro en un gesto equívoco, nos dirigimos a la puerta.
Comprende que sus vecinos tienen el mismo derecho a ser informados
del material que porta este chico, el mismo derecho a aprovecharse de

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sus ventajas; pero acaso le fastidie, le gusta ser original. O puede que
a la esposa la convenza mejor explicando que el del tercero y el del
quinto también han comprado la enciclopedia, y mercancía que com-
pran muchos, no debe ser mala. Abreviaré para que pueda quedarse a
solas meditando el mejor modo de justificarse, aunque igual se distrae
envidiando el oficio de vendedor: quién fuera joven y presentable para
desempeñarlo, qué sustancioso parece, acaso valdría la pena probar, es
muy duro estar parado, esperar a que la oficina de empleo te llame,
quizás si se arreglara la dentadura, se depilara los pelos de la nariz y
se redujera las bolsas de los ojos... Claro que, no todo estriba en una
buena apariencia, hace falta cultura, estudios, labia, al chico se le ve
preparado, capaz. Tan disparatado sería que él ocupara su lugar como
que éste trabajara de soldador de primera en una fábrica. Cada cual a
lo suyo.
Me abre la puerta. Me franquea el paso. Qué alivio, no se ha inter-
puesto, no me ha obligado a retroceder y a confesarle que no creo en
lo que hago, incluso me despide con amabilidad, con gratitud, aún sa-
borea la parrafada que le he endosado, parece haberle llenado espiri-
tualmente más que una homilía, una consulta del tarot o una sesión
con el psicoanalista. Casi me invitaría a volver otro día si no le obliga-
ra a comprarme nada más, imagina que esto no puede ser, no puede
recibirme sin someterse a mi retórica, sin esperar que al final desen-
funde un formulario, sin consentir que desmonte hábilmente sus excu-
sas.
Nos estrechamos la mano. La suya es áspera, cortante, sin sensibili-
dad para pasar las hojas de un libro con cuidado de no romperlas. Cie-
rra la puerta y yo, presumiendo que pueda espiarme por la mirilla, ex-
amino las puertas contiguas, intentando recordar si a ellas he llamado
antes, lo que en verdad me trae sin cuidado. Pulso el botón del ascen-
sor, lo aguardo a la par que repaso superficialmente algún papel de la
carpeta con aire interesado. Una vez dentro, a salvo del posible espio-
naje, aprieto los puños, doy un brinco, lo celebro. El ascensor retiem-
bla, gruñe, amenaza detenerse, aprisionarme. Alcanzado el bajo, salgo
disparado del edificio.
Conforme camino, mi humor se empaña. La calle no me distrae, los
remordimientos comienzan a carcomerme. Empiezo a darme cuenta
de lo que hay que ser para ser un buen vendedor. Hay que ser un
cabrón.

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– Así que te dedicas a vender libros –me dice Eva.
– Así es.
– Pues no parece que te entusiasme demasiado.
– No demasiado.
– ¿Es que no vendes nada?
– Sí, sí que vendo.
– A lo mejor es poco rentable. ¿Es mucha la comisión? Si se tratara
de seguros de vida o de viviendas... Conozco a uno que comenzó co-
mo tú, pringado todo el día, y hoy ocupa una mesa de despacho y no
se despega del ordenador.
– Si vendo una enciclopedia o unas obras completas, no está mal la
cantidad. Si sólo consigo unas suscripciones...
– Puedo presentarte a este amigo. Es un tipo enrollado, sabe lo que es
empezar desde abajo, te ayudaría. No creas que te haría ningún favor,
es habitual incorporar nuevos chicos, muchos se cansan y abandonan,
hay que sustituirlos.
– Ahora que ya le he cogido el tranquillo a los libros, no me apetece
cambiar.
– Lo comprendo. En cualquier caso: libros, seguros, viviendas..., to-
do es lo mismo. Lo importante es la labia. Atontar al cliente.
– En eso tienes razón.
– ¿Y a ti se te da bien? No te imagino largando por los codos. En el
grupo pareces más bien callado.
– Cierto. Lo soy. Solo que, cuando cojo el hilo, hasta yo mismo me
sorprendo.
– Entonces has descubierto una nueva faceta en ti.
– Tanto como eso...
Nos reímos. Chocan nuestras miradas.
Desde que nos hemos encontrado casualmente en la calle, no he adi-
vinado en ella a la misma chica de por las noches, habitualmente
acompañada de Tere. Ahora, al reírnos, he sentido esa mirada pene-
trante con que, abriéndose paso entre las bromas y la ebriedad del
grupo, me atraviesa de vez en cuando, y que yo suelo eludir sin de-
mostrar turbación o incomodidad. La luz del día, el trasiego de gente,
el tráfico, la ausencia de los amigos, nuestras respectivas ocupaciones,
impedían cualquier alusión a aquella forma de comunicarse conmigo,

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a aquellos telegramas indescifrables, o, según Fali, claros como un
amanecer. Ahora, sin embargo, ha debido presentir un buen momento,
lo ha debido intuir sin calcularlo, porque yo, no sólo he acogido la mi-
rada de buen grado, sino que he dejado que me turbara y que mis ojos,
retenidos fugazmente, respondieran a su manera, en su lenguaje, sugi-
riendo una mezcla de complicidad y simpatía. No hemos aludido a
nuestros amigos, no hemos hecho referencia a las salidas nocturnas,
hemos dejado todo eso aparte, sólo hemos mostrado sin orgullo ni
apasionamiento esta otra vida diurna que llevamos. La única alusión a
aquel ambiente ha ocurrido ahora, y justamente de esta manera:
cruzándonos una fugaz mirada honda y estremecedora. Ha sido como
desmentir que nos conozcamos únicamente de pasarnos los porros y
las litronas, de cruzar comentarios o bromas intrascendentes, de com-
partir alguna vez la pista de una discoteca o una travesura de Nona.
Entre nosotros hay algo más; hay, sobre todo, esas miradas que ella
me lanza de vez en cuando y que yo rehuso contestar.
Permanecemos en silencio, caminamos. No es el silencio que prece-
de a la despedida, pudiera ser, es una novedad que nos hallemos solos
y pudiéramos resolver este dulce embarazo con un adiós, un ya nos
veremos cuando coincidamos la próxima noche, junto a los otros. Es
un silencio que, mientras se sostiene, mientras lo defendemos a pesar
de las palpitaciones y una íntima zozobra, alimenta una complicidad y
compenetración nuevas. Aminoramos el paso. La labor que exige
nuestra presencia como un escondido imán que ejerciera un tiránico
magnetismo languidece debido al frágil convencimiento de nuestra
utilidad como trabajadores, aún no cimentado en nuestro ánimo ado-
lescente. Alrededor todo discurre con una precipitación alocada, a la
cual paulatinamente nos sustraemos. La estudio de reojo: el pelo on-
dulado, negro, abombado, rozando el desaliño, un pelo que, en la pis-
ta, ejecuta su propia danza enfebrecida, fustigada por haces de colores
azulados; los prominentes pechos, poniendo a prueba la resistencia de
una discreta camisa, recatados no como a la noche en que aparecen
descubiertos a la altura de esa intersección obscena sobre la que unos
dijes saltimbanquis se descuelgan; la mollar cintura, lugar que delata
una intransigente gordura, desdibujando unas atractivas curvas, ofre-
ciendo en su defecto una carnosa flaccidez apetecible; la piel morena,
tersa, transpirando una imperceptible humedad inocua... ¿Es esa la
piel que yo, según Nordi, saboreé torpemente una noche en medio de
la pista de una discoteca? ¿Esa la piel que ella, sin interrumpir el baile,

82
no apartó de mis erráticas manos y babosos besuqueos? Si lo es, no
recuerdo a qué sabía, no recuerdo nada, la embriaguez borró toda hue-
lla de aquel deleite, al que en condiciones normales dudo que nunca
hubiera optado.
Nos cruzamos una segunda mirada, sin dejar de caminar y sortear
obstáculos, es la confirmación de que la anterior no ha sido casual, de
que es algo más que amistosa, de que contiene un misterio por resol-
ver. La mirada de Mónica suele ser atónita, desprotegida, distraída,
permitiendo que su cuerpo pueda ser inspeccionado, su belleza admi-
rada. La mirada de Eva es fugaz y penetrante, intencionada, peligrosa,
recuerda una negra noche en donde centellean distantes dos preciosas
estrellas que se inflaman antes de colapsar. Sus intensos ojos negros
erizan la piel, provocan una convulsión de las entrañas casi letal, obli-
gan a apartar los propios ojos. Ahora soy incapaz de pronunciar una
palabra, siento que si lo hiciera la voz se me quebraría, que estropearía
esa rara e inconcretable invitación. A nuestro alrededor pudiera tem-
blar la tierra, agrietarse el suelo, desplomarse los edificios, que nada
igualaría esta otra conmoción más honda. Por fuera no se me nota, es
una extraña entereza la que exhibo, la que salvaguarda los ardores que
se desencadenan dentro de mí, una entereza que sería infructuosa si de
ella dependiera para prolongar este encuentro. Un halo nos envuelve,
nos protege y nos conecta, nuestros cuerpos lo irradian, la callada ex-
citación lo carga de electricidad, un roce descuidado pudiera provocar
una chispa, o una concatenación de chispas, o un estallido de relám-
pagos.
Mis pasos van al compás de los suyos, trabados por un lazo invisible.
Sus piernas, detrás de los pantalones, no sé por qué, las imagino mus-
culosas más que gordas, acaso por el andar de atleta, ese andar afecta-
do, ensayado una y otra vez, propio de unas piernas entrenadas para
competir contra otras piernas. El único rasgo coqueto de toda esa efi-
gie rechoncha queda en alguna zona del cuello para arriba: en su fina
boca o en la curva de sus mejillas, hábilmente contraídas para acom-
pañar a esas miradas fulminantes.
Detiene el paso. Bien podría deberse a la mengua paulatina de sus
fuerzas, si es que han declinado como las mías.
– Aquí es donde yo trabajo. En el tercero.
Delante nuestra hay un gigantesco edificio de muchas plantas y de
muchos pisos por plantas. Carece de balcones, de mirador distendido a
la calle. Delante de unos ventanales hay ropa tendida, ondeando blan-

83
damente. Detrás de una pared acribillada de celdas se adivina el lava-
dero, por esa concentración de cacharros, entre los cuales una lavadora
añeja gruñe. Por el portal entra y sale gente con frecuencia, la puerta
permanece abierta, los descoloridos buzones son accesibles al cartero,
cuyo carrito amarillo aguarda al pie de media docena de peldaños, sin
que nadie intente llevárselo.
Mi mente sufre un atontamiento pasajero, intento hallar la manera de
prolongar este encuentro, pero todas las propuestas mueren antes de
ser pronunciadas. A lo mejor podríamos quedar otro día, vernos solos,
con un propósito indeterminado; a lo mejor este mismo paseo de hoy
podríamos repetirlo sin aguardar a que la casualidad nos reuniera. Al-
gunas cosas sé de ella por boca de los otros. Más que recabar la in-
formación intencionadamente llegó hasta mí sola, como esa propa-
ganda que te alargan en la calle y recoges mecánicamente y tras hoje-
arla arrojas a la basura para, más adelante, recordar que en medio de
aquel mosaico de ofertas había algo que te interesaba, algo inconcre-
table que hace reprocharte el haberte desembarazado de ella tan pron-
to, pues ahora la estudiarías con más detenimiento. La información
acerca de una chica la recoges como esa propaganda, en ella se desta-
ca lo más interesante, lo más llamativo, aquello que podría servirte de
algún provecho o satisfacer algún íntimo apetito, si bien, pronto la ol-
vidas, pues toda oferta tiene un precio que pagar, por más que te la
pinten regalada. Las cosas que sé de Eva, ella misma podría con-
firmármelas, aquella información que me alargaron y enseguida des-
eché porque no se ajustaba al provecho que podía sacar de ella, al con-
sumo que podía hacer de ella, además de que descreía el asequible
precio que me proponían. Estaría dispuesto a admitir la propaganda de
sí misma e incluso a recibirla convencido de que yo encajaba perfec-
tamente en el tipo de cliente voluble que finalmente se deja convencer.
Querer saber de ella por ella misma podría servirme de excusa para
citarnos, cuando, en realidad, lo que querría saber es a dónde condu-
cen sus miradas, el mensaje que encierran, la aventura que proponen,
si es que cabe interpretarlas de algún modo.
– Podrías intentar vender algo en este edificio. ¿No te parece apro-
piado? Luego, antes de marcharte, puedo presentarte al anciano al que
cuido... –dicho lo cual, se pierde en las profundidades del portal, no
sin antes plasmar en mi retina una tercera y última mirada, que yo he
de recibir con una media sonrisa estúpida.

84
Cuando los vecinos me abren la puerta y refiero el motivo de mi lla-
mada al timbre, ha de notárseme la preocupación porque no me hagan
caso, porque no interrumpan sus quehaceres para atenderme, no hay
necesidad de encajar una parrafada que a duras penas se sostiene. Una
grabación hecha por el loro de Robinson Crusoe hubiera resultado más
convincente, aparte de que no tartamudearía ni perdería el hilo a cada
tanto, retomándolo por el sitio más insospechado. Los vecinos más in-
teligentes me cierran la puerta en las narices, los menos dejan que
hable por los codos mientras escrutan el pasillo a mi espalda en busca
del individuo que ha de estar apuntándome con una pistola, pues si no
no se entiende que parezca forzado. Algunos me hacen pasar al inter-
ior de las casas, lo cual logran no sin renunciar a empujarme como in-
terpreten que me muestro receloso. Si de antemano me hubieran ase-
gurado que estarían dispuestos a derrochar su dinero conmigo, no me
habría mostrado más refractario. Una madre anima mi charla sin dejar
de atender a un revoltoso bebé, que mejor parece entender la mentira
que les ofrezco, a tenor de cómo espurrea las papillas: la guía para
aprender sus cuidados no le interesa lo más mínimo, sin duda perturbo
su tranquilo yantar, lo que no parece comprenderlo la impaciente ma-
dre, que desearía que yo mismo le anticipara el contenido de la misma,
revelándole en particular los trucos contra el espurreo de las papillas.
A un solitario amo de casa le vengo que ni pintado para sostener la es-
calera a la que ha de encaramarse para hacer unos agujeros en el te-
cho, quiere colgar una lámpara y no alcanza si no es desde el último
peldaño, donde la altura es considerable; además, le evito tener que
subir y bajar continuamente para coger las herramientas, con el consi-
guiente desgaste que entraña; le sostengo el taladro, le paso el marti-
llo, le elijo los cáncamos, le selecciono las alcayatas, le alcanzo la
lámpara...; al acabar, estima que el manual de bricolaje sobre el que
atolondradamente le he hablado, quizás le sirviera para equilibrar la
mesa del salón colocándolo bajo la pata que está coja, loable destino
que, de todas formas, prefiere posponer para otro día en que disponga
de tiempo para estudiar las condiciones de la compra, lo que yo
apruebo sin rechistar y hasta agradecido porque prescinda de mí en las
siguientes chapuzas que le quedan por acometer.
Es absurdo seguir martirizándome, me doy cuenta de que quiero
abreviar, llegar cuanto antes al tercer piso. Insisto quizás por un inci-
piente orgullo profesional o porque, de todas formas, necesito seguir
representando antes de presentarme ante Eva, ya que lo natural será

85
que me pregunte qué tal me ha ido: es ella la que me ha propuesto
probar aquí, en este edificio.
Pero el tiempo corre, llevo ya casi una hora perdida, son muchas
puertas, y en algunas me entretienen demasiado. Cuando llegue a la
suya a lo mejor ya se ha marchado, ha concluido el servicio. ¿Cómo
dijo?: Te presentaré al anciano al que cuido... Así que cuida a un an-
ciano. Suena a una tarea delicada. Sólo una persona con buenos sen-
timientos puede desempeñarla. Y ¿para qué quiere presentármelo?...
Idiota: no es en sí el abuelo, se trata de encontrarse con ella. A lo me-
jor me reserva otro par de miraditas. Y ¿qué haré con ellas? En verdad
no entiendo por qué han de significar algo: ¿porque lo diga Fali? No,
no te hagas el tonto. Están cargadas de intención, no se arrojan mira-
das así, por las buenas. ¿Y si luego intento algo y me abofetea la cara?
¿Habría de extrañarme? ¿Tendría sentido que le recordara sus mira-
das? Podría ella desmentirlas, aducir que eran absurdas interpretacio-
nes mías. ¿Con qué intención iba ella a mirarme de ninguna manera,
sabiendo que a mí quien me gusta es Mónica? Pues porque la besu-
queé una noche, en una discoteca, en medio de la pista, rodeado de
cuerpos danzantes, sudorosos, embriagados, y ella se dejó. ¿Por qué se
dejó? A lo mejor porque se deja con todos, porque se lo permite a to-
dos, a todos aquellos que la buscan, a todos aquellos a los que excita
por anticipado con esas miradas arrojadizas. ¿Seguro que la besé? Es-
taba ebrio y no recuerdo nada, quizás fuera un invento de Nordi o una
exageración: me acercaría un poco a ella, y él desataría sus conclusio-
nes. ¿No estaría él también ebrio e imaginó roces que no sucedieron?
También pudo ser otro tío, otro el que se la acercara, y con él me con-
fundiera, dado lo abarrotado de la pista.
– Pasa tú primero, muchacho.
Ante el ascensor, un señor entrado en años me deja paso. Creía que
los mayores precedían a los jóvenes. Claro que, ha debido notarme ab-
sorto en mis pensamientos y una forma de no dejarme tirado en el re-
llano ha sido mediante esta educada invitación. La educación no tiene
edad, los mayores han de demostrárnoslo a los jóvenes. La puerta del
ascensor no pesa tanto como para no ser indistinto quién la sostiene
mientras el otro pasa al interior. Ahora, yo desde dentro, le devuelvo
la pelota poniendo el brazo cuando él la suelta, evitando que se cierre
de golpe. ¿Ve cómo pronto aprendemos?
– ¿Vas al bajo? –me pregunta.
– No. Al tercero.

86
A su edad pocos soliloquios le deben quedar por decirse, los habrá
agotado todos a lo largo de su vida, con lo cual, más capacitado estará
para observar a los demás y descubrir en ellos pequeñas extravagan-
cias.
– ¿Qué vendes? –me pregunta mientras pulsa con un dedo artrítico el
tercer botón.
– Libros.
Sin duda se ha percatado de que del sexto al tercero hay dos pisos
que me salto.
– ¿Puedo echarle un vistazo?
Le alargo el folleto, lo estudia superficialmente, reparando en un par
de colecciones.
– ¿Te gusta leer? –me pregunta devolviéndomelo.
– No mucho.
Entiendo que ante su senil perspicacia es tonto mentir.
– Lo suponía.
– ¿A usted sí?
– Desde luego. Por eso no te compraría nada.
Excelente. Reveladora afirmación. Me mostraría ofendido y le repli-
caría si me diera tiempo y tuviera ganas de actuar, a fin de sonsacarle
sus propios argumentos. ¿Le gusta a los herreros vender cucharas de
hierro? Claro que no, y, sin embargo, se dedican a ello. ¿Por qué so-
mos tan absurdos? Le daría un abrazo antes de apearme, pero no hay
tiempo, ya paramos en el tercero. Nos despedimos educadamente.
¿Qué puerta era? No me lo dijo. Sólo dijo que trabajaba en el tercero.
¿Se le olvidaría? Si la omitió adrede, es porque no quería facilitarme
la información completa, y una información incompleta equivale a no
querer darla, o a darla por compromiso. Claro que, contaba con que yo
fuera llamando de puerta en puerta, necesariamente habré de toparme
con la suya. Ella me abrirá. Ella me abrirá si está sola con el anciano;
si no... ¿Y si hay alguien más, que me abre la puerta mientras ella le
dedica al anciano los cuidados específicos? En ese caso pasaré de lar-
go sin verla. No; no, porque ella estará pendiente; en cuanto escuche
el timbre prestará atención y, si nota que alguien desembucha la típica
parrafada del vendedor coñazo, saldrá a buscarme. A ver, probaré en
esta de aquí.
– Perdone, me he confundido...
Es inútil, para qué molestarse, ya ni siquiera recuerdo lo que tenía
que decir: ¿Le interesan los seguros de vida?, ¿Sí?, Entonces no soy la

87
persona indicada, puesto que vendo libros, Le diré a una amiga mía,
que a su vez tiene un amigo que comenzó como yo y hoy ocupa una
mesa de despacho y no se despega del ordenador, que le informe, Se
llama Eva, Cuida de un anciano, Enternecedor, ¿verdad?, Igual es la
chica que cuida de su padre, ¿Querrá llamarla y lo comprobamos?
¿Qué relación tienen ella y el amigo que sugirió presentarme? ¿Ex
novios? A lo mejor es el que tuvo durante años antes de desmadrarse.
Aunque dudo que a alguien así se le pueda pedir un favor. Habría que
ser calzonazos para concedérselo. ¿Será un partido cuyas esperanzas
alimenta hasta el día en que decida sentar la cabeza? En tal caso, no es
como para estar celoso. ¿Celoso yo?
Ante la siguiente puerta hay varias macetas primorosamente cuida-
das, no casan con la fría y desgastada solería, resulta un paisaje her-
moso y desolador a la vez, por el contraste. Ahí debe vivir alguien que
reivindica la repoblación de los pasillos, la flora de los rellanos, un ac-
tivista de la ecología comunitaria, cuyas ideas hará extensivas al orden
mundial. Alguien así no contrataría a una chica para que cuidara de un
anciano: dejaría que vegetara... Así pues, paso de largo.
Todos los timbres no suenan igual, este de ahora es un ding-dong
huraño, como el gruñido de alguien desconocido que trata de desem-
barazarse de ti por el sólo hecho de haberle interpelado amigablemen-
te. O él es desconfiado, o yo le inspiro un prudente rechazo. Nada tie-
ne que ver con esos ding-dongs ceremoniosos, que prefiguran un cria-
do vestido de librea: ¿Le importaría anunciarme al señor de la casa?,
Soy un modesto estafador...
La puerta se abre. Aparece Eva. Reacciono rápido.
– Hola. ¿Quieres comprarme un libro? Hay en oferta uno sobre cui-
dados a personas mayores... –el tono de broma la hace sonreír.
– No sabía si te habías decidido a probar en este bloque. ¿Has tenido
suerte?
– No mucha.
– Supongo que por aquí hay poco aficionado a la lectura.
– Al menos había uno. Pero después de hojear el folleto me aseguró
que no me compraría nada. La contundencia que ha empleado ha sido
reveladora.
– ¿Quieres conocer a otro aficionado a la lectura, solo que no de li-
bros? Verás qué colección de tebeos tiene, vas a alucinar. Pasa.

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Entro al interior. Eva me precede, lleva puesta una camisa blanca de
trabajo, el prominente busto le da holgura, unas manos accederían
fácilmente a él desde la cintura. Me estremezco sólo de pensarlo.
– Lo malo es que ya no puede disfrutar de ellos...
No entiendo esta afirmación hasta no verlo. Sentado a la mesa del
salón, concluye su almuerzo. Parece un anciano normal, maneja las
manos con irregular soltura, tropiezan a veces, pero en seguida rectifi-
can. Al engullir un bocado, comienzo a sospechar. Presto más aten-
ción cuando las manos vuelven a explorar los utensilios que hay sobre
la mesa. Antes de escoger, ejecutan un imperceptible tanteo, como el
de las delicadas patas de una araña.
– Bernardino. Le presento a un amigo que se dedica a vender libros.
Casualmente ha venido a parar a este edificio –el arqueo de cejas y el
fruncimiento de boca que Eva me dirige, me invitan a interpretar sibi-
linamente ese casualmente. Por alguna razón encubre un encuentro
previsible y deseado. Ante un anciano crédulo somos cómplices de
tergiversarlo, es ocioso pararse a explicar que yo respondía a una invi-
tación de sus ojos.
Le saludo y alargo la mano. La suya busca torpemente a través del
espacio. La ubicación de cuanto hay sobre la mesa la conoce, no así la
de aquello que no advierte si corre a su encuentro. Al rozarnos, se re-
vuelve y me apresa. Los ojos no muestran anomalías, y, sin embargo,
su vista no me enfoca, más bien me atraviesa o no me alcanza. Los an-
tiguos explicaban la visión como una luz que proyectan los ojos sobre
las cosas. Así se entiende mejor la ceguera: los ojos carecen de esa
luz, no iluminan los objetos que les rodean, ni las personas que tienen
delante.
Mantiene cogida mi mano, no la suelta. Me pregunta mi nombre. Mi-
ro a Eva interrogante, un mohín suyo desdice que esta técnica de re-
conocimiento sea anormal en él. Adopta un continente adivinatorio,
busca mi reflejo en su mundo de sombras, me describe con arreglo a
lo que ve.
– Eres un chico apuesto... Ancho de hombros. La nariz aguileña. La
barbilla angulosa. El pelo castaño y largo...
Hace una pausa, gira la cabeza hacia donde está Eva, solicita confir-
mación.
– ¡Increíble! Qué puntería Bernardino. ¿Cómo lo haces? Sin duda
tienes un don especial. –Y, dirigiéndose a mí con la misma fogosidad

89
y sorpresa fingidas: – Conmigo adivinó que era esbelta y rubia. Es un
encanto.
Desde luego, no ha acertado ni una.
Dejamos que concluya el almuerzo. Entre tanto, Eva me muestra la
casa. Lo hace como si fuera algo suya, acaso desee tener una propia el
día de mañana cuando sea una mujer de provecho, no importa el ates-
tado bloque de pisos en el que esté, siempre que la pueda adornar a su
gusto. De hecho, improvisa algunos cambios de posición de las figuras
y vasos embellecedores explicando que la hija de Bernardino, quien la
ha contratado, no repara en tales pormenores. Refiere que es abogada
y tiene un horario irregular, al cual ella ha de adaptarse. Duda que sea
buena en su profesión, si así fuera se habría comprado un piso propio
y en una zona rica, en vez de vivir en el del padre. Además, cada vez
que aparece no hace más que refunfuñar, quejarse de la arrogancia de
algún cliente, de la ineptitud de algún compañero de trabajo, de su
propia constitución enfermiza, siempre asaltada por dolores de cabeza
y espalda. Dirige un escueto saludo al padre, a ella le pregunta si hay
alguna novedad y, tras despedirla, se sumerge en sus legajos. No es
que desprecie a Bernardino, sencillamente lo trata como a un expe-
diente más, que procura no entorpezca su ambiciosa carrera.
Bernardino nos interrumpe, solicita la presencia de su cuidadora des-
de dos habitaciones más allá. Antes de entrar en el salón, Eva remata
la anterior descripción con un comentario que no sé decir si del todo
irónico:
– Es una cerda encantadora... Un modelo al que aspirar...
Bernardino ha acabado el almuerzo. Eva retira los restos y luego
acomoda al anciano en el sillón. Junto a él enchufa una radio, que sin-
toniza en una emisora conocida. La vertiginosa enumeración de suce-
sos escabrosos lo ha de adormilar. Antes de que esto suceda, Eva le
pide permiso para enseñarme su colección de tebeos.
– Sí, por supuesto. Es un chico simpatiquísimo. Trátalo bien.
En el estante, perfectamente ordenados y clasificados, hay una hilera
de títulos curiosos, sobre los cuales Eva, al conocerlos de haberlos
hojeado anteriormente, me llama la atención:
– Fíjate en ése: El cosaco verde... ¿Y aquél? Escucha: Johnny Foga-
ta.
– Pues ese de ahí suena que ni pintado: Mendoza colt. Debe ser un
pistolero chicano temible.

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Remedo el acento mejicano y ensayo un imaginario duelo. La risa
de Eva salta accionada por un resorte. Seguimos leyendo los títulos y
hojeando algunos de ellos: Sebastián Vargas el Renegado, Tommy ba-
talla, Alerta rin-tin-tin, El pequeño trampero, La vuelta al mundo de
dos chavales, Pancho dinamita...
Un olor a candidez se respira al pasar las pulcras hojas pobladas de
viñetas del mismo tamaño. Las escenas, a simple vista, parecen risi-
bles: las acciones valerosas se resuelven de forma grandilocuente, la
tensión y la violencia es inocua. No soy especialmente aficionado a
los cómics, pero a veces he leído algún moderno Creepy, y allí las es-
cenas se solapan, unas viñetas sobrepasan en tamaño a otras, de
acuerdo con la intensidad del pasaje que representan. Los dibujos son
abigarrados y realistas. La violencia no oculta los lances, no sobreen-
tiende un disparo o una puñalada, muestra descarnadamente el resul-
tado, la sangre vertida. Los despelotes adolecen de parecida desmesu-
rada. Sin duda, los tebeos han evolucionado, lo mismo que, por ejem-
plo, las películas. En las antiguas no corre profusamente la sangre, la
espada de Espartaco es más comedida que la de Gladiator, un simple
arañazo provoca una muerte súbita en medio de una gran batalla, la
cual ha de acompañarla de mohines corajudos para darle credibilidad,
mientras el otro permanece impasible ante el desgaje de un miembro y
las salpicaduras de sangre. También las escenas de amor han cambia-
do: antes no pasaban de un forzado apretón de labios.
Nos sentamos en el sofá contiguo al sillón de Bernardino. El viejo ya
duerme como una marmota. Respira acompasadamente por la boca
abierta, la cabeza inclinada hacia atrás, los párpados entreabiertos, el
eje de la nublada visión sobrevolando nuestras cabezas. Emite un so-
nido gutural, cavernoso, soporífero. Ignora la relación de sucesos que
el locutor de radio refiere con énfasis sereno. Su subconsciente ha de
transformar a los protagonistas de las noticias en las caricaturas que
tanto le divirtieran antes de apagarse sus ojos: políticos, deportistas,
delincuentes..., saltan de una viñeta a otra en una persecución rocam-
bolesca.
Entre nuestras manos Puño de Bronce demuestra la contundencia de
sus derechazos; quienes le hostigan no han debido probarlos, ni oír
hablar de su fama. Las entrecortadas risas de Eva, deliberadamente
pegada a mí, me envuelven y embriagan. No había reparado en que
tienen un timbre precioso. Las ráfagas de su aliento me hieren tórri-
damente. Puño de Bronce resuelve una friega con exagerada habili-

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dad, dos corpulentos oponentes salen despedidos allende la viñeta, y
nos desternillamos quedamente, aun comprobando la inmutabilidad de
Bernardino. Nuestras miradas coinciden a ratos como dos espadas que
chasquean y se tensan como los musculosos brazos que las esgrimen.
Sostienen un pulso momentáneo, ninguno queremos apartarla ni ceder,
más cuanto ella ha imprimido a la suya toda la furtiva pasión de por
las noches, en medio del grupo, sorteando el tumulto de cuerpos que
como errantes asteroides ponen en peligro su viaje espacial.
Dejamos de leer, los dos deseamos lo mismo, tiramos de una última
mirada como de una cuerda que nos acerca, a punto de besarnos, giro
inconscientemente la cabeza hacia el viejo, ella corrige mi desvío, tira
de mi barbilla, desenrosca mi cuello traidor, nos clavamos otra mirada
poco antes de juntar nuestros labios, sus párpados se cierran, los míos
permanecen abiertos un poco más.
Mis labios sufren pequeños mordiscos que abarcan cada vez más,
son como ondas concéntricas desplazadas por la anterior y un reafir-
mado ímpetu expansivo, cada vez abarcan más, cada vez más mi boca
se siente dulcemente desbordada por su creciente ardor. Mis manos
osan aventurarse por debajo de su camisa de trabajo, acariciar la mo-
llar cintura, recubierta de una pátina de sudor, a la que no le hacen as-
cos, para al fin ascender hasta el nacimiento de los pechos, enfunda-
dos en un áspero sujetador.
Interrumpimos jadeantes esta progresión. El escenario se nos queda
pequeño, necesitamos una viñeta más grande, una donde quepan nues-
tros cuerpos distendidos. En el sofá dejamos a Puño de Bronce esca-
pando de una burda encerrona. En el sillón, a Bernardino, cuyos bor-
borignos y ruidosa respiración aprueban nuestra retirada: Es un chico
simpatiquísimo, Trátalo bien...
Eva me guía por el pasillo hasta el dormitorio de la abogada. Una vez
aquí, nuestros cuerpos se embisten, en un torpe recordatorio del asunto
que se traían entre manos. Luego habilitan una desahogada distancia
para poder desnudarse. Ella lo hace de la camisa y el sujetador, que
cae como un peto hecho a medida. En ese momento me pregunta:
“¿Traes preservativos?...”, a lo cual, niego con la cabeza. Ralentizo la
consecución de mi desnudez, no sé si ha surgido algún imprevisto. Mi
mente barrunta los peligros de no protegerse, me infunden un miedo
frío que me desexcita. Eva, en cambio, no reacciona igual. Prosigue
aflojándose ceñidores, desabrochándose botones, bajándose cremalle-
ras... Hasta quedar en bragas. Reparando en mi perplejidad, me pre-

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gunta con voz pausada: “¿Es la primera vez?...”, a lo cual, asiento. Ir-
guiéndose, camina hacia mí melosa y sonriente, avivando su mirada
abismal. Me besa, aplasta sus orondos pechos contra mí, me acorrala y
me susurra: “No tengas miedo...” Acabo de desnudarme, mientras ella
rebusca en unos cajones y su cuerpo me revela sus trémulos pliegues.
Al fin encuentra la solución: “No notará que le falta uno...”
La cama es toda nuestra, una llanura sin límites, fresca y mullida.
Nuestros cuerpos se disputan la mejor posición, revolviéndose abraza-
dos, recordando alguna escena de película, en donde la cámara espía
pervertidamente. Ella se detiene jadeante, gozosa, enrojecida. Me mi-
ra, decide que es el momento, y yo, obedeciéndola, siento como un
tibio emplasto al deslizarme dentro de ella.

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94
Sobre una grada está sentado parte del público. Aquí estamos noso-
tros, escalonados. El resto permanece de pie delante del escenario o
junto a la barra. De aquí han traído Tere y Eva unas bebidas, en unos
vasos de plástico: no permiten los de cristal. A Tere se la ve obsequio-
sa, interesada en que lo pasemos bien, lo que no es de extrañar, pues
es quien nos ha animado a venir a este concierto: resulta que el guita-
rrista es amigo suyo. Es algo mayor. El rostro acartonado, alumbrado
sombríamente por un foco, lo denota. Pero no le importa. Eva me ha
confesado que le gustan mayores, no es que a nosotros nos desprecie,
desde luego no para embriagarse en grupo; solo que, los prefiere ma-
duros a la hora de mantener una relación estable.
Sobre el escenario aparece imperturbable mientras toca la guitarra, la
mirada fija en el mástil y en los dedos que lo recorren debatiéndose en
difíciles contorsiones. Se diría que estos luchan contra cierto entume-
cimiento de la mano y lo vencen, a tenor de los nítidos riffs que lo-
gran, encandilando a quienes los escuchamos. También permanece
imperturbable a este efecto, a los emocionados gritos del público, a
sus jaleos exagerados, a los agudos chillidos de quienes encajan una
rápida sucesión de notas como una impresión escalofriante. Lo cual
entusiasma aún más, provoca una íntima admiración, suscita una sin-
cera confianza: los que gesticulan mucho, parece que disfracen su me-
diocre habilidad. Es como si tocara Harry el sucio: implacable con
quien se pone a tiro, cínico y frío con quien le vitorea o le amonesta;
apunta bien el arma, dispara un certero y devastador tiro cada vez, no
usa revólver, no precisa descargar el tambor sobre la víctima, le basta
una sola y penetrante bala, para abatirla. Así toca Lito, de la Lito`s
Band: rythm`n blues del bueno, oportunamente arropado por un can-
tante con voz de negro, un bajo que se contonea exageradamente y un
batería que mete unas cuñas rítmicas contundentes y precisas.
Según me ha contado Eva, hará un par de años Tere tuvo un novio de
unos veintisiete, con quien se marchó a vivir, a pesar del cabreo de los
padres, quienes, no obstante, al ser de clase humilde, lo aceptaron, so-
bre todo porque parecían decididos a casarse en cuanto ella cumpliera
la mayoría de edad. Aquel chico la acogió, la mantuvo y... le enseñó
todo lo que hay que saber. A Tere le encantaba aquella vida, hacer de
esposa prematura, cuidar de la casa como si fuera suya, tener todo dis-
puesto para cuando él llegara y entregársele en el momento de hacerlo,

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sobre todo si venía desfallecido tras una dura jornada de trabajo. Vivía
confiada, feliz, idolatraba a su hombre, lo consideraba alguien aveza-
do en las lides del mundo, focalizaba en él su ansia de ser mayor, in-
dependiente y libre. La promesa de casarse no la hacía más feliz que
sentirlo satisfecho y colmado de amor, lo cual confirmaban los agasa-
jos de poca monta que le hacía y que ella recibía como valiosísimos y
significativos presentes. No obstante, había algo que no encajaba en
medio de aquella felicidad, y era el daño físico que le infligía. Es cu-
rioso cómo al principio le pareció normal, las bofetadas constituían
una forma natural de desahogar sus enojos, a menudo desencadenados
por fútiles torpezas suyas, que luego procuraba corregir. Si bien, pron-
to pensó, y ello la tranquilizó en adelante, que el verdadero origen de
las palizas radicaba en la tensión acumulada durante el duro día de
combate con el mundo. Al convencerse de ello, se sintió útil y necesa-
ria, pues en quién se desahogaría mejor que en ella, y qué le ocurriría
al pobre si no lo hiciera. Evidentemente, aquello terminó cuando la
paliza fue tal que debió convalecer en el hospital varios días. Aunque
explicó que había sufrido un accidente, los padres se olieron la verdad,
impidiendo que reanudara la relación. Con el tiempo, al compartir su
experiencia con otras chichas, con Eva, por ejemplo, comprendió que
había sido una estúpida al admitir su ingenua interpretación de aquel
maltrato. A pesar de la mala experiencia, no dejaron de gustarle los
chicos mayores, no dejó de adorar su independencia y madurez, de
apetecer su propia sumisión a ellos, a su cuerpo desarrollado, velludo
y sin granos.
La bebida demanda el fumeteo y Piqui deja que Tillo se líe un canuto
con pericia de orfebre. A mi lado Fali me da un codazo cada vez que
Eva me lanza una de sus miradas, no ya tan intensas como las de ante-
s, sí cómplices y sugerentes. Ahora no las esquivo, si bien las trato con
disimulo, según acordamos no delatarnos y mantener en secreto nues-
tros encuentros diurnos en casa de Bernardino. Parece que quisiera
tentar la suerte, brindar alguna pista a nuestros amigos, en particular a
Fali, que es quien más se fija. A veces me incomoda un tanto, aunque
admito este juego morboso. No soportaría romper nuestro pacto, pero
tampoco disimular hasta el punto de parecer dos extraños. Fali ha no-
tado algo, de ahí sus codazos, que yo desbarato con ademanes desde-
ñosos.
Estuvimos de acuerdo en guardar el secreto, no sé si por las mismas
razones. Nos pareció que en el grupo nos sentiríamos forzados a pro-

96
curarnos unas atenciones empalagosas, a mostrar cierta deferencia por
el otro, a menoscabar, por tanto, nuestra libertad. Además nos ex-
pondríamos a bromas mordaces que pudieran herirnos y que darían
paso a inoportunas pesquisas. Hasta aquí las razones acordadas. Las
demás, no las hemos compartido. De su parte, las presumo: siempre es
más fácil romper una relación secreta, inexistente para los demás, al
resultar menos bochornoso. Facilidad consciente que, por otro lado, la
enriquece y afianza, aunque me exponga a la incertidumbre deparada
por una puerta que pudiera volverse sorda a mis llamadas. Tácitamen-
te queda claro que no nos comprometemos a nada, no somos dos no-
vios que vayan a casarse algún día. No cabe, por tanto, exigir del otro
determinado comportamiento, ni reprocharle determinadas actitudes.
Acaso Eva habilite una vía de escape por donde escurrirse llegado el
momento, y a mí no me importe. Una cosa he descubierto a la hora de
mantener una relación y es que no sólo no hace falta ser sincero del
todo, sino que hasta puede ser contraproducente serlo. Siempre había
imaginado que debería dar cuenta de mi vida al detalle, desvelando
aspectos vergonzosos para mí. Tal discurso prolijo ahuyentaría a cual-
quier chica o, al menos, no saldría indemne tras escucharlo. Cada cir-
cunstancia debería desarrollarla a modo de lección magistral. No bas-
taría con enunciarla, habría de justificarla también, para que tuviera
sentido. Por ejemplo: por qué era la primera vez que lo hacía, cómo
había tardado tanto tiempo en estrenarme, si es que no era verdad que
con Mónica... No necesité justificarme, no necesité buscar la manera
más viril de enfocar aquella dilación y descuido. Eva no indagó. Ad-
mitió el hecho, y con arreglo a él, procedió confiada y experta. Evitó
comprometerme, violentarme, y yo, correspondiéndole, nada le pre-
gunté de sus anteriores relaciones, de su estreno, de su descubrimiento
del sexo. Ni siquiera tanteé la posibilidad de que pudiera enrollarse
con otros chicos al desaparecer con Tere, secuestrada por la noche.
Hacerlo podría condicionarla, y ello revertiría en mi contra, usaría la
vía de escape para escurrirse y la puerta de Bernardino para cerrármela
en las narices.
Por mi parte, me reservo algunas razones, un tanto imprecisas. Pro-
bablemente coincido en guardar el secreto porque este ensayo de rela-
ción me extrañaría que durase y menos bochornoso será si no has de
satisfacer la, unas veces ávida, otras taciturna, curiosidad de los ami-
gos. Pero además es que uno se ha forjado un estúpido prestigio que a
estas alturas no puede arriesgar. ¿En qué consiste?

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Tiene que ver con la experiencia sexual. Uno se las da de entendido,
cree que no le queda nada por descubrir, de ahí que lance con indolen-
cia comentarios jactanciosos, dando cuenta de lo experto que eres. Los
demás no dudan de ti, has resultado gracioso y, aunque impreciso, has
dado en el clavo, porque el sexo es un sobreentendido: basta cualquier
alusión para que cada cual evoque su propia experiencia y suponga
que la tuya marcha a la par. Pero nuestro conocimiento es escaso, no
pasa de formar una vaga nebulosa que dificulta la comprensión de un
panorama subyugador y tenebroso, del cual apuntamos los detalles
como si los conociéramos, por prudente vanagloria. Nos desenvolve-
mos dentro del desconocimiento como si conociéramos, dentro de la
ignorancia como si supiéramos, aun sospechando que no sabemos lo
que quiera que sea hay que saber.
Sin proponérnoslo, un rayo de luz nos ilumina cuando menos lo es-
peramos, disipando algunas nociones hasta ese momento imprecisas;
nos hubiéramos equivocado de haber intentado clarificarlas antes,
pues sólo hay un camino para acertar: la experiencia. Un día, en el
cuarto de baño, ocupado en una cuestión fisiológica, relajado, sin que-
rer, sin ansia, excitas el miembro paulatinamente, curioso de ver la
elevación que produces, asombrado de sentir un creciente placer; ape-
nas esbozas algunas dudas: ¿será bueno que siga?, ¿no me haré daño?,
¿adónde desembocaré?; no piensas en nada, salvo, sin querer, en algu-
na chica cuya imagen te provoca una punción adicional: ¿qué significa
esto?, ¿cómo es posible?, ¿sigo solo?, ¿sobre la taza?, ¿semidesnudo?;
no necesitas esforzarte, de pronto, como si sucediera todos los días,
como si por despiste no hubieras reparado antes en que eso ha estado
ahí siempre, sufres un espasmo, te contraes y ves surgir un extraño
líquido blanco... Tal luz primigenia del conocimiento adolescente
aclara, retrospectivamente, algunas cosas, como las groserías de Nona
o los encierros en el servicio de Tillo cuando fracasa una conquista.
Entonces: ¿ellos ya sabían lo que yo sólo daba a entender que sabía,
sin, por lo visto, saber?
Mi relación con Eva ha arrojado sobre mí otra luz, más reveladora
esta vez, más escalofriante. Ahora sé dónde radica la culminación exi-
tosa de una conquista por parte de Tillo, las connotaciones que tiene
afirmar, por ejemplo, que se la tiró sobre el capó de un coche. Ahora
entiendo, sin poder explicarlo con palabras, sólo evocando una imagen
obscena o una sensación perentoria y huidiza, la afirmación de Eva
respecto a la relación de Tere con el chico maduro que le abofeteaba:

98
Le enseñó todo lo que hay que saber... O sea: eso que yo practico, ex-
ploro y desarrollo con ella.
Parece imposible un descubrimiento simultáneo, sería demasiada co-
incidencia, siempre hay quien guía, que a su vez fue guiado por otro.
El chico maduro guió a Tere, Eva me guía a mí. Antes no sucedía
así... ¿No? ¿Qué sé yo?... Antes los padres instruían a los hijos casade-
ros para desenvolverse en la noche de bodas. ¿Qué aparatosas explica-
ciones les darían? La noche en cuestión entendían, una luz les alum-
braba, debiendo revisar todos sus conocimientos pasados, todas sus
decisiones importantes, en particular, la que recientemente habían to-
mado. Mi madre aprovechó una de las cándidas preguntas de mi her-
mano, lo mismo que si le hubiera preguntado por la utilidad de una
batuta, para aclarar este asunto: “La cosita no sólo sirve para orinar...
Además sirve para traer hijos al mundo...” ¿Despejaste la duda, her-
manito? Naturalmente, no. Al contrario: surgieron más. Sin un manual
de instrucciones específico, es imposible entenderlo. Es imposible, no
sabiendo el modo de emplear la cosita, el modo en que la cosita opera.
Algún día lo comprenderás, hermanito.
¿La conciencia se construye por etapas, y es esta, la del descubri-
miento del sexo, una fundamental?... Así que mi madre y mi padre
hicieron eso para tenerme a mí. No usaron protección, por lo visto; en-
tonces no la había, no había la variedad de hoy; ¿o sí? No lo hicieron
por placer, sino para engendrarme... ¿O también por placer?; qué se
yo... Así que la Cloti es de eso de lo que se asquea, al ver que en la na-
turaleza se repite constante y salvajemente: nótese el impúdico es-
pectáculo que dan los perros y las palomas... Así que es eso lo que el
psicólogo ha ido a hacer con una más joven que su esposa... Así que
es eso lo que hacen los hombres con las prostitutas... Así que es eso lo
que deja preñadas a las chicas imprudentes... Así que es eso lo que es-
tuve a punto de hacer con Mónica...
¿Y quién de nosotros sabe más o menos acerca de eso? Pues no bas-
tan las palabras, los sobreentendidos, el comentario o el chiste verde,
para inferir la experiencia de cada cual. Hay niños que farfullan obs-
cenidades, estando claro que lo hacen sin comprender lo que encierran
sus palabras; tan solo imitan a los padres, subrayan los propios enfa-
dos con los mismos vocablos que les oyeron. Nosotros practicamos un
engaño parecido. En el grupo deslizamos comentarios falsos, que
abundan en una necia presunción, o permanecemos en un silencio que
salvaguarda nuestro prestigio de conocedor del misterio de la vida, o

99
prorrumpimos en una risa que, respondiendo al chiste, ratifica nuestra
falaz experiencia. Es mejor no descubrirse, así seguiremos siendo con-
siderados los expertos de siempre... Es mejor no confesar que me
acuesto con Eva. Es mejor no aventurarse a ensayar verdades a me-
dias. Evitaré que nadie sepa, salvo ella, que hasta ese momento era
virgen.
No domino el inglés, pero tampoco parece que lo haga el cantante.
La voz ronca y un chapurreo doliente le bastan para trasmitir emoción,
para evocar antros de negros, a donde rebullían al cabo de la jornada.
En un estrecho rincón tocaría la banda. Más que amenizar, impregnar-
ía la ya cargada atmósfera de un ritmo inquietante, al cual se prestaría
más o menos atención. Nadie bailaría; sí sobre los mismos asientos
una o dos negras balancearían el tronco, acoplándose al ritmo con fa-
cilidad pasmosa. Al escueto solo de guitarra, a las esquivas ráfagas de
armónica o a los picantes estribillos atenderían unánimemente, res-
pondiendo con un parco gesto aprobatorio, para seguir al cabo sumi-
dos en la charla y la bebida. En aquellos antros marginales inventaron
sin proponérselo la música que abanderaría su ansia de libertad, de re-
conocimiento, de igualdad. Tal música nació del desahogo de sus sen-
timientos. En su origen es genuina, aunque yerre la calidad musical.
Hoy está contaminada por la apropiación de los blancos: nosotros no
teníamos verdaderos motivos para transformar la tristeza en ritmo,
aunque el artificio nos ayude a pasar un buen rato.
Eva, dos escalones más abajo, ladeada, al lado de Tere, da dos cala-
das al porro que circula de mano en mano. Viste conforme a esa moda
donde los colores oscuros compiten con las sombras de la noche, hato
de trapos desgarbados que, sin embargo, obedecen a una disposición
calculada. Los rutilantes dijes descansan sobre la pechera descubierta.
Probablemente sea esta una Eva distinta a la de las mañanas, una Eva
a la que el cuchicheo con Tere y el fumeteo arranca una risa estentó-
rea, que repercute en un temblor de los pechos: esos que ahora conoz-
co; esos cuyo armazón de tela cubriéndolos parcialmente no me ocul-
tan su forma, su manera de aplastarse contra el sujetador, su manera
de vibrar; puedo desnudarla con la mirada y estar seguro de que no es
una imagen inventada la que veo. Aun acorazada con la vestimenta
desgarbada, su cuerpo lo conozco como a una ciudad poblada de mo-
numentos visitados uno a uno. Pudieran molestarme sus cuchicheos
con Tere, pudiera sentir celos de la amiga o del petardo por su capaci-
dad para desencadenar una subyugante euforia, pero no es así. Lo ser-

100
ía si acaso la quisiese fuera del apetito sexual o poseyera un sentido
exclusivo de la propiedad. No es así porque además mis fantasías se
centran en otra persona.
No recuerdo cuándo se me insinuó por primera vez la imagen espec-
tral de Mónica estando con Eva: poco antes de abordarla, Bernardino
roque, de camino al dormitorio de la abogada...; en pleno acto, re-
volcándonos jadeantes...; al acabar, fumando un cigarro, brindándonos
una cumplida caricia... Pensé: Esta podía ser ella...; o: Esto es lo que
debí hacer con ella...; o: Este es el rato que quise haber pasado con
ella... A partir de ese fugaz pensamiento infiel (¿por qué?, ¿qué sabía
yo de lo que rondaba la mente de Eva?) creció mi deseo imposible de
ella, mi nostalgia irreal, mi descorazonadora impotencia al no poder
retroceder en el tiempo hasta aquella noche en que la aupé en mis bra-
zos y la subí por las escaleras de su residencia abrumado por el tibio
roce de su cuerpo, en que la amenaza de una arcada me obligó a reti-
rarme y en que la arcada misma me forzó a perderme en la noche...
Estando con Eva he añorado su cuerpo inexplorado por mí, escurrido
de mis manos por muy poco; he soñado estrenarme con ella, dejarme
desnudar, desnudarla; dejarme deslumbrar por su aire ingenuo, besar
por su boca juguetona, perseguir por sus vuelos de alocada mariposa.
He estudiado los pliegues de Eva, las musculosas piernas, los orondos
pechos, la sensual boca, intentando adivinar cómo serían los de ella,
qué perfección mostrarían, qué sensaciones al tacto brindarían. A ve-
ces, al cerrar los ojos, sin proponérmelo, aparecía plasmada en mi re-
tina, exultante, sumisa, permitiéndome que llevara la iniciativa, que
me mostrara experto; más tierna y suave que Eva, menos fogosa, más
morosa. Claro está que me sentía desconcertado, contradictorio y...
estúpido. Estúpido porque Mónica podía estar en aquellos momentos
con Fredi, y no precisamente pensando en mí.
A la belleza se le rinde culto inconscientemente, aunque pertenezca a
otro, aunque se entregue a otro. No es propiedad de nadie y encima
puede ser realzada y disfrutada por quienquiera que sepa apreciarla.
La leña que propicia el fuego cualquiera puede atizarla si es hábil, y
recibir a cambio una calurosa vaharada. Los amanerados destapan en
las chicas un hermoso y exclusivo desenfado, inasequible para los
propios novios. Algo parecido provoca aquél al que conmueven la be-
lleza y los encantos de una chica, y se para a admirarlos.
Sin embargo, hoy Fredi y Mónica no siguen juntos. Han roto. Un es-
calón más abajo, hacia la derecha, junto a él sentado está Nona. La

101
amplia frente de este, el rizoso pelo castaño, la mirada sagaz, nada tie-
ne que ver con la figura que antes le acompañaba. Cuando me enteré,
creció mi nostalgia de Mónica, y más aún al sugerirme Fali que yo
podía haber estado en el origen de su discordia... ¿Yo? ¿Cómo qué
yo?
Acogí con sorna las intrigas de Fali: sus mofletes se hinchan picaro-
namente cuando apunta estas hipótesis, largando una serie de observa-
ciones que espera sean corroboradas por las que a su vez intenta son-
sacar. No se les ve juntos desde la noche en que Fredi remató la rotura
de la cabina telefónica con la piedra que yo le arrojé a los pies. La
sonrisa cómplice advertida en Mónica, el contenido regocijo, la mira-
da acariciadora que le devolví..., excitaron sus celos. Ahí, supone Fali,
surgió el desencuentro. Yo no lo desmiento, pero tampoco lo confir-
mo. Pudiera ser que, efectivamente, a Fredi le intranquilizara no saber
lo que había habido entre nosotros y, malogrando el tacto usado con
ella hasta entonces, la interrogara insistentemente, como una avestruz
desairada cuyas fornidas patas la acercan y alejan frenéticamente, sin
que en cada nuevo acercamiento adelante nada. En frente halló un mu-
ro de belleza inexpugnable, tornó impenetrable la ingenuidad que cre-
ía fácil de manejar. Mónica, al no ceder, al no desmentir, al no aclarar,
alimentó sus celos, sus escrúpulos, su ira. Permitió que inventara un
romance entre nosotros, un romance que había terminado pero que se-
guía latente, a tenor de aquel tropiezo de nuestras miradas. Fredi per-
dió el control de sí mismo ante su muda terquedad, no comprendió
que jamás entraría a saco en un desapacible juego de aclaraciones, que
lo dejaría consumirse solo, desintegrarse solo, atormentarse solo, re-
producir solo las posibilidades, a cual más grosera e injuriosa, de
nuestra propia relación. Durante el posterior intento de verla, se en-
contró el anuncio displicente por parte de una monja de su abandono
de la residencia. Mónica, nunca apegada a ningún lugar, se había fu-
gado. No quiso volver a exponerse al celo furibundo de Fredi, ni a sus
venenosas insidias, no le sedujo seguir amparando su dadivosidad, ni
su despilfarro, ni su lúdica temeridad, ni sus despuntes de líder.
El propio Fredi parece confirmar la hipótesis de Fali y mis propias
elucubraciones con el trato hostil que me brinda. Yo no le hago caso,
ignoro sus pullas con una media sonrisa compasiva, alimentando la
falacia de que sé lo que en realidad ignoro, de que poseo un poder so-
bre Mónica que desconozco, de que influí en una resolución que tam-
bién ha resultado inesperada para mí. Igual hasta me cree complicado

102
en su marcha, cree que conozco su paradero, que la escondo en algún
lugar. Su actitud es la de un niño de papá ultrajado, que no sabe a
quién culpar de su propia ineptitud con las chicas.
Mi nostalgia de Mónica ha crecido desde que supe la noticia. Ahora
mismo, durante el concierto, no puedo evitar detener la mirada sobre
cualquier chica de entre el público cuya figura se le asemeje. Si está
de espaldas, de pie, en la pequeña explanada frente el escenario,
aguardo el tiempo suficiente hasta comprobar, a través de un gesto, de
un movimiento (la manera de seguir la música, de componerse el pelo,
de corregirse la posición del sujetador, de aflojarse la tirantez de la
braga), o porque simplemente se gire y me presente el rostro, que no
es ella, que es casi ella. Habiendo descartado en Eva su posible encar-
nación, mi mirada añorante repara en aquellas que imitan su belleza o
proponen alternativas a la misma, seduciéndome parcialmente. Eva
sólo me guía por un camino de carne, de placer, de descubrimiento. Su
charla inagotable, sus chismes irrelevantes, sus cuentos salpicados de
pormenores, no me mantienen en vilo sino que más bien me relajan y
adormecen, y hasta me aburren. Y si es después de habernos desfoga-
do, me ayudan a evocarla. Me pregunto entonces adónde habrá ido,
con quién estará, si se valdrá de sus encantos para sobrevivir, si cauti-
vará a algún hombre por conveniencia, gusto o pasatiempo. Me pre-
gunto qué significa ese amargo vacío que su desaparición me ha deja-
do y que junto a Eva se exacerba.
Salvo la batería, el resto de instrumentos enmudece. Desde mi escaño
la sigo palmoteando sobre mis muslos. Mi pie izquierdo golpea un
imaginario pedal de bombo, mi derecho un pedal de plato charles. El
dorso de mis muslos son los tombs, pero también, cualquiera de ellos,
la caja cuando preciso hacer un redoble trepidante. En el aire repique-
teo un imaginario plato ride y, en el momento oportuno, sacudo a mi
izquierda un imaginario plato crash. Los chasquidos de lengua repro-
ducen los sonidos pertinentes: chacha chas, chacha chas..., rush,
rush..., chacha chas, chacha chas..., rush, rush... Hago malabarismos
con los imaginarios palillos, ralentizo el ritmo, antes de pasar de nue-
vo al ataque. El batería es mi imagen especular, de mí sale la ejecu-
ción del solo. En la explanada hay un chico en silla de ruedas que lo
sigue con igual frenesí: se golpea los muslos alocadamente, palmotea
los apoya brazos de la silla, gira las ruedas a izquierda y derecha,
bambonea la peluda cabeza ebria de ritmo. Hago un esfuerzo final.
Acciono el pedal del bombo repetidamente... bum bum bum bum...,

103
doy un repaso a todos los platos... chas rush crash... chas rush crash...,
flirteo con la caja... crack crack crack crack... y me desfondo con los
tombs... tom tom tom tooommm... Remato con una doble sacudida del
plato crash, esta vez confundido con la cabeza de Fali, que responde
abalanzándose sobre mí y desbaratando mi imaginaria batería.
Vuelven a sonar el bajo y la guitarra. El cantante exalta la exhibición.
Chapurrea un inglés apasionado, que culmina con el nombre del bater-
ía. El émulo de Neil Peart se pone en pie, alza los brazos y arroja al
público los palillos. Al chico en silla de ruedas le cae uno en el regazo.
Nona me alarga el porro, y entonces oigo una voz rencorosa: “Ese no
debería fumar”. Ha surgido a su lado. “¿No, Piqui?”, Fredi busca apo-
yo. A Piqui le pilla distraído, pero, a su lado, Tillo, los ojos vidriosos,
la sonrisa festiva, apunta: “Ya apoquinará, no te preocupes. Todos re-
moloneamos de vez en cuando.” El porro ha quedado suspendido de la
mano tridente de Nona, que me mira expectante, enarcadas las cejas.
Fredi afila el aguijón: “Estoy cansado de pagar siempre.” Piqui, ahora
sí, interviene: “El que quiera colocarse debería primero adelantar su
parte antes de ir a ligar”. Nona, viendo que el porro puede apagarse, lo
socorre, dándole unas rápidas chupadas. Vuelve a ofrecérmelo, sin
apremiarme: mediante un mohín sagaz, me da a entender que le apro-
vecha mi indecisión. Fali intercede: “No podemos pagaros hasta no
vernos, y para entonces, ya venís con el material.” A Eva le había lla-
mado la atención mi habilidad con la batería imaginaria, de la cual no
tenía idea. De ahí ha pasado a quedar pendiente de ese porro que mi
mano se resiste a coger. Fredi se dirige a Fali: “Está bien. Pero enton-
ces, ¿a qué esperáis para que ajustemos cuentas? ¿Es que tenemos que
recordároslo?” Tillo se rasca el tupé. Mira a Eva: “¿Qué mosca le ha
picado?”. Hurga en sus bolsillos y, sacando una moneda, interroga con
un gesto a quién se la da, si a Piqui o a Fredi. Fali, haciendo el cálculo
de lo que ha de quedarle en la cartera, se excusa con aspavientos: “Ya
hemos gastado en las entradas y las bebidas. Podías ser más conside-
rado con los que no tenemos un papá rico”. Nona desengancha su mi-
rada sobre mí, sin retirar la mano levantada con la simbólica antorcha
de la libertad, para volverse a estudiar la reacción de Fredi. Piqui le
quita a Tillo la moneda de la mano y se la devuelve, deslizándosela en
el bolsillo de la camisa. “Guárdatela. No se trata de eso. Es que ya me
debe bastante...”, emite pesaroso. Fredi no parece mosqueado, sí des-
deñoso. Responde a Fali: “El próximo día vais a ir vosotros a ligarle a
Mushet”. Nona me guiña, adelanta un poco más la mano. Tomo el pe-

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tardo. Lo examino con detenimiento, está aceitoso. No me lo llevo a la
boca. Sólo le soplo una suave y larga ráfaga, que lo pone incandescen-
te y desprende una pavesa, y a continuación se lo ofrezco a Fali. “Fu-
ma, no seas tonto”, me reprende. “Paso”, digo tajante.
La Lito`s Band propone una apoteosis final, forzando los instrumen-
tos. Dan de sí hasta el límite. La guitarra profiere chillidos quejumbro-
sos. El bajo da graves palos de ciego. La voz se desgarra. La batería
cañonea hasta desmantelarse. Al unísono desembocan en una electri-
zante confusión. Cuando se colapsan y enmudecen definitivamente,
aún en nuestros tímpanos reverbera un zumbido de regalo.
Tere, entusiasmada y decidida, inicia el descenso de la grada: “Voy a
saludarlo”. Eva, mirándome, pregunta en plural: “¿Venís?”, y la sigue.
Fali no lo duda. Yo tampoco. Tillo pronuncia a nuestras espaldas:
“¡Os esperamos fuera!”.

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He pasado por esta calle otras veces y no me ha parecido tan tétrica y
amenazadora. Igual era a otra hora. No sé si esta es la adecuada. Ano-
chece, y las farolas no proponen una luz muy brillante; más bien es
como si procedieran de lámparas exánimes; alguna incluso chisporro-
tea en su esfuerzo por alumbrar. Es adoquinada, bacheada. Poco fre-
cuentada, pero en absoluto desierta. Arriba y abajo unos niños apuran
un histriónico juego de persecuciones. En un almacén una mujer fren-
te al mostrador del que sobresale el comerciante, no por la altura, sino
porque está elevado el piso sobre el que atiende, compra unas socorri-
das viandas, antes de recogerse y en tanto no llega el día de acudir al
supermercado a hacer la compra gruesa de la semana. Flanquean la
calle dos fachadas, que parecen curvarse conforme ganan altura, y to-
carse al final, en lo más alto, lo que lograrían de no ser porque un
listón de cielo azul ennegrecido se interpone. De un bar parte una sor-
da algarabía, propiciada por algo que sucede en un rincón elevado,
donde atisbo, cortado por el dintel de la puerta, un recorte triangular
de televisor, en donde unas atléticas piernas se disputan sobre un tapiz
verde la posesión de un balón. Las miradas de los parroquianos apun-
tan hacia el rincón, a veces abismándose como si viesen aterrizar un
Ovni, otras desinflándose, restableciendo el brillo propio. Los parro-
quianos danzan ante de la barra, rozándola, golpeándola, acodándose,
guardando la distancia, reduciendo el nivel de la copa, tanteando el
vaso, corrigiendo la posición..., tal cual rudas bailarinas que ejecuta-
sen gráciles y armónicos ejercicios. Camino despacio, tenso; decidido,
pero inquieto; nervioso. Me detengo a inspeccionar con aire distraído
un rasgo arquitectónico que llama mi atención, o a decidir si entro o
no a donde sé que no voy a entrar, o si doblo o no la esquina que sé
que no voy a doblar. A lo mejor es mi estado de ánimo lo que me hace
percibir la calle amenazadora, opresiva, estrecha, y la mirada interro-
gante de un niño, o la indolente de un parroquiano, o la descuidada de
un ama de casa, acusadora. Las miradas convergen en mí, no me ob-
vian, no me pasan por alto; o me parece que convergen en mí, que no
me obvian, que no me pasan por alto, cuando en realidad me ven sin
preguntarse: ¿Adónde irá?, o: ¿Por qué estará pálido y tenso?, o: ¿No
me resulta conocido?... Imagino mi apariencia tranquila cuando he pa-
sado por aquí otras veces, fijándome en las mismas cosas, sin apoyar-
me en ellas para demandarles una absurda seguridad; cuando he cogi-

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do por aquí para acortar el camino hacia la plaza donde nos reunimos,
sin intención de parar ante determinada casa y golpear determinada
puerta maciza y raída, aunque haya reparado en ella, imaginado lo que
hay más allá, quién hay más allá. Si iba tranquilo por aquí entonces,
por qué no ahora. Imagino que es igual, que no hay miradas que des-
aprueben mi tránsito, ni nadie que interprete lo contrario de un cami-
nar sin propósito. La señora asomada al balcón, atrapada en una zarpa
de King-Kong de dedos de alambre, aguardando tal vez a que la resca-
ten y entre tanto deleitándose en quienes pasan; el discurso monótono
de una radio a través de un vano oscuro de ventana abierta, sin, apa-
rentemente, nadie escuchándolo, salvo una hilera de macetas; dos se-
ñoras gemelas, obesas, apoltronadas en sendos sillones, negociando el
canal de televisión y atentas al paso por delante de la ventana a ras de
suelo de quienes se cruzan..., son observatorios vecinales que registran
en sus sensores mis pasos, calculan la regularidad de las zancadas, las
vacilaciones inesperadas, los tropiezos absurdos... Procesan los datos,
filtran los ruidos, aplican los programas, despachan los resultados, es-
bozan las interpretaciones: Parece tranquilo, Parece que se dirige a
donde siempre, acortando por aquí... Pero sólo lo parece: No, no está
tranquilo, No se dirige a donde siempre, acortando por aquí... Los ob-
servatorios vecinales son insoslayables, el ocio los alerta en seguida:
en cuanto detectan un suceso anormal, una actitud extraña, una natura-
lidad forzada... Perfectamente compenetrados, se transfieren la infor-
mación para estar prevenidos, de un balcón a otro, de una ventana a
otra, de una atalaya a otra. Una señora apunta: No es de este barrio,
Aunque suele pasar por aquí, En efecto, corrobora la otra, Es uno de
los chicos que se reúnen en la plaza a fumar y beber... Imposible pasar
desapercibido, eludir el exhaustivo registro, cuando no una vecina
otra, y luego la información se la pasan, la contrastan, la interpretan,
apuntando las distintas consecuencias que pueda tener el paso por aquí
de un chico que no es de su barrio, que acude aquí a reunirse con otros
chicos de otros barrios, a impregnar la atmósfera de un vaho cervece-
ro, de un humo apestoso, de una charla estridente. Los han tolerado
porque la juventud reivindica su derecho a elegir libremente los luga-
res donde reunirse, donde distraerse, donde consumir, donde retozar.
No pueden clausurarle las plazas; aunque las abonen de desperdicios,
de colillas, de cascos de botellas, a envoltorios de chucherías; aunque
las que son madres hayan de recurrir a otras plazas para soltar a sus
hijos. Nadie pasa desapercibido por aquí y menos un joven de otro ba-

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rrio: en el registro figuran sus tránsitos y si, al comprobar el día, la
hora, algo no concuerda, se pondrán en alerta. Si luego ocurre una
desgracia, se comete un delito, un tirón de bolso, la desaparición de
ropa tendida, un coche forzado, el asalto a una casa, acudirán a sus fi-
cheros, los repasarán y darán cumplida cuenta de las anomalías que
observaron y que ya entonces debieron precaverles, solo que no se
atrevieron a denunciarlas por parecerles infundadas... Claro que eran
infundadas. Eran infundadas porque la mayoría de las veces están
viendo al lobo, al lobo disfrazado de cordero, y, de tanto verlo, de tan-
to figurárselo, de tanto propagar sus sospechas, de tanto apuntar sus
insidias, acaban transformándolo en verdadero lobo. La fechoría co-
menzó por ellos, para luego eximirse amparándose en su ignorancia;
aunque bien que se jactarán oportunamente de observadores: Ya lo
decía yo, Su andar era nervioso, Pasaba a deshora por aquí, Lo vi en-
trar por aquella puerta...
– ¡Fernando!
No, no es a mí. Me ha sobresaltado, pero no es a mí. He mirado al
balcón desde donde una madre ha avisado a otro Fernando para que
suba a su casa, a un Fernando-niño, en ciernes, lejos todavía del que le
dará verdaderos disgustos. Fernando-niño obedece, abandona el juego,
detiene momentáneamente los ojillos traviesos en Fernando-
adolescente, los interroga, sin llegar a pronunciar: Tú te llamas como
yo, ¿verdad?, Por eso has mirado hacia arriba, ¿Acaso temiste que fue-
ra tu propia madre la que te llamaba?... Exacto: lo temí. Lo temí, a pe-
sar de que hubiera sido extraño, aun mi imaginación prefigurando su
asalto sorpresivo en cualquier momento y su estampa acosadora en
cualquier mujer parecida: en aquella que viene de frente, en esta que
sale del almacén, en aquella otra que escudriña la calle desde el
balcón. La casual mención de mi nombre ha activado una incipiente
manía persecutoria, mi conciencia no debe tenerlas todas consigo.
¿Hoy precisamente iba a asomar por aquí, en un barrio que jamás
habrá pisado? Quién sabe... A lo mejor vive por esta zona una herma-
na de la que nunca nos habló, a la que visita regularmente, a escondi-
das, le pasa algún dinero, le recuerda que seguirán viviendo separadas,
sin interferir, aunque pasen años; una hermana desgraciada, ordinaria,
procaz, desvergonzada, viciosa, alcohólica, descuidada con los niños,
los que casi la justicia le arrebata; una hermana a la que al principio
soportó, dedicó tiempo, aconsejó, intentó ayudar, corregirle los ex-
abruptos, las ordinarieces, apartarla del whisky, rehabilitarla; a la que

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aseguraba no haber sido la favorita del padre, no haber sido tratada
mejor ni peor, esto eran invenciones suyas; a la que quiso convencer
de que era posible adaptarse a una vida plácida sin desbarrar, discutir
constantemente, pelearse o asaltar el mueble bar cada dos por tres...
Hasta darse temporalmente por vencida al venirse a vivir a este exe-
crable barrio con un pobre borracho, del cual tuvo hijos, a pesar de
que la maltrataba, la arrastraba de los pelos, la agarraba del cuello y la
pataleaba cuando subía ebrio del bar. Con el tiempo decidió visitarla a
hurtadillas y así cubrirle algunas necesidades de ropa, medicinas, co-
mida, dinero..., de ahí que pudiera andar por aquí, surgir de un balcón,
ser la voz que llama a Fernando, a mí, sorprendida de verme pasar por
esta calle. Reacción incauta, por otro lado, pues descubriría su secreto,
la existencia de una hermana alcohólica cuyo ejemplo nos había evita-
do siempre para no influirnos.
Presumo que es una prostituta quien conduce de la mano, remontan-
do una calle perpendicular ascendente, a un extranjero, a un turista
que se ha extraviado a propósito del grupo en el que marchaba. La he
visto por aquí otras veces, me pareció una mujer errática, ida, pero no
una fulana. Y debe serlo. La ropa es pintoresca: como de una hippy
recatada; no alcanza a sugerir un aire triste y deplorable. Incluso pare-
ce que pudiera ser feliz y disfrutar. Pocas son las excelencias de estas
calles destartaladas, poco atractivo turístico tienen, pero hay algo en lo
que repara: una imagen santa pintada sobre unas losas en la pared. Es-
toy lejos, pero recuerdo que es de una virgen, no sé cuál. La pintura no
es de calidad, los colores apelmazados revelan sucesivas correcciones,
las líneas son toscas. Al pie, en un florero, suele haber flores secas.
Ella se persigna y conmina al turista a que la imite. Aunque extrañado,
obedece, lo cual a ella entusiasma. De haberse negado, igual en este
punto hubiera concluido su aventura. Parece un ritual, una mezcla de
orgullosa demostración de que no todo figura en las coloridas guías y
de cándida seguridad en que así todo se desarrollará felizmente. La
virgen da su bendición a la pecadora, mientras al turista imbuye el de-
seo de haberse quedado echando fotos a los monumentos. Ahora, al
tirar de él y alejarse, parece restablecer el apetito sexual.
Aunque sea improbable la truculenta historia de la hermana alcohóli-
ca de mi madre, siento que pudiera aparecer de improviso. No debí
proponerle que me subiera la asignación semanal, ni que me dejase
acceder libremente a mi cartilla de ahorros, donde guarda el dinero
que he reunido de la venta de libros. Debí imaginar que se negaría o

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que sugeriría alternativas inconvenientes, donde, poco menos que me
vería obligado a presentarle justificantes de los gastos. Me retiré pron-
to, evitando desencadenar una nueva discusión, inútil y ociosa. Pienso
que debí conducirme como otras veces, debí indignarme, exasperar-
me, encerrarme en el cuarto, no parecer conforme, aun mi hosca re-
signación. ¿Por qué? Porque pudiera interpretar retrospectivamente mi
conformismo como un repliegue táctico, cuyo sentido comprendería al
descubrir la falta de la joya. De pronto rememoraría mi petición y mi
inesperada retirada de hacía unos días, relacionándola con aquella ma-
nipulación descubierta en el joyero... Claro que, no es seguro que la
descubra. No se pone las joyas a menudo, como no sea para algún
evento social, y no recuerdo que haya ninguno en perspectiva. Y aun
precisando echar mano de ellas o hacer una comprobación rutinaria,
no creo que descubriera la falta, por no tratarse de ninguna de las su-
yas... Me tienta manosearla mientras camino, sentir su tacto bruñido y
lustroso. Ya comprobé minuciosamente el bolsillo: carece de rotos y
la costura es resistente. Si hago un movimiento semicircular con la
pierna noto su frío tacto en el muslo. Sólo me faltaba manosearla para
llamar más la atención, para que los observatorios vecinales acudieran
en masa a una convocatoria de urgencia, ocuparan sus escaños e ini-
ciaran una sesión extraordinaria, comenzando por un interrogatorio
exhaustivo: ¿Qué llevas en el bolsillo?, ¿De dónde lo cogiste?, ¿Con
qué intención?... Ante tal acoso, claudicaría, confesaría, suplicaría
perdón. La última palabra la tendría una comisión de investigación
presidida por... ¡mi madre! ¿Y quién testificaría en mi contra, que ser-
ía, además, la adjunta de la presidenta? Ahí va: la Cloti. Con qué so-
lemnidad se ha vestido para la ocasión. Jorge no la sostiene: o bien es
un espectro, o bien la aversión que le produzco le ha dado fuerzas para
presentarse sola. ¡Atento el acusado, por favor!, interviene mi madre,
Muestre usted a la comisión la pulsera, Y ahora, señora Clotilde: ¿La
reconoce?, ¿Es la que nos encomendó por si mi primogénito veía
oportuno regalársela a su novia violinista para pedirla en matrimo-
nio?..., Así es: la misma, los mismos engastes de circonita..., ¿Algo
que alegar en su defensa?..., Mamá, yo..., ¡No me llame usted mamá!:
¡llámeme señoría!..., Señoría, yo...: ¿no cree que son demasiado jóve-
nes para comprometerse?, ¿que deberían probar antes el sexo?, ¿saber
a lo que se exponen?..., ¡Insolente!: Aténgase a justificar el robo, si es
que tiene justificación, eso ya lo decidiremos, ¿Por qué cosa pretendía

111
cambiarla?, ¿Por dinero?, ¿Por...?, ¿Cómo?, ¿Se niega a contestar?,
¡Guardias!
Todavía estoy a tiempo de deshacerme de ella. Mi madre puede
haberme seguido al notar la falta, venir por callejones aledaños,
aguardar el momento oportuno para saltar sobre mí. Si no la llevo en-
cima cuando esto ocurra, quedará en ridículo, al no hallar pruebas in-
criminatorias. Allí viene una moto. Puedo enarbolarla, girarla en torno
a mi dedo índice, presentársela tentadoramente al conductor para que
de un zarpazo me la arrebate y prosiga su carrera, esta vez, ligeramen-
te más rico... Pasa de largo. Es una tontería, no me la hubiera cogido,
habría supuesto que era robada y preferido no meterse en líos.
Además, ¿por qué dársela a cualquiera? Si no es alguien con verdade-
ras necesidades económicas y pocos escrúpulos, la llevará a objetos
perdidos. ¿Dónde está Fernando-niño? ¿Subió ya a casa? Si resultara
ser mi primo, o sea, el hijo de la supuesta hermana alcohólica de mi
madre, le vendría que ni pintado a la familia. Compraría ropa, zapatos,
la play-station y un juego de rotuladores nuevos. Mi madre me lo
agradecería, le emocionaría mi gesto y hasta se compincharía conmigo
para convencer a la Cloti de que no había dejado a nuestro recaudo la
pulsera. Claro que..., viéndose la hermana repentinamente rica, no se
privaría de celebrarlo con una borrachera colosal, antes de comenzar a
gastar en los hijos. Peligraría su vida, pudiera incluso marcharse al
otro barrio, justo cuando había superado las pasadas intentonas suici-
das (ya se sabe: las venas, el bote de pastillas...), después de sufrir las
severas palizas del marido borracho. Entonces mi madre me repudiaría
definitivamente: ¡Pero qué hiciste!, ¿Cómo se te ocurrió?... El parla-
mento vecinal volvería a constituirse, la comisión investigadora, enca-
bezada por mi madre, a revisar los cargos. Ya no se trataría sólo de
robo. Habría que añadir un delito de imprudencia temeraria con resul-
tado de muerte... ¿Y quién me defendería? ¿Los amigos? ¿Tratarían
ellos de ayudarme? Habría dos formas de enfocar la cuestión, dos
formar de testimoniar, respondiendo en cada caso a intenciones distin-
tas. Por ejemplo, Fali explicaría: Normalmente no roba, Sé que con la
madre no se lleva bien, pero al punto de robarle, Ahora bien, si lo hizo
para ayudar a una tía alcohólica... En cambio, Fredi apuntaría: Una
noche arrancó un semáforo, No me extraña que haya robado la joya,
Probablemente simpatizaba con la tía alcohólica, Él mismo se embo-
rracha de vez en cuando, así que no debía importarle complacerla... El
primero emplearía un tono vacilante, nada favorable. El segundo un

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tono resuelto, seguro de que sus apreciaciones concordaban con el
desenlace. De una u otra forma procederían todos: o bien sugiriendo
disculpas, sin defenderme abiertamente, a pecho descubierto, o bien
haciendo observaciones malintencionadas, como si ellos no hubieran
roto nunca un plato. Hasta Eva negaría nuestra relación. ¿Acaso al-
guien me vio nunca entrar en casa de Bernardino? ¿Me vio siquiera el
propio Bernardino, un ciego?... ¡Cabrones!... Y sin embargo, no los
despreciaría. No me decepcionarían, no me sorprenderían, probable-
mente yo hubiera hecho lo mismo en su lugar. No creo en las amista-
des románticas, desinteresadas, peliculeras. Quiero exponerme solo a
mi error, a mi veredicto, no los quiero a mi lado, ellos no me querrían
a su lado como los golpeara la mala suerte. En el grupo no hay her-
mandad, sino en la medida en que hacemos piña mientras nos descu-
brimos a nosotros mismos y probamos a forjarnos una nueva persona-
lidad. En el momento en que uno, por negligencia o simple fatalidad,
sea capturado por los mecanismos de saneamiento sociales y familia-
res (nuestros enemigos), los demás se desentenderán. Somos un es-
cuadrón que abandona al compañero herido en el campo de batalla y
le deja perecer, se atiene a seguir avanzando, a seguir resistiendo, aun
a sabiendas de que, tarde o temprano, será cazado también. Volverse a
socorrerlo sería imprudente, precipitaría la captura, a lo mejor, le sal-
vaban, sí, pero a cambio de matar el espíritu de, ora abúlica, ora des-
garradora, búsqueda y liberación, que les identificaba. Tal exige el
instinto de conservación... Así debe ser... Sí; así debe ser; pero qué ca-
brones los amigos...
Si me deshago de la pulsera, será mejor que no vaya a parar a ningún
pariente. Aquí me cruzo a una niña. ¿En qué se entretiene? ¿Qué api-
sona y moldea con el pie, pringándose? El olfato me lo revela: qué
peste... ¿De qué chucho será?, ¿de ése cómodamente tumbado en el
balcón, las patas sobresaliendo por entre los barrotes? Qué inconscien-
te guarrada. Pisa que te pisa. ¿De cuántas maneras cabe espachurrarla?
La pobre debe carecer de mejores juguetes. ¿Es que los padres no
tendrán para plastilina? A lo mejor es que a ella le atrae más lo orgá-
nico... Me tienta regalarle la pulsera. Pero habría de explicarle que no
es una mierda cualquiera. Además, vuelvo a lo de antes: ¿y si es prima
mía, como Fernando-niño, y propicio que la madre alcohólica agarre
una tajada de muerte?
Ya llego a la altura de la bocacalle en la que he de girar. Poco antes,
sentada en un escalón, hay una pareja bebiendo cerveza. No son dos

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enamorados. Ella me saluda: “Hola”. Yo imprimo un movimiento re-
flejo a mi cabeza, no me paro. ¿Por qué me saluda? No la conozco.
Sencillamente porque me he quedado mirándola como un bobo. Ha
sido una mirada impertinente, solo que, en vez de molestarse, me ha
saludado con amabilidad. No la he distinguido bien: una sombra la
cubría. Los ojos eran dos diminutas luciérnagas enmarcadas en una
espesura de cabello largo y graso. El rostro escuálido y macilento pa-
recía de una hechicera apache, postergada y desolada por no poder
aplicar su ciencia en la reserva a donde vive recluida. Su Hola ha sido
lánguido, suplicante, derrotado: Hasta hace poco corríamos por las
praderas... Él me ofrecía un perfil ausente, sonámbulo, mancillado,
sobre el que ella apenas reparaba cuando un ronroneante hilo de voz le
hablaba... He pasado al otro lado del cerco donde se hallan confina-
dos, al otro lado del camposanto de unos sueños defraudados.
Doblo la esquina, desciendo una ligera cuesta, llego a la altura de la
puerta. Es una puerta maciza, raída, descolorida. Otras veces me he
preguntado cómo sonaría al golpearla con los nudillos. No hay telefo-
nillo, no hay llamador de ninguna clase... Suena opaco, sordo, los nu-
dillos se resienten. Insisto. Espero. ¿Vendería aquí unos libros? Deber-
ía haberme traído los folletos para disimular. Bah; sería ridículo; nadie
se lo tragaría.
Sobre la fachada contigua cuelga un andamio de unos cables. Bajo la
plataforma hay una holgada red para evitar que los escombros caigan
al suelo. Parece una barca bogando en el espacio, con la red echada
sobre la calle para capturar algún ser errático, siniestro, de alguna es-
pecie compleja. Espero no enredarme en ella.
La puerta se abre. Chirría, pero se desliza con más facilidad de lo que
pudiera parecer por el peso y la envergadura. Una señora se apoya en
el batiente, me estudia un instante. ¿Debo explicarme? Estoy tenso,
agitado, pero disimulo. Al fin me deja paso, se aparta a un lado. Fran-
queo la puerta decidido, no he de vacilar, aunque me tiemblen las
piernas. A mi espalda oigo: “Si te viera tu madre...”.
Atravieso un patio poblado de macetas de tallos largos. A la izquier-
da hay una puerta abierta, de reojo advierto un televisor al que nadie
atiende y una butaca enfrente, vacía, con unos cojines revueltos. Es la
vivienda de la vecina que me acaba de abrir. A mi espalda regresa a su
poltrona, pero antes, según encaro la escalera, me dirige una displicen-
te indicación: “La segunda puerta a la izquierda, no te confundas, no
molestes a los demás”.

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Subo las escaleras. Son tres pisos. ¿Quién me obliga a pasar por es-
to? Nadie. Yo mismo. ¿Entonces? Entonces nada. A ver si así acallo
los refunfuños de Piqui y las impertinencias de Fredi. ¿Me han empu-
jado ellos? A lo mejor; y la racanería de mi madre. ¡Cabrones! Y eso
que no se arriesgarían declarando a mi favor en un juicio, que me de-
jarían tirado si me acusaran de robo... Dignidad. ¿Es esa la palabra?
Sentirse bien con uno mismo, no besarle el culo a nadie, ni a la propia
madre. Durante un tiempo la dejaré tranquila, no me humillaré pidién-
dole dinero, la provisión me durará bastante. A su vez, me dejará tran-
quilo, no me atosigará con sus monsergas, verá que me desenvuelvo
como siempre, que continúo la vida normalmente, ese es el truco,
hacer como si nada hubiera pasado, vender libros, ir al psicólogo...
Claro que, igual se empeña en acusarme de la falta de la pulsera en
vez de pensar que se la llevó o la perdió la Cloti... ¡Uf!; sí que están
empinados los putos escalones, me falta el aliento. ¿Los nervios mer-
man la capacidad física?... Espero que no me engañe. He de parecer
entendido, avezado, habré de olerlo, de desmenuzar un poquito. ¿Re-
gatearé? Es lo lógico. Espero que no haga trampas conmigo, que lo
pese bien, no soy ningún niñato. Si Fredi puede, por qué no yo... ¿Les
daré a probar? No se lo merecen, pero sí. Es la única forma de demos-
trar que he venido, no soy ningún fanfarrón. Pero antes dejaré sentado
que así compenso lo que les debo, les daré una porción equivalente,
sin pedirles cuentas; incluso más, para demostrarles que también soy
generoso... Queda un piso... ¿Qué pensará Eva? La dejaré maravillada.
Aunque igual ya adivinaba en mí el valor necesario. De alguna manera
es como si anticipara aspectos de mi personalidad que yo desconocía.
Debió imaginar que sería un buen amante y por eso sembró el camino
de miradas-migajas para que Pulgarcito-Nando las siguiera. Seré es-
pecialmente generoso con ella; pero, en la intimidad, no delante de los
otros. Igual necesito su colaboración, que lo esconda en casa de Ber-
nardino, conocerá algún escondite donde la abogada no pueda encon-
trarlo: entre los tebeos quizás. A lo mejor lo escondo yo mismo, sin
decirle nada, no fuera a oponerse... Estaría bueno que lo descubrieran:
Abogada guardaba en su casa... La inhabilitarían. Lo tendría bien me-
recido por descuidar al padre. Es verdad que ha contratado a Eva; pero
también ella debería atenderlo, y más siendo Bernardino un viejo
majísimo... El rellano. La segunda puerta ha dicho la vecina. Aquella
no, hay que contar por la izquierda, no por la derecha. Me asomo al
patio. Es un tercero más alto de lo normal, desde mi casa el suelo está

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más cerca... Esta otra puerta debe sonar a hueco si la golpeo con los
nudillos: es lisa, endeble, parecida a la de mi cuarto. Hay un timbre.
¿Lo pulso? Espera. Respiro hondo. Ahora... No es un ding-dong, es un
zumbido lejano, monocorde... No ha de parecer la primera vez, he de
actuar con desenvoltura. Aunque no es necesario que hable mucho, no
voy a vender nada, voy a comprar; mejor es hablar lo justo; lo justo
para no parecer desconfiado, sí entendido; palabras certeras, amables
pero no amistosas... La puerta se abre. Aparece un tipo alto, delgado,
patilludo. Mastica algo. Es él. Sostengo su mirada. No me disculpo
por haberle interrumpido, sobra la educación, los buenos modales. En-
arca las cejas. Le pregunto: “¿Mushet?”, no puede negarlo. Ha com-
prendido. “Pasa, pasa...”, me invita, escorando el bolo en la boca. Mi
madre le regañaría: no se habla con la boca llena. Cierra la puerta
detrás mía. En una mesa come una chica, me mira, no me saluda, al
boquear observo una mella que la afea, a su lado está el cubierto de
Mushet y un plato a medio terminar. No me invitan a cenar. No se
presenta la chica. Mushet me encara, no es una disposición hostil,
aguarda sin acosarme, permite que acabe mi breve inspección del lu-
gar. Saco del bolsillo la pulsera. Se la muestro. El oro refulge a la luz
de la lámpara pendiente del techo. La circonita destella. La chica que-
da cautivada, agranda los ojos. Mushet mira la joya de refilón, no hace
amago de cogerla, yo tampoco se la alcanzo. La chica desvía la mira-
da, es prematuro recrearse en ella. Mushet traga un resto de comida.
Vuelve a enarcar las cejas. Esboza una sonrisa condescendiente.
Aguarda a que hable.
– ¿Cuánto me das por ella? –pregunto.

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– ¡No me amenaces! ¡No te lo consiento!
– ¡Pues no vuelvas a entrar más en mi cuarto, a hurgar más en mis
cosas!
– ¡A partir de ahora entraré cuanto quiera! ¡No alojaré en mi casa a
un delincuente!
– ¡Te lo mereces! ¡Eres despreciable! ¡Una mala madre!
– ¡No me insultes o te pongo de patitas en la calle!
– ¡Me da igual! ¡Esta no es mi casa!
– ¡Lo que no va a ser es el refugio de tus fechorías! ¡Ahora mismo
vas a devolver ese semáforo!
– ¿Devolver? ¿A quién?
– A la policía.
– ¡Ja, ja!
– Y de la pulsera ya hablaremos. No me trago eso de que la hayas
empleado en ayudar a un amigo en apuros. ¿Es que no tiene familia?
– Ya te lo he explicado.
– ¡Pues no me creo nada! Me lo habrías contado antes, de haber sido
para una buena acción.
– No me hubieras hecho ni puto caso.
– ¡Malhablado! Bonito lenguaje has aprendido de tus amigos.
– Hablo como quiero.
– Insolente. Te vas a acordar.
– Me da igual.
– No, no te da igual. Eres un mentiroso.
– Ése es mi problema.
– ¡Y el mío! Por lo pronto dejarás de recibir ninguna paga. Y ya pue-
des empezar a vender libros.
– No pienso hacerlo. No pienso dejar que sigas robándome el dinero
que gano.
– ¿Me estás llamando ladrona? ¡Aquí el único ladrón eres tú!
– ¡De tal palo tal astilla!
– No vuelvas a insultar a tu madre. Te he dicho mil veces que lo
hago para que el día de mañana...
– ¡No me lo repitas! Estoy hasta los cojones de oírtelo.
– ¡Válgame Dios! ¡Este no es mi hijo!
– No he hecho nada para merecerlo.

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– ¿No será a una amiga a quien has ayudado?
– Quién sabe.
– ¿Quieres decirme la verdad? ¿Tienes una amiga?
– Pues claro. No sólo una: dos, tres... ¡muchas amigas!
– ¿Es tu novia?
– Sí: y toca el violín.
– Deja en paz a la novia de tu hermano.
– Ya quisiera ella ser mi novia, no de ese calzonazos.
– No ofendas a tu hermano. ¡Aprende de él a ser un buen hijo!
– A ser un buen mentecato.
– Dime: ¿la has dejado en cinta?
– ¿Qué?
– Que si has dejado en cinta a tu novia o lo que sea y por eso la ayu-
das. Contesta.
– ¡Yo no he dejado preñada a nadie! Desde luego, pareces gilipollas.
– Ya está bien. Se acabó. No lo aguanto más. ¡Tú no me insultas más
porque no me da la gana! Largo de aquí.
– No me pongas las manos encima.
– ¡Fuera de esta casa!
– No me empujes.
– ¡A la calle! Así aprenderás. No pienso dejar que un mocoso acabe
conmigo. Bastante paciencia he derrochado ya. Venga. Vamos. ¡Fue-
ra!
– ¡Maldita sea, no me pongas las manos encima, no me empujes!
Me revuelvo y sus brazos me golpean torpemente.
– ¡Malnacido!
Un empujón me desplaza hacia atrás y tropiezo con un mueble.
– ¡Histérica!
Cae un objeto de porcelana y estalla contra el suelo.
– ¡Fuera, demonio!
Piso un trozo roto.
– ¡A mí no me toca nadie!
Mi hermano no se mueve del lado del piano.
– ¡Engendro! ¡Animal!
Se tambalea otro mueble.
– ¡Estúpida!
Desvío los golpes.
– ¡Delincuente!
Cae una jarra de plata.

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– ¡Ladrona!
Rebota y tamborilea en el suelo.
– ¡Malnacido! ¡Piérdete!: ¡no quiero saber más de ti!
Mi espalda golpea la puerta de la calle.
– ¡Ni yo de ti!
Me araña la cara.
– ¡Demonio!
Le agarro el cuello.
– ¡Grgrgr...!
Aprieto.
– ¡Grgrgr...!
Mis manos aprietan el cuello..
– ¡Grgrgr...!
Aprieto más. Mis manos aprietan más.
– Te mato.
Pronuncio Te mato. Mi boca pronuncia Te mato.
No se zafa. La he cogido bien. Mejor de lo que creía. Mejor de lo que
creían mis manos. La estrangulo. Mi manos la estrangulan.
– ¡Grgrgr...!
Aflojo un poco. Mis manos aflojan un poco. Las deslizo, las coloco
mejor. Mis manos se deslizan, se colocan mejor. Aprieto de nuevo.
Mis manos aprietan de nuevo.
– Te odio.
Pronuncio Te odio. Mi boca pronuncia Te odio. La voz me sale ron-
ca. La voz de mi boca sale ronca. Casi no consigo decir Te odio. Casi
mi boca no consigue decir Te odio. Casi me sale un gemido. Casi mi
boca emite un gemido. El rostro está aterrado. El rostro de mi madre
está aterrado. Mi madre está aterrada. El corazón me late con fuerza.
El corazón late con fuerza. Me falta aire. A mis pulmones les falta ai-
re. Nadie me estrangula pero a mis pulmones les falta aire. El rostro se
vuelve morado. El rostro de mi madre se vuelve morado. Mi madre se
vuelve morada. Aflojo un poco. Mis manos aflojan un poco. Oigo el
roce del aire contra la garganta del rostro. Oigo el roce del aire contra
la garganta del rostro de mi madre. Mis oídos oyen el roce del aire
contra la garganta del rostro de mi madre.
– ¿Es la policía?
Mi hermano pregunta ¿Es la policía? La voz de mi hermano pregun-
ta ¿Es la policía? Mi hermano está nervioso, le atenaza el pánico. La
voz de mi hermano está nerviosa, le atenaza el pánico.

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– Rápido, por favor...
Mi hermano pronuncia Rápido, por favor. La voz de mi hermano
pronuncia Rápido, por favor. Mi hermano cuelga el teléfono. Oigo el
chasquido del teléfono. Mis oídos oyen el chasquido del teléfono. El
teléfono encaja en el receptáculo del teléfono. Las manos encajan en
el cuello de mi madre. Mis manos encajan en el cuello de mi madre.
Las manos de mi madre alcanzan mi rostro. Mi madre alcanza mi ros-
tro. Las manos de mi madre me arañan. Mi madre me araña. Cierro los
ojos. Mis ojos se cierran. Los protejo. Los ojos se protegen. Los prote-
jo contra las uñas de mi madre. Los ojos se protegen contra las uñas
de mi madre. No veo. Mis ojos no ven. Estiro la cabeza hacia atrás. Mi
cabeza se estira hacia atrás. Consigo ver algo entre los dedos de mi
madre. Los ojos consiguen ver algo entre los dedos de mi madre.
Aprieto las manos agarradas al cuello. Las manos aprietan el cuello.
El cuello es frágil. El cuello de mi madre es frágil. No tiene nuez. El
cuello de mi madre no tiene nuez. No noto la nuez. Mis manos no no-
tan la nuez. Las manos de mi madre se aflojan. Veo mejor. Mis ojos
ven mejor. Veo el rostro. Veo el rostro de mi madre. El rostro morado
de mi madre. Morado y congestionado. Morado y congestionado de
mi madre. El pelo encrespado. El pelo encrespado de mi madre. Las
arrugas lívidas. Las arrugas lívidas de mi madre. Veo a mi hermano
cerca. Mi hermano pretende atacarme. Me ataca. Mi hermano me ata-
ca. Defiende a su madre. Mi hermano defiende a su madre. Los dedos
largos de mi hermano me lastiman. Los dedos largos de pianista de mi
hermano me lastiman. Los dedos largos de pianista de mi hermano
podrían lastimarse lastimándome. La madre de mi hermano debería
ordenarle que cuidara sus manos. El rostro de la madre de mi hermano
debería ordenarle que cuidara sus manos. O no podrá tocar el piano. O
mi hermano no podrá tocar el piano. O los dedos largos de pianista de
mi hermano no podrán tocar el piano. Pero el rostro de la madre de mi
hermano no puede hablar. La madre de mi hermano no puede hablar.
Mi madre no puede hablar.
– ¡Suéltala!
Mi hermano pronuncia ¡Suéltala!. La voz de mi hermano pronuncia
¡Suéltala! Y me pega. Mi hermano me pega. Pero no me hace daño.
No consigue que la suelte. No consigue que suelte a su madre. A su
madre. A mi madre. Mi madre está atrapada entre mis manos. El cue-
llo de mi madre está atrapado entre mis manos. Entre mis manos. En-
tre las manos. Entre las manos que aprietan. Entre las manos que

120
aprietan el cuello de mi madre. Es mi madre. Mi madre. Es el cuello
de mi madre. Las manos la estrangulan. Las manos estrangulan a mi
madre. Las manos del hijo de mi madre estrangulan a mi madre. Las
manos del hermano de mi hermano estrangulan a mi madre. Mis ma-
nos estrangulan a mi madre. Es mi madre. Mi madre. Las manos la es-
trangulan. Mis manos la estrangulan. Mis manos.
Aflojo las manos. Las manos se aflojan. Las manos del hijo de mi
madre se aflojan. Sueltan el cuello. Las manos sueltan el cuello. Las
manos del hijo de mi madre sueltan el cuello. Mis manos sueltan el
cuello. Suelto el cuello. Las manos de mi madre acarician el cuello.
Mi madre acaricia el cuello. Mi madre respira. El rostro de mi madre
respira. El rostro de mi madre recupera el color. Mi madre recupera el
color. Mi hermano ayuda a mi madre a sentarse. Mi hermano ayuda a
su madre a sentarse. El hijo de mi madre ayuda a su madre a sentarse.
El hijo de la madre de mi hermano ayuda a mi madre a sentarse.
– Cálmate, ya pasó.
Mi hermano pronuncia Cálmate, ya pasó. El hijo de mi madre pro-
nuncia Cálmate, ya pasó. Los dos se sientan en el sofá. Mi madre y mi
hermano se sientan en el sofá. La madre de mi hermano y mi hermano
se sientan en el sofá. La madre de mi hermano y su hijo. Mi madre y
su hijo. Mi madre y mi hermano. Mi madre ha dicho Aprende de él a
ser un buen hijo. Mi hermano es un buen hijo. Es un buen hijo. Es el
buen hijo. El buen hijo defiende a su madre. El buen hijo ayuda a su
madre. El buen hijo calma a su madre. El buen hijo abraza a su madre.
Yo debería aprender del buen hijo. Yo debería defender a mi madre.
Yo debería ayudar a mi madre. Yo debería calmar a mi madre. Yo de-
bería abrazar a mi madre. Yo no hago nada de eso. Yo no soy un buen
hijo. Soy un mal hijo. Soy el mal hijo. El mal hijo de la madre de mi
hermano. El mal hijo insulta a su madre. El mal hijo amenaza a su
madre. El mal hijo agrede a su madre. El mal hijo estrangula a su ma-
dre. El mal hijo soy yo. Yo soy el mal hijo. El buen hijo es mi herma-
no. Mi hermano es el buen hijo. El mal hijo debería aprender del buen
hijo. El mal hijo intenta aprender del buen hijo.
– ¡Apártate!
El buen hijo pronuncia ¡Apártate!. El buen hijo da un manotazo y
pronuncia ¡Apártate!. El mal hijo se aparta. El mal hijo se aparta de
mi madre y del buen hijo. El mal hijo no consigue aprender del buen
hijo. El mal hijo se aparta del buen hijo y de mi madre. El mal hijo se
sienta en una silla. El mal hijo aparta con el pie un trozo roto de porce-

121
lana. El pie del mal hijo aparta un trozo roto de porcelana. El pie del
mal hijo choca contra la jarra de plata. La jarra de plata rueda. La ma-
no del mal hijo coge la jarra de plata. La mano coge la jarra de plata y
la coloca junto al juego de plata. La mano la coloca junto al juego de
plata sobre el mueble.
Lágrimas. Por las mejillas del mal hijo ruedan lágrimas. Parten de los
ojos. Parten de los ojos del mal hijo. Los ojos del mal hijo se empa-
ñan. Los ojos se empañan. Mis ojos se empañan. Lloran. Los ojos llo-
ran. Mis ojos lloran. Yo lloro. Cierro los ojos. Cierro los ojos del mal
hijo. Los ojos se cierran y ruedan más lágrimas por las mejillas del
mal hijo. Varias lágrimas seguidas. Ruedan varias lágrimas seguidas.
¿Por qué llora el mal hijo? ¿Por qué lloro? ¿Por ser un mal hijo? ¿Por
ser el mal hijo? ¿Por no ser un buen hijo? ¿Por no ser el buen hijo?
– Trae un vaso de agua.
El buen hijo pronuncia Trae un vaso de agua. El buen hijo abanica a
mi madre y pronuncia Trae un vaso de agua. El buen hijo se dirige al
mal hijo. El buen hijo ordena al mal hijo. El mal hijo obedece al buen
hijo. Obedezco al buen hijo. Obedezco al hermano del mal hijo. El
mal hijo aprende a ser un buen hijo. Aprendo a ser un buen hijo. El
mal hijo se levanta y camina hacia la cocina. El mal hijo camina hacia
la cocina para traer un vaso de agua. El mal hijo camina hacia la coci-
na para traer un vaso de agua a la madre del buen hijo. Un vaso de
agua a la madre del mal hijo. A la madre del mal hijo. A mi madre.
La madre del mal hijo ha dicho Eres un mentiroso. Mi madre ha di-
cho Eres un mentiroso. El mal hijo es un mentiroso. Yo soy un menti-
roso. Yo miento. El mal hijo miente. ¿Por qué miente el mal hijo?
Miente porque le preguntan. El mal hijo miente porque le preguntan.
Las preguntas de la madre obligan a mentir al mal hijo. La pulsera no
ha servido para ayudar a un amigo en apuros. Es mentira. Es una men-
tira creíble. Es una mentira creíble pero la madre del mal hijo no ad-
mite una mentira creíble. La madre del mal hijo quiere la verdad. No
quiere una mentira. Quiere la verdad. El mal hijo podría haber regala-
do la pulsera a una chica. El mal hijo podría haber regalado la pulsera
a Eva o a Mónica. A Eva o a Mónica hubiera sentado muy bien la pul-
sera. También hubiera sido una mentira creíble. A lo mejor hubiera
sido una mentira más creíble que ayudar a un amigo en apuros. Pero la
madre del mal hijo tampoco hubiera admitido una mentira más creí-
ble. La madre del mal hijo no quiere mentiras más o menos creíbles.
Quiere la verdad. Quiere confirmar la verdad. Quiere confirmar que el

122
mal hijo es en verdad un mal hijo. De ahí las preguntas. De ahí las
preguntas de la madre del mal hijo. Las preguntas que obligan al mal
hijo a mentir.
Agua. Por el grifo corre agua. El mal hijo llora. El mal hijo llora in-
tensamente. El mal hijo llena de agua y lágrimas el vaso de agua para
la madre. El mal hijo solloza en silencio. Hipa en silencio. El mal hijo
termina de llorar. El mal hijo recupera la calma. El llanto le ha des-
ahogado. Se seca las lágrimas. Se seca las lágrimas con un trapo sucio
de cocina. Me seco las lágrimas. Me seco las lágrimas con un trapo
sucio de cocina. Alguien ha llorado y dejado de llorar. El mal hijo.
Yo.
Puerta. Llaman a la puerta de la calle. Es el timbre de la puerta de la
calle. El mal hijo oye el timbre de la puerta de la calle. Y el chasquido
de la puerta al abrirse. Alguien ha abierto. El buen hijo. El buen hijo
ha abierto. Ha abierto la puerta de la calle.
Preguntas. El mal hijo oye preguntas. Presentaciones. El mal hijo oye
presentaciones. El mal hijo oye preguntas y presentaciones. Y un
murmullo de conversación. La puerta se cierra y el murmullo de con-
versación sigue. El buen hijo explica lo sucedido. La madre del buen
hijo calla. La madre del buen hijo calla hasta que una voz grave le
pregunta cómo se encuentra.
– Bien.
El mal hijo oye Bien. La madre del buen hijo pronuncia Bien. La
madre del buen hijo se encuentra bien.
Pasos. El mal hijo oye pasos. Oye pasos hacia el cuarto del mal hijo.
El buen hijo da explicaciones en el cuarto del mal hijo. La madre tam-
bién da explicaciones en el cuarto del mal hijo. Ahora la madre tam-
bién da explicaciones.
– Semáforo.
El mal hijo oye Semáforo. La madre del buen hijo pronuncia Semáfo-
ro.
– Pulsera.
El mal hijo oye Pulsera. La madre del buen hijo pronuncia Pulsera.
– Estrangularme.
El mal hijo oye Estrangularme. La madre del buen hijo pronuncia
Estrangularme.
El mal hijo bebe un poco de agua del vaso que trae a la madre del
buen hijo. Del vaso que el buen hijo le encargó. Del vaso de agua y
lágrimas. El mal hijo abandona la cocina. El mal hijo se detiene a la

123
entrada del salón. El mal hijo bebe otro poco de agua del vaso que trae
a la madre del buen hijo. Bebo otro poco de agua. Otro poco de agua y
lágrimas. Bebo.
Uniformes. Del cuarto del mal hijo surgen uniformes. Uniformes con
insignias en el pecho, cartuchera y esposas en el cinto. Reparan en el
mal hijo. En el mal hijo que trae el vaso de agua para la madre del
buen hijo. La madre del buen hijo surge también del cuarto del mal
hijo. El mal hijo ha dicho No vuelvas a entrar más en mi cuarto. El
mal hijo ha dicho a la madre No vuelvas a entrar más en mi cuarto. La
madre ha vuelto a entrar en el cuarto. No sola. Acompañada. Acom-
pañada del buen hijo y de los uniformes. La madre del buen hijo ha
vuelto a entrar en el cuarto del mal hijo. En mi cuarto.
– Este es.
La madre del buen hijo pronuncia Este es. La madre del buen hijo
señala al mal hijo y pronuncia Este es. ¿Quién es Este es? El mal hijo.
Yo.
La madre del buen hijo ha dicho al mal hijo Este no es mi hijo. La
madre del buen hijo ha dicho al mal hijo Animal. La madre del buen
hijo ha dicho al mal hijo Malnacido. La madre del buen hijo ha dicho
al mal hijo Engendro. La madre del buen hijo ha dicho al mal hijo In-
solente. La madre del buen hijo ha dicho al mal hijo Mentiroso. La
madre del buen hijo ha dicho al mal hijo Demonio. El mal hijo es un
Animal-Malnacido-Engendro-Insolente-Mentiroso-Demonio. El mal
hijo es Este es. Este es el mal hijo. Yo.
Los uniformes se acercan al mal hijo. Detrás de los uniformes la ma-
dre del buen hijo y el buen hijo se acercan también. Todos se acercan
al mal hijo. Al mal hijo. A mí.
Apuro el vaso de agua. Apuro el vaso de agua para la madre del buen
hijo. El mal hijo apura el vaso de agua para la madre del buen hijo. El
vaso de agua que le encargó el buen hijo. El vaso de agua y lágrimas.
Apuro el vaso de agua y lágrimas.
Los uniformes se acercan. Los uniformes retiran con cuidado el vaso
de agua de la mano del mal hijo. Con cuidado.
– Tranquilo.
Los uniformes pronuncian Tranquilo. Los uniformes retiran el vaso
de agua de la mano del mal hijo y pronuncian Tranquilo. El mal hijo
está tranquilo. Estoy tranquilo.
– Los bolsillos.

124
Los uniformes pronuncian Los bolsillos. Los uniformes señalan a mis
pantalones y pronuncian Los bolsillos. El mal hijo saca varios objetos
de los bolsillos. La pulsera no. El mal hijo sabe que la pulsera no está
en los bolsillos. El mal hijo no saca la pulsera de los bolsillos. El mal
hijo sabe que no hallarán la pulsera. Los uniformes no hallan la pulse-
ra. Los uniformes no hallan la pulsera pero hallan otro objeto. Los uni-
formes hallan otro objeto en los bolsillos. Los uniformes lo examinan.
Los uniformes muestran a mi madre ese otro objeto. Mi madre no sabe
lo que es. La madre del mal hijo no sabe lo que es. Los uniformes
comprenden que la madre del mal hijo no sabe lo que es.
– Hachís.
Los uniformes pronuncian Hachís. Los uniformes muestran a la ma-
dre del mal hijo el objeto y pronuncian Hachís. La madre del mal hijo
queda aturdida. Nunca ha visto el hachís.
– No puedo creerlo.
La madre del mal hijo pronuncia No puedo creerlo.
– ¿Tienes más?
Los uniformes preguntan ¿Tienes más? Los uniformes encaran al
mal hijo y preguntan ¿Tienes más? El mal hijo niega con la cabeza.
Niego con la cabeza.
– ¿Encontró algo parecido en su cuarto?
Los uniformes preguntan ¿Encontró algo parecido en su cuarto? Los
uniformes miran a mi madre y preguntan ¿Encontró algo parecido en
su cuarto? Mi madre niega con la cabeza. No encontró nada parecido
en mi cuarto. En el cuarto del mal hijo. Encontró un semáforo. Nada
parecido.
– ¿Dónde escondes el resto?
Los uniformes preguntan ¿Dónde escondes el resto? Los uniformes
encaran al mal hijo y preguntan ¿Dónde escondes el resto? El mal hijo
no se inmuta. Permanece en silencio. No me inmuto. Permanezco en
silencio.
– ¿A quién vendiste la pulsera?
Los uniformes preguntan ¿A quién vendiste la pulsera? El mal hijo
no se inmuta. Permanece en silencio. No me inmuto. Permanezco en
silencio.
– Te podrían caer varios años.
Los uniformes pronuncian Te podrían caer varios. El mal hijo no se
inmuta. Permanece en silencio. No me inmuto. Permanezco en silen-
cio.

125
– De ser mayor de edad irías a la cárcel.
Los uniformes pronuncian De ser mayor de edad irías a la cárcel. El
mal hijo no se inmuta. Permanece en silencio. No me inmuto. Perma-
nezco en silencio.
– ¿Habías fumado antes de agredir a tu madre?
Los uniformes preguntan ¿Habías fumado antes de agredir a tu ma-
dre? ¿A mi madre? ¿A la madre del mal hijo? El mal hijo no se inmu-
ta. Permanece en silencio. No me inmuto. Permanezco en silencio.
Los uniformes suspenden el interrogatorio porque el mal hijo no se
inmuta, permanece en silencio. Porque no me inmuto, permanezco en
silencio.
La madre del buen hijo está pálida. El buen hijo toma su mano. Y me
mira. El buen hijo me mira. Y la madre del buen hijo me mira tam-
bién. Los dos me miran. Los dos miran al mal hijo. Los dos miran al
mal hijo como a un extraño. Madre e hijo. Los dos.
El mal hijo inclina la cabeza. Inclino la cabeza. El mal hijo repara en
las esposas de los uniformes al inclinar la cabeza. Reparo en las espo-
sas de los uniformes. Tintinean en el cinto. Tintinean en el cinto de los
uniformes.
Los uniformes se dirigen a la madre del buen hijo.
– Todo depende de que usted presente la denuncia.
Los uniformes pronuncian Todo depende de que usted presente la
denuncia. La madre del buen hijo. Usted. Mi madre.

126
Una descarga, un desahogo, una expulsión de demonios, una conjura
de odios, un apaciguamiento de malestares, un catalizador de angus-
tias, un fumigador de pesares, una sofocada algarabía de dioses gro-
tescos, un socorro eficaz y pasajero, una prórroga salvadora, un falaz
triunfo. Eso también es el sexo. Eso también es un polvo.
No sabe el cuerpo orondo, carnoso, fláccido, tetudo, que lo deseo,
que lo busco íntimamente, que lo teledirijo con una imaginaria emi-
sión de feromonas, que lo acorralo con miradas pervertidas, que de-
mando su disposición inmediata, su desnudez incondicional, su arrojo
desatentado. Busco la manera de abreviar los quehaceres que lo retie-
nen, que lo distraen, que dilatan el momento de entregarse a mí, como
siempre, a la hora convenida, después de, cuando termine con, ya se
hace tarde, ya me cansé de recabar destellos lascivos, mi retina está
saturada, quiero pasar a la acción. Intento no manifestarme abierta-
mente contra ellos, no me delate, no desvele que estoy especialmente
necesitado del cuerpo cuya apropiación y disfrute dependen de una
voluntad ajena. Procuro mostrar que me mueve el hábito, la costum-
bre, lo acordado tácitamente, no he de levantar sospechas, no he de
revelar apetitos adicionales, razones advenedizas, arriesgaría si no su
sometimiento... Y sin embargo hoy constituye por encima de todo la
mejor medicina de que dispongo para aplacar mi repudio del mundo,
mi desprecio de la vida, mi asco de mí mismo. Mi único recurso para
descargar este peso insoportable. Bien me serviría otra chica, cual-
quiera, la primera que se toparan mis ojos en medio de la calle, siem-
pre que no fuera vieja y fea, si supiera cómo abordarla, trajinármela
sin más; cualquier desconocida, una conocida demandaría tediosas
explicaciones y seductores embelecos, para lo cual no hay tiempo; ni
aunque se tratara de Mónica: mancillaría el remoto sentimiento de pu-
reza que me inspira, seguramente falso; necesito poder despreciarla un
poquito, aunque no más que a mí mismo. Cuando al fin se someta a mi
voluntad, arrebatado por su propia codicia de mi cuerpo, entonces sí
destaparé sin miramientos mis ardores, arriesgaré la interpretación vi-
ciosa de mi deseo, escupiré la insania que me corroe, liberaré mis tor-
mentos invisibles, desataré mis mudos lamentos.
Acaba, pues, Eva, los cuidados de Bernardino, no me tortures más
demorándote en ellos, acomódalo pronto en el sillón, conéctale la ra-
dio, déjalo dormir, hoy estaba especialmente cansado, poco hablador,

127
apático, desganado, no quiso comer mucho, ¿no lo notaste?, a duras
penas lo hice yo, sino a costa de apear a intervalos la lujuria que clama
tu cuerpo. Deseaba que terminaras pronto. ¿O mi deseo de ti me hacía
imaginar su deseo de que terminaras pronto? No esperemos a que se
duerma, no recojamos los platos, bríndale las últimas palabras de afec-
to, dale un beso en la mejilla, deséale una feliz siesta y vayámonos
pronto al dormitorio de la abogada, no prolongues más mi agonía, no
recrudezcas más mi desesperación, estoy que estallo por dentro,
préstame tu cuerpo ya, tus pechos, tus nalgas, vamos a la cama, co-
rramos, elige de la repisa un tebeo cualquiera, no te entretengas en
hojearlo y recordar si lo hemos leído o no antes, dame la medicina,
necesito una dosis bien cargada de concupiscencia, obvia los preám-
bulos, no pases por el cuarto de baño, no te laves, quiero apresar cuan-
to antes tu cuerpo, salir a flote agarrado a él, no juguemos en el pasi-
llo, reconcíliame pronto conmigo mismo, sálvame, dame una razón
que merezca la pena para seguir existiendo, una razón que me ayude a
sobrellevar el tiempo que haya de pasar hasta el próximo encuentro,
demuéstrame que pueda pensar: al menos siempre nos quedará el
sexo... Pasa tu primero, el nido está listo, la cama intacta, la llanura de
sábanas presta, depón los juegos amorosos, abandona los tanteos, no
nos desnudemos mutuamente, cada cual quítese la propia ropa, tarda-
remos menos, así es, descubre tu cuerpo a mi deleite, ahora, déjate ca-
er, déjame subir, déjate montar, déjame huir, resiste a la onda, a la ola,
a la espuma, al viento, a la tempestad, al temblor, al sismo, al cata-
clismo...
– Debiste colocarte el condón. ¿Y si me dejas preñada?
Nuestros cuerpos yacen desarbolados, desnudos, desanudados, sepa-
rados a la mayor distancia que permite la cama, boca arriba. El alto
techo es un paisaje yermo y, sin embargo, sosegador, solo que, al otro
lado, se sucede un taconeo persistente, azaroso, desigual, que incomo-
da. El oído lo espía y la mirada traza las trayectorias que sigue, alguna
coincidente con la línea remarcada por un rodillo de pintura blanca. La
maraña de trazos resultante no responde a un sentido lógico. Los pre-
sumibles zapatos de tacón alto son impropios de andar por casa, la ve-
cina parece estar preparándose para salir, para acudir a una fiesta, a la
recepción ofrecida por alguna personalidad, solo que, cuando traspasa
el perímetro de los diez metros cuadrados de techo, al poco regresa,
con renovado e impetuoso taconeo. No se prepara, pues, para salir,
además de que, no comenzaría a vestirse por los zapatos... A no ser

128
que estuviera probándose varios vestidos, hasta dar con el que hiciera
juego con ellos. No es de extrañar que una prenda de menor relevancia
determine el resto de la indumentaria. Adivinar en cada caso, en cada
mujer, cuál es aquella sobre la que pivota el resto, aquella en torno a la
que orbitan los colores y las tonalidades, las zonas que conviene resal-
tar y las que huelga disimular, es todo un reto. A veces un adorno efí-
mero determina todo un vestuario. Las finas pulseras de cuero de Eva
deben hacerlo: corroboran los tonos sombreados del resto de su ropa.
Mónica solía llevar un pañuelo celeste abrigando el esbelto cuello de
cisne, invitaba a ser descorrido para comenzar a besar por allí, para
comenzar por allí el viaje hacia el centro de su cuerpo. A menudo se
valía de él para distraer el tedio de las manos, los dedos tanteaban la
suavidad de la tela, se enroscaban en ella, se envolvían en ella. Tal
prenda bien podría determinar el resto de la indumentaria.
– No me haces caso. ¿Es que no te interesa lo que digo?
Más bien es como si la recepción la celebrara la vecina, como si, ca-
minando arriba y abajo, atendiera a los invitados, dirigiera a la servi-
dumbre, inspeccionara el nivel de las bebidas, aprobara la bondad de
las degustaciones. Solo que, no lo corroboran pasos ni de invitados, ni
de servidumbre, ni murmullos de conversación, ni tintineo de vasos, ni
glú glú de líquidos, ni tamborileo de hielos, ni chasquido de mastica-
ciones. O es un ensayo general, a solas consigo misma, o es que atien-
de a invitados espectrales.
– ¿Quién vive ahí arriba?
– Paso de ti.
– ¿Te apetece fumar?
Rastreo los pantalones, tendidos al pie de la cama, camuflados bajo
unas bragas y una camisa blanca de trabajo. Ropa apareada, como has-
ta hace poco sus dueños, revuelta, intercambiándose los respectivos
olores, ensayando una mezcla de aromas, despedidos por sudoraciones
y humores. La braga sobre el pantalón, el calzoncillo sobre el sujeta-
dor: combinación hermafrodita, disfraz travestido. Hurgo en los bolsi-
llos, encuentro el hachís, cojo el tabaco de la camisa, prendida por
unas perneras vaqueras.
– Toma. Líatelo tú. Así te distraes.
– ¿Todavía te queda del que ligaste a Mushet?
Claro que me queda, no sabe cuánto da de sí una pulsera con engas-
tes de circonita, no sabe dónde escondo la mayor parte... Creerá la in-
genua que con lo que gano vendiendo libros voy a sacar para tanto,

129
algún día le contaré la verdad. O mejor, no: no hay necesidad de ello,
enturbiaría nuestra relación, introduciría elementos demasiado perso-
nales; hay tanto de lo que es mejor no hablar para no complicar las co-
sas...
Toda la opresión que sentía, la angustia, la rabia, la desesperación...,
ha desaparecido. O el poder terapéutico de un polvo es excelente, o es
que aquellas sensaciones eran artificiales. No; artificiales no: un re-
manente atestigua su realidad. Sin ella saberlo, debo estarle agradeci-
do; le estoy agradecido. Su predisposición me alienta, su prestación
incondicional, la confirmación de que existe un recurso así de natural
para derrocar los sinsabores.
– No quiero ni pensar que me pudiera ocurrir lo que a Tere...
Tendida en la cama, los pechos pierden su forma habitual, se hunden
en sí mismos, tornan inestables, temblequean exageradamente, se des-
cuelgan a ambos lados de los costados. Como un líquido toma la for-
ma del recipiente que lo contiene, así el pecho abarca la piel que lo
envuelve, piel que a su vez carece de forma, aunque no de resistencia
y elasticidad. Los pechos de Eva son prominentes estando ella de pie,
no tumbada. En esta postura es difícil adivinar a dónde apuntan, se
deslizan o resbalan. Es difícil apresarlos, degustarlos, se vuelven es-
quivos, reacios a asomarse a la superficie del cuerpo. Ahora que se in-
corpora para revelarme este nuevo aspecto de la historia de Tere y liar
el porro, vuelven a aparecer, a surgir parcialmente, a reivindicar su
forma conocida, a apuntar en una dirección concreta.
No lo sabía. Lo único que sé de las intimidades de Tere es lo que ella
me ha contado. La última vez que me refirió la historia del antiguo
novio, del novio mucho mayor que ella, no acababa así. Bueno, sí
acababa así, solo que, por lo visto, faltaba añadir el detalle que redon-
deaba el drama, la verdadera razón por la cual recibió la brutal paliza
que la obligó a permanecer en el hospital varios días y puso término a
la relación. La mayor de las torpezas que cometiera estando a su lado
consistió en quedarse preñada. Aunque durante la convalecencia su-
frió un aborto, ni el novio intentó reconciliarse con ella, ni los padres
lo habrían permitido. A pesar de tan edificante experiencia, siguen
gustándole maduritos, espera más en ellos. Por descontado, ahora to-
ma precauciones farmacológicas. No sabemos cómo se las gastaría el
guitarrista.
– ¿Por qué tú no tomas la píldora?

130
– Porque me da miedo. Creo que aumenta la probabilidad de sufrir
cáncer.
Si es así, también el tabaco la aumenta y, sin embargo, fuma como
un carretero. ¿Será que hay órganos por los que las mujeres sienten
especial predilección? Debe doler más la afectación de un útero o de
una teta que la de un pulmón.
En verdad es un tema delicado eso de dejar preñada a una tía. No me
lo había planteado hasta ahora. O acaso ligeramente. Me pasó fugaz-
mente por la cabeza poco antes de decidir que no iba a perder tiempo
calzándome la gomita dichosa. La ansiedad me pudo, el coraje me
arrastró. Esto resulta una menudencia cuando estás dispuesto a rendir-
te a la fatalidad, salga por donde salga. Estaba ciego por alcanzar el
éxtasis, hubiera claudicado ante cualquier traba con tal de disponer de
su cuerpo a toda costa, no creía que la vida pudiera seguir a partir de
ahí, seguir acosándome, planteándome problemas. Valía la pena morir
por ese polvo, así que, si estaba dispuesto a ello, por qué no a arrui-
narme la vida con un regalito de esa índole.
Claro que, siempre puedo salir huyendo. Lo prefiero a afrontar un
problema de difícil solución. Qué podría engendrar alguien como yo,
alguien que habría pospuesto indefinidamente el momento de nacer de
haberle consultado. En qué forma justificaría a un hijo su reclutamien-
to involuntario en las filas de la vida. ¿Diciéndole la verdad? Verás,
hijito: Un torbellino de pasión me arrastró a joder a tu madre sin tomar
precauciones, En aquel momento no pensé que tuviera graves conse-
cuencias, Calcula que son de veinte a sesenta años de vida, Luego te
indultan.
Huir en pos de Mónica, seguir su rastro hasta el confín del mundo...
Total, tampoco hay tantos sitios donde pueda esconderse, y menos al-
guien como ella, que a su paso dejará un reguero de amantes desespe-
rados. A cualquier niñato rendido ante una botella de whisky después
del cierre de un pub, le abordaría: Te ha conquistado, ¿verdad?, ¿Que
cómo lo sé?, Porque los prefiere niños de papá, Sé que no puedes
arrancártela del pensamiento, Consuélate con que no eres el único, Pe-
ro, dime: ¿hacia dónde fue?
– ¿Qué harías si me dejaras preñada?
Buena pregunta. Aún intentaba resolverla.
– Me casaría contigo, desde luego.
– Estás de coña. ¿De veras no me dejarías tirada?

131
Allá donde un niño pijo malgastara desusadamente su dinero daría
tarde o temprano con ella. Entonces me rendiría a sus pies blanqueci-
nos, clamaría por encadenarme a su continuo desdén, por esposarme a
su eterno desaire, antes que a un nuevo ser desconocido, al que habría
de ayudar a cambiar los pañales. Amor mío: Consumemos aquella no-
che de fiesta interrumpida a la hora de su culminación por un revuelo
estomacal.
– ¿Y dónde viviríamos?
– En mi casa, por supuesto. Mi madre nos acogería de buen grado. A
ella le encantaría cuidar de nuestro hijo, especialmente si fuera el vivo
retrato de su padre.
– Estás de coña.
Recibo un simpático almohadazo, una bocanada de humo, un tetazo
y un beso.
– Creo que por esta vez te vas a librar. Deben quedarme pocos días
para que me baje la...
No sabe lo que me alivia.
Fumo plácidamente mientras ella se sume en el tebeo que había es-
cogido al azar: Sharkan, el hijo del rayo. Cuando me asomo por enci-
ma de la gruta que media entre sus fláccidos promontorios, adivino las
proezas de una ágil caricatura, frente a quien los enemigos resultan
tardos en reaccionar. Prefiero al fin recostarme del otro lado, imaginar
las hazañas de Sharkan al son de las entrecortadas risas de su lectora.
El humo exhalado viaja por el espacio, choca contra el lomo de Ac-
tualidad Civil sobre la mesilla de noche, tantea la lamparita cónica, la
rodea, se eleva ondulante, palpa grácilmente el techo, se extiende has-
ta formar una nubecilla, busca un resquicio por donde filtrarse, por
donde invadir la fiesta de la vecina, por donde recibir sus obsequiosas
atenciones y, a cambio, atontarla, acallar el taconeo, sentarla de una
vez y obligarla a disfrutar de una acariciadora embriaguez.
– ¿Qué haría la abogada si nos descubriera, si sospechara lo que
hacemos en su cama?
– Me da igual. Es una cerda.
– ¿No te importaría perder el trabajo?
– No. Si no lo he dejado ya, es por Bernardino, no por el dinero, ni
porque ella lo merezca. Si supieras cómo lo trata la muy...
Me cuenta que quiere librarse de él, meterlo en una residencia de an-
cianos, para lo cual despliega una hipócrita estrategia, a fin de con-
vencerlo, innecesaria puesto que ya ha tomado la decisión. Para pre-

132
disponerlo y hacerle comprender, emplea razones empalagosas y
egoístas, incluso llega a insinuarle que por su causa no puede prospe-
rar en el trabajo. Reclinada sobre él, lo acaricia, mima y embauca trai-
doramente. Eva no puede soportar este espectáculo, y menos, a sa-
biendas de lo descuidada que es con él cuando se quedan solos, aun
pretendiendo ella lo contrario.
– Hay días en que me lo encuentro cagado hasta las trancas, y así ha
debido tirarse horas.
En esos casos Bernardino nada revela a la hija, no se atreve, no quie-
re molestarla, entorpecerla, en seguida la desquiciaría si se enfrentase
a una eventualidad tal. Manso, noble y confiado, hará lo que la hija
disponga, no la contradecirá, no la incordiará con sus quejas o sus su-
ciedades. Eva le ha notado un cambio, su ánimo se ha ensombrecido,
la simpática vitalidad que exhibía, los ingeniosos apuntes adivinato-
rios, han declinado y, por más que intenta estimularlo, no reacciona.
De cuando en cuando encaja preguntas reveladoras de la índole de sus
preocupaciones: ¿Vendrás a visitarme a la residencia?, o: ¿Qué clase
de personas encontraré allí?, o: ¿Serán las cuidadoras tan atentas como
lo eres tú?... Eva, a su pesar, le pinta de colores el ambiente que le
aguarda, le sirve en bandeja la ilusión del cambio, solo que Bernardi-
no adivina que miente y más de acuerdo con su carácter sería oírle de-
cir: Tu hija es una cerda que sólo piensa en su coño, Mejor que en tu
casa no estarías en ningún lado.
– Así que poco me importa que nos pille o que averigüe lo que
hacemos a sus espaldas. Al contrario: ¿no crees que sería un golpe
maestro dejarnos sorprender por ella?
A continuación nos mofamos de esta posibilidad, nos recreamos
imaginando en medio de risas cuál sería el mejor recibimiento, esto es,
aquél que la dejase más estupefacta. Cuidamos los detalles, hacemos
algunos ensayos, nos perfeccionamos en la naturalidad de la explica-
ción que habríamos de darle. Si nos sorprendiese despelotados y fu-
mando un petardo, bastaría con: ¿Quiere probarlo, sumarse a nosotros,
darle unas caladas?, Le aseguro que es de calidad... Y si nos pillara
jodiendo: ¿Quiere aguardar un segundo?, En seguida terminamos, Cla-
ro que, si le gusta, puede quedarse mirándonos, no se prive, acomóde-
se y disfrute, siéntase como en su casa, a lo mejor aprende algo.
Para éste último caso escogemos entre gestos alocados la mejor pos-
tura, la más erótica, la más agresiva, la más obscena, la más románti-

133
ca..., y, en la pugna por imponer cada cual su criterio, nos acaricia-
mos, nos lamemos, nos besamos y... nos liamos.
Esta vez ha sido más tranquila la cosa, al menos por mi parte. No
había odios, angustias y frustraciones que aplacar. He disfrutado de
Eva, esta vez era ella quien yacía debajo mía, no un cuerpo prestado,
no un cuerpo irreconocible, no un cuerpo complaciente con mi avidez.
La he manejado con delicadeza, con frescura, con respeto, hemos ju-
gado a querernos, hemos jugado, yo a ser Sharkan, el hijo del rayo,
ella Gacela Blanca. Hemos simulado ser amantes avezados, hemos
tentado, esta vez, conscientemente, el peligro remoto de ser padres,
hemos rehusado a pensar en las consecuencias, comportarnos como
adultos, ellos piensan demasiado en su salvaguarda. Hemos retozado
en la cama de la abogada, saltado un muelle, astillado un travesaño,
nos hemos reído, nos hemos burlado, nos hemos amado intensamente,
hemos intercambiado nuestras almas, rozado un secreto cósmico, ar-
dido como un meteorito entrando en la atmósfera, padecido una miste-
riosa, abismal y momentánea intimidad.
Hemos liado otro canuto y la he dejado fumándolo para acudir al
cuarto de baño. En realidad me propongo revisar el escondite. Ante
todo, disimulo. Orino con fuerza sobre el agua remansada en la taza
del váter, para que el borboteo sea perfectamente audible desde el
dormitorio. Ahora abro el grifo del lavabo, me froto las manos, tomo
agua ahuecándolas, me refresco la cara, me refriego el sudor corporal.
Es raro que haya sudado tanto, será sudor de Eva, ella sí suda, me lo
habrá transferido, es un sudor pegajoso. El espejo reproduce fielmente
mi cuerpo, lo he satisfecho, lo he agradado, ahora lo cuido, cuido su
frescor. Y cuido de que Eva oiga mis abluciones, yo oigo lejano el le-
ve crujir de la cama cuando cambia de postura, el paso de una página
del tebeo, la exhalación del humo. Me seco el cuerpo y la cara con una
toalla y uso la alfombrilla de la bañera para secar los charquitos que
he diseminado por el suelo y también para secar mis pies, no vayan a
dejar huellas en el pasillo.
Camino despacio hacia el salón, atento a un movimiento imprevisto
de Eva. El fluir del grifo abierto y el leve gemido de la cañería han de
encubrir mis pasos. Entro en el salón, paseo mi desnudez ante Bernar-
dino, que continúa en su puesto, dormido, caricaturizando en sueños el
desfile de personajes que proyecta al espacio el locutor de radio. Al-
canzo la estantería de los tebeos. No llego a la repisa de arriba, así que
acerco una silla, con cuidado, procuro no tropezar. Retiro varios de los

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tomos encuadernados, los apoyo en otro estante, avizoro a través del
hueco una sombra al fondo que contrasta con el tono castaño del mue-
ble, aparto la cabeza para dejar paso a mi brazo, lo meto hasta el codo
y mis dedos reconocen el tacto terso de la barra de hachís. La cojo, la
traigo hacia fuera. Nadie la ha descubierto, Eva no la ha descubierto,
la abogada no la ha descubierto; la abogada no lee tebeos, lee mamo-
tretos de leyes y esos están en otro lado. Imposible que la policía la
hubiera encontrado en mi casa, en mi cuarto, ni la pulsera ni la barra
de hachís, encontraron un semáforo y una piedra en mis bolsillos: ¿por
una tonta travesura iba mi madre a denunciarme? Estúpidos, irse a
acojonar a otro... Parto un buen trozo, devuelvo el resto a su escondite.
Por un momento temo que Bernardino pueda estar viéndome; qué
tontería, si él es ciego... Me giro y desde la silla advierto en el suelo, al
otro lado del apoya brazos del sillón, un charquito sanguinolento. Me
da mala espina. Detengo mis movimientos, presto oídos. No respira
como acostumbra, acompasada y soporíferamente; ni siquiera parece
que respire. Está pálido, marmóreo.
Sharkan, el hijo del rayo no hubiera tardado menos en reordenar todo
y asomar por el dormitorio de la abogada:
– A Bernardino le pasa algo raro. Ven, corre.
Eva no reacciona al momento, sumida como está en la relajación que
le procuró el sexo y el porro. Le explico mejor:
– Me asomé al salón para comprobar que dormía y lo encontré como
muerto...
Le contagio mi perplejidad y miedo, aunque no hasta el punto de an-
dar en pelotas por la casa como hice yo; lo cual me lleva a imitarla, a
vestirme también; sin que lo note, me guardo la porción de hachís en
el bolsillo. Acude presurosa en ayuda de Bernardino mientras yo me
demoro revisándolo todo. Me aplico en hacer la cama, recojo a Shar-
kan, el hijo del rayo, abro la ventana para despejar el humo remanen-
te, retiro el cenicero. Hace un rato no nos importaba que la abogada
nos hubiera pillado, ahora procuro borrar todas las huellas de nuestro
paso por su territorio más íntimo, hago memoria de la posición que
tenía cada cosa. Echo un último vistazo y abandono el dormitorio. En-
tro en el cuarto de baño, tiro al váter las pavas de los porros, espolvo-
reo la ceniza, halo de la cisterna, la catarata arrastra todo, aunque deja
una estela grisácea en la taza, que restriego con la mano. El grifo del
lavabo permanecía abierto, lavo bien el cenicero, lo seco con la toalla,

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limpio los restos de ceniza atrapados en el sumidero, me limpio los
dedos, vuelvo a secar el suelo con la alfombrilla de los pies.
Cuando llego al salón, Eva está terminando de hablar por teléfono:
– No ha sido mucho. ¿El color? Bilioso y sanguinolento. De acuerdo,
vienen para acá enseguida.
Cuelga.
No recuerdo el lugar del cenicero, elijo uno al azar. A Sharkan, el
hijo del rayo lo emparedo entre las colecciones de tebeos.
Eva se acerca a Bernardino.
– ¿Hiciste la prueba del espejo? –le pregunto.
– No hace falta. Pegando el oído se percibe un leve ruido.
– ¿El estertor?
Eva pasa a brindarle cuidados superficiales, que Bernardino puede
que note y agradezca. Le pasa un pañuelo por las comisuras de los la-
bios. En el apoya brazos del sillón ha quedado una mancha de vómito,
que desiste de limpiar al comprobar que la tela la ha absorbido. Apun-
tando al charquito, le pregunto:
– ¿Traigo la fregona?
Niega con la cabeza:
– Luego preguntan qué aspecto tenía.
Trasciende el olor, pero no es irresistible, no impregna todo el espa-
cio.
Noto un taconeo familiar, miro al techo y espío sus trazos. Es como
si se hubiera trasladado a propósito del dormitorio al salón, como si
nos siguiera, como si obrara de acuerdo con un plan previsto. Lo su-
puse ajeno a nosotros, ignorante de la molestia que causaba, al hallar-
se enfrascado en una silenciosa fiesta, en una recepción ofrecida a in-
vitados espectrales. Ahora lo relaciono con nosotros, en particular, con
uno de nosotros, con aquél que en el sillón se transforma en un espec-
tro de sí mismo y cuyos ojos entornados parecen atentos al recibi-
miento que haya de brindarle. El siniestro taconeo le ronda, cumpli-
menta los preparativos para recibirle, alecciona al resto de invitados,
les ordena que vayan haciendo sitio. Ya tiene todo listo para recibirle:
Cuando quieras, Olvida ya lo de la residencia de ancianos, Mi man-
sión es harto más acogedora, Veras cómo aquí no tienes ninguna que-
ja...
– He de avisar a la abogada.

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Eva descuelga el teléfono, el taconeo cambia de dirección, la sirena
de la ambulancia se escucha en la calle, Bernardino va dejando surcos
de tonos lívidos en su rostro.
– ¿Naomí...?
La abogada es peor que una alimaña, hay que convencerla de que la
parca ha convocado a su padre, ¿no oye el taconeo? Sí es grave, le ex-
plica Eva, Qué mal momento, piensa ella, Justo ahora que estaba aten-
diendo a un cliente, No podía haber sido más inoportuno, Vaya un pa-
dre que todo lo fastidia, Si es que debí buscar antes la residencia de
ancianos, A ver, que se ponga al teléfono, No puede hablar, le explica
Eva... A Bernardino no le agrada despedirse de la hija, no quiere que
le reproche haberla molestado por última vez, quiere morirse tranqui-
lo, sin que le emboten la cabeza con almibarados e hipócritas conse-
jos. Sí, ya he avisado a la ambulancia, le explica Eva. Bernardino
sonríe para sus adentros, los labios lívidos lo revelan, la hija creía que
Eva no había tomado todas las medidas, que iba ella a dar en la tecla
de alguna pasada por alto, puesto que es una perspicaz, inteligente y
capaz abogada.
Eva cuelga el teléfono.
– ¿Qué ha dicho?
– Que la vuelva a telefonear desde el hospital cuando los médicos
den un diagnóstico, a lo mejor no es nada, igual se le pasa, dice.
A lo mejor no es nada. La muerte no es nada. Las caricaturas de los
tebeos reciben palizas tales que fácilmente acabarían con ellas y, sin
embargo, vuelven a levantarse, a iniciar nuevas travesuras. Bernardino
se ha convertido en una caricatura de sí mismo, nosotros estamos en-
cerrados en una viñeta donde él es el centro de esta broma pesada, el
taconeo del techo no es la parca que ultima los preparativos para reci-
birle en su mansión.
– Puta –sentencia Eva, mirando al teléfono.
Suena el timbre de la puerta. Me dirijo a abrir mientras Eva se acerca
a Bernardino y le susurra al oído:
– Tranquilo. No es nada.
Invaden la casa un médico, un enfermero y un auxiliar, profusamente
pertrechados.

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Quito el freno de mano... Giro la llave de contacto... Pongo el pie de-
recho en el acelerador... Acelero... Fustigo la aguja de las revolucio-
nes... Ruunn, ruunn, ruuuunnnn... Controla, no metas demasiado el
pie... Está suave el pedal... Hinca mejor el talón, despacio ahora...
– ¿Seguro que sabes conducir?
– Pues claro.
Lo malo es el colocón... Buah... Tampoco es para tanto: unas copitas,
unas caladitas... Ruunn, ruunn... Ya le cojo el tranquillo... Lo dejo a
ralentí, que se vaya calentando... Ruuunnn... Acaricio el volante, des-
lizo las manos de arriba a abajo... Me familiarizo con la tersura; muy
importante la tersura; y la tersión... La palanca de cambios es de la
misma tersión..., buena tersión... La palanca es de pera, de perilla, pe-
riforme... La periforme..., como la tierra, la tierra tiene forma perifor-
me, solo que la peri apunta hacia arriba, no hacia abajo... ¿Existe arri-
ba y abajo en el espacio?... La periforme..., ¿con rabo o sin rabo?... La
periforme la abarca la palma la mano..., la abarca, la palma, la mano...
Embraga... Levanta el pie derecho rápido, no rastrilles..., trrrzzzsss...,
no rastrilles..., ¿con qué rastrillo?, no hay rastro de rastrillo... Pruebo:
meto primera..., segunda..., tercera... Suavísima la palanca... Basta de
probar. Basta. Vasta es la carretera... Meto primera... Suelto embra-
gue, suelto despacio, suelto, suelto... Garrapundinplof plof plof pl...
Puaf. Se caló. Mecido de cuna longitudinal. Punto muerto. Aparto la
mano de la periforme.
– ¿Tú tienes carné?
– ¿Me lo dejas conducir, sí o no?
No, si ahora le van a entrar escrúpulos de niño pijo. Ya sé que es
nuevo, novo, vehículo longo novo... ¿Regalito? ¿Regalado?... Comen-
cemos: giro la llave de contacto, acelero..., ruunn..., embrago, meto
primera... Nos vamos...
– ¿Ves? Todo es despegar.
Ojo: baches, montículos, tierra, piedras, trecho entre filas de coches
aparcados... ¿He dado las luces?... Hoyo..., cuidado..., despacio..., uu-
uyyy..., ¡doing!... Buena amortiguación, amortiguación de bus, au-
tobús, cochebus... ¿Conducir sentado en un muelle?... Click, la lar-
ga..., click, la corta..., dejo la corta... Dirección asistida, buena direc-
ción, ¿cuál dirección?... Todo recto... Aquí acaba la fila, ahora a la de-
recha..., un poquito más que me trago..., trago saliva... Los neumáti-

139
cos..., ¿los inventó Newman?... Los newmáticos..., bache..., ding,
dong..., ding..., los newmáticos estrujan las piedritas..., ¿del riñón?...,
dong..., y estrujan la arena, la tierra, la periforme..., kristrssffinjjrr...
Los newmáticos producen un estrujido sobre la periforme..., kristrssf-
finjjrr... Definición de estrujido: kristrssffinjjrrr...
Boca de salida... o de entrada, según se mire... Bocaentrada, bocasa-
lida... Miro a la izquierda, a la derecha, al centro y... Quieto parao. Por
ahí viene uno... ¿Metiste primera?... Metí primera, entrometida... Qué
de faros... Riuunn..., riuunn... ¿Me dejáis salir?... Intermitente: palan-
quita izquierda, arriba, derecho..., palanquita izquierda, abajo, izquier-
do... Arriba, derecho... Tictac..., tictac..., tictac... ¿Alguien detrás mía
también para salir?... Ajusto el retrovisor para retrover, no retroveo a
nadie, ¿para qué entonces el intermitente?, pues para que me retrovean
los de delante... ¿Ése va a entrar? ¿Usted va a entrar?... Entonces sal-
go, aprovecho si no vienen por la izquierda... Un momento, retropro-
pulsión... Ruuunnn... Ahora... Tierrecita, derrapo..., trrzzsssss,
trrzzssss... Voy, voy..., retrovira izquierda, adelante derecha...
– ¡Cuidado con la moto!
Riuuunnn... Vonlantazo suave, que me la como con casco... Segun-
da..., tercera... Ruuuunnnn, ruuunnn, ruunn... Quito el intermitente...
Desintermitentizo...
– La había visto, no creas.
No creas... Por poco me la trago... Trago saliva...
Bien... Faros blancos en la retaguardia por el retrovisor, pilotos rojos
en la vanguardia por el lunavisor... Faros blancos, pilotos rojos... Fa-
ros blancos, pilot... Carril, coge carril... No te ladees a la izquierda,
cuidado con los que vienen de frente... Faros blancos de frente... Pii-
uunn..., piiuunn... Indios faros blancos, indios pilotos rojos... Indios
faros blancos... No fumar pipa de la paz con indios faros blancos...,
mejor fuma peta de la paz con indios pilotos rojos... Mantente despe-
jado... He salido de una hipnótica alcohólica petardónica inconscien-
cia... Mantente despejado, atento, loco de contento...
– Sólo una vuelta, ¿eh?
– Tranqui que no te lo voy a estropear.
Que no te lo voy a estropear, a rallar, a rasguñar, a abollar, a abora-
llar, a abollarasguñar... ¿No hemos quedado que por mi cumple?...
Semáforo... Amarillo... Reduzco: tercera, segunda..., ruunn, ruuunnn...
Embrague a fondo..., no rastrilles... Rojo... Quieto... Frente a mí un
Ibiza. Los números de la matricula danzan..., bailan..., bailan la danza

140
del amor, danzan la baila del amor... Nacen, crecen, bailan, copulan...,
se suman, se restan, se multiplican y, cuando envejecen, se mueren, y
en las matrículas inscriben sus epitafios... Además, os he invitado... Te
he invitado, te he hachísinvitado, te he
hachísidiifnimustafasalamaleikumvitado...
– ¿Quién te enseñó a conducir?
No cruzan peatones. Podría pasar, rebasar el pasopeatonal, pasoce-
bra, cebripaso... ¿Vamos Ibiza?... No, no vamos... Verde. Ahora...
Embrago... Meto primera... Suelto embrague... Acelero..., ruunn... Se-
gunda..., ruuunnn...
– Un amigo de mi madre.
Jorge Juan Felipe de Orleáns cosorte de Clotilde Damián de Per-
piñán, conde de la condesería más cercana, duque de la duquesería
más barata..., tres de duquesa por dos de condesa..., barato, barato...,
incluido cucurucho de patatas, vaso cocacola y... Y además puedo
acreditar trescientas horas de prácticas en coche choque y play station.
Ventanilla. La bajo un poco, un poco sólo, un poco..., un poco más,
más, más..., no, no tanto, menos, menos, un poco menos..., un poco
más, más..., menos, más... Que entre fresquito..., ffzzssschhhrrr..., que
entre Frasquito..., ffzzssschhhrrr... Frasquito el criado de los condes de
Mandacojones...
– ¿Te molesta?
– No.
– Puedes abrir tú también si quieres.
– Gracioso.
Qué poderío. Como si fuera milo el..., mío el coche...
– ¿Te lo ha comprado tu padre?
– Traspasado. Él se ha comprado otro utilitario y este me lo ha tras-
pasado a mí.
A Fredy Mercury... No, ése era el cantante de los Quin, los Queen,
los Reina... ¿Victoria?... ¿Isabel?... Conque otro utilitario... Papá se ha
comprado otro utilitario..., aparte de un no utilitario, claro... Porque
papá aparte tendrá un no utilitario, es decir, un inutilitario..., un inutili-
tario que no se lo ha traspasado... Ajá, ése no, ni se lo ha traspasado ni
se lo deja conducir... Este sí. Es un utilitario traspasado... Tenía un uti-
litario, que es este, y se lo ha traspasado después de comprarse otro
utilitario. El inutilitario no traspasado y el utilitario nuevo son de
papá, y este..., el utilitario traspasado, un Daewoo..., un Daewoo novo,
novocito..., del niño de papá...

141
Rotonda. Reduzco... Segunda..., ruunn... Frasquito sirve menos aire
por la ventanilla: ffzzssschhhrrr..., fzschrr... ¿Qué significa triángulo
boca abajo? Ceda el paso. Cedo el paso. Punto muerto... Rodean la ro-
tonda de rododendros cuadrineumáticos rodantes. Parece un tiovivo...
Daewoo quiere montarse en el tiovivo... ¡Papá!: ¡Daewoo quiere mon-
tarse en el tiovivo de cuadrineumáticos itinerantes circunvalando la
rotondiga!... ¡Papá!: ¡A Daewoo no le dejan montarse y encima le des-
lumbran los indios faros blancos!, ¿Cuándo dejarán montarse a traspa-
sado Daewoo, papá?, ¿Después de aquél, papá?... Embrago, meto pri-
mera, acelero, suelto embrague, segunda... ¡Ya estoy en el tiovivo!...
¡Yupi, yuju!
– ¿Qué desvío vas a tomar?
Frasquito: Tráigame por favor aroma de rododendro rotóndigo...,
ffzzssschhhrrr...
– El siguiente a la derecha.
Salimos del tiovivo..., oohh, qué pena... Tercera..., ruunn... ¡Ahora
quiero la noria, papá!... Cuarta... No hay noria... Velocidad: ochenta,
noventa... ¿nudos?..., avante a toda máquina... Subo un poco la venta-
nilla, un poco más... Mejor la cierro... Retírese Frasquito, mete usted
demasiado ruido cuando traspasado Daewoo corre.
– Así que el hachís era de Mushet.
Pues claro. No iba a ser él el único que se atreviera. He ido, me he
presentado..., no me ha comido, cohibido, acoquinado..., le he ligado...
Riiuunn..., riiuunn... Vienen embalados los de frente... Golpe de aire
al cruzarnos: ¡stuuddnnff!... Daewoo se estremece...
– ¿Te queda más?
– ¿Quieres?
– Sólo olerlo.
– ¿Es que no has fumado antes?
– Sí, me han pasado unas caladas, pero con el cachondeo no las he
saboreado.
Mi mano derecha va del volante al bolsillo... Cuidado no me coma el
carril izquierdo, no me coman..., ¡stuuddnnff!..., golpe de aire... Coche
pequeño, golpe de aire pequeño..., coche grande, golpe de aire grande:
guantazo de aire, sopapo, sopapón...
– Ten. Hazte uno si quieres.
Olisquea con la napia buitrona vitrificada.
– No está mal. Sin duda es de Mushet.
– ¿Lo dudabas?

142
No, si ahora se las va a dar de entendido conmigo.
– ¿Puedo?
– Sí, hombre. ¿Te lo repito?
Qué remedio. Encima que él invita siempre, encima que me permite
conducir a traspasado Daewoo de papá...
– ¿Tienes papel?
– Y tabaco... No lo cargaré mucho, que debe quedarte poco.
Qué magnánimo, qué idílico, qué botánico... Se compadece porque
debe quedarme poco... Pues más me quedaría si supiera cómo recupe-
rar la barra de casa de la abogada... Allí seguirá... Escondida tras los
tebeos... Ni siquiera me valdría contar con Eva, revelarle el escondite,
pedirle que la rescatara: no trabaja ya allí desde que Bernardino mu-
rió... Pobre Bernardino, pobre viejo, pobre ciego... El ciego que yo
tengo... Endereza... Las largas... Ése cabrón trae puestas las largas...
Me deslumbra, destello con las mías, no se entera... Toco el pito: piii,
piiiiii... Guantazo de aire: ¡stuuddnnff!... Cojonudo: piii, piiiiii...
– Tranquilo.
– No es nada.
Tranquilo, No es nada, fueron las palabras de Eva... Así es, no fue
nada, fue rápido, tan rápido que cuando la cabrona de la abogada
asomó por el hospital ya la había espichado... La muerte no es nada, es
nada, es igual a nada, es fácil, tan fácil como girar y meterse en el ca-
rril contrario cuando venga un coche de frente... Si es un camión me-
jor..., ya no sería un guantazo de aire..., ¡stuuddnnff!..., más bien un
mamporrazo de cojones..., ¡cataplum!... Fácil, nada, rápido... Adiós a
dos niñatos... No se perdería gran cosa, poca cosa, minucia, pocami-
nucia... Allí vienen unos faros de frente..., ¿de camión?..., no parecen
veloces, más bien lentos, más bien quietos, quietitos... Fácil. Sólo un
volantazo... ¿Preparado? ¿Listo?... ¿Listo para el ¡cataplum!?...
– ¿Qué coño haces? ¡Endereza que te vas a empotrar contra ése!
Riiuuuunnnn... ¡Stuuddnnff!...
– ¿Es que te has acojonado?
– Que el coche es nuevo. No me lo jodas.
Teme por el coche, claro..., no por su vida.
– Nuevo, no. Traspasado.
El nuevo es el otro utilitario que ha adquirido papá.
– Métete la gracia en el culo.
Bajo la ventanilla un poco, sólo un poco..., fzsschhrr... Frasquito sir-
ve aire fresco y despeja de humo el interior... ¿Visibilidad? Mala...

143
– Pásame una calada.
– Eso: ahora colócate.
– ¿Quieres calmarte?
Se ha enojado..., aletea nervioso..., grazna..., ¡jiu, jiu!..., como buitre
desplazado de la carroña...
– No debí haceros caso.
¿No? ¿Por qué no?
Zona despejada... Meto tercera..., ruunn... Farolas solitarias, alicaí-
das, cabizbajas... Edificios en construcción, apilamientos de ladrillo,
fachadas de ladrillo, pilares de cemento, tramos a medio enfoscar, an-
damios, quietud, longitud, senectud... Vanos de ventana, hoquedades,
ojuelos, ocelos, sombras interiores, laberintos interiores, sacos de are-
na, grúas, grúas altas, hieráticas, estólidas, críticas... Congelada activi-
dad diurna, desactivado hormiguero, duermen peones, albañiles, peo-
ñiles..., peones, hormigas, pehormigas..., albañiles, hormigas, albañi-
gas... Doy una calada..., pfuu... Qué bien sienta Frasquito...,
ffzzssschhhrrr... El humo revolotea, toma el camino de la ventanilla...
– ¿Te comprarías aquí un piso?
Ni caso... Buitre molesto..., espigado, pelo crespo... ¿Enojado?...
Desde que tiene a traspasado Daewoo... Desde que le dejó Mónica...
Abre la ventanilla de su lado... Los fzzssschhhrrr de las dos ventani-
llas se comunican..., son fzzssschhhrrs comunicantes... Se dan la ma-
no, se enroscan, crean una turbulencia en la cabina, el humo revolotea,
trata de evitar comedidamente..., discretamente..., comediscretamen-
te..., el rapto furibundo de la turbulencia...
– Es mi cumple, ¿no?
Alguien propuso la idea de montar a Daewoo: Tillo, Eva, Fali... De
participar del regalito de papá, perdón, del traspasado de papá... ¡En-
róllate!, Danos una vuelta, le rogaron... Glorieta..., ¿glorieta o rotondi-
ga?... Segunda..., ruunn... No pares, pasa directo, nadie viene..., paso
directo, tivovivo... ¡Yupi!... Intermitente, derecha... Tuerzo... Entre el
griterío de entusiasmo, propuse: ¡Yo conduzco!, y todos me apoyaron,
era mi cumple, me había enrollado con ellos, les había invitado, les
había hachísinvitado, les había
hachísidiifnimustafasalamaleikumvitado...
– Me he enrollado con vosotros, ¿no?
Le paso el canuto... Lo toma con desdén, fuma..., pfuu..., recupera su
emplazamiento ante la carroña, encoge las alas, picotea..., pfuu, pfuu...

144
Temió por Daewoo, llevábamos demasiados petardos y copas, no le
parecía buena idea: Otro día..., Otro día no es el cumple de Nando, le
contestaron..., tornó desapacible. Último intento: Por lo menos dale el
gusto a él solo, propuso Fali..., y a disgusto, me lo está dando. Que se
joda.
Cruce. Stop, stoping, shoping... Freno. Punto muerto... El humo se
remansa en el salpicadero..., y entre el salpicadero y la luna..., luna lu-
nera: un sesgo afilado en el cielo, hoz cortante... El humo aprovecha la
tregua de la turbulencia... Fredi chupa y sopla: pfuu, pfuu, pfuu...,
pffuuuu... No con la delectación de Tillo, claro...
¿Qué hay a la derecha? ¿Una urbanización? Vamos allá... Meto pri-
mera, segunda..., trrrzzzsss..., no rastrilles cojon..., mojones, cajones,
Romanones, conde de.
– Como te cargues el embrague...
– Te lo pago, tranqui.
Mueca cínica... A los niños de papá que se codean con los hijos de
los trabajadores..., ja, ja..., suena político... Badén... ¡Ale hoop!...,
doing..., ruedas delanteras... ¡Ale hoop!..., doing..., ruedas traseras...
Buena amortiguación... Urbanización de alto standing, status, statun-
ding..., status quo, Status quo..., demasiado carrozas, sólo les faltaba
apoyarse en bastones y taca tacas: ¡guoteveryuguont, guoteveryusí!...
Velocidad moderada..., ¿cincuenta está bien?... No les gusta... A los
niños de papá que se codean con los hijos de los trabajadores no les
gusta que les achaquen las ñoñerías propias de los niños de papá..., de-
losniñosdepapá, delosniñosdepapá con papa aliñada con ajonjolí y
alioli... Quieren quedar bien. Aunque no escondan su condición, quie-
ren demostrar que no les influye, comportándose como si nada, sin
importar que su actitud se subsuma sumisa al sentir sometido de la
singularidad grupal... Cede ahí donde, no tiene más remedio que, para
que no lo parodien... Tiene un complejo complejo de desacomplejar...
Badén..., doing..., ruedas delanteras..., doing..., ruedas traseras... La
cosa se complica cuando sufre un revés, cuando, projemplo..., por
ejemplo, una chica le abandona, una chica que reafirmaba en el seno
del grupo su prestigio..., jió, jió...
Me ofrece la pava.
– No, gracias. Termínalo tú.
Pfuu, pfuu... Es difícil apurarla, ¿verdad?... Los dedos notan la brasa,
los labios sienten la candente incandescencia chamuscante...
¿Y cómo sé yo de niños de papá?

145
Ruido quedo del motor..., ruunn... Rumor, rumbido... Perturbo los
pinos... Venga pinos, más pinos, toma pinos, pinos de todos los an-
chos, de todos los altos, pinos supinos, supinísimos, supinormes... La
vegetación sobresale por encima de..., ¿puede sobresalir por debajo
de?..., del cerco de los chalés, los chalets, los chaletes..., un chalete
entrecot poco hecho, vuelta y vuelta... Arbustos floridos, arbustos des-
florados, una manta florada extendida en la acera, ¿flores de madre-
selvas?... A continuación la puerta de garaje, el buzón, la puerta de en-
trada, el farolito, el nombrecito: Villa Marta... ¿Quién será Marta?: la
esposa, la amante, la hija, la niña, la niña de papá... Buitre de pelo
crespo arroja la pava por la ventanilla..., fzsschhrr...
¿Cómo sé yo de niños de papá? Porque también soy un niñodepapá,
o mejor..., o peor, un niñodemamá... Por eso lontiendo, lo entiendo,
entiendo a Fredi, cabrón. Lo entiendo hasta cierto punto, claro... Es
distinto. Fli... Fali sbe... Fali sabe, él sabe que es distinto... Sabe que
no me conceden los caprichos como a él... Que mi madre nunca me
traspasaría el choque... No te choques... Ojo: rotondiga..., circunrodeo,
circunnavego, circunvalo, circunrodeonavegovalo la rotondiga..., des-
pacio, sin aminorar, tal como voy... Ok, okey, oki sobre patines.
A nadie se ve. Duermen... ¿Estudian o trabajan? Duermen... Duer-
men tras los arbustivos arbustos..., duermen en los chaletes entrecots
poco hechos cuyo techo apenas se perfila en la penumbra nocturna ro-
tunda que inunda... Techos de tejas, tejavana, tejados sombríos, teja-
nos de calidad, jeans..., de calidad no, de mentira, como las chimene-
as, son de mentira: si tienen calefacción hidráulica eléctrica náutica,
¿para qué chimeneas?... Fredi no atiende, no le interesa, el suyo debe
ser más grande, caro, espléndido, proteico, estrábico, macarrónico...
– ¿Nos volvemos ya?
Debe estar cansado, harto, hartítico... Hartítico aunque el peta le haya
calmado... Es bueno, ¿eh?, de Mushet, ¿lo dudabas?...
Calle Abeto... Abeto street... Son nombres de árboles las streets...
Encina street... ¿Así que no todos son pinos, también son abetos, enci-
nas...? Forman una cordillera vegetativa noctámbula frondosa apelo-
tonada verdinegra... Circunrodeo la próxima rotondiga: una vuelta
completa..., trescientos sesenta grados..., ¿centígrados?, ¿farenheit?...
Enderezo... ¿Conforme?
Villa Marihuana... Perdón... Villa Mariana... Ja, ja: las letras bailan...
Bonito techo de chalete entrecot...

146
Si recuperara lo que hay en casa de Bernardino me marcaba otro va-
cilón... ¿Seguirá la barra de hachís allí? ¿La habrá descubierto la abo-
gada al retirar los efectos personales de Bernardino, entre ellos la co-
lección de tebeos? ¿Creerá que es de Eva si la encuentra?... Es una pe-
na que se eche a perder... A lo mejor no, a lo mejor se la fuma para
ayudarse a olvidar la terrible pérdida... ¡Ja, ja!... Más bien para cele-
brar el peso que se ha quitado de encima... Profuso racimo despa-
rramándose por esa tapia... ¿Trepadoras? ¿Ocultarán una entrada se-
creta?... La imagino fumando, poniéndose ciega, entrándole la risa bo-
ba, desternillándose sola, luego llorando, hipando, riendo entre hipos y
espasmos, espasmohipando, espasmorisahipando, sucumbiendo a so-
las ante su mala conciencia, acordándose de cuando el padre no cons-
tituía un estorbo, de cuando leían juntos los tebeos, antes de sustituir-
los por mamotretos de leyes... Perros... ¡Guau, guau!... Perros grandes,
sabuesos de Baskervilles sobresaltados por el cuadrineumático rodante
intruso, ladridos apantallados por la tapia y los arbustos... Bajo aquella
apariencia fría que al fin apareció en el morturio..., al fin la conocí: Es
un amigo, dijo Eva, ni me miró..., bien cabe imaginar una personali-
dad histérica, neurasténica, hipocondríaca, hipernecia... Simuló conte-
nerse una tristeza incontenible cuando aparecieron los compañeros de
trabajo... Toda la fachenda legislativa abogazoide rompería a llorar y
reír convulsivamente bajo los efectos de las primeras caladas...
¿Ah, sí? ¿Con que piensa sacarle provecho? De ninguna manera, no
lo permitiré: mucho trabajo me costó conseguirla... Se va a enterar...
Cerda abogaducha inmisericorde cabrónide... Allí..., allí hay una cabi-
na telefónica... Si no puedo recuperarla, tampoco ella le sacará prove-
cho. Se va a enterar la muy cerda... Ahí hay un hueco...
– ¿Qué haces?
Freno.
– Aparcando.
Retroveo por el retrovisor.
– Sí, eso ya lo veo.
Marcha atrás: manubrio periforme a la derecha del todo.
– Es sólo un momento.
Giro el volante. Me vuelvo de espaldas.
– Necesito despejarme.
Ruge distinto el motor: agudo carraspeo pentatónico..., mmmiiiiíííí...
– Estás como una cabra.

147
Mano izquierda, contragira. Entro a la primera. Punto muerto. Llave
de contacto: ¡chop!... Enmudece Daewoo.
– Ten. Hazte uno entre tanto.
– ¿Necesitas despejarte y quieres que me haga otro?
Abro la puerta..., clic..., jiuumm..., cierro la puerta..., ¡plom!... Ligero
mareo, ligero tambaleo... Toso, carraspeo, aclaro la voz... Debe salir-
me recia, firme, decente, madura... ¿No será muy tarde? La una y
veinte. ¿Y si lo dejo para mañana? Mañana estaré sereno y entonces
no me atreveré... ¿Cómo me identifico?...
– ¡Guau, guau!
Qué susto... Menos mal que está la tapia de por medio.
– ¡Guau, guau!
– ¡Llámale eso a tu dueño!
Villa Carlota...
– ¡Llámale eso a Carlota!
Con una moneda bastará.
– ¡Guau, guau!
Y dale con el chucho.
Descuelgo el teléfono... ¿Tiene tono?..., piiii...
– ¡Guau, guau!
Marco: cero, nueve, uno..., piii..., piii..., piii...
– ¿La policía, por favor?
– ¡Guau, guau!
– ¿Qué pasa Dima? Tranquila... Vamos: para ya de ladrar. Calma
bonita, calma...
– Auu, auu... ¡Guau!... Hgja hgja hgja hgja....
– ¿Qué horas son estas de ladrar? Vas a despertar a todo el mundo...
Eso es. Venga, a la caseta... A dormir...
– Hgja hgja hgja hgja hgja... ¡Guau!...
– ¡Vale ya! Adentro. ¡Vamos, vamos!... ¿No ves que es sólo un joven
hablando por teléfono?
Cloc... Cuelgo. Han tomado buena nota. He sido convincente. Con
un poco de suerte registrarán la casa y le pillarán la droga... Ja, ja...
Qué ocurrencia... Me descojono sólo de pensar en la cara que pondrá:
Eso no es mío, No sé cómo ha venido a parar aquí... La policía pen-
sará: Sí, claro, lo que dicen todos... Ja, ja... ¿Se creía que iba a correrse
una juerga a mi costa?... Cerda...
¿Qué hace ése fuera del coche?
– Vamos: sube rápido. Ahora conduzco yo.

148
– ¿Qué mosca te ha picado?
– Menudo escándalo. ¿No oyes a los perros?
Han prorrumpido en un desaforado concierto de ladridos..., de ladri-
dos de todos los timbres, de todos los volúmenes, provenientes de to-
das las direcciones, de detrás de todas las tapias, de entre las sombras,
de debajo de los arbustos, de las copas de los árboles, de las chimene-
as, de los buzones, de las puertas de garaje... Ladran perros, búhos,
murciélagos, grillos, farolas, señales de tráfico... Todo ladra. Coral de
ladridos...
Mi puerta: ¡plom!... La suya: ¡plom!... Ha sido un ¡plom! brusco. La
ha cerrado encorajado.
– El perro de aquí al lado ha debido provocar una reacción en cade-
na.
Ruunnn, ruunn...
– No es más que eso.
Mete primera..., segunda, acelera bruscamente..., ruuuunnnn...,
xyiiiiii..., patina..., xyiiiiii..., tercera...
Controla más que yo; toma claro: como que el coche es suyo..., tras-
pasado de papá..., Daewoo.
– No es necesario que te mosquees.
Salimos de la urbanización. Tira gas. Va como un loco. ¿Querrá im-
presionarme?
– Veo que no has querido.
Tomo la piedra de encima de la guantera.
– ¿Quieres que me líe yo uno?
Cierra la ventanilla, silencia la entrada de aire..., fzzsschhrrr...,
clock..., debe ser un no... Despido yo también a Frasquito: Buen servi-
cio, Te visitaré a Mandacojones... Clock.
Vaya mosqueo... Para el mosqueo, pastillas Timoteo.
– Calculo que aún estarán en el pub donde los dejamos...
Suponiendo que vayamos a reunirnos con ellos, con nuestros amigos,
nuestros amigüos, nuestros amigüitos... Cómo conduce... ¿Querrá
compensar el mal rato que le he hecho pasar antes, la tensión acumu-
lada, el horrible espectáculo de ver que otro que no era él conducía a
Daewoo traspasado?... Vaya curva..., chiiiii..., los newmáticos chirr-
ían... Tampoco ha sido para tanto, he conducido bien, como un exper-
to, como si tuviera carné... Daewoo no ha sufrido daños, se lo he de-
vuelto intacto, acaso haya mellado un poco los piñones del embrague,
pero nada más...

149
Luces, rotondas, cruces, desvíos, edificios, tiendas, bancos, farolas,
urbe en general, silencio fosforescente, meollo dormido, zumbidor,
reposante... Semáforo... Ojo: amarillo..., rojo... Nos lo saltamos. Riu-
unn... De PM, pe eme, policía militar, puta madre.
Ahí fuera, ritmo trepidante, trepidanzante... Aquí dentro, mudez to-
tal, quietud de las cosas... Divertido el contraste.
Me gustaría preguntarle una cosa... Sobre una chica... Hace tiempo
que... No me atrevería si considerara que este no es un buen momen-
to... No, no es un buen momento... Me mandará a tomar viento... Me-
jor no le pregunto... Otro día..., mañana, pasado mañana, nunca, pasa-
do nunca... Mejor no... Está concentrado en la carretera..., mareado en
la carretera... Mareado me siento yo... Es de Mushet, ¿lo dudabas?...
Vaya curvas..., chiiii... Las tripas me bailan..., igual echo el pato... ¿Le
pregunto? No, para qué. Sí.
– ¿Por qué te dejó Mónica, Fredi?
– Vete a tomar por cul...
¡CHIIIIZZZGGGPLAM!
– ¿A qué le has dado?
No ha conseguido evitar el golpe. Mira por el retrovisor: ceño cris-
pado, ojos desorbitados, pálido... No nos detenemos.
– ¿No deberíamos parar?
Miro hacia atrás, no distingo nada a través del humo que hay en la
cabina, apenas una sombra informe tendida en el asfalto.
– ¿Quieres parar?
Fredi, al volver a observarle, ha dominado la tensión.
– Tranquilo, coño. Era sólo un perro.
Veo a un transeúnte acercarse al bulto.
– ¿Un perro?
Embraga. Mete tercera, acelera... Ruuunnn..., ruuunnn...
– Anda, hazte otro canuto. Ahora sí me apetece.

150
Nada más entrar hay un monitor como los de las estaciones de trenes
o los aeropuertos: elevado, cogido a la pared por un brazo de hierro.
En la pantalla de brillo celeste aparece una lista de nombres y, al lado,
bajo el epígrafe “Salas”, un número. No el número de vía o de puerta
de embarque, el número de sala.
– La sala siete –anuncia mi madre, tras leer el nombre que nos inter-
esa.
Las salas están en la primera planta, según indica un tablón informa-
tivo. En esta, en la baja: la floristería, la capilla y la administración.
Las localizo antes de subir las escaleras. Tras un escaparate al fondo
hay varias coronas de flores expuestas: la floristería. A su derecha,
según adivino por la disposición de unos bancos más allá de una puer-
ta abierta, la capilla. Perpendicular a esta, debajo justo de..., de..., ¿qué
es aquello de arriba, tras un amplio cristal?, ¿la cafetería?..., el tablón
me lo confirma: en el primer piso, donde las salas... Debajo justo de la
cafetería, la administración, acotada por un lienzo de cristal.
El ascensor a la izquierda de las escaleras también es de cristal...
¡Ajá! No deben percatarse quienes lo usan, de que los delata. No cabe
desenvolverse en él como en los ascensores opacos, no es un lugar
apropiado para atusarse el pelo, hurgarse la nariz o componerse la ro-
pa interior, ni siquiera ante la inminencia de una comparecencia so-
lemne, lo cual urge más.
¿El que ha ideado esta abundancia de regiones trasparentes: ascensor,
cafetería, floristería, administración..., habrá extendido su modelo a
los aseos, especialmente a los de señoras?
Al final de la escalera hay un amplio vestíbulo, bien poblado, tam-
bién como los de las estaciones de trenes o los aeropuertos. Varios
grupos de personas charlan aquí distendidamente, algunos sentados en
mullidos sillones, otros en sillas trabadas entre sí, pegadas a la pared.
¿Aguardarán el momento de embarcar, de figurar en la pantalla del
monitor que señorea el vestíbulo, reiterando la información del de
abajo?
¿Dónde está la sala siete?... A ambos lados del monitor, sobre la pa-
red, hay dos grupos de números consecutivos, encima de dos flechas
señalando pasillos opuestos: uno, dos, tres y cuatro, el de la izquierda;
cinco, seis, siete y ocho, el de la derecha. Compruebo, una vez más, en
el monitor, el nombre que buscamos. Sigue ahí, todavía no ha partido,

151
no ha dejado libre la sala de embarque para dar paso al siguiente viaje-
ro... ¿Y si leyera mi nombre? ¿Qué significaría? Significaría: o bien
que debía apresurarme no fuera a perder el ataúd, o bien que debía
haber embarcado ya, y este que leía mi nombre era otra persona. En
ese caso, presentaría una queja en la administración: Oiga, El muerto
de la sala equis no soy yo... A lo cual, me replicarían: ¿Está usted se-
guro?, ¿Puede demostrar que no es quien figura en el monitor?, Pocas
veces la administración se equivoca, Si ahí dice que es usted, es que es
usted, o bien usted cree que es quien dice ser, cuando en realidad no lo
es, puesto que el que es, está ya despachado.
Nos abrimos paso hasta el pasillo de la derecha.
En los sillones hay quien fuma en solitario o lee el periódico. Quie-
nes permanecen de pie conversan sin recato en grupos reducidos. Del
conjunto se eleva un bullicio propio de conversaciones entrecruzadas.
De algunos retazos se saca el tema, en consonancia con lo que los ha
convocado: Por lo menos no ha, Tan tranquilo en casa cuando, Lo im-
portante ahora es que, Unas dos semanas en el hospital antes de, No se
pudo, Una enfermedad muy, Ha sido lo mejor que, Sobre las cuatro de
la, Rodeado de todos sus, Una magnífica, Todo el mundo la, Tenía un
gran sentido del, Por la tarde en la iglesia de, Tiene nicho familiar.
No obstante, la conversación pronto vira hacia otros derroteros, a te-
nor de los ademanes descuidados, los rostros joviales o las voces re-
sueltas dando cuenta de asuntos no tan trascendentes: Aparcado en
frente de, ¿Por sólo dos millones?, En aquella zona vive mi, El conve-
nio estipula que, Tres dormitorios, salón y, ¿Qué tal país es?, Nació el
mes pasado, Si no me hubieran trasladado a, En cuanto nos ingresen
la, ¿Sólo por cien mil?, Le falta pintar, Por la nacional cuatro antes de,
No te conviene la nulidad, Y menos mal que llevaba el móvil, En la
cafetería puede que haya, Menudo atasco.
Al principio del pasillo vemos caras conocidas, caras excepcionales,
poco avenidas al ambiente distendido del vestíbulo, aunque sí a la lo-
breguez del pasillo.
– Ahí está tu hermano con Sonia y sus padres –anuncia mi madre. Ya
los había visto.
La Flaca tiene los ojos enrojecidos y churretosos. El bueno de mi
hermano ha debido contener un desconsuelo todavía mayor: lo que
veo es el resultado de haberse desfondado, llorando a moco tendido.
Aunque por el rostro fúnebre de él, su esfuerzo le habrá costado. Claro
que, no se desvía del que exhibe últimamente, sobre todo cuando hago

152
acto de presencia. Por supuesto, no me saluda, y eso que mi madre le
hace un gesto, después de recorrer las mejillas de todos. Por contra,
aflora a su rostro un tizne de ira, también característico últimamente.
La Flaca lo imita, es decir, tampoco me saluda. La madre parece com-
pungida, los ojos húmedos, la nariz sonrosada. Seguramente ha llora-
do contagiada por la hija, más que de verdadera pena. Tampoco me
saluda, al advertir la reticencia de la hija. En cambio, sí lo hace el pa-
dre, desbaratando así el embarazo de mi madre. Es un hombre alto,
bonachón, de cara de pan, fuerte según denota el apretón de manos.
– Miranda está dentro con Jorge. Es la tercera puerta –nos informa la
madre de la Flaca.
Seguimos su indicación.
Las paredes del pasillo son de color verde claro, y, colgadas de ellas,
hay grandes láminas de rala vegetación, láminas inexpresivas, que a
duras penas mitigan la desolación que produciría dejar la pared desier-
ta. La lobreguez del pasillo hace que los semblantes cariacontecidos
que te miran desde los asientos pegados a la pared parezcan apunto de
saltar sobre ti en un descuido y devorarte como caníbales. Procuro no
pisar ningún resto reducido a los huesos que me haya precedido y
haya también pecado de mirarlos ostensiblemente.
La puerta de la sala cinco está abierta. Al no detenernos, un rápido
vistazo no me ha bastado para localizar la pista o el andén donde
aguarda el vehículo uniplaza de madera en el que viaja el cadáver-
nauta. Al menos he advertido una mejor iluminación que la de este
tétrico pasillo.
La sala de embarque número seis no tiene tránsito: la puerta está ce-
rrada. ¿Algún voluntario para ocuparla?
Entramos en la siete.
– Hola, Mariloli –saluda Miranda.
– Hola, Miranda –saluda mi madre.
Se estampan sendos besos en las respectivas mejillas.
– Jorge: mira quién ha venido –Miranda esboza una sonrisa de una
ternura infinita, de unos diez mil millones de unidades de ternura. Jor-
ge está sentado junto a una mesa sobre la que hay un libro abierto y un
bolígrafo entre las hojas. ¿El libro de reclamaciones?
– Lo siento mucho... –mi madre le da un cuarto de abrazo y medio
beso.
– Gracias por venir –Jorge hace amago de levantarse.

153
– No: quédate quieto –le ordena cariñosamente mi madre. Jorge no
me rehuye. ¿Debería? Le estrecho la mano sin proferir palabra.
Bajo el níveo pelo, el rostro aparece fatigado, ausente. La corbata
negra se pierde bajo un fino jersey de cuello en uve. Le estrangula sin
que él parezca notarlo.
– Aún no lo puedo creer –se dirige a mi madre tras soltarme la ma-
no–. Presiento su voz regañándome por alguna torpeza. Estoy a punto
de oírla. –Mira alrededor buscándola. Yo tampoco la veo. ¿Dónde está
la caja? Ajá; ya me imagino. Oblicuamente me da el reflejo de un am-
plio cristal. A él habrá que asomarse. Otra región acristalada.
– Parecía haber vencido la enfermedad después de tantos años. –¿No
estará más bien pensando por dentro: Al fin me he librado de la tiranía
de una maniática?
– Era muy difícil vencerla, a pesar de que gracias a su tesón la re-
trasó –aclara Miranda. Gracias al coñazo que dio a los médicos.
– La echaré de menos, se portó conmigo como una verdadera amiga
cuando lo de Miguel Angel... –¿Por qué lo dice? ¿Porque le restó im-
portancia a los cuernos? ¿Porque desvió la culpa hacia la joven que se
lo ligó?
– Era generosa y desprendida con nosotros... –¿Se refiere mi madre a
la pulsera?
Avanza hasta la mesa, una vez concluida su permanencia en la sala,
un señor acorazado con chaqueta y corbata. Del bolsillo de la pechera
sobresale el primoroso pico de un pañuelo. En la mano sostiene un
sombrero. ¿Quién puede ser sino el presidente de la Fundación?
Cada cierto tiempo coincidimos. Naturalmente él desconoce que dis-
fruto recreándome en sus ademanes solemnes y ceremoniosos. Vive
en un eterno protocolo, en un continuo refinamiento de sus maneras.
Ejecuta un interminable ballet de movimientos correctos y sincróni-
cos. Siempre he creído que debe ser presidente por estas dotes, no por
su capacidad intelectual. Los directivos habrán delegado en él como
los astutos alumnos en la niña repipi de la clase para que sea la dele-
gada. A todos ha de satisfacer su bonanza, tan fútil e intrascendente
como ejemplar. La Flaca está contentísima porque siendo él el Presi
ha aumentado el número de conciertos. No deben cambiar ahora las
cosas porque haya muerto su más relamida aduladora. Al contrario, ya
tiene una excusa para el próximo: será uno en su honor.
¿Qué escribirá en el libro de reclamaciones? Su caligrafía es histo-
riada, barroca, rococó... Naturalmente no usa el bolígrafo al efecto.

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Toma del bolsillo interior de la chaqueta su estilográfica. Al acabar,
reconoce a mi madre y, guardando la pluma, le estrecha la mano,
haciendo una leve reverencia. A mí me la estrecha también, alterando
el modus operandi, dadas mis características: joven, varón, vestimenta
forzada por las circunstancias y el criterio materno, semblante ajeno al
dolor de los presentes...
Mi madre tira de mí. El Presi lanza una mirada a... ¿Es eso una mira-
da protocolaria, provocativa, protocativa, provocolaria?... Miranda se
sonroja... Vaya con el Presi... A continuación, habla a Jorge:
– Para cualquier cosa que necesites...
Nos plantamos delante del cristal. Mi madre inicia cabizbaja un rezo.
¿Es que ni siquiera va a mirar? Yo tropiezo con mi reflejo. Es tenue,
trasparente, pero lo suficientemente visible como para estorbar. Altero
mi posición para esquivarlo. Vaya. Resulta difícil deshacerme de mi
reflejo. También se refleja la lámpara florescente. Y mi madre. Mi
madre a la izquierda de mi reflejo, a la derecha de mí.
Aprovecho un resquicio entre los reflejos para ver el cuerpo. Y eso
que hay otro cristal sobre la caja, a la altura de la cabeza. Mucho sea:
otro cristalito. Teniendo además en cuenta que ella se ha vuelto cuasi-
trasparente, después de tantas intervenciones, de tantos trasplantes de
médula, de tantas idas y venidas a distintos especialistas... Algo veo.
Distingo su inconfundible tiesura. ¿Le habrán dejado el corsé? Está
empolvada. No; se dice: embalsamada. Pero ella no habrá querido que
le priven de los afeites que disimulaban su deterioro. ¿Veo restos de
manchas en la piel? Sin duda la mató el disgusto de verlas proliferar.
¿No funcionó el fungicida?, ¿o fue precisamente eso lo que la mató?
Ahora comprendo por dónde traen la caja. Desde luego, no por el
camino que hemos seguido. Hay una puerta de acceso al habitáculo,
frente a la Cloti. ¿La verá? Me temo que no. Por ahí se debe acceder a
los angares y a la pista de despegue.
Presiento la mirada de reojo de mi madre. Hay presentimientos tan
claros que se palpan. ¿A dónde apuntará concretamente? ¿A mis la-
bios, a ver si murmuran un rezo como el suyo? ¿A mi semblante, a ver
si ha empalidecido ante la presencia de la muerte?
No podría rezar, aunque quisiera. No puedo rescatar aquellas oracio-
nes que me inculcaran, al menos, al completo: Padre nuestro que, San-
tificado sea tu, El pan nuestro de, Dánosle hoy, Así como nosotros
perdonamos a, Y no nos dejes caer en, Mas líbranos del... Antaño las
paladeaba, las interiorizaba. Antaño la mirada de mi madre advertía

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mi rezo, aunque a mí quien me interesaba era aquél a quien lo dirigía.
Aquél. Aquél cuya mirada debía ser tangible como las de mi madre,
solo que, no pasaba de presentida, y no como una sensación genuina,
sino más bien inculcada. Entonces no distinguía las subliminales for-
mas, y no tan subliminales, de dicha inculcación. No es que me hiciera
mal, o me hiciera infeliz; un niño es feliz en su ignorancia, y acaso la
verdad lo trastorne prematuramente; sino que, más tarde, al perder mi
espíritu su habilidad para absorber ingenuamente cuanto le contaron y
volverse crítico, sí que abominó de cuanto había admitido hasta en-
tonces. No sucedió de repente. No fue un desplome súbito. La omni-
presente mirada se esfumó despacio, a pies juntillas, sigilosa, inten-
tando no dejar secuelas. Pero las dejó. Por eso hoy no puedo rezar, no
puedo pronunciar una oración completa. Me abrasaría la garganta. No
presiento a nadie a quien dirigirme. Quien antes me escuchaba era un
impostor confabulado con quienes se encargaron de inculcármelo.
El Presi abandona definitivamente la sala y de esta se apodera un si-
lencio plomizo. Lejano se percibe el bullicio del vestíbulo. La muerte
nos calla. El silencio es plomizo y pegajoso: plomizo-pegajoso. Aun-
que el plomo no es pegajoso, salvo que esté fundido, listo para enfriar-
se, para solidificarse en el molde de un soldadito de plomo. Por tanto,
es un silencio de plomo fundido. Caliente. Listo para cuajar en el mol-
de de la muerte. La muerte representada por la Cloti. Ella es, hoy,
aquí, en esta sala, el molde en el que cuaja el silencio plomizo-
pegajoso-fundido de la muerte. De hecho, se parece a un inexpresivo
soldadito de plomo.
¿Creerá mi madre que me impresiona? Su mirada de reojo puede que
signifique eso: vigila un posible desvanecimiento... A lo mejor cree
que es mi primera experiencia de la muerte. Lo más seguro. Claro: no
conoció a Bernardino.
Entonces comprendí lo que significa. La muerte significa ausencia.
Lo que antes estuvo, lo que antes fue, ahora no está, ahora no es. Tan-
to que pudo no haber existido nunca. Bernardino, para mi madre, nun-
ca existió. Ella no percibe su ausencia. Yo, en cambio, sí; aunque no
me duela, aunque no me apene. El caso es que podría convencerme,
ocupando el lugar de mi madre, de que Bernardino jamás existió, de
que siempre fue una ilusión mía. Esta posibilidad de autoconvenci-
miento confirma a la muerte como sinónimo de ausencia. De ausencia
a secas, sin percepción de ausencia. Pues no es la ausencia que propi-
cia la presencia de un cuerpo inerte, y luego, una vez enterrado, la que

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propicia su invisibilidad acentuada por la presencia de quienes le ro-
dearon, de quienes escenificaron su ilusión de existencia (Jorge, la
Flaca..., en el presente caso). La percepción de la sensación de ausen-
cia, no es la ausencia sinónimo de muerte. La ausencia sinónimo de
muerte es la ausencia ausente de percepción de ausencia. De ahí que la
muerte propia sea ausencia de uno mismo, sin percepción de ausencia.
Yo no percibiría mi propia ausencia. Lo cual es un buen criterio para
saber si estoy muerto. En el momento en que deje de percibir mi pro-
pia ausencia es que lo estaré... Sin embargo, ahora, en otro sentido,
tampoco percibo mi ausencia, pero por otra razón: porque estoy vivo,
porque aún no soy ausencia. ¿O sí lo soy? ¿Equivaldrá la percepción
de mi no ausencia a la ausencia mortal? ¿Estaré ya muerto?
Está visto que la filosofía consiste en embrollar un poco los términos,
encaminándolos hacia una frase lapidaria o un absurdo. ¿Prosigo con
la demostración de la ausencia sinónimo de muerte?... Mejor otro día.
Mi madre ya se despereza... Si se prestara a oír mis divagaciones, en-
tendería el alcance de la impresión que me ha causado la muerte.
Acabamos nuestra comparecencia ante la ausencia de la Cloti, mate-
rializada en un cuerpo inerte plomizo-silencioso-pegajoso-
embalsamado y confirmada por la presencia no ausente de Jorge.
Mi madre escribe en el libro de reclamaciones: La familia de..., su
mano pulsante me estorba la vista... Le acomp... en el... mento... Inten-
to leer lo que ha escrito el Presi: En mi nom... y en el de la... ón que
repre...to, mis más sinc.. lencias... ...garemos por su... erno desc...
Ahora que la mano se aparta tras plasmar una picuda firma, podría le-
er mejor, pero me abstengo: no quiero hacerlo descaradamente. Podría
si tomara el bolígrafo y... ¿Qué podría escribir? Por ejemplo: Mi más
sentido agradecimiento por la pulsera.
Dejamos a Jorge recibiendo pésames de otros conocidos. Miranda
nos acompaña de camino al vestíbulo. Nos alejamos del silencio, nos
acercamos al bullicio.
Ignoro si Jorge sabe lo de la pulsera. O, lo que es lo mismo, si la Clo-
ti lo averiguó y se lo trasmitió, de lo cual no se habría privado, des-
ahogando así su indignación. La única manera de haberse enterado
habría sido a través de mi madre. A ella preguntaría, cada vez que la
viera, entre entusiasmada y apremiante: ¿Se la ha regalado ya Javier a
Sonia?... Mi madre evitaría decirle la verdad, aunque, sus evasivas
mal disimuladas, la harían sospechar y, finalmente, sin poder conte-

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nerse, aventurar horripilada: ¿Fernando la ha...? Con lo cual no se li-
braría de un buen disgusto. Igual su cita con la muerte la precipité yo.
Llegamos al vestíbulo. Aquí se congregan los equipos de los muer-
tos. Cada equipo acude obligado por la baja de uno de sus jugadores.
Los que quedan, refuerzan mutuamente sus ánimos. Hay que seguir
compitiendo. La vida sigue y hay que mentalizarse para volver a saltar
al terreno de juego. Generalmente ningún equipo interfiere con otro. A
este lado del vestíbulo hay al menos dos equipos, los de la sala cinco y
siete, y ninguno interfiere entre sí, salvo que dos o más jugadores se
conozcan: ¡Qué casualidad!, ¿Tú, por aquí?, ¿Qué muerto te ha traí-
do?..., La suegra de la hermana de mi concuñada, Estaba ya chocha,
¿sabes?... Tras la descocada familiaridad con un jugador del equipo
rival, cada cual regresa al suyo.
Nosotros nos unimos al nuestro. ¿Cuánto faltará para finalizar el en-
cuentro?
En él advertimos un fichaje nuevo, un recién llegado que a Miranda
sobresalta. Con ella intercambia un saludo escueto y, en cambio, a mí,
menuda suerte, me saluda con efusión. Es Miguel Angel, el psicólogo,
el ex de Miranda. ¿Habrá traído a su joven amante? Esperemos que
no, no sea que a la Cloti le de por resucitar y reprocharle su poco tac-
to. A lo mejor ha roto con ella. En este ambiente es difícil interpretar
su rostro: aire desamparado, desorientado, azorado; no le pegan las
sonrisas no destinadas a sancionar una observación profesional, como
las que brinda en su despacho a los pacientes. ¿Signos de desencuen-
tro o incluso ruptura? Por si acaso, Miranda no se deja llevar por fal-
sas esperanzas, y eso que la Cloti le aleccionó explicándole que son
deslices naturales de hombres maduros... Lo evita uniéndose a la con-
versación que sostienen el Presi y la madre de la Flaca. Mi madre sí se
queda con él. No le incomoda la presencia del padre de la Flaca para,
seguro, consultarle algo sobre mí. ¿A quién me uno yo? ¿A mi herma-
no y la Flaca? Menudo está mi hermano últimamente...
– ¡Oh, perdone! –vaya empujón me han dado. ¿Tiene prisa? ¿Teme
perder al muerto?...
Por mi causa ha discutido con mi madre, lo cual ha sido toda una no-
vedad. ¿Qué se siente, hermanito? ¿Cuándo fue la última vez: cuando
te retiró el chupete?... Tampoco creo que haya sido traumática la cosa.
Muy juicioso su argumento: ¡La culpa la tienes tú!, ¡Tú te lo has bus-
cado, por no echarlo a la calle!... A lo cual, ella replicó: ¿No com-
prendes que es también mi hijo?... Elemental. Me dio apuro el sofocón

158
que se cogió. Normal. Es que encima pongo en peligro su carrera
pianística... Bueno. Eso dijo, aunque en este punto disiento: Pero,
¡hombre!, si ahora, gracias a mí pondrás el alma en las interpretacio-
nes... Además, seguro que así acelera sus planes de independencia y
desposorio con la Flaca. Lo que no logró la Cloti con sus entusiásticas
maquinaciones, lo puedo lograr yo. ¿Qué me dices?
Me tienta la cafetería. Tras el cristal, sentados delante de un café
humeante y auxiliados por un cenicero, departen los jugadores de los
distintos equipos. ¿Planean la táctica a seguir después de la baja sufri-
da?
Mejor me siento en los sillones. La cosa va para rato. El Presi ha co-
gido carrerilla al acercársele Miranda. Definitivamente, le gusta. Me-
nudo ojito le echó antes. ¿Creerá que tiene posibilidades? No; si detrás
de su impecable fachada seguro que se esconde un viejo verde.
Mi madre ya le ha sacado la conversación al psicólogo. Ni siquiera
espera a que salude a Jorge. El rostro del padre de la Flaca, que atien-
de respetuoso pero impresionado, me lo confirma. Me atraviesa con
miradas intermitentes, como preguntándose: ¿Es ése el gamberro del
que habla su madre?
Hay un taco de periódicos sobre la mesa delante de los sillones.
Diario gratuito..., leo en la cabecera.
El 10,3% de las viviendas de la ciudad...
Bah. No me interesa.
Consumidores de cannabis critican al gobierno...
Por favor, adónde vamos a llegar: querer legalizarlo...
Los conductores ebrios o drogados podrían ir a la cárcel...
Esta es interesante. ¿Página...?
– Retiran todos los metales: crucifijo, herrajes..., y adentro con la ca-
ja.
– Entonces, ¿los incineran con el ataúd?
– Exacto. Y lo único que queda son los huesos, que son pulverizados
aparte. Eso es lo que contiene la urna que te entregan.
Interesante conversación, la que acaba de sobrevolar mis hombros.
Página dieciocho: Los conductores ebrios o drogados podrían ir a
la...
¿Reducirán a la Cloti a ceniza, o permitirán que los gusanos se indi-
gesten?
...ir a la cárcel con la entrada en vigor de la reforma del Código Pe-
nal aprobada...

159
Bien pensado, es una injusticia que las bacterias que pueblan nuestro
cuerpo se pasen la vida aguardando el gran banquete para luego pri-
varles de él.
...la Ley Orgánica 15/200..., establece que: El que codujere un vehí-
culo bajo la influencia de...
Bah. Cambio de noticia.
¿Qué titular hay debajo de la foto del tío soplando?
Localizado el vehículo que arrolló a...
Un accidente.
Ha sido localizado por efectivos de la Policía de Proximidad, el tu-
rismo de marca Daewoo, color azul, con matrícula...
¡Coño! Es el coche de Fredi.
...cuyo propietario responde a las iniciales de F.M.
¿Martínez era él?
Testigos presenciales han confirmado que fue el mismo que en la no-
che del...
¡El día de mi cumpleaños!
... arrolló a..., vecino de..., quien falleció a las pocas horas de ser in-
gresado en...
Falleció. ¡No era un perro!
La Policía ha iniciado las investigaciones...

160
– El procesado puede sentarse.
Me siento.
La voz me ha temblado un poco. La jueza impone. La juez impone.
¿Juez o jueza?
La palpitaciones me han disminuido conforme hablaba. Todo ha sido
arrancar. Prestar atención a las preguntas, responder fielmente,
ajustándome a la verdad. ¿La verdad? Me he pasado la noche des-
cifrándola. Si la memoria fuera cristal, la he pulido hasta volverla
cóncava como una lupa, a fin de concentrar los rayos en aquella no-
che. Noche poblada de lagunas, de paréntesis, de vacíos. Lógico: iba
morado. Sí; pero no tanto como para no recordar quién iba al volante
en el momento del golpe. La memoria funciona a bajo régimen y no
registra todos los momentos de una noche de marcha cuando es mal-
tratada por los estimulantes. Sí; pero en aquel momento..., en el mo-
mento del golpe..., estoy seguro: yo no conducía.
– Agente: puede llamar al primer testigo.
Tengo las manos húmedas. Me han sudado. ¿Y la frente? ¡Maldita
sea!... No me acostumbro a las esposas. He de mover las dos manos a
la vez si quiero comprobar la frente. Ya llevo un par de tirones. Al no
poner cuidado muevo una sola, tirando bruscamente de la otra. El hue-
so de la muñeca izquierda se resiente. La muñeca izquierda sufre más
que la derecha. Porque soy diestro. Si fuera zurdo sería al revés. ¿No
se percata la mano derecha de que arrastra consigo a la izquierda?...
Húmeda. La frente la tengo húmeda. Hay algunas gotas: minúsculas...
Al quedar la cadena a la altura de los ojos, puedo encuadrar a la jueza
a través de un eslabón. Encuadro el torso y la cabeza: lo que sobresale
de ella por encima de la mesa. Porque está lejos. Al testigo, no puedo.
No porque pasa cerca de mí, sube los peldaños y se detiene a la altura
de la silla que han dispuesto, no alejándose lo suficiente. Sí encuadro
su cabezota, su nariz parabólica de buitre, de buitre cabrón, de buitre
mentiroso cabrón.
– ¿Es usted Fredi Martínez...? –la jueza comprueba el carné de iden-
tidad que le ha acercado el diligente y correoso agente judicial.
Asiente.
– ¿Conoce usted al procesado?
Se vuelve a mirarme.
– Sí.

161
¿Tiene propiedades telescópicas el eslabón-mirilla, o es real el tama-
ño de su nariz?
– Estamos juzgando un delito de homicidio imprudente y omisión del
deber de socorro. Le recuerdo que el falso testimonio está penado por
la ley. ¿Jura o promete decir la verdad a cuanto se le pregunte y sea
necesario que conteste?
No alcanzo a oír si jura o promete.
A los fornidos policías que me flanquean no parece gustarles mi ju-
gueteo con las esposas. Mejor bajo las manos.
– Tome asiento, por favor. A continuación, tiene la palabra el fiscal.
– Con la venia, señoría.
De pequeño jugaba con un equipo de sheriff del oeste compuesto por
cinto, revólver, balas, estrella y esposas. En vez de hacer de sheriff
hacía de preso: esposándome, buscaba la manera de desembarazarme
de ellas, bien manipulando la cerradura, bien estirando las manos.
– Usted es el propietario del vehículo Daewoo matrícula...
Es curioso. ¿Ya entonces mostraba vocación de preso? Quién sabe si
no me sirvió para ir familiarizándome.
– Aquella noche había permitido conducir al procesado, ¿verdad?,
acompañándole usted de copiloto. ¿Nos lo quiere narrar desde el prin-
cipio?
Eso. Nárranoslo. Oigamos la versión del mentiroso.
– Era su cumpleaños. Los amigos habíamos salido de marcha y, en
un momento de la noche, insistieron para que le dejara dar una vuelta.
Accedí, aunque no me pareció buena idea. Al principio noté que no
conducía mal, salvando el tiempo de adaptación al coche. Me aseguró
que tenía el carné de conducir...
¿Le pude asegurar eso, no teniéndolo?
– Más tarde sospeché que había hecho mal: cuando comenzó a no
respetar las señales, a saltarse los semáforos, a entrar a destiempo en
las rotondas, a coger velocidad...
¿Tan mal lo hice? Lo dudo. Puse mucho cuidado. Está exagerando.
– Me alarmó definitivamente cuando se le fue el coche hacia el carril
contrario y poco faltó para estrellarnos contra el que venía de frente.
Eso lo recuerdo. No fue más que un amago, mucho antes de estar a la
misma altura. Lo que pasa es que se acojonó en seguida.
– Entonces le pedí que parase y me permitiera conducir.

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La verdad es que nunca quiso que me pusiera a las manos de Dae-
woo. Accedió sólo para quedar bien con los amigos, para cuidar su
fama de tipo enrollado.
– No me hizo caso. Le insistí una y otra vez, con sumo tacto para no
provocar una discusión y un accidente.
Dudo que insistiera tanto. No era compatible conducir y liar un pe-
tardo al mismo tiempo, inclinándose por lo segundo.
– También intenté que regresásemos con los amigos, pero fue inútil.
No pude hacer nada para convencerlo.
Cualquiera diría que se desvivió por evitar un accidente que preveía.
– Entonces vino el golpe. Me pilló desprevenido. Fue rapidísimo.
Apenas vi contra qué chocaba. La velocidad era grande y no había
mucha luz en la calle. Le grité que parara. No me hizo caso. Presentí
que había atropellado a una persona y, por tanto, que había que parar
para asistirla. Él me dijo que había sido un perro.
El cabrón ha intercambiado los papeles. Ha estudiado bien su decla-
ración.
– A partir de ahí, sí condujo con más cuidado, hasta regresar al lugar
de partida. Nos reencontramos con los amigos. Ellos nos vieron llegar.
Guarda silencio. Entiende que lo dicho es suficiente. El fiscal menea
la cabeza, entre afable y satisfecho. Revisa algún apunte que ha toma-
do durante mi declaración.
– De su testimonio se saca que el procesado condujo todo el tiempo,
es decir, en ningún momento pararon y ocupó usted su lugar. ¿Es esto
cierto?
– Sí.
– No hay más preguntas, señoría.
Ha quedado claro. Ha respondido con rotundidad. No ha vacilado. Es
difícil no creerlo. Yo, en cambio, he balbuceado, sobre todo al tener
que detallar la razón de la parada, el lugar, si alguien nos vio: Para ai-
rearnos, No recuerdo qué urbanización era, Supongo que nadie... He
excluido de ese nadie a los perros, aunque, por la algarabía de ladridos
que produjeron, alguno debió vernos. Le premiaría con una suculenta
chuleta al que declarase a mi favor.
La jueza pasa la pelota al abogado de la acusación.
– Con la venia... Entiendo que antes de coger el coche habían estado
bebiendo con los amigos, según su expresión: habíamos salido de
marcha. ¿Ingirieron mucha cantidad? En otras palabras, ¿subieron al
coche ebrios?

163
– Habíamos tomado unas copas, es cierto, y por eso no me pareció
buena idea prestarle el coche. No obstante, no fueron demasiadas.
Aunque, claro está, a cada cuál no le afecta lo mismo.
Ibamos los dos con un morazo de cuidado.
– Según usted, permitió al procesado conducir porque era su cum-
pleaños. Dieciocho. Recién estrenada la mayoría de edad. ¿Cómo pu-
do entonces creerse que tuviera el carné de conducir?
– Bueno. No caí en ese detalle en aquel momento. Él me aseguró que
lo tenía.
Muy agudo el señor letrado.
– Situémonos ahora en el momento del golpe...
Parece que invite a toda la sala a situarse en el momento del golpe.
Así, constituida en una sola mente, rescata al unísono la imagen del
atropello, más o menos de acuerdo con las descripciones hechas. Ayu-
dada por la imaginación y con la anuencia de la familia afectada, re-
atropella a la víctima.
– ¿Es posible que no acertase a distinguir si se trataba de una persona
o de un perro?
La sala ocupa el asiento del copiloto y, desde allí, trata de apreciar lo
que es o no posible distinguir.
– No iba pendiente de la carretera. Tan sólo, sentí el golpe. Nada
más.
– Pero usted le ordenó que parase. ¿Por qué, sino para socorrer a una
persona?
– Él desmintió en seguida esa posibilidad, al asegurarme que había
sido un perro.
– ¿Por eso tampoco dio parte a la autoridad en sucesivos días, ni si-
quiera al conocer por la prensa la noticia?
– No supe la realidad de lo sucedido hasta que la policía se presentó
en mi casa.
– Está bien. No hay más preguntas, señoría.
Ha capeado bien el temporal. Debía esperarse un acoso parecido,
frente al cual, lo inteligente ha sido echarme el muerto y borrar cual-
quier sospecha de complicidad. No obstante, por el rostro circunspecto
del abogado, no parece que le disculpe de toda responsabilidad. Esta
táctica ni siquiera se me habría ocurrido a mí, de haber ocupado yo su
lugar, es decir, mi verdadero lugar, pues el que viajaba de copiloto era
yo, no él. Habría omitido estúpidos detalles sobre si me aseguró que
era un perro o un tiranosaurio y yo lo creí. Los detalles sirven para

164
fundamentar una mentira y distraer la verdad. La verdad debía reve-
larse a la sala sin necesidad de explicaciones, como un hecho irrefuta-
ble. Por eso me he limitado a afirmar: Yo no conducía..., y, frente a la
pregunta del abogado sobre si entonces lo hacía mi amigo, he vuelto a
insistir: Yo no conducía... Las evidencias que las enuncien ellos.
Veamos si el abogado defensor, mi abogado, desentraña la verdad.
Ayer tarde se la dejé bien clara. Hace un momento ha comprobado
que me reafirmo en ella.
– A lo largo del recorrido que hicieron, ¿recuerda usted si entraron
en una urbanización?
Los letrados-contendientes se hallan en flancos opuestos, no vayan a
arrojarse los legajos a la cara en un momento de jurídica pasión.
– No me fijé exactamente por dónde circulábamos; pero, por una ur-
banización, no recuerdo haber pasado.
No hay manera de cogerlo. No facilita el escenario donde cambiamos
los papeles. El mohín que hace mi abogado parece condescender con
su aseveración. Seguramente duda en este punto de mí. Ayer tarde en
el calabozo se mostró suspicaz: ¿Qué urbanización era?, ¿Para qué
exactamente os detuvisteis?, ¿Alguien os vio o le vio a él ponerse al
volante?... Sus preguntas se hacían eco de la incredulidad de mi ma-
dre, sentada a su lado, frente a mí. Aún no repuesta del disgusto, al no
llevar ni dos horas detenido, impresionada y descompuesta por verme
allí encerrado, actuaba como si fuera indistinta una u otra versión, si
conducía el otro o yo: no estaba en situación de distinguir la diferen-
cia. El mazazo del hijo descarriado se materializaba al fin. Eso era lo
terrible. La inutilidad de mis explicaciones y mi propio trastorno, me
volvieron parco e impreciso, y, aunque he pensado mucho durante la
noche, no mucho más he sacado en claro. Sigo sin saber qué urbaniza-
ción era. Sí he recordado que las calles tenían nombres de árboles y
que el nombre del chalé ante el que nos detuvimos era villa Carlota o
algo así. Por descontado, el motivo por el que paramos, no fue para
airearnos, aunque es lo que he sostenido. Fue porque quise cometer
una travesura por teléfono, cuya índole es estúpido descubrir, como no
quiera volver definitivamente inverosímil mi versión. Él aprovechó
entonces para ocupar el asiento del conductor, súbitamente molesto
porque había herido su gazmoñería de niño pijo.
Me he perdido. ¿Qué dice ahora mi abogado?

165
– ...Consciente del peligro que entrañaba su manera de conducir, lo
normal es que estuviera alerta, pendiente de la carretera y, por tanto,
hubiera visto si se trataba de un perro o una persona.
La jueza recula en su asiento. Le interrumpe:
– Le ruego no formule de esa manera la pregunta. No introduzca su
particular apreciación de lo que es o no normal, máxime cuando ya ha
aclarado que sólo sintió el golpe.
– Disculpe. Vayamos entonces al momento de la llegada...
Buen corte le ha dado. El tono de voz ha sido tranquilo, pero impla-
cable. Acorde con los ojos dulces y melancólicos, contrapuestos al
mentón severo. ¿Tendrá hijos adolescentes? ¿Los sufrirá? No lo pare-
ce: no juzga como madre, sino como juez. Mejor. Ya sabemos que las
desilusiones maternas empañan la apreciación objetiva de los hechos.
– Al regresar al punto de partida, ha dicho que se reencontraron con
los amigos. ¿Les vieron llegar?
– Sí. Aunque eso lo pueden confirmar ellos.
Eso: que lo confirmen.
– No hay más preguntas.
La jueza mira a ambos lados. Interpela con la mirada a sus ayudan-
tes, a unos aburridos magistrados que no intervienen para nada. El de
la izquierda a duras penas se contiene unos bostezos.
– El testigo puede retirarse o permanecer en la sala si lo desea.
Los amigos estaban en la calle. Nos interceptaron según volvíamos
caminando al pub donde los dejamos, después de aparcado Daewoo.
Los he visto una y otra vez la pasada noche, mientras daba vueltas en
el catre. Estallan en mis erráticos recuerdos: histriónicos, entusiastas,
amistosos: ¿Qué tal ha ido el paseito, Nando?, ¿Te lo ha devuelto in-
tacto, Fredi?... Este se muestra divertido y animoso, aprobando
magnánimo mis habilidades: No lo hace mal del todo..., lo que yo ad-
mito inflando el pecho como un palomo. En adelante, la noche prosi-
gue por distintos vericuetos, entre lapsus de memoria e imágenes
ebrias y vaporosas.
– Puede avisar al siguiente testigo.
El agente judicial zigzaguea entre sillas, piernas y balaustradas hasta
alcanzar la puerta de la sala y solicitar la presencia de un desconocido.
¿Es posible que los amigos nos vieran llegar? En tal caso, no debería
Fredi mostrarse tan confiado.
– ¿Jura o promete decir la verdad...?

166
No sé cómo me mantengo despierto. La noche ha sido turbulenta.
Sólo al alba logré dormir un poco. Para colmo el catre estaba duro
como una piedra. Me ha hecho polvo las costillas.
– Con la venia... El testigo se hallaba en el lugar del atropello. ¿Quie-
re explicarnos lo que vio?
– Pues verá. Sería la una y media cuando...
El fiscal balancea la cabeza sobre sus papeles antes de enjaretar la
pregunta. No me había fijado hasta ahora en las mangas de su toga. A
diferencia de la de los letrados, están bordadas con encaje blanco, en
contraste con el fúnebre negro. Esta distinción, ¿significará algo?
– ...la carretera hace una curva abierta hacia la derecha, ¿sabe us-
ted?...
Probablemente, que es el inquisidor por excelencia. El que propone
al alza tantos años por aquí, tantos años por allá, extrayéndolos de uno
y otro articulo. Sólo lo superará en su puja el abogado de la acusación.
Entre los dos abultan la pena. El abogado defensor, en cambio, la ali-
gera... Qué despropósito... La balanza que representa la justicia no de-
bería estar en equilibrio, sino inclinada bruscamente, de acuerdo con
la desproporcionada petición de penas.
– Aquel infortunado señor cruzaba el paso de cebra cuando...
Es campechano el testigo. El típico hombre honrado que asume con
entusiasmo sus deberes de ciudadano.
– Entonces, reaccioné: corrí a socorrerlo...
Merece una condecoración. La familia de la víctima, a mi espalda, al
otro lado de la balaustrada de madera, comprenderá que hizo todo lo
posible.
He visto en los prolegómenos a quien debía ser la viuda. Estaba
arropada por otras tristonas señoras, igualmente candidatas, pero a ella
más que a ninguna se dirigía el abogado de la acusación. Además, el
semblante la delataba. Había pintado una resignada desolación, miti-
gada sensiblemente por el propósito de hacer justicia. Al cruzarse su
mirada y la mía, me ha conmovido. Pensaba que no iba a dirigírmela,
de hecho, ha sido fugaz, y no la ha vuelto a repetir. Pero ha sido inten-
sa. En ella no había reproche, no había odio, no había animadversión
personal. Me consideraba como a un eventual culpable, al que hay que
castigar, da igual si por los delitos propios o por los ajenos. En eso co-
incidí con ella. Sin duda debo ser culpable de algo: de robar, de querer
suicidarme, de emborracharme, de pegar a mi madre... En este sentido,
admito la penitencia de ser juzgado por un delito no cometido.

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– Cuando llegó la ambulancia, todavía...
Todavía la esposa no sabía nada, no sospechaba nada, ni siquiera
pensó que tuviera importancia el retraso del marido hasta no sonar de
madrugada el teléfono para anunciarle la gravedad de su estado. La
lluvia de lágrimas arreció conforme se acercaba al hospital, para, al
final, convertirse en una convulsiva tromba, al conocer el desenlace.
El fiscal encuentra un resquicio para cortar la profusión de heroicos
detalles cívicos, un breve silencio de punto y seguido.
– Volviendo al momento del atropello...
La sala regresa una y otra vez a ese instante. Reproduce la jugada
desde distintos ángulos, al modo como las cámaras de televisión repi-
ten en un partido de fútbol una jugada conflictiva. Sin embargo, en es-
te caso, las cámaras revelan testimonios subjetivos encontrados, ver-
siones que no se complementan, sino que se contradicen.
– ¿Notó si el vehículo trató de evitar el golpe?
– No sabría asegurar si, tratando de evitarlo, o a consecuencia del
mismo, lo cierto es que...
Lo cierto es que matamos a una persona.
No he visto si mi madre se colocaba cerca de la viuda. Es capaz de
haber intentado pedirle disculpas. Mi hermano lo habrá evitado, hay
que guardar el decoro. No le han debido faltar ganas de trasmitirle que
lamenta la pérdida tanto como que yo la haya causado. Si supiera
cuánto ha luchado para encarrilarme, para evitarme malas compañías.
Si supiera que en sus propias carnes me ha sufrido... No le vendría mal
compartir su dolor, sumarse a sus lágrimas. Pero no procede. Nunca se
sabe cómo reaccionaría, igual le achacaba despiadadamente haberme
malcriado, haberme convertido en un asesino: Si hubiera sido más se-
vera con él, si hubiera resuelto con la calle las primeras gamberradas...
Mi hermano acertaría a señalar en este punto: ¿Ves como debiste
echarlo de casa?... Mi hermano es un buen aliado, al que ahora no le
discute sus razones... Nunca se sabe. ¿Habría sido mejor o peor,
haberme echado de casa a tiempo?
– Por último: ¿pudo ver en algún momento quién conducía o quién
iba de copiloto?
– Apenas me dio tiempo a fijarme en el coche y en la matrícula.
Casi parece una pública disculpa por no haberse esmerado más.
– No hay más preguntas.

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La jueza interroga con la mirada al abogado de la acusación, que
niega con la cabeza. El abogado defensor le imita. No quieren darle al
honrado ciudadano pie a que les aburra más.
– El testigo puede retirarse o permanecer en la sala...
Qué dolor de costillas. No es culpa del catre, sino de tantas vueltas
como di.
– Avise al siguiente testigo, por favor.
El agente es un perfecto sorteador de obstáculos.
Qué decepción de calabozo. Lo imaginaba más atractivo. Con gran-
des argollas colgadas de la pared, donde sujetar al preso con bastas
cadenas. Lo imaginaba cavernoso, húmedo, con ratas corriendo entre
los sillares de piedra enmohecida. Imaginaba entre las sombras la
compañía de alguien sujeto a otra argolla, aguardando, desfallecido
por el hambre, a ser juzgado, temeroso, entre tanto, de quedar reduci-
do a los huesos, tal como el penado cuyo esqueleto yacería al pie de
otra argolla. Imaginaba extraños sonidos aparte del correteo de las ra-
tas: remotos lamentos de reos sometidos a tortura en cámaras aleda-
ñas.
Ahí va. Es Piqui.
Miro hacia atrás un instante.
– ¿Es usted Francisco...?
Junto a Eva y Fali se ha sentado Fredi. Pensaba que sólo habían ve-
nido ellos.
– ¿Jura o promete decir la verdad a cuanto...?
Espero que Eva no haya creído a Fredi. Más debe fiarse de mí.
Hemos pasado buenos ratos en casa de Bernardino. Es verdad que a
veces me he mostrado reservado, que prefería dejarla hablar por los
codos. Aun así soy de confianza: en caso contrario, no creo que se
hubiera liado conmigo. Aunque eso de llevarlo en secreto... Qué fasti-
dio que muriera Bernardino. Desde entonces no nos hemos acostado.
¿Qué tal si esta noche me visita al calabozo? De paso, que me traiga
una lima.
– Con la venia...
¿Por qué Piqui? ¿En calidad de qué? ¿De representante de la pandi-
lla? ¿Por qué no Eva? No me fío de él. Se entiende mejor con Fredi
que conmigo. Además, le debo dinero. Para él no es suficiente con
haber invitado un día. Las cuentas son aparte de esporádicos despilfa-
rros. Incluso le fastidiaría que hiciera ostentación de haber ligado a
Mushet, sin haberle pagado antes.

169
– ¿Quiere referirnos lo que recuerda de aquella noche?
Ni que le debiera mucho dinero.
– Bueno. Ninguno presenciamos el accidente. Nadie más subimos al
coche. Animamos a Fredi para que le diera el gusto de conducir por
ser su cumpleaños. Estuvieron un rato ausentes. Luego, al cabo de una
hora o así, aparecieron por allí. Nada más.
– ¿Notó una actitud extraña en alguno de ellos a la vuelta?
– Nada fuera de lo normal. Ya se entiende: habíamos bebido un po-
co... Llegaron tan alegres. Nadie imaginó que hubiera ocurrido nada
raro. Continuamos divirtiéndonos sin más.
De nuevo estalla en mi mente la algarabía del recibimiento: ¿Qué tal
ha ido el paseito, Nando?, ¿Te lo ha devuelto intacto, Fredi?... Risas,
guiños, palmaditas en las espalda... Debíamos parecer más amigos que
nunca: No lo hace mal del todo, decretó Fredi. ¿Pudo, desde ese mo-
mento, comenzar a actuar de acuerdo con un plan?
– ¿A qué hora diría que se marcharon, y sobre qué hora volvieron?
– Sobre la una se marcharon, regresando una hora más tarde, más o
menos.
– ¿Dónde fue exactamente el lugar del encuentro, en la pub, en la ca-
lle...?
– En la calle. Llevábamos un rato a la puerta del pub esperándolos.
Cuando los vimos aparecer y disponerse a aparcar al principio de la
calle fuimos hacia ellos.
– ¿Vio quién conducía?
– Ya he dicho que Fredi le prestó el coche por ser su cumpleaños.
– En efecto. Pero en el momento de llegar: ¿seguía el acusado al vo-
lante?
– Sí, claro.
La cosa se pone fea.
– No hay más preguntas.
El abogado de la acusación pasa el turno. Mi abogado revisa sus no-
tas. Parece azarado.
– Con la venia... ¿Es exacto que viera al procesado al volante, o lo
supone después de que lo interceptaran, al ir a su encuentro, hacia el
principio de la calle?
– No estaban lejos...
– Más concretamente: ¿llegó a verlo bajar del coche, por el lado del
conductor?
Piqui vacila.

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– Sí... Bajó del coche por el lado del conductor...
– No hay más preguntas, señoría.
Mi abogado resopla.
– El testigo puede retirarse o permanecer en la sala...
Miro hacia atrás. Sorteo el rostro congestionado de mi madre, el
adusto de mi hermano, el desamparado de la viuda. Me detengo en
Fredi. Tiene aire satisfecho. Eva, sentada entre él y Fali, parece pensa-
tiva. ¿Me vería también ella al volante? ¿Me vería bajar del coche por
el lado del conductor? Lo dudo. Es imposible.
– Pasemos a las pruebas periciales...

171
172
– A los dieciocho años mi padre me puso de patitas en la calle. Hasta
entonces sólo me había dedicado a estudiar. Me había pasado la vida
entre libros, encerrado horas y horas, no sabía hacer otra cosa. Era un
parásito que sorbía conocimientos indiscriminadamente. La pelota se
me fue a raíz de esto, seguro, como a Alonso Quijano. Aunque no fue
lo único... Además contribuyó el carácter de mi padre. Mi padre me
abofeteaba, ¿sabes? El prestigioso internista doctor Elorza tenía esa
costumbre al regresar a casa, a poco que el niño le sacara de quicio, lo
que sucedía a la mínima travesura propia de la edad. A mi hermana
nunca la tocó, faltaría más, dejaba a mi madre, que no empleaba los
mismos métodos, aunque admitiera los de mi padre conmigo. A la re-
cta Icíar tampoco le hubiera levantado nunca la mano, porque le habr-
ía solicitado el divorcio al punto. Nunca lo intentaría, más que nada,
por mantener la cohesión familiar, respetando un código de conducta
facistoide, al cual se aferraba; ya me entiendes: la familia, la religión,
la patria, el ejército, el trabajo..., y todos esos sagrados axiomas del
carajo. Supongo que abofetearme formaba parte de sus paternales atri-
buciones. Había que mantener el orden y la disciplina domésticas,
contempladas en dicho código. Claro que, a los dieciocho años creyó
que yo seguía siendo aquel crío incapaz de reaccionar de otra manera
que no fuera retirándome con las orejas gachas a mi cuarto, esta vez,
para replantearme si la carrera elegida, piloto comercial, la que co-
menzaba a suspender, no había sido un error, y mejor hubiera sido es-
coger medicina, dándole así el gusto. En mi interior se desató una
erupción volcánica, un flamígero odio fruto de la humillación de tan-
tos años. Con el tiempo he dudado si en verdad me pegó tan a menu-
do. Es igual, con que sólo hubiera sido un par de veces... El caso es
que todavía retumbaba en mis oídos la última bofetada, cuando arre-
metí contra él con un fuerte cabezazo en pleno rostro. Además, le
solté: ¡No me pones más la mano encima porque no me sale de los co-
jones! La recta Icíar, allí presente, por poco se desmaya del susto. El
careto de mi padre demudó hacia una mezcla de terror y extrañeza.
Más le dolió mi apabullante reacción que el golpe, si bien, mi madre
no tardó en curarlo, pues había sido fuerte... Jamás olvidaré aquel ros-
tro. Hasta entonces sólo había imaginado expresiones parecidas, al
hilo de los escabrosos casos clínicos que a solas refería a mi madre, a
los cuales atendía a escondidas. Por ejemplo, recuerdo aquél en el que,

173
después de mucho quebrarse la cabeza buscando la causa de las hemo-
rragias intestinales sufridas por un paciente, un análisis toxicológico
reveló una sustancia inesperada, cuyo origen, la esposa, acorralada por
las pruebas, confesó: Sí, doctor, Soy yo quien le vierte matarratas en
las comidas... ¿Por qué no nos contaba aquellas historias a mi hermana
y a mí, historias en donde la ciencia médica destapaba la perversidad
humana? Te diré: por preservar el ideal de familia intachable, inmune
a esas facetas del hombre de las que es mejor no dar publicidad, por-
que no se contamine. Sin embargo, a mí me entusiasmaban, más cuan-
to sabía que impresionaban al inconmovible doctor, cuyo rostro debía
transfigurarse, alejándose del frío y estólido habitual. Otras eran, la de
aquel enfermo que le puso en la pista de su extraña enfermedad vírica
confesándole que copulaba con su perra doméstica... O la de aquel
chico de buena familia, así como la nuestra, que contrajo el virus del
sida durante su estreno con una puta... Aquellos relatos, aparte las fa-
cetas oscuras del hombre, me revelaron la debilidad de mi padre, pues
los narraba en tono desesperado. Así es cómo comprendí que una re-
acción inaudita: violenta, obscena, cruel..., no narrada, no vivida indi-
rectamente, a través de la confesión de un paciente, sino directamente,
en las propias carnes, en el propio ámbito familiar, perturbándolo de
forma abrupta y brutal, le descolocaría, abrumaría y derrumbaría.
Aquel rostro mezcla de extrañeza y horror semejaba el que esbozaría
al narrar aquellos escabrosos episodios a ocultas de los hijos, solo que
elevado a la máxima potencia. Más adelante las sospechas de que en
casa albergaba a un energúmeno se confirmaron. Es como si aquellos
pacientes que ofendieran su moral, en vez de retractarse, hubieran re-
crudecido su actitud tras la consulta, manifestándose a la vista de to-
dos. Como si la esposa hubiera pasado a forzar al marido a beber el
matarratas sin camuflarlo en las comidas, el hombre a fornicar con la
perra delante de la familia o el chico de buena cuna a traer futuras pu-
tas a casa. Como si hubieran destapado su lado oscuro para regodearse
en la repulsa que provocaban y para, de paso, restregárselo en las nari-
ces a quienes lo habían propiciado, es decir, a quienes les habían em-
pujado a envenenar al marido, a fornicar con la perra o a estrenarse
con una puta... Pasé a comportarme abiertamente como un macarra, un
macarra de pega, por supuesto, pues nunca había tenido trato con nin-
guno. La televisión me brindó el aprendizaje necesario. Empleaba un
lenguaje cruel y soez, y me dejaba dominar por arrebatos furibundos,
a poco que una situación me jodiera. Una vez que se suscitó una dis-

174
puta por el programa de televisión que queríamos ver, lo de siempre,
ya imaginas: mi padre el fútbol, mi madre el concurso, mi hermana la
teleserie y yo la película de acción, la resolví estrellando el aparato
contra el suelo... Qué pena de aparato. Era bueno, ¿sabes?, una buena
marca: Toshiba, de veinticinco pulgadas. Ahora nos vendría de perlas.
No esa mierdecilla de la mesa. Tan pequeño y sin toma de antena, es
imposible ver nada aquí dentro. ¿De quién es? ¿Tuyo? ¿De Manuel?
¡Manuel: sal de una vez del servicio, que te vas a quedar pegado! ¿Es
que ya puede jiñar?... Vaya tres caretos se les quedaron. El entreteni-
miento lo constituí yo en aquel momento: no sólo lo estrellé contra el
suelo, sino que lo remaché dándole patadas y diciendo sarcásticamen-
te: Este puto invento no perturbará más la armonía familiar, ¡Toma!:
demonio, ¡Toma!... La rotura del televisor fue la culminación de pe-
queños destrozos, frente a los que, la primera estrategia adoptada, la
de ignorarlos, no había tenido éxito. Tampoco resolvió nada el psi-
quiatra. Al principio, sí, pues los psicotropos son fuertes, ¿sabes?, te
dejan grogui, atontado, hundido, y supongo que mi familia prefería
verme así antes que de la otra forma. Pero tuvieron un doble efecto
pernicioso: por un lado, me ayudaron a aficionarme en el futuro a otro
tipo de pastillas: tripis, LSD, éxtasis, etcétera, y por otro, al suprimir-
las voluntariamente, dejé de necesitar testigos ante quienes hacer nue-
vos destrozos, es decir, a solas conmigo mismo, despedazaba libros,
daba patadas a una silla o rompía un espejo. Mi dormitorio era un ca-
os, un caos que no permitía fuera trastocado por la pulcra Icíar, tan
enemiga del desorden como temerosa de entrar en aquella ratonera. El
propósito de internarme en un psiquiátrico también fracasó. No iba a
permitirlo ahora que era dueño y señor de la casa, que hacía lo que me
daba la gana, que me sentía liberado, que disponía las cosas a mi alre-
dedor dando órdenes e intimidando. Además, lo que pretendían era
librarse de mí, quitarme de en medio, eso sí, de una forma decorosa,
dado que mi padre debía guardar las apariencias. Al final, agoté su pa-
ciencia. No hallando solución por ningún lado, harto de sentirse avasa-
llado y humillado precisamente por el hijo al que siempre había do-
blegado a base de bofetadas, me echó de casa. Retrospectivamente, he
dudado si no fue exagerado esgrimir la escopeta de caza: una Mave-
rick de repetición, cuya corredera bajo el cañón chasqueó para intimi-
darme, al estilo John Wayne. La desempolvó para la ocasión, pues
desde sus tiempos mozos no cazaba, y menudo trofeo se hubiera lle-
vado esta vez, de haberme abalanzado sobre él. ¡Hala!: A la calle, que

175
así aprenderás. ¿Aprenderé?... Los padres tienen la vaga esperanza de
que un día su hijo regrese arrepentido tras haberse enfrentado a la dura
lucha por la supervivencia en las inhóspitas calles de una fría y atarea-
da ciudad; de que el brusco cambio le haga añorar la cómoda vida
hogareña y apreciar los valores en los que se asienta. Qué equivocados
están. Si acaso asoma la añoranza, para entonces ya es demasiado tar-
de, ya has asumido tu nueva condición de desecho humano, ya te has
amoldado a vivir en el fango, ya eres carne de talego, ya la entrañable
vida familiar es como una estrella lejana vista a través de un telesco-
pio, una luz que no va contigo... Por supuesto, aquel macarra de pega
que yo era, no me atreví a manifestarlo en la calle. La prudencia me lo
impidió allá donde coincidía con otros tirados como yo: comedores
sociales, centros de acogida, casas de ocupas... Aquí confluyen quie-
nes salen despedidos de sus hogares, aunque no inmediatamente. An-
tes estudian desde la distancia el curso que siguen los demás, localizan
aquellos lugares, sin todavía poner el pie en ellos, hasta no apurar el
dinero con que salieron de sus casas. Sí; yo también llevaba algo en-
cima. A mi padre le reproché que sería una cabronada ponerme de pa-
titas en la calle sin un puto duro en el bolsillo. Entonces balanceó la
escopeta sin perderme de vista y mi madre, a esta indicación, vació la
billetera. En cuanto lo gasté, pasé a formar parte de aquella huraña
muchedumbre... ¡Traca! Vaya pedo se ha tirado ése. ¿Ya sale, Ma-
nuel? Menudo placer debe ser volver a jiñar, aunque, por lo que apre-
cio, doloroso al principio. Le conocí en el módulo de enfermería. En-
tonces evacuaba las heces en una bolsa pegada al costado. Por lo visto,
ya le recompusieron el colon. ¿Te operaron ya, Manuel?... Practiqué
tímidamente la mendicidad al principio; luego, me fui acostumbrando.
Entonces fue cuando conocí a Gabriel, un tipo original con quien
acordé empujarle la silla de ruedas, a cambio de una parte de las li-
mosnas que sacaba. Mendigaba, y el cabrón cobraba una paga por in-
validez, si bien, es verdad, la pulía al principio de cada mes, en una
tajada de campeonato. Durante unos días no quería tratos con nadie.
Se resarcía de la humillación de tener que pedir el resto del mes, insul-
tando y apedreando a cualquiera que se le acercara. Así se creó ene-
mistades que llegaron a vapulearlo. Aunque oponía una fiera resisten-
cia, las más de las veces salía malparado. Luego me contaba con si-
niestra y jocosa resignación lo sucedido: Un coche me acorraló contra
una pared, Dejaron los faros encendidos, Bajaron tres, Cogí un ladri-
llo, Les amenacé: ¡Acercaos si tenéis cojones!, ¡Venir a pegarle a un

176
lisiado en silla de ruedas, sin una pierna y con un brazo inútil!... ¿Y?,
preguntaba yo, admirado de que pudiera haberlos rechazado. Pues na-
da, contestaba, Lo normal: me llovieron palos por todos lados... Hici-
mos buenas migas; al menos, al principio. Le hizo gracia una expre-
sión que acuñé por aquel entonces: Mi padre millonario y yo mendi-
go... Le había referido vagamente mi procedencia y, como suele ocu-
rrir en este mundillo, me había escuchado con escepticismo, dado que
abundan las historias de cenicientas a la inversa: Yo vivía como un
príncipe y un buen día me quedé a dos velas... El caso es que le gustó
aquella sentencia y me propuso escribirla en un recorte de cartón para
colocarla al pie de la silla, al lado de la bolsa donde recibía las limos-
nas. Parece que cosechó algún éxito y si no, al menos, divertía a la
gente. Entonces me dio por exigirle, medio en broma medio en serio,
un aumento de mi parte, correspondiente a los derechos de autor de la
frase. Esto generó una de esas estúpidas y acaloradas discusiones que
se van embrollando cada vez más hasta que acabas descargando la ra-
bia y la impotencia acumuladas. Allí estabamos los dos, en medio de
la calle, ridículamente enzarzados. No nos reconciliamos hasta la no-
che, en el portal donde dormíamos entre cuatro cartones. Invitándome
a un porro, y enseñándome a liarlo, quedó zanjado el asunto... Por
descontado, fue él quien me introdujo en la droga. Pronto le cogí el
gusto, pronto deseé probar más. Claro que, a excepción de los porros,
fumados a cualquier hora del día, el resto debía ser en momentos es-
cogidos. El mejor, una noche de marcha. La primera vez que salí con
él, aluciné. Estrenábamos mes, con lo que sus arcas estaban llenas. Al
fin se avino a ser pródigo con alguien, aunque antes debía acompañar-
lo a un baño público y ayudarlo a maquearse. Naturalmente, puse re-
paros, y me soltó: ¿Te da asco lavarme los huevos?, Estate tranquilo:
sólo tienes que desvestirme, lo demás lo hago yo... Luego lo conduje
hacia un barrio paupérrimo, señalándome un piso a donde vivía una
señora a quien debía darle una parte del dinero que había retirado del
banco y recibir de su parte un bote de colonia y una pierna ortopédica.
Cuando se la traje, descalzó el muñón, y se la encajó diciendo: Espero
no haber adelgazado, Si no tendré que solicitar otra... Aferró una co-
rrea de goma, se levantó y caminó como si nada: Dame la colonia, me
pidió, y, apoyándose en mí, se roció exageradamente, Ahora sube la
silla de ruedas y devuelve la colonia... Al regresar, le pregunté:
¿Quién era esa señora?, respondiéndome gruñón: ¡Quién coño va a
ser!, Mi madre... ¡Vaya tufo, Manuel!, nos vas a anestesiar, vamos a

177
caer redondos en las literas... Oye: ¿de verdad no te importa haberme
cambiado el catre? Ese está muy alto para mí, si me da un ataque
epiléctico, seguro que me golpeo contra el techo o me caigo y me pe-
go un guarrazo padre. No te molestes en avisar a los carceleros en ese
caso, de ahí a que vinieran y llamaran a un enfermero, ya se me habría
pasado. Nada tienes que hacer, dejar que se me pase, procurar que no
me muerda la lengua y no me golpee la cabeza si son fuertes las con-
vulsiones... Vaya juerga nos corrimos aquella noche. Me llevó a una
discoteca donde le conocían, y allí compró cocaína y speed, que com-
partió conmigo, y se lanzó a la pista con un vaso de whisky en la ma-
no. Era digno de ver: la cojera le dotaba de un estilo propio. Natural-
mente, entrada la noche, salió a relucir su lado bronquista. De pronto,
no en la pista, sino a un lado de la barra, lo vi, turbio y empañado por
el propio ciego, encarado con alguien, al que, al acercarme tambalean-
te, advertí le apuntaba con una navaja. Él, retador, le decía: Mátame,
Pincha aquí, En el corazón, Venga, Mátame: no tienes cojones, Máta-
me, si quieres morir, Mátame y los holandeses vendrán a liquidarte...
Lo saqué de allí trabajosamente, mientras él seguía escupiendo un ex-
traño discurso acerca de unos holandeses, explicando que eran sus
amigos de cuando vivió allí y vendrían a por el hijo de puta aquél. Por
lo visto habían dado buenos golpes, habían robado, traficado. Desde
luego, los habían cogido y, por consiguiente, habían disfrutado de las
cárceles holandesas, auténticos hoteles, no como estas. Recobrada la
libertad, habían vuelto a las andadas, y en aquel país seguían, perfec-
tamente organizados, más vengativos que los colombianos, aunque,
sin él, al sufrir el accidente que le amputó la pierna y le obligó a regre-
sar a España. Aún seguían tan amigos y dispuestos a matar como le
hicieran daño. Entonces, inesperada y agriamente arremetió contra mí:
Tú serías incapaz de vengar a un amigo, Serías incapaz de matar por
mí, Eres un cobarde, Lo adivino mirándote a los ojos, No eres más que
un niño de papá encabronado... Al día siguiente amanecí con un dolor
de cabeza infernal. Él estaba tranquilo, no parecía resacoso, me con-
vidó a una cerveza y a un porro, y así me alivié. Cuando fui a devolver
la pierna ortopédica a la madre y a recuperar la silla, me acordé de los
holandeses, y ella me aclaró su significado: ¿Otra vez con ese cuento?,
Aquellos delincuentes iban con él en el coche en el que se estrellaron
mientras huían de un robo, Todos murieron, Excepto él, que quedó in-
válido, Recuérdaselo: todos murieron... Naturalmente, no se le re-
cordé. Lo único que pasó es que comprendí, y eso que evidencias no

178
me habían faltado antes, que aquel tipo al que había comenzado a
apreciar estaba verdaderamente como una cabra... Oye: si te aburro,
corto el rollo. A lo mejor quieres dormir. ¿Te importa pasarme otro
fortuna? Estoy harto del tabaco del economato. ¿Quién te lo trajo? ¿La
chica que estaba contigo en el locutorio esta mañana? No está mal,
¿eh?, un poco regordeta, pero bien dotada de... ya me entiendes... La
droga es mala hasta para aquel tipo de asociaciones, que, bien lleva-
das, ayudarían a soportar la soledad. Para ganar más dinero, comencé
a aparcar coches. En cuanto sacaba suficiente, marchaba a por droga.
Nunca me chuté, sí tomaba cocaína y toda clase de pastillas, así un día
y otro. Me ayudaba a sobrellevar esa puta existencia, a volar lo que no
había podido sacándome la carrera de piloto comercial, a soportar al
cabrón de mi socio, quien, al notar mi ansiedad creciente, y porque yo
se lo pedí, me enseñó algunos trucos para abrir coches y robar en el
interior. A partir de entonces, sobre todo pasados los primeros de mes,
cambiaron las tornas. Era yo quien cosechaba más beneficios, aunque
él, al ser quien me presentaba a los compradores, pues, aunque loco,
conocía a la perfección el hampa de la ciudad, exigía su parte. Si bien
no cesaba de refunfuñar y de repetirme: Aún no eres tan bueno como
mis amigos los holandeses, Ándate con cuidado o te trincarán..., no
dejaba por otro lado de azuzarme, obligándome a ser más temerario
cada vez. Por otra parte, arreciaron las tajadas, no necesitando esperar
ya a los primeros de mes. Él tenía más resistencia, permitiéndose el
lujo de reprenderme porque había bebido o consumido demasiado y
debía detenerme. Esto hería mi orgullo y me empujaba a amenazarle
con que pasaría de él como siguiera jodiéndome, lo que sucedía duran-
te el resto de la noche, en donde cada cual remataba la borrachera por
su lado, para, al día siguiente, volver a reconciliarnos. Claro; siempre
que la tajada no me hubiera conducido al hospital. La mayoría de los
días acababa tirado por los suelos, meado y vomitado. La vez que peor
estuve, sufrí una parada respiratoria. Desde luego, no recuerdo nada,
sólo vagamente a mi hermana acompañándome junto a la cama de
hospital, explicándome lo ocurrido y rogándome que abandonara
aquella vida. No; no era una visión; tampoco lo era esta mañana, en el
locutorio, cuando me visitó. Por eso te vi con aquella chica. ¿Quién
era: tu novia? Qué ojos tan bonitos, oye... Por entonces, descubrí que
era una buena hermana, aunque desconfié de que saliera a escena por
propia iniciativa; más bien, mi familia, al ser avisada de mi estado, no
podía desentenderse. Así descubrí que, aunque no volviera a ver a mis

179
padres, no se librarían de mí fácilmente; seguirían teniendo noticias
mías, a cual peor; seguirían desembolsando algún dinero para alla-
narme el camino, como cuando, de esta forma, abreviaron mi primera
estancia en la cárcel. Lo que más me jodió fue tener que darle la razón
a Gabriel. Me cogieron por no andar con cuidado, por confiarme, por
actuar borracho. Fueron sólo dos meses, pero suficientes para descu-
brir de qué va esta pocilga. Supongo que ya te habrás dado cuenta: mi-
ra si no, qué hacemos tres en una celda... Comprendo que yo no quepa
en el módulo de enfermería, y menos ahora que está en obras, y espé-
rate si no llueve, que seguro se anega como todos los años; pero haci-
narnos... ¿Por qué no aligeran algunas penas? Mira a Manuel. ¿Es que
no podían darle la condicional? Lleva cumplidos más de tres cuartos
de condena y encima padece cáncer de colon. En vez de pasarse la vi-
da aquí dentro, arrepintiéndose de haber apuñalado a la esposa, que la
pase ahí fuera y así hagan sitio. ¿Cómo va eso, Manuel? ¿Sale ya el
ñusco?... Durante mi encierro sufrí el mono, para el que no se les ocu-
rre mejor remedio que atarme a la cama: ¡Que me estoy cagando!, les
gritaba, Pues cágate encima, me respondían, Pero de desatarte, nada.
Y luego, espérate, que venían corriendo a limpiarte... ¡Ja!... Por enton-
ces sufrí las primeras crisis epilépticas y algunas alucinaciones. Re-
cuerdo que por el patio perseguí a un travesti acusándolo de querer ro-
barme el hígado; no sé si sería porque me pasó esa mierda de licor de
manzana que fermentan con no sé qué polvos y me sentó como un ti-
ro. Menuda paranoia. Para qué contarte. Aquí los grupos son piña, y
tan pesado me puse que me cogieron en las duchas y me vapulearon.
Menos mal, pensé luego, que no me dieron por el culo... Nadie se me-
tió. Nadie se mete en las peleas, y menos los funcionarios, que se
hacen los longuis, antes que avisar al servicio médico. Esto es un agu-
jero sin ley. Si acaso pones una denuncia, se pierde de camino al juz-
gado. ¿Añadir trabajo a los jueces de parte de quien aquí dentro pata-
lean, rajan o envenenan, con la de personas honradas que hay afecta-
das ahí fuera? No les hagamos perder tiempo... Pocas semanas me
bastaron para aprender a sobrevivir en esta pocilga, a superar el asco
que me producía, a tratar con asesinos, violadores, maricones, trafi-
cantes, ladrones, proxenetas... y parecerme lo más normal del mundo.
Eso es lo malo. Parecerte lo más normal del mundo. Por eso la rein-
serción es una falacia. Puedes reinsertarte aquí dentro, nunca ahí fue-
ra. Fuera sigues creyendo que el de al lado es culpable de algún delito,
no distingues entre uno que haya matado, violado o pisado una cuca-

180
racha. Cualquiera es un delincuente encubierto, cualquiera, bajo ade-
cuadas circunstancias, puede provocar al monstruo que llevas dentro y
lo menos malo que puede pasarte como le jodas es acabar cinco horas
al día deambulando por un patio junto a otros doscientos que tampoco
aprendieron a ver la diferencia. Por eso esto es una escuela de reinci-
dentes; peor aún, porque si, como yo, la primera vez entrastes por un
delito leve, la segunda lo harás por un delito mayor... Gabriel no debió
notar el cambio surtido en mí al reencontrarnos y reanudar la relación.
Claro que, ni siquiera yo era consciente de ello. Al contrario, me notó
más sereno y juicioso, resuelto nada más a mendigar, no a robar. Aho-
ra únicamente me permitía los porros. Todo fue bien hasta que llegó el
fin de mes y cobró. Entonces quiso que nos corriéramos una juerga
como las de antes, a lo cual puse reparos, dejándome al fin convencer
para tomar un par de copas. Entonados, ya guiándolo por las calles,
volvió a insistirme, a tentarme con que la noche era deliciosa y larga,
con que había descubierto un pub frecuentado por unas pibas marcho-
sas y calentorras, con que allí vendían una droga buenísima: Joder, no
seas maricón y vamos a recoger la pierna... Entonces me dio por
hacerme el moralista y le solté que debía regresar con la madre, pasar
de la mendicidad y las drogas e irse a cuidarla, frente a lo cuál, contra-
atacó con que me fuera yo a cuidar a mi padre, que si tanto dinero ten-
ía, no necesitaba estar tirado en la calle. En fin, que nos fuimos em-
brollando, acalorando y, por último, lo de siempre: Que si no tienes
cojones para esto o aquello, Que si eres un mierda, Que quién coño te
crees tú, Que no me grites, Que no me levantes la mano, Que no tienes
huevos para tocarme y como me toques los holandeses vendrán a li-
quidarte... Al iniciar la cantinela de los holandeses, me sacó de quicio,
así que rematé la discusión cruelmente: Pero hijo de perra, Si los
holandeses la espicharon en el mismo accidente en que tú quedaste li-
siado... En menos de lo que dura un parpadeo cogió el apoya brazos de
la silla y me golpeó: Hijo de puta, Vendrán por ti, Cabrón... Yo, a mi
vez, perdí el control. De un empujón le volqué la silla y, en el suelo,
comencé a patearle la cabeza. Al echar sangre por la boca y los oídos
y además no responder, comprendí que me lo había cargado... Me so-
brepuse y, tras comprobar que nadie nos había visto, lo monté en la
silla y lo conduje hasta un local abandonado, hablándole todo el tiem-
po, como si siguiera vivo, por si alguien se nos cruzaba: Pronto verás
a los holandeses, Les hablarás de mí, Seguro que aprecian lo que he
hecho, Los disgustos que te he ahorrado, La tranquilidad que te he de-

181
vuelto... En un rincón del local, acurrucado como si durmiese, lo dejé.
De sus bolsillos cogí el dinero, el carné de identidad, la cartilla del
banco, y me largué... ¡Traca! ¿Ya sale? Esta es la buena, Manuel. ¡Ya
sale! Aprieta, aprieta. Olé tus huevos. Eso es jiñar con un par de cojo-
nes, mejor dicho, de nalgas... Dos meses vagué por ahí sin que me
trincaran; la verdad, no esperaba que lo hicieran. En el momento en
que fui a sacar dinero al banco donde a Gabriel seguían ingresando
por la invalidez, lo que ya había hecho antes un par de veces sin ser
sorprendido, se acercaron a mí un par de polis y me detuvieron. En la
comisaría comenzaron a narrarme los hechos como si los hubiera gra-
bado una cámara oculta o el propio Gabriel se los hubiera chivado. En
efecto, en cierto modo, así había sido. Del cadáver extrajeron infor-
mación precisa de los golpes recibidos y de quién se los había propi-
nado. Cágate: un pelo, un reBsto microscópico de piel, una huella dac-
tilar invisible, vuelta visible por un curioso método, me delataron. Yo
tenía antecedentes por robo, así que les fue fácil localizarme en sus
bases de datos. Además habían recogido testimonios de nuestra amis-
tad, en particular, de la madre. Y encima me pillaron en el banco,
haciéndome pasar por él. ¡Qué putada!... De todas formas, al confesar,
me quité un peso de encima. Admiro en esto a los psicópatas, que se
mantienen impávidos, negando su crimen a pesar de las evidencias. En
general, los que tenemos un resto de conciencia confesamos. Es un
tormento insoportable si no lo haces, la película de los hechos se hos-
peda en ti, es imposible quitártela de encima, te atosiga una y otra vez.
Todavía en el juicio pude haber negado aquella confesión a la policía,
pero, para qué. Allí estaban los peritos dando cuenta de la atrocidad
cometida, así como la madre, corroborando mi identidad. Me echaron
diez años por homicidio más uno por robo. Total: once, de los cuales
llevo cumplidos cinco... ¿Ya acabaste, Manuel? Vaya careto de alivio
se te ha quedado. Es duro volver a jiñar ¿eh?... Es un buen compañero.
A los viejos los respetan. Pégate a él y no te molestarán.

182
– ¿Sabes qué es esto? –le digo a Eva misteriosamente.
– Apártate de la vista de Joaquina –me reprende susurrando y tirando
de mí–. Tonto: claro que lo sé.
– Me los dieron al entrar en la cárcel junto con papel higiénico, un
juego de cubiertos de plástico y vales equivalentes a dinero.
– ¿Para qué sirven allí? –me pregunta extrañada.
– Para el vis a vis. ¿Sabes lo que es?
– No.
– Así llaman al tiempo que te permiten estar a solas con la esposa, la
novia o la compañera durante las visitas. Les dejan un cuarto aparte. –
Bajo la voz, propongo lasciva y juguetonamente: – ¿Te parece que los
usemos ahora?
– Estás de guasa –responde súbitamente entristecida.
– ¿No quieres recordar los tiempos de Bernardino? –pronuncio con-
trariado, aunque con una vaga esperanza.
– ¿No ves que Joaquina puede avisarme en cualquier momento?
Además, las cosas han cambiado.
– Pero me estás ayudando, ¿no?
– Eso es distinto. Nada tiene que ver.
Desvía la mirada, me da la espalda, se sumerge en sí misma.
Diez días entre muros y rejas me han hecho perder el tacto con las
mujeres, si es que alguna vez lo tuve. Hay quien se mata a pajas, yo
me abstuve aguardando este momento. Mal momento: me he precipi-
tado. El sexo parece una frivolidad en medio de lo que estoy pasando,
sacarlo a relucir ahora, aquí, en casa ajena, en su lugar de trabajo...,
qué falta de tacto. Es evidente que la iniciativa no debe tomarla nunca
el hombre, si acaso que conduzca distraídamente a la mujer a un terre-
no propicio, a un entorno romántico y luego espere reveladores indi-
cios: mohines sensuales, graciosos parpadeos, sonrisas melosas... Ni
siquiera he advertido alguna de aquellas penetrantes miradas que pre-
cedieron nuestros encuentros en casa de Bernardino. En todo el reco-
rrido hasta aquí, mientras convenía en ayudarme, al hilo de mis acla-
raciones respecto a por qué había dado un portazo a mi madre (entre
ellas he omitido la de poder verla), las he echado en falta. En el locu-
torio de la cárcel, cohibidos por el lugar, parecía normal que no sur-
giesen; pero, ahora, ¿dónde están?, ¿las ha excluido de su vocabulario
de gestos, si bien, por todo lo demás, nos tratamos igual que siempre?

183
La he cagado, he sido demasiado explícito, me ha traicionado una
brizna de indelicadeza, de urgencia: ¿es el marchamo que deja el paso
por aquel tugurio? No esperaba que me rechazase, que renunciase a
saborear la evasión momentánea que procura el sexo, evasión de pro-
blemas que se erigen como muros y rejas que te cercan, como pasillos
y galerías que sólo conducen a un mismo y exiguo espacio de recreo;
la oportunidad de besarnos, de precipitarnos desnudos el uno contra el
otro y envolvernos en un abrazo, siendo mi cuerpo sometido lo único
de que dispongo para corresponderle y como no lo acepte siento que
contraigo una grave deuda.
– ¿Te ha molestado?
Niega con la cabeza, la voluminosa cabellera le roza los hombos, se
gira despacio, retira un hato de ropa de un sillón, se sienta. Hago lo
propio frente a ella, en otro sillón, de camino me tropiezo con unas
botellas de refresco en el suelo, el desbarajuste del salón es mayúscu-
lo, más que un salón parece un trastero o un gigante baúl de niño co-
leccionista de sueños desmoronados. El diminuto y peludo perro de la
vieja olisquea un cojín recostado sobre la jamba de la puerta que da al
pasillo y, violando su virginidad, ensaya y perfecciona unas posturas
obscenas que, dada nuestra reciente renuncia al sexo (porque ella ha
querido), nos provoca una sonrisa torpe y huidiza. El peludo guardián
tiene sembrado el suelo de orines y restos de huesos raídos.
Devuelvo los preservativos al bolsillo. No los abandono con desdén
sobre la mesita baja y alargada de madera, donde se mimetizarían con
el revuelo de fármacos, revistas, ceniceros, latas de cocacola, platos
rebañados, etcétera, allí concentrados. Sanciono así, a mi pesar, esta
transitoria o quizás definitiva despedida de su cuerpo, de los labios
cuya carnosidad conozco, de los pechos cuya blandura conozco, de la
piel cuya textura conozco, del vientre cuya vibración conozco.
– Estoy saliendo con otro chico...
No es que su cuerpo lo sienta de pronto traidor ahora que descubro
que estaba muy lejos de ansiar el mío, y de ahí que mi mirada desista
de hurgar más en él, lo que además agravaría mi ansiedad y estragaría
mi apetito sexual. Es que el mío lo siento súbitamente confuso, absur-
do y ridículo.
– ¿Recuerdas al guitarrista?
– ¿El amigo de Tere? ¿Él?
– No; él no; un amigo suyo.

184
– ¿Mayor que tú? –no sé por qué pregunto, acaso porque quiera en-
cajarlo con normalidad, porque desentonaría alardear de celos, de sen-
timientos heridos, de promesas rotas; no sé por qué pregunto esto con-
cretamente, será porque a Tere le gustaban maduros y la ha debido
contagiar y porque, de alguna manera rebuscada, me parecería más
comprensible y menos descabellado y ofensivo.
– Varios años, sí. ¿Recuerdas aquél que...?
Recuerdo cuando nos revolcábamos en la cama de la abogada, de lo
que nos privó la muerte de Bernardino. Recuerdo que después de
amarnos me hablaba a raudales como lo hace ahora, garbosa y desen-
fadada, de quien, en algún lecho desconocido, debe aplacar su sed
abrumadora y salvaje cuando está en plena efervescencia. He pecado
de ingenuo. A lo mejor, quién sabe, ya entonces pensaba en él estando
conmigo, como yo, a veces, muchas veces..., casi siempre pensaba en
Mónica. No puedo reprocharle no ser su ideal de hombre, ella no es
mi ideal de mujer; al menos, no el ideal de mujer tal como surge en los
sueños o retoza en los recuerdos (¿no estaré improvisando un consuelo
estúpido?). Extraña escisión entre quien propicia la experiencia de la
carne y quien pellizca el alma desde un plano impenetrable... Sí; lo re-
cuerdo; pero no me dice gran cosa: maduro, guapo, responsable... y
qué más. Su entusiasmo de ahora equivale al que yo hubiera podido
trasmitirle de haberme ligado a Mónica y habérselo contado con pelos
y señales.
– Me parece que no debo seguir...
Sin duda ha advertido mi semblante definitivamente abatido.
– Mejor, no –digo, aunque no tiene importancia, si bien es preferible
detenerse antes de que su entusiasmo comience a molestarme; no, a
molestarme no, a aburrirme.
– Eso no quita para que sigamos siendo amigos.
– Desde luego –aunque posiblemente no hubiera acudido a ella de
haber estado al tanto de su relación.
– Recuerda que te visité a la cárcel.
– Cierto.
– Me alegra que hayas venido a mí. No te arrepentirás. Deseo ayu-
darte y, aunque te parezca extraño, Rafael también. Hemos averiguado
algunas cosas que te interesan.
Veo que ya actúan en equipo. A lo mejor hasta les he servido para
motivarlos, para que intimen, para que se indignen a causa de la injus-

185
ticia que se comete conmigo y se propongan, ya que es el caso de un
amigo, combatirla.
– Te repito lo que te dije en el locutorio: creo en tu versión. La de
Fredi me la hubiera tragado de no ser porque Piqui mintió en el juicio.
Estábamos todos juntos a la puerta del pub y ninguno os vimos llegar
en el coche y menos bajaros de él. Os vimos cuando ya veníais cami-
nando por la acera hacia nosotros. Si aseguras que Fredi conducía, me
lo creo. Pero es que, además, hemos encontrado a quien sí le vio ocu-
par el asiento del conductor. ¿Recuerdas que me dijiste que las calles
de la urbanización donde entrasteis tenían nombres de árboles? ¿Y que
la cabina desde la que telefoneaste estaba al lado de un chalé de nom-
bre villa Carlota? Pues Rafael y yo hemos dado con la urbanización y
con el chalé, y hemos interrogado al dueño. Por puro azar os vio. Salió
a callar los ladridos del perro. Sería la una y veinte de la madrugada.
Le resultó curiosa la conversación que sostenías, de la cual le llegaron
algunos retazos: denunciabas a la policía el hachís que escondía una
abogada en su domicilio. Pensó que era una travesura. A pesar del
tiempo transcurrido, te recordaba. Luego os vio subir al coche, a ti por
el lado del copiloto, a Fredi por el del conductor. Estaba seguro de que
no te pusiste al volante, de que conducía el otro chico. La hora coinci-
de con la registrada en la policía. Aunque no todas las denuncias tele-
fónicas se comprueban, sí se registran. Era la una y veinte, diez minu-
tos antes de que Fredi atropellara a aquel hombre.
– ¿Es que te has acercado a la policía a preguntarles?
– No ha sido necesario. El guitarrista conoce a un amigo...
– ¿Rafael es policía?
– No, hombre, Rafael no. Se trata de un amigo detective que tiene
contactos en la policía...
– Y, dime. ¿Sabes si requisaron la droga a la abogada?
– Creo que no. No fueron a comprobarlo, no les pareció fundada la
denuncia como para pedir una orden de registro al juez.
– Entonces seguirá allí, detrás de los lomos de tebeos.
– Eso ahora no importa.
– ¿Que no? Hay que recuperarla. ¿Sabes lo que se cotiza el chocolate
en la cárcel? Se vende a precio de oro. Se aprovechan de la dificultad
de introducirlo. Me servirá para sobrellevar mi existencia allí.
– Pero, ¿de qué estás hablando?

186
– Será cuestión de meses que se celebre el juicio definitivo en la Au-
diencia Provincial. Allí no servirán las fianzas de mamá. Me esperan
más de tres años de talego.
– Pero, ¿no comprendes que se puede demostrar tu inocencia?
– Te responderé con otra pregunta. ¿De verdad crees que a Fredi lo
van a culpar porque saques a relucir esa ramplona investigación detec-
tivesca?
– Si eres así de pesimista, no hay nada que hacer.
– Bah. Qué importa a dónde vaya a parar yo. Lo importante es que
ese cabrón no quede impune, de lo cual ya me encargaré.
– ¿Qué dices? Me das miedo. No cometerás ninguna locura, ¿ver-
dad?
A lo mejor hago esta insinuación por despecho..., por atemorizarla,
por impresionarla, por desmontar la eficacia de sus pesquisas, por
apuntar una perdición definitiva lejos de su alcance, la cual, por algún
mecanismo intrincado y perverso, sería definitiva liberación...; por ver
sus labios contraerse, su pecho acalorarse, sus ojos desenterrar alguna
de aquellas miradas penetrantes, ahora contaminada por la compa-
sión... Pero, en verdad, no es una insinuación advenediza. Terribles
ideas se empollan en la cárcel, todas apuntando a un mismo fin, aun-
que de forma desordenada e imprecisa. Aun cobrándose su particular
cuota de tormento y desvelo, presentan una nítida recompensa al
término: la tranquilidad de saber que dejará de campar a sus anchas
quien causó tu encierro y lo celebraba al otro lado del muro. La dife-
rencia entre apreciar o no la maravilla de la existencia depende de si
resuelves o no quitarle la vida a aquel ser odioso. La cárcel mima un
odio sordo, desgarrado, alimenta abominables venganzas, que no im-
porta luego vengas a pagar a aquel pozo de miseria moral, porque pe-
narás entre iguales.
Es evidente que, al salir, tal idea obsesiva sufre altibajos, dependien-
do de la acogida que encuentres. Siempre tienta, aquí fuera, en el pa-
ñuelo-mundo, la posibilidad de un feliz imprevisto, por ejemplo, to-
parse algún día con Mónica y disfrutar de su belleza embaucadora.
– Si has planeado algo malo, por favor, olvídalo. La justicia caerá
sobre él, no lo dudes. A lo mejor son endebles aquellas pruebas y tes-
timonios, a los que habría que añadir el mío, desmontando la mentira
de Piqui; seguro que Fredi le sobornó o sencillamente es que le resul-
taste antipático por deberle dinero. Podríamos provocar a Fredi, inten-

187
tar sacarle una confesión, hacerle hablar. Para ello, el detective ha su-
gerido usar una grabadora.
– Eso. Voy a su casa disfrazado de Gustavo, el reportero de Barrio
Sésamo, y le entrevisto. Está chupado.
Mi escepticismo revestido de sarcasmo es evidente. Parece que al fin
se rinde.
El chucho nos merodea. Indolente y confiado olisquea nuestros pies
y pasa de largo, prosigue su laxo deambular, sorteando sin dificultad
los estorbos: un radiador desarmado, una caja de herramientas abierta
y el interior esparcido, botellas de refresco vacías, bolsas de ropa des-
garradas, cajas con antiguallas...
– ¡Lista la morterada! ¡Ya podéis entrar! –la vieja llama, áspera y
triunfante, desde el dormitorio.
– Ha terminado. Si no te da repelús, entra –propone Eva.
– La celda la limpiábamos uno cada día. No imaginas la de veces que
rasqué el váter a cuenta de un viejo que padecía cáncer de colon.
Joaquina está sentada en una silla de ruedas. De debajo del asiento
Eva extrae la cuña y me la entrega con el magro fruto de un esfuerzo
octogenario. Busco el aseo, mientras oigo hablar a mi espalda:
– Ni porque me sientes en la silla, oye. Lo mejor será no molestarse
en levantarme: me giras de lado en la cama, me colocas el enema, un
pañal y ¡hala!
– Te conviene la postura sentada.
– Si no tuvieras que volver a acostarme, te daría la razón. Pero, aho-
ra: otro viajecito en la dichosa grúa.
El cuarto de baño es una copia del desaliño general de toda la casa.
Falta el armarito que me tropecé a la entrada, en medio del pasillo, al
lado de las bolsas de basura, algunas desgarradas por la curiosidad y el
apetito del perro. Botes de gel y champú diseminados, cremas desta-
padas, un cepillo con marañas de pelo, un secador voluminoso, ma-
quinillas de afeitar con negruzco pelo varonil espolvoreado alrededor,
el espejo apoyado en el lavabo, al lado las alcayatas que lo sostenían,
la cortina de baño medio descolgada...
– Aterrízame despacio, con cuidado.
– No hay más que una velocidad posible, Joaquina. ¿Cuántas veces
te lo he dicho?
– Pues me da la sensación de que a veces corre más. Cuidado: esto
está altísimo.

188
Suspendida entre correas a unos pocos metros de altura, parece atra-
pada en una de esas trampas colocadas en medio de frondosas selvas
por aborígenes caníbales que gustan la carne de hombre blanco. La
esmirriada Joaquina no iba a colmarles el apetito.
– ¿Quieres preparar un barreño de agua caliente? Toma ése del
rincón –me señala Eva.
– ¡Qué buen ayudante te has buscado! Es un chico majísimo.
Desalojo el barreño de unos pañales usados: el olor y la humedad lo
delatan. Advierto que hay más, diseminados por el suelo.
– ¿Los recojo y tiro a la basura? –pregunto señalándolos.
– No te molestes, muchacho. ¿No has visto cómo está el pasillo de
bolsas de basura? Mejor no arrimes allí más porquería. Además, esos
son de mi nieta: la muy cerda me los quita, se los coloca de noche para
no levantarse a orinar y por la mañana los arroja aquí dentro. Si a los
catorce años hubiera hecho yo cosa semejante en casa de don Ignacio,
me hubiera despedido de momento.
– Prueba a encender el calefactor de la cocina, y si no lo consigues,
llena una olla con agua del grifo y caliéntala en el fuego –me indica
Eva.
Me dirijo a la cocina. Me alejo de la voz de Joaquina. Es carrasposa,
pero con un deje de buen humor:
– Una vez derramé la sopera mientras servía la comida: nada, un po-
quitín. Menuda regañina me llovió por eso, no ya sólo de don Ignacio,
que reprendía de forma cortés y educada, sino de la señora y, fastídia-
te, de los señoritos. Ya quisiera ver a los jóvenes de hoy acatar las
órdenes y reprimendas de unos mocosos de su misma edad. ¿Me
oyes...? ¿Cómo dices que se llama, Eva?... ¿Me oyes, Fernando?
– ¡Sí! ¡La oigo!
El calefactor no arranca ni a tiros. La chispa no prende.
– A espaldas del señor me ordenaban restregar una imaginaria man-
cha del suelo cuando me encontraba arrodillada fregándolo... Porque
entonces no existían fregonas, ¿oyes?, había que arrodillarse y pasar
varios trapos...
Probaré con las cerillas rescatadas de entre el tumulto de cacharros
de la encimera.
– Y ¿los descosidos? Me pasaba horas reforzándolos. Nunca estaban
satisfechos...
Tampoco enciende.

189
– También les afianzaba botones, recortaba flecos, quitaba la mínima
mota de polvo de la ropa...
¿Es una olla eso del fregadero, sepultada bajo un montículo de pla-
tos?
– Me faltaba tiempo para disponer el propio uniforme de sirvienta, y
¡ay! como la cofia, el sayo o el delantal mostraran una sombra de
mancha o desperfecto...
Necesita una rociada de mistol, pero el pitorro de la botella está obs-
truido por un moco gelatinoso. Aprieto fuerte. Más. Ahora sale dispa-
rado un chorreón.
– Y menudos eran cuando los invitaban a alguna fiestecita nocturna.
No sólo me obligaban a pasar la tarde cosiendo y pasando el cepillo de
la ropa...
Los fuegos están grasientos y los alrededores sembrados de salpica-
duras costradas. ¿Lograré que salga una llama?
– Debía aguardarles despierta a que regresaran, a sabiendas de que...
Tardará un rato en calentarse.
– Porque a don Ignacio le gustaba madrugar, a las siete y media de la
mañana debía tener listo el baño de agua caliente, y ¡ojo! como me re-
trasase o la temperatura del agua no...
Los despojos acumulados sobre la mesa deben llevar varios días ahí,
de sucesivos banquetes fosilizados y estratificados.
– Luego se perdía en su despacho y no te requería en toda la mañana,
salvo que aguardase una visita y entonces...
Eso deben ser restos de faisán desplumado con guarnición de verdu-
ras.
– Tan sólo era abrir la puerta y hacerla pasar, pero había que estar
presentable, con lo que la ropa de faena debía cambiármela...
Aquellas espinas deben ser de trucha aliñada con néctar de pezuñas
de lechón.
– Luego debía ayudar en la cocina y pasar allí un calor infernal...
Aquellas costillas deben ser de perdiz ahumada con huevas de trucha
peleona.
– Porque las cocinas de antes no eran como las de ahora, menudo ca-
lor: lo que hubiéramos celebrado una vitrocerámica de esas...
¿Gusta el chucho de unos restos de grulla damisela a la romana con
salsa de gambas decapitadas?
– Ni siesta: a fregar los platos mientras los demás se echaban a dor-
mir, cada cual en su cuarto...

190
Debe estar ya. Sí: templadita. Me cuesta levantar la olla. ¿Se habrá
pegado a la grasa de los fuegos? La jodida... Al fin. Vierto el agua en
el barreño. Andando.
– Para qué contaros... Encima debía estar agradecida, pues me habían
acogido a raíz de que mataran a mis padres en las revueltas que trajo
la guerra.
– ¿Lista? –me pregunta Eva. Joaquina está ya en el lecho de sábanas.
– No sé si estará suficientemente caliente. He tenido que usar la olla,
el calefactor no funcionaba.
– Descuida, muchacho. Yo no soy como don Ignacio, al que había
que preparársela a la temperatura adecuada.
– Hay que cuidar de que no te constipes, Joaquina –apunta Eva.
– No me matará un constipado, y si lo hace, nada se habrá perdido.
– Me saldré del dormitorio mientras la bañas.
– Pero qué chico tan encantador. ¿Crees que a mi edad me da ver-
güenza que me vean desnuda? Si sólo soy un amasijo de huesos artrí-
ticos envuelto en pellejo arrugado. Antes sí era atractiva. ¿Ves aquella
foto? Entonces tenía dieciocho años. Más o menos vuestra edad. ¿Qué
te parece?
Es una foto de estudio, del rostro nada más. Ella aparece ladeada, el
mentón alzado, la mirada dirigida más allá de la esquina superior del
marco. Desprende el aire beatífico de las fotos antiguas: los fotógrafos
debían aleccionar a las mujeres para que inspirasen dulzura y santidad.
Los años han desgastado la piel tersa y morena hasta cubrirla de un
velo de arrugas... En verdad era atractiva, digna de un braguetazo.
– Y eso que estaba de tres meses...
Alguien no perdió el tiempo.
Aprovecho la contemplación de la fotografía para permanecer de es-
paldas, mientras Eva remueve el agua y desliza la esponja arriba y
abajo del cuerpo enjuto.
– Se nota tu buena educación. En seguida lo he advertido. Aunque yo
me haya visto privada de ella, por mi orfandad. Ojalá mis padres me
hubieran costeado unos estudios. Claro que, habiéndolos matado, a él,
por sus ideas políticas, a ella, por gritar asesinos a quienes lo ejecuta-
ron, difícilmente podían hacerlo... Cómo envidiaba a los altivos seño-
ritos cuando salían con sus carteras a la espalda camino de la escuela.
Allí quedaba yo, dale que te pego, arrodillada como una mora rezando
a la meca, fregando los suelos y limpiando sus deliberadamente des-
arregladas habitaciones... Frótame bien la espalda, Eva, a ver si me

191
desaparecen los picores... De haber recibido una buena educación no
hubiera cometido más adelante algunas estupideces. Eso de casarme
tan joven, dudo que fuera un acierto, aunque entonces me pareció la
única forma de librarme de la esclavitud. No es que mi esposo fuera
malo, ojo, pero sí un tanto brutote y descontrolado. Mientras trabajó
en la factoría mi vida fue relativamente descansada, apenas mi Anto-
ñito me daba trabajo, pudiendo incluso aprender algunas cosas por mí
misma. Pero desde el instante en que perdió el trabajo y comenzó a
empinar el codo... ¡Ay!; gírame despacio, si no los huesos... No en-
tiendo el tonto orgullo de los hombres: a mí no me hubiera importado
volver a trabajar, limpiar casas, cosa que a él, aun viéndonos en la ne-
cesidad, parecía molestarle, y no te digo qué genio gastaba cuando
atufaba a alcohol. Por eso, dado el derrotero que cogió, casi mejor que
muriera pronto... Qué pesaditas somos las viejas con nuestras histo-
rias, ¿verdad? Si te aburro puedes enchufar la tele del salón...
– No se preocupe. La estoy escuchando.
– ¿Te importa guardarme las zapatillas que debe haber al pie de la
cama? Mételas en el armario, en cualquier caja de zapatos que veas
desocupada. Gracias, hijo.
El armario contiene una abigarrada colección de vestidos de otra
época, algunos cuidadosamente colgados en las perchas, otros cu-
briendo el apilamiento de cajas de zapatos.
– Podías quedarte por aquí unos días. Así influirías en mi nieta. Ella
no me obedece ni a la de tres. Temo que no vaya bien encarrilada, se
toma a la ligera los estudios y no me fío de esas compañías que se trae
por casa. Acabarán estropeándola; a saber si no tomarán drogas y por-
querías de esas... ¿Quieres buscar unas zapatillas forradas que son
como botines?
Encuentro unas blancas con manchas amarillas y pelos de perro.
– ¿Estas? –las alzo con cuidado de no tropezar mi vista con su cuer-
po.
– Sí. Oye, Eva: señálale el vestido azul. Hoy me pondré ése.
– Está de los primeros por la izquierda, si no se ha caído.
– Si no los ha descolocado mi nieta, de jugar a probárselos.
Eva cambia la toalla por la esponja. Yo rebusco entre una colección
de trajes que bien serviría para vestir las figuras de un museo de cera.
– Qué de ellos, ¿verdad? La mayoría me los regalaron mis preten-
dientes. Conocían mi pasión por los trajes. Aunque pocas oportunida-
des tenía de lucirlos. Sobre todo me los probaba a solas, jugando así a

192
evadirme de la trabajosa vida que llevaba. No me faltaron, ¿sabes?, los
pretendientes, me refiero, a pesar de cargar con un hijo. Les cautivaba
mi atractivo. No es que quiera presumir, pero aparte de un rostro boni-
to, que entonces yo creía lo esencial para gustar a los hombres, tenía
un pecho prominente, elevado y curvo sin necesidad de sostén, de...
¿sujetador le dicen hoy, Eva?... Sécame bien mis partes, detesto sentir
la humedad... Pude haberme casado con cualquiera de ellos: todos lo
merecían; solo que, en última instancia, me acobardaba, temía que
fuera a torcerse otra vez mi vida, prefiriendo encomendarla a mi pro-
pio esfuerzo, encaminado sobre todo a que mi Antoñito recibiera una
buena educación. A lo que renuncia una madre por un hijo... Y no sólo
renuncia...
– ¿Es este?
– ¿Tiene un cinto de tela?... Ése es. Dáselo a Eva. Eva: ahí en la silla
hay una muda.
– Ya la he visto. Anda: encoge las piernas...
– Tantos años de sacrificio, para luego... La combinación no hace
falta, hija... No quiero ni acordarme de cuando lo detuvieron por las
revueltas juveniles. ¿Quién le mandaría meterse en política? ¿Qué en-
tendía él? Nada. Se sumó a los demás por inercia, por falta de perso-
nalidad, por dejarse influir: eso es lo que os pasa a los jóvenes, que
luego pagáis la desfachatez de unos pocos...
– Lista. Ahora las correas. Ya sabes: viajecito en la grúa hasta la si-
lla.
– Con cuidado, no me desarme... No hay peor espectáculo para una
madre que ver a un hijo detenido. El alma se me cayó a los pies cuan-
do lo visité en el calabozo. No quería que permaneciese allí dentro ni
un minuto más... Procura que no me balancee, no vaya a salir despedi-
da... Entonces, el abogado, a solas, aprovechando mi desesperación,
¿sabéis qué me propuso a cambio de sacarlo de allí?, ¿os lo imagin-
áis?... Esto sube más alto cada vez. Me da vértigo... Hoy día, a vuestra
edad, ya entendéis de sobra de esas cosas... Pero ignoráis a lo que está
dispuesta una madre, incluso aunque el hijo no lo agradezca y, a la
postre, se convierta en un desgraciado, lo que comprobaréis si es que
se presenta, si es que no pasa la noche con alguna fulana; notaréis su
apestoso aliento a vino; no os extrañe que la esposa lo abandonara; y
no os extrañe que la hija, mi nieta, lo prefiera a él, dada la libertad de
que disfruta a su lado.... Aterrízame despacio, no me haga daño en el
trasero. ¿Limpiaste bien la silla después de...?

193
– No la has manchado, Joaquina.
– Menudo zorro. El abogado, me refiero. Aún me repugna recordar-
lo: aprovecharse de una mujer como yo: madre, trabajadora, analfabe-
ta... Claro que, con un cuerpo de cine... Perfecto, perfecto: ni he nota-
do el aterrizaje... El muy cabrón... Perdón por el taco, Fernandito... Lo
que no consiguieron mis pretendientes honradamente, lo logró él con
malas artes. Aún me estremezco al recordar su asqueroso cuerpo en-
cima del mío, dale que te pego: baboso, jadeante, implacable, insensi-
ble a mi mudo sollozo... Pásame el pañuelo, Eva, creo que voy a llo-
rar.
Joaquina oculta los ojos repentinamente inundados.
Ayudo a Eva a desembarazar las correas de la grúa. A continuación
me acuclillo para calzarle las zapatillas con las manchas amarillas y el
pelo de perro.
– Qué atento. Tu madre estará muy orgullosa de ti... –dice hipando.

194
– Aquí traigo un listado que Bernardino envió a mi abuelo por co-
rreo. En él hay señalados las colecciones, lotes y tebeos sueltos que
más le interesan. Al conocer su fallecimiento, y una vez repuesto de la
impresión, recordó aquellos ejemplares que no había querido venderle
en vida, aquellos de los que no había querido desprenderse, y renovó
su deseo de adquirirlos. Además asumió su prioridad sobre quienquie-
ra que intentara reclamarlos, ni siquiera usted, la propia hija, sabién-
dola abogada y suponiéndola ajena a dicha afición. Le parecerá arro-
gante su actitud, pero no debe tenérsela en cuenta: es propia de un vie-
jo cascarrabias y del celo corporativista de todo coleccionista de cosas
raras y obsoletas. Al punto me ordenó que viniera a verla para comu-
nicarle su oferta, cosa que, naturalmente, retrasé, al parecerme precipi-
tado, siendo todavía reciente la pérdida. No imagina los reproches que
recibí a cuenta de esto: ¿No comprendes que puede alguien adelantár-
seme, o si no, la propia hija deshacerse de ellos, al revisar sus perte-
nencias? Menudo genio gasta cuando le contradicen: propio de un ni-
ño caprichoso, la viva confirmación de que como tales se comportan
los ancianos. Aunque, le aseguro, en el fondo le mueve una inconteni-
ble ilusión, tratándose de tebeos. Casi diría que es lo único que le ale-
gra la vida, lo cual a menudo me hace sentir incómodo: ¿es que mi
madre y yo no contamos para nada? Usted sabrá lo que atormenta un
viejo con antojos de ese tipo. Igual su padre de usted, Bernardino, no
le iba a la zaga. Mi abuelo decía que era egoísta empeñarse en conser-
var unos tebeos que nada le aprovechaban desde que quedara ciego.
Indudablemente lo decía por envidia, lo que no significa que le faltara
razón. Usted lo sabrá mejor que nadie. Desde luego, si era como mi
abuelo, la compadezco... En resumen, dado el tiempo transcurrido, me
he atrevido al fin a presentarme y a comunicarle su oferta, siempre y
cuando no se haya deshecho de ellos y, en ese caso, los conserve en
buen estado. Le rogaría que se planteara la compra más como un acto
de caridad que como un negocio. Mi abuelo estaría dispuesto a pagar
cualquier precio; pero no se trata de que despilfarre su exigua pensión.
Entiendo que los encarecerá el valor sentimental que han de tener para
usted. Comprendo que desee conservar cuantos objetos personales
mantengan viva su memoria. Le pido por favor que no se aferre a
ellos. Piense en el bien que hará a un pobre viejo, decrépito y achaco-
so, al que probablemente no le quede mucho tiempo de vida. Si quiere

195
se los devuelvo cuando muera... Mi abuelo ha hecho la siguiente valo-
ración, naturalmente, excesiva dado su interés. Confío en su buen jui-
cio para rebajarla...
Ring, ring...
– Discúlpame un momento.
– Faltaría más.
Acude al teléfono.
Mi experiencia en la venta de libros puesta al servicio de esta patraña
no da más de sí. Mi palique decae: suerte que sonó el teléfono.
¿Tendré éxito con lo desembuchado? Al menos ha permanecido aten-
ta. Tampoco me ha reconocido. ¿Debería? Apenas se fijó en mí en el
mortuorio del hospital. Eva le explicó que yo era un amigo, ella ignoró
esta aclaración improcedente en medio de su azarado afán por conocer
los detalles. ¿Tan grave estaba su padre cuando la avisó por teléfono
(por ese mismo teléfono que ahora sostiene)? Por poco le recrimina no
habérselo recalcado y ser esa la razón de que llegara tarde y no que se
entretuviera con un cliente adinerado. Los abogados siempre dándole
la vuelta a la tortilla, presentando las cosas desde la perspectiva más
conveniente, componiendo las versiones más ajustadas a la mínima o
máxima condena según el lado en el que estén (¿no insiste ahora el
mío en la conveniencia de confesar que yo conducía?). Qué teatro le
echó al asunto. Más lo sentimos Eva y yo. No quería a Bernardino ni
pizca. Se puede aborrecer a un padre o a una madre, pero pretender
que su actitud demuestra lo contrario. Hipócrita.
– Jessica, no insistas. Te repito lo de esta mañana. A lo sumo logra-
remos diferir el trámite de ejecución alegando que no es válida la
cuantificación de los daños y perjuicios... Atiende... ¿Por qué insistes?
Es inútil invalidar la competencia desleal. La prueba pericial no con-
tiene ningún error, salvo en la valoración... Sí, sí infringe el artículo
treinta y siete... No; a lo mejor con el tiempo el término se generaliza,
su uso se extiende a actividades comerciales y entonces se ajuste al
número cinco del ciento veinticuatro; pero, hoy por hoy, es una in-
fracción y deben retirar el rótulo o cambiarlo... Espera un momento...
Jessica: un momento... –Tapa el auricular. Se dirige a mí–. Si quieres
puedes ir hojeándolos. Son esas encuadernaciones de ahí arriba...
– De acuerdo.
Ya los había visto. Los había localizado de reojo. Están donde siem-
pre, en los estantes de donde Eva y yo los cogíamos para leerlos. Me

196
ha quedado bien manifestarle el temor de que pudiera haberse desecho
de ellos.
– ¿Jessica?... Ya, ya sé que los perjuicios no bastan para probar la
existencia de la infracción. Pero en eso no se basa precisamente el in-
forme pericial...
– ¿Puedo usar la silla? –señalo la que he usado otras veces.
– Sí, cógela... No, a ti no es... Jessica, sé razonable: la similitud la
vería hasta un niño... Además, la empresa debió comprobar el regis-
tro...
Reviso la lista de títulos inventados que he confeccionado: El corsa-
rio patán, Spaguetti danger, Tortilla justiciera, Huracan kid... Retiro
un par de cuadernos, los hojeo, disimulo. Por la rendija adivino una
forma conocida, arrinconada en la oscuridad del mueble. Sigue donde
la dejé, intacta.
– Jessica: no me hace falta repasarla, me la sé de memoria. ¿Por qué
te empeñas? Te digo que ese punto no contiene un error de aprecia-
ción...
No es mala oportunidad. Es buena. Mejor no espero otra, nunca se
sabe. Mi plan está funcionando: le he inspirado suficiente confianza
como para dejarme hacer esta comprobación. Es casi como realizarla a
solas, justo lo que había previsto para poder cogerla y largarme sin
más entretenimiento. Ahora se vuelve de espaldas y baja la voz. Acaso
no quiera distraerle mi presencia o trate de impedir que oiga informa-
ción confidencial.
– No, claro que no.
Alargo la mano.
– ¿Tan complicado es modificar un par de sílabas?
Ya es mía.
– Está bien. No voy a revolverme contra nuestro propio cliente.
Me levanto el jersey, encojo el vientre, estiro el pantalón.
– Más caro resultará que registrar un nuevo nombre y confeccionar
otro rótulo.
Me escondo la barra de hachís en los huevos.
– Aunque por un lado ganáramos tiempo alegando indefensión, por
otro lo perderíamos modificando todo el expediente... Espera un mo-
mento... Jessica: un momento... –Se gira. Uf, casi me pilla.
– Llévatelos.
– ¿Cómo?
– Llévatelos.

197
– No la entiendo –intento contenerme un íntimo nerviosismo.
– Que cojas los que quiere tu abuelo y te los lleves. Dáselos. Cual-
quier día pensaba deshacerme de toda esa porquería... ¿Jessica? Te es-
cucho... Sí... Estoy de acuerdo con que actúan como si su marca
hubiera alcanzado gran difusión y prestigio. Pero, seamos realistas,
por ese camino no lograremos nada...
He tardado en reaccionar. No me esperaba tanto desprendimiento: ha
debido ser la conversación telefónica, ha debido devolverle su sentido
profesional y práctico de la existencia, parcialmente adormecido con
mi piadosa exposición, ha debido trasportarla a una actividad propia
de despachos, oficinas, juzgados... El cuerpo retaco ha recuperado el
estrépito laboral: retuerce el cable del teléfono, boquea ante el auricu-
lar, clava una mirada extática en una figura de adorno, agita la mano
libre reafirmando su enfoque de la cuestión, se sienta en el brazo del
sillón inmediato (el sillón donde Bernardino dormía la siesta cuando
inició la cuenta atrás)...
– Revoquemos la valoración de los daños y perjuicios, el trámite se
pospondrá, entonces buscaremos un perito particular que la minimice
y reduzca el coste. Deben entender que es la mejor solución. Además,
recuerda que les advirtieron antes de cursar la demanda: una carta cer-
tificada lo prueba. Eso nos aventaja, refuerza la legalidad del proce-
dimiento...
Me doy prisa. ¿Para qué perder más tiempo? Tomo tres cuadernos al
azar. En verdad ha demostrado el valor sentimental que tienen para
ella. Ja, ja. ¿Cómo se me ocurrió? Menos mal que al decírselo evité
todo asomo de ironía.
– De acuerdo, ahí te doy la razón: es excesivo argumentar que con-
funda al consumidor por mucho que sea el parecido. Incluso aunque
entre en la tienda equivocada, aquél siempre estimará objetivamente la
relación calidad-precio...
Me entristece no poder rescatar más, no tener verdaderamente un
abuelo aficionado a los tebeos a quien pudieran servir.
– La mala suerte es haber coincidido dos rótulos en el mismo centro
comercial. De no ser así, seguro que no se hubieran molestado.
Me marcho. Empiezo a sentir náuseas. Bernardino estaría ciego, pero
debía notar esta forma de distanciamiento. Debía quererla mucho, sen-
tir una especie de amor unidireccional, no correspondido. Hasta el fi-
nal en que sobrepasó su capacidad de resistencia.
– Adiós –le digo.

198
Me hace un gesto mecánico con la mano y prosigue:
– Desde ese punto de vista se comprendería: no le aprovecharía el
prestigio a gran escala, ni la inversión en publicidad, porque su radio
de acción es menor, más modesto. En cambio, en un radio reducido,
alrededor del centro comercial...
Y yo que temí que pudiera haber descubierto el hachís. Imposible.
Alguien tan segura de sí misma, tan consciente de su valía, tan compe-
tente... ¿cómo iba a permitirse un rato de nostalgia hojeando la colec-
ción de tebeos del padre y de ahí su descubrimiento?
– Los nombres son distintos y eso debería bastar. No hay una regla
infalible para establecer el grado de semejanza y decretar que una
competencia entre dos marcas...
Recorro el pasillo hasta la puerta de salida preguntándome si alguien
así puede constituir la aspiración de cualquier joven en sus cabales.
Un velo de osada despreocupación debe impedirnos comprender el
mérito que tiene. Claro que, a qué madre o padre no le enorgullecería
tener un abogado en la familia. Que le pregunten a Bernardino.
– Depende además de una intencionalidad difícil de demostrar...
Cierro la puerta. Cuido de no golpearla, no la sobresalte. Me esfumo.
Cuando cuelgue no recordará mi visita. A lo sumo en su atareada ca-
becita verificará la retirada del amable muchacho que acudió a no sé
qué... Ah, sí; a por los tebeos... ¿Aún siguen ahí, salvo un par de
ellos?, Cualquier día los tiro, ¿Dónde quedaba el contenedor de papel
más cercano?
Al salir del edificio atravieso el improvisado campo de juego de unos
niños. La pelota viene botando hasta mí, cosa que misteriosamente le
ocurre a todo aquél que irrumpe en estas competiciones infantiles. La
retengo pisándola y mi actitud resuelta silencia la general euforia; pa-
raliza a cada cual en su puesto, preso de temor y duda; uno incluso di-
simula pretendiendo haber estado enfrascado en otra correría, no en
aquella, sin duda molesta a los mayores. Si a ese apuntara con el dedo
se disculparía rescatando las acaloradas razones que antes de elegir
aquel espacio de recreo dirigiera a sus compañeros. No querría pro-
blemas con el mundo que establece sus incomprensibles normas a más
de un metro de altura por encima de sus cabezas; los mayores son po-
derosos, conviene avenirse a sus dictados. Desde hoy comienza a fra-
guarse un futuro hombre de provecho, vadeará sin dificultad traumas
adolescentes, admitirá la sociedad tal y como se le presente, encajará

199
allí donde sus mediocres habilidades la fortalezcan y protejan de quie-
nes quieran desestabilizarla.
– Échanosla. ¿A qué esperas?
¡Aja! Este otro es el líder, quien primero reacciona, quien primero
juzga aquella tardanza del mayor como despótica, quien no dudará en
defender la causa del juego en un lugar y a una hora inapropiadas,
quien rebatirá las directivas que les impongan desde aquella remota
dimensión de la edad, quien sufrirá una adolescencia turbulenta y lue-
go se las verá y se las deseará para integrarse en una sociedad que le
disgusta. Alguien así elegirá para destacar, o bien el camino fácil del
mal, o bien, paradójicamente, el arduo del bien, demostrando que en
un carácter así de fuerte caben estas dos opciones futuras, igualmente
probables a tan temprana edad. El rostro severo y travieso lo denota,
los ojos firmes y relampagueantes, la enérgica inquietud indomable.
– ¿Os gustan los tebeos? –pregunto en plural, dirigiéndome al pe-
queño líder en particular, a quien adelanto un ejemplar abierto por una
página al azar.
A su alrededor se arremolinan los demás, empujados por una curio-
sidad desigualmente entusiasta.
– Son un poco antiguos, pero os gustarán. Pertenecen a un viejo que
ya murió. La hija me los ha regalado.
Una niña se asoma al balcón de cabezas menudas. Le mueve sin du-
da una pasión por la lectura mayor. Me lo arrebata de las manos, lo
que provoca una pequeña refriega. De repente les interesa mucho
aquel obsequio: No te lo ha dado a ti, Lo he cogido yo, Tú no sabes
leer, Cuidado que vas a arrancar las hojas...
– Aquí tenéis otros dos.
No tardan en quitármelos. El pequeño líder, sin embargo, no lucha
por ellos, le irrita esta desviación del juego, pendiente de un resultado
definitivo. Me atraviesa con una mirada reprobadora y sagaz.
– Y ¿la pelota? –me pregunta.
Aún sin soltarla, sonriéndole, propongo:
– ¿Por qué no hacéis una cosa? Hay más. La hija quiere deshacerse de
toda una colección. ¿Por qué no subís a su casa y se la pedís? Seguro
que no tiene inconveniente en regalárosla. ¿Os atrevéis? –pregunta
última que dirijo al pequeño líder.
– ¿Qué piso es? –pregunta la niña.
– El tercero letra...

200
Respuesta que, al comprobar la desbandada producida en dirección al
portal, acompaño de la devolución de la pelota. El pequeño líder la
toma y corre para no quedar rezagado. Pronto se la pasa a un compa-
ñero para aligerarse del peso y dar alcance a los de delante, ya em-
prendiendo la ascensión de las escaleras, de dos en dos peldaños los
de zancada larga, de uno en uno, pero a más revoluciones, los de zan-
cada corta.
Camino sin rumbo por la jungla metropolitana.
La naturaleza me absorbe. Las calles despiden múltiples reflejos y
gamas de colores artificiales: ensayan sus propias auroras boreales. El
tráfico discurre por senderos abiertos entre gigantes bloques de hor-
migón: emite un rumor de arroyos y cascadas entrelazándose. La ga-
solinera al comienzo de una avenida convoca a las distintas especies
animales: fiat-tigres, renault-avestruces, ford-ñus, seat-ibéricos... No
es época de sequía y por ello conviven armónicamente alrededor de
dicha charca: el monzón la llena regularmente, si no se dispara el pre-
cio del barril de petróleo. No acecha ningún depredador, así que,
hombro con hombro, beben a lengüetazos el agua rica en octanos. La
grácil vespino-cigüeña no es por poco arrollada por el imponente vol-
vo-elefante, gracias a que escucha su rotundo alarido antes de que re-
base la orilla para chapotear en el fango. Dos arrogantes crías de scoo-
ter-leonas ensayan escandalosas justas felinas para cuando tengan que
disputarse el liderazgo de la manada, y ello bajo la abúlica supervisión
de mamá leona-kawasaki. Los peatones retozan en el espacio protegi-
do de las aceras, no siempre infalible, sobre todo si lo invaden cazado-
res furtivos pizzeros o algún paquidermo de reparto. Mayor riesgo co-
rren cuando cabalgan sobre las cebras, por lo general, descolocadas y
espantadizas, o rebasan el límite de las aceras amparándose en el
flemático parpadeo semafórico de las jirafas. Por fortuna, para cuando
apetecen reducir el riesgo hay repartidos a lo largo de su delimitado
territorio comercios o bares-refugio a donde despiojarse los duros de
la cartera.
Menuda ida de olla. Y eso que todavía no he fumado...
¿Busco a Eva? Cuando se lo cuente... No se lo creerá. Menos mal
que tengo la prueba. Me roza un poco. Cualquiera que se fije puede
interpretar que ando escocido. He de procurar que no se deslice por la
pernera del pantalón. Menudo apuro si se me cayese en medio de la
calle... ¿La busco para invitarla? Supongo que no habrá dejado de fu-
mar porque se haya echado novio. A lo mejor sí. La noto más respon-

201
sable últimamente. A lo mejor incluso se mosquea conmigo por mi
atrevimiento. No lo interpretará como una proeza: entrar sin levantar
sospechas en casa de la abogada, embaucarla con un cuento, aprove-
char un descuido... No alabará mi audacia, no le interesarán los deta-
lles, no nos reiremos juntos repasándolos. No, porque piensa que lo
usaré para introducirlo en la cárcel según le dije. Bah. Es imposible
salvar el cacheo a que te someten al entrar; al menos, yo no lo conse-
guiría. Lo dije para envanecerme de mis pocas posibilidades de quedar
libre por más que apuntara varios caminos para demostrar mi inocen-
cia. Aunque es de agradecer su preocupación; no sé, igual alguna
razón no le falta... ¿Nos vio el dueño del chalé frente al que aparca-
mos? ¿Vio a Fredi ponerse al volante diez minutos antes del atropello?
¿Testificaría?... Tirando a endeble... ¿Sacarle a Fredi una confesión y
registrarla en una grabadora?... Alucina en colores... En fin, dudo que
me recibiese de buen grado, no aceptaría mi invitación y encima es-
tropearía la sensación de euforia que siento. Ya coincidiremos otro día
en casa de Joaquina.
¿Quién inventaría la marcha atrás? Alguien que vaticinó el futuro
problema de encontrar aparcamiento a partir de la proliferación de los
miembros de la especie authomoviles rodhantes. El peugueot-
hipopótamo recula hasta encajarse en medio de la manada, ha encon-
trado abrigo entre los suyos. ¡Huy!, casi tira a la cría de vespino-jabalí
berrugoso a su espalda. La pobre está visiblemente abandonada, en-
ferma, débil. La naturaleza es despiadada y cruel con los débiles: un
golpe aquí, un despiece allá, el hambre, la sed, los carroñeros... Los
guardas deberían recogerla y curarla. A fin de cuentas es una especie
en peligro de extinción. Los fuertes la han desplazado.
¿A quién busco entonces? Porque no voy a fumar solo... Eso; para mí
todo: ¡menudo colocón! Ni que fuera un adicto... ¿Fali?... El bonachón
de Fali no creo que se complicara con un futuro convicto, entraría en
engorrosas preguntas antes de acceder: ¿seguro que estás yendo a fir-
mar al juzgado?... Eso si no me confiesa que ha dejado la mala vida,
que ha desterrado los delirios de juventud a la vista de los problemas
que acarrean, tómese un servidor de ejemplo... Bah; en el fondo siem-
pre fue un cobarde, incluso cuando me echaba un capote con las pullas
de Piqui; se creería que lo necesitaba; mi sencillo pasotismo hubiera
sido mejor táctica, la más irritante... A Piqui seguro que lo encontraba
fácilmente. En la plaza, haraganeando como siempre, dándoselas de
perfecto catador... ¿Fumar con él después de lo que declaró en el jui-

202
cio?... Por Eva sé que mintió: no pudo verme llegar al volante de
Daewoo..., de Daewoo tigre cazador. Según la ley de la selva metro-
politana, no se le puede impedir que despliegue sus facultades, obede-
ce a la ley de la supervivencia del más apto. Daewoo puso a prueba
con éxito su robusta carrocería, su buena amortiguación, por tanto,
aumentarán los pedidos al concesionario, la especie proliferará... ¿No-
na? Su avidez por el hachís, sobre todo si le sale gratis, desbarataría
cualquier reparo... Solo que nunca está lejos de Piqui, él es su inagota-
ble fuente de provisión, lo mismo que desprecia escrúpulos morales en
un sentido, los desprecia en otro: le importa un bledo una mentira para
incriminarme siempre que todo lo que su amigo toque siga convirtién-
dose en costo... Tillo tampoco. No me apetecería que alternara las ca-
ladas al porro y los morreos delante de mis narices con la tía buena de
turno... Y fumar con Nordi sería como hacerlo con un veterano del
Vietnam...
¿Y Fredi?... ¡Claro! ¿Cómo no se me había ocurrido? ¿Por qué no
fumar con él? Él es un vicioso redomado. Él sí es un adicto, no sólo al
hachís. Hay que felicitarlo por la excelente manera de sacudirse el
homicidio, celebrar su astucia, su capacidad de convicción, su mani-
pulación de los testigos. Lo único reprochable es que atropellara a una
buena persona. Siempre pagan los mismos: ¿no habría sido mejor una
abogaducha del tres al cuarto? Descuida que no escondería una graba-
dora bajo la camisa, quedaría entre nosotros la verdad, los dos sabe-
mos quién conducía, reconozcámoslo como dos buenos amigos y a
continuación fumemos alegremente. Admito mi derrota, iré yo a la
cárcel, no tú, no soportaría impedirte que heredaras el negocio de
papá... Claro que, si añadiera unos polvitos de cianuro al tabaco...
Porque eso de cumplir condena por un delito no cometido... No me
ayudaría a integrarme en la cárcel. Puestos a ingresar, prefiero un deli-
to propio. Hasta esto demanda cierto sentido de la propiedad.
Es la hora del paseo de los perritos, verdaderos reyes de esta jungla.
Descendientes de los lobos y los chacales, han conseguido domesticar
al hombre, a cambio de muy poco. Inspeccionan el territorio, lo mar-
can, seguidos siempre de su fiel compañero, a quien han embaucado
haciéndole creer que entre ellos hay una alianza. Mancillan vengati-
vamente a sus antiguos competidores: nótese los orines en las pezuñas
de los opel-hienas o los mercedes-linces. Abandonan en la zona prote-
gida de los peatones flagrantes heces para provocar en ellos disensio-
nes que les beneficien. Guardan un escrupuloso silencio para que sea

203
interpretado a su conveniencia, esto es, en beneficio de las carencias
afectivas de quienes tienen a su cargo. Como mucho lo acompañan de
gruñidos, lamidos y meneos de rabo, para distraer su dominio del len-
guaje. Cuando prescinden de la correa hacen como que por despiste
invaden el territorio de la especies rodantes, causando una ruptura del
equilibrio ecológico, con vistas a imponer en el futuro su preponde-
rancia sobre el asfalto. Hay fugas planeadas y conciliábulos clandesti-
nos, que, erróneamente, los peatones interpretan como que se han per-
dido, llegando incluso a empapelar las farolas con su rostro fotocopia-
do y un teléfono, en vez de reconocer que les han burlado. Tienen a su
disposición clínicas y hospitales privados, conocedores de sobra de las
negligencias de lo público. Para acudir a ellos prescinden de las ambu-
lancias, una vez más, prefieren el transporte privado.
Es evidente que no cuento con nadie para fumar. Tampoco ningún
perrito me acompañaría: detestan la hierba. El grupo se ha disuelto. Es
indudable. Ha perdido su ingenuidad, su inocencia, si es que no son
desatinados estos calificativos. Pesa sobre él un elemento de discordia
demasiado serio y delicado, un elemento que nos ha precipitado vio-
lentamente en el mundo de los adultos.
Los comercios y bares-refugio cierran. El tránsito peatonal es cansi-
no, de recogida hacia sus nidos en los gigantes bloques. Las ventanas
aparecen iluminadas por una luz artificial tamizada por las cortinas
que preservan de un acecho peligroso. De noche surge otro tipo de
fauna: taxis-búho y autobuses-anaconda, a la caza de peatones-
roedores, que tratan de alcanzar a tiempo sus madrigueras.
Me siento en un poyete junto a una penumbrosa rampa de garaje...
Para qué resistirme: me apetece un montón... En la rampa se acumulan
bolsas y hojas secas... ¿Qué más da si estoy solo?... Una leve brisa las
hace caracolear acompasadamente... Eso no quiere decir que sea un
adicto... Una bolsa de supermercado corteja a una de chucherías... Me
meto la mano bajo los pantalones... Ejecutan una danza del amor, sin
duda preámbulo del apareamiento... Pellizco un trozo... La bolsa de
supermercado macho se infla para mostrar sus encantos: sus colores,
su propaganda... Deshago un cigarro... Incluso cuchichea unos piropos
al encogerse, al estirarse, al rozar el suelo... Paso la llama del mechero
por la piedra... La boca de la bolsa macho mordisquea la nuca de la
bolsa hembra... Lo mezclo bien, coloco el papel encima... Hay un par
de amagos infructuosos: la bolsa hembra se escabulle, elude el contac-
to... Lío un canuto... Le disgustaba la postura o la precipitación del

204
macho... Paso la lengua por el adhesivo... Ahora es acorralada tras un
envite entre agresivo y tierno... Me lo coloco en la labios, lo encien-
do... El macho la monta... Doy una calada...

205
206
Amplios párpados, mentón anguloso, cabellera larga, cuello esbelto,
alta, atenta al niño que le precede, niño jugando a corretear entre las
piernas de los viandantes, a evitar chocarse...
Haber probado el sexo. Eso es lo malo.
Espigada, rostro pequeño, pelo liso, recogido en una coleta caballu-
na, la mirada tanteando el horizonte, me tantea, cambia de horizonte,
cuello terso, imagino mis labios aproximándose, dándole un mordisco
suave en la base...
El sexo es una droga. Haberlo probado, haberse acostumbrado a él
con sólo acudir a la amiga, a la novia, a la esposa... y, de pronto: nada.
Eso es lo malo.
Dos charlando amigablemente, carpetas en mano, ¿estudiantes?, la
una: gafas de fina montura, aire intelectual, ojos entrecerrados, habla
nasal, pelo lacio, cuerpo proporcionado, la otra: rostro ovalado, mira-
da dócil, desprotegida, por un instante desconecta la atención, sólo por
un instante, para mirarme, imagino un guiño, una cita a la vuelta de la
esquina en cuanto despida a su amiga...
Malo. Angustiosamente malo. Y más malo habiendo fumado, y con
esta sed, y con este rencor hacia mi madre... No me dejaré encerrar, no
me quitará el hachís, no lo he comprado, al menos no recientemente,
lo he rescatado, ya era mío, me pertenecía de antes... ¿Encerrarme pa-
ra evitarme problemas, malas compañías, nuevos delitos? ¿Encerrar-
me hasta que cambie de postura, obedezca los consejos del abogado,
claudique? A veces miento, pero hay mentiras intolerables, aunque
ciertamente no me pida una mentira sino la verdad que el abogado
cree que es, esto es, una mentira: yo no he matado a nadie.
Pupilas verticales, de reptil, andar resuelto, cabeza pequeña y atracti-
va, pelo corto, pensamiento puesto en un desahogo práctico, en un
polvo práctico y a dormir a pierna suelta hasta mañana en que vuelva
a cubrir su exquisita desnudez con la ropa de trabajo y a aclarar las
dudas al cliente, a atajar sus vacilaciones, a proponerle soluciones
prácticas...
No quiera encerrarme a pocas semanas del juicio en la Audiencia
Provincial, a partir del cual seguro que me encierran definitivamente.
Libre. Quiero ser libre. Al menos hoy, esta noche, y mañana, y pasado
mañana, y lo que resta de tiempo... Lo malo es que no basta con mar-
charse de casa, dar un portazo, coger dinero, dormir en cualquier par-

207
te... Preciso colaboración, solo no me valgo, arrastro cadenas de rabia,
impotencia y desolación, que me roban la sensación de libertad, que
me restriegan mi incapacidad para escapar de mí mismo, para expulsar
fuera de mí todo aquello que no puedo controlar y me controla, todo
aquello que no puedo dominar y me domina... Preciso colaboración.
La colaboración de una mujer.
Nariz ladeada, al lado una señora mayor, ¿la madre?, escuchar respe-
tuoso, mirar interesado, figura esbelta, cabello largo y rizado cogido
con dos mechones a modo de cinta, sensualidad soterrada, libido se-
pultada, porte clásico, virgen al matrimonio, bien educada, pero es-
condiendo aires de mezquina maledicencia...
La mujer no me haría falta si no la hubiera probado. Haber probado
el sexo. Eso es lo malo... Anteriormente no podía recurrir a lo desco-
nocido, no obstante saber que algo había detrás de los comentarios
jactanciosos de los amigos, a su vez relacionado con lo que había
detrás del mutismo de los adultos, y detrás de unos interrogantes nun-
ca pronunciados por no remover lo tabú, y detrás de unos naturales y
aún inconcretables apetitos. Posteriormente, hoy, ahora, mientras ca-
mino, mientras repaso el desfile de mujeres que me cruzo, me hago
cargo de la dicha que proporcionaba la inexperiencia y de ahí la capa-
cidad de abstenerse y de anteponer cualquier otra salida con tal de evi-
tar aquella que esclaviza a todo el mundo, que somete al hombre a la
mujer y viceversa.
Ojos claros, pelo trigueño, delgada, poco pecho, ¿acomplejada?, im-
porta que sean bonitos, delicados, blandos, miradas de reojo a su refle-
jo en los escaparates, imagino poses frente al espejo de su casa, tallas
de sujetador grandes, ni hablar de relleno de silicona, importa que la
quieran tal como es, con sus virtudes y sus defectos...
Haberlo probado desmonta aquella falsa fuerza de voluntad juvenil
sustentada en la ignorancia. Haberlo experimentado provoca una año-
ranza de sus efectos placenteros, terapéuticos..., una acuciante añoran-
za..., unas angustiosas ganas capaces de transformarte en un obseso
como no las satisfagas.
Cazadora abierta, pechos voluminosos, los botones no cierran, sobra
lo que a la otra le faltaba, brincan al compás del andar sinuoso, trému-
los, resonantes, imagino poses frente al espejo de su casa, tallas de su-
jetador pequeñas, quitaría un poquito de aquí, dicen que la cicatriz no
se nota...

208
Antes disponía de Eva y por eso aquel efecto nunca lo acusé, no lo
acusé, aunque no nos viéramos todos los días. Quizás, como los ciclos
menstruales de dos chicas viviendo juntas acaban coincidiendo, así los
amantes acaban acomodando sus respectivos apetitos sexuales, esta-
bleciendo idénticas pautas, períodos coincidentes de descanso, de fo-
gosidad, de pasión, de abandono, de lujuria, de tregua..., de manera
que nunca se desencadena una auténtica obsesión, unas angustiosas
ganas, sino cuando estás abocado a ayunar durante un tiempo prolon-
gado, en relación con aquel régimen al que te habías acostumbrado,
bruscamente interrumpido, en el caso de Eva (acaso trate de excusar-
la) por la muerte de Bernardino y mi temporal privación de libertad,
en mi caso, porque ella ha escogido a otro.
Alta, contorneada, chichas en las caderas, apetitosas chichas, jugo-
sas, fláccidas, andar pesado, lánguido, tintineando la bisutería, claví-
cula descubierta, marcada, barrida por la punta de unos finos mecho-
nes, acostumbrada al cosquilleo que le producen, también al cosqui-
lleo del flequillo sobre la frente, sobre los ojos, los altos ojos, escruta-
dores, apremiantes, ¿espera a alguien?, la cita se retrasa, ¿quién es él?,
me imagino ofreciéndome servicial para lo que guste, para vengar el
plantón dejándose acariciar, desnudar, besar...
Me temo que en mi estado es difícil ligar, difícil porque exige no de-
latarse, no parecer que se quiere precisamente ligar, irte a la cama. La
ansiedad traiciona, la urgencia descalabra toda táctica premeditada,
sume en un mar de torpezas y nerviosismo, el resultado será bochor-
noso, humillante, la previsión de un amor sincero, los barruntos de una
historia romántica y todos aquellos cuentos que habías elucubrado a
fin de predisponerte al engaño, son inmediatamente desenmascarados
al primer temblor de voz, al primer silencio embarazoso, a la primera
mirada suspendida de sus labios. Tratará de ahuyentarte con un mohín
evasivo, o bien, como lo resistas, con un simulado ataque de histeris-
mo.
Piernas largas, finas, tronco coqueto, culo modesto, coleta saltim-
banqui, nuca de arracimados bucles, hilado donde entretejer dientes y
lenguas delicados..., saca las llaves del portal, chirría la pesada puerta
al abrir..., perfil apacible, labios afilados, prietos, gesto de bailarina...,
se cierra la puerta, sella su inaccesibilidad..., le habría preguntado:
¿Vive aquí...?, ¿Me indicas el piso...?, ¿Me acompañas?, con la mayor
naturalidad, sin traicionarme, sin prefigurar un arrebato lujurioso en el
vestíbulo, un abrazo torpe y apasionado en el ascensor...

209
Ligar requiere tiempo, paciencia, no tener presente lo que se preten-
de, asumir el fracaso por anticipado como resultado más probable.
Descarto una discoteca. No es necesariamente un lugar fácil, un lugar
a donde las chicas acudan predispuestas, lo que mejoraría la probabi-
lidad de éxito. A menudo sólo desean bailar y embriagarse, como mu-
cho flirtear, calentarte, dejarse besar superficialmente para luego escu-
rrirse. Eso, siempre que no seas un chico raro, y alguien sin amigos,
alguien solitario, lo es, y, por tanto, sospechoso: detrás de la sonrisa
meliflua, de la mirada cautivadora, del generoso apoyo a sus comenta-
rios, asoma el obseso cuya única intención es la de cepillársela esa
misma noche y abandonarla a la mañana.
Boina de colores, gafas de sol, rostro escondido, gesto serio, mentón
adusto, abrigada, chaquetón listado a lo cebra, imagino ocultos signos
de maltrato, mi juventud abrumada por la compasión, la yema de mis
dedos acariciando sus magulladuras, ella agradeciendo la exploración
de mis dedos, la cálida mejilla ofreciéndose a la palma de mi mano, se
dejaría amar de no ser porque no consentiría en hacerme daño... Pare-
ce una mujer de la calle. Puede ser: estoy acercándome a la calle.
No hay tiempo para ligar y aparte exigiría, en caso de éxito, ulterio-
res compromisos, añadidas explicaciones, justo cuando darlas se vuel-
ve embarazoso, al descubrir que nada tenemos en común y es absurdo
concertar nuevos encuentros, es ya inevitable admitir que sólo habías
querido echar un polvo. Así pues, lo mejor es ser honesto con uno
mismo y reconocer desde el principio lo que se quiere y cuál es el ca-
mino más corto para lograrlo.
Greñas de leona, porte sensual, niño precediéndola, la mirada atenta
a él, a su hijo, hijo que un día, imagino, volverá a preguntarle por el
tatuaje del hombro y entonces, porque ya será mayor para entenderlo,
cambiará la respuesta pueril de siempre por la cruda verdad: Yo era
una de aquellas que están en las esquinas..., la mirada mansa evitando
tropezarse con cuantos hombres desaprensivos apostarían por demos-
trar que aún no se había desligado del todo de su pasado y serían ca-
paces de probarlo usando perversos trucos...
El sexo es una droga. La droga se compra. El sexo también.
Tras haberlo probado es inútil eludirlo basándose en prejuicios mora-
les, precisamente por eso, porque son prejuicios y como tales empañan
la naturalidad de unas inclinaciones para las que existen salidas deco-
rosas. Nada hay de malo en pagar a una mujer, me digo, salvo en lo
parasitariamente arraigado de aquellos prejuicios y en su capacidad

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para corroernos piojosamente por dentro. Quiero convencerme, y por
eso pienso servirme de cualquiera que me comprenda, que comprenda
mi deseo de escapar de mí mismo, de despojarme de la soledad, del
rencor.
Doblo una esquina y aparece la calle: un embudo interminable. Es en
la acera de enfrente. En esta de acá los modestos comercios, reducidos
al anonimato a fuerza de desubicarlos aquel antiguo oficio, en un alar-
de de ingenuidad, exhiben pequeños cartelitos de: No a la prostitución,
intentando sobrevivir, no dejarse avasallar por los fastuosos salones de
juego, sex shops y piercing y tatoo factories que los emparedan, más
avenidos a aquel paisaje. Luces y dinero ululan allí donde las tragape-
rras amenazan con desahuciar a quienes las alimentan: una puta repo-
niendo energías, un pensionista quemando recuerdos, un emigrante
malogrando giros postales... La acera de enfrente es inquietante,
sórdida, a pesar de que no es su finalidad ahuyentar, sino atraer. De
hecho, atrae las miradas sesgadas de los transeúntes a este lado, em-
bozados en una aparente indiferencia. Localizan un ejemplar a su gus-
to, barajan el momento de cruzar, manosean la billetera, hacen sus
cálculos y, como alcancen el final de la calle, desandan la acera, la de
acá, o bien desisten, cansados de tantas idas y venidas infructuosas y
de venir a reconocerse en quienes como ellos van y vienen estúpida-
mente sin decidirse. Al otro lado la manada pace lánguida, espaciada,
pasiva, sosegada, lasciva, se sabe estudiada, atendida, deseada por
aquellos a quienes no sirve la cera en los oídos para no escuchar su
canto de sirenas. La ropa estrafalaria y la actitud provocativa desafían
la continencia..., las faldas cortas, las mallas finas, los chalecos abier-
tos, los escotes descubiertos, los tacones altos, las poses hieráticas y
taciturnas, los andares pausados y expectantes, las miradas avezadas e
impúdicas...
De pronto he de vencer una imprevista reticencia, un falso pudor,
una peregrina repugnancia. Quizás fumar no me ha desinhibido lo su-
ficiente, quizás mi insano rencor no tiene fuerza suficiente, quizás te-
mo renunciar a un camino de decencia o me sienta intimidado a pesar
de haber probado el sexo no pagado, quizás no quiera atraer sobre mí
las miradas de quienes a este lado avizoran la presa, aquellos a quie-
nes, súbitamente, aborrezco.
Me pregunto si no debería buscar y dar su merecido al canalla que ha
complicado mi existencia, aplicarle aquella ley carcelaria que parte de
un genuino sentido de la justicia, expeditivo aunque brutal y retorcido,

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o, por contra, volviéndome caballeroso y noble, obrar a la antigua
usanza, abofeteándole la mejilla con un guante blanco, a fin de dirimir
al alba la cuestión de honor que nos afecta, con padrinos o sin ellos,
con pistolas o garrotes.
En todo caso la fornicatura más pronto o más tarde habrá de ser satis-
fecha. Así que...
Cruzo la calle. El corazón me palpita furiosamente. Trago saliva. Al-
canzo la acera de enfrente.
– Hola, guapo –zíngara, bisutería cascabelera, tintineo como el de los
jaeces de una yegua engalanada, líneas rectas, no curvas sinuosas, es-
caso busto, disimulada escualidez física, compensada a duras penas
con el rostro risueño, simétrico y bronceado.
– Acércate, cariño –dedos gordezuelos, ennegrecidos, ásperos a la
caricia, poblados de toscos anillos plateados, perfil duro, piel dura, na-
riz ligeramente curva, cabello endrino, aceitoso, rostro embadurnado...
La vista es inquietante desde tan cerca, camino despacio, abordado
discretamente, atento pero evasivo, sin detenerme, cohibido aunque no
abrumado, palpitante, extraño, sintiéndome como ciervo cercado por
leonas remolonas, no necesariamente hostiles y hambrientas, no ham-
brientas de sexo precisamente, acaso de dinero.
– ¿Quieres pasar un buen rato? –voz cálida, mirada intensa, penetran-
te, proponiendo una complicidad prioritaria, pantalón vaquero rosa
ajustado, resaltando el culo, culo gordo, culona, da dos pasos a mi par
sin bajar la mirada, intenta lazarme, trabarme.
– Pss..., mocito –siseo incitador, mordisqueo del labio, entornado de
ojos, largas piernas, esbeltas, dos finas lanzas surgiendo del pantalón
vaquero recortado por encima de los muslos, piel morena, rostro ahu-
mado, quizás rumana o mora, quizás reúna dinero con fines honestos,
unos padres, un hijo...
No estoy solo, quiero decir, otros como yo discurren por aquí, avan-
zan solitarios resistiendo el bombardeo de mohines y fórmulas incita-
doras, si bien, los más han sucumbido, al menos, a entablar conversa-
ción, reservada conversación, aliento contra aliento... Parecen erráti-
cos abejorros libando las descoloridas y mustias flores de un prado
mudo y palpitante.
Los ojos rasgados de la que permanece recostada sobre un panel pu-
blicitario me miran por encima de la espalda ancha y fornida del hom-
bre que tiene delante, la espalda se da media vuelta y un rostro de sa-
cerdote azteca comparte conmigo su incredulidad, pues no concibe

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que aquella rechace el sacrificio que le solicita... Vuelve él a encararla,
vuelve ella a su impasibilidad después de enredarse en mi mirada,
vuelve él a insistir y a reprenderla por su desvío, acaba ella desalojan-
do despacio el panel publicitario, el altar donde pudiera haberse con-
sumado el sacrificio, acaba él mascullando quejas y groserías, viéndo-
la alejarse fría y parsimoniosa, incorporarse al carril de la acera.
Un corpulento negro rompe el recato del mercadeo carnal con su
charla amigable y su risa ronca y estrepitosa, cosa que la joven, de as-
pecto polaco, los labios repintados, las mejillas empolvadas, las uñas
lustrosas..., parece agradecer entre desconcertada y ávida.
Aborda a una rubia con un atractivo mechón lila un viejo de habla
torpe y engolada al que no le importa no ser inteligible, ni trastabillar,
ni atufar a una mezcla de alcohol y vísceras añosas, acaso porque ella
no lo rechaza definitivamente, tan sólo cuando le toma del brazo o le
acaricia pícaramente la barbilla, y en ese caso de forma delicada y re-
tozona, como descontando el número de intentos fallidos antes de dar
por válida su insistencia. Desde corta distancia una mujer de pelo es-
pinoso, rostro acartonado y un punto tatuado en la frente, atiende en-
vidiosa. La edad del vejestorio parece más acorde con su veteranía, su
prodigalidad debe serle familiar y apetecida, aguarda a que renuncie a
picotear carne blanda y mollar en favor de explayados magreos sobre
carne seca y cuarteada. Hace un gesto de impaciencia pasándose el
dorso de la mano por la nariz. Gestos así se les escapan a algunas, de-
nunciando unos modos groseros tras la presunta sensualidad: escupita-
jos en la acera, mordisqueo de uñas y padrastros, reajustes descarados
de los pechos, rascadas mal disimuladas de la entrepierna, frotaciones
de prendas interiores tirantes...
– Dame fuego, cariño –me detienen, me detengo, ante mí un cigarri-
llo bailotea entre unos dedos índice y corazón, más allá hay un rostro
divertido, locuaz, una mirada celeste, un cuerpo serpenteante como el
de una cobra que hipnotiza a su presa antes de morderla, hurgo en mis
bolsillos, no puedo sortearla, no puedo eludir este arancel, el cigarrillo
bailotea entre el estrecho abismo que nos separa, se ríe entre dientes
de mi azoramiento, rehusa coger el mechero de mi mano, coge mi ma-
no, conduce la llama hasta el cigarrillo, rápidamente embocado, la mi-
rada celeste, los ojos celestes, ignoran la llama, no me ignoran a mí, se
posan en mí, aspira sucesivas veces a la par que frunce las finas cejas
como resultado del arranque de una sonrisa que alcanza su máxima

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expresión al retirar ágilmente el cigarrillo y expeler una turbulenta bo-
canada de humo y preguntar irradiando una falsa simpatía:
– ¿Te apetece un francés? –una hilera perfecta de dientes amarillos
aparece detrás de unos labios contraídos como por tensas riendas invi-
sibles, sillería sarrosa, lienzo almenado, fortaleza amurallada que ins-
tantáneamente descorre la puerta levadiza para dar momentánea liber-
tad al dragón que aloja allí dentro, cuyo fuego temblequea en el espa-
cio intentando un reconocimiento táctil de su próxima víctima.
– Te va a gustar –nueva bocanada de humo enturbiando el espacio,
tras la cual, al diluirse, aparece de nuevo la inexpugnable guarida cus-
todiando aquel prodigio temible, delante de la cual, el cigarrillo prosi-
gue las nerviosas acrobacias y el cuerpo, el culebreo hipnotizador, en
tanto los dedos gordo y anular de la mano acróbata pellizcan y sacu-
den la holgada camisa desabotonada hasta la raíz de los senos.
– Hace calor... –no es calor, es el ardor que, simulado o no, ha de
sentirse en las presentes circunstancias y que, de hecho, yo siento,
como resultado del cual, lenta y pujante se despereza la fiera que re-
posa entre mis piernas, vence la resistencia del pantalón, solicita a mis
ojos que guíen su ceguera por el cuerpo sinuoso, la camisa holgada, la
boca hambrienta...
– ¿Cuanto? –pregunto.
– Treinta... Bueno; por ser tú..., veinte –rectificación que hace achi-
cando la voz, volviéndola cómplice y sugerente, retirando un imagina-
rio pelo de mi solapa con los mismos dedos gordo y anular de la mano
acróbata, aleteando con la otra la nube remansada ante mis ojos...
De pronto oigo jaleo a mi espalda y me giro. El viejo borracho que
acosaba a la rubia del mechón lila ha desencadenado una discusión, la
rubia ha pasado a ser castaña con el pelo corto alborotado, en el suelo
yace la peluca que ha sido arrancada de un manotazo y que ella,
agachándose, recoge a la par que repele las nuevas acometidas del vie-
jo, despidiendo manotazos e insultos: “¡Cerdo! ¡Vete a tomar por cu-
lo!”, incluso azotándolo con la propia peluca: “¡Cabrón, hijo de...!”.
La riña, dada la insistencia del viejo, que no cesa sus empalagosas y
atropelladas chulerías, obliga a intervenir a quienes les rodean, entre
quienes se afana la de rostro acartonado y un punto tatuado en la fren-
te, que consigue alejar al viejo del alcance de la otra, mientras le re-
prende con voz estropajosa: “Si es que los hombres sois idiotas. ¿Por
qué no me eliges a mí, cielo?”. Lo cual me sugiere que en este comer-
cio no cuentan tanto las preferencias de uno como lo que a cada cual

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le corresponde en consonancia con la edad, el estado de ánimo, el
carácter..., lo que es equivalente a decir que a cada cual le corresponde
su puta, pensamiento algo crudo y sin sentido, seguramente estúpido,
aunque no por ello sobrecogedor y aproximado a la verdad.
Cuando se restablece la calma, cuando el viejo accede a dejarse con-
ducir por aquella que le corresponde, por la puta que le corresponde,
cuando la del pelo castaño vuelve a ser rubia con un atractivo mechón
lila, me giro, vuelvo a encarar la risa de antes, la hilera de dientes de
antes, los ojos celestes de antes, la camisa holgada de antes, el cule-
breo de antes, notando que se desenvuelven como si nada, como si
aquel tipo de percances fuera habitual, como si fuera evidente que a
cada cual le corresponde su puta y ella, al haberme asaltado y elegido,
tuviera claro que es la puta que me corresponde, mi puta, la que reúne
los requisitos que mi edad, estado de ánimo y carácter necesitan...
– ¡Qué! ¿Te animas?... –lo que no deja de ser una apreciación de ella,
no mía, a quien el posesivo mi, de mi puta, de pronto desorienta e in-
cluso angustia, pues está en desacuerdo con el concepto de puta, al ser
un posesivo refutado por quienes, al igual que yo, desearían que no
fuera un posesivo ilusorio, lo que ella no iba a consentir, sino real, es-
to es, que la puta no fuera de nadie más que de uno, que la puta fuera
sólo de ellos o sólo mía, que fuera de un único usuario, cosa que ella,
hábilmente, hace creer que es así, si bien mañana o dentro de un rato
volverá a pedir otros treinta y a continuación veinte, Por ser tú, de
manera que yo, entenderé falsamente que ella es mi, ya que Por ser tú,
se lo dirá a todos, haciéndoles creer que ella es su mi, lo cual es impo-
sible si a la sazón es compartida por otras bocas, lenguas, pechos, ma-
nos, penes...
– Otro día –pronuncio, a la vez que me escabullo y arranco calle aba-
jo a paso ligero.
Doblo una esquina y entro en un local, al que se accede bajando unas
escaleras. Para despejar mi aturdimiento he decidido tomarme una
cerveza, una cerveza fría, bien fría, que aplaque además la sed que
sentía después de fumar y que ha agravado el ardor sexual no sofoca-
do. Me acomodo en la barra, se me acerca un camarero, le solicito:
“Una Heinecken”. Reparo en la luz azul que alumbra los estantes de
las botellas, luz semejante a una alborada, a un amanecer artificial, a
un amanecer de neón. El sol fluorescente está a punto de salir. El pe-
renne crepúsculo siluetea las hileras de botellas, insinuándose crestas
de desiguales cadenas montañosas. Tomo la botella de cerveza. El frío

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y húmedo tacto me place. Aparto el vaso, el vaso le resta frescor.
Mientras doy un largo trago, paseo la mirada por el local. La ilumina-
ción es tenue: azulada y blanca. Domina la penumbra. Apenas hay na-
die. Apostada al otro extremo de la barra, una señora mayor. Parece
sonada. Viste atuendos exóticos. Al fondo, más allá de unas mesas de
hierro forjado, adivino unas cabinas reservadas, ocultas tras verdes
cortinas. Apuro la cerveza. Estoy por pedirme otra. Busco al camare-
ro. En este momento alguien me golpea la espalda y pronuncia:
– ¿Estás solito, cariño...?
La voz me retrotrae a las fórmulas que recientemente he escuchado
en la calle. Casi la acojo con fastidio. Me doy la vuelta. Ante mí apa-
rece un rostro familiar: hermoso, liviano, conmovedor...
No doy crédito a mis ojos:
– ¿Mónica?
– ¿Nando?
– ¿Qué haces aquí?
– ¿Y tú?

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– No me arrepiento del beso que te di el otro día, en absoluto, solo
que prefiero no repetirlo, no estropearlo... (Lo sentí como un mordisco
angelical...), no quiero ir a más, no quiero acostarme contigo... (Ya
entonces comprendí que no pasaría de ahí, el mismo beso me sor-
prendió: suave, tierno, prolongado...) Tus palabras me conmovieron...
(Por supuesto, me hubiera dejado amar de haber insistido, aunque
fuera profesionalmente, aceptando a cambio mi dinero...), no es habi-
tual que un hombre hable así... (Qué hombre no está dispuesto a de-
jarse amar después de sincerarse con una mujer hermosa, después de
improvisar un discurso asombroso hasta para sí mismo, un discurso
resumen y radiografía de su ser, de su alma...) Dirías que sí, que es
habitual... (Qué hombre, en verdad, no apetece y aguarda un desenla-
ce carnal después de desembuchar sus sentimientos e intimidades...),
que anteponen profundas explicaciones, antes de acostarse contigo,
excusando así su visita... (Más aún: qué hombre no arriesga una sin-
cera y apasionada confesión si no es porque al final desea ser seduci-
do, desnudado, amado...), que anhelan una especial compenetración,
que reconocen el resquebrajamiento de sus conciencias, la huida de
sus remordimientos, ofreciéndote el cúmulo de insatisfacciones que
erosiona sus vidas y que es lo que los ha arrastrado hasta aquí, en de-
finitiva, que se valen de ti para destaparlo y descargarse. De ninguna
manera... (¿Vislumbraría tras el espumoso torrente de palabras, es-
pumoso como la cerveza que vertíamos en nuestros vasos, una tácita
confesión de amor?...) Apenas hay un breve intercambio mecánico,
protocolario... (Frente a una mujer hermosa prestando una atención
sumisa y absorta, ¿qué hombre no está, en verdad, disfrazando con
circunloquios una tácita confesión de amor?...), aun revestido de sen-
sualidad, de impostora y ensayada sensualidad... (De un amor incom-
bustible, a ratos atemorizado y lánguido, a ratos envalentonado y
abrasador...), suficiente, no obstante... (De un amor siempre alerta en
presencia de cualquier mujer hermosa candidata a que lo avive, si
bien, probablemente, no será la idónea para alentarlo indefinidamen-
te...), para disipar el embarazo que causa al hombre entregarse a quien
es secreta protagonista de un vicio oculto y para ahuyentar el miedo a
delatarse, miedo íntimo, irracional, al cual, aun doblegado por la luju-
ria, no se le permite un ápice de desahogo sincero por no abundar en

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él, por no sobrecargarlo, por no darle motivos para trascender el mero
ámbito prostibulario... Pocas veces alguien habla como tú hiciste... (A
cambio obtuve aquel beso por el que no hube de pagar nada, y unos
inesperados días de dulce desasosiego, de contradictorias ensoñacio-
nes...), si bien, no será porque generalmente no me preste a escuchar...
(Dentro de mí forcejeaban la escalofriante certidumbre de haberla
hallado en este antro y la benévola interpretación de aquel beso...), a
menudo lo deseo, recompensa que nunca obtengo. Si supieran que pu-
diera no cobrarles nada de halagarme depositando en mí su confian-
za... Claro que, si lo supieran, muchos no pagarían inventándose cual-
quier historia sensiblera y me temo que estoy obligada a rendir cuen-
tas... Pero haría salvedades, cedería a una rebaja o regalaría media
hora o una hora más... Solo que, las almas verdaderamente desoladas
no comparten su infelicidad, no la comparten, al menos aquí dentro,
en este sitio, tras estas cortinas o en las camas aledañas, la callan, la
ocultan bajo un silencio hermético, aquí sólo despachan al torpe bruto
que llevan dentro... (En ese cuerpo que aloja un misterio insondable
por más que a tientas lo profanen...), a la ávida bestia que llevan de-
ntro... (En ese cuerpo estrecho de caderas como bien apuntó un día
Tillo y entonces debí comprender que el peregrino amor platónico
adolescente tergiversa la apreciación escultural del cuerpo femeni-
no...), reponiendo las fuerzas para volver a soportar su infelicidad...
(Equivocadamente restaba importancia a aquellos detalles, cosa que
no terminé de comprender hasta no probar uno, hasta probar el de
Eva, hasta acostumbrarme al de Eva, hasta hastiarme del de Eva y,
sobre todo, hasta perderlo, de donde supe además que, no siendo de-
talles irrelevantes, sí eran soslayables, lo son, lo son si acucia el ar-
dor sexual, los son las peores deformaciones, y por eso una cabra ha
de parecerle al solitario pastor una mujer apetecible...), para hacerla
más llevadera, para soportar a la esposa, a los hijos, al jefe y, sobre
todo, para soportarse a sí mismos, para soportar al falso modelo de co-
rrecto ciudadano en que se han convertido... (¿No estaba el otro día
dispuesto a acostarme con cualquiera, a ignorar mis escrúpulos, a
consentir cualquier fealdad?) O es que, además, no lo dudes...
(Hubiera pasado mi mano sobre cualquier defecto y le hubiera dado
la vuelta, lo hubiera sumado a mi causa, a la causa de un proceso fe-
bril que debía detener, no precisamente con paños humedecidos...),
evitan la posibilidad de una recíproca confesión, pues nada desbaratar-
ía más la fantasía del encuentro que conocer la realidad de la vida que

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se esconde tras la apetitosa chica que les anima remilgadamente a des-
fogarse, cuando ella, en efecto... (¿Qué me detuvo? Un vértigo inespe-
rado, una mezcla de excitación incontrolada y traidora repulsión, la
vista de un paisaje descorazonador sujeto a sus propias reglas, sobre
las cuales el profano apenas tiene conocimiento...), no hace sino pen-
sar en que ya es el cuarto que se tira y está cansada y deseosa de ter-
minar la jornada para darse un baño de agua tibia en el piso que com-
parte con las amigas, o en el de la madre, a quien ha encomendado el
hijo cuya cena espera haya comido enterita, o en el del amigo trafican-
te, a quien por descontado no disgusta su doble vida... (Finalmente,
me detuvo una aparición...) Confesión por confesión es un intercam-
bio que conviene evitar, o sea que... (Una aparición que hoy corrobo-
ra su realidad hablando desatada y trémula más que escuchando pa-
siva y extrañada como el otro día...), si acaso mascullaran algunas pe-
nas, no cabría responderles con las propias, como no quisieras espan-
tarlos revelándoles que el paréntesis de expansión, olvido y gozo que
han venido a buscar no constituye sino un episodio más dentro de una
cadena de hábitos que definen una vida desencantada y sórdida, la
cual, secretamente... (Una aparición a la cual abrí mi corazón, y co-
razón que se abre, puerta que se cierra... al sexo, al menos, a cierta
forma cruda de entender el sexo...), desearía verse sorprendida por
algún acontecimiento singular, acontecimiento que para ellos se com-
prende es tu cuerpo mientras para ti no lo son los suyos, lo que no ma-
nifiestas e incluso haces parecer lo contrario si eres una buena profe-
sional... (Una aparición que creí todo el tiempo irreal hasta que ate-
rrizó sus labios en los míos...) Una buena profesional, lejos de airear
sus sentimientos y emociones, inventa los apropiados según el caso,
extrayéndolos de un pobre muestrario, inventa un piropo, una sonrisa,
un mohín, un jadeo, un orgasmo..., inventa una personalidad enigmá-
tica que hace del deseo sexual el principal punto de encuentro, sufi-
ciente, no obstante, para entenderse aunque nada más tengan en
común, suficiente, siempre que, no abuse del lenguaje, sino más bien
recurra a gestos, a silencios, a sugerencias telegráficas, a miradas dis-
traídas, a parciales destapes de las piernas o los pechos..., es preferible
parecer tontuela y franca antes que avispada y, por supuesto, desme-
moriada, sobre todo si se trata de rostros asiduos o de negligentes des-
lices sobre la vida que llevan de puertas afuera: para momentos de dis-
tensión entre las compañeras dejará el recordarlos y reírse de ellos...
(¿Se reiría de mí?, ¿de lo que yo le conté? ¿Haría un chiste o una

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broma jocosa y obscena con las compañeras? ¿Se compadecería ello,
si fuera cierto, con aquel beso? ¿O fue un beso profesional?) Las pa-
labras ahuyentan al hombre que quiere ser conquistador... (¿No sería
ridículo revelar a las otras que no pasó del beso, aun pudiendo
haberme desplumado?), que quiere ser dominador... (Ni me desplumó
ni, posiblemente, bromeó con las compañeras, lo que convierte el sig-
nificado de aquel beso en un ave escurridiza cuyos picotazos defensi-
vos se combinan con la caricia consentida de su plumaje suave y ater-
ciopelado...), que quiere llevar la iniciativa... (No consigo comprender
su significado, aunque se me insinúe constantemente...), que quiere
elegir y descartar, lo que... (Como mucho logro verificar la impresión
dejada en mi memoria, quizás perdurable por encima de muchos pol-
vos que eché con Eva...), naturalmente, la buena profesional propicia,
no con las palabras... (¿Latirá perenne: deslumbramiento y ceguera,
quemadura y alivio simultáneos?...), no con el abuso de un lenguaje
que podría destapar la fatuidad de la visita, sino con la magia gestual
del prestidigitador que, pareciendo conceder al albedrío la elección
entre varias opciones, lo lleva a escoger la que a él más le interesa...
(¿Y en su memoria? ¿Qué impresión quedará?) No ha de advertir el
truco y, si acaso lo presume o a la sazón comprende que ha de existir,
evitará ahondar en él... (Su memoria ha de ser insensible a una pueri-
lidad como aquella, en medio de un turbulento registro de bocas liba-
doras...), descubrirlo y atajarlo, pues el mismo resultado le persuadirá,
para no estropearlo, para no privarse de reproducirlo en el futuro...
(Hoy sí; hoy, porque aún es reciente, lo recuerda; pero ¿y mañana?,
¿y en el futuro?, ¿qué huella quedará en ese tenue palimpsesto de
carmín rifado por tantos labios?) ¿Qué más quiere de un cuerpo ma-
noseado por muchos?, ¿no es suficiente con exprimirle una peregrina
sensación de dominio, de conquista, de libertad, de gozo de la vida, de
regalo a sus instintos, de locura aliviada, de exilio de sí mismo...?
(También su memoria ha de ser insensible a una fanfarronada como
aquella consistente en subirla en brazos un piso a fin de conducirla al
lecho donde me hubiera estrenado de no ser por una inoportuna rebe-
lión estomacal...) Es un manejo perfeccionado con el tiempo, no
siempre de forma consciente... (Donde me hubiera estrenado sin saber
entonces lo difícil que es aunar en una misma persona la atracción
platónica y la satisfacción sexual...), resultado de un proceso adaptati-
vo frente a los brutos que, si bien no acabarán con la especie porque
peligrarían ellos mismos, podrían acabar con prostitutas aisladas, so-

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bre todo si son débiles, descuidadas, confiadas, el instinto no les alerta
o la astucia no les socorre... (De todas formas, aunque su memoria no
lo registre, algo vería en mí, algún atractivo, alguna particularidad,
aunque sólo fuera porque confió a mis indignos brazos su excelso
cuerpo, en una ascensión sin precedentes...) Podrían subvertir el mo-
tivo de su atrincherada infelicidad, aflicción, dolor... (O es que le pa-
recí un entretenido bufón, un benigno bufón, lógicamente trastornado
bajo su influjo...), revolviéndolo contra una, como el enfermo revuelve
contra el médico la razón y persistencia de sus males, pues, al igual
que este... (En los bufones como yo provocaba un revuelo de senti-
mientos desencadenantes de ridículas reacciones que olvidaría pronto
o a lo sumo reiría con despreocupación e indulgencia...), nos expo-
nemos al mostrenco de turno que arremete furibundo contra la solu-
ción que él mismo ha elegido, y lo mismo que aquél al que desalienta
tamaño despropósito, al punto de considerarlo un fracaso propio, tam-
bién nosotras hemos de recurrir al recuerdo de cuantos curamos
aplicándoles la misma medicina, para así restituir nuestro convenci-
miento en su utilidad, incluso cuando la aplicamos con desgana, fasti-
dio o asco del desfile mórbido de cuerpos desesperados... (Por fortu-
na, a los bufones les quedaba recurrir, para excusar sus bufonadas, a
la diversión, principal deleite de la juventud y fuente de cohesión gru-
pal, pozo donde soterrar el miedo a haber perturbado a la diosa, so-
bre todo si, después de no pasar de tomarla en brazos, dejó creer que
la habían poseído...) Alguna exhibe dotes innatas, tanto que no le
abandonan fuera de las horas de trabajo, frente a cualquier ciudadano
desprevenido que husmea a su alrededor como un cervatillo alrededor
de un cepo. Quisiera arrancarse la invisible telaraña que forman y que
enreda su comportamiento no permitiendo que asome más que un trai-
cionero aire seductor, para no espantarlo, para no espantar al potencial
amigo y, en cambio, despertar al solapado lujurioso que lleva dentro,
al cual, a la sazón, se entrega, entre fastidiada por no haberle podido
sacar nada mejor y esperanzada porque no se trate del sempiterno co-
mercio, bien zanjado con dinero y regalos, bien con promesas y excu-
sas, y se despida sin más, o a lo sumo proponga citarse para repetir
otro día, en cuyo caso ella aprovechará para fijar este sitio como punto
de encuentro y así ultrajar su orgullo al venir a darse de bruces con un
prostíbulo... (Entre nosotros Tillo no pertenecía a la categoría de
bufón, para él la diversión no excluía el ligue femenino en cualquiera
de sus vertientes: mete mano, morreo, foqui foqui...) Inopinadamente

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acaba convenciéndose de que tal es su sino, de que todos sus esfuerzos
por cambiarlo son vanos, de que posee una facultad desalmada que se
activa cuando todo parece enderezarse, de que pesa sobre ella un es-
tigma imborrable o que sólo un salvador milagrero podría arrancar...
(Inmune a enamoramientos platónicos, cataba como el gourmet los
platos antes de aprobar que los sirviesen...) Magdalena debió desear
una aparición tal, al estimarla su única posibilidad de salvación des-
pués de varios intentos fallidos llevados a cabo por su cuenta, si bien,
nunca, y menos una vez rescatada del pecado y emparejada, dejaría de
sentir aquella amenaza autodestructora, así como el pérfido poder que
le otorgaba sobre los hombres y que pudiera usar en su beneficio o,
más bien, en el de aquél a quien amaba y cuya condena se empezaba a
gestar... (Por tanto, parece verosímil el anuncio que hiciera el sensa-
cionalista Daily Fali Telegraph...) Si conviniese en rastrear su infan-
cia hallaría indicios reveladores que el psicoanalista de turno conside-
raría el origen de su ulterior perdición... (Aunque, cuestionaría yo, el
alcance del escarceo amoroso de Tillo, a la vista de mi propia expe-
riencia en relación con diosas del Olimpo...), no por extraordinarios,
sino por la manera de encajarlos, de malinterpretarlos, haciendo de
ellos el arranque de un trauma... (Tillo, por ser el catador oficial y,
sobre todo, por ser un carismático mortal favorecido por dioses influ-
yentes, lo que siempre allana el camino, se comprende que con ella...;
pero Fredi...) Por ejemplo, un padre que asume tareas de madre, que
viste, que arrulla, que arropa, que baña..., y en sus indelicadas manos
hay tocamientos forzosos, en sus toscos abrazos penosos temblores y
en sus babosos besos asfixiantes demoras... (¿Por qué el capullo de
Fredi?), descubriendo en ello, primero, el asco, segundo, la posibili-
dad de usarlo en su beneficio, de chantajear..., lo que, años más tarde,
en la pubertad, le serviría para atesorar más y más, sobre todo si,
además, se valió del descubrimiento de su adopción, hecho a raíz de
una patética confesión de los padres, en adelante adoptivos, la cual, al
punto relacionó con aquellas turbulentas imágenes aparecidas en sue-
ños de niños apelotonados, entre quienes, los afortunados, los no llo-
raban a moco tendido, una pecosa amiguita suya lloraba a moco tendi-
do, recibían la visita de un adulto, en particular, ella, la de una estrafa-
laria señora, quien le susurraba al oído planes de vida en común,
siempre pospuestos para la siguiente visita, más espaciada cada vez,
hasta que dejó de venir y pasó a engrosar las filas de los no afortuna-
dos, a llorar a moco tendido junto a su pecosa amiguita... (Si a ello

222
añadimos el que, según aquella misma fuente periodística, el Daily
Fali Telegraph, había detrás un pasado, da igual si rocambolesco y
sombrío o diáfano y reconfortante, explicando su presencia en una
residencia de mujeres desfavorecidas, desmintiendo que hubiera una
génesis olímpica y sí, en cambio, terrena...), señora que, comprendió,
debía ser, al no serlo la empalagosa mujer casada con el empalagoso
hombre que la sustrajo a aquella pesadilla y de ello se aprovechaba...
(Entonces, definitivamente, era mejor olvidarse y agradecer el asalto
de los retorcijones de estómago, que seguro impidieron posteriores
retorcijones de conciencia...), la madre, la verdadera, madre a la que
por instinto había de ir a buscar, aunque para ello necesitase acusar al
empalagoso señor de violador, desmontando sus últimos intentos de
retenerla, a la par que cerrando el primer episodio de un perverso
aprendizaje de sus posibilidades... (Solo que, más adelante, también
renunció a Fredi...) Madre que encontró gracias a la profusión de tes-
tigos ansiosos de brindarle falsas pistas sobre su paradero con tal de
sacarle un pellizco, un beso, un revolcón..., y que fue lo que la hizo
sobrevolar este mundillo y, finalmente, hallarla metido en él... (¿Por
qué? ¿Qué pasó aquella noche de apedreamiento de cabinas telefóni-
cas y desgaje de semáforos, aquella noche de ostentación ridícula,
aquella última noche que la vi, en la que, tras perderse juntos, Fredi
reapareció sin ella?...), hallarla igual que hoy sigue, anclada a una ba-
rra, vestida para atraer, dispuesta a dejarse poseer por las velludas
sombras que previamente la inviten, aunque, entonces, cuatro años
más joven, lo cual es no ser todavía vieja para este oficio, ufana de su
prevalencia sobre las otras, aún no derrotada y requerida con cuenta
gotas, pongamos que en el apogeo de su celebridad prostibularia y, en
consecuencia, molesta y desabrida con la hija por irrumpir en su vida,
si bien, no dejó por ello de acogerla, de ofrecerle un cobijo paredaño
al lecho donde despachaba hombres y desde el que entre lágrimas oía
los gemidos, si es que no la mandaba a la calle a hacer puñetas... (Al
desaparecer, me arrancó una retrospectiva, intermitente y gradual
nostalgia de divinidad, suscitada ya en tiempos de mis retozos mun-
danos con Eva, a quien en ocasiones conseguía transfigurar, lo mismo
que a perfiles callejeros con vagas reminiscencias suyas...) Producto
de cuyo encuentro descubrió, a costa de angustiosos duelos interiores,
algo fatal: su semejanza con ella, su reflejo de ella, su pedazo de
ella..., a tal punto de reproducir sin proponérselo sus deplorables ma-
neras, en especial en lo tocante al manejo de hombres, de donde adi-

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vinó sus propias dotes, su vocación de puta, la cual asimiló irremisi-
blemente hasta que la madre comenzó a vejarla por seguir sus pasos,
por querer imitarla, lo que la hizo adivinar en ella un escondido des-
precio de sí misma y de la vida que llevaba, contra el cual alguna vez
luchó infructuosamente, ahora sacado a relucir para cortar su trayecto-
ria, la de su pedazo de ella, consiguiendo convencerla para huir de
allí... (Divinidad a esas alturas mancillada, impura..., pero, por con-
tra, sufriente, desconsolada, infeliz..., amenazada por su propia capa-
cidad de fascinación, por su propio brillo incontrolado y pulsante...),
yendo a parar a una residencia dirigida por unas monjitas, a cuyo
régimen disciplinario se sometió y en cuyo seno descubrió la figura de
Magdalena, si bien, a diferencia de esta, más adelante se daría cuenta,
ella no había encontrado a su salvador... (En vano disputada por púgi-
les-amantes que cayeron noqueados al no estar preparados o desco-
nocer la estrategia adecuada para abordarla, se me antojó, sobre to-
do a partir de que Eva sustrajera su cuerpo a mis ardores, asequible,
recuperable, al menos, en lo tocante a su idealización...) Todo lo cual
no es más que un ejemplo de un pasado nada original... (Presumí su
duelo interior, su deriva glacial por entre aguas revueltas, su acorra-
lamiento entre nubarrones de deseo forzosamente sacudidos por in-
temperantes descargas tormentosas...) Lo mismo que lo sería la conti-
nuación: aguardar al hombre de su vida, soñar con él, imaginarse ma-
durar a su lado, fortalecerse, estimarse..., alguien de menor trascen-
dencia que un salvador, de menor categoría, de menor incidencia en la
historia de la humanidad, aunque sí en la historia de su propia vida, un
chico con quien daría poco a poco los primeros pasos en el amor, en
quien, sin saberlo él, depositaría sus esperanzas de reconciliación con
la vida decente, honesta, sana, alguien que acallaría su desprecio de sí
misma, domaría sus facultades innatas, un chico escogido de entre un
grupo de amigos, un grupo al que perdonaría sus travesuras, sus vi-
cios, un grupo en el que se integraría representando un papel de dulce
tontuela, de bella inconsciente, prestándose a inevitables requerimien-
tos que la ayudarían, por ejemplo, con el ligón del grupo, sin llegar
por ello a sentirse una golfa, sino más bien condescendiente, como
condescendiente era con amores platónicos susceptibles de traducirse
en saludable amistad... (Le adiviné una perenne llama de pureza alen-
tando en algún lugar recóndito de su pecho, de donde pudiera partir
un genuino deseo de renovación...), un chico que se incorporaría tarde
al grupo pero que pronto lo lideraría gracias a su ímpetu, a su fogosi-

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dad, a su afán de experimentar la vida, de saborearla al máximo en esa
época donde los sentidos están más afinados que nunca, un chico de
buena cuna, inteligente, adinerado..., qué más podía pedir... (Le adi-
viné una paloma blanca enjaulada en un cuerpo castigado...), un chi-
co que, sin embargo, se transformaría, quizás influido por la misma
relación, o por aquella inquietud convulsiva y acerada, o por aquel
afán de consumo de estupefacientes, cada vez más disparatado con tal
de convertir su vida en un ininterrumpido frenesí... (Entonces, la
añoré profundamente...) La cuestión es que se volvería celoso, ve-
hemente, desenfrenado, compulsivo, prepotente..., explotando esa po-
sibilidad de ser perverso que todos llevamos dentro... (De lo cual fui
definitivamente consciente el otro día, mientras le hablaba, mientras
mis palabras forjaban la llave maestra que abría la caja fuerte de su
alma y la conmovía y a mí me apaciguaba...) Así hasta que, una no-
che, una noche de diversión en grupo, una noche con sus fantochadas,
sus alardes, sus risotadas, sus retos... (Mis propias palabras me apaci-
guaban al descubrir que la elegían a ella para obtener una especie de
perdón...), malinterpretaría una mirada afectuosa y cómplice (Sólo de
alguien así permitiría que me lo concediese...), restregándosela más
tarde, en un aparte, desencadenando una estúpida discusión que resol-
vería con una terrible bofetada... (Obtener su perdón por lo que yo
era, por lo que sentía, por los pesares que arrastraba, por lo que hab-
ía venido a hacer aquí, por estar perdido en la vida...), una bofetada y
una inmediata súplica de perdón, al notar la indignación desatada en
ella, emergida del pozo infecto a donde en el pasado había sepultado
sus miserias, una súplica lacrimosa y soporífera, que ella, naturalmen-
te, desdeñaría, lo mismo que luego, a solas consigo misma, a sus en-
debles expectativas, optando por regresar junto a la madre... (Ser per-
donado por una pecadora, no por una santurrona, perdonado por
quien yo estaba previamente dispuesto a perdonar, a una santurrona
nunca la perdonaría, a una pecadora sí...) A donde vendría a dar
tiempo después aquel chico cuya afectuosa mirada había prendido el
fuego de los celos y removido el genio de un espíritu desquiciado que
no hacía más que salpicar la hez de su soberbia a quienes estaban cer-
ca... De hecho, al sincerársele... (Y lo obtuve, sí; eso significa aquel
beso, aquel mordisco angelical...), comprendió que de alguna manera
había sido también su víctima, por lo cual, después de pensarlo mucho
en su ausencia... (Obtuve su perdón de la forma más tierna posible...),
decidió ayudarlo y así se lo haría saber al verle de nuevo, y no porque

225
él fuera su salvador, tampoco ella era Magdalena, sino porque, al con-
trario que la santa, ella sí sabría solucionar lo que aquella seguro
pensó y calculó muchas veces pero no hizo para evitar la infame con-
dena de su amado usando de su oficio, aunque luego quedara para los
humillantes goces de un Pilatos, un Caifás o un déspota cualquiera, o
fuera repudiada por su mismo salvador... ¿Has entendido lo que me
propongo?

226
– Debería haber llegado ya.
– ¿Le diste bien la dirección? –me pregunta Eva.
– Creo que sí.
– ¡Maldito chucho! –interrumpe furiosa Joaquina. Eva y yo seguimos
la dirección de su mirada.
– ¿Quieres que lo limpie yo? –se ofrece Eva.
– No, deja... –salto rápido de la silla y me dirijo a la cocina a por la
fregona. Antes de pasarla por el charquito, Joaquina me detiene.
– Dáselo a oler primero, a la vez que le azotas el culo, a ver si así
aprende. Pégale sin contemplaciones, faltaría más, después de todo lo
que has limpiado.
Arrastro al altivo felpudo con patas. Patina sobre la losa entre agarro-
tado y perplejo. No se explica el cambio operado en su territorio. No
se explica que el anfractuoso salón, habitualmente poblado de obstá-
culos, se haya transformado en una llanura pulcra y despejada, así
como tampoco la presente recriminación, que igual tiene que ver con
aquel mismo cambio.
– Ese mismo correctivo habría que aplicarle a mi nieta cada vez que
tirase al suelo uno de mis dodotis usados por ella.
– En algún lugar deberá hacer sus necesidades... –apunta Eva tími-
damente. ¿Se refiere a la nieta o al perro?
Recuperada la libertad, el chucho se aleja prudentemente, antes de
sacudirse el miedo y restablecer la calma. De reojo recela de la esme-
rada labor de la fregona, así como del trapo humedecido en lejía que
emborrona la mancha parabólica de la pared.
– ¿Crees que no lo sé? –responde Joaquina a Eva–. Animalito... Solo
que mi nieta debería cuidarlo. No tenía que haberle consentido el ca-
pricho por más que me suplicara. Todo porque la perra de una amiga
se escapó de casa y regresó preñada: que si podíamos quedarnos con
una de las crías, que ella la cuidaría y a mí me haría compañía... Bue-
na maña se gasta la condenada... ¿Hacerme compañía?... A su silen-
cioso deambular le suceden tales andanadas de ladridos dirigidas a
algún invisible vecino, que vaya si me hacen compañía, sobre todo
cuando no cesan durante un buen rato y menos porque yo desde la si-
lla o la cama me desgañite intentando callarlo... Si lo sacara a pasear
de vez en cuando, se desahogaría allí, aparte de acostumbrarlo a no

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diseminar las meadas por toda la casa... Al principio lo intentó, de
acuerdo. Pero pronto se cansó. Mucho trabajo era para ella. Pobrecita:
es que llega tarde y agotada. Buah; ni que viniera de trabajar; ni si-
quiera del instituto: me huele que hace novillos... Eso sí: de chucherías
y mimos bien que lo colma. Más que a la abuela... Ay, si al menos co-
piara tu ejemplo, Fernandito.
Me afano como un verdadero amo de casa. Acuclillado, aplico la na-
riz a la mancha para verificar que la lejía ha impregnado su olor.
– Picaruela... Sé que en el fondo me quiere. Aunque no estaría mal
que lo demostrara de vez en cuando, no sólo con engañifas y camelos.
Comprendo que preferirá que no le regañe, aunque no veo por qué le
molesta, si al fin y al cabo siempre consigue lo que quiere y hace lo
que le viene en gana.
De mí no consiguió que la invitase a fumar tabaco. Lo intentó
mostrándose sugerente y tentadora, dando a entender que tales expe-
riencias, a sus catorce años, no le eran ajenas, de donde yo no debía
sentirme un pérfido inductor al vicio. Consiguió ablandarme, pero no
que cediera, así que mudó su actitud, mostrándose bobaliconamente
ofendida. Al otro día, trajo tabaco de la calle y fumó con ostentación
delante mía y a espaldas de la abuela, demostrándome así mi ridícula
adhesión al bando de los adultos cautelosos. Por último, probó a son-
sacarme si había probado el hachís y, como estaba segura de que sí,
sugirió que debía invitarla, a no ser que no me importara que se expu-
siera a algún desalmado traficante.
Renuevo el agua del cubo para escurrir de la fregona todo resto de
orina perruna y dar al suelo una última pasada.
– ¿Acaso cree que disfruto regañándole? Más me duelen a mí sus be-
rrinches que a ella. Repercuten en mis huesos, en mi cuerpo viejo y
enfermo... –Profusamente cubierta de trapos lanosos y coloridos, post-
rada en la silla de ruedas, cabría suponerlo voluminoso y blando, sien-
do más bien enjuto y reseco–. A veces me tienta proceder como hubie-
ra hecho don Ignacio de haber mantenido a una holgazana. Pero co-
rren otros tiempos; la disciplina de entonces no se concibe hoy; no ca-
be aplicarla como no quieras correr el riesgo de propiciar la pérdida de
respeto y el pasotismo. No les asusta acabar en la calle, siendo hoy el
mundo de ahí fuera una ciénaga infecta llena de peligros.
Procedente de ella frecuenta su casa un bicho portador de juveniles
afecciones, un bicho acaso inofensivo ya, pues con él la nieta juega

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entre curiosa y atrevida, y, como cuando del mismo modo azuza a su
chucho, sólo logra extraerle un ridículo gruñido.
– Más temíamos antes que nos echaran de casa. Probablemente en
exceso; vaya usted a saber si no era un temor inducido conscientemen-
te, para así mantenerte firme y sometida. Detrás de aquella aparente
calma de don Ignacio se presentía la posibilidad de un repentino cam-
bio de humor; su porte aplomado y magnánimo pudiera torcerse en
cualquier momento, por cualquier pequeñez: derramar la sopera, no
tenerle el agua del baño a la temperatura adecuada..., lo que le arran-
caría una solución extrema, de la que pudiera más tarde arrepentirse,
pero no retractarse. La señora y los señoritos contribuían a enrarecer el
ambiente, a propiciar la sensación de que planeaba sobre ti la fatal ex-
pulsión. De todas formas, aunque su gesto no desaprobaba los capri-
chosos y despiadados regaños de los otros, tampoco llegaba a crispar-
se como para dar la orden de despido. Entre el servicio referían las que
diera en el pasado, confirmando que también a ti podía llegarte la
hora. En verdad, yo nunca presencié ninguna, de donde más adelante
me he preguntado si no serían invenciones astutamente deslizadas pa-
ra instaurar un régimen de miedo y obediencia. De alguna manera es-
tas familias eran el trasunto del régimen político de entonces. No soy
ninguna experta, pero a veces ocurre como una traslación de la forma
de gobierno a los hogares, de donde se tiene, en aquel tiempo, aquel
inducir el miedo como parte de una estrategia de dominación y some-
timiento. Miedo, justificado o no, pero real cuanto desbarataba la pre-
tendida armonía y felicidad en que se vivía. Así que, no me arriesgaba
yo a meter la pata, era cuidadosa, me afanaba febrilmente, admitía la
esclavitud como única alternativa y, todavía, procuraba ser agradeci-
da, lo que, frente a don Ignacio, se traducía en alabar su cordura y
magnanimidad, aunque fuera de pega. Y como la señora me levantase
la mano..., pues muy amable de su parte. Y como los señoritos me
humillasen..., pues muy generosos de su parte... A lo sumo me reportó
una ventaja: aprender a ser sufrida. Ni la mitad soportaríais los jóve-
nes de hoy día. A mi nieta todas sus ínfulas de niña consentida se le
habrían quitado. Ya quisiera yo haberla visto en aquel ambiente.
Me atrevo a imaginarla en aquel espacio señorial, vestida de unifor-
me, abnegada y hacendosa..., y no casa. En todo caso, sólo si se hubie-
se ganado la simpatía de los señoritos dándole a fumar tabaco a es-
condidas, o la complicidad de la señora estimulándole morbosos apeti-
tos extraconyugales durante las sesiones de tocador, o la sumisión de

229
don Ignacio dejándose sorprender por él cada vez que comprobara la
temperatura del agua introduciéndose en ella semidesnuda.
– No es que aquello me parezca bien, en absoluto, tanto lo padecí
que no dudé en casarme con tal de escapar. Pero al menos no se habría
convertido en la mocosa rebelde que es hoy. Valoraría más el techo
que tiene, la comida que no le falta, los estudios que se le ofrecen, en
definitiva, la libertad de que disfruta para poder elegir la vida que
quiera, en vez de que le venga impuesta por las circunstancias. Por
contra, abusa de esa regalada libertad, la usa para degenerar, unirse a
malas compañías, despreciar la comida, los estudios, callejear como
una golfa... Vaya si no. Es una descocada y cualquier día me la pre-
ñan, mismamente como a la madre de su querido chucho.
Si no don Ignacio, hombre casto, a pesar de celebrar secretamente la
técnica termoreguladora del agua de la tentadora criada, más de un se-
ñorito cataría aquellas mieles, para a continuación despreciarlas, sobre
todo si adolecían de una inesperada fecundidad. Más de una se mar-
charía a través de caminos desiertos con el barrigón a cuestas y una
generosa aunque humillante propina en el bolsillo, así hasta alcanzar
la gran ciudad, en donde el único medio de subsistir sin que le pesara
aquel lastre sería la prostitución. La criatura alumbrada crecería en un
ambiente del que difícilmente podría evadirse en el futuro, ocurriéndo-
le, el día menos pensado, ya mayor e incorporada al oficio, otro tanto
como a la madre, solo que, esta vez, más práctica, abandonaría al hijo
en un orfanato... Vaya. De esta curiosa manera, enroscando el espacio-
tiempo, he explicado el probable origen de la madre de Mónica. Con-
cretamente, he convertido a la nieta de Joaquina, trasladada a aquellos
tiempos, en la abuela de Mónica.
Tras haber concluido la escaramuza limpiadora he advertido virutas
de cal en las inmediaciones del borrón de lejía y orina, sobre el roda-
piés y la losa, seguramente, de mis concienzudas frotaciones. No pue-
do ignorar esta flagrante delación de un trabajo imperfecto, así que
acudo a la panoplia y cojo el armamento pertinente.
– Está irreconocible... –comenta jocosamente Eva, advirtiendo mi
destreza con la escoba y el recogedor.
– ¿Pero no habías terminado ya? –me amonesta cariñosamente Joa-
quina.
– Es que he debido frotar con demasiada fuerza y ha caído un poco
de cal.

230
– Si es lo que yo digo. De ti debía aprender mi nieta. Ya me gustaría
verla doblar los riñones alguna vez... Además, no hay nada como em-
plearse con cariño, con amor... –Joaquina se pone sentimental, se le
quiebra la voz... – Nunca es igual que trabajar por obligación. Sólo así
se comprende que hayas limpiado y ordenado toda la casa: el salón, la
cocina, el cuarto de baño... Daba asco. Parecía que la porquería fuera a
comerme, no hacía más que crecer y acumularse, me veía como aco-
rralada en un vertedero. No sabéis la impotencia que se siente cuando
una no puede valerse por sí misma. Acabas comprendiendo que no
eres más que un estorbo y, para eso, más valdría morirse... –gimotea.
– ¿Quieres no hablar tonterías, Joaquina? –le reprende cariñosamente
Eva, a través del enrejado de dedos artríticos que ha ocultado su ros-
tro.
– Tú también eres muy buena, Eva, no creas que me olvido de ti. Los
dos sois estupendos. Qué pena que no seáis novios... –Eva y yo nos
cruzamos una fugaz mirada, entre divertida y evocadora–. Para que
luego digan que la juventud de hoy no vale un comino.
El suelo no estaba todavía seco y, al pasar la escoba, he formado una
mancha de suciedad mezcla de cal, humedad y polvo salido de la es-
coba, que no consigo sino estropearla más conforme intento lo contra-
rio. Eva advierte mi zozobra.
– Tienes que esperar a que se seque del todo antes de pasar la escoba.
– A buena hora.
– Torpe. Si hubiera que revisarte la limpieza que has hecho... Espera,
no sigas, que lo vas a empeorar –acude a socorrerme–. ¿Dónde pusiste
el cubo de la fregona?
– Nada hay que revisarle, Eva –salta Joaquina en mi defensa–. Bas-
taría la buena voluntad que ha demostrado. Es cuestión de educación.
Él la ha recibido y eso se nota.
Educación... La siento como un comportamiento inculcado en el
tiempo en que no era consciente de su intención. La saco a relucir de
vez en cuando, no sin esfuerzo, por conveniencia, por pasatiempo o
por algún motivo que me pasa desapercibido.
– La educación sirve para no permanecer impasible ante las calami-
dades que sufren personas inválidas como yo, para conocer la manera
de paliarlas, para, por lo menos, no agravarlas. La educación es el
vehículo para saber encauzar los buenos sentimientos. Aunque los
tengas, si no la has recibido, serán inútiles, infructuosos. Por eso no se
los niego a mi nieta, los buenos sentimientos, digo, solo que los des-

231
perdicia y malogra, transformándolos en tiránicos antojos y taimados
embelecos. Ahí mi Antoñito debería haberse esmerado más.
Eva me hace un guiño para que me acerque mientras coge agua del
cuarto de baño. Algo quiere decirme. Imagino de qué se trata. El cho-
rro modula su habla queda para que Joaquina no se entere.
– Igual le ha ocurrido algo... –su preocupación por Mónica es since-
ra.
Joaquina continúa en el salón su monólogo rememorativo.
– Mi Antoñito siempre fue un carácter débil. No importa que partici-
para en revueltas juveniles, eso no significa nada. Tanto peor: el exce-
sivo idealismo acabó perjudicándolo cuando tuvo que ganarse el sus-
tento.
– ¿Seguro que no corría peligro? –Eva regula el grifo para que el
agua salga despacio y el cubo tarde en llenarse.
– Aparte de que indirectamente implicara a su madre, o sea, a mí.
Jamás olvidaré el episodio del abogado para conseguir sacarlo de la
cárcel. Eso sí, yo: chitón. Me iré a la tumba sin contárselo, aunque jus-
to sería que supiera por lo que hube de pasar.
– Como Fredi le haya descubierto la grabadora es capaz de matarla.
– No exageres. Será más bien que tarda en sacarle la confesión... –el
chorro exhala unas burbujas al sumergirse en el agua acumulada en el
cubo.
– La esposa sí era un carácter fuerte, más acusado con los años, con-
forme él se ablandó. Ella sí sabía educar a mi nieta. Debió compene-
trarse mejor con ella en este asunto, en vez de desentenderse porque le
pareciera demasiado estricta; en vez de comenzar a codearse con el
vino...
– No debiste meterla en esto –Eva cierra el grifo.
– Ya discutimos eso.
– Si al menos la bebida le hubiera insuflado cierto temperamento...
Al contrario: lo volvió un ser sonámbulo, sordo a los reproches, des-
ilusionado, flojo...
– El testimonio del dueño del chalé villa Carlota confirmando que
Fredi se colocó al volante y el mío desmontando la pasada declaración
de Piqui, deberían bastar.
– No seas ingenua. Nada será tan valioso como sacarle una confe-
sión. ¿Es que has olvidado que era lo que tú proponías, lo que tu ami-
go el detective aconsejó? –abandonamos el cuarto de baño sin dejar de

232
susurrar, sin dejar de asegurarnos que Joaquina no escucha nuestro
diálogo.
– Parecía erigirse en el símbolo de un idealismo derrotado, cuando ni
siquiera había sido uno de sus valedores. Como él hay toda una gene-
ración perdida. Atascada en un pasado del que le enorgullece haber
corrido delante de la policía o haber pasado unos días en la cárcel,
ridículas aportaciones si luego no han servido para mejorar la marcha
del país, rendir y ser constante en el trabajo o sostener una familia con
dignidad.
– No es mi amigo, es del guitarrista... No, no lo he olvidado. Como
tampoco que antes despreciabas esa solución, no importándote volver
a la cárcel, y ahora, desde el momento en que es Mónica quien se ex-
pone, has cambiado de parecer. ¿No serás un cobarde?
– No le tengo miedo a Fredi, y me sigue importando un bledo que me
encierren; solo que ya no tanto que ese cabrón quede impune. Te re-
cuerdo que las probabilidades de éxito no serían las mismas. Fredi no
me dejaría ni acercarme, mientras que de Mónica no ha de sospechar,
pues no se ven desde que rompieron la relación y eso fue antes del
atropello, el juicio y todo eso... –a la fregona diestramente dirigida por
Eva se adhiere la mezcla de cal y polvo que yo he propiciado.
– La esposa hizo muy bien abandonándolo. Bastante paciencia gastó
con aquel pellejo de vino ambulante, entregado, más adelante, a las
golfas, para como mucho alternar con ellas, pues dudo que diera de sí
para otros menesteres.
– ¿Es que no temes por ella?
– Pues claro. Pero ya intenté convencerla antes de hablar contigo... –
atendemos a la acción de la melenuda fregona procurando darle la es-
palda a Joaquina.
– ¿Y sabéis quién se aprovecha hoy de ello?
– Quizás no le insististe bastante.
– Ya te expliqué que me anunció su decisión inesperadamente, dijo
que no sólo lo hacía para ayudarme a mí, sino también para ayudarse a
sí misma –el agua del cubo adquiere una turbiedad blanquecina.
– Mi nieta. Pues no creáis que los hijos de padres separados salen
siempre perdiendo. Al menos los que son como mi nieta, salen benefi-
ciados. ¿Sabéis por qué? Porque aprenden a explotarlos a los dos. An-
da que no tardó en decidirse a vivir con su permisivo padre, y ello, sin
perder el contacto con la madre, sobre todo si necesita renovar su ves-
tuario o cosas así.

233
– No entiendo nada –Eva da nuevas pasadas de fregona.
– Es complicado de explicar.
– Ahora que, yo le canto las cuarenta si es preciso. Aunque me fallen
las fuerzas. Esperaos a que aparezca y lo comprobaréis. No permitiré
que estropee lo que ha quedado tan limpio y ordenado.
– Más complicado me parece reanudar la relación con un antiguo
novio para sacarle y grabar una declaración que sirva para condenarlo
por homicidio.
– Aun así, lo conseguirá –la fregona remonta el rodapiés.
– No me hará mucho caso, claro está; pero no estará de más que le
indique unos cuantos modales, aprovechando el ejemplo que dais.
– Pareces muy seguro de ella. Sospecho que siempre te ha gustado,
¿no es así? –pongo mala cara–. Perdona. No tengo ningún derecho a
preguntarte. Es que no sé quién es más raro de los dos.
– Sólo creo conocer algunos aspectos de su personalidad... –la frego-
na abarca una extensión que no había sido afectada por el orín perru-
no.
– Habéis demostrado que la educación, el respeto, la compasión..., no
son nociones extrañas a los jóvenes de hoy en día.
– De todas formas, por lo que tarda, casi deberíamos ir pensando en
no contar con esa prueba... ¿Verás a tu abogado antes del juicio de
mañana?
– Esta tarde se pasará por mi casa y pienso restregarle la grabación
por toda la jeta –la melenuda fregona se chapuza una vez más en la
turbia charca.
– ¿Me oís? ¿Habéis terminado ya?
– A él y a mi madre.
– No eches todavía las campanas al vuelo. Trae mala suerte.
– Escúchame, Eva. ¿Te parece que me sentéis en el sillón? Me duele
el trasero de permanecer en la silla.
– Un segundo, Joaquina, ya terminamos. ¿Has visto, Nando, cómo se
hace? –Eva eleva la voz para disimular–. Si pasas la fregona con cui-
dado, consigues atrapar los restos de cal y suciedad. No era necesaria
la escoba. ¿Ves? Ya está.
– Desde luego, sois estupendos. Vais a dejar la casa reluciente. No
importa que en última instancia os haya animado la amiga que estáis
esperando. Aquí se ven aquellos valores aprendidos, puestos de mani-
fiesto.

234
Admito que la cita con Mónica ha sido lo que me ha decidido a orde-
nar y limpiar toda la casa, aunque, también es verdad, Joaquina se lo
merecía.
Dejamos la fregona en su cubil y evitamos pisar la resplandeciente
losa al regresar junto a Joaquina.
– No sé si será la úlcera, pero me parece resistir menos tiempo senta-
da en la silla. ¿Cómo me la viste, Eva, al ponerme la crema?
– Mucho mejor.
– Dudo que tanto embadurnarme sirva de algo.
– Eso, y que no sufra presión la zona afectada.
– Pues no sabes lo incómodo que es dormir siempre de lado en la
cama y reposar en la silla sobre el cojín de silicona. ¿Podría prescindir
de él el tiempo que esté en el sillón?
– Ya empezamos. Te lo he dicho mil veces. ¿Es que quieres que se te
infecte?
– Está bien. No insistiré. Fernandito, anda, ten, retírame toda esta ro-
pa –me entrega el par de finas mantas que cubre su regazo, así como
una toca de suave hilo.
– Ahora emparejad la silla al sillón. Preparaos para la operación. Co-
locaos uno a cada lado –nos dirige como si fuera la primera vez que lo
hiciéramos–. ¿Listos?
– Listos –confirma Eva.
Nuestras posiciones son simétricas. Ambos tomamos de la mano y
brazo a Joaquina. Me sorprende, una vez más, la suavidad de su piel
rugosa.
– Una, dos y... tres –. Joaquina queda en pie. Corregimos un ligero
desequilibrio, antes de girarla para aterrizarla en el sillón. En este
momento suena el timbre.
– Será ella –supone Eva.
El chucho reacciona como si le hubiera entrado un ataque de pánico.
Al pasar disparado por encima del fregado, derrapa y vuelca. La prisa
por sobreponerse y reanudar la carrera le lleva a caer un par de veces
más, antes de superar la deslizante trampa.
– Sentarme ya –la voz temblorosa de Joaquina acusa el esfuerzo de
mantenerse erguida, aun nuestra función de muletas.
– Aguanta un poquito más –le pide Eva, mientras, alargando un bra-
zo y sin descuidarla con el otro, traslada el cojín de silicona de la silla
de ruedas al sillón. La movemos con cuidado; una zapatilla se des-

235
cuelga del pie; el rostro dibuja una mueca de dolor; la inclinamos des-
pacio. Resopla de alivio al finalizar la operación.
– Anda, corre a abrir... –me ordena Eva, que se queda devolviendo la
zapatilla al pie y las mantas al regazo.
Sorteo el fregado reparando en las huellas de pezuña y en los pelos
plasmados por el accidentado chucho. Ha vuelto a estropear el trabajo
anterior. Con disgusto lo aparto de las inmediaciones de la puerta.
Abro y aparece la nieta de Joaquina.
– ¡Hola, Nando!... –pronuncia seductoramente, pellizcando un nudo-
so chicle con los dientes–. Me alegro de verte. ¿Qué ocurre? ¿Espera-
bas a otra? Por la cara que pones... ¿Es que no soy lo suficientemente
mayor para ti? Ya he aprendido muchas cosas... –profiere intenciona-
damente, entornando los ojos–. Ajá, aquí está mi fiel Roni. Tú sí me
quieres. Muah, muah... –aupando en brazos al chucho, permite que le
propine unos lengüetazos en la tersa barbilla. A continuación, hacién-
dolo a un lado para que no oiga nuestras confidencias, me susurra: –
Luego he de mostrarte una cosita... –noto su aliento afresado. Entra a
saludar a Joaquina.
Mientras cierro la puerta, me fijo en su andar exagerado, en su mini-
falda vaquera, en sus leotardos a rayas rojas y naranjas, en sus dos ru-
bias coletas apuntando hacia atrás como las antenas de un caracol.
– Ahí, va. ¿Qué ha ocurrido aquí? ¿Por qué está todo tan limpio?...
¿Qué tal, Eva? ¡Hola, abuelita!... –al ir a plasmarle un beso, Joaquina
hace un aspaviento apartando al perro.
– ¿Quieres soltarlo antes de acercarte a mí, Sandra? –gruñe–. Te ten-
go dicho que...
– Está bien, no te enfades, abuelita. Vaya recibimiento.
El chucho se despereza al volver al suelo, parece recuperar la autori-
dad perdida en su profanado territorio ante la presencia de la dueña.
Con la mirada abarca el despejado suelo calculando por dónde comen-
zar a estropearlo. Le atraen los zapatos que Sandra se descalza tras be-
sar a Joaquina y sentarse a su lado, de manera que, tras olisquearlos,
juega a brincar alrededor de ellos como si estuviesen vivos.
– ¿Es que va a venir alguien importante, abuelita? Si no, no entiendo
el cambio que ha dado esto.
Sandra pasea la mirada por el desconocido salón y el extremo del pie
derecho, enfundado en el leotardo, por la mesa, comprobando la in-
sólita ausencia de polvo.

236
– Increíble... –sanciona trayendo hacia sí el pie y verificando que no
le ha quedado marca de suciedad–. Supera la prueba del algodón. Pen-
saba que entre los cometidos de Eva no estaba la limpieza.
– Y sigue sin estarlo. Ha sido Fernandito –aclara ufana Joaquina.
– ¿Tú, Nando? –su rostro vivaracho adquiere una perplejidad inédi-
ta–. ¿Tienes fiebre o algo por el estilo?
– Eso es lo que deberías hacer tú –le aclara Joaquina–. Limpiar de
vez en cuando. Por lo menos, no ensuciar. Le debes un respeto a tu
abuela y este empieza por mantener la casa en condiciones habitables
y no convertida en una pocilga.
Sandra recibe el discurso de Joaquina con simpático desdén. Retre-
pada en el sillón, me atraviesa con una mirada risueña a la par que
juega a estirar la goma del chicle con los dedos. Eva hace un mohín
burlón, entreteniéndole su actitud hacia mí. Me sustraigo a la escena
dirigiéndome a la cocina para enarbolar una vez más la fregona. Estoy
dispuesto a hacer una demostración práctica, dando cuenta de la los
pelos de perro y las huellas de pezuña.
Durante este corto trayecto me asalta el temor por Mónica. La apari-
ción de Sandra en su lugar ha mermado la seguridad que mostré ante
Eva. Hasta ese momento sentía mi espíritu extrañamente henchido. No
concebía su fracaso. Ahora comienzo a dudar. Intento ser positivo,
convencerme de que sabrá manejar a Fredi... Aunque no me permitió
indagar sobre cómo lo haría es evidente que partía con la ventaja de
haber sido ella quien rompió la relación tras encajar la bofetada y ne-
garle el posterior perdón. Desbaratando con habilidad el resentimiento
que haya anidado en él, conseguirá recuperar su confianza y, de ahí a,
distraídamente, sacarle la verdad sobre el atropello... Si graba la con-
versación, ese cabrón tendrá su merecido. Por supuesto, yo también
saldré beneficiado: me libraré de la cárcel... Pero, ¿y ella? ¿Qué sacará
ella de todo esto? Ya me lo explicó y, sin embargo, no sé si lo entendí.
Hay que estar en su pellejo para comprenderlo, haber llevado su vi-
da... ¿Logrará superar su pasado?, ¿salir de la prostitución?, ¿sacar de
ella a la madre?, ¿tener más suerte con otro chico?
Vuelvo a enfrentarme a la losa. Manejo esta vez la fregona recordan-
do las indicaciones de Eva. Por mucho que me esfuerce, no me libro
de cierta tosquedad en comparación con ella. Me pregunto si las muje-
res tienen una habilidad innata. ¿Será esta una curiosidad machista?
De pronto un chicle golpea mis pies.

237
– ¡Fernandito, no recojas eso! –ordena Joaguina–. ¡Sandra: levántate
ahora mismo, ya está bien! Vas a empezar a comportarte. Ve por la
escoba y el recogedor... –por más que la abuela se enfurezca, la nieta
no deja de divertirse.
– Deja que lo recoja él, abuelita. Está tope atractivo.
El chucho ha seguido la trayectoria del proyectil y a punto está de
llevárselo a la boca de no pisarlo yo con la fregona.
– Encima que ha limpiado la meada de tu perrito. Deberías sacarlo a
la calle para que no hiciera aquí sus cosas.
– Pobrecito, Roni, nadie le quiere... Está bien, abuelita... ¿Dónde está
la escoba, Nando? –salta ágilmente del sillón y al pasar por mi lado
me guiña para que la siga. Descalza, sobre los leotardos, ejecuta unos
hábiles movimientos de patinadora. Al alejarme de la fregona, Roni
mete el hocico entre sus greñas y se hace con el chicle.
A solas en la cocina no tarda en sacar del bolsillo, haciendo un
ademán juguetón, un plastiquito trasparente que envuelve una pequeña
porción de hachís.
– ¿De dónde has sacado eso? –le pregunto perplejo.
– ¿Qué te parece, Nando? ¿Nos lo fumamos? –sugiere–. Tengo unas
ganas locas de probarlo. Anda, líate uno, seguro que sabes...
Siento un angustioso embarazo que resuelvo poniéndome serio, asu-
miendo un paternalismo que me resulta extraño.
– ¿Dónde lo has comprado?
– ¿Acaso es de mala calidad?
– Es, sencillamente, peligroso acercarse a los traficantes.
– Era un chico normal y corriente, como tú, ningún chusma. Estaba
tranquilamente fumando con un amigo. Me acerqué a él para pregun-
tarle dónde podía comprar y en vez de enviarme a nadie me dio este
poquito. De lo que fumaba en ese momento quiso pasarme unas cala-
das, pero lo rechacé. Prefiero estrenarme contigo, ¿sabes?
No hago caso de su insinuación.
– ¿Dónde fue eso?
– ¿Qué más da?... Está bien, hay que ver cómo te pones... En la pla-
za...
Siento un terrible presentimiento.
– ¿Era un chico de mi edad, alto, moreno, el pelo crespo, la nariz
grande?...
– Así es. ¿Lo conoces?

238
Suena el timbre de la puerta. Sacudo la cabeza para despejar mi atur-
dimiento. Al dirigirme a abrir le arrebato bruscamente de las manos la
piedra y me la guardo. No protesta.
Mientras abro, ella acude a socorrer a su perro, que se ha atragantado
con el chicle, de ahí que haya descuidado sus funciones de guardián.
Tampoco se trata de Mónica. Es una señora mayor, emperifollada,
coloridamente astrosa, cuyo semblante aparece compungido, temero-
so, alelado.
– ¿Fernando? –pregunta cortésmente.
– Sí, soy yo.
Un instante antes de identificarse intuyo de quién se trata: la imagino
en un antro penumbroso, alumbrado por una tenue luz azul, apostada
en la barra, ante una copa, fumando, aguardando el abordaje de algún
cliente añoso como ella.
– Soy la madre de Mónica.
De un bolso de cuero blanco saca parsimoniosa una cinta.
– Me pidió que te trajera esto.
– La esperaba a ella. ¿No ha podido venir?
Después de fijar una mirada remota en mí, hace una mueca de dolor,
contrae el rostro, llora.
– ¿Le ha ocurrido algo? –pregunto alarmado.

239
240
Ha podido matarla. Debió ser una paliza horrible, intento no imagi-
narla, no mortificarme. Ella quiere que lo olvide. Hemos logrado
nuestro propósito: está cogido por las pelotas. Sí; lo está. El abogado
me lo ha confirmado esta tarde antes de acercarme al hospital, mi ma-
dre estaba presente, ambos escucharon pasmados la grabación. Era la
voz de Fredi, voz comedida al principio, luego confiada y, por último,
desatada y jactanciosa. Cuando terminó de desembuchar recuperó la
compostura, mostrándose calmosamente suspicaz. Le había excitado
su propio relato, su febril desahogo no exento de sinceridad, de hecho,
era enteramente cierto, de ahí que a continuación le pusiera precio. La
chica que lo había propiciado debía justificar su curiosidad. Mónica
debía justificar su curiosidad. La grabación se corta donde él comien-
za a acosarla, a increparla. Mónica estuvo hábil para evitar que le des-
cubriera la grabadora. Luego la madre me llevó la cinta a casa de Joa-
quina, mientras ella quedaba en manos de los médicos...
No he querido forzarla a que me refiera los detalles, respeto su deseo
de olvidar. Tiene razón. Lo importante ahora es su salud, recuperarse
de la operación, esperar a que la pleura cicatrice por el lugar donde la
costilla dañada la ha rasgado. La pleura es la membrana que envuelve
el pulmón, según me ha explicado, no sabía hasta ahora que tuviéra-
mos tal cosa. Me lo ha explicado como si fuera una experta doctora.
Parecía animada.
Me alejo del hospital. Lo contemplo a mi espalda un instante: solem-
ne, mastodóntico. En sus inmediaciones se sucede un goteo de perso-
nas con semblante preocupado. Es un coloso que sorbe vida, la buro-
cracia preliminar del más allá. Los funcionarios que administran las
prórrogas acuden al bar aledaño, embutidos en sus livianos uniformes.
Los ventanales semejan ojos vueltos hacia el interior. La cuarta planta
es donde está Mónica.
Le preocupaba que no sirviese la grabación y le he contado la honda
impresión que ha causado al abogado esta tarde. De todas formas con-
sultaría a un experto en acústica forense para asegurarse. Servirá para,
a mí exculparme en el juicio de mañana, a él encausarlo. Fredi es
quien atropelló a aquel hombre, no yo. Él quien conducía.
Tanto el abogado como mi madre advirtieron que algo sucedía a con-
tinuación. La grabación se interrumpía en un momento dramático, la
interlocutora corría peligro. ¿Qué le pasó? La madre de Mónica me

241
advirtió su deseo de ocultar el desenlace. Mi propio desconcierto y ra-
bia me ayudaron a guardar silencio tras la escucha. Tan sólo proferí
que quedaba demostrada mi inocencia, en un tono herido y acusador.
Mi madre y el abogado también tenían su parte de responsabilidad en
el desenlace sobreentendido y no estaba yo dispuesto a aliviar su cons-
ternación. Todos hemos contribuido a que lo pague Mónica. Aunque
se ha salvado por los pelos, aunque se sienta satisfecha por la misión
cumplida, no cabe ignorar que podía haberse evitado de haber sido
Fredi acusado desde el principio.
Además es preferible evitar hipócritas demostraciones de indigna-
ción recurriendo a estúpidas compensaciones. Pues qué otra cosa sabe
hacer un abogado sino consultar el manual pertinente y extraer de ahí
otro cargo que contrarreste el presente descuido. Evitémosle que finja.
Que finjan él y mi madre. Para ellos la ley es la salvaguarda de sus
conciencias, para la sociedad en general. Manuales atestados de artí-
culos cifran las compensaciones en años de cárcel o indemnizaciones.
Es como el juego de asociar flechitas entre los elementos de dos con-
juntos, en uno, los delitos, en otro, las penas. En uno, léase maltrato,
tentativa de homicidio u homicidio imprudente, en otro, indemniza-
ciones o años de cárcel. Hay que, por un lado, contemplar las magu-
lladuras de quien ha recibido la paliza, detener la inútil reconstrucción
imaginaria del rostro desfigurado, compartir su indefensión, detestar
los tubos que penetran en el cuerpo como sanguijuelas consentidas y,
por otro, vivir el encierro de una cárcel, para darse cuenta de que no
está compensado. A lo sumo queda, allí dentro, la posibilidad de una
justicia providencial, salvaje y drástica, ejecutada por quienes no su-
ponen ningún sentido a sus actos. Lo cual significa que pudieran vapu-
learlo entre varios, qué se yo, por el simple hecho de querer despojarle
de unas zapatillas de deporte o de un reloj y, de esta forma brutal, re-
cibir su merecido.
No obstante, esto es un consuelo cobarde y estúpido. Por no decir
prematuro e ingenuo, pues aún puede salirse con la suya o, en caso
contrario, amoldarse a la vida carcelaria y sacarle algún provecho.
Fredi es de los que aprenden rápido a conchabarse con el mal. Es frío
y calculador, aunque le traicione el mal genio. Comprende rápido la
actitud más propicia y ventajosa. No dudo que, para empezar, use al
propio padre para sus fines, que lo manipule, lo engañe, represente el
papel más de acuerdo con la finalidad de explotarlo. En verdad no es
ya su hijo, sino el prototipo de hijo ideal para embaucarlo sin que sos-

242
peche su perversidad. Nada como atraerse a un empresario rico, fuera
de, por ser padre, tenérselo ganado de antemano. Basta que le asegure
que es inocente, aun reconociendo compungido que no debió prestarle
el coche al amigo, para tener a su disposición al mejor abogado.
Aprende pronto las estrategias del mal, su lógica implacable. Soborna,
si es preciso, a un amigo, a Piqui, con dinero, costo o su simple amis-
tad dadivosa, para que invente un testimonio favorable. Él mismo
miente ante el juez. Parece que esto último les quedó al fin claro a mi
madre y al abogado. El intachable niño de papá cometió perjurio.
Los haces de luz provenientes de coches, farolas, escaparates..., se
entrecruzan fustigando mi andar pesado y cabizbajo. Las calles se so-
lapan mostrándome el camino. Las encrucijadas descorren su frenético
tránsito cerrándose tras de mí conforme obedezco su feria de indica-
ciones. Semáforos, señales..., me orientan dentro de este abigarrado
laberinto. Comprendo hacia dónde me llevan.
Recapitulo. El niño cabraloca de papá de pronto comete un error, de
tantas veces como lo pasó rozando, pero en absoluto se amilana, sino
que lo elude astutamente y hasta consigue disfrutarlo endosándoselo a
otro. A la vista del éxito se crece, saborea el placer del mal, bajo cuyo
poder experimenta una insana libertad. A solas, incluso, rememora la
sensación de haber matado a un hombre y haber salido impune: aquel
excitante horror concentrado en el bulto visto a través del espejo re-
trovisor después de haber sentido el golpe, golpe seco, fláccido, in-
forme, tangible: una vida vulnerable y compleja dentro de su recipien-
te de carne cercenada así de fácil, por la máquina amiga y cómplice
que apenas sufrió un rasguño. Toda la regocijante emoción de aquel
instante rescatada para disfrute propio desde el momento en que es lo
suficientemente hábil para hacer que el crimen lo pague otro. En ver-
dad le sorprende y admira su propia astucia y yo, aunque salga perju-
dicado, lo consiento. Por supuesto, me declaro inocente. Pero sin mu-
cho empeño. No consigo odiarlo de una forma clara y precisa. ¿Sólo
porque se ha protegido a sí mismo, porque ha alterado a su favor la
realidad de los hechos? Cualquiera lo haría. Tampoco me tengo en
tanta estima como para estropear la inteligente red que tiende sobre
mí. Además, los dados del azar le favorecen, y contra esto no hay na-
da. Yo salto de oca a oca hasta acabar en la cárcel, convencido de me-
recerlo, aunque sea por otras razones. Si además mi abogado ha de es-
forzarse para creerme y mi madre se resigna a que era la consecuencia
natural de haber criado a un bicho raro, entonces, apaga y vámonos.

243
Recobrada la libertad gracias a la fianza, sigo sintiéndome escéptico.
Incluso menosprecio aquel desembolso, pues qué otro remedio le que-
daba a mi madre. No digamos si ello le autoriza a imponerme sus pro-
pias normas carcelarias. Los dados no me brindan mejor suerte pese a
las halagüeñas pesquisas de Eva. ¿No será su interés, la excusa para
afianzar su nueva relación? Menudo chasco. Lo nuestro era jugar a
médicos en secreto, lo suyo de ahora es en serio. Eva practica la amis-
tad recreativa, mi madre la maternidad abochornada que busca salvar
las apariencias, yo la indolencia de quien se presta impasible a aque-
llos tejemanejes como si concerniesen a otro y, entre tanto, Fredi se
enorgullece de su pericia.
Entonces no me hubiera importado felicitarlo, mostrarle el recono-
cimiento propio de un adversario justamente derrotado, fumar juntos
el porro de la paz. Claro que, si este armisticio hubiera sido factible,
habría incorporado yo mismo entre mi ropa una grabadora, en vez de
involucrar a nadie... Rectifico. La conciencia de llevarla encima me
habría impedido actuar libremente, viciando mis sinceras congratula-
ciones y perjudicando sus ulteriores referencias delatoras. No; debía
ser un encuentro sin celadas, entre dos jóvenes que primero marcharon
sin interferir y luego entraron en conflicto por un azar funesto. Imagi-
nando que no hubiéramos matado a nadie, cada cual habría seguido su
propia carrera hacia la madurez con más o menos mutua animadver-
sión. Dado un presumible concurso de mister jóvenes rebeldicas, el
veredicto no se habría visto contaminado por desgraciados accidentes,
más bien, cualquier jurado popular habría atendido preferentemente al
genuino inconformismo adolescente motriz, en cuyo caso la victoria
de cualquiera de los dos (a lo mejor, después de todo, ninguno consti-
tuye una fiel representación de los jóvenes de en hoy día), no habría
derivado en enemistad. Él hubiera seguido siendo un líder carismático,
pujante, temerario, mientras yo un peón llevadero, que desde su intro-
vertido mundo participaba de las mismas o parecidas experiencias, to-
do ello sin olvidar la tensión que cada cual soportaría cuando le tocara
sobrenadar el mundo de los adultos... Solo que, se entrometió la muer-
te. La muerte de alguien inocente, de alguien que pasaba por allí, de
alguien que interfería sin querer en un concurso hasta entonces limpio,
un intruso que pudiera haber pertenecido a aquel jurado de no haber
muerto, de haber sido sólo herido, en cuyo caso, a tenor de su privile-
giada posición, su testimonio habría sido infalible. La muerte precipitó
una reacción interior autosostenida que se habría consumido por sí so-

244
la con el tiempo, con los años, conforme la costa de la juventud se
hubiese perdido de vista. El resultado fue la divergencia de los con-
cursantes, a mi entender, en última instancia, por culpa de que uno de
ellos traicionó su prístino espíritu asiéndose al tobillo del coloso mun-
do de los adultos, para no sucumbir, mientras el otro, fiel al suyo, con-
sentía en perder. Es decir, Fredi se congració con papá y cuantas per-
sonas le ayudarían a salvarse, mientras yo rehuía apoyos semejantes.
La cosa hubiese quedado ahí: él victorioso y yo derrotado, lo cual le-
jos estaba de molestarme, de no haber más tarde demostrado que su
brusca metamorfosis en adulto había sido una chapuza. Esto lo ha re-
velado la aparición en escena de Mónica. También la de Sandra. Sí;
también la de Sandra.
Atrás quedan las riadas de coches, las anchas calles, entro ahora en el
barrio umbrío de calles estrechas, las fachadas dispuestas a empare-
darme, previo a la plaza. Hallo un ajetreo más humano: unos niños
juegan por los suelos; en los balcones asoman cuerpos de señoras-
vigía; en las tabernas retozan ociosos parroquianos... Un corro de
adultos astrosos apostado en una esquina, exhibiendo un falso nihilis-
mo, circulando una litrona, pasándose un canuto, me recuerda al nues-
tro, en lo que pudo haber degenerado, disgregado ya, del cual un jirón
espero encontrar dentro de poco. Paso una vez más por aquí. La vez
que más excitado venía, llevaba encima una joya robada, la de la Clo-
ti, la destinada a mi hermano y la Flaca, que cambié a Mushet por
hachís. Entonces me sentía extraordinariamente perceptivo debido al
temor a un imprevisto, veía portes acusadores a mi alrededor, present-
ía asaltos que pudieran abortar mi plan. Ahora no tengo aquella sensa-
ción. Las miradas que registran mis pasos, de los niños, de los parro-
quianos, de las señoras, no así del corro de adultos astrosos, me pare-
cen condescendientes, proyectándose en mí como los calurosos vítores
de un animado público que jaleara a un deportista próximo a la meta.
Las miradas de los adultos astrosos, del grupo de ex combatientes
heridos gravemente en la batalla de la juventud, no tienen expresión, o
quizás, a ratos, una miserable y aviesa.
Lo sucedido a Mónica... (revivo la sobrecogedora belleza malherida,
las magulladuras, la hinchazón de los labios, inhábiles para musitar a
duras penas precauciones y olvidos, la piel clara inundada de mancho-
nes yodados, los cosidos, los vendajes, los tubos entrando en el costa-
do...) no sólo ha demostrado que la estrategia de Fredi no era sinóni-
mo autoprotección, ahuyentando la descaminada rebeldía juvenil y re-

245
trayéndose al ámbito familiar o social, no de arrepentimiento, no de
enmienda, sino de salvaguarda de una innata maldad. Seguramente no
sabía por qué le pegaba, qué incontrolada precaución le movía, desco-
nocía que le estuviera grabando, ha actuado por instinto animal, instin-
to que luego combina magistralmente con la fría arrogancia del psicó-
pata. La sospecha le hizo optar por la solución de quien no tiene el
control sobre su propia enajenación colérica y dañina. Sospecha con-
firmada por la renuncia de Mónica al sexo, por sus lacónicas evasivas
cuando parecía el natural desenlace a cambio de aquel alud de sinceri-
dad con que había adelantado el pago. No terminarían enrollados co-
mo en los viejos tiempos, como solía ocurrir antes de que él le propi-
nara aquella bofetada tras la discusión nocturna desencadenada por
nuestra mirada evocadora de aquella infructuosa aventura en la resi-
dencia de las monjas, lo cual vino ahora a exacerbar su desprecio de
las insulsas razones que esgrimiera para justificar su curiosidad sobre
las circunstancias que rodearon el atropello, llevándole a concluir que
había buscado obtener algo y, por tanto, se convertía en alguien poco
fiable, de donde no sería descabellado propinarle una paliza intimida-
toria, garantizadora de su silencio, hija desmedida de aquella bofetada.
Mas es su propia voz quien le va a denunciar. La grabación la regis-
tra, el abogado, mi madre y yo la hemos escuchado, el experto en
acústica forense la va a validar. Termina donde empiezan los insultos,
donde la llama puta. Pero él no sabe que no lo es precisamente porque
haya jugado a sonsacarle información, al contrario, lejos está su ac-
ción de merecer dicho calificativo. Ahora sé que una vez lo buscó
honestamente, lo quiso, lo veneró como a un sueño que se palpa, que
cobra paulatina realidad. No soy yo quién para reprochárselo, pero,
qué mayúsculo error, ir a fijarse en él... Toleraba aquella explosiva
combinación de inmadurez y temeridad como admisible prolegómeno
a un futuro proyecto de vida. Qué no pesaría sobre su conciencia, qué
equívocas conductas no se reprocharía, qué infausto sentido no daría
al daño que causara (a un padre adoptivo al que calumnió, a una ma-
dre a cuyo oficio se sumó...), para resistir a su lado, de ahí que rectifi-
cara tarde. Tarde porque el desengaño la condujo a donde no debía
haber vuelto nunca, si bien es verdad, desde aquel sórdido sustrato ha
sido desde donde ha surgido para abordar una buena acción, una ac-
ción que ha debido redimirla, una acción que, paradójicamente, al
haberle causado un grave daño físico, la ha hecho sentir orgullosa y
satisfecha.

246
He percibido su sentido, me ha conmovido y, por ello, de alguna ma-
nera, quiero imitarla. Vislumbro la ocasión de eludir mi propia deca-
dencia, mi propia ruindad, el asentamiento definitivo de un asco per-
petuo de mí mismo, de un asco que me llevaría hacia mi particular
forma de prostituirme. Parece un punto de inflexión donde la juventud
inicia su estertor, aun reservándose algunos años más de rebozo. Don-
de da comienzo el largo juicio a esos grupos calamitosos configurados
por gente como yo, reducidos a pasarse litronas y porros. He de apro-
vechar la última oportunidad de presentarme ante el mío ya desarbola-
do, él estará allí, retozando, sin que lo sepa, por última vez, pues de
mañana no pasará que lo trinquen.
A cada cual se le presenta la ocasión de dejar de huir. Pues es una
forma de huir, permitir que alrededor las cosas evolucionen por sí so-
las, aun estando uno en el epicentro. Es preciso detenerse, ubicarse,
plantarse allí donde asistirá a la confirmación o al desmentido del pro-
pio valor, sin que ello signifique que actúe por orgullo o soberbia. Es
el momento de ser osado, ya está bien de constituir un espectador
haragán, ya está bien de arrebatos autodestructivos, ya está bien de
que saquen tajada de ello quienes merecerían pudrirse en sus propias
inmundicias.
Paso de largo la callejuela donde vive Mushet. Esta vez no me desv-
ío. He visto un andamio colgante sobre la fachada, con la red pescado-
ra de escombros bajo ella. La reparación, la pintura, el aspecto nuevo,
parece desmentir que más allá viva quien venda droga. Fredi seguirá
acudiendo a él. Yo no he fumado desde que encontré a Mónica, no me
ha apetecido. Impresionado por el encuentro, conmovido por su de-
terminación, es como si fuera banal colocarse, enturbiar la percepción
objetiva de lo que estaba sucediendo. Hay dos cosas que pueden aca-
bar con un vicio pernicioso: una, el miedo a que desencadene una en-
fermedad dolorosa, dos, la impresión que causa quien se lo sacude (el
mismo u otro similar) para emprender una acción heroica. Al menos
en el segundo caso es como si se volviera inocuo; en el primero, senci-
llamente, se aborrece. También se aborrece si lo consideras un medio
de perversión puesto en manos de elementos como Fredi, inductores al
vicio de atractivas niñas como Sandra. Otra razón más para ir en su
busca.
Desciendo la calle en curva que desemboca en la plaza. La remonta
la fulana macilenta que liga con turistas, los trae a este barrio destarta-
lado, del cual extrae detalles que aquél pueda fotografiar, como la vir-

247
gen pintada en la pared, a cuyo pie aparecen mustias las flores que al-
guien ha colocado, quizás ella misma. El turista no suele malgastar el
carrete, más bien le acongoja mezclar imágenes sagradas sacadas fue-
ra de contexto con el inminente retozo sexual. Me la cruzo, pasa pre-
ocupada y solitaria, quizás analiza el perjuicio que causa al negocio
manifestar aquella peregrina efusión religiosa. Resulta, sin embargo,
tan espontánea.
No busco pelea. Aunque necesariamente le ha de molestar lo que
pienso decirle y, por tanto, puede que no me deje acabar. En tal caso
no la rehuiré. No será una provocación, será una ducha de ásperas
verdades. Probablemente nadie le haya hablado nunca claro, más bien
por condescender con ese engrudo maquiavélico que supone la fasci-
nación por el mal en un niño de papá. No desobedezco el deseo de
Mónica de olvidar, lo dijo creyendo que reaccionaría como uno de
esos cáusticos puteros repentinamente ofendidos, para quienes los pu-
ños son el símbolo de la virilidad después del falo. No es el caso. Me
siento sereno, templado, capaz de dirigirme a él con aplomo y dureza,
sin perder el control, a pesar de un nudo de nervios asentado en el
estómago. Probablemente salte con alguna bravuconada, alguna cínica
alusión a mi aparición como si fuera un altivo defensor de princesas
maltratadas. No le haré caso. Notará que me resbala, que no me enfu-
rece, que estoy por encima de sus bajezas. Fluirán mis palabras sin
que esos raquetazos las desvíen del blanco, ametrallarán su orgullo
hasta quebrantarlo.
Dudo que resista el golpe final. No lo haré para regodearme, pero
pienso revelarle la existencia de la grabación. Del chasco se derrum-
bará, aunque quiera aparentar lo contrario. Le aguarda una noche en
vela repasando las razones que alegará mañana, ponderando la veraci-
dad de aquello último, no vaya a ser una audaz estrategia para ponerlo
nervioso y hacerle errar. Así zanjaré mi anterior pasividad. Me es pre-
ciso intervenir aquí, en este punto, echar mano de nuestros propios
códigos de conducta, proclamar el juicio que nos merece, no delegar
en las autoridades, los jueces, los abogados y toda esa morralla, que,
no obstante, habrán de intervenir si quieren impedir que medre tamaña
escoria.
Espero no encontrarme a Sandra. Capaz es de regresar a donde obtu-
vo aquel obsequio a su zalamera temeridad, a su dulzona búsqueda de
nuevas experiencias. Es imposible frenarla con la sola reacción que
tuve, con arrebatarle súbitamente la piedra. No fui muy explícito, ser-

248
monearla tampoco hubiera servido de mucho. Además, ni yo mismo
sé qué me mosqueó más, si su deseo de fumar o haber conseguido el
hachís precisamente de Fredi. Supongo que una combinación de las
dos cosas. Nunca habría accedido a auspiciar su experiencia iniciática,
pero mucho menos acechando detrás aquella alimaña retozona. Es po-
sible que se retraiga durante un tiempo, no se prueba en solitario y, al
parecer, la compañía idónea soy yo. Además, quizás aguarde una acla-
ración o confíe en que en algún momento la atraiga hacia mí, pues,
después de todo, la piedra sigue en mi poder y a lo mejor cree que sólo
he pospuesto su estreno... No me fío. Igual le entran las prisas y, re-
sentida conmigo, no sólo vuelve a la plaza, sino que accede a las invi-
taciones de Fredi. ¿Acaso éste mostraría algún escrúpulo?
El tramo final de la calle es más acusado, las zancadas se alargan so-
las, las puntas de los pies pellizcan el suelo. Una brisa anticipa el es-
pacio abierto de la plaza, remonta la calle, se dispersa por las bocaca-
lles. No es fresca y aromática, arrastra consigo el olor de los contene-
dores que ocupan un flanco. La última descascarillada fachada se
aparta para permitirme pasar. El perímetro de la plaza lo componen
mugrientos arbustos, a través de los cuales entreveo cuarteadas las fi-
guras de quienes se sientan en los bancos al otro lado. Son frondosos a
la altura del banco más solicitado, precisamente porque preservan de
la curiosidad vecinal, aunque esta, de todas formas, se desdeñe a me-
nudo.
Sigo acercándome. Ya lo veo. Es aquél. No hay duda. La espigada
figura y los raudos movimientos son inconfundibles, aun a través de
los arbustos. Está de pie, cara al banco. Alguien hay sentado en él.
Debe ser Piqui. Sí; es Piqui. No hay nadie más. Sandra no está. Me-
jor... Fuman, comparten un canuto. El espeso humo los envuelve antes
de abrazarse a la aureola de luz de la farola cercana. Charlan haciendo
pequeñas pausas cuando alguno da una deleitosa calada... En otro
banco hay una pareja de novios sentada a horcajadas, frente a frente.
Los he visto otras veces, él es sordomudo, ella no, aunque conoce el
alfabeto característico. Las manos ejecutan alocadas cabriolas. Es difí-
cil saber si se dirigen palabras de amor o de reproche. Para darles
énfasis, él a menudo articula un gemido gangoso, que no debe oír, pe-
ro que sobresalta a toda la plaza... Quedo al descubierto. Por el lado de
los contenedores subo un par de peldaños. Accedo a la plataforma que
constituye la plaza. Ralentizo el paso. Camino hacia Fredi, queda de
espaldas a mí, Piqui, en cambio, la cabeza a la altura de sus rodillas,

249
no. Es quien primero me ve, da un respingo. Fredi lo advierte y se da
media vuelta. Le sorprende verme, no me esperaba, se azora, pero en-
seguida se domina, le pasa el canuto a Piqui, libera sus manos, se pone
en guardia. Afila la mirada, un resto de humo exhalado la empaña, no
encuentra la postura idónea para recibirme, vacila. Las manos del sor-
domudo rayan el aire. Me detengo. Nos separan un par de metros.
Empiezo a decirle...

(...)

Hecho. El corazón me late estrepitosamente. He castigado su orgullo.


Me doy media vuelta. Me marcho. El sordomudo y la novia nos mi-
ran, han congelado sus manos. Domino el jadeo. Lo he soltado todo.
Mañana será otro día. Camino. Lo noto agitado a mi espalda. No me
giro. Sigo. Pronuncian una advertencia nasal y trágica a mi izquierda.
Es el sordomudo: “¡Aaaoo, aaaoo...!” Oigo un grito a mi espalda:
“¡Hijo de puta!” ¡Zas!... ¡Uuufff!... Siento un desgarro. Me quema la
espalda... Caigo al suelo... ¡Craack! ¡Aaajj! La muñeca me ha crujido.
Mierda... El suelo me raspa la cara. La espalda me quema, la sangre
me empapa la camisa... Me contraigo. Intento girarme. “¡Vámonos!”,
es la voz de Piqui. “Eeeng, eeengghh”, el sordomudo me alerta. Reci-
bo una patada. ¡Aahh! Cabrón... Ostia. Otra patada. ¡Uufff!... ¡Orgg!...
La suela es dura... Me giro. Pataleo defensivamente. Manoteo con la
mano ilesa. Me pisa. Coño. ¡Jaarp!... Ahora... Desequilibro su pierna
de apoyo... ¡Zraas, zraas!... Toma, jódete. Cae. La navaja rebota en el
suelo, ¡chok, chok!... Piqui lo levanta, lo retira: “¡Te vas a buscar la
ruina, vámonos!”... La ruina la ha encontrado ya. La sangre me empa-
pa la camisa... El sordomudo se interpone: “¡Ata, ata..., ipolla! Oaa a
atá... Oaa a atá oño... Ata, ipolla... Ataa...!” Piqui aleja a Fredi. “Au-
ancia, auancia... Ore oño... Ísa, ísa... Eseuere oño...”, la novia del sor-
domudo teclea en un móvil. El sordomudo se acerca a mí. La sangre
me empapa la... Pierdo el conocimiento... “¿Puede acudir una ambu-
lancia, por favor?”, la novia..., ¡aahh!... “Ísa..., ísa oño... Eío e angra
oño... E angra...” Pierdo el... “A ene auancia, a ene... Auata ío..., auata
oño... Ilo ... Ira ondo... A ene auancia... Erda... Auata oño... Ira ondo...
Auata...”

250
– La sonata para violín y piano número nueve de Beethoven, opus
47, la Sonata a Kreutzer, debería haberse llamado Sonata a Bridgeto-
wer. Hoy apenas nadie conoce al virtuoso violinista inglés de origen
polaco para el que fue escrita y con quien Beethoven la estrenó en el
Auergarten Hall de Viena el 24 de mayo de 1803, y sí, en cambio, al
espigado violinista francés, quien, ironías del destino, se negó siempre
a interpretarla. En verdad no se ajustaba a su estilo clásico, refinado,
introvertido..., como lo demuestran sus propias composiciones, hoy
devaluadas, así que no se mostró desdeñoso, sino más bien coherente,
mientras que, sí encajaba con el estilo tenso, brioso, revulsivo..., de
Bridgetower, como no podía ser menos dado que el compositor la es-
cribió pensando en él. Esto no es nuevo. Beethoven, obviando el pia-
no, conocía a la perfección los entresijos del violín, la viola, etcétera,
así como las características estilísticas de los distintos virtuosos, con-
jugando en sus creaciones la propia fuerza inspiradora con los destina-
tarios de las mismas. Por lo tanto, cabe afirmar que muy distinto
hubiera sido el resultado de la sonata de haber estado pensando en el
francés Rodolphe Kreutzer en vez de en el inglés George Bridgetower,
y más, cuanto, durante el estreno, la pericia del violinista introdujo pa-
sajes improvisados tales que le deslumbraron y más tarde reflejaría en
la versión definitiva. Beethoven llegó a levantarse del piano en medio
del primer movimiento para abrazarlo efusivamente, así como a jalear-
le animadamente durante las variaciones del final... Lo cual, por otra
parte, puso de relieve el diálogo casi riña de amantes entre los dos ins-
trumentos, símil que no es arbitrario, como se verá más adelante, en
especial cuando hablemos de la novela homónima de Leon Tolstoi....
Así pues, es indiscutible la relevancia del violinista que estrenó esta,
considerada una de las mejores sonatas para violín y piano de todos
los tiempos, cuyo nombre, sin embargo, nada nos dice, de lo cuál se
percató él mismo como lo demuestra una declaración que hiciera al
final de sus días, por entonces arruinado y sumido en la miseria, a un
periodista, peregrino investigador de la génesis de la sonata: “De
haber respetado Beethoven la inicial dedicatoria, me habría inmortali-
zado.” Qué duda cabe... Poco después del estreno había concluido es-
trepitosamente la amistad, enmendando Beethoven la dedicatoria del
encabezamiento de la partitura: “Sonata composta per il mulatto Brid-
getower”, por: “Sonata a Kreutzer”, lo que, en vísperas de la conclu-

251
sión de la sinfonía Heroica, en principio destinada a Bonaparte, no
sólo habría de servirle para facilitarle la entrada en los círculos parisi-
nos, sino para insultar definitivamente a George Bridgetower, toman-
do a aquél por mejor y más dotado violinista... ¿Qué había sucedido
para tan estrepitosa ruptura? ¿Fue sólo el resultado de un descuidado
comentario de faldas por parte del inglés, que el alemán encajó mal?
Para quien reste importancia a aquel desenlace atribuyéndolo a uno de
los acostumbrados arrebatos furibundos de Beethoven, más frecuentes
desde los primeros síntomas de la sordera, es menester señalarle, por
un lado, que, tras ellos, si la amistad era estrecha, solía recuperarla
disculpándose y, por otro, que la sostenida con Bridgetower, lo era
ciertamente, de lo cual hay claros indicios. Tras escucharlo por prime-
ra vez en su debut en Viena en 1802, y quedar prendado, se afanó por
acompañarlo en sus visitas a la ciudad, por incluirlo en los círculos
sociales, por compartir con él no pocos excesos... Podemos leer lo si-
guiente en una carta remitida al violinista: “Sé tan amable de aguar-
darme en el café Taroni y de allí iremos a cenar con la condesa Guic-
cardi...” Huelgan pruebas prolijas, con observar que acogió entusias-
mado la propuesta de escribirle una sonata, deferencia lejos del alcan-
ce de cualquiera... He recabado algunos datos biográficos que nos
orientarán acerca de su procedencia y trayectoria antes de trabar dicha
amistad en 1802, a la cual volveremos más adelante. Nació en Polonia
en 1779. Era hijo de un negro africano sirviente de un príncipe aristó-
crata húngaro y de una polaca...
No parece que al presidente de la Fundación entusiasme demasiado
la conferencia. Ni siquiera parece que atienda a ella. Desde su privile-
giada posición en la mesa sobre el estrado, pasea la mirada a su alre-
dedor, con fina y delicada indiferencia. Después de despachar la pom-
posa presentación, se ha abandonado a un recreo de gestos leves y ex-
presivos, con los que denota su satisfacción por la atención del públi-
co, por el nivel del agua de los vasos, que llena cuando se vacían, por
la perfecta distancia del micrófono a la boca del conferenciante, que
corrige cuando se mueve demasiado, por la diligente premura de los
espectadores rezagados, que acomoda apuntando un impertinente dedo
índice a algún asiento libre, por la hora de su reloj de pulsera Pierre
Cardin, que consulta asomándolo ostentosamente por la manga de la
chaqueta, descontando los minutos que restan para dar paso a la audi-
ción.

252
– Desde niño había demostrado gran talento para la música, tocando
el violín junto al hermano menor, más adelante un reconocido violon-
chelista. El padre los anunciaba como los increíbles hermanos Bridge-
tower...
El conferenciante, un tal Carlos Gim..., ¿Gimeower?, presiente la in-
diferencia del Presi, la que, si bien no le distrae, le incomoda, sobre
todo cuando se traduce en un ceñudo y pegajoso examen de su flanco
derecho, en donde teme que de la barba rala y entrecana le sobresalga
algún pelo rebelde que desapruebe, como sin duda desaprueba los re-
vueltos rizos del cuello, no afeitados como los suyos. La suya sí es
una barba esmerada, señorial, puntiaguda, decimonónica, si bien, para
mi gusto, le resta pulcritud a sus habituales ademanes. Me pregunto
por qué se la habrá dejado. La última vez que lo vi, esto es, en el vela-
torio de la Cloti, no la llevaba. ¿Será para gustar a Miranda? El confe-
renciante percibe, dentro de lo que le permite no perder la concentra-
ción, la preferencia del Presi por alguien del público: una señora co-
quetamente vestida para corresponderle. Bien; mientras su indiferen-
cia se manifieste en sus espadadas de miradas, rubricando él las suyas
con una candorosa sonrisa antes de restablecer su falsa erudita aten-
ción, mejor; lo prefiere a notarle una mirada, no ya reprobradora de su
barba, sino de algún dato que haya cogido al vuelo y que, fuera de
contexto, lógicamente rechaza.
– A los nueve años debutó en concierto en el Concert Spiritual de
París, ante unas mil personas, provocando asombro y entusiasmo,
apodándosele en adelante el joven príncipe africano, al admitirse erró-
neamente el rumor de que era hijo de un príncipe africano, lo que el
padre no se molestó en desmentir, sino más bien en propiciar, vistién-
dolo para la ocasión de forma colorida y excéntrica. Este no pudo con-
tenerse las lágrimas de emoción ante la ovación final, lo que no era
para menos, pues la vida la tenía ya resuelta: pronto mandaría a tomar
viento fresco al aristócrata húngaro, ya estaba bien de vivir como un
esclavo...
El Presi ha dado un respingo ante este último comentario. ¿Ha oído
bien? Agranda los ojos y horada el perfil derecho de quien, a su lado,
parece seguir hablando muy en serio.
– Al año siguiente repitió éxito en Londres, asombrando a un espec-
tador de excepción, el príncipe de Gales, futuro rey Jorge IV, quien
pronto lo ficharía para su orquesta privada, en la que ocuparía el pues-
to de primer violinista durante los siguientes catorce años. Aparte,

253
sólo entre 1789 y 1799 interpretó alrededor de cincuenta conciertos en
solitario, pisando los mejores teatros: el Covent Garden, el Haymar-
ket..., llenando casi tanto como hoy los Rolling Stones...
¿Lo hace adrede el conferenciante? ¿Ensaya una nueva técnica para
captar la atención, en especial, la del Presi? Este lo mismo le ensarta
una mirada asustada, que analiza la reacción de los circunstantes en la
persona de Miranda, a la que interpela con mohines azarados. Tam-
bién repasa los papeles que tiene sobre la mesa, aquellos de los que se
ha servido para presentarlo, comprobando si reunía todas las garantías
de credibilidad. Parece al fin calmarse inducido por la atención de Mi-
randa... Respecto a ella hay que decir que ha rejuvenecido a partir del
cortejo que el Presi le dedica. Seguramente ha puesto en práctica
algún consejo póstumo de la Cloti al respecto para, ya no sólo desin-
hibirse, sino provocar los celos de Miguel Angel, también presente en
la sala, acompañado de la joven que se trajina. Sin duda ha escalado
posiciones. De ser la esposa de un psicólogo que ni siquiera entiende
los problemas de la adolescencia, ha pasado a ser la pretendiente de
todo un presidente de una prestigiosa fundación cultural.
– Fue al recalar en Viena durante el tour europeo de 1802 cuando
Beethoven lo escuchó por primera vez. Tenía entonces veintidós años,
era un joven prodigio en auge y al taimado padre había sacado las cas-
tañas del fuego...
La zozobra del Presi la nota el conferenciante, pues finalmente ha
esbozado una significativa media sonrisa sin que él la viera.
– La impresión que causó al compositor es clara, como muestra el
siguiente comentario: “Es un sobrado virtuoso y un maestro en su ins-
trumento...”. Al acabar el concierto el príncipe Lichnowsky los pre-
sentó. El príncipe Lichnowsky es el dedicatario de la sonata para pia-
no “Patética”. Es lo menos que un mecenas desea obtener a cambio de
la inversión que hace en un artista, no digamos si encima gasta un ge-
nio de cuidado. No hay que confundirlo con el príncipe Lobkowitz, no
es este quien hospedaba a Beethoven en su casa, aquél sí, aunque
igualmente ayudaba al artista, de donde obtendría las dedicatorias de
varias sinfonías y cuartetos. El uno es Lichnowsky, el otro Lobkowitz.
Príncipe Lichnowsky, príncipe Lobkowitz. Lichnowsky, Lobkowitz.
Lichnoswitz, Lobkowsky. Lichkowsky, Lonchnoswitz... Ejem... Lo
dicho. El príncipe Lobkow... Lichnowsky los presentó y, desde enton-
ces, sostuvieron una intensa relación, como ya he referido, resultado

254
de una compenetración inesperada y fecunda, como puso de manifies-
to el mismo estreno de la sonata...
El público recula en sus asientos. A mí me parece una interesante
forma de contar. Dentro de que parece una exposición seria, las pari-
das introducidas despiertan al personal que, en otro caso, se dormiría.
No sólo a mí me gusta, también parece que a Miranda, a quien se le
escapa a intervalos una indiscreta risa, al punto reprimida por la ner-
viosa y desconcertada mirada del Presi.
– Recordemos aquel día. La fecha era inamovible, el compromiso
ineludible, pese a que el mismo día 24 Beethoven había escrito sólo
los dos primeros movimientos, debiendo recurrir al final de la sonata
nº 30 escrita el año antes, para completarla. Hay quien asegura que, de
haber dispuesto de un poco más de tiempo, la sonata habría quedado
requeteperfecta, solo que una vez interrumpida la inspiración compo-
sitora y zanjada la cuestión por otros medios, era imposible retomarla.
No estoy de acuerdo. Beethoven trabajaba en varias obras a la vez, en
particular, por esas fechas, también en la sinfonía Heroica, pudiendo,
por tanto, interrumpir la inspiración asociada a cada una, para saltar a
otra. Vale que el estreno determine el resultado final, sobre todo si es
bien acogido; pero no es este el motivo por el que no retomó la escri-
tura del tercer movimiento, evitando, por otro lado, dejar coja a la so-
nata nº 30; fue la abrupta finalización de su amistad con Bridgeto-
wer... En cuanto a que no quedase perfecta, es discutible. Acaso sea
cierto, solo que, perfecto y genial no son necesariamente sinónimos.
La Sonata a Kreutzer es genial, aun pudiendo ser imperfecta. Pero
volvamos al día del estreno... Por la mañana George Bridgetower re-
cibe en sus manos el manuscrito, que presenta partes inacabadas, so-
bre todo de piano. ¿Se enoja por ello? ¿Achaca a Beethoven su preci-
pitación, más propia de un negligente estudiante que deja para el últi-
mo día la preparación de un importante examen? Desde luego que no.
Al contrario, le entusiasma su lectura, acepta el reto. ¿Os imagináis
cuál habría sido la reacción de Kreutzer en su lugar?, ¿del espigado
Kreutzer, quien, al recibir la partitura en París, declararía: “Es ultra-
jantemente inabordable”?... Ya he referido lo más notorio de la ejecu-
ción: el abrazo que Beethoven le propinó en medio del primer movi-
miento. En concreto, sucedió al repetir este un complicado fragmento
destinado sólo al piano, al cual, Bridgetower, que había tomado buena
nota del mismo durante la primera pasada, acompañó inesperadamente
con una perfecta réplica al violín. ¿No constituyó la propia ejecución,

255
a pesar de las lagunas de la partitura, la mejor demostración de la es-
pecial compenetración que había entre los dos músicos? El selecto au-
ditorio prorrumpió en una frenética salva de aplausos a la conclusión.
Beethoven confirmó, durante el aperitivo posterior, la dedicatoria...
Hasta que sobrevino el enfado... Profundizaré ahora en las razones del
mismo... El detonante, por supuesto, fue el comentario que el inglés
hiciera sobre una dama. Pero no es suficiente para comprenderlo. Ya
he dicho que Beethoven pudo haberse disculpado más tarde por su re-
acción, como hiciera otras veces, con otros amigos. Veamos... A mi
juicio, la misma sonata contiene la respuesta. Entre sus escalofriantes
notas revolotea el espíritu que los enfrentó. Sin duda habla de la pa-
sión amorosa. Sí; pero, ¿en qué sentido? He aquí donde discreparon.
El violín y el piano encarnan dos amantes, y su diálogo, la pugna que
por acordar la índole de su relación, sostienen. Pasan del encuentro
cotidiano y el discreto borboteo de sus respectivos sentimientos a la
disputa, la riña, la persecución..., debido a que cada cual quiere impo-
ner las condiciones en las que ha de basarse su amor. La solución de
una ruptura sin traumas se hace, por tanto, inviable...
¿Se estará fraguando la ruptura entre el Presi y Miranda, a tenor de la
desigual forma de encajar la conferencia? Si es así, quizás perjudique
el favor que me ha hecho. Bueno; si es que lo puedo considerar un fa-
vor... Pues para el Presi deslumbrarla, después de que mi madre la
aleccionara para sacar el tema a relucir, accedió a ofrecerme un puesto
de trabajo en la Fundación, ya veremos si de ujier, conserje, operario u
otra cosa; claro está, siempre que descarte retomar el instituto, o sea,
las ganas de atender al profesor de filosofía desbarrando acerca del
imperativo categórico de Kant mientras se saca la cera de la oreja con
el capuchón del boli... A propósito, ¿será verdad aquello de que en el
fondo de nosotros mismos nos sentimos empujados a ser buenos?
– Aun discrepando de las castas interpretaciones de las cuitas amoro-
sas de Beethoven hechas por el biógrafo Emil Lubwig, al menos con-
cedo, respecto a la visualización de la sonata, la existencia de una pa-
sión amorosa vedada, no obstante considerarla, a mi entender, de ma-
yor calado que la apuntada por el biógrafo, menos pintoresca, más
trágica, más radicalmente enfrentada a prejuicios sociales coerciti-
vos... Emil Ludwig establece que los diálogos eróticos de las sonatas
de Beethoven son a lo sumo reminiscencias de sueños impuros, nunca
de encuentros reales, pues siempre aspiró a consumar por medio del
matrimonio sus nada infrecuentes enamoramientos. Admito tal aspira-

256
ción, mas no que siempre venciera la tentación de probar la carne, so-
bre todo en su mocedad, de la cual se alejaba en aquellos años, con-
tando a la sazón treinta y tres. ¿Puede alguien explicar si no cómo
contrajo la sífilis? Seamos serios. No acudamos a pueriles explicacio-
nes como la que dicho biógrafo aplica al origen de su sordera: ¿la con-
secuencia de refrescarse la cabeza con jarros de agua fría durante las
horas de intenso trabajo? Por favor...
Para resolver mi futuro (si el instituto o el trabajo en la Fundación)
tengo de plazo hasta que me quiten la escayola del antebrazo. En ella
hay escritas algunas dedicatorias. Leo una: “A un amigo que tiene al-
go de loco y misterioso...”, firmado, Eva. Vino acompañada de Tere al
hospital, al día siguiente de mi enfrentamiento con Fredi. Fue por la
tarde, al comprobar por la mañana, durante el juicio, mi ausencia, y
conocer el motivo de la misma, que no impidió, por otra parte, el tra-
bajo de mi abogado (la grabación se lo puso a huevo), despejando las
dudas del juez con solo el desmentido de la anterior declaración de Pi-
qui por parte de Eva y el testimonio del vecino de la urbanización que
vio quién de los dos se ponía al volante de Daewoo poco antes del
atropello. Además, Fredi, según me contó Eva, si bien es verdad, no
confesó abiertamente, tampoco desmintió al experto en acústica foren-
se, negando que la voz de la grabación fuera suya. Por lo visto, se le
veía nervioso, agitado, confuso, abrumado..., seguramente, calculo yo,
por ver escapársele de las manos la libertad, por no haber tenido tiem-
po para cambiar la estrategia... y, sin duda, por temer que en un mo-
mento dado alguien de la sala, mi abogado, el fiscal..., saltara con un
delito añadido: la puñalada que la noche anterior me había propina-
do... Lo que no ocurrió. Ni ocurrirá. Ni siquiera Eva sabe por mi boca
que fue él. Lo sabe porque es evidente, porque mi semblante me de-
lató al preguntarme: ¿Ha sido Fredi?, y, acto seguido, comprendiendo
que no lo diría, añadir, entre maternal y amistosa: Deberías denunciar-
lo, so loco, Pudo haberte matado... ¿Por qué no lo denuncié? La polic-
ía se presentó en la habitación del hospital tras curarme el médico y
avisarla, respondiendo a sus preguntas que, ni conocía, ni apenas hab-
ía podido ver al agresor, lo cual, me repantigó no les convenciera...
Acaso Fredi sopese su suerte y se aproxime más a la razón de mi si-
lencio en la cárcel, pues allí se comprende mejor, dado que las dife-
rencias se resuelven cara a cara, sin chivatazos ni recursos cobardes...
– La sordera ya la padecía en esta época, hacía escasamente un año
de la depresión sufrida en su retiro de Heligenstadt, donde redactara su

257
célebre testamento, si bien no de forma tan aguda como cuando en
1813 el compositor contemporáneo Ludwig Spohr declaraba, tras es-
cucharlo ensayar en privado: “Los pasajes en forte los toca tan estrepi-
tosamente que las teclas trepidan, mientras los piano apenas resultan
audibles”, origen del aporrear del piano que siglos más tarde caracte-
rizaría el estilo del rocanrolero Jerry Lewis...
Esta otra dedicatoria es de Sandra: “Espero que pronto puedas mane-
jar la mano para liarte el..., ya me entiendes..., que tenemos pendien-
te”. En verdad no sé qué ha visto en mí para nombrarme el gurú que
dirija sus experiencias alucinógenas... Está equivocada conmigo. No
pienso ayudarla. Al contrario, haré cuanto esté en mi mano para impe-
dir que fume. Lo haré porque me cae bien. Precisamente llevo encima
la piedra que le arrebaté y pienso deshacerme de ella.
– Si bien aquella no fue óbice para la magistral ejecución de la sona-
ta, sí pudo, más tarde, al calor del vino con que paladeaban el éxito,
entorpecer el sentido del comentario mujeril de Bridgetower, encaján-
dolo de la peor manera...
En el reverso de la escayola, oculta a mi vista, está la dedicatoria de
Mónica. Desde su postura tumbada e inmóvil, era el punto más cómo-
do para escribirla el día que me despedí de ella al abandonar el hospi-
tal, así como para privarme deliberadamente de su contenido, al me-
nos, hasta que llegara a casa y, valiéndome de un espejo de mano, la
leyera, aunque al revés: Y yo que creía que lo
había soñado...
– Bridgetower aprovechó lo avanzado de la velada y, en consecuen-
cia, la ligereza de las lenguas, para satisfacer la natural curiosidad
artística respecto a qué dama había inspirado aquella sonata, a la vez
que para hacer un comentario picaronamente elogioso de la misma,
pues, según su lectura, necesariamente su amigo había debido sentir
un exacerbado apetito sexual, no satisfecho. Bridgetower tañó la fibra
sensible de Beethoven, no prestándose este a matizar lo que había sido
un acierto, prefiriendo estallar en uno de sus furibundos cabreos, lógi-
camente zanjadores de la cuestión... Indudablemente a Beethoven fas-
cinaba la belleza femenina, y de ello nos ha dejado su testimonio el
doctor Franz Wegeler, amigo del compositor. La candidata a satisfacer
sus nobles aspiraciones matrimoniales, no podía dejar de ser espe-
cialmente hermosa. La que más se acercó fue Julieta Guicciardi, prima
de las hermanas Brunswick y, al igual que estas, alumna suya. Era
hermosa, vivaz, provocativa, sensible a la música, solo que, también,

258
sensata y calculadora, prefiriendo desposarse con el conde Gallenberg,
lo que sucedió a finales del año 1803, dando portazo al estrafalario
genio de la música, por lo demás, sin ningún título nobiliario. A Beet-
hoven le hubo entontecido tanto que le dedicó la sonata Claro de Lu-
na, en principio destinada a la condesa Lichnowsky, feo que no le im-
portó desagradara al conde, pues ahí estaba el otro, el tal Lobkowitz,
caso de que decidiera cerrarle el grifo... El amor profesado a las her-
manas Brunswick debería despejar cualquier duda. Más hermosa era
Josephine que Theresa, de ahí que la cortejara, al enviudar en 1804.
Solo que, a la postre, se impuso el sentido común, casándose ella con
alguien más solvente, evitándole además cargar con cuatro zánganos,
lo que le hubiera supuesto agotar el capital generosamente concedido
por los condes Lichnowsky y Lobokwitz, al cual se sumó el del conde
Kinsky, capital que, por otro lado, ya fundían Karl y Johann van Beet-
hoven, trasladados de Bonn a Viena para sacarle los cuartos al herma-
no famoso. ¿Y por qué no se casó con Theresa, siendo innegable que
ella le amaba y, a tenor de su dedicación posterior a los pobres y los
niños abandonados, habría sido la esposa ideal, y quien lo dude, que
atienda al consuelo que le brindó y que él agradeció conmovedora-
mente cuando su ánimo decayó a causa de la sordera? ¿Lo adivináis?
¡Porque era fea! No; no hablo por hablar. La prueba es que después de
Theresa von Brunswik, apareció la jovencita y seductora Theresa Mal-
fatti, a quien precipitadamente declararía su amor y propuesta de ma-
trimonio, por supuesto, tajantemente denegada. ¿Y qué aspecto creéis
que tenía Amalie Sebald? ¿Y quién creéis que es, a la sazón, según el
investigador norteamericano Robbins Landon, la destinataria de la
famosa carta a la Amada Inmortal, sino la joven y exquisita baronesa
Dorothea von Ertmann, casada con un viejo militar austríaco?... Mejor
no continúo...
Para Jorge esta velada tiene que ser especial. Es la primera a la que
asiste sin la Cloti, quizás sienta nostalgia, nostalgia del chirriar de
unos desarticulados huesos maniobrando a su lado, pugnando porque
la sujeción del corsé no ceda y se desmoronen como un castillo de
naipes, y nostalgia de las penalidades públicamente difundidas al fina-
lizar la función, asociadas a una enfermedad terminal... No puedo ase-
gurar que haya envejecido, como se suele decir de quienes han perdi-
do a su compañera del alma y han entrado en una fase depresiva, de-
mostrándose así cuánto la quería. Más afectada se me antoja la Flaca,
que ocupa, significativamente, delante mía, el asiento a su lado,

259
habiéndola querido como a una madre, pues hijas hay cuyo afecto se
basa en una perpetua adulación de sus habilidades. Hoy está dispuesta
a dar el callo. Sin duda, le dedicará la actuación.
– Es evidente que Bridgetower advirtió la formidable pasión de Be-
ethoven por las mujeres bellas, lo cual chocaba con aquella legítima
aspiración matrimonial, no logrando sojuzgarla sino diluyéndola en
una vejez solitaria y ávida de sentimiento religioso; lo demuestran su
misa solemnis, los últimos cuartetos y la novena sinfonía, entre otras
composiciones... Otro genio, en este caso de la literatura, Leon Tols-
toi, sufría un conflicto interior parecido, que plasmó en la novela
homónima de la sonata. La propia esposa, la condesa Sofía Andreiev-
na, desató sus reproches contra el escritor por sacar a relucir los trapos
sucios del matrimonio, demostrando no vislumbrar el alcance de la
frustración amorosa que para él suponía el mismo, lejos de la noble
dicha y casta espiritualidad a que había aspirado en un principio. El
protagonista de la novela, Pozdnyshev, trasunto del escritor en lo to-
cante a sus sentimientos y deseos, asesina a la esposa después de un
arduo proceso de tribulación interior, que culmina con los celos des-
atados por el violinista Trujachevsky, con quien la esposa Liza inter-
preta... ¿adivináis el qué?... ¡tachán, tachán!... la Sonata a Kreutzer...
Los libros de texto extraen la definición de música que al protagonista,
y, por tanto, a Tolstoi, inspiraba la escucha de dicha sonata. Aquella
de: “La música es terrible. ¿Qué es? ¿Qué efecto produce? Dicen que
eleva las almas. Mentira. No las eleva ni las desciende, las irrita. Mi
alma se confunde con la del compositor, mi estado de ánimo con el
que tenía al escribirla...” La sonata hechiza, embruja, no ya sólo a los
oyentes, sino a los ejecutantes, entre quienes surge una complicidad
especial, inmoral, como muestra este otro pasaje, posterior a aquella
velada: “Entre Trujachevsky y mi mujer existía el vínculo creado por
la música, que es uno de los sentimientos voluptuosos más refina-
dos...”. O este otro: “Recuerdo la expresión de sus rostros después de
tocar aquella pieza, apasionada y sensual en extremo...”. En verdad,
uno de los pensamientos más torturantes de Pozdnyshev es adivinar en
Trujachevsky al joven galante y licencioso que fuera él en su moce-
dad; o, lo que es igual, que fuera Tolstoi en la suya; o que fuera Beet-
hoven en la suya; o que era Bridgetower en el momento de estrenar la
sonata, si bien, Tolstoi y Beethoven, a diferencia de Trujachevsky y
Bridgetower, ya habían superado aquel período no exento de naufra-
gios pecaminosos, pasando a afrontar con noble empeño un futuro

260
más elevado, en el que el arte que cultivaban no dejaría de aportar su
particular cuota salvadora...
Mi hermano el Cara Haba debía estar preocupado. No es él quien va
a acompañar a la Flaca al lustroso piano de cola que aguarda al lado
del estrado con la tapadera abierta mostrando sus afiladas entrañas. La
sonata debe exceder su habilidad pianística, de ahí que haya cedido el
puesto a un Trosky cualquiera, de quien, al hilo de las explicaciones
dadas, no debería fiarse. Entre la Flaca y Trosky puede surgir un peli-
groso vínculo provocado por la embrujadora sonata. El muermo de mi
hermano no comprendería la razón de su ulterior irritabilidad. Ni le
reprocharía que emplease tanto tiempo en los ensayos, llegando tarde
a las citas que previamente hubieran concertado; no se atrevería, no
pegaría con su ejemplar calzonazonería. Al contrario, la animaría a
que ensayase, propiciando sin querer sus aventuras extra noviales.
– Beethoven, de acuerdo con estos apuntes, no sólo dio por finaliza-
da la amistad con Bridgetower, sino que trasladó la dedicatoria a
Kreutzer, quien, en buena parte, encarnaba la sencilla y bondadosa
persona a la que un tempestuoso carácter como el suyo habría querido
aspirar...
Justo el futuro que les había imaginado. Ella triunfando por Europa,
descocándose con los compañeros o los agentes, mientras él recogidito
en casa, salvo para dar sus clases de piano en el conservatorio. No
tendría yo inconveniente en advertirle del peligro. Solo que prefiero
dejarlo para cuando amaine el disgusto que ha sufrido después de co-
nocer que seguiremos viviendo bajo el mismo techo, al suspenderse
mis vacaciones en la cárcel... Claro que, podría ir abriéndole los ojos.
Aunque no nos llevemos bien, no deja de ser mi hermano, indignán-
dome que haga el ridículo, y más a causa de una niña relamida que el
día que le falten los contratos los ganará en la cama, si es que antes no
la despiden y va a parar a la calle, a donde se unirá a unos hippies con
los que tocará el violín a cambio de cerveza y costo. Es menester ade-
lantarle algunas sorpresas que puede llevarse, para que vaya encaján-
dolas o bien encarándoselas. ¿Qué tal si a ella le cuelo en el bolsillo
del vestido la piedra que le quité a Sandra? Cuando la descubra espero
que él esté presente.
– ¿Es posible que personajes como Tolstoi y Beethoven se impusie-
ran una penitencia redentora? ¿Por qué si no se empeñó tanto el músi-
co en ganar la custodia de su sobrino Karl?

261
La Flaca permanece inmóvil delante mía. A mi alrededor los rostros
siguen pendientes de las paridas del conferenciante. Me agacho para
atarme-desatarme-atarme los cordones de los zapatos. Tomo la piedra
con disimulo. Nadie mira. Mamá no mira. Jorge no mira. El Cara
Haba no mira... Visto y no visto. Ya está. Se la deslicé en el bolsillo
del vestido.
– No admito que su cuñada Johanna fuera una inepta, que fuera cues-
tionable su moralidad. El hermano le había pedido hacerse cargo del
sobrino, especificando sin separarlo de ella, quien, a lo sumo, era algo
intrigante, o sea, lo habitual en la sociedad vienesa de entonces. A mi
juicio, el empeño del genio respondía a parte de penitencia redentora
por sus deslices pasados, parte de repulsión de los mismos y de los
ambientes en los que se producían y parte de inevitable afecto por el
sobrino, quien, a la postre, surcó aquellas procelosas aguas, dándose a
mujeres de mala vida (incluso a esposas de aristócratas, que en aquella
época manufacturaban cuernos al por mayor), robando e intentando
suicidarse (lo típico: le tembló el pulso al ir a descerrajarse un tiro en
la cabeza)... Una y otra vez Beethoven, conturbado, afligido, desespe-
rado..., renovando su, para otros asuntos y con otras personas... (pues,
¿no se peleó sucesivamente con el príncipe Lichnowsky, Lobowsky y
Kinsky por bagatelas?)... escasa paciencia, corrió a rescatarlo, com-
prendiendo que, a diferencia de él, carecía de una vocación artística
consoladora y de la férrea convicción de que los goces mundanos no
traen la felicidad. Hasta sus últimos días no escatimó esfuerzos,
ayudándolo siempre, para, encima de todo, culparse de su perdición...
¿Seré yo la penitencia redentora de mi madre? Probablemente sus
pecadillos cometería de joven, de ahí su eterna paciencia conmigo.
¿Por qué habrá soportado si no que la agrediera o que me metiera en
un lío del demonio? Misterio... A lo mejor sufre cierto sentimiento de
culpa por haberme parido. En parte es responsable de que yo naciera.
Pero no lo es tanto del ente consciente que yo constituyo (¡toma ya!).
No le compete la asignación de las conciencias, podría yo, mi ente
consciente, haber seguido hospedado en la nada o haber adquirido
conciencia de mí mismo como hijo de otra madre... (Menudo filoso-
fastro estoy hecho. Y eso que no tengo un capuchón de boli exploran-
do mi oreja para que me inspire...) En este sentido la disculpo. La dis-
culpo y la compadezco. Mira que salirle este bicho... Claro que, algo
en mí ha cambiado. Esto de no culparla de mi existencia es ya un
síntoma. ¿Iré camino de la madurez?

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– Termino con Bridgetower, antes de dar paso a la música... El mis-
terio se cierne sobre quien debió ser inmortalizado con el nombre de la
famosa sonata, en lugar de aquel impostor. El resto de su trayectoria
artística pasa por componer unas cuantas suites y realizar unas pocas
giras por otros países, para, al final, eclipsarse, descubriéndose even-
tualmente que acabó sus días en el barrio londinense de Peckhamm,
sumido en la más absoluta miseria. A menudo hay mendigos que en-
cierran un pasado de fama y éxito que, en su momento, nos emocionó.
No pasen de largo la próxima vez que se topen a uno, no lo ignoren,
no sean tacaños y échenle unas monedas, no incurran en la misma in-
justicia que cometieron con Bridgetower, quien no fue merecedor de
aquel final, como tampoco lo es de su actual flagrante olvido. Recuer-
den las certeras palabras que dijo al periodista: “De haber Beethoven
respetado la inicial dedicatoria, me habría inmortalizado”. Qué duda
cabe. Gracias. Eso es todo.
No hay unanimidad en los aplausos. Acaso los míos, junto a los de
Miranda, a despecho de la contrariedad del Presi, sean los más sono-
ros y entusiastas.
El Presi hace un gesto nervioso a la Flaca y a Trosky para que ocu-
pen sus puestos. La presentación de los músicos es patética. El pañue-
lo no deja de repasar la frente y el cuello:
– Después de esta magnifi... Ejem... Gracias por..., al ilustrís..., al ex-
celentís..., al cachondís... Ejem... Perdón... Uf... Hace calor, ¿ver-
dad?... Desde luego ha sido una muy instructiva... ¿No funciona el aire
acondicionado?... Espero que no se repi... Ejem... Ahora demos paso
a... ¿Estáis listos?... Querido público... Ejem... Los músicos no necesi-
tan presentación... De sobra los conocen. Bien. Sonia quiere antes di-
rigirles unas palabras... ¿Vas a dedicársela?... Escuchen atentos...
Ejem... Disculpen... Es el calor... ¿Lista?
Ya se ha sentado Trosky al piano y ha desenfundado la Flaca el
violín. Para el contoneo que se avecina más apropiado serían unas ma-
llas de aerobic que no el holgado vestido negro.
Ya habla:
– Deseo dedicar esta sonata a una amiga de todos conocida. Estoy
segura de que desde el cielo me estará escuchando.
Al cielo tendrá estresado como ande relatando los pormenores de la
enfermedad que la despachó.
La Flaca esgrime el violín, hace un gesto a Trosky y comienza a to-
car.

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La introducción es lenta. Los primeros compases son tranquilos, rela-
jados, sólo algo desgarrados. No anuncian la apasionada ejecución de
que habló el tal Gimeower...
Ahora sí. Ahora comienza la Flaca a demostrar la calidad de sus hue-
sos. Qué caderas... Qué contoneo...
¡Atención! ¿Qué ha saltado de su vestido? ¿Un botón que no resistió
el torbellino de su cuerpo? El público lo ha notado. Todos miran a sus
pies intentando verlo. Ella, ignorante, ensimismada, no deja de tocar el
violín. El Presi no presagia nada bueno, a tenor de cómo se estaba
desarrollando la velada. Trosky, sin dejar de teclear compulsivamente,
pone cara de circunstancias, al reconocer que es algo que se compra y
se vende clandestinamente y se fuma generalmente en grupo acom-
pañándolo de unas litronas. El semblante de mi hermano se ha conta-
giado del suyo y del de aquellos que a su vez han adivinado en esa co-
sa algo indecente. Pero ella sigue ajena... Aunque casi la pisa. ¿La pi-
sa?, ¿no la pisa? ¡Hagan apuestas!...
Sigue tocando magistralmente... Sigue..., sigue... Sigue contoneándo-
se alocadamente... Sigue..., sigue...

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