Está en la página 1de 64

Tres

gotas
de agua
Yeni Rueda López
ISBN: 978-607-95744-8-2
D.R. © Yeni Rueda López
D.R. © Por las ilustraciones:
Amanda Mijangos
D.R. © Por la edición:
Sergio David Lara Castañeda, editor.
edicionesimiente.weebly.com
edicionesimiente@gmail.com
@ESimiente
Facebook.com/edicionesimiente
colección
Artefactos
(2)
Román

oceanchild, calls me…


The Beatles
…Llevaba varios días sin comer. Después de
que leyó la última carta de María se puso
muy triste. No sabíamos cómo animarlo. Co-
mía poco y dormía menos. Todas las noches
salía y se quedaba sentado en la entrada de la
que había sido la casa de María. Empezamos
a atrancar la puerta, pero quién sabe cómo, 5
él se las arreglaba para salirse.Ya cuando iba
saliendo el sol, entraba corriendo a la casa.
Se encerraba en su cuarto. No sabía qué hacer
con mi hijo, era como tener un pez entre las
manos que pide desesperadamente que no lo
regreses al agua.

Ellos no saben, María, lo mucho que te


extraño. No comprenden que no podías
irte. Bien se sabe que los niños que na-
cen en un huracán le pertenecen al mar.
Pero tu madre no hizo caso, no respe-
tó tu destino. Te recuerdo, pequeñita,
con tu piel blanca y tus ojos redonditos.
¿Te acuerdas cuando corríamos tras los
cangrejos antes del anochecer? ¿Y cuan-
do nadabas en las noches de insomnio
6 mientras yo te miraba desde las rocas
que están cerca del arrecife?
Ellos no saben que puedo verte entre
las olas. La vibración de tu voz viaja por
el aire y toca el agua que murmura en mi
ventana. En estos días, lo único que me
mantiene en paz es mirar el mar y es-
cuchar lo que me cuenta de ti. También
leo las cartas que me mandas. Sé que te
vas a casar, y me da miedo. Quiero que
regreses. Ese lugar no es el tuyo. Si te
quedas vas a ser infeliz. Lo sé porque el
agua me ha dejado verte, encerrada en
tu cuarto, vestida con una bata, sentada
en la puerta del baño con la oreja pegada
a una caracola. Pero no cualquiera, sino
aquella que saqué del arrecife, la que te
regalé cuando cumpliste quince años.
Allá todo es falso: lleno de árboles 7
artificiales y albercas, líquidos sin alma.
El azul de las albercas no es más que el
color del engaño de los que gustan del
mar pero no se atreven a amarlo. No
puedo creer que tu nuevo amor sea ver-
dadero. No quiero creerlo. Mi corazón
se disuelve cada vez que, entre las olas,
contemplo sus caricias. Se disuelve por-
que aún te amo. ¿Te acuerdas de ese día?
Ese en el que hicimos el amor en la casi-
ta abandonada que está cerca de la Peña
Grande. Mientras nadábamos para llegar
hasta ahí sentí un calambre en la pierna.
No te dije nada para no asustarte. Sabía
que ese calambre era cosa del mar. Te
diste cuenta de que me había detenido
cerca de una roca y me extendiste tu
8 brazo para ayudarme.Yo le rogaba al ser
marino que no se enojara conmigo, que
yo te quería a la buena y que él siempre
iba a ser tu primer amante. Por eso me
soltó.Y por eso pude besarte fluidamen-
te después del incidente.

…esa mañana se levantó muy diferente. Me-


nos taciturno y más ruidoso, como siempre
había sido. Desayunó y rió con nosotros. Jugó
futbol con sus primos y hermanos.Yo lo mi-
raba desde la cocina. Estaba contenta de ver
a mi hijo normal otra vez. No tenía idea de
lo que iba a ocurrir después. Cuando el sol
se ocultó, desapareció. Pensamos que se había
ido a dar la vuelta por el pueblo. Pasaban las
horas y no aparecía. Salimos a buscarlo. No
lo encontramos, hasta dos días después, en
Peña Grande. Estaba a la orilla de la playa, 9
empapado, amoratado, pero con una enorme
sonrisa en sus labios.

Esta mañana escuché tu voz. Me decías


que venías. Te morías por presentarme a
tu novio y que nos hiciéramos amigos.Yo
me sentí muy triste pero también muy
feliz. Soy muy egoísta. Yo no puedo ser
su amigo. Es como sonreírle al hombre
que se roba los pescados que con tanto
esfuerzo lograste atrapar. No se puede,
María, porque ese hombre me está qui-
tando el aire… no, el agua de mi vida.
Y yo sé que tú lo quieres, no lo amas.
¿Sabes cómo lo sé? Porque te vi y te es-
cuché esta mañana. Miré hacia la Peña
Grande y ahí estabas, paradita, como
10 una palmera. Hermosa, con tu sonrisa
de quince años y tu canto dulce. Yo sa-
bía que si iba a verte no iba a regresar.
Por eso me despedí de mi familia, a mi
manera. Ellos me quieren mucho, y a ti
también. No te van a culpar por mi par-
tida, al final sabrán comprender que es
lo mejor. Me sentía preocupado porque
pasé todo el día cómodo mientras tú es-
tabas sentadita en la cima esperándome,
eres tan paciente. Pero es porque nos
amamos y tú entendías que tenía que ser
bueno y no marcharme sin decir adiós.
Ya para la noche, cuando mi hermanito
se quedó dormido me salí. El mar esta-
ba también muy contento, cantaba feliz.
Me sentía hinchado de paz. Por eso no
me preocupé cuando mis pies se rasga-
ron con el filo de las piedras de la peña. 11
Estaba cerca de la cima cuando empezas-
te a cantar. Desde ahí se veían las casitas
del pueblo y las de la playa y sin dudarlo
me lancé a tus brazos.
Glauco
…sus pies ciertamente son
delicados, pues al suelo no
los acerca, sino que anda
sobre la cabeza de los
hombres…
Homero

verde carne, pelo verde


Federico García Lorca

verde negra sanguinaria


Alfonso D’Aquino
Bartolomé y Sofía
Escena I se sientan en unas
gradas de piedra blanca. Frente a ellos
se encuentra un escenario de metal que
flota sobre un lago. Son las últimas ho-
ras de la tarde, y las sombras primerizas
de la noche van cayendo sobre la gen- 13
te y el agua, que al reflejar el follaje se
convierte en una alfombra cristalina. El
escenario se compone de un rectángu-
lo apostado en el centro del lago con un
brazo central que al llegar a un par de
metros de la primera fila se rompe en
dos brazos más, uno que va hacia la iz-
quierda y el otro hacia la derecha. Hacia
la izquierda del escenario se balancean
lentamente unas embarcaciones corroí-
das.
Mientras la gente se acomoda, los
músicos van entrando en el escenario:
una pianista de baja estatura y labios rojos
delgados, un saxofonista con apariencia
de cavernícola domesticado y un gui-
tarrista altísimo, de pelo rubio y largo.
14 Afinan sus instrumentos y la gente va
disminuyendo su parloteo. De uno de los
extremos, empiezan a surgir unas figuras
femeninas cubiertas por una manta de co-
lor turquesa. Se sientan a los extremos.
Las gradas se van llenando mientras la
noche avanza en el inmenso jardín. La
brizna se detiene por completo. Sofía
recarga la cabeza en el hombro de Bar-
tolomé, quien le acaricia el cuello como
a un gato. Las luces se apagan y por unos
segundos todo se cubre de una densa os-
curidad. Un círculo de luz se posa en el
centro del escenario. Las figuras encapu-
chadas se levantan y dejan caer su túni-
ca. Aparece un grupo de bailarinas que,
acompañadas por la música, comienzan
su rutina. Bartolomé y Sofía observan con
detenimiento a la bailarina principal: es 15
delgada, de curvas cautas, piel apiñona-
da y ojos verdes. Cabello profundamente
negro adornado con plumas de quetzal.
Tiene un traje de terciopelo, también
verde, ajustado a su cuerpo. Bartolomé
se rasca la cabeza y le dice a Sofía:
—¿Qué estamos haciendo?
—¿Qué quieres decir con eso?, esta-
mos viendo a las bailarinas...
—¡No!... eso ya lo sé… es decir,
¿por qué estamos aquí?
—¿Te sientes bien? David nos dio sus
boletos porque él tenía otro compromi-
so. ¿Lo olvidaste?
—Eso lo recuerdo.Y también recuer-
do que en realidad no teníamos muchos
motivos para venir.
16 —Sí, pero no teníamos nada mejor
que hacer. ¿Seguro que estás bien?
—Sí. Sólo que es raro cómo suceden
las cosas. Cuando entramos, dijimos que
sólo estaríamos un par de minutos y lue-
go iríamos por una cerveza. Pero, ahora,
al verla bailar no quisiera estar en otro
lado más que aquí.
Sofía regresa su mirada al escenario.
Los músicos tocan un jazz lento, pau-
sado, erótico. O tal vez, el erotismo
procede de la forma en que las bailari-
nas enredan sus brazos y piernas en la
mujer de ojos verdes. Sofía la señala con
el dedo índice y Bartolomé asiente. Los
dos se toman de las manos, apretándolas
cada vez que ella se acerca al público, y
regala su sonrisa diáfana, que parece ser
dirigida sólo a ellos. Sofía le susurra a 17
Bartolomé:
—¿La conoces?
—No.
La música va aumentando su intensi-
dad. Algunas personas se han levantado
de sus asientos y se contonean torpe-
mente. Sofía los mira con lástima. La
bailarina extiende las manos y forma
una constelación con los dedos, miles
de estrellas nacen de su ombligo y se
retraen cuando ella vuelve a su propio
centro. Todos la miran, pero nadie como
Bartolomé y Sofía.
Sofía ve en los pies de la bailarina la
representación de un cortejo espiritual:
con sus pies delicados tocando tenue-
mente el piso, atraviesa la capa de la su-
18 perficie para capturar en el movimiento
de sus piernas el deseo dormido en ella.
Bartolomé se estremece cada vez que la
bailarina se acerca a la orilla del temple-
te, y arquea la espalda, regalándole el
público la imagen peligrosa de su cue-
llo blanco y del nacimiento de sus senos.
Con los ojos recorre su cuerpo: la curva
de las caderas, el hundimiento de la cin-
tura, la línea delgada de su cuello.
La música se detiene y las bailarinas
terminan su rutina en posición de flor
de loto. Sofía mira incisivamente a Bar-
tolomé. Ella es la primera en hablar:
—Bueno, y ahora qué. ¿Qué hace-
mos? ¿Vamos a buscarla?
—¿A quién?
—Tú sabes de quién hablo.
Bartolomé se queda pensativo. Pasan 19
unos minutos. Toma de la mano a Sofía y
le besa los dedos. Habla dubitativo:
—Bueno, primero hay que saber su
nombre… yo podría averiguarlo.
—¿En serio? ¿Harías eso por mí?
—Sí… creo que sí…
—¡Gracias, Bartolomé! Sabes que yo
no podría acercarme a ella…
—Sí, una de las chicas del grupo de baile
es amiga mía… ella podría presentarnos…
—¡Sí!, sí, dile…
—Está bien.Yo voy… sólo… déjame
ir al baño.
—Pero los baños están hasta la entra-
da y todos van saliendo. Te vas a tardar
mucho y se puede ir sin que sepamos su
nombre.
20 —Atrás de las gradas hay unos, no
tardo.
Bartolomé sale huyendo en dirección
contraria al escenario. Mientras camina
recuerda los movimientos de la bailarina
y tiembla. Tiene miedo. Cambia de di-
rección y se dirige al otro extremo de
las gradas. Se refugia en una columna
de concreto color carmín. Sofía espera
unos minutos a que su compañero re-
grese y al no hacerlo decide acercarse al
escenario. Su corazón palpita y sus dedos
se contraen. Alguien intenta impedirle
el paso a los camerinos, pero la amiga de
Bartolomé la reconoce y la invita a pasar.
Frente a ella se encuentra la bailarina,
envuelta en una bata de color esmeralda.
Se la presentan y es invitada a sentarse a
su lado. Sofía está sumamente nerviosa 21
y habla poco. La bailarina le ofrece un
cigarrillo. Su voz es pausada, melódica.
Sofía se siente envuelta en una nebulo-
sa. De pronto, la bailarina la toma de la
mano y la lleva de nuevo al escenario.
Desde ahí observan el lago cubierto por
la noche y rodeado de inmensos árboles.
Bartolomé observa con ansiedad la esce-
na desde su escondite. Quiere acercarse
pero no se mueve de su refugio. La bai-
larina se sienta en un extremo del esce-
nario y mete los pies al lago. Los peces
le acarician los pies y ella ríe juguetona-
mente. Transcurren treinta minutos. So-
fía se despide. La bailarina saca los pies
del agua y le dice adiós con un beso en
la mejilla, muy cerca de los labios. Sofía
22 siente un escalofrío y se da la vuelta para
caminar sin mirar atrás. Bartolomé, que
se ha percatado de todo, se mueve entre
la gente y alcanza el brazo de su amiga.
Ella lo mira indignada, pero se guarda el
coraje y camina junto a él. Bartolomé,
ansioso, comienza a interrogarla.
—¿Qué te dijo la bailarina?
—Se llama Anaïs.
—¿Te diste cuenta de que es verde?
—Sí…
—¿Qué más te dijo?
—No tienes esperanzas con ella.
—¿Ah, no?
—Bueno, eso pensé mientras vi cómo
besaba a la pianista.
—Era verde.
—¿Qué?
—El piano. Era verde. 23
—¿Cuál piano?
—El de la pianista que según tú besó
a la bailarina.
—… se llama Anaïs.
Bartolomé toma de la mano a Sofía
y se dirigen hacia la avenida. Caminan
cuesta abajo. Sofía tirita y se pega al
cuerpo de Bartolomé. Caminan abraza-
dos. Sofía se acerca una de las mangas de
su suéter a la nariz y lo aleja rápidamen-
te. Se dirige a Bartolomé:
—Mi suéter huele a cigarro.
—¿A sus cigarros?
—Sí.
Bartolomé saca de su bolsillo una ca-
jetilla y le ofrece a Sofía. Ella lo rechaza.
La lluvia comienza a caer de nuevo, muy
24 pausadamente, mojando sus cabezas.
Bartolomé entra a
Escena II una habitación es-
cueta. Hay una mesa, una silla, un pote
con tapa verde.
Se sienta y comienza a servirse. Hace
todo con mucha lentitud. Sofía entra a
la habitación y se sienta a un lado de él. 25
También se sirve de lo que hay en el pote.
Comienza a comer. Bartolomé juega con
su tenedor en el plato y se dirige a Sofía:
—¿Qué le pusiste al espagueti?
—Pesto.
—¿Qué?
—Pesto.
—¡Ah!, ¿qué es?
—Un condimento.
—Ya. Es que nunca lo habías prepa-
rado así.
—Así lo comí en la casa de La Baila-
rina.
—No es La Bailarina. Se llama Anaïs.
—Sí, ya sé. Fui yo quien le preguntó,
¿recuerdas?
—Siempre me lo reprochas.
26 —Dijiste que tú lo harías.
—Lo siento. Ya te pedí disculpas por
eso… te dije que tenía muchas ganas de
ir al baño… no me podía aguantar...
—Sí, claro.
—Bueno… qué te digo ¿Que me es-
condí?
—Esa es la verdad.
—Para ti todo es cuestión de decir la
verdad.
—¡Exacto! Siempre es mejor admitir
lo que en realidad se siente o sucede.
—Ojalá así admitieras lo que sientes
por T. Es verdad que aún lo extrañas.
¿No es así?
Silencio. Sofía se levanta unos instan-
tes de la mesa. Está indignada porque
cree que Bartolomé dio un golpe bajo.
Mencionó lo prohibido. Bartolomé se da 27
cuenta de que hirió el orgullo de Sofía y
se levanta. La abraza. Ella llora un poco
y cuando se calma vuelven a sentarse. Él
trata de volver al inicio de la conversa-
ción como señal de tregua. Continúan
comiendo. Se miran a ratos. Se toman
de las manos. Bartolomé deja de comer
y se dirige a Sofía.
—¿Y si la llevamos a nadar?
—¿Para qué?
—Pues no sé, para que se ponga un
bikini.
—Ya, lo que quieres es verle las nal-
gas.
—¿Tú no?
—Yo no quiero verlas, quiero tocarlas.
—También podemos hacer eso.
28 — No lo creo, no nos atreveríamos.
Al menos yo no.
—La cobardía desaparece cuando de-
seas algo con mucha fuerza.
—Tú no la desapareciste cuando
hubo que preguntarle su nombre.
Silencio. Bartolomé suelta la mano de
su amiga, ahora es él quien se siente he-
rido en el orgullo. Peor, en su hombría.
Ella intenta retomar el hilo primigenio
de la conversación:
—A mí me gustaría llevarla a un lago.
—Sofía, nadie se mete con bikini a
los lagos.
—Ya lo sé.
Se miran. Bartolomé y Sofía se en-
cuentran acongojados porque desean en
este momento estar acariciando el brazo
de Anaïs. Algo hay en ella que les dejó una 29
sensación de llenar el vacío de su ausen-
cia física. Bartolomé le pregunta a Sofía:
—Pero, ¿por qué a un lago?
—No sé… simplemente pienso que
es un lugar que le sentaría muy bien a
ella.
—Me empieza a preocupar todo esto.
—¿Por qué?
—Sólo hablamos de ella y no hace-
mos nada. Esto ya nos ha sucedido antes.
Siempre terminamos muy mal.
—Ya lo sé. ¿Has notado lo verdes que
son sus ojos?
—Sí. Toda ella es verde. ¿Por eso
quieres invitarla al lago?
—Sí, su ojos son como el color de la
lama de las rocas.
30 —Ella no es una roca.
—Ya lo sé, ella es una bailarina.
—¿Las piedras bailan?
—No lo creo, tienen lama, pero dudo
que puedan emitir movimiento alguno.
—Ella no es una roca.
—No, ella es la lama.
Bartolomé está re-
Escena III costado viendo la te-
levisión. Bosteza con fuerza. Tararea con
voz baja:
I once had a girl, or should say, she once
had me…
Comienza a tener mucho sueño. Dor- 31
mita un rato. Sofía entra a la habitación y
lo sacude. Bartolomé la escucha sin mi-
rarla. Sofía habla precipitadamente.
—¡Ya besé a Anaïs!
—…ya la besé.
—Bartolomé, escúchame, te digo que
ya besé a Anaïs.
—…te digo que la besé.
—Lo que hay en su boca no es saliva,
es savia.
—…es savia lo que hay en su boca.
—Le muerdes los labios y comienza
a brotar delicadamente.
—…comienza a brotar.
—Y su lengua sabe a clorofila.
—…a dulce clorofila.
La televisión sigue encendida. Aunque
32 Bartolomé le responde a Sofía no deja de
mirar la pantalla. Sofía se recuesta junto
a él, colocando la cabeza de este en su
regazo para pasarle los dedos por el ca-
bello. Bartolomé cierra los ojos por unos
instantes, sintiendo los livianos dedos de
Sofía. Ella, que ha dejado de mirar la te-
levisión y cree que Bartolomé dormita,
sacude la cabeza y le aprieta los hombros.
—Bartolomé, despiértate, te digo que
besé a Anaïs.
—...estábamos afuera de una tiendita.
—Platicábamos de lo radiante que es
Stravinski.
—…yo le dije que no tenía nada de
radiante.
—Ella dijo que sí, dijo que era igual
de radiante que morir a causa del coli-
sionador de hadrones. 33
—…dijo cosas muy raras.
—Cosas sobre el agua y la niebla.
—…el bosque y el agua.
—Entonces, ¡Bartolomé! ¡Escúcha-
me, que es importante!
—…entonces…
—Le pedí un cigarro.
—…me lo dio y luego tomó mi mano.
—Me jaló hacia ella.
—…me rodeó con sus brazos delga-
dos.
—¡Me acariciaron sus labios!
—…yo sentí una estocada en el vien-
tre.
—¡Eran sus dedos!
—…mis entrañas temblaron.
—Pasaron los segundos.
34 —…creo que toqué su lengua.
—O sus dientes.
—…se acabó el beso, se separó de
mí, le dio un trago a su cerveza y comen-
zó a reírse.
—Creo que se burló de mí.
—…se burló de mí.
—¡Pero yo me sentía muy bien!
—…como pendejo, pero bien.
—Su beso me supo melifluo, como el
agua verde de los lagos.
—…la lama.
—Ella es verde.
—…abisalmente.
—…verde.

35
Bartolomé y Sofía
Escena IV leen. De vez en cuan-
do se miran. Bartolomé tiene una serie
de palabras atoradas en la garganta pero
no sabe cómo decirlas. Sofía se encoge en
su asiento y cubre su rostro con la revista
36 porque adivina lo que Bartolomé quiere
decirle. Después de unos segundos él se
llena de aplomo y habla:
—Dijiste que no te ibas a enamorar,
así, a lo pendejo.
—No la amo.
—Bueno, es una forma de decirlo.
—…hay algo que… no te he dicho…
Silencio. Bartolomé se incorpora y
busca la mirada de Sofía, la jala de la
mano y la pone frente a él. Ella comien-
za a hablar apresuradamente.
—Me acosté con ella.
—Ya lo sé, yo también estuve ahí.
—¡No! Primero me acosté. Luego
nos acostamos.
—Dijiste que no te ibas a enamorar,
así, a lo pendejo.
—Pero… no la amo. 37
—Es sólo una forma de decirlo.
—Primero fumamos un cigarro en la
sala.
—¿Tú fumas?
—No, pero en ese momento, sí.
—…después me llevó a su cuarto.
Primero era como una selva tropical,
hojas de palmeras picándome las costi-
llas…
—Luego me sentí en un bosque den-
so donde el sol jamás podría tocar mis
párpados. Mis pies crujían junto con las
hojas que acompañaban nuestros pasos.
—…cuando empezó a besarme es-
tábamos a la orilla de un lago. El agua
musgosa acariciaba mis rodillas. Clara-
mente percibí cómo los tentáculos de
38 una medusa acariciaban mis pies.
—¿Hay medusas en los lagos?
—No creo.
—Y…¿entonces?
—¡Pero la sentí!
—Ya lo sé, ¡yo también estaba ahí!
—Cuando pisas a una medusa sientes
algo gelatinoso, luego algo que te que-
ma, un dolor insoportable y agudo em-
pieza a estremecer tu cuerpo en oleadas
de sufrimiento y éxtasis.
—¿Te ha picado una medusa?
—No, pero besé, lamí, abracé, pe-
netré, acurruqué a una medusa.
—Pero las medusas son blancas,
transparentes, y ella no lo es.
—¡Ya sé que es verde! ¡Que se lla-
ma Anaïs! ¡Que escuchaste a Stravinski
mientras ella te besaba el cuello! ¡Que 39
sentiste dos hadrones explotando en tu
vientre cuando alcanzaste el orgasmo! Y
lo sé porque yo también estuve ahí. Yo
también lo sentí.
—Dijiste que no te ibas a enamorar,
así, a lo pendejo.
—No es amor.
—Era sólo una forma de decirlo.
Bartolomé observa con detenimiento
los brazos de Sofía. Los toca. La piel se
siente como la superficie de una alfom-
bra. Ella no dice nada. La coloca frente
a un espejo. Él la toma de la cintura, la
abraza. Luego señala en el reflejo el bra-
zo derecho de Sofía.
—¿Qué es eso que tienes en tu mano?
—No lo sé, me salió ayer, pero tam-
40 bién lo tienes en tu cuello.
—Sí, lo sé, lo descubrí mientras me
bañaba.
—Es musgo. Es ella…
—Sí… es… ella…
Diluvia

Dame un beso amor


y espera quieta
junto a la playa
José María Cano
En cuanto mis pies tocaron la
I arena y vi cómo las olas rompían
en las piedras, me tuve que sen-
tar. Nunca había venido al mar. Lo había
contemplado en pantallas de televisión
o de cine, pero nunca había estado ahí.
42 Siempre me sentí excluido en las reu-
niones cuando amigos y familiares habla-
ban de sus aventuras en la playa, porque
nunca podía añadir ninguna anécdota. Lo
único que sabía de nadar era meterme
en una alberca dominguera. En cambio,
muchos de mis primos eran expertos.
Desde pequeños los habían llevado a las
pozas que están cerca de mi casa y cuan-
do se enfrentaron al mar el miedo se
desvaneció pronto.Yo venía por primera
vez y me sentía muy contento de com-
partirlo con María. María. Tan linda, tan
líquida, ella.
Viéndola correr con libertad, y con
la brisa marina mojando su cuerpo, fue
que se me quitó el miedo. María había
nacido aquí, siempre rodeada de agua.
Un par de meses después de que comen- 43
zamos a salir, me contó de su niñez, que
había nacido en una noche de tormenta
y por eso la llamaron así. Cuando tenía
dieciséis años, su padre murió. El viejo
barco del pescador se perdió en una no-
che de vendaval y la madre temerosa de
perder también a la hija, se la llevó, tres
años después, a vivir al centro del país,
en donde el agua no está más que en los
garrafones o en los charcos inofensivos
de la ciudad.Y es así como llegaron a vi-
vir a Cuernavaca. Cuando le conté mis
frustraciones marítimas, me acarició el
pelo y me dijo que si alguna vez nos casá-
bamos lo haríamos en el mar. Ese día no
supe que contestarle, me limité a son-
reír en silencio. Aunque sabía que segu-
44 ramente me lo estaba tomando demasia-
do en serio, la palabra “matrimonio” me
afectó mucho. Yo no quería nada serio.
En esos días no sabía de lo mucho que
María cambiaría mi vida, y finalmente
medio año después no quería hacer otra
cosa que vivir con ella. Sin embargo era
una mujer de costumbres arraigadas, y
no tuve más que pedirle que fuera mi
esposa. La única condición que ella puso
fue que la boda tendría que celebrarse
en su pueblo.Y por eso estamos aquí.
Yo la veo correr en la playa, el agua
que toca sus pies parece acariciarla y ella
se deja hacer, mientras yo, temo que una
de esas inmensas olas me arrastre a un
abismo del que no volveré.

Es el segundo día que llevamos 45


II en Guayabitos y es muy difícil
sacar a María del agua. Se levan-
ta muy temprano y se mete al agua. Es
como una nereida pródiga que regresa
a los brazos de su padre. Y vuelvo a te-
ner miedo del océano, lo veo como a
un enemigo que nunca voy a vencer, al
amante furtivo que se escapará todas las
noches a nuestro lecho. Es como ese ex-
novio que guardan las mujeres en su caja
de secretos.
Tercer día en la playa. Hemos
III estado aquí desde el mediodía.
La noche comienza a cubrir el
océano y éste se vuelve más amenazador.
Lo único en lo que me puedo concen-
trar es en la figura de una mujer, la que
46 amo, siendo devorada y salivada por ese
amante líquido. Siento celos. María no
hace más que hablar del mar, de lo bien
que se la pasaba con sus primos jugando
ahí, que jamás tuvieron que haberse ido
a vivir a la ciudad, de cómo había extra-
ñado el levantarse todos los días con el
graznido de las gaviotas. Siento miedo.
Miedo, de que el mar me quite a mi no-
via. Desde la orilla, con los pies llenos
de arena me grita:
— ¡Te enseño a nadar!
—¡Pero ya sé!
—Sabes flotar en una alberca, eso no
es nadar.
Ella insiste, me seduce con sus pier-
nas húmedas, sale del agua, se acerca a
mí y me jala a la orilla, son mis insegu-
ridades las que endurecen mi cuerpo y 47
hacen que me zafe de ella: ¿y si el mar
me traga con tal de quedarse con María?

Desperté intranquilo. Sediento.


IV Con ganas de María. Pero ella
está ausente. Ni ella ni yo ha-
bíamos mencionado la razón primordial
por la que habíamos venido. Cuando su
madre le recordó que al día siguiente ha-
brían de salir muy temprano para ir a re-
coger el vestido de novia en Tepic, María
rezongó y se puso de mal humor. Ese
día no había podido salir al mar como
acostumbraba todas las mañanas porque
la marea había estado muy alta y las olas
eran muy agresivas. Además, casi hasta
el mediodía fue que salió el sol; durante
48 las horas previas, unas encapotadas nu-
bes cubrían el cielo. Y el mar rugía de-
bajo de ellas. Yo me iba a quedar con la
familia de mi suegra porque no querían
que viera el vestido antes de la boda, por
el asunto de la mala suerte. Un primo de
María me llevaría a conocer un río cerca
de ahí. Su nombre era Paco. Él me dijo
que había tratado muy poco con María,
porque era muy pequeño cuando ella
estaba ahí, pero que un hermano suyo
que se llamaba Román hablaba mucho
de ella. Al parecer tenía su misma edad y
pasaban mucho tiempo juntos. Pregunté
por el hermano mayor, me parecía que
era mejor pasar el tiempo con él que con
un adolescente. Paco clavó la mirada en
el piso y con voz muy quedita dijo que
hacía un mes que había muerto. Camina- 49
mos durante dos horas que se fueron ra-
pidísimo. Durante el trayecto me contó
lo que su hermano le platicaba de María:
que era muy brava pero al mismo tiem-
po muy noble, que le gustaba mucho
pescar.
Cuando llegamos al río, Paco corrió a
un corralito que estaba en las orillas y un
grupo de patos salió corriendo, ávidos
de meterse al agua. El río no era muy
grande ni muy profundo, pero se anto-
jaba sumergir el cuerpo y no pensar en
nada. Me parecía más amigable, porque
era más pequeño y menos imponente.
Nos sentamos en la orilla para mojar-
nos los pies. Para hacer conversación me
preguntó si amaba a su prima. No me
50 apetecía hablar con un niño sobre mis in-
tereses amorosos, y simplemente le dije
que sí. Nadamos un rato y comimos en
una cabañita cerca de ahí, la mujer que
nos atendió era tía de Paco. De regreso a
la casa caminamos en silencio hasta que
Paco me dijo con voz temerosa:
—Román no se murió por accidente,
él se mató, porque amaba a María y su
mamá se la llevó. Eso lo saben todos y
me lo ocultan y creen que no lo sé. Pero
yo vi cuando Román se aventó al mar,
porque no podía estar sin María.
Comenzó a llorar quedito.

Faltan dos días para nuestra


V † boda. María cada día está más
nerviosa y me ha devuelto la
sonrisa. Adjudiqué su caída de ánimo al 51
shock que debió significar el volver al lu-
gar donde murieron su padre y el primo.
Mi familia está ya en Tepic y mañana por
la tarde llegan a Guayabitos. Por la ma-
ñana le pedí que fuéramos al río escondi-
do en el pueblo y accedió. El sol apenas
despuntaba. Ella llevaba un vestido que
Las rápidas olas se abrían paso entre las rocas,

rompían y le mojaban, le penetraban


y parecían teñir de azul su interior
El color prohibido,Yukio Mishima
acentuaba las curvas de su cuerpo y ha-
bía trenzado su cabello. Cuando llega-
mos al río se acercó al corral y sacó a los
patos, jugamos un rato con ellos. Fui-
mos a almorzar a la casa de la tía y dimos
un recorrido a la montaña en caballo. El
52 sol estaba particularmente encendido y
el sudor comenzó a resbalar por nues-
tros cuerpos. De regreso nos metimos al
río. Ella comenzó todo. Se metió al agua
mojando el hermoso vestido verde que
se pegó a sus caderas. Las curvas tímidas
de María se dibujaban ante mí mientras
ella cantaba una canción de enamorados.
Yo me senté en la orilla, mirando cómo
mojaba su cabello, la manera en que los
tirantes de su vestido se resbalaban, el
modo en que su busto y pelvis comen-
zaban a marcarse en el vestido. Me quité
los zapatos y caminé hacia ella. El río me
brindaba confianza. Era pequeño, menos
ruidoso y menos inmenso. Ella se hacía
la desentendida mientras la sujetaba de
la cintura. Comencé a besar su cuello,
ahora inundado de agua dulce. María 53
seguía cantando. Con sus manos jugaba
con el cabello de la parte posterior de
mi cráneo, mientras yo comenzaba a se-
guir el camino trazado por la falda del
vestido. Era mi María, no del mar ni del
primo muerto. Sólo mía. Esa tarde nos
tocamos como pocas veces lo habíamos
hecho. De una forma instintiva, natural,
como dos niños que descubren el cuer-
po del otro. Nos acompañó el arrullo del
río. Cuando logré penetrar su cuerpo,
María se asió fuertemente de mis hom-
bros. La posición era un poco incómoda:
ella contra una roca, con las piernas en
mis caderas. Cuestión de falta de prácti-
ca, supongo. Estaba cegado por el éxta-
sis causado por el cuerpo de María. Por
54 saber que ahora yo estaba dentro de ella.

Teníamos dos días de retraso con


VI la boda. Las autoridades habían
pronosticado una tormenta y se
negaron a realizar la boda en la playa.
Le pedí a María que nos casáramos en el
registro civil, luego haríamos una cere-
monia simbólica en la playa. Pero ella se
negó. Debía casarse en la playa. Sus ner-
vios habían colapsado, nada quedaba de
aquella dulce mujer que me había acom-
pañado al río. María no hacía más que
llamar a cada rato para saber si la tor-
menta se había alejado o no. Lo cierto
es que el pronóstico nos lo habían dado
desde hacía tres días y aunque el cielo es-
taba gris ni una gota de agua había caído.
Al cuarto día de retraso fue que sucedió 55
todo. María se levantó muy temprano, la
brisa del mar corría con más fuerza. La
tormenta estaba cerca. Todos seguíamos
dormidos cuando María salió de la casa
vestida de novia. Se dirigió al mar y se
quedó sentada frente a él. Eso es lo que
supongo, porque cuando la encontramos
fue en ese lugar. Parecía una loca con el
cabello enredado, las ojeras y el vesti-
do lleno de arena. La lluvia comenzaba
a caer, a lo lejos los truenos anunciaban
la tormenta. Las palmeras se balancea-
ban como si carecieran de solidez. Los
truenos parecían venir desde el centro
de la tierra y los cristales de las casas
temblaban. Por la calle comenzaban a
escucharse las sirenas de los automóviles
56 que recogían a la gente para llevársela al
albergue. Con mucho cuidado me acer-
qué a María, yo mismo tenía miedo: a lo
lejos las luces infernales de un relámpa-
go rompían el cielo cubierto de nubes
grises y gordas. Se oyeron gritos: unas
palmeras se habían roto, cayendo el te-
cho de un coche. A mis espaldas tenía a
mis padres, mi suegra y a Paco. María al
frente, quieta, como los animales, cuan-
do tienen miedo. Cuando al final estuve
frente a ella, me estremecí. Sus ojos es-
taban sin vida, ella tenía pulso, pero sus
ojos habían perdido el color. Miraba fija-
mente las olas rugientes del mar y mur-
muraba cosas sin sentido. Le pedí que
se levantara y suavemente la incorporé.
Ella me miró con ternura maternal. La
lluvia arreciaba y el viento ya le había 57
arrancado el velo. Vamos, María, vámo-
nos de aquí. Y ella me miraba mientras
se acariciaba el pelo, balbuceaba y se ne-
gaba a levantarse. Traté de mantenerme
calmado, recordar que mi miedo al mar
era irracional. Le pedí que se calmara,
que no tuviera miedo. Me abrazó con
una devoción que me congeló el cuerpo.
Repetía constantemente que alguien la
estaba llamando con urgencia. María
besó mis labios, pero ya no era mi novia
ni mi mujer. Su cuerpo estaba húmedo
por el agua de la lluvia. Me dijo: Te quie-
ro, pero Román me llama. Y se alejó. Yo
intenté detenerla, pero la mirada de ter-
nura mortífera que me devolvió me dejó
perplejo. Sólo pude ver cómo mi novia
58 se introducía en el agua, cómo las olas la
abrazaban, amándola.

Índice
Román 4

Glauco 12

Diluvia 41
Yeni Rueda López
(Morelos, 1990)
Editora y narradora en formación. Desde
2010 dirige la Revista Moria. En 2012 fue
seleccionada para participar en el Curso
de Creación Literaria organizado por la
Fundación para las Letras Mexicanas y la
Universidad Veracruzana. Se desempeñó
como asistente editorial en la Secretaria de
Cultura de Morelos. Actualmente estudia
Letras Hispanoamericanas en la UNAM y
lee obsesivamente a Juan García Ponce.
Tres gotas de agua
de Yeni Rueda López se terminó de im-
primir en el mes de abril de 2014, en
Morelos, México. En su composición se
utilizaron las familias tipográficas Perpe-
tua y Kingthings Serifique Ultralight.
Todo lo demás es verde...

También podría gustarte