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REFLEXIONES SOBRE LA FIGURA DE LA MUJER EN LAS


NOVELAS EJEMPLARES DE CERVANTES

Ernesto J. Gil López

Universalmente reconocida es, a estas alturas, la valía de Cervantes, de lo


que una buena muestra es este Congreso, y, si bien es innegable que buena
parte de esos méritos los obtiene el fabulador manchego por su inmortal relato
El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (1605 y 1615), al que hay que
añadir otros no menos valiosos como La Galatea (1585) o el editado póstu-
mamente, Los trabajos de Persiles y Sigismunda (1617); no cabe duda de que
a esa fama han contribuido, en no poca medida, sus Novelas ejemplares1
(1613), con razones de tanto peso como el haber sido los primeros textos nove-
lados en lengua castellana, totalmente originales, y no adaptados o traducidos,
como los muchos que circulaban en aquella época, de mano en mano; y, por
otra parte, el tratarse de obras «ejemplares», en cuanto que, como bien pun-
tualizaba el propio Cervantes en el «prólogo al lector» que encabeza estas
obras, «no hay ninguna de quien no se pueda sacar algún ejemplo provechoso».
Y son estos aspectos los que hacen observar a Rosa Navarro que, gracias a su
ingenio, su capacidad de contar, su dominio de la lengua y de la materia lite-
raria, este autor consigue enriquecer en sus inicios un género que nacía sin
autoridades.2
Y no para ahí la cosa, sino que, tal como señaló en su momento Agustín
González de Amezúa, la meritoria apertura de este camino por parte de Cer-
vantes, trajo consigo la extraordinaria floración novelística del siglo XVII, que
nos pondría a la cabeza de todas las naciones del mundo3.
Muy numerosos son, a decir verdad, los aspectos de las Novelas ejem-
plares sobre los que cabe reflexionar extensamente, tal como acredita la ya
abundante bibliografía que existe sobre las mismas;4 pero, con el pleno con-
vencimiento de que siempre podrán aportarse nuevas consideraciones que
complementen las que ya se han hecho, se consideró oportuno aproximarse al
ámbito de sus personajes; y, dado su nutrido catálogo y la imposibilidad de
abarcarlos a todos, al menos en el presente trabajo, nos pareció que podría
resultar interesante fijar por esta vez la atención en algunas de las figuras
femeninas que protagonizan las Novelas. Cierto es que por estos relatos desfila
un singular conjunto de tipos que, por una serie de razones se salen de lo
común, tales como ese viejo celoso capaz de encerrar a su esposa en una for-
taleza casi inexpugnable, esos pícaros que se organizan en cofradías, el galán
pertinaz que consigue penetrar en una casa que parece una cárcel, el loco
dotado de admirable ingenio, o el militar curtido que, pese a su experiencia cae
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en las redes de la embaucadora y otros muchos no menos atractivos. Pero, sin


quitar el menor mérito a los certeros comentarios realizados ya sobre algunos
de estos personajes por estudiosos de la valía de Juan Bautista Avalle-Arce,
Joaquín Casalduero, Américo Castro o Agustín González de Amezúa, entre
otros muchos, y por citar algunos, se pudo advertir que, junto a éstas que se
acaba de señalar, existe una relación de figuras femeninas que actúan como
contraste negativo, y sobre las que no se ha reflexionado excesivamente, frente
a otras que destacan por su bondad, belleza y otras cualidades positivas, acerca
de las cuales hay abundantes referencias.
Sin olvidar que esta colección de relatos sale a la luz en 1613 —por tanto,
en el siglo XVII—, no es de extrañar la presencia en este compendio de novelas
de la estética barroca y de algunos rasgos muy marcados de la misma, tales
como la concepción antitética de la realidad, así como el juego de claroscuros,
que, si bien tiene su ámbito natural en las artes plásticas, es evidente su pre-
sencia en la concepción de estos personajes, que podemos distribuir en dos
grupos muy generales, y sin entrar todavía en demasiadas profundidades, en
personajes caracterizados positivamente y otros, caracterizados negativamente,
que mantienen en este contexto esa contraposición entre el bien y el mal.
Una revisión general de la crítica que se ha hecho sobre este campo, desde
la aparición de las Novelas hasta la actualidad, permite comprobar que en casi
todos los estudios en los que se fija la atención en el papel y en el comporta-
miento de los personajes, se hace especial hincapié en aquellos en los que pre-
dominan las notas de caráctcr positivo.
Y llamaremos la atención sobre un aspecto curioso: de los personajes
caracterizados positivamente nos habla siempre alguien, destacando sus
bondades, mientras que aquellos otros, que podríamos considerar malévolos, se
caracterizan por lo que hacen, esto es, por sus maldades. Así podemos cons-
tatar que una figura como Preciosa, la protagonista de La gitanilla, aparece
ante los lectores como una auténtica ascua de luz que resplandece en medio
del, si no sórdido, al menos poco ejemplar, contexto en el que se mueve, puesto
que el comienzo de la novela consiste en una acumulación de aseveraciones,
relativas a los gitanos, que tienen la misión de potenciar una atribución —
negativa a todas luces para las actitudes honorables— que no es otra que su
desmedido afán por lo ajeno. Veamos qué nos dice sobre ellos el narrador:
Parece que los gitanos y gitanas solamente nacieron en el mundo para ser ladrones:
nacen de padres ladrones, críanse con ladrones, estudian para ladrones y, finalmente,
salen con ser ladrones corrientes y molientes a todo ruedo, y la gana de hurtar y el hurtar
son en ellos como accidentes inseparables, que no se quitan sino con la muerte.5

Si a este retrato de grupo, tan poco edificante, unimos que las líneas peda-
gógicas y la tutela de Preciosa las realiza una gitana vieja —«abuela putativa»
se la denomina en la novela6—, de la que se advierte que «podía ser jubilada
en la ciencia de Caco» y que se preocupa de enseñarle «todas sus gitanerías y
modos de embelecos y trazas de hurtar», lo que se podría esperar en estas cir-
cunstancias es que la gitanilla hubiera sido una consumada maestra en el arte
de apropiarse de lo ajeno. Sin embargo, y como contraposición a todo el
conjunto, Preciosa aparece, paradójicamente, como «oveja blanca» en medio
de un rebaño de «ovejas negras», distinguiéndose de los demás de su especie,
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no sólo por su honradez, en grado sumo, pues nunca se habla en la obra de que
se apropie de nada que no sea suyo, sino porque, además, Cervantes no pone
límites a su generosidad al dotarla de las mejores virtudes y atractivos, ya que,
tal como se dice en el relato,
Salió la tal Preciosa la más única bailadora que se hallaba en todo el gitanismo y la más
hermosa y discreta que pudiera hallarse, no entre los gitanos, sino entre cuantas hermosas
y discretas pudiera pregonar la fama.7

Y, como si esto fuera poco, el narrador añade que «era en extremo cortés
y bien razonada», y además que era «rica de villancicos, de coplas, seguidillas
y zarabandas, y de otros versos, especialmente de romances, que los cantaba
con especial donaire» (p. 70). Ante tal dechado de cualidades, expresado por
Cervantes a través de una cadena de superlativos, que, por un lado, la apro-
ximan a las heroínas de la novela sentimental, en cuanto a sus atributos, pero
cuya actitud desenvuelta, su donaire y, sobre todo, su contribución al amor, la
separan de ellas, no es de extrañar que haya habido críticos, como Federico C.
Sáinz de Robles, que, en una opinión que compartimos, no hayan dudado en
considerar a la gitanilla como una de las figuras más atractivas de la tradición
literaria; como él atinadamente observa, «la figura de Preciosa es una de las
más encantadoras de la galería de hembras famosas de la literatura universal».8
Esto explicaría que se la haya tomado como modelo y referente para otras
sucesoras suyas, tales como la Esmeralda de Nuestra Señora de París, de
Víctor Hugo, o la Carmen, de Próspero Merimée.9 O que otros, como Joaquín
Casalduero, no duden en calificarla de «piedra preciosa», todo un bello
símbolo de la honestidad, que encarna el ideal moral de lo femenino en la
Contrarreforma;10 y Claire Lagrange la considere, asimismo, un prototipo de la
virtud, nobleza y belleza.11
Caracterizaciones similares a la de Preciosa, esto es, la figura femenina
adornada de los mayores atractivos y virtudes, las encontramos, asimismo, en
otras heroínas de esta colección de relatos, tales como la Leonisa de El amante
liberal; la Costanza de La ilustre fregona; o Cornelia Bentibolli en La señora
Cornelia.
En efecto, el retrato que hace Ricardo de Leonisa —y de nuevo la infor-
mación nos llega a través de la palabra de un personaje—, está trazado de
nuevo por el recurso de acumular superlativos que tratan de mostrarla como el
máximo exponente de la belleza femenina de todos los tiempos, pues no sólo
se la considera «la más hermosa mujer que había en todo Sicilia», sino que se
dice que los más raros entendimientos afirmaban que «era la de más perfecta
hermosura que tuvo la edad pasada, tiene la presente y espera tener la que
está por venir», con lo que no se deja resquicio para que ninguna otra la iguale
en esta cualidad; y en un alarde de ingenio, se diga que «era tan perfecta, que
jamás pudo la envidia hallar cosa en que ponerle tacha».12 Claro que ésta es
una versión muy subjetiva y personal de la mujer de la que Ricardo, que es
quien así la describe, está rendidamente enamorado; pero esa cita que hace de
esos «raros entendimientos», así como de los cantos de poetas ensalzando la
belleza de esta dama, a lo que hay que sumar esa conclusión definitiva de que
ni siquiera la envidia, que en su malicia lo analiza todo exhaustivamente, era
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capaz de sacarle defecto alguno, parecen confirmar la sentencia irrefutable de


que en verdad era bella entre las bellas.
Si a esto unimos la habilidad de la muchacha para no caer en manos —y
es evidente que aquí estamos utilizando una metonimia— de la serie de
hombres por la que su apresamiento como cautiva la hace pasar: el turco Isuf,
el judío que la vende, Alí Bajá, Hazán Bajá, el Cadí y hasta el Gran Señor de
Constantinopla, al que en realidad nunca llega a ver, no cabe duda de que ella
sabe guardar su honestidad para quien ella decide conservarla. Y haremos una
llamada de atención sobre esto que acabamos de señalar, porque es, efectiva-
mente, Leonisa la que decide, al final del relato, y en una clara muestra de
independencia y autonomía, entre Cornelio, su primer novio y prometido
oficial, y Ricardo, su compañero de penas y aventuras, cuál va a ser su marido.
Es ésta, sin duda, una actitud de franco desafío a los convencionalismos de una
época en la que, como apuntaba Sara T. Nalle, la Inquisición contemplaba con
alarma que las mujeres leyeran13 y en la que, como bien subraya María del Mar
Graña Cid, para justificar su sometimiento al varón, aquella sociedad patriarcal
consideraba a las mujeres débiles de juicio o excesivamente locuaces14. Esto
inclina a pensar que en la realidad este tipo de propuestas no pudieran llevarse
a cabo con frecuencia, y en la literatura, sujeta a las convenciones de la época,
no es frecuente el caso de mujeres que puedan decidir sobre su empareja-
miento o independencia, aunque alguna excepción sí que la hay, como es el
caso de La lozana andaluza (1528), de Francisco Delicado; pero ésta es una
obra excepcional, de la que también nos ocuparemos en otra ocasión.
Otro caso digno de mención en este catálogo de damas en las Novelas
ejemplares es Costanza, mal llamada La ilustre fregona, quien, si bien era
ilustre, en el sentido de ‘célebre’, dado que todo el mundo tenía conocimiento
de su belleza sin par, no parece tan apropiado lo de fregona, pues, como bien
le comenta un Asturiano a Tomás de Avendaño, si algo fregaba en la posada del
Sevillano, era la plata, siendo la encargada de su custodia.
Incidiendo una vez más en la exaltación de su belleza, un mozo de mulas
sevillano se la describe con tanta expresividad a Diego de Carriazo y a Tomás
de Avendaño, que ya no podrán evitar sentirse aguijoneados por la curiosidad
de conocerla. Éste es su retrato:
Es dura como el mármol y zahareña como villano de Sayago y áspera como una ortiga;
pero tiene una cara de pascua y un rostro de buen año: en una mejilla tiene el sol y en la
otra la luna; la una es hecha de rosas, y la otra de claveles, y entrambas hay azucenas y
jazmines (II, 79).

Pese a ese carácter esquivo que permite asociarla con los sayagueses,
aquellos pastores que, como reflejo de la rusticidad, fueron reiteradamente uti-
lizados en el teatro de los siglos XVI y XVII, la serie de metáforas, todas ellas de
una poética sencillez y naturalidad, con las que la describe el arriero, no dejan
lugar a dudas de que la mujer de la que está hablando es singularmente bella.
Y esto lo confirma Tomás de Avendaño cuando, tras señalar que las toledanas
son las más discretas y hermosas de España, en un alarde de hiperbólica admi-
ración, proclama que la belleza de Costanza es tal, que de sus sobras no sólo
podía enriquecerse a las hermosas de la ciudad, sino a las de todo el mundo (II,
96). Y, tal como vimos que sucedía con Preciosa y Leonisa, también en
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Costanza esa belleza física viene acompañada de una alta calidad moral, pues
de ella se dice que es la más honesta doncella y que, a pesar de vivir en un
medio de tanto tráfago como era la posada del Sevillano, no se le conocía el
menor desmán (II, 86).15
En un plano no muy distante, y en una novela que J. B. Avalle-Arce
califica como «la más desolada carrera tras lo inverosímil»16, cabe considerar
a Cornelia Bentibolli, dama italiana de gran hermosura, protagonista del relato
titulado La señora Cornelia, de quien se decía que aventajaba en belleza a
todas las mujeres de Bolonia y de la que el caballero español don Antonio de
Isunza opina que es «la mayor belleza que ojos humanos han visto» (II, 200);
sin embargo, y aunque es consciente de su tesoro, Cornelia se caracteriza por
su modestia, ya que se dice que esquiva las miradas ajenas, confirmando así,
una vez más, la unión de cualidades físicas y morales.
Y si hasta aquí se ha contemplado un catálogo de personajes femeninos del
que se nos ha dicho que son tan atractivos como modélicos, hora es ya de
considerar a otros que actúan como contraste y contrapunto de los que
acabamos de ver, y que, como es de esperar, son muy distintos a Preciosa,
Cornelia, Leonisa o Costanza.
Quizá pueda ser muy explícito para este propósito el texto de El celoso
extremeño, donde hallamos dos mujeres totalmente distintas: por una parte
está la esposa del viejo celoso, Leonora, de quien, con apenas quince años, se
dice que sólo piensa en jugar con muñecas y comer golosinas, con lo que da
una imagen de inocencia e ingenuidad que contrasta claramente con el de su
ama, Marialonso, vivo retrato de la astucia y la hipocresía, y que con sus
hechos encarna al servilismo y la alcahuetería. Esta dueña corrida, ladina y
que, como buitre, se lanza sobre el pícaro Loaysa para beneficiárselo, dice no
tener ni treinta años, si bien reconoce que debe parecer de cuarenta, achacán-
dole el parecer tan vieja a «…corrimientos, trabajos y desabrimientos que
echan un cero a los años, y a veces dos» (II, 48).
Mientras Leonora vive en su mundo, ajena a lo que ocurre en torno suyo
y sometida al férreo enclaustramiento al que la ha condenado su decrépito
esposo, al que guarda fidelidad hasta acostada con el galán que se ha encapri-
chado de ella, y al que impone como condición para que entre en la casa que
jure, hasta tres veces, que las ha de respetar a ella y a sus sirvientas. Pero a su
lado estará Marialonso en acción, insistiendo una y otra vez, hasta convencerla
de que acepte a Loaysa y se acueste con él, aunque la joven defenderá su
honra hasta caer exhausta:
Pero, con todo esto, el valor de Leonora fue tal, que en el tiempo que más le convenía,
le mostró contra las fuerzas villanas de su astuto engañador, pues no fueron bastantes a
vencerla; y él se cansó en balde, y ella quedó vencedora y entrambos dormidos. (II, 57)

Recuérdese que este párrafo de El celoso extremeño fue modificado por


Cervantes en su última redacción para ser publicado en 1613, pues en la
primera —que formaba parte de la colección de textos recopilados por Fran-
cisco Porras de la Cámara para el entretenimiento del arzobispo sevillano
Fernando Niño de Guevara—, el nuevo día sorprende a los adúlteros abra-
zados, situación que corrige luego el escritor manchego haciéndolos aparecer
enlazados en la red de sus brazos, de manera que el adulterio queda púdica-
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mente transformado en un inocente abrazo. Américo Castro17 achaca estas


enmiendas, tanto al afán de ejemplaridad que tenían las novelas, como a la
deuda moral que tenía Cervantes con el cardenal Bernardo de Sandoval y
Rojas.
Muy distinta resulta, por el contrario, la actitud del ama, quien, con tal de
obtener los favores del «virote», como se le llama en la novela, no tiene el
menor escrúpulo en llevar a cabo una serie de acciones en cadena que dan tes-
timonio de su inmoralidad: primero traiciona a su amo doblemente, pues
facilita la entrada de Loaysa en la casa y además le facilita el acceso a su ama;
luego, traiciona a su señora, sometiéndola, como experta celestina, a toda clase
de hostigamientos hasta que casi llega a ser gozada por este galán en el que
Francisco González Marín ve un trasunto literario de Alonso Álvarez de Soria,
famoso personaje del hampa sevillano que acabó sus días en la horca18; y,
tercero, Marialonso traiciona a sus propias compañeras, valiéndose de su
posición de dominio, pues, estando ya en la casa con ellas el mancebo, las
manda retirarse a sus aposentos, para tener así ella el campo libre. De su
actitud con Leonora y del aura maléfica con la que la reviste Cervantes da
buen testimonio esta cita, en la que quedan patentes tanto su manipulación
como su cinismo:
Tomó Marialonso por la mano a su señora, y casi por fuerza, preñados de lágrimas los
ojos, la llevó donde Loaysa estaba, y echándoles la bendición con una risa falsa de
demonio, cerrando tras sí la puerta, los dejó encerrados… (II, 56)

Pero no es ésta la única mujer perversa que aparece en las Novelas ejem-
plares, ejecutando sus malas artes, sino que, como veremos, el aquelarre está
bastante concurrido. Precisamente, en consonancia con esta imagen que
acabamos de utilizar, en El coloquio de los perros —esa novela que, según
Peter N. Dunn presenta un inacabable retrato de malicia, traición y violencia en
el mundo19—, hallamos a una vieja hechicera, la Cañizares —un adefesio de
setenta y cinco años, de la que el perro Berganza traza uno de los retratos más
repelentes de la literatura española20—, de la que se cuenta que vivía en
Montilla (Córdoba), curando a los pobres como hospitalera. Como quiera que
el amo de Berganza brindase la actuación del perro a una famosa bruja que allí
hubo, la Cañizares salta enfurecida para defenderla, exculpándose, de paso, a
sí misma, al negar públicamente ser ella de tal condición con estas palabras:
Si lo decís por la Camacha, ya ella pagó su pecado y está donde Dios se sabe; si lo decís
por mí, chacorrero, ni yo soy ni he sido hechicera en mi vida; y si he tenido fama de
haberlo sido, merced a los testigos falsos y a la ley del encaje y al juez arrojadizo y mal
informado. (II, 308)

No obstante estas afirmaciones, la Cañizares concierta una cita con el


perro para más tarde y lo lleva a su cuartucho, donde a solas, se proclama
abiertamente heredera directa de la Camacha, a la que atribuye auténticos pro-
digios, y se confiesa practicante de las artes de la brujería:
…he querido dejar todos los vicios de la hechicería en que estaba engolfada muchos años
había y sólo me he quedado con la curiosidad de ser bruja, que es un vicio dificultosí-
simo de dejar. (II, 311)
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La vieja está convencida de que Berganza es uno de los dos hijos de la


Montiela, una colega suya, a quien la Camacha castigó convirtiéndolos, desde
antes de nacer, en perros; por eso lo llama Montiel y no sólo le cuenta sus
tratos con el diablo —al que llama «mi cabrón»—, sino que también le habla
de los aquelarres a los que asiste, en los que, afirma, se hacen cosas «sucias y
asquerosas» que, como aclara, no detalla para no ofender las castas orejas del
can. También le explica que se prepara unas unturas con las que logra entrar en
trance y admite la posibilidad de que las cosas que en ese estado vive puedan
ser fruto de su imaginación. En relación con esto, no estará de más recordar
que ya Américo Castro en su estudio El pensamiento de Cervantes,21 llamaba
la atención sobre el modo en que el genial novelista consideró la astrología y
las hechicerías y, en relación con esto, mencionaba estas visiones de brujas, las
cuales para él eran fruto de la ingesta de drogas y de esos ungüentos que la
bruja confiesa aplicarse. Por si fuera poco, ahí está, además, la clarificadora
conclusión del otro perro, Cipión, quien afirma:
Todas estas cosas y las semejantes, son embelecos, mentiras o apariencias del demonio.
(II, 321)

Castro opina que el objetivo de Cervantes al utilizar este tipo de hechos en


sus relatos es suspender el ánimo del lector y suscitar en su fantasía la impre-
sión de maravilla22, y así parecen confirmarlo, en efecto, los acontecimientos
que se producen a continuación, cuando la Cañizares queda en estado letal
durante varias horas y el perro, viéndola en semejante trance, la saca a la calle,
dando pie con ello a que la gente se arremoline en torno al cuerpo inerte y lo
sometan a diversas pruebas para ver si reacciona. Al despertar la hechicera,
viéndose descubierta, descargará su ira sobre el lebrel23.
Por otro lado, hay que destacar que la Cañizares podría tener un papel
decisivo en El coloquio de los perros, en cuanto que proporciona una infor-
mación sumamente trascendental para explicar la capacidad de palabra y de
razonamiento que tienen Cipión y Berganza. Resulta que, si por las malas artes
de la Camacha, la Montiela, en lugar de los dos niños que esperaba, parió dos
perros (esto es, dos niños, que por dicho encantamiento tendrían el aspecto de
perros, pero que, como humanos que eran, poseían al mismo tiempo la facultad
de hablar y razonar, siendo por esto distintos de los demás irracionales), y, si
además, uno de ellos resulta que es Berganza, pues, por lo que se puede com-
probar, no le resultan del todo indiferentes los comentarios que la Cañizares
hace sobre la Montiela, cuando dice:
Cada cosa destas que la vieja me decía en alabanza de la que decía ser mi madre era una
lanzada que me atravesaba el corazón… (II, 315)

lo que nos inclina a pensar que, en efecto, es el hijo hechizado de la


Montiela; cabe suponer, también, que el otro perro, dotado como él de razón y
de palabra, podría ser muy bien Cipión, de donde puede concluirse que Cipión
y Berganza son los dos hijos de la Montiela y, por tanto, hermanos, y que su
capacidad de razonar y de hablar se explica porque son humanos embrujados
con el aspecto de canes24.
Siguiendo con esta relación de damas de la oscuridad que ejercitan sus
maldades, cabe recordar que en las Novelas ejemplares hay otros dos perso-
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najes que comparten con la Cañizares la afición a los brebajes y pociones, y no


precisamente para entrar en trance y disfrutar de los favores del diablo: una de
ellas es la camarera de la reina de Inglaterra, cuyo hijo, enamorado perdida-
mente de Isabela, La española inglesa, desafía a muerte al novio de ésta,
Ricaredo, con lo que propicia que la reina mande encerrarlo en una torre. Ante
estos hechos, la camarera real decide vengarse de Isabela, y la envenena con
tósigo disuelto en una conserva. Y, dado que no era del todo conveniente que
el brebaje hubiese producido su fulminante, pues hubiera terminado la novela,
la joven no muere, pero queda convertida en un monstruo de fealdad, pues
pierde las cejas, pestañas y cabello, se le hincha el rostro y se le levanta la piel
y sus ojos quedan llorosos (I, 304). Pero, como cabe esperar de un relato que
complazca a todos los públicos, al final de la historia, Isabela no sólo recupera
a sus padres, sino también a su novio y, para que no haya disgusto, también su
belleza.
Menos fortuna tiene otro personaje, Tomás Rodaja, que, por culpa de las
malas acciones de una mujer, acaba siendo conocido como El licenciado
Vidriera. Tras iniciar estudios universitarios en Salamanca y de haber viajado
por Italia y Flandes, regresa a la ciudad manchega a finalizar su carrera. Llega
por entonces a la ciudad una prostituta a la que va a visitar, instado por sus
amigos. Ella, enamorada de él, se le declara y le ofrece su hacienda, pero,
como quiera que Tomás andaba más preocupado por los libros que por su ena-
morada, ésta intenta captar su voluntad por medio de un hechizo que le hace
tomar en un membrillo25. El efecto será fulminante: Rodaja sufre unas con-
vulsiones mortales que lo tendrán convaleciente en cama seis meses y, cuando
se levanta, trastornado su ánimo, se cree hecho todo él de vidrio, lo que explica
su curioso nombre. Mientras, la malhechora, temerosa de la acción de la
justicia, desaparece para siempre.
Vemos, pues, que tanto en el caso precedente como en éste aparece la
figura de la envenenadora, figura que parece sacada de los prototipos de los
cuentos tradicionales26, en el que un personaje (sea hombre o mujer) actúa
como obstáculo para dificultarle al héroe el logro de un objetivo (recuérdese el
cuento tradicional de La bella durmiente). Aquí, el objetivo puede ser, o bien
eliminar a un personaje (como vemos que se propone la camarera real en La
española inglesa); u obtener un efecto determinado (que es su amor en El
licenciado Vidriera) y para ello la mujer malévola se sirve de un maleficio
(curiosamente Cervantes habla de veneficios I, 335) que le hace llegar a su
víctima por medio de un alimento (en una confitura a Isabela y en un mem-
brillo a Tomás). Afortunadamente, en el primer caso, la joven, como sabemos,
no muere y recupera más tarde su belleza; mientras que en el segundo, también
Rodaja recupera la razón, aunque el descrédito en el que ha caído le impide
recuperar su dignidad, de ahí que deba marcharse de nuevo a Flandes, a obte-
nerla en el ejercicio de las armas (I, 361).
Como se ha dicho, la causante del perjuicio de Rodaja era una de esas
llamadas «damas de todo rumbo y manejo» (I, 334) que, por cierto, no es la
única que aparece en las Novelas ejemplares, pues habiendo ido a parar Rin-
conete y Cortadillo a la casa de Monipodio, por allí aparecen
…dos mozas, afeitados los rostros, llenos de color los labios y de albayalde los pechos,
cubiertas con medios mantos de anascote, llenas de desenfado y desvergüenza: señales
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claras por donde, en viéndolas Rinconete y Cortadillo, reconocieron que eran de la casa
llana y no se engañaron en nada. (I, 244-245)

En efecto, la Gananciosa y la Escalanta, que así se llaman las dos mujeres


—se sobreentiende que tales son sus nombres profesionales y por los que son
conocidas por las gentes de Monipodio, también «profesionales», todos ellos—
ofrecen una imagen tópica de la prostituta, que, quizás, no esté muy lejos de la
que se tiene también hoy de ellas: con mucho maquillaje en el rostro y abun-
dante pintura en los labios y, sobre todo, mucha desenvoltura. Pero, y esto no
deja de ser llamativo, ambas son muy generosas con las gentes de Monipodio,
pues traen una canasta llena de cosas de comer, que han comprado con el fruto
de su trabajo. Y, generosas también con la corte celestial, dan también dinero
a una beata para que encienda candelillas a San Miguel y San Blas, de donde
se desprende que estas dos figuras aúnan aspectos tan aparentemente contra-
dictorios como pueden ser la desvergüenza y la generosidad o la crudeza y la
devoción. Pero, como apuntábamos al principio, lo que hay aquí no es sino,
una vez más, una de las notas características del Barroco: la antítesis.
Hay, además, entre las gentes de Monipodio, una tercera prostituta, Juliana
la Cariharta, quien, con sus lamentos, pone de relieve la existencia ya, desde
los tiempos de Cervantes, de un tema de rabiosa actualidad: los malos tratos.
Efectivamente, la Cariharta, «moza del jaez de las otras y del mismo oficio»,
acude gritando, con el cabello revuelto y la cara llena de hematomas, y, una vez
dentro, se desmaya, lo que hace que, al desabrocharle el vestido, comprueben
que está «toda denegrida y magullada» (I, 249). Los síntomas son claros: ha
recibido una paliza de su «compañero sentimental», por utilizar la terminología
vigente y no el sonoro término que designa al hombre que vive de las mujeres.
Y es que, Repolido —tal es el nombre del valiente—, al estar perdiendo en una
partida, manda a pedirle treinta reales a la Cariharta, y ésta, no teniendo sino
veinticuatro, se los hace llegar; de manera que, por seis reales (es decir, por una
cincuenta pesetas),
…esta mañana me sacó al campo, detrás de la Güerta (sic) del Rey y allí entre unos
olivares, me desnudó; y con la petrina (…) me dio tantos azotes, que me dejó por muerta.
(I, 251)

Ni por conocida, ni por frecuente, deja la escena de producir estremeci-


miento: el valentón que sólo trabaja en la mesa de juego, descargando su
despecho por la mala partida en una lluvia de correazos sobre la pobre des-
graciada que lo mantiene y le alegra la vida. Lo trágico es que, al igual que
sigue sucediendo en muchas ocasiones en la actualidad, Monipodio, en repre-
sentación de la autoridad, echa mano de argumentos tales como las caricias que
Repolido he ha hecho a su víctima para hacerle creer que es un buen hombre,
y que en el fondo, la quiere. Así es que, sin tal vez pretenderlo, Cervantes
daba ya la mala receta de qué hay que hacer en estos casos: cuatro caran-
toñas… y aquí no ha pasado nada.
Y no quisiéramos concluir sin mencionar aún a otra mujer muy particular
de esta nómina, no referimos a Estefanía de Caicedo, la protagonista de El
casamiento engañoso, quien, con gran coquetería y seducción 27 , logra
embaucar a un alférez y hacerle creer que es casi tan rica como él. Sólo que él
es otro estafador, y, tal para cual, ella desaparece dejándole al varón como
cervantistas 2 4/8/01 09:57 Página 806

806 Ernesto J. Gil López [10]

recuerdo imborrable unas bubas que lo tendrán alojado durante una temporada
en el Hospital de la Resurreción, donde podrá escuchar el singular Coloquio de
los perros; mientras que las cadenas que ella lleva como fruto de su rapiña
resultan ser tan falsas como sus buenos propósitos al contraer matrimonio.
Como bien observa Idoya Puig, Estefanía y el alférez Campuzano van, ambos,
con malas intenciones al matrimonio; dicen buscar amor, seguridad y respecto,
cuando en realidad buscan dinero y comodidad, y por eso, los dos se quedan
sin nada.28
Así pues, como se ha podido ver, Cervantes, con magistral acierto, y a
través de lo que nos dicen algunos personajes, supo retratar no sólo la belleza
y la honradez, la honestidad y la virtud, sino también, y por medio de lo que
hacen otros, la maldad, el engaño, la crueldad y la avaricia, la realidad y la
fantasía…, en una palabra, logró desplegar ante los lectores un mundo en el
que tenían cabida las bellas y los pícaros, las mujeres virtuosas y los estafa-
dores, es decir, lo bueno y lo malo, ni más ni menos que lo que hay en la vida
misma.

NOTAS
1 Miguel de Cervantes, Novelas ejemplares. Juan de la Cuesta. Madrid, 1613. (Edición facsímil

de la Real Academia Española. Madrid. 1981). Edición de Rosa Navarro Durán. Alianza Editorial.
Madrid, 1995. 2 vols. (Se utiliza esta edición para todas las citas).
2 Véase la introducción de Rosa Navarro Durán a la citada edición, página 11.

3 Agustín González de Amezúa, Cervantes creador de la novela corta española. Consejo

Superior de Investigaciones Científicas. Madrid, 1956. Reimpresión en 1982. (2 vols.), I, p. 419,


4 Véase a este respecto la obra de D. B. Drake, Cervantes’ Novelas ejemplares: A Selective,

Annotated Bibliography. Garland. New York, 1981 y el Anuario Bibliográfico Cervantino III.
Centro de Estudios Cervantinos. Alcalá de Henares. 2000.
5 Cervantes, La gitanilla, en Novelas ejemplares, vol. I, p. 69.

6 Op. Cit. p. 71.

7 Vol. I, p. 70. Los subrayados son nuestros.

8 Véase la introducción de Federico C. Sáinz de Robles, a las Novelas ejemplares. Círculo de

Amigos de la Historia. Madrid, 1973, vol I, p. 14.


9 Véase la introducción citada de Sáinz de Robles.

10 Joaquín Casalduero, Sentido y forma de las «Novelas ejemplares».Gredos, Madrid, 1974, p.

69.
11 Claire Lagrange, introducción a las Novelas ejemplares. Gallimard. París, 1991, p. 11.

12 Vol. I, pp. 161-162.

13 Sara T. Nalle, «Literacy and Culture in Early Modern Castile». Past and Present. Nº 125

(1989), pp. 86-90, citado por María de Mar Graña Cid. Vid. Nota siguiente.
14 María del Mar Graña Cid, «Palabra escrita y experiencia femenina en el siglo XVI», en

Antonio Castillo (comp.), Escribir y leer en el siglo de Cervantes. Gedisa Editorial, Barcelona,
1999, pp. 211-242.
15 Sin embargo, llama la atención que Avalle Arce, en su introducción a la edición de las

Novelas ejemplares (Castalia, Madrid, 1982, 3 vols.), diga que la ilustre fregona es el personaje con
menos lustre de las Novelas y una de las protagonistas femeninas en que Cervantes ha escatimado
la caracterización (vol. III, p. 11).
16 Vid. Introducción, edición citada, vol. III, p. 19.

17 Américo Castro, «El celoso extremeño»de Cervantes» y «La ejemplaridad de las novelas cer-

vantinas», en Hacia Cervantes. Taurus. Madrid. 1960 (2ª ed.), pp. 325-352 y 353-374, respectiva-
mente.
18 Francisco Rodríguez Marín, El Loaysa de «El celoso extremeño». Tipografía de Francisco

de P. Díaz. Sevilla, 1901.


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[11] Reflexiones sobre la figura de la mujer en las Novelas ejemplares… 807

19 Peter N. Dunn, las Novelas ejemplares, en Suma Cervantina (editada por J. B. Avalle Arce

y E. C. Riley). Tamesis Books Ltd. London, 1973, p. 91.


20 Vid. Vol. II, pp. 318-319, de la edición citada de Rosa Navarro Durán.

21 Américo Castro, El pensamiento de Cervantes. Crítica. Barcelona, 1987 (edición facsímil de

la publicada en la Revista de Filología Española, 1925).


22 Op. cit., pp. 97-98.

23 Véase a este respecto el artículo de María José Sánchez Romale: «Hechicería en El coloquio

de los perros». Actas del I Coloquio Internacional de la Asociación de Cervantistas.(Alcalá de


Henares, 29/30 de nov. y 1/2 dic. 1988). Anthropos. Barcelona, 1990, pp. 271-280.
24 Acerca del papel de las brujas y sus encantamientos en este relato, véase el estudio de

Edward C. Riley, «La profecía de la bruja (El coloquio de los perros)». Actas del I Coloquio Inter-
nacional de la Asociación de Cervantistas, pp. 83-94; y el de Christian Andrés, «Fantasías bruje-
riles, metamorfosis animales y licantropía en la obra de Cervantes». Actas del III Coloquio Inter-
nacional de la Asociación de Cervantistas. (Alcalá de Henares, 12-16 noviembre 1990). Barcelona:
Anthropos, 1993, pp. 527-540.
25 Cesare Segre contempla a la prostituta que envenena a Rodaja como un símbolo de la sexua-

lidad y, además, recuerda que el membrillo era una fruta consagrada a Venus. Véase «La estructura
psicológica de El licenciado Vidriera», en Actas del I Coloquio Internacional de la Asociación de
Cervantistas, pp. 53-62.
26 Véase a este respecto los estudios de V. Propp Morfología del cuento y Las raíces históricas

del cuento. Ambos en Editorial Fundamentos. Madrid. 1981.


27 como apunta María José Gómez Sánchez-Romate en «Casamientos engañosos: Cervantes

frente a Zayas». Actas del III Coloquio Internacional de la Asociación de Cervantistas, pp. 495-504.
28 Idoya Puig, «Contribución al estudio de la ideología de Cervantes: relaciones humanas en las

Novelas ejemplares». Actas del II Coloquio Internacional de la Asociación de Cervantistas (Alcalá


de Henares, 6-9 noviembre 1989). Anthropos. Barcelona. 1991, pp. 601-607.

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