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Catalina Quesada
Los cuentos de Juana, una novela incomprendida
U
no de los autores colombianos peor tratados u olvidados por la crítica
hasta la fecha es sin duda alguna Álvaro Cepeda Samudio. Al margen de
los sólidos esfuerzos por parte de Jacques Gilard y de Fabio R. Amaya
por reivindicar su relevancia en las letras colombianas –y dejando quizás de lado
su novela La casa grande (1962), que es la que más atención ha recibido–, los
análisis valiosos de su obra son ciertamente escasos. Esto resulta tanto más verdad
si nos referimos a Los cuentos de Juana (1972), un texto que todavía hoy, cuando
hace ya más de cuarenta años de su publicación, sigue sin ser comprendido. A ello
habría que añadir las pésimas condiciones de edición que, en concreto esta obra,
ha padecido: todas las ediciones, incluida la primera (al cuidado de Alejandro
Obregón), son pródigas en erratas, por no mencionar el poco cuidado que edito-
res posteriores han demostrado tener con los elementos paratextuales. Un texto
con ese historial, de aparición cuasi póstuma, nada condescendiente con el lector,
que –para más inri– hace gala de un humor desbordante, de una irreverencia
descomunal y que, en líneas generales, se sitúa lúdicamente bajo el signo de la
mamadera de gallo, no podía sino estar condenado al ninguneo crítico.
Existe, por supuesto, toda una serie de motivos extraliterarios, que en su día
señaló Jacques Gilard y más recientemente Ariel Castillo, en los que se ha insis-
tido suficiente1. Pero al esbozar las causas de ese desconocimiento u olvido en
que cae Los cuentos de Juana no hay que perder de vista la ambigüedad genérica
de la obra, ni el carácter aglutinante de la propuesta de Cepeda-Obregón, ambas
tan incómodas para los taxónomos; ni el hecho de que, a diferencia de lo que
sucede en Todos estábamos a la espera (1954) o en La casa grande, emparentadas
ambas con Hemingway y Faulkner y, por consiguiente, claramente vinculadas con
las enseñanzas de Ramón Vinyes y la cabeza más visible del grupo de Barran-
quilla –Gabriel García Márquez–, Los cuentos de Juana se aleje de esa estirpe de
narradores y se vire hacia otras prácticas contemporáneas. Porque si la primera y
la segunda obras bien podrían pasar por obras del boom, la tercera muy a duras
1. Cf. Claudine Bancelin, Vivir sin fórmulas: la vida intensa de Álvaro Cepeda Samudio, Bogotá, Edi-
torial Planeta Colombiana, 2012.
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Entre los trabajos más valiosos que se han publicado hasta la fecha sobre Los
cuentos de Juana, destaca el artículo de Adolfo Caicedo2, que esboza algunas de
las claves de lectura del texto que aquí comentamos. La primera de las ideas de
dicho texto que sería conveniente rescatar es la que sitúa Los cuentos de Juana en
esa tradición cuestionadora de las distintas formas de mímesis y que se distancia
ostentosamente del realismo ingenuo (y añadamos: también del mágico). Es una
circunstancia que no se evidenciaba ni en Todos estábamos a la espera ni en La casa
grande y que coloca a esta obra, sistemáticamente calificada de extraña, “a la hora
del mundo”, como querían los integrantes del grupo de Barranquilla. Pensemos
que en 1967 habían aparecido el póstumo Museo de la novela de la Eterna, de
Macedonio Fernández, así como Tres tristes tigres, de Guillermo Cabrera Infante,
o De donde son los cantantes, de Severo Sarduy. No es necesario recordar cómo
estas novelas, sobre todo la primera y la última, fueron calificadas de antinove-
las, justamente por recrearse y llevar al extremo algunas de las presuntas fallas
que encontramos en Los cuentos de Juana: el fragmentarismo, la discontinuidad, la
ausencia de personajes con una psicología constante y unívoca, la incongruencia
como técnica narrativa, entre otras.3
Si en su afán por narrar la complejidad de la historia de Colombia desde una
perspectiva múltiple, abandonando lo mimético y dando paso a lo simbólico, La
casa grande podía ser considerada sin grandes dificultades como novela del boom,
2. Adolfo Caicedo, “Poética del artificio fragmentado en Los cuentos de Juana de Álvaro Cepeda
Samudio”, en: María Luisa Ortega et ál. (comp.), Ensayos críticos sobre el cuento colombiano del siglo XX,
Bogotá, Universidad de los Andes, 2011, pp. 339-351.
3. Cf. Catalina Quesada Gómez, La metanovela hispanoamericana en el último tercio del siglo XX,
Madrid, Arco/Libros, 2009.
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4. Donald L. Shaw, Nueva narrativa hispanoamericana. Boom. Posboom. Posmodernismo, 6ª ed., Ma-
drid, Cátedra, 1999; Daniel Blaustein, Procedimientos miméticos y antimiméticos en obras del post-boom,
Hildesheim, Georg Olms Verlag, 2011.
5. Jacques Gilard, “Álvaro Cepeda Samudio, el experimentador tropical”, Quimera, n° 26, 1982,
pp. 63-65.
6. Ariel Castillo Mier, “La narrativa experimental de Álvaro Cepeda Samudio”, Cuadernos de Lite-
ratura del Caribe e Hispanoamérica, n° 4, 2006, p. 21.
7. Ibid.
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Estamos cansados del arte que se hace hoy y que se ha hecho en toda la historia.
Y esto hay que decirlo con letras, creo yo, porque Obregón ha estado siempre
diciéndolo a gritos, a tremendos o románticos tramojazos de color, y ahora a
rugosos volúmenes de bronce que no saben si volar solos o volver a la plana
quietud de los lienzos, las paredes, los cartones, o las maderas.
Sin ser en esencia un texto de vanguardia, ese espíritu se mantiene cada vez
que Los cuentos de Juana dialoga con las distintas tendencias del siglo XX de filia-
ción vanguardista o neovanguardista: el dadaísmo, el surrealismo, el teatro del
absurdo, etc. El rechazo de la lógica tradicional, así como la apuesta por la incon-
gruencia, la incoherencia y hasta el disparate vertebran, en efecto, el libro, si bien
esa pretensión de hacer tábula rasa para comenzar un arte nuevo esté tan abocada
al fracaso como lo estuvo en el período vanguardista. Y hay, finalmente, una recu-
sación del vínculo (al menos, del vínculo ingenuo) entre la realidad y la obra de
arte; o más bien, una reivindicación del artificio de un arte que, sin llegar quizá al
extremo propuesto por Severo Sarduy en La simulación (1982), pretende alejarse
de toda mímesis o copia del natural: “Y para que quede manifiesto que el arte sir-
ve para hacer una feria, puedo afirmar que Goya inventó las fiestas de San Isidro
para hacer de su pequeño invento una gran fiesta respetable” (p. 268). Eso, junto
a todos los procedimientos del prefacio tendentes a mostrar falazmente el proce-
so de la escritura (la mímesis del proceso, en la terminología de Linda Hutcheon) o
a llamar la atención sobre el discurso mismo, en detrimento de la historia, sitúa la
obra a distancia del costumbrismo telúrico o del relato testimonial, pero también
lejos del realismo mágico garcimarquino, algo que, acaso, no se le perdonara en el
momento de su publicación. Poco se ha insistido, cuando se subrayan los aspectos
8. Álvaro Cepeda Samudio y Alejandro Obregón, Los cuentos de Juana, Barranquilla, Editorial
ACO, 1972, pp. 6-7.
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fantásticos de esta obra, en que Cepeda Samudio se aproxima más a ese escritor
francotirador que fue Felisberto Hernández o a un cierto Cortázar que al propio
realismo mágico, tal y como lo puso en práctica García Márquez. Es lo que sucede
en los capítulos “Las muñecas que hace Juana no tienen ojos” –donde resuena
Las hortensias (1949) del uruguayo–, “Desde que compró la cerbatana ya Juana
no se aburre los domingos” –en el que destaca el uso regocijante de la violencia
gracias a la recurrencia a lo absurdo–,9 o en “Desde que comenzaron a recortar-
le…”; en todos ellos se combina lo onírico con lo fantástico, más como lo harían
los rioplatenses que como lo hace García Márquez, de quien en lo estilístico Ce-
peda se aleja radicalmente.
A pesar del salto cualitativo en lo que a la técnica se refiere entre La casa
grande y Los cuentos de Juana y de las ostensibles diferencias temáticas, lo cierto
es que existe una cierta continuidad entre una y otra obras. Temática, por cuanto
la Juana y el ambiente de los capítulos “Las muñecas que hace Juana no tienen
ojos” y “Después de meditarlo…” (al principio y al final de la obra) entroncan
con la novela de 1962; y formal, porque en Los cuentos de Juana se mantiene el
fragmentarismo de aquella, la variedad de enfoques y puntos de vista o la plu-
ralidad de técnicas que se suceden, que no son estrictamente narrativas, sino
también teatrales, cinematográficas y hasta líricas. En efecto, el primer capítulo de
Los cuentos de Juana retoma los personajes del núcleo familiar de La casa grande, a
algunos de los cuales ahora, a diferencia de lo que allí sucedía, se les da nombre:
las hermanas Martha, Regina y Juana, que al parecer es la menor; de las criadas,
solo Isabel reaparece; y tanto el Padre como la Madre (omnipresentes, sobre todo
él, pero ausentes) conservan el apelativo genérico y en mayúscula. La figura de
Pablo, cuyo rol parece ser únicamente el de vender las muñecas, es la única nue-
va con respecto a La casa grande, pues no se lo puede identificar sin más con el
Hermano. A pesar de esa concesión para con el lector de atribuir nombres a los
personajes, el capítulo sigue estructurado en torno a la indeterminación y la falta
de información, lo cual le dificulta la cabal comprensión de lo que sucede, máxi-
me si el lector no conoce la primera novela. Como allí, existe una gran carga sim-
bólica en los objetos y en las actitudes de los personajes y, tal y como Lucila Inés
Mena señalara para La casa grande, prosigue el enfrentamiento entre las fuerzas
del concern y del freedom (según la terminología de Northrop Frye), esto es, entre
liberales o aperturistas y conservadoras o tradicionalistas.10 Pero aunque temáti-
9. Germán Vargas, “Álvaro Cepeda Samudio”, en: Álvaro Pineda Botero y Raymond L. Williams
(comps.), De ficciones y realidades. Perspectivas sobre literatura e historia colombianas, Bogotá, Tercer Mun-
do Editores, 1989, p. 115.
10. Lucila Inés Mena, “La casa grande: el fracaso de un orden social”, Hispamérica. Revista de Li-
teratura, n° 2, 1972, p. 6. Es inevitable pensar en el vínculo del capítulo con La casa de Bernarda Alba,
más intenso aún que en La casa grande; cf. Elena Bastasi, “Del odio de la casa caribe a la tragedia de
la casa andaluza: La casa grande de Álvaro Cepeda Samudio y La casa de Bernarda Alba de Federico
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12. Jacques Gilard, “Álvaro Cepeda Samudio, el experimentador tropical”, op. cit., p. 64.
13. Macedonio Fernández, Museo de la novela de la Eterna, ed. de Fernando Rodríguez Lafuente,
Madrid, Cátedra, 1995, p. 214.
14. Ibid., p. 216.
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popular. Y como cada uno de los capítulos (o viñetas) que conforman el conjunto
posee un estilo diferente, tenemos Juanas con tintes fantásticos, con rasgos melo-
dramáticos, Juanas de chiste, en un constante y metafórico proceso de carnavali-
zación. De hecho, el modelo de la viñeta o el cómic serviría para explicar la obra,
pues Juana es también una suerte de dibujo animado (sobre todo si pensamos
en el trabajo de Alejandro Obregón) a cuyas aventuras y desventuras, inconexas,
asiste el lector. En ese sentido, el capítulo primero puede ser visto como una es-
pecie de mise en abîme, donde se escenifica en miniatura el políptico que es Los
cuentos de Juana:
Las muñecas son de trapo, cosidas a mano, hechas de retazos de telas de colores
y calidades diferentes. Pero las cabezas son todas iguales: el pelo hecho de fle-
cos de lana amarilla y las caras aplanadas de cretona floreada: sobre la cretona
están bordadas las bocas y los puntos rectos de las narices, pero ninguna tiene
ojos (p. 272).
15. En L’Âge d’homme (1939) el escritor francés Michel Leiris ofrece uno de los primeros ejemplos
de este tipo de representación visual ad infinítum, que no proviene ni del arte ni de la heráldica, sino
de la publicidad y los objetos de consumo, y que será retomado por Lucien Dällenbach: “Debo mi
primer contacto preciso con la noción de infinito a un envase de cacao de marca holandesa, materia
prima de mis desayunos. Un lado del envase venía decorado por la imagen de una campesina, fresca y
sonrisueña, con cofia de encaje y con un envase idéntico en la mano, decorado por la misma imagen.
Caí presa de una especie de vértigo al imaginar esta infinita serie de una imagen idéntica en que
se reproducía un número ilimitado de veces la misma joven holandesa que, cada vez más pequeña,
teóricamente, pero sin llegar a desaparecer nunca, me hacía ver su propia efigie pintada en un envase
de cacao idéntico al envase en que ella estaba pintada”, El relato especular, Madrid, Visor, 1991, p. 38.
Ese mismo año de 1939, Jorge Luis Borges, en el ensayo “Cuando la ficción vive en la ficción”, nos da
un ejemplo similar, también relacionado con el desayuno, pero que termina señalando el vínculo con
el arte y la superposición de niveles ficcionales: “Debo mi primera noción del problema del infinito a
una gran lata de bizcochos que dio misterio y vértigo a mi niñez. En el costado de ese objeto anormal
había una escena japonesa; no recuerdo los niños o guerreros que lo formaban, pero sí que en un
ángulo de esa imagen la misma lata de bizcochos reaparecía con la misma figura y en ella la misma
figura, y así (a lo menos en potencia) infinitamente… […] Al procedimiento pictórico de insertar un
cuadro en un cuadro, corresponde en las letras el de interpolar una ficción en otra ficción”. Jorge Luis
Borges, “Cuando la ficción vive en la ficción”, en: Textos cautivos. Ensayos y reseñas en El Hogar (1936-
1939), ed. de Enrique Sacerio-Garí y Emir Rodríguez Monegal, Barcelona, Tusquets, 1986, p. 325.
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quización del personaje de Juana, que terminará justamente como una muñeca
desmembrada, posibilitando la dilogía (rota) ambas lecturas.
Esa especie de “teatro lírico de muñecas” que es Los cuentos de Juana nos per-
mite la siguiente filiación con un autor contemporáneo, a cuyo modo de proceder
literariamente se aproxima en algunos momentos: el cubano Severo Sarduy.16 Ya
Ariel Castillo señaló la postura concomitante de ambos autores en lo relativo a
la consideración de los vínculos existentes entre la pintura y la literatura,17, pero
las conexiones van mucho más allá. Con el Sarduy que escribe en los años 60
y 70 coincide Cepeda en este libro en el desapego absoluto por la trama, en el
desinterés por la construcción de personajes redondos y psicológicamente bien
perfilados y, en definitiva, en el afán por socavar los cimientos de la narración
realista, como Sarduy reivindicara en Escrito sobre un cuerpo (1969):
16. “Teatro lírico de muñecas” es el título de la primera parte de Cobra, obra de Severo Sarduy que
aparece, como Los cuentos de Juana, en 1972. En esta novela, el personaje de Cobra también sufre suce-
sivas metamorfosis. Aunque se trata de textos muy diferentes, en ambos se ha cuestionado la unidad
de la obra y la relación de unas partes con otras, a la vez que se ha echado en falta la ausencia de trama.
17. Ariel Castillo Mier, “La poética prospectiva de Los cuentos de Juana”, Huellas, n° 51-52-53,
1997-1998, p. 106.
18. Severo Sarduy, Escrito sobre un cuerpo, en: Obra completa, tomo II, ed. crítica de Gustavo Gue-
rrero y François Wahl, Madrid, Colección Archivos, 1999, p. 1150.
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de– como una manera de inscribirse en esa tradición literaria, y al mismo tiempo
construye un texto que subvierte dicha tradición, un texto autorreflexivo y me-
taficcional que comporta una importante crítica de la representación y que niega
que el discurso sobre la identidad sea un discurso natural, inocente, cuya fuerza
radica justamente en negar su naturaleza simbólica,19 Cepeda hará algo similar
con Juana, al rescatar en ella algunas de las consideradas esencias costeñas, dejar
otras de lado y hacerlo con un libro y unas formas que, incorporando ciertos ele-
mentos de la tradición local, logran salirse de las márgenes de la literatura costeña
y colombiana.
En efecto, ya sea como protagonista, narradora, narrataria, como testigo o
como mera alusión, Juana da pie a que circulen por el libro una parte de la vida
cultural colombiana, escenas de la vida cienaguera o barranquillera, anécdotas
y chistes privados, así como una amplia gama de técnicas narrativas y muestras
de la literatura culta y popular occidental. Si en algún momento el personaje de
Juana se aproxima a alguno de los creados por García Márquez (pensemos en
Eréndira, con la que comparte la dedicación prostibularia, al menos en el capítulo
“Juana aprendió sus primeras…”) o aparecen motivos que podrían ser conside-
rados mágico-realistas, la similitud o la proximidad son rápidamente subvertidas
gracias a una técnica que en absoluto incide en presentar la realidad como si fuera
mágica.20 El ejemplo más claro es quizá el del capítulo “Juana tenía…”, en el que
se nos muestra a un personaje en el que se ejecutan ciertas metáforas al pie de la
letra: “Juana tenía el pelo de oro. No rubio, o dorado, como suele decirse de los
cabellos amarillos. El pelo de Juana era de oro puro y las hebras le caían gruesas,
metálicas, separadas, hasta un poco más abajo de los hombros” (p. 295). En con-
sonancia con la tradicional cara de palo garcimarquina, el narrador no subraya en
ningún momento lo hiperbólico de la situación ni destaca la extrañeza del caso,
e incluso señala la naturalidad con que dicha circunstancia es recibida por los
cienagueros: “No era que en Ciénaga, donde cada casa tiene su albino y su cuarto
tapiado del que se oyen gritos, risas desaforadas, quejidos, ruidos extraños y, a
veces, hasta larguísimas y muy bien dichas recitaciones de Campoamor, el pelo
de oro de Juana fuera motivo de mucho asombro o mucha habladuría que hu-
biera llegado a molestarla” (p. 296). Sin embargo, lejos de explotar el motivo a la
manera mágico-realista, Cepeda deriva hacia la crítica lúdico-poscolonial gracias al
anacronismo deliberado (episodio que le sirve para introducir como personaje a
un cierto Fray Bartolomé de las Casas) y a la remembranza de un episodio bíblico
(el de Thamar y Amnón), pasa después a recrearse con los problemas prácticos de
19. Gustavo Guerrero, “Severo Sarduy’s From Cuba with love, 1967: Nation and Identity”, en:
Alan West-Duran (ed.), Cuba: People, Culture and History, New York, Scribner’s Sons, pp. 133-135.
20. Cf. José Manuel Camacho Delgado, Comentarios filológicos sobre el realismo mágico, Madrid,
Arco/Libros, 2006.
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dicha situación y termina la viñeta con una anécdota que incorpora a un personaje
real, Carlos Villar Borda, y un chiste privado.21 Si bien es cierto que en episodios
como este el personaje corre el peligro de caer en la órbita del realismo mágico
(la fuga con el maromero recuerda no poco la de Eréndira con Ulises),22 no lo es
menos que Cepeda conjura dicho riesgo con esa proliferación de datos e historias
periféricas que se alargan sin dirigirse en apariencia a ningún sitio y, muy espe-
cialmente, con el uso la ironía.23
Es lo que sucede en el capítulo “El ahogado”. Si bien parte del mismo mo-
tivo que García Márquez en su cuento “El ahogado más hermoso del mundo”
(1968), publicado en el volumen La increíble y triste historia de la cándida Erén-
dira y de su abuela desalmada en 1972, el resultado es completamente distinto.24
No solo, porque Cepeda parte de un guion cinematográfico que, entre bromas y
veras, se atribuye al arquitecto y cineasta Luis Ernesto Arocha, sino sobre todo
por los paréntesis irónicos que, a manera de acotaciones, socavan la narración
y que dificultan la necesaria suspensión de la descreencia por parte del lector.
Dichas acotaciones –atribuidas a Juana en la ficción–25 van desde el comentario
jocoso acerca de la escasez de medios para rodar según lo establecido en el
guion, a la apostilla técnica, pasando por la indicación de ciertas intertextualida-
21. El propio Carlos Villar Borda, periodista bogotano amigo de Cepeda Samudio, explica su
presencia en este episodio en La pasión del periodismo: testimonio, Bogotá, Fundación Universidad de
Bogotá Jorge Tadeo Lozano, 2004, pp. 178-179.
22. Una veta quizá explotada en el film Juana tenía el pelo de oro (2006), de Pacho Bottía. Cf. el tes-
timonio de Marta Yances, “Paseo conversacional por el cine y los audiovisuales del Caribe colombia-
no”, en: Ariel Castillo Mier (comp.), Respirando el Caribe. Memorias de la Cátedra del Caribe Colombiano,
vol. I, Barranquilla, Universidad del Atlántico, 2001, pp. 266-268.
23. La ironía es mucho mayor si, como señala Heriberto Fiorillo, la figura de Juana estuviera
inspirada en la norteamericana Joan Mansfield. Cf. La Cueva. Crónica del grupo de Barranquilla, Bogotá,
Editorial Planeta Colombiana, 2001, p. 50. Parece claro que la moda hollywoodiense de las rubias pla-
tino, desde Jean Harlow hasta Jeany Mansfield, pasando por Marilyn Monroe, hubo de tener un cierto
peso en la concepción de este episodio, habida cuenta de la obsesión de Cepeda por la cinematografía.
24. Alejandro Obregón había pintado hacia 1955 la serie Ganado ahogándose en el Magdalena, a
cuyas formas recuerda vagamente el dibujo que ilustra este capítulo del libro, donde también aparece
dibujada la palabra ahogado. El motivo posee un largo bagaje, como refiere el comienzo de “Por de-
bajo de este ahogado…”: “Por debajo de este ahogado ha corrido mucha agua. Y por arriba también.
Cuando Luis Ernesto comenzó con su tema, Obregón lo reclamó para sí. Más tarde, Gabo, al enterarse
del asunto, dijo categóricamente: “Como ninguno de ustedes se toma el trabajo de escribirlo, el aho-
gado es mío”. […] Mucho después se habló de filmarlo. Aquí se armó el mierdero. Angulo, Luis Vicens,
Fuenmayor, Quique, andaban con el ahogado de un lado para otro. Hasta el Barón de Humboldt quiso
intervenir”, p. 307.
25. “De todas maneras, la versión que Juana encontró en la caja fuerte donde Fray Bartolomé
guardaba las hostias en la sacristía de la iglesia de Ciénaga, no puede ser la que escribió Luis Er-
nesto. Al menos las anotaciones no pueden ser de él: están en inglés. O son de Juana, o son de Fray
Bartolomé”, p. 308. La utilización del participio femenino al final del capítulo –“(Si yo no estuviera
segura de que he oído esto mucho antes de que Lamorisse hiciera Crin Blanc, hoy tendría muy malos
pensamientos sobre Luis Ernesto)”, p. 320– hace de Juana la autora, al menos intradiegéticamente,
de dichas notas.
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26. Cf. Adlai Stevenson Samper, Polvos en la Arenosa: cultura y burdeles en Barranquilla, Barran-
quilla, Fundación Cultural Nueva Música/La Iguana Ciega, 2005; Álvaro Miranda, “Las madamas de
Barranquilla: progreso y prostitución”, en: Ariel Castillo Mier (comp.), Respirando el Caribe. Memorias
de la Cátedra del Caribe Colombiano, vol. I, Barranquilla, Universidad del Atlántico, 2001, pp. 117-128;
Rafaela Vos Obeso, “Vida amorosa y cotidianidad en la Barranquilla de antaño”, ibidem, pp. 129-140.
27. En ningún momento se menciona en la obra el nombre completo de la escultora, que también
aparece en “Desde que compró la cerbatana ya Juana no se aburre los domingos”, pero es claramente
identificable a partir de la descripción de su obra. Es de notar que tanto el capítulo “Juana tiene una
amiga…” como la correspondiente ilustración de Alejandro Obregón o la película que un año antes
estrenara Luis Ernesto Arocha –Azilef (1971)– parten de un mismo procedimiento: el trasvase de la
obra de tan peculiar artista a sus respectivos campos de trabajo a manera de homenaje o comentario
–literario, pictórico o cinematográfico– y la incorporación de su nombre de pila a dichos trabajos.
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de otros modos de hacer coetáneos. La charada que Fray Bartolomé de las Casas y
Pujol pone en marcha en Ciénaga en el capítulo “Cuando a Fray Bartolomé…” nos
puede servir, de nuevo, como figura que condensa, en mise en abîme, las distintas
viñetas que constituyen la obra:
La novela incomprendida
Los “cuentos” son solamente los pedazos contradictorios de una historia que
nunca llega a constituirse. Es decir que, de todas maneras, se da un paso más
con relación a La casa grande y Cepeda cuestiona más aún la noción del género
“novela”, no solamente el consabido modelo decimonónico, sino también el
concepto de nuestro siglo […]. Los cuentos de Juana es un enigma y un reto
28. Miguel Gomes, “Para una teoría del ciclo de cuentos hispanoamericano”, Rilce, n° 16.3, 2000,
pp. 557-583.
348 Lecturas inéditas
(puede ser un reto malogrado, pero esta sería otra cuestión), un libro que
requiere ser reevaluado o simplemente evaluado, en todo caso era otra cosa y
más que la fracasada colección de cuentos de la que se ha hablado hasta ahora.29
Daniel Samper Pizano, que repara en dicho alejamiento con respecto a Todos
estábamos a la espera, no es capaz, sin embargo, de concebir el volumen como otra
cosa que una serie de textos fallidos, donde el caos y la mezcla genérica terminan
arruinando el conjunto, que estaría igualmente alejado de La casa grande:
Para la época en que los escribió Álvaro, ya estaba casi absorbido por la que fue
su última febril actividad: la realización de cortometrajes. Está incluido el guión
del famoso ahogado, con las aclaraciones necesarias sobre su disputada paterni-
dad. […] Otros cuentos son también actos deliberados de piratería amistosa en
que Cepeda cuanta la historia porque le gusta, no porque sea suya, y otorga el
crédito debido al autor. Hay algunos temas desarrollados prácticamente en for-
ma de pieza teatral y otros dialogados a imitación del capítulo “Soldados”. Hay
viñetas breves multiplicadas tipográficamente, borradores sucintos de guión fíl-
mico y un cuento largo con algún arraigo en escenarios y personajes de La casa
grande. Y hay, a manera de introducción, un excelente reportaje a Obregón que
constituye uno de los mejores trabajos periodísticos de Cepeda, lleno de locura,
sorpresas, inteligencia y humor. Todo esto hace de Los cuentos de Juana una es-
pecie de collage cuya principal característica es la de mostrar cómo, para enton-
ces, Cepeda se ha apartado de los primeros moldes de sus cuentos, trabajados
dentro del short-story norteamericano, y se ha instalado con audacia técnica en
la corriente de realismo fantástico que tan bien explota Cien años de soledad.30
29. Jacques Gilard, “Álvaro Cepeda Samudio, el experimentador tropical”, op. cit., p. 65.
30. Daniel Samper Pizano, “Prólogo”, en: Álvaro Cepeda Samudio, Antología, Bogotá, El Áncora
Editores, 2001, pp. 17-18.
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31. Heider Rojas, “Álvaro Cepeda Samudio: del movimiento interrumpido a las formas en serie”,
Folios, n° 15, 2002, p. 39.
32. Rafael Saavedra, “Los cuentos de Juana”, en: Jordi Aladro-Font (ed.), Homenaje a don Luis Mon-
guió, Newark, Juan de la Cuesta, 1997, p. 325. Aunque de manera superficial, también Otto Morales
Benítez pone en duda que se trate de cuentos; cf. “Lineamientos del fabular de Álvaro Cepeda Samu-
dio”, en: Álvaro Pineda Botero y Raymond L. Williams (comp.), De ficciones y realidades. Perspectivas
sobre literatura e historia colombianas, Bogotá, Tercer Mundo Editores, 1989, p. 103.
33. Ariel Castillo Mier, “La poética prospectiva de Los cuentos de Juana”, op. cit., p. 103.
34. Ibid., pp. 114-115.
35. Cf. Gabriela Mora, En torno al cuento: de la teoría general y de su práctica en Hispanoamérica, ed.
corregida y aumentada, Buenos Aires, Editorial D. A. Vergara, 1993.
350 Lecturas inéditas
esos cuentos en los que, como señaló Hernando Téllez, “no pasa nada”36 y que
Gilard ha catalogado como cuentos de ambiente, beben, en efecto, de la tradición
chéjoviana y de la norteamericana y supusieron, lógicamente, un revulsivo en el
panorama narrativo de la Colombia de los años cincuenta:
36. Hernando Téllez, Nadar contra la corriente: escritos sobre literatura, Bogotá, Ariel, 1995, p. 330.
Cf. Rigoberto Gil Montoya, “Álvaro Cepeda Samudio: nuevos visos en la cuentística colombiana”,
Revista de Ciencias Humanas, n° 29, 2001, pp. 55-65.
37. Jacques Gilard, “Introducción”, en: Álvaro Cepeda Samudio, Todos estábamos a la espera, ed. de
Jacques Gilard, Madrid, Cooperación Editorial, 2005, p. 27.
Catalina Quesada 351
Por eso parece difícil aceptar esa presunta libertad con respecto a las ataduras
genéricas39 y no pensar, más bien, en un autor que pretende llevar al límite la
forma novelística a partir de la yuxtaposición de otras formas, con la distancia
crítica que le confiere la parodia. Un tipo de novela, para decirlo con Caicedo, que
se renueva, no desdeña lo inacabado, asimila diversos géneros y hace un amplio
uso del fractal: “cada fragmento no es un detalle, sino un elemento que contiene
una totalidad que merece ser, más que descubierta, explorada y construida por su
cuenta”.40
Como sabemos, el paratexto (títulos y subtítulos, dedicatorias y epígrafes, pró-
logos o prefacios y divisiones internas) contribuye a configurar el horizonte de
expectativas del lector. En el texto que nos ocupa, el pacto con el lector en lo que
concierne al género parece estar establecido desde el título mismo, quedando
estipulado, al menos en apariencia, que se trata de un volumen de cuentos. En
el prefacio, sin embargo, la voz narrativa califica al texto de novela, a la vez que
anuncia la importancia que tendrá lo visual: “Pero hemos llegado a un acuerdo:
Obregón va a escribir Los cuentos de Juana, esa novela que hace diez años estoy
pintando” (p. 263). Más adelante, uno de los participantes en ese diálogo que
constituye buena parte del prefacio, emplea el sintagma cuento de Juana, no como
sinónimo de patraña o cuento chino, sino como equiparable a historia (contra-
puesta a la literatura). Pero acto seguido, adoptando una vez más la técnica de
la mamadera de gallo –esto es, la tomadura de pelo– y recurriendo al juego de
palabras, el interlocutor le da la vuelta a la expresión, para sentenciar “¿y qué es
la literatura sino la gran historia del mundo bien contada?” (p. 268). Se hacen
de ese modo equivalentes literatura e historia, incidiendo en la importancia de la
técnica o el bien contar. Una muestra de eso se nos dará a continuación, con ese
cuento bien contado de la historia costeña en 21 capítulos, donde Cepeda Samudio
va a demostrar que se puede contar no solo narrativamente, sino también median-
te el teatro, la pintura, la poesía y el cine, dejando bien sentado que el calificativo
de renaissance man no le queda grande. Lo anterior hace pensar que el término
cuentos del título no debe ser entendido, sin más, en su dimensión genérica.
Si seguimos analizando el paratexto, vemos que los capítulos o partes del libro
llevan dos tipos de títulos: o bien resumen el argumento o destacan un elemento
fundamental (como sucede en “Las muñecas que hace Juana no tienen ojos” o
“Desde que compró la cerbatana ya Juana no se aburre los domingos”) o bien
retoman el comienzo del capítulo (“A García Márquez Juana le oyó…”, “Desde
que comenzaron a recortarle…”, “Como me han dicho que…”, etc.). Aunque en
Todos estábamos a la espera es una práctica habitual la de tomar la primera frase
como título del cuento (“Hoy decidí vestirme de payaso”, “Vamos a matar a los
gaticos”), no es propio del género cuentístico que no haya título o que se tome sin
más la primera frase –truncada, además, con los puntos suspensivos– si esta no es
realmente relevante, como acontece en los casos mencionados de Todos estábamos
a la espera. Es lo que sucede en “Juana tenía…” o en “Como me han dicho que…”.
Además, es bastante probable que dichos títulos no pertenezcan a Álvaro Cepeda
Samudio, sino a Alejandro Obregón, que preparó la edición. El hecho de que no
tengan título refuerza la tesis aquí defendida de que no son cuentos sino capítulos
de un todo mayor, que bien puede adscribirse al género novelístico.
En lo que respecta a la heterogeneidad de los capítulos como elemento de-
terminante a la hora de concebir el libro en tanto que volumen de relatos o
viñetas independientes y no como un todo, no es necesario recordar que esa es
justamente la técnica narrativa empleada en La casa grande, algunos de cuyos
capítulos (“los soldados” y “el padre”) fueron incluso publicados de manera
exenta antes de la aparición del volumen. Ni los abundantes cambios de técnica,
la polifonía o el carácter heteroglósico del texto han llevado a la crítica a pensar
que La casa grande sea algo distinto a una novela, pues estos rasgos, además, están
en la base del género novelístico mismo. En este sentido, el proceder de Cepeda
Samudio en Los cuentos de Juana está más próximo a La casa grande que a Todos
estábamos a la espera, pues la pluralidad de técnicas, narradores y puntos de vista
constituyen sendas visiones del mundo de Juana. Es cierto que en alguna ocasión
las informaciones pueden parecer contradictorias, como cuando en el capítulo
protagonizado por Fray Bartolomé se alude a que Juana “a duras penas si enten-
día el más elemental español” (p. 326), mientras que en “Las muñecas que hace
Juana no tienen ojos”, la hemos oído hablar perfectamente dicha lengua. Pero eso
responde más a la opción del autor de apostar por la incoherencia, el anacronismo
deliberado, la inverosimilitud y una lógica no muy racional como técnicas que a
una auténtica falta de vínculos entre los capítulos, que por otra parte sí existen:
elementos, motivos o imágenes que, de modo sutil, establecen conexiones entre
las distintas partes del libro y que el lector atento sabrá descubrir. En ese sentido,
el capítulo final, “Barranquilla en domingo…”, supone una suerte de recapitula-
ción de esas escenas o viñetas presuntamente independientes, donde se añaden
y eliminan elementos, pero donde, sobre todo, se trazan vínculos hasta ahora
inexistentes entre capítulos (“Corte al balcón: pote de avena Quaker, lleno de
dardos”, p. 363) y se evidencian dos de las figuras retóricas sobre las que se apoya
la obra: la elipsis y el relato repetitivo, gracias al cual se nos narra, desde distintos
ángulos una única acción (es lo que sucede con el momento en que, vestida de
novia, Juana se dirige a casarse o con el relato de su suicidio). Sobra decir, por
Catalina Quesada 353
41. Jacques Gilard, “Introducción”, en: Álvaro Cepeda Samudio, La casa grande, Bogotá, El Áncora
Editores, 2012, p. 22. Cf. Robert L. Sims, “La casa grande de Álvaro Cepeda Samudio: novela, historia
y multiplicidad de voces”, en: Álvaro Pineda Botero y Raymond L. Williams (comps.), De ficciones y
realidades…, op. cit., pp. 73-85; Maurice P. Brungardt, “Mitos históricos y literarios: La casa grande”,
Huellas, n° 51-52-53, 1997-1998, pp. 84-88.
354 Lecturas inéditas
las claves de esa literatura en lengua española que, en 1972, todavía estaba por
venir.