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Catalina Quesada
Los cuentos de Juana, una novela incomprendida

U
no de los autores colombianos peor tratados u olvidados por la crítica
hasta la fecha es sin duda alguna Álvaro Cepeda Samudio. Al margen de
los sólidos esfuerzos por parte de Jacques Gilard y de Fabio R. Amaya
por reivindicar su relevancia en las letras colombianas –y dejando quizás de lado
su novela La casa grande (1962), que es la que más atención ha recibido–, los
análisis valiosos de su obra son ciertamente escasos. Esto resulta tanto más verdad
si nos referimos a Los cuentos de Juana (1972), un texto que todavía hoy, cuando
hace ya más de cuarenta años de su publicación, sigue sin ser comprendido. A ello
habría que añadir las pésimas condiciones de edición que, en concreto esta obra,
ha padecido: todas las ediciones, incluida la primera (al cuidado de Alejandro
Obregón), son pródigas en erratas, por no mencionar el poco cuidado que edito-
res posteriores han demostrado tener con los elementos paratextuales. Un texto
con ese historial, de aparición cuasi póstuma, nada condescendiente con el lector,
que ­–para más inri– hace gala de un humor desbordante, de una irreverencia
descomunal y que, en líneas generales, se sitúa lúdicamente bajo el signo de la
mamadera de gallo, no podía sino estar condenado al ninguneo crítico.
Existe, por supuesto, toda una serie de motivos extraliterarios, que en su día
señaló Jacques Gilard y más recientemente Ariel Castillo, en los que se ha insis-
tido suficiente1. Pero al esbozar las causas de ese desconocimiento u olvido en
que cae Los cuentos de Juana no hay que perder de vista la ambigüedad genérica
de la obra, ni el carácter aglutinante de la propuesta de Cepeda-Obregón, ambas
tan incómodas para los taxónomos; ni el hecho de que, a diferencia de lo que
sucede en Todos estábamos a la espera (1954) o en La casa grande, emparentadas
ambas con Hemingway y Faulkner y, por consiguiente, claramente vinculadas con
las enseñanzas de Ramón Vinyes y la cabeza más visible del grupo de Barran-
quilla –Gabriel García Márquez–, Los cuentos de Juana se aleje de esa estirpe de
narradores y se vire hacia otras prácticas contemporáneas. Porque si la primera y
la segunda obras bien podrían pasar por obras del boom, la tercera muy a duras

1. Cf. Claudine Bancelin, Vivir sin fórmulas: la vida intensa de Álvaro Cepeda Samudio, Bogotá, Edi-
torial Planeta Colombiana, 2012.
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penas podrá ya reconocerse en ese paradigma. Y aunque el de Aracataca aparece


como personaje y como referente en Los cuentos de Juana, por mor de la profunda
amistad que los unió, lo cierto es que esta comparte más los aires de ciertos escri-
tores del posboom –Manuel Puig, Guillermo Cabrera Infante o, sobre todo, Seve-
ro Sarduy– que los meramente garcimarquinos, por mucha ambientación caribe
que ostente. Tanto estilísticamente como en el uso de la técnica o en la concepción
de lo que debe ser la obra de arte, Cepeda Samudio se aleja de su producción
literaria anterior y nos ofrece esa obra incómoda y atípica que es Los cuentos de
Juana, que no puede ni debe ser leída en exclusiva a la luz de la tradición costeña
o colombiana, sino más bien a la luz de un contexto latinoamericano mucho más
amplio.


Un autor a la hora del mundo

Entre los trabajos más valiosos que se han publicado hasta la fecha sobre Los
cuentos de Juana, destaca el artículo de Adolfo Caicedo2, que esboza algunas de
las claves de lectura del texto que aquí comentamos. La primera de las ideas de
dicho texto que sería conveniente rescatar es la que sitúa Los cuentos de Juana en
esa tradición cuestionadora de las distintas formas de mímesis y que se distancia
ostentosamente del realismo ingenuo (y añadamos: también del mágico). Es una
circunstancia que no se evidenciaba ni en Todos estábamos a la espera ni en La casa
grande y que coloca a esta obra, sistemáticamente calificada de extraña, “a la hora
del mundo”, como querían los integrantes del grupo de Barranquilla. Pensemos
que en 1967 habían aparecido el póstumo Museo de la novela de la Eterna, de
Macedonio Fernández, así como Tres tristes tigres, de Guillermo Cabrera Infante,
o De donde son los cantantes, de Severo Sarduy. No es necesario recordar cómo
estas novelas, sobre todo la primera y la última, fueron calificadas de antinove-
las, justamente por recrearse y llevar al extremo algunas de las presuntas fallas
que encontramos en Los cuentos de Juana: el fragmentarismo, la discontinuidad, la
ausencia de personajes con una psicología constante y unívoca, la incongruencia
como técnica narrativa, entre otras.3
Si en su afán por narrar la complejidad de la historia de Colombia desde una
perspectiva múltiple, abandonando lo mimético y dando paso a lo simbólico, La
casa grande podía ser considerada sin grandes dificultades como novela del boom,

2. Adolfo Caicedo, “Poética del artificio fragmentado en Los cuentos de Juana de Álvaro Cepeda
Samudio”, en: María Luisa Ortega et ál. (comp.), Ensayos críticos sobre el cuento colombiano del siglo XX,
Bogotá, Universidad de los Andes, 2011, pp. 339-351.
3. Cf. Catalina Quesada Gómez, La metanovela hispanoamericana en el último tercio del siglo XX,
Madrid, Arco/Libros, 2009.
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en Los cuentos de Juana Cepeda Samudio ya se ha distanciado suficientemente de


los afanes totalizadores de sus coetáneos y se alinea más bien con la que será
una de las vertientes del posboom: aquella en la que se intensifica la crisis de la
representación y en la que prima la libertad estética para, trabajando con fantas-
magorías y hasta con imágenes oníricas, explorar nuevas posibilidades del texto
literario.4 En esa aventura, ni el humor ni el absurdo quedarán fuera; tampoco
lo harán otras artes, como la pintura y, sobre todo, el cine. Con ello vemos que
nuestro “experimentador tropical” –como lo llamara Jacques Gilard–5 no solo se
opone con cada uno de sus libros al contexto conservador colombiano en que
se inscribe –esto es, a la narrativa telúrica y costumbrista de los cuentista greco-
quimbayas, al “inventario de muertos” de la novela de la Violencia y a los relatos
comprometidos de la Generación del Bloqueo y del Estado de Sitio–,6 sino que,
al mismo tiempo, respira los aires de renovación que van llegando al continente
latinoamericano. Y no contento con ello, se sitúa, además, a la cabeza de esa ola
renovadora que, aunque toma elementos de la vanguardia, se proyecta con firme-
za hacia adelante. El problema, de cara a la recepción, es que esta postura casa mal
con el presunto vitalismo parrandero de Cepeda y, peor aún, con el sambenito de
su antiintelectualismo o antiacademicismo (prejuicios estos avivados, en no pocas
ocasiones, por el propio autor).
El prefacio a la obra –“The road of Excess leads to the palace of Wisdom”– ac-
túa como una suerte de poética o manifiesto que pretende dejar sentados algunos
de los principios creadores por los que se va a regir Los cuentos de Juana. Se trata,
en primer lugar, de una poética del quiasmo y del entrecruzamiento, de la crea-
ción colectiva y de la disolución de fronteras, no solo entre los géneros, sino tam-
bién entre las artes (la pintura y la escritura, en lo esencial, pero también el cine).
De ahí que carezca de sentido eliminar los dibujos, como sistemáticamente han
hecho las ediciones posteriores a la primera. Porque a pesar de que la antífrasis
sea una figura ostentosamente recurrente en este texto liminar que predica la in-
congruencia como técnica (“para eso precisamente está la introducción: para que
no lo entienda nadie”, p. 263), lo cierto es que tanto las ilustraciones como el uso
del color y los juegos con la distribución del texto en la página están lejos de ser
accesorios: “Pero hemos llegado a un acuerdo: Obregón va a escribir Los cuentos
de Juana, esa novela que hace diez años estoy pintando”.7 El intercambio de roles

4. Donald L. Shaw, Nueva narrativa hispanoamericana. Boom. Posboom. Posmodernismo, 6ª ed., Ma-
drid, Cátedra, 1999; Daniel Blaustein, Procedimientos miméticos y antimiméticos en obras del post-boom,
Hildesheim, Georg Olms Verlag, 2011.
5. Jacques Gilard, “Álvaro Cepeda Samudio, el experimentador tropical”, Quimera, n° 26, 1982,
pp. 63-65.
6. Ariel Castillo Mier, “La narrativa experimental de Álvaro Cepeda Samudio”, Cuadernos de Lite-
ratura del Caribe e Hispanoamérica, n° 4, 2006, p. 21.
7. Ibid.
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no solo está presente en los fragmentos literarios donde se recurre a la imagen o


el color, sino que también la pintura se contamina del aspecto escriturario en esos
abecedarios en color sobreimpresos en las páginas del libro, en la parte escrita, o
en los dibujos en los que, a manera de eco, se repite el texto mismo, como sucede
con los “tramojazos de color”.8
El prefacio tiene también algo de la furia rupturista del manifiesto de vanguar-
dia, a pesar de no tratarse de un texto de juventud:

Estamos cansados del arte que se hace hoy y que se ha hecho en toda la historia.
Y esto hay que decirlo con letras, creo yo, porque Obregón ha estado siempre
diciéndolo a gritos, a tremendos o románticos tramojazos de color, y ahora a
rugosos volúmenes de bronce que no saben si volar solos o volver a la plana
quietud de los lienzos, las paredes, los cartones, o las maderas.

Y nadie parece haberlo oído.

Vamos a ver si ahora, usando otros símbolos, más elementales y aparentemente


más manoseados, van a oír la gran verdad de Obregón que vamos a gritar a
coro (p 263).

Sin ser en esencia un texto de vanguardia, ese espíritu se mantiene cada vez
que Los cuentos de Juana dialoga con las distintas tendencias del siglo XX de filia-
ción vanguardista o neovanguardista: el dadaísmo, el surrealismo, el teatro del
absurdo, etc. El rechazo de la lógica tradicional, así como la apuesta por la incon-
gruencia, la incoherencia y hasta el disparate vertebran, en efecto, el libro, si bien
esa pretensión de hacer tábula rasa para comenzar un arte nuevo esté tan abocada
al fracaso como lo estuvo en el período vanguardista. Y hay, finalmente, una recu-
sación del vínculo (al menos, del vínculo ingenuo) entre la realidad y la obra de
arte; o más bien, una reivindicación del artificio de un arte que, sin llegar quizá al
extremo propuesto por Severo Sarduy en La simulación (1982), pretende alejarse
de toda mímesis o copia del natural: “Y para que quede manifiesto que el arte sir-
ve para hacer una feria, puedo afirmar que Goya inventó las fiestas de San Isidro
para hacer de su pequeño invento una gran fiesta respetable” (p. 268). Eso, junto
a todos los procedimientos del prefacio tendentes a mostrar falazmente el proce-
so de la escritura (la mímesis del proceso, en la terminología de Linda Hutcheon) o
a llamar la atención sobre el discurso mismo, en detrimento de la historia, sitúa la
obra a distancia del costumbrismo telúrico o del relato testimonial, pero también
lejos del realismo mágico garcimarquino, algo que, acaso, no se le perdonara en el
momento de su publicación. Poco se ha insistido, cuando se subrayan los aspectos

8. Álvaro Cepeda Samudio y Alejandro Obregón, Los cuentos de Juana, Barranquilla, Editorial
ACO, 1972, pp. 6-7.
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fantásticos de esta obra, en que Cepeda Samudio se aproxima más a ese escritor
francotirador que fue Felisberto Hernández o a un cierto Cortázar que al propio
realismo mágico, tal y como lo puso en práctica García Márquez. Es lo que sucede
en los capítulos “Las muñecas que hace Juana no tienen ojos” –donde resuena
Las hortensias (1949) del uruguayo–, “Desde que compró la cerbatana ya Juana
no se aburre los domingos” –en el que destaca el uso regocijante de la violencia
gracias a la recurrencia a lo absurdo–,9 o en “Desde que comenzaron a recortar-
le…”; en todos ellos se combina lo onírico con lo fantástico, más como lo harían
los rioplatenses que como lo hace García Márquez, de quien en lo estilístico Ce-
peda se aleja radicalmente.
A pesar del salto cualitativo en lo que a la técnica se refiere entre La casa
grande y Los cuentos de Juana y de las ostensibles diferencias temáticas, lo cierto
es que existe una cierta continuidad entre una y otra obras. Temática, por cuanto
la Juana y el ambiente de los capítulos “Las muñecas que hace Juana no tienen
ojos” y “Después de meditarlo…” (al principio y al final de la obra) entroncan
con la novela de 1962; y formal, porque en Los cuentos de Juana se mantiene el
fragmentarismo de aquella, la variedad de enfoques y puntos de vista o la plu-
ralidad de técnicas que se suceden, que no son estrictamente narrativas, sino
también teatrales, cinematográficas y hasta líricas. En efecto, el primer capítulo de
Los cuentos de Juana retoma los personajes del núcleo familiar de La casa grande, a
algunos de los cuales ahora, a diferencia de lo que allí sucedía, se les da nombre:
las hermanas Martha, Regina y Juana, que al parecer es la menor; de las criadas,
solo Isabel reaparece; y tanto el Padre como la Madre (omnipresentes, sobre todo
él, pero ausentes) conservan el apelativo genérico y en mayúscula. La figura de
Pablo, cuyo rol parece ser únicamente el de vender las muñecas, es la única nue-
va con respecto a La casa grande, pues no se lo puede identificar sin más con el
Hermano. A pesar de esa concesión para con el lector de atribuir nombres a los
personajes, el capítulo sigue estructurado en torno a la indeterminación y la falta
de información, lo cual le dificulta la cabal comprensión de lo que sucede, máxi-
me si el lector no conoce la primera novela. Como allí, existe una gran carga sim-
bólica en los objetos y en las actitudes de los personajes y, tal y como Lucila Inés
Mena señalara para La casa grande, prosigue el enfrentamiento entre las fuerzas
del concern y del freedom (según la terminología de Northrop Frye), esto es, entre
liberales o aperturistas y conservadoras o tradicionalistas.10 Pero aunque temáti-

9. Germán Vargas, “Álvaro Cepeda Samudio”, en: Álvaro Pineda Botero y Raymond L. Williams
(comps.), De ficciones y realidades. Perspectivas sobre literatura e historia colombianas, Bogotá, Tercer Mun-
do Editores, 1989, p. 115.
10. Lucila Inés Mena, “La casa grande: el fracaso de un orden social”, Hispamérica. Revista de Li-
teratura, n° 2, 1972, p. 6. Es inevitable pensar en el vínculo del capítulo con La casa de Bernarda Alba,
más intenso aún que en La casa grande; cf. Elena Bastasi, “Del odio de la casa caribe a la tragedia de
la casa andaluza: La casa grande de Álvaro Cepeda Samudio y La casa de Bernarda Alba de Federico
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camente se retoma, con variantes, ese conflicto familiar, técnicamente el capítulo


está cercano a “los soldados”, con una clara vinculación al teatro del absurdo.
Los diálogos no son obsesivos y repetitivos, como allí, pero el carácter onírico de
la situación –cuyo sentido último se le escapa al lector–, la falta de motivación de
las acciones de los personajes, los tintes existencialistas del capítulo o la presencia
de lo disparatado e ilógico, lo convierten en un digno exponente del teatro absur-
dista hispanoamericano, pese a que se presenta como guion cinematográfico, con
menciones constantes al movimiento de la cámara.
La apertura al Caribe con que concluye el capítulo sitúa simbólicamente el
resto de la narración en ese ámbito, que no es únicamente costeño, sino pancari-
be, en el cual tendrá cabida toda una serie de situaciones o motivos de raigambre
netamente caribeña, como acontece en “Como me han dicho que…”, con la expli-
cación –entre mítica y fantástica– de dónde y cómo surgen los huracanes. En esa
línea, se mantiene el constante rechazo de lo cachaco del grupo de Barranquilla,
bien estudiado por Jacques Gilard en múltiples trabajos,11 manifiesto no solo en
el tono humorístico del volumen (frente a la proverbial seriedad del altiplano) y
en la elección de ambientes y tradiciones, sino también con alusiones más explí-
citas, como cuando se pone en boca del pintor Noé León que “eso de ir a Bogotá
sí no le llama la atención” (p. 305). Sin embargo, ese pretendido triunfo de las
fuerzas aperturistas se verá frustrado con el suicidio de Juana en el penúltimo ca-
pítulo, ya anunciado prolépticamente en el prefacio (suponiendo que aceptemos
que se trata de un único personaje, algo que su carácter proteico dificulta). Ahí,
en el espacio de Ciénaga, aparece de nuevo Isabel, la criada, y se alude a la casa
paterna con el sintagma “la casa grande”. A partir de una intertextualidad explícita
–la ópera de Benjamin Britten, The Rape of Lucrece (1946)– se justifica el suicidio
de Juana, no queda claro si como un acto para lavar su honra (lo cual subrayaría
el triunfo de las fuerzas conservadoras) o como acción un poco más absurda (el
riesgo de que Dick conozca un cierto verso de dicha ópera, según se desprende
del texto). Esta interpretación, tendente a dar sentido y unidad a la obra, choca
con el hecho de que ésta, de un modo bastante explícito, atente contra la narra-

García Lorca”, Estudios de Literatura Colombiana, n° 18, 2006, pp. 61-77.


11. Jacques Gilard, “El Grupo de Barranquilla”, Revista Iberoamericana, n° 128-129, 1984, pp.
905-935. Este y otros trabajos, en su versión integral, corregida y definitiva pueden consultarse en
Fabio Rodríguez Amaya (ed.), Plumas y pinceles. Vol. I. La experiencia artística y literaria del grupo de
Barranquilla en el Caribe colombiano al promediar del siglo XX, Bérgamo, Bergamo University Press,
2009. Para un análisis de los antecedentes literarios costeños y del contexto; cf. Raymond Williams,
“Los antecedentes: Álvaro Cepeda Samudio y la tradición de la novela costeña”, en: Álvaro Pineda
Botero y Raymond L. Williams (comp.), De ficciones y realidades. Perspectivas sobre literatura e historia
colombianas, Bogotá, Tercer Mundo Editores, 1989, pp. 43-53; Jairo Mercado Romero, “La cultura del
cuento y el cuento de la cultura en el Caribe colombiano”, en: Jairo Montes Romero y Roberto Montes
Mathew (comp.), Antología del cuento caribeño, Santa Marta, Fondo de Publicaciones de la Universidad
del Magdalena, 2003, pp. 15-146.
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ción tradicional: si al concluir la lectura de La casa grande resulta posible, aunque


solo en parte, organizar el caos narrativo y otorgarle al texto un sentido reorgani-
zando las piezas que lo componen –un sentido que, por supuesto, no es inmedia-
to–, no sucede lo mismo con Los cuentos de Juana, donde las incoherencias y las
contradicciones van de la mano de la falta de hilo argumental y son acordes con
la apuesta del autor de atentar contra la narratividad tradicional. Con esa defensa
a ultranza de la idea de que “el relato es lo que menos importa en la narrativa”,12
Cepeda Samudio se aproxima al modo de proceder de otros autores hispanoame-
ricanos ya mencionados, cuyos planteamientos estéticos podrían a priori parecer
alejados, pero cuya práctica no lo está tanto.
Así, se concreta en Los cuentos de Juana la propuesta de Macedonio Fernández
en Museo de la novela de la Eterna de atentar contra el lector de desenlaces, aquel
interesado únicamente en la trama, ávido por saber qué pasa, pero despreocu-
pado por la forma. En el prólogo “A las puertas de la novela (anticipación de
relato)”, subtitulado “Cómo librarse, un verdadero artista novelista, del lector de
desenlaces. Receta contra esta calaña lectora”, postula la necesidad de prescindir
de toda trama que pueda interesar a un lector mediocre, que es aquel que está
atento nada más que al desenlace de la misma: “De Personajes descartados puede
hacerse una lista; de Lectores sólo un género descarto: el lector de desenlaces;
con el procedimiento de dar sustanciado todo el relato y final anticipadamente
ya no se le verá más por aquí”.13 La solución ofrecida por Macedonio es sencilla:
si se le adelanta el final, el desenlace que espera con impaciencia, el autor se libra
de él y se queda únicamente con los buenos lectores: “El lector que no lee mi
novela si primero no la sabe toda es mi lector, ése es artista, porque el que busca
leyendo la solución final, busca lo que el arte no debe dar, tiene un interés de lo
vital, no un estado de la conciencia: sólo el que no busca una solución es el lector
artista”.14 Es justamente lo que hace Cepeda Samudio, cuando adelanta, como al
desgaire, el trágico desenlace en el prefacio: “no sé pero siempre recuerdo aquel
pedazo de Calderón que me hacían aprender en el colegio de Ciénaga, frente al
Templete que hizo que Juana se pegara un tiro al recordar, justamente al salir del
casamiento, que ella ya estaba rota” (p. 264).
Tampoco le interesa a Cepeda la pintura de caracteres. En consonancia con el
fragmentarismo del texto y con su repudio de la trama, el personaje de Juana es
proteico, cambiante. Lejos de poseer una personalidad definida y monolítica, Jua-
na son muchas Juanas, algunas de ellas contradictorias: colombiana y gringa de
Arizona, rabiosamente contemporánea y colonial, desenvuelta y apocada, culta y

12. Jacques Gilard, “Álvaro Cepeda Samudio, el experimentador tropical”, op. cit., p. 64.
13. Macedonio Fernández, Museo de la novela de la Eterna, ed. de Fernando Rodríguez Lafuente,
Madrid, Cátedra, 1995, p. 214.
14. Ibid., p. 216.
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popular. Y como cada uno de los capítulos (o viñetas) que conforman el conjunto
posee un estilo diferente, tenemos Juanas con tintes fantásticos, con rasgos melo-
dramáticos, Juanas de chiste, en un constante y metafórico proceso de carnavali-
zación. De hecho, el modelo de la viñeta o el cómic serviría para explicar la obra,
pues Juana es también una suerte de dibujo animado (sobre todo si pensamos
en el trabajo de Alejandro Obregón) a cuyas aventuras y desventuras, inconexas,
asiste el lector. En ese sentido, el capítulo primero puede ser visto como una es-
pecie de mise en abîme, donde se escenifica en miniatura el políptico que es Los
cuentos de Juana:

Sobre la mesa se amontonan pedazos de tela y muñecas, muchas muñecas.


Hay muñecas por todas partes. Pero no tiradas de cualquier manera sino cui-
dadosamente colocadas: en nítidos montones, o sentadas, o recostadas o pa-
radas.

Las muñecas son de trapo, cosidas a mano, hechas de retazos de telas de colores
y calidades diferentes. Pero las cabezas son todas iguales: el pelo hecho de fle-
cos de lana amarilla y las caras aplanadas de cretona floreada: sobre la cretona
están bordadas las bocas y los puntos rectos de las narices, pero ninguna tiene
ojos (p. 272).

El motivo de la mise en abîme está, además, desarrollado en el capítulo “A


García Márquez, Juana le oyó…”, a propósito del hombrecito de la lata de avena
Quaker, variante americana de lo que en Europa se llamará efecto Droste.15 Asis-
timos aquí no solo a la humanización de las muñecas, sino también a la muñe-

15. En L’Âge d’homme (1939) el escritor francés Michel Leiris ofrece uno de los primeros ejemplos
de este tipo de representación visual ad infinítum, que no proviene ni del arte ni de la heráldica, sino
de la publicidad y los objetos de consumo, y que será retomado por Lucien Dällenbach: “Debo mi
primer contacto preciso con la noción de infinito a un envase de cacao de marca holandesa, materia
prima de mis desayunos. Un lado del envase venía decorado por la imagen de una campesina, fresca y
sonrisueña, con cofia de encaje y con un envase idéntico en la mano, decorado por la misma imagen.
Caí presa de una especie de vértigo al imaginar esta infinita serie de una imagen idéntica en que
se reproducía un número ilimitado de veces la misma joven holandesa que, cada vez más pequeña,
teóricamente, pero sin llegar a desaparecer nunca, me hacía ver su propia efigie pintada en un envase
de cacao idéntico al envase en que ella estaba pintada”, El relato especular, Madrid, Visor, 1991, p. 38.
Ese mismo año de 1939, Jorge Luis Borges, en el ensayo “Cuando la ficción vive en la ficción”, nos da
un ejemplo similar, también relacionado con el desayuno, pero que termina señalando el vínculo con
el arte y la superposición de niveles ficcionales: “Debo mi primera noción del problema del infinito a
una gran lata de bizcochos que dio misterio y vértigo a mi niñez. En el costado de ese objeto anormal
había una escena japonesa; no recuerdo los niños o guerreros que lo formaban, pero sí que en un
ángulo de esa imagen la misma lata de bizcochos reaparecía con la misma figura y en ella la misma
figura, y así (a lo menos en potencia) infinitamente… […] Al procedimiento pictórico de insertar un
cuadro en un cuadro, corresponde en las letras el de interpolar una ficción en otra ficción”. Jorge Luis
Borges, “Cuando la ficción vive en la ficción”, en: Textos cautivos. Ensayos y reseñas en El Hogar (1936-
1939), ed. de Enrique Sacerio-Garí y Emir Rodríguez Monegal, Barcelona, Tusquets, 1986, p. 325.
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quización del personaje de Juana, que terminará justamente como una muñeca
desmembrada, posibilitando la dilogía (rota) ambas lecturas.
Esa especie de “teatro lírico de muñecas” que es Los cuentos de Juana nos per-
mite la siguiente filiación con un autor contemporáneo, a cuyo modo de proceder
literariamente se aproxima en algunos momentos: el cubano Severo Sarduy.16 Ya
Ariel Castillo señaló la postura concomitante de ambos autores en lo relativo a
la consideración de los vínculos existentes entre la pintura y la literatura,17, pero
las conexiones van mucho más allá. Con el Sarduy que escribe en los años 60
y 70 coincide Cepeda en este libro en el desapego absoluto por la trama, en el
desinterés por la construcción de personajes redondos y psicológicamente bien
perfilados y, en definitiva, en el afán por socavar los cimientos de la narración
realista, como Sarduy reivindicara en Escrito sobre un cuerpo (1969):

Todo [en el realismo], en su vasta gramática, sostenida por la cultura, garantía


de su ideología, supone una realidad exterior al texto, a la literalidad de la es-
critura. Esa realidad, que el autor se limitaría a expresar, a traducir, dirigiría los
movimientos de la página, su cuerpo, sus lenguajes, la materialidad de la escri-
tura. Los más ingenuos suponen que es la del “mundo que nos rodea”, la de los
eventos; los más astutos desplazan la falacia para proponernos una entidad ima-
ginaria, algo ficticio, un “mundo fantástico”. Pero es lo mismo: realistas puros
–socialistas o no– y realistas “mágicos” promulgan y se remiten al mismo mito.
Mito enraizado en el saber aristotélico, logocéntrico, en el saber del origen, de
un algo primitivo y verdadero que el autor llevaría al blanco de la página. A ello
corresponde la fetichización de este nuevo aedo, de este demiurgo recuperado
por el romanticismo.18

De ahí que no resulte difícil establecer la conexión entre el carácter proteico


de personajes como Auxilio y Socorro, que en De donde son los cantantes expe-
rimentan diversas metamorfosis, o la Cobra de la novela homónima, y nuestra
Juana que, si bien de un modo menos ostentoso que estas, se va transmutando a
lo largo del libro, con una clara vocación antimimética. Pero quizá la coincidencia
mayor con el cubano esté en la utilización de Juana como una especie de Dolores
Rondón costeña, en la cual confluyen tradición e innovación. Si Sarduy retoma
esa figura popular de Camagüey –que encarnaba el arquetipo de la mulata, tan
frecuente en la literatura cubana desde la Cecilia Valdés (1839) de Cirilo Villaver-

16. “Teatro lírico de muñecas” es el título de la primera parte de Cobra, obra de Severo Sarduy que
aparece, como Los cuentos de Juana, en 1972. En esta novela, el personaje de Cobra también sufre suce-
sivas metamorfosis. Aunque se trata de textos muy diferentes, en ambos se ha cuestionado la unidad
de la obra y la relación de unas partes con otras, a la vez que se ha echado en falta la ausencia de trama.
17. Ariel Castillo Mier, “La poética prospectiva de Los cuentos de Juana”, Huellas, n° 51-52-53,
1997-1998, p. 106.
18. Severo Sarduy, Escrito sobre un cuerpo, en: Obra completa, tomo II, ed. crítica de Gustavo Gue-
rrero y François Wahl, Madrid, Colección Archivos, 1999, p. 1150.
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de– como una manera de inscribirse en esa tradición literaria, y al mismo tiempo
construye un texto que subvierte dicha tradición, un texto autorreflexivo y me-
taficcional que comporta una importante crítica de la representación y que niega
que el discurso sobre la identidad sea un discurso natural, inocente, cuya fuerza
radica justamente en negar su naturaleza simbólica,19 Cepeda hará algo similar
con Juana, al rescatar en ella algunas de las consideradas esencias costeñas, dejar
otras de lado y hacerlo con un libro y unas formas que, incorporando ciertos ele-
mentos de la tradición local, logran salirse de las márgenes de la literatura costeña
y colombiana.
En efecto, ya sea como protagonista, narradora, narrataria, como testigo o
como mera alusión, Juana da pie a que circulen por el libro una parte de la vida
cultural colombiana, escenas de la vida cienaguera o barranquillera, anécdotas
y chistes privados, así como una amplia gama de técnicas narrativas y muestras
de la literatura culta y popular occidental. Si en algún momento el personaje de
Juana se aproxima a alguno de los creados por García Márquez (pensemos en
Eréndira, con la que comparte la dedicación prostibularia, al menos en el capítulo
“Juana aprendió sus primeras…”) o aparecen motivos que podrían ser conside-
rados mágico-realistas, la similitud o la proximidad son rápidamente subvertidas
gracias a una técnica que en absoluto incide en presentar la realidad como si fuera
mágica.20 El ejemplo más claro es quizá el del capítulo “Juana tenía…”, en el que
se nos muestra a un personaje en el que se ejecutan ciertas metáforas al pie de la
letra: “Juana tenía el pelo de oro. No rubio, o dorado, como suele decirse de los
cabellos amarillos. El pelo de Juana era de oro puro y las hebras le caían gruesas,
metálicas, separadas, hasta un poco más abajo de los hombros” (p. 295). En con-
sonancia con la tradicional cara de palo garcimarquina, el narrador no subraya en
ningún momento lo hiperbólico de la situación ni destaca la extrañeza del caso,
e incluso señala la naturalidad con que dicha circunstancia es recibida por los
cienagueros: “No era que en Ciénaga, donde cada casa tiene su albino y su cuarto
tapiado del que se oyen gritos, risas desaforadas, quejidos, ruidos extraños y, a
veces, hasta larguísimas y muy bien dichas recitaciones de Campoamor, el pelo
de oro de Juana fuera motivo de mucho asombro o mucha habladuría que hu-
biera llegado a molestarla” (p. 296). Sin embargo, lejos de explotar el motivo a la
manera mágico-realista, Cepeda deriva hacia la crítica lúdico-poscolonial gracias al
anacronismo deliberado (episodio que le sirve para introducir como personaje a
un cierto Fray Bartolomé de las Casas) y a la remembranza de un episodio bíblico
(el de Thamar y Amnón), pasa después a recrearse con los problemas prácticos de

19. Gustavo Guerrero, “Severo Sarduy’s From Cuba with love, 1967: Nation and Identity”, en:
Alan West-Duran (ed.), Cuba: People, Culture and History, New York, Scribner’s Sons, pp. 133-135.
20. Cf. José Manuel Camacho Delgado, Comentarios filológicos sobre el realismo mágico, Madrid,
Arco/Libros, 2006.
Catalina Quesada 345

dicha situación y termina la viñeta con una anécdota que incorpora a un personaje
real, Carlos Villar Borda, y un chiste privado.21 Si bien es cierto que en episodios
como este el personaje corre el peligro de caer en la órbita del realismo mágico
(la fuga con el maromero recuerda no poco la de Eréndira con Ulises),22 no lo es
menos que Cepeda conjura dicho riesgo con esa proliferación de datos e historias
periféricas que se alargan sin dirigirse en apariencia a ningún sitio y, muy espe-
cialmente, con el uso la ironía.23
Es lo que sucede en el capítulo “El ahogado”. Si bien parte del mismo mo-
tivo que García Márquez en su cuento “El ahogado más hermoso del mundo”
(1968), publicado en el volumen La increíble y triste historia de la cándida Erén-
dira y de su abuela desalmada en 1972, el resultado es completamente distinto.24
No solo, porque Cepeda parte de un guion cinematográfico que, entre bromas y
veras, se atribuye al arquitecto y cineasta Luis Ernesto Arocha, sino sobre todo
por los paréntesis irónicos que, a manera de acotaciones, socavan la narración
y que dificultan la necesaria suspensión de la descreencia por parte del lector.
Dichas acotaciones –atribuidas a Juana en la ficción–25 van desde el comentario
jocoso acerca de la escasez de medios para rodar según lo establecido en el
guion, a la apostilla técnica, pasando por la indicación de ciertas intertextualida-

21. El propio Carlos Villar Borda, periodista bogotano amigo de Cepeda Samudio, explica su
presencia en este episodio en La pasión del periodismo: testimonio, Bogotá, Fundación Universidad de
Bogotá Jorge Tadeo Lozano, 2004, pp. 178-179.
22. Una veta quizá explotada en el film Juana tenía el pelo de oro (2006), de Pacho Bottía. Cf. el tes-
timonio de Marta Yances, “Paseo conversacional por el cine y los audiovisuales del Caribe colombia-
no”, en: Ariel Castillo Mier (comp.), Respirando el Caribe. Memorias de la Cátedra del Caribe Colombiano,
vol. I, Barranquilla, Universidad del Atlántico, 2001, pp. 266-268.
23. La ironía es mucho mayor si, como señala Heriberto Fiorillo, la figura de Juana estuviera
inspirada en la norteamericana Joan Mansfield. Cf. La Cueva. Crónica del grupo de Barranquilla, Bogotá,
Editorial Planeta Colombiana, 2001, p. 50. Parece claro que la moda hollywoodiense de las rubias pla-
tino, desde Jean Harlow hasta Jeany Mansfield, pasando por Marilyn Monroe, hubo de tener un cierto
peso en la concepción de este episodio, habida cuenta de la obsesión de Cepeda por la cinematografía.
24. Alejandro Obregón había pintado hacia 1955 la serie Ganado ahogándose en el Magdalena, a
cuyas formas recuerda vagamente el dibujo que ilustra este capítulo del libro, donde también aparece
dibujada la palabra ahogado. El motivo posee un largo bagaje, como refiere el comienzo de “Por de-
bajo de este ahogado…”: “Por debajo de este ahogado ha corrido mucha agua. Y por arriba también.
Cuando Luis Ernesto comenzó con su tema, Obregón lo reclamó para sí. Más tarde, Gabo, al enterarse
del asunto, dijo categóricamente: “Como ninguno de ustedes se toma el trabajo de escribirlo, el aho-
gado es mío”. […] Mucho después se habló de filmarlo. Aquí se armó el mierdero. Angulo, Luis Vicens,
Fuenmayor, Quique, andaban con el ahogado de un lado para otro. Hasta el Barón de Humboldt quiso
intervenir”, p. 307.
25. “De todas maneras, la versión que Juana encontró en la caja fuerte donde Fray Bartolomé
guardaba las hostias en la sacristía de la iglesia de Ciénaga, no puede ser la que escribió Luis Er-
nesto. Al menos las anotaciones no pueden ser de él: están en inglés. O son de Juana, o son de Fray
Bartolomé”, p. 308. La utilización del participio femenino al final del capítulo –“(Si yo no estuviera
segura de que he oído esto mucho antes de que Lamorisse hiciera Crin Blanc, hoy tendría muy malos
pensamientos sobre Luis Ernesto)”, p. 320– hace de Juana la autora, al menos intradiegéticamente,
de dichas notas.
346 Lecturas inéditas

des o la inserción de extractos de ciertas obras, como sucede con el Ulysses de


Joyce.
En sus constantes metamorfosis, también se posiciona el personaje de Juana
contra ciertos arquetipos femeninos de la tradición occidental, literarios o no,
para terminar subvirtiéndolos, gracias a las superposiciones de la técnica acumu-
lativa. Si en el capítulo “Juana aprendió sus primeras…” tenemos a una Juana
que decide libremente dedicarse a la prostitución26 como consecuencia de sus
lecturas bíblicas, en otros momentos quedan insinuados el incesto y la violación,
a partir primero de la historia de Thamar y Amnón, que condensa ambas, y de la
de Lucrecia, traída a colación a partir de la ópera de Benjamin Britten, The Rape
of Lucrece. O se nos presenta una Juana, entre amazona y sicaria, que mata juga-
dores de fútbol (y eventualmente algún espectador) con una cerbatana y dardos
envenenados; a una que se dirige al altar, a una que se suicida tras haberse casado
y a otra que se escapa del lazo conyugal fugándose con un maromero. En otros
capítulos, Juana será el pretexto para la crítica de arte o para introducir el perfil
de algún artista, como sucede en “Juana tiene una amiga…” y en “Padre: José
Dolores Bastos…” con la obra de la escultora Feliza Burztyn27 y con el pintor Noé
León, respectivamente; o será ella misma el sujeto de la enunciación, como sucede
con las anotaciones al guion de “El ahogado”. El resultado es tan desconcertante
para el lector que resulta imposible forjarse una imagen monocorde de Juana. Es
evidente que el interés de Cepeda no es construir un personaje que responda a
tal o cual arquetipo (como sí sucedía, por ejemplo, en La casa grande); más bien
se trata de, a partir de la acumulación y el exceso, ofrecer un políptico donde nin-
guna de las caras se anule, sino que todos los paneles o secciones tengan vigencia,
superponiéndose; no es, pues, ni la Celia de Respirando el verano, de Héctor Rojas
Herazo (1962) ni ninguno de los personajes femeninos creados por García Már-
quez, que, por muchas contracciones vitales en que puedan incurrir, responden
a un modelo reconocible. Los cuentos de Juana resulta así una auténtica panoplia
caribe que, gracias a la técnica de aluvión, a la ostentación de la intertextualidad
y una peculiar utilización de la incoherencia y el desconcierto narrativos, se aleja

26. Cf. Adlai Stevenson Samper, Polvos en la Arenosa: cultura y burdeles en Barranquilla, Barran-
quilla, Fundación Cultural Nueva Música/La Iguana Ciega, 2005; Álvaro Miranda, “Las madamas de
Barranquilla: progreso y prostitución”, en: Ariel Castillo Mier (comp.), Respirando el Caribe. Memorias
de la Cátedra del Caribe Colombiano, vol. I, Barranquilla, Universidad del Atlántico, 2001, pp. 117-128;
Rafaela Vos Obeso, “Vida amorosa y cotidianidad en la Barranquilla de antaño”, ibidem, pp. 129-140.
27. En ningún momento se menciona en la obra el nombre completo de la escultora, que también
aparece en “Desde que compró la cerbatana ya Juana no se aburre los domingos”, pero es claramente
identificable a partir de la descripción de su obra. Es de notar que tanto el capítulo “Juana tiene una
amiga…” como la correspondiente ilustración de Alejandro Obregón o la película que un año antes
estrenara Luis Ernesto Arocha –Azilef (1971)– parten de un mismo procedimiento: el trasvase de la
obra de tan peculiar artista a sus respectivos campos de trabajo a manera de homenaje o comentario
–literario, pictórico o cinematográfico– y la incorporación de su nombre de pila a dichos trabajos.
Catalina Quesada 347

de otros modos de hacer coetáneos. La charada que Fray Bartolomé de las Casas y
Pujol pone en marcha en Ciénaga en el capítulo “Cuando a Fray Bartolomé…” nos
puede servir, de nuevo, como figura que condensa, en mise en abîme, las distintas
viñetas que constituyen la obra:

La primera impresión fue realmente desconcertante. Charada en mano, paradas


frente a los bastidores que habían sido colocados cada uno entre los seis tramos
de columnas que forman el templete, las gentes trataban, serias y estudiosas, de
escudriñar el oculto aunque aparente significado de los versos. Hacer coincidir
las imágenes pictóricas de Juana con la clave poética que sin consideración
alguna al lenguaje y conocimientos retóricos suministraba fray Bartolomé, no
era cosa fácil (p. 328).

La novela incomprendida

En el ensayo “Para una teoría del ciclo de cuentos hispanoamericano”, Miguel


Gomes incluye en su corpus tanto el volumen Todos estábamos a la espera como
Los cuentos de Juana, si bien este último libro no aparece analizado en el artículo,
sino que tan solo se lo menciona como texto utilizado durante la investigación.
Uno de los requisitos, mencionado por Gomes, para que podamos hablar de ciclo
de cuentos sería el del equilibrio entre la autonomía de las partes, que deben poder
ser leídas independientemente, y la supeditación al conjunto, de tal forma que
ese todo que será el ciclo de cuentos sea más que la mera suma de las partes.28
Ahora bien, ¿son realmente autónomos los capítulos o fragmentos que integran
Los cuentos de Juana? Y aún más, en esa necesaria subordinación al todo, ¿no gana
la partida el conjunto, al ser este un políptico que pierde parte de su sentido si no
lo leemos completo?
Jacques Gilard, que fue el primero en lanzar la hipótesis de que no se trataba
de un volumen de cuentos, se apoya en un argumento esencial: lo alejado que está
Los cuentos de Juana de la manera de Cepeda de concebir el cuento. Aunque admi-
te la posibilidad de un cambio radical (aceptando que, en caso de ser cuentos, lo
sean de tipo post-salingeriano), más bien parece inclinarse por la primera opción:

Los “cuentos” son solamente los pedazos contradictorios de una historia que
nunca llega a constituirse. Es decir que, de todas maneras, se da un paso más
con relación a La casa grande y Cepeda cuestiona más aún la noción del género
“novela”, no solamente el consabido modelo decimonónico, sino también el
concepto de nuestro siglo […]. Los cuentos de Juana es un enigma y un reto

28. Miguel Gomes, “Para una teoría del ciclo de cuentos hispanoamericano”, Rilce, n° 16.3, 2000,
pp. 557-583.
348 Lecturas inéditas

(puede ser un reto malogrado, pero esta sería otra cuestión), un libro que
requiere ser reevaluado o simplemente evaluado, en todo caso era otra cosa y
más que la fracasada colección de cuentos de la que se ha hablado hasta ahora.29

Daniel Samper Pizano, que repara en dicho alejamiento con respecto a Todos
estábamos a la espera, no es capaz, sin embargo, de concebir el volumen como otra
cosa que una serie de textos fallidos, donde el caos y la mezcla genérica terminan
arruinando el conjunto, que estaría igualmente alejado de La casa grande:

Para la época en que los escribió Álvaro, ya estaba casi absorbido por la que fue
su última febril actividad: la realización de cortometrajes. Está incluido el guión
del famoso ahogado, con las aclaraciones necesarias sobre su disputada paterni-
dad. […] Otros cuentos son también actos deliberados de piratería amistosa en
que Cepeda cuanta la historia porque le gusta, no porque sea suya, y otorga el
crédito debido al autor. Hay algunos temas desarrollados prácticamente en for-
ma de pieza teatral y otros dialogados a imitación del capítulo “Soldados”. Hay
viñetas breves multiplicadas tipográficamente, borradores sucintos de guión fíl-
mico y un cuento largo con algún arraigo en escenarios y personajes de La casa
grande. Y hay, a manera de introducción, un excelente reportaje a Obregón que
constituye uno de los mejores trabajos periodísticos de Cepeda, lleno de locura,
sorpresas, inteligencia y humor. Todo esto hace de Los cuentos de Juana una es-
pecie de collage cuya principal característica es la de mostrar cómo, para enton-
ces, Cepeda se ha apartado de los primeros moldes de sus cuentos, trabajados
dentro del short-story norteamericano, y se ha instalado con audacia técnica en
la corriente de realismo fantástico que tan bien explota Cien años de soledad.30

Aunque, en efecto, Los cuentos de Juana se aleja radicalmente de la práctica


cuentística de los inicios de Cepeda, el error consiste en valorar el libro, sin más,
a la luz de Cien años de soledad, pues ni se inscribe en la corriente mágico-realista,
como ya ha quedado señalado, ni responde a un mismo modo de concebir el
género novelístico. A diferencia de él y como ya hiciera Gilard, Heider Rojas sí
contempla la posibilidad de pensar Los cuentos de Juana como novela. E incluso
da un paso más, al subrayar el carácter anfibio de la obra, su doble condición,
al tratarse de “una colección de 21 textos que funcionan lo mismo como cuen-
tos plenamente autosuficientes que como capítulos de una única historia. Así, el
libro navega con suficiencia entre la reunión de cuentos fantásticos y la novela
corta no convencional, en uno y otro caso en torno a Juana […] y a su particular
sentido mágico de develar el entorno, vista ella en diferentes momentos de su

29. Jacques Gilard, “Álvaro Cepeda Samudio, el experimentador tropical”, op. cit., p. 65.
30. Daniel Samper Pizano, “Prólogo”, en: Álvaro Cepeda Samudio, Antología, Bogotá, El Áncora
Editores, 2001, pp. 17-18.
Catalina Quesada 349

existencia”.31 En esa misma línea, aunque sin justificar demasiado su afirmación,


Rafael Saavedra sentencia que “el libro no es un conjunto de cuentos, como se
podría pensar a partir de su título, es una novela, la novela de Juana y no los
cuentos de Juana”.32
Varios han sido, a nuestro entender, los motivos que han llevado a la crítica
a considerar Los cuentos de Juana como un volumen de cuentos y no como la no-
vela que más bien parece ser. En primer lugar, acaso, lo más obvio: el título de
la obra. Están, además, su fragmentariedad, la heterogeneidad de técnicas y de
voces narrativas, o la incongruencia y presuntas contradicciones del conjunto. Y
por último, aunque en relación con lo anterior, la rareza misma de la obra, donde
tiene cabida sin mayores problemas el absurdo, el chiste, el humor y otros ele-
mentos que en otros casos han llevado a la crítica de hablar de antinovelas y aquí
han impedido, sin más, que se la piense como novela. Todo ello ha motivado que
críticos como Ariel Castillo cataloguen Los cuentos de Juana como “veintidós pie-
zas, en apariencia sin otro vínculo que la presencia de Juana –como oyente de
un chiste o interlocutora de un diálogo o protagonista de una historia fantástica
o testigo de acciones determinadas o cidehametiana conservadora de un texto
o destinataria de una epístola o alter ego del escritor”.33 Castillo, que ha trabaja-
do en profundidad la obra de Cepeda Samudio y acierta al apuntar muchas de
sus claves, contempla la posibilidad de concebirlo como libro de cuentos, como
poema lírico, como autobiografía cifrada y, finalmente, como novela, en lo que él
define como libro múltiple.34 Porque lo cierto es que, en su afán por experimentar
con las formas, Cepeda va a dar cabida en Los cuentos de Juana al cuadro de cos-
tumbres (debidamente pasado por el tamiz cinematográfico), al relato circular a
la manera del cuento del gallo capón, al chascarrillo, etc., formas todas distantes
del cuento moderno, tal y como lo concibieron Edgar Allan Poe y sus continua-
dores en Hispanoamérica (Horacio Quiroga, Julio Cortázar)35, pero también de
la manera en que lo ejecutaron Chéjov y los autores norteamericanos que siste-
máticamente son invocados al hablar de las influencias de Cepeda (Hemingway,
Faulkner, Dos Passos, Steinbeck, Saroyan, Capote). Todos estábamos a la espera,

31. Heider Rojas, “Álvaro Cepeda Samudio: del movimiento interrumpido a las formas en serie”,
Folios, n° 15, 2002, p. 39.
32. Rafael Saavedra, “Los cuentos de Juana”, en: Jordi Aladro-Font (ed.), Homenaje a don Luis Mon-
guió, Newark, Juan de la Cuesta, 1997, p. 325. Aunque de manera superficial, también Otto Morales
Benítez pone en duda que se trate de cuentos; cf. “Lineamientos del fabular de Álvaro Cepeda Samu-
dio”, en: Álvaro Pineda Botero y Raymond L. Williams (comp.), De ficciones y realidades. Perspectivas
sobre literatura e historia colombianas, Bogotá, Tercer Mundo Editores, 1989, p. 103.
33. Ariel Castillo Mier, “La poética prospectiva de Los cuentos de Juana”, op. cit., p. 103.
34. Ibid., pp. 114-115.
35. Cf. Gabriela Mora, En torno al cuento: de la teoría general y de su práctica en Hispanoamérica, ed.
corregida y aumentada, Buenos Aires, Editorial D. A. Vergara, 1993.
350 Lecturas inéditas

esos cuentos en los que, como señaló Hernando Téllez, “no pasa nada”36 y que
Gilard ha catalogado como cuentos de ambiente, beben, en efecto, de la tradición
chéjoviana y de la norteamericana y supusieron, lógicamente, un revulsivo en el
panorama narrativo de la Colombia de los años cincuenta:

En cuanto a la forma es obvio que reaccionaba Cepeda contra el cuento perezo-


samente concebido como un condensado de novela, sin normas propias vincu-
ladas con su brevedad, y sobre todo contra el narrador omnisciente heredado
de la novelística del siglo XIX. Hubo en Cepeda y sus amigos, más temprano que
en García Márquez (quien luego superó muy pronto su retraso), una reflexión
estructuralista –antes de que existiera el estructuralismo– sobre los elemen-
tos constitutivos de la narración y Cepeda puso el acento en el manejo de la
voz narradora, que él quiso, más que todo, quebrantar. Todos los elementos
constitutivos –narrador, espacio, tiempo, personajes– pasaron por el filtro de
su análisis a lo largo de sus lecturas (cada uno de sus propios cuentos así lo
demuestra), pero fue con la autoridad o el autoritarismo de una voz perento-
ria –muchas veces confundidos la voz narradora y el autor– con lo que quiso
romper primordialmente.37

Parece obvio que quien tan bien conoció el género en su funcionamiento y


lo puso a andar en su propio país está demostrando una firme voluntad por pro-
blematizar los géneros literarios en un libro como Los cuentos de Juana, donde
muchas de las partes que lo conforman parecen estar justamente enarboladas
para ilustrar qué no es un cuento. Dicha circunstancia se hace patente en la nota
“El cuento y un cuentista”, que publica en El Heraldo el 11 de abril de 1955
y que arroja algo de luz acerca del modo en que Cepeda concibe los géneros
narrativos:

Yo no he escrito nunca sobre el cuento: me he limitado a escribirlos: porque


creo que el cuento, como género literario independiente, no está ampliamente
definido en castellano. Quiero decir que existe todavía la tendencia a confundir
el relato con el cuento: de llamar cuento a la simple relación de un hecho o
estado. El cuento como unidad puede distinguirse con facilidad del relato: es
precisamente lo opuesto. Mientras el relato se construye alrededor del hecho,
el cuento se desarrolla dentro del hecho. No está limitado por la realidad, ni es
totalmente irreal: se mueve precisamente en esa zona de realidad-irrealidad que
es su principal característica. La circunstancia de que la novela utilice ambas
técnicas –cuento y relato– para lograr su finalidad, ha dado lugar a esa falsa

36. Hernando Téllez, Nadar contra la corriente: escritos sobre literatura, Bogotá, Ariel, 1995, p. 330.
Cf. Rigoberto Gil Montoya, “Álvaro Cepeda Samudio: nuevos visos en la cuentística colombiana”,
Revista de Ciencias Humanas, n° 29, 2001, pp. 55-65.
37. Jacques Gilard, “Introducción”, en: Álvaro Cepeda Samudio, Todos estábamos a la espera, ed. de
Jacques Gilard, Madrid, Cooperación Editorial, 2005, p. 27.
Catalina Quesada 351

identificación de las dos técnicas. La novela es en realidad una serie de cuentos,


unidos por uno o varios relatos.38

Por eso parece difícil aceptar esa presunta libertad con respecto a las ataduras
genéricas39 y no pensar, más bien, en un autor que pretende llevar al límite la
forma novelística a partir de la yuxtaposición de otras formas, con la distancia
crítica que le confiere la parodia. Un tipo de novela, para decirlo con Caicedo, que
se renueva, no desdeña lo inacabado, asimila diversos géneros y hace un amplio
uso del fractal: “cada fragmento no es un detalle, sino un elemento que contiene
una totalidad que merece ser, más que descubierta, explorada y construida por su
cuenta”.40
Como sabemos, el paratexto (títulos y subtítulos, dedicatorias y epígrafes, pró-
logos o prefacios y divisiones internas) contribuye a configurar el horizonte de
expectativas del lector. En el texto que nos ocupa, el pacto con el lector en lo que
concierne al género parece estar establecido desde el título mismo, quedando
estipulado, al menos en apariencia, que se trata de un volumen de cuentos. En
el prefacio, sin embargo, la voz narrativa califica al texto de novela, a la vez que
anuncia la importancia que tendrá lo visual: “Pero hemos llegado a un acuerdo:
Obregón va a escribir Los cuentos de Juana, esa novela que hace diez años estoy
pintando” (p. 263). Más adelante, uno de los participantes en ese diálogo que
constituye buena parte del prefacio, emplea el sintagma cuento de Juana, no como
sinónimo de patraña o cuento chino, sino como equiparable a historia (contra-
puesta a la literatura). Pero acto seguido, adoptando una vez más la técnica de
la mamadera de gallo –esto es, la tomadura de pelo– y recurriendo al juego de
palabras, el interlocutor le da la vuelta a la expresión, para sentenciar “¿y qué es
la literatura sino la gran historia del mundo bien contada?” (p. 268). Se hacen
de ese modo equivalentes literatura e historia, incidiendo en la importancia de la
técnica o el bien contar. Una muestra de eso se nos dará a continuación, con ese
cuento bien contado de la historia costeña en 21 capítulos, donde Cepeda Samudio
va a demostrar que se puede contar no solo narrativamente, sino también median-
te el teatro, la pintura, la poesía y el cine, dejando bien sentado que el calificativo
de renaissance man no le queda grande. Lo anterior hace pensar que el término
cuentos del título no debe ser entendido, sin más, en su dimensión genérica.
Si seguimos analizando el paratexto, vemos que los capítulos o partes del libro
llevan dos tipos de títulos: o bien resumen el argumento o destacan un elemento
fundamental (como sucede en “Las muñecas que hace Juana no tienen ojos” o
“Desde que compró la cerbatana ya Juana no se aburre los domingos”) o bien

38. Ibid., p. 51.


39. Ariel Castillo Mier, “La poética prospectiva de Los cuentos de Juana”, op. cit., p. 107.
40. Adolfo Caicedo, op. cit., p. 342.
352 Lecturas inéditas

retoman el comienzo del capítulo (“A García Márquez Juana le oyó…”, “Desde
que comenzaron a recortarle…”, “Como me han dicho que…”, etc.). Aunque en
Todos estábamos a la espera es una práctica habitual la de tomar la primera frase
como título del cuento (“Hoy decidí vestirme de payaso”, “Vamos a matar a los
gaticos”), no es propio del género cuentístico que no haya título o que se tome sin
más la primera frase –truncada, además, con los puntos suspensivos– si esta no es
realmente relevante, como acontece en los casos mencionados de Todos estábamos
a la espera. Es lo que sucede en “Juana tenía…” o en “Como me han dicho que…”.
Además, es bastante probable que dichos títulos no pertenezcan a Álvaro Cepeda
Samudio, sino a Alejandro Obregón, que preparó la edición. El hecho de que no
tengan título refuerza la tesis aquí defendida de que no son cuentos sino capítulos
de un todo mayor, que bien puede adscribirse al género novelístico.
En lo que respecta a la heterogeneidad de los capítulos como elemento de-
terminante a la hora de concebir el libro en tanto que volumen de relatos o
viñetas independientes y no como un todo, no es necesario recordar que esa es
justamente la técnica narrativa empleada en La casa grande, algunos de cuyos
capítulos (“los soldados” y “el padre”) fueron incluso publicados de manera
exenta antes de la aparición del volumen. Ni los abundantes cambios de técnica,
la polifonía o el carácter heteroglósico del texto han llevado a la crítica a pensar
que La casa grande sea algo distinto a una novela, pues estos rasgos, además, están
en la base del género novelístico mismo. En este sentido, el proceder de Cepeda
Samudio en Los cuentos de Juana está más próximo a La casa grande que a Todos
estábamos a la espera, pues la pluralidad de técnicas, narradores y puntos de vista
constituyen sendas visiones del mundo de Juana. Es cierto que en alguna ocasión
las informaciones pueden parecer contradictorias, como cuando en el capítulo
protagonizado por Fray Bartolomé se alude a que Juana “a duras penas si enten-
día el más elemental español” (p. 326), mientras que en “Las muñecas que hace
Juana no tienen ojos”, la hemos oído hablar perfectamente dicha lengua. Pero eso
responde más a la opción del autor de apostar por la incoherencia, el anacronismo
deliberado, la inverosimilitud y una lógica no muy racional como técnicas que a
una auténtica falta de vínculos entre los capítulos, que por otra parte sí existen:
elementos, motivos o imágenes que, de modo sutil, establecen conexiones entre
las distintas partes del libro y que el lector atento sabrá descubrir. En ese sentido,
el capítulo final, “Barranquilla en domingo…”, supone una suerte de recapitula-
ción de esas escenas o viñetas presuntamente independientes, donde se añaden
y eliminan elementos, pero donde, sobre todo, se trazan vínculos hasta ahora
inexistentes entre capítulos (“Corte al balcón: pote de avena Quaker, lleno de
dardos”, p. 363) y se evidencian dos de las figuras retóricas sobre las que se apoya
la obra: la elipsis y el relato repetitivo, gracias al cual se nos narra, desde distintos
ángulos una única acción (es lo que sucede con el momento en que, vestida de
novia, Juana se dirige a casarse o con el relato de su suicidio). Sobra decir, por
Catalina Quesada 353

otro lado, que la recurrencia a la narración fragmentada le viene a Cepeda del


cine, como queda patente en ese último capítulo, y que ya era esencial en su pri-
mer cortometraje, La langosta azul (1954).
Siguiendo con los textos literarios y la tradición latinoamericana, hay que re-
cordar que otras obras publicadas por esas fechas, como las ya citadas Museo de
la novela de la Eterna, del argentino Macedonio Fernández, o De donde son los can-
tantes, del cubano Severo Sarduy adolecen de los mismos defectos; taras o defectos
entre comillas, claro está, pues estos autores y obras no vienen sino a imponerle
al lector un cambio en su manera de enfrentarse al texto. A partir de escritores
como estos y otros posteriores, la organización de los capítulos a manera de co-
llage o el uso ostentoso del fragmento no podrán ser vistos como problema, sino
como signo de unos tiempos que se distancian a pasos agigantados de Balzac, de
Flaubert, de Tolstoi o de Galdós, pero también de esa noción vargallosiana de
la novela total, que, mal que bien, pusieron en práctica novelistas como el propio
Vargas Llosa o Gabriel García Márquez en la segunda mitad del siglo XX, y que
llevaba aparejada la idea del autor como un deicida, que rehacía la obra divina en
toda su complejidad. Como ya se ha dicho, la misma novela La casa grande podría
ser incluida, con matices, bajo ese marbete, pues cercana en su fragmentariedad a
obras como Pedro Páramo o La muerte de Artemio Cruz, demostraba sin embargo,
gracias a la recurrencia al mito y a la pluralidad de enfoques sobre unos mismos
hechos, un cierto afán totalizador, una cierta voluntad por ofrecer la realidad en
sus múltiples niveles, una “faulkneriana oscuridad”.41
No es el caso de Los cuentos de Juana, que poco adeuda al paradigma de la
modernidad. Frente a esta obra el lector reconstructor no tiene nada que ha-
cer, porque las piezas del consabido puzle no encajan: ni están todas, ni todas
pertenecen al mismo rompecabezas. La reordenación o reconstrucción de lo
fragmentado es simplemente imposible, pues no hay una historia única que
recomponer; es más, habrá piezas que sobren, que el lector no sabrá dónde
colocar, mientras comprende que el juego ya no es ese. Lo que no debe, pues,
el lector del siglo XXI es ver en Los cuentos de Juana una obra malograda del
boom, sino más bien, leerla al hilo de otras coetáneas y posteriores; una obra,
que bien puede ser concebida como novela, donde, como en las de Severo Sar-
duy, Manuel Puig o Luis Rafael Sánchez, desaparecen las fronteras entre la alta
cultura y lo popular y en la que no solo están presentes diversos aspectos de la
cultura pop, que ya hacía tiempo había emergido en occidente, sino muchas de

41. Jacques Gilard, “Introducción”, en: Álvaro Cepeda Samudio, La casa grande, Bogotá, El Áncora
Editores, 2012, p. 22. Cf. Robert L. Sims, “La casa grande de Álvaro Cepeda Samudio: novela, historia
y multiplicidad de voces”, en: Álvaro Pineda Botero y Raymond L. Williams (comps.), De ficciones y
realidades…, op. cit., pp. 73-85; Maurice P. Brungardt, “Mitos históricos y literarios: La casa grande”,
Huellas, n° 51-52-53, 1997-1998, pp. 84-88.
354 Lecturas inéditas

las claves de esa literatura en lengua española que, en 1972, todavía estaba por
venir.

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