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Las estadísticas siempre pueden tener varias lecturas, pero parece que a nivel de cifras
desciende el número de personas comprometidas con la fe. Según una encuesta
realizada por el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) en el año 2003, un 80% de
españoles se confiesa creyente, frente a un 11.6 % de no creyentes. De los primeros sólo
un 42% se considera practicante. Otra estadística más reciente y centrada
exclusivamente en jóvenes revela una panorama preocupante. Menos de la mitad de
ellos, el 49% se considera católico, mientras que hace una década se definía como tal el
77%, según el estudio de la Fundación Santa María, dirigido por el catedrático de la
Universidad Autónoma de Madrid Pedro González. El porcentaje de agnósticos, ateos o
indiferentes a la religión asciende al 46% (en 1994 era el 22%). Sólo un 10% se considera
católico practicante. El estudio se basa en entrevistas a 4.000 jóvenes de 15 a 24 años de
toda España. La imagen que los jóvenes tienen de sí mismos es más bien negativa.
Ahora bien, aparte de estos datos de interés sociológico, lo que realmente suscita en
nuestra mente la pregunta “¿está muriendo la fe?” no es la constatación de su auge o
desvanecimiento a nivel social, sino algo mucho más hondo y más grave: “Tiene algo que
ver la fe con el mundo moderno?”
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¿Está muriendo la fe? De la muerte de Dios a la muerte del hombre
“¿Es posible seguir teniendo fe sin renunciar a los logros indiscutibles de la modernidad?”
Quienes rechazan la religión, y concretamente la Iglesia católica, no lo hacen por motivos
intelectuales sino de orden práctico.
El 79% cree que la Iglesia es demasiado rica y el 82% que está demasiado anticuada en
cuestión sexual. Por el contrario, la mitad de los jóvenes cree que ayuda a pobres y
marginados (Jóvenes Españoles 2005). En caso, lo que se da no es tanto un rechazo de
la fe, la creencia en un poder transcendental o en un dogma religioso concreto, sino de la
imagen de la Iglesia y de la inflexible enseñanza en material sexual. Esto significa que la
fe en sí no está en peligro de muerte, lo que nos induce a pensar que la capacidad de
creer en algo se mantendrá, sea en Dios o en ovnis; en la inmortalidad del alma o en la
reencarnación; en duendes o ángeles; en la providencia divina o el horóscopo; en el
pecado o en la bondad innata del hombre. Pero una fe sin inteligencia es a los ojos del
cristiano una fe tocada de superstición, de credulidad humana, carente de valor espiritual.
Lo que nos interesa saber es si se puede vivir la fe de un modo creíble, inteligente, sin
nada que temer a los hechos ni a las verdades de este mundo, o dicho en términos
clásicos, ¿hay razones para seguir creyendo?
Quienes formulan la pregunta “¿está muriendo la fe?”, dan por supuesto que estamos
convencidos de estar atravesando un momento crítico y casi definitivo debido a los males
de época motivados por la secularización y las actuales políticas teóricamente enemigas
de la fe y a los avances de la ciencia en el campo de la experimentación genética. Y me
parece que algunos estarían más satisfechos si nuestra respuesta a la pregunta sobre la
muerte de la fe hubiera sido en afirmativo. Cómo gusta el catastrofismo, sentir esa
intrigante sensación de estar viviendo en los últimos tiempos. En el ocaso de un tiempo
aparentemente mejor y en el amanecer de un nuevo día, que en el caso cristiano, se
transforma en una expectativa inminente del fin de todas las cosas y de la pronta venida
de Cristo en gloria.
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¿Está muriendo la fe? De la muerte de Dios a la muerte del hombre
Hay un hilo conductor que nos lleva a la situación presente, y que por más optimistas que
quisiéramos ser no podemos soslayar, pues es evidente que si bien Dios es una idea o
concepto que se acepta en términos generales, la práctica religiosa ha caído en picado, y
con ello las vocaciones y el interés por temas teológicos que, todavía no hace tanto,
interesaba a nuestros padres y abuelos, o al menos formaba parte de su identidad
nacional.
Ese hilo conductor nos lleva al siglo XVIII, a la Ilustración, a esa generación de
pensadores que dominaron el panorama cultural y filosófico de la modernidad. En ese
entonces se clavó una pica en el corazón del cristianismo que poco a poco ha ido
resquebrajando la estructura misma de la fe. Se dijo entonces que la razón, no la
autoridad, ya sea la del Papa o de la Biblia, es el último criterio de lo que se ha de tener
por verdadero o falso. Y algunos intentaron releer el cristianismo en clave racional. En
especial los representantes del protestantismo, cuyo ejercicio crítico implicó una dosis
importante de heroísmo, como dice Peter L. Berger, pero para muchos, la pérdida de la fe.
Por ejemplo el filósofo ilustrado inglés John Locke, con su obra precisamente titulada La
racionalidad del cristianismo, en la que intenta salvar un cristianismo acorde a la
mentalidad de la época, produce un efecto más bien gélida, que difícilmente puede
conducir a la fe. Pero lo grave no es esto, que no salía de los círculos de la élite
intelectual, sino el rumor de los enciclopedistas franceses, convertido en dogma, de que la
religión era producto del engaño de los sacerdotes para poder controlar al pueblo
mediante el temor. Era una idea redonda y fácil de comprender por las masas. La
sospecha religiosa se extendió por todas las capas de la sociedad. De este modo cayó la
Bastilla del Antiguo Régimen representado por la aristocracia y el clero.
El marxismo da por buena la hipótesis ilustrada del origen de la religión y añade un nuevo
punto de inquietud y desconfianza: la religión es el opio del pueblo, es una adormidera
que mantiene al pueblo en la esclavitud al capital justificando la explotación de los pobres
con una vana promesa de felicidad en el más allá, de la que hay que librarse. El ambiente
se llenó de animadversión hacia lo religioso. El pensamiento marxista dominó el
pensamiento universitario durante décadas. Decir que uno era cristiano era convertirse en
objeto de miradas de conmiseración, en unos casos, y de desprecio en otros. Fue un
tiempo difícil para la fe. Y más cuando la visión socialista de un mundo proletario ateo
unido en el reaparto equitativo del producto del trabajo parecía destinada a conquistar al
mundo en un corto plazo de tiempo. Como antes con la razón, se escribieron muchos
libros comparando las ideas de Marx y Cristo y, desde luego, también se intentó la lectura
del cristianismo en clave marxista, o social, en España el periodista y activista católico
Alfonso C. Comín, se convirtió en el heraldo de ese nuevo cristianismo, con amplia
repercusión en los medios de información¹.
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¿Está muriendo la fe? De la muerte de Dios a la muerte del hombre
No, no pintaban las cosas demasiado bien para el futuro de la religión en la primera mitad
del siglo XX. Un observador de otro planeta se hubiera atrevido a pronosticar un mañana
sin fe ni Dios en la tierra. De hecho, por ahí circula un libro con el título de El siglo sin
Dios, dedicado al análisis del sociólogo alemán Max Weber6. Un siglo sin Dios, no por ello
más libre, una vez eliminado el viejo con barbas que estorbaba, sino un siglo que ha dado
lugar a una sociedad inflexible, opresiva, programada científicamente, “una jaula de
hierro”, en términos de Weber, una profunda quiebra cultural y una especie de muerte de
todo sueño humano. Digo esto para que nos demos cuenta que nos hallamos ante una
situación totalmente nueva. Así que no cunda el pánico.
En 1932 se publicó una novela que aupó a su autor a la fama mundial, que todavía
perdura. Me refiero a Un mundo feliz, de Aldous Huxley. Una traducción desafortunada
del inglés, Brave New World, Magnífico mundo nuevo, que ha inspirado un montón de
pelícu¬las futuristas. En un diálogo sostenido por dos de los personajes principales, el
inspector Mustafá Mond y el Salvaje, representante del mundo antiguo, el primero aclara
al segundo, respecto a unos libros de teología arrinconados en una habitación y cubiertos
de polvo: «Antes había algo que se llamaba Dios, previo a la Guerra de los Nueve Años”.
“Dios —continúa diciendo Mustafá Mond— no es compatible con las máquinas y la
medicina científica y la felicidad universal. Hay que escoger. Nuestra civilización ha
escogido las máquinas y la medicina y la felicidad”. Como si Huxley hubiera visto nuestra
época con anticipación, dice que el consuelo antes provisto por Dios, la fe y la religión, es
concedido ahora por una sustancia llamada soma. Compárese con el consumo cada vez
más elevado de “pastillas de la felicidad”, prozac, tranquilizantes, antidepresivos7.
¿A qué conduce el abandono de Dios y el recurso al goce ilimitado y sin barreras de los
recursos que proporciona la sociedad industrial? A la pérdida de todo lo que es noble,
hermoso y heroico, se queja el Salvaje. A lo que responde el representante del Magnífico
mundo nuevo: “Mi joven y querido amigo, la civilización no tiene en absoluto necesidad de
nobleza ni de heroísmo. Ambas cosas con síntomas de ineficacia política. En una
sociedad bien organizada como la nuestra, nadie tendrá ocasión de ser noble ni heroico...
Siempre queda el soma para evadirse de la realidad... Antaño solía podían lograrse estas
cosas realizando un gran esfuerzo y tras años de disciplina moral. Ahora se traga uno dos
o tres tabletas de medio gramo y se acabó. Todos pueden ser buenos ahora. Pueden
llevar consigo, en un frasquito, la mitad cuando menos de su moralidad. Cristianismo sin
lágrimas, tal es el soma”8. Invirtiendo la frase de Marx, “la religión es el opio del pueblo”,
Huxley sentencia en Brave New World que “el soma es la religión del pueblo”.
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¿Está muriendo la fe? De la muerte de Dios a la muerte del hombre
A principios de los años 60, del siglo pasado, se publicó un libro que dio la vuelta al
mundo. Honest to God, Sincero con Dios9. Se vendió con más rapidez que ningún otro
libro de teología en la historia del mundo. En sus primeros meses se imprimieron más de
350.000 ejemplares entre Gran Bretaña, América y Australia. Se lanzaron ediciones en
alemán, francés, sueco, holandés, danés, italiano, japonés, castellano y catalán. ¿Por qué
ese interés y el revuelo que armó un libro que trataba de teología? Porque por primera
vez un jerarca de la Iglesia, el obispo anglicano John A.T. Robinson, cuestionaba los
fundamentos tradicionales de la fe. De golpe, el mundo religioso de los teólogos pareció
volverse loco. En lugar de rebatir, como antaño, a los negadores de la fe y proporcionar
argumentos contra los ateos, los teólogos parecían darles la razón y comenzaron
seriamente a plantearse la cuestión de la muerte de Dios como la consecuencia lógica de
la evolución doctrinal del cristianismo. Paul van Buren, episcopaliano y profesor del
departamento de religión en Temple University (Filadelfia), publica su obra más conocida,
The secular meaning of the Gospel10. Paul van Buren afirma que, a su juicio, el Evangelio
carece de todo contenido intelectual, y consiste tan sólo en una determinada actitud ante
el mundo que nos rodea: la actitud de entrega a los otros. «Nuestra interpretación —
escribe hacia el final de su libro— representa una reducción de la fe cristiana a sus
dimensiones históricas y éticas»11.
Pero si el diario Times de entonces publicaba en portada el titular “God has dead”, “Dios
ha muerto”, hoy, ese mismo diario nos sorprende, también en portada, con el titular: “Dios
está en nuestros genes”.
Hoy sabemos que los sociólogos de la Europa continental generalizaron lo que ocurría en
sus países, a saber, la pérdida de vigor de la religión en algunos países muy concretos,
donde efectivamente la decadencia de la religión en general había sido rapidísima y
extrapolaron la situación a todos los países y al tiempo futuro. Los sociólogos
concentraron su atención en las estadísticas relativas a las grandes iglesias, protestantes
y católica , considerando que la decadencia cuantitativa de estas iglesias era sinónimo de
una decadencia de la religión o al menos de la cristiandad en general, sin tener en cuenta
que las pérdidas de unas eran sobradamente compensadas por los incrementos de otra,
sobre todo en los Estados Unidos, Latinoamérica, África, Asia y en cierta medida en
Europa, en particular, por el pentecostalismo.
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¿Está muriendo la fe? De la muerte de Dios a la muerte del hombre
Postcristianismo
Luego, para ir recapitulando nuestra inspección geológica por la historia del pensamiento,
a la pregunta sobre si ¿está muriendo la fe?, según los pronósticos de unos y de otros, ya
debería estar muerta y enterrada, pero vemos que vive y se expande, hasta el punto que,
quizá con un alto grado de optimismo —o mejor, de esperanza—, el difunto papa Juan
Pablo II pronosticaba que nos hallábamos a las puertas de una nueva primavera del
cristianismo. Tras años de secularismo, materialismo, persecución y desprecio, la fe
cristiana estaba a punto de experimentar un renacer en los corazones de mucha gente.
Dios no ha muerto, y su resurrección, por decirlo así, parece venir esta vez, no de la mano
de los teólogos sino de los científicos, e incluso de los filósofos.
Tal vez porque los mismos herederos de la Ilustración y los instruidos en la sospecha de
lo religioso se han dado cuenta que, si en un principio la eliminación de Dios aparecía
como condición de la redención del hombre, a la postre la muerte de Dios ha favorecido el
progreso del antihumanismo teórico y la disolución y casi desaparición del hombre en la
sociedad. “El olvido de lo divino corroe el valor que damos a nuestra propia imagen, al
privarle de un referente objetivo de altura y de un modelo ideal”.16
Proceso a la Ilustración
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¿Está muriendo la fe? De la muerte de Dios a la muerte del hombre
“La condena natural de los hombres es hoy inseparable del progreso social. El aumento
de la producción económica que engendra por un lado las condiciones para un mundo
más justo, procura por otro lado al aparato técnico y a los grupos sociales que disponen
de él una inmensa superioridad sobre el resto de la población. El individuo se ve reducido
a cero frente a las potencias económicas. Tales potencias llevan al mismo tiempo a un
nivel, hasta ahora sin precedentes, el dominio de la sociedad sobre la naturaleza.
Mientras el individuo desaparece frente al aparato al que sirve, ese aparato lo provee
como nunca lo ha hecho. En el estado injusto la impotencia y la dirigibilidad de la masa
crece con la cantidad de bienes que le es asignada. La elevación del nivel de vida de los
inferiores —materialmente considerable y socialmente insignificante— se refleja en la
aparente e hipócrita difusión del espíritu, cuyo verdadero interés es la negación de la
reificación [cosificación]. El espíritu no puede menos que debilitarse cuando es
consolidado como patrimonio cultural y distribuido con fines de consumo. El alud de
informaciones minuciosas y de diversiones domesticadas corrompe y estupidiza al mismo
tiempo”17.
Por esta razón, otro de los grandes analistas de nuestra época, Erich Fromm, dijo que la
pregunta sobre la muerte de la fe, o la muerte de Dios, tenía que plantearse de una
manera diferente: ˝¿Ha muerto el concepto de Dios o ha muerto la experiencia a la que
alude el concepto y el valor supremo que ella expresa?” Si lo que queremos significar es
la muerte de la experiencia de Dios, entonces sería mejor que planteáramos la pregunta
de si el hombre ha muerto. Este parece ser el problema central del hombre en la sociedad
industrial del siglo XX18. Esto explicaría muchas cosas relativas a la fe y a la falta de
experiencia y práctica religiosa en nuestros días. Parafraseando a Jesucristo: “Si ya no
sois capaces de tener experiencia de vuestra propia humanidad, como vais a tener
experiencia de Dios” (cf. Jn. 3:12).
Aunque sea al final de sus días, y quizá precisamente por ello, cuando la experiencia y el
conocimiento acumulado a lo largo de los años permite ir encajando las diferentes piezas
del puzzle que componen la realidad siempre inabarcable para le mente finita, muchos
como Horkheimer, tienen que reconocer el valor positivo de la religión para el hombre y la
sociedad, religión que un día bien se ganó las críticas por su maridaje con el poder.
Solemos olvidar que nuestras ideas y creencias son productos históricos contingentes,
ocurrencias de un momento en el inmenso curso de la vida, y por un defecto de
perspectiva, cada generación se cree más progresista que la anterior y, debido a la
extrapolación del concepto biológico de la “evolución” al campo del pensamiento, se cree
que las ideas actuales suplantan las anteriores y las vuelven obsoletas, apéndices de un
primitivismo condenado a extinguirse. ¿No es esa la convicción que animaba toda la
filosofía positivista de Compte y su teoría de los tres estadios?
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¿Está muriendo la fe? De la muerte de Dios a la muerte del hombre
Pero la memoria nos falla a menudo y hacemos mal los cálculos, y lo que es peor, nuestro
conocimiento insuficiente del pasado nos lleva a considerarlo insuficiente y superado.
A nivel individual juzgamos por nuestro último estado de ánimo o de ideas, que un día, el
paso de los pasos, no mostrará su contingencia temporal. “¿Acaso no pecamos todos
basando nuestros juicios en períodos demasiado cortos?”, se preguntaba inquieto
Freud19. Pues sí, suele ocurrir. En mi juventud, dice John Maynard Keynes, “solíamos ver
el cristianismo como el enemigo porque aparecía como el representante de la tradición,
de los convencionalismos y de la brujería”. Más tarde él mismo confiesa que esto era
consecuencia de una interpretación completamente deformada de la naturaleza humana,
incluida la propia. Al corregir su visión antropológica, debido a la madurez, Keynes admite
que en su vida adulto no pudo evitar comportarse “como si realmente existiera alguna
autoridad o canon al que pudiera venturosamente apelar sólo con levantar
suficientemente la voz, vestigio hereditario, tal vez, de una creencia en la eficacia de la
oración”20.
Cada día más se va abriendo paso la convicción de que la religión, lejos de ser un invento
instrumental en manos de los sacerdotes para alzarse con el poder sobre una masa
subyugada, es una herramienta de instinto humano de conservación, dicho en términos
del biólogo David S. Wilson21.
Muchos no parecen haberse dado cuenta que al entrar en crisis la modernidad, que, en su
línea principal, era antirreligiosa, y aspiraba a sustituir las respuestas religiosas a las
grandes preguntas del hombre con respuestas de otro tipo presentadas como “científicas”,
la religión vuelve a recuperar su estatuto de credibilidad. La experiencia religiosa no es un
fenómeno negativo, como algunas escuelas de psicología se aventuraron a decir, sino un
conjunto de valores y exigencias que representan la irrenunciable creencia humana en el
sentido de la vida, en el triunfo último del bien sobre el mal22.
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¿Está muriendo la fe? De la muerte de Dios a la muerte del hombre
Sólo hay que pensar en el titánico esfuerzo de Xavier Zubiri por corregir la visión unilateral
de la razón técnica rescatando los elementos emocionales que desde Descartes habían
sido abandonados como impedimentos del pensamiento claro. Me refiero, claro está, a la
inteligencia sentiente, que hoy está en la boca de todos como “inteligencia emocional”.
Zubiri comenzó a trabajar en este campo en 1935 con un rigor y fecundidad lleno de
promesas para el futuro pensamiento cristiano24.
Sin apenas advertirlo, creer que la realidad es enteramente penetrable por la razón ha
demostrado ser una fe dogmática en la capacidad de la razón humana para resolver todos
los misterios y solucionar todos los problemas, y tan ciega como la fe religiosa que
pretendía substituir. Las profecías no se han cumplido. Ni la racionalización del mundo y
de la sociedad mediante la ciencia, ni el progreso histórico indefinido, ni la democracia
liberal como solución a los problemas sociales. Por el contrario, la plaga de la guerra, la
injusticia y la desigualdad social, la amenaza nuclear y el choque de civilizaciones han
hecho ver al hombre que el modelo o paradigma moderno resulta insuficiente y frustrante
a nivel intelectual y práctico. Es así como el hombre moderno, quien vivía según un
discurso racional sobre el mundo y en términos de una verdad única y absoluta, da lugar a
un hombre distinto que ha perdido la confianza en sí mismo y en su cultura, lo que
justificaría la inseguridad que sienten muchos jóvenes25.
Lo pasajero y lo permanente
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¿Está muriendo la fe? De la muerte de Dios a la muerte del hombre
Juzga las cosas del modo como ellas conmueven a la humanidad, y a todos los países y
en todos los tiempos; y no sólo según las últimas noticias de los diarios. Teorías,
movimientos, modas, políticas y filosofías van y vienen destruyéndose mutuamente, pero
la persona que tiene fe, y a que a veces se siente amenazado de muerte, puede decir
confiado: “Tú, oh Señor, en el principio fundaste la tierra, y los cielos son obra de tus
manos. Ellos perecerán, pero tú permaneces” (Heb. 1:10-11).
Dios, decía Xavier Zubiri, es fundamento impelente26, el que nos impulsa a ser cuando
estamos tentados a desfallecer o la vida nos aprisiona. Por eso, Dios, rectamente
entendido, es el valor que infunde el coraje de ser (Paul Tillich), la valentía de agarrarse a
la vida con uñas y dientes, de no claudicar de nuestra humanidad frente a amenazas y
chantajes y la última amenaza de la muerte. Bien decía san Agustín que Dios es lo más
propio de nosotros, más nuestro que nosotros mismos. O María Zambrano, es el centro
de nuestro centro27. El fundamento último que apoya al hombre y le confiere la valentía de
ser, la realidad de su existencia. Lo supo ver bien Miguel de Unamuno cuando dejó
escapar este suspiro:
Sufro yo a tu costa,
Dios no existente,
pues si tú existieras,
existiría yo también de veras.
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¿Está muriendo la fe? De la muerte de Dios a la muerte del hombre
El citado informe Jóvenes españoles 2005 revela a las claras el fracaso de las clases de
religión. El 49% de los jóvenes asegura que las clases de religión no les ha servido
prácticamente de nada, aunque el 36% cree que le sirvió de algo o de mucho. La cuestión
es muy seria pues es evidente que la creencia en Dios, el asentimiento a la fe, no nace
por generación espontánea, es siempre el resultado de la educación. Es mediante la
enseñanza religiosa que el individuo no es sólo formado en la fe propuesta a ser creída,
sino confrontado por los aspectos prácticos de la misma. Educación y evangelización
deben ir de la mano. Los estudios sociológicos demuestran que las personas que nunca
han tenido una educación religiosa formal, pese a esa “presencia ignorada de Dios” en su
interior29, son incapaces de responder al desafío de la fe.
Las razones para la esperanza son que ni el ateísmo filosófico positivista, marxista, o de
Nietzsche, ha logrado borrar todos los indicios de lo divino en el individuo. Al contrario, el
interés por Dios o lo divino aparece renovado y universal como un inesperado
florecimiento religioso30. Autores en otro tiempo críticos con la religión hoy admiten
públicamente que no se puede o no se debe suprimir de la enseñanza pública los
conocimientos que mejor han distinguido al ser humano de otros animales, entre ellos las
creencias religiosas. “Materias que en los últimos años se han visto relegadas en los
planes de estudio en beneficio de las puramente tecnológicas. La ignorancia resultante
crea ciudadanos sin duda más maleables, pero también más irritables respecto a un
mundo que no entienden, y más íntimamente infelices”31.
Esto todo un cambio paradigmático que el filósofo catalán Eugenio Trías, que se siente
heredero de la tradición ilustrada, y de ningún modo desea volver a los planteamientos
premodernos del Antiguo Régimen, proponga una vuelta al hecho religioso y diga
claramente que una tarea del pensamiento futuro puede ser “pensar de verdad —sin
prejuicios— el hecho religioso” . Trías se lamenta del retorno continuo hacia los maestros
de la sospecha. “Poco avanzamos si no hacemos otra cosa que recordar los estribillos
ilustrados, hijos de la filosofía de la sospecha (Marx, Freud y Nietzsche)” . Trías llama a la
razón divinizada de la Ilustración “el último dios muerto y asesinado”, que no es preciso
llorar ni lamentar.
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¿Está muriendo la fe? De la muerte de Dios a la muerte del hombre
Se abre una nueva etapa en la que se entienda que la finalidad de la religión es impulsar
la búsqueda del sentido de la existencia. Abrir un debate sobre el dilema trágico entre el
sentido y el sin sentido32.
La educación religiosa debe ser asumida por los padres, por la familia, por la Iglesia, pero
también por el Estado. El mismo John Stuart Mill, liberal y ateo que evolucionó hacia un
refinado escepticismo religioso, decía que la el conocimiento de los temas religiosos es el
mejor antídoto contra la intolerancia y el fanatismo, por lo que el gobierno debería
garantizar la enseñanza de la religión en el ámbito del pluralismo ideológico. El peor de
los males, según Mill, no está en el conocimiento, sino en la ignorancia33.
Ya dijimos que el renacer del interés por lo divino ha venido esta vez de la mano de los
filósofos, de los pensadores críticos, de los científicos, no de los profesionales de la
religión, teólogos y predicadores. Han sido ellos los primeros en tomar conciencia de la
crisis de la modernidad, que tiene su origen en un concepto equivocado de la razón para
entender la realidad. El uso científico-técnico de esta razón ilustrada en lugar de dar
origen de un nuevo orden mundial más justo, más libre, más igualitario, más humano, en
una palabra, ha provocado tal deshumanización y barbarie que ha puesto en entredicho la
lógica y la dialéctica del discurso moderno ilustrado. Hoy se pide cuentas a esta
modernidad fallida, como ayer se hacía a una religiosidad aupada en poder, el privilegio y
la desigualdad. Es en este contexto en el que hay que desarrollar una nueva apologética
o teoría de la evangelización que muestre al mundo moderno las posibilidades
humanizadoras de la fe cristiana. Que muestre al hombre sus límites y carencias -sus
pecados y desviaciones—, pero también su potencialidad para recibir el don de la gracia,
que no anula la naturaleza sino que la eleva transfigurándola, según viene diciendo la
gran tradición cristiana desde sus comienzos.
Hay que volver a los ojos a la vida tal como ha sido analizada por la fenomenología del
siglo pasado, en especial la filosofía de Ortega y Gasset, y contemplar la capacidad
humana de Dios en el mismo centro de la vida. El hombre, abandonado a sí mismo, corre
muchos peligros. Como en la parábola del hijo pródigo “tiene que volver en sí” (Lc. 15:17)
—ensimismarse, dice Ortega— para vencer la alteración de los sentidos. Sólo entonces
podrá decir que su yo está en el encuentro, o mejor, reencuentro, con el Tú divino. Pues
la vida es un camino de retorno a la casa del Padre. “Me levantaré, iré a mi padre y le
diré: Padre, he pecado contra el cielo y ante ti” (Lc. 15:18).
Los hombres siempre han corrido el riesgo de pensar que lo que ellos tienen, hacer y
pueden hacer es más maravilloso e importante que lo que ellos son. Hemos investigado e
inventado tantas cosas, se nos abren tantas puertas a la exploración espacial, que hemos
olvidado la exploración interior, de nosotros mismos. La tarea de la fe cristiana es decirle
al hombre que más importante que sus obras o sus posesiones, es su ser, la afirmación
de su vida frente a las fuerzas amenazantes del mal, del pecado, es decir, de la no-ley, de
la transgresión y de los atentados contra la vida.
Para concluir con una historia judía. Se sabe por la Biblia, que a cada momento creativo
Dios le pone el sello de su aprobación: “Llamó Dios a la parte seca Tierra, y a la reunión
de las aguas llamó Mares; y vio Dios que esto era bueno...
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¿Está muriendo la fe? De la muerte de Dios a la muerte del hombre
La tierra produjo hierba, plantas que dan semilla según su especie, árboles frutales cuya
semilla está en su fruto, según su especie. Y vio Dios que esto era bueno... Dios las puso
en la bóveda del cielo para alumbrar sobre la tierra, para dominar en el día y en la noche,
y para separar la luz de las tinieblas. Y vio Dios que esto era bueno... Creó Dios los
grandes animales acuáticos, todos los seres vivientes que se desplazan y que las aguas
produjeron, según su especie, y toda ave alada según su especie. Vio Dios que esto era
bueno... Hizo Dios los animales de la tierra según su especie, el ganado según su especie
y los reptiles de la tierra según su especie. Y vio Dios que esto era bueno” (Gn.
1:10,12,18,21) Solamente cuando hubo creado al hombre dejó de decir “es bueno”. Según
una leyenda hasídica, Dios no dijo que era bueno, porque el hombre había sido creado
como un sistema abierto, concebido para que creciera y se desarrollara, y no estaba
acabado, como lo había estado el resto de la creación34.
Con esta idea alcanzamos unos de los resultados más fecundos de la antropología
moderna35. El hombre es el ser que constantemente sale de sí mismo y va más allá de sí
de sí mismo, porque es un ser que no está acabado, es un proyecto. La vida le ha sido
dada, pero no le ha sido dada hecha. Cada uno de nosotros anda a la busca de algo, se
mueve hacia algo, anda desasosegado, porque siente como un vacío que tiene que llenar.
Los cristianos le llaman Dios. Aquél que, como decía Agustín, nos ha hecho para él y por
eso nuestro corazón no descansa hasta que descansa en él. La medida del hombre no es
el hombre formado por una sociedad y una educación concretas, sino el hombre
abandonado a su propia realidad, el que se entiende como un proyecto vital destinado a
algo más que a la muerte, la libido, o la economía, porque siente que su inquietud por la
unidad, la bondad y la justicia es expresión de un esencial ser para la gloria.
Pero tiene que elegir, escoger entre un modelo de vida dada y otro intuido en lo más
profundo de su ser. La vida es un inexorable juego entre el crecimiento y la decadencia.
No hay término medio. Uno se realiza o se malogra. Más o menos lo que hace milenios
viene diciendo el autor sagrado decía: “Mira, yo he puesto delante de ti hoy la vida y el
bien, la muerte y el mal... Escoge, pues, la vida para que vivas” (Dt. 30:15,19). La fe es
una cuestión vital, quizá la que más a las entrañas nos llega.
¿Está muriendo la fe? No más de lo que está muriendo la humanidad. En tanto en cuanto
haya personas dispuestas a apostar por la vida la fe tendrá un lugar permanente en el
concierto de la experiencia humana.
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NOTAS
5 Cf. J. Díaz Murugarren, La religión y los maestros de la sospecha. Ed. San Esteban, Salamanca 1989.
7 Isabel Navarro, “¿Estamos enganchados a las pastillas de la felicidad”, El Semanal de ABC, n. 909, 27 de
marzo 2005.
9 Londres 1963, trad. castellana: Sincero para con Dios. Ariel, Barcelona 1967.
10 Nueva York 1963; trad. cast. El significado secular del Evangelio, Barcelona 1968.
11 The secular meaning of the Gospel, pp. 199-2002. Londres 1965, 2 ed.
12 Filadelfia 1966, trad. cast. El Evangelio del ateísmo cristiano. Barcelona 1972, con prólogo de Victoria
Camps.
18 Erich Fromm, Y seréis como dioses, p. 196-197. Paidós, Buenos Aires, 1960.
20 J.M. Keynes, Ensayos biográficos, “Mis creencias juveniles”, p. 368. 371. Crítica, Barcelona 1992.
21 David S. Wilson. Darwin´s Cathedral: Evolution, religion and the nature of society. University of Chicago
Press, Chicago 2002.
22 Véase Luis Rojas Marcos, La fuerza del optimismo, p. 21. Aguilar, Madrid 2005
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¿Está muriendo la fe? De la muerte de Dios a la muerte del hombre
24 Cf. Alfonso Ropero, Filosofía y cristianismo. CLIE, Terrassa 1999. Xavier Zubiri, Inteligencia sentiente.
Alianza Editorial, Madrid 1980. Id., Inteligencia y logos. Alianza Editorial, Madrid 1982. Id., Inteligencia y razón.
Alianza Editorial, Madrid 1982.
25 Refiriéndose a la situación francesa, el filósofo Luc Ferry, ex ministro de Educación, dice que la “gran
novedad es que los jóvenes están en la vanguardia del miedo. Muy al contrario del papel que desempeñaron
en otros momentos. Hoy están en vanguardia de la inquietud. En 1968 los jóvenes encarnaban la esperanza,
el futuro, la liberación, la utopía. Los jóvenes de hoy encarnan la vanguardia del miedo, la angustia ante el
futuro... Tienen más oportunidades y viven en un mundo mejor y más abierto que el de sus padres, pero
tienen miedo. Sospecho que detrás del miedo y de la angustia hay un problema filosófico... Cuando los
jóvenes oyen que las utopías han muerto tienen miedo. Y se sienten terriblemente angustiados, ya que han
perdido las antiguas muletas de la religión y la política” (ABC, 1-abril-2006).
28 Cf. Antonio Padovano, El Dios lejano. El hombre moderno en su búsqueda de la fe, p. 147-. Sal Terrae,
Santander 1968.
29 Cf. Viktor E. Frankl, El dios inconsciente. Editorial Plantin, Bs. As. 1955. Id, El hombre en busca de sentido.
Herder, Barcelona 1983, 4ª ed.
30 Cf. José Mª Mardones, Síntomas de un retorno. La religión en el pensamiento actual. Sal Terrae,
Santander 1999.
32 Eugenio Trías, La lógica del límite. Barcelona 1991. Id., Pensar la religión. Barcelona 1997. Id., Por qué
necesitamos la religión. Plaza & Janés, Barcelona 2000.
33 J. Stuart Mill, Sobre la libertad. Tecnos, Madrid 1965 / Sarpe, Madrid 1984.
34 Citada por Erich Fromm, Y seréis como dioses, p. 158. Paidós, Buenos Aires, 1960.
35 Cf. Wolfhart Pannenberg, El hombre como problema. Hacia una antropología teológica. Herder, Barcelona
1976. M. Flick y Z. Alszeghy, Antropología teológica. Sígueme, Salamanca 1993. Joseph Gevaert, El
problema del hombre. Introducción a la antropología filosófica. Sígueme, Salamanca 1997; Juan Masiá Clavel,
El animal vulnerable. Universidad Pontificia Comillas, Madrid 1997, Alfonso Ropero, Filosofía y cristianismo.
CLIE 1999.
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