En 1823, otro alemán, mediante su sordera, nos mostrará el precio de la alegría, el alto
coste humano de la libertad.
Diez años antes escucha el sonido de la despedida, también descubre la melodía de la tristeza y sufre el réquiem del amor. El suicidio parece la partitura que debe escribir, pero entonces, se nos muestra el poder del poeta. Pues muy lejos de componer una sinfonía decadente y lastimera, regala al mundo algo alegre, desenfadado, una melodía desprovista de emociones sombrías donde juguetean las flautas y los oboes, se besan fa y si en la intimidad del fagot y se descubren largos besos entre timbales y cuerdas. Diez años después, un hombre conversa como un loco con una mujer de labios negros. De piel traslucida y mirada melancólica, permanece impávida ante los arrebatos del poeta. La insulta, la amenaza, la mira de frente y vuelve sus manos hacia sus marchitos oídos. Se sabe brutalmente vencido y, aun así, le planta cara a la muerte. Lanza un grito invisible y extiende sus brazos como una cruz de fuego, gira a su derredor y descubre la antigua espada, desenvaina y arremete contra un infernal ejército de miedos. Como una tormenta ataca quijostescamente las patas del piano que ceden a la violencia de las palabras de Cervantes. Cobra aliento, arroja la espada a los pies de la insensible dama negra, pega la cabeza al mármol y golpea con los nudillos, ta, ta, ta, cierra los ojos y acaricia la fría piedra de Carrara, extiende sus dedos sobre el teclado y contiene la respiración. Tiene diecisiete años y vuelve a casa tras enterrar a su dulce madre. La tuberculosis es la canción de muerte que arrebató la belleza al ángel de su infancia. Sube fatigosamente las escaleras y se desploma sobre su cama. Busca a través de la ventana el recuerdo de un paseo donde los dos, como mariposas, componían su primera sinfonía. Sus dedos presionan lentamente, cha, cha, cha, chaaan… organizando el mundo a través de su universo musical. De aquellos dos silencios, el soñado y el real, provienen imágenes, olores, sensaciones de una infancia difícil que, sin embargo, esconde inmensos instantes de amor. Se incorpora levemente y escribe con la diestra mientras la siniestra sigue viajando por su memoria. Las palabras y las notas se mezclan formando una atmósfera que se oscurece ante las tinieblas de la tragedia. Escucha a su padre abrir la puerta, tropezar, tambalearse, iniciar la escalada hacia él. Ya siente los golpes antes de sufrirlos. Contempla en sus brazos las cicatrices del cinturón. Acaricia sus orejas, víctimas preferidas del ogro. Intuye como los golpes le arrebatan la belleza de los sonidos y encuentra en sus manos abiertas el alma del valor. Aporrea con rabia las teclas del piano mientras escapa por la ventana a los gritos impotentes y alcohólicos de su padre. Corre hacia el horizonte, atraviesa el bosque y exhausto descubre la noche sobre un lago estrellado. Detiene su escritura y levanta la mirada hacia la montaña de recuerdos que forman pliegos y viejos manuscritos. Busca como un demonio el alma de un sueño que crece como el aliento de un dragón. Entre sus manos, ante la atónita mirada de la dama vestida de negro, el poema de Schiller. Se precipita al agua como un ángel y entrega su cuerpo al bautizo del poeta. Vuelve a posar sus dedos sobre el mutilado piano, apoya sus muertos oídos en el suelo y lee verso a verso mientras imagina miles de voces conmoviendo al mundo. El joven flota con sus ropas empapadas sobre las estrellas y bajo el cielo que las proyecta. 1824, Kamtnertortheater de Viena, un cabello de nieve baja la mirada al público. Eleva sus brazos y sostiene la batuta como un ave fénix. En la concha del escenario, los labios del fantasma de su madre le susurran los versos de la libertad. Ella le conduce por su propia sinfonía y el himno de la alegría libera los corazones del teatro. Finaliza el último acto y percibe el aplauso como un terremoto en su alma. El niño, la madre, la mujer y el hombre se han liberado del miedo. La revolución proviene del arte de soñar. La revolución es la libertad del poeta.