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Historia del piano


El instrumento, la música y los intérpretes

CHICAGO PUBLIC LIBRARY

CHICAGO PUBLICAJBRARY
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| FOREIGN LANGUAGE INFORMATIONTION CENTER
| 400 SOUTH STATE STREET
| CHICAGO, ILLINOIS 60605

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El instrumento, la música y los intérpretes

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Cooper City, FL 33330 «-EE.UU.
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700
-R3718
1997

Historia del piano. El instrumento, la música y los intérpretes

Diseño de cubierta por Baby Rivera

Título original:
Storia del pianoforte. Lo strumento, la musica, gli interpreti

O Il Saggiatore, Milán, 1982


O de la edición en lengua castellana y de la traducción:
SpanPress>) Universitaria - 1997
An imprint of SpanPress, Inc.
5722 S. Flamingo Rd. 4277
Cooper City, Fl 33330

ISBN: 1-58045-903-X
Impreso en España - Printed in Spain
12345EGO01 00 99 98 97

Publicado con autorización especial. Todos los derechos reservados. No está permitida
la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la
transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por
fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los
titulares del copyright.
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A Vincenzo Vitale
Historia del piano. El justrumeanto, la música y dos intérpretes o 3

Pisaño de cubierta por Uuby Rivara


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Indice

Prefacio

Primera parte. La larga marcha


I. La utopía
IT. El interregno
II. El reino

Segunda parte. El clasicismo


I Mozart
II. Beethoven
TIT. Schubert .
Intermedio. El AE A

Tercera parte. El romanticismo


I. Alemania
IT. París

Cuarta parte. El manierismo A!


I. Liszt en Weimar .
II. Alemania
MI. París
IV. Rusia ,
V. Las culturas periféricas
Intermedio. «El concierto soy yo» 210

Quinta parte. El decadentismo iz


I. El simbolismo
IL El neoclasicismo . 240
TIL Las vanguardias . 248
8 ÍNDICE

Sexta parte. Nuevas utopías . OO


I. Fijar el signo 207
IT. Encontrar la historia 205
TIT. Liberar la música 2d

Cronología esencial 283


Nota sobre la bibliografía del piano a 285
Nota sobre la discografía .
Lista de las obras citadas . 291
Índice analítico 293
Prefacio

El objeto de este libro, cuyo título más exacto habría podido ser Breve
historia del piano, es el de indicar las correlaciones entre los diversos temas
(construcción y fabricación, literatura, didáctica, vida concertística) en que
de ordinario se divide la historia del instrumento y de lo que representa. Al
final indicaremos algunas publicaciones especializadas que permitirán al
lector, si lo desea, profundizar en el conocimiento de cada uno de los temas.
Un primer y útil complemento a nuestro texto lo constituirán, sin embargo,
aquellas noticias (biografías de los autores, de los intérpretes y de los cons-
tructores, listas de las obras, análisis de las épocas históricas, de las formas,
de los géneros, nociones de acústica) que se pueden encontrar fácilmente en
las enciclopedias y en los diccionarios de música, y que aquí podremos
citar sólo de paso.
La dedicatoria a Vincenzo Vitale es un pequeño tributo de afecto a un
amigo y de reconocimiento a un pianista que se ha entregado al instru-
mento con ilimitado amor. Expreso un cordial agradecimiento a los amigos
Enzo Beacco, Paolo Bordoni, Riccardo Risaliti y Giorgio Vidusso, que han
leído el manuscrito. También debo un particular reconocimiento a Peppi
Battaglini, a quien iba destinado el libro y a cuyas constantes instancias y a
cuyo estímulo se debe la decisión de iniciar y luego completar un texto es-
crito en medio de las obligaciones de una profesión, la de director artístico
de teatro [Regio de Turín], que es de las más locas que puedan existir en el
pequeño gran mundo de la música.

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PRIMERA PARTE

La larga marcha
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CAPÍTULO I

La utopía
La Biblia, que obtiene su información de un archivo privilegiado, puede
transmitirnos el nombre del que introdujo el uso de los instrumentos musi-
cales: Júbal, «padre de cuantos tañen la cítara y la flauta». También el ór-
gano, prototipo de todos los instrumentos con teclado, tiene un padre
célebre: Ctesibio de Alejandría, que vivió en el siglo m a. de C. A medida
que ascendemos en los siglos oscuros, las paternidades van oscurecién-
dose también: el clavicémbalo, ya en uso en el siglo xtv, y que conoció un
gran florecimiento hasta la mitad del xvu:, y el clavicordio, conocido desde
el siglo xv y usado hasta casi el umbral del x1x, son hijos de nadie. No así el
pianoforte o piano, instrumento moderno, instrumento iluminístico. El
piano tiene un padre indiscutido, además de varios pretendientes ilegítimos
de la paternidad. El padre se llama Bartolomeo Cristofori, nacido en Padua
el 4 de mayo de 1655, tañedor de clavicémbalo al servicio de Fernando de
Médicis, en Florencia, desde 1688 o 1689.
¿Padre o realizador? En realidad, parecía que el pianoforte no había
sido concebido por Cristofori, pero que a él, pobre artesano que se veía
obligado a hacer imposibles para tener contentos a sus señores, se le ocu-
rrió la idea cuando un grupo de nobles florentinos descubrió los achaques e
imperfecciones del clavicémbalo.
Mario Fabbri, al cabo de más de dos siglos y medio, encontró los docu-
mentos que fijan en «dos años antes del Jubileo» (del Jubileo de 1700, y por
lo tanto en 1698), los comienzos de los experimentos realizados «por la vo-
luntad del Serenísimo Gran Príncipe Fernando», y en 1700 la primera des-
cripción de un «Arpicembalo di Bartolomei Cristofori, di nuova inven-
zione, che fa il piano e il forte». Fabbri reconstruyó la discusiones habidas
en la corte de los Médicis, durante las cuales, según atestigua el compositor
y poeta Giovanni Maria Casini, se argumentaba sobre «cómo puede expre-
sarse con los instrumentos el lenguaje del corazón, ora con delicado toque
de ángel, ora con violenta irrupción de las pasiones», observando, al propio
14 LA LARGA MARCHA

tiempo, que «el clavicémbalo no realiza toda la expresión del sentimien-


to humano».
¿Era sensata esta crítica? Tal vez sí, para un círculo cortesano de intelec-
tuales, pero no tenía en cuenta un hecho: que el clavicordio es un instru-
mento de teclado y que el teclado es una máquina.
El flautista que sopla dentro del tubo pone y mantiene en vibración la
columna de aire y en todo instante controla su altura e intensidad. El violi-
nista que desliza sobre la cuerda las crines del arco ejerce sobre el sonido el
mismo control continuo: pero el flautista, generalmente, no puede producir
y controlar más de un sonidoa la vez y el violinista no más de dos. En el ór-
gano, en cambio, no es el ejecutante quien sopla dentro de los tubos: el aire
que en ellos se agita se mantiene a presión por diversos sistemas, y la altu-
ra y la intensidad del sonido están fijadas por la longitud y el calibre del
tubo y la presión del aire. ¿Qué hace el organista? Baja una palanca, la
tecla, que abre una válvula y permite que el aire irrumpa en el tubo. El
control del organista se limita al comienzo (bajar la tecla) y al final (hacer
volver la tecla a la posición de reposo); es decir, a la duración del sonido,
mientras que todos los restantes parámetros escapan a su voluntad porque
han sido prefijados por el constructor. La desventaja es evidente: el sonido
pierde identidad, personalización, variedad. La ventajas también son evi-
dentes: para bajar una tecla basta con un dedo. Por consiguiente, con diez
dedos pueden producirse diez sonidos a la vez, y con muchos tubos y mu-
chas teclas se obtienen combinaciones múltiples de más sonidos en suce-
sión, como si se dispusiera, o poco menos, de toda una orquesta.
El órgano es un instrumento de viento con teclado (el prototipo, como
decíamos, de los instrumentos de teclado) y corresponde aproximadamente
a una orquesta de instrumentos de viento. El clavicémbalo (o cémbalo, gra-
vicémbalo o arpicordio, en tipos diversificados pero que responden al
mismo principio, espineta o virginal) corresponde aproximadamente a una
orquesta de instrumentos de punteo, guitarras y similares: en efecto, la tecla
del clavicordio pone en movimiento un mecanismo denominado martinete
en el que se ha fijado una punta de pluma que pellizca la cuerda. El clavi-
cordio, de sonido muy tenue, corresponde un poco de lejos a una orquesta
de arcos, porque la tecla hace mover una tangente que roza ligeramente
la cuerda.
La forma del teclado depende de la forma de la mano y de la evolución
de la música occidental: hasta cierto punto, el teclado se modificó en fun-
ción de la evolución de la música; luego sucedió lo contrario y fue la música
la que, adoptando a principios del siglo xvi el temperamento igualado, de-
mostró que no quería renunciar a las ventajas de un teclado no modificable
ulteriormente.
Será preciso recordar brevemente lo que es el temperamento igualado.
Las voces de mujer y de hombre, cantando una misma melodía, no emiten
sonidos de la misma altura: el número de vibraciones por segundo de la voz
femenina es doble del de la voz masculina. Esta relación de uno a dos, lla-
mada de octava, ha permanecido inalterada desde la antigiedad griega
hasta hoy, mientras que las relaciones intermedias han evolucionado histó-
LA UTOPÍA 15

ricamente, determinando la aparición de varios sistemas. A fines del si-


glo xv, el número de las relaciones intermedias en uso era tal que el
teclado ya no conseguía reproducirlas todas, pero los intentos de modifi-
carlo resultaron infructuosos, porque la relación entre la abertura de la
mano y la longitud del dedo con respecto a la tecla no era modificable, a
menos que se perdiera una gran parte de las ventajas prácticas que el te-
clado ofrecía. La solución de compromiso se encontró con la adopción del
temperamento igualado, es decir, del sistema artificial que adapta la teoría
al teclado, estableciendo con fórmula matemática (1/2, 1/2, 1/2, etc.) las
relaciones intermedias, iguales al número de teclas, doce por octava, que
posee el teclado.
La hilera de las teclas más anchas, más largas y más bajas (blancas, ge-
neralmente) corresponde a la escala considerada diatónica; la hilera de las
teclas más estrechas, más cortas y más altas (generalmente, negras) corres-
ponde a los semitonos cromáticos. Las teclas bajas se tocan fácilmente con
todos los dedos, colocados en el teclado en la posición que la mano adopta
más O menos en el reposo o al andar. Las teclas altas son fácilmente alcan-
zables por los dedos más largos (índice, medio, anular) con un simple movi-
miento de distensión. El ejecutante puede así realizar una serie de opera-
ciones casi iguales, por su número y complejidad, a las de una orquesta.
A finales del siglo xvr1, la técnica del teclado, es decir, la suma de descu-
brimientos y de conocimientos de varias generaciones de organistas y de ta-
ñedores de clavicordio, se había ya desarrollado mucho, aun cuando no
hubiese alcanzado las cimas de Johann Sebastian Bach y de Domenico
Scarlatti. No obstante, el círculo que se reunía alrededor del Serenísimo
Gran Príncipe Fernando, más que fantasear sobre lo que habría podido in-
ventar la técnica del teclado, observaba los límites de éste.
Ya sabemos que la máquina hace perder humanidad a su operador. Los
intelectuales de Florencia querían, en realidad, conciliar dos factores in-
conciliables: las ventajas de la máquina y el control continuo del sonido.
Nacía una utopía, una quimera, en pos de la cual se puso en movimiento el
cerebro de Bartolomeo Cristofori, que, queriendo o sin querer, hizo la
prueba.
Las clasificaciones tradicionales de los instrumentos, científicamente
inadmisibles, pero empíricamente exactas, hablan de tres grupos: instru-
mentos de viento, de cuerda y de percusión. Cristofori pensó en un instru-
mento de teclado, no de viento (como el órgano), ni de cuerdas punteadas
(como el clavicémbalo) o rozadas (como el clavicordio), sino de cuerdas
percutidas. Un instrumento de cuerdas percutidas mediante macillos soste-
nidos en la mano del ejecutante ya existía: se llamaba Hackbrett (o dulcimer
o tympanon). Hacia el año 1697, un alemán tañedor de Hackbrett, Panta-
leon Hebenstreit, se había hecho tan famoso por su habilidad que el instru-
mento fue rebautizado posteriormente con el nombre de pantaleon O pan-
talon por Luis XIVy el hábil músico fue nombrado en 1714 «pantaleonista»
de la orquesta de la corte de Dresde. ¿Tuvo Cristofori noticia de Hebens-
treit? No lo sabemos, pero la coincidencia de las fechas parece significativa.
La invención de Cristofori consiste en la aplicación del teclado al panta-
16 LA LARGA MARCHA

leon: Cristofori mantuvo intacta la estructura del clavicémbalo (una serie de


cuerdas tensas sobre un marco de madera y cuyas vibraciones eran amplifi-
cadas por la vibración de una delgada tabla de madera, la tabla armónica),
sustituyó los martinetes por macillos de madera recubiertos de piel que
denominó martelletti, y dio al nuevo instrumento el nombre de gravecembalo
(o arpicembalo) col piano e forte.
Denominación muy exacta. El instrumento era un clavicémbalo: el eje-
cutante determinaba el comienzo y el final del sonido y no disponía de la
posibilidad de influir en su altura, pero podía influir en la intensidad, en lo
suave y en lo fuerte, cosa imposible en el órgano, casi imposible en el clavi-
cémbalo y posible, aunque en términos aún demasiados restringidos, en el
clavicordio. Para llegar a esto, Cristofori había tenido que resolver un solo
pero enorme problema: una cuerda percutida por un macillo suena más
bajo o más fuerte según la menor o mayor amplitud de su oscilación y, por
consiguiente, de la velocidad alcanzada por el macillo en el momento del
contacto. Mediante un sistema de palancas, es fácil hacer depender la
velocidad del macillo o martillito, de la velocidad de descenso de la tecla,
pero cuando el macillo se acciona a mano, el ejecutante lo retira inmediata-
mente después de la percusión, porque, de otro modo, el contacto con el
macillo impediría a la cuerda oscilar. Cristofori debía conciliar los dos
principios de la percusión y del cesamiento del sonido ordenados ambos
por la tecla, y por esto mantenía separadas las dos palancas últimas, sumi-
nistrándoles puntas contrapuestas: el escape. La punta de la penúltima pa-
lanca empuja hacia arriba la punta correspondiente de la última palanca.
Estando las dos palancas empernadas y dispuestas la una contra la otra, y
moviéndose, por consiguiente, en sentido circular opuesto, el contacto cesa
después del empuje: la palanca que lleva el martillito vuelve a caer por la
fuerza de la inercia inmediatamente después de chocar con la cuerda y el
“sonido puede durar hasta que el ejecutante, dejando que la tecla vuelva a la
posición de reposo, empuje contra la cuerda el tapón fieltrado, apagador o
amortiguador, que ya formaba parte de la mecánica del clavicémbalo. Cris-
tofori añadió a la punta de la penúltima palanca un muelle para acentuar
su movimiento, y sostenía los macillos con hilos de seda entrecruzados
para frenar su rebote después de la caída. Su mecánica era elemental
pero perfecta.
El «gravecembalo col piano e forte» fue descrito por Scipione Maffei,
en 1711, en el Giornale de'Letterati d'Italia. No se puede ignorar por lo menos
alguna parte de su artículo. Las razones estéticas se exponen con suma cla-
ridad:
Todo aquel que goza con la buena música sabe que una de las principales fuentes de las
que los expertos en este arte extraen el secreto de deleitar singularmente al que escucha, es el
bajo y el fuerte, o sea en la propuesta y respuesta, o sea cuando con artificiosa degradación va
haciéndose que poco a poco vaya faltando la voz, se la recupera de pronto estrepitosamente:
el cual artificio es usado frecuentemente y de forma maravillosa en los grandes conciertos de
Roma con increíble deleite del que gusta de la perfección del arte. Ahora bien, de esta diversi-
dad y alteración de voces en la que sobresalen los otros instrumentos de arco, carece precisa-
mente el clavicordio; y se tendría por poseedor de una muy vana imaginación quien propu-
siera construirlo de tal modo que tuviese estas propiedades. No obstante, una invención tan
LA UTOPÍA 17

audaz no sólo ha sido pensada felizmente sino también realizada en Florencia por el señor
BarroLomeo CristoFORI, paduano, tañedor de clavicordios estipendiado por el Serenísimo Prín-
cipe de Toscana. Hasta ahora solamente ha construido tres del tamaño corriente de los otros
clavicordios y todos le han salido perfectamente logrados. La obtención de este mayor o
menor sonido depende de la diferente fuerza con que el ejecutante pulsa las teclas, y regulando
esa fuerza puede oírse no sólo lo bajoy lo fuerte, sino también la gradación y diversidad de la
voz, tal como ocurre con un violoncelo.

El siguiente gráfico, que ilustra el mecanismo, se debe probablemente al


propio Cristofori:

Explicación del dibujo:


A: cuerda. B: bastidor del teclado. C: tecla corriente, o sea, primera palanca, que con el rodapié
levanta la segunda. D: rodapié de la tecla. E: segunda palanca, que lleva unidas, una por cada
parte, las mordazas que sostienen la lengieta. F: perno de la segunda palanca. G: lengiieta
móvil que al levantarse la segunda palanca, choca con el macillo y lo empuja hacia arriba. H:
mordazas ligeras en las que va empernada la lengúeta. 7: alambre fijo de latón, aplastado por
arriba, que mantiene sujeta la lengúeta. L: muelle de alambre de latón que va debajo de la len-
gúeta y la empuja hacia el hilo fijo, que tiene detrás. M: plantilla a la que van unidos todos los
macillos. N: ruedecilla del macillo que queda escondida dentro de la plantilla. O: macillo, que
empujado por debajo por la lengúeta, va a percutir la cuerda con el diente que tiene arriba. P:
cruzamiento de cordoncillos de seda entre los cuales se encuentran las astas de los macillos. O:
cola de la segunda palanca, que se baja al subir la punta. R: registro de lengietas o apagadores
que al pulsar la tecla bajan y dejan libre la cuerda, volviendo repentinamente a su sitio para
parar el sonido. S: moldura maciza para reforzar la plantilla.

Bartolomeo Cristofori había hecho todo lo que se podía hacer. No lo


que habían soñado sus nobles interlocutores, porque su instrumento podía
hacer piano y forte, pero sin que la intensidad del sonido permaneciese
constante ni pudiese aumentarse después de la percusión: como en todos los
instrumentos de percusión, la intensidad, en cambio, disminuía brusca-
mente, dando lugar no a un verdadero continuo, de «sentimiento humano»,
sino a impulsos intermitentes, casi un divisionismo sonoro. Y esto no inte-
resaba a los compositores, para los cuales eran más que suficientes los ins-
trumentos de teclado tradicionales: «Algunos profesores no han concedido
a este invento todo el aplauso que merece; en primer lugar, porque no han
comprendido todo el ingenio que se requería para superar las dificultades y
18 LA LARGA MARCHA

la maravillosa delicadeza de mano para realizar el trabajo con tanta preci-


sión; en segundo lugar, porque les ha parecido que la voz de tal instru-
mento, como diferente de la ordinaria, es demasiado blanda y torpe», decía
Maffei. Y añadía a continuación: «pero esta es una impresión que produce
al tocarlo por vez primera, debido a que estamos acostumbrados al timbre
argentino de los otros clavicordios; por otro lado, el oído se adapta pronto a
él y de tal modo se le aficiona que de él ya no puede prescindir y ya no toca
más los clavicordios comunes; y es preciso advertir que resulta aún más
agradable si se le oye desde cierta distancia». Palabras sensatas, de persona
de buen gusto, pero que iba a contracorriente del gusto dominante. No debe
extrañar que Hándel, en la corte de Florencia entre 1706 y 1707, se apasio-
nase con el nuevo instrumento. Francois Couperin, en el 4rt de toucher le
Clavecin (1716-1717), sugería dos tipos de embellecimientos especiales, aspira-
ción y suspensión, para vencer los límites expresivos del clavicémbalo, y no
citaba al inventor parisiense Jean Marius, que en 1716 había diseñado cua-
tro modelos de clavicémbalo con macillos. Johann Sebastian Bach no se
ocupó del pianoforte, por más que un constructor sajón, Christoph Gottlieb
Schróter, en 1721 hubiese presentado al elector de Sajonia un clavicémbalo
de macillos, y por más que el organista Gottfried Silbermann hubiese recons-
truido el pianoforte de Cristofori basándose probablemente en el artículo
de Maffei, publicado en 1725 en versión alemana en la Critica Musica de
Mattheson. Al pedirle a Bach su parecer sobre el modelo de Silbermann, el
parecer resultó claramente negativo. Domenico Scarlatti conoció con se-
guridad el pianoforte y tal vez lo usó alguna vez, lo mismo que Benedetto
Marcello y Giovanni Platti. El único compositor barroco que dedicó verda-
deramente atención al instrumento de Cristofori fue un tal Lodovico Gius-
tini, de Pistoia, coetáneo de Bach y de Scarlatti, que en 1732 publicó en
Florencia doce Sonate da Cimbalo di piano e forte, detto volgarmente di marte-
letti, Op. 1, reimpresas en Amsterdam en 1736. El 27 de enero de 1732 había
muerto Bartolomeo Cristofori, ya no simple cembalare, sino «Custodio» de
la gran colección de instrumentos que su señor, fallecido prematuramente
en 1713, había ido reuniendo. Desde comienzos del siglo se había esforzado
mucho en mejorar la mecánica, y lo había logrado, pero en la práctica
había construido pocos gravecembali col piano e forte, sólo tres de los cuales
—de 1720, 1722 y 1726— se han conservado hasta hoy. De entre sus discípu-
los sólo un tal Giovanni Ferrini se distinguió en la construcción del nuevo
instrumento: un pianoforte suyo lo poseyó la reina María Bárbara de Es-
paña y por esto fue conocido por Domenico Scarlatti, que era maestro de la
reina. En Toscana se hicieron otros experimentos y un sacerdote de Ga-
gliano nel Mugello, Domenico del Mela, construyó en 1739 un pianoforte
con las cuerdas en posición vertical así como también horizontal. La obra de
Cristofori, de Ferrini, de Del Mela, sin embargo, no pasó del momento
de la investigación un poco intelectualista, un poco extraña, un poco ma-
níaca, y el piano no se abrió un mercado en Italia, y de este modo a un campo
en que la experimentación pudiese transformarse en desarrollo indus-
trial. La cultura italiana desapareció durante muchos años de la historia del
pianoforte, y cuando el instrumento volvió, fue considerado como cantaba
LA UTOPÍA 19

desconsoladamente el poeta G. B. DalPOglio en 1794, como «un don del


británico, del galo y del germano».
Muy otro fue el éxito que tuvieron los esfuerzos de Gottfried Silbermann.
Gran organista, que ya había intentado mejorar el clavicordio inventando
el Cembal d'amore (clavicordio doble), trabajó intensamente para perfeccio-
nar aquel modelo de pianoforte que no había agradado a Bach, y tuvo la
fortuna de hallar en el rey-flautista Federico II el Grande un admirador de
sus instrumentos, dispuesto a comprarle cualquier modelo nuevo. Así,
cuando llegó a Potsdam el 7 de mayo de 1747, Bach debió conformarse con
complacer al rey tocando un pianoforte, y en el pianoforte improvisó el Ri-
cercare a tre que más tarde insertó en la Ofrenda musical, aunque sin desti-
narlo al pianoforte. Por consiguiente, la literatura pianística no puede
adornarse con el nombre de Bach, que no quiso réconocer el piano. Tam-
poco puede engalanarse legítimamente, por más que se adueñase ilegítima-
mente de sus obras, con los nombres de otros compositores barrocos. Con
la excepción, claro está, de Lodovico Giustini de Pistoia, que precisamente
por ello ha conquistado un pequeño pero inexpugnable puesto en la his-
toria.
CAPÍTULO II

El interregno
Si el viejo Johann Sebastian se veía obligado a improvisar un Ricercare
en un instrumento de teclado que no le satisfacía, había otro Bach que aún
podía permitirse menos desdeñar el pianoforte: su hijo Carl Philipp Ema-
nuel, desde 1740 cembalista de la corte de Federico el Grande. Nacido en
1714, Carl Philipp Emanuel había sido educado por un padre que ya había
elaborado un curso didáctico completo, iniciado con las Invenzioni, seguido
de las Symphoniae y terminado con el primer libro del Clavicembalo ben tem-
perato. Quien había pasado por un adiestramiento de este género, impar-
tido además por el inventor en persona, no podía ciertamente admirar en el
pianoforte al joven bárbaro que habría desterrado tanto el clavicémbalo
como el clavicordio. Espíritu abierto, curioso y reflexivo, Carl Philipp Ema-
nuel tuvo en cuenta el pianoforte, pero sin llegar a ser pianista: sus intereses
como instrumentista y músico le llevaban más bien a preferir el clavicor-
dio, en el que veía, y no sin razón, mayores posibilidades de desarrollo de
una expresión, por decirlo así, parlante. En su fundamental tratado didác-
tico Versuch úber die wahre Art, das Clavier zu spielen (ensayo sobre el modo
de tocar sobre teclado), publicado por primera vez en 1753, dice Bach, des-
pués de hablar del clavicémbalo y del clavicordio: «El pianoforte, más re-
ciente, posee muchas bellas cualidades, cuando es sólido y bien construido,
aunque el tocarlo es algo que debe estudiarse atentamente, labor que no
está exenta de dificultades. Suena bien por sí solo y en pequeños conjuntos.
Sin embargo, sostengo que un buen clavicordio, con excepción del sonido,
que es más débil, participa de los atractivos del pianoforte y posee, además,
los característicos vibrato y portato que yo obtengo añadiendo presión [del
dedo] después de cada golpe. Y es en el clavicordio donde puede ser más
exactamente valorado el ejecutante sobre teclado». Bach mencionaba tam-
bién con admiración el recientísimo clavicémbalo de arco construido por
Johann Hohlfeld y pensaba en los usos diferentes de las diversas clases de
instrumentos de teclado existentes, confesando al propio tiempo su predi-
lección personal por el clavicordio. No era el único en pensar de este modo,
EL INTERREGNO 21

porque la construcción del clavicordio hizo muchos progresos durante la


segunda mitad del siglo xvm: los clavicordios gebundene, es decir, ligados,
que no poseían una cuerda para cada tecla y por esto sufrían graves limita-
ciones, fueron definitivamente: abandonados en favor de los clavicordios
bundfreien o sea, libres, con una cuerda por tecla. El volumen del sonido fue
aumentado y se hizo más perfecto el funcionamiento del mecanismo.
C. P. E. Bach pasó así a la historia como exponente de una escuela clavicor-
dística de la Alemania del Norte, como uno de los creadores de la sonata
llamada dramática y como el compositor que, después de su padre y antes de
Mozart, supo crear los más notables conciertos para clavicémbalo y or-
questa.
En los años comprendidos entre 1760 y 1780, mientras coexisten clavi-
cémbalo, clavicordio y pianoforte, la literatura pianística se va lentamente
delineando y lentamente va adquiriendo características propias. La frase
«per clavicembalo o pianoforte», que aparece desde 1764 (Sonatas, op. 2,
de Johann Gottfried Eckard) y que sigue usándose hasta comienzos del si-
glo xix, responde, al menos por una veintena de años, a una efectiva poliva-
lencia, hasta el punto de que incluso ciertas sonatas de Marco Rutini, de
Galuppi o de Schobert, aunque destinadas por sus autores exclusivamente
al clavicémbalo, parecen legítimamente ejecutables en pianofortes de la
época, tan leves aparecen las diferencias entre literatura clavicembalística y
literatura pianística. En este contexto histórico, la literatura pianística se
forma, o bien modelándose sobre la literatura clavicembalística del rococó,
que había renunciado a la polifonía barroca y buscaba efectos de ligera
cantabilidad adornada; o bien tomando de la literatura clavicordística las
experiencias del estilo hiperexpresivo, del llamado estilo «sentimental» o
«sensible» (empfindsam), que C. P. E. Bach desarrollaba sobre todo en sus
Fantasías, asombrosas por la libertad de lenguaje y por la audacia de conca-
tenaciones armónicas.
Bach adoptó el piano a partir del año 1780 en su segunda selección de
piezas «para conocedores y amadores», y en 1788 componiendo un Con-
cierto para pianoforte, clavicémbalo y orquesta, en el que se hacía la com-
paración de los dos instrumentos rivales. Rivales para la época, no para
Bach. Para Bach el pianoforte representaba un enriquecimiento, no un per-
feccionamiento y una superación del pasado: para él, que se había formado
durante el barroco y con uno de los mayores clavicembalistas de la época,
el clavicémbalo con el «piano» y el «forte» no debiera nunca haber arrinco-
nado en el desván al gravicémbalo sin «piano» ni «forte». La historia no dio
la razón a Bach, porque el clavicémbalo subió al desván, pero del desván
volvió a bajar al cabo de unos cien años de olvido, y así, a distancia, la his-
toria dio también la razón a C. P. E. Bach.
La momentánea victoria del piano se debió a la rápida evolución que
atravesó la música a partir de la mitad del siglo xvi y a la mayor adaptabi-
lidad del piano al nuevo estilo. Scipione Maffei ya había reconocido dos vir-
tudes básicas del pianoforte: la posibilidad de graduar a placer la dinámica
de ataque del sonido y la posibilidad de tocar en primeros y segundos pla-
nos, es decir, de poner de manifiesto y de relieve una u otra parte: «... la
29 LA LARGA MARCHA

mayor oposición que ha sufrido este nuevo instrumento es el no saber gene-


ralmente tocarlo en el primer encuentro, porque no basta con tocar perfec-
tamente los instrumentos de teclado ordinarios, sino que, siendo un ins-
trumento nuevo, se necesita una persona que, comprendiendo la fuerza del
mismo, haya efectuado con él algún estudio particular, tanto para regular la
medida del diferente impulso que debe darse a las teclas, y la graciosa de-
gradación en su tiempo y lugar, como para escoger cosas a propósito, y deli-
cadas, como dividiendo al máximo y haciendo avanzar las partes y sentir
los temas en varios lugares».
Los constructores de la segunda mitad del siglo desarrollaron estas po-
tencialidades, partiendo de los experimentos que, después de Cristofori, ha-
bían realizado sobre todo los alemanes, y tratando también de limitar el
tamaño del instrumento y el precio. Ya hemos visto que Gottfried Silber-
mann había introducido en la corte prusiana sus pianos: el favor regio sig-
nificaba el favor de toda la nobleza y Silbermann, al contrario de Cristofori,
encontró el modo de abrir un mercado. Tal como había ocurrido en Italia,
varios otros artesanos desarrollaron en Alemania la iniciativa del precur-
sor. En 1744, Johann Sócher de Sonthofen construyó un Tafelklavier (piano
de mesa), tipo de instrumento que más tarde se haría muy popular bajo la
denominación inglesa de square piano y la francesa de piano carré (piano
cuadrado). El piano de mesa estaba estructurado como el clavicordio, por-
que las cuerdas se hallaban dispuestas transversalmente y también longitu-
dinalmente con respecto al teclado y, como el clavicordio, ocupaba poco
espacio y podía emplearse en ambientes reducidos. En 1745, Christian
Ernst Friederici di Gera construyó un piano parecido al de Domenico Del
Mela: un piano con las cuerdas en posición vertical, como en el clavicém-
balo vertical (clavicytherium), de un tipo que más tarde se convertiría en el
Pyramidenfliigel (piano pirámide). La fabricación de pianos se desarrolló
en Alemania en el decenio siguiente, pero hacia el año 1760 muchos artesa-
-nos se trasladaron a Inglaterra huyendo de la guerra de los Siete Años, y
sólo alrededor del año 1775 los constructores alemanes se distinguieron
nuevamente con los Stein de Augsburgo, de quienes hablaremos más
adelante.
Después de Lodovico Giustini, el primer compositor que prestó aten-
ción al piano en una publicación impresa, fue un alemán residente en
París, Johann Gottfried Eckard, quien en el prefacio de las Sonatas, op. 1,
publicadas en 1763, decía: «He tratado de hacer esta obra adaptada tanto al
clavicémbalo, como al clavicordio y al pianoforte. Por esta razón me he
sentido en la obligación de indicar los “piani” y los “forti” con mayor fre-
cuencia de lo que habría sido necesario si hubiese pensado únicamente en
el clavicémbalo». Las Sonatas, op. 2, de Eckard, de 1764, son, como ya se
ha indicado, «para clavicémbalo o pianoforte».
Pero la iniciativa de Eckard no fue seguida por otros compositores po-
pulares parisienses o residentes en París, al menos en publicaciones, y por
consiguiente, en hechos históricamente documentados. El estilo clavicem-
balístico de Johann Schobert, compositor impetuoso y dramático que,
como es sabido, fue muy estudiado por Mozart, parecería también adap-
EL INTERREGNO 23

tado al piano, pero siempre resulta muy difícil e inseguro determinar sí un


estilo instrumental, en los primeros decenios de la segunda mitad del si-
glo xvm, guarda o no relación con las características específicas del nuevo
instrumento. Sin embargb;Schdbert no participó en la evolución estilística
de los años setenta, porque murió, en edad todavía juvenil, en 1767. Desa-
parecido el creador que tal vez hubiera podido contribuir de un modo origi-
nal a la aparición de una literatura del pianoforte, la cultura parisiense ya
no incidió en forma relevante en el contexto pianístico europeo hasta el ro-
manticismo. Aun cuando no pueden olvidarse las composiciones para
piano de Húllmandel (que vivió también en Londres, como veremos), de
Mehul, de Edelmann, de Adam, de Bofeldíeu (que inició su carrera en París
como pianista y que de 1797 a 1804 fue profesor de piano en el Conservato-
río), a finales del siglo xvm París estuvo en la vanguardia en el campo violi-
nístico y en el campo teatral, pero no en el campo pianístico.
La única composición de absoluto relieve histórico, escrita por un resi-
dente en París en los últimos decenios del siglo xv, es el Caprice ou Étude
de Luigi Cherubini, solitaria obra maestra de 1789. La fecha se desprende
inequívocamente del manuscrito autógrafo y no parece discutible, pero la
composición parece ideológicamente extraña con relación a la época en
gue fue escrita. El Capriccio corresponde estilísticamente a la improvisación
del vírtuoso, improvisación que a la vez tiene su correspondencia en algu-
nas Fantasías de Carl Philipp Emanuel Bach, en el Capriccio en Do mayor
de Mozart (1778), en los cinco Capricci de Joseph Anton Steffan (que pro-
bablemente pueden datarse en el 1780, aproximadamente) y aun en otras
páginas. El materíal de estas composiciones está constituido por pasajes
técnicos, fragmentos de escritura polifónica, o sea, de lugares tópicos de la
composición y de la ejecución improvisada, que son alineados libremente y
no se estructuran ní se desarrollan como temas. Todos estos rasgos estilísti-
cos los conserva Cherubini, que les añade acompañamientos de obra seria
y que concluye la serie de episodios variados con una fuga, reanudando la
concepción de tocata con fuga bachiana.
La tensión revolucionaria no nace empero de esta última característica
formal, sino más bien de las dimensiones: el Capriccio de Mozart, perfecto
ejemplo del género, dura cinco minutos, el Capriccio de Cherubini treinta y
siete, Y en Cherubini no sólo aumenta desmesuradamente el número de
los episodios sino también la duración, ampliada, pero sin que el material
se convierta en tema a desarrollar. En el Capriccio de Cherubini los materia-
les se repiten obsesivamente, según una lógica que no es discursiva sino ite-
ratíva, una lógica de la construcción que asoma en los tratados de ejecución
allí donde el material se repite con fines de ejercitación, idéntico a sí mismo
o en progresión armónica o según esquemas armónicos cadenciales; pero
en los tratados empieza la enajenación del significado musical, mientras
que el Capriccio de Cherubini es una composición.
No hay parangón posible con composiciones contemporáneas, pero sí
con ciertas partituras alucinadas del tardío Rossini: el Capriccio nos parece
indicar un aislamiento espiritual que el Rossini septuagenario, pero no el
Cherubini treintañal, podía sentir. Si hubiésemos de juzgar el significado
24 LA LARGA MARCHA

ideológico, atribuiríamos el Capriccio a un período de reflexión y de catalo-


gación de un material extrañado, es decir, a un período no anterior a 1820, y
también en este caso se trataría de una obra singularísima, pero si la fecha
es exacta, como parece indudable, nos hallamos frente a una obra verdade-
ramente fuera de su tiempo, visionaria, tremendamente consciente de la va-
nidad del presente.
El Capriccio de Cherubini es el único trabajo de fines del siglo xvm pari-
siense que destaca verdaderamente en la historia de la literatura pianística,
y París no es un centro de importancia internacional, ni siquiera por la eje-
cución y la fabricación. El mayor clavicembalista parisiense de la época, el
gran Pascal Taskin, fabricó también pianos, pero restauró antiguos clavi-
cémbalos y se dedicó a perfeccionar el clavicémbalo, ya adoptando nuevos
tipos de registros, que variaban el timbre, ya aplicando mandos de pedal a
los registros mismos. La reina María Antonieta, que en Viena había estu-
diado música con Steffan, tocaba también el piano, y el piano estuvo bas-
tante extendido en la sociedad aristocrática. Sin embargo, los conciertos
públicos en los que se empleaba el piano, aunque iniciados en 1768, fueron
raros, tanto que unwpianista como Mozart no tuvo ocasión de presentarse
en público en París en 1778 (mientras que había encontrado abiertas las
puertas en Augsburgo, en Munich, en Mannheim), e incluso Muzio Cle-
menti, en 1780, tuvo en París sólo conciertos privados: Clementi, enviado
del reino del piano, que venía a colonizar Europa, empezando por París.
CarítULO III

El reino
En 1760 llegaba a Inglaterra un artesano alemán de unos veinticinco
años, Johann Christoph Zumpe, que había trabajado en el taller de Silber-
mann; en 1761 llegaba a Londres un joven escocés, John Broadwood, y casi
en el mismo año el holandés Americus Backers. En 1762 llegaba a Londres,
tras un período de trabajo en Italia, Johann Christian Bach, nacido en 1735,
undécimo de los trece hijos del segundo matrimonio de Johann Sebastian y
hermanastro de Carl Philipp Emanuel, discipulo del padre y del hermanas-
tro. Bach llegaba llevando en el bolsillo un contrato del Teatro del Rey, y
por lo tanto asumió una posición de relieve en la sociedad londinense.
Zumpe, Broadwood y Backers se mantuvieron en derredor.
Dos clavicembalistas tenían el monopolio del mercado londinense: el
suizo Burkhardt Tschudi, que había simplificado su nombre en Burkar
Shudi, y el alemán Jacob Kirckman, convertido para los ingleses en Kirk-
man. Kirkman y Shudi construían magníficos clavicémbalos e inventaron
dos tipos diferentes de Venetian swell, celosía de varillas colocada encima de
las cuerdas y movida con pedal que, abriéndose y cerrándose, producía un
efecto de crescendo y diminuendo. Zumpe y Broadwood entraron en la tienda
de Shudi. Zumpe comenzó a construir pianos de mesa. En seguida logró
hacer un modelo que gustó enormemente, y en 1776 abrió una tienda pro-
pia. Broadwood, dotado de ingenio como constructor, pero también con
grandes dotes comerciales, se casó en 1769 con la hija de Shudi y al año si-
guiente convirtióse en socio de su suegro. Americus Backers fabricó por su
cuenta pianos, entre los cuales uno de 1772, conservado todavía hoy, y que
reclama en seguida nuestra atención por un motivo particular. El mayor o
menor volumen de sonido de los instrumentos de cuerda con teclado se ob-
tiene con la cualidad de la tabla armónica o de la caja de resonancia, o con
cuerdas cada vez más gruesas y más tensas, o duplicando o triplicando el
número de las cuerdas o, naturalmente, con combinaciones de las diversas
posibilidades. El arte de construir tablas o cajas de resonancia había alcan-
zado ya su punto culminante a finales del siglo xvu (¡piénsese en Stradiva-
26 LA LARGA MARCHA

rius!) y el aumento de la tensión era un problema que exigía, como veremos,


una revolución completa de los conceptos. Los constructores de clavicém-
balos montaban en los grandes modelos por lo menos dos cuerdas al uní-
sono para cada tecla, y dos cuerdas por tecla había montado Cristofori, el
cual había ideado después un efecto especial, logrando en el modelo de
1726 la posibilidad de colocar ligeramente a un lado el teclado, de forma
que el macillo hiriese una sola de las dos cuerdas. En el modelo Cristofori
el mecanismo de «una cuerda» se accionaba a mano; en el modelo Backers
se acciona con pedal, lo cual ayuda enormemente al ejecutante, porque le
permite obtener el efecto sin tener que apartar las manos del teclado. Pero
el modelo Backers estaba provisto de un segundo pedal, mucho más impor-
tante: el pedal que gobierna el levantamiento simultáneo de todos los apa-
gadores, el pedal de resonancia.
El pedal de resonancia, como todo el mundo sabe, es el «alma del pia-
noforte», definición sugestiva que suele atribuirse a Anton Rubinstein, pero
que se encuentra ya en un Essai anacréontique sur lorigine, Vart et les effets du
forte-piano!* de cierto Caignart de Mailly, publicado en París en 1809:
Ñ

Par quel ressort mobile,


Comprimant son levier
La pédale subtile
Est 'áme du clavier!?

El alma del pianoforte: un fluido misterioso y arcano que se libera del


instrumento, un fenómeno que en realidad no pertenece sólo al pianoforte
(se realiza también, por ejemplo, en el arpa), pero que sólo en el pianoforte
puede asumir una variedad fantasmagórica. Arthur Loesser dice que en
1784, en París, el doctor Mesmer empleaba el piano para mover el «flujo cu-
rativo del magnetismo animal»: podemos imaginar la escena y podemos
ver al médico que sugestiona a los pacientes sólo si pensamos que el pedal
de resonancia, alma del piano, ¡había sido ya inventado! Pero ¿cómo se
producen en el pianoforte los efectos del pedal?
Hemos dicho que la tecla, volviendo a la posición de reposo, mueve el
apagador y hace cesar el sonido. El pedal de resonancia sustrae el apagador
a la acción de la tecla, dando ocasión al ejecutante de dejar la tecla sin que
cese el sonido. Esta posibilidad permite multiplicar las superposiciones de
sonidos y consiente también un uso, en modo alguno desdeñable, de la ges-
tualidad. Pero el efecto más sorprendente es otro, la resonancia por simpa-
tía: cuando una cuerda vibra y las restantes no son sofocadas por el apagador,
el movimiento del aire provocado por la cuerda vibrante hace entrar en vi-
bración otras cuerdas, aquellas cuyo número de vibraciones por minuto
está con respecto a las vibraciones de la primera cuerda en unas relaciones
matemáticas sencillas (el doble, el triple, el cuádruplo, la mitad, un cuarto y

! Entre finales del siglo xvm y comienzos del x1x. se usaban indistintamente los términos pianoforte y for-
tepiano. Hoy está bastante difundido el uso del término fortepiano para indicar el instrumento del si-
glo xvi.
2 Con qué resorte móvil. / apretando su palanca. / el sutil pedal / es el alma del teclado!
EL REINO 27

otras). El fenómeno es en realidad muy complejo y no puede explicarse con


exactitud sí no es experímentalmente. Pero importa observar aquí cómo el
piano se convierte en un instrumento completamente diferente del clavi-
cémbalo y del clavicordio gor ls aplicación del pedal de resonancia, que
modifica la cualidad del timbre y que, como veremos más adelante, hace
dar un paso adelante a la utopía de los florentinos.
Backers construyó pocos pianos, Zumpe se dedicó sobre todo a los pía-
nos de mesa y Broadwood le imitó mientras fue socio de su suegro y, des-
pués de la muerte de éste, de su cuñado. Pero en 1782 John Broadwood se
encargó él solo de la empresa y tomó iniciativas revolucionarias. Tuvo
siempre la perspicacia de no olvidar ninguno de los secretos de construc-
ción acumulados en tantos años y de no dejar inexplorado ninguno de los
nuevos descubrimientos. Perfeccionó la mecánica, haciendo más seguro su
funcionamiento y reduciendo su ruido (la mecánica de los modelos de Cris-
toforí era ruidosa y quizá por esto Scipione Maffei prefería oír el piano
«desde cierta distancia»), aumentó el número de teclas, sistematizó y pa-
tentó el movimiento de los pedales, robusteció el armazón para poder au-
mentar la tensión de las cuerdas, apostó por los grandes pianos de cola y
empezó a organizar el trabajo según conceptos ya no artesanales sino in-
dustríales. Una tienda artesana estaba entonces formada por el dueño con
cuatro o cinco trabajadores y construía como promedio una veintena de
instrumentos de teclado al año: Broadwood amplió sistemáticamente la
producción, hasta el punto de que a finales del siglo sus empleados supera-
ban el centenar y de su fábrica salían más de cuatrocientos pianos al año,
contra los cincuenta de su mayor competidor vienés, Streicher. No es de ex-
trañar que Broadwood se convirtiera en «proveedor de Su Majestad y de las
Princesas», que ninguno de los hábiles artesanos londinenses (entre los
cuales destacaba Robert Stodart y después su hijo William) lograra plan-
tarle cara, que sus pianos invadiesen Europa, llegasen a América y a la
Indía y que íncluso se falsificaran.
El desarrollo de la fabricación londinense andaba a la par con el desa
rrollo de la ejecución y con el nacimiento de una literatura. En 1764 Johann
Christian Bach llegó a ser maestro de música de la reína Carlota, viuda de
Jorge UL y el 29 de febrero del mismo año había dado comienzo, con su
compatriota Carl Friedrich Abel, a los conciertos de abono que durarían
hasta el mes de mayo de 1781. Iniciativa no nueva en Inglaterra, donde más
o menos un síglo antes el violinista John Banister padre había organizado
conciertos públicos de pago, pero que con Bach y Abel alcanzó un éxito ex-
traordinario. En uno de los conciertos Bach-Abel, en 1768, Johann Chris-
tían ejecutó un «solo» (una sonata o un tiempo de sonata, probablemente),
en un pianoforte de mesa Shudi que había costado cincuenta libras esterli-
nas Aquella primera aparición fue seguida de otras y en el espacio aproxi-
mado de un decenio el piano se usó habitualmente, sobre todo para

1 El año anterior el piano había hecho su aparición en un concierto público en Londres, cuando el com-
posítor Charles Dibdin lo había escogido para acompañar un song interpretado por una tal miss Bríckler. El
prímer compositor que mencionó en Inglaterra el píanoforte en una publicación impresa fue Burton. en
1766. en una colección de sonatas «para clavícémbalo. u órgano. o pianoforte»,
28 LA LARGA MARCHA

ejecuciones de conciertos con pequeña orquesta (arcos, dos oboes y dos


trompas) y también para ejecuciones de piezas solísticas o a dos pianos (el
10 de marzo de 1784, por ejemplo, Clementi y su alumno de trece años de
edad Cramer ejecutaron un dúo).
Después de Johann Christian Bach, el alemán Johann Samuel Schróter,
que debutó en Londres en 1772, fue el pianista predilecto del público londi-
nense, cuyos favores compartió con Bach y Clementi, hasta el punto de que,
para casarse con una joven noble, no tuvo que pagar el tributo de abando-
nar su profesión. Clementi gozó de una fama inmensa (especialmente des-
pués del viaje que entre 1780 y 1783 le llevó de París a Estrasburgo, a
Munich, a Viena, y que le puso en contacto con la aristocracia, con los edi-
tores, con los fabricantes franceses, alemanes, vieneses) y fue el punto de re-
ferencia para todos los pianistas londinenses, desde Cramer, Field y Be-
noit-Auguste Bertini, discípulos suyos, hasta Hummel, que se trasladó a
Londres para estudiar con él, hasta los menores como Jacopo Gotifredo Fe-
rrari. En los Professional Concerts, instituidos en 1781, actuaron Clement,
Cramer, Field, Hummel, Hássler, Dussek, Steibelt y muchos otros y el
piano se convirtióyen el instrumento preferido para las ejecuciones públi-
cas, así como para la música en casa.
Finalmente, de extrema importancia fue el desarrollo de la composición.
El delicado, graciosísimo rococó de Johann Christian Bach, cuyas Sonatas,
op. 5 (hacia 1768) y op. 17 (1779) y cuyas tres series de Conciertos represen-
tan un modelo estilístico para Mozart y para todo el segundo estilo galante
europeo, fue continuado por Schróter, autor sobre todo de conciertos muy
apreciados y difundidos. Bach y Schróter representan empero un premozar-
tismo que ni se desarrolla autonómicamente ni se convierte en mozartismo
de retorno (el mozartismo londinense empezará más tarde y será un fenó-
meno sobre todo cultural), mientras que la personalidad que domina la lite-
ratura pianística y que, adhiriéndose a la ideología dominante, determina
sus caracteres de fondo, es la de Muzio Clementl.
Nacido en Roma en 1752, Clementi fue a Inglaterra en 1766 acompa-
ñando al noble inglés Peter Beckford y empezó a trabajar en Londres a par-
tir de 1773 como maestro de clavicémbalo en el teatro y como profesor. Su
formación juvenil había sido la del músico italiano: había estudiado con
maestros locales el bajo cifrado, el contrapunto y el canto, y a los catorce
años estaba en condiciones de ocupar el puesto de organista en la iglesia de
los Santos Lorenzo y Dámaso. De su formación cultural en Inglaterra no se
sabe casi nada: en casa de Beckford entró en contacto con aristócratas y
con intelectuales y estudió mucho como autodidacta, pasando ante el te-
clado no menos de ocho horas diarias. Sin embargo, no sabemos qué auto-
res estudió ni con qué músicos se familiarizó, cuando se estableció en
Londres. Su primer trabajo publicado en Londres, las Sonatas, op. 1, que
no se aparta sensiblemente de los modelos rococó, apareció en 1771. En
1779 aparecieron las Sonatas, Op. 2, la segunda de las cuales, en Do mayor,
representa el manifiesto de un nuevo pianismo.
Hubo un tiempo en que se creía que las Sonatas, op. 2, se publicaron en
1772 y que, por lo tanto, se escribieron antes que las primeras Sonatas y el
EL REINO 29

Concierto K. 175, de Mozart. Si fuese así, habría que considerar a Clementi


como el primer auténtico especialista del pianoforte. Pero no habiendo
ninguna prueba documental de una fecha de composición muy anterior a
la fecha de publicación. esta última debe también considerarse como la
fecha aproximada de composición y por esto el alcance revolucionario del
pianismo de Clementi resulta más limitado de lo que pudiera creerse en el
pasado porque en 1778 Mozart componía la Sonata. K. 310, y había ya com-
puesto el Concierto, K. 271.
En la Sonata. op. 2, núm. 2, quedan bastantes huellas de estilo rococó a
preclásico (por ejemplo. en el segundo tema del primer tiempo y en el pri-
mer tema del segundo tiempo): pero algunos pasajes son reveladores de un
estilo de escritura pianística. quizá derivado de la costumbre de ejecutar al
piano páginas para orquesta, que exige inequívocamente una técnica nueva
y que abre las puertas a sonoridades específicas del instrumento. El trémolo
medido al bajo. con que se inicía la Sonata, es tradicional o francamente es-
tereotípico, dado que pertenece al estilo a veces denominado «basso di
Murky» y burlonamente definido por Torrefranca como «sonata del pum-
pum». El tema expuesto por la mano derecha individualiza, en cambio, la
sonoridad pianística de la octava. específica del piano, porque sólo en este
instrumento la relación de dinámica entre los dos sonidos puede variar a
gusto del ejecutante. El sol en octava repercutido en ritmo de marcha crea
además, dada la velocidad de la repercusión, una sonoridad metálica y re-
tumbante, de trompa. Las escalas en octava ofrecen la posibilidad de una
sonoridad monumental y el redoblamiento en octava al bajo, al final, esta-
blece un módulo típico de instrumentación pianística:

AJL” quasí presto

PPPPRRRPRARO
legato
30 LA LARGA MARCHA

Es muy difícil valorar hoy con exactitud la sonoridad de este comienzo,


porque no se conoce bien la técnica de Clementi: no se puede saber, por
ejemplo, con qué arranque era atacado el tema en octava, ni si las escalas
en octava se ejecutaban con el brazo o con la muñeca o con qué amplitud
de movimiento. Sin embargo, es evidente la necesidad de movimientos del
brazo, con la puesta en movimiento de grandes masas musculares y con la
acción de su peso sobre el teclado, así como es evidente en otro pasaje, en el
que la tradicional serie de acordes arpegiantes ascendentes es reforzada
con una octava:

Poco más allá de una escala en terceras, que recuerda un momento tí-
pico del estilo concertante (piano y violín o piano y flauta), anuncia la que
será la más impresionante especialidad técnica de Clementi, es decir, las
dobles terceras:
EL REINO Sl

El desarrollo de la técnica en Clementi es, sobre todo, desarrollo de la po-


tencia y de la plenitud de la sonoridad y se desenvuelve contemporánea-
mente al desenvolverse la construcción del instrumento conforme a las
concepciones inglesas. Es,probable que la atención prestada a la potencia
limitase la velocidad y que la alcanzada por Clementi fuese, en absoluto,
inferior a la de los clavicembalistas y a la de quien, como Mozart, se había
formado aún en el clavicémbalo. En una carta en la que Mozart habla de
Clementi a su padre (7 de junio de 1783), encontramos una afirmación que,
más allá del insulto, nos parece significativa: «Clementi es un charlatán
(sic) como todos los italianos. Escribe en una Sonata Presto y también Pres-
tissimo y Alla breve, y lo toca como Allegro en 4/4. Y lo sé porque lo he
oído». En la misma carta Mozart reconocía a Clementi, tal vez refirién-
dose a la Toccata, op. 11, una habilidad particular en la ejecución de los pa-
sajes de tercera: «Lo que hace bien son los pasajes de tercera. En Londres
sudó para esto día y noche». Lo que le negaba a Clementi era otra cosa:
«Fuera de esto, no hay nada, realmente nada. No hay ni un tanto así de ex-
presión o gusto y mucho menos de sentimiento».
Ahora bien, se puede estar más o menos de acuerdo con Mozart, se
puede observar que más tarde Clementi limitó la búsqueda del mecanismo.
también puede acusarse a Mozart de envidia y de ancestral resentimiento
hacia los italianos, pero no se puede dejar de reconocer en sus palabras la
señal de un profundo contraste en la concepción del piano. Se trata, cree-
mos, de un contraste que supera a los dos protagonistas y domina las áreas
sociales y las civilizaciones en las que los dos rivales actuaban, y que no se
resuelve tratando de obtener para Clementi el derecho a un pequeño puesto
en el clasicismo vienés. Carl Dalhaus ha analizado con extrema agudeza
los componentes históricos reales de aquel período que se designa de un
modo global con el nombre de clasicismo, distinguiendo en él secciones di-
versas y no homogéneas. La sección londinense, que tiene en Clementi su
máximo representante, se caracteriza por la presencia predominante del
piano. Pero queda por ver cómo se entendía el uso del piano por parte de
Clementi y luego por parte de Cramer, Field y los otros.
En Mozart, la relación entre la idea musical y su realización sonora es
directa, y la invención musical nace junto con la invención del movimiento
que la hará ejecutar sobre el teclado del piano; por esto Mozart se ejerci-
taba muy poco y no se preocupaba demasiado del paciente refinamiento de
la ejecución. En Clementi, la idea musical nace de una manera más abs-
tracta y viene transferida al teclado sin que se hayan descubierto aún los
medios técnicos adecuados para realizarla. Para Mozart, como después
para Chopin, la relación música-mano-tecla es de total identificación. Para
Clementi, como después para Beethoven, la relación de identificación es
entre la música y las cuerdas tensas sobre el armazón, es decir, entre la mú-
sica y las posibilidades sonoras del piano. El modo de realización fue en-
contrado por Clementi, lo decimos parafraseando a Mozart, con el sudor
del día y de la noche.
Esta diversidad de concepciones del piano —que aquí hemos reducido
a los términos que nosotros hemos considerado esenciales, pero que, evi-
0 LA LARGA MARCHA

dentemente, no carece de facetas también muy sutiles— depende, a nuestro


juicio, de una diferente concepción de la música y de la sociedad. Con Mo-
zart asistimos a la realización de un proyecto de liberación del músico y a
una reflexión sobre la música que culminará en el intento de una síntesis
histórica total. Clementi vive en una sociedad que ya ha realizado la revolu-
ción burguesa, que no piensa en la revolución democrática, y en donde la
actividad del músico, desvinculada de las relaciones tradicionales con el
poder aristocrático, se explica en la libre profesión. Mozart se relaciona con
una sociedad que él querría transformar, mientras que Clementi participa
de la vida de una sociedad en la cual se reconoce. El sentido de la supera-
ción de la dificultad mecánica, de la conquista de aquello que el piano po-
tencialmente encierra, del trabajo sobre el teclado desembocando en la
creación de un objeto sonoro son elementos esenciales de la concepción
clementina: el piano es visto por él y por la sociedad inglesa casi como una
herramienta, y la ejecución, como un deporte.
Esta afirmación puede parecer paradójica o limitativa de la dignidad ar-
tística de Clementi. En realidad, sólo es así si se considera la historia bajo
perspectivas finalistas, individualizando en el clasicismo vienés y en sus
consecuencias el único estrato histórico digno de consideración, y rele-
gando el virtuosismo y el espectáculo entre las actividades secundarias y
apenas tolerables. En cambio, a nosotros nos parece que no se puede com-
prender el verdadero desenvolvimiento de la historia si no se considera el
papel desempeñado en ella por el virtuosismo y el espectáculo: virtuosismo
y espectáculo que se inician en Clementi como actitud agonística, como
gusto por vencer la resistencia de la materia. En las Sonatas de Clementi
(cuya cualidad estética, naturalmente, hay que tener en cuenta, y que bajo
este aspecto presentan diferencias cualitativas incluso notables) el empeño
deportivo se explica o bien en la invención de cada vez nuevos obstáculos
técnicos a superar, o bien en la búsqueda de aquella continuidad de sonido
cantable que había sido la originaria utopía de los intelectuales de Floren-
cia. Al contrario de Mozart que, como más tarde Chopin, explota con fines
de cantabilidad preferentemente el registro medio-agudo, Clementi, como
posteriormente Beethoven, individualiza en el registro medio la zona más
rica de posibilidades de imitación de la voz humana.
Véase, por ejemplo, el movimiento intermedio de la Sonata en fa soste-
nido menor, op. 25, núm. 5 (1790):

La disposición pianística es tal que la repetición de los dos si refuerza,


por simpatía, la vibración del fa sostenido, y por consiguiente crea en el fa
sostenido una oscilación de la dinámica que puede recordar la de la voz. La
EL REINO 33

característica disminución de intensidad de los instrumentos de percusión


es así modificada, y el sonido pierde, al menos en parte, las características de
uniformidad y adquiere una imprevisibilidad, típica de la voz o de instru-
mentos muy expresivos. Y esto independientemente del pedal (no indicado,
pero probablemente usado por Clementi), y de la búsqueda del tacto, que
permiten al ejecutante modificar ulteriormente y hacer personal la cualidad
del sonido.
Pero cuando se razona no sobre combinaciones mecánicas sino sobre la
sonoridad, siempre queda uno bloqueado por el imperfecto conocimiento
de la técnica pianística de finales del siglo xvHr: límite que vale también
para Clementi, aunque éste, demostrando ulteriormente su mentalidad de-
portiva, no viese en sus descubrimientos el secreto de tienda que hay que
mantener reservado, sino la conquista que es preciso comunicar a profesio-
nales y aficionados. En su extraordinaria labor de didacta, culminada en el
Método (1801) y en la lenta escritura del Gradus ad Parnassum (tres volúme-
nes: 1817, 1819, 1826), viene condensada su ciencia del piano y del adiestra-
miento pianístico, pero la técnica se analiza sólo por indicios. Aunque
pueden subsistir muchas dudas acerca de la técnica clementina como crea-
ción de sonoridad, la cantidad de invenciones técnicas debidas a Clementi
es imponente, y su descubrimiento de la historia es esencial para la didác-
tica. Este descubrimiento no se produce sólo a nivel creativo, a nivel de sín-
tesis histórica, sino a nivel de repropuesta bibliográfica. En este sentido, la
publicación de las Sonatas de Domenico Scarlatti (1791) y de los cuatro vo-
lúmenes de la Selection of Practical Harmony (1803-1815), que contienen pie-
zas de Frescobaldi, Alessandro y Domenico Scarlatti, Hándel, Porpora,
padre Martini, Bach y sus hijos, Telemann, Mozart y otros, confirma la exi-
gencia de un proceso que no pierda el hilo del pasado y de la historia. La re-
cuperación del barroco no se realiza, como en Beethoven, con la síntesis
suprema de la Fuga de la Sonata, op. 106, y de las últimas variaciones del
op. 120, sino con la transferencia de las músicas barrocas al piano. Exigen-
cia, por lo tanto, no tan radical como la puesta de manifiesto por Carl Phi-
lipp Emanuel Bach, que postulaba el mantenimiento de la práctica ejecu-
tiva del clavicordio y del clavicémbalo, pero, sin embargo, progresiva y
capaz de condicionar por más de cien años la historia de la didáctica.
En el ámbito de la labor didáctica, no se puede dejar de considerar com-
pletamente lógico el interés de Clementi como fabricante de pianos y como
editor. Después de haber propagado el piano Broadwood y las ediciones
londinenses en su primer viaje europeo de 1780 a 1783, a finales del siglo,
Clementi, se hizo socio de los fabricantes de pianos y de los editores. El lar-
guísimo segundo viaje por Europa, que le tuvo alejado de Londres de 1802 a
1810 y que le llevó repetidamente a Francia, Austria, Rusia, Prusia, Sajonia,
Bohemia e Italia, fue sobre todo un viaje de negocios, el viaje de propa-
ganda de un célebre campeón que había dedicado su experiencia a la cons-
trucción de una herramienta (el piano) y a la elaboración de un sistema de
adiestramiento (método) y del que salía garante. Durante su estancia en la
Europa continental, Clementi dio lecciones a Ludwig Berger, August Ale-
xander Klengel, Friedrich Kalkbrenner, Ignaz Moscheles, Carl Czerny y
34 LA LARGA MARCHA

muchos otros, influyendo así en el desarrollo del virtuosismo en todos los


países y granjeándose aquel epítelo de «padre del pianoforte» que figura en
su lápida sepulcral de la catedral de Westminster.
La cultura londinense del pianoforte se desarrolla en la dirección em-
presarial de Clementi, y Londres se convierte en el centro de aglutinación
para los mayores virtuosos: Dussek está en Londres desde 1790 hasta alrede-
dor de 1800 (cuando debe huir a causa de la quiebra de la casa editora de la
que es socio), Field desde 1790 hasta alrededor de 1802, Cramer casi du-
rante toda su vida, Húllmandel de 1771 a 1775 y de 1790 hasta su muerte
(1823), Joseph Woelfl desde 1805 hasta su muerte (1812), Ferdinand Ries de
1813 a 1824, Kalkbrenner de 1814 a 1823, Moscheles de 1826 a 1846. El
punto extremo y paradójico de la concepción deportiva del piano lo al-
canza el alemán de origen francés Johann Baptist Logier, que en 1814 pa-
tenta en Inglaterra el quiroplasto, aparato para ejercitarse al teclado con
manos y dedos en posición correcta y que publica una serie de ejercicios
para practicar con varios pianos (hasta diez).
El quiroplasto constaba de gamut board (tabla de la gama), position
frame (cuadro de posición), finger guides (guías de los dedos) y wrist guide
(guía de la muñeca) y las lecciones de Logier eran bisemanales, de dos
horas cada una, para grupos de veinte alumnos: en la primera hora, diez
alumnos se dedicaban a la teoría y los otros diez ejecutaban los ejercicios,
individualmente (bajo la atenta mirada de los asistentes) y con varios pia-
nos, mientras que en la segunda hora se invertían los papeles; el costo era
de cinco guineas por un curso trimestral y de veinte guineas por un año:
costo difícil de evaluar en moneda de hoy pero ciertamente elevado, dado
que un piano normal de cola Broadwood costaba unas setenta guineas y un
piano con mueble taraceado unas ochenta y cinco.
Logier trabajó en Dublín, Edimburgo, Londres, fundó ochenta y cinco
escuelas en Gran Bretaña e Irlanda y tuvo sucursales en América y en la
India. En 1822 fue llamado a Berlín por el ministro de Educación, trabajó
durante cinco meses con dieciséis alumnos y presentó un ensayo que llegó
a entusiasmar tanto (¡la delicia de los prusianos al ver a dieciséis jóvenes
disciplinados como soldaditos!) que le fue ofrecido un contrato de dos años
y medio. Una vez entrenados centenares de alumnos y dieciocho profeso-
res, Logier regresó a Londres para volver a vigorizar sus escuelas, y luego,
en 1829, a Dublín, donde permaneció hasta su muerte (1846).
El quiroplasto murió con su inventor, pero no del todo, como luego dire-
mos, y los ejercicios cayeron en el olvido. Sin embargo, el éxito, aunque mo-
mentáneo, de Logier dio la medida de un fenómeno social, de una difusión
de la ejecución pianística según concepciones no diferentes de las que lle-
varon a la difusión de las barras paralelas en gimnasia. Fenómeno absurdo
para la historia del arte, pero nada irrelevante en la historia de la educa-
ción. No se crea que Logier representase la degeneración de la concepción
clementina del pianoforte: «He examinado su nuevo invento, llamado pat-
ent chiroplast, y he quedado tan persuadido de su gran utilidad, que no
puedo dejar de aprobarlo y recomendarlo calurosamente», escribió Cle-
menti a Logier el 19 de agosto de 1814. Las declaraciones de Clementi se es-
EL REINO 9)

tamparon en una hoja publicitaria (redescubierta por Loesser), en la que


aparecen análogas declaraciones de Cramer y de otros músicos, y el quiro-
plasto fue fabricado por la Clementi £ Co. Sería muy fácil sospechar que
los intereses comerciales influyeran en el juicio de Clementi, pero no hay
en realidad motivo para dudar de su honradez y de su convencimiento de
que en aquellos momentos el quiroplasto fuese útil para fines propagandís-
ticos. Propaganda y propagación serias, a nuestro modo de ver, como lo de-
muestra la obra didáctico-divulgativa de Clementi y como lo demuestra la
historia de la cultura londinense. Se puede, en efecto, observar que en Lon-
dres, antes que en otro lugar, se ejecutaron a menudo conciertos de Mozart
y de Beethoven, que en Londres se celebró el primer recital, que en Londres
se presentó por primera vez en público la serie completa de las sonatas de
Beethoven y que en Londres el siglo x1x se cerró con la primera ejecución
pública al clavicémbalo, de las Variaciones Goldberg de Bach: tales éxitos
culturales, en el fondo, absuelven hasta al quiroplasto y demás accesorios.
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SEGUNDA PARTE

El clasicismo
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CAPÍTULO I

Mozart

Si la búsqueda de Clementi, pianista que aspira a hacer del piano un


medio de difusión social de la música, es ante todo una investigación sobre
el instrumento, la búsqueda de Mozart, pianista que se sirve del piano
como medio para conquistar un público hacia el cual poder volverse luego
como dramaturgo, es ante todo investigación sobre el lenguaje. Educado
por el padre violinista, y por lo tanto, en la práctica, autodidacta en el estu-
dio del clavicémbalo, durante sus viajes juveniles por Europa Mozart tuvo
continuas ocasiones de conocery absorber un enorme abanico de experien-
cias culturales diversas, entre las cuales adquieren particular importancia,
para el tema que nos ocupa, las investigaciones de los clavicembalistas de
París y, en Londres, de Johann Christian Bach. Hasta el año 1777 Mozart
tocó indistintamente el clavicémbalo, el clavicordio y el piano, viendo en el
piano, especialmente en el soberbio Concierto, K. 271, de 1776-1777, una es-
pecie de síntesis ideal de clavicémbalo y clavicordio, un instrumento majes-
tuoso como el clavicémbalo y expresivo como el clavicordio. Cuando tuvo
ocasión de probar, en Augsburgo, los pianofortes construidos por Johann
Andreas Stein, se orientó decididamente hacia el pianoforte. En una fa-
mosa carta a su padre (17 de octubre de 1777), Mozart alababa la perfección
de la mecánica Stein, en particular del escape y de la «máquina que se
aprieta con la rodilla», es decir, del mecanismo de elevación de los apaga-
dores, que en los instrumentos de Stein se accionaba entonces con rodillera
y también con pedal.
Stein, nacido en Heidelsheim en 1728, había trabajado en Estrasburgo
en el taller del organista Johann Andreas Silbermann, hijo de un hermano
menor del gran Gottfried, recibiendo probablemente nociones incluso de la
técnica sajona de construcción de pianos. Luego fue aprendiz en el taller
Spaeth de Ratisbona, donde se construían pianos (Mozart poseía uno de
ellos); abrió tienda en Augsburgo en 1751 y en 1758 hizo un viaje a París,
llevando con él al clavicembalista y compositor Johann Gottfried Eckard,
al que ya conocemos como segundo músico que, después de Giustini, pu-
40 EL CLASICISMO

blicó música para piano. Stein no era un artesano que fuera en pos del mer-
cado existente y tratara de satisfacerlo, ni un industrial que tuviera la
intención de descubrir y desarrollar un mercado en potencia: era, en cam-
bio. un constructor con vivos intereses musicales e intelectuales, que habia
hecho suya la utopia florentina —la quimera de un instrumento de teclado
capaz de conciliar la máquina y la creación individualizada del sonido— y
que, para este fin, intentaba unir en uno solo las virtudes de varios instru-
mentos. Construyó asi un piano-órgano que llamó Melodika. es decir, un
piano con un registro de órgano sensible al tacto del ejecutante, una Saiten-
harmonika que reunia un teclado de clavicémbalo y uno de piano, y el Vis-
a-vis Fliigel, con cordiera tocada por dos ejecutantes a los dos lados opuestos
y con dos mecánicas diferentes: por un lado, clavicémbalo. por el otro, pia-
noforte. A pesar de su curiosidad de experimentador, Stein no habria pa-
sado a la historia si no hubiese perfeccionado un tipo de mecánica del
pianoforte no derivada de la de Cristofori. En los tres pianofortes Cnstoton
aún existentes, y en el diseño publicado por Mattei, la mecánica, incluso
presentando numerosas variantes, conserva una caracteristica fundamen-
tal: la última palanca recibe el impulso en el extremo opuesto a aquel en
que se encuentra el macillo. Este principio es mantenido por Silbermann.
Backers. Broadwood (aun con todas las adaptaciones, con todos los hallaz-
gos destinados a disminuir ruido y fricción y a hacer la tecla cada vez más
dócil al tacto). y es la caracteristica esencial de la denominada mecánica im-
elesa. Stein perfeccionó (¿o creó?, no lo sabemos) otro tipo de mecánica, la
mecánica alemana, probablemente derivada de la sencillisima mecánica
que Sócher había creado para el piano de mesa: la última palanca está em-
pernada de forma que el macillo se apoye en la tecla.
En la mecánica inglesa el ejecutante advierte ante todo la resistencia del
sistema de palancas: en la mecánica alemana, advierte ante todo el peso del
macillo y tiene por esto un control más directo sobre el movimiento del ele-
mento que, al golpear la cuerda. la hace vibrar. Sin embargo. el escape no
sería en teoría siquiera necesario, y en la práctica, el escape Stein. tan apre-
ciado por Mozart. sirve no tanto para permitir la recaida del macillo como
para frenarla para atenuar el choque desagradable entre macillo y tecla. La
mecánica alemana, que fue llamada también vienesa porque la hija de
Stein trasladó luego el taller paterno a Viena, era esquemática pero inge-
niosa, y fue adoptada hasta alrededor del año 1830, cuando fue definitiva-
mente superada por los progresos de la mecánica francesa.
Mozart aprendió rápidamente a servirse del piano Stein y a enfrentarse
a un rival, el capitán lgnaz von Beecke, que en Baviera estaba causando es-
tragos. El nombre de Von Beecke aparece varias veces en el epistolario fa-
miliar de los Mozart. La madre escribía a su marido Leopoldo, el 28 de
diciembre de 1777, desde Mannheim: «Todos dicen cosas maravillosas de
Wolfgang. pero ahora toca de un modo completamente diferente a como
solía hacerlo en Salzburgo, porque aqui hay pianofortes en los que toca tan
extraordinariamente bien que todos dicen no haber escuchado nunca nada
mejor. En suma, el que le ha escuchado, dice que no encuentra quien le
iguale. Aun cuando Beecke haya tocado aqui, y también Schubert, todos
MOZART 4]

dicen que Wolfgang les supera con mucho en belleza de sonido, cuali-
dad y ejecución».
Este aguafiestas de Von Beecke, que en enero de 1778 iba a tantear el te-
rreno en un centro como Viena, era estrechamente vigilado por Leopold
Mozart y su mujer: «Beecke debe de estar celosísimo de Wolfgang, porque
trata de rebajarlo cuanto puede» (carta de Leopold, 25-26 de enero); «Creo
muy bien que el capitán Beecke trata de rebajar a Wolfgang, porque hasta
hoy ha sido considerado como un dios en su distrito y en Augsburgo y sus
alrededores. Pero cuando la gente ha oído a Wolfgang, de pronto exclama:
“¡Caramba! ése deja a Beecke tirado por los suelos. No hay comparación
posible entre los dos!” (carta de la madre, 1 de febrero). Leopold vigilaba
aún en febrero y en junio, preocupado por Von Beecke, como si fuese el
ogro comeniños. 4
Puede que papá y mamá Mozart hagan sonreír, pero sería un error pen-
sar que se angustiaban por el gusto de angustiarse y sería demasiado fácil
llegar a la conclusión de que en el fondo Ignaz von Beecke era lgnaz von
Beecke y Mozart era Mozart; los motivos de conflicto, como hemos dicho a
propósito de otra rivalidad, iban, a nuestro modo de ver, más allá de los
contendientes y de su respectiva talla histórica. Mozart criticó a Von
Beecke, indirectamente, al criticar a la hija de Stein, Nanette, que ingenua-
mente imitaba al pianista más de moda en Augsburgo. En una carta a su
padre (23 de octubre de 1777) censuraba a Nanette porque levantaba el an-
tebrazo, hacía mohínes, no iba a tiempo, variaba la velocidad en las repeti-
ciones de un mismo pasaje. La compostura y el decoro del comportamiento
debían ser una vieja regla y su ausencia un viejo vicio, desde el momento
que Francois Couperin había sentido la necesidad de dar un drástico con-
sejo: «Por lo que hace referencia a los mohínes, pueden corregirse colo-
cando sencillamente un espejo en el atril de la espineta o del clavicém-
balo». Los movimientos del antebrazo, las oscilaciones del tiempo, así
como también las muecas censuradas por el severo pedagogo Mozart, po-
dían ser tonterías de una niña de ocho años, pero también podían ser seña-
les de una diversa concepción de la ejecución.
Las composiciones de Von Beecke, en las que se encuentran detalles ba-
rrocos de estilo y un frecuente uso del recitativo, hacen suponer (sólo supo-
ner, porque el problema no fue afrontado por los contemporáneos) un
estilo de ejecución basado, o bien en la rítmica no acentuativa, o bien en la
libertad de lenguaje. El uso de un nuevo instrumento de teclado ofrecía la
posibilidad de una profunda transformación de la ejecución, que no mi-
raba solamente al «piano» y al «forte» graduados por el ejecutante, sino
también al acento dinámico. La obtención del ritmo mediante los acentos
dinámicos, como en el clavicémbalo y en el órgano, mediante la prolonga-
ción de las notas acentuadas, era una novedad que Mozart podría haber de-
sarrollado, en contraposición con los cembalopianistas que trasladaban al
pianoforte el estilo de ejecución del clavicémbalo. Por lo demás, basta escu-
char las ejecuciones mozartianas (al piano) de un clavicembalista como
Gustav Leonhardt para comprender cómo podía ser leída la música de Mo-
zart... vista desde la parte del clavicémbalo. En cambio, si Mozart había de-
42 EL CLASICISMO

sarrollado, como parece, las sutiles variaciones de la dinámica y el toque


percusivo muy controlado, su ejecución debía poseer caracteres de extrema
novedad. El problema no puede ser tratado adecuadamente en este lugar y
las conclusiones serían, de cualquier modo, muy controvertidas. Pero a par-
tir de los gestos o mohínes, del levantar el antebrazo, del no ir a tiempo,
también es posible imaginar un estilo de ejecución fuertemente empfind-
sam, y un modo de concebir el tiempo musical diferente del de Mozart. Las
distinciones y las discusiones sobre la ejecución de los tratadistas de finales
del siglo xv (Túrk, Milchmeyer, Múller, Adam) no nacían ciertamente de
posiciones abstractas, sino de concretas experiencias de estilos diversos y
contrastantes. Pero, por desgracia, los tratadistas tienden al análisis técnico
no sostenido y no precedido del análisis histórico, y se nos escapa la posibi-
lidad de comprender qué representaron Mozart, Clementi, Carl Philipp
Emanuel Bach, o incluso una figura menor como lgnaz von Beecke, en la
evolución de la ejecución alrededor del año 1780.
Durante su viaje de 1777-1778, después de tantas amargas decepciones,
pudo Mozart obtener al menos tres certezas: como pianista no tenía rival,
nadie estaba ahora en condiciones de enseñarle nada en cuanto a concier-
tos para piano y orquesta, y el piano era un continente por explorar.
En las composiciones escritas antes de 1777, el estilo mozartiano era
cembalopianístico, y por lo tanto adaptable a varios instrumentos, aunque
no faltasen del todo maneras de empleo del teclado que después se harían
idiomáticas del pianoforte. No puede decirse que el estilo instrumental de
Mozart cambie radicalmente después de 1777, pero los signos de una pro-
funda búsqueda sobre el instrumento y sobre la relación entre el pianista y
el público, se advierten en muchos puntos de las Sonatas y de las Variacio-
nes escritas entre 1777 y 1778. En el primer tiempo de la Sonata en Re
mayor, K. 311, por ejemplo, un amplio episodio del desarrollo es conducido
a modo de ejercicio de agilidad o de «movimiento perpetuo» según una
concepción de resistencia virtuosística frecuente en Clementi. El final de
la misma Sonata, con la inserción de una pequeña cadencia, y el final de la
Sonata, K. 333, que presenta una cadencia bastante amplia, prefiguran un
estilo de sonata de concierto, y en las últimas variaciones compuestas en
1778, Sull'arietta «Lison dormait», K. 264, se observa una progresión de la di-
ficultad y del empeño virtuosístico que a nuestro modo de ver revela la
preocupación de llevar al máximo la tensión y el entusiasmo del público.
Sin embargo, el mayor interés de Mozart se refiere a las posibilidades
tímbricas del piano. Así, en el segundo tiempo de la poco antes citada So-
nata, K. 311, la escritura pianística se abre de improviso, hacia el final, a
perspectivas sinfónicas, hasta el punto de hacer pensar inmediatamente en
el sombreado de la sonoridad debido a la entrada de los instrumentos de
viento:
MOZART 43

[Andante con espressione]

Es probable que Mozart usase también aquí el pedal de resonancia am-


pliando ulteriormente la sonoridad, sobre todo del bajo, pero también sin el
uso del pedal la escritura es tal como para hacer resonar todas las zonas del
instrumento, con un equilibrio complexivo y con una claridad de resultado
que el clavicémbalo jamás habría podido lograr. Otros espléndidos mo-
mentos de invención tímbrica se encuentran en las variaciones tercera y
cuarta y en el Trío del Minueto de la Sonata en La mayor, K. 331. En la va-
riación tercera la repetición de la primera fase, con duplicación en octava,
individualiza uno de los ejemplos más típicos de cantabilidad pianística
prestada por la orquesta; en la variación cuarta, el entrecruzamiento de la
mano izquierda sobre la derecha (probablemente unido al uso del pedal de
resonancia) da lugar a duplicaciones de tipo orquestal y de sonoridad rica y
armoniosa. El Trío del Minueto es otro sorprendente ejemplo de lo que po-
dríamos llamar «pianismo sinfónico»: el cruzamiento de las manos, los pa-
sajes en dobles octavas, la alternancia de masas diversas de sonoridad
imitan disposiciones orquestales. Tampoco en este caso podemos saber
cuál era el empleo del pedal, ni si Mozart usó ya tipos de toque diversifi-
cado: la segunda parte sugiere, de todas formas, el empleo del toque de
brazo (dobles octavas, casi separado de toda la masa de los arcos) seguido
de toque poco articulado de dedo (fragmento melódico, casi flauta):
44 EL CLASICISMO

En el Concierto, K. 365, para dos pianos, especialmente al final (grupos


de acordes de sexta y octava en movimiento rápido), se hallan otros mo-
mentos de transposiciones pianísticas de la escritura orquestal.
La zona preferida por Mozart para los temas cantables y para las melo-
días es la medio-aguda (Mayor al final de la Sonata en la menor, K. 310,
tema de la Sonata en La mayor, K. 331, segundo tiempo de la Sonata en Fa
mayor, K. 332, etc.); no faltan, sin embargo, momentos en los que se usa con
fines melodicoexpresivos la zona medio-grave, con efectos que anticipan
ciertas disposiciones típicas beethovenianas (véase, por ejemplo, la parte
central del «Andante cantabile con espressione»! en la Sonata en la
menor, K. 310).
Esta búsqueda sobre el instrumento, no obstante, es tan intensa como
breve, porque en las composiciones del período vienés se encuentra en pri-
mer plano la búsqueda sobre el lenguaje. Los primeros Conciertos vieneses,
empezando por el humorístico Rondó en Re mayor, K. 382, unido como
nuevo final a los dos primeros tiempos del Concierto, K. 175, están destina-
dos a presentar buena música para aficionados: Mozart, invirtiendo en la
empresa un pequeño capital, abre una suscripción para la adquisición de
copias manuscritas de los tres Conciertos (K. 413, K. 414 y K. 415) que se
compromete a presentar en la temporada de invierno de 1783. El neorro-
cocó del Concierto, K. 413, se explica precisamente como necesidad de
acercamiento a un gusto dominante, aún ligado a la tradición de Georg
Christoph Wagenseil y de sus alumnos Joseph Steffan, Giovanni Antonio
Matielli y Leopold Hofmann. El Concierto, K. 414, aunque rococó en sus
características, presenta ya, en cambio, una amplitud de base arquitectó-
nica que supera los modelos más altos del pasado reciente, es decir, los con-
ciertos del op. 13 de Johann Christian Bach (1777) y del op. 5 de Schróter
(hacia 1774). En el Concierto, K. 415, la impostación sinfónica, la importan-
cia de la orquesta, la novedad formal del final contrastan también y de un
modo, a nuestro juicio, no resuelto, con la escritura pianística de mediana
dificultad y con el uso no obligado sino ad libitum de los timbales y de un
gran número de instrumentos de viento (dos oboes, dos fagots, dos trompas,
dos trompetas). Mozart intenta, pues, adaptarse al gusto vienés, pero no al-
canza a sufrir sus condicionamientos y, a partir del Concierto, K. 449 (fe-
brero de 1784), arrastra a su público a una aventura de vanguardia que

! Las indicaciones de los movimientos lentos de las Sonatas escritas entre 1777 y 1778 son muy significa-
tivas: Andante cantabile con espressione (K. 310). Andantino con espressione (K. 311). Andante cantabile (K. 330).
Andante cantabile (K. 333).
MOZART 45

representa uno de los capítulos más importantes de la historia del piano y,


más aún, de la relación entre el músico y la sociedad.
El concierto para piano y orquesta, obra «ligera» por definición, obra de
entretenimiento y diversión, obra destinada por los compositores rococó al
uso de los aficionados, $e convierte en campo de experimentación de com-
plejas estructuras sinfónicas, de relaciones entre el piano y los otros instru-
mentos O familias de instrumentos, de transferencia a la música instru-
mental de los modos del drama y de la comedia. La invención instrumental
es, en este contexto, secundaria, es el grado de dificultad de una técnica, for-
mada y madura, que aumenta considerablemente y que en gran parte deja
fuera el mundo de los aficionados. El éxito que acompaña las temporadas
de 1784 a 1786, es decir, del Concierto, K. 449, al Concierto, K. 491, es el
éxito de quien propone ideas nuevas y las desarrolla con incesante abun-
dancia de fantasía y de lógica. Pero cuando las ideas musicales se revelan
como aspecto de una ideología, cuando la carga revolucionaria de las Bodas
de Fígaro (1 de mayo de 1786) hace comprender a qué consecuencias histó-
ricas puede llevar el ingenio de Mozart, el público que hasta entonces le
había seguido, un público que puede calcularse entre las ciento cincuenta
y las doscientas familias de la aristocracia y de la'gran burguesía emprende-
dora, le abandona para volcarse hacia el más tranquilizador Leopold Koze-
luch, cuyo ascenso había empezado hacia el otoño de 1784. El sublime
Concierto, K. 503 (otoño de 1785), permanece aislado, y el concertista de
piano Wolfgang Amadeus Mozart ya no estará en condiciones de organizar
una velada de éxito.
En el período vienés, la búsqueda sobre el instrumento, más que en los
Conciertos, continúa a trechos en la música para piano solo. El comienzo
de la Fantasía en do menor, K. 475 (1785), propone la contraposición de dos
timbres diversos, que podemos indicar como arcos (compás 1) y viento
(compás 2).

La «instrumentabilidad» en los arcos del compás 1 se hace evidente en-


seguida (aparte el problema representado por el si final del compás 2, que
podría dar lugar a soluciones diversas), e igualmente es evidente la «instru-
mentabilidad» en los dos oboes y en el fagot de la respuesta sucesiva. En
verdad, no es posible saber hasta qué punto quiso Mozart sugerir una imi-
tación pianística de arcos y viento. Es posible, mediante el pedal de reso-
nancia, dar continuidad a los sonidos del compás1 y ligar el bajo; es
posible, mediante un toque diferenciado, hacer oír con un timbre ligera-
mente más penetrante los sonidos que en la orquesta se confiarían al fagot
en registro agudo y que no se fundirían con los sonidos de los oboes en re-
46 EL CLASICISMO

gistro medio. En los pianos de la época de Mozart estos efectos solamente


son practicables empleando la técnica de hoy. ¿Qué desarrollo había alcan-
zado con Mozart la técnica del toque? No lo sabemos con exactitud. Los
diarios de la época nos informan de que un gran pianista de la siguiente ge-
neración sabía tocar las fugas de Bach haciendo oír claramente las voces.
Field debía, pues, poseer una técnica del toque muy desarrollada, pero que
no nos es descrita por los tratados teóricos, ni de comienzos del siglo x1x, ni
anteriores. El análisis del sonido de Mozart, de su escritura entendida como
organización de la percepción, tropieza casi siempre con la incertidumbre
causada o bien por la falta de documentos sonoros, o bien por la ausencia
de teorizaciones de la ejecución que desciendan al detalle del análisis del
sonido en vez del de los valores, de la expresión, de la digitación, etc.
La Fantasía, K. 475, nos muestra, sin embargo, más allá de toda duda ra-
zonable, que Mozart buscaba efectos especiales, probablemente tomados
de la orquesta, y que tendía al uso en función melodicoexpresiva de todas
las zonas del teclado (registros): véanse las dislocaciones en varios registros
del tema del Andantino, y véase el recurso al registro grave extremo en la
Sonata en do menor, K. 457, que, como la Fantasía, se inicia con una con-
traposición arcos-viento y se desarrolla con evidentes llamadas a timbres y
a situaciones orquestales. El uso del registro grave y gravísimo para la expo-
sición de incisos temáticos aparece también en el Allegro en Fa mayor,
K. 533, y en el Rondó, K. 494 (que con el Allegro y el Andante, K. 533, forma
una Sonata). En el Adagio en si menor, K. 540 (1788), parece que puede ob-
servarse la búsqueda de un sonido expresivo diferente del usual, bajo
pero intensísimo, que podría haber sido sugerido por el clarinete, así como
la búsqueda de las posibilidades de ligado absoluto, de traspaso de un so-
nido a otro antes de que se inicie la disminución de la dinámica, caracterís-
tica del sonido pianístico.
Pero toda suposición deja siempre anchos márgenes de duda, tanto más
cuanto que Mozart se excede en su estética de la ejecución: por ejemplo, en
la sexta de las Variaciones sobre un Minueto de Duport, K. 573 (1789), Mozart
podría haber pensado en la duplicación en terceras o en sextas de un par de
instrumentos, pero en concreto se adhiere a las abstracciones de Clementi
creando un problema técnico bastante difícil; en la segunda de las Variacio-
nes sobre «Salve tu, Domine», K. 398 (1783), podría haber pensado en un tor-
bellino de punteados de los arcos, pero en concreto descubre una gestuali-
dad (movimiento rápido de los antebrazos) exquisitamente pianística:

Si se piensa que precisamente el 7 de junio de 1783 (carta a su padre)


Mozart aconsejaba que su hermana no estudiase las Sonatas de Clementi
MOZART 47

«para no estropear su mano tranquila y reposada», cabe suponer que la va-


riación que acabamos de citar fue entendida por él en sentido irónico o ca-
ricaturesco. Sin embargo, el efecto que logra crear es extraordinario.
Ciertamente Mozart no bromeaba cuando reanudaba, en el Preludio. y
Fuga, K. 394, y en la iicóompléta Suite, K. 399 (ambas de 1782), la escritura
barroca: la escritura cembaloorganística es transferida por él al piano con
una única añadidura, la duplicación en octava del bajo en los puntos de
mayor tensión, y su experiencia se coloca en el comienzo de un larguísimo
proceso de adquisiciones al piano de la polifonía. En la recuperación del ba-
rroco, Mozart se mueve un poco antes que Clementi, experimentando en
sentido creativo una polifonía que se convierte luego en elemento nuevo de
su estilo (Sonata, K. 533/494, Sonata, K. 576), mientras que en la música
para dos pianos va ligeramente precedido por Clementi, cuya primera So-
nata llega un año antes que la brillantísima Sonata, K. 448 (1781), a medio
camino entre la música de cámara y la música de concierto.
Espíritu al que no se le escapa nada de las novedades de su época y que
en todos los campos alcanza resultados de absoluta importancia histórica,
Mozart no deja finalmente de interesarse por la música para piano a cuatro
manos. Iniciada por Johann Christian Bach, por el mismo Mozart en la ga-
lante Sonata, K. 19d, de 1765, por Burney y por otros, la música para piano a
cuatro manos es desarrollada por Mozart hasta la Sonata en Fa mayor,
K. 497 (1786), de proporciones y de base claramente sinfónicas, punta de
vanguardia extrema que no se verá superada más que por el Schubert del
Gran Dúo (1824).
Después de la revelación de los pianos Stein, Mozart tuvo preferencia
por los pianos construidos por Anton Walter, que había abierto un taller en
Viena en 1780, y usó también (en el Concierto en re menor, K. 466, de 1785)
un piano con juego de pedales, provisto de una segunda «cordiera» inde-
pendiente y con un mecanismo de percusión gobernado por pedales. Por lo
demás, fueron frecuentes los intentos de construir tipos diversos de piano,
en Viena como en otros lugares, hacia fines del siglo xvi: además de los co-
rrientes pianos de cola y de mesa, estuvieron muy difundidos los llamados
pianos jirafa y los pianos pirámide (Pyramiden-fltigel) con la «cordiera» en po-
sición vertical, así como ejemplares estrambóticos y extravagantes. Espe-
cialmente en los pianos jirafa se montaron varios tipos de pedal (fagot,
bombo, celeste, arpa, laúd, etc.) para accionar mecanismos que modifica-
ban rudamente el timbre. En realidad, los pedales podían suscitar curiosi-
dad y diversión en los aficionados, pero su suerte estaba ligada al interés que
despertaban en los compositores y en su empleo no sólo en función colorís-
tica, sino también estructural. Pero del empleo estructural de los timbres
obtenidos con ayuda de los pedales se puede hablar concretamente sólo
cuando los pedales vienen indicados por el autor. Sabemos muy bien que
Mozart se servía del pedal de resonancia, pero en sus partituras no encon-
tramos nunca las correspondientes indicaciones. Beethoven, como vere-
mos, indica tres tipos de pedales: de resonancia, sordina y «una cuerda».
Entre los dos se sitúa un compositor que nunca había sido pianista: Jo-
seph Haydn.
48 EL CLASICISMO

Nacido durante el barroco tardío en Viena en un ambiente cultural aún


dominado por el barroco, Haydn había compuesto mucho para clavicém-
balo, aun cuando el estilo mixto en que se situaba su producción para te-
clado no era inadecuado a las sonoridades del piano. Una decidida orien-
tación hacia el piano es muy tardía y aparece en la práctica, de un modo ab-
solutamente seguro, sólo en otoño de 1788, cuando Haydn adquirió un
piano construido por Johann Wenzel Schanz. En verdad, ya las Sonatas
H XVI n. 27-32, publicadas en 1778, eran «para clavicémbalo o pianoforte»,
pero esta frase parece deberse más a una elección editorial que a nociones
creativas, y no es improbable que ciertos trozos haydnianos anteriores a la
triste Sonata en do menor, núm. 20, publicada en 1780, encontrasen en las
sutilidades dinámicas del clavicordio una realización sonora ideal.
En las últimas Sonatas, en las Variaciones en fa menor y en la Fantasía
en Do mayor, seguramente destinadas al piano y pensadas para piano, se
observan estilemas pianísticos muy interesantes y algún movimiento com-
pletamente nuevo: por ejemplo, en la Sonata número 60, compuesta en
Londres en 1794 o en 1795 (Haydn había comprado por aquel entonces tres
pianos de cola Broadwood), viene individualizado en el pedal de resonan-
cia un medio que puede influir en la percepción de las armonías, con efec-
tos de superposiciones que bien podrían calificarse de impresionistas:
[Allegro]

En la Fantasía en Do mayor (1789) encontramos otro efecto imposible


en el clavicémbalo y en el clavicordio, que probablemente fue tomado del
arpa: el glissando, el deslizamiento rápido de la uña sobre varias teclas blan-
cas consecutivas, en octava.
En suma, entre la última Sonata de Mozart (1789)y la primera de Beet-
hoven (1796), la producción pianística de Haydn se distingue en medio de
la de los contemporáneos no sólo por su cualidad musical muy elevada,
sino también por una escritura instrumental no desprovista de aspectos
nuevos y curiosos. Haydn, cuyas únicas apariciones públicas como pianista
consisten en la ejecución de las pequeñas rúbricas confiadas al piano al
final de la Sinfonía núm. 98, llega a montar en el carro del vencedor.
El ardor apostólico de Haydn, aunque tardío, es entusiasta, ingenuo,
hasta conmovedor: veamos un episodio deamicisiano. La Sonata número
49 había sido compuesta entre 1789 y 1790 para María Anna Sabina von
Genzinger, mujer de un médico de moda que había obtenido títulos de no-
bleza. Esta señora debía tener en su casa un instrumento vulgar y corriente
y el neófito Haydn se empeñó en catequizarla: «Es un pecado, no obstante,
que Vuestra Gracia no posea un piano Schanz, porque en él Vuestra Gracia
podría obtener el doble de efecto» (20 de junio de 1790). Y el 27 de junio:
MOZART 49

«Sólo que es un pecado que Vuestra Gracia no tenga un piano Schanz, en


el que todo se expresa mejor. Pienso que Vuestra Gracia podría regalar su
todavía discreto Clavier? a la señorita Peperl y comprarse uno nuevo, Vues-
tras bellísimas manos y su facilidad de ejecución merecen esto y mucho
más. He intentado componer la Sonata según las posibilidades de vuestro
Clavier, pero he descubierto que esto era imposible porque ya no me es fa-
miliar». El 11 de julio, Su Gracia cedió regiamente: «Dejo enteramente en
manos de usted el cuidado de escogerme un excelente pianoforte».
El bueno de Haydn había hecho lo que le dictaba la fe, y su celo podía
quedar satisfecho. Tal vez sí, pero hagamos una suposición no documen-
tada, la satisfacción era aún más completa. Por lo que se lee en el epistola-
rio de Beethoven, parece ser que Johann Wenzel Schanz concedía una
comisión a los músicos que favorecían la venta de sus instrumentos, y el
inapreciable Arthur Loesser ha calculado incluso que dicha comisión debía
ascender al 33,3 por ciento. El calor con que Haydn recomendaba las virtu-
des taumatúrgicas del Schanz, más que del Walter o de otros pianos, ¿se ali-
mentaba tal vez en la llama de un 33,3 por ciento?

2 No traducimos el término. que puede entenderse en sentido genérico o. más probablemente, como
clavicordio.
CapítTULO II

Beethoven

Beethoven no fue discípulo de un gran pianista o clavicembalista, ni


tuvo ocasión, al contrario que Mozart, de entrar en contacto con ambientes
diversos e hirvientes de fermentos culturales. Pero tuvo la fortuna de estu-
diar con un músico muy sensible y concienzudo, Christian Gottlob Neefe,
que se había formado en Leipzig, que había conocido la gran tradición di-
dáctica de Johann Sebastian Bach, que admiraba a Carl Philipp Emanuel
Bach. Neefe, que sentía predilección por el clavicordio, hizo estudiar a
Beethoven el Clave bien temperado de Johann Sebastian y el Versuch de
Carl Philipp Emanuel, y le transmitió el amor y el culto de la ejecución ex-
presiva, parlante. En las composiciones escritas por Beethoven entre los
once y los catorce años se observa una adhesión general a los modelos co-
rrientes del rococó y del estilo protoclásico, pero no faltan, por ejemplo en
el Concierto en Mi bemol mayor, Wo O 4, momento de vivaz virtuosismo,
como no faltan, por ejemplo, en el primer tiempo de la Sonata en Mi bemol
mayor, Wo O 47, núm. 1, búsquedas de timbres variados, de inspiración or-
questal. Nada inédito, claro: Mozart y Clementi habían desarrollado ya
búsquedas tanto tímbricas como virtuosísticas y hacia ellos pudo haber mi-
rado el muchachito de Bonn. No se sabe, empero, si Beethoven conocía
las Sonatas, op. 2, de Clementi, publicadas en Londres en 1779 y en París en
1781, o las Sonatas, K. 310 y K. 311, de Mozart, publicadas en París en 1778.
Nosotros creeríamos que no las conocía. Sus composiciones infantiles, a
nuestro juicio, denotan el provincianismo del que no conoce los últimos
descubrimientos; pero precisamente por ello indican también un instinto
de búsqueda que se sitúa de inmediato en la corriente más viva y abierta de
la literatura pianística.
Nada de grandes maestros, nada de grandes protectores, nada de gran-
des viajes, nada de grandes conciertos. La actividad concertística juvenil de
Beethoven se limita cuantitativamente y se circunscribe geográficamente a
Bonn y a un solo viaje a Rotterdam (y fue la única vez en su vida en la que
Beethoven, de once años, vio el mar). Con la muerte de la madre y con el
BEETHOVEN 51

empeoramiento de la situación familiar, Beethoven se orientó temprano


hacia la vida del músico de corte. Trató de sustraerse a esta vida con el
breve viaje a Viena en 1787, durante el cual conoció a Mozart y quizá fue
escuchado por éste en Íforma distraída. Se sustrajo a tal vida en 1792,
cuando, a los veintidós años; se estableció en Viena con una beca. Y pensa-
ron los franceses, que ocuparon Bonn en 1794, en librarle del engorro de re-
husar el regreso a la patria al vencer el permiso del Elector.
En Viena, Beethoven, que había partido de Bonn con el augurio del
conde Waldstein de «recibir el espíritu de Mozart de manos de Haydn», se
presentó como aspirante a la herencia del pianista Mozart: de 1792 a 1800
evitó concienzudamente la confrontación con Haydn, que componía los úl-
timos cuartetos y las últimas sinfonías, y, en cambio, explotó a fondo sus
dotes de pianista, de pianista-compositor a la manera mozartiana.
Los competidores eran numerosos, aguerridos, protegidos por el am-
biente social en el que habían desarrollado su carrera. Delante de todos
venía Leopold Antonin Kozeluch, bohemio de origen, que desde 1778 era
maestro de teclado de la corte, que precisamente en 1792 se convertía en la
corte en maestro de capilla y compositor, y que tenía un éxito incomparable
con los Conciertos y, sobre todo, con la música para piano a cuatro manos.
Kozeluch era un compositor ameno, un típico compositor de entreteni-
miento, y sus Sonatas eran perfectamente calculadas tanto para las faculta-
des técnicas como para el empeño intelectual de los ejecutantes cultos
aficionados. No puede decirse que Kozeluch fuese un chapucero, ni que
anduviese a la caza de aficionados que tuvieran que trampearse con plam-
plinadas: su estilo está a coté del de Haydn y de Mozart, su lenguaje no era
nunca simplemente banal, sino que era un lenguaje alegre, garboso y hu-
morístico, eiba dirigido a los que, aun amando la diversión, no ignoraban a
los compositores mayores. Su música para piano a cuatro manos se inser-
taba así en la vena de una publicística riquísima, que incluía también
transcripciones de la orquesta y conjuntos de cámara, y que hacia el final
del siglo xvm se estaba realmente convirtiendo en un importante vehículo
de difusión de la cultura.
El segundo en popularidad, como autor de músicas para piano a cuatro
manos, sólo después de Kozeluch, era otro bohemio, Johann Baptist Vanhal:
un poco más superficial que Kozeluch, pero como él también compositor
de oficio seguro y gusto controlado. Entre los «mozartianos» se distin-
guían el abate Maximilian Stadler, Franz Joseph Freistádler, Anton Franz
Josef Eberl, Emanuel Alois Fórster (muy estimado por Mozart y también
por Beethoven) y tres mujeres: Mariana von Auenbrugger, la ciega Maria
Teresa von Paradis y la gorda y devota Josepha von Aurnhammer, loca-
mente enamorada en secreto de Mozart. El editor Franz Anton Hoffmeister
componía y tenía éxito (su Concierto en Re mayor, op. 24, aún hoy se eje-
cuta algunas veces). Luego iban llegando continuamente a la capital nue-
vos aspirantes a la fama. Johann Nepomuk Hummel, alumno queridísimo
de Mozart y discípulo de Clementi, volvía a Viena en 1792, seguido inme-
diatamente por Adalbert Gyrowetz, que había obtenido grandes éxitos en
París y en Londres. En 1795 llegaban el salzburgense Joseph Woelfl (mo-
52 EL CLASICISMO

zartiano sul generis en cuanto que era alumno de Leopold Mozart), virtuoso
de manos enormes, y el abate Joseph Gelinek, bohemio, que se hizo popu-
larísimo entre la aristocracia y enseñó el piano a la futura emperatriz de los
franceses María Luisa. Gran especialista de variaciones, ejecutor de brillan-
te virtuosismo, Gelinek ya había estado en Viena estudiando con Al-
brechtsberger y había obtenido el primer empleo por recomendación de
Mozart, que apreciaba su talento de improvisador. La obra creativa de Ge-
linek estaba destinada a caer merecidamente en el olvido, pero sus variacio-
nes sobre todo lo variable demuestran un conocimiento de los efectos
pianísticos muy considerable, y sus transcripciones de músicas de cámara y
sinfónicas atestiguan una habilidad nada desdeñable para los fines de una
difusión capilar de la música. También había que mantener a distancia a
los concertistas de paso, como el genialoide charlatán Daniel Steibelt, que
fue a Viena en 1800 y midió sus fuerzas con Beethoven, perdiendo vergon-
zosamente en la comparación en casa del conde Von Fries.
La actividad concertística de Beethoven está sólo parcialmente docu-
mentada porque no se conocen exactamente sus compromisos, muy nume-
rosos, en los salones aristocráticos: ¡y era en ellos donde se ensayaban los
campeones, se creaban las rivalidades, se formaban los partidos! A fines del
siglo xvmi el aspecto creativo de la actividad del pianista-compositor se en-
trelazaba estrechamente con el aspecto de la difusión y de la explotación
comercial: editoriales, elaboración, conciertos, lecciones particulares. El
concierto público de pago es la base de todo este laberinto: es organizado
por el concertista a sus expensas y llega al final de una serie de contactos
sociales, de frecuentación de tertulias y salones aristocráticos y burgueses,
de confrontaciones y rivalidades alentadas por protectores y protectoras de
alta posición, por fabricantes, por editores. En el concierto público no se
ejecuta música para piano solo: es obligada la participación de la orquesta
y de otros solistas (cantantes, instrumentistas) y al concertista le están reser-
vados el Concierto para piano y orquesta y la improvisación. Las fuerzas
movilizadas son muchas, el interés de participación es alto y del resultado
del concierto dependen aumentos de venta del piano utilizado y de las mú-
sicas del concertista fáciles de ejecutar por el aficionado, así como una
abundancia de peticiones de lecciones particulares. Al final, el concertista
saca las sumas de la recaudación y de lo que hay en la bacía de plata colo-
cada en el vestíbulo para las ofertas voluntarias, paga la sala, la orqutsta,
los carteles, los otros gastos, da una ojeada a las ventas de sus partituras, se
da una vuelta para husmear, controlar, contrarrestrar las reacciones, cribar
las peticiones de lecciones y fija su precio.
Con este mundo debía contar y contó Beethoven. Su actividad pública
se inicia en Viena en 1795, prosigue con conciertos en Berlín en 1796, en
Praga en 1796 y en 1798, en Viena de 1796 a 1800; después las apariciones
son muy raras hasta el concierto del 11 de abril de 1814 con el que Beetho-
ven concluye su carrera de concertista ejecutando el Trío, op. 97. Si Mozart,
equivocando completamente la mesura y enajenándose el favor del público
con una intensa aventura de vanguardia, ejecutó en Viena no menos de
quince Conciertos en el período de sólo cinco años, Beethoven ejecutó
id
BEETHOVEN 9)

cuatro Conciertos suyos, uno de Mozart (el K. 466, en re menor) y una Fan-
tasía suya en trece años: el op. 19 en la primera versión, el 29 de marzo de
1795 y después varias veces entre 1795 y 1796; el Concierto de Mozart en
1795, op. 19, en la versión definitiva, en Praga en octubre y en Viena el 18 de
diciembre de 1798; el dp” 15; probablemente, en Praga en octubre de 1798 y
en Viena el 2 de abril de 1800; el op. 37 en Viena el 5 de abril de 1803; el
Op. 58 en casa del príncipe Lobkowitz en marzo de 1807 y en público el 22
de diciembre de 1808; la Fantasía op. 80 en la misma velada en que se eje-
cutó el Concierto número 4 (así como las Sinfonías números $5 y 6, y otras pie-
zas más). El Concierto, op. 73, el célebre Emperador, no fue ejecutado nunca
por Beethoven, pero fue presentado en Leipzig el 28 de noviembre de 1811
por Friedrich Schneider y en Viena, el 12 de febrero de 1812, por Carl
Czerny. Además de los Conciertos, Beethoven ejecutó en público algunas
de sus composiciones de cámara con piano: no tocó nunca ninguna obra
para piano solo. Su actividad fue, como se ve, limitada. Beethoven no fue
un concertista itinerante y no trató de difundir su música pianística fuera
de su ciudad y de un ambiente cultural que, y él lo sabía, era el centro de la
atención europea. .Afirmándose en aquel ambiente, fue estimado entre los
más grandes pianistas de su tiempo, y esto, evidentemente, a causa de su
manera personal y creativa de imaginar y descubrir las sonoridades del
plano, manera que, en la medida de lo posible, intentaremos ahora recons-
truir en su evolución.
Las Variaciones de 1792-1800 y la Sonata, op. 6, para piano a cuatro
manos (hacia 1797) revelan una voluntad de adecuación al gusto del pú-
blico, un reto a la competencia de los Gelinek y de los Kozeluch. En las tres
Sonatas, op. 2, publicadas en 1796, el empeño del compositor es mayor, y lo
es, sobre todo, la búsqueda de una escritura pianística original. El factor
más importante, y a nuestro modo de ver, más significativo, consiste en el es-
pejismo de la antigua perenne utopía: hacer del clavicémbalo un instru-
mento cantante.
En la primera Sonata la cantabilidad es de sello tradicional: el primer
tema del segundo tiempo, tomado del juvenil Cuarteto con pianoforte,
Wo O 47, núm. 3, es de escritura netamente cuartetística en su primera exposi-
ción y es variado y florido de un modo rococó en la segunda exposición. La
melodía temática, una canción en tres partes, viene articulada con reanuda-
ción en la octava superior y se extiende directamente por el centro del te-
clado, desde el do central hasta el fa sobreagudo, de que Beethoven dis-
ponía. La sonoridad es en este caso muy dulce e íntima, pero el compositor
no trata de superar los límites objetivos del instrumento, es decir, la dismi-
nución de intensidad del sonido después de la percusión.
Bastante más evolucionada es la concepción del sonido cantable en el
Largo apasionado de la segunda Sonata. La extensión, en vez de dos octa-
vas y media, es de una octava y una quinta, y se desenvuelve, por tanto, en el
ámbito de una voz humana (podría ser confiada a un contralto). La natu-
raleza no instrumental sino vocal de la extensión predispone de por sí
al oyente a un tipo de percepción emotiva y hasta fisiológicamente parti-
cipativa, y Beethoven ataca, además, la melodía en el registro central (el
54 EL CLASICISMO

más sonoro y compacto) contraponiendo al principal otro evento sonoro


contrastante, el staccatissimo del bajo. La atención auditiva del oyente pasa
continuamente de la melodía al bajo y esto provoca una especie de espe-
jismo acústico que crea la ilusión de una sonoridad cantable continua:

Largo appassionato
tenuto sempre

El análisis del pasaje desde el punto de vista de la técnica beethove-


niana es, como de costumbre, muy difícil. Beethoven empleaba en brevísi-
mas intervenciones el pedal de resonancia, aumentando la retención de la
melodía sin comprometer el staccato del bajo. ¿O no? ¿Apoyaba o no todo el
peso del brazo sobre los acordes de la derecha? ¿Ejecutaba el staccato con
una media rotación del antebrazo o solamente con los dedos? De la adop-
ción de uno y otro tipo de técnica depende una mayor o menor variedad del
timbre, pero hoy ya no es posible una valoración exacta de la sonoridad
buscada por Beethoven. No obstante, la búsqueda es evidente; y los testi-
monios de los contemporáneos, que se maravillaban de la cualidad del li-
gado y del cantable de Beethoven, nos dicen que la novedad representada
por las búsquedas beethovenianas del sonido fue grande. La tímbrica del
pasaje que acabamos de examinar no es en realidad vocalística (vocalístico
es el espacio de la extensión y no el tipo de sonido), y no nos parece siquiera
tomada de la orquesta, aun cuando, en abstracto, pudiera pensarse en tres
trompas y en los punteados de los violoncelos: se trata, en cambio, de un
uso estructural de sonoridades típicas del piano, de la individuación de dos
tipos fundamentales de sonoridad pianística: 1)la sonoridad cantable,
sostenida, del timbre rico en armónicas consonantes, obtenida con el con-
trol completo de la bajada de la tecla: 2) la sonoridad brillante, resonante.
del timbre rico en armónicas disonantes, obtenida con una clara percusión
de la tecla no acompañada en la bajada.
Por muy difícil que pueda ser la explicación no experimental, debemos
intentar describir aquí un fenómeno de la vibración que en el piano ad-
quiere una importancia excepcional. En la cuerda vibrante, de aspecto fusi-
forme, se distinguen los dos puntos extremos prácticamente fijos, los nodos.
BEETHOVEN 55

y el punto de más amplio movimiento, el vientre. Pero el movimiento de la


cuerda no es uniforme en todos los puntos; tanto es así, que se pueden dis-
tínguir porciones de la cuerda (una mitad, un tercio, un cuarto, un quinto,
etcétera) que asumen, asu vez;el aspecto de husos, con nodos y vientres. La
vibración es, pues, compuesta y las diversas porciones representan otros
tantos sonidos de intensidad diversa, llamados armónicas, que el oído re-
suelve en una sensación acústica sintética, como sonido tímbricamente ca-
racterizado. Ahora bien. el físico Young descubrió que en el punto en que
la cuerda es excitada no se forman nodos, y por lo tanto no se forma el ar-
mónico que en aquel punto habría debido tener un nodo (ley de Young).
Cuando el macillo híere la cuerda, su revestimiento (de piel a fines del si-
glo xv, de fieltro hoy) se aplasta. tocando una porción mayor o menor de
la cuerda, según cómo el ejecutante ha tocado la técla, e impidiendo la for-
mación de un número mayor o menor de armónicos. La percusión deter-
mina, pues, o bien la variable dinámica, piano y. forte, o bien la variable
tímbrica, para la que no existe una escala de gradaciones, sino un conjunto
de términos simbólicos. como dolce. cantabile, brillante, perlato, etc. Cuando
Mozart. interesado en las posibilidades tímbricas del piano, exponía una
frase (tercera variación de la Sonata, K. 330) primeramente en notas sim-
ples y después en octava. experimentaba las consecuencias que al atacar la
tecla se derivan de la posición de la mano recogida (notas simples) y abierta
(octava): cuando duplicaba un fragmento (cuarta variación de la misma So-
nata) cruzando el antebrazo izquierdo sobre el derecho experimentaba las
consecuencias que se derivan de una posición diferenciada de los hombros:
relajado el hombro derecho, levantado el izquierdo. Esta búsqueda, la bús-
queda sobre el toque, es de Mozart. como lo es de Clementi y de otros: y es
de Beethoven, cuya mano achaparrada, robustísima, con dedos cortos y con
falanges cuadradas, constituía un sistema de palancas y de músculos de ilimi-
tados recursos en la gradación de infinitas variaciones de ataque de la tecla.
Después de la escrítura paradigmática de la Sonata, op. 2, núm. 2, en el
Adagío de la tercera Sonata Beethoven vuelve, al principio, a la escritura
cuartetística de la primera Sonata, pero limita esta vez la extensión de la me-
lodía, obteniendo un efecto más moderno. Pero aquí la escrítura de la parte
central es muy importante: la disposición instrumental pone en acción tres
registros al mismo tiempo (bajo. parte de en medio, agudos ejecutados con
la izquierda con cruzamiento sobre la derecha) y la especificada por Mo-
zart en el segundo tiempo del Concierto, K. 466, y en el Preludio, K. 394, y
gue será estudiada a fondo por los románticos: los breves fragmentos meló-
dicos de Beethoven. como suspiros, tienden hacia el ligado absoluto y, con
técnica apropiada, pueden dar la ilusión de que lo son. Pero es muy intere-
sante observar cómo las dos notas ligadisimas vuelven al final del Scherzo,
en el registro bajo, con un significado expresivo ya no conmovedor, sino
humorístico.
Además de la búsqueda tímbrica en las Sonatas op. 2, está muy acen-
tuada la búsqueda virtuosística. No tanto en la primera Sonata, de técnica
clementina, en la que sólo un pasaje en cuartas en el Minueto representa
una novedad (hasta el punto de aconsejar a Beethoven indicar la digita-
56 EL CLASICISMO

ción). En la segunda Sonata la agilidad ligera es, en cambio, llevada a un


altísimo grado en algunos pasajes breves y realmente fulgurantes, y se desa-
rrolla la agilidad de fuerza, martillada. En la tercera Sonata, la agilidad
prolongada del Trío del Scherzo crea admirables efectos de haces sonoros
punteados por golpes en sforzato; en el primer tiempo, la agilidad se com-
bina con la potencia, con efectos de inaudita suntuosidad, y al final los sal-
tos de la mano izquierda y los pasajes en acordes parelelos reproponen un
virtuosismo petulante, casi scarlattiano. En las composiciones pianísticas
que siguen, hasta el opus 58, se observa un continuo desarrollo con el ins-
trumento, tal como se encontraba en el opus 2. La cantabilidad intensa,
grave y conmovedora es una constante de los movimientos lentos y se co-
loca de preferencia en el registro central, con escritura de las armonías muy
densa y en condiciones de favorecer la vibración por simpatía, prolon-
gando y enriqueciendo la sonoridad (movimientos lentos del opus 7, del
opus 10, núm. 3, del opus 22). Las melodías se duplican a veces en octava,
especialmente cuando se desplazan en registro más agudo (repetición del
tema en el Adagio cantabile del opus 13), pero se encuentran duplicaciones
también en registro medio, con un color tímbrico oscuro, plúmbeo (Marcha
fúnebre del opus 26); solamente por excepción emplea Beethoven en fun-
ción cantable el registro grave extremo (parte final del Largo y triste del
opus 10, núm. 3); más tardío, y raro en el Beethoven del período de en
medio, es el uso en función cantabile del registro extremo agudo, descu-
bierto en esta posibilidad suya solo en el Concierto, op. 58 (1804-1806), y en
la transcripción para piano del Concierto, op. 61, para violín (1807). El em-
pleo del legato y del staccato superpuestos y constrapuestos es, a veces, mag-
nífico: en la parte central del Largo con gran espressione del opus 7, en el
segundo movimiento del Concierto, op. 15, pero sobre todo, en el Andante
del opus 28. El mayor desarrollo del sonido cantable, del sonido largo y sos-
tenido, está unido al uso del pedal de resonancia, que Beethoven empieza a
indicar a partir del Concierto, op. 15. En el opus 27, núm. 2 (1801), el pedal
se combina con una escritura de extraordinaria genialidad y novedad, que
tiende a prolongar lo más posible las notas de la naciodía mediante las vi-
braciones por simpatía.
Lo que sucede en el primer movimiento del opus 27 merece un breve
análisis. Las cuerdas de las notas largas de la melodía, después de entrar en
vibración por la percusión del macillo, reciben una ulterior excitación para
vibrar por simpatía de al menos un sonido largo del bajo (dos octavas de-
bajo) y de un sonido breve de la parte de en medio (una octava debajo), que
es repercutido varias veces:

Adagio sostenuto
Sí deve suonare tutto questo pezzo delicatissimamente e senza sordini
Y os
AAA
BEETHOVEN Dl

Con la adición del pedal de resonancia, prescrito por Beethoven, todos


los sol sostenidos del teclado entran, además, en vibración por simpatía,
enriqueciendo ulteriormente el sol sostenido de la melodía, sol sostenido
que, siendo la nota más aguda del sistema de sonidos, es también la que
mayormente se impone a la atención del oyente. Todo resulta, natural-
mente, de la escritura; el arte del toque puede añadir algo y en pianistas
como Gieseking o Horowitz puede alcanzar cimas de virtuosismo como
para dar la impresión de un sonido que ya ni siquiera es pianístico. No sa-
bemos exactamente cuál fue la técnica del toque de Beethoven, pero no pa-
rece irrazonable suponer que, además de descubrir admirables potenciali-
dades del instrumento, estuviese en condiciones de realizarlas al menos en
parte, asombrando de tal modo a sus contemporáneos y sentando las pre-
misas de una técnica del sonido que los románticos desarrollarían am-
pliamente.
Algunos empleos beethovenianos del pedal de resonancia van directa-
mente más allá del romanticismo. En el opus 26 encontramos efectos de
sonido vaporoso y fluctuante, casi nube sonora, que se hacen absoluta-
mente asombrosos en pasajes con desarrollos melódicos y con cambios de
armonías. Los dos recitativos del opus 31, núm. 2, si se ejecutan conforme a
las indicaciones de pedal de Beethoven, poseen una sonoridad irreal, casi
expresión parlante pero desde una gran distancia, con ecos y retumbos
como en un valle. Aún más conturbador, porque se basa completamente
en posibles sugerencias naturalísticas, es el efecto del pedal en el comienzo
del Rondó del opus 53, donde la melodía tiene una sonoridad de impresio-
nante dulzura y donde el resonar de tónica y dominante confundidas (ne-
bulosa superposición de dos armonías que, según la teoría de la época,
escolástica o no, deberían permanecer siempre distintas), crea un fondo so-
noro de vaguedad infinita. Beethoven reanuda aquí un tipo de disposición
pianística que Mozart había especificado en la variación cuarta del primer
movimiento de la Sonata, K. 331: la mano izquierda toca lo fundamental de
58 EL CLASICISMO

la armonía; y después, desplazándose por encima del brazo derecho, en-


tona la melodía. La posición elevada del hombro, del brazo y de la mano
izquierda favorece el control de la tecla durante la bajada y la producción
de una sonoridad armoniosísima; pero así como en Mozart se trataba
aún de la transposición pianística, muy ingeniosa, de una disposición or-
questal (arcos acompañantes, dos oboes y dos flautas en octava), aquí la so-
noridad es exclusivamente pianística y no podría ser reproducida por
ningún otro instrumento o conjunto de instrumentos. Los efectos beethove-
nianos contrastaban hasta tal punto con la teoría del pedal elaborada por
teóricos y didactas del siglo x1x, que ciertas indicaciones originales fueron
modificadas o suprimidas en todas las ediciones revisadas, al menos hasta
que el impresionismo no hizo saltar los viejos respetables cánones; sin em-
bargo, no todos los intérpretes consiguieron luego encontrar las relaciones
de toque que, con el pedal indicado por Beethoven, deben calibrarse de ma-
nera sutilísima, y todavía hoy el primer tiempo del opus 31 núm. 2 o el final
del opus 53 representan problemas no resueltos definitivamente.
Beethoven, a principios del siglo xix, empieza a usar también el pedal
«una corda»: el primer ejemplo, muy notable, lo tenemos en el segundo
tiempo del Concierto, op. 58. Probablemente experimentó también Beet-
hoven otro tipo de pedal, que no duró mucho tiempo: en el segundo tiempo
del Concierto, op. 37, encontramos las indicaciones «con sordina» y «sin
sordina». Como los apagadores se denominaban también sordinas, y Beet-
hoven empleaba a veces la frase senza sordini para prescribir el uso prolon-
gado del pedal de resonancia, hubo un tiempo en que se supuso que las
indicaciones del opus 37 se referían precisamente al pedal de resonancia.
En cambio, es casi seguro que con el término sordino (no sordini) Beethoven
quiso significar el uso de un mecanismo que, insertando una fina tira de
fieltro entre martelliera y cordiera, provocaba un amortiguamiento de la so-
noridad. La sordina, que fue indicada también por Schubert en el segundo
movimiento de la Sonata, op. 143, podría quizá emplearse en algún mo-
mento de algunas otras composiciones de Beethoven (comienzo del se-
gundo movimiento de la opus 10, núm. 2, comienzo del segundo movimien-
to del opus 27, núm. 1, Bagatela, op. 33, núm. 7, comienzo del opus 57), pero
de momento no se han realizado experimentos profundizados, y la realidad
sonora de la sordina escapa a una valoración efectiva.
El desarrollo del virtuosismo no procede en Beethoven de la manera pa-
roxística de otros compositores, de quienes hablaremos a continuación. So-
lamente en las Variaciones, op. 35, encontramos pasajes de puro virtuosis-
mo y destreza, con efectos de esplendor y brillantez sonora semejantes a la
de los virtuosos contemporáneos. Hay que señalar, empero, la dramatiza-
ción del virtuosismo que aparece en el Beethoven de las Sonatas, op. 27,
núm. 2, Op. 53 y op. 57, no por casualidad provistas de títulos sobrepuestos:
Claro de luna, Aurora, Apasionada. En el Beethoven anterior, como en Mo-
zart, el pasaje virtuosístico que exhibía las facultades mecánicas del ejecu-
tante alternaba con el tema rítmicamente diverso o directamente con la
melodía, a la que no disputaba el primado en la economía musical de la
composición. En cambio, en largos trozos del final del opus 27, núm. 2, y en
BEETHOVEN 59

los tiempos extremos de las obras 53 y 57, es el virtuosismo, es el pasaje vir-


tuosístico que se hace tema, es la excitación motora la que se convierte de
hecho atleticodeportivo en hecho expresivo. En Clementi el virtuosismo.
como hemos visto, poseía connotaciones eminentemente agonísticas y el
movimiento continuo” rítmidamente uniforme, podía tal vez simbolizar la
carrera. En el final del opus 57, el movimiento perpetuo es dramático: po-
dría simbolizar un fenómeno natural imparable o ciego, o una voluntad
arrolladora, O podría sugerir otras imágenes. Pero es seguro que su efecto
sobre el oyente es el de una representación emotivamente perturbadora y es
seguro que con el opus 57 la sonata clásica confiere dignidad de poesía y de
Weltanschauung incluso al virtuosismo, al movimiento de los dedos. Pero
así como en el opus 2, núm. 3, había trastornado el significado hiperexpre-
sivo del ligadísimo, volviéndolo burlesco, en los finales del opus 31, núm. 2,
y sobre todo del opus 54, Beethoven trastorna la dramatización del virtuo-
sismo para llegar al puro movimiento hipnótico. Finalmente, un empleo to-
davía diferente del virtuosismo de los dedos lo encontramos en el supremo
decorativismo del primer movimiento del Concierto, op. 58.
Adquisición virtuosística importante en este período, y que llegará a ser
incomparable colorismo en las Sonatas, op. 109-y op. 111, es la superposi-
ción de melodía, trino y acompañamiento, con melodía y trino ejecutados
con la mano derecha. La melodía sobrepuesta a un trino continuo es una
de las formas de instrumentación pianística que se encuentra a menudo en
la música del siglo xvm tardío (se la encuentra, por ejemplo, en muchas Va-
riaciones de Mozart). La ejecución de melodía y trino con la misma mano,
que abre la posibilidad de añadir un acompañamiento ritmicoarmónico,
crea efectos ilusionísticos, efectos de ejecución a tres manos, que asombra-
ban a los contemporáneos y que todavía hoy suenan fascinantes: recuérdese
la última parte de la Sonata, op. 53, o, aún más sorprendente porque tam-
bién la mano izquierda ejecuta trino y melodía, una de las dos Cadencias
escritas por Beethoven para el primer tiempo del Concierto, op. 58. Recuér-
dense las octavas en la última parte del opus 53, que probablemente han de
ejecutarse deslizándose, glissando: efecto que se encuentra ya en el primer
tiempo del Concierto, op. 15, pero que en el opus 53, en pianissimo, adquiere
aspectos verdaderamente mágicos.
El último elemento del estilo pianístico de Beethoven es la progresiva
recuperación del pasado, ya sea barroco, ya sea rococó. De los pequeños
movimientos canónicos, de las breves imitaciones entre dos voces insertas
aquí y allá en las Sonatas y en las Variaciones se pasa a la fuga de las Varia-
ciones, op. 35 (1802); del Minué todavía ingenuo del opus 2, núm. l, se pasa
a la melancolía crepuscular del Minué del opus 31, núm. 3, y a la revisita-
ción manierística del in Tempo de un Minué del op. 54 (1804); y en el se-
gundo tiempo del opus 31, núm. 1, se refleja el estilo de un aria florida
rococó, y también, si no nos equivocamos, la combinación flauta-clavi-
cémbalo tan frecuente durante casi todo el siglo xvi. Las Variaciones,
op. 35, ofrecen dos momentos, dos ejemplos de aproximaciones estilísticas
actuadas según lo que podríamos definir como una técnica del collage. Un
primer momento se encuentra entre la séptima y la décima variación: la
60 EL CLASICISMO

séptima es un canon, la octava, un prerromántico estudio melódico, la no-


vena, un estudio brillante en dobles notas, la décima, un estudio a manos
alternadas que reanuda una técnica cara a Carl Philipp Emanuel Bach y a
Haydn. El segundo momento llega después de la decimocuarta variación,
en modo menor, que podría ligarse directamente a la reanudación final del
tema según el esquema tradicional del género. En cambio, Beethoven in-
serta una decimoquinta variación, Largo, que es un gran trozo en estilo ba-
rroco florido, y la une a la fuga, Allegro con brío; al final de la fuga el
mismo melisma, que había precedido a la decimoquinta variación, retorna
para abrir la última y ampliada reanudación del tema. La decimoquinta va-
riación y la fuga se convierten en una verdadera y propia fantasía y fuga ba-
rroca en un contexto clásico, creando un tipo de contraste estilístico que
posteriormente, en las Variaciones, op. 120, se convertirá en síntesis histó-
rica de clásico y barroco.
En el primer decenio de su estancia en Viena, Beethoven tocaba pianos
vieneses: un piano Walter, que había comprado, y pianos construidos por
la hija de Johann Andreas Stein, Maria Anna, llamada Nanette, aquella que
había impresionado a Mozart por su talento y por sus muecas al ejecutar la
música. Muerto el padre en 1792, en 1794 Maria Anna Stein se había trasla-
dado a Viena con su hermano Mattháus Andreas, con quien habría traba-
jado hasta 1802. Juntos, los dos hermanos habían conquistado en breve
tiempo una posición conspicua entre los numerosos fabricantes vieneses.
Casada desde 1794 con el pianista y compositor Johann Streicher, a partir
de 1802 Nanette había continuado la actividad comercial con el marido, de-
jando una firma destinada a durar todo el siglo. Las relaciones de Nanette
Stein con Beethoven se habían hecho muy amistosas más tarde, cuando el
compositor, que se había vuelto ahorrador para preparar un hogar para su
sobrino Carl, había pedido ayuda a la insigne fabricante de pianos para re-
parar las desgracias combinadas de Nany y de Baberl y le había pedido
consejo sobre «¿Cuántas veces se hace el asado? ¿Por la mañana y también
por la noche? ¿Cuántas libras de carne se necesitan para tres personas?
¿Cuánto dinero para el pan, para la cocinera y la mujer de la limpieza?
¿Cómo se hace para lavar?». En aquellos días, por diplomacia, o porque es-
taba en vena de confidencias, Beethoven le había dicho a Nanette: «Quizá
usted no sepa que desde 1809 siempre he preferido sus pianos, aun cuando
no siempre he tenido uno» (carta del 7 de julio de 1817). Antes de 1809, tras
haber poseído el Walter, Beethoven había recibido en 1804 como regalo un
gran piano de cola francés, un Erard, que Streicher, por indicación suya,
había modificado ligeramente. El Erard de Beethoven tenía cuatro pedales:
«una corda», piano (moderador), de resonancia y laúd. El pedal de reso-
nancia se dividía en dos partes, cada una de las cuales gobernaba el levan-
tamiento de una mitad de los apagadores. Esta subdivisión del pedal de
resonancia no debía agradar a Beethoven, que en la primera página del ma-
nuscrito del opus 53 anotó: «Cuando se encuentra “ped” todos los apagado-
res «deben levantarse, tanto en el basso como en el discanto». Anotación
preciosa por dos motivos: porque nos dice que las indicaciones futurísticas
de pedal del opus 53 no van ligadas a un ingenio mecánico particular, dife-
BEETHOVEN 61

rente del usual; y porque nos hacen comprender cómo el opus 53 y las otras
obras pianísticas, hasta 1809, fueron compuestas para la sonoridad del
Erard, más potente que la sonoridad de los pianos vieneses, y para la mecá-
nica del Erard, mecánica inglesa. El aumento del volumen del sonido del
piano se desarrollaba érr relación con un fenómeno de difusión de la mú-
sica del que Beethoven participó sólo marginalmente y del que se hablará
más adelante. No obstante, no se puede decir que Beethoven esperara el
Erard para desarrollar la nueva concepción de virtuosismo, porque la bús-
queda virtuosística nueva comienza o bien con la Sonata, op. 27, núm. 2, o
- bien con las Variaciones, op. 35. Pero en el Erard probablemente encontró
Beethoven el instrumento que le permitía la búsqueda de un virtuosismo
que ya no era de salón, sino de teatro: la cima de esta búsqueda la encontra-
mos en el Concierto en Mi bemol mayor, op. 73 (1809), que exalta la fun-
ción del solista y hace del piano no sólo un instrumento concertante, sino la
parte más importante de la orquesta. Es bien conocido y a menudo citado
el hecho de que en el primer movimiento del Concierto, op. 73, no hay la
tradicional Cadencia al final de la reexposición. La renuncia a la Cadencia
es la lógica consecuencia de una concepción de la relación solista-orquesta
en la que el solista ya no es, como en el Mozart maduro y como en el Beet-
hoven de los tres primeros Conciertos, un primus inter pares integrado en la
estructura sinfónica, y ni siquiera, como en el Beethoven del cuarto Con-
cierto, un soberbio decorador del tejido orquestal, sino que constituye la
base sonora del conjunto instrumental, la estructura portante del discurso,
de la misma. forma que la sección de los arcos era la base sonora de la or-
questa clásica.
Entre las novedades pianísticas del Concierto, op. 73, que se añaden a
quince años de adquisiciones y las completan, hay que citar, sobre todo, las
octavas (probablemente ejecutadas con el brazo, no con la muñeca) y las oc-
tavas alternadas. La comparación entre la primera entrada del solista y
la misma entrada antes de la reexposición puede indicar un aumento de la
tensión virtuosística. Las ágiles octavas alternadas de la primera vez se con-
vierten en la segunda en un punzante e incisivo bloque de sonidos y el bri-
llante pasaje de agilidad de la primera vez se convierte en la segunda en un
potente pasaje de octavas alternadas en las que el ejecutante puede sacar fá-
cilmente partido del peso de los brazos:
62 EL CLASICISMO

Pero si el virtuosismo monumental heroico es lo que en el Concierto en


Mi bemol más asombra al oyente, hay un punto particular que debemos se-
ñalar aquí, el punto en el que Beethoven entra por un instante en el reino de
la utopía:

[Adagio un poco mosso]

El primer fa sostenido de la mano derecha permite al ejecutante apoyar


el peso del brazo y atacar el segundo fa sostenido, aquel con que empieza
la melodía, con un dominio completo de la bajada de la tecla; el sí del bajo
es mantenido en vibración por el pedal de resonancia; los sonidos interme-
dios se desanudan tranquilamente y el juego de las vibraciones por simpa-
tía hace que se produzca el milagro: «¡El que cree que un piano no puede
BEETHOVEN 63

“inflar” un sonido no ha oído nunca a Edwin Fischer tocar la primera en-


trada del Adagio del Concierto Emperador de Beethoven!», escribe Alfred
Brendel. Y tiene razón.
Si el centelleo sonoro del Concierto, op. 73, se refleja todavía en la So-
nata, op. 8la, en las dtras Sónatas de los años 1809 y 1810 (el opus 78, el
opus 79, el opus 90) Beethoven retorna a una concepción intimista o direc-
tamente introspectiva de la música y del piano (¿y volvió para ello a los pia-
nos vieneses de Streicher?). La sonoridad mórbida, opaca, opalescente del
opus 78 y del segundo tiempo del opus 90 se debe a las tonalidades (Fa sos-
tenido mayor y Mi mayor) que en el teclado comportan muchas teclas negras
y favorecen una posición extendida de los dedos índice, medio, anular, y un
más lento y gradual ataque de la tecla. Ahora el nuevo ideal sonoro se des-
vincula del teclado, hasta el punto de que las dulcísimas sonoridades del
primer y del tercer movimiento de la Sonata, op. 101, no salen «espontánea-
mente» del instrumento, sino que deben buscarse con una técnica refinada y
sofisticada. La renuncia a la sonoridad plena, vibrante, patética, vocalística
influye también en el cantabile: ni el tema de las variaciones del opus 109, ni
el Arioso dolente del opus 110, ni el tema de la Arietta del opus 111 reasumen
la sonoridad de los adagios dramáticos del opus 10, núm. 3 o del opis 31,
núm. 2. La cantabilidad es íntima, el ejecutante debe escuchar con gran
atención para encontrar cada vez la cualidad dinámica y tímbrica que le
permita pasar casi insensiblemente de un sonido a otro. La dimensión del
público, ya sea en el sentido de una presencia material que provoca aunque
sólo sea una cantidad mínima de rumor eventual, ya sea en el sentido de
una tensión psicológica que crea una relación de socialidad en la que se in-
serta el ejecutante, se nos antoja ausente en el Beethoven último. El sentido
de la improvisación, y de la improvisación no como demostración de habi-
lidad para un público sediento de hechos sensacionales, sino como colo-
quio del compositor consigo mismo y como descubrimiento de sí mismo,
no abandona nunca las últimas Sonatas de Beethoven, e incluso todas sus
conquistas técnicas retornan aquí a la luz transfigurada del ocaso.
También la Sonata, op. 106, la gigantesca Hammerklavier, se inserta, a
nuestro modo de ver, en el clima crepuscular y transhumanado de las últi-
mas composiciones. Nacida en el piano que regaló John Broadwood a Beet-
hoven, piano de sonoridad poderosa y de mecánica eficiente, la Sonata,
op. 106, suele considerarse en una dimensión de titanismo y de tensión re-
volucionaria que la llevan de nuevo al Beethoven de la Heroica. Pensamos
que esta interpretación es posible, pero sólo a condición de renunciar a las
indicaciones de metrónomo de Beethoven. El metrónomo fue inventado
por Johann Nepomuk Málzel en 1816, y Beethoven lo empleó a veces para
indicar la escansión temporal de base de sus partituras. Pero las indicacio-
nes de metrónomo originales del opus 106 fueron muy discutidas y, en ge-
neral, no fueron aceptadas porque parecía, y parece, que imponen velocida-
des demasiado altas en relación con la monumentalidad de la materia mu-
sical. Pero Ferruccio Busoni, comentando el Libro de los Estudios de Gott-
fried Galston, observaba en 1910: «En la página 53, a propósito de la Hammer-
klaviersonate, op. 106, se citan algunos metrónomos indicados por el propio
64 EL CLASICISMO

Beethoven “Tercer movimiento, A = 92”. En la página siguiente, Galston


dice (también esta vez categóricamente): “Yo adopto el metrónomo e) = 80”.
¿Por qué? Este “¿por qué?” es todavía la réplica más gentil. Beethoven ha-
bría estallado de un modo muy diferente. En efecto, el metrónomo indicado
por él se halla en la relación más exacta con la desacostumbrada extensión
del movimiento, cuya intención no se nos podría alcanzar. Yo mismo me
he persuadido de esta verdad a través de experimentos poco afortunados».
Schnabel, único entre los grandes intérpretes beethovenianos. nos ha de-
jado una grabación del opus 106 en la que trata de respetar los tiempos me-
tronómicos de Beethoven. La cuestión no es tanto de ejecutabilidad en
términos absolutos, como de ejecutabilidad en la relación entre velocidad y
tipo de sonido: si la tímbrica y la dinámica del opus 106 son las del opus 53
o del Concierto, op. 73, los tiempos metronómicos de Beethoven se vuelven
poco menos que impracticables: pero si la dinámica es reducida, en rela-
ción con caracteres tímbricos neutros, con un sonido descolorido, y si la
materia queda no como un fresco, sino como un graffito. los tiempos de me-
trónomos de Beethoven vuelven a adquirir toda su lógica. También podría-
mos referirnos a la sordera de Beethoven para explicar la progresiva selección
de aquellos timbres pianísticos que quizá aún podían ser percibidos por su
oído: así como podemos referirnos a la debilidad física de Chopin o de
Liszt para explicar la tímbrica de sus últimas composiciones. Nos parece.
en cambio, que en Beethoven, en Chopin y en Liszt, el tardío estilo pianís-
tico refleja una pérdida de las relaciones sociales y un aislamiento espiri-
tual que lleva a descubrimientos visionarios. imposibles ya de referir a la
realidad del momento histórico presente.
Las Variaciones sobre un vals de Diabelli, op. 120, desmienten y confirman
al mismo tiempo esta tesis. La sociabilidad debería encontrarse en el
asunto mismo, en el de escribir variaciones para un compositor-editor que
tenía precisamente la intención de fundar una “Sociedad Nacional de Ar-
tistas”. La negación de la sociabilidad se halla en las enormes dimensiones de
la obra y en su carácter de síntesis suprema, que retrocede en la historia
de la música y del piano hasta llegar al barroco. Las variaciones vigésima
novena, trigésima, trigésima primera y trigésima segunda parafrasean ideal-
mente un estilo bachiano que para Beethoven representa el mundo mítico de
las madres. En la última variación —tiempo de Minué moderato (pero no
arrastrado)— el minué se convierte en el símbolo de la utopía social die-
ciochesca, iluminista. El piano vuelve a ser, en las Variaciones. op. 120, el
instrumento de teclado que engloba en sí todos los instrumentos de te-
clado preexistentes, y en las últimas cinco variaciones es sucesivamente el
sensibilísimo clavicordio, el cristalino clavicémbalo. el órgano de los claros
sonidos celestiales, el delicado pianoforte dieciochesco. Después de este
momento último de su creatividad. Beethoven ya sólo escribirá las Bagate-
las. op. 126: obra nueva, nuevo camino que se inicia después de que un pór-
tico ha sido cerrado, y primer paso que da a un sendero inexplorado. en el
que Beethoven por un instante va andando al lado de Schubert.
CapPírTuLO II

Schubert
Al contrario de Mozart y de Beethoven, Schubert no era pianista concer-
tista. Esto no significa que no supiese escribir para piano o que el piano le
interesase poco; pero la evolución del estilo instrumental schubertiano no
es muy profunda y su participación en el desarrollo de la relación entre el
instrumento y el público es limitadísima. Schubert era ante todo el pianista
de sus Lieder, su concepción del sonido pianístico se derivaba directamente
de su concepción del sonido vocal: sonido de cámara, ductilísimo, apto para
recitar, entonándolos, los textos de grandes poetas para un público poco
numeroso, idóneo para hacer que se entendieran las palabras y su signifi-
cado poético. Y Schubert estaba orgulloso de.su sonido. Durante el verano
de 1825 hizo un viaje por la Baja Austria con el cantante Michael Vogl, eje-
cutando a menudo, entre otras piezas, la Sonata en la menor, op. 42. El 25
de julio escribía a la familia: «Agradaron especialmente las variaciones (se-
gundo movimiento) de mi nueva sonata a dos manos, que ejecuté yo solo, y
no sin razón. Algunas personas me aseguraron que las teclas se convertían
en voces cantantes bajo mis dedos, hecho que, de ser verdad, me causa
mucho placer porque no puedo soportar el maldito martilleo a que se entre-
gan incluso distinguidos pianistas y que no deleita ni el oído ni la mente».
Estas palabras nos dan pie para hablar brevemente de Schubert pia-
nista, a través de testimonios de amigos y conocidos que le oyeron tocar.
Escribe Albert Stadler: «Verle y oírle tocar sus composiciones era un verda-
dero placer. Un magnífico toque, mano tranquila, modo de tocar claro, pu-
lido, pleno de discernimiento y sensibilidad. Pertenecía aún a la vieja
- escuela de buenos pianistas, cuyos dedos no habían aún empezado a atacar a
las pobres teclas como aves de rapiña». Y Josef von Ghay: «Las horas pasa-
das practicando con Schubert figuran entre los placeres más intensos de mi
vida, y no puedo pensar en aquellos días sin sentirme profundamente con-
movido. No era solamente el hecho de que en tales ocasiones yo aprendía
muchas cosas nuevas, sino que me daban un gran placer el modo claro y
ágil de tocar, la concepción personal, el modo de ejecutar (ora delicado, ora
66 EL CLASICISMO

lleno de fuego y energía) de mi pequeño y regordete compañero». Y Louis


Schlósser: «Yo escuchaba los sonidos con indescriptible emoción, y sin em-
bargo, desde el punto de vista de la ejecución virtuosista, su modo de tocar
no podía de ningún modo competir con el de los maestros vieneses de fama
mundial. Con Schubert, la expresión de las emociones de su mundo inte-
rior superaba, con mucho, evidentemente, su aparato técnico. Pero ¿quién
podía pensar en esto cuando él, arrebatado en un vuelo audaz de la imagi-
nación, olvidándose de cuanto le rodeaba, recitaba la poderosa Fantasía en
Do mayor o la Sonata en la menor? No sin razón he escogido este verbo:
porque las piezas que me eran familiares por la larga costumbre sonaban
como recitados dramáticos, como la efusión de un alma que va creando sus
formas musicales desde lo más hondo de su ser y las muestra vestidas de
gracia inmaculada». Citemos aún a Hiller, que era un gran pianista y que
tuvo ocasión de escuchar a Schubert y a Vogl: «Schubert tenía poca técnica,
Vogl tenía poca voz, pero los dos poseían tanta sensibilidad, y estaban tan
completamente absortos en su ejecución que las maravillosas composicio-
nes no habrían podido interpretarse con mayor claridad y al propio tiempo
con mayor plenitud. No se pensaba ni en la ejecución pianística ni en el
canto: era como si la música no tuviera necesidad de sonidos materiales,
como si las melodías, semejantes a visiones, se revelasen a oídos espiri-
tualizados».
Schubert no fue, pues, un concertista, pero fue un pianista profesional
(que durante toda su vida acompañó a cantantes, tocó música para piano a
cuatro manos y ejecutó música para piano, suyas y de otros, en las reunio-
nes musicales en las que participa casi a diario) capaz de impresionar
profundamente al auditorio. No era concertista y su desprecio por el «mal-
dito martilleo» era genuino; pero, ¿qué significa, históricamente, el «maldito
martilleo» detestado por Schubert? Hacia el año 1825 se había consolidado
el virtuosismo brillante que había permitido a los pianistas trasladar la
composición para piano solo a los teatros y a las grandes salas, mientras
que antes estaba reducida a los pequeños ambientes. El virtuosismo bri-
llante permitía tener desvelada y encadenada la atención de un público
vasto y, en general, menos educado que el público de la aristocracia y de la
alta burguesía. El centro del virtuosismo brillante era a la sazón Viena,
donde Moscheles había asombrado al mundo durante el Congreso, y donde
Czerny estaba creando su forja de pianistas de moda. Schubert había prefe-
rido desarrollar una concepción intimista y camerística del piano, colocán-
dose con ello fuera de la tendencia que estaba granjeándose los favores del
público y permaneciendo así ligado a ciertos aspectos de la tradición cle-
mentina y beethoveniana.
La disposición pianística schubertiana más típica, que reanuda la ins-
trumentación del primer tiempo del opus 27 de Beethoven, es quizá la del
Impromptu, op. 90, núm. 3. La vibración de las notas largas de la melodía
es prolongada y reforzada por el movimiento de la parte central y por el
pedal, y la posición sobre las teclas negras, más estrechas, favorece la pren-
silidad del dedo meñique de la mano derecha a la que está confiada la
melodía:
SCHUBERT 67

Una variante de esta disposición, más densa, la encontramos en la parte


central del Impromptu, op. 90, donde también la mano izquierda cumple
dos funciones, bajo de sostén y acordes repercutidos:

[Allegretto]
68 EL CLASICISMO

Schubert instrumenta a menudo el tema o la melodía en octava: unas


veces, como Beethoven, en octavas ejecutadas sólo con la mano derecha,
pero otras veces en octavas ejecutadas con ambas manos. Esta disposición
(piénsese, por ejemplo, en el comienzo de la Sonata, op. 42, en el comienzo
de la Sonata, op. 143, en el comienzo del primer Momento musical) permite
obtener un perfecto ligado en las dos líneas y una combinación, una fusión
mayor entre los sonidos. Dicho de otro modo, en una melodía o en un tema
en octavas ejecutado por la mano derecha, la parte superior destaca sobre
la inferior, mientras que si la octava se ejecuta a dos manos, la fusión entre
parte superior y la parte inferior es completa y pueden unirse, manteniendo
la más expresiva cantabilidad, niveles de intensidad muy tenues.
En ocasiones Schubert redobla la melodía en tres octavas, con un efecto
delicioso, que podríamos comparar a la visión de una imagen y de su reflejo
en un espejo de agua ligeramente movida. Un caso particular es el del redo-
ble en octava con una nota inserta en medio; lo encontramos, por ejemplo,
en el comienzo de la Sonata en Si bemol mayor, y esta disposición, que im-
pide en la práctica el relajamiento de los músculos del brazo y la acción del
peso, evita una sonoridad demasiado intensa, demasiado realísticamente
cantable.
Schubert no poseía un piano de cola, sino sólo un piano de mesa. Ins-
trumento evidentemente ideal para él: toda su búsqueda de instrumentista
del piano tiende, a nuestro modo de ver, a analizar las posibilidades y a va-
riar las combinaciones en un instrumento como el piano de mesa vienés, de
limitada sonoridad y, hecho importante, de mecánica elemental pero difici-
lísima de dominar, que exige del ejecutante una atención extrema y una ex-
trema prudencia. El piano es verdaderamente, para Schubert, un derivado
del clavicordio, abierto a las más sutiles variaciones de la dinámica y a una
dicción anhelante, y en esta atención a los mínimos matices estriba la
mayor originalidad de su escritura pianística, que entre los innumerables
descubrimientos de Beethoven elige y desarrolla lo que más le conviene.
También Schubert prefiere normalmente la zona central del piano para
los efectos cantables. Sólo en algún caso expone temas cantables en registro
más bajo (parte central del segundo movimiento de la Sonata en Si bemol
mayor), o bien superpone una ornamentación en registro agudo a una me-
lodía cantada en registro central, como en el segundo movimiento de la So-
nata, op. 143.
El empleo generalizado del pedal de resonancia permite a Schubert dis-
tanciar la parte baja de las partes centrales, espaciando la sonoridad. Son
raras las indicaciones para el pedal «una corda»; y en un solo caso, en la So-
nata, op. 143, se encuentra una indicación para la sordina.
El virtuosismo no está del todo excluido de la escritura pianística de
Schubert: no es frecuente la agilidad brillante, pero es bastante frecuente la
agilidad expresiva (que podríamos comparar a la agilidad denominada
dramática del canto contemporáneo) y son frecuentes los ejemplos de dis-
posiciones orquestales, que imitan contraposiciones de masas sonoras di-
versas. La verdadera invención virtuosista, evidentemente, en un no con-
certista como Schubert aparece sólo por excepción: cabe citar a este respecto.
%
SCHUBERT 69

para la forma genialísima de sacar partido del cruzamiento de la mano de-


recha sobre la izquierda, el final de la Sonata en do menor, y hay que citar
en bloque la llamada Wanderer-Fantasie. No obstante, más que de inven-
ción virtuosista o deiimaginación virtuosista, la Wanderer es un ejemplo de
delirante imaginación “sonora que fantasea sobre efectos posibles en el
piano sin tener en cuenta, a no ser de una manera hipotética, la posibilidad
de realizarlos. En la Wanderer no encontramos la invención de movimientos
que permiten la producción de nuevas combinaciones de sonidos, sino la
proyección de efectos sonoros que en la práctica pueden ser realizados por
pocos ejecutantes, y no sin dificultades, incertidumbres y riesgos nunca do-
minados del todo. De todas formas, la Wanderer-Fantasie es la única com-
posición pianística de Schubert de grande y trascendental empeño virtuo-
sista. Fue la única que entró en el común repertorio concertístico del si-
glo xix y de la primera mitad del xx junto con algunos Impromptus, consi-
derados más o menos como graciosas piezas de salón y hechos por algunos
—como Liszt en su revisión— más difíciles, más complicados, más dignos
de la atención de los virtuosos bregados en toda clase de dificultades. El re-
pertorio de las Sonatas se ha hecho recientemente y aún no está completo,
el de las Danzas aún está por realizar. Sin embargo, precisamente las bús-
quedas formales de las Sonatas y de las Danzas hacen de Schubert un im-
portantísimo protagonista de la historia de la literatura pianística.
En el pasado, por el contrario, sólo la Wanderer-Fantasie se consideraba
como expresión de una búsqueda revolucionaria, y por dos órdenes de mo-
tivos: la unificación temática y la base tonal. Titulada por Schubert Fanta-
sie, pero conocida como Wanderer-Fantasie porque se basa toda ella en el
tema del Lied Der Wanderer, está formada por cuatro partes unidas, que rea-
sumen los caracteres típicos de la sonata; allegro, adagio con variaciones,
scherzo y final. Su detalle esencial, además del hecho de basarse en las
transformaciones de un solo tema, es la organización tonal: primer movi-
miento en Do mayor, segundo movimiento oscilante entre do sostenido
menor y Mi mayor, tercer movimiento en La bemol mayor y cuarto movi-
miento en Do mayor. En lugar de las relaciones tradicionales de cuarto y
quinto grado, Schubert elige, pues, las relaciones de tercer grado, divi-
diendo la octava en partes iguales según el módulo de la tercera mayor.!
Además, en el primer movimiento, el segundo tema no viene expuesto
en Sol mayor sino en Mi mayor, y se introduce un tercer tema en Mi bemol
mayor. Ya Beethoven había experimentado las relaciones de tercera en los
primeros movimientos de las Sonatas, op. 31, núm. 1, y op. 53. Schubert, en
la Wanderer, lleva a consecuencias extremas la idea de Beethoven, y en al
menos dos sonatas (la Sonata, op. 140, para piano a cuatro manos y la So-
nata en Si bemol mayor) consigue integrar el sistema de relaciones de ter-
cera dentro del sistema tradicional de relaciones de cuarta y de quinta:
llegando, por lo tanto, a un momento de síntesis entre la tradición y una al-
ternativa a la tradición.

1 Como ejemplo comparativo con la sonata clásica. podemos escoger el tipo de organización tonal. muy
frecuente, con primer, tercer y cuarto movimiento en la tonalidad principal. y segundo movimiento en la to-
nalidad mayor de la subdominante.
70 EL CLASICISMO

Aún más significativos y más revolucionarios son los experimentos for-


males realizados sobre la organización de las pequeñas formas de danza.
Hemos indicado el hecho de que con las Bagatelas, op. 126, Beethoven anda
por un momento al mismo paso que Schubert: las Bagatelas no están en rea-
lidad organizadas como recopilación sino como ciclo, conforme a relacio-
nes tonales basadas en la tercera mayor descendente: Sol mayor (núm. 1),
sol menor (núm. 2), Mi bemol mayor (núm. 3), si menor (núm. 4), Sol
mayor (núm. 5), Mi bemol mayor (núm. 6).
La organización cíclica de pequeñas formas le había sido probable-
mente sugerida a Beethoven por la evolución formal de sus Lieder, pasando
del simple centón de varias piezas independientes de textos de varios auto-
res, a la recopilación de textos de un solo autor, y finalmente al ciclo. El
ciclo An die ferne Geliebte (1816) está organizado poéticamente como argu-
mento, y estructuralmente como sistema de tonalidades simétricas, con
integración entre las relaciones de cuarta y quinta y las relaciones de
tercera.
La misma evolución se observa en los Lieder de Schubert. Pero si en los
Lieder el primer y principal elemento de unificación formal sigue siendo el
texto, mucho más difícil es encontrar un principio unificador de la música
instrumental. En la Wanderer-Fantasie, como hemos dicho, Schubert se sir-
vió de un tema generador, y en torno a éste construyó el sistema de relacio-
nes tonales. En las danzas encontró principios unificadores en el ritmo y en
las estructuras tonales.
No todas las recopilaciones de danzas se configuran como ciclos, pero
la idea de organización cíclica se observa desde el comienzo y emerge pro-
gresivamente a través de complejos intentos. Las formas más simples de or-
ganización tonal, que valen especialmente para los ciclos breves, están
constituidas por la serie de danzas todas en la misma tonalidad, o bien por
el retorno final de la tonalidad inicial. Una forma predilecta de Schubert es
la de la relación de tercera mayor descendente: la tonalidad de la última
danza es de una tercera mayor más baja que la de la primera danza. Encon-
tramos este tipo de organización, que es también el de las Bagatelas,
op. 126, de Beethoven, en muchas recopilaciones escritas entre 1823 y 1824,
así como en los Momentos musicales, incluso los de 1823. Y así como tam-
bién la Wanderer-Fantasie fue escrita entre 1822 y 1823, es evidente que
Schubert reunió, en un momento particular de su actividad, el estudio de
las relaciones tonales alternativas con las tradicionales, buscando después,
como hemos dicho, la síntesis entre novedad y tradición.
Los ejemplos más sorprendentes de organización cíclica de las peque-
ñas formas son las obras con un elevado número de danzas. Un primer, in-
teresantísimo intento es el de los Treinta y seis valses, D. 365 (1818-1821), en que
varios pequeños ciclos, compuestos en años diversos, se reúnen en un gran
ciclo articulado según relaciones tonales desacostumbradas (relaciones de
tercera), y según las proporciones matemáticas de la sección áurea. La obra
maestra schubertiana en este campo, de una finura, de una sutileza, incluso
de una sofisticación que asombran tanto más cuanto que son el resulta-
do de búsquedas individuales, la encontramos en los treinta y cuatro Valses
SCHUBERT NA)!

sentimentales. El recorrido tonal general va de Do mayor a La bemol mayor


(tonalidad que está una tercera mayor bajo la primera), pero en el interior
de este recorrido Schubert establece una partición simétrica con diecisiete y
diecisiete valses: el primer, grupo se inicia y termina en Do mayor, el se-
gundo se inicia y termiñd en la bemol mayor, y en el interior de cada grupo
se desanuda un recorrido tonal diferente, el segundo complementario del
primero. La clara subdivisión en dos bloques se atenúa y permanece ambi-
gua, con el aislamiento de los otros valses con respecto al Vals número 13,
mediante una ulterior subdivisión conforme a la sección áurea:
13 21 a

17 17

Schubert, ya lo hemos dicho, no es un virtuoso del piano, pero precisa-


mente por esto prefiere la música para piano a cuatro manos, en la que dos
ejecutantes pueden obtener sin esfuerzo efectos sonoros de gran compleji-
dad. Si en el comienzo de la Sonata, op. 106, Beethoven consigue hacer re-
sonar el piano en una extensión de cuatro octavas y media, aunque com-
prometiendo al ejecutante en un esfuerzo físico y en una tensión emotiva
que no todos pueden sostener; si en una Cadencia del Concierto, op. 58,
como hemos visto, logra hacer oír un trino doble y fragmentos melódicos
que repican a distancia de dos octavas, pero exigiendo del ejecutante una
independencia de las manos y de los dedos que muy pocos pueden conse-
guir con desenvoltura, Schubert no está menos interesado en los efectos de
espacialización, de contemporaneidad de varios registros, de redobles de
tipo orquestal, pero prefiere obtenerlos con dos ejecutantes. Mientras que
en Beethoven empieza a crearse el sentido de la relación entre el ejecutante
y un público vasto y, por lo tanto, se desarrollan el virtuosismo y la gestuali-
dad conforme a supuestos psicológicos que, como veremos, reproponen el
mito de la lucha entre el caballero solitario y el dragón de mil cabezas, en la
música schubertiana para piano a cuatro manos la dificultad técnica, que
sin embargo, existe, y que a veces se presenta en grado eminente, no se
transforma en virtuosismo y no se manifiesta en la gestualidad. El único
verdadero elemento de gestualidad en la música para piano a cuatro manos,
ya lo había descubierto Mozart, es el juego del cruzamiento de los antebra-
zos entre los dos ejecutantes; los movimientos de los brazos y del busto, en
a EL CLASICISMO

cambio, están limitados a causa de la extrema proximidad de las dos perso-


nas e incluso aquel otro elemento de gestualidad que es el movimiento de
los pedales queda en la práctica anulado porque uno solo de los pianistas
acciona los pedales y desde posición no frontal, sino lateral.
La música para piano a cuatro manos de Schubert comprende más de
treinta números de catálogo, entre ellos algunas obras maestras de la litera-
tura como la ya citada Sonata, op. 140 (o Gran Dúo), la Fantasía, op. 103, y el
Divertimento a la húngara, op. 54. No tan significativas por la invención y
por la cualidad estética, las Marchas nos devuelven, sin embargo, unas imá-
genes de la Viena de la Restauración, la de los desfiles y paradas militares:
imágenes que Schubert nos ofrece unas veces directamente y sin reflexión,
como un ilustrador, otras veces con ironía, y, al menos en un caso (las Tres
Marchas militares, op. 51), con un extrañamiento que no comporta ironía ni,
mucho menos, parodia, sino una especie de desapegado análisis estilístico.
La estructura, los ritmos saltarines, la disposición instrumental, el carácter
entre jovial y petulante son exactamente los de la música corriente, de la
música que el feliz súbdito del emperador encontraba al salir a la calle en
los días de fiesta, Pero, al mismo tiempo, el desapego crítico del compositor
es tal que una transcripción fiel, es decir, un verdadero empleo como música
corriente, sería algo grotesco. Se trata, en suma, por decirlo de algún modo,
de un sosegado discurso sobre el militarismo, no de imitación de música
militar.
El análisis estilístico, la crítica que supera incluso la parodia, es posible
en un restringido círculo de intelectuales. También Beethoven, a decir ver-
dad, vivía en posición crítica el presente y también él lo analizaba en un
círculo de intelectuales amigos suyos; pero Beethoven no transfiere su crí-
tica a la creación, que para él permanece ligada a idealidades de un tiempo
pasado. Los caminos de Beethoven y de Schubert son divergentes pero
complementarios, y de la relación entre los dos nace, a nuestro modo de ver,
el significado último de la sociedad vienesa. Los ideales del iluminismo y
de la Revolución, que rigen la sociedad vienesa hasta las guerras napoleó-
nicas, no están nunca perdidos para Beethoven: en la Viena de Metternich,
antiliberal, clerical y policíaca, Beethoven reafirma proféticamente sus
ideales, cuya validez, no realizada en la historia, sigue siendo eterna para él.
En cambio, Schubert vive la pérdida de la identidad, la imposibilidad de
afirmarse a sí mismo más allá de las razones sociales institucionalizadas y
rígidas; vive el sustancial fracaso, para el músico, del proyecto de liberación
iniciado por Mozart.
La sonata para piano de Schubert no es la expresión de una voluntad de
transformar el mundo, es decir, no tiende a ejercer, a diferencia de la sonata
de Beethoven, una presión psicológica sobre al oyente. El tiempo de la mú-
sica no simboliza el tiempo de la conciencia: es un tiempo onírico, en el
cual el instante se dilata y se llena de una infinidad de contenidos psicoló-
gicos sin conducir a la catarsis. Considérese el Impromptu, op. 90, núm. 1.
El esquema estructural es el del primer movimiento de sonata, con todas
sus secciones y subsecciones; pero el contraste beethoveniano entre los dos
principios no existe aquí. Toda la pieza se desarrolla entre un sol, fortissimo,
SCHUBERT 73

que irrumpe sin razón (¡podría ser el fin!) y la repercusión del mismo sol,
pianissimo, antes de los acordes finales. Entre los so! del comienzo y los sol
del final se coloca aproximadamente durante ocho minutos una música
que no quiere imitar un drama y una catarsis, pero que es simplemente ex-
puesta y variada, como Un problema visto desde todos los lados y jamás re-
suelto, porque el que se lo encuentra ante sí está animado por la voluntad de
contemplarlo, no de resolverlo. En las Sonatas de Schubert se encuentran
ciertamente aspectos que también habían sido tocados por Beethoven en
las Sonatas o en partes intimistas de ellas (opus 7, opus 10, núm. 2, y
opus 14), pero en una dimensión no dialéctica, que, en cambio, en Beetho-
ven jamás se hallaba ausente. La intimidad era para Beethoven la tensión
prometeica vuelta hacia el yo; para Schubert, es disociación psíquica.
En la variación de los elementos constitutivos, más que en su desarrollo,
se encuentra, por tanto, el sentido de la sonata schubertiana, que es llevado
al máximo grado de experimentación y de hipótesis revolucionaria en la
Wanderer. A pesar del uso que se ha hecho de ella, y que antes hemos recor-
dado, la Wanderer no nos parece una verdadera excepción en la producción
de Schubert. El virtuosismo que no tiene en cuenta las manos del pianista,
las relaciones tonales heterodoxas, la contaminación entre la forma de la
sonata y la forma de la variación, expresan a nuestro juicio una negación
del momento histórico presente. E incluso el significado de la variación, en
Schubert, se refiere a una realidad vista en negativo en un mundo, el del
Biedermeier, que se ha servido y se sirve de la variación para obtener un
máximo de comunicación social de contenidos banales. Schubert demues-
tra que la variación puede significar la pérdida de la dialéctica y, por lo
tanto, de la posibilidad de una efectiva sociabilidad. En el momento en que
la variación asume en Beethoven el carácter de síntesis histórica y, por lo
tanto, de humanismo profético, la variación como alternativa al desarrollo
se convierte para Schubert en el medio para denunciar la ilusión vivida por
la sociedad en los años del Congreso. Por esta su trágica conciencia de un
fracaso, por este su vivir la derrota ideológica del músico y del intelectual,
preferimos considerar a Schubert en el final del clasicismo más que en los
albores del romanticismo, y verlo en relación con Beethoven más que con
Schumann y Chopin, más joven solamente en trece años, pero pertene-
ciente a un mundo renovado.
INTERMEDIO

El Biedermelier
La Biedermeierzeit (época del Biedermeier) puede entenderse como la
cara opuesta de la cultura representada por Beethoven y Schubert. No es
que el Biedermeier haya de considerarse como no-cultura; pero el Bieder-
meier es lo cotidiano, es la vida, es la relación con una realidad historicoso-
cial que es aceptada y en la que la gente decide obrar sin rebeliones. Al
contrario de Schubert, los músicos del Biedermeier son todos ellos músicos
de éxito, activos en el campo internacional, que desarrollan la relación so-
cial simbolizada por el concierto público, saliendo así al encuentro de
oyentes nuevos y maniáticos de cosas que exciten la imaginación y que les
entusiasmen con la revelación de un mundo fabuloso.
El concierto público de pago, como ya hemos visto, es la institución que
la burguesía se va creando lentamente, en forma asociativa y empresarial,
para poder acceder comunitariamente al disfrute de la música instrumental
que la aristocracia, en cambio, se había garantizado con el financiamiento
directo. Haydn había sido director de la orquesta privada del príncipe Es-
terházy, Mozart había formado parte de la orquesta del arzobispo de Salz-
burgo, Beethoven había formado parte de la orquesta del príncipe elector
de Bonn. Mozart, tras haberse liberado del empleo fijo, se había convertido
en empresario de sí mismo, Beethoven organizó, pero más raramente que
Mozart, conciertos de música suya (viviendo del producto de la venta de
las composiciones a los editores y con una pensión que tres aristócratas se
habían comprometido a pasarle, exigiéndole el único compromiso de no
abandonar el Imperio austrohúngaro). En cambio, Haydn, cuando estuvo
pensionado, tuvo que firmar un contrato con el empresario inglés Johann
Peter Salomon comprometiéndose como compositor y director con una
compensación fija, y que se supone era el riesgo de la eventual pérdida o la
ventaja de la eventual ganancia.
Caracteres esenciales de los Salomon Concerts, y de los competidores
Professional Concerts, eran la periodicidad (contra lo esporádico de los con-
ciertos organizados por músicos individualmente) y el costo normalizado
EL BIEDERMEJER 75

del billete de entrada. Consecuencias necesarías eran la disponibilidad de


salas gue no estuviesen ligadas a otras actividades, y que tuviesen la má-
rxma capacidad para permitir los mayores ingresos, y una reducción del
costo unitario del billeje, La anchura de la sala, evidentemente, venía limi-
tada solamente por la audíbilidad, por las condiciones de la acústica; por lo
gue atañe al píano, era necesario que el instrumento tuyiese un volumen de
sonido suficiente para hacerlo oír en salas grandes y en relación con el vo-
lumen de orquestas de cuarenta o cincuenta elementos. Este problema se
percibe de un modo particular en Inglaterra, donde la temporada de con-
ciertos públicos se consolida antes que en otros lugares y vincula sobre todo
a John Broadwood. En 1783, Broadwood patenta el mecanismo del pedal,
desde 1788 divide en dos el puente de madera que transmite las vibraciones
de las cuerdas a la tabla armónica (dando así angulaciones diversas a las
cuerdas del registro grave y a las cuerdas de los registros medio y agudo y,
por lo tanto, alargando las cuerdas sín tener que. alargar la caja y el volu-
men del instrumento); hacía el final de siglo empieza a montar cuerdas de
calibre más grande (con tensión mayor y con mayor volumen de sonido) y
desde 1208 experimenta la inserción en el cuadro de barras metálicas para
soportar mejor la aumentada tensión de las cuerdas. El mecanismo de rodi-
llera permitía ya alcanzar un grado no elemental de la técnica del levanta-
miento de los apagadores, pero obligaba al ejecutante a sentarse muy cerca
del teclado y limitaba el movimiento de los brazos. No mucho más cómo-
dos eran los primeros pedales de Broadwood, colocados dentro de las patas
delanteras del instrumento y, por consiguiente, difíciles de hacer funcionar
simultáneamente. El empleo de la llamada líra (soporte para dos o más pe-
dales debajo del centro del teclado) permitió la adopción de aquella posi-
ción del ejecutante que luego ha permanecido inalterada: la distancia del
cuerpo con respecto al instrumento viene determinada por la largura de los
brazos y de las piernas, con las puntas de los pies que alcanzan fácilmente
los pedales, con las puntas de los dedos que llegan fácilmente al teclado, y
con los brazos que deben poder cruzarse delante del cuerpo. La división del
puente abría el camino al cruzamiento de las cuerdas y a la adopción de
más complejas relaciones calibre-Jargura entre las cuerdas. El aumento de
la tensión permitía un mayor volumen de sonido, y el consiguiente engro-
samiento del macíllo permitía una variabilidad tímbrica más amplia. El
aumento de la extensión (de las cinco octavas de 1780 a las seis de hacia
1815, a las seís y medía de hacía el año 1220, a las siete de hacia 1830) hacía
gue el piano alcanzase el espectro sonoro completo de la orquesta, mien-
tras que el perfeccionamiento de la mecánica, cuyo funcionamiento se
hacía cada vez más seguro y fácil, alentaba el desarrollo del virtuosismo y
favorecía el concertismo.
El sístema londinense de los conciertos organizados en estaciones regu-
lares se difunde muy lentamente en el continente, pero la figura del concer-
tísta se afirma igualmente; concertista que, como Mozart, limita su activi-
dad casí a una sola ciudad; pero también concertista que, al contrario de
Mozart, no se desgasta ofreciéndose durante meses y años seguidos al
mismo público, y que, en cambio, pasa de una ciudad a otra y de una na-
76 EL CLASICISMO

ción a otra, precedido de noticias impresas que estimulan la curiosidad, y


pronto ayudado por un secretario o por un pariente que se ocupa de los as-
pectos más prosaicos de la organización.
Una breve ojeada a la carrera juvenil de uno de los más célebres concer-
tistas de piano, Johann Nepomuk Hummel, nos dará una idea de una reali-
dad histórica entonces naciente y que más tarde se desarrolló, sobre todo
con la difusión de los medios de comunicación.
Nacido en Bratislava el 14 de noviembre de 1778, Hummel empezó a los
cuatro años el estudio del violín y a los cinco el del piano, bajo la guía de su
padre, director de la Escuela Imperial de la Música Militar y director de la
orquesta del teatro local. Disuelta la Escuela en 1785, Hummel padre en-
contró un puesto de director de orquesta en el teatro vienés regentado por
Schikaneder (autor del libreto de La flauta mágica). En Viena, el mucha-
chito fue observado por Mozart, que se ofreció a darle lecciones y que sin
más se lo llevó a su casa, según la tradición, haciendo de él un alumno que
era también un poco lacayo y otro poco compañero de diversión (Mozart,
como es sabido, andaba loco por el juego de la chirinola). Las lecciones de-
bían ser todo menos académicas, pero también todo menos superficiales,
porque Mozart, como demuestran los cuadernos de sus alumnos Barbara
Ployer y Thomas Artwood, cuando decidía enseñar, enseñaba en serio. En
un momento determinado, vistos los progresos, Hummel padre pensó en re-
petir las aventuras de Mozart padre y en diciembre de 1788 los Hummel
partían de Viena para una gira de conciertos y de instrucción. «Hacía
mucho frío y había mucha nieve», encontramos escrito en el diario de
Hummel padre; frío y nieve que no podían detener a dos audaces viajeros del
siglo xviIr, como no les habrían detenido el calor y la canícula, ni fatigosos
viajes con todos los medios de locomoción que entonces se conocían. Ha-
biendo llegado a Brno y dado dos conciertos, los Hummel pasaron a Iglau
(un concierto) y llegaron en trineo a Praga, centro en el que Mozart era muy
querido. Aquí se detuvieron algunas semanas, conocieron a muchos músi-
cos, tocaron en casas particulares, escucharon en el teatro Las bodas de Fí-
garo y el Don Juan, y tuvieron dos conciertos públicos.
A primeros de marzo, los Hummel llegaban a Dresde, donde el mu-
chacho participaba el día 10 en un concierto en el que ejecutó las Variacio-
nes sobre «Lison dormait» y un Concierto en Do mayor (probablemente el
K. 503) de Mozart. Después de un segundo concierto en Dresde, las sucesi-
vas etapas fueron Berlín, Gotinga, Kassel, Hannover, Braunschweig, Celle,
Hamburgo, Kiel, Rensburg, Flensburg, Lubeck, Schleswig y, finalmente,
Copenhague, donde los Hummel estuvieron de febrero a abril de 1790. To-
davía otro concierto en Odensee y luego embarcan en Hamburgo, para
Edimburgo. Después, concierto en Dunham y en Cambridge, y llegada a
Londres a comienzos de 1791. Aquí Hummel estudia con Clementi, participa
en conciertos privados y toca en público música de cámara hasta que, el 5
de mayo de 1792, a los catorce años de edad, se presenta en un concierto de
abono bajo la dirección de Salomon, ejecutando un Concierto no especifi-
cado de Mozart y una Sonata suya. Después de unos conciertos en verano
en Bath y Bristol, y tras un largo viaje de regreso a través de Holanda y Ale-
EL BIEDERMEIER oa

mania, los Hummel se hallaban en Viena a fines de 1792, cuatro años des-
pués de haber partido de esta ciudad. Vale la pena observar que si Hummel
padre es cronista fiel, en cuatro años el pequeño Hummel apenas dio
treinta o treinta y cinco, conciertos públicos. El concierto, como ya hemos
visto, era en realidad sólo un aspecto, el último y el más remunerativo, de
un complejo juego hecho de recomendaciones, de amistades, de aparicio-
nes en salones aristocráticos y en salones burgueses, de lecciones y otras
cosas, y podía incluso brillar por su ausencia («No he dado conciertos por-
que he encontrado demasiado pocos aficionados», dice Hummel padre ha-
blando de Hadersleben; y en Schwerin, dice, nada de concierto porque «no
hay aficionados a la música»).
La actividad concertística del Hummel niño es, mutatis mutandis, la del
Hummel adulto, de Dussek, de Cramer, de Steibelt, de Field, de Moscheles,
de Kalkbrenner, activos todos ellos entre finales del siglo xvi y los prime-
ros treinta años del xix. Entre éstos se recuerda especialmente a Dussek por
un invento suyo que entró a formar parte de manera estable en el ritual del
concierto. Mozart y sus contemporáneos tocaban todavía con el piano colo-
cado perpendicularmente con respecto a la sala, y por consiguiente de es-
paldas al público (como hoy los directores de orquesta). Dussek adoptó por
primera vez la posición transversal del piano con el pianista de perfil y con
la posibilidad para el público de seguir el movimiento de las manos. En su
juventud le llamaban le beau Dussek y tenía un perfil de medalla; quizá por
ello se le ocurrió una invención que, como puede ver cualquiera, ya no po-
dría modificarse sin destruir un elemento esencial del espectáculo. En cam-
bio, otros motivos espectaculares han desaparecido: por ejemplo, a comien-
zos del siglo x1x, el concertista entraba en escena con el sombrero de tres
picos en la cabeza y guantes en las manos, hacía las inclinaciones (que de-
bían ser tres: una hacia el palco central, en el que se sentaba la máxima au-
toridad de entonces, otra a diestro y otra a siniestro), se sentaba, se quitaba
sombrero y guantes, se cercioraba (porque el tocar de memoria fue un in-
vento de Liszt) de que «el individuo idóneo para volver las páginas al Ar-
tista» (C. Czerny) estuviese pronto a entrar en acción y finalmente empe-
zaba a desgranar sus notas.
El concierto se llamaba entonces academia. Se llamó después concierto,
poniendo en apuros a los inexpertos, que confunden concierto con Con-
cierto, porque al principal protagonista de la academia le correspondía eje-
cutar un Concierto para piano y orquesta, generalmente compuesto por él
mismo. El Concierto para piano y orquesta encuentra a comienzos del si-
glo xrx una espectacular fortuna y se desarrolla con la evolución de la vida
concertística, perdiendo progresivamente las características de música de
cámara ampliada que había tenido con Mozart y con el Beethoven de los
primeros tres Conciertos. En el Concierto núm. 4 de Beethoven el piano
suena casi constantemente, y de un modo evidentemente virtuosista, pero
con pasajes ornamentales que embellecen el discurso de la orquesta; la es-
critura pianística no es, en este caso, completa, sino integrada en la or-
questa. En cambio, en el Concierto núm. 5, como hemos visto, el piano se
pone como sección de la orquesta y su escritura es predominantemente
78 EL CLASICISMO

completa, pero la sección del piano se alterna o se integra con las otras sec-
ciones en una relación de equilibrio sinfónico. En los conciertos Bieder-
meier la escritura pianística es casi siempre completa, autónoma, y el piano
se convierte en la sección ampliamente predominante de la orquesta, así
como la sección de los arcos era absolutamente predominante en la or-
questa protoclásica. Así como el par de oboes y trompas era elemento de
color y frecuentemente ad libitum en la orquesta protoclásica, la orquesta se
vuelve elemento de color, de sostén, de relleno en el concierto Biedermeier.
Esta evolución se explica o bien en relación con el desarrollo del virtuo-
sismo, o bien con la utilización práctica que se hacía de los conciertos para
piano y orquesta: una parte orquestal de limitada incidencia y no esencial
permitía reducir al mínimo el número de los ensayos ( y de ahí el costo de la
orquesta) y ejecutar el concierto incluso con orquestas de provincia semi-
profesionales, o con las orquestas de aficionados de las academias filarmó-
nicas. El pianista del Biedermeier es ya un virtuoso de habilidades funam-
bulísticas, pero aún no puede permitirse presentarse solo: debe asegurarse
la colaboración de otros instrumentistas y cantantes y debe disponer de la
orquesta, que en los pequeños centros, como decíamos, es mixta, com-
puesta de profesionales y aficionados. La presencia de otros ejecutantes y
de la orquesta garantiza una implicación, una forma de participación ac-
tiva de la comunidad, que está pronta a aclamar al virtuoso, pero que toda-
vía no lo ha puesto sobre los altares. En los conciertos Biedermeier la parte
orquestal es, pues, simple y fácil, de forma que sólo requiera una prueba de
lectura y pueda ser eliminada para la ejecución en los salones particulares,
junto a los potentados locales, que en el rito del concierto en los primeros
decenios del siglo precede normalmente a la ejecución pública. La or-
questa, musicalmente, se convierte en un accesorio, en una especie de cau-
datario que muy bien puede desaparecer sin perjudicar a la majestad y al
carácter imponente del efecto sonoro, y los compositores procuran efectiva-
mente versiones alternativas de ciertos pasajes para el caso de que la or-
questa no fuera disponible. Incluso se va más allá: la importancia de la
orquesta se reduce a tal punto que se escriben hasta conciertos con orquesta
ad libitum, en los que el pianista no tiene dificultad en asimilar las pocas,
insignificantes frases de la orquesta sola: piénsese, para tener un término de
comparación aún corrientemente comprobable, en el Andante spianato e Po-
lacca brillante de Chopin, que se ejecuta con o sin orquesta.
El desarrollo del virtuosismo, habida cuenta de las necesidades de una
escritura completa que no deje a la orquesta alguna parte esencial al equili-
brio del discurso, se dirige, pues, hacia las octavas, las notas dobles, los
acordes, hacia la utilización de la mano derecha en dos funciones simultá-
neas (tema o melodía en el anular y el meñique, figuraciones ornamentales
en los otros dedos), hacia los saltos de la mano izquierda, hacia los arpegios
rapidísimos en una mitad o más del teclado. La tendencia es la de hacer
sonar simultáneamente el piano en toda su extensión, cubriendo de este
modo el espectro sonoro de la orquesta. En este sentido, la ingeniosidad, la
capacidad inventiva, el valor, el dominio de los nervios es verdaderamente
admirable en los compositores-ejecutores. Hay que observar que esta escri-
»
EL BIEDERMEIER 79

tura, determinada por la necesidad de hacer sentir en ambientes vastos un


discurso completo, parece inspirarse en los registros cembaloorganísticos
más que en un desarrollo de la utopía pianística. Se acentúan aquí los ca-
racteres de la máquina y se pierde la posibilidad de individuar y personali-
zar el sonido y el corftrol dél mismo. También las melodías se exponen
preferentemente con una riqueza de ornamentación que, aunque ejemplar
en el arte del bel canto, expresa una renuncia a la expresión patética, a la ex-
presión conmovedora. El problema se refiere también al canto, natural-
mente, y en la historia de la vocalidad, la conquista del canto spianato, de la
melodía poco adornada y que se confía a la expresividad del sonido y del
acento comportará, con la melodía belliniana, una nueva técnica de emi-
sión. La nueva técnica pianística, la búsqueda del sonido expresivo y para-
vocalístico, incluso en ambientes vastos, será posible después de la difusión
de la mecánica con el doble escape y después de la adopción generali-
zada de barras metálicas de tensión en el cuadro, 'o sea, aproximadamente,
alrededor del año 1830.
No podemos aquí analizar en su desarrollo y en sus protagonistas un
proceso que ha durado unos treinta años y del que hemos intentado hacer
una síntesis. Recordaremos solamente que después de Dussek y de Cramer,
aún vinculados en parte a concepciones mozartianas-beethovenianas, el
concierto Biedermeier adquiere su fisonomía con Steibelt y Field y se desa-
rrolla al máximo grado con Hummel, Moscheles, Ferdinand Ries, Kalk-
brenner.
Junto al concierto, y hacia 1830, estuvieron incluso más en boga las va-
riaciones para piano y orquesta, con una orquesta, naturalmente, a ser posi-
ble aún más ad libitum, que en los conciertos. Las Variaciones sobre la
marcha de Alejandro, op. 32, de Ignaz Moscheles, ejecutadas en Viena en
1815, en pleno Congreso, hicieron estallar la manía por un género a cuyo
enriquecimiento contribuyeron luego el propio Moscheles con las Variacio-
nes sobre el aria «Au clair de la lune», op. 50, Czerny con las Variaciones sobre
un tema de Haydn, op. 73, Vorisek con las Variaciones, op. 6 y op. 20, Hum-
mel con las Grandes Variaciones, op. 115, Ries con las Variaciones sobre un
aire sueco, op. 52, y, finalmente, Chopin con las Variaciones sobre un tema del
«Don Juan», op. 2 (1827) y Potter, Schoberlechner, Kalkbrenner, Herz, Hen-
selt y el jovencísimo Franck con las Variaciones brillantes sobre la Ronda fa-
vorita del «Gustavo lID» (1834-1835). No faltaron las variaciones para dos
pianos y orquesta: las Variaciones militares, Op. 66, de Pixis y las curiosísi-
mas Variaciones brillantes sobre la Marcha bohemia de la «Preciosa» de Weber,
escritas en colaboración por Moscheles y Mendelssohn.
Otro empleo del piano típico Biedermeier, intermedio entre la música
de concierto y la música de recital, fue el de las formaciones instrumentales
mixtas. En 1815, Hummel, el violinista Joseph Mayseder y el guitarrista
Mauro Giuliani lanzaron en Viena una temporada de conciertos de cá-
mara, que del precio del abono vinieron luego a llamarse Conciertos de du-
cado. Los tres ejecutaban algunas piezas en solo y se unían para variaciones
sobre algún tema muy popular y en ocasiones invitaban a colaborar a can-
tantes o a otros instrumentistas. En 1816, Hummel presentó su Septimino,
80 EL CLASICISMO

op. 74, para piano, flauta, oboe, trompa, viola, violoncelo y contrabajo. Fue
un triunfo inaudito. La escritura, evidentemente virtuosista, de todos los
instrumentos lanzaba la idea de una música de cámara no ya colaboración,
como creación de una personalidad colectiva, sino como competición,
como comparación de talentos. Al Septimino, op. 74, siguieron el Septi-
mino, Op. 88, de Moscheles, el Septimino, op. 132, de Kalkbrenner, el Gran
Septimino Militar, op. 114, de Hummel, con gran parte de trompa, y los dos
Septiminos de Alexander Fesca, además de una gran cantidad de Quintetos.
Junto al concierto y a las variaciones con orquesta o, en algunos casos,
sin orquesta, se utilizaban en las ejecuciones públicas el allegro di bravura,
vasta pieza en forma de primer movimiento de sonata y de gran esfuerzo
virtuosístico, casi primer tiempo de concierto para piano solo. Inventor del
allegro di bravura parece haber sido Ferdinand Ries, alumno de Beethoven,
que en 1813 se había trasladado de Viena a Londres y que incluso trató de
encargar allegros di bravura a su maestro. Aun cuando no fuese reacio a
tomar en consideración las empresas comerciales que garantizaban una ga-
nancia segura, Beethoven dudó por un motivo crítico muy razonable:
«Debo decir francamente que no soy demasiado ámigo de estas cosas: re-
quieren demasiado, demasiado mecanismo, al menos las que conozco»
(carta de 16 julio de 1823). El 5 de septiembre Beethoven se hallaba casi de-
cidido, hasta el punto de fijar en 30 ducados el precio de un allegro di bra-
vura (precio enorme si se piensa que al príncipe Galitzin le había pedido,
siete meses antes, 50 ducados por un cuarteto de arcos); pero luego se lo vol-
vió a pensar y no hizo nada.
Beethoven, que rechazó el allegro di bravura, intentó, en cambio una vez
otro género virtuosístico, el capricho, en una pieza que, por lo demás, no
llevó a término: Allungherese quasi un capriccio, conocido también con el
título apócrifo de La rabbia per un soldino perduto sfogata in un capriccio. Los
Caprichos de August Eberhardt Múller, que gozaron de una gran fama, son
composiciones virtuosísticamente audaces, y que en algunos detalles dan
una idea del grado de experimentación al que había llegado el virtuo-
sismo pianístico hacia el año 1800: es obligado, después que Georgii lo re-
descubriera, citar Les sauts du diable, op. 52, página que podría pertenecer al
Liszt más arriesgado:

(H .160)

A
12)

16
A A AR

"

Vaccompagnamento martellato

Sin embargo. el virtuosismo que no se convierte en fantasía colorista


sino que se queda en búsqueda mecánica, pronto pierde interés y hoy los
allegros di bravura y los caprichos Biedermeier, al contrario de los concier-
EL BIEDERMEIJER 81

tos, ya no se estudian ni vuelven a ofrecerse al público. Pero históricamente


el allegro di bravura tuvo la función de mediar en el paso de la academia al
recital: hay que recordar, después de los Allegri di bravura de Ries, los impo-
nentes allegros di bravura de Moscheles (op. 51), los vastos y melodramáticos
Tre Allegri Capricciosi di Bravúra, op. 84, de Tomaschek, y el del Liszt de trece
años de edad.
El allegro di bravura medió en el paso al recital porque la sonata para
piano solo no se ejecutaba en general en conciertos públicos de pago du-
rante el Biedermeier, salvo en centros periféricos (Konigsberg, Estocolmo,
las ciudades de la costa atlántica de los Estados Unidos). Mozart y Cle-
menti todavía ejecutaban sonatas, aunque no con frecuencia, en sus con-
ciertos, pero Beethoven no tocó nunca en público ninguna de sus sonatas
para piano solo, y parece ser que una sola sonata.de Beethoven, la opus 101
o la opus 90, fue ejecutada en Viena en un concierto público, en vida del
autor (en febrero de 1816, por el aficionado Stainer von Feldsburg).
En cambio, las sonatas para piano solo se ejecutaban en los conciertos
privados que se realizaban ante la aristrocracia y ante la grande y mediana
burguesía. No es fácil de determinar el límite entre el concierto privado y la
ejecución privada para los amigos, y la historia de los conciertos privados
es escasamente conocida. Un elemento decisivo podría ser la compensa-
ción económica del ejecutante: puede citarse, pero el caso es aislado, a Cho-
pin, que en carta del año 1848 desde Inglaterra habla de la remuneración de
veinte guineas pedidas por actuar en algunos salones, remuneración con-
siderada un poco excesiva por la «vieja Rothschild».
Con los compositores-ejecutantes Biedermeier, orientados sobre todo
hacia el público, la sonata empieza, pues, a perder la importancia que tenía
con los exponentes del clasicismo. Cramer, Steibelt y Dussek escribieron to-
davía un número considerable de sonatas para piano solo; pero Ries sola-
mente escribió diez, Hummel nueve, Moscheles cuatro. También la sonata
del Biedermeier, al igual que el concierto y la variación, sufre la evolución
de los tiempos. El virtuosismo invade la sonata y se convierte en su razón
de fondo, y muchas sonatas responden realmente al título que fue adoptado
por Carl Czerny en su opus 268, Grande Sonate d'Étude. Realmente emble-
mático resulta el título de la Sonata, op. 41, de Joseph Woelfl, Non plus ultra,
a la que hizo de contrapeso el orgulloso Plus ultra de la Sonata, op. 64, de
Dussek. Si casi nadie —con la excepción quizá de Ries— siguió a Beetho-
ven en la dramatización del virtuosismo o en el uso del virtuosismo con
fines dramáticos que hemos observado especialmente en las Sonatas, op. 53
y op. 57, en cambio, algunos compositores trataron de hacer «teatral» la so-
nata: las bellísimas Sonatas, op. 13 y op. 81, de Hummel, en las que apare-
cen elementos estilísticos del concierto, de la sinfonía y de la ópera, que
pertenecían a géneros consolidados cerca de un público no aristocrático y
que pagaba, son ejemplos típicos de una tendencia bastante difundida. La
sonata como experimentación del lenguaje y de las formas, al modo de
Beethoven y de Schubert, permanece frecuente sólo por excepción: por
ejemplo, en las Sonatas de Dussek, op. 44, El adiós, op. 64, Plus ultra, op. 77,
La invocación, en la espléndida Sonate mélancolique, op. 49, en un movi-
82 EL CLASICISMO

miento solo de Moscheles, en la schubertiana Sonata, op. 20, de Vorisek, en


algunas sonatas de Ludwig Berger y de Friedrich Schneider.
Así como junto al concierto florece la variación para piano y orquesta,
junto a la sonata florece la variación para piano solo, pero sin desarrollos
originales que justifiquen un examen, aunque somero, de ella, con excep-
ción del Art de varier, op. 57, de Antonin Reicha, publicado en 1804: tema
con cincuenta y siete variaciones, verdadero muestrario, verdadero depósito
de módulos que aparecen en una infinidad de compositores Biedermeier y
con alguna experimentación técnica de una audacia que tiene pocos paran-
gones. Otro muestrario estilístico inagotable es la recopilación de variacio-
nes sobre un vals, que Antonio Diabelli encargó a cincuenta compositores y
publicó en 1824, tras haber publicado en 1823 las 33 Variaciones, op. 120, de
Beethoven sobre el mismo vals.
Muy significativa es, en cambio, la atención que los compositores Bie-
dermeier prestan a las formas pequeñas. La enorme producción de pie-
zas breves se orienta ante todo al mercado de los aficionados, en expansión
a comienzos del siglo xix y que tiende a considerar el estudio del piano
como adorno social más que como empeño cultural. Entre las pequeñas
formas, goza de predilección, ante todo, el rondó, ya muy apreciado du-
rante el período clásico. Su forma, con un tema (A) que se alterna al menos
con otros dos (B y C), dando lugar, en su formulación más sencilla, al es-
quema A-B-A-C-A, es al mismo tiempo muy variada y fácilmente compren-
sible, y por lo tanto agrada a un público nuevo. Pero el rondó del Bieder-
meier no posee los caracteres introspectivos del Rondó en la menor oel
carácter de investigación en las armonías inusuales del Rondó en Re mayor
de Mozart, caracteres que, por lo demás, había tomado de Carl Philipp
Emanuel Bach y que se insertaban en la poética del estilo empfindsam de la
prerromántica Alemania del Norte. En cambio el rondó Biedermeier es
vivaz, gracioso, picante, con apenas un toque de leve melancolía en el epi-
sodio en modo menor. El Rondó, op. 11, de Hummel permanecerá en el re-
pertorio hasta más allá de 1900, hasta la gran guerra, y durante muchos
años los aficionados tocarán con alegría algunos rondós conocidos tam-
bién por sus acertados títulos (L'Adieu, de Dussek; Les Papillons, de Steibelt:
La Tenerezza, de Moscheles; La Galante de Hummel).
Los títulos de los rondós nos llevan a los confines de la música ilustra-
tiva, que durante el Biedermeier estuvo representada especialmente por «la
batalla». La batalla era un centón de piezas breves, con marchas, cabalga-
tas, coros, himnos nacionales, imitaciones de cañones y fusiles, lamentacio-
nes por los caídos y cantos de acción de gracias. La Batalla de Praga del
bohemio, pero londinense de adopción, Frantisek Koczwara se publicó por
primera vez hacia el año 1788 y volvió a publicarse un sinfín de veces más,
hasta el punto de ser aún citada por Mark Twain setenta años más tarde
como pieza favorita. El abate Joseph Vogler compuso un Asedio de Jericó;
Dussek, La batalla naval y completa derrota de la gran flota holandesa; Victor
Dourlen, La batalla de Marengo: Vanhal, La batalla de Wiirzburg; James He-
witt, La batalla de Trenton, sonata histórica; Francisco Masi, La batalla del lago
Champlain: Stephen Francis Rimbault, La batalla de Navarino, etc. En la
EL BIEDERMEIER 83

música imitativa se distinguió particularmente Daniel Steibelt, atento a los


efectos, gran especialista del trémolo, autor de una Tempestad que hizo
furor.
Mayor importancia histórica que la batalla tuvo el nocturno (o mejor
Nocturne, porque el téfntinó francés fue universalmente adoptado). Inventor
del Nocturne, como es sabido, fue John Field, pero la primera colección de
Field, vuelta a publicar más tarde con el título de Nocturnes, llevaba por tí-
tulo Romances, romanzas; y este título, más que el definitivo, nos dice cuáles
fueron las intenciones de Field, que trataba de transferir al piano solo la
romanza de cámara para canto y piano, muy floreciente a finales del si-
glo xvm entre los aficionados, fácil de ejecutar, expresión de una gracia tierna
y sentimental plena de discreta fascinación. En su forma más frecuente, el
Nocturne de Field es una canción en tres partes, con una expresiva melodía
en notas largas en la mano derecha y con una figuración armonicorrítmica
muy sencilla en la mano izquierda. La novedad viene representada por el
hecho de que el acompañamiento está fraccionado sobre dos registros,
vueltos homogéneos por el empleo sistemático del pedal de resonancia. La
dislocación de tres hechos sonoros (melodía, parte del medio, bajo) sobre
tres registros del piano da al conjunto una claridad y una profundidad de
perspectiva que se convertirán en una constante de la escritura intimística
romántica y que en los pianos de comienzos del siglo xix resultaban con
mucha facilidad porque el timbre de los tres registros no era homogéneo:

Andantino cantabile ¿.80

El uso del pedal y la repercusión de los sonidos del acorde fundamental


prolongan, por simpatía, la duración de las vibraciones de la melodía,
como en el primer movimiento del opus 27, núm. 2, de Beethoven y en el
Impromptu, op. 90, núm. 3, de Schubert. Pero allí donde Beethoven y Schu-
bert confiaban a la mano derecha la melodía y parte central, dejando a la
mano izquierda el bajo, Field confía a la izquierda el bajo y parte del
medio, liberando así el juego de la derecha y haciendo posible (no sabemos
si efectivo en Field, dado que faltan testimonios sobre la técnica específica)
el empleo del peso del brazo para las notas de la melodía. Se trata de un
gran paso adelante hacia la utopía de la cantabilidad absoluta y para este
aspecto es Field un descubridor de tierras desconocidas.
Los Nocturnos, decíamos, están a menudo en forma de canción, que es
la forma más simple de la música occidental, la más fácil de comprender, la
más simétrica: la forma, pues, ideal para las finalidades de quien se movía
en el mundo de los aficionados. Si los compositores Biedermeier no traba-
84 EL CLASICISMO

jan de buena gana sobre la forma, trabajan, en cambio, sobre el carácter ex-
presivo, procurando crear subgéneros e inventando múltiples nombres.
Además del Nocturno, de la Bagatela (Beethoven), del Momento musical
(Schubert), encontramos entre 1810 y 1830 el Impromptu (Schubert, Vori-
sek, Kalkbrenner, etc), la Rapsodia (Vorisek), la Egloga (Tomasek), el Prelu-
dio (Hássler, Hummel, etc.) y encontramos la serie de pequeñas piezas
unidas no por razones estructurales, como en Beethoven y en Schubert,
sino con un título inusual: Ensayos sobre diversos caracteres, de Kalkbrenner,
Cuadros musicales, de Anselm Huúttenbrenner, Bombonera musical, de Mos-
cheles.
Otro capítulo fundamental de la publicistica Biedermeier para piano
son los bailes: todavía minués, algún galop, algunas polonesas, pero sobre
todo escocesas y valses. Ningún creador de valses compitió ni siquiera de
lejos con la genialidad de Schubert, pero todos los compositores tuvieron
en su catálogo varias colecciones de valses, empezando por Hummel, pro-
veedor habitual de la Sala Apolo de Viena, el fantasmagórico estableci-
miento de baile en el que la burguesía ejercitó las corvas en la danza del
siglo. Ñ
Para completar este aluvión de música para aficionados («brillante, pero
no difícil», como le pedía a Moscheles una temerosa mamá inglesa) no
podía faltar una poderosa literatura didáctica. El gran codificador de la di-
dáctica, Carl Czerny, inició su actividad ya durante el Biedermeter, pero al-
canzó su madurez durante el romanticismo y por esto no hablaremos ahora
de él. Pero el Biedermeier inventó el Estudio o Étude, breve pieza en la que
una dificultad técnica se repite de varias maneras con fines de ejercitación.
algunos trozos de Bach (por ejemplo, algunos Preludios del Clave bien tem-
perado) o de otros clavicembalistas (por ejemplo, la célebre Toccata en La
mayor, de Paradisi) respondían ya al principio que informó el estudio. Pero
la exploración sistemática de la técnica, y por tanto la producción en serie
de estudios, empieza sólo con Antonin Reicha, que fue probablemente el
primero, en 1801, en emplear el término estudio en el sentido que luego se
hizo definitivo con el gran Cramer, con Clementi (Ejercicios en todos los
tonos, 1811, después Gradus ad Parnassum), con Ludwig Berger (que en 1820
inventó el estudio para la mano izquierda sola), con Steibelt, Boély, Kalk-
brenner, Charles Mayer, Hummel, Moscheles. Mientras, Dussek trataba de
esparcir miel sobre la amarga medicina en los 12 Estudios melódicos y Háss-
ler llegaba a combinar la severidad pedagógica con la amena diversión en
los Estudios en forma de valses.
Como fundamento de todo el gigantesco edificio que se iba constru-
yendo, se crearon los «métodos», que son al mismo tiempo tratados de lec-
tura, de técnica, de estilística, enciclopedias del saber. De los métodos de
Dussek (1799), de Clementi (1801), de Adam (1804), pasamos a los métodos
de Francesco Pollini (1811) y Cramer (1815) para llegar finalmente al coro-
namiento monumental de los métodos de Hummel (1828), Kalkbrenner
(1830), Fétis y Moscheles (1837), Czerny (hacia 1845). En poco más de cua-
renta años se desarrolla en los métodos la progresiva división entre técnica
pura, técnica aplicada y estilística, apenas indicada en Clementi y realizada
EL BIEDERMEIER 85

por Czerny. La progresiva reducción del estudio de la técnica a estudio del


ejercicio conduce, como consecuencia natural, a la búsqueda científica (fí-
sica, se decía entonces) sobre técnica universalmente válida. Desgraciada-
mente, la búsqueda o investigación no es del todo científica: cada didacta
erige en sistema su propio“ modo de tocar, empezando por la descripción
minuciosísima de la posición de la mano, continuando con la revelación de
la tecla exacta ante la cual hay que sentarse (¿do?, ¿mi bemol?, ¿sol?, parece
un asunto de estado), precisando después el número de horas diarias de es-
tudio, y así sucesivamente. Empiezan así las polémicas, y la primera de
todas y no fútil, la polémica entre los defensores de la articulación «natu-
ral» del dedo y los defensores de la articulación muy acentuada. Hummel,
como Moscheles, era partidario de la articulación natural y, como Mosche-
les, practicaba varias especies de toque: importante sobre todo en el canta-
bile, el toque denominado «por presión», habría de encontrar muy amplia
aplicación en Chopin y en Liszt. Hummel fue también el primero, o uno de
los primeros, que intentó un análisis racional completo de la digitación pia-
nística, sistematizada en diez «secciones» y muy ejemplificada.
El tema de la didáctica Biedermeier no quedaría completo si, después de
haber hablado anteriormente del quiroplasto, no mencionásemos también
el guiamanos. Kalkbrenner, que en Londres había sido socio de Logier
para la explotación del quiroplasto, volvió a París en 1824 y en 1830 patentó
el guiamanos, versión simplificada del quiroplasto (en la práctica, un qui-
roplasto reducido a la sola barra de apoyo). Kalkbrenner abolió el sistema
logieriano de ejercicios de escuadra, inventó un cuento para retrotraer la
fecha de invención del guiamanos al año 1802 y con su aparato prosperó
por casi veinte años, dejando a sus herederos una mina todavía explotable.
¿Era útil el guiamanos? Responde Camille Saint-Saéns, que, habiendo estu-
diado con un alumno predilecto de Kalkbrenner, Camille Stamaty, enten-
día bastante de guiamanos: «Este sistema es excelente para formar al joven
pianista en la ejecución de las obras escritas para los clavicémbalos y para
los primeros pianofortes, cuyas teclas hablaban sin exigir grandes esfuer-
zos; es insuficiente para las obras y los instrumentos modernos. Es así, sin
embargo, como se debería empezar, desarrollando ante todo la estabilidad
del dedo y la elasticidad de la muñeca, para añadir luego el peso del ante-
brazo y el del brazo. Con el guiamanos no sólo se conseguirá la estabilidad
del dedo sino también la búsqueda de la cualidad del sonido por medio ex-
clusivamente del dedo: precioso recurso, que se ha vuelto muy raro en nues-
tros días».
Por lo tanto el guiamanos no era para ser rechazado, aunque no era
ninguna panacea universal: útil, sí, pero no indispensable. Kalkbrenner,
naturalmente, lo consideraba necesario, y además indispensable para las
«personas delicadas», que habían encontrado «la posibilidad de estudiar
cuanto quieran sin temor a hacerse daño en el estómago». El guiamanos fue
pues usado hasta fines del siglo, convirtiéndose en una especie de accesorio
habitual del piano, junto con el taburete giratorio de altura regulable y con
la faja bordada que cubría las teclas preservándolas del amarilleo precoz.
El buen aficionado se sentaba compungido (tras haber orientado el om-
86 EL CLASICISMO

bligo hacia la tecla justa), quitaba la faja, apoyaba los brazos en el guiama-
nos, hacía que se disparasen los dedos: el instrumento, dócil y dulcemente,
respondía.
¿Qué instrumento? Un instrumento de estudio, adosado a la pared, poco
costoso y robusto: un mueble que se llama pianino, el piano vertical.
La invención del piano vertical pertenece por igual a dos artesanos,
Isaac Hawkins de Filadelfia y Matthias Múller de Viena, que en los prime-
ros años del siglo xix construyen, el uno independientemente del otro, los
primeros modelos de un instrumento destinado a tener una vastísima difu-
sión y a convertirse, como lo demuestra la pintura de ambiente de todo el si-
glo xix, en un indispensable objeto de adorno. La posición vertical de la
tabla de las cuerdas —simple expediente para limitar el espacio ocupado
por el mueble— era ya corriente en el piano jirafa y en el piano pirámide.
Pero el piano vertical era un poco diferente, aunque respondía a la misma
exigencia: la tabla de las cuerdas, que en el jirafa y en el pirámide se ini-.
ciaba a la altura de las teclas, en el piano vertical llegaba hasta el suelo, es-
taba dispuesta en posición invertida (la parte más estrecha, abajo y no
arriba) y se la hacía vibrar mediante un mecanismo en el que el macillo era
accionado por detrás por un tirante. Las ventajas del piano vertical eran
evidentes; sus límites nacían ante todo de la posición del mecanismo, que
no presentaba al ejecutante la resistencia de un peso que hay que mover
hacia arriba y que vuelve a caer por la fuerza de la inercia, sino de un peso
que estaba en equilibrio y que, después del impulso inicial, estaba sujeto a
la fuerza de la inercia en el momento en que golpeaba la cuerda. Por tanto,
el toque en el piano vertical no podía alcanzar los límites de diferenciación
y de sofisticación que alcanzaba en los pianos de cola y la cualidad del so-
nido era menos variada y a menudo tenía un algo como de involuntario.
Razones de economía, esenciales para un instrumento de amplia difusión,
aconsejaron luego el empleo de materiales menos caros y sistemas de cons-
trucción más sencillos. Pero, como quiera que las ventajas, al menos dentro
de ciertos límites, superaban a los inconvenientes, el piano vertical no sólo
relegó al desván las jirafas y las pirámides, sino que hizo desaparecer tam-
bién los gloriosos pianos de mesa tan queridos por Schubert, y cuyo meca-
nismo era mucho más sensible al tacto y mucho más difícil de tratar.
Sin embargo, la batalla fue bastante larga, porque, si en Europa el piano
de mesa fue vencido hacia la mitad del siglo, en los Estados Unidos pro-
longa la resistencia hasta los umbrales del siglo xx. El fin llegó en 1903 y fue
un final nibelúngico: la Society of American Piano Manufacturers adquirió
los últimos remanentes de la infeliz estirpe, los colocó en un montón de cin-
cuenta pies de altura y les prendió fuego.
7

TERCERA PARTE

El romanticismo
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CAPÍTULO I

Alemania

Ernst Theodor Amadeus Hoffmann, hablando de la Música instrumental


de Beethoven en un ensayo incluido en la Kreisleriana que se publicó en
1814, definía a Beethoven como «compositor puramente romántico». Sin
querer hacer unas disputa nominalística, y aunque comprendiendo la defi-
nición de Hoffmann en su esencia crítica, sería hoy dificil pensar en Beetho-
ven como en un romántico. La concepción hoffmanniana resulta curiosa
cuando de Hoffmann se leen las músicas para piano, y resulta curiosa por-
que nos preguntamos inevitablemente si puede decirse que fuese romántico
el Hoffmann compositor, aunque lo fuese desde su punto de vista de crítico.
En verdad que no hay, en las músicas de Hoffmann, casi nada que nos
haga recordar el mundo estilístico y fantástico no sólo del romanticismo
alemán, sino ni siquiera de Beethoven: hay, más bien, una evidente admira-
ción por el Mozart de las Fantasías y por el Carl Philipp Emanuel Bach ín-
timo. En el mismo año en que publicaba la Kreisleriana Hoffmann censu-
raba violentamente, en las columnas de la Allgemeine Musikalische Zeitung,
la Sonata en fa menor de Johann Friedrich Reichardt, acusado de escribir
como uno que hubiese vivido en una isla y no hubiese sabido de qué modo
Mozart y Beethoven habían tratado el piano. También Reichardt, crítico muy
conocido, usaba ya el término romanticismo: lo usaba a propósito de Mozart
y de Haydn. Por esto nos interesa saber cómo escribía Reichardt para piano
y por qué lo había tratado Hoffmann tan duramente. Si nos ponemos a leer
la Sonata en fa menor de Reichardt que, dicho sea de paso, nos gusta más
que las Sonatas de Hoffmann, nos vuelven a la memoria el acostumbrado
C. P. E. Bach y las últimas composiciones de Friedrich Wilhelm Rust, y nos
parece que se encuentra un poquito en esos parajes el Beethoven del
opus 26. Si volvemos a leer la Sonata de Friedrich Wilhelm Rust encontra-
mos un compositor que nos recuerda de nuevo a C. Philipp E. Bach, y que,
de todas formas, no entra enteramente en el concepto estilístico que nos ha-
bíamos forjado del clasicismo. Para Hoffmann, Reichardt y Rust podría-
mos quizá hablar de escuela de C. P. E. Bach, de transferencia al piano del
90 EL ROMANTICISMO

estilo sentimental del clavicordio o, interpretando en proyección histórica


las posiciones críticas de Hoffmann y de Reichardt, podríamos hablar de
prerromanticismo alemán.
De todos modos, el concepto de música como lenguaje de los sentimien-
tos más profundos, que responderá más tarde al concepto de la música en
el romanticismo alemán, nace en Alemania ya a fin del siglo xvi, aunque
es aplicado por Hoffmann y Reichardt a compositores que operan en el
ámbito cultural vienés. Abriendo las obras pianísticas de Carl Maria von
Weber, el creador del Cazador furtivo, esperaríamos introducirnos en
pleno clima romántico. En cambio, nos sumergimos en pleno Biedermeier,
al menos para todas las composiciones que van de las Variaciones, op. 2, de
1800, al Concierto en Mi bemol mayor, op. 32, de 1812. Al contrario de Hoff-
mann y de Reichardt, que eran ante todo críticos y sólo secundariamente
compositores, y que no eran instrumentistas, Weber era ante todo pianista,
un pianista dotado de una mano extensa, hasta el punto de cubrir bien el
acorde de décima de cuatro sonidos, incluso en posiciones mixtas de teclas
blancas y negras (si bemol - fa - si bemol - re y mi bemol - si bemol - mi
bemol - sol, con la mano izquierda, en el Concierto, op. 32) y de llegar a la
undécima (do-la-fa, con la mano izquierda, en el Concertstúck). Auna mano
así le resultaba muy fácil no sólo la octava, sino también la incisividad de la
octava, por cuanto la prensibilidad del pulgar y del meñique venía muy fa-
cilitada por la posición poco tensa de la palma de la mano. La octava de so-
nido incisivo, con ataque retumbante, se propaga bien en grandes ambien-
tes, y por esto aprovecha Weber los dones de la naturaleza para conquistar
un nuevo público de las salas teatrales: las octavas y los acordes rapidísi-
mos y staccati de la séptima de las Variaciones sobre un aire del «José», Op. 28,
la escala en terceras y octavas con la izquierda y sextas y octavas con la dere-
cha (que da un espléndido efecto de escala en tercera redoblada sobre tres
octavas) del primer tiempo del Concierto en Do mayor, op. 11, el glissando
en dobles octavas del último tiempo del mismo Concierto, las dobles octa-
vas del Rondó del Concierto, op. 32, son ejemplos luminosos de una técnica
en que a la eficacia.sonora se afiade, con el movimiento vertiginoso de los
antebrazos, la eficacia gestual. Parece ser que Weber fue también muy hábil
en el dominio de la dinámica, y que su graduadísimo crescendo entusias-
maba a los oyentes (¡Rossini estaba a las puertas!) hasta el delirio.
Si la técnica de las octavas y de los acordes llama en seguida la atención
del que lee las obras juveniles de Weber, aún se ve más sorprendido por la
búsqueda colorística. Weber, gran instrumentista, busca variantes tímbri-
cas del sonido pianístico, descubriendo ricas facetas de color, desde el casi
punteado de arcos y desde los golpes de timbal del Momento caprichoso,
op. 12, a los staccati de vientos de la quinta de las Variaciones sobre un tema
original, op. 2; desde las octavas ligadas al bajo (casi violoncelos, fagots y
contrabajos) de la tercera de las Variaciones sobre un aire del «José», op. 28, a
la tímbrica muy variada, con desplazamientos continuos sobre varios regis-
tros y rica dinámica, de la sexta de las mencionadas Variaciones, op. 28, a
las alternancias de masas diversas en el espléndido Trío del Minueto de la
Sonata, op. 24. Algunas soluciones de relaciones tímbricas entre el piano y
ALEMANIA 91

los instrumentos de la orquesta miran luego hacia un empleo sinfónico del


piano (segundo movimiento del Concierto, op. 32). No se puede olvidar,
ciertamente que entre 1798 y 1812 nacían las Sonatas del opus 13 al opus 81a,
las Variaciones, op. 34 Y op. 35, los Conciertos números 3, 4 y 5 de Beetho-
ven, y no se puede, por ló tanto, negar que la búsqueda juvenil de Weber
presente límites objetivos. Sin embargo, Weber demuestra saber elaborar
una concepción propia de la sonoridad pianística, independiente de la de
Beethoven y orientada, más que hacia grandes masas de sonoridad y hacia
el intenso cantabile beethoveniano, hacia otros dos tipos de sonido, opues-
tos entre sí: uno de clarísima, incisiva articulación de ataque, otro de limi-
tado volumen y dinámica aterciopelada pero continua.
Hasta este punto es Weber todavía un compositor Biedermeier. Entre
1816 y 1822, en cambio, su poética se hace más personal, y lentamente va
consumándose su alejamiento del Biedermeier. La sonata no es para We-
ber, como para Beethoven, lucha y superación dialéctica, ni, como para
Schubert, suspensión del tiempo real, sino que tiende byronianamente a ser
representación de un viaje del hombre en la naturaleza, en el mundo, en la
propia soledad. Después de la Sonata en Do mayor, op. 24, todavía referible
a la brillante teatralidad de Hummel, el comienzo de la Sonata en La
bemol mayor, op. 39 (1816), abre una visión paisajística sobre la que se in-
serta luego, en vez del tema que esperaríamos, una especie de recitativo
obligado que cambia de color hacia un airoso muy vago y un ribete orna-
mental. La abundancia de acotaciones de carácter (con anima, morendo, pas-
sionato, espressivo, dolce, leggieramente, con molt'affetto, con dolore, agitato)
ilustra el escenario de una byroniana melancolía, de un spleen romántico,
de un llanto sin objeto, y el largo vagar melismático, las frases que no con-
cluyen, los incisos que no se convierten en tema dan al primer movimiento
un carácter improvisador que representa una novedad en la historia de la
sonata; a esto se añade una sonoridad tenue y mórbida, que se adivina en
la lectura y que es muy difícil realizar espontáneamente si no se posee una
mano grande como la de Weber.
El primer tiempo no presenta, a no ser en poquísimos puntos, proble-
mas de mecánica para una mano de extensión normal y es fácilmente «di-
gitable». Pero con la digitación tradicional, que comporta movimientos
laterales de la mano, se pierde el tranquilo movimiento de los dedos abier-
tos en abanico, posible, en cambio, para la mano de Weber, y esencial a los
fines de la individuación de una específica sonoridad weberiana, que quizá
puede recuperarse con una técnica del toque históricamente posterior y ela-
borada sobre todo por Skriabin.
Con el primer tiempo de la Sonata, op. 39, se anunciaba, pues, un
mundo nuevo, aparecía una nueva estética, pero surgían problemas estilís-
ticos, de forma y de sonoridad, que quizá fueron resueltos por Liszt y por
las dos generaciones de sus grandes discípulos y que, desaparecidos los últi-
mos «pupilos del abate», ya no se reasumieron más que esporádicamente y
no se resolvieron a nivel de nueva conquista cultural. Por lo demás, ni si-
quiera la solución de Liszt aparece con absoluta claridad: su revisión de las
Sonatas es filológicamente correcta, pero la del Concertstúck (Pieza de con-
92 EL ROMANTICISMO

cierto) da fe de intervenciones que desplazan la composición hacia el ro-


manticismo rugiente de los años treinta, la de la Sonata op. 39, por otro
gran intérprete weberiano contemporáneo de Liszt, Adolf Henselt, es en
realidad un espectacular arreglo virtuosístico del texto original, y la versión
del lisztiano Carl Tausig de la Invitación a la danza añade decoraciones es-
cenográficas y picante coquetería al encantador cuadrito de Weber.
La búsqueda de la sonoridad, en la Sonata, op. 39, no es, en verdad,
siempre problemática: en el segundo movimiento, después de la combina-
ción inicial de clarinete y pizzicato de los arcos, seguida de la respuesta te-
mática de violoncelos y fagots al unísono, las intenciones colorísticas de
Weber son evidentes y de no difícil realización, y lo mismo sucede con el
Minueto caprichoso. Pero el final vuelve a plantear todos los problemas del
primer movimiento y la misma dificultad de individuar coherentemente la
sonoridad reaparece en la Sonata, op. 49 (1816). Hay momentos en que se
podría tranquilamente transcribir el texto para orquesta: son evidentes, por
ejemplo, la referencia a la flauta en el segundo tema del primer movi-
miento, a los violoncelos en el tercer tema del final, etc. A menudo, muy a
menudo, sin embargo, nos encontramos frente a una textura musical de
gran interés en la lectura, y cuya sonoridad efectiva constituye un verdadero
enigma.
Tal vez pudiera pensarse que estamos fantaseando y que el enigma nace
sólo como falso problema, como intento de discutir un juicio sustancial-
mente negativo que el tiempo ha pronunciado sobre las Sonatas de Weber,
o por lo menos sobre su presencia en la vida concertística. Con la misma
veracidad se puede observar que las Sonatas de Schubert han sido adquiri-
das para la vida musical contemporánea mediante una prolongada labor de
investigación estilística que ha sido también, antes que nada, búsqueda
de sonoridad; nosotros pensamos que una labor análoga debería hacerse
con las Sonatas de Weber y que su ausencia del repertorio, ausencia que es
de unos ochenta años, empobrece nuestra cultura. La dificultad específica
del piano weberiano nace, a nuestro modo de ver, del hecho de que Weber,
como Mozart en 1778, pone fin a su búsqueda en la orquesta. En el mo-
mento en que se va constituyendo el sonido de la orquesta clásica, Mozart
busca no una copia sino un equivalente pianístico de aquel sonido, sirvién-
dose también del piano, en un continuo juego de intercambio de experi-
mentos entre orquesta y piano, para probar combinaciones de alturas, *
registros, duplicaciones, timbres. Weber, en el momento en que se prepara
para crear un nuevo estilo orquestal, que será el del Cazador furtivo, busca
en el piano combinaciones de colores inusitados, yendo a la caza de un so-
nido que, por así decirlo, conserve el brillo y esplendor, pero con una téc-
nica pictórica divisionística y con colores de pastel. Hoy el problema
estriba en individuar una paleta timbrica weberiana, que se diferencie de la
de Beethoven y de la de Schubert, y que permita fijar la imagen sonora del
mundo poético de un creador comúnmente considerado entre los mayores
del siglo xIx.
La primera composición de Weber en que la nueva concepción del so-
nido pianístico aparece completamente definida es la Invitación a la danza
ALEMANIA 93

(1819), que es al mismo tiempo historia musical de un galanteo burgués,


transformación del vals en símbolo de una época y ejemplo maduro de ins-
trumentación pianística hecha con dosificaciones infinitesimales. Con el
Concertstúck, op. 79, compuesto en 1321, Weber reúne el piano y la orquesta
en una labor de espiritu”y de forma revolucionarios, en que la teatralidad
espectacular de la primera Sonata se ha convertido en síntesis representa-
tiva de personajes, ambientes y paisaje.
Para ciertos aspectos, el Concertstúck va ligado al Biedermeier: por ejem-
plo, su carácter teatral y la tendencia programática (la historia del retorno
del cruzamiento, que, por lo demás, Weber no quiso hacer pública) le acer-
can a la música Biedermeier ilustrativa, como el Concierto número 6 de
Steibelt (hacia 1815), titulado Viaje al monte San Bernardo, o como el Con-
cierto número 5 de Field, titulado L'incendie par l'orage, compuesto en 1817
y probablemente inspirado en el incendio de Moscú. Sería ciertamente ex-
cesivo ver en el Concertstúck un manifiesto del romanticismo, una especie
de Hernani pianístico, porque el trabajo de Weber se convirtió en emblema
romántico no con las ejecuciones de su autor sino con las ejecuciones de
Liszt, en los años treinta y cuarenta. Pero el Concertstúck cae en la época de
los conciertos y de las variaciones Biedermeier como un fruto fuera de esta-
ción, formalmente revolucionario y que permanecerá aislado en toda la
producción para piano y orquesta del siglo xIx.
Después de esta extraordinaria meta, Weber vuelve al piano una sola
vez, en 1822, con la Sonata en mi menor, op.70. La Sonata op. 70, es una
obra maestra ignota, una especie de Haroldo en Italia pianístico (desde el
meditativo comienzo con duolo hasta la tarantela final) en la que la paleta
sonora de la orquesta weberiana ya no sugiere el piano, sino que reaparece,
transfigurada, en relaciones coloristas de extrema variedad y absoluta cohe-
rencia. El pleno redescubrimiento de la Sonata, op. 70, hoy muy raramente
interpretada, será la primera deuda que la cultura deberá satisfacer a un
creador al que el piano romántico debe su origen.
El Biedermeter, expresión de la relación positiva del músico con la so-
ciedad de la Restauración, muere con los movimientos revolucionarios de
1830, que ponen de manifiesto la vulnerabilidad del orden existente y, lle-
vando al poder en Francia a la burguesía, dan un significado, un objetivo de
transformación social a la acción de los intelectuales que no se reconocían
en la Restauración. El romanticismo representa el nuevo curso histórico
que en su fase ascendente durará hasta la frustrada revolución democrática
de 1848 y en el que opera la generación nacida alrededor de 1810 que, por lo
que a nosotros respecta, comprende a Mendelssohn, Chopin, Schumann y
Liszt. En todos estos artistas encontramos un momento Biedermeier, que
pertenece a su adolescencia y que es más o menos relevante en razón de la
mayor o menor precocidad de cada uno de ellos. En Mendelssohn, músico
precocísimo, el momento Biedermeier ocupa una decena de años, y en el
campo pianístico comprende las tres Sonatas, el Concierto en la menor
para piano y arcos, el Capricho brillante, op. 22, para piano y orquesta, los
dos Conciertos para dos pianos y el Rondó caprichoso, op. 14. La obra maes-
tra de este Mendelssohn, del Mendelssohn que, viviendo fuera del clasi-
94 EL ROMANTICISMO

cismo vienés y admirándolo, aplana sin embargo sus aristas radicales y


mira con indiferencia las profecías visionarias de Mozart y de Beethoven
y el pesimismo cósmico de Schubert, es el Rondó caprichoso. La perfección
formal de la pieza y el dominio de la técnica son asombrosos, tanto más
asombrosos cuanto que el autor es un muchacho de quince años y no
puede ignorarse su instrumentación.
En el comienzo, Mendelssohn adopta una disposición típica, derivada
de Field: melodía en la mano derecha en registro medio-agudo, con peso
del brazo apoyado sobre el fondo de la tecla, bajo y parte del medio, todo
ello mantenido unido por el pedal de resonancia, en la izquierda. Igual-
mente típicas son, más adelante, las octavas alternadas entre las dos manos,
solución intermedia entre la solución clásica de las octavas quebradas y la
romántica de las dobles octavas: más sonora e incisiva la una, menos impo-
nente la otra. Cabe observar también la melodía en el centro, con adornos
sobrepuestos rápidos: melodía y bajo ejecutados con la mano izquierda,
que descubre y explota la fuerza del pulgar cuando la palma de la mano
adopta la posición de «cúpula».
Sin embargo, esta escritura perfecta es la escritura de un genio que, ha-
biendo estudiado con Ludwig Berger y con Ignaz Moscheles, había absor-
bido el saber de ambos. En cambio, la primera serie de Romanzas sin
palabras (1829-1830) marca un progreso decisivo en la obtención del mayor
provecho de la cantabilidad pianística. En la primera pieza la disposición
instrumental es la fieldiana típica, pero la distribución es diferente y mucho
más ingeniosa. Dos compases de introducción nos dan la fórmula del
acompañamiento rítmico-armónico que durará a lo largo de toda la pieza:
desarrollo de acordes en cuatro semicorcheas. Al final del segundo compás
entra en registro medio la melodía que, con no poca sorpresa del oyente ex-
perto en hechos técnicos, se superpone tranquilamente al acompaña-
miento, mientras en el bajo apunta una contramelodía. En este momento
Mendelssohn divide la mano, por así decir, en dos sectores: confía al meñi-
que, al anular y al medio de la mano derecha la melodía (soprano), al meñi-
que y al anular de la izquierda la contramelodía (bajo) y fracciona las
cuatro semicorcheas entre el índice y el pulgar de la mano derecha e índice,
pulgar, índice y medio de la izquierda:

Andante con moto cantabile


ALEMANIA 95

EA RAE
O
AOS
a
A ANA

La solución no es solamente ingeniosa mecánicamente, sino también


colorísticamente. Los dedos que ejecutan la melodía y la contramelodía,
más adecuados para ejercer la presión, mantienen el peso del brazo apo-
yado sobre la tecla abajada y los transfieren de una tecla a otra; los otros
dedos, más idóneos para la percusión, trabajan permaneciendo en la super-
ficie de la tecla y como si disfrutasen del cómodo guiamanos de Kalk-
brenner.
En 1824 Mendelssohn era un muchacho de quince años; en 1829 era un
maduro músico de veinte: el progreso de su escritura se explica antes que
nada por esta razón anagráfica; pero no se explicaría enteramente si hacia
13830 no se hubiese producido un cambio también en el piano. En 1821,
como veremos después, Sébastien Érard había patentado el doble escape,
que modificaba la mecánica; en 1825 Alpheus Babcock había patentado el
armazón metálico, fundido en un solo bloque, del piano de mesa; en 1826
Henry Pape había patentado la cobertura de fieltro, y también de piel, del
macillo; entre 1820 y 1830 se había generalizado la adopción de barras me-
tálicas de tensión y de placas metálicas: el piano se había transformado en
un nuevo instrumento, completamente por descubrir. Mendelssohn fue uno
de los descubridores. La intensidad del cantabile en la Romanza sin pala-
bras, op. 19, núm. 1, favorecida por el pedal de resonancia y por la vibra-
ción por simpatía, pero sobre todo por la disposición pianística y por el
toque, es una de aquellas cosas que marcan la historia del instrumento, ha-
ciendo avanzar la utopía de Cristofori, y Mendelssohn explota su descubri-
miento como verdadero vástago de sagaz banquero. Véase la Romanza sin
palabras, op. 38, núm. 6, titulada Duetto: la melodía aparece alternativa-
mente para la voz de tenor y la de soprano, con una multiplicidad de solu-
ciones técnicas que aquí no es del caso examinar, y al final es gloriosamen-
te entonada en octava: octava que por primera vez ya no es una duplicación,
sino la unión de dos voces, la voz masculina y la voz femenina, y que repre-
senta la cima emotiva de una pieza por la que fluye inequívocamente un
sutil pero turbador erotismo. Mendelssohn emplea su instrumentación ca-
racterística también en movimientos veloces o velocísimos (Romanza sin
palabras, op. 38, núm. 3), variándola en diversos modos, con uso ya de acor-
des arpegiados (op. 62, núm. 6), ya de un staccato leggero (Op. 67, núm. 2), ya
de acordes ribattuti (op. 85, núm. 3), ya de las manos alternadas, con efec-
tos de acompañamiento densos, incisivos, estremecidos (op. 53, núm. 6).
Mendelssohn no es ciertamente un inventor que todo lo saca de su som-
brero mágico: por ejemplo, el juego de las manos alternadas era un descu-
brimiento de August Eberhardt Múller; y un conocimiento de los autores
9% EL ROMANTICISMO

. menores y mínimos del Biedermeier más profundizado que el que hoy po-
seemos nos permitiría probablemente encontrar muchos otros ejemplos de
experimentaciones realizadas entre el comienzo del siglo y el año 1830, más
o menos. Por lo demás, el Mendelssohn maduro no reniega del todo, sino
que conserva en gran medida los elementos estilísticos del Rondó capricho-
so que pertenecen sin lugar a dudas al Biedermeier. Mendelssohn y los otros
románticos, no obstante, conducen a una definitiva significación estética
los intentos y las búsquedas del período anterior, iniciando al mismo
tiempo nuevas búsquedas sobre las potencialidades del piano como las que
se estaban fijando, en cuanto a principios de construcción, entre los años
1830 y 1840.
Entre las obras pianísticas de Mendelssohn, de quien fueron y son fa-
mosas las Variations sérieuses, merecen una cita los algo clásicos seis Prelu-
dios y fugas, la Fantasía en fa sostenido menor, op. 28, y, sobre todo, los dos
- Conciertos. Mientras el juvenil Concierto en la menor, compuesto entre
1823 y 1824, permanecía vinculado a un Biedermeier no inmune de tenta-
ciones de clasicismo académico, el Concierto en sol menor, op. 25, com-
puesto en 1831, reasume de una manera muy madura una orientación
clásica de la relación solista-orquesta. Entre 1829 y 1831 Mendelssohn
había realizado viajes de instrucción por varios países de Europa, que casi
insensiblemente se habían convertidos en apariciones concertísticas y en
estrenos internacionales, aunque procurando no ponerse en competencia
con los famélicos cazadores de gloria y, en vez de dejarse ver en conciertos
y piezas de concierto brillantes, había ejecutado algunas páginas de altí-
simo valor, los Conciertos números 4 y 5 de Beethoven y el Concertstúck de
Weber, que los virtuosos evitaban. El Concierto en sol menor continúa, en
el campo creativo, los intentos culturales del Mendelssohn intérprete: rea-
nuda la concepción clásica de la relación solista-orquesta (con una referen-
cia más directa al Concierto número 4 de Beethoven), mantiene algunas
características del concierto Biedermeier (con una referencia más directa al
Concierto número 3 en sol menor de Moscheles), anticipa el predominio
romántico del solista sobre la orquesta y reanuda la forma clásica y Bieder-
meier articulándola de una manera nueva y ágil.
El Concierto en sol menor se distingue ante todo por la originalidad de
la forma: la exposición orquestal, imprescindible en el concierto clásico y
en el concierto Biedermeier, es sustituida por una breve y apremiante in-
troducción, que culmina con la entrada del solista (en dobles octavas, im-
ponente y orgullosa, como para prefigurar el comienzo del Concierto
- número 1 de Liszt); las claras divisiones del concierto clásico, con los re-
tornelos orquestales que escanden las subdivisiones estructurales, son eli-
minadas por Mendelssohn, que, aun respetando integramente la forma
" clásica, la trata con una fluidez y una continuidad hasta entonces insólitas;
ni siquiera la cadencia, que es mantenida, rompe el discurso, sino que es un
punto culminante, una cadencia en el tiempo sobre la cual vuelve a inser-
tarse la orquesta.
Después de la breve coda que sigue a la cadencia, Mendelssohn no cie-
rra el movimiento, pero añade un intermedio de fantasía que, sin solución
ALEMANIA 97

de continuidad, liga el primer movimiento con el segundo. El andante es en


forma tradicional, forma de canción en tres partes, con reexposición va-
riada. Concluido el andante, Mendelssohn reanuda el intermedio que ha-
bía unido el primero y el'seguando movimiento y, desarrollándolo de una
manera diferente, se sirve de él para ligar el segundo y el tercer movimiento.
El final, bitemático, no presenta novedades formales, si no es una muy im-
portante: poco antes de la conclusión se cita el segundo tema del primer
movimiento.
Pensamos que estas breves notas de análisis bastarán para hacer com-
prender la importancia histórica de este Concierto, escrito. por un composi-
tor de veintidós años en el momento de la crisis que acompaña el final de
una época. Precisamente por esta razón, incluso independientemente de su
gracia y elegancia discursiva, el Concierto merece reconquistar en el reper-
torio corriente el puesto que había ocupado en el siglo pasado, cuando era
ejecutado por todos los grandes intérpretes: porque explica el paso de una a
otra época histórica de un modo tan perfecto que si no existiese, cabe de-
cirlo sin sonreírse, habría que inventarlo.
El segundo Concierto en re menor, op. 40, no se acerca sustancialmente
a la concepción del primero, y por esto, habiéndose escrito seis años más
tarde, es históricamente menos significativo, aun cuando no carezca de pá-
ginas de gran belleza y de gran sugestión, como el comienzo de fantasía en
que reaparece, sombra lejana y anhelada, el Bach de las tocatas.
Mientras el Concierto y las Variations sérieuses entraban en la segunda
mitad del siglo en el repertorio de todos los concertistas, las Romanzas sin
palabras fueron predilectas de los aficionados y fueron atraídas hacia la ór-
bita de la música de uso pequeñoburgués que inundó el mercado como
una avenida incontenible. El erotismo, que hemos señalado a propósito del
Duetto pero que fluye en los ocho cuadernos de las Romanzas sin palabras,
queda reducido a zalamería sentimentaloide, a veces lacrimosa o sonriente,
pero siempre rociada de jarabe y rosoli, y las Romanzas sin palabras reci-
bieron también títulos como Tristeza del alma, El arpa del poeta, La nube y
otros por el estilo, que circulaban manuscritas y eran misteriosamente co-
municadas por iniciados. Una nueva lectura crítica atenta (posible hoy,
después de haber sido superado definitivamente el sentimentalismo inter-
pretativo pequeñoburgués) demuestra, en cambio, que las Romanzas sin
palabras se insertan en un filón romántico no sólo intimista sino también
introspectivo, en el que serpentean subterráneamente oscuras inquietudes y
presentimientos de muerte. El mundo de las Romanzas sin palabras vuelve
a emerger en el Intermezzo, op. 119, núm. 2, de Brahms, ya en el umbral del
decadentismo, y en una Romanza sin palabras como la Barcarola veneciana,
op. 62, núm. 5, pueden encontrarse las premoniciones del último Liszt, del
Liszt alucinado de las dos La lúgubre góndola, así como en la Romanza sin
palabras, op. 67, núm. 6, puede encontrarse la lejana premonición del Satie
de las Gymnopédies. De estas relaciones históricas, puestas de manifiesto,
hace más de veinte años, por un intérprete como Walter Gieseking, se po-
dría hoy partir para descubrir en Mendelssohn un verdadero protagonista
de la literatura pianística, y no una figura secundaria con respecto a Cho-
98 EL ROMANTICISMO

pin y Schumann. Mas por ahora, sólo las Sinfonías están ganando un
puesto en la vida concertística, mientras que las páginas para piano perma-
necen precisamente en el limbo al cual las ha relegado el hecho de reducir a
Mendelssohn a la categoría de garante y maestro de buenas maneras, con-
trapuesto por la sociedad victoriana a aquel maestro de maneras pésimas
que fue Wagner.
En una curiosa página de 1835, Robert Schumann coloca al Mendels-
sohn ejecutante del Concierto en sol menor en el sagrario de lo absoluto, de
aquello de lo que «no se puede decir nada», junto con la Sinfonía Júpiter de
Mozart, «cosas que parecen de Shakespeare», «algunas de Beethoven».
También de otros testimonios se desprendía la convicción de que Mendels-
sohn era un pianista excelente; pero su formación de músico y sus aspiracio-
nes artísticas le excluían del número de los virtuosos románticos arrastra-
dores de multitudes. Los dos tribunos que aparecieron en el área de habla
alemana fueron Sigismund Thalberg y Adolf Henselt.
El primero, nacido en Suiza de padres austríacos (era hijo ilegítimo del
príncipe Dietrichstein y de la baronesa Von Wetzlar), se educó en Viena,
donde estudió también con Hummel. Debutó en 1829, y obtuvo en 1831 un
éxito enorme que le hizo famoso en toda Europa, con el Concierto en fa
menor, Op. 5, ejecutado por él en Viena el 20 de marzo (y Chopin, que el 4
de abril ejecutó en Viena su Concierto en mi menor, fracasó). El Concierto
de Thalberg era una pieza, por decirlo así, super-Biedermeter, en la que el
virtuosismo alcanzaba límites paroxísticos y en la que se restablecía la ca-
dencia del primer movimiento, ausente en los conciertos de Hummel, Mos-
cheles y otros hasta llegar a Chopin. Sin embargo, no fue el Concierto, op. 5,
el que hizo de Thalberg uno de los más celebrados virtuosos del siglo, ni la
Sonata, op. 56, ni la Balada, op. 76, ni, en general, las piezas en las que
Thalberg buscaba una versión suya casera del romanticismo chopiniano-
lisztiano. El arma victoriosa de Thalberg fue confiada a sus fantasías sobre
temas de obras teatrales, al Tema original y Estudio, op. 45, y a una recopila-
ción de transcripciones titulada El arte del canto aplicado al piano.
Las fantasías dramáticas thalbergianas que arrebataron a los públicos
de todo el globo (peregrinó hasta los Estados Unidos yel Brasil) fueron las
referentes a la Dama del lago y al Barbero de Sevilla de Rossini, a la Sonám-
bula y a la Norma de Bellini, al Don Juan de Mozart, al Don Pasquale de Do-
nizetti y, entre todas, como champán embriagador, la referente al Moisés de
Rossini. Thalberg se presentó con la Fantasía sobre Moisés en París, centro
máximo del virtuosismo, en 1835, y dejó de piedra a un público ciertamente
no acostumbrado a petrificarse con facilidad. Cuarenta años más tarde es-
cribía el gran pedagogo Antoine-Francois Marmontel: «Se intentaba adivi-
nar el secreto de aquella poderosa sonoridad. La bella y larga melodía, que
a cada estrofa acrecentabáa su fuerza, surgía bajo el torrente de los arpegios
que recorrían el teclado en toda su extensión». Secreto de simplicidad ex-
trema y de extrema ingeniosidad. Ya hemos encontrado (por ejemplo, en
el Rondó caprichoso de Mendelssohn) la disposición pianística en la que el
tema O la melodía se cantan en el registro central (el más sonoro y pastoso,
el más parecido a la voz masculina), con un bajo de sostén y con una ligera
ALEMANIA 99

ornamentación encima. En Mendelssohn la ornamentación se confiaba a


la mano derecha, la melodía y el bajo a la izquierda; Thalberg tomó la
misma disposición, pero confió la melodía, alternativamente, a la izquierda
y a la derecha, logrando asícubrir una extensión mayor y sacar sistemática-
mente partido de la fuerza de los pulgares. La plegaria De tu trono estrellado,
que ponía fin a la Fantasía, se exponía primeramente sin adornos y des-
pués se variaba con figuraciones cada vez más complejas como en las va-
riaciones Biedermeier. Pero, mientras en el estilo Biedermeier la figuración
sustituía a la melodía, en la Fantasía de Thalberg la melodía permanecía
como ostinato, superpuesta a la figuración, y todo el teclado vibraba lan-
zando hacia el oyente cuatro jinetes del Apocalipsis bajo la forma de cuatro
distintas cualidades de sonido:
tutta la forza

En el Estudio del opus 45 Thalberg utilizaba con elegancia de dandy


una especie de subproducto rítmico de su mayor invención. Á pesar del
doble escape, que facilita la repercusión, los largos pasajes de notas reper-
cutidas con los dedos de una sola mano no se producen en el piano con la
100 EL ROMANTICISMO

facilidad y la agilidad de un violín o de una trompa. Thalberg inventó una


disposición según la cual, en una sucesión de notas repercutidas que ocupa
sus cinco páginas impresas, la derecha y la izquierda se alternaban regular-
mente (seis notas la derecha, tres la izquierda) para repartirse la fatiga, eje-
cutando al mismo tiempo, siempre alternándose, un acorde para cada
grupo de tres notas repercutidas. El efecto era sorprendente, no tanto al
principio, como a causa de la larguísima duración, y el que no veía la ejecu-
ción desde muy cerca no podía darse cuenta de cómo se podía resistir tanto
tiempo y con tanta fluidez en una técnica fatigosa como la de las notas
repercutidas.
Menos sensacionales que el Estudio y las Fantasías, y más abordables
por los pianistas no extraordinarios, las piezas contenidas en el Arte del
canto aplicado al piano fueron consideradas como el cumplimiento de la
utopía de Cristofori. La colección comprende veinticuatro piezas, desde
Pergolesi a Rossini, a Bellini y a Verdi, de Mozart a Beethoven, a Weber y a
Schubert, de un canto de los bardos de Gales a Fenesta vascia: un arte del
canto muy variado estilisticamente, que Thalberg expone bajo la férula de
una vocalidad atemporal o supuestamente tal. Como declamaba el editor
Francesco Lucca dedicando a una señora «de las artes, eximia cultiva-
dora», la edición italiana del 4rte, Thalberg era aquel

QUE LOS DERECHOS DEL CANTO


TRAICIONADOS HOY EN LA MÚSICA VOCAL
CON LA INSPIRACIÓN DE LA TEORÍA
Y CON LA EFICACIA INCOMPARABLE
DE LA EJECUCIÓN
DEFIENDE Y RECUPERA
EN LA MÚSICA INSTRUMENTAL.

Quién era el que traicionaba los «derechos del canto» lo sabemos ho-
jeando las páginas de la Italia musicale, el periódico publicado por Lucca:
era Verdi. A pesar de la estima de Lucca y de otros, las veinticuatro piezas
del Arte del canto no nos emocionan mucho, porque en general son dema-
siado fáciles, demasiado al alcance de quejumbrosas jovencitas de la buena
sociedad, demasiado inferiores a aquel otro arte del canto que Liszt reunió
con sus transcripciones de Rossini, de Schubert, de Schumann. Después de
haber admirado tal vez 1] mio tesoro del Don Juan, Voi que sapete de las Bodas
de Fígaro y la Balada de la Preciosa de Weber cerramos para siempre el libro.
En cambio, lo que nos interesa es la premisa, que nos da la medida de una
lúcida conciencia de los límites del piano y de una búsqueda ingeniosa
sobre una técnica del toque diferenciada.
El punto de partida es una sorprendente distinción entre realidad e ilu-
sión, ilusión que vence la realidad: «Así como el piano no puede, racional-
mente hablando, reproducir el bello arte del canto en lo que ofrece de más
perfecto, es decir, no tiene la facultad de prolongar los sonidos, es necesario
destruir esta imperfección con la destreza y con el arte, procurando produ-
cir no sólo la ilusión de los sonidos sostenidos y prolongados sino también
v
ALEMANIA 101

la de los sonidos reforzados. El sentimiento nos hace ingeniosos, y la nece-


sidad de expresar lo que sentimos sabe crear medios que escapan a lo me-
cánico». ¿Cuáles son los remedios? Ante todo, el estado muscular: «Una de
las primeras condiciones para obtener amplitud en la ejecución, una bella
sonoridad y una gran variedad en la producción del sonido, es la de despo-
jarse de toda dureza. Es, pues, indispensable tener en el antebrazo, en la
juntura de éste con la mano y en los dedos toda aquella flexibilidad y aque-
llas diferentes inflexiones que un hábil cantante posee en la voz». Esta tesis
de Thalberg se prestaría a largos comentarios que, sin embargo, estarían
aquí fuera de lugar; hagamos, más bien, observar cómo Thalberg intenta
distinguir dos tipos de cantabilidad, que podríamos denominar respectiva-
mente dramática y de gracia: «En los cantos amplios, nobles y dramáticos
es preciso cantar de pecho, exigirle mucho al instrumento y obtener de él la
mayor intensidad posible de sonido sin aporrear las teclas; será, pues, ne-
cesario atacarlas de cerca, profundizándolas y apretándolas con firmeza,
energía y calor. En los cantos sencillos, tranquilos y graciosos, es preciso, en
cierto modo, ablandar la tecla, apretarla con mano deshuesada y con dedos
de terciopelo; las teclas en este caso deben sentirse más que golpearse». Si-
guen otros preceptos, preciosos para comprender el gusto al cual Thalberg
se refiere y que luego sería el gusto del canto belliniano-donizettiano. Cita-
remos otra de las conclusiones: «Tendríamos mucho que decir sobre la so-
noridad, cualidad y belleza del sonido que se puede obtener en el piano,
pero esto nos llevaría demasiado lejos, y aquí debemos limitarnos. La única
recomendación que hacemos a los jóvenes ejecutantes es que conserven en
la ejecución una gran sobriedad de movimientos corporales y una gran tran-
quilidad en los brazos y en las manos, que no ataquen jamás la tecla desde
muy arriba, que se escuchen al tocar, que se interroguen, que sean severos
consigo mismos y aprendan a juzgarse». Sigue una máxima que nos recon-
cilia con Thalberg: «En general, se trabaja demasiado con los dedos y no lo
bastante con la inteligencia».
Thalberg residió a menudo en París, influyendo profundamente en al-
gunos jóvenes pianistas-compositores franceses como Louis Lacombe, Émile
Prudent o Alexander Goria; en 1844 se casó con la hija del bajo italiano
Luigi Lablache, viuda del pintor Bouchot, y vivió desde 1864 en Possillipo,
asumiendo un papel decisivo, a través de su alumno Beniamino Cesi, en la
formación de la escuela pianística napolitana.
Aunque educado en Viena, Thalberg no tuvo, por tanto, una presencia
relevante en Alemania. Ni siquiera Henselt, bávaro, y como Thalberg alumno
de Hummel, influyó en los jóvenes de su país, porque en 1838 obtuvo en
San Petersburgo un triunfo tan extraordinario que fue nombrado maestro
de música de los príncipes y pianista de corte de la emperatriz. Henselt se
estableció en la capital rusa y habitó en ella casi hasta el fin de sus días, lle-
gando a ser «inspector musical de los institutos femeninos de Estado de las
ciudades de San Petersburgo, Moscú, Karkov, Kiev, Kazan y Odesa», noble,
consejero de Estado y miembro de la orden de Vladimir. El peso de tantos
honores le hizo abandonar en la práctica la carrera concertística pública y
limitar su actividad de compositor, de modo que su catálogo fue restringido
102 EL ROMANTICISMO

y sus apariciones se redujeron a tal punto que en los últimos treinta años de
su vida parece ser que sólo actuó tres veces en público.
El trabajo más comprometido de Henselt y el más significativo históri-
camente es el Concierto en fa menor, op. 16. Concierto Biedermeier fuera
de su época, en el que parece revivir una Edad Media a lo Walter Scott, el
Concierto, op. 16, posee una fascinación que nace ante todo de sus mismos
defectos. Nos hallamos hacia el año 1840: Moscheles, Ries, Kalkbrenner y
finalmente Chopin han escrito ya sus conciertos di bravura, en los que el
papel del piano siempre se ha ido ampliando y el papel de la orquesta es
cada vez más restringido; Liszt ha hecho ya algún esbozo para su primer
Concierto, pero no ha seguido adelante; Schumann, después de haber bos-
quejado y abandonado tres proyectos de concierto, se dispone a empezar a
componer el Concierto en la menor y deberá trabajar en él durante cuatro
años antes de resolver verdaderamente el problema. Se comprende que
haya compositores (Henry Herz es quizá el ejemplar más típico) que conti-
núen escribiendo conciertos di bravura y el público les ha recompensado
con éxitos extraordinarios, pero los compositores de mayor talento han
comprendido que el virtuosismo di bravura ya está pasado de moda. Hemos
visto anteriormente cuál fue la solución de Mendelssohn: un concierto ni
clásico, ni Biedermeier, ni romántico, que marcaba un punto de paso de
una época a otra. Solución, pues, transitoria, más allá de la cual no había
logrado pasar Mendelssohn cuando había compuesto su Concierto núme-
ro 2. Schumann, haciendo la crítica del Segundo Concierto de Mendelssohn,
observó, de una manera muy aguda: «Difícilmente podrán los virtuosos lu-
cirse en este Concierto con sus prodigiosas facultades. No les exige nada
que no hayan hecho y tocado ya centenares de veces. En realidad, a me-
nudo les hemos oído lamentarse de ello. Tienen algo de razón: la ocasión
de mostrar habilidad mediante la novedad y el brillo de los pasajes no debe
quedar excluida de un concierto».
La solución del problema, teóricamente, se presentaba muy sencilla: o
hallar una relación distinta entre solista y orquesta, manteniendo, no obs-
tante, la supremacía del solista e inventando, por lo tanto, nuevas formas de
virtuosismo, o suprimir la orquesta. La segunda solución es la que Schu-
mann había intentado en 1835-1836 con el Concert sans orchestre, op. 14. La
primera solución es la que, de manera diferente, habrían encontrado sucesi-
vamente Schumann, Liszt y Brahms.
Henselt siente, también él, el problema como puro virtuoso de habili-
dad, con la forma mentis del virtuoso que debe ofrecer al público un espec-
táculo de técnica emocionante de por sí, y con el estajanovismo del virtuoso
que debe trabajar diez o doce horas diarias sobre un tipo de preparación
claramente atlética. Por esto, con el Concierto, op. 16, busca Henselt la solu-
ción intermedia, la solución de compromiso: la presencia de la orquesta se
justifica por algunos poquísimos episodios en los que su papel aparece
como esencial (el coral «Religioso» en la mitad del primer movimiento),
confiado a los arcos con sordina, algunas intervenciones de los violoncelos
y de los instrumentos en el tercer movimiento, y el piano no renuncia un
ápice de su patrimonio tradicional de habilidad, sino que más bien lo acre-
>
ALEMANIA 103

cienta. En el fondo, Henselt vuelve a tomar el concierto en el punto en el que


lo había dejado Chopin, tratando de hacerlo avanzar en la misma direc-
ción. Empresa desesperada; y no podemos quitarle la razón a Hugh Mac-
Ginnis cuando, bromeando sin malicia, dice que el primer tiempo del
Concierto de Henselt«tiene/mucho en común con el Concierto de Chopin
en el mismo tono, salvo el hecho de que donde Chopin pone una sola nota,
Henselt pone las dobles octavas». Sin embargo, si Henselt multiplica las di-
ficultades, su finalidad no es, cínicamente, el éxito a toda costa: se indivi-
dualiza un problema histórico y se intenta una solución; el intento es
anacrónico, es como una conjura para restaurar la monarquía absoluta,
pero el ingenio del conjurado hace fascinante la empresa. Si el concierto de
habilidad está en aquel momento destinado a o con Henselt bri-
lla por última vez.
En las piezas para piano solo se encuentran, inedisbles las variaciones
sobre temas de ópera y, muy interesantes, dos colecciones de doce Estudios
cada una, op. 2 y op. 5. El más famoso Estudio, op. 2, núm. 6, que permane-
ció en repertorio hasta los umbrales del siglo xx y del que Rajmáninov nos
ha dejado una asombrosa grabación en disco, se titula Si oiseau j'étais (ver-
sión abreviada del título completo, que es «Si pájaro fuese / hacia ti yo vo-
laría») y, por lo demás, casi todos los títulos son curiosos: citaremos «¡Tem-
pestad, no podrás abatirme!», «Pensad un poco en mí, yo que siempre
pienso en vos», «¡Acceded a mis votos!», «¿Duermes, vida mía?», «Tú me
atraes, me arrastras, me engulles». Curiosas son también algunas acotacio-
nes: Tempo giusto, con passione dolorosa, Allegretto sostenuto ed amoroso, Mo-
derato, ma con moto, con afflizione; es grande el derroche de términos como
con anima, con affetto, con sentimento, con abbandono, con calore, con fuoco,
animoso, impetuoso, tempestoso, furioso y también irresoluto, languendo, man-
cando, morendo, y hasta quasi zeffiroso y quasi rapidoso. Schumann, al hacer
la crítica del opus 2 de Henselt, decía: «Sus cantos están llenos del más fer-
viente amor y devoción, todo su ser está impregnado de amor».
Amor con un nombre: Rosalía. O por lo menos se sospecha que para
Henselt el destino se llamaba Rosalía cuando se lee que el opus 3, Andante e
Studio concertante. Poema d'amore está «dedicado a su Rosalía». En los doce
Estudios, op. 5, las acotaciones sentimentales ya no son tan profusas: en-
contramos, sí, un molto afflitto, un dolce e doloroso, los dos inconsolabile, pero '
encontramos sobre todo una búsqueda técnica como para marcar el punto
de paso de los Estudios de Chopin a los Estudios trascendentales de
Liszt.
La gran especialidad técnica de Henselt eran las extensiones. Al contra-
rio de Weber, Henselt no había sido dotado por la naturaleza con una
mano enormemente grande, pero trabajó como un loco para desarrollar el
movimiento lateral de los dedos, adquiriendo una capacidad de extensión
que le permitía alcanzar acordes como do-mi-sol-do-fa en la mano iz-
quierda y si-mi-la-do-mi en la derecha. En una carta a Hiller, del 20 de
enero de 1838, Mendelssohn hablaba de Henselt y de su estajanovismo: «Se
ejercita todo el día, hasta el punto de que por la noche, en el momento de
ejecutar el concierto, está tan fatigado y sus dedos están tan cansados que
104 EL ROMANTICISMO

su ejecución pierde su acostumbrado colorido poético para parecer imper-


fecto y mecánico. Su gran especialidad es la sucesión de acordes de grandes
extensiones. No para en todo el día de ensanchar los dedos y, entre otros, eje-
cuta rapidísimamente este pasaje:

Sus Estudios son encantadores y constituyen un factor sobresaliente de


sus conciertos».
Las extensiones sirven a Henselt para complejas figuraciones en acor-
des arpegiados, parecidos a los de Chopin (Estudio, op. 10, número 1, Prelu-
dio, op. 28, número 19, Scherzo, op. 31), pero sobre posiciones un poco más
amplias y a velocidades un poco más grandes que las practicadas por Cho-
pin (véase por ejemplo el Estudio, op. 5, número 2 de Henselt, que es una es-
pecie de paráfrasis del Estudio, op. 10, número 1 de Chopin). Ejemplo
típico de las extensiones henseltianas es el Estudio, op. 2, número 1, el he-
roicamente intitulado «¡Tempestad, no podrás abatirme!», en el que, a lo
largo de cinco páginas, la mano izquierda dispara ráfagas de notas —ila
tempestad!— en una extensión de decimaoctava. Por lo demás, no hace
falta cansarse mucho para buscar lo hórrido en Henselt, porque casi todos
sus Estudios, al comienzo de página, causan literalmente pavor.
Thalberg y Henselt —de Liszt hablaremos después— son los primeros
campeones de un virtuosismo paroxístico que entusiasmó a muchos jóve-
nes y les hizo pasar muchas noches insomnes en lucha con el instrumento.
Lo probó también Schumann, que para quemar etapas imaginó un sistema
capaz de dejar dejarle fuera de uso un dedo litigioso; con más éxito lo pro-
baron el austríaco Leopold Meyer, el danés Rudolf Willmers, el bohemio
Alexander Dreyschock. Cuando peregrinó a París en busca de la consagra-
ción, Dreyschock inspiró a Heine un mediocre y venenoso juego de pala-
bras: «Uno cree estar escuchando no un pianista Dreyschock, sino tres
montones [drei Schock] de pianistas». El «maldito martilleo» execrado por
Schubert se había pues propagado y resultaba rentable, porque Dreyschock
fue consagrado y pudo llevar en gira por el mundo su Konzertstúck en do
menor y sus fantasías y variaciones, especialmente las Variaciones, op. 22 y,
más tarde, las Variaciones sobre «God save the Queen» (era ya la época vic-
toriana), op. 122.
Estas variaciones se presentaban con una característica un tanto insó-
lita y peregrina: eran solamente para la mano izquierda. La pieza «zurda»
tenía ya su pequeñísima literatura (Ludwig, Berger, Wilhelm Taubert, Kalk-
brenner) con destino didáctico; Theodor Dóhler había empezado a llevarla
a la sala de concierto, y Dreyschock la lanzó definitivamente. Inmediata-
mente después llegó Adolfo Fumagalli, el especialista absoluto al que se
deben para la mano izquierda fantasías sobre la Norma, sobre la Lucia de
Lammermoor, sobre Los lombardos en la primera Cruzada, sobre Roberto el
ALEMANIA 105

Diablo, sobre el Moisés, debidamente presentadas y aprobadas en aquel


Monsalvat del virtuosismo romántico que fue el París de los años treinta y
cuarenta. Pero parece ser que Dreyschock era más impresionante que Fu-
magalli, hasta el punto de que el emperador Francisco José, muy intere-
sado, le habría dichó “que había escuchado a los más grandes pianistas,
pero que jamás había visto uno que sudase tanto. Su ejecución del Estudio,
op. 10, número 12 de Chopin con la parte de la mano izquierda en octavas
fue escuchada por testigos dignos de consideración como el pianista ameri-
cano William Masonyel crítico Adolph Kullak, y el viejo Cramer —el Cra-
mer de los 60 Estudios— encontró que «Dreyschock no tiene una mano
izquierda, sino dos manos diestras», haciéndolo entrar en la historia del
vestido como «el pianista con dos manos derechas».
La distinción entre virtuoso y músico a que nos atenemos es una distin-
ción de comodidad que, sin embargo, responde en gran parte a la realidad
historicosocial: el espectador corriente que compraba la entrada para ir a
escuchar a Thalberg esperaba algo que Mendelssohn no habría podido
darle, y viceversa. Como Mendelssohn hubo otros pianistas-compositores
que ponían en segundo plano los fines del espectáculo para mirar a los
fines de la cultura. Muy amigo de Mendelssohñ, Ferdinand Hiller debutó
en 1821 con el Concierto, K. 491, de Mozart, fue estimado intérprete del
Concierto número 5 de Beethoven, se dedicó pronto a la dirección de or-
questa y a la organización de la vida musical, y dejó muchas piezas para
piano, alcanzando prestigio internacional con los 25 Estudios, op. 15. Hiller
había vivido algunos años en París y admirado a Liszt y a Berlioz, hasta el
punto de despertar algunas sospechas en su amigo Mendelssohn; más tarde
volvió Hiller a entrar en las filas y fue exponente del clasicismo, o mejor, de
un romanticismo institucionalizado y clasicizante. Sus tres Sonatas, com-
puestas entre 1850 y 1860, y sobre todo la primera, op. 47, son ejemplos de
una capacidad de repensar las formas de la tradición en modos no acadé-
micos, y la evidente dependencia de Mendelssohn y de Schumann no ex-
cluye una atrayente fluidez discursiva y la habilidad de delinear una cons-
trucción de equilibradas y esbeltas proporciones. Bella y agradable música,
pero a la que se ajusta a maravilla la crítica de la que con tranquila cruel-
dad Liszt hacía objeto al Hiller director de orquesta: «La dirección de Hi-
ller es, como toda su personalidad, acomodaticia, muy decorosa, incluso
distinguida, pero sin energía y, por consiguiente, sin autoridad ni electricidad
comunicativa. Se le podría reprochar el carecer de defectos y de no expo-
nerse suficientemente a la crítica. Por lo demás, se las arregla con habi-
lidad para salir del paso en todo, como músico muy bien organizado y
experto, aunque sin ser representante de nada» (carta a la princesa Sayn-
Wittgenstein de 29 de mayo de 1855).
Más limitada fue la fama de dos condiscípulos de Mendelssohn en la
escuela de Ludwig Berger, Wilhelm Taubert y August Gottfried Ritter; Nor-
bert Burgmiiller, artista de gran ingenio, murió a la edad de veintiséis años y
no pudo satisfacer las esperanzas que su Sonata, op. 8, había suscitado. La
hermana de Mendelssohn, Fanny, mujer del pintor Henselt, y por ello co-
nocida como Henselt-Mendelssohn, fue pianista aficionada activísima en
106 EL ROMANTICISMO

los círculos intelectuales y compuso alguna delicada paginilla. Más vasta y


más profesionalmente positiva fue la producción de Clara Wieck, mujer de
Schumann desde el año 1840: primeramente thalberguiana, después men-
delssohniana y finalmente schumanniana, la Wieck ha dejado en las Varia-
ciones sobre un tema de Schumann, op. 20, un trabajo que destaca en la
desmesurada producción de los románticos menores. Es cierto, sin em-
bargo, que Clara fue, sobre todo, una gran pianista, una entre las más gran-
des del siglo y de todos los tiempos.
Otros compositores revelan sobre todo la influencia de las lecciones de
Weber: Carl Loewe en sus Sonatas (entre ellas, la Sonata gitana), el operista
Heinrich Marschner en las Sonatas y en las tres Fantasías, y un joven ar-
tista de fogosa imaginación, en cuya Sonata en La mayor, op. 4, aparecen,
entrecruzándose, ecos beethovenianos, weberianos y schubertianos, y en
cuya Fantasía en fa sostenido menor, op. 3, reparece un Bach agitado y
pendenciero bien diferente del sabio Bach consolador de Mendelssohn. La
Sonata y la Fantasía hacían concebir esperanzas en el desarrollo de un
talento magnífico: el desarrollo existió, pero no entre las ochenta y una te-
clas del piano, y Ricardo Wagner no volvió a componer para el teclado a no
ser para complacer, con pequeñas geniales bobadas, a alguna gentil
amiga.
Wagner no tuvo nunca en cuenta los gustos del público y tampoco los
tuvo Robert Schumann, que en la ejecución concertística ni siquiera consi-
deraba adecuadas dos obras hoy popularísimas, como el Carnaval y los Es-
tudios sinfónicos. No es que Schumann menospreciase el éxito o desdeñase
que Liszt o la amadísima Clara ejecutasen en público algunas de sus com-
posiciones. Precisamente después de haber escrito a Clara, sobre los Estu-
dios sinfónicos, «sería absurdo pretender que el público los comprenda»,
añadía cándidamente: «Sin embargo, confieso que sería para mí una gran
alegría si un día el público se diera con la cabeza contra la pared en un deli-
rio de admiración». No obstante, el placer del éxito y las reacciones negati-
vas de los filisteos no influían en las ideas de Schumann, cuya relación
activa con el público se limitaba a un pequeño grupo de intelectuales ami-
gos suyos y a aquellos lectores a los que llegaba y cuyo gusto orientaba con
su revista Neue ZeitschriftfúrMusik. Si Schumann, como opinaba en 1868 el
crítico italiano Filippo Filippi, «tuvo la debilidad de hacer de crítico»,
nunca una debilidad fue mejor empleada y más fructífera. A través de su re-
vista, Schumann estableció las orientaciones del gusto para todo el siglo y
más allá de él. Fue él quien ayudó en la lucha en favor de Beethoven; quien
indicó el genio de Chopin; quien distinguió a Liszt de los otros virtuosos de
moda y siguió su derrotero con sorprendente agudeza crítica; quien descu-
brió a Brahms, y quien vio en Schubert, con clarividencia profética que sólo
en los últimos años se ha comprendido verdaderamente, al investigador y al
descubridor del piano. «El tiene, especialmente como compositor para
piano, algo más que los otros autores, y entre éstos, incluso que el mismo
Beethoven (que, por lo demás, tan admirablemente, hasta en su sordera, oía
con la imaginación); en este sentido, es decir, que sabe instrumentar más
pianísticamente, de forma que todo resuena así íntimamente, de la profun-
ALEMANIA 107

didad del piano, mientras que, por ejemplo, para Beethoven, debemos ha-
cernos prestar algo para obtener el color del sonido, primero por la trompa,
después por el oboe, etc.» Así escribía en 1835 Schumann, hablando de al-
gunas Sonatas de Schubert. Han hecho falta más de cien años para que la
cultura hiciera suya Áe un modo definitivo e indiscutido esta fundamental
iluminación crítica schumanniana.
Poseyendo una conciencia tan límpida de la historia, Schumann debía
ser el espejo de aquello que su época no podía dejar de ser para suceder dig-
namente al clasicismo vienés. Con Haydn, Mozart, Beethoven y Schubert la
sonata había alcanzado un grado tal de desarrollo que hacía imposible una
ulterior evolución: para Schumann; lo veremos después, la forma sonata se
convierte en un problema de relación con la historia, no de desarrollo his-
tórico. Pero con Schubert y con Beethoven, como hemos dicho, el clasi-
cismo había empezado también a organizar en ciclo las pequeñas formas:
Schumann, partiendo de las experiencias beethovenianas y schubertianas,
se convierte en el creador del políptico. El Beethoven de las Variaciones,
op. 120, y el Schubert de la Wanderer-Fantasie habían superado el concepto
de variación creando el principio de transformación infinita de estructuras
elementales: Schumann ve esta meta como el momento más radical alcan-
zado por el clasicismo, y la aplicación de este principio representa el filón
principal de su operatividad.
Las encantadoras Variaciones sobre el nombre Abegg, op. 1 (1830), repre-
sentan el primer momento, aún no radical, de la poética schumanniana:
basada en un tema derivado de la denominación alemana de las notas
(a=la, b=si bemol, g=sol), el opus 1 es una delicada fantasía de gusto de
salón, de un Biedermeier filtrado a través de una sombra de afectuosa iro-
nía. Las incompletas, emocionantes Variaciones sobre un tema de Beethoven
(1833) se sitúan en el extremo opuesto: son una exploración de las estructu-
ras profundas de un tema, el Allegreto de la Séptima Sinfonía, vuelta irreco-
nocible para hacer de sustrato a una creación surrealista, que supera todos
los cánones estéticos de la época y que, introduciendo citas de otros trozos,
pone como base un análisis sobre núcleos fundamentales del componer
beethoveniano. Si se consideran las Variaciones sobre el Allegretto de la Sép-
tima escritas por el buen abate Gelinek aproximadamente un cuarto de
siglo antes y aún no superadas por el gusto medio de los contemporáneos
de Schumann, se tiene una idea de cuán paradójicas deberían parecer las
variaciones schumannianas: tal vez, visto que las dejó incompletas, a los
ojos del autor mismo. Si el tema con variaciones puede compararse a una
serie de retratos del mismo personaje con diversos vestidos, actitudes y am-
bientaciones, las Variaciones sobre un tema de Beethoven son comparables a
retratos al modo de Picasso o de Braque: ¡imaginen el efecto sobre los cur-
sis de 1830!
En el centro de la poética de Schumann podemos colocar los Estudios
sinfónicos, op. 13, y el Carnaval, op. 9. Los Estudios sinfónicos son el estadio
final de una obra en forma de variaciones largamente elaborada, de la que
se conoce una versión de 1834, una segunda versión de 1834-1835, una ter-
cera de 1837 y una cuarta de 1852. Las versiones tercera y cuarta están pu-
108 EL ROMANTICISMO

blicadas; de la segunda se han publicado cinco piezas y la primera está


inédita. También el título fue modificado muchas veces; se conocen cinco
variantes: Estudios de carácter orquestal, Variaciones patéticas, Fantasías y
final, Estudios sinfónicos y Estudios en forma de variaciones. En general, hoy no
se ejecuta ninguna de las versiones de Schumann, sino que se adopta una
versión mixta entre la tercera y la cuarta, titulada Estudios sinfónicos en
forma de variaciones; y a veces se insertan de diverso modo, en esta versión
mixta, las cinco piezas de la segunda versión.
Las diferencias sustanciales se encuentran entre la segunda y la tercera
versión. El tema es de un aficionado, el barón Von Fricken: dieciséis com-
pases, subdivididos en dos grupos de ocho cada uno, con dos retornelos y
con modulación tónica-dominante y dominante-tónica. En la tercera ver-
sión el tema pierde la rigidez académica que tenía en su origen, se agiliza
formalmente y se «abre» armónicamente (termina sobre la dominante en
vez de hacerlo sobre la tónica), las variaciones se reagrupan de modo di-
verso y más progresivo, se eliminan cinco piezas y se insertan otras nuevas.
La superioridad de la tercera sobre la segunda versión queda fuera de dis-
cusión, pero la segunda, aun siendo íntimamente contradictoria, es del má-
ximo interés, precisamente a causa de la contradicción entre la fidelidad
formal a una estructura rígida como la del barón Von Fricken y la explo-
sión de una fantasía que elabora, además de un nuevo lenguaje, un sonido
considerado en cuanto materia. Hablando de Liszt tendremos ocasión de
comprobar cómo el descubrimiento embriagador de la vida de la materia
(concepción nigromántica, demoníaca, en la tradición de la cultura europea)
pueda luego plegarse a finalidades culturales. En cambio, Schumann se de-
tiene de repente y, tras haber dejado incompletas las Variaciones sobre un
tema de Beethoven, divide la segunda versión de los Estudios sinfónicos y saca
cinco piezas: cinco piezas de una cualidad estética como para aconsejar su
publicación póstuma y, a menudo, la ejecución; pero que a los ojos de
Schumann tenían el inconveniente de iniciar el camino hacia una poética
impresionista a la que se se llega en la Variación en Re bemol mayor, casi
una vibración elemental de todo el teclado en el límite entre sonido y silen-
cio, casi una epifanía del sonido en su momento auroral.
Este nivel estilístico extraordinario apenas se roza en la Variación en sol
sostenido menor de la tercera versión (en la que la oscilación material del
bajo se superpone a un diálogo a dos voces de impresionante intensidad
expresiva), pero resulta indicativo que el experimentalismo lleva a Schu-
mann a superar continuamente los límites culturales de su tiempo, hacién-
dole llegar como músico, no menos que como crítico, a descubrimientos
que madurarán sólo al cabo de dos generaciones.
Tanto en los Estudios sinfónicos como en las Variaciones sobre un tema de
Beethoven, y en otro trabajo en forma de variaciones, el Impromptu sobre un
tema de Clara Wieck, Op. 5, el tema es tratado a menudo a modo de sus-
trato, elemento unificante de ideas que florecen continuamente para sobre-
ponerse a él y ocultarlo. En el Carnaval, op. 9, compuesto entre 1834 y 1835,
se afirma el concepto de variaciones sobre un núcleo en vez de sobre un
tema. El pretexto para la composición, como es bien sabido, nace de la lec-
ALEMANIA 109

tura «musical» del nombre Asch, pequeña ciudad de Bohemia en la que


vivía Ernestine von Fricken, hija del barón que había suministrado el tema
de los Estudios sinfónicos y prometida por breve tiempo de Shumann. Las le-
tras de Asch podían traducirse musicalmente de dos maneras: a=la, s (pro-
nunciada es)=mi bemol, «cEdo, h=si,; o bien, as=la bemol, c=do, h=si.
Como las letras de Asch eran también las únicas letras del apellido Schu-
mann musicalmente legibles, el lazo secreto entre Schumann y la transito-
riamente prometida aumentaba el encanto del Carnaval. Obra que, sin
embargo, no fue dedicada a la señorita Von Fricken, sino al violinista
Carl Lipinski.
No estará fuera de lugar interrumpir aquí el discurso y detenerse en la
afición de Schumann por los símbolos y por la criptografía. Ya hemos visto
que las Variaciones sobre el nombre Abegg parten de la lectura de un nombre
y acabamos de decirlo acerca del Carnaval. Los Estudios sinfónicos, basados
en un tema del barón Von Fricken, fueron dedicados al compositor inglés
William Sterndale Bennet, en el que depositaba Schumann grandes espe-
ranzas: como Inglaterra no había tenido desde hacía más de un siglo un
gran compositor, Schumann introdujo al final de los Estudios sinfónicos un
tema del Ricardo Corazón de León de Marschner, en las palabras «Consué-
late, orgullosa Inglaterra». La Fantasía, op. 17, escrita en el período en que
Schumann luchaba por obtener el permiso para casarse con Clara Wieck,
refleja, dice él mismo, su pasión y su angustia, pero la Fantasía fue también
ofrecida como contribución a la suscripción que Liszt había abierto para
erigir un monumento a Beethoven: Schumann insertó así, al final del pri-
mer tiempo de la Fantasía, una cita del ciclo de LiederA la amada lejana de
Beethoven, y dedicó a Liszt la composición, ligando simbólicamente a Bee-
thoven, Clara y Liszt. La cita, el símbolo, el criptograma alcanzan en Schu-
mann un vértice de virtuosismo que recuerda a los compositores barrocos y
podrían utilizarse para una lectura psicoanalítica de su personalidad y,
sobre todo, para un reconocimiento sobre el demonismo que, a nuestro
modo de ver, late bajo la apariencia del romántico entusiasta y pasional
que ha transmitido Schumann de sí mismo a la posteridad.
Aun sin ahondar aquí en la cuestión, ya hemos señalado las tentaciones
demoníacas —la revelación de la materia— que musicalmente se manifies-
tan en las Variaciones sobre un tema de Beethoven y en los trozos sacados de
los Estudios sinfónicos, tentaciones que fueron rechazadas por Schumann.
En el Carnaval el juego intelectualista es llevado con una ligereza y con una
elegancia que ponen al compositor a salvo, tanto del bocetismo de salón
como de los descubrimientos inquietantes. Y la derivación de temas a partir
de células elementales se convierte para él en un principio de composición
hasta el punto de que, incluso en las inocentes Escenas infantiles, op. 15,
como ha demostrado Rudolf Reti, tres células solas dan origen a trece pe-
queñas piezas de caracteres expresivos enormemente diferenciadas.
En el Carnaval el principio de la variación se une a otro principio que
Schumann extrae del tardío clasicismo beethoveniano y schubertiano, el de
la organización en ciclos de las pequeñas formas. Los experimentos de or-
ganización cíclica, como hemos dicho, no eran sólo de Beethoven y de
110 EL ROMANTICISMO

Schubert, aun cuando solamente Schubert había alcanzado soluciones ver-


daderamente revolucionarias, sino que pertenecían a una cultura que se
había movido en el seno del Biedermeier y que se concentraba en la obra de
Schumann y en la creación del políptico como alternativa a la clásica forma
de la sonata.
El legado de Schubert constituye para Schumann la posibilidad de
acantonar una forma unida al máximo de la entropía, como la sonata, sin
renunciar a la complejidad del discurso y sin caer, por ello, en posiciones
de primitivismo o de folclore. En los Papillons, op. 2, en las Davidsbúndler-
tínze, op. 6, en la Kreisleriana, op. 16, el principio unificador de la serie de
piezas se busca, al menos aparentemente, en la literatura (Flegeljahre de Jean
Paul Richter para el opus 2, el Kapellmeister Kreisler de Hoffmann para
el opus 16, la obra crítica del propio Schumann, inventor de una fantástica
Liga de los hermanos de David, para el opus 6); otras veces los motivos unifi-
cadores se encuentran en la vida familiar (Escenas infantiles, op. 15) o en la
naturaleza (Escenas del bosque, op. 82). Pero incluso colecciones de piezas
con títulos genéricos, como los Intermezzos, op. 4, las Piezas fantásticas,
op. 12, Nachtstúcke, op. 23, o hasta el gran fresco de las Novellettes, op. 21,
muestran una tendencia a la unificación formal que tiene razones más pro-
fundas y de índole estructural. No se puede pasar por alto el valor unifi-
cante del sentimiento suscitado por un texto o por un espectáculo de la
naturaleza, sentimiento que, por ejemplo, se afirma vigorosamente en la
Kreisleriana o en las Escenas del bosque. Sin embargo, la arquitectura de los
polípticos schumannianos parece debida a principios formales, que pueden
ser muy simples en el opus 2 (retorno final de la tonalidad del comienzo y
cita, al final, de la primera pieza) y pueden ser de extrema complejidad en el
opus 6 y en el opus 16. Aquí el compositor supera incluso el principio de la
tonalidad como elemento de cohesión. Ya hemos visto cómo la relación de
tercera mayor descendente se convertía para Schubert en un nuevo princi-
pio formal. Schumann (en el opus 6 y en el opus 16, y también en el opus 23)
experimenta con la relación de cuarta justa ascendente una concepción de
tonalidad ampliada. El opus 6 se inicia en Sol mayor y termina en Do
mayor, el opus 16 se inicia en re menor y termina en sol menor, el opus 23 se
inicia en Do mayor y termina en Fa mayor: la tonalidad no retorna sobre sí
misma cerrando clásicamente el círculo, sino que el círculo se convierte en
espiral y por toda la composición se desarrolla la dinámica psicológica del
movimiento, del camino hacia el infinito. Puede tratarse de una coinciden-
cia fortuita, pero el caso es que esta relación aparecía en la primera compo-
sición para piano de Schubert, la Fantasía para piano a cuatro manos D. 1.
¿Una casualidad o la consecuencia de una inexperiencia? Tal vez. O tal vez
el primer relampagueo de una idea que, después de los experimentos de
Schumann, habría retornado en los Cuadros de una exposición de Músorgski
y habría llegado a una verdadera maduración a finales del siglo, cuando la
tónica, como dice Hans Klaus Metzger hablando de Skriabin, se habría
convertido en «la simple subdominante de la dominante».
Se puede decir que, así como «extrae» del clasicismo principios de orga-
nización formal que considera los más radicales, Schumann
«extrae» del
ALEMANIA 111

piano de Beethoven y de Schubert los principios de la cantabilidad instru-


mental, de la encarnación en la civilización alemana de la utopía antigua.
Su escritura pianística, equilibradísima y, en general, de fácil realización,
no es la de un virtuoso, sino, a lo sumo, quizá, la de un virtuoso frustrado.
Como ya hemos indicado, Schumann había advertido la fascinación del
virtuosismo y había estudiado con ahínco con el padre de Clara, Friedrich
Wieck, pero había fracasado en su empeño, contrayendo, en su intento de
superar ciertas deficiencias fisiológicas, una lesión irreversible. En este con-
texto, también el amor de Schumann por la gran pianista Clara Wieck po-
dría leerse en clave psicoanalítica. De todas formas, en la escritura de
Schumann puede vislumbrarse o bien la fascinante tentación del virtuo-
sismo, O bien los sueños visionarios de quien no es un virtuoso. Las pági-
nas virtuosísticas de Schumann, como las páginas virtuosísticas de Schu-
bert, nacen de potencialidades de las cuerdas, pero no de la invención de
movimientos de la mano contra el teclado, y por esto son difíciles e incómo-
das. En las Variaciones, op. 1, por ejemplo, la exquisita sonoridad perlina y
los elegantísimos arabescos comportan un trabajo durísimo de preparación
y el dominio técnico no es nunca del todo seguro. La Tocata, op. 7, pieza
de un virtuosismo pasmoso, presenta pasajes dé una dificultad descorazo-
nadora, que muy pocos pianistas logran verdaderamente dominar, y la rela-
ción entre la dificultad técnica y el rendimiento sonoro de los Estudios, op. 3
y op. 10, no es ciertamente como para dar satisfacciones al pianista, como
se dice en la jerga musical. Al final del segundo tiempo de la Fantasía hay
un pasaje famoso, famoso precisamente porque causa agitación en casi
todos los ejecutantes, y hasta en un trozo técnicamente mucho más sencillo,
como el número 1 de la Kreisleriana, no resulta del todo fácil hallar un
punto de equilibrio entre el ímpetu y la corrección técnica. Una pieza como
el Preludio de las Bunte Blátter, op. 99, representa una intuición pianística
fulgurante, que será reanudada por el Rajmáninov del Momento musical,
op. 16, número 6, en una escritura dificilísima pero segura, mientras que
Schumann obliga al pianista a esfuerzos no graduados que comprometen
su rendimiento. Si hubiésemos de recordar un momento virtuosístico que
nazca verdaderamente de la invención de gestos, podríamos recordar sola-
mente el Intermezzo del Carnaval de Viena, op. 26, en el que un efecto de eje-
cución a tres manos digno de Liszt se obtiene con una escritura que
contiene en sí no sólo el problema sino también la solución técnica.
Ni siquiera las investigaciones sobre el pedal de resonancia y sobre el
timbre representan un momento verdaderamente relevante del piano de
Schumann. Algunas sugestiones orquestales en la Sonata, op. 11, y sobre
todo el espléndido trabajo de superposiciones de colores tímbricos diversos
en los Estudios sinfónicos constituyen en Schumann la excepción, más que
la regla, y los momentos realmente memorables, en cuanto a invención tím-
brica, son en definitiva pocos: la Variación en Re bemol mayor se destaca
de los Estudios sinfónicos, el número 8 de la Kreisleriana, el número 17 de
las Davidsbúndlertimze, el Pájaro profeta de las Escenas del bosque y no mu-
chos más.
Habíamos dicho que Schumann se vincula al uso del piano en el clasi-
1 EL ROMANTICISMO

cismo vienés: queríamos decir que se sirve de preferencia de una instru-


mentación rica en duplicaciones en octava y en espesamientos acordales
que raras veces se aparta de modos comunes y difusos. Sólo podemos recor-
dar dos ejemplos de instrumentación en octava indudablemente innova-
dora: en el número 7 de Papillons la octava es desmenuzada de un modo
originalísimo, dando la impresión de una doble melodía:

El otro ejemplo pertenece a Reconnaissance del Carnaval: la ribattitura


staccata de la parte inferior prolonga las vibraciones de la parte superior, li-
gada, creando un efecto que no es el de la simple duplicación:!

Animato — (4=400)

Las melodías de Schumann, además de ser concebidas de un modo tra-


dicional (Sueño de las Escenas infantiles, etc.), son concebidas como la resul-
tante de concatenaciones armónicas, como movimientos de líneas dentro
de bloques de acordes: la armonía se mueve rítmicamente (Intermezzo 11 del
número 2 de la Kreisleriana, etc.), pero esto no es la regla, al contrario de

Se encuentra un procedimiento análogo en el Estudio, op. 2, número 9 de Henselt. El Carnaval se pu-


blicó en 1837 y los Estudios de Henselt fueron reseñados por Schumann en 1838. La «prioridad» correspon-
dería pues a Schumann, pero es posible que otros hubiesen empleado anteriormente este tipo de instru-
mentación.
ALEMANIA 113

cuanto ocurre en Chopin, movimiento de partes internas que tiende a po-


nerse como polifonía. Al contrario de Chopin, Schumann no trata en gene-
ral de dar una personalidad melódica al movimiento de las partes internas,
más bien, en algunos casos, desarrolla una especie de diálogo, no contra-
puntístico, entre la melodíay una parte interna, como por ejemplo en el nú-
mero 3, Warum?, de las Piezas fantásticas.
La disposición pianística es a menudo parecida a la de Mendelssohn
(número 1 de las Escenas infantiles), pero mientras en Mendelssohn la arti-
culación rítmica de las armonías confiere fluidez a la melodía, en Schu-
mann la impresión es de estaticidad, de un movimiento que vuelve a sí
mismo, de un clima de angustia, de amenaza o de dulzura melancólica fuera
del tiempo y de la vida. El primero entre muchos ejemplos de esta escritura
schumanniana puede encontrarse en el número 17 de las Davidsbindler-
tánze, indicado como 4Aus der Ferne. En el número 2 de las Davidsbúndlertánze
encontramos otra característica del estilo de Schuman: la animación de la
armonía se obtiene no con movimientos homorrítmicos, sino polirrítmicos,
es decir, con superposiciones polirrítmicas: detalle que, paradójicamente,
neutraliza el ritmo y aumenta la impresión de estaticidad. Un estilema tí-
pico es el del movimiento polirrítmico combinado con una variante simpli-
ficada de la disposición a lo Thalberg, con división de la melodía entre las
dos manos y arpegio envolvente (Hoja de álbum, op. 99, núm. 5).
Schumann prefiere generalmente una escritura muy densa, que sostiene
y refuerza el «peso» de una melodía colocada en el registro central del ins-
trumento. La Romanza en Fa sostenido mayor, op. 28, núm 2, es quizá el
ejemplo típico de un estilo personalísimo: los pulgares de las dos manos
sostienen la melodía en terceras, los otros dedos hacen oscilar lentamente
las armonías, y el efecto resultante es de una dulzura apasionante en la que,
como Schumann decía de Schubert, «todo resuena muy íntimamente,
desde la profundidad del piano»:
Einfach. (9.100)

Hand
Rechte

Prefiriendo el registro central, cuando se desplaza hacia el registro


agudo Schumann suele duplicar la melodía en octava. No se puede hablar
simplemente de una derivación de Beethoven y de Schubert, pero es un
hecho que estos dos caracteres de la instrumentación los encontramos en
Beethoven y en Schubert, mientras que no los encontramos, por ejemplo,
114 EL ROMANTICISMO

en Chopin. El estilo de Schumann, compositor para piano, pero no virtuoso


del piano, es por esto, como por otros aspectos, conservador, tradicional;
pero la renovación se produce en cuanto al significado expresivo y, sobre
todo, por la falta de sentido discursivo que caracteriza a Schumann y que
hace resaltar su alejamiento del clasicismo y de su humanismo.
El alejamiento del clasicismo no excluye el problema, que es percibido
por todos los románticos, de la continuidad de la cultura. Para Schumann
el significado de este problema se expresa, ante todo, por la necesidad de no
abandonar definitivamente la gran forma tradicional de la sonata. Las
tres Sonatas (op. 11, op. 14 y op. 22) y el Concierto, op. 54, afrontan la forma
de la sonata en su estructura clásica que, al final del período clásico, se «ex-
traía» de una realidad multiforme para ser considerada ejemplar por teóricos
como Reicha y Czerny, y poco más tarde, por A. B. Marx. La Sonata, op. 11
(1833-1835), afronta ya, en realidad, el tema ideológico del fin del concierto
como pieza para piano y orquesta, tema que aparece claramente en la pri-
mera versión de la Sonata, op. 14 (1835-1836), y titulada, como ya hemos
dicho, Conciertos sin orquesta: pero esta vía fue abandonada por Schumann,
que en 1853 retocó la composición y la tituló Sonata. En la Sonata, op. 22
(1835-1838), en cambio, Schumann afrontaba el problema de utilizar el es-
quema clásico no con fines de dialéctica musical, sino como Schubert, de
suspensión del tiempo real, de creación de un tiempo onírico: también esta
vía fue abandonada de repente. Las perspectivas del Concierto, op. 54 (1841-
1845), son, en cambio, netamente neoclásicas: desaparece el intento de
apropiación y de superación de la tradición entendida como legado histó-
rico global y se busca en el clasicismo mozartiano-beethoveniano el punto
de enlace con el momento de la tradición considerado excelso.
El carácter neoclásico del Concierto se mantiene principalmente en la
reintroducción de la cadencia, que en el contexto del primer tiempo vuelve
a convertirse en el punto en que el solista concentra sobre sí la atención del
público. Neoclásicos son los conceptos de contraposición entre solista y or-
questa (parte central del primer movimiento) y del solista que acompaña
instrumentos de la orquesta (comienzo del desarrollo del primer movi-
miento, parte central del segundo movimiento, varios momentos del final,
etcétera). Pero en el Concierto, op. 54, se encuentran también vastísimas
secciones del primer y del tercer movimiento en las que el solista es, en rea-
lidad, autosuficiente y es acompañado por la orquesta mediante simples
duplicaciones, sin ninguna integración recíproca.
En este sentido Schumann se parece mucho a Mendelssohn, porque re-
chaza, como Mendelssohn, las más extremas manifestaciones del virtuo-
sismo, pero sin superar el concepto de predominio del solista. De deriva-
ción mendelssohniana es, además, la unificación temática parcial: los dos
temas principales del primer tiempo son sustancialmente idénticos, y el
tema principal del final deriva directamente del tema principal del primer
movimiento (la derivación es puesta de manifiesto por las dos citas del
tema del primer movimiento —clarinetes y fagots, con repiques del piano—
al final del segundo movimiento). También en esta vía las soluciones radi-
cales serán las de Liszt, que en el segundo Concierto (terminado en 1861)
ALEMANIA 115

llegará a la completa unificación temática. En cambio, el completo retorno


neoclásico a la concepción mozartiano-beethoveniana lo alcanzará Brahms
en el Concierto, op. 15 (terminado en 1858). Por lo tanto, el Concierto,
op. 54, debe considerarsé. históricamente como punto intermedio entre la
denuncia de una crisis (Mendelssohn) y dos posibles soluciones (Liszt y
Brahms), ambas presentes en Schumann.
El valor estético y la riqueza emotiva de las tres Sonatas y del Concierto
están fuera de discusión, pero las estructuras formales de estas composicio-
nes parecen en conjunto menos interesantes que las del Carnaval o de los
Estudios sinfónicos, porque el dominio de la forma sonata es, sin embargo,
siempre dominio de una abstracción, de una realidad cristalizada con la
que Schumann quiere medirse. Más significativo, a nuestro juicio, es el in-
tento de considerar la sonata no como un género, y su forma no como una
abstracción, sino como una estructura arquetípica sujeta a evolución histó-
rica. Si el Carnaval de Viena, op. 26, puede representar un ejemplo de reanu-
dación de la «sonata característica» de los siglos xvm y xix, en el límite
entre la sinfonía y la serenata, en los tres movimientos de la Fantasía,
op. 17, revive la grandiosidad de la fundación, de concepción y de signifi-
cado conceptual de la sonata clásica, en formas y en órdenes no tradiciona-
les. Podría decirse que los tres movimientos de la Fantasía representan en
orden inverso los tres movimientos de la Sonata quasi una fantasia, op. 27,
núm. 2 de Beethoven. Aunque no pretendiendo establecer comparaciones
que podrían parecer forzadas o incluso mistificantes, la relación entre la
concepción de la Fantasía y la idea de la sonata clásica parece fuera de
duda. El momento, a nuestro modo de ver, más significativo de esta rela-
ción schumanniana con el clasicismo lo encontramos en la Humoreske,
op. 20, que nos parece que representa una síntesis entre el principio del po-
líptico y el principio de la sonata: un políptico que, por así decirlo, fija la
sonata a través de un vidrio esmerilado, un políptico que no es una sonata,
pero sobre el cual se ve proyectada la sombra de la sonata.
Junto a la relación evolutiva con la tradición, expresión de conciencia
del presente y de conciencia de la historia, vive en Schumann un clasi-
cismo que sería imprudente definir como académico, pero que, sin em-
bargo, se colorea a veces con tintes académicos. Las Fuguetas, op. 126, fueron
escritas quizá con intenciones didácticas y revelan la concepción román-
tica de la ejecución al piano de la fuga, incluso de la fuga bachiana, transfe-
rida a la didáctica pianística desde finales del siglo. Pero el punto verda-
deramente sorprendente y problemático del clasicismo schumanniano lo
hallamos en los Estudios, op. 56, y en los Bosquejos, op. 58, para piano con
pedales. La idea de unos pedales con sus cuerdas ya la había tenido Mo-
zart, a quien el piano con pedales permitía reforzar la sonoridad del regis-
tro bajo y ampliar su extensión. La extensión del registro bajo se obtuvo
luego con los nuevos sistemas de fabricación, y Field había inventado el
modo de hacer durar en vibración el bajo manteniéndolo con el pedal de
resonancia. Este uso del pedal de resonancia, si bien es precioso en la mú-
sica no netamente contrapuntística, «estropea» los contrapuntos de las par-
tes intermedias (éste será uno de los problemas que la transcripción
116 EL ROMANTICISMO

pianística de las páginas para órgano de Bach deberá afrontar a partir de


la mitad del siglo). En cambio, Schumann experimenta un piano sin pedal
de resonancia, un instrumento en el cual un complejo juego polifónico, mo-
vimientos de líneas y de masas, se produce sin halos y con la claridad de un
grabado. El piano con pedalera no entró en el uso normal, han quedado
pocos ejemplares y hoy pueden escucharse a lo sumo los Estudios, op. 56,
en la versión para dos pianos de Debussy. Pero la idea de una sonoridad
pianística de timbre neutro representa un comienzo de retorno clásico, el
sueño de un piano que recupera la literatura clavicembalística sin tur-
barla con una sonoridad demasiado expresiva. Serán las investigaciones
sobre el toque iniciadas por Chopin y Liszt las que llevarán a resolver,
aunque sea provisionalmente, este problema, y a enriquecer de todos
modos las posibilidades tímbricas del piano. El uso del piano con peda-
lera —con Schumann en Alemania, con Alkan en Francia— revela, sin
embargo, la sensibilidad de quien busca la metamorfosis del sonido pia-
nístico en relación con un sueño de recuperación histórica y de nuevo
clasicismo.
Schumann, como hemos dicho, no era un virtuoso del piano: hecho que
no tiene mucha importancia para nosotros, pero que la tenía, en cambio,
para sus contemporáneos, y que lo excluía del desarrollo del concertismo
solístico, hasta el punto de que, en cierto sentido, se hacía necesario para él
ejercer la actividad de crítico en cuanto educador del gusto, para abrir para
sí la posibilidad de relación con el público, que Thalberg y Liszt obtenían
presentando ellos mismos sus propias composiciones. En el Estudio general.
Enciclopedia de pasajes brillantes para el piano extraídos de las obras de los céle-
bres pianistas antiguos y modernos, de Carl Czerny, figuran compositores
desde Bach y Scarlatti hasta Liszt y Henselt, pero no figura Schumann. Y
Czerny, en el Método, divide la historia del piano en seis escuelas: 1) de Cle-
menti, 2) de Cramer y Dussek, 3) de Mozart, 4) de Beethoven, 5) de Hum-
mel, Kalkbrenner y Moscheles, 6) de Thalberg, Liszt y Chopin. Schumann
y Schubert no son tomados en consideración por Czerny, que a su manera
era un historiador y un teórico del piano, pero que, siéndolo precisamente a
su manera, «extraía» de la literatura pianística el filón que llevaba a la afir-
mación del concierto público y de pago como medio principal de difusión
de la música. Czerny era un teórico coherentísimo, que se identificaba con
una ideología y que veía en el piano el punto de apoyo de un gigantesco me-
canismo de difusión social de la música. Había empezado como pianista y
como compositor, había sido alumno de Beethoven, había escrito en 1826
una Sonata, op. 7, de empeño musical cual correspondía a un alumno de
Beethoven, había compuesto conciertos; también había dejado, con las Va-
riaciones sobre el Recuerdo, Op. 33, una típica pieza Biedermeier que Horo-
wItz, al cabo de cien años, redescubrió e introdujo en la historia de la
interpretación; había estudiado y ejecutado en privado todas las Sonatas de
Beethoven y en público, en primera ejecución en Viena. el Concierto nú-
mero 3. Como ejecutante era tímido y como compositor no tenía mucho in-
terés en renunciar (lo habían hecho, en cambio, Mozart y Beethoven)
al
predominio del piano.
ALEMANIA 117

En condiciones análogas, pero en una sociedad burguesa y empresarial,


Clementi se había convertido en editor de música y fabricante de pianos.
En la sociedad aristocrática y patriarcal de Viena, Czerny se hizo didacta.
Un mago y un metafísico dé la didáctica, un didacta que sentía profunda-
mente la misión de llevar a una dimensión racional, aprendible y comuni-
cable todo lo que se había descubierto y se iba descubriendo del piano, y
que se batía con la fuerza del león y con la astucia de una serpiente para
triunfar en el empeño (como dice otro gran didacta, Matthay) de «clavar la
leve punta de la cuña del Saber allí donde la corteza de la Ignorancia es
menos gruesa».
La producción didáctica de Czerny es inmensa y cubre todos los aspec-
tos de los problemas pianísticos: desde Mi primer maestro de piano hasta la
Escuela del concertista pasamos a través de todos los grados del Parnaso pia-
nístico, con metodicidad pero no con aridez. Czerny se sirve, como medio de
adiestramiento principal, del estudio, no del ejercicio. La fórmula técnica,
no construida geométricamente, sino extraída de la literatura, se convierte
en tema de una pieza, que presenta en varias tonalidades (y, por lo tanto, en
varias posiciones de teclas blancas y negras) y que se vuelve familiar me-
diante la repetición. El principio de la repetición es fundamental en la di-
dáctica del siglo xix (y lo es, con implicaciones diversas, también hoy), y
Czerny lo sigue con confianza pero sin abandonar nunca el concepto del
valor de la música, de la discursividad, del interés artístico. En todas las co-
lecciones de estudios de Czerny, se encuentran trozos que se imponen in-
cluso por su amenidad, y una colección al menos, la Escuela de la velocidad,
op. 740, es de nivel estético constante. Se explica así la opinión de Stra-
vinsky, que en la Crónica de mi vida escribió algo aparentemente paradójico
y, para uno que no apreciaba a Wagner, hasta escandaloso, pero que corres-
ponde a la verdad: «Empecé, ante todo, a soltarme los dedos, tocando un
montón de ejercicios de Czerny, lo que no sólo me fue muy útil, sino que
me procuró un verdadero placer musical. Además del esforzado didacta,
siempre he apreciado a Czerny como músico de casta».
Opinión que no puede por menos de compartir quien haya tocado los
Estudios de Czerny y que se hace extensiva, incluso con mayor razón, a los Es-
tudios de Cramer. Ni siquiera hay que descartar que los Estudios de Czerny
y de Cramer puedan convertirse en piezas de concierto. Se han convertido
en tales los Preludios y Fugas del Clave bien temperado, que el autor había
pensado como obras didácticas. Aun cuando ni Cramer ni Czerny sean
creadores de la talla de Bach, el placer estético que producen algunos de sus
Estudios al que los toca es muy intenso. El límite de los Estudios de Czerny,
con respecto a los Estudios de Chopin o de Liszt, es el de ser obras basadas
en la literatura existente, en vez de búsquedas experimentales orientadas
hacia la creación de una nueva literatura. Su mérito es el rigor, la escrupu-
losidad, la fe con que se entiende la didáctica: propagación de descubri-
mientos, de ideas, incluso vulgarización de la cultura; no comercialización.
En Czerny se admira, además del «músico de casta», el candor del fraileci-
llo que se esfuerza en comprender y en hacer comprender lo que los héroes
han descubierto.
118 EL ROMANTICISMO

La importancia de la obra de Czerny en la historia de la didáctica es


enorme. El defecto de su método didáctico consistía en el latente peligro de
inducir al alumno a la ejecución automática, incontrolada. No se trata aquí
del automatismo fisiológico, es decir, de la capacidad de alcanzar automáti-
camente, durante la ejecución, los necesarios condicionamientos muscula-
res. El automatismo de Czerny es el automatismo psicológico, o sea, la
capacidad de reproducir inconscientemente también el discurso musical,
de reproducirlo sin representárselo. Ya en el Método tenemos de qué asustar-
nos: solamente el ejercicio diario de las escalas debe durar, según Czerny,
una horita por los menos. El que quiera ejecutar en público una pieza sin
temor deberá estar en condiciones de ejecutarla «a solas unas diez veces se-
guidas, por lo menos, sin la menor equivocación». Pero cojamos la Escuela
del concertista. Los Estudios están constituidos por una serie de períodos,
cada uno de los cuales debe repetirse ocho o dieciséis o veinte e incluso
treinta veces. El primer Estudio —tres páginas impresas— ejecutado a la
manera de la escuela de Czerny dura veinticinco minutos, el sexto treinta, el
catorce cuarenta y tres, el cuarenta y ocho (cuatro páginas) una hora y once
minutos: poco más o menos, la ejecución de la Escuela entera, que agota
todos los problemas técnicos hasta Beethoven, ¡dura veinte horas! Después
de esto no debe extrañarnos si Liszt, cuando estudiaba el piano, conside-
raba necesarias ocho o diez horas de trabajo diario, con no menos de tres
horas dedicadas a la técnica pura. Por lo demás, era ésta la tendencia
común a todas las escuelas, con la excepción de Hummel, y la responsa-
bilidad se repartía por igual entre Czerny, Cramer, Kalkbrenner y Cle-
menti, que casi octogenario ejercitaba durante horas la mecánica. La
explicación del fenómeno está, en primer lugar, en el hecho de que nadie
había entendido aún verdaderamente la naturaleza del ejercicio y, en se-
gundo lugar, en la práctica de una actividad que ya ha ocurrido citar inci-
dentalmente y en la que bueno será que nos detengamos un momento: la
improvisación.
El pianista del siglo xvin había sido al mismo tiempo compositor y eje-
cutante; y por ser compositor, avezado en escribir continua y rápidamente, y
por ser ejecutante, habituado a leer casi siempre a primera vista y a comple-
tar, a menudo de improviso, una parte incompleta, el pianista del siglo xvm
había sido improvisador. La improvisación era para él una prolongación
de los otros dos aspectos de su actividad: cuando se desarrollaba libremente
(es muy verosímil pensarlo) la improvisación se volvía hacia los pensa-
mientos musicales en torno a los cuales el compositor estaba trabajando en
aquel momento; cuando se volvía hacia un tema obligado, la improvisa-
ción presentaba algunos desarrollos o variaciones del tema, ligados por
algún relleno (modulaciones, movimientos rítmicos neutros, pasajes de ha-
bilidad), bueno en todas las ocasiones.
Este modo de improvisar podía ser interesante o no interesante, podía
salir bien o salir mal. Incluso a un Beethoven, como recordaban algunos
que le escucharon, le salían muy mal las improvisaciones. De todas formas,
la improvisación debía haber caído en desuso cuando la ejecución empezó
a desvincularse de la composición. En cambio, sobrevivió como prueba de
ALEMANIA 119

particular habilidad, mientras que la progresiva afirmación del concierto


como espectáculo obligaba al pianista a asumir el compromiso preventivo,
programático, de improvisar sobre temas elegidos por el público. Las escue-
las pianísticas, que preparaban al alumno para todas las exigencias de la
carrera concertística, se las ingeniaron para hallar el modo de superar la
prueba de la improvisación siempre, y siempre bien.
No se trataba tanto de hacer la improvisación, como se dice vulgar-
mente, preparada en casa; se trataba más bien de improvisar de verdad sólo
una parte mínima de la improvisación, es decir, de tener a punto toda una
batería de fórmulas técnicas sobre las cuales adaptar algunas variaciones
del tema dado: aquellas fórmulas que en el siglo xvm eran las cuñas o relle-
nos, en el xix tienden a convertirse en la sustancia de la improvisación.
Beethoven se percató de pronto de la vacuidad del nuevo estilo de improvi-
sación: «Se sabe desde hace siglos que los más grandes pianistas eran tam-
bién los más grandes compositores; pero ¿cómo tocaban? No ya como los
pianistas de hoy que se divierten recorriendo a lo loco el teclado, arriba y
abajo, con pasajes estudiados de memoria. Pisa por aquí, resbala por allá:
¿qué significa esto? Absolutamente nada. Los virtuosos del piano, de valor
demostrado, cuando se ponían ante el instrumento, tocaban piezas que te-
nían un nexo y no cosas fragmentarias; podían considerarse, al estar escri-
tas, como obras conducidas a término con todas las reglas del arte. Y a esto
se le llama saber tocar el piano. El resto no cuenta para nada».
Beethoven no podía saber que los pianistas se estaban convirtiendo len-
tamente, muy lentamente, en intérpretes. Pero su juicio sobre la improvisa-
ción tal como se practicaba en sus tiempos, debía ser exacto. El pianista que
improvisaba en público estaba en condiciones de ejecutar con absoluto au-
tomatismo y en todas las tonalidades, todo el repertorio de sus habilidades,
de suerte que ninguna preocupación de ejecución le impidiese predisponer
mentalmente la elección de los efectos más adecuados al tema o a los temas
elegidos por el público. Czerny (El arte de improvisar dejado a la inteligencia
de los pianistas) enumera y estudia seis clases de improvisaciones, pero con-
sidera que improvisando en público la mejor solución consiste en recurrir
al pot-pourri o a la variación y, efectivamente, por lo que se desprende de las
crónicas periodísticas, las improvisaciones no se salían casi nunca de los
esquemas sugeridos por nuestro didacta. Incluso los músicos de gran valía
terminaban por ser encadenados por los esquemas ordinarios de improvi-
sación: ¡figurémonos los menos importantes! Mendelssohn, escribiendo
desde Munich a su padre, el 18 de octubre de 1831, decía: «Me he confir-
mado en mi opinión de que es una insensatez improvisar en público. Me
parece que raras veces me he sentido tan como un tonto como cuando me
senté allí para prodigar mi fantasía al público. La gente quedó bastante sa-
tisfecha y no cesaba de aplaudirme. La reina me dijo todas las cosas más
halagieñas; pero yo estaba de mal humor, porque el improvisar no me
agradaba y no volveré a hacerlo más en público. Es una mala costumbre y
al mismo tiempo una locura».
Esta mala costumbre revestida de locura se mantuvo hasta alrededor de
la mitad del siglo y desapareció con la definitiva consolidación del recital
120 EL ROMANTICISMO

de planteamiento historicista, del que hablaremos más adelante. En cam-


bio, permaneció viva la improvisación de los compositores que a menudo
eran instrumentistas bastante hábiles. Y algo se nos ha conservado directa-
mente: sobre algunos viejísimos cilindros de cera podemos oír aún impro-
visaciones de Saint-Saéns, de Albéniz, de Granados.
CapíTULO II

París

Hacia los años 1760-1770, como hemos dicho incidentalmente, París


había sido un polo de agregación para algunos cómpositores, sobre todo al-
sacianos, pero con la Revolución y con la consiguiente emigración de mu-
chos músicos, el máximo centro de agregación, en sentido cuantitativo,
había sido Londres: decimos en sentido cuantitativo, porque es evidente
que nada ni nadie puede hacer sombra a la civilización vienesa en el pe-
ríodo del clasicismo. Hacia 1830, muertos Beethoven y Schubert, traslada-
dos a otro lugar Hummel y Moscheles, quedando en Viena sólo Czerny,
París se convirtió, tanto en sentido cuantitativo como en sentido cualitativo,
en la verdadera capital del piano.
Las causas del fenómeno fueron múltiples y no fáciles de distinguir y de
enumerar. Cabe considerar la posición geográfica, que en tiempo de paz fa-
vorecía las relaciones internacionales, la revolución de Julio, que llevó al
poder a la burguesía, la riqueza de la vida cultural y también el genio inven-
tivo de un obrero, Henry Pape, y de un industrial, Sébastien Érard. Érard
había nacido en 1752 en Estrasburgo, se había establecido en París en 1768
siguiendo la corriente migratoria alsaciana, había entrado en el taller de un
constructor de clavicémbalos y había construido un clavicémbalo mecá-
nico; al cabo de algunos años había podido instalar un taller en casa de la
duquesa de Villeroy y aquí, en 1777, había construido su primer piano de
mesa; luego había abierto tienda junto con su hermano y había producido
solamente pianos de mesa, teniendo que afrontar también un pleito con la
corporación de los violeros. Con la Revolución, siguiendo también en este
caso la corriente, Sébastien Érard se trasladó a Londres, donde abrió un ta-
ller y estudió los pianos y los sistemas de fabricación de Broadwood. A su
vuelta a París, en 1796, empezó a construir pianos de cola según el modelo
de los Broadwood: uno de estos instrumentos suyos, como hemos dicho, fue
el que poseyó Beethoven.
Durante algunos años, Érard se ocupó también a fondo del mecanismo
del arpa, procurando superar los viejos límites y logrando que la técnica de
As EL ROMANTICISMO

construcción de este instrumento cobrase un impulso decisivo. Con el arpa


se recuperaba, adaptándola a los nuevos tiempos, la estética sonora del cla-
vicémbalo: instrumento de cuerdas punteadas, pero sensible al tacto y en
condiciones de difuminar la dinámica. El éxito del arpa fue en aquel mo-
mento muy grande, hasta el punto de que se escribieran, además de piezas.
para arpa sola, duetos o sonatas a dúo para arpa y piano. Sin embargo, la
combinación arpa-piano no fue duradera, porque el volumen de sonoridad
del piano aumentó, por las razones que ya dejamos indicadas, mientras que
la tensión de las cuerdas del arpa, que eran tocadas directamente por los
dedos del ejecutante, no podía ser elevada.
Érard comenzó a apartarse del tipo inglés de piano cuando inventó (la
patente es del año 1809) la agraffe, abrazadera, pequeña púa metálica hora-
dada a través de la cual pasa la cuerda y la mantiene bien anclada al ma-
dero; poco después, en aquellos mismos años, Érard montó con gran éxito
en sus pianos un mecanismo de pedal, el celeste o voz angélica, que consis-
tía en una finisima tira de fieltro interpuesta entre los macillos y las cuer-
das. No sabemos si se trataba exactamente del sordino de Beethoven y de
Schubert, pero no se trataba del burdo dispositivo, la sordina, que en algu-
nos pianos verticales ayuda al pianista a no romper los timpanos de los ve-
cinos. En cambio, el celeste debía ser tímbricamente interesante, hasta el
punto de aparecer citado y analizado por Louis Adam en su importantí-
simo Método: Adam consideraba que el celeste unido al pedal de resonan-
cia permitía imitar perfectamente la armónica de cristales, «cuyos sonidos
actúan tan potentemente sobre nuestras fibras».
El tercer invento de Érard, el doble escape, patentado en 1821, provocó
un salto decisivo de calidad en la mecánica. No es posible explicar el fun-
cionamiento del doble escape, que es un pequeño milagro de ingeniosidad
mecánica, de infinitesimales relaciones entre impulsos, recaídas y movi-
mientos frenados. Los efectos son, sobre todo, dos: el sistema de palancas,
más resistente al toque pero mucho más graduado en el movimiento, per-
mite dominar mejor la velocidad que hay que imprimir al macillo, y es po-
sible obtener una nueva percusión sin dejar que la tecla vuelva enteramente
a la posición de reposo. Suele decirse que el invento de Érard ayudaba es-
pecialmente a la ejecución de las notas repercutidas: curiosa observación,
que limita su eficacia a un aspecto marginal, aunque importante. En cam-
bio, el doble escape facilita enormemente los trozos de agilidad en espacios
restringidos, desde los trinos a los trémolos en las figuraciones sobre frag-
mentos de escalas o de terceras sueltas, etc., porque permite no preocu-
parse por la «salida» del dedo de la tecla: el dedo, después de la percusión,
queda por un instante en posición de reposo muscular, es vuelto a empujar
hacia arriba por el retorno mecánico de la tecla y puede volver a entrar en
acción incluso si la tecla no ha vuelto aún a levantarse enteramente. En
cambio, con el escape simple el ejecutante debe siempre asegurarse de que
la tecla haya vuelto a la posición de reposo antes de repercutirla, y en la prác-
tica debe realizar un movimiento de «retirada» del dedo de la tecla. Ade-
más, el doble escape ofrece otra ventaja, porque en movimiento lento
permite, sin el peligro de que la tecla escape al control, hacer oscilar ligera-
PARÍS 193

mente, «desplomarse» la tecla antes de abajarla para producir el sonido y,


por consiguiente, calcular su resistencia y acompañar con mayor seguridad
su descenso. Ultimo efecto posible con el doble escape, pero no indicado
por los compositores y raramente usado por los ejecutantes, por ser de re-
sultado siempre inseguro; es la percusión obtenida sólo con el segundo es-
cape, lo cual da un sonido tenue y sofocado.
Las ventajas del doble escape son las ventajas de un perfeccionamiento
de la máquina. La máquina se usa con más facilidad, pero la mayor facili- -
dad resta también algo a los pocos que ya habían desarrollado, con sus ca-
pacidades personales, un altísimo grado de dominio. Chopin, por ejemplo,
no era precisamente entusiasta del doble escape y no prefería los pianos de
Érard, sino los de Pleyel: «Los Pleyel son el non plus ultra», decía, y ya en el
año 1839 compró a Pleyel un piano sin doble escape.
lgnaz Pleyel, que con Érard contribuyó de un modo decisivo a hacer
triunfar por una veintena de años la industria francesa del piano, era aus-
tríaco de nacimiento. Músico, alumno de Haydn, compositor fecundísimo,
tras haber vivido también en Londres de 1791 a 1793, había abierto, a fina-
les del siglo, en París, una casa editora y en 1807, una fábrica de pianos.
Pleyel no era un técnico del instrumento, pero de 1811 a 1818 se valió de la
obra de Henry Pape, y desde 1824 tuvo como socio a Kalkbrenner. Henry
Pape, alemán de origen, era uno de aquellos artesanos tan enamorados del
piano e interesados en su desarrollo que sentían el movimiento de palan-
quitas, muellecitos, pernos, piececitas de fieltro y de piel como se siente el
movimiento de los propios miembros. Sus patentes relativas al piano supe-
ran el centenar, sus modelos son a menudo de forma extraña (oval, re-
donda, hexagonal), sus intentos de acoplar dos macillos para cada tecla y
llevar la extensión a ocho octavas pertenecen a la historia más curiosa del
instrumento. Los inventos de Pape, no obstante, que enriquecieron el ins-
trumento y que entraron a formar parte establemente de su estructura fue-
ron sólo dos: la cobertura en fieltro del macillo, que ya hemos recordado, y
que aumentaba la posibilidad de variación del timbre; y el entrecruza-
miento de las cuerdas de los registros medio y agudo encima de las cuerdas
del registro grave, que permitía alargar las cuerdas (y por lo tanto, aumentar
su calibre y el volumen de sonido) manteniendo inalteradas las dimensio-
nes del mueble.
Ni Pape ni otro genial artesano, Jean-Louis Boisselot, que tenía tienda
en Marsella, contribuyeron verdaderamente a desarrollar la industria, pero
llevaron a cabo una preciosa labor de investigación. Pleyel, a partir de 1830,
chapeaba también con madera de acacia la tabla armónica de abeto, obte-
niendo así una sonoridad inconfundible. Sébastien Érard e Ignaz Pleyel,
fallecidos ambos en 1831, fueron sustituidos respectivamente por el nieto
Pierre y el hijo Camille, los cuales continuaron trabajando con inteligencia,
multiplicando sobre todo los experimentos sobre las barras metálicas de
tensión insertas en el marco de madera. El invento del doble escape ponía
en crisis la industria vienesa; en Alemania no había habido, después de
Stein, un fabricante de importancia internacional; y James Shudi Broad-
wood (John había muerto en 1812) se preocupaba más por sacar fruto de las
124 EL ROMANTICISMO

posiciones alcanzadas que de ampliarlas. Hasta aproximadamente la mi-


tad del siglo la industria francesa estuvo pues en vanguardia y hasta enton-
ces París fue el centro piloto de uno de los momentos cruciales en la
historia del piano.
El joven pianista-compositor polaco Frédéric Chopin, que en 1830 par-
tiera de la provinciana Varsovia hacia la conquista del mundo, después de
ocho meses de inútil estancia en Viena y después de volver a partir de Viena
con un pasaporte válido para Londres, «vía París», cuando llegó a París
olió en el aire la brisa de tiempos nuevos y decidió quedarse.
Como todos los virtuosos de su generación, Chopin había mirado no
hacia Beethoven, sino hacia el Biedermeier, y si se hubiese muerto a los die-
ciocho años, sería hoy considerado uno de tantos jóvenes prometedores, des-
tacando por su originalidad de melodista, y porque sabía usar con habili-
dad ciertos caracteres lexicológicos del canto popular polaco. La tesis crí-
tica del buen tiempo antiguo, la tesis de un Chopin que no le debe nada a
nadie, que se hace a sí mismo y es maduro a los dieciocho años (tesis in-
mortalizada por la lapidaria frase del exegeta chopiniano y general del ejér-
cito Gustavo Pesenti, que estableció que «Chopin es absolutamente ami-
metobio») no resiste a una investigación histórica un poco profunda. Hay
que preguntarse cómo Chopin, joven genio que vivía en un centro menor
y que (al contrario, por ejemplo, que sus coetáneos Thalberg y Liszt) no
podía tener un conocimiento directo y continuo de los protagonistas del
momento, se orientó hacia el Biedermeier. Chopin conoció la realidad
como provinciano, es decir, con un conocimiento fragmentario y de se-
gunda mano. Sabemos que frecuentando establecimientos comerciales de
música de Varsovia tuvo ocasión de leer las partituras (de Hummel, de
Moscheles, de Field, de Kalkbrenner, etc.) cuya difusión se efectuaba a es-
cala internacional; que pudo conocer el estilo de Kalkbrenner. a través de
Alexander Rembielinski, alumno en París de Kalkbrenner; que fue muy
amigo de Morits Ernemann, alumno en Berlín de Ludwig Berger; que pudo
conocer el estilo de Field a través de Maria Szimanowska, llamada «el
Field femenino», pianista-compositora amiga de Field y mujer bellísima,
locamente amada por Goethe; y que pudo escuchar en Varsovia, en 1828, a
Hummel.
En 1829 escuchó también, en Varsovia, a Niccoló Paganini. No parece
que Paganini influyera en él en la medida en que influyó en Liszt: el Souve-
nir de Paganini recoge el demonismo paganiniano sólo en su aspecto más
paradójico: la pura belleza angélica. Se podrían observar aspectos pagani-
nianos en la Variación número 4 y en el final de las Variaciones sobre un
tema del Don Juan, Op. 2; pero las Variaciones fueron escritas en 1827, antes
de que Chopin escuchase a Paganini, y reflejan estilos violinísticos muy difu-
sos. Violinístico, y quizá, esto sí, paganiniano es el primer solo del Concierto
en mi menor, escrito en 1830. La línea melódica se desenvuelve sobre una ex-
tensión de más de tres octavas y, sobre todo, utiliza en función apasionada-
mente cantable el registro agudo y sobreagudo. Una cita de la línea de la
mano derecha, aislada del contexto, da enseguida la impresión de un pa-
saje violinístico, y con evidencia tanto mayor si se compara la estremecida
PARÍS 125

sonoridad de la primera cuerda del violín con la sonoridad seca y algo ás-
pera del registro sobreagudo de los pianos de 1830:

O E E O
e E A A A A A A
O]

De todos modos, la influencia de Paganini y del virtuosismo violinístico


Biedermeier es curiosa, pero secundaria con respecto a la influencia del vir-
tuosismo pianístico, empleado por Chopin de una manera ya muy madura
en la Polonesa, op. 71, núm. 1 (1825), y en las Variaciones, op. 2, y perfecta
en los dos Conciertos. No faltan las señales de haber superado el Bieder-
meier: en el Rondó a la Mazur, op. 5 (1826), encontramos pasajes que reve-
lan una original inventiva de sonido, y en el Nocturno, op. 72, núm. 1
(1827), tenemos una reelaboración personal de la típica disposición fiel-
diana. porque si el movimiento del bajo cubre una gran extensión, sin
embargo, su línea se individualiza melódicamente. En tanto que una
disposición fieldiana transferida a la orquesta comportaría en el bajo y en
las partes del medio el empleo de los violoncelos (en pizzicato) y de las vio-
las sobre el acorde sostenido por los instrumentos de viento, la disposición
chopiniana comportaría, sobre el acorde de los instrumentos de viento, un
violoncelo en un ligado muy expresivo:
126 EL ROMANTICISMO

Andante (4-69) 145 a


E= : E ==

PP molto legato

HS

Sa.
TUD PL Ps
== X= La e Y e

Estos signos de personalización de la escritura, sin embargo, son excep-


ciones en un aprendizaje que estilística y formalmente se desarrolla dentro
del Biedermeier. Así, cuando intentó hacerse realmente apreciar en Viena
en 1831, tras una breve aparición en 1829, alentadora pero no demostrativa
porque había ocurrido en verano, sin la presencia de la sociedad que con-
taba, Chopin no tuvo éxito. Chopin había conocido y admirado la concep-
ción de la sonoridad en Hummel y en Field, pero ambos, hacia 1830 eran
astros en su Ocaso, y hacia el ocaso, como concertista de éxito. se estaba en-
caminando también Kalkbrenner. Había aparecido la generación de vir-
tuosos que habría sugerido al viejo Cramer un cándido juego de palabras:
en su época se tocaba «fort bien» y en los nuevos tiempos se tocaba «bien
fort». Schubert, como hemos visto, en 1825 había dicho que odiaba el «mal-
dito martilleo a que se entregan incluso pianistas distinguidos», y Chopin
compartió la opinión de Schubert cuando abrió los oídos en Viena: de Leo-
poldine Blahetka, deliciosa coetánea suya, cuyo gentil aspecto le llenaba los
ojos de felicidad, dice, no obstante. que «aporrea furiosamente su instru-
mento». Eran tiempos nuevos, pero Chopin no podía ni tenía la intención
de cambiar. Habiendo partido de una concepción ya decadente de la
sono-
ridad pianística, estaba desarrollando una concepción nueva y del
todo
personal, que se volvía no hacia la búsqueda de la potencia, sino de
la va-
riedad tímbrica. En octubre-noviembre de 1829 había escrito los Estudios,
Op. 10, núms. 8, 9, 10 y 11, todavía en parte clasificables en el ámbito
de la
técnica Biedermeier; en el otoño de 1830, con los Estudios. op. 10,
núms. 1
y 2, iniciaba el viaje hacia lo desconocido.
Otro investigador no carente de originalidad y diez años mayor
que
Chopin, Josef Kessler, había permanecido en Polonia de 1820
a 1826 y des-
pués había vivido por breve tiempo en Varsovia. promoviendo
los «viernes
musicales», que fueron frecuentados por Chopin; en 1825
había publicado
veinticuatro Estudios, op. 20, en las veinticuatro tonalid
ades, muy intere-
»
PARÍS 1424)

santes y escritos a veces de un modo tan poco tradicional como para sor-
prender a un grave y no académico editor como Mugellini por la «estruc-
tura extravagante de los pasajes». También es posible que Chopin hubiese
obtenido sugerencias de las investigaciones de Kessler, pero es poco lo que
sabemos acerca de las relaciones entre los dos hombres y, por consiguiente,
hemos de suponer que Chopin hizo él solo los descubrimientos de los que
ahora hablaremos.
En el Estudio, op. 10, núm. 1, el ataque del dedo a la tecla ocurre en po-
sición ya no longitudinal, sino transversal, mientras la ondulación lateral
de la mano sigue y no se anticipa al movimiento del dedo sobre la tecla; al
variar el impacto dedo-tecla, varía el timbre. En el Estudio, op. 10, núm. 2,
el medio, el anular y el meñique que ejecutan la escala cromática deben ne-
cesariamente atacar la tecla en posición transversal porque el pulgar y el ín-
dice ejecutan los acordes de dos notas. Se puede muy bien suponer el origen
violinístico del Estudio número 1 (basado sobre las cuatro cuerdas), del Estu-
dio número 2 (escala con pizzicatos de la izquierda) o el origen violoncelís-
tico del Estudio número 9; pero el efecto no es violinístico: es invención de
sonoridad pianística nueva. Sonoridad de volumen no grande, de timbre
crepitante, estremecido, agresivo, que Chopin aplica también a una escri-
tura tradicional: por ejemplo, el Estudio, op. 10, núm. 4, no sería de sonori-
dad nueva si hubiese sido escrito en do menor: en do sostenido menor, con
la mano en posición diferente de la tradicional, o sea, más alta, exige, en
cambio, una soltura de los dedos que da una sonoridad diferente; e igual-
mente, el Estudio, op. 10, núm. 7, en el que las dobles notas, con la repercu-
sión de la parte inferior, obligan al ejecutante a adoptar una posición de la
mano muy alta.
La técnica de Chopin no fue verdaderamente analizada durante su vida.
Liszt se entusiasmó con los Estudios, op. 10, cuando se publicaron y los
aprendió en una semana; el crítico berlinés Ludwig Rellstab escribió: «El
que tiene los dedos torcidos los endereza trabajando sobre estos Estudios
[el op. 10]; los otros harán bien en no tocarlos sin tener cerca a los señores
Von Gráfe o Dieffenbach [célebres cirujanos de Berlín]»; muchos comenta-
ron que la sonoridad de Chopin era de volumen limitado y alguien encon-
tró que tenía «dedos de goma» y «manos de serpiente». Los apuntes para
un método que Chopin escribió en fecha desconocida nos dicen muy poco
sobre la técnica chopiniana. Ciertamente, Chopin no fue un pianista fu-
nambúlico, un pianista de moda; como escribiría él mismo muchos años
más tarde, con agudísimo sentido de la realidad, «para la clase burguesa se
requiere algo extraordinario y mecánico, que yo no poseo» (carta del 2 de
junio de 1848). Un histórico como Wilhelm de Lenz, y dos virtuosos como
Liszt y Anton Rubinstein, sin embargo, consideraban extraordinario el vir-
tuosismo de Chopin y, por consiguiente, su capacidad de invención del so-
nido debía ser como para asombrar a quien, no dado fácilmente a asom-
brarse, tuvo ocasión de escucharle. Más allá de las numerosas descripcio-
nes que no nos dan más que una vaga idea del fenómeno, en sentido téc-
nico sólo podemos en realidad hacer conjeturas; más bien, una conjetura:
la de que Chopin superase el ataque clásico de la tecla —muñeca ligera-
128 EL ROMANTICISMO

mente baja, dedo curvado, flexión centrada sobre el metacarpo, percusión


en dirección vertical— y desarrollase junto a éste otro tipo de ataque, con
muñeca alta. dedo más estirado, flexión centrada en la primera falange,
percusión en sentido circular (tangencial a la tecla).
Junto con este nuevo tipo de ataque de la tecla, Chopin desarrolló pro-
bablemente el toque cantable con transferencia del peso del brazo de una
tecla a otra. Las melodías del Chopin Biedermeier son muy floridas: flori-
das. como se ha observado muchas veces, al modo de los cantantes italia-
nos de la época y quizá, añaden, conforme a las enseñanzas del compositor
Carlo Soliva, maestro de canto en el conservatorio de Varsovia. A partir del
año 1830, el colorido disminuye en las melodías de Chopin, mientras, dato
importantísimo, se desarrolla la cantabilidad en el registro agudo y no ya,
como en el Concierto, op. 11, con melodías de tipo violinístico, sino con
melodías vocalísticas.
Las dos grandes melodías de los Estudios, op. 10, núm. 6 (1830) y núm. 3
(1832) son todavía «bajas», se mantienen en la zona predilecta de Beetho-
ven y después de Schumann y que, por lo demás, no será abandonada ni
siquiera por Chopin (véanse el Nocturno, op. 15, núm. 2, la Balada, op. 23,
etcétera). En cambio, las melodías de los Nocturnos, op. 9, núm. 1 y núm. 2
(1830-1831), están instrumentadas en una zona más aguda. En esta zona,
Beethoven y Schubert enriquecían la sonoridad con la duplicación en octa-
vas y Chopin había aceptado la tradición, por ejemplo, en el segundo tema
del Concierto, op. 11. En la primera y en la tercera parte del Nocturno, op. 9,
núm. 1, y en el Nocturno, op. 9, núm. 2, la línea melódica en registro medio-
agudo ya no está reforzada por la duplicación; pero esta instrumentación
postula la posibilidad, ofrecida por los nuevos sistemas de construcción del
instrumento y por una técnica apropiada de obtener en aquel registro un
sonido rico en armónicos y de buena resonancia; un sonido, en suma, que
permita una ejecución expresiva e hiperexpresiva. También es poco lo que
sabemos del uso de los pedales: las indicaciones para el pedal de resonan-
cia son frecuentísimas, totalmente ausentes las del pedal «una cuerda». Sa-
bemos, no obstante, que Chopin usaba también el pedal «una cuerda» y
sabemos que con los pedales obtenía efectos que asombraron a un didacta
e historiador como Marmontel, pero no sabemos nada con exactitud sobre
la técnica del pedal, aspecto fundamental de la investigación tímbrica y del
sonido cantable.
El viaje hacia lo desconocido no se limita a la sonoridad, sino que la so-
noridad usada estructuralmente abre la vía a la experimentación de la ar-
monía. En el Scherzo, op. 20, iniciado en Viena en 1830 y terminado en
París en 1831, los dos acordes iniciales son instrumentales hasta el punto de
resultar violentos y estridentes, casi irreconocibles, y en la última página es
repercutido nueve veces un acorde inaudito, que puede ser explicado según
la teoría de la armonía, pero que en la audición suena ásperamente polito-
nal. En el compás número 6 de la Balada, op. 23, comenzada en Viena en
1830, se encuentra un acorde que con frecuencia se «corregía» durante el si-
glo xIx, tan paradójico parecía. El Nocturno, op. 9, núm. 3 termina en un
acorde tonal de Si mayor, al que se añade un sonido extraño, sin que se vea
>
PARÍS 129

turbada la impresión de acorde consonante: la consonancia, el reposo, la


distensión se obtienen a través de la dulcísima instrumentación, así como a
través del recurso al acorde perfecto. Y éstos son sólo los casos más radica-
les y sorprendentes de, una/búsqueda armónica digna de Schubert.
El Scherzo y la Balada son también ejemplos de revolucionarias búsque-
das formales. El scherzo había sido introducido por Beethoven en la sonata,
sustituyendo al minueto, y había mantenido las proporciones del minueto
con trío. Schubert había ampliado las dimensiones en los dos Scherzos
D. 593. Pero el paso de los 292 compases de Schubert a los 625 de Chopin
plantea problemas de proporciones y de equilibrio formal que no se resuel-
ven con la simple dilatación del número de compases. En el Scherzo, op. 20,
estos problemas no aparecen del todo resueltos en la primera parte, donde
las repeticiones no son variadas; en cambio, están resueltos en la parte cen-
tral, en la que Chopin modifica apenas, con pequeños desplazamientos de
las partes internas, una instrumentación de fascinante sonoridad (melodía
en el centro, pero con contramelodía en el agudo y, por lo tanto, con inver-
sión de posición entre melodía y contramelodía); el paso de la segunda
parte a la reanudación de la primera parte es quizá un poco brusco, pero
eficaz, y la reanudación, abreviada y con la adición de una coda fulgurante,
alcanza una tensión formal altísima.
El Scherzo, op. 20, pone de manifiesto una búsqueda formal paralela a
la de Schumann: la crisis de la sonata, como hemos visto, lleva a Schu-
mann a organizar en polípticos las pequeñas formas, y lleva a Chopin a di-
latar una pequeña forma, el Scherzo, para dilatarla hacia significados
epicodramáticos. Más perfecta es la solución formal de la Balada, op. 23,
que costó a Chopin sus buenos cuatro años de trabajo (1831-1835). La
forma de la Balada, op. 23, es referible al sistema clásico del primer movi-
miento de sonata, repensado de manera absolutamente original y con un
asombroso sentido de las proporciones y de las simetrías:

Introducción
Primer grupo temático (sol menor)
Primer episodio de transición, sobre material del primer grupo
Segundo grupo temático (Mi bemol mayor)
Segundo episodio de transición, sobre material del primer grupo
Segundo grupo temático (La mayor)
Tercer episodio de transición, sobre material del primer grupo
Segundo grupo temático (Mi bemol mayor)
Primer grupo temático, abreviado (sol menor)
Coda.

El término balada no se había empleado nunca para una composición


instrumental, sino únicamente para composiciones para canto y piano. Es
muy probable que el término fuese elegido en relación no con composicio-
nes musicales, sino con las Baladas y Romanzas de Adam Mickiewicz, pu-
blicadas en 1822, y que Chopin conocía desde la infancia. La referencia al
mundo épico-nacionalista del poeta polaco parece indudable, como indu-
dable es el interés de Chopin por el arte popular y por los mitos ancestrales
130 EL ROMANTICISMO

, Chopin se
como fundamentos de un nuevo arte polaco. En este sentido
la poética de los románti cos, pero
aproxima, al menos en las Baladas, a
protest as contra los títulos añadid os a
nunca elige, antes detesta (véanse sus
s inglese s) títulos no genéric os. Nos
sus composiciones por algunos editore
n entre la Balada, op. 23, y una balada
parece pues pueril buscar la relació
re-
determinada de Mickiewicz, mientras que en el plano musical la Balada
dinaria , verdad eramen te asombr osa en un com-
presenta una meta extraor
positor de veinticinco años.
Los ocho meses pasados por Chopin en Viena en 1830-1831 representan
de
el momento de la crisis, de la desprovincianización, del descubrimiento
la realidad contemporánea. En los primeros años transcurridos en París,
Chopin encuentra un punto de equilibrio entre la búsqueda experimental y
la inserción en un contexto sociocultural. Además de la Balada, op. 23, co-
menzada en Viena pero terminada en París, son sobre todo los Estudios,
op. 25, y las Polonesas, op. 26, los que representan en este momento el expe-
rimentalismo chopiniano. En el opus 26 la Polonesa adquiere tonos dramá-
ticos. extraños a su tradición y apenas esbozados en algunas de las Polo-
nesas escritas en Varsovia, que desplazan el género hacia la poética del
poema danzado en vez de la de la danza. En los Estudios, op. 25, prosigue
la investigación sobre la sonoridad, también como profundización de ins-
trumentaciones pianísticas ya conocidas. El primer estudio, por ejemplo,
varía la disposición del Impromptu, op. 90, núm. 3, de Schubert, que a
su vez derivaba del primer movimiento de la Sonata, op. 27, núm. 2 de Beet-
hoven, y tiene en cuenta la disposición de la parte central del Impromptu,
op. 9, núm. 4. Chopin amplía la distancia entre melodía y bajo y añade
una segunda línea armonicorrítmica; la distinción de la grafía (melodía y
bajo de tamaño ordinario, partes del medio más finas, como hasta entonces
se había empleado sólo para pequeñas cadencias ornamentales) visualiza
para el intérprete la distinción de dos timbres; y no sólo de dos timbres, sino
también de dos planos perspectivos: más que de partes en relieve sobre un
plano único se puede ya hablar de primer y segundo plano, de espacializa-
ción del sonido:

Allegro sostenuto (4.104)


PARÍS 131

El Estudio número 3 reanuda las posiciones latas de ciertos Estudios del


opus 10, mientras que en el Estudio número 2 aparece el concepto de melo-
día en sonidos rápidos, todos de igual duración: la línea continua, típica del
estudio clásico, adquiere un valor no ya ornamental sino expresivo: ¡ador-
no gue se vuelve relato! Muy importante es el número 10, con las tempes-
tuosas dobles octavas ligadas en la prímera y tercera parte y las octavas
cantables en la parte central; e importantísimo el número 7, en el que se
hace frente al problema de hacer perceptibles dos melodías superpuestas
de igual importancia. En el Duetto, op. 38, núm. 6 de Mendelssohn (1837), las
dos voces se alternan para reunirse luego sólo en octava; en Warum? de
Schumann (1837) las dos voces se suceden como llamándose y obligan al
oyente, por así decírlo, a desplazar continuamente el centro de su atención;
las contramelodías, que se encuentran tantas veces en los románticos, res-
ponden a relaciones de subordinación, de diversa importancia. En cambio,
en el Estudio, op. 25, núm. 7 (1836), la copresencia de dos melodías plantea
el problema de la ejecución al piano de una verdadera polifonía: problema
gue sólo puede afrontarse cuando se han desarrollado las diferenciaciones
tímbricas en un grado tal que se puede dar la impresión de que se dispone
de varios instrumentos.
En las otras músicas compuestas en París hasta 1835 encontramos unas
veces (Variaciones, op. 12, Rondó, op. 16, Bolero, op. 19) casí una recons-
trucción del Chopin Biedermeier; otras veces (dos primeros Nocturnos del
op. 15, Valses, op. 18) la consolidación, por así decírlo, del Chopin que más
había agradado al público de los aficionados.
Público de los aficionados que bien pronto se había convertido en el
ambiente privilegiado de las relaciones sociales de Chopin. Sus caracterís-
ticas de instrumentista excluían a Chopin del desarrollo del concertismo,
gue hacía 1835 encontraba en Thalberg y en Liszt los dos líderes indiscuti-
dos: Chopin participó de la vida concertística parisiense hasta 1835, des-
pués ní siguiera intentó renovar su repertorio con orquesta y fue haciendo
más raras sus apariciones. Las publicaciones de las composiciones, en una
época en la que no estaban aún vigentes los derechos de autor ni el tanto por
ciento sobre los ejemplares vendidos, no garantizaba a Chopin suficientes
ingresos, aunque sus partituras eran adquiridas regularmente por editores
franceses, alemanes e ingleses, y después de 1240 también por los italianos.
En cambio, Chopin fue profesor particular de piano, mejor aún, el profesor
fashionable por excelencía.
Cuando el joven pianista inglés Charles Hallé fue a estudiar a París y se
182 EL ROMANTICISMO

informó sobre los precios de las lecciones supo que la tarifa de Chopin era
de veinte francos oro. Es difícil efectuar un cálculo, incluso aproximado,
sobre el valor actual del franco oro, pero se puede comprender muy bien a
qué nivel había llegado Chopin cuando se compara su tarifa con las de
otros. Un profesor corriente cobraba cinco francos, un profesor de buena
fama ocho francos; Kalkbrenner, que era Kalkbrenner, profesor del conser-
vatorio, socio de Pleyel, inventor del guiamanos, ¡llegaba sólo a doce!
La clientela de Chopin era la que ha sido inmortalizada en sus dedica-
torias. Sobre todo femeninas: desde la princesa Marcellina Czartoriska, pa-
sando por todos los grados del Gotha menory de la gran burguesía, hasta la
señorita Friederike Mueller. Chopin impartía hasta ocho o nueve lecciones
diarias, y su prestigio era tal que con frecuencia sus alumnas iban a su casa
(¡con carabina, naturalmente!) en vez de hacer trotar al maestro de un pala-
cio a otro; cuando iba a dar lecciones a la casa de la alumna, Chopin tenía
derecho a entrar por la puerta principal en vez de hacerlo por la puerta de
servicio, reservada a los maestros corrientes. ¡En suma, desde Beethoven no
se había visto un músico que pudiese tratar tan de tú a tú a la aristocracia y
a la alta finanza!
¿Qué enseñaba Chopin y cómo lo enseñaba? Hacía hacer ejercicios de
los cinco dedos en una posición inédita: mi - fa sostenido - sol sostenido -
la sostenido - si. Posición en la que el pulgar y el meñique tocaban las te-
clas blancas, y los dedos largos, las teclas negras: dedos cortos contra tecla
larga, dedos largos contra tecla corta. La posición para los ejercicios sobre
las cinco notas se elige para desarrollar el tipo de toque que el didacta con-
sidera fundamental, y parece claro que la inédita posición de Chopin había
de servir para desarrollar el toque con flexión del dedo deslizándose a lo
largo de la tecla, toque que permite el más seguro dominio de la tecla por-
que se desarrolla partiendo de un punto próximo al punto de apoyo de la
palanca y alejándose del punto de apoyo mismo.
Chopin, coherentemente con el planteamiento básico, iniciaba después
el estudio de las escalas, partiendo no del Do mayor sino del Si mayor, pro-
bablemente porque adiestraba la mano en los desplazamientos laterales, en
vez de obligar al pulgar a doblarse bajo la palma de la mano. Por desgracia.
como ya hemos dicho, los esbozos para un método que Chopin realizó bas-
tante fatigosamente son poco más que anotaciones y no poseen carácter sis-
temático, aunque bastan para demostrar la posesión racional de una téc-
nica encaminada hacia un arte refinadísimo del sonido. No podemos, pues.
decir mucho con precisión y certeza.
Existen los testimonios de algunos alumnos sobre la didáctica y sobre
los principios de estética y de estilística de Chopin: testimonios que se exa-
minan, a nuestro juicio, con mucha circunspección y que en su conjunto
nos dicen menos todavía que las pocas páginas del método. En cambio, las
listas de las partituras que los alumnos estudiaron nos dicen cuál fue su re-
pertorio didáctico, aun cuando no nos revelan casi nada sobre el uso que de
aquel repertorio hacía el maestro y para qué fines lo seleccionaba. Chopin
hacía estudiar el Clave bien temperado de Bach, los Preludios y Ejercicios y
el Gradus ad Parnassum de Clementi, los Estudios de Cramer, los Estudios,
PARÍS 133

op. 95, de Moscheles, nada de Mozart, pocas Sonatas de Beethoven (op. 14,
núm. 2, op. 26, op.27, núm. 2, op. 31, núm. 2, op. 57), los Conciertos y los
Nocturnos de Field y muchas composiciones de Hummel, las Sonatas,
op. 24 y op. 39, y el Concertstúck de Weber, algo de Schubert, sobre todo a
cuatro manos, las Romanzas sin palabras y el Concierto en sol menor de
Mendelssohn, poquísimas transcripciones de Liszt, algo de los composito-
res parisienses de la época, nada de Schumann. La enseñanza de Chopin,
emanación directa de su arte y de su concepción del piano, produjo pocos
profesionales y ningún gran concertista militante: Carl Filstch, que por lo
que parece prometía convertirse en un segundo Liszt, murió a la edad de
quince años; Carl Mikuli enseñó en Lemberg, y Georges Mathias en el
Conservatorio de París. Ninguno de ellos, como se ve, llegó a crear escuela y
la difusión de las obras de Chopin y su interpretación se debió sobre todo a
Liszt, a sus discípulos y a Anton Rubinstein.
La relación positiva entre Chopin y su mundo social alcanzó el punto
culminante entre 1835 y 1837. Son los años en los que Chopin, prometido
en secreto con la condesa Maria Wodziñska, piensa en un arreglo burgués y
en una vida tranquila, podríamos decir de intelectual. La serenidad de su
música se ve en este momento apenas turbada por el furor del Nocturno,
op. 27, núm. 1 y por el recitativo final del Nocturno, op. 32, núm. 1, y su escri-
tura alcanza vértices de eufonía y esplendor insuperables en el Nocturno,
op. 27, núm. 2, en el Impromptu, op. 29, en el Scherzo, op. 31, y los Val-
ses, Op. 34,
La nueva crisis, que vuelve a lanzar a Chopin por el camino de lo desco-
nocido, llega después de 1837, tras la ruptura con los Wodziñski; y en las
obras 35-39 (y también en el opus 28, los Preludios, en los que Chopin
había empezado a trabajar desde 1836, pero que no terminó hasta enero de
1839) asistimos a la explosión de un experimentalismo revolucionario sin
igual. Los preludios son mucho más que una colección de veinticuatro pie-
zas: son el sin par experimento chopiniano de organizar las pequeñas for-
mas en un políptico según el rígido abstracto diseño geométrico de la
sucesión de las tonalidades en la alternancia de modo mayor y modo
menor. Después del ejemplo del Clave bien temperado, entendido, sin em-
bargo, como colección y no como ciclo, el empeño de componer piezas si-
milares en las veinticuatro tonalidades había estado siempre reservado a
obras didácticas: Clementi había enlazado veinticuatro Ejercicios y Kessler
veinticuatro Estudios; August Alexander Klengel cuarenta y ocho (24 x 2)
Cánones y Fugas, Johann Wilhelm Hássler trescientos sesenta (24 X 15)
Preludios; Liszt había proyectado cuarenta y ocho Estudios, los había redu-
cido a veinticuatro y se había parado en doce. Chopin logró juntar veinti-
cuatro cuadros que en su conjunto tienen un sentido formal completo: se
consigue alternando velocidad, densidades rítmicas y caracteres expresivos,
de suerte que cada pieza tenga su complemento en la próxima y que el má-
ximo de la extensión y de la intensidad se alcancen en el centro. Es muy di-
fícil, en realidad, distinguir la unidad formal del ciclo de los Preludios: el
propio Schumann, al hacer la crítica de ellos, los consideró como un acopio
de fragmentos, «ruinas y plumas de águila», y su opinión prevaleció hasta
134 EL ROMANTICISMO

época reciente. Pero el paso del diseño geométrico de estructura arquitectó-


nica, que costó al autor mucha fatiga, se impone cuando se comparan los
Preludios de Chopin con tantas otras colecciones compuestas después de
él, y aun cuando no haya habido, o no se haya encontrado todavía, una clave
de análisis que aclare este asunto, se puede afirmar que la unidad resulta
evidente de la lectura y de una ejecución (la de Maurizio Pollini, por ejem-
plo) que sepa conciliar los contrastes, en vez de exacerbarlos.
A nuestro modo de ver, los Preludios representan la mayor culminación
de Chopin en los años 1837-1839, años, por lo demás, marcados por expe-
riencias formales como las de la Sonata, op. 35, del Impromptu, op. 36, de la
Balada, op. 38, del Scherzo, op. 39. En el Impromptu encontramos un es-
quema formal y tonal realmente extraordinario: Fa sostenido mayor (primera
parte), Re mayor (segunda parte), Fa mayor (reanudación variada de la pri-
mera parte), Fa sostenido mayor (peroración y coda). Obsérvese la rela-
ción schubertiana fa sostenido-re y la reanudación un semitono más bajo:
los esquemas de la tradición son abandonados en límites grávidos en con-
secuencias. Como diría muy atinadamente más de cincuenta años después
Vincent d'Indy, «debido a su insuficiencia de educación verdaderamente
musical», Chopin tiende a escoger las tonalidades en función no de la «ló-
gica arquitectónica», sino de las «digitaciones cómodas». En realidad, sin
embargo, comodidad de los dedos significa individuación de una sonori-
dad, y Chopin, amparándose en Schumann y anticipándose a Liszt y a
Alkan, como diremos luego, entrevió en la lógica de la materia sonora, es
decir, en la lógica de la sensación, una alternativa a la lógica tradicional.
En la Balada, op. 38, Chopin resuelve el dificilísimo problema formal de
una pieza bitemática con dos temas en tiempos diferentes (Andantino y
Presto con fuoco), y lo resuelve con la duplicidad del planteamiento tonal y
terminando la pieza en tonalidad diferente de la del comienzo. La unidad
estructural de la Sonata, op. 35, continúa, como en el Carnaval de Schu-
mann, mediante una célula temática germinal de la que se derivan más
temas, y en el Scherzo, op. 39, finalmente, la división en scherzo y trío, aun-
que mantenida, es superada en una amplia y muy flexible forma bite-
mática.
La escritura instrumental vuelve a adquirir en este período el virtuo-
sismo, la potencia, la agresividad, la aspereza del primer Scherzo y de la
primera Balada, con una novedad significativa: las dobles octavas martilla-
das (Scherzo, op. 39), y las octavas y acordes con saltos, y por lo tanto, con
ataque del brazo (Scherzo de la Sonata, op. 35). También es más importante,
a nuestro juicio, el descubrimiento de un timbre neutro, que permite la su-
perposición de líneas sin crear, al contrario de lo que sucede en el Estudio,
op. 25, núm. 7, tensiones armónicas: el comienzo del Impromptu, op. 36, el
bajo del Preludio, op. 28, núm. 2, los pequeños cánones de la parte central
de la Balada, op. 38, son los ejemplos sobresalientes de un descubrimiento
que se verá desarrollado a fondo más tarde; también en la parte central del
Nocturno, Op. 37, núm. 1, el coral en simples acordes pierde la tensión ar-
mónica, reproponiendo la sonoridad arcaica de un órgano antiguo.
El punto focal de las investigaciones chopinianas, sin embargo, es la ar-
PARÍS 135

monía, o mejor, la tendencia a superar la tonalidad para crear agregaciones


de sonidos parecidos a manchas: el sentido de la tonalidad queda como
suspendido, o muy confuso en el Final de la Sonata, op. 35, la tonalidad es
suspendida en los primgros veinte compases del Scherzo, op. 39, y los movi-
mientos del bajo en el Preludio, op. 28, núm. 2, ya no pueden explicarse
como concatenaciones de acordes. No es casual que los comentaristas del
siglo pasado se empeñasen en buscar inspiraciones literarias a estas com-
posiciones, procurando explicar en términos extramusicales combinacio-
nes de sonidos que salían del concepto corriente de música. «Esto no es
música», decía con espanto y dolor Schumann, haciendo la crítica del
Final de la Sonata, op. 35. Y los poemas de la muerte que se construyeron
sobre el opus 35, las historias de brujas y duendes para el opus 39, las cam-
panas desentonadas en la campiña polaca cubierta de nieve, que Ganche
reconocía en el Preludio, op. 28, núm. 2, tienen por finalidad dar una justifi-
cación a tensiones revolucionarias que postulan en realidad la disgregación
del lenguaje tradicional.
¿Entraba también George Sand en todo esto, entraba en esto «la in-
fausta servidumbre» que hacía horrorizarse al alma honrada de Hippolyte
Franchi Verney, conde de La Valletta? Probablemente, sí.
Si el noviazgo con la Wodziñska había atenuado el instinto revolucio-
nario de Chopin, la convivencia con la Sand y la frecuentación de los litera-
tos que se reunían cerca de ella volvió a despertar quizá una fantasía
hiperbólica que distaba mucho de haberse agotado. Las obras 35-39 repre-
sentan un momento de ruptura con la sociedad, y lo representan también
en un aspecto banal: entre el opus 35 y el opus 43 muchas piezas (op. 35,
op. 36, op. 37, op. 42, op. 43) no tienen dedicatoria, y las otras están dedica-
das no a alumnas o a personas de la buena sociedad, sino sólo a los amigos
(Schumann, Fontana, Gutman, Witwicki) que no podrían quedar «compro-
metidos» por señales de estima provenientes de un escandaloso concu-
binato.
La fractura se recompone con el concierto que Chopin dio en la Sala
Pleyel el 26 de abril de 1841, el concierto de la reconciliación. Un momento
de retorno lo tenemos ya quizá con la Polonesa, op. 40, núm. 1, y con el Vals,
op. 42, pero en general, después de 1839, las puntas radicales se liman en
una nueva madurez. Las experiencias formales prosiguen con el pequeño
ciclo de las cuatro Mazurcas, op. 41, en el que la mazurca es llevada a signi-
ficaciones épicas, en la gran Polonesa, op. 44 (Tempo de mazurca como parte
central), en la Fantasía, op. 49. La Fantasía, arquitectónicamente, es una de
las más altas creaciones de Chopin y es una obra conclusiva, que sintetiza
todo un período de investigaciones. La forma de la Fantasía es la resultante
de una fusión entre las formas del scherzo chopiniano y de la balada, pero
en la Fantasía maduran también los intereses de Chopin por el melodrama,
y no tanto por el melodrama italiano (viejo amor de juventud), como por el
melodrama de Meyerbeer, que en 1836, con los Hugonotes había alcanzado
un éxito de los que hacen época. El interés por la marcha y por el coral, y
quizá el interés por las fantasías dramáticas que Liszt andaba creando por
aquellos años, se reflejan, a nuestro modo de ver, en la Fantasía, de carácter
136 EL ROMANTICISMO

grandilocuente y teatral, abundante en golpes de escena y en pasajes de vir-


tuosismo demostrativo en una medida insólita en el Chopin posterior a las
composiciones para piano y orquesta.
En mitad de este retorno en grande hacia una gloriosa participación en
la vida musical de la época, retorno que influye incluso en el Nocturno (el
admirable, grandioso Nocturno, op. 48, núm. 1), una pequeña página revela
los signos de una última partida hacia lo desconocido: en el Preludio
op. 45, la sonoridad se debilita y se hace translúcida, y la clara distinción de
melodía y armonía es superada en un arabesco que en su desenvolvimiento
crea la armonía y del que se desprenden, en leve relieve, fragmentos de me-
lodía. Chopin había individuado probablemente, una nueva tímbrica, cuan-
do buscaba sonoridades aptas para hacer perceptible en el piano la polifo-
nía de Bach, de quien había reanudado el estudio intenso del Clave bien
temperado. Su interés por el contrapunto viene demostrado también por el
estudio del Tratado de Cherubini y de las famosas reflexiones que tanto
emocionaron a Delacroix y que el Diario del pintor nos ha conservado. Son
hechos archiconocidos; pero no siempre se ha observado que para un
pianista-compositor el interés por el contrapunto no puede dejar de signifi-
car una búsqueda de los medios sonoros aptos para dar el contrapunto en
su instrumento. El más perfecto ejemplo de tímbrica pianística concebida
en función del contrapunto es, ciertamente, el del pequeño canon a tres
voces de la Balada, op. 52. Sin embargo, el resultado de la búsqueda no es
sólo el descubrimiento de una sonoridad para el movimiento de varias par-
tes (no de dos melodías, como en el Estudio, op. 25, núm. 7): aquella sonori-
dad, como ya hemos observado, tiende a anular las tensiones de la armonía
y, en tal sentido, comienza Chopin a servirse de ella cada vez más. De este
modo puede llegar a superponer una sinuosa melodía en notas de igual
valor y un acompañamiento de modulación impasible, mecánica (Estudio
número 1 de los tres Estudios por el Método de Fétis y Moscheles, 1839), y
podrá llegar a la debilitada dulzura de la Berceuse, op. 57 (1843-1844), en la
que el bajo adquiere un valor más tímbrico que armónico, con una solu-
ción con la que enlazará directamente, cuarenta años más tarde, Erik
Satie. :
Esta tímbrica, en composiciones de amplias dimensiones, se convierte
en un nuevo elemento de la paleta colorística de Chopin, paleta que al-
canza la máxima riqueza en la Polonesa-Fantasía, obra verdaderamente
conclusiva de la creatividad chopiniana. El camino que lleva a la Polonesa-
Fantasía pasa a través de las adquisiciones tímbricas del opus 45 y del
opus 57, pasa a través de la síntesis formal del opus 49 y pasa a través del re-
pensamiento nostálgico del pasado, de la adolescencia, de la familia, que
caracteriza las últimas recopilaciones de Mazurcas y un Nocturno como el
opus 55, número 2. La patria polaca, la patria como lugar de los recuerdos
ancestrales y del abrirse a la vida está simbolizada en la Polonesa-Fantasía
por el ritmo de la danza nacional, ritmo apenas citado, desprovisto de las
significaciones heroicas de las últimas Polonesas, el opus 44 y el opus 53. El
tormentoso problema formal de las Polonesas, op. 44 y op. 53, es decir, la
relación entre el esquema tradicional y las ampliadas dimensiones, había
PARÍS 187

sido resuelto, con técnica de novelista, mediante la inserción de episo-


dios añadidos de carácter contrastante. En la Polonesa-Fantasía, en cam-
bio, la forma no es ya cerrada, pero sus partes se suceden sin solución de
continuidad y el esquema tradicional (introducción, polonesa, trío, polo-
nesa, coda), aunque reconocible, ya no escande las subdivisiones estruc-
turales.
La Polonesa-Fantasía desconcertó a los contemporáneos. Si Schumann,
que no era ciertamente ningún reaccionario, había quedado perplejo ante
la Sonata, op. 35, Liszt, que aún era menos reaccionario, atribuyó la Polo-
nesa-Fantasía a las declinantes condiciones de salud (física y, por extensión,
mental) de Chopin. No obstante, es preciso decir, sin sentirse autorizados
para sonreírse de las cegueras de Schumann y de Liszt, que la metodología
del análisis estructural, apta para hacer comprender la Sonata, op. 35, y la
Polonesa-Fantasía, en realidad sólo fue puesta a punto a principios de nuestro
siglo, con Schoenberg. Y es esto una señal de la posición preeminente que
Chopin, apegado siempre a su piano Pleyel, sigue ocupando en la historia
de la música.
Chopin es el único gran compositor cuya figura puede estudiarse por
entero a través de su producción para piano: único gran creador que ha
sido un pianista-compositor puro y único pianista-compositor puro que
ha sido un gran creador.
Figura, por lo tanto, singular en la historia de la música. No en la histo-
ría del piano. Los pianistas-compositores puros, nacidos entre 1790 y 1810
aproximadamente, y que vivieron en París no son pocos: Henri Herz, de
origen vienés, escribió ocho Conciertos (uno con coro, como la Fantasía,
op. 80, de Beethoven), una montaña de música para piano solo, una Mar-
cha para cuarenta —dicen que cuarenta— pianos, los 1000 Ejercicios que se
ejecutaban poniendo los dedos en un espantoso aparato, el dactilión, re-
verso diabólico del angélico guiamanos; Franz Hiúnten, alemán de Co-
blenza, escribió centenares de piezas de éxito; Edward Wolff, polaco, no
dejó, ni siquiera él, de tributar los debidos homenajes a la música adoce-
nada, pero cuando decidió comprometerse, pudo alcanzar resultados no
desdeñables: sus dos Estudios para el Método de los Métodos de Fétis y Mos-
cheles son ingeniosos, tanto técnica como musicalmente; un poco más anti-
guo, Johann Peter Pixis, alemán de Mannheim, pasó a la historia por la
Variación incluida en el Hexameron; por una nariz que, al decir del zoólogo
Heine, era la más monumental de todo el reino pianístico, y por una pe-
queña anécdota de terribles celos que divirtió mucho a Chopin, sospechoso
de atenciones galantes poco honestas hacia la graciosa hija adoptiva de
Pixis, la cantante Francilla del Castillo Góhringer. Por encima de todos,
pero muy por debajo de Chopin, puede colocarse al húngaro Stephen Hel-
ler, alumno en Viena de Anton Halm, en París desde 1838. Francois Fétis,
al que Verdi definía como «compositor de una inocencia adamítica», y que
quizá es adamítico también en su profesión de crítico, en 1862 profetizaba:
«Día vendrá en que, desaparecidas las influencias de la iglesuela, se podrá
juzgar acerca del mérito real; entonces se reconocerá sin ninguna duda que
Heller es, mucho más que Chopin, el poeta moderno del piano». Por des-
138 EL ROMANTICISMO

gracia, la iglesuela siempre puede mucho, y Heller aún está esperando con-
vertirse en el poeta. Pero si no el poeta, por lo menos poeta sí lo era. Sus
Promenades d'un solitaire, inspiradas en Rousseau, elogiadísimas por la crí-
tica contemporánea, y los Preludios, op. 81, que todavía se ejecutaban a
fines del siglo, han desaparecido del repertorio; pero los Estudios, especial-
mente las tres colecciones opus 45, 46, 47, se han adoptado siempre, y por su
utilidad y belleza sólo son superados por el Album para la juventud, de
Schumann.
Todos estos pianistas-compositores, a los que añadiremos dentro de
poco a Liszt, pertenecen a la «legión extranjera» que hacia 1830 llega a
París y lo conquista, y todos son, sobre todo, especialistas en el manipular,
para gozo de los aficionados, temas de obras teatrales, usados unas veces
para variaciones, otras veces para divertimentos, caprichos, rondós, impro-
visaciones, reminiscencias, mosaicos, ilustraciones; otras para fantasías
distinguidas en elegantes, brillantes, dramáticas, favoritas, características
de sala de concierto. La música pianística francesa había tenido bien poco
que oponer a Londres y a Viena, porque poco después de la oleada de la
primera «legión extranjera», que huyó precipitadamente después de la Re-
volución, sólo Boieldieu y Méhul habían escrito piezas para piano que su-
peraron las fronteras. Louis Adam, alsaciano, padre del autor de Giselle,
había fundado la escuela pianística francesa y había escrito algunas Sona-
tas, una de las cuales, la op. 10 (1810), puede compararse sin desdoro con las
más bellas sonatas del Biedermeier. Hacia 1810 se había destacado Alexan-
der-Pierre-Francois Boély, que conocía bien las obras de Beethoven y que
fue de los primeros en estudiar con pasión a Bach y el barroco, hasta el
punto de escribir más tarde cuatro Suites, op. 16, «compuestas en el estilo de
los maestros antiguos». Ningún compositor francés, en los primeros treinta
años del siglo, había sido un protagonista de la vida musical internacional.
El despegue de París como centro internacional de la música pianística
pone en el candelero también a algunos pianistas-compositores franceses.
Hemos recordado incidentalmente a Émile Prudent, Louis Lacombe y Ale-
xander Goria como seguidores de Thalberg, famosos en toda Europa; aña-
damos a Henry Ravina, cuyos Estudios fueron adoptados durante mucho
tiempo en las escuelas francesas, y a Henry Rosellen, cuya Revérie, op. 31,
núm. 4, era recomendaba por Goncourt como medio infalible para hacer
caer enamoradas a las muchachitas. El único pianista-compositor de au-
téntica talla histórica es Charles-Henri-Valentin Morhange llamado Alkan.
Alkan es una figura misteriosa, fantasmal, mítica. Ganaba a los once
años de edad el primer premio de piano en el Conservatorio, y a los dieci-
siete era un pianista consumado. Formó parte de los círculos intelectuales
románticos y fue amigo de Chopin, de quien «heredó» muchos alumnos y
alumnas. Fue activísimo como compositor entre los años 1840 y 1848; luego
desapareció de la circulación durante casi diez años, se dedicó después de
nuevo a escribir y a los sesenta años empezó a dar seis conciertos anuales
en la Sala Erard, rodeado, dice Philipp, de una nube de damas «parfumées
et froufrounantes». Murió a los setenta y cinco años, como consecuencia de
la caída de una escalera mientras cogía de un estante un libro del Talmud.
PARÍS 139

La fama de Alkan pende de un hilo tenue que desde hace cien años o
más no parece que vaya a romperse ni a hacerse más fuerte. Un hijo suyo
natural, Elie Miriam Delaborde, ejecutó algunas de sus composiciones y
reeditó a finales del sigloruna amplia selección de sus obras pianísticas; Isi-
dor Philipp continuó jurándo en falso sobre Alkan durante los tres cuartos
de siglo y en todo ese tiempo enseñó en París y en América; Ferruccio Bu-
soni ejecutó varias de sus piezas, y su alumno Egon Petri anduvo tras sus
huellas; el disco empezó a interesarse por él hacia el año 1970: hoy es defen-
sor de Alkan, sobre todo, el pianista inglés Ronald Smith, a quien se deben
numerosas grabaciones y una pequeña monografía.
No es fácil clasificar a Alkan, como no es fácil deshacerse de él: no es
Chopin, ni es Liszt y no es siquiera Heller o Wolff. Se le puede comparar
con Berlioz por su aspecto imponente, por la délirante grandiosidad de sus
construcciones; pero, en tanto que Berlioz se dirigía a un público e intentaba
organizar la vida musical conforme a sus concepciones, Alkan se limitaba a
escribir músicas que no ejecutaba, que no ejecutaban otros concertistas y
que eran demasiado difíciles para los aficionados. Pero la comparación
con Berlioz, formulada por Hans von Biúlow, es la más evidente, al menos
en este sentido: si para Berlioz la orquesta es el universo musical, que
puede sonar hasta con un pequeño conjunto de cámara, para Alkan el
universo musical es el piano, que puede sonar también como una orquesta.
La tendencia Biedermeier a hacer del piano un instrumento que sustituye a
la orquesta en un teatro atestado de público es seguida coherentemente por
Alkan, no menos que por el Liszt de la primera época. Y para Alkan, no
menos que para Liszt, vale lo que el mismo Liszt escribiera en 1837: «El
piano es para mí lo que la nave es para el marinero y el caballo para el árabe;
más aún: es mi lengua, mi vida, mi propio yo». Tomemos la Sonata, op. 33, de
Alkan, publicada a finales del año 1847 y titulada Les quatre Áges. Cin-
cuenta páginas, mil ciento veintiún compases, cuarenta y tres minutos de
música. Las dimensiones son las de la Sonata, op. 106, de Beethoven, y las
ambiciones, diremos, son parecidas. Alkan quiere delinear la vida del hom-
bre en sus cuatro edades, y los cuatro movimientos se titulan «20 años», «30
años (Casi Fausto)», «40 años (Feliz vida familiar)» y «50 años (Prometeo
encadenado)». El sintético programa y los retornos de los temas en varios
movimientos indican que Alkan mira hacia la estética de Berlioz; su domi-
nio del teclado y su audacia técnica no tienen límites. Verdaderamente,
donde Alkan nos asombra es en su capacidad de organizar la arquitectura
en función de la sonoridad que hay que obtener del instrumento: el primer
movimiento es en si menor, con terminación en Si mayor; y el segundo mo-
vimiento empieza en re sostenido menor, con terminación en Fa sostenido
mayor; pero el tercer movimiento es en Sol mayor, y el cuarto movimiento
en sol sostenido menor. La comparación con Mahler se impone al ins-
tante. ¿Por qué la Sinfonía número 9 de Mahler, que comienza en Re ma-
yor, termina en Re bemol mayor? Porque el timbre orquestal del Re
mayor no habría dado el carácter expresivo del cuarto movimiento, que
sólo en Re bemol mayor suena conforme a su significado. Por análogas ra-
zones, Alkan rompe en la Sonata el tradicional retorno final a la tonalidad
140 EL ROMANTICISMO

del comienzo, dando pruebas de una independencia espiritual que le ase-


meja a Chopin y a Schumann (y a Liszt, como veremos), entre los descubri-
dores de un radical giro del lenguaje musical. También el ciclo de los
25 Preludios, op. 31, publicados en 1846, demuestra la absoluta originalidad
de Alkan. El ciclo de las tonalidades está organizado así: Do mayor, fa
menor, Re bemol mayor, fa sostenido menor, Re mayor, sol menor, y así
sucesivamente, hasta que, después de la pieza veinticuatro, en mi menor,
una pieza veinticinco cierra el círculo con el Do mayor. El esquema prevé
pues que el acorde tonal de las tonalidades mayores corresponda al acorde
de dominante de las tonalidades menores, y que el acorde de las tonalidades
menores tenga dos sonidos sobre tres en común con el acorde tonal de la si-
guiente tonalidad mayor; y como las piezas no son largas, el sentido de la
gran arquitectura de las tonalidades es perfectamente perceptible en
la audición.
El conjunto de la construcción es ciertamente el rasgo sobresaliente del
opus 31, que por este aspecto no es indigna de ser comparada con la opus 28
de Chopin; algunos de los Preludios son, en fin, singularmente, piezas de
un estilo y de un carácter expresivo como para dejar atónito, como el deli-
rante número 6, Canto de la loca a la orilla del mar.
No es tan compacta la arquitectura de los 12 Estudios en los tonos ma-
yores, op. 35, publicados en 1847, y en los 12 Estudios en los tonos menores,
op. 39, publicados en 1857. Aquí las búsquedas formales se limitan a algu-
nos agrupamientos, especialmente del opus 39: los Estudios del número 4 al
número 7 forman una Sinfonía y los Estudios 8, 9 y 10, un Concierto. Parti-
cularmente interesante es el Concierto, que dura sus buenos cincuenta y
tres minutos, aproximadamente como el Concierto, op. 15, de Brahms. La
comparación con Brahms no está fuera de lugar. Así como Brahms (lo vere-
mos más adelante) quiere retomar el esquema clásico del concierto, Alkan
quiere retomar del concierto el esquema Biedermeter, llevándolo a las con-
secuencias extremas en una perspectiva de reconstrucción manierística. La
tendencia del concierto Biedermeier, como hemos visto, llevaba a la elimi-
nación de la orquesta y había correspondido a Mendelssohn proponer una
concepción diferente, una concepción alternativa que salvase el género.
Alkan, en aquel momento histórico, había visto una alternativa propia con
los dos Conciertos de cámara (el segundo se había publicado en 1834); en
cambio, en 1857 puede considerar bajo ángulos históricos el concierto Bie-
dermeier y glosarlo con una creación que explica un concepto crítico: el fin
del concierto como pieza para piano y orquesta. Los precedentes históri-
cos del Concierto de Alkan son al menos dos: el Concierto sin orquesta,
op. 14 de Schumann (1835-1836), en que el manierismo apenas se roza, y el
Allegro de concierto, op. 46, de Chopin (1832-1841), que es un verdadero
primer movimiento de concierto Biedermeier en reducción para piano solo.
El Concierto de Alkan concluye, en una soberbia, definitiva síntesis manie-
rística, esta reflexión sobre la historia iniciada por Schumann y Chopin.
La escritura pianística de Alkan es la de un virtuoso de los años treinta,
que desarrolla el virtuosismo en paralelismo con Thalberg y Liszt, absor-
biendo sus descubrimientos y haciendo experimentos por su propia cuenta.
PARÍS 141

Su manera de concebir la instrumentación pianística es a menudo compli-


cada y de muy difícil realización, pero no carece de aspectos singulares que
la diferencian de un modo inconfundible. Los Preludios, op. 31, por ejem-
plo, son todos «para, pianosu órgano», y algunos «para piano con peda-
lera». El uso del piano con pedalera, como ya hemos visto al hablar de
Schumann, presupone una concepción particularísima del sonido pianís-
tico, y la equivalencia órgano-piano indica una búsqueda hacia la expre-
sión no vocalística. Sonido necesariamente tenue, largo fraseo que no se
infla para simular la respiración, pero se hace arcano, ritualístico: los Pre-
ludios, op. 31, que la práctica no ha recuperado aún para la vida concertís-
tica de hoy, plantean problemas espantosos y a nuestro modo de ver se
adelantan a las investigaciones sobre el sonido del Liszt tardío, en quien
hace pensar la sonoridad áspera, seca, percusiva que Alkan obtiene a me-
nudo del piano, en contraste con el oleoso sonido romántico.
Estos aspectos que hemos tratado de escribir sumariamente, hacen de
Alkan una figura única en la literatura pianística. En cambio, otros aspec-
tos son simplemente pintorescos e incluso muy divertidos, como algunas
anécdotas de su vida, algunos títulos, cierto uso de las acotaciones en len-
gua italiana. Frases como Da capo sin'al fine, senza fine (Preludio, op. 31,
núm. 9), assottigliato, stiacciato, sferzato, senz'acceleranza (Estudio, op. 39,
núm. 1), allegretto senza licenza quantunque, scampanatino, preghevole, abba-
jante (Estudio, op. 39, núm. 12), smorzandissimo (Schizzo, op. 63, núm. 12),
quasi-santo (Schizzo, op. 63, núm. 45) se catalogan sin duda entre los usos
más singulares a los que la lengua italiana se haya plegado, y títulos como La
mia cara liberta, La mia cara schiavitu, Marce quasi di cavalleria, Pseudo-
ingenuita, o la pieza para pedalera sola «a cuatro pies» Bombardo-Carillon,
podrían muy bien pertenecer a Satie. Pero Alkan, como Satie, es mucho
más que un extraño misántropo.
Se dice que Franz Liszt se ponía siempre un poco nervioso cuando
debía tocar en presencia de Alkan. Quizá esto forma parte del mito de
Alkan porque, si se juzga por la música, ningún pianista —ni Alkan, ni
Thalberg, ni Henselt, ni Dreyschock— debía hacia 1840 dominar el teclado
mejor que Liszt. El Liszt joven es hoy bastante poco conocido, mientras que
el Liszt conocido es el que trabaja en Weimar a partir del año 1848; y es otro
Liszt, no ciertamente opuesto, pero muy diferente del de la juventud. Por
esto, no sólo por comodidad de exposición, sino para poner más de mani-
fiesto la «conversión» de Liszt, dividiremos en dos partes y colocaremos en
dos capítulos, aunque consecutivos, las páginas que le dedicaremos.
También Liszt nace en el Biedermeier. Cuando empieza como pianista,
a los nueve años, ejecuta un Concierto de Ferdinand Ries; cuando se esta-
blece en Viena, en 1821, se hace alumno de Czerny, y cuando comienza a
componer, en 1822, se alinea con los pianistas-compositores Biedermeter.
En Viena encuentra a Beethoven y quizá también a Schubert, pero sólo más
tarde verá en Beethoven y en Schubert las figuras clave para su misma exis-
tencia como músico.
De las partituras compuestas por Liszt entre 1822 y 1829 no nos han lle-
gado tres Sonatas y dos Conciertos que quizá habrían podido decirnos algo
142 EL ROMANTICISMO

más preciso sobre sus orientaciones culturales infantiles. La Variación


compuesta a los once años para la colección de cincuenta variaciones de
cincuenta diferentes compositores sobre un Vals de Diabelli es un pequeño
y nervioso estudio a lo Czerny. Más amplios y todo lo contrario de desprovis-
tos de inventiva, pero siempre ezernianos, son los Estudios, op. 1, y a la
más exasperada manera Biedermeier pertenecen el Allegro di bravura, Op. 4,
núm. 1, y el Rondó di bravura, Op. 4, núm. 2.
Los más interesantes experimentos los realiza Liszt con: las variaciones
sobre temas de ópera. Después de las Variaciones sobre la marcha de Alejan-
dro de Moscheles, la variación de habilidad sobre temas muy populares,
como hemos dicho, se había difundido muchísimo. Las variaciones desti-
nadas a los aficionados, viejo best-seller de la literatura pianística, conti-
núan incluso después de 1815 (por ejemplo, las Variaciones sobre un aire
nacional alemán de Chopin, de 1826, fueron escritas para la mujer de un ge-
neral), pero el desarrollo de la variación virtuosística para piano y orquesta,
con una orquesta cada vez más ad libitum, lleva a la variación virtuosística
para piano solo, y luego a una ampliación del concepto de variación; por
ejemplo, en las Variaciones sobre un tema del Don Juan de Chopin encontra-
mos una amplia introducción de fantasía y un final bastante extenso, y en
el Scherzo, Variaciones y Fantasía de Francesco Pollini, compuesto hacia
1830, la variación Biedermeier está ya superada. Liszt empezó a distinguirse
escribiendo en 1824 un Impromptu sobre temas de Rossini y Spontini, op. 3, en
el que aparecen temas de la Dama del lago y de la Armida de Rossini, de la
Olimpia y del Hernán Cortés de Spontini. En la Gran Fantasía sobre la Tiro-
lesa de la ópera «La Fiancée» de Auber (1829) la variación está como interca-
lada en una forma compleja, que comprende una amplia introducción,
tema con tres variaciones y final. Se trata, pues, de una fantasía monotemá-
tica con variaciones: las premisas para la fantasía pluritemática están per-
fectamente puestas por un Liszt que, sin embargo, aún puede situarse
dentro del Biedermeier.
En 1830, de improviso, Liszt se descubrió romántico, cuando los caño-
nazos que anunciaban, como en una fiesta de la libertad, la revolución de
Julio le pusieron la fiebre en el cuerpo. Las composiciones iniciadas hacia
-1830 y frecuentemente dejadas en el estado de esbozos revelan una com-
pleta superación del gusto corriente y una tensión espasmódica, por una
parte, hacia un virtuosismo de habilidad sobrehumano y, por otra parte,
hacia experimentos de composición revolucionarios. El nuevo virtuosismo
aparece por vez primera en la Fantasía sobre la «Campanella» (1831-1832) y
se afirma en la asombrosa transcripción de la Sinfonía fantástica de Berlioz
(1833). Aspectos de composición experimental aparecen en las dos prime-
ras Apariciones (1834) y en otra pieza de 1834 titulada Harmonies poétiques
et religieuses.
Al comienzo de la pieza, Liszt cita la Advertencia de la obra homónima
de Lamartine en la que se habla de «almas meditativas, que la soledad y la
contemplación elevan invenciblemente hacia las ideas infinitas, es decir,
hacia la religión» y de «corazones abrumados por el dolor, rechazados por
el mundo, que se refugian en el reino de sus pensamientos en la soledad de
PARÍS 143

su alma para llorar, para esperar o para adorar». En la pieza de Liszt que
comienza Lento assai con un profondo sentimento di noia y termina Lento dis-
perato, la soledad como consuelo no es del todo evidente y el tema ideoló-
gico es más bien el romántico de la soledad como desolación y aniquila-
miento. La composición, que es una verdadera improvisación sobre dos
breves incisos temáticos, está construida más sobre estados de ánimo que
sobre relaciones formales referibles a la tradición, y en cuanto tal repre-
senta un momento revolucionario que va incluso más allá de las contempo-
ráneas esperanzas de Chopin y de Schumann.
Aún más profundizada es la experimentación sobre la poética y sobre el
lenguaje en el Album d'un voyageur, escrito entre 1835 y 1836 en tres partes:
Impresiones y poesías, que son siete composiciones originales; Flores melódi-
cas de los Alpes, que son nueve transcripciones de cantos populares, y Pará-
frasis, que son tres elaboraciones brillantes de músicas popularizantes. Liszt
hace preceder el 41bum de un prefacio, en el que expone, entre otras cosas,
dos conceptos clave de su juvenil romanticismo, programáticamente anti-
clasicista. El primer concepto se refiere al rechazo de las formas tradicionales:
«... úuna serie de piezas que no ateniéndose a ninguna forma conven-
cional, no encerrándose en ningún esquema especial, asumirán sucesiva-
mente los ritmos, los movimientos, las figuras más apropiadas para expresar
el sueño, la pasión o el pensamiento que las habrá inspirado». El segundo
concepto se refiere al desarrollo de la música instrumental como lenguaje
de lo inefable: «Cuanto más la música instrumental progresa, se desarrolla
y se libera de los primeros lazos, más tiende a recibir la impronta de la idea-
lidad que ha marcado la perfección de las artes plásticas, convertirse ya no
en una simple combinación de sonidos, sino en un lenguaje poético, más
adecuado quizá que la misma poesía para expresar todo aquello que nos
abre horizontes insólitos, todo aquello que rehúye el análisis, todo aquello
que se agita en la profundidades inaccesibles de los deseos imperecederos,
de los presentimientos, del infinito».
Declaraciones que no precisan de comentario, que se encuadran perfec-
tamente en la poética de los románticos y que sustancialmente no se verán
nunca desmentidas por Liszt. Pero Liszt sentirá más adelante, como antes
lo habían sentido Chopin y Schumann, el problema de la relación con la
tradición, y en los años de Weimar, como veremos, se preocupará por hacer
reconfluir en su poética, en una síntesis histórica completa, las formas tra-
dicionales y, ante todo, la forma sonata.
En paralelismo con esta experiencia y sin que podamos, como es evi-
dente, establecer barreras insuperables entre uno y otro momento, Liszt va
en busca de un nuevo virtuosismo, especialmente después de haber escu-
chado, en 1831, a Niccoló Paganini. La aparición de Paganini fue revela-
dora para Liszt, que había desarrollado al extremo el virtuosismo Bieder-
meier y no veía ya el modo de superarlo; reveladora de la posibilidad de
hacer revivir por última vez, y por lo tanto de hacer morir, la figura del vir-
tuoso que, componiendo para su instrumento, descubre en la materia posi-
bilidades ignotas y consigue con la revelación de lo desconocido encantar a
una multitud culturalmente no formada. La demonicidad de Paganini no
144 EL ROMANTICISMO

nacía tanto de los cuentecillos sobre el pacto con el diablo ni sobre la


amante asesinada, ni de las actitudes extrañas, ni del papel de recitado
conscientemente tenebroso, sino más bien de la comprobación de que un
instrumento empleado desde hacía siglos, y que había pasado por las
manos de compositores y ejecutantes geniales, se convertía con Paganini en
un objeto desconocido, en productor de una materia sonora jamás oída, en
creador de ectoplasmas. En Paganini se encarnaba así la figura del mago,
del nigromante que manipula y somete la materia a su voluntad, que la
transforma más allá de las leyes de la física y de la mecánica, que despierta
y domina poderosas fuerzas dormidas.
Fue este aspecto demoníaco del arte de Paganini el que fascinó a Liszt y
le reveló la posibilidad de dominar con encantamientos a un público en
fase de transformación, acostumbrado al melodrama y que hacía poco
tiempo que se había aproximado a la música instrumental. Si Paganini, en
esto más demonio, se servía de un instrumento perfeccionado desde hacía
siglos, Liszt tenía a su disposición un instrumento cuya construcción se es-
taba desarrollando rápidamente para adaptarse a los ambientes cada vez
más vastos que la relación entre concertista-empresario y público que pa-
gaba exigía por férrea ley económica. La exploración de las posibilidades
tímbricas desconocidas de un piano en evolución fue la aventura a la que el
Liszt de veinte años se lanzó con un ardor indescriptible: componiendo,
parafraseando piezas de ópera, transcribiendo de la orquesta, teorizando
que «el piano tiene la posibilidad, más que cualquier otro instrumento, de
participar en la vida del hombre».
Uno de los primeros trabajos de este nuevo Liszt fue un homenaje a Pa-
ganini, una Grande Fantaisie de bravoure sur «La Clochette» (de Paganini), que
comprende, en treinta y dos páginas impresas, introducción, tema, varia-
ción y final. Pieza vastísima y también ambiciosa sobre el piano composi-
tivo que nos interesa, sobre todo porque nos permite captar el comienzo de
una búsqueda virtuosística delirante, en que la voluntad de explorar el
instrumento se une a la voluntad de buscar el límite extremo de las posibili-
dades de la mano; el límite de lo posible o los confines de lo imposible. Ade-
más de los saltos, ni más difíciles ni más sorprendentes que los del fallecido
August Eberhardt Múller, y además de las notas repercutidas sugeridas por
la mecánica Erard, la Fantasía demuestra la búsqueda de la máxima veloci-
dad, los sonidos se suceden a intervalos de tiempos inferiores a una doceava
de segundo y excitan el nervio acústico por un tiempo superior al de su du-
ración física, hasta el punto de que el oído percibe ya no líneas sino como
filamentos de sonido. Efecto análogo al del cinematógrafo, donde la suce-
sión de las imágenes es percibida no como sucesión, sino como movi-
miento continuo, y donde una sucesión rapidísima puede conducir a la
superposición para la retina, de imágenes sucesivas. Las velocidades que
Liszt experimenta ya se habían alcanzado en el glissando o en lasfermatas o
en las pequeñas cadencias ornamentales, resultando así encuadradas en la
escansión del tiempo. Así pues, el problema técnico afrontado por Liszt no es
tanto el de hacer mover los dedos aproximadamente a una quinceava de se-
gundo, velocidad posible incluso para virtuosos que no son de su talla, sino
PARÍS 145

el concentrar el discurso exclusivamente en la velocidad, garantizando


igualmente los acentos rítmicos que escanden el tiempo. Liszt sale airoso de
su empeño usando, para el acento, el peso de la mano: su «lanzando suave-
mente la mano» inaugurá una técnica de movimiento elástico de la muñeca
y de coordinación entre muñeca y dedos que representan una novedad y un
descubrimiento importantísimos:

Marcare i sei tempi della misura gittando mollemente la mano

F energico
con fuoco

Estaríamos tentados de decir, pero sería imposible demostrarlo, que


también Chopin usó esta técnica: los acentos cada cuatro sonidos del Estu-
dio, op. 10, núm. 1, con sonidos que se suceden aproximadamente a una un-
décima de segundo, podrían también haberse obtenido con un ligero
movimiento vibratorio de la mano, pero podrían, con igual probabilidad,
entenderse como ligerísima prolongación del sonido acentuado, según lo que
aconsejaba para casos análogos Moscheles en el prefacio de sus Estudios,
op. 70 (1825-1826). Si intentamos analizar más a fondo la técnica de Liszt,
técnica sin duda revolucionaria, nos encontramos pronto bloqueados. Los
análisis de la técnica, difíciles incluso hoy, aun con el auxilio de sofistica-
dos aparatos, caían fuera de las perspectivas de los teóricos de la primera
parte del siglo xIx; a lo sumo, se llegaba a descripciones, a veces sugestivas.
Una descripción de Francois Fétis nos dice, por ejemplo, algo muy intere-
sante, más allá de las malévolas intenciones del escritor: «El señor Liszt,
que se deja guiar por el sentimiento instantáneo y que posee una gran poten-
cia de ejecución, es el único pianista que no tiene una posición fija, y que,
según la índole del pasaje que ejecuta, se pone unas veces a la derecha,
otras veces a la izquierda. Por otra parte, su cuerpo se halla en perpetua agi-
tación». ¿Charlatanería, teatralidad de la más baja especie? No juraríamos
que Liszt no tratase de poner completamente de manifiesto, de exponer ges-
tualmente, como un pregonero, la novedad de su técnica. Es ciertamente
posible alcanzar una variedad muy grande de timbre manteniendo el
146 EL ROMANTICISMO

cuerpo poco menos que inmóvil, pero el movimiento coordenado y diferen-


ciado del cuerpo favorece también ciertamente la variedad tímbrica. Baste
pensar por un lado en la casi inmovilidad de Arturo Benedetti Michelan-
geli y, por otro lado, en el frenético movimiento de Sviatoslav Richter (por
lo menos del Richter de los años sesenta). Liszt debía haberse percatado de
que atacando la tecla con las palancas del sistema dedo-mano-brazo dis-
puestas y movidas de maneras diferentes, se podía obtener del piano de
1830 una inimaginable variedad de timbres y explotaba su descubrimiento
para imponer un virtuosismo no ya mecánico sino tímbrico, aunque quizá
manifestándolo con una gestualidad que confinaba con la gesticulación.
La explotación del virtuosismo se realizaba con un empeño y con una
audacia que rozaban la acrobacia, que dejaban atónito al nuevo público de
las salas de concierto y que llegaban incluso a desafiar a la vanidad. Parece
ser que Rossini, una vez escuchada la transcripción lisztiana de la sinfonía
de Guillermo Tell, dijo: «Es verdaderamente muy, muy difícil. Lástima que
no sea inejecutable». En efecto, muchas veces se tiene la impresión de que
la dificultad de ejecución buscada por Liszt no está en relación con la inven-
ción musical. Pero, en realidad, la invención musical no puede medirse
únicamente por la música impresa: haría falta siempre poder escuchar el
sonido, tal como hace falta escuchar el sonido de la música de Berlioz para
poder juzgarla. En el Liszt de 1830-1845 se encuentran pasajes que parecen
hiperbólicos o francamente inejecutables. Sin embargo, cuando se com-
para, por ejemplo, la variación número 9 del Estudio de Paganini, núm. 6, en
la «imposible» versión de 1838 con la más razonable versión de 1852, nos
vemos inclinados a creer que, si Liszt lograba ejecutarla, la primera versión
era mucho más sugestiva:

staccato (quasi pizzicato)


=

No todos los críticos estarían de acuerdo en considerar que las composi-


ciones de 1830-1845 pueden valorarse positivamente, aunque sólo fuese en
términos de investigación tímbrico-virtuosística. Pero todos convienen en
que puede considerarse positiva la acción cultural desarrollada por Liszt
PARÍS 147

cuando aplicó sus investigaciones a la divulgación de las obras sinfónicas


de Berlioz. «Este arte de la interpretación, tan completamente diferente del
cuidado que pone el virtuoso en poner de relieve el detalle, la multiforme
variedad que exige, el eficaz,¿uso del pedal, el claro entrelazamiento de las
diferentes partes, el reasumir toda la masa, el conocimiento, en suma, de los
medios y de los muchos secretos que aún esconde el piano, todo esto sólo
puede ser quehacer de un maestro, de un genio de la interpretación, tal
como es Liszt por todos considerado», escribía en 1835 Schumann, conclu-
yendo su célebre crítica de la Sinfonía fantástica de Berlioz.
Las transcripciones de trabajos sinfónicos para piano (y sobre todo para
piano a cuatro manos) se usaban ya hacía unos cincuenta años y servían
para el conocimiento y la difusión capilar de música que ni con frecuencia ni
en todas las ciudades podía ejecutarse en su versión original. La transcrip-
ción era un poco como el grabado obtenido de un cuadro, que ofrecía, a
quien habitaba en lugares diversos de aquel en que se hallaba colocado el
cuadro, la posibilidad de conocer, por lo menos, la composición y el diseño
del mismo. Pero la transcripción para piano a cuatro manos servía para la
lectura familiar, tanto de los aficionados como de los profesionales, y no
para un vasto público. Liszt, al crear la partitura para piano, es decir, al pro-
yectar la transcripción en un ámbito concertístico, en el momento en que el
concierto público se iba consolidando fuertemente, confiaba al pianista la
misión de divulgar composiciones sinfónicas de vanguardia que sólo pocas
orquestas y sólo en pocas ocasiones podía ejecutarse.
El valor de la propuesta de Liszt (que, entre 1833 y 1846, comprendía,
además de la Fantástica, las oberturas Roi Lear y Francs Juges de Berlioz, las
Sinfonías núms. 4, 5 y 6 de Beethoven, las oberturas de Oberon y del Cazador
furtivo y la Jubel-ouverture de Weber) resulta difícil de comprender hoy, en
la época de la radio, de los discos y de las cintas, en todo su alcance de revo-
lución cultural, pero no es posible valorar la figura de Liszt si, junto al crea-
dor, no se ve también en él al operario que trataba de encaminar el nuevo
público hacia objetivos ya no exclusivamente hedonísticos: una vez subyu-
gado con los encantamientos, Liszt lo educaba para la comprensión de los
clásicos y los contemporáneos de vanguardia, distinguiéndose así y colo-
cándose en una dimensión inalcanzable por los Thalberg.
Igualmente importantes, junto con las transcripciones de obras sinfóni-
cas, son las transcripciones de lieder, sobre todo de los lieder de Schubert:
entre 1835 y 1847 Liszt transcribió unos cincuenta y ocho, llamando así la
atención hacia Schubert de un público que no conocía siquiera su nombre.
El problema de la transcripción de los lieder se presentaba muy diferente
del de la transcripción de un trozo sinfónico. Allí se trataba de reproducir
los juegos de volumen y de hacer perceptible la polifonía mediante los tim-
bres; aquí se trata de transportar a ambientes vastos música creada para
ambientes íntimos y hacer audibles a distancia melodías pensadas para
una dicción intensamente expresiva pero a flor de labios. Las soluciones
lisztianas son múltiples; aquí nos limitaremos a señalar un punto básico.
Liszt todavía adopta, a veces, la solución tradicional, que consiste en
instrumentar la melodía duplicándola en octava, pero con frecuencia la
148 EL ROMANTICISMO

transporta, en cambio, una octava por debajo (como si la considerase can-


tada por voz masculina), poniéndola en el registro central que, como sabe-
mos, es el más sonoro en los trozos cantables. En estos casos Liszt adopta a
veces (por ejemplo, en el Ave María) la solución thalbergiana de repartir la
melodía entre las dos manos; otras veces confía la melodía a una sola
mano; pero, en uno y otro caso, predispone la escritura de manera que los
sonidos de la melodía sean atacados con caída del antebrazo. Los sonidos
son prolongados y ligados, claro está, por el pedal de resonancia y el oyente
tiene, por lo tanto, la exacta percepción del diseño melódico y del fraseo,
pero la cualidad del sonido es diferente de la que se obtendría ligando los
sonidos con los dedos, sin abandonar el contacto con el teclado. Ésta es, a
nuestro parecer, una innovación técnica realmente fundamental: el dis-
curso musical de Schubert no queda perturbado, porque la cualidad del so-
nido es dulce e íntima, todavía camerística, pero el sonido «corre» y es
fácilmente perceptible en ambientes vastos. Puesta así la melodía en primer
plano, los acompañamientos se colocan en segundo y en tercer plano, y se
crea un efecto sonoro de perspectiva, de teatro; si se compara el lied de
Schubert con un cuadro de interior burgués de Moritz von Schwind o de
Leopold Kupelwieser, puede decirse que Liszt resuelve el problema de trans-
formar el cuadro en escenografía con torales, cielos rasos, etc., sin tras-
tornar su carácter íntimo. Liszt explotará después a fondo este descubri-
miento suyo, incluso en las composiciones originales: por ejemplo, en el Es-
tudio de concierto Un suspiro, la caída alternada de los antebrazos permitirá
hacer oír en cualquier sala grande una melodía apenas murmurada.
Liszt vuelve a tomar también ciertas instrumentaciones pianísticas de
Schubert, proyectándolas en la sala de concierto; por ejemplo, es evidente
que esta parte del Estudio trascendental, núm. 11, deriva de la escritura de la
parte central del Impromptu, op. 90, núm. 4, adaptada a un ambiente di-
ferente:

Grandioso
A A

Otras transcripciones lisztianas de 1830-1848 se refieren a cantos popu-


lares de varios países. Viajero incansable y curioso, Listz lleva a su público
fragmentos de folclore, tal como grandes ilustradores daban a conocer las
arquitecturas, los ambientes, las costumbres, las fiestas populares exóticas.
Sus intenciones, en este momento, son precisamente las del ilustrador. que
mira lo pintoresco y coge el fragmento separado del contexto cultural; cua-
renta años más tarde, pasará a posiciones diferentes, pero llegará a ellas
PARÍS 149

después de un proceso crítico puesto en marcha por sus experiencias


juveniles.
El mayor problema de composición al que se enfrenta Liszt en esos
años, el de una forma extensá que no sea la forma sonata, es el mismo pro-
blema de Schumann y de Chopin. Schumann crea el políptico; Chopin, la
balada y el scherzo. Liszt trabaja sobre la fantasía pluritemática basada en
obras teatrales, que se convierte para él en la síntesis de dos momentos, el
momento virtuosístico-tímbrico y el momento lingúístico-formal. En las
fantasías, Liszt mira ante todo la síntesis de los caracteres dramáticos so-
bresalientes de la ópera, como muy agudamente observó Ferruccio Busoni
hablando de la Fantasía sobre el Don Giovanni. A este elemento de concen-
tración y de unificación formal, que en sentido lato puede corresponder a la
fuente literaria de la que hablaba a veces Schumann, Liszt añade la bús-
queda de una unidad, de una forma, que no sea, como en la tendencia de
Thalberg y en sus discípulos, simple centón calculado para una progresión
de los efectos. En aquellas Fantasías que, a nuestro modo de ver, deben juz-
garse como las más felices —las bellinianas (sobre Los puritanos, sobre La
sonámbula, sobre Norma) y las mozartianas (sobre Don Juan y sobre Las
bodas de Fígaro) no sorprenden tanto la audacia del virtuosismo o la nove-
dad de las soluciones tímbricas, como la solidez de la forma y la genialidad
de la implantación tonal. En la Fantasía sobre Norma Liszt emplea una va-
riante del comienzo de la Sinfonía y seis temas de la ópera: «Ite sul colle»,
«Dell'aura profetica», «Deh! non volerli vittime!», «Quel cor tradisti»,
«Padre, tu piangi», «Guerra, guerra». La implantación tonal es en grandes
bloques: Sol mayor, Si mayor, Mi bemol mayor (progresión por terceras
mayores, probablemente tomadas de la Wanderer-Fantasie de Schubert,
que, no en vano, es una obra clave del romanticismo). Cada gran bloque va
precedido, introducido por un bloque pequeño en la correspondiente tona-
lidad menor, de modo que la progresión llega a ser: sol menor-Sol mayor-si
menor-Si mayor-mi bemol menor-Mi bemol mayor. El esquema es abierto,
porque al final no vuelve el sol menor, y es geométrico (cada tonalidad se
enlaza con la siguiente mediante dos sonidos comunes del respectivo
acorde tonal).
La composición empieza pues en una tonalidad y termina en otra: hecho
raro, y de todas formas completamente inusitado en la primera mitad del
siglo XIX. Al mismo tiempo, el sentido de la conclusión, de la forma unitaria
viene dado por el retorno final del tema «Dell'aura profetica» superpuesto
al tema «Padre, tu piangi».
Además de estos elementos estructurales, que constituyen fundamental-
mente etapas de separación de la tradición clásica y de búsqueda de nuevas
concepciones formales, en la Fantasía se observan al menos dos momentos
de invención pianística entre los más extraordinarios de que puede jactarse
la literatura del instrumento: en el episodio sobre «Qual cor tradisti», Liszt
logra hacer sonar simultáneamente tres registros del piano, con un efecto
de verdadero ilusionismo sonoro; en el episodio «Guerra, guerra» los soni-
dos martillados repercutidos sobre varias octavas prefiguran el estilo de
Prokófiev.
150 EL ROMANTICISMO

El examen de las fantasías dramáticas revela una imaginación tímbrica,


una genialidad de instrumentador que explican bien el éxito obtenido por
el concertista Liszt, pero sus experimentos formales explican también la
oposición de quien, por lo bajo, en el hombre de moda continuaba perci-
biendo el olor del revolucionario y prefería el tranquilizante Biedermeier
romantizado de Thalberg. Una ojeada al Hexameron, es decir, a las varia-
ciones que, a petición de la bellísima Cristina de Belgiojoso y de sus mun-
danas obras caritativas, escribieron en 1837 seis compositores d la page, nos
da la medida de la distancia que mediaba entre Liszt (y Chopin) y los otros.
El tema es «Suoni la tromba», de Los puritanos. Las variaciones de Thal-
berg, Pixis, Herz, y Czerny son pensadas todas ellas conforme al principio
de que el tema no sólo debe ser siempre reconocible, sino que debe perma-
necer casi idéntico a sí mismo, mientras que la variación verdadera consi-
dera la unión de trozos brillantes, de bordados y pasamanería, superpues-
tos al tema. (En sentido lato, pero sin que sea posible ver ninguna directa
conexión histórica entre los dos tipos de estructura, este concepto responde
a los mismos principios de la variación sobre el coral, típica de la literatura
organística barroca.) El tipo de ornamentación varía en cada uno de los
coautores del Hexameron: la variación de Thalberg es sobre las notas nobles,
la de Pixis sobre las octavas, la de Herz sobre la agilidad de la mano dere-
cha (sextas rapidísimas); la ornamentación de Czerny es más compleja y al-
terna octavas, dobles notas y sextas rápidas, aunque también décimas
alternadas. La separación entre Thalberg, Pixis, Herz y Czerny, composito-
res Biedermeier, y Chopin y Liszt, románticos, es muy clara: Liszt y Chopin
hacen perder al tema toda su marcialidad, modificando su compás, que se
vuelve Moderato (Liszt) y Largo (Chopin); intervienen sobre las armonías y
sobre las posiciones en el teclado y asimilan, en suma, la composición de
Bellini a su propio estilo de compositores. La variación de Chopin, artista
que había encontrado su humus cabe la aristocracia y cabe los intelectua-
les, musicalmente es asombrosa y, sin embargo, no nos sorprende del todo.
Liszt era, en cambio, un virtuoso aclamado y discutido, que podía llenar los
grandes teatros. Y es verdaderamente singular que su música del período
1830-1848, en la cual, a nuestro modo de ver, no pueden dejarse de advertir
las señales de una tensión revolucionaria, fuese también la que en conjunto
alcanzase un éxito incondicional de público. Las composiciones sucesivas no
habrían obtenido un éxito constante y la crítica contemporánea habría
acentuado cada vez más todas las reservas ya repetidamente expresadas,
hasta alcanzar una posición claramente negativa sobre las últimas páginas.
En Liszt, al contrario de Wagner, se puede hablar así de una conquista del
disentimiento, de un camino de la popularidad a la impopularidad, que co-
mienza desde el momento en que el compositor inicia una meditación
sobre el pasado, retirándose del campo de acción en el que por espacio de
quince años se había movido como dominador.
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CUARTA PARTE

El manierismo
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CapítULO I

Liszt en Weimar

La época romántica puede ampliarse o restringirse casi a discreción,


porque se trata de un período riquísimo en fermentos culturales que duran
mucho tiempo y que se reanudan muchas veces y se profundizan. Es lícito
hablar de romanticismo en un período que vaya de 1830 hasta el final del
siglo, o dividirlo en romanticismo y neorromanticismo. Sin embargo, prefe-
rimos hablar de romanticismo y de manierismo para poner de manifiesto el
repensar y la reflexión sobre el pasado que suceden a la fallida revolución
democrática de 1848, y que llevan a los músicos (por lo menos a los músicos
de los que aquí nos ocupamos, ligados a actividades económicamente con-
dicionadas por la relación con la clase dominante) a apartarse de ideales
revolucionarios ya no compatibles con la situación política y a volver a re-
correr bajo puntos de vista revolucionarios, toda la historia de su arte.
El primero en apartarse de la lucha ideológica activa es Liszt que, ya
discípulo de Lammenais, ya saintsimoniano, ya admirador de Lamartine y
amigo de Georg Herwegh, en 1848 no sólo evita las barricadas (al contrario
de Wagner), no sólo evita manifestar una simpatía, aunque sólo fuese li-
gera, por los movimientos populares (al contrario de Schumann), sino que
procura no dejarse comprometer y, huyendo de una Viena sumida en la re-
vuelta, se esconde con la princesa Sayn-Wittgenstein en el castillo que el
príncipe Felix Lichnowsky, satirizado por Heine en el Atta Troll y por el
poeta democrático Georg Weerth en el Sehnaphahnski, les había puesto gra-
ciosamente a su disposición para la luna de miel. Huido de la revolución
antes todavía de que la revolución fuese desbaratada, se puso bajo el ala
protectora del duque de Weimar para fundar una nueva Atenas de la mú-
sica. Habiendo pasado luego bajo la benévola protección de Pío IX para
convertirse en el nuevo Palestrina, Liszt anduvo de decepción en decep-
ción, de amargura en amargura, el largo camino hacia la soledad, hacia la
angustia de los últimos años, y hacia la disolución de aquel lenguaje que re-
flejaba la textura social en la cual él vivía y actuaba.
En 1848 Liszt estaba aún lleno de ilusiones: había decidido abandonar
154 EL MANIERISMO

el concertismo pianístico activo, había encontrado en la princesa Sayn-


Wittgenstein una ninfa Egeria y tenía en el bolsillo el nombramiento de
maestro de capilla del duque de Weimar. Sus años de Weimar (1848-1860)
representan un período en el que el piano pasa a segunda línea y en el que
su figura de creador y de hombre de cultura ya no se define por medio del
piano. Sin embargo, el cuerpo de piezas pianísticas es suficientemente am-
plio y complejo como para requerir un análisis no somero.
El primer punto que hay que abordar es la ripulitura de las páginas
compuestas anteriormente. Se someten a una radical revisión los Estudios
trascendentales, los Estudios de Paganini, el Album d'un voyageur, las recopila-
ciones de cantos populares húngaros y la pieza titulada Harmonies poétiques
et religieuses.
Detengámonos aún por un momento en esta página, que se convierte en
parte de una colección de diez piezas a las que cede su título original, asu-
miendo, en cambio, el nuevo título de Pensée des morts. Tomando de nuevo
la vieja pieza romántico-byroniana, Liszt la modifica y, sobre todo, le
añade una sección conclusiva «consolatoria» o «paradisíaca» flamante que
invierte su fin ideológico. Una nota preliminar es verdaderamente impre-
sionante como indicio de un profundo horror hacia las tentaciones nihilís-
ticas de su juventud: «Un fragmento de esta recopilación se había publi-
cado, hace algunos años, con demasiada precipitación y descuido. El autor
desaprueba completamente esa edición, truncada e incorrecta en tantos as-
pectos, colocando el mismo fragmento al comienzo de la cuarta Harmonte,
Pensée des morts, con los necesarios cambios».
Las otras piezas de la colección alternan con meticuloso equilibrio la
nota negativa y la nota positiva, el pesimismo y el optimismo, partiendo de
una Invocación llena de fe y concluyendo con un místico Cantique d'amour.
En el pasado fueron muy conocidas dos piezas de la recopilación, una po-
sitiva y otra negativa: Bénédiction de Dieu dans la solitude y Funérailles. Hoy
la Bénédiction está prácticamente excluida del repertorio. Es una pieza que
ciertamente confina con el sentimentalismo, aunque sea de una inspiración
noblemente religiosa y un poco nazarena, pero es también un ejemplo de
escritura pianística de una eufonía que puede compararse únicamente con
la del Nocturno, op. 27, núm. 2, de Chopin. A nosotros nos interesa aquí,
sobre todo, hacer observar un tipo de instrumentación claramente derivada
de la del Impromptu, op. 90, núm. 3, de Schubert, con el típico cambio lisz-
tiano de ambiente (del salón a la sala):

[Allegro moderato]
LISZT EN WEIMAR 155

En Funérailles, instrumentalmente, encontramos un interesantísimo em-


pleo del registro grave, primeramente por repiques disonantes que recuer-
dan sonidos de campanas sobre los cuales se superponen sombríos acordes
de sonoridad casi de trombones, luego por la exposición de una dolorosa
melodía, finalmente por un largo ostinato que recuerda de cerca el trío de la
Polonesa, op. 53, de Chopin. También Funérailles, como la Bénédiction, tiene
un preciso significado ideológico. El subtítulo es «Octubre de 1849», pero
no se trata de un homenaje a la memoria de Chopin, fallecido el 17 de octu-
bre de 1849. La pieza, nos dice la biógrafa «oficial» Lina Ramann, está pen-
sada para tres amigos: Felix Lichnowsky, Ladislaus Teleki y Lajos Batth-
yányi. La noticia, que, sin embargo, no afecta enteramente al valor musical
de la composición, requiere un breve comentario: no se puede dejar de re-
cordar que Batthyányi, presidente del primer gobierno constitucional hún-
garo, había sido fusilado por los austríacos, mientras que Lichnowsky
había sido linchado durante la revuelta popular de Fráncfort. Por lo tanto,
si se puede comprender la humana piedad que inducía a Liszt a recordar al
mismo tiempo a tres amigos suyos trágicamente desaparecidos, no se puede
dejar de reconocer que esto es también un signo de su involución. La fallida
revolución de 1848 encuentra al Liszt maduro (tiene treinta y siete años) en
pleno proceso de regresión ideológica: la búsqueda de independencia con
respecto al poder aristocrático, trágicamente iniciada por Mozart y rabiosa-
mente perseguida por Beethoven y por los románticos, es abandonada por
un Liszt que se hace la ilusión de poder proseguir una acción revoluciona-
ria bajo la protección iluminada del gran duque de Weimar.
Esta nueva posición ideológica, aunque permite a Liszt desarrollar una
extraordinaria experiencia cultural individual, no puede eludir la íntima
contradicción entre el artista y el hombre de corte: contradicción real, dolo-
rosa y dramática, que sólo ha sido puesta de manifiesto por las habladurías
de críticos reaccionarios y que, en cambio, habría que analizar seriamente.
156 EL MANIERISMO

así como habría que analizar la profunda contradicción entre la vida (en par-
ticular la relación con la Sayn-Wittgenstein, que se inicia precisamente en
1848) y la fidelidad de la Iglesia católica. La dependencia del poder consti-
tuido lleva inevitablemente a Liszt al optimismo y al triunfalismo. No, en
cambio, en Funérailles, pieza merecidamente famosa, en la que las tristes
campanas del comienzo, la marcha fúnebre, el duelo, la charanga guerrera
establecen una progresión perfecta, entusiasmante, que trasciende el dato
naturalista para asumir el valor de una meditación sobre la muerte. No obs-
tante, no se puede dejar de observar, en relación con el crucial momento
histórico, el replegarse sobre sí mismo que revela Funérailles, frente a la lú-
cida conciencia política de un Heine, que en Im Oktober 1849 sabe expre-
sar el sentido de la derrota y de la impotencia de los intelectuales.
La revisión de las dos colecciones de Estudios mira sólo por excepción
hacia aspectos compositivos: las modificaciones son en este sentido margl-
nales, y solamente el número 3 de los Estudios de Paganini, la Campanella, es
completamente transformado. En cambio, las modificaciones de la escri-
tura son radicales: la dificultad sigue siendo, en general, muy grande, pero
se eliminan todos aquellos aspectos que sabían a acrobacia, a desafío a lo
imposible, y que aparecían ligados a las extraordinarias facultades perso-
nales de Liszt. La preocupación de Liszt no es hacer música para todos,
sino hacer asimilables sus descubrimientos a todos los que se dedican al
concertismo. No siempre, como hemos indicado ya, la nueva versión nos
parece mejor que la primera bajo el aspecto de la sonoridad. Pero tampoco
este momento de la revisión es únicamente técnica, sino, según nos parece,
ideológica: el desafío es transferido a la materia, desafío diabólico que
puede conducir la materia a la esclavitud, y las fuerzas tenebrosas y terri-
bles, suscitadas por la primera versión, son domeñadas y guiadas. no asus-
tando ya al que posee el gusto por el riesgo calculado y una musculatura en
condiciones para valorar y discriminar diferencias mínimas de espacios
y distancias.
Consideremos por un instante la Campanella. Tras la Fantasía de 1831-
1832, Liszt había compuesto en 1838 una nueva versión de la pieza, mucho
más breve, incluida en la recopilación de los Seis Grandes Estudios sobre Pa-
ganini. La versión de 1851 es aún un juego de azar sobre las distancias de
dos octavas, sobre las notas repercutidas, sobre las vibraciones del brazo.
pero es un juego elegante que puede realizarse con gracia. Una mano me-
diana tiene una apertura, del pulgar al meñique, de aproximadamente
veintiún-veintidós centímetros: una distancia de dos octavas, en el teclado,
cubre más o menos treinta y cinco centímetros. Los tres dedos largos, ín-
dice, medio y anular, se mueven con facilidad en un espacio de unos seis
centímetros: la técnica de las notas repercutidas les impone el moverse
en un espacio de aproximadamente un centímetro. El brazo puede vibrar
con un promedio de frecuencia de seis a siete movimientos por segundo:
una particular disposición natural y un especial adiestramiento permiten una
vibración de ocho a nueve movimientos por segundo. La última versión de
la Campanella no exige más, y aunque no es una pieza para todos, ni si-
quiera es exclusivamente para semidioses y demonios. Liszt, semidiós y de-
LISZT EN WEIMAR US

monio, se ha remodelado modestamente en la dimensión del héroe sabio


que comunica a otros sus secretos. Sin embargo, la Gran Fantasía, preciso es
decirlo, sigue estando ahí: es la carta nigromántica que tarde o temprano
tendremos que leer.» +, .'*
En la revisión del Album d'un voyageur las partes se invierten con res-
pecto a los Estudios: notable, pero no radical, la revisión de la escritura, con
frecuencia radicales las intervenciones en la composición. Aquí el Liszt de
los años cincuenta es más revolucionario que el Liszt de los años treinta.
En la segunda versión, que toma el título definitivo de Années de pélerinage,
los títulos de las piezas permanecen sin variar o casi, y desaparece el prefa-
cio, evidentemente porque Liszt sabía ahora que sus intenciones simbolis-
tas no habrían sido cambiadas por intenciones descriptivas; pero el hecho
sorprendente es que la tensión revolucionaria encuentra su manifestación
más verdadera en la música. Obsérvense las dos versiones de la Vallée
d'Obermann, inspirada en una novela de Étienne Pivert de Sénancour. La
novela epistolar de 1804, a medio camino entre el sentimiento de la natura-
leza de Rousseau y los dolores del joven Werther, suscita en el joven Liszt
un tumulto de sentimientos que se revelan en una profusión de acotaciones,
además de un río de música. El Liszt maduro censura las intemperancias
verbales del joven Liszt: el con un profondo sentimento di tristezza de la pri-
mera versión se convierte en la segunda en un simple espressivo, y desapare-
cen, entre otras acotaciones eliminadas, un lugubre, un raddolente, un estinto,
un furioso y un dolce etiquetado con aquel extraordinario plintivo (plaintif,
afligido) que Liszt había acuñado a partir del francés y cuyo sonido debía
agradarle mucho porque lo usó varias veces.
No obstante, la censura verbal no comporta una atenuación del len-
guaje, de la intensidad expresiva. Antes bien, el primer tema es modificado
por Liszt en la segunda versión de forma que aumenta su tensión: en la pri-
mera versión, todo el tema estaba armonizado en mi menor, en la segunda
empieza en mi menor y de pronto es repetido en sol menor para terminar
de si bemol menor.
El oyente se encuentra ante un primer período que se inicia en una tona-
lidad y termina en la tonalidad más lejana posible de la inicial (relación de
cuarta aumentada); y esto es ciertamente un shock bastante mayor que el
que puede dar la acotación con un profondo sentimento di tristezza, por
cuanto es perfectamente percibido por el oyente. Con esto queremos hacer
observar cómo las intenciones revolucionarias del joven Liszt, que en parte
se quedaron en el campo de las intenciones y del gesto, encuentran en el
Liszt maduro su verdadera explicación en el lenguaje.
A revisiones todavía más radicales son sometidas las elaboraciones de
melodías populares húngaras, publicadas por Liszt entre 1840 y 1847:
nacen las primeras quince Rapsodias húngaras, basadas en esquemas bi-
partitos (danza lenta en ritmo libre o Lassu y danza rápida en ritmo uni-
forme o Friska), variados con frecuencia y de modo diferente. Surge aquí la
preocupación de proceder hacia una forma unitaria que imita a veces la
forma de la sonata y a veces la forma vocal recitativo-aria-cabaleta. No
abordaremos aquí el problema de las tesis historicocríticas de Liszt sobre la
158 EL MANIERISMO

música popular húngara, ni haremos observar las múltiples invenciones


tímbricas sugeridas por el uso gitano del czimbalom y de instrumentos
como el violín y el clarinete; hagamos, en cambio, observar cómo el paso de
la simple transcripción a la elaboración demuestra una voluntad de apro-
piación cultural y de creación de una epopeya nacional, que se sitúa en la
perspectiva de una recuperación de la historia, máxima preocupación del
Liszt maduro.
La máxima preocupación del Liszt de los años cincuenta, ex revolucio-
nario, es la de volver a entrar en la historia: no oponerse ya a ella orgullosa-
mente, sino, con experiencias revolucionarias, hacérsela propia. Para tal fin
son fundamentales sus experimentos sobre el bitematismo, punto saliente y
emblemático de los principios formales clásicos. Ya la Balada número 1,
compuesta entre 1845 y 1848, es un estudio sobre el bitematismo, influido
probablemente por la particularísima solución de la Balada número 2 de
Chopin. El Grosses Konzertsolo, compuesto en 1849 para piano solo y poste-
riormente transformado en el Concert pathétique para dos pianos, es otro im-
portantísimo momento de esta labor. Más importante todavía, más bien
definitiva, es la experiencia de la Fantasía casi Sonata después de una lectura
de Dante, esbozada ya en 1837, reanudada y terminada en 1849, retocada
más tarde y no publicada hasta 1859. La composición se basa en tres temas
principales, que podrían asociarse a situaciones o a personajes de la Divina
Comedia, y se desarrolla como continua transformación y variación de sus
elementos constitutivos. A pesar de la novedad de las soluciones formales y
de la explosiva genialidad de toda la composición, Liszt busca un lazo con
la tradición y corrobora una necesidad cultural que va surgiendo en él en el
comienzo del período de Weimar. El modelo al que hace referencia es, nos
parece, el primer movimiento de la Sonata, op. 13, de Beethoven, la Patética,
en el que la introducción en movimiento lento retorna en el transcurso del
tradicional allegro, articulando así el esquema formal clásico sobre tres, en
vez de sobre dos temas principales. En la Fantasía de Liszt, se pueden dis-
tinguir claramente, en un análisis que supere la apariencia, un tema de in-
troducción, un primer y segundo tema, y una tripartición general con
exposición, desarrollo, reexposición muy abreviada y coda. Tras las bús-
quedas formales de la fantasías dramáticas, Liszt reanuda, pues, en pers-
pectivas radicalmente nuevas, las relación con la más insigne tradición
clásica, aproximándose así al Chopin de las Baladas y de la Fantasía,
op. 49.
En el Scherzo y Marcha, de 1851, Liszt vuelve a la forma clásica del
scherzo con trío, pero con dimensiones muy diferentes de las clásicas: el
Scherzo es amplísimo y bitemático, la Marcha relativamente breve; a la
Marcha siguen una reanudación muy abreviada del Scherzo y una coda
conclusiva, con cita del tema de la Marcha. También en este caso, como en
la Balada número 1, Liszt contrapone dos mundos contrastantes: allí la
lucha y la intimidad amorosa, aquí, junto con la marcha, símbolo de lucha,
la presencia diabólica. Es éste un tema que Liszt había tocado, rozando lo
kitsch, en la paráfrasis sobre Roberto el Diablo (1841), pero que también
había abordado en una perspectiva byroniana hacia 1830 (Maldición, para
..
LISZT EN WEIMAR 159

piano y arcos) y que hacia 1850 retorna como mito faustiano para permane-
cer luego presente hasta el final en la poética lisztiana.
Entre 1852 y 1853 Liszt aborda finalmente la forma sonata. La Sonata
en si menor de Liszt cierra él ciclo de la sonata romántica, entronca con la
Wanderer-Fantasie de Schubert, primera experiencia alternativa a la sonata
clásica, y es contemporánea de las tres Sonatas de Brahms, primeras expe-
riencias de sonata neoclásica. En la Sonata de Liszt se elimina, ante todo, la
división en varios movimientos; los cuatro movimientos tradicionales (alle-
gro, adagio, scherzo, finale) se mantienen, pero fundidos en un solo bloque, y
los elementos temáticos del primer y del segundo movimiento retornan en
el tercero y en el cuarto, que no presentan material nuevo. La forma de la
Sonata en si menor representa la síntesis de tres formas clásicas, es decir, de
la sonata en cuatro movimientos, del allegro de sonata, de la canción:

sonata sonata allegro canción


de Liszt clásica de sonata

exposición allegro exposición tema


y desarrollo

otro tema adagio otro tema

desarrollo scherzo desarrollo

reexposición final reexposición tema

Dos son los temas dominantes, continuamente transformados, y hasta


las figuras de acompañamiento y los pasajes de puro virtuosismo se derivan
de los temas, de modo que acentúan la unidad estructural de la pieza. El
tercer tema, expuesto en el centro de la Sonata, en cambio, no es transfor-
mado: se observa de repente la analogía con el tema de Margarita en la
Sinfonía-Faust (1854), tema que, representando el símbolo de la derrota de
Mefistófeles frente a Margarita, permanece intacto. No hay ningún docu-
mento que autorice a establecer una relación directa entre la Sonata y la
Sinfonía-Faust, pero no es ilegítima la suposición de que el mito faustiano,
obsesivamente sentido por Liszt, esté presente también en la Sonata. Inde-
pendientemente de un sustrato ideológico que se puede suponer pero no
comprobar, hay que señalar la conclusión no triunfal y no optimista de la
Sonata, conclusión a la que llegó el compositor por un proceso autocrítico,
modificando la primera versión, que terminaba con la acostumbrada pero-
ración, para él tan cara. :
Un comentario un poco particular, pero que se une de nuevo con la recu-
peración de la historia, merecen las transcripciones para piano solo de seis
Preludios y Fugas para órgano de Bach. Liszt no apunta hacia la creación
de efectos coloristas, al contrario de Carl Tausig, ni hacia la monumentali-
160 EL MANIERISMO

dad de la sonoridad mediante la multiplicación de las duplicaciones, al


contrario de Ferruccio Busoni; pero se preocupa, en cambio, de hacer eje-
cutable sobre un teclado lo que en el órgano se ejecuta en dos manuales y
una pedalera, y añade casi exclusivamente duplicaciones en octava al bajo,
conforme a una concepción todavía netamente beethoveniana de la ejecu-
ción polifónica en el piano. La perfecta audibilidad de las partes, que tanto
Tausig como Busoni tienden a transferir, a fijar en la escritura, Liszt la ob-
tiene mediante la diferenciación del toque y dejándolo al gusto del ejecu-
tante. En el órgano, a nuestro juicio, Liszt ama el instrumento que permite
la claridad expositiva de la polifonía, más que el instrumento apto para jue-
gos de colores y de volúmenes. Antes bien, es probable que viese en el ór-
gano, tal como se iba delineando hacia la mitad del siglo x1x, una especie de
piano perfeccionado. Liszt estuvo muy interesado en los experimentos con
los que se trataba de hacer posibles en el órgano los efectos de crescendo y de
diminuendo, imposibles en el órgano barroco y en el órgano clásico, y en su
casa de Weimar unió un órgano de salón y un piano de concierto, creando
una especie de instrumento con mandos dobles.
Con los experimentos de los constructores y con los experimentos lisz-
tianos sobre Órgano y piano unidos se trataba de inventar un instrumento
de teclado que superase los límites de la máquina y que garantizase al
mismo tiempo la extrema complejidad de los efectos y el control subjetivo
del sonido: la vieja utopía florentina, que hemos seguido en todas sus pe-
ripecias, intentaba, en suma, otra encarnación, por desgracia de breve
existencia, porque ni las investigaciones de los constructores abrieron pers-
pectivas ricas en desarrollos, ni el óreano-piano de Liszt fue más allá del
intento individual.
Hacia 1853, como hemos dicho, el enlace con la tradición se ha reali-
zado, y en el período de Weimar la Sonata, síntesis de veinte años de bús-
queda, representa la culminación de la creatividad de Liszt por cuanto se
refiere al piano; los años sucesivos serán dedicados a la creación de algunas
obras sinfónico-corales y grandes obras sinfónicas, entre las cuales hay que
mencionar también los dos Conciertos, que vuelven a encontrar, al nivel a
que habían llegado tanto el piano como la orquesta, una perfecta relación de
integración piano-orquesta. Sólo al final del período de Weimar se observa
un renovado interés por el piano, que se manifiesta ante todo en algunas
ejemplares paráfrasis de óperas de Verdi y de Wagner, y en la definitiva
puesta a punto de Venecia y Nápoles y del Totentanz para piano y orquesta,
gran fresco en el que la vieja forma de la variación sobre temas muy conoci-
dos se transforma en una apocalíptica meditación sobre el Dies Irae.
Sin embargo, son otros los trabajos que junto con un nuevo interés de
Liszt por el piano afirman también el enfrentamiento con problemas nue-
vos de composición. Ante todo, el Preludio sobre el basso ostinato de la Can-
tata de Bach «Weinen, Klagen, Sorgen, Zagen» de 1859. El bajo había sido
utilizado por Bach también en el «Crucifixus» de la Misa en si menor, y no
es improbable que la idea de la composición se le hubiese ocurrido a Liszt
por una ejecución de la Misa, promovida por él, que tuvo lugar en Weimar
el 2 de junio de 1859. El interés que Liszt había mostrado siempre por la in-
LISZT EN WEIMAR 161

vestigación armónica, y por consiguiente, por el cromatismo, vuelve a susci-


tarse al contacto con un bajo cromático bachiano que sugiere al compositor
una coincidencia entre pasado y presente. En el Preludio, Liszt asume el
tema bachiano al mode de ur* bajo de pasacalle, y sobre él construye una
composición de gusto neobarroco (neogótico, habrían podido decir Liszt y
Wagner, que en Bach veían idealmente, aunque conscientes del anacro-
nismo, la expresión del gótico musical). Pero el breve Preludio no agotó el
interés de Liszt por el bajo cromático bachiano, que tres años más tarde, en
1862, fue reasumido por las más vastas Variaciones sobre un motivo de Bach.
La mayor parte de la composición se desarrolla como el Preludio, si bien de
un modo más articulado y pianísticamente más complejo, en forma de pa-
sacalle. Una vez alcanzado el punto culminante, Liszt inicia un largo episo-
dio de recitativo doloroso, de sabor berlioziano, y de aquí pasa a una
prodigiosa peroración dramática que prepara la palingénesis final, el coral
de Bach «Lo que Dios hace, bien hecho está». El pasaje ideológico lisztiano
típico (lamento-triunfo) no parece aquí impuesto desde fuera, sino que es la
resultante de un sufrido proceso psicológico que, en el plano del lenguaje,
está simbolizado en el paralelismo lamento-cromatismo, triunfo-diatonis-
mo. Es probable que el Preludio y las Variaciones estén ligados a experien-
cias biográficas: en 1859 había muerto a los veinte años el tercer hijo de
Liszt, Daniel, y en 1862 murió, a los veintisiete años, su primogénita, Blan-
dine. Estas trágicas experiencias pueden explicar la elección y el retorno del
tema bachiano, de particular significado simbólico («Crucifixus» en la
Misa, Weinen, Klagen, Sorgen, Zagen, o sea, llantos, lamentos, aflicciones,
temblores en las Variaciones), pero entre la autobiografía y el símbolo por
una parte y factores lingúísticos por otra se establece una perfecta simbiosis
y las dos piezas son, por consiguiente, ejemplares realizaciones de la poé-
tica lisztiana.
La inversión del espiritualismo de las Variaciones puede comprobarse
en el Mephisto-Walzer número 1, compuesto entre 1859 y 1860, en el que el
mito diabólico encuentra su momento, si no el más alto, sí el de más atrayente
éxito y, por lo tanto, de mayor popularidad. A un menor grado de ilustra-
ción no desprovista de ironía y de consciente kitsch se sitúa otra danza dia-
bólica, del año 1861 aproximadamente: la paráfrasis sobre el Vals del
«Fausto» de Gounod. El juego virtuosístico y el gusto por la transformación
pianística de material nacido para un diferente medium instrumental apa-
rece aquí en primer plano, junto con el sentido del divertimiento que no
afecta emotivamente ni al autor ni a los espectadores. Mientras en las pará-
frasis de 1836-1847 tendía Liszt simultáneamente a experimentar formas
nuevas y a conquistar para la música instrumental legiones de oyentes no
tradicionalmente vinculados al concierto, en las paráfrasis del período de
Weimar y de los años sucesivos tiende a mantener con vida un género cuyas
motivaciones originarias ya están superadas y que se siente en un sentido in-
directo, manierístico.
Este denso período creativo concluye en 1863 con las dos Leyendas: San
Francisco de Asís predica a los pájaros y San Francisco de Paula camina sobre
las aguas. A propósito de algunas piezas de las Armonías poéticas y religiosas
162 EL MANIERISMO

se habría podido hablar, ilegítimamente, de religiosidad afín a la de los pin-


tores nazaremos. En la primera Leyenda, a nuestro juicio, se observan los
signos de una aproximación a la estética de los prerrafaelitas.! La tendencia
hacia una religiosidad desnuda, la abolición de planos sonoros múltiples y
el retorno a dos o incluso a un solo plano de sonoridades próximas a las del
arpa y del armonio, es decir, todas aquellas características que definirán la
sucesiva búsqueda de Liszt hacia la descoloración del timbre pianístico y
hacia la renuncia a la teatralidad o, si queremos emplear una comparación
con otro arte, hacia la transformación del fresco en papel pintado de empa-
pelar, ya aparecen en la primera Leyenda, encantadora como una leyenda
medieval contada por un cura. En cambio, en la segunda Leyenda estamos
aún en el esquema ideológico opresión-lucha-triunfo, tan familiar para
Liszt, y en el cual el valor ético del mito prometeico de la lucha es atempe-
rado por el mito consolador del triunfo. Las dos Leyendas indican, en reali-
dad, otro momento de íntimo contraste del espíritu lisztiano, contraste en
el que será oportuno que nos detengamos brevemente.
En 1863, después de haber abandonado Weimar, Liszt estaba comen-
zando a vivir su segunda ilusión: poder llegar a ser, bajo la afectuosa pro-
tección del papa Pío IX, el reformador de la música sacra católica. Las
consecuencias de la fallida revolución de 1848-1849 pesaron mucho tiempo
sobre la generación de intelectuales nacidos alrededor del año 1810, y lleva-
ron a alguno, como Wagner, a ceder aparentemente al poder para doble-
garlo a su propia voluntad. La relación de Wagner con Luis II, que comien-
za en 1864, es una clara y cínica inversión de las relaciones reales de fuerza
y de ahí la relación sucesiva de Wagner con el emperador alemán. A Georg
Herwegh no se le escapará la verdadera naturaleza profunda de la relación
entre Wagner y los poderosos, pero Wagner podrá conservar siempre la ilu-
sión de dominar a la realeza. No, en cambio, Liszt. Liszt, como hemos
dicho, había abandonado la esperanza en la revolución antes de que la re-
volución comenzase, y precisamente en 1848 había ocupado en Weimar un
cargo en la corte. En 1863 renueva, cabe otro poder y sin ni siquiera la ga-
rantía de un encargo oficial, el mismo tipo de relación iluminística que en
Weimar le había visto perdedor. La nueva decepción abrirá la última fase
de su creatividad, la fase de la soledad, de la angustia, del aislamiento, pero
también de la superación de todas las ilusiones y de un impasible pesimismo.
Después de 1863, se hace más lenta la producción de páginas originales
para piano, mientras que permanece —verdadera «constante» en la activi-
dad creativa de Liszt— la de las paráfrasis y de las transcripciones. Las pri-
meras composiciones que marcan, sin sombra de duda, el paso hacia el
tardío estilo lisztiano son las que nacen alrededor de 1875. El trozo de aper-
tura de la última recopilación de los Années de pélerinage, intitulado Angelus!
Preghiera agli angeli custodi y compuesto en 1877 es una pieza que, al con-
trario de la mayor parte de las obras de Liszt, es relativamente fácil de tocar

! Estamos hablando. como es evidente. de afinidades culturales. Por lo que respecta a las relaciones per-
sonales con los nazarenos y con los prerrafaelistas. se puede recordar que Liszt conocía bien y admiraba
mucho a Friedrich Overbeck: y que conoció muchos años más tarde a Edward Burne-Jones. por quien fue
retratado en el Merlín.
LISZT EN WEIMAR 163

y muy difícil de escuchar. La forma conserva evidentes lazos con la tradi-


ción (primer movimiento de sonata), la armonía es diatónica (con apenas
algún trecho en acordes paralelos que preanuncian a Debussy), la melodía
es fácil de comprender, pero, todos los elementos acostumbrados del len-
guaje musical se encuentran extrañados, trivializados por una sonoridad
que no es la «justa», y por un estilo instrumental de una linealidad primiti-
vista. Obsérvese atentamente la escritura: Liszt no reniega de la investiga-
ción realizada hacia 1830, no se vuelve atrás, no tiene tentaciones neoclá-
sicas, pero redescubre los valores de la no-perspectiva y de la monocromía,
de las sonoridades tenues y achatadas, dulces y lisas, hasta el punto de
poder confiar indistintamente la pieza al piano o al armonio. Obsérvese
cómo ha sido superada la búsqueda de la emoción y del consenso, y cómo
la dimensión del público es pasada por alto: los elementos integrantes son
oratorios, pero es como si el autor hablase al espejo. El oyente se ve obli-
gado a aferrarse al sonido como tal y no como «instrumentación» que hace
perceptibles líneas, arquitecturas, discurso; al sonido como elemento sobre
el cual puede verdaderamente concentrarse el oído, mientras que si se
orienta hacia los otros elementos no consigue mantener la atención y se
pierde, porque el sentido de la pieza no es discursivo sino encantatorio.
Después de 1875, el Liszt que conocíamos bien, el Liszt de Weimar y de
los primeros años romanos, se vuelve cada vez más evanescente, cada vez
más reducido a una presencia sin cuerpo: si en una pieza como Sospiri! (en
italiano, con tanto punto exclamativo), en las dos barcarolas tituladas La
lúgubre góndola, en el primer Valse oubliée el sentimentalismo romántico-
burgués se utiliza aún manierísticamente, el segundo y el tercer Valse ou-
bliée ya son solamente fantasmas repercutidos en un pianino mecánico, en
una dimensión estilística e ideológica ya de siglo xx. El Liszt tardío es un
compositor que con lo antiguo parece no tener ya lazos estilísticos: la conti-
nuidad la encontramos en la temática ideológica (la contraposición divino-
diabólico) y en la predilección por la transcripción y la paráfrasis. El Mephis-
to-Walzer número 3, de 1881, une caracteres de marcha y caracteres de
danza valsante: la forma pluritemática, la expresión sarcástica y sensual
pueden, empero, explicar el título, que a nosotros nos parece emblemático
de una concepción del vals como baile diabólico, presente en muchas pu-
blicaciones moralistas del siglo xix. Se ha observado en varias ocasiones
que este abate Liszt, que vaga entre el Vaticano y residencias de monseño-
res, y está muy empeñado en componer música sacra ascética, les guiña
después el ojo a la mundanidad y al demonio. La observación, si bien capta
ciertos aspectos exteriores de la vida y de la concepción de la vida de Liszt,
proyecta la sombra de una boutade sobre un componente muy profundo de
la poesía lisztiana: el sentimiento del mal. En el último Liszt, el mal ya no
es entendido como fuerza antagónica sino como presencia cósmica, y el
Mephisto-Walzer número 3 nos parece representación de un mal que no
entra en conflicto con el bien. Esta concepción lleva a la superación de la
dialéctica que la música culta occidental había desarrollado entre clasi-
cismo y romanticismo. En el Mephisto-Walzer número 3 encontramos aún
las tradicionales analogías y simetrías temáticas y encontramos el princi-
164 EL MANIERISMO

pio, típico del Liszt virtuoso, de la repetición variada. Pero la repetición no


es variada en sentido ornamental, sino más bien dinámico y, hecho verda-
deramente nuevo, las tonalidades son abordadas como colores puros. Antes
bien, a veces es hasta difícil establecer con exactitud la tonalidad, que no es
definida por un acorde tonal tradicional: por ejemplo, al final, queda vi-
brando sólo un acorde por cuartas justas, es decir, el tipo de acorde que con
Schónberg se convertirá en clave de bóveda de sistemas tonales no pre-
constituidos ni preordenados.
La evolución estilística se refiere también a las perspectivas bajo las
cuales se considera el folclore. En las cuatro últimas Rapsodias húngaras,
en los Retratos históricos húngaros, en las tres Czárdás, muy lejos de la
confección de brillantes artículos de exportación, Liszt se empeña en una
búsqueda que, a través del análisis de caracteres léxicos de la música hún-
gara, pone en crisis la tradición de la música culta occidental y de este
modo une el momento del siglo xtx y el momento del siglo xx de la música
nacional húngara, el momento de Bartók y Kodály: también su estilo pia-
nístico seco, sintético, incluso tosco, y la estilización de la ornamentación
preanuncia el piano de Bartók.
En 1885, terminada la colección de Retratos históricos húngaros de los
grandes espíritus desaparecidos a los cuales no se abren las visiones paradi-
síacas del Pensée des morts, Liszt compone una pequeña página del profé-
tico título de Bagatela sin tonalidades. El ciclo iniciado en el Biedermeier
vienés se cierra así con el presentimiento de otra Viena, de una Viena bien
diferente, la del expresionismo. Pero ésta no puede ser una conclusión crí-
tica convincente, porque Liszt vive, a nuestro modo de ver, en la cultura
francesa más que en la cultura alemana. Su vocación histórica y el sentido
global de su búsqueda se precisan cuando, habiendo partido de la experi-
mentación sobre los timbres, descubre en el Angelus el sonido como sonido.
Si su virtuosismo y su armonía influirán en todos los compositores poste-
riores a él, y si las síntesis formales del período de Weimar influirán profun-
damente en Strauss y Schónberg, el análisis del sonido pianístico, elemen-
to unificador de toda su obra, pasa directamente a Satie. Solamente el Satie
de las Ogives (1886), de las Sarabandes (1887), de las Gymnopédies (1888) es,
como el último Liszt, indiferente a la forma, a la armonía, a la comunica-
ción, y totalmente tenso hacia la aproximación de los sonidos conforme a
una lógica de la sensación. A pesar de todas las evidentes relaciones que
ligan a Liszt con Debussy, con Ravel, con Skriabin, con Bartók, con Prokó-
fiev, es a través de Satie que nuestra época toma lentamente conciencia del
significado último de la obra pianística lisztiana. El paso del enigmático ca-
nónigo de Albano, que no había olvidado el pacto con la serpiente y que
había descubierto la eternidad y la belleza del mal, al clownesco fundador y
único fiel de la Iglesia Metropolitana de Arte de Jesús Conductor es la úl-
tima y más radical aventura que Liszt haya querido reservar a la medita-
ción de la posteridad.
CapítTULO

Alemania

En una de las últimas composiciones de Schumann, el Concertstúck,


op. 134, dedicado a Brahms, escrito en 1853 y que a causa de sus complejas
características no ha llegado nunca a ser popular, se encuentra como sim-
bolizado el momento histórico que el romanticismo alemán estaba atrave-
sando en la mitad del siglo. Pero el trabajo, schumanniano de estilo (¿y
cómo podría ser de otro modo?), contiene un tema, el segundo, que no ha-
bría desentonado en una composición del joven Brahms, y presenta algu-
nos puntos estilísticos de derivación mendelssohniana. La dedicatoria a
Brahms acentúa la conclusión mística («En todo tiempo domina una se-
creta unión de espíritus afines») con que Schumann había concluido en el
mismo 1853 el breve profético ensayo en el que señalaba a Brahms como
continuador de su obra, y el afectuoso homenaje a la memoria de Mendels-
sohn expresa el origen y la continuidad del romanticismo alemán.
Romanticismo alemán que, sin embargo, en la mitad del siglo tenía el
privilegio de poseer otro, e incómodo, protagonista: Wagner. Los herederos
de Mendelssohn, parapetados en el Conservatorio de Leipzig fundado por
él, combatieron en la segunda mitad del siglo a Wagner y a los wagnerianos
con un encarnizamiento que en ocasiones alcanzó tonos apocalípticos y
francamente grotescos. Pero en el campo del piano el anticristo no era
Wagner, sino Liszt, «escandalosamente» instalado en la ciudad que había
sido de Goethe, de Schiller, de Wieland. Sin embargo, demasiado gran mú-
sico, demasiado gran artista, demasiado gran maestro era Liszt para que los
jóvenes talentos alemanes no se sintieran atraídos por él y por su ense-
ñanza, incluidos algunos tránsfugas de áreas mendelssohnianas como
Kirchner, Raff, Draeseke o Búlow.
Joachim Raff, protegido al principio por Mendelssohn, se trasladó a
Weimar y, más que en discípulo de Liszt, se convirtió en su querido amigo y
colaborador. De su producción pianística fueron famosísimas algunas pie-
zas de salón como L Espiegle, op. 125, núm. 3, y La fileuse, op. 157, núm. 2,
que con algunas Romanzas sin palabras de Mendelssohn y los Sueños de
166 EL MANIERISMO

amor de Liszt se repartieron los favores del mundo femenino antes de que el
nórdico Grieg llegase para conquistar el imperio de los corazones sensibles.
Son muy singulares las siete Suites (notables, sobre todo, la número 4,
opus 91), singulares porque Raff trata con ellas de hacer revivir la suite clá-
sica en dimensiones formales posbeethovenianas, reasumiendo la idea lisz-
tiana de síntesis histórica, pero volviendo la atención, en vez de hacia los
principios del componer, hacia los caracteres pintorescos de los estilos. La
técnica contrapuntística que Raff emplea en las Suites vuelve en el Con-
cierto, op. 185 (1873), reminiscencias o de Mendelssohn o de Liszt y que
debe recordarse entre los ejemplos más significativos de tardorromanti-
cismo.
Entre los amigos de Liszt cabe citar, además, al gran didacta Theodor
Kullak, autor de la Escuela de las octavas y de una vasta producción, y al ha-
bilísimo editor Henry Litolff, autor de cinco Conciertos sinfónicos para
piano y orquesta. Litolff, como Liszt, quería tener en cuenta el desarrollo al-
canzado tanto por la técnica pianística como por la orquesta romántica
hacia la mitad del siglo, y, por consiguiente, quería emplear el piano en un
discurso sinfónico completo. Empeño ambiciosísimo, que Litolff logró rea-
lizar al menos en el Concierto núm. 4 en re menor, op. 102, compuesto en
1851 y ejecutado en París por el autor. Berlioz, crítico feroz y temidísimo,
alabó en aquella ocasión la sabiduría, la inspiración, la inteligencia, la no-
bleza de las melodías, la frescura de las ideas y la instrumentación, ha-
blando de «orquesta principesca» y de «sonoridades magníficamente com-
binadas»: cumplido que, viniendo de un mago de la instrumentación como
Berlioz, equivalía a una consagración. La orquesta usada por Litolff com-
prendía también trombones, flauta pequeña y triángulo, y era manejada
con extrema pericia, sin excluir por lo demás una parte de piano de trascen-
dental dificultad: ya sea por la concepción de la relación solista-orquesta,
ya por la técnica de la transformación de los temas, el Concierto en re
menor de Litolff representa, a nuestro juicio, el eslabón entre Mendelssohn-
Schumann y Liszt, y el hecho de que Liszt dedicase a Litolff su Concierto
núm. 1 nos dice que el señor de Weimar reconocía la función histórica de
los trabajos de su amigo, siete años más joven que él.
Más o menos de la misma edad que Litolffy Raff, Carl Reinecke fue el
faro de los antiwagnerianos y antilisztianos y fue persona poderosísima en
la organización de la vida musical alemana porque de 1860 a 1902 enseñó
piano y composición en el Conservatorio de Leipzig y de 1860 a 1895 fue di-
rector de los conciertos de la Gewandhaus. Sin embargo, el rígido academi-
cismo de Reinecke no estuvo desprovisto de aspectos positivos: por ejem-
plo, a él se debe la primera edición filológicamente correcta de las Sonatas
de Beethoven, a él se deben frecuentes ejecuciones de los Conciertos de Mo-
zart cuando Mozart era considerado aún autor poco rentable. Para los
Conciertos de Mozart y de Beethoven Reinecke escribió Cadencias, que per-
manecieron mucho tiempo en repertorio; como compositor obtuvo un pro-
longado éxito internacional con el primero de sus cuatro Conciertos, en fa
sostenido menor, op. 72 (1867).
También el Concierto, op. 18, de Hermann Goetz, compuesto en 1867
ALEMANIA 167

como el Primero de Reinecke, gozó de buena fama. La Sonata, op. 17, para
piano a cuatro manos, se ejecuta a veces en nuestros días, y entre las inocen-
tes paginitas de las Lose Blátter, op. 7, y de los Genrebilder, op. 13, se encuen-
tran piezas, como Bei Dir!, y Auf Wiedersehen!, que hicieron correr ríos de
lágrimas femeniles.
En Goetz, no menos que en muchos otros compositores alemanes del si-
glo x1x, vuelve a encontrarse siempre la vena amoroso-intimista que había-
mos observado en Mendelssohn y en Henselt, y que habremos podido
observar en Schumann, vena en la que predomina en la superficie el aspecto
sentimentaloide, pero en el que se percibe también, en lo profundo, un as-
pecto erótico. Los cuarenta y tres inocentes compases de 4uf Wiedersehen! de
Goetz rozan indudablemente lo kitsch, pero no son kitsch: son un cuadrito
sentimental en el que Freud habría bien podido percibir el perfume de li-
gero erotismo que a nuestro juicio hacía la fortuna de las piezas de ese gé-
nero. Pero el erotismo viene explícitamente declarado sólo en un caso, y
sólo en un contexto áulico que le confiere carta de ciudadanía en el salón
burgués: en Erotikon, op. 44, de Adolf Jensen, inspirado en la mitología y en
la poesía de la Grecia clásica. Sin embargo, Jensen no alcanza su más vivo
éxito con Erotikon ni con los Idilios, op. 43, inspirados también en la Grecia,
ni con las Escenas de vagabundeo, op. 17, ligadas al Schumann pánico de las
Escenas del bosque, sino con los más modestos 25 Estudios, op. 32 (en las
veinticuatro tonalidades: el vigésimo quinto cierra el ciclo con el Do mayor
del primero), que son un poco el homólogo alemán de los Estudios de He-
ller y que analizan con intención poética la técnica pianística, sobre todo
schumanniana. En cambio, en su más ambiciosa composición, la Sonata
en fa sostenido menor, op. 25, dedicada a Brahms y publicada en 1864, Jen-
sen se acercó a los confines de otro mundo en el que no llegó a penetrar.
Adolf Jensen murió joven, a los cuarenta y dos años, como joven murió
Goetz, a los treinta y seis. Muy joven murió el alumno de Liszt más rico en
talento, Julius Reubke, fallecido cuando sólo contaba veinticuatro años. El
nombre de Reubke ha sobrevivido al tiempo por la Sonata sobre el Salmo
número 94 para órgano; pero merecería ser conocida también su Sonata en
si bemol menor para piano, obra que entiende la lección lisztiana en sen-
tido evolutivo y, dice Newman, «en campo expresivo y en el sacar partido
del teclado avanza incluso un poco más» (que Liszt). Ejemplos de diligente
y esforzada imitación lisztiana son la Sonata, op. 1, de Alexander Winter-
berger, la Sonata, op. 1, de Rudolf von Viole, y la Sonata, op. 6, de Felix
Draeseke, todos discípulos de Liszt. Otros alumnos de Liszt pronto llegaron
a ser, como exigía la época, intérpretes: Hans Bronsart von Schellendorf,
autor de un lisztianísimo Concierto, op. 10, en fa sostenido menor, fue pia-
nista, director de orquesta, director de los teatros de Hannover y de Wei-
mar; Hans von Biilow, que se había distinguido con la Balada, op. 11, y con
el Impromptu Lacerba, figuró entre los mayores pianistas y directores de la
segunda mitad del siglo, en ocasiones incluso tentado por la composición,
como en el ignominioso Carnaval de Milán.
La lista de los discípulos de Liszt acaba aquí, como demostración del
hecho de que la influencia lisztiana no fue directa y no hizo gran presa en
168 EL MANIERISMO

el mundo académico-escolástico. Compositores schumannianos son el pro-


fesor de composición Robert Volkmann (del que pueden recordarse el Kon-
zertstúick, op. 42, y las Variaciones sobre un tema de Hándel, op.26) y el
sapiente y versátil Friedrich Kiel, cuyas Variaciones y Fuga, op. 17, publica-
das en 1861, precedieron en un año a las Variaciones sobre un tema de Húndel
de Brahms y quizá sugirieron algo a Brahms. Entre los compositores
mendelssohniano-schumannianos totalmente insertos en la cultura ale-
mana cabe citar al inglés William Sterndale Bennett, dedicatario de los Es-
tudios sinfónicos, y el danés Niels Gade, de quien permanecieron mucho
tiempo en el repertorio de los aficionados las Akvareller, op. 19, colección de
diez piezas de agua de rosas que no podían faltar en el atril del piano verti-
cal entre las dos sacramentales velas.
Entre las dos velas no faltaba nunca alguna cosilla de Theodor Fúrchte-
gott Kirchner, schumanniano hasta el punto de escribir unas Neue Davids-
búndlertánze, Op. 17, y un Florestan und Eusebius. Nachklange, op. 53. Pero
Kirchner era también muy amigo de Liszt y de Wagner, que lo estimaban
muchísimo como ejecutante.
Se ignora lo que pensaba Liszt de Brahms como ejecutante. Wagner
decía pestes de él: «Me pareció [...] impertinente el hecho de que el cenáculo
de este señor reconozca a Liszt y a su escuela una técnica verdaderamente
extraordinaria, pero nada más, mientras que yo me habría dado por satisfe-
cho si con un poco del óleo de esa escuela hubiese venido ungida la técnica
del señor Brahms, cuya manera de tocar me causaba un penosísimo efecto
por su frialdad y aridez». A decir verdad, Brahms se había acercado ala al-
mazara en 1853, cuando antes de ir a ver a Schumann en Diússeldorf había
pasado por Weimar. Cuenta William Mason que Liszt leyó a primera vista,
con asombrosa seguridad, el Scherzo, op. 4, y parte de la Sonata, op. 1, de
Brahms. Después, el cataplum: «Poco después, alguien pidió a Liszt que
ejecutase su Sonata, obra entonces recientísima y de la que estaba muy or-
gulloso. Sin vacilación alguna, se sentó y empezó a tocar. Poco a poco fue
llegando a la parte más expresiva de la Sonata, que siempre ejecutaba con
extraordinario pathos y de la que se esperaba despertase un interés y simpa-
tía especiales en los oyentes. Lanzando una mirada hacia Brahms, se dio
cuenta de que éste se había quedado dormido en su asiento. Liszt siguió to-
cando hasta el final de la Sonata, después se levantó y abandonó la es-
tancia».
Mason escribió sus recuerdos (Memorias de una vida musical) casi cin-
cuenta años más tarde: no sabríamos decir si recordaba bien o si adornó el
relato con algún toque de fantasía, pero nos inclinaríamos por la primera
hipótesis. Pero el problema no estriba en saber si Brahms de veras se ador-
miló mientras Liszt ejecutaba la Sonata en si menor que apenas había ter-
minado de componer. El verdadero problema es que en una tarde de finales
de la primavera, en el salón de un palacio de la parte antigua de Weimar, el
Altenburg, Liszt leyó la Sonata, op. 1, de Brahms y ejecutó su propia
Sonata.
Dos sonatas, pero dos mundos inconciliables, y que, sin embargo, se ba-
saban en una raíz común. Brahms y Liszt fueron considerados como antíte-
ALEMANIA 169

sis vivientes, como exponentes máximos de dos concepciones opuestas de


la música. En realidad, aunque con la diferencia de una generación, hacia
el año 1850 ambos partieron de una posición ideológica común: de la con-
ciencia del fracaso del rgmánticismo como proyecto de total renovación, de
palingenesia. Liszt sintió el pasado como patrimonio que se recuperaba y
reconquistaba en síntesis totalizantes; Brahms, beethovenianamente, sintió
la relación con el pasado como problema, ante todo, de los géneros. Prime-
ramente Brahms se midió con la forma más universal elaborada por el cla-
sicismo: la Sonata. Problema sentido también por Liszt, y por Liszt resuelto
de un modo que volvería a ser realmente operante sólo con el Schónberg
de la Kammersymphonie, op. 9. En cambio, Brahms se aproximaba a Bee-
thoven. En las tres Sonatas (op. 1, op. 2 y op. 5), escritas entre 1852 y 1853, se
mantiene la división en varios movimientos, se respetan las formas de la
tradición, las transformaciones de los temas no son la norma sino la excep-
ción (llamadas temáticas entre primer y último movimiento del opus 1,
entre segundo y tercer movimiento del opus 2, basados en el mismo tema), y
sólo la adición de un breve movimiento intermedio entre el scherzo y el fi-
nale del opus 5 introduce en la estructura tradicional un elemento de rela-
tiva novedad formal. La inventiva temática y la capacidad de dominar las
formas, el contraste entre el gesto heroico y la profunda melancolía, la es-
critura maciza, plena, personal hacen de las tres Sonatas mucho más que
obras de un principiante: son tres obras monumentales, que se presentan
imperiosamente como manifestación de neoclasicismo y como reanuda-
ción del humanismo profético de Beethoven.
Se ha observado en varias ocasiones la semejanza entre el comienzo de
la Sonata, op. 1, de Brahms y el comienzo del opus 106 de Beethoven; la
106 era ya mítica en la mitad del siglo, y la semejanza no puede pues ser
casual, pero más aún que el sello ideal fijado con la casi-cita es precisa-
mente toda la sustancia musical la que se reclama de Beethoven como del
genio que desdeñosamente había rechazado el Biedermeier. Este aspecto
de la poética de Brahms culmina en el Concierto en re menor, op. 15, ini-
ciado a partir de 1854, completado sólo en 1858. El Concierto en re menor,
que a menudo se ha definido como «sinfonía concertante», es en realidad
un concierto en el sentido clásico, el mozartiano-beethoveniano, pero visto
por un compositor que no olvida la Novena Sinfonía ni el Cuarteto, op. 132,
Hay detalles, en el Concierto, op. 15, que hasta saben un poco a coquetería
clasicista: por ejemplo, el piano omite tocar algunos compases antes del
final. como se acostumbraba hasta el Concierto núm. 3, de Beethoven, y no
participa en la conclusión triunfal. Sin embargo, el clasicismo del Con-
cierto no reside en los detalles casi provocativos, sino en el grandioso, he-
roico proyecto reaccionario de repensar formas y estructuras antiguas en un
lenguaje contemporáneo.
Problema ya afrontado por Schumann y al que no eran insensibles ni
Liszt ni. como hemos dicho, Henry Litolff. Pero el Concierto núm. 1 de
Brahms se diferencia tanto del Concierto núm. 4 de Litolff. del Concierto
núm. 1 de Liszt y de los conciertos de sellos clasicistas, como del Concier-
to del sueco Franz Berwald, compuesto en 1855, y como del número 1 de
170 EL MANIERISMO

Saint-Saéns. de 1858. Litolffy Liszt querían superar la idea misma del con-
cierto para buscar un nuevo organismo sinfónico y habían interpretado en
el sentido más radical las experiencias de Mendelssohn y Schumann; Ber-
wald y Saint-Saéns buscaban una relación de integración entre solista y Or-
questa, aligerando el trabajo del solista y volviendo, pues, hacia Mendels-
sohn. Brahms reemprende más bien el camino del Concierto núm. 3 de
Beethoven, concierto en el límite de dos épocas, en el que el clasicismo
había alcanzado la cumbre y se había detenido.
Si las estructuras son clásicas, las dimensiones del Concierto, op. 15, son
de tal amplitud como para plantear problemas de «retención» de las estruc-
turas mismas. Problemas, naturalmente, que ya habían sido afrontados por
el Beethoven de la Sonata, op. 106, de la Novena Sinfonía, de los Cuartetos,
op. 127, op. 130 y op. 132, que Brahms considera como cimas del clasicismo,
tratando siempre de continuar las últimas experiencias beethovenianas en
un campo, el del concierto, abandonado por Beethoven desde 1809. Brahms
resuelve los problemas formales con la complejidad de los grupos temáti-
cos, con una escritura pianística que exige del solista una multiplicidad de
funciones, y con una técnica del desarrollo temático y de construcción
de los temas sobre un intervalo de bases, el intervalo de cuarta justa, que de-
muestran una asombrosa asimilación de principios beethovenianos de
construcción del discurso.
Los trabajos que se sitúan entre las Sonatas y el Concierto representan
una especie de meditación y de adiós al romanticismo. Las Variaciones sobre
un tema de Schumann, op. 9 (1854), que en el autógrafo figuran como «Va-
riaciones sobre un tema de Él dedicadas a Ella» son al propio tiempo un
documento psicoanalítico de la relación Schumann-Clara-Brahms y el ho-
menaje afectuoso y apasionado al amigo venerado y a Clara, autora ella
misma, como hemos dicho, de variaciones sobre el mismo tema escogido
por Brahms (el Andantino, op. 99, núm. 4). En las Baladas, op. 10 (1854),
Brahms vuelve a la simple forma ternaria, a una forma de canción am-
pliada superando lo que había sido la elaboración chopiniana de la forma
de balada. También para este aspecto se puede hablar de clasicismo, es
decir, de reanudación de esquemas clásicos no modificados y, podríamos
decir, no «contaminados» por el romanticismo. Pero en Brahms, más que
este aspecto, aunque fundamental, hay que hacer resaltar la originalidad de
la invención temática y algunas novedades de escritura pianística, que lle-
nan el conjunto de las composiciones juveniles.
El estilo pianístico brahmsiano se presenta de pronto con tales caracte-
res personales inconfundibles como para hacer desalentador el estudio de
sus orígenes. Algunas semejanzas entre el Scherzo, op. 4 y el Scherzo, op. 31,
de Chopin o entre la última página de la Sonata, op. 2, y la última página de
la Barcarola de Chopin parecen evidentes, pero no se puede olvidar que
Brahms, dice William Mason, en 1853 aseguró no conocer ninguna composi-
ción de Chopin; el Intermezzo de la Sonata, op. 5, parecería influido por el es-
tilo de Liszt, pero puede tratarse sólo de impresiones, y ciertas sugerencias
schumannianas y beethovenianas evidentes no indican tanto una selección, y
por lo tanto un principio de formación estilística, como un evidente conoci-
ALEMANIA 17H

miento de la literatura. Puede decirse en general que también los procedi-


mientos pianísticos aparentemente más tradicionales suenan en Brahms de
un modo no tradicional porque su manera de atacar la tecla es singula-
rísimo. La sonoridad brahmsiana no se vuelve nunca retumbante porque su
instrumentación impone ataques de la tecla que no consienten una gran in-
cisividad de sonido: por ejemplo, un pasaje como el comienzo de la Sonata,
op. 2, indicado Allegro non troppo ma energico, es fortísimo en dobles octavas
con signos de staccatissimo y con acentos, parece de clara derivación román-
tica, pero luego no suena como en Liszt o en Henselt, ya sea porque Brahms
prescribe el largo arpeggiando que impide la caída de los antebrazos, ya sea
porque las posiciones teclas blancas-teclas negras obligan al ejecutante a
mantener las manos cerca del teclado:

También en la Sonata, op. 5, o en el Concierto, op. 15 se encuentran pa-


sajes que no sólo suenan diferente de como aparecen en el papel, sino que
son de ejecución incomodísima y peligrosa, hasta el punto de inducir a mu-
chos ejecutantes a inventar soluciones más «lógicas» que invalidan, en rea-
lidad, la concepción brahmsiana de la sonoridad.
Hacia 1850 no le habría resultado difícil a Brahms escoger las fórmulas
técnicas de más segura producción sonora en una literatura que con Cho-
pin, Liszt, Thalberg y Henselt había ya acumulado un muestrario ilimitado.
Brahms hizo una selección de sonoridades, no de técnica: la sonoridad la
encontró en un instrumento de mecánica perfeccionada, con un sonido ro-
busto y con parcial homogeneidad de registros, una sonoridad plena, ma-
ciza, densa tanto en el piano como en el pianissimo; la técnica tuvo que
inventársela y quizá ni siquiera la encontró demasiado fácilmente, dado
que Wagner y otros pudieron decir que Brahms pianista chapuceaba a me-
nudo y de buena gana. Lo que es cierto es que el óleo de Liszt no habría ser-
vido de ayuda a la técnica de Brahms, cuyo sonido era pensado de manera
completamente diferente.
Las Variaciones, op. 9, y las Baladas, op. 10, son instrumentalmente ex-
traordinarias: nos limitamos a señalar algunos puntos verdaderamente me-
morables. En las Variaciones encontramos dos partes en el mismo registro
del instrumento, dos partes que cantan y que exigen dos sonoridades dife-
rentes, ambas expresivas. Esta disposición fue probablemente sugerida por
modelos de escritura clavicembalística sobre dos manuales, que los pianis-
tas trataban de obtener en el piano obligándose a distribuir diversos tipos
de toque en la misma zona del teclado, con posiciones musculares diferen-
17,2 EL MANIERISMO

ciadas y rapidisimamente modificadas. Podría haber sucedido que Brahms


hubiese estudiado las Variaciones Goldberg de Bach, reeditadas en 1851 por
la recientemente fundada Bachgesellschaft, que en el piano plantean proble-
mas técnicos terribles, precisamente a causa de la escritura para dos ma-
nuales. Haya sido cual fuere el origen, la técnica del toque diferenciado en
el mismo registro y con la misma mano alcanzó de repente en Brahms un
alto grado de refinamiento: el segundo tema de la Balada número 4, por
ejemplo, se toca, todo él, sobre el rebatimiento del mismo sonido, con sono-
ridades diferentes que, milagro casi inexplicable, se superponen. Al mismo
tiempo la acotación con intimissimo sentimento, ma senza troppo, marcar la
melodia nos dice que a Brahms no le interesan los efectos de profundidad,
tan caros a Thalberg y a Liszt, aunque sí un ligero relieve en una sola super-
ficie de sonido; se puede, pues, hablar aquí de una reducción camerística
de la instrumentación romántica que, sobre todo con Liszt, había perseguido
la distinción, la disposición sobre varios planos de los hechos sonoros
concomitantes.
El contraste entre masas compactas y densas de sonido y masas enrare-
cidas hace pensar, a veces, en la instrumentación orquestal de Liszt, pero
evoca, sobre todo, la orquesta de Mahler: véase el comienzo de la Balada
número 1, con el tema duplicado a una octava y a tres (no a dos) octavas de
distancia, o la parte central de la Balada número 3, donde el anuncio del
mundo de Mahler, en el sexto y séptimo compás, es acentuado por el repi-
que mahleriano del intervalo de cuarta justa:

Después de haber abordado la forma sonata, entre 1856 y 1863, Brahms


aborda en profundidad otra forma clásica, todavía no fijada en un esquema
preciso: la variación. Los dos temas variados op. 21, las Variaciones sobre un
tema de Schumann para piano a cuatro manos, las Variaciones sobre un tema
de Hiándel, op. 24, y los dos cuadernos de las Variaciones sobre un tema de Pa-
ganini, Op. 35, constituyen un esfuerzo de análisis y de desarrollo de un gé-
nero al cual, en la música para piano, Brahms ya no habría vuelto (como
no habría vuelto a la sonata). Brahms toma en consideración dos aspectos
de la variación: la variación como estudio estructural del tema y la varia-
ción como ocasión de virtuosismo, es decir, en otras palabras, el legado
beethoveniano y el legado Biedermeier. Las Variaciones. Op. 21, núm. 2, y
op. 35, laboran, sobre todo, sobre la segunda alternativa. las otras sobre la
primera. Un trabajo experimental sobre el virtuosismo ya lo había reali-
zado Brahms hacia el año 1852, transcribiendo en dobles notas (terceras y
ALEMANIA 173

sextas) el Estudio, op. 25, núm. 2, de Chopin y transportando a la mano iz-


quierda la parte de la derecha del «Moto perpetuo» (final de la Sonata,
op. 24) de Weber; pero estos trabajos suyos habían quedado por el mo-
mento inéditos y, por consiguiente, no habían sido comentados. En cambio,
las Variaciones, op. 35, escritas para un virtuoso fenomenal como Carl Tau-
sig, Suscitaron discusiones y oposiciones vivas, incluso entre quienes, como
Clara Schumann, habían seguido con constante simpatía la actividad crea-
tiva de Brahms. En realidad, la búsqueda técnica tocaba en las Variaciones,
op. 35, cimas que, desconcertando alos clasicistas, despertaban la sospecha
de un retorno al virtuosismo di bravura de los años treinta, no basado en ra-
zones”musicales. Ya hemos dicho que si se considera la sonoridad como
razón musical de dignidad, incluso las más tímidas páginas del Liszt juve-
nil adquieren el significado de una investigación musical. Si esto es cierto
para el virtuosismo di bravura, es cierto con mayor razón para las Variacio-
nes, Op. 35, en las cuales Brahms, enlazándose al nombre de Paganini como
a un símbolo, busca las razones profundas de una experiencia histórica re-
ciente, aunque remota espiritualmente: la experiencia de quien había inte-
rrogado, a través del instrumento, el sonido en cuanto materia. El análisis
de la historia, componente fundamental de la investigación brahmsiana,
opera también en este caso y lleva a Brahms a descubrimientos que sólo en
rarísimos casos (enlace entre la última variación y el final del segundo
cuaderno) parecen de solución técnica casi imposible y, de todos modos,
siempre arriesgadísima, pero que, en general, son asimilables y se convier-
ten en patrimonio común de todo pianista.
En las otras series de variaciones no falta ciertamente, el virtuosismo: en
el opus 24 hay variaciones (núms. 4, 14, 23, 24, 25) que son verdaderos estudios
técnicos. y en el opus 21, número 1, se emplea (coda de la variación núme-
ro 11) la técnica de las extensiones en límites que recuerdan, desde luego, a
Henselt. Aquí, no obstante, Brahms tiene en mira principalmente, como de-
cíamos, el análisis de las potencialidades del tema, análisis que en el
opus 24 se extiende hacia aspectos nuevos de la sonoridad. Partiendo del
tema de Hándel, compositor barroco, Brahms no puede por menos de recu-
rrir a procedimientos de composicón barrocos: las Variaciones número 6 y
número 16 son, pues, cánones (pero el canon se emplea también, «canon en
movimiento contrario», en la variación número 5 del opus 21, número 1l, y
aparecen procedimientos canónicos a partir del opus 9) y la conclusión de
la obra es una Fuga muy desarrollada, con empleo del tema por movi-
miento contrario, del tema por agravamiento y del pedal. El punto de refe-
rencia histórico es el Beethoven de las Variaciones, op. 35 y op. 120, pero la
novedad brahmsiana es la búsqueda de una sonoridad específica. En la Va-
riación número 6 el canon está instrumentado en octava, reproduciendo en
la práctica el registro de «dieciséis pies» del clavicémbalo, y todo el trozo es
en dinámica uniforme, piano, como si hubiese sido pensado para un instru-
mento sin piano yforte. De un modo análogo y opuesto, la Variación núme-
ro 4. instrumentada con duplicaciones en octava, es toda ella forte, y mu-
chas Variaciones (núms. 1, 3, 12, 15, 16 y 19) están pensadas con dinámica
uniforme, plana. También en la Fuga. Brahms instrumenta con duplicacio-
174 EL MANIERISMO

nes y emplea una dinámica «en terrazas» de tipo cémbalo-organístico: mu-


chos de sus procedimientos se harán luego comunes en las transcripciones
de órgano. Sin embargo, el punto más interesante es el acercamiento siste-
mático de sonoridad arcaica y sonoridad moderna. La sonoridad del tema
es la que los pianistas andaban buscando desde hacía algunos decenios
para ejecutar la música del siglo xvi: sonido seco, pobre en armónicos y
empleo muy parco del pedal de resonancia. Este tipo de sonido permanece
en la primera variación; en la segunda variación, el sonido es, en cambio,
denso, «moderno», en la tercera vuelve a ser arcaico (y el estilo es el de un
seudocanon). y así sucesivamente. No es improbable que Brahms usase
para la sonoridad «arcaica» el pedal una cuerda, pero faltan las indicacio-
nes al respecto y la valoración exacta de la sonoridad es muy difícil, ya sea
por esta razón, ya sea porque sobre la técnica de ataque de la tecla efectiva-
mente empleada sólo podemos hacer conjeturas. El pedal de resonancia se
indica solamente en la Variación número 22 de un modo que a menudo
deja perplejos a los intérpretes; la sonoridad es, sin ningún género de duda,
la de un carillón, pero si se toma al pie de la letra la indicación original se
convierte en la de un antiguo carillón de campanario, elemento de ulterior
arcaísmo en una composición toda ella jugando con el contraste de antiguo
y moderno.
Las Variaciones sobre un tema de Hándel, que son con mucho el trabajo
de Brahms más celebrado y más ejecutado, representan, en realidad, un
momento de excepción en su poética. Compuestas en 1861, se ejecutaron
después de un año de las Variaciones sobre un tema de Paganini, que, en cam-
bio, abren una larga y compleja fase de replanteamiento del romanticismo,
con el que se entrelaza, de un modo hasta contradictorio, la creación de la
obra sinfónica de Brahms. Momento de síntesis, en esta fase, es el Con-
cierto, número 2, op. 83. La forma del concierto solístico había sido siempre
parecida a la forma de la sinfonía, pero con una extraña variante: el con-
cierto, al contrario de la sinfonía, había desdeñado el minueto o el scherzo,
o, de todas formas, un cuarto movimiento. Es difícil, si no imposible, expli-
car la razón de tal omisión. Pero es un hecho que hacia la mitad del siglo la
inserción del scherzo en el concierto solístico se consideraba como una po-
sibilidad de renovación de una forma tradicional. En 1839 escribía Schu-
mann: «Incluso el scherzo, igual que se ha hecho familiar de la sinfonía y
la sonata, ¿no podría introducirse en el concierto? Sería una bella lucha con
las diversas voces de la orquesta, pero la forma de todo el concierto debería
sufrir un pequeño cambio».
Hemos visto cómo Henry Litolff trató de responder al deseo de Schu-
mann con sus Conciertos sinfónicos: y no fue el único, porque otros, como
Prudent, intentaron algo por el estilo. Pero ninguno, ni siquiera Litolff, a
pesar de todo el explosivo brillo de su Concierto número 4, era músico que
pudiese dar una solución histórica a un problema sentido por la cultura de
su época; en realidad, el Concierto número 1 de Liszt tenía una estructura
cuatripartita, con mucho scherzo, pero era demasiado heterodoxo con res-
pecto a la tradición para que se pudiera hablar de él como de una res-
puesta al deseo de Schumann. Después de Liszt, por lo demás, habían
ALEMANIA 175

cesado los intentos de conciertos sinfónicos, y sólo Saint-Saéns y Franz


Xaver Scharwenka habían introducido el scherzo en uno de sus conciertos
(el número 2 de Saint-Saéns, 1868, y el número 2 de Scharwenka, 1877), pero
ambos con la intención de,suprímir el movimiento lento. En 1878, durante
la composición del Concierto, op. 77, para violín, Brahms pensó quizá in-
sertar en su nuevo trabajo un cuarto movimiento, y anotó un tema de
scherzo. El proyecto no se llevó a cabo entonces, pero tres años más tarde,
mientras componía el Concierto, op. 83, para piano, Brahms reasumió el
tema arrinconado en 1878 y esta vez nació un concierto en cuatro movi-
mientos como una sinfonía. La novedad formal era como para suscitar un
vivo interés y apasionadas discusiones, sobre todo en una época en la que
las formas clásicas eran comúnmente sentidas como legado de una civiliza-
ción siempre operante, que era celosamente custodiada y defendida.
Brahms, escribiendo en tono jocoso acerca del Concierto a su amiga Elisa-
beth von Herzogenberg, se apresuró de pronto a hablar de la novedad for-
mal: «Debo decirle a usted que he escrito un minúsculo Concierto con un
minúsculo y delicioso scherzo». La crítica no se contentó con registrar y
discutir la importante novedad formal. Tras las primeras ejecuciones se
habló del Concierto como de un trabajo que respondía al concepto de sin-
fonía con piano obligado más bien que de concierto, y no sólo porque fuese
en cuatro movimientos, sino también y sobre todo por la función que el
autor había querido confiar al piano.
En realidad, el problema crítico era muy complejo y muy difícil: para
decirlo con una fórmula esquemática, Brahms no había enriquecido la
forma del concierto, pero había demostrado, en cambio, la inconciliabili-
dad entra sinfonismo clásico y virtuosismo romántico. Los caracteres es-
tructurales son bastante más interesantes que su aspecto formal. Los dos
Conciertos para piano de Brahms se presentan con respecto a su época
como obras que polémicamente se oponen al momento histórico presente.
En el Concierto, op. 15, la polémica está más en algunas apariencias que en
los resultados: como hemos visto, Brahms reivindica el esquema clásico del
concierto, reintroduciendo el uso de la exposición orquestal que precede a
la primera entrada del solista, concluyendo la parte pianística en ligero an-
ticipo sobre la parte orquestal y obligando así al pianista romántico de
1850, acostumbrado a acaparar toda la atención del público, a tener pacien-
cia al principio y permanecer al final, por algunos segundos, inactivo; pero
en el transcurso del Concierto se le ofrecen al pianista muchas ocasiones,
muchos grandiosos episodios «de solo» para hacerse admirar. En cambio,
el Concierto, op. 83, acepta, en apariencia, poner al solista en el centro de la
atención: el piano, por ejemplo, ha tenido una bella y amplia cadencia y
termina juntamente con la orquesta. Sin embargo, la escritura pianística de
todo el concierto, extremadamente fatigosa, no es del todo provechosa
desde el punto de vista espectacular: «Hablando francamente, en la pri-
mera lectura la obra me ha parecido un poco gris de tono», escribió Liszt a
Brahms el 15 de abril de 1882; y el juicio de Liszt, a quien, a decir verdad, el
Concierto no le desagradaba, expresa bien la diferencia entre esfuerzo fí-
sico y resultado sonoro en Liszt y en Brahms. En Liszt el esfuerzo es pro-
176 EL MANIERISMO

porcionado al resultado y la destreza del ejecutante se manifiesta en toda su


evidencia al oyente: en Brahms, con igualdad de esfuerzo, el volumen de
sonido es inferior y mucho menor el brillo tímbrico, de suerte que muchos
pasajes difíciles para el ejecutante no parecen tales al oyente. ¿Cuántos
oyentes se dan cuenta de que algunos pasajes rozan el límite de la imposibi-
lidad de ejecución, cuántos se dan cuenta de lo que Alfred Brendel llama
«las inigualadas perversiones pianísticas del Segundo Concierto de Brahms»?
En el Concierto, op. 83, encontramos pues la negación del concepto román-
tico de virtuosismo en una obra que al pianista le exige el virtuosismo más
completo: encontramos las negación de una tradicional relación socioló-
gica entre el ejecutante de la música y el que disfruta de ella: y encontramos
también la negación de un rito social. Hará falta llegar al Concierto de Bu-
soni. casi veinticinco años más tarde, para encontrar una contraposición
entre creador y forma-ambiente tradicional igual e incluso más violenta,
igual e incluso más radicalmente negativa.
Entre las Variaciones sobre un tema de Paganini (1862-1863) y el Concierto
número 2 (1881) el catálogo de las composiciones pianísticas de Brahms es
bastante menos denso de lo que había sido anteriormente. En 1865 apare-
cen los Valses, op. 39, y en la misma década de los años sesenta las diez pri-
meras Danzas húngaras, dos colecciones que en su origen se escribieron
para piano a cuatro manos y que indican una curiosidad por la música fa-
miliar y de consumo que Brahms, especialmente cuando estaba establecido
en Viena, tenía ocasión de encontrar en cada esquina. La manera brahm-
siana de abordar la música de consumo no es la de Schubert: tiende, en
cambio, a recoger el dato musical «diverso» en su inmediatez, sin buscar
ocasiones que perturben la tradición de la música culta: más bien se diría
que Brahms tiene la intención de escribir auténtica música de consumo, y
el éxito de los Valses y de las Danzas, incluso en transcripción para orques-
tina y en versión facilitada para piano solo, indica por lo demás una rela-
ción social no habitual para la música de Brahms. Tampoco los aspectos
formales de las dos colecciones revelan un estudio profundizado de las ar-
quitecturas schubertianas: los Valses están organizados en ciclo, pero la ar-
quitectura no puede compararse con la de los grandes ciclos schubertianos
y las Danzas húngaras no reconsideran las ambiciones formales del Diverti-
mento a la húngara de Schubert y ni siquiera de las Rapsodias húngaras de
Liszt. Por lo demás, Brahms no debió tener en cuenta la sutilidad formal
de los ciclos de danzas de Schubert, porque, cuando reunió diecisiete Dan-
zas alemanas escogidas de entre varias recopilaciones schubertianas y las
publicó como colección (D. 366), no se preocupó de la unidad formal sino
que, más bien, atendió a la agradable antología.
Tampoco reconsideró las razones de los polípticos de Schumann cuando
compuso las colecciones de piezas opus 76 (1878) y opus 116-119 (1891-
1893). Se puede decir, ciertamente, que el opus 76 posee carácter unitario y
que las obras 116-119 constituyen, en conjunto, un gran ciclo monumental:
pensamos que se trata, empero, de unidad estilística y poética, y no de una
arquitectura de políptico en que se haya buscado la unidad estructural
total. Brahms, habiendo partido del retorno a la racionalidad y al construc-
ALEMANIA 17747

tivismo, recupera también al fin el lirismo romántico, ya no sentido como


límite, sino visto como hecho histórico del que se comprenden las razones y
al que uno ya no se opone. Pero Brahms no asume de los románticos el tor-
mentoso problema, por ellos fuertemente sentido, de no abandonar junto
con las grandes formas tradicionales la complejidad del pensamiento y, al
término de su laboriosa creatividad, inmerso ya en la dulzura íntima de los
años en que se empieza a sentir el desapego de la vida, tiende más que
todos los románticos a lo fragmentario, a la anotación lírica intensa y breve,
a relámpagos de introspección que no llegan a autoanálisis, a rápidas alu-
siones a los problemas que una nueva generación de creadores desarro-
llará. Los componentes manierísticos, que regían desde siempre su poética,
empiezan a transformarse en conciencia decadentista, aquella que en un
tiempo se llamó «melancolía de la impotencia» y que es, en cambio, el
miedo frente a lo inevitable y negativo de la historia entendida como
hado.
El contraste entre el pensamiento del creador y la vida del profesional
no podría ser mayor. Los años últimos de Brahms estuvieron regulados con
la precisión del texto de un apuntador: el final del otoño y el invierno los
dedicaba a los compromisos de director de orquesta y de pianista; la prima-
vera y el verano, a la composición y al recreo; el principio del otoño, a la
preparación de los conciertos. De 1889 en adelante, el lugar escogido para
el veraneo fue Bad Ischl, en el valle del Traun, a unos cincuenta kilómetros
de Salzburgo. Bad Ischl era estación de curas termales muy frecuentada y
en el valle del Traun se encontraban otras varias localidades de veraneo.
Brahms se encontraba en Bad Ischl con su gran amigo Johann Strauss, que
poseía allí una quinta, y recibía las visitas de otros amigos íntimos (el ciru-
jano Theodor Billroth, el poeta Joseph Victor Widmann, los compositores
Karl Goldmark e Ignaz Brill, el crítico Eduard Hanslick, el musicólogo Eu-
sebius Mandyczewski) que residían en los alrededores y con los cuales daba
largos paseos y hacía excursiones. Componía poco. La composición, en el
fondo, era el recreo de las horas tranquilas, mientras que el verdadero tra-
bajo habían llegado a constituirlo las larguísimas caminatas y las larguísi-
mas discusiones en casa de éste o de aquél o en la terraza del Café Walter.
En esta última fase de su actividad creativa, Brahms, terminada su obra
de sinfonista, se dedica primero a la música de cámara, finalmente, en 1891,
vuelve también a la composición para piano solo, en la que no había traba-
jado desde hacía doce años largos, iniciando las Fantasías, op. 116. El opus
116 lo terminó, siempre durante el veraneo de Bad Ischl, en el verano de 1892
y en los mismos meses compuso los /ntermezzi, op. 117. El año siguiente,
1893, Brahms concluye su obra pianística con los dos últimos ciclos, las
Piezas, op. 118, y las Piezas, op. 119.
Las obras 116-119 son ciertamente el testamento espiritual de Brahms,
pero son el testamento que recorre el pasado mirando hacia adelante con
impasible desesperación. El Intermezzo, op. 118, núm. 6, puede ser indica-
tivo, en grado máximo, de una sensación de total aniquilamiento con la
ciega obsesión de la primera y la tercera partes escondidas por un tema de
tres sonidos que vuelve sobre sí mismo y sigue con arpegios velocísimos y
178 EL MANIERISMO

susurrantes hasta el límite de la audibilidad, que semejan ráfagas de muerte, y


con la parte central que no es sino sueño o alucinación. Tampoco la acon-
gojante dulzura de algunos Intermezzos (op. 116, núm. 2; op. 116, núm. 4;
op. 116, núm. 6; op. 117, núm. 2; op. 119, núm. 1) se ve compensada por los
rasgos caballerescos de la Balada, op. 118, núm. 3, y de la Rapsodia, op. 119,
núm. 4, porque la impetuosa audacia de las frases (predominantemente de
cinco compases, en vez de cuatro) viene negada por la construcción que, in-
troduciendo un elemento de contradicción, denuncia el carácter de recupe-
ración crítica y alejamiento de una tradición cuyos valores ya no se afirman,
sino que sólo se citan. Brahms, podemos decir, entreabre aquí la puerta que
nos introduce en el mundo de Schónberg. En este su extremo momento
creativo entreabre también, indirectamente, una ventana hacia otro mundo.
La Romanza, op. 118, núm. 5, construida como una canción con variacio-
nes (primer tema con dos variaciones, segundo tema con dos variaciones y
coda, primer tema con una variación), recalca temas barrocos de variacio-
nes y emplea una escritura llena de duplicaciones, casi una realización pia-
nística de registros del clavicémbalo.
No es posible dejar de observar que, si Brahms compone en 1893 la Ro-
manza, Op. 118, núm. 5, Debussy empieza en 1890 la Suite bergamasque (no
la terminará hasta 1905), momento esencial de su recuperación del clasi-
cismo francés. No creemos que exista ninguna relación directa entre las dos
composiciones. Pero la analogía estilística y cultural nos parece significa-
tiva, a ulterior demostración de una sensibilidad, de una premonición de
temas del decadentismo que hace de Brahms, para decirlo con Schónberg,
un «progresista», y que lo coloca, al lado de Liszt, en el límite de una época
pero ya dentro de la siguiente.
El proverbial músico alemán que acude a nuestra mente, no con los ras-
gos macizos de Bach o gigantescos de Hándel, ni con la alborotada cabe-
llera de Beethoven o con el rostro mofletudo de Schumann, sino con el
amplio balandrán, la voluminosa panza y la bien peinada y abundante
barba gris del Brahms cincuentón, escribe grandes piezas en las que acu-
mula, desarrolla, cromatiza, canoniza, fuggenza (es decir, ennoblece), sin ol-
vidar el húmedo ojo y la intimidad amorosa (es decir, hetmana). El primero
de estos «sobrinitos» de Brahms es Heinrich von Herzogenberg, que para
piano escribió, entre otras cosas, Variaciones sobre el Minueto del «Don
Juan»; el segundo es Ignaz Brúll, pianista, devoto intérprete brahmsiano,
compañero suyo en muchas ejecuciones de las Sinfonías en versión para
piano a cuatro manos, autor de dos Conciertos, el segundo de los cuales, el
opus 24, es una fresca composición juvenil influida por el Concierto nú-
mero 4 de Beethoven. También pianista, mayor que Brill y sumo intér-
prete brahmsiano, fue Eugéne d'Albert, que dejó una clasicista Suite, op. 1,
la Sonata, op. 10, con fuga final, dos Conciertos y varias otras piezas para
piano; Joseph Rheinberger, organista y didacta famoso, escribió para piano
un afortunado e hinchado Concierto, op. 94 (1876), y varias piezas, entre
ellas la Sonata Romántica, op. 184. Tributarias de Brahms son las obras pia-
nísticas del holandés Julius Róntgen y del suizo Hans Huber; y son brahm-
sianos los comienzos de Richard Strauss, que después de muchas obras y
ALEMANIA 179

obritas infantiles escribió entre 1880 y 1881 las Piezas, op. 3, y la Sonata,
op. 5, en 1884 los Stimmungsbilder, op. 9, y el Tema y 15 Improvisaciones con
Fuga, y que concluyó esta fase de su laboriosidad con una original compo-
sición para piano y orquestá, la Burlesca en re menor (1885) de escritura
pianística incómoda pero rica en efectos y soberbiamente instrumentada,
con pasajes de piano-orquesta entre los más brillantes de la literatura.
Los compositores centrocuropeos menores son autores prolíficos de
conciertos para piano y orquesta: hemos citado algunos, pero si hubiése-
mos de ampliar el campo consumiríamos bastantes páginas. Los tipos de
concierto son esencialmente dos: el concierto en varios movimientos sepa-
rados que, a grandes rasgos, podríamos definir como clasicista y que se
construye sin escatimar los desarrollos temáticos, y el concierto en varios
movimientos unidos, más ágil de proporciones, con retornos y transforma-
ciones temáticas: el primer movimiento recuerda el concierto beethove-
niano y también brahmsiano, el segundo el concierto lisztiano, pero sobre
todo mendelssohniano. Ambos tipos están calculados en función del pú-
blico, del público como destinatario y consumidor, de aquel público anó-
nimo pero bien consciente de sus exigencias que en la sociedad burguesa
ha sustituido al soberano o al príncipe. La sensibilidad a esta invisible y
corpórea presencia del público no falta nunca en los conciertos de los com-
positores alemanes menores y les lleva a disfrutar del sonido y de la cons-
trucción en un sentido que no parece errado definir como escenográfico, es
decir, espectacular.
Tomemos como modelo paradigmático el Concierto número 1 en si
menor, op. 2, de Eugéne d'Albert, publicado cuando el autor tenía veinte
años y anhelaba la conquista de un rápido éxito. El Concierto es de varios
movimientos ligados entre sí, con una introducción que (piénsese en el
Concierto número 5 de Beethoven y en el más reciente Concierto número 1,
de Chaikovski) sirve para presentar al solista. D'Albert resuelve con magní-
fico sentido del espectáculo la entrada en escena: el orador que se presenta
por vez primera, el tribuno que por espacio de media hora arengará a la
multitud empieza con modestia y se suelta tranquilamente los dedos un
poco, luego expone una bella melodía ancha y plástica cantándola (es un
virtuoso) con el meñique, el dedo más pequeño y débil; presta oído atento
para oír, con un murmullo de aprobación, lo que ha de decirle la trompa,
responde scherzando, luego se inflama y estalla en un infernal pasaje de oc-
tavas. Una presentación perfecta en la que se condensa todo lo que el pú-
blico quiere comprobar en el virtuoso antes de entregársele: si el virtuoso
logra ejecutar como conviene esta su entrada, se ha ganado ya la atención y
la simpatía del público.
Hecho singular. El Concierto no es muy difícil, porque técnicamente se
basa todo él en la tradición de Mendelssohn y del Liszt de los años cin-
cuenta «que se ha vuelto juicioso». Exceptuados algunos pasajes de octa-
vas, que requieren petulancia y gusto por el riesgo, la pieza es técnicamente
dominable sin dificultades, incluso para un pianista no excelso; los efectos
están calculados sagazmente y la escritura da mucho de sí. Los defectos del
Concierto residen en la forma un poco desequilibrada y en la fallida reno-
180 EL MANIERISMO

vación de la invención directiva-escenográfica. En un primer movimiento,


todo él felizmente coherente con la entrada del solista, D'Albert hace ejecu-
tar un Adagio con expresión cuya melodía principal no posee una fascina-
ción sensual suficiente como para sostener una forma muy amplia. A este
vasto episodio, menos logrado que el primer movimiento pero todavía inte-
resante, sigue la reanudación del primer movimiento, con variantes casi ex-
clusivamente orientadas hacia el piano tonal: un desastre. Después tiene
D'Albert un hallazgo notable. Inicia la cadencia, que está puesta alli donde
todos esperan una cadencia, y la inicia de la manera divertida, improvi-
sada, que una cadencia debe tener, pero la hace continuar con un magni-
fico golpe de escena: un fugato a tres voces. tenso, excitante. Después de esto
bastarían pocas páginas, con una orquesta que se desgañita y un piano que
zumba generosamente sus bellas octavas, para concluir en apoteosis. En
cambio, D'Albert. queriendo multiplicar los hallazgos, terminada la caden-
cia, ataca su scherzo. Es un momento brillante pero no lo suficiente, des-
pués de todo lo que ha habido primeramente, y el oyente, ya predispuesto al
aplauso, descabalga. Al final el público no puede dejar de pensar que los
treinta minutos y pico de arenga no han sido iguales al comienzo y que las
ciento cuarenta páginas de partitura, casi tantas como las que cuenta el
Concierto número 1 de Brahms, habrian podido tener más ideas.
D'Albert hizo acopio de las reacciones del público a su Concierto. op. 2.
En el Concierto. op. 12, núm. 2, en Mi mayor, de 1893, estilisticamente tuvo
en cuenta al ídolo naciente, Richard Strauss, y formalmente enmendó los
yerros. El Concierto, op. 12, es nuevamente en cuatro movimientos fundi-
dos en uno, pero con el scherzo en el punto justo, con la reanudación del
primer movimiento oportunamente variada, y sin alargamientos (cincuenta
y ocho páginas de partitura). El Concierto, op. 12, tuvo mayor éxito y per-
maneció en repertorio una veintena de años, aunque precisamente por la
falta de ingenuidad, de la falta de pudor e inocente meretricio del Con-
cierto, Op. 2, nos hace sentir que, si bien el trabajo es obra de un maestro de
su arte, no es obra de un gran maestro.
Casi todos los compositores alemanes de los últimos decenios del si-
glo xix tienen en su catálogo al menos un concierto, al menos una sonata, al
menos una colección de piezas características. En cambio, muy pocos sien-
ten interés por el desarrollo del virtuosismo y muy pocos reasumen el
Brahms de las Variaciones sobre un tema de Paganini. que. por lo demás. ya lo
hemos visto, había caído en la cultura alemana como un fruto extraño. Más
bien podría decirse que Alemania, después del Biedermeier, había cedido a
los eslavos y a los franceses el gusto del virtuosismo: Chopin y Tausig eran
polacos, Liszt, húngaro. Alkan, francés, y el mismo bávaro Henselt había
afligido con su severa didáctica a las nobles muchachas rusas más bien que
a las tiernas doncellas de la burguesía alemana. Los compositores virtuosos
de fines de siglo son todavía los eslavos o algunos polacos residentes en
Alemania, de los cuales hablaremos más adelante. Entre los alemanes.
aparte algunos menores o mínimos como Ludwig Schytte, sólo Max Reger
demuestra un vivo interés por el desarrollo del virtuosismo pianistico.
Reger sigue al Brahms que había transcrito en dobles notas el Estudio.
ALEMANIA 181

op. 25, núm. 2, de Chopin, componiendo, en 1898, los 5 Estudios especiales de


Chopin, o sea, versiones «dificultadas» en vez de «facilitadas» de músicas
chopinianas. En 1899 compone la Improvisación sobre el vals de Strauss «El
bello Danubio azul», pieza implacablemente virtuosística, de un virtuosismo
que, con respecto a la espumeante música de Strauss, suena hasta, podría-
mos decir, torvo; más tarde, como veremos en breve, Reger hará estallar un
virtuosismo granítico en su primer gran trabajo, el opus 81. En este primer
período, sin embargo, Reger trata también de continuar el camino del úl-
timo Brahms con colecciones de piezas breves o de largura mediana (Im-
promptu, op. 18, 1896, 5 Humorescas, op. 20, 1898, 6 Intermezzos, op. 45,
1900, etc.) que a nuestro modo de ver, sin embargo, no cubren el significado
profundo del tardío estilo brahmsiano.
Sólo con treinta años empieza Reger a crear las Obras que le confieren la
fama y que hacen de él el alemán posbrahmsiano por antonomasia: de
1904 son las Variaciones y fuga sobre un tema de Bach, op. 81, y las Variaciones
y fuga sobre un tema de Beethoven, Op. 86, para dos pianos, de 1906 la Intro-
ducción, Pasacalley Fuga, op. 96, para dos pianos, seguidas en 1910 del Con-
cierto, Op. 114, para piano y orquesta y en 1914 de las Variaciones y fuga sobre
un tema de Mozart, op. 133, para orquesta o para dos pianos, y de las Varia-
ciones y fuga sobre un tema de Telemann, op. 134.
Las Variaciones y fuga sobre un tema de Bach, muy conocidas un tiempo y
todavía ejecutadas algunas veces, entroncan directamente con el Brahms
del opus 24. El trabajo se basa en un breve tema (14 compases) sacado de la
Cantata número 128 de Bach; el retorno programático a técnicas diecio-
chescas se observa de pronto en las primeras dos variaciones, puramente
ornamentales, que se basan en el principio de la progresiva intensificación
de la densidad rítmica. En cambio, la tercera variación es «moderna» por
la variedad de la escritura instrumental, por la armonía y por la sutileza
de la derivación del tema; la escritura es en parte brahmsiana, pero revela tam-
bién una viva atención vuelta hacia el Schumann esotérico y secreto de las
variaciones suprimidas por el autor de los Estudios sinfónicos, atención repe-
tida en otras dos variaciones (la séptima y la duodécima). Las restantes va-
riaciones son fuertemente virtuosísticas, con momentos de extraordinaria
dificultad. En la doble fuga final Reger saca partido de todas las técnicas
contrapuntísticas tradicionales, con aquella maestría que le reconocen in-
cluso sus más acerbos críticos. Pero debemos hacer observar que todo el
interés del compositor se concentra en realidad en la acumulación progre-
siva de sonoridades, obtenida con una lenta evolución de la escritura hasta
el paroxismo orgiástico de las páginas finales, en las cuales, prácticamente,
todo el teclado se hace vibrar mediante el uso del pedal de resonancia com-
binado con la técnica de los saltos y de la producción simultánea de varios
tipos de sonido.
La concepción del piano como sucedáneo del órgano romántico es evi-
dente, y es evidente incluso en las primeras dos variaciones, que desde el
punto de vista compositivo recuerdan módulos barrocos. No se trata de una
concepción original (Liszt la había anticipado treinta años antes en la
transcripción para piano de la Fantasía y fuga sobre el nombre Bach para ór-
182 EL MANIERISMO

gano), pero se puede observar que a través del órgano Reger empieza a vis-
lumbrar la posibilidad de crear artificialmente, con las duplicaciones,
nuevos timbres. Por ejemplo, en la quinta variación la duplicación de la
línea central no se percibe como tal sino como enriquecimiento tímbrico.

Vivace e. 120-126.)

El Concierto, op. 114, todavía mira quizá a Brahms, al Brahms de


ambos Conciertos (y también al Rubinstein del Concierto número 4). Pero
las Variaciones y fuga sobre un tema de Telemann, monumento de sesenta pá-
ginas impresas y que duraría casi una hora si el autor, misericordioso, no
autorizase al intérprete a cortar los retornelos y salir adelante en treinta y
cinco minutos, responden a una concepción, nueva para Reger, de la sono-
ridad pianística: un piano de sonido claro y percusivo, una textura transpa-
rente y una olímpica jovialidad de expresión. Cuando se piensa que la
opus 134 se escribió entre el 8 y el 15 de agosto de 1914, con la gran guerra
comenzada hacía pocas semanas, es para quedarse atónito, pero la compo-
sición revela, a nuestro modo de ver, el miedo y la evasión, no el aleja-
miento y la indiferencia de la realidad: y, efectivamente. las últimas páginas
pianísticas, de 1915, se hallan al límite de la alucinación.
En 1907 Reger había parodiado la música de uso de la pequeña burgue-
sía en un Salonstick titulado Ewig dein!, en que la prolificidad de los com-
positores adocenados era ridiculizada con un número de obra 17 523 y el
virtuosismo vanidoso con un movimiento Noch schneller als móglich (Toda-
vía más veloz de lo posible). En la última colección de piezas para piano,
Tráume am Kamin, op. 143, Reger aborda con intentos ya no caricaturescos
sino con trágico sentido de la vanidad de las cosas, la pieza de salón
de de-
ALEMANIA 183

rivación romántica: después de once composiciones estilisticamente petrifi-


cadas, cierra la colección una surrealista paráfrasis de la Berceuse de Chopin,
desmenuzada y recompuesta conforme a nexos arbitrarios. Extraña, casi
dadaística conclusión de una obra pianística conducida toda ella bajo el
signo de la fe en la tradición y que al final desemboca no en el expresio-
nismo, como cabría esperar, sino en la pérdida de la racionalidad, en lo
gratuito, en la locura.
CApPíTULO III

París
Tres de los grandes protagonistas del romanticismo pianístico desapare-
cen hacia la mitad del siglo: Mendelssohn en 1847, Chopin en 1849, Schu-
mann en 1856. Otros tres protagonistas corroboran el fin del romanticismo:
Henselt se convierte en un burócrata imperial, Liszt censura su pasado revo-
lucionario y hasta Alkan reconsidera su titanismo. Después del manierís-
tico Concierto para piano solo, del que ya hemos hablado, Alkan compone en
1861 una sonata en cuatro movimientos, su opus 61 (que se publicará pós-
tuma): son cuarenta y ocho páginas impresas, un poquito más de las que
contaba, por ejemplo, la Sonata, op. 106, de Beethoven. Pero Alkan, acos-
tumbrado a dimensiones muy diferentes, define su nueva composición
como Sonatina. La Sonatina, op. 61, lleva a sus consecuencias extremas
aquellas ideas de sonoridad seca y cortante que ya hemos observado en el
Alkan anterior, con una escritura lineal y desnuda que a veces recuerda a
Domenico Scarlatti, pero que otras veces hace pensar francamente en el
Prokófiev neoclásico.
Pero la evolución estilística de Alkan no es tan profunda ni tan radical
como la de Liszt. Sólo en algún caso, como en el Schizzo, op. 63, núm. 45, ti-
tulado Les Diablotins, Alkan se sirve del sonido como materia, rumor, to-
cando límites de impresionismo avant la lettre, y sólo en algún caso (como
en los tres Estudios, op. 76, uno para la mano derecha sola, uno para la
mano izquierda sola, uno para las dos manos juntas) piensa aún en am-
pliar su antiguo virtuosismo heroico. Prevalece, en cambio, en él el sereno y
tranquilo replegarse en el pasado próximo, con un recurrente sentido de
nostalgia para el romanticismo intimista de las Romanzas sin palabras
de Mendelssohn.
Fuera del tiempo, pero sobre todo fuera de larefriega, que es observada
con parnasiana ironía, se sitúa también la obra pianística de un músico re-
sidente en París, que no había sido romántico y que durante el romanti-
cismo apenas había dado señales de vida: Gioacchino Rossini. Títulos
ingeniosos y a menudo burlescos (Preludio convulsivo, Preludio sedicente
PARÍS 185

drammatico, Valzer torturato, Valzer zoppo, Valzer lugubre, L'olio di ricino, Stu-
dio asmatico), historietas y escenificaciones (Piccolo treno del piacere, Marcia e
reminiscenze per il mio ultimo viaggio, Una carezza a mia moglie, Un seppeli-
mento a carnevale) ilustran Cont gran frecuencia sus músicas pianísticas y
por esto han hecho aproximar este Rossini al Satie zambón, al músico que
treinta años más tarde, como veremos en su momento, pondrá irresistible-
mente en ridículo el psicologismo barato. Pero en Rossini, como en Satie,
no hay únicamente el espíritu irónico hasta la autoironía, ni únicamente
una música que no se preocupa del oyente; hay también una concepción de
la música que se extiende a lo lejos, una musique d'ameublement todavía
antes de que Satie inventase el término. La largura exagerada de muchas
piezas, las repeticiones mecánicas, la problemática técnica, la falta de he-
chos proponen de nuevo en ambiente de salón la estilización extrema del
melodrama serio rossiniano, melodrama que se escucha en una sala ilumi-
nada, entrando y saliendo a discreción, siguiendo una música que procura
relajamiento y concentración intermitentes, objeto sonoro más que espejo
del alma, y confiada, forzosamente, a virtuosos para quienes el sonido no
tenga secretos. En efecto, Rossini confía sus músicas, para que las interpre-
ten en su salón, a Saint-Saéns, a Planté, a Diémer, es decir, a los mayores re-
presentantes del virtuosismo pianístico francés, y las hace escuchar a un
público que puede admirar el juego intelectualístico y paradójico y el su-
premo artificio manierístico.
Junto a la ironía y a la música de adorno no falta, empero, la música
como alusiva y secreta confesión que se encuentra en las páginas que el
compositor, que se autodefine como «pianista de cuarta clase», escribe para
sí. Sobre todo, en la colección Quelques riens se encuentran momentos tran-
sidos de estremecimientos de angustia, momentos, como el Rien en fa sos-
tenido menor, en el que el sentimiento de la muerte es evocado con dolor y
exorcizado con un segundo tema ln tempo a l'Offen... (Offenbach); o mo-
mentos, como el Rien en sol menor, en que una construcción perfectamente
regular, con frases de cuatro compases, es enmascarada con increíble astu-
cia y por ello resulta sutil e incomprensiblemente inquietante. En fin, es de
interés extremo la sonoridad pianística de Rossini: Diémer dice que Ros-
sini casi no usaba el pedal y tenía un «toque argentino»; Lanza Tomasi se
ha preguntado, tal vez por razones estilísticas, si Rossini no conoció a Cou-
perin, y Mendelssohn se enfadó una vez porque Rossini, al que estaba ha-
ciendo escuchar un Capricho suyo, susurraba entre dientes: «Parece una
Sonata de Scarlatti». Creemos que el conocimiento de páginas de los clavi-
cembalistas, el amor antiguo por el clavicémbalo, la amistad de intérpretes
como Diémer, Aristide e Louise Farrenc o Amédée de Méreaux, que se
planteaban el problema de recuperar la música barroca francesa, llevó a
Rossini a concebir el instrumento más como el piano dieciochesco que
como el piano romántico. Se podría pensar que al menos para la ejecución
de la polifonía (piénsese, por ejemplo, en elfugato del Preludio religioso de
la Piccola Messa solenne y en el fugato del Saggio dell'antico regime) el tipo
de sonido escogido por Rossini fuese el elaborado por Chopin hacia 1840, y
esta suposición parece tanto más probable cuanto que Georges Mathias,
186 EL MANIERISMO

alumno de Chopin, era asiduo frecuentador del salón de Rossini; de todas


formas, el piano de Rossini suena siempre claro y transparente como una
grabación y no se sabe qué hacer con el sonido vocalístico ni siquiera
cuando canta: el piano neoclásico, que en la Sonata de Stravinsky (1924)
encontrará su manifestación, en suma, no es luego tan lejano como la dis-
tancia histórica entre los dos haría suponer.
El mayor manierista francés es ciertamente Camille Saint-Saéns, cuya
producción pianística se extiende de 1855 a 1918, dividida claramente en
los géneros del piano solo, de los dos pianos y del piano y orquesta, y regu-
lada, no sabríamos decir si consciente o inconscientemente, en relación con
exigencias no sólo de mercado sino también, como ahora veremos, histori-
cosociales.
En la segunda mitad del siglo, el público de los aficionados estudia con
pasión las sonatas del período clásico, y el público de los conciertos aprende
a conocer sobre todo al sonatista Beethoven. Saint-Saéns, aun siendo un
maestro indiscutido de las formas clásicas, no escribe sonatas para piano
solo porque sabe que la sonata ya no tiene espacio en el momento histórico
que la sociedad está atravesando. No escribe siquiera fantasías o baladas u
otras piezas de forma extensa, porque sabe que el público va adquiriendo
las grandes composiciones románticas y no tiene tiempo para otra cosa. En
cambio, Saint-Saéns escribe breves piezas recreativas para aficionados y
breves piezas virtuosísticas para sus colegas concertistas, porque éstos son
los campos en los que el público aún está dispuesto a tomar benévolamente
en consideración a los compositores contemporáneos. No puede decirse,
pues, que la obra para piano solo de Saint-Saéns sea muy significativa: el
Estudio en forma de vals (op. 52, núm. 6) y algunos de los Estudios, op. 111.
son piezas que los virtuosos tocan a veces, pero no forman verdaderamente
parte integrante del repertorio didáctico y del repertorio concertístico.
Un poco más conocida es la producción para dos pianos. Es verdad que
los dúos pianísticos eran raros en la segunda mitad del siglo XIX, pero tam-
bién es verdad que su repertorio era muy restringido. Saint-Saéns probó de
ampliarlo componiendo en 1874 las Variaciones sobre un tema de Beethoven,
op. 35, brillante improvisación no desprovista de rasgos irónicos que parece
hacer revivir las improvisaciones a dos pianos en las que ya habían pro-
bado su arte Clementi y Mozart en presencia de José II. Después escribe, a
los veinticinco años, otras cuatro piezas para dos pianos, con miras no a
sus facultades de creador, sino a la capacidad de absorción del mercado, y
manteniéndose siempre en un clima de espectáculo muy aristocrático, de
representación, en que el sentimiento es evocado pero no vivido y en que la
ironía está siempre a la puerta, dispuesta a entrar.
La segunda mitad del siglo xIx es la época en la que prácticamente no se
ejecutan los Conciertos de Mozart, en que de Beethoven sólo son populares
el Cuarto y el Quinto, en que se piensa que los Conciertos de Chopin están
mal instrumentados, que el Concierto de Schumann no es precisamente
una obra maestra y que el Primero de Brahms es aburridísimo. Queda, en
cambio, un gran espacio para los pianistas-compositores, para sacar como
del horno conciertos en los que el solista tenga oportunidad de brillar pero
PARÍS 187

que permiten también hacer un buen papel a las orquestas sinfónicas que se
van constituyendo rápidamente en todo el mundo civilizado (ya están supe-
rados los tiempos del concierto Biedermeier y de la necesidad de no gravar
la orquesta con responsabjlidades demasiado pesadas). Saint-Saéns escribe
cinco Conciertos (en 1858, 1868, 1869, 1875 y 1896) y cuatro Piezas de con-
cierto para piano y orquesta: composiciones que ejecuta él mismo y que le
permiten participar regularmente en las temporadas sinfónicas de media
Europa. De los cinco Conciertos, el Segundo es considerado el más ameno,
el Cuarto, el más docto, el Quinto, el más picante; el Tercero, cuando se le
toma en consideración, es considerado escandaloso, y el Primero, inocente.
A nosotros no nos parece ver en Saint-Saéns ni inocencia ni escándalo y ni
siquiera amenidad, doctrina ni picardía. Vemos, en cambio, la maestría de
quien, poseyendo culturalmente a fondo toda la música de Rameau a Wag-
ner, y siendo del todo ajeno a aspiraciones místicas, escoge con fría seguri-
dad la mezcla de tradición y novedad que sepa interesar y seducir al
público sin aburrirlo u obligarlo a un esfuerzo mental no grato.
Se ha dicho a menudo, a propósito del Concierto número 2, que Saint-
Saéns comienza con Bach y termina con Offenbach: observación que, si
bien es justa para el Segundo, también vale en realidad para los otros con-
ciertos, en los que, a través de una serie gradual de traspasos, se llega siem-
pre a la opereta. La boutade posee, en verdad, un valor de juicio crítico
porque pone de manifiesto la verdadera razón de la originalidad de Saint-
Saéns: en el momento en que las clases medias adquieren lo «clásico»
como conocimiento historicocultural imprescindible y, para no morir de
cultura, hacen surgir junto a lo clásico lo «ligero» como única forma de arte
contemporáneo verdaderamente pedida y consumida, Saint-Saéns no lucha
como Liszt o como Brahms, sino que ni siquiera admite la separación de
las dos culturas. La Tiefe, la profundidad alemana es representada pero no
vivida; y lo mismo el sentimiento, y lo mismo la diversión. Se puede hablar
de cinismo de Saint-Saéns, pero más propiamente podemos hablar de dis-
tanciamiento irónico de un gran sapiente que no pierde nunca el control de
sí mismo ni de los demás y que quiere mantenerse al margen de la parodia y
de la deformación grotesca.
- El distanciamiento irónico era probablemente evidente en las ejecucio-
nes de Saint-Saéns, porque su sonido era seco y frío. Saint-Saéns usaba poco
el pedal de resonancia y concebía el piano como instrumento de percusión
con un radicalismo como para horrorizar a un wagneriano como Alfred
Cortot: «Para Saint-Saéns el piano es el teclado con sus recursos específi-
cos. Acepta el instrumento tal cual es, con su sonido corto y las característi-
cas sonoridades percusivas. Para él son sospechosos los falaces espejismos
del pedal, los sortilegios maléficos de las armonías que se confunden, las
languideces del toque, el abuso de las difuminaciones y aquello que llama
«la manía de un tocar expresivo y la monotonía del ligado». Cortot atri-
buía el sonido de Saint-Saéns a los estudios realizados con el alumno de
Kalkbrenner, Camille Stamaty: explicación que, dicho sea con todo el
respeto, nos parece de una desconcertante banalidad y ceguera, dado que se
aplica a un talento como el de Saint-Saéns. Pensamos, más bien, que el
188 EL MANIERISMO

sonido de Saint-Saéns representaba un elemento estilístico a través del


cual se definía claramente su arte manierístico y a-romántico, lúcidamente
consciente de la realidad historicosocial y no dispuesto a dejarse engañar
por ella.
Lo opuesto diametralmente a Saint-Saéns es César Franck, a quien en
realidad Saint-Saéns detestaba cordialmente. Después de las composicio-
nes juveniles, de estilo thalberguiano-lisztiano, Franck volvió al piano en
1884 con el Preludio, Coral y Fuga, seguido en 1885 de las Variaciones sinfóni-
cas y en 1886-1887 del Preludio, Aria y Final. El lenguaje musical de Franck
es ciertamente el de un compositor de finales del siglo x1x; los problemas
pianísticos y formales que aborda son siempre los del virtuoso romántico
que quedó deslumbrado por el joven Liszt y para el cual el romanticismo es
el paraíso perdido. La polifonía del Preludio, Coral y Fuga y el misticismo
del Preludio, Aria y Final no significan, a nuestro modo de ver, ni retorno a
Bach ni aspiración a la trascendencia: la culminación de la polifonía está
representada por la superposición de los temas del Coral y de la Fuga, y la
culminación de la transfiguración mística está representada por el retorno
del tema del Aria después del tumulto del Final. Si se nos dijese que se trata
de fantasías sobre melodramas, como la cuarta Ilustración del Profeta de Me-
yerbeer para órgano de Liszt (Fantasía y Fuga sobre el Coral «Ad nos, ad salu-
tarem undam»), no tendríamos motivo para asombrarnos demasiado: «... el
Preludio, Coraly Fuga |...], pieza de ejecución sin gracia e incómoda en la
que el Coral no es un coral, en la que la Fuga no es una fuga, porque pierde
valentía después de terminada la exposición y continúa con interminables
digresiones que no se parecen a una fuga más de lo que un zoófito se parece
a un mamífero, y que hacen pagar a alto precio una brillante peroración»,
escribía con acritud Saint-Saéns en 1919; y como sucede siempre cuando
un señor del oficio habla de música, su observación es muy justa. Lo errado
es la conclusión crítica, que, en cambio, puede salir invertida en sentido po-
sitivo: los dos grandes trípticos franckianos no son vistos como sublima-
ción de la polifonía y del misticismo barrocos, sino como sublimación de
las superposiciones temáticas y de la religiosidad teatral, porque la polifo-
nía y la metafísica de Franck no pasan a través de Bach 0 a través de las úl-
timas sonatas de Beethoven, sino a través de las fantasías dramáticas de
Liszt.
Al romanticismo de Liszt pueden atribuirse también las Variaciones sin-
fónicas para piano y orquesta, que establecen la síntesis de bitematismo
clásico y variación. En las Variaciones sinfónicas, dos temas de carácter
contrastante dan en efecto lugar no a una forma bitemática clásica, sino a
introducción, variación y final en que el cuerpo central está constituido por
un bloque de cinco variaciones sobre el tema principal, mientras que el
final es un allegro de sonata. La ductilidad del cromatismo, el desliza-
miento de las tonalidades, las redundancias de la construcción fraseológica
eliminan cualquier rigidez y dan lugar a una forma fluidísima y sinuosa,
que recuerda el estilo floral de fin de siglo. Nos parece, no obstante, que
también aquí, como en los dos trípticos, Franck reasume visiones románti-
cas de las formas para transferirlas a un ámbito cultural que, aun no siendo
PARÍS 189

ya el del público ingenuo, encantado por Liszt en los años treinta y cua-
renta, quiere conservar el recuerdo histórico de un tiempo de conquistas
hacia el cual mira con amor.
Saint-Saéns y Franck representan dos tendencias opuestas, respectiva-
mente manierística y neorromántica, de la música pianística francesa en
los últimos treinta o cuarenta años del siglo xIx, y al uno o al otro van liga-
dos, directa o indirectamente, varios compositores. Los franckianos más co-
nocidos son Alexis de Castillon, cuyo Concierto, op. 12, ejecutado por
primera vez por Saint-Saéns en 1872, señaló un talento pronto truncado por
una muerte prematura, y Vincent d'Indy que, en cambio, vivió muchos años
y escribió muchísimo para piano, dejando, empero, sólo una composición
verdaderamente notable, la Sinfonía sobre un canto montañés francés, op. 25
(1886), para piano y orquesta. Ernest Chausson, que para piano compuso
poquísimo, puede ser recordado por las Quelques Dances, op. 26, de 1896, en
las que ya asoma el neoclasicismo, y el belga Guillaume Lekeu, también fa-
llecido prematuramente, dejó una Sonata de la más estricta observancia
franckiana.
Pero con Saint-Saéns puede relacionarse el exromántico Stephen Heller
“ por dos monumentales series de Variaciones que parten de temas de Beet-
hoven, variados ya (¡nada menos!) por el mismo Beethoven: las 33 Varia-
ciones sobre un tema de Beethoven, op. 130, y las 21 Variaciones sobre un tema
de Beethoven, op. 133, las primeras sobre el tema de las 32 Variaciones en do
menor, las segundas sobre el tema del segundo tiempo de la Appassionata.
Los detalles que más sorprenden al oyente se refieren a las contaminacio-
nes. El opus 130 contiene variaciones en las que se injertan temas de la
Quinta y de la Novena Sinfonía, y del Trío en do menor; el opus 133 para-
frasea el Allegretto de la Octava Sinfonía (Variación núm. 6.), el primer mo-
vimiento de la Séptima Sinfonía (Variación núm. 8), el segundo movimiento
del Cuarteto, op. 59, núm. 1 (Variación núm. 13), el primer movimiento de
la Appassionata (Variaciones números 14 y 15), el Estudio, op. 25, núm. 1
(Variación núm. 7) y el Estudio, op. 10, núm. 8 (Variación núm. 10) de Cho-
pin, el tercero de los Estudios Sinfónicos de Schumann (Variación núm. 12)
y algunos detalles de otras composiciones, terminando con un final que su-
perpone el tema del segundo movimiento y el tema del final de la Appassio-
nata. La operación de Heller, en sentido más general, tiene, sin embargo, un
significado más profundo y más interesante, porque el compositor trans-
porta los temas de Beethoven a contextos, a media sonoros y armónicos que
le son íntimamente ajenos, tal como el contexto pianístico y el estilo
brahmsiano eran ajenos al Aria de Hándel: véanse, por ejemplo, en el opus
133, la mórbida segunda variación, con las armonías de séptima en el lugar
de los acordes perfectos y una amplia escritura en acordes arpegiados en el
lugar de los acordes no arpegiados de Beethoven; o la Variación decimo-
quinta, en la que la coda de la exposición del primer movimiento de la Ap-
passionata se convierte en una especie de estudio-nocturno romántico. El
hecho de que Brahms variase nuevamente temas ya variados por Hándel
(op. 24) o por Paganini (op. 35) no podía suscitar objeciones, porque Hán-
del era un autor antiguo, aunque muy grande, y Paganini un virtuoso ita-
190 EL MANIERISMO

liano, pero el variar temas ya variados por Beethoven significaba herir el


culto beethoveniano que la cultura alemana y no sólo alemana estaba edifi-
cando en la segunda mitad del siglo pasado. Con Heller aparece pues una
voluntad de extrañamiento y de denuncia de la hegemonía cultural ale-
mana que no nos parece que deba silenciarse, si bien ignoramos a qué
grado de conciencia llegó el compositor y si o hasta qué punto se dio
cuenta de las implicaciones ideológicas que se derivaban de su idea.
Expresiones de consciente síntesis manierística son ciertamente, a nues-
tro juicio, las Variaciones cromáticas de concierto de Georges Bizet (1868). El
tema es la escala cromática ascendente y descendente, en tres fragmentos de
cuatro sonidos cada uno, con adición de un nuevo registro del piano en la
entrada de cada fragmento; la escala cromática es «colocada» sobre un
pedal de tónica, y la tonalidad es afirmada al final de la escala ascendente y
al final de la escala descendente. Se trata de un tema de enormes posibilida-
des, del que Bizet no saca todo el partido posible. La influencia de las Va-
riaciones en do menor de Beethoven es, además, aquí y allá, demasiado
directa, hasta el extremo de hacerse fastidiosa. Pero las Variaciones cromáti-
cas tienen una estructura general de una genialidad asombrosa, porque el
tema es tratado como un bajo de pasacalle en el que Bizet inserta, de vez en
cuando, la cita de estilemas tradicionales de la variación Biedermeier y ro-
mántica (weberianos, schubertianos, chopinianos, y nos atreveríamos a
decir, en la tercera variación, brahmsianos). No se trata de agradables imi-
taciones: se trata de un esfuerzo de abstracción y de cita de los momentos
más típicos de la reciente historia del género: operación de recuperación
manierística del pasado, que no sorprendería si estuviese orientada hacia
un pasado remoto, pero que, orientada hacia un pasado recentísimo, toda-
vía vivo en la práctica contemporánea, demuestra un sentido de la historia
verdaderamente único y ya no vuelto a repetir.
Aunque fuese wagneriano en la medida en que el otro era antiwagne-
riano, y aficionado en la medida en que el otro era profesional, a Saint-Saéns
va ligado, más que todos, completándolo, Emmanuel Chabrier. En Cha-
brier el manierismo es reevocación de mundos que no son poseídos cultu-
ralmente pero que excitan la fantasía sin comprometerel sentimiento. El
conocimiento de la música clavicembalista favorece el retorno a formas
tripartitas que, frente a lo que habían hecho Chopin o Schumann, están
meticulosamente divididas, y favorece un estilo pianístico en el que las me-
dias tintas y los traspasos graduales se abandonan en beneficio de esque-
máticas contraposiciones de dinámicas opuestas. También la dinámica de
los sentimientos procede en Chabrier por contraposiciones elementales;
por ejemplo, el minueto se había convertido ya con Beethoven en un sím-
bolo de la Arcadia y se había transformado posteriormente en bagatela de
gracia cortés y juguetona; Chabrier, en el Minueto pomposo de las 10 Piezas
pintorescas (1880), hace estallar una danza que vuelve a evocar la devora-
dora alegría de vivir de la Regencia, y juega en la parte central una escena
íntima de refinadísimo erotismo.
Tampoco Chabrier es menos tajante cuando observa con ojo penetrante
a su amadísimo Wagner: Cuadrilla sobre los principales motivos del «Tristán
PARÍS 191

e Isolda» de Wagner anuncia directamente la cita del Tristán en el Golli-


woogs cake-walk de Debussy. Ni se muestra menos desencantado cuando
mira hacia el salón romántico para componer con desapego y afectuosidad,
dignos de Heine, los Tres valses románticos para dos pianos (1883) o
cuando escribe, en el Cortejo burlesco a cuatro manos, un trozo que prea-
nuncia con veinte años de antelación la música de las pianolas para las pe-
lículas de Ridolini. Si la música de Saint-Saéns confina siempre con la
música de Offenbach, el espíritu de Chabrier confina siempre con el espí-
ritu de Labiche; la reducción a la mecanicidad, el extrañamiento de la tra-
dición son en Chabrier absolutos y es sorprendente la proximidad a la
estética de la farsa. Más aún que en Ridolini es en el Charlot de los prime-
ros tiempos en quien hace pensar Chabrier, por la complejidad de los senti-
mientos evocados y, como única posibilidad de conservarlos, inmediata-
mente negados. Así, un trozo de tierno sentimentalismo como el Idilio de
las 10 Piezas pintorescas superpone a una melodía hecha de breves suspiros
y arranques pasionales un acompañamiento, todo él destacado y uniforme,
como un coloquio amoroso en un pequeño tren viejo y chirriante. Chabrier
consigue en general destacar el asunto, tradicional, del ambiente en el que
tradicionalmente se sitúa, según una concepción que podríamos definir
como contemplación de lo hallado, y por esta razón supera, a nuestro modo
de ver, la contraposición entre Saint-Saéns y Franck que preanuncia el
decadentismo.
Con Saint-Saéns se relaciona finalmente, en parte, Gabriel Fauré, que
con Saint-Saéns había estudiado el piano y que a Saint-Saéns había «ce-
dido» el tema de una tarea escolar convertido primeramente en tema del
Concierto número 2. Nacido en 1845, Fauré no encuentra en seguida el
clima cultural que le estimule a componer para piano. Exceptuadas las tres
Romanzas sin palabras, op. 17, de 1863, la tercera de las cuales es una pe-
queña joya de gracia sentimental trabajada con extraordinaria finura, hasta
1881 no da Fauré comienzo a su producción pianística con la Balada,
op. 19, para piano solo (o para piano y orquesta), a la que siguen regular-
mente, hasta 1921, músicas para piano solo, casi insertas por entero en la
tradición del salón intelectual: cuatro Valses-Caprichos, cinco Impromp-
tus, trece Barcarolas, trece Nocturnos, etc. Un biógrafo, Jean-Michel Nec-
toux, inicia su libro afimando que «la obra de Fauré es el lugar de obstina-
dos equívocos». Y es efectivamente fácil comprobar que al menos las obras
para piano pueden encontrar admiradores incondicionales o dejar indife-
rente al oyente. A nosotros nos parece que nace la admiración cuando se
mira la obra de Fauré en su desarrollo interno, que es lento, gradual, cohe-
rente. Pero el desarrollo artístico del creador no coincide con la historia y, en
cambio, se desenvuelve como espejo de la conciencia de un Robinson Crusoe
que parece vivir no en París sino fuera del mundo civilizado, De aquí la indi-
ferencia del que compara la obra de Fauré con la de Debussy o de Satie, con
quienes coincide cronológicamente. El punto de partida de Fauré es el tran-
quilo y nostálgico recuerdo del romanticismo, y no tanto del romaticismo
heroico como del romanticismo intelectual y mundano de los y de las clien-
tes de Chopin. Alfred Cortot ha señalado muy justamente la «perfecta dis-
192 EL MANIERISMO

tinción», la «ternura apasionada», la «gracia sensual» de los Valses-Ca-


prichos y nos parece que la observación puede extenderse a toda la produc-
ción pianística del Fauré de la primera época. Después, el romanticismo se
va alejando lentamente y las últimas composiciones (el quinto Impromptu,
el decimotercer Nocturno, la decimotercera Barcarola, la Fantasía, op. 111,
para piano y orquesta) parecen pertenecer al primer Debussy, al Debussy
del Nocturno, del Vals romántico, de la Fantasía. El último Fauré es un cin-
celador del sonido, del discurso, de la armonía, ciertamente mucho más ma-
duro que el primer Debussy, pero las respectivas poéticas parecen super-
ponerse y confundirse. Si la obra de Fauré estuviese concentrada entre 1880
y 1890 preanunciaría inequívocamente a Debussy. Extendida a lo largo de
cuarenta años, nos parece que se convierte en una especie de verdadera crí-
tica de la legitimidad de Debussy y de su función en la cultura francesa.
Puede que parezca paradójico, pero en realidad no encontramos otra razón
para explicar la admiración y la perplejidad que la obra de Fauré suscita en
nosotros y en otros hasta el punto de hacer que su personalidad se nos apa-
rezca más enigmática que cualquier otra.
CapíTULO IV

Rusia
Hay una fecha que puede indicarse emblemáticamente como punto de
partida para la definitiva penetración en Rusia del piano, y es el año 1802:
en 1802 Hummel ofrece en San Petersburgo algunos conciertos y poco des-
pués llega a la entonces capital del Imperio Muzio Clementi, acompañado
de su joven alumno John Field. La finalidad del viaje de Clementi es la de
abrir un depósito para la venta tanto de pianos construidos por la empresa
de la cual él es socio, como de las partituras publicadas por su casa editora.
Clementi vuelve a partir de San Petersburgo pero deja en la ciudad a Field,
que durante algunos años se convierte en el dominador de la plaza acapa-
rando la bien retribuida tarea de las lecciones particulares. Clementi re-
gresa a San Petersburgo, para controlar la marcha de los negocios, en 1806;
están con él los alumnos August Alexander Klengel y Ludwig Berger. De
pronto, vuelve a partir Clementi, se quedan Klengel y Berger, pero Field,
prudente y astutamente deseoso de evitar rivalidades peligrosas , se traslada
a Moscú para conquistar en esta ciudad un nuevo espacio. En 1809 se esta-
blece en San Petersburgo (allí morirá en 1823) Daniel Steibelt, pianista bri-
llante y renombradísimo, compositor nada desdeñable, hábil intrigante,
charlatán, estafador. En 1810 los hermanos Diederichs, alemanes, estable-
cen en San Petersburgo el primer taller para la construcción de pianos.
Pero Steibelt no se preocupa mucho por el piano, prefiriendo la más lucra-
tiva actividad teatral; los hermanos Diederichs no logran un modelo de
instrumento que pueda competir con los pianos franceses, austríacos, ingle-
ses; Klengel y Berger regresan a Alemania cuando se perfila la invasión na-
poleónica; y Field, tras haber contratado con Steibelt el regreso, reasume su
puesto en San Petersburgo. Todavía efectuará viajes entre San Petersburgo
y Moscú, pero permanecerá ininterrumpidamente en Rusia hasta 1832, y re-
gresará a ese país, para morir en él, en 1837. En Rusia será el líder indiscu-
tido del piano.
Por espacio de veinte años Field es el pedagogo solicitadísimo, que por
veinte rublos la lección instruye a las nobles damiselas, quedándose a me-
194 EL MANIERISMO

nudo dormido, porque le tira mucho la botella; durante veinte años Field es
el compositor preferido, el maestro del gusto; durante veinte años labra la
fortuna de los pianos Tischner, que declara preferir a todos. Su terreno de
acción, el pequeño campo que cultiva, es la aristocracia, pero atrae también
a jóvenes de talento y condiciona el gusto a través de los alumnos y los
alumnos de los alumnos: los alemanes Charles Mayer y Moritz Bernard, el
polaco Antoine de Kontski, los rusos A. L. Gurilév, P. N. Engalicev, D. N.
Saltikov, A. P. Esanlov, A. Diibiúick, A. A. Aliabev, M. I. Glinka.
La lectura de las obras pianísticas de Glinka es muy estimulante al prin-
cipio, y muy decepcionante al final. Mirando las primeras composiciones
nos parece volver a encontrar a cierto joven Chopin: el mismo fieldismo de
fondo, el mismo sentido de un particular color tímbrico del piano, la misma
facilidad discursiva. Pero si Chopin avanzó rapidisimamente y superó de
un salto a sus predecesores cuando entró en contacto con la cultura vienesa
y francesa, el conocimiento del mundo occidental arrebató a Glinka toda
su seguridad e hizo de él un tímido y asustado admirador de Weber y de
Schumann. Algunas de sus páginas de álbum y señaladamente la transcrip-
ción de una melodía popular finlandesa, pueden aún recordarse, pero la
única página suya que ha sobrevivido y verdaderamente digna de perdurar,
es la paráfrasis que Balakirev sacó de su romanza La alondra.
También el nombre de Aliabev, autor de una sonata en un movimiento
solo y de muchas danzas, ha quedado solamente por la Paráfrasis de la Ro-
manza El ruiseñor, hecha por Liszt. El nombre de 1. F. Laskovski, artista que
había superado el gusto fieldiano y que conocía bien a los románticos, es
recordado sobre todo, por los elogios de Glinka, mientras que el de Genichta,
admirador de Beethoven, se presenta a los ojos de quien los fija en la colec-
ción de los ensayos de Schumann. Alexander Villoing, alumno de Dibiúck
y maestro de Anton Rubinstein, alcanza una notoriedad europea con el
Concierto, op. 4, sustancialmente ligado a los modelos fieldianos.
Entre los años 1830 y 1840 aproximadamente, declina la influencia de
Field y no se consolida el predominio del noruego Ernst Haberbier, compo-
sitor de fama, cuyas obras didácticas se adoptan todavía hoy, el cual reside
en San Petersburgo de 1832 a 1850. Dargominskiy escribe algunas páginas
para piano, todas ellas, salvo la Tarantela a tres manos, más tarde transcrita
por Liszt, de interés mínimo, y que, de todas formas, no tienen una sufi-
ciente difusión. Se afirma, en cambio, el romanticismo, inicialmente repre-
sentado por Henselt y que «estalla» en la culta sociedad rusa cuando Liszt,
en 1842, da en San Petersburgo seis fantásticos conciertos. De Rusia, adonde
vuelve aún en 1843, Liszt se lleva algunos souvenirs musicales, pero sólo la
paráfrasis del Ruiseñor entra en el repertorio de muchos virtuosos, mientras
que las otras piezas caen pronto en el olvido.
Así, pues, el primer compositor ruso cuyas obras para piano alcanzan
realmente una amplia y duradera difusión es Anton Rubinstein. La música
de Rubinstein se afirma, ya sea porque posea un valor intrínseco, ya sea
porque el autor la ejecuta constantemente (incluso, modestamente, en el fa-
moso ciclo de conciertos históricos que ilustran toda la literatura cembalo-
pianística y de los cuales se excluye a Brahms), ya sea porque sus numero-
RUSIA 195

sos alumnos no dejan de incluirla en sus repertorios. De la enorme produc-


ción de Rubinstein logran rebasar la meta del siglo xx los Estudios, op. 23,
la celebérrima Melodía en Fa mayor, la Romanza en Mi bemol mayor, el
Vals-Capricho en Mi bemol mayor, los veinticuatro «retratos» Kammenoi-
Ostrov, Entre los trabajos para piano y orquesta, después de dos Conciertos
sin fortuna, el Tercero, op. 45, compuesto en 1857, fue muy ejecutado por el
autor y por otros intérpretes; el Cuarto, op. 70, compuesto en 1864, figura
entre los conciertos más populares de la segunda mitad del siglo xix (y a
veces ejecutado todavía hoy); mientras que el Quinto, op. 94, compuesto en
1874, era interpretado aún por Busoni a fines de siglo y fue escogido por
Lhevinne, en 1906, para su debut en los Estados Unidos. No nos parece que
el Quinto mereciese tanta atención, pero el Cuarto es, sin duda, un trabajo
siempre agradable de escuchar, y todavía más fresco y atrayente se nos an-
toja el Tercero.
El dominio de Rubinstein entre 1850 y 1870 es tal que sólo la música de
salón puede encontrar un espacio propio con las amenidades dulzonas del
alemán Nikolai von Wilm, con el polaco Theodor Leschetitzki, mucho más
conocido como didacta, y con el hermano menor de Anton Rubinstein, Ni-
colai. Los compositores más esforzados y los jóvenes más prometedores no
consiguen asomar la cabeza. P. M. Asanchevski, que había estudiado en
Leipzig, escribe varias piezas doctas y N. J. Afanásiev algunas sonatas. Tres
Sonatas para piano solo (todas perdidas) y una para piano a cuatro manos
(incompleta) escribe entre 1858 y 1862 Modest Músorgski. En 1852 Balaki-
rev escribe la Gran Fantasía sobre temas rusos, en 1855, sin apartarse de los
vetustos modelos fieldianos-chopinianos, un primer movimiento de Con-
cierto y entre 1855 y 1857, llega a extender fatigosísimamente dos versiones
de aquella Sonata en si bemol menor que no terminará hasta cincuenta
años más tarde; en 1861 empieza su segundo Concierto, que no reanudará
hasta 1909 y que dejará incompleto. Chaikovski escribe entre 1863 y 1870
algunas piezas, entre ellas la Sonata en do sostenido menor, op. 80, que re-
velan su talento pero que permanecen estilisticamente inseguras.
De improviso, en 1869, la música para piano rusa encuentra su primera
obra maestra con la «fantasía oriental» /slamey, de Balakirev. En /slamey
convergen el perfume exótico de la música popular tártara y la técnica de
Liszt para trazar un cuadro de concierto brillante, extravertido, de dura-
ción, proporciones y carácter exactamente calculados para cautivar y fasci-
nar a un público cosmopolita. Islamey es una página feliz, de gran éxito
internacional, que da acceso a una floritura de músicas con las que los
rusos, en breve tiempo, llegan a rivalizar con los alemanes y con los france-
ses. Las Seis piezas, op. 21, de Chaikovski, son de 1873; en 1874 nacen los
Cuadros de una exposición de Músoregski; entre el 1874 y el 1875, el Con-
cierto, op. 23, de Chaikovski; entre el 1875 y el 1876 las doce piezas de Las
Estaciones de Chaikovski, quien en 1878 agrega a su catálogo la Sonata,
op. 37, y el Álbum para niños, op. 39. Músorgski añade aún a su producción
pianística algunas pequeñas piezas escritas entre 1879 y 1880 y la fantasía
Tempestad en el mar Negro, de 1879, que se ha perdido. Rimski-Kórsakov
compone en 1875 las Piezas, op. 15, y las Fugas, op. 17, y en 1878 las seis
196 EL MANIERISMO

Piezas, op. 10, muy originales, sobre el nombre Bach. Borodin empieza en
1878 la Pequeña Suite, op. 1, Cui empieza a escribir en 1877 sus innocuas
piezas de salón, debuta el joven Liádov y N. V. Cherbachev sucede a Von
Wilm en el favor de los aficionados.
Las Paráfrasis sobre un tema favorito, escritas en 1878 en colaboración
entre varios compositores, dan la medida de lo que era medianamente la
música pianística rusa de la época. El tema, tratado siempre como ostinato
en el registro agudo del piano, es el denominado «de las chuletas», porque
se puede tocar golpeando las teclas con los dedos índices de las dos manos
alternadas; Borodin, Cui, Liádov y Rimski-Kórsakov son los autores de las
músicas, es decir, de veinticuatro variaciones y de catorce pequeñas piezas.
Las piezas de Cui y de Liádov pertenecen a la más evidente manera de
salón, a veces incluso apetitosa, pero siempre espiritualmente ligera y frí-
vola. Rimski-Kórsakov se siente estimulado hacia búsquedas contrapuntís-
ticas y tímbricas, Borodin parte del tema tontuelo para componer una
irónica Polka, pero luego pasa a una Marcha fúnebre y termina con un im-
presionante Requiem para coro, órgano y piano, que recuerda claramente
las coetáneas páginas religiosas de Liszt. Liszt, recibidas las Paráfrasis,
mandó en 1880 al editor una pieza suya para insertar en la colección:
quince compases, que concluyen el camino de Borodin, confiriendo una
iluminación metafísica al infantil tema de «las chuletas».
Los dos trabajos que, por motivos diversos, descuellan en el rico pano-
rama de la música rusa de la década de los setenta son, sin duda, los Cua-
dros de Músoregski y el Concierto, op. 23, de Chaikovski.
Los Cuadros de una exposición aparecen como un pegote no sólo en el
contexto de la música rusa sino también de la europea. Compuestos en 1874
en ocasión de una exposición póstuma de cuadros y dibujos de Victor Hart-
man, amigo íntimo de Músoreski, no se publicaron hasta 1886 en una ver-
sión corregida por Rimski-Kórsakov y con acotaciones naturalistas del
crítico Stassov; empiezan a ejecutarse cerca de veinte años después de la
publicación en versiones con cortes y con readaptaciones concertísticas de
la escritura instrumental; en texto crítico no aparecieron hasta 1930 y alre-
dedor de 1950 se ejecutaban habitualmente en la versión original. Una his-
toria tan atormentada de lo que es, sin duda, una de las mayores obras
pianísticas del siglo xIx no se explica solamente por la novedad y la audacia
del lenguaje, que podían desconcertar a los contemporáneos; sino que es
más bien la escritura pianística que no responde a una concepción tradi-
cional del sonido y a que, como, por otro lado, ocurre en cierto tipo de
Brahms, pone incómodo al ejecutante. La escritura de Músoreski suscitaba
en la lectura una imagen del sonido que luego no resultaba en el momento
de la ejecución, y la falta de correspondencia entre el texto impreso y el so-
nido hacía pensar en impericia o en incuria por parte del compositor. Así,
algunas «correcciones» de expertísimos pianistas querían reconstruir los
efectos pianísticos que Músoregski, se creía, había imaginado pero no había
sabido realizar; en realidad, la corrección trastornaba completamente una
sonoridad característica, personal, creada por Músoregski por decisión
consciente.
RUSIA 197

La historia de la «reinstrumentación» pianística de los Cuadros pasó a


través de muchas etapas y culminó en la versión de Vladimir Horowitz, que
es, a su modo, una creación. Pero, al mismo tiempo, se abrió paso la convic-
ción de que la escritura original era quizá metapianística, más bien que pia-
nística, pero no, desde luego, «errónea» con respecto a lo que Músorgski
había imaginado. En este aspecto, la obra maestra ha sido reconocida
como tal y la sonoridad original ha sido ahora recuperada en la práctica
concertística.
En cambio, aún no se han discutido a fondo las acotaciones de Stassov,
que se basan en indicaciones originales pero que, pretendiendo explicarlas,
las extienden en sentido naturalista y banalmente ilustrativo. Cabe supo-
ner, en cambio, que Músorgski, al escribir los Cuadros, después de haber
terminado el Boris y mientras trabajaba en la Kovañcina, y escribiéndolos
en el momento en que estaba surgiendo la poesía simbolista rusa, pensase en
los títulos y en las acotaciones en sentido simbolista,y que su obra maestra
deba verse como una epopeya, como un análisis del alma rusa.
La estructura de la obra maestra de Músoreski se basa en el políptico
schumanniano, abandonado y reducido a menudo bocetismo en la se-
gunda mitad del siglo: estructura en dos grandes partes, con recorrido tonal
en Si bemol mayor — Si bemol menor en la primera y Si bemol ma-
yor — Mi bemol mayor en la segunda; y, por lo tanto, con comienzo en si
bemol y final en la tonalidad una cuarta más arriba (como en las Davids-
biúndlertinze y en otras páginas de Schumann). El retorno periódico de un
tema conductor (el tema del Paseo) y la construcción de varios temas basa-
dos en células germinales comunes garantiza, también aquí schumannia-
namente, la unidad estructural. La solidez de la construcción y la sabiduría
de los traspasos de claroscuro de las tonalidades y de los caracteres expresi-
vos bastan por sí solas para labrar la grandeza de los Cuadros, que real-
mente pueden resultar fascinantes, incluso en versión para orquesta. Pero
es justo decir que la grandeza última de los Cuadros reside en la intuición
de un aficionado, que sabía imaginar un sonido de piano diferente del que
los especialistas contemporáneos suyos conocían.
El Concierto, op. 23, de Chaikovski no puede compararse, como valor
absoluto, con los Cuadros, pero, no obstante, es una obra llena de fermentos
revolucionarios escondidos bajo la fascinación de las melodías pasionales,
de los ímpetus heroicos, del «rusismo» de exportación. Con el estímulo de
un gran profesional del teclado como Nicolai Rubinstein, el Concierto fue
patrocinado por Hans von Búlow y, al contrario de los Cuadros, en el lapso
de un decenio convirtióse en una de las piezas favoritas del repertorio. Y es
fácil comprender lo que desconcertaba a un conservador como Nicolai Ru-
binstein y lo que atraía a un progresista como Búlow. En el año 1874 se eje-
cuta por primera vez el Quinto Concierto de Anton Rubinstein y es el año
en el que Chaikovski empieza el Primero. La separación entre los dos con-
ciertos es clarísima, hasta el punto de asumir emblemáticamente el sentido
del paso de una época a otra. No nos referimos tanto a la cualidad de la me-
lodía chaikovskiana, que eclipsa el tematismo impersonal de Rubinstein,
como a la diferencia de la escritura virtuosística. La escritura de Rubin-
198 EL MANIERISMO

stein, sin embargo, por ser de difícil ejecución, nace del virtuosismo román-
tico, mientras que la escritura de Chaikovski plantea problemas nuevos y
exige dotes de valor y de atletismo hasta entonces inusitadas, pero también
(hecho novísimo), una estrecha colaboración entre solista y director.
Los tres grandes pasajes de octavas martilladas del Concierto explican
lo que queremos decir. Los tres pasajes llegan a la cumbre de tres peroracio-
nes de la orquesta y dejan al pianista completamente descubierto: el pia-
nista debe sustituir a la orquesta y regir la tensión dinámica que la
orquesta ha ido progresivamente acumulando, y así como una peroración
comporta también, inevitablemente, una aceleración del movimiento, el
pianista debe mantener el movimiento que le deja la orquesta. Una perora-
ción de la orquesta llevada desenfrenadamente, conforme a las posibilida-
des efectivas de la orquesta, supera en realidad los límites de las posibili-
dades, tanto de fuerza como de velocidad, de cualquier pianista. En la
ejecución del concierto tienen, pues, validez los límites individuales del
pianista, que pueden en mayor o menor grado aproximarse a una meta
ideal, pero jamás alcanzable, y tiene también validez en grado sumo el en-
tendimiento entre el pianista y el director, al que corresponde dirigir la or-
questa hasta el punto, y no más allá, de las máximas posibilidades
individuales del pianista.
Mientras en los conciertos virtuosistas del período Biedermeier y del ro-
manticismo el predominio del solista es absoluto e indiscutido, en el Con-
cierto de Chaikovski se manifiesta una concepción del virtuosismo incluso
como competición entre solista y orquesta. Una concepción que, en sen-
tido lato, podría definirse como competitiva e incluso como heroica, y que
refleja la ideología burguesa en la época de la industrialización. La compa-
ración no puede ser ni demasiado absoluta ni mecánica. No obstante, el
Concierto de Chaikovski, trabajo que no se impone por cualidad de inven-
ción y de novedades lingúísticas o formales, permanece en el repertorio
como uno de los momentos emblemáticos del concierto para piano y or-
questa, precisamente porque se dirige hacia la ideología de una época que
ya no es la beethoveniana, revolucionaria y democrática, ni la romántica,
aristocrática y heroica, sino que es la burguesa, oligárquica y materialista.
Este aspecto, que hemos tratado de poner de manifiesto partiendo del
análisis de los pasajes de octavas, verdaderos puntos culminantes, verdade-
ras y auténticas puntas de un iceberg, se extiende en realidad a toda la parti-
tura, difícil para el director no menos que para el pianista. No se trata,
evidentemente, de una partitura sinfónica, del tipo de la del Segundo
Concierto de Brahms. Se trata, en cambio, de una partitura en que la or-
questa empieza a articularse de un modo fraccionado y facetado, de un
modo, sólo para entendernos, no de sinfonía, sino de «concierto para or-
questa». Esta concepción, embrionaria en el Concierto, op. 23, es desarro-
llada en el Concierto número 2, op. 44, del 1879-1880, y, sobre todo, en la
Fantasía de Concierto, op. 56, de 1884, cuyo primer movimiento, que radi-
caliza la contraposición entre piano solista y piano como elemento tím-
brico de la orquesta, es en realidad una pequeña obertura de ballet cortada
a mitad de una enorme cadencia, con un efecto de intersección de dos even-
RUSIA 199

tos independientes que nos hace vacilar (apenas vacilar, por supuesto) ante
el mundo de Mahler.
Los trabajos para piano y orquesta de Chaikovski son los momentos
más relevantes de la literatura piánística rusa que entre los años 1880 y 1890
aproximadamente no produce otras tan sorprendentes como las del dece-
nio anterior. Rimski-Kórsakov escribe en 1882-1883 el lisztiano Concierto,
op. 30; Eduard Schiitt dos espectaculares Conciertos; se distinguen entre los '
jóvenes el letón Joseph Vitol, Felix M. Blumenfeld, Koroshenko, Kalinni-
kov, y los más conocidos Glasunov, Grecháninov, Rebikov. Liapunov com-
pone hacia 1886 los 12 Estudios de ejecución trascendental, que repiten en el
título la colección de Liszt, que están dedicados a la memoria de Liszt y que
se relacionan con Liszt de un modo curioso: como ya hemos dicho, Liszt
había tenido la intención de escribir veinticuatro estudios, pero se había
parado en el Doce en si bemol menor; Liapunov «completa» el ciclo lisz-
tiano escribiendo doce estudios que comienzan por la tonalidad de Fa sos-
tenido mayor y siguen el orden por terceras descendentes hasta el mi
menor. Liapunov consigue afirmarse en el plano internacional sobre todo
con los Estudios (y con la Rapsodia ucraniana para piano y orquesta),
mientras que las otras numerosísimas obras suyas no entran en repertorio.
También la música para piano solo de Anton Arenski obtiene una limitada
difusión, tras un breve período de gran favor. La Tabatiere a musique de Liá-
dov se convierte en un clásico del diletantismo internacional, y Biriulki,
también de Liádov, es otro título favorito de los aficionados que prefieren
Grieg a Brahms y Ketten a Grieg. En la estela de Cherbachev y de Liádov
llegan al atril de los aficionados de todos los países algunos compositores
que los diccionarios de hoy ni siquiera registran, pero que en los últimos
decenios del siglo gozan de una fama desproporcionada, como Antipov, Al-
faraki o Karganov.
Entre 1880 y 1890 la música rusa se vende, pues, como el pan, aun
cuando su obra maestra absoluta, los Cuadros de una exposición, sea tan ig-
norada que ni siquiera la cite Cui en su estudio La música en Rusia (1880),
muy leído en su tiempo. Después de 1890, también el valor cualitativo, que
había bajado en el decenio anterior, vuelve a subir sobre todo por obra de
Rajmáninov y Skriabin. Entre las Piezas, op. 119, de Brahms (1893) y las Es-
tampes de Debussy (1903), Rajmáninov y Skriabin son efectivamente los dos
mayores compositores de música para piano, los únicos que ofrecen aporta-
ciones de novedad ala literatura del instrumento. Diferente la personalidad
de los dos y diferente el alcance de su obra; podría decirse que son como los
goznes de la charnela que une la literatura del siglo xix con la del siglo xx y
que habiendo partido ambos de la cultura romántica, el uno la ha termi-
nado y el otro ha empezado a transformarla, y por esto nosotros, para co-
modidad de exposición, trataremos de Skriabin y de Rajmáninov en dos
capítulos diferentes.
En la segunda mitad del siglo xIx el intimismo romántico se había co-
rrompido en el psicologismo sentimentalista de la música para uso de los
aficionados, floreciente en toda Europa, florecentísima entre la pequeña
burguesía rusa. Con Rajmáninov, a final del siglo, asistimos, creemos, a
200 EL MANIERISMO

una singular operación de recuperación intelectual: el kitsch familiar de la


pequeña burguesía adquiere una dimensión concertística, es decir, una di-
mensión de comunicación social a través de una estructura, el concierto pú-
blico, de la burguesía cosmopolita. En los Seis momentos musicales (1896),
trabajo capital para definir la personalidad de Rajmáninov, el intimismo
romántico degenerado en kitsch es representado en teatro, con escenas y tra-
jes, con luces, con un público anónimo al que implicar emotiva e intelec-
tualmente. Obsérvese el primero de los Momentos musicales, en si bemol
menor. La forma es la de una sencillísima canción con dos temas, y los
temas son melodías bien escandidas, de claros contornos, «fáciles»; pero
¡cuántas repeticiones variadas, cuánto lujo de puesta en escena, cuánto cui-
dado en hacer no obvio lo que es obvio! El acompañamiento, por ejemplo:
la primera melodía, que podría ser de Von Wilm o de Cherbachev, compor-
taría un simple acompañamiento plácido; lo escucharemos en efecto más
adelante. En cambio, en el comienzo, Rajmáninov inventa un acompaña-
miento en anhelantes dobles notas, lo presenta en un compás introductorio
y lo mantiene hasta el punto culminante, hasta el grito romántico que llega
exactamente cuando todos esperan que llegue. La melodía, basada en cua-
tro compases rítmicamente iguales, construida de modo esquemático y
monótono, sería vulgarísima, pero con aquel acompañamiento inesperado
que absorbe en parte la atención del oyente, pierde su sentido lógico-formal
y es percibida de un modo fragmentario, por interjecciones. Después de
haber expuesto una primera vez la melodía con desarrollo, como hemos
dicho, hasta el punto culminante, Rajmáninov la reasume con un acompa-
ñamiento simplificado, es decir, con el «verdadero» acompañamiento. Pero
esta vez la vulgaridad del conjunto está camuflada por la inserción de una
contramelodía en sonidos largos; se trata en realidad de una simple escala
cromática, pero que no puede ser percibida como tal porque la distancia
entre un sonido y el otro está calculada exactamente para este fin y por esto
suena fatal, impresionando siniestramente al oyente.
El segundo tema contrapone a la monotonía rítmica del primero una in-
sólita medida de siete cuartos y un perfil rítmico al menos aparentemente
más inestable. Inestabilidad que conduce a una cadencia de destreza, rá-
pida, centelleante, animadísima, que preanuncia claramente la reexposi-
ción del primer tema. En este punto, Rajmáninov recurre a un golpe de
escena de gran maestro: el acompañamiento es el del primer tema, el más
sencillo, pero el tema ya no existe; hay, en cambio, una variante suya orna-
mental en rapidísimas filigranas de sonidos. La última, conclusiva apari-
ción del primer tema es nuevamente simple con la adición de acordes
arpegiados, casi un coral consolatorio.
El sentido de la operación realizada por Rajmáninov nos parece evi-
dente. El punto de partida es la música kitsch de la segunda mitad del siglo.
Rajmáninov considera aquella mezquina música de uso desde el punto de
vista del intelectual que no ha roto con su clase de origen, precisamente la
pequeña burguesía. El kitsch pequeñoburgués, las buenas cosas de pésimo
gusto son trasladadas a la galería de arte intelectual, exhibidas separadas de
su contexto, gozadas como pura degeneración del gran arte romántico.
RUSIA 201

La originalidad de Rajmáninov, que es originalidad de instrumentador,


encuentra en los momentos musicales un punto de partida a la que sólo los
Études-Tableaux añadirán todavía algo. Originalidad de instrumentador,
decimos, no de inventor de música. Por instrumentador no entendemos
aquí maestro del color, del timbre, sino organizador de la percepción so-
nora. Sin querer hacer comparaciones de valores entre las dos obras, podemos
decir que los Momentos musicales de Rajmáninov representan la perfecta
antítesis del Arte de la fuga de Bach: allí una obra ejecutable en el teclado
había sido concebida en términos de pensamiento musical especulativo,
aquí la música es concebida en función del modo en que será percibida: allí
el sonido, el movimiento, la articulación del discurso se abrían a un campo
de posibilidades vastísimo, eran pensamientos; aquí sonido y movimiento
vienen determinados en el acto compositivo, son materia. El sentimenta-
lismo pequeñoburgués es transformado en arte de la percepción sonora, en
exposición de sentimientos estereotipados (melancolía, dolor, aspiración
heroica) con materiales cristalizados. En este sentido es vista la creación
musical de Rajmáninov, que cumple su función, en el ocaso del romanti-
cismo ruso, junto a la función opuesta desarrollada por el simbolista
Skriabin.
En el período en que se afirman Rajmáninov y Skriabin hace su inespe-
rada reaparición en escena el viejo Balakirev, que vuelve tranquilamente a
escribir música para piano como si el tiempo se hubiese parado en el año
1855. La Sonata en si bemol menor, iniciada ni más ni menos que en 1855 y
que terminó en 1905, es un trabajo singular e interesante, en que el clasi-
cismo schumanniano de los años cuarenta, la ornamentación de Liszt y el
exotismo turístico reaparecen como fantasmas del pasado, pero fantasmas
que no han perdido nada de sus razones de ser. Entonces no le había dado
a Balakirev por terminar la Sonata. Pero lo hace en 1905, y precisamente su
naiveté, precisamente su rehacerse al cabo de cincuenta años, considerando
el tiempo transcurrido como un paréntesis en el que la historia no ha
avanzado, hacen fascinante su anacrónica Sonata. Con él, ya frente el cata-
clismo que destruirá su mundo, concluye en Rusia el período histórico que
con él se había iniciado.
CAPÍTULOV

Las culturas periféricas


En el siglo xix empiezan a separarse de la tutela de las culturas domi-
nantes y a imponerse con fisonomía propia las culturas o escuelas que sur-
gen en varios países contemporáneamente con la afirmación de las nacio-
nes. Si la cultura rusa se desarrolla con una fuerza y una amplitud únicas y
merece, por lo tanto, ser tratada aparte, el primer puesto entre las otras cul-
turas corresponde a la polaca, aunque sólo sea porque la polaca es la pri-
mera cultura periférica que, con Chopin, se impone ala atención de todo el
mundo. Pero ¿Chopin es compositor polaco o francés? La pregunta puede
ser lícita por varias razones, y por una, sobre todo: la cultura polaca no tuvo
después de Chopin un desarrollo original y ni siquiera un desarrollo chopi-
niano. Hacia la mitad del siglo fueron populares en todo el mundo dos
compositores polacos, verdaderos pioneros en la reducción del romanti-
cismo a dimensiones pequeñoburguesas: Antoine de Kontski, autor del
Despertar del león, y Tekla Badarzewska, autora de la Plegaria de una virgen.
La Badarzewska, pobre muchacha, que compuso también una Segunda ple-
garia de una virgen y una definitiva Plegaria atendida o respuesta a la plegaria
de una virgen, murió a los veintisiete años y no pudo siquiera disfrutar de su
popularidad, mientras que De Kontski realizó su última tournée mundial de
conciertos a la bella edad de ochenta años y tocó casi el nuevo siglo porque
vivió hasta 1899. Junto a estos dos pintorescos campeones de la música sen-
timental, Stanislaw Moniuszko, el mayor compositor polaco del siglo x1x
después de Chopin, escribió algunas piezas para piano entre los años 1845
y 1870: piezas en verdad bastante agradables y atractivas, estilisticamente
próximas al Chopin de 1828, al Chopin todavía tributario de composito-
res como Ogiñski, Lessel, Kurpiñski o la Szimanowska. Es un hecho cu-
rioso: como si el Chopin mayor, el protagonista de la historia, fuese recha-
zado por una cultura que quiere conservar características suyas y que, en el
sector del piano, en la práctica no logra desarrollarse del todo.
Para encontrar un compositor polaco que en la literatura pianística
cuente verdaderamente algo es preciso llegar a Carl Tausig. Pianista entre
LAS CULTURAS PERIFÉRICAS 203

los más grandes del siglo, como compositor se mueve en la órbita de Liszt
casi como un catalogador de los géneros lisztianos. En su producción en-
contramos el estudio de concierto (Estudios, op. 1), la fantasía dramática
(Fantasía sobre la Halka)! Ya rapSodia (Melodías gitanas húngaras), la trans-
cripción de Bach (Preludio, fuga y allegro en Mi bemol mayor), la paráfrasis
concertística (versión de concierto de la Invitación a la danza de Weber), la
pieza intimista (Esperanza, Op. 3). Cosas todas ellas bien escritas, con el sen-
tido de la sonoridad elegante y con originales facultades inventivas. Pero
Tausig empezaba a ir más allá de Liszt cuando falleció prematuramente.
Su transcripción de la Tocata en re menor de Bach es estilisticamente dife-
rente de las transcripciones de Liszt: un Bach transportado al órgano ro-
mántico, con la búsqueda de juegos coloristas y con un vigoroso compo-
nente de virtuosismo trascendental. Las Nouvelles Soirées de Vienne se enla-
zan con el título de las Soirées de Vienne de Liszt; pero, mientras que Liszt
había parafraseado los valses de Schubert con suma elegancia, logrando
transportar a la sala de concierto una atmósfera de salón, Tausig parafrasea
valses de Johann Strauss hijo con todo el virtuosismo y con todas las acro-
bacias necesarias para hacer olvidar a un público esnob que la música de
Strauss es siempre música de heurigen (tienda de vinos y licores). Liszt
había dirigido su atención hacia la música popular elevada a categoría de
arte, entendiendo por popular, con un error crítico que más tarde le fue ás-
peramente echado en cara, incluso la música de los gitanos húngaros. En
cambio, Tausig aborda la música «ligera», la música que Bartók habría de-
finido como «culta folclórica», salida de las cervecerías y que hace furor en
los cafés; una posición análoga era la asumida en los mismos años por el
Brahms de las Danzas húngaras, y los dos empezaban quizá a vislumbrar el
problema de las dos culturas, música culta y música folclórica, que después
habría sido denunciado por Mahler.
Después de Tausig la paráfrasis sobre los valses de Strauss se convierte
en un género especial, tenido particularmente en honor por los virtuosos
polacos. No nos referimos tanto a Adolf Schulz Evler, que, sin embargo, ha
entrado gratuitamente en la historia por su sorprendente paráfrasis del
Bello Danubio azul, como a Moritz von Rosenthal, Leopold Godowski o
lenaz Friedmann. Los tres, grandísimos pianistas, y los tres, compositores
también prolíficos y agradables, que conservan un puesto en la literatura
del instrumento más como de invenciones virtuosísticas que como creado-
res. El Vals de Strauss se convierte para ellos en el estímulo para instrumen-
taciones que apuntan hacia los timbres, hacia modos de atacar las teclas,
hacia la rapidez y la complejidad de sucesiones de sonidos para crear una
especie de vértigo en el oyente y también de superposiciones de temas
(según la antigua costumbre de la fantasía dramática), Rosenthal llega
hasta a insertar fugados en sus paráfrasis sobre Strauss, y en la paráfrasis
sobre el Vals, op. 64, núm. 1, de Chopin, además de las acrobacias en dobles
notas, superpone el tema de la primera parte y el tema del trío. También
Godowski parafrasea a Chopin; mejor dicho, es con Chopin que produce
sus más delirantes experimentaciones técnicas. Pero, a nuestro modo de
ver, no pueden saldarse los 53 Estudios sobre los Estudios de Chopin de Go-
204 EL MANIERISMO

dowski simplemente como delirios de una mente obsesionada por los pro-
blemas y por las posibilidades de la mecánica, como catálogo de monstruos y
de horrores, de una dificultad tan absurda como para desanimar al que
quiera adentrarse en él. Los 53 Estudios son esto, pero no solamente esto:
Godowski busca también soluciones tímbricas ligadas a posiciones de la
mano, busca un sonido que se aproxima al de Skriabin y consigue a veces
crear flores fantásticas cuya derivación de la planta chopiniana puede com-
pararse, por ejemplo, a la relación Vivaldi-Bach.
Aparentemente más serios y en realidad más académicos y más próxi-
mos al gusto de salón y pequeñoburgués son otros virtuosos polacos. Franz
Xaver Scharwenka obtiene éxitos clamorosos con las Danzas nacionales po-
lacas y con cuatro Conciertos, entre los cuales es particularmente notable el
ya citado Segundo, con un Scherzo de arrebatadora vitalidad en el centro.
Moritz Moszkowsky escribió un Concierto y una infinidad de piezas carac-
terísticas, desde Danzas españolas, op. 12 y op. 65, para piano a cuatro manos,
Gondolera, Serenata, Vals de amor, con que se embelesaban los aficionados
hasta el Capricho español que daba ocasión a Joseph Hofman para desple-
gar una técnica de las notas repercutidas cual no se había visto y no volve-
ría a verse jamás. En tercer lugar, el último vate del siglo x1x polaco, el gran
pianista Ignaz Paderewski, cuyo Minueto, Op. 14, núm. 1, figuró entre las pie-
zas favoritas del repertorio, que se empeñó también en un Concierto, op. 16,
y en una Fantasía polaca, op. 19, para piano y orquesta y que todavía a co-
mienzos del siglo xx escribía una Sonata, op. 21, de más que brahmsiana
grandeza y Variaciones con fuga, op. 23, que no ceden en monumentalidad a
las contemporáneas variaciones de Reger.
En los países escandinavos, después del danés Friedrich Kuhlau, bien
inserto en el primer Biedermeier, después del sueco Franz Berwald, compo-
sitor de formación cultural alemana, pero cuyo clasicismo queda como sus-
pendido en una luminosa contemplación del pasado en el Concierto en Re
mayor, de 1855, después del noruego Ernst Haberbier y el danés Niels
Gade, completamente englobados en la cultura centroeuropea, el primer
compositor que alcanzó una fama internacional, poniendo de relieve la
música popular de su país, fue el noruego Eduard Hagerup Grieg. Los estu-
dios académicos de Grieg y, en contraste, su sustancial indiferencia hacia el
academicismo, son evidentes en las estructuras rígidas y toscas de la So-
nata, op. 7, y del Concierto, op. 16. Los problemas que Grieg se plantea son
problemas de lenguaje, no de formas, y su uso de los esquemas de la tradi-
ción europea es igualmente bárbaro cuando se trata de la forma de canción.
como cuando se trata de la forma sonata. La rigidez en una forma articu-
lada como la del allegro de sonata, claro está, es más evidente, pero no se
puede alabar a Grieg como miniaturista y rechazarlo como sinfonista: los
méritos de Grieg son, en un caso y en el otro, los de un melodista que rela-
ciona entre sí dos lenguajes y que halla en la música popular un estímulo
para sustentar un modo de llevar la armonía no del todo ligado a la tradi-
ción; es éste, por lo demás, el significado de todas las culturas nacionales.
que frente al racionalismo iniciado por Rameau reivindican el carácter
creativo, y no científico, del lenguaje musical. En Grieg se observa además
LAS CULTURAS PERIFÉRICAS 205

un progresivo paso del bocetismo provinciano de las primeras colecciones


de Piezas líricas a la gentil melancolía crepuscular de composiciones como
el Efterklang de la última colección de Piezas líricas y como los Stemninger,
op. 73 (1904-1905). ft? Az
También Grieg, no menos que Chopin, aunque a otro nivel, es en su tie-
rra un artista aislado. Ni el danés Christian Sinding, autor de un Concierto
y de una infinidad de piezas, pero célebre por aquel Despertar de la prima-
vera, que es una especie de wagnerismo explicado a los señores, ni el sueco
Emil Sjógren, y ni siquiera Sibelius, autor de muchas páginas para piano,
pueden realmente constituir una «escuela» de la Europa del Norte. En
cambio, sí se forma una escuela en Checoslovaquia. Bohemia, que ya se
destacó en el siglo xvm y a principios del xix con compositores que experl-
mentaban marginalmente la fascinación del canto popular, encuentra un
primer y gran protagonista de la historia de la música en Bedtich Smetana.
Smetana era pianista y empezó con páginas virtuosísticas y con piezas bre-
ves, oscilando entre Schumann y Liszt, pero luego descubrió en el folclore
bohemio el estímulo para sustraerse a un genérico cosmopolitismo. Entre
sus piezas de derivación lisztiana se debe señalar Macbeth y las brujas (1859)
y entre las que aún recuerdan las lecciones de Schumann los Sueños (1875),
mientras que entre las piezas de inspiración popular hay que recordar,
sobre todo, las catorce Danzas bohemias (en dos series, 1877 y 1879).
Antonín Dvorák, en cambio, no era pianista, y esto se comprende muy
bien en su producción para piano, todo lo contrario de limitada. Además de
las páginas de gusto de salón, pero de gran finura de lenguaje y de escritura
(como las doce Siluetas, op. 8, los ocho Valses, op. 54, y las ocho Humores-
cas, op. 101, además de páginas para piano a cuatro manos [como las diez
Leyendas, op. 59]), Dvorák ha dejado en el Concierto, op. 33, para piano y
orquesta una labor de no desdeñable importancia histórica. Habiéndosele
pedido que escribiese un concierto después de que Chaikovski había ya es-
crito su Concierto número 1, Dvorák intuye que se puede intentar una
nueva síntesis entre un virtuosismo exasperado y una relación entre el so-
lista y la orquesta que no haga vana la presencia de la orquesta. Nace así el
Concierto en sol menor, rápidamente escrito entre agosto y septiembre de
1876, composición de base sinfónica y de muy difícil e incómoda escritura
pianística, composición que precozmente individualiza un problema sin
resolverlo enteramente pero que abre el camino a la solución, es decir, al
Concierto número 2 de Brahms.
Junto a Smetana y Dvorák, y antes de Janácek, que trataremos más
adelante, cabe recordar a Zdenék Fibich (cuyo Poema fue otra de tantas pie-
zas predilectas de los aficionados) y Viteslav Novák. Este último construye
una respetable Sonata Heroica, pero es, sobre todo, autor de piezas a las que
el erotismo confiere un color de fondo, lo que su buen abogado Sergio
Leoni denomina púdicamente «la sentidísima admiración de Viteslav
Novák por las gentiles consoladoras de la vida: las mujeres». De esta adora-
ción suya por la feminidad nos ha dejado al menos dos poemitas de gentil
inspiración poética: las Barcarolas, op. 10, que «evocan pasadas aventuras
de amor» (Leoni), y, sobre todo, los Cantos de la noche de invierno, op. 30,
206 EL MANIERISMO

cuatro piezas en las cuales sobre el intimismo schumanniano se proyecta la


sombra de Debussy.
Podemos permitirnos pasar por alto Hungría, que entra en la historia
con Liszt, entre cuyos discípulos se distingue solamente Mihály Mosonyi,
autor de un Concierto que recientemente ha vuelto a ejecutarse con éxito.
España aparece indirectamente en la literatura pianística con los bole-
ros que se extienden desenfrenadamente por todo el romanticismo, y direc-
tamente, en los años cuarenta, con la Gran fantasía de concierto sobre temas
españoles de Liszt (que no hay que confundir con la Rapsodia española), en
los años cincuenta con Medianoche en Sevilla de Gottschalk, más tarde con
la lisztiana Rapsodia española y con una miríada de piezas, entre las cuales
alcanzó una increíble popularidad la Serenata española del húngaro afran-
cesado Henri Ketten. En cambio, ningún compositor español hasta Albéniz
alcanza fama europea. Albéniz, que se había formado musicalmente en
Bruselas y en Leipzig, comienza con piezas de género y con curiosísimos
homenajes al clasicismo académico alemán (cinco Sonatas, tres Suites anti-
guas). Los Recuerdos de viaje, España, los Cantos de España, la Suite española
no salen de la tradición de la composición para aficionados a que dan par-
ticular atractivo los caracteres folclóricos. En este sentido, Albéniz se dirige
al mismo mundo en que cosecha laureles Grieg, el mundo del diletantismo
culto cosmopolita, y en él conquista una posición de prestigio. La escritura
pianística de Albéniz, aunque excluyendo el virtuosismo en esta primera
fase, presenta, de pronto, algunos caracteres típicos que permanecerán
hasta el fin como constantes estilísticas; por ejemplo, el Preludio de los Can-
tos de España ya individua dos estilemas albenizianos, como la imitación
del sonido de las guitarras obtenido con la caída alternada de los antebra-
zos y la duplicación a dos octavas de distancia de una melodía en regis-
tro agudo.
Sin embargo, es cierto que, desde el punto de vista de la escritura pianís-
tica, es abismal la distancia que separa toda la anterior producción pianís-
tica de Albéniz de Iberia (1905-1909). En el último Albéniz la escritura es de
una riqueza tímbrica y de una complejidad de movimientos de masas como
sólo habían alcanzado Liszt y algunos virtuosos poslisztianos hasta el
punto de que obras como Corpus Domini en Sevilla o Triana o Jerez merecen
recordarse entre las maravillas del colorismo pianístico. Albéniz puede
compararse con Debussy y con Ravel por el estudio de superposiciones de
timbres diversos obtenidos en la misma zona del teclado: su escritura, como
ya decía su primera intérprete Blanche Selva, parece en ciertos casos pedir
un piano con dos teclados. Pero estas superposiciones las entiende aún Al-
béniz en el sentido de un ulterior refinamiento del timbre y no conducen a
las concepciones espaciales de la música que, como veremos, son alcanza-
das, en cambio, por Debussy.
Los componentes estilísticos de la producción pianística juvenil de En-
rique Granados son parecidos a los de la producción de Albéniz: algún
ejemplo de clasicismo académico, mucho bocetismo de derivación men-
delssohniana-schumanniana, composiciones inspiradas en el folclore. Esta
música, más allá del valor estético (que también puede ser muy notable en
LAS CULTURAS PERIFÉRICAS 207

algunas de las Danzas españolas escritas en los años noventa), termina con
la conquista de una posición social segura en el mundo musical de Barce-
lona. Muy pobre, casado a los veinticinco años, muy consciente de los debe-
res asumidos para con fa'esposa y la familia de ésta, Granados vio en el
pequeño mundo de las lecciones particulares de piano la modesta pero se-
gura fuente de ingresos que le era indispensable y, cual si protagonizase
una novela edificante, trabajó con tenacidad para llegar a ser el primer
maestro de Barcelona. Lo llegó a ser cuando compró la Academia de mú-
sica fundada por el violinista Mathieu Crickboom y sostuvo el poder con-
quistado trabajando también como organizador de conciertos.
Económicamente satisfecho, o por lo menos tranquilo, Granados de-
senterró las ambiciones que tuvo sepultadas durante unos quince años y
entre el 1909 y 1911 compuso los seis grandes cuadros de Goyescas, a los que
hizo seguir en 1914 la «escena goyesca» titulada El Pelele. Las Goyescas, a las
que El Pelele sirve casi de prefacio, están concebidas como un poema sinfó-
nico en varias partes, a través del cual se desarrolla el relato de un episodio
de amor y muerte. Ni la estructura, ni el lenguaje, ni la escritura pianística
son verdaderamente innovadores con respecto a la tradición romántica,
pero la novedad está representada por el descubrimiento de un mundo trá-
gico que había sido objeto del supremo arte de Goya. El sentido de la fatali-
dad, el tono obsesivo que se insinúa y agiganta en el curso de las siete
piezas hasta la Serenata del espectro, son traducidos por Granados con una
maestría que si no puede hacerle partícipe de las radicales experiencias rea-
lizadas en los mismos años por otros músicos, le puede destacar del epigo-
nismo romántico en que anteriormente se había movido.
La Inglaterra del siglo x1x no presenta caracteres de «escuela nacional», y
tampoco Italia. Cierto que una danza popular italiana como la tarantela
compitió con el bolero en cuanto a difusión internacional, pero la Italia de
la música instrumental no estudió el folclore para desvincularse de la cul-
tura dominante centroeuropea y ningún compositor alcanzó siquiera la ori-
ginalidad de la poesía de un Grieg. Clementi fue el líder indiscutido en
Italia en los primeros treinta años, aproximadamente, del siglo (Sonatas de
Francesco Pollini, importante sobre todo como didacta, Sonatas de Bonifa-
zio Asioli, Fugas de Francesco Lanza), y fue luego sustituido por Thalberg
(música de Giuseppe Unia y de Adolfo Fumagalli), que influyó profunda-
mente en los italianos, ya sea por su concepción del Arte del canto aplicado al
piano, que pareció la panacea en un país todo él entregado al melodrama,
ya sea a través de la enseñanza impartida a algunos jóvenes durante los
años de su estancia en Posillipo. En la segunda mitad del siglo también Ita-
lia sucumbió a aquel medio posromanticismo que arranca de Chopin, de
Mendelssohn y de Schumann, aquello que de los fermentos revoluciona-
rios de antes de 1848 pudo conservarse en la sociedad filisteoburguesa. El
Nocturno en Re bemol mayor, op. 24, del napolitano Theodor Dóhler, es-
crito hacia 1845, es ya un ejemplo típico de reducción ad usum delphini, casi
de edición expurgada de la Berceuse de Ckropin:
208 EL MANIERISMO

Lento cantabile A RA

bro pe
. de
ADA NAS

Las personalidades que verdaderamente se dintinguen y que, aun de-


pendiendo sustancialmente de la cultura centroeuropea y francesa, huyen
hacia el provincialismo, son muy pocas. Stefano Golinelli se destaca por la
brillante escritura de los Estudios, op. 15, y por algún rasgo original de los
Preludios, op. 69, pero no deja de escribir decenas y decenas de piezas (llega
hasta el opus 234) de tranquila y cansada manera. Giovanni Sgambati co-
mienza como lisztiano (había sido discípulo de Liszt en Roma), un lisz-
tiano que, conociendo personalmente y frecuentando asiduamente al Liszt
de 1865-1885, venera y copia al Liszt de 1850. También Carlo Rossaro ad-
mira más al Liszt de 1850 que al de 1870, pero siendo menos profesor y más
artista, y menos hábil para concretar sus entusiasmos en esquemas acadé-
micos, está también dominado por una admiración por Wagner que llega al
delirio amoroso y le hace «tristanear» sin cesar. Giuseppe Martucci admi-
raba a los grandes con menor exaltación, aunque parece ser que una vez
cayó de rodillas delante de Brahms, al llegar a Bolonia montado en aquel
moderno alado corcel que se llama bicicleta. Martucci, excluyendo a Ros-
sini, que a nuestro juicio se sitúa en la cultura francesa, es sin duda el mejor
compositor para piano italiano del siglo xix. Su faro estilístico, suyo como
de toda la cultura italiana que desde 1860 inicia el redescubrimiento de la
música instrumental, está en Mendelssohn, su punto de referencia instru-
mental, su concepción del sonido, está en Thalberg. Desde aquí se mueve
Martucci por un camino progresivo que, aun no rehusando la adoración
del salón napolitano, llega hasta Brahms y es, sobre todo, un estudio del
clasicismo alemán. Porque a Martucci le interesa poco la cultura francesa,
y aquello que sucede en Rusia o en Bohemia, de lo que, sin embargo, está
muy informado, no tiene repercusión sobre su obra de creador. En los dos
extremos de la producción martucciana se sitúan el Andante y Polka del
Concierto, op. 5, y los Pezzi, op. 82 y 83, de escritura sonora delicada, proba-
blemente resultante del estudio de los compositores del rococó. En el centro
se sitúan la Fantasía, op. 51, el Tema con variazioni, op. 56, y el Concierto,
op. 66, que constituyen los ejemplos más maduros de sus meditaciones
sobre la civilización alemana.
Toda la segunda mitad del siglo x1x italiano, con vértice en Martucci, es
tributario de una cultura extranjera a la que se aproxima para imitarla o, en
el mejor caso, para estudiarla en contraposición con la cultura dominante
en Italia. Falta la superación de la fase de adquisición cultural, y falta preci-
samente porque en Italia, al contrario que en Rusia o en Bohemia, existe
una cultura nacional dominante: la melodramática. Los numerosos com-
positores que aún podrían nombrarse (además de los ya citados, por lo
LAS CULTURAS PERIFÉRICAS 209

menos Giovanni Rinaldi y Marco Enrico Bossi) no constituyen siquiera el


terreno sobre el que habría podido desarrollarse una cultura alternativa y
en este callejón sin salida queda atascado hasta Ferruccio Busoni, que
hasta hacia los treinta años oscila entre el academicismo a la alemana y las
tentaciones del melodrama, logrando sólo parcialmente (por ejemplo, en
los Preludios, op. 37, de 1879-1880) hacer entrever los gérmenes de la que
será su verdadera personalidad de innovador.
En la segunda mitad del siglo xix hacen su aparición en la escena europea
también compositores de la orilla opuesta del Atlántico (mientras que,
antes, habían sido los compositores europeos quienes se trasladaban a los
Estados Unidos). El precursor y el heraldo de la América musical es Louis
Moreau Gottschalk que, siendo un muchacho, llega a París, estudia con el
discípulo de Kalkbrenner Camille Stamaty, debuta en 1845 con el Con-
cierto, Op. 11, de Chopin, obteniendo la plena aprobación del autor, y con-
quista a los parisienses primero, y a los europeos después, con sus piezas
basadas en el folclore de las Antillas, del Caribe y de la Louisiana. Gott-
schalk fue llamado el «Chopin criollo» y quizá él mismo creía poseer un ta-
lento de nivel chopiniano, mientras que, en cambio, era más bien un
epígono de Thalberg que no había asimilado la técnica de Chopin ni de
Liszt y había permanecido ligado a las concepciones del sonido y de la téc-
nica del Biedermeier tardío. Sin embargo, la actitud conservadora de Gott-
schalk y sus límites de simple ilustrador de un folclore aún desconocido en
Europa no hacen de él simplemente un astuto y afortunado profesional. Su
estilo pianístico anticuado no excluye una sapientísima selección de los re-
gistros y la creación de efectos que podríamos definir como esbozo ilustra-
tivo a la pluma en vez de en colores. En su piano hay el recuerdo del sonido
de pequeños instrumentos de percusión caribeños, de los banjos, del rít-
mico batir de manos y de pies y de un canto que no busca la plenitud ni la
belleza del sonido de melodrama europeo. Esto por lo menos en las músi-
cas que nos parecen más logradas (de Recuerdo de Puerto Rico a Manchega, a
El banjo, a El cocoyé, a Pasquinata) y no en las piezas lacrimosas como las ya
conocísimas de Última esperanza y Muerte.
Después de Gottschalk solamente Edward McDowell alcanzó una fama
internacional. Realizados sus estudios en Europa, se presentó con piezas
virtuosísticas como dos colecciones de Estudios (op. 39 y op. 46) y con dos
Conciertos, el segundo de los cuales no está del todo excluido del repertorio
ni siquiera hoy. McDowell no logró renovar el éxito del Concierto número 2,
pero pudo calificarse como compositor con cuatro Sonatas escritas entre
1892 y 1900: cuatro extensas y macizas obras que, curiosamente, miran
hacia la tradición alemana pasando a través de la nostalgia por un canto
popular que no está bien especificado sino más bien imaginado. A veces los
temas de MacDowell hacen pensar en los temas empleados por Dvorák en
sus composiciones americanas, pero se trata sólo de momentos parciales en
un lenguaje que no consigue separarse de la sirena teutónica, hasta el punto
de que de McDowell se admiran, sobre todo, las pequeñas piezas esmalta-
das de refinamiento salonesco, como De un iceberg errante, Op. 55, núm. 2, y
la celebérrima A una rosa silvestre, Op. 55, núm. 1.
INTERMEDIO

«El concierto soy yo»


Como hemos dicho, la «academia», ya muy en boga a finales del si-
glo xvi y después, en los primeros treinta años, aproximadamente, del x1x, era
un espectáculo público de pago organizado por un cantante o un instru-
mentista que asumía la parte más relevante de un programa muy variado.
Esta característica del espectáculo, casi símbolo de una corte feudal, era
aceptada y agradable; pero nadie habría podido presentarse nunca por sí
solo con la pretensión de tener sujeta la atención de un público numeroso
durante las tres o cuatro horas que duraba una academia. Durante el ro-
manticismo, la academia fue convirtiéndose poco a poco en concierto sin-
fónico (con eventual participación de un solista en un «concierto») y tuvo
comienzo el uso del recital, de la manifestación pública sostenida por un
solo instrumentista; uso que alcanzó en la segunda mitad del siglo la gran
difusión de que goza actualmente.
El recital fue propuesto primeramente por Ignaz Moscheles como mani-
festación que se apoya en la academia, persiguiendo fines culturales en vez
de espectaculares. Moscheles incluye en sus programas algún trozo vocal y,
por tanto, se podría sostener, en abstracto y nominalísticamente, que su
propuesta no configura exactamente el recital. Pero basta considerar el pro-
grama del concierto celebrado en Londres el 18 de febrero de 1837 para
comprender qué perspectivas revolucionarias fueron abiertas por aquel pia-
nista bohemio de cuarenta y tres años, ya inventor, con las Variaciones sobre
la marcha de Alejandro, de la pieza di bravura para piano con orquesta más o
menos ad libitum, y ya triunfador en importantes «academias» celebradas
en toda Europa:

Weber: Sonata. op. 24. Purcell: Mad Bess. Bach: Preludios y Fugas en Do sostenido mayor,
do sostenido menor y Re mayor [probablemente del primer libro del Clavicembalo bien tempe-
rato]. Canción alemana La primera violeta. Beethoven: Sonata, op. 31, núm. 2. Scarlatti: Selec-
ción de piezas de las Suites of Lessons (incluida la célebre Fuga del gato) en la versión original
para clavicémbalo y ejecutadas, a petición, en este instrumento. Hándel: 11 fabbro armonioso.
Mozart: Dúo deCosi fan tutte. Beethoven: Sonata, op. 8la. Jackson: Va” debole tiranno. Mosche-
les: Selección de los Nuevos Estudios, op. 95.
«EL CONCIERTO SOY YO» DN

En el programa de Moscheles se encuentran por lo menos dos de los


elementos esenciales del recital: el concertista no se presenta ya como
pianista-compositor sino ante todo como pianista-intérprete al servicio de
los compositores, y no de,los.compositores de moda sino de artistas a los
que reconoce la talla de protagonistas de la historia. El otro elemento a ob-
servar es la elección del clavicémbalo para la ejecución de la músicas de
Scarlatti. Moscheles postula una exigencia cultural que será recogida, en el
siglo x1x, sólo por unos pocos buscadores aislados, que no se verá afirmada
hasta el comienzo del siglo xx, y que hasta después de la mitad de nuestro
siglo no llegará a ser realmente operante. La presencia de cantantes: «pre-
caución tomada [...] para conjurar la monotonía que alguno temía», dice la
mujer de Moscheles, mantiene un tenue, sutil diafragma entre concertista y
público y configura, junto con el programa, la orientación exquisita y seve-
ramente cultural de la manifestación.
Según Liszt (que en 1840 fue el primero en usar el término de piano-
recital), el recital debe, en cambio, unir las razones de la cultura a las razo-
nes del espectáculo. Liszt experimentó el recital cuando hubo madurado la
mayor parte de sus revolucionarios descubrimientos técnicos, en una situa-
ción particularmente favorable: en Roma, donde aún no se había oído a
ninguno de los nuevos virtuosos románticos, intentó en 1838 un programa
que comunicó a la princesa de Belgiojoso parafraseando el agudo dicho de
Luis XIV, «el concierto soy yo»: «1. Sinfonía del Guillermo Tell, ejecutada
por el señor Liszt. 2. Reminiscencias de los Puritanos, fantasía compuesta y to-
cada por el mismo. 3. Estudios y fragmentos del mismo. 4. Improvisaciones
sobre temas dados... siempre del mismo». En este momento Liszt no propo-
nía en realidad nada sustancialmente nuevo: sin embargo, el concepto era
siempre el del espectáculo, basado empero, puesto que el concertista se pre-
sentaba en Italia, en el melodrama. Por lo demás, los programas lisztianos
tuvieron siempre en cuenta el ambiente cultural en el que se situaban y
tampoco excluían, cuando razones de oportunidad lo aconsejaban, una
marginalísima participación de otros ejecutantes. He aquí un ejemplo de
programa «provincial» de Liszt, presentado en Marsella el 24 de julio
de 1844:

1. Beethoven: Sinfonía número 5 (probablemente el primer o el segundo movimiento).


2. Rossini: Obertura del Guillermo Tell. 3. Romanza de La hebrea de Halévy, cantada por la se-
ñora Marquand-Cegatta. 4. Beethoven: Scherzo y Marcha (tercer movimiento y final) de la
Sinfonía número 5. 5. Liszt: Fantasía sobre «Roberto el Diablo». 6. Weber: Obertura de Oberon.
7. Liszt: Fantasía sobre «Lucia de Lammermoor». 8. Donizetti: Aria de La Favorita, cantada por
la señora Marquand-Cegatta. 9. Chopin: Mazurca y Polonesa de Los Puritanos (¿quizá el Hexa-
meron?). 10. Rossini: Romanza de Guillermo Tell, cantada por la señora Marquand-Cegatta.
11. Liszt: Galop cromático.

El programa se comenta solo: la intención de fondo es cultural, porque


ni Beethoven ni Weber eran autores con quienes estuviesen familiarizados
los marselleses, pero el hombre-orquesta hace espectáculo. En otras ciuda-
des, Liszt organizaba los programas a base de música original para piano
solo, pero raramente renunciaba a hacer de hombre-orquesta, hasta el
DVD EL MANIERISMO

punto de que incluso en la cultísima Leipzig, ejecutó dos movimientos de la


Sinfonía número 6 de Beethoven.
De todas formas, durante el período de su más intensa carrera de ejecu-
tante, de 1839 a 1847, Liszt presentó un repertorio que revolucionaba com-
pletamente el concertismo. Las figuras de los mayores pianistas habían sido
hasta entonces, como hemos visto, las de compositores-ejecutantes: Beetho-
ven, en sus apariciones en público, había ejecutado, además de su música,
el Concierto en re menor de Mozart, y Chopin había ejecutado el Trío,
K. 564, de Mozart; ni Field, ni Hummel, ni Kalkbrenner ejecutaban, a no
ser excepcionalmente, música que no fuese suya. En cambio, Liszt organizó
un repertorio que, además de muchas obras suyas y de sus transcripciones
de Mozart, de Beethoven, de Weber, de Rossini, de Schubert, de Donizetti, de
Berlioz, de Mendelssohn, de Schumann y de otros, además de las inevita-
bles fantasías y paráfrasis sobre temas de ópera, comprendía Beethoven
(las Sonatas, op. 26, op. 27, núm. 2, op. 31, núm. 2, op. 57, op.90, op. 101,
op. 106, op. 109, op. 110, op. 111, los Conciertos, op. 37 y op. 73, la Fantasía,
op. 80), Chopin (los dos Conciertos y una amplísima selección de la música
para piano solo), Schumann, Mendelssohn, Schubert, Weber, Moscheles,
Hummel, Bach, Hándel, Scarlatti, etc. Decíamos que Liszt, al contrario de
Moscheles, unió las razones de la cultura y las razones del espectáculo;
dicho en otros términos, no intentó ampliar a la medida del público el
salón intelectual, pero supo, en cambio, atraer y dominar al público de los
teatros y obligarle a escuchar incluso música dura. La relación entre con-
certista y público, tal como fue inventada por Liszt, significa, a nuestro
modo de ver, una identificación con el mito del héroe en lucha contra un
dragón de las mil cabezas. Liszt desafía él solo al público, monstruo de la
ignorancia, empuñando el piano, protegido por las potencias celestiales a
cuya causa se ha consagrado, y que se llaman Bach, Beethoven, Weber,
Schubert, y recorre durante años Europa, triunfando en su histórica batalla,
pronto a retirarse de repente del combate victorioso, como un caballero
andante para entregarse a otra noble causa: Como hemos dicho al hablar
de su obra de compositor, Liszt hereda de Paganini el hábito del nigro-
mante que fascina al público suscitando milagros en la materia; pero sus
ambiciones van más allá de este descubrimiento y traduce en realidad so-
cial lo que Schumann indaga y afirma con la agudeza intelectual del crí-
tico. Así, mientras guía una revolución del gusto que dominará la historia
de la cultura durante más de un siglo, Liszt crea la institución que hasta el
advenimiento del disco constituirá el eje portante de la propagación cultu-
ral en el mundo de la burguesía capitalista.
Ninguno de los pianistas pertenecientes a la generación de Liszt tuvo
tantos intereses y fue tan ecléctico como intérprete: Thalberg, aun ejecu-
tando alguna vez el Concierto en do menor o la Sonata, op. 27, núm. 2, de
Beethoven o algo de Chopin, pertenecía espiritualmente a la generación an-
terior e iba tirando con sus Fantasías; lo mismo ocurría con Henselt y con
algunos pianistas más jóvenes, como Dóhler, Dreyschock o Gottschalk. No
era, en cambio, el caso de Clara Wieck, mujer de Schumann desde 1840, la
cual desde 1837 interpretaba, además de música suya y de piezas de acen-
«EL CONCIERTO SOY YO» AS

tuado virtuosismo, a Beethoven, Schumann, Chopin. Tampoco era el caso


de aquellos que, directa o indirectamente, vieron en Liszt al innovador que
abría un camino sin retorno; Alfredo Jaéll, Anton Rubinstein, los discípu-
los de Liszt, Hans von Búlow y Carl Tausig, son los intérpretes que, junto
con otros de menor fama, difunden y hacen evolucionar, a través del recital,
la cultura musical. El repertorio de estos grandes pianistas se basa, en muy
gran medida, en Beethoven, Weber, Chopin, Schumann, Liszt; de Schubert
se ejecutan la Wanderer-Fantasie, algunas pequeñas piezas y las transcrip-
ciones de Liszt; de Hummel, de Mendelssohn, de Henselt, de Heller entran
en el repertorio algunas composiciones breves que dan ocasión al concer-
tista de exhibir el virtuosismo de la mecánica o el virtuosismo del toque. El
siglo xvin está representado por la Fantasía cromática y fuga, por el Concierto
italiano y por algunos breves trozos de Bach, por pocas piezas de Hándel, de
Scarlatti y de varios clavicembalistas franceses, todo ello en versiones adap-
tadas concertísticamente, o sea, «modernizadas» en la escritura; de Mozart
se ejecutan con dificultad la Sonata, K. 331, y el Rondó, K. 511; de Haydn,
las Variaciones en fa menor. Se ejecutan muchas composiciones contem-
poráneas, pero sólo muy pocas cosas de Anton Rubinstein obtienen una
constante difusión durante algunos decenios.
El esquema del programa comprende, en general, una importante so-
nata (o incluso un solo movimiento de sonata) de Beethoven, un grupo de
pequeñas páginas del siglo xvi y modernas, un importante trabajo o un
grupo de trabajos románticos y un grupo de páginas acentuadamente vir-
tuosísticas. El programa de un recital celebrado en Berlín por Carl Tausig
en 1870 representa un modelo típico:

Beethoven: Sonata. op. 53. Bach: Bourrée. Mendelssohn: Presto scherzando. Chopin: Barca-
rola, op. 60, Balada, op. 47. dos Mazurcas de las opus 59 y 33. Weber: Invitación a la danza.
Schumann: Kreisleriana, op. 16. Schubert-Liszt: Serenata de Shakespeare. Liszt: Rapsodia húngara.

Los programas, naturalmente, varían en relación con la ciudad, con la


nación, con el concertista y, sin embargo, entre 1850 y 1870 se limitan
mucho y luego desaparecen las transcripciones de la orquesta (permanece,
y esto es una propuesta cultural relevante, algunas transcripciones de Wag-
ner) y el aspecto espectacular del recital se vuelve menos clamoroso.
La difusión del recital corre parejas con el desarrollo de la construc-
ción del instrumento. Como ya hemos dicho, el adaptar el volumen de sonido
del piano a grandes salas presupone la posibilidad de montar cuerdas de
mayor calibre, más tensas, heridas por macillos más grandes. El problema se
resuelve transitoriamente insertando en el marco de madera, en el que las
cuerdas están tensas, barras metálicas que aumentan su resistencia y algu-
nos pianos de hacia el año 1860 ya llegan a un considerable volumen de so-
nido sin obtener, no obstante, la homogeneidad de volumen y de timbre en
toda la gama. Sin embargo, por un fenómeno de evolución del gusto, que se
puede fácilmente comprobar, pero que es difícil de explicar, ya antes de la
mitad del siglo la estética de la vocalidad empieza a exigir la igualación
tímbrica de los registros, haciendo surgir aquellos problemas del «paso»
214 EL MANIERISMO

que todavía hoy afligen a los cantantes y que constituyen el escollo más
duro de la didáctica. La estética del sonido instrumental, basada desde
siempre en la estética de la vocalidad, trata en la segunda mitad del siglo de
adecuarse al nuevo gusto: para el piano la solución del doble problema, vo-
lumen de sonido y homogeneidad tímbrica de la gama, se encuentra en el
cuadro enteramente metálico, posibilitado por los enormes progresos de
la siderurgia.
Ya en el año 1825 Alpheus Babcock de Boston había fundido un cuadro
enteramente metálico, pero para un pequeño piano de mesa. Un socio suyo,
John Mackay, entró algunos años después en la empresa de otro construc-
tor, Jonas Chickering, y los dos empezaron a trabajar sobre la idea de un
piano de gran cola con marco enteramente metálico. No eran ellos solos.
Poco después de 1850 se instalaban efectivamente en Alemania y en los Es-
tados Unidos fábricas de pianos que, adoptando sistemas industriales de
producción e invirtiendo capitales en la investigación tecnológica y cientí-
fica, habría de llegar en una veintena de años a resolver los problemas res-
tantes y a hacer del piano el instrumento que hoy todavía es.
Julius Ferdinand Blithner funda en 1853 en Leipzig su fábrica, que en
unos diez años se convierte en una de las más importantes del mundo. Frie-
drich Wilhelm Carl Bechstein construye en 1856 un piano de cola, presen-
tado el año siguiente por Hans von Búlow en Berlín en una ocasión
histórica: la primera ejecución pública de la Sonata en si menor de Liszt; el
piano Bechstein obtiene el mismo éxito (muy contenido) que la Sonata,
pero en seguida, como la Sonata, se impone entre las mayores creaciones
del siglo. En Viena, Ludwig Bósendorfer desarrolla la obra de su padre
lgnaz, que en 1828 había levantado de nuevo la casa de Joseph Brodmann:;
conserva el título de «fabricante de pianos de la corte», ya conquistado por
el padre, y construye un número limitado de instrumentos pero de calidad
superfina. En Alemania, en Seesen, estaba en actividad desde el año 1836 la
empresa de Heinrich Engelhard Steinweg; en 1849, el hijo segundo de
Steinweg, Christian Carl Gottlob, implicado en los movimientos revolucio-
narios, huye a Nueva York, seguido al año siguiente por el padre y gran
parte de la familia, mientras permanece en Seesen el primogénito Carl Frie-
drich Theodor. Los Steinweg americanos cambian la parte final del ape-
llido (Steinweg = camino de piedra) en Steinway (way = weg) y producen
nuevos tipos de piano que obtienen un éxito asombroso.
La importación de pianos de Inglaterra casi había cesado en la práctica
hacia el año 1850 y el mercado americano había sido conquistado por la in-
dustria nacional guiada por Chickering: los Steinway, ganando por unani-
midad el premio en la feria de Nueva York de 1855, se aseguran al mismo
tiempo la supremacía y el liderazgo de un mercado en enorme expansión.
A partir del año 1859 aplican al piano de gran cola el cruzamiento de las
cuerdas, obteniendo un aumento del volumen de sonido. Después, ha-
biendo muerto dos hijos de Heinrich, el primogénito Carl Friedrich Theo-
dor cede la empresa de Seesen al socio Friedrich Gotrian, de lo que deriva
la casa Gotrian-Steinweg, que aún existe, y asume la dirección de la fábrica
americana. Este retoño Steinweg, que posee profundos conocimientos cien-
«EL CONCIERTO SOY YO» IS

tíficos y conoce al físico Hermann Helmholtz, autor de un fundamental tra-


tado sobre el sonido publicado en 1862, estudia concienzudamente el
problema de la sonoridad pianística. Ya en 1867, los pianos Steinway, pre-
sentados a la exposiciónyde París, asombran a Europa y hacen pasar a se-
gundo plano las antiguas casas, la Streicher, la Broadwood, la Pleyel, la
Érard, rivalizando con la Bechstein y la Blúthner por la supremacía mun-
dial. Finalmente, en 1872, Carl Friedrich Steinweg, convertido en Theodore
Steinway, patenta el «Cupola Iron Frame», es decir, el cuadro enteramente
metálico y fundido en un solo bloque del piano de gran cola. Abierta una
sucursal en Londres en 1877 y una fábrica en Hamburgo en 1880, la Stein-
way á Sons se dispone a conquistar un predominio mundial que sólo des-
pués de más de medio siglo, y sólo en sentido Purmnis cuantitativo, se
verá superado por la industria japonesa.!
El piano de concierto en los últimos treinta años del siglo xIx es una má-
quina pesada, poderosa, a menudo esculpida con profusión, que desenca-
dena un volumen de sonido enorme e infinitas variantes tímbricas, y que
exige del ejecutante no poca fuerza física. Didactas industriosos enseñan a
domarlo y legiones de jóvenes talentos se consagran a su culto; constructo-
res obsesionados por la competencia contratan a compositores que, casi
como aprobadores, revelen las virtudes más secretas del instrumento; lo
miran con terror y con esperanza los compositores a quienes compete diri-
gir la confrontación con los Beethoven, los Chopin, los Liszt. El repertorio
concertístico se enriquece, después del año 1870 aproximadamente, con las
transcripciones de obras organísticas y violinísticas de Bach (transcripciones
de Tausig y de Liszt, luego de Raff y de Saint-Saéns y, finalmente, de Albert
y de Busoni). Las Variaciones sobre un tema de Hiindel y las Variaciones sobre
un tema de Paganini de Brahms se convierten en una piedra de toque para
los grandes pianistas y las paráfrasis sobre valses de Strauss representan el
máximo grado, la punta de diamante del virtuosismo. Junto al ya consoli-
dado recital y al concierto sinfónico con participación del solista, obtiene

1 El número progresivo de pianos vendidos puede dar una idea de la incidencia en el mercado de las
marcas más cotizadas.

1880 1890 1900 1925 1950 1975

Bechstein 11.600 24 950 54 180 126 160 147 000 168 000

Blithner 19 000 31 000 55 000 109 000 128 000 142 000

Bósendorfer 11900 9 000 15.300 23 500 26 880 30.850

Érard 53 000 65 000 80 000 113 800 128 500 135 000

Gotrian-Steinweg 4180 7230 12 130 50 250 67 900 114 300

Pleyel 75000 100 000 122 500 178 000 202 000 216 000

Steinway 41 000 69 000 97 000 237 000 331 000 445 000
216 EL MANIERISMO

mucha fortuna también el recital mixto: piano y orquesta, y piano solo. El


programa de un concierto celebrado en París por Élie Miriam Delaborde,
el 7 de mayo de 1890, es bajo este aspecto, ejemplar:

Saint-Saéns: Concierto número3. Chopin: Polonesa-Fantasía. op. 61. 9 Estudios, 9 Prelu-


dios. Philipp: Estudio sobre un vals de Chopin. Beethoven: «Coro de los derviches», de Las ruinas
de Atenas (transcripción de Saint-Saéns). Rubinstein: Estudio, op. 23, núm. 2. Alkan: Canto.
Taubert: Cineseria. Schumann: Adiós. Schubert-Liszt: El rey de los elfos. Liszt: Rapsodia hún-
gara número 12. Beethoven: Concierto número 4.

El programa de Delaborde nos da una idea del empeño del concertista y


de la duración del concierto: una duración, para nuestras costumbres,
desmesurada. Por lo demás, la extensión del programa no iba ligada nece-
sariamente a elementos de espectacularidad y de variedad. También los
programas de gran empeño cultural y que exigían del público la máxima
concentración mental, alcanzaban duraciones enormes. Por ejemplo,
cuando Beniamino Cesi hizo escuchar por primera vez en Milán la Sonata,
op. 106, de Beethoven, el 26 de enero de 1885, no temió rodear el plato fuerte
con un menú realmente pantagruélico:

Rameau: Gavota variada. Gluck: Minueto del Orfeo. Scarlatti: Dos Sonatas. Beethoven: So-
nata. op. 106. Schumann: Kreisleriana, op. 16. Schubert-Cesi: Margherita all'arcolaio. Thomas:
Gavotta. Thalberg: Estudio en la menor. Chopin: Estudio, op. 25, núm. 10, Polonesa, op. 44.

Hans von Biúlow ejecutó a menudo en una sola velada las últimas cinco
Sonatas de Beethoven (aproximadamente dos horas y diez minutos de efec-
tiva duración musical). Un recital de Oscar Beringer, en Londres en 1881,
comprendía cuatro sonatas: la opus 106 de Beethoven, la opus 39 de Weber,
la opus 5 de Brahms y la Sonata de Liszt. La velada beethoveniana en la
serie de los conciertos llamados «históricos», que Rubinstein ejecutó varias
veces a partir de 1885, comprendía las Sonatas, op. 27, núm. 2, op. 31, núm. 2,
op. 53, op. 57, op.90, op. 101, op. 109 y op. 111, y la velada schumanniana
comprendía la Fantasía, op. 17, la Kreisleriana, op. 16, los Estudios sinfóni-
cos, op. 13, la Sonata, op. 11, cuatro de las Piezas fantásticas, op. 12, «El pá-
jaro profeta» de las Escenas del bosque, la Romanza en re menor y el
Carnaval, op. 9.
La audición de programas que, desde el punto de vista de la costumbre
actual, parecen hechos para destruir las facultades receptivas del especta-
dor, resultaba favorecida por la difusión del diletantismo y por la preparación
que el público no dejaba de hacer con vistas al concierto. En la segunda
mitad del siglo x1x, con el desarrollo del telégrafo y de la red ferroviaria, la
organización artesanal de la academia y del viejo recital, confiada al con-
certista mismo a través de contactos personales, desaparece completa-
mente, y en su lugar surgen dos estructuras complementarias: una local,
que es la «sociedad de los conciertos» o «sociedad del cuarteto» o «socie-
dad de los amigos de la música», regida gratuitamente por socios; y una in-
ternacional, la agencia, regida por profesionales altamente especializados.
Hermann Wolff, por ejemplo, organiza desde Berlín las giras, las tournées
«EL CONCIERTO SOY YO» 27

internacionales de los artistas que confían su suerte a su cuidado, y siendo


hombre de maña y de gusto guía con tacto leve y afectuoso los leones y las
leonas de su casa de fieras: «Fije sus ojos milagrosos en la carta del 24 de
marzo. Allí encontrará elrlugar Clásico e inmortal: Ensayo general, a las
7 horas. Ni Schiller ni Goethe se han expresado, conozco sus obras, de un
modo más claro y más poético. ¡Ensayo general! Qué bien dicho está y cuán
lleno de atractivos. Ninguna duda acerca de lo que se trata, mientras que en
el Fausto (sobre todo en la segunda parte) se encuentran lugares nebulosos
y mucho menos claros. A las 7 horas. De la tarde, naturalmente. Kant, filó-
sofo de Kónigsberg, probablemente lo habría precisado. Pero el empre-
sario-poeta, dirigiéndose al artista, suprime la precisación, dejando a la
imaginación de los pianistillas el presentarse a las 7 de la mañana. Y luego,
como un caprichito, como un atrayente intermedio, Fernow les ha cantado
en otra carta una admirable melodía: se desea un ensayito a la una, lo que
confirma nuevamente el inestimable ensayo general de la tarde». (Carta a
Teresa Carreño, 1898.)
Hermann Wolff enmascara con aristocrática distinción una realidad
que Ferruccio Busoni, viviéndola desde la otra parte, describe así en una
poesía de alrededor del año 1895:

Para empezar, el horario ferroviario. Encontrarnos.


Finalmente se llega: página ciento tres.
No coincide. ¿El empalme es, pues, imposible?
¿Y no hay wagon-lists? Amén, lo mismo da.
Soñoliento, transido de frío, llego a las once.
Dice uno: «El ensayo está esperando».
«Aún no he tomado nada.» Dice otro:
«Me disgusta que el ensayo sea público».

Adelante, de toda formas. Salgo de la fonda,


el asesor me recibe agridulce:
«¡Se ha retrasado un poco! Ya hace rato
que la señorita ha cantado sus números».

Me precipito hacia el piano. Aún llevo puesta


la ropa de viaje. Y las manos están frías.
Ya está. Desgraciadamente, estaba
el crítico: demasiado viejo para salir de noche.

¿Qué importa luego si la velada va a ser una maravilla?


La crítica se hace sobre el ensayo.
Sólo que nada se repite, que es tarde,
y la estación está algo lejos.

Aún aterido de frío, llego a mi cupé.


«¡Caballeros, al tren!», y el tren ya se mueve.
y todavía se parte sin cenar,
y mañana el ensayo es a las diez.

En concertista internacional cobra altos honorarios, el precio de abono


o de entrada al concierto es elevado y el virtuoso debe satisfacer con el
218 EL MANIERISMO

piano, en cantidad, además de calidad, a un público que comprueba minu-


ciosamente sus capacidades, porque conoce la literatura que se le presenta.
Este sistema divístico tiende a restringir el repertorio para fijarlo en pocos
trozos de suprema dificultad y corre el peligro de convertir en espectáculo o
en academia neovirtuosística una manifestación que había nacido con
fines culturales. El peligro es advertido claramente por algunos músicos
que no son concertistas de fama internacional y que proponen ciclos de
clara orientación cultural. Así, Charles Hallé ejecuta en 1861, en Londres, el
ciclo completo de las treinta y dos Sonatas de Beethoven, y su ejemplo es se-
guido por Carl Wolfsohn y Carlyle Petersilea en los Estados Unidos, y por
Marie Jaéll-Trautmann en París en 1873. Wolfsohn tiene también ciclos
chopinianos y schumannianos, Joseph Rubinstein ejecuta en Berlín, en
1880, los dos libros del Clave bien temperado de Bach. En los dos últimos de-
cenios del siglo, incluso algunos de entre los mayores concertistas sienten la
necesidad de reafirmar las finalidades culturales del recital. Ya hemos ci-
tado dos de los programas «históricos» de Anton Rubinstein: su ciclo par-
tía de Byrd para llegar, en siete veladas, hasta Balakirev, y se abordaban los
textos, como lo demuestra el pequeño volumen Maestros del piano, que Ru-
binstein publicó hacia el año 1890, con serios conocimientos de investiga-
ción estilística. El diseño histórico que se desprende de los siete programas
es muy claro: el primer programa se refiere a los «precursores» (Byrd, Bull,
Francois Couperin, Rameau, Domenico Scarlatti, Johann Sebastian Bach,
Hándel, Carl Philipp Emanuel Bach, Haydn, Mozart); después se llega al
primer grupo de los protagonistas: Beethoven (programa número 2), Schu-
bert, Weber y Mendelssohn (programa número 3), Schumann (programa
número 4); el programa número 5 toma en consideración a los virtuosos a
los que se deben las grandes conquistas técnicas (Clementi, Field, Hummel,
Moscheles, Henselt, Thalberg, Liszt); en el programa número 6 figura aquel
a quien Rubinstein consideraba evidentemente como el máximo composi-
tor de música para piano, Frédérik Chopin; el último programa presenta
una especie de «escuela eslava moderna»: todavía Chopin (con once Estu-
dios), y Glinka, Balakirev, Cui, Rimski-Kórsakov, Liádov, Chaikovski,
Anton Rubinstein, Nicolai Rubinstein. La teoría crítica de Rubinstein, que
resultaba evidente y que, con la exclusión de Brahms, aparecía como para-
dójica, era la de una identificación de Rusia como la última depositaria del
progreso: lo cual, en el fondo, no habría sido tampoco absurdo, si Rubins-
tein hubiese incluido en el programa los Cuadros de Músoreski.
También Ossip Gabrilovich, Edouard Risler y Moritz von Rosenthal tu-
vieron ciclos orgánicos de conciertos. Sin embargo, el único ciclo compara-
ble al de Rubinstein es el dedicado al concierto para piano y orquesta que
Busoni dio en Berlín en 1898:

I. Bach: Concierto en re menor. Mozart: Concierto en La mayor, K. 488. Beethoven: Con-


cierto en Sol mayor, op. 58. Hummel: Concierto en si menor, op. 89.
II. Beethoven: Concierto en Mi bemol mayor, op. 73. Weber: Concertstiick, op. 79. Schu-
bert: Wanderer-Fantasie (transcripción para piano y orquesta de Liszt). Chopin: Concierto en
mi menor. op. 11.
«EL CONCIERTO SOY YO» 219

ll. Mendelssohn: Concierto en sol menor, op.25. Schumann: Concierto en la menor,


op. 54, Henselt: Concierto en fa menor, op. 16.
IV. Rubinstein: Concierto en Mi bemol mayor, op. 94. Brahms: Concierto en re menor,
op. 15. Liszt: Concierto en La mayor.»
Fo

Ferruccio Busoni fue uno de los más célebres concertistas de los años a
caballo entre los dos siglos. De los más célebres y de los más discutidos,
porque, si bien su fabulosa técnica trascendental estaba completamente
exenta de censura, sus ideas acerca de la interpretación, sobre las cuales
tendremos ocasión de volver, suscitaban perplejidad y hasta escándalo.
Hoy, de las poquísimas grabaciones suyas, de sus escritos y de sus progra-
mas, su figura de protagonista de la historia de la cultura emerge con un
relieve que no es alcanzado por ninguno de los pianistas de su generación y
que lo coloca al lado de Liszt y de Anton Rubinstein para formar la tríada
de los dominadores del siglo. En cambio, los contemporáneos, y el público
más que los críticos, idolatraron al polaco Ignaz Paderewski y admiraron a
Eugéne d'Albert, Moritz von Rosenthal, Emil von Sauer, Alfred Reise-
nauer, Raoul Pugno, los polacos Josef Hofmann y Leopold Godowski, el
extraño, clownesco Vladimir de Pachmann, el francés iracundísimo Fran-
cis Planté y varios alumnos de Theodor Leschetitzki, que después de haber
enseñado durante mucho tiempo en San Petersburgo había abierto en 1878
en Viena una escuela privada de la que habían salido Paderewski y una
larga lista de grandes talentos. Después de la Schumann y después de la in-
glesa Arabella Goddard Davison, las concertistas más conocidas fueron la
venezolana Teresa Carreño, la rusa Annetta Essipova, la alemana Sophie
Menter y la americana Fanny Bloomtfield-Zeisler.
Casi todos los célebres pianistas de ambos sexos que acabamos de citar
habían sido seleccionados según el sistema del protégé adoptado desde la
época de Clementi y perfeccionado con el tiempo. Clementi procuraba a
sus alumnos la primera o la primera importante aparición en público, ha-
ciéndose patrocinador o garante del nuevo talento y del nivel profesional de
su preparación; el muchacho debutaba, la gente del oficio iba a escucharle
y el primer paso hacia la carrera se había dado. La variante más importante
de este mecanismo de selección es la francesa, adoptada desde comien-
zos de siglo: los pianistas franceses se pusieron de manifiesto, en general, ga-
nando el concurso público que se celebraba en el conservatorio de París al
final de cada año escolar y en el que podían tomar parte los muchachos que
habían superado una serie de pruebas preliminares. Muy a menudo el pre-
mio fue concedido a jovencísimos: Alkan y Planté ganaron a los once años,
Diémer a los trece, y la victoria los llevó a apariciones no triviales en la vida
concertística parisiense cuya crítica se hacía en las revistas y en los periódi-
cos musicales de todo el mundo. Planté, por ejemplo, fue de pronto invitado
a tocar en trío con el violinista Alard y el violoncelista Franchomme, susti-
tuyendo, ¡nada menos!, a Chopin, fallecido hacía unos pocos meses.
El doble debut de Josef Hofmann puede ejemplificar perfectamente
tanto los mecanismos de selección, como la explotación de la precocidad,
que en el siglo x1x fue tenida en la máxima consideración y suscitó una cu-
220 EL MANIERISMO

riosidad a veces morbosa. Hofmann, nacido en Podgorze, cerca de Craco-


via en 1876 de padres músicos, fue educado en familia (en este orden: por la
hermana, por la tía, por el padre). A los seis años el muchachito tocaba en
un concierto de beneficencia, a los siete era escuchado por Anton Rubins-
tein, que lo presentaba al empresario Hermann Wolff. Cuando el padre
consideró que el joven prodigio estaba preparado para enfrentarse verdade-
ramente con el público, Wolff le organizó una gira de conciertos por Eu-
ropa, que culminaron en la ejecución del Concierto número 3 de Beethoven
con los Filarmónicos de Berlín dirigidos por Hans von Búlow.?. Josef tenía
nueve años. Luego Wolff cedía aquella pequeña joya a su colega ameri-
cano Henry Abbey y el 29 de noviembre de 1887 Hofmann debutaba en el
Metropolitan de Nueva York en un concierto sinfónico dirigido por Adolph
Neuendorff, ejecutando el Concierto número 1 de Beethoven, la Polonesa de
Weber transcrita para piano y orquesta por Liszt y, él solo, las Variaciones
de Rameau, un Nocturno y un Vals de Chopin y una Berceuse y un Vals de
su composición. Dentro de los tres meses siguientes, Hofmann tocaba otras
dieciséis veces en Nueva York y realizaba una tournée de veinticuatro con-
ciertos. Cuarenta y un conciertos en noventa días, o sea, un promedio de un
concierto cada dos días y medio. Otros cuarenta conciertos estaban ya ase-
gurados cuando la Sociedad para la Prevención de la Crueldad contra los
Niños inició una campaña de prensa para impedir ulteriores apariciones
públicas de Hofmann en los Estados Unidos. Un mecenas ofreció cin-
cuenta mil dólares a los Hofmann, con la condición de que el niño no to-
case más en público hasta los dieciocho años. Los Hofmann aceptaron y
volvieron a Europa, estableciéndose en Berlín, donde Josef estudió con su
padre, con Moritz Moszkowski y, cuando tenía unos dieciséis años, con
Anton Rubinstein.
El alumno podía hacer escuchar al maestro toda la música que quisiera,
. excepto piezas de Rubinstein. Cuenta Hofmann: «Cuando se decidió que
habría de debutar en Hamburgo con el Concierto en re menor de Rubin-
stein dirigido por el Maestro, pensé que al fin había llegado el momento de
estudiar con él una de sus obras. Así se lo propuse, ¡pero él no quiso! Aún lo
veo, como si fuese ayer, sentado en la sala verde de la Filarmónica de Berlín
durante una pausa de su Concierto (era un sábado), y diciéndome: “El
lunes estaremos juntos en Hamburgo”. Quedaba poco tiempo, pero yo co-
nocía el Concierto y esperaba repasarlo con él durante los dos días restan-
tes. Le pedí permiso para tocarle el Concierto, pero no aceptó mi insistente
petición: “No hace falta, entre nosotros ya nos comprendemos!” [...] Des-
pués del último (y único) ensayo, el gran maestro me abrazó delante de la
orquesta, y yo, ¡ah!, ¡no me encontraba en el séptimo, sino en el octavo cielo!
Todo iba bien para Rubinstein, me dije, ¡Rubinstein estaba contento!
¡Ahora hacía falta, sencillamente, que viniese el público! El concierto fue es-
tupendamente». Hofmann, el 14 de marzo de 1894, a los dieciocho años y cin-
cuenta y tres días, reanudaba el hilo de una fulgurante carrera concertística.

2Bl repertorio con orquesta de Hofmann comprendía entonces el Concierto, K. 466. de Mozart, los
Conciertos número 1 y número 3 de Beethoven, el Concertstúick de Weber, el Rondó brillante y el Concierto nú-
mero 1 de Mendelsshon.
«EL CONCIERTO SOY YO» DM

Extraño maestro debía ser Rubinstein, si Hofmann refiere la historia


con exactitud (de lo que no hay razón para dudar). De todas formas, Ru-
binstein tenía el olfato del hombre de espectáculo, y le gustaba patrocinar
las presentaciones de los jóvenes, En 1889 había dirigido al quinceañero Jo-
seph Lhevinne en el Concierto número 5 de Beethoven, y en 1890 había es-
tablecido uno de los primeros concursos internacionales, articulado en
secciones de piano y de composición. Concurso quinquenal en el que po-
dían tomar parte jóvenes de edades comprendidas entre los veinte y los
veinticinco años, con programas de mucho compromiso e importantes pre-
mios. Ferruccio Busoni, de veinticuatro años, que no había querido ser
alumno de Leschetitzki y que, habiendo quedado por esto desprovisto de
apoyo, vegetaba como profesor de piano en el Conservatorio de la provin-
cianísima Helsinki, fue a San Petersburgo para competir en las dos seccio-
nes del Concurso Rubinstein: ganó el premio de composición y habría
vencido también en la competición pianística, si Rubinstein no hubiese
considerado oportuno no acumular los dos premios (el premio para el
piano le fue concedido al ruso Dubassov). En 1893 Louis Diémer, a su vez,
se desprendía de una fuerte suma de dinero y formaba una comisión que
comprendía, entre otros, a Saint-Saéns, Planté, Pugno, Philip, Paderewski,
Rosenthal, y que concedía el premio al español de veintiún años Joaquín
Malats. En 1895, la segunda edición del concurso Rubinstein era ganada
por Joseph Lhevinne y el sistema del protégé quedaba por primera vez debi-
litado y, por lo tanto, poco después de la primera guerra mundial era susti-
tuido por el sistema de los concursos actualmente vigente.
Hacia el final del siglo x1x se inicia el redescubrimiento de la música an-
tigua en el sonido original. Hoy recordamos, sobre todo, a Wanda Lan-
dowska por su tenaz apostolado en favor del clavicémbalo. Y esto responde
a la verdad, pero sólo a nivel de público muy vasto y según una perspectiva,
la del clavicémbalo construido con sistemas modernos y conforme a con-
cepciones sincretistas, que prolongaba en realidad y concluía el concepto
decimonónico de las transcripciones. Después de la obra pionera, casi futu-
rista, de Moscheles, y antes de la Landowska, es preciso recordar a Alejan-
dro Kraus padre, que hacía escuchar instrumentos antiguos en su casa de
Florencia, ya hacia el año 1850, y a Louis Diémer, que hacia 1890 comenzó
a presentar los clavicembalistas franceses en el clavicémbalo. En Inglaterra,
Ernst Pauer, tras haber celebrado entre 1860 y 1870 ciclos de conciertos de
música antigua ejecutada al piano, empezó a usar el clavicémbalo y hasta
el clavicordio; Alfred Hipkins, pianista y consejero técnico de la Broad-
wood, usó el clavicémbalo y el clavicordio después de 1880, y en 1897 efec-
tuó la primera ejecución pública en el clavicémbalo de las Variaciones
Goldberg de Bach.
Finalmente, en los comienzos del nuevo siglo, ya se vistumbraba la dife-
rencia sustancial entre el piano moderno y el piano con armazón metá-
lico. Albert Schweitzer, en su monografía sobre Bach publicada en 1905,
decía: «... el piano moderno ha perdido el característico timbre de instru-
mento de cuerda que era típico del antiguo clavicémbalo. Este cambio radi-
cal de sonido se ha realizado en beneficio de las obras de Bach, que
DDD EL MANIERISMO

requieren un timbre claro y metálico, así como una gran sonoridad. Los tro-
zos del Clave bien temperado se interpretan mucho mejor con un bello piano
tipo 1830 y también con uno de nuestros instrumentos modernos». Pronto
volveremos a esta observación de Schweitzer; por ahora nos conviene obser-
var que con él aparece el primer y marginal, pero significativo, vislumbre de
una nueva concepción del uso filológico del piano, aquella concepción que
más de cincuenta años después llevó al redescubrimiento del pianoforte an-
tiguo, rebautizado, para distinguirlo del pianoforte moderno, con el nom-
bre de fortepiano.
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QUINTA PARTE

El decadentismo
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CAPÍTULO I

El simbolismo

El período que se extiende, aproximadamente, desde el comienzo del


siglo hasta la gran guerra es de los más ricos en acontecimientos en la histo-
ria del piano. Son los años en los cuales alcanzan la madurez Debussy y Ra-
vel, Busoni y Skriabin, Ives y Janácek, Schónberg y Satie, en los que debu-
tan Bartók y Prokófiev, Szimanowski y Falla, en los que actúan todavía Albé-
niz y Granados, Rajmáninov, Reger, Fauré. Son los años en los que, junto a
los grandes intérpretes de la «generación 1860», empiezan a hacerse notar
los intérpretes de la «generación 1880». Son los años en los que dos grandes
teóricos como Rudolph Maria Breithaupt y Thobias Matthay analizan la
técnica creada por los D'Albert, los Rosenthal, los Busoni, los Hofmann
para el piano con armazón metálico. Son los años en los que el piano auto-
mático logra registrar las ejecuciones de grandes pianistas y en los que se
graban los primeros discos. Años, pues, que por la multiplicidad de los intere-
ses culturales y por la presencia de varias y muy fuertes personalidades no
tienen parangón posible siquiera, ni en los dos decenios del romanticismo.
La literatura pianística de esta época conserva la concepción del sonido
pianístico que se había desarrollado durante el siglo xx, pero desarrolla, al
mismo tiempo, la tímbrica en niveles que el siglo xix solamente había ro-
zado. Antes de hablar de los desarrollos es conveniente, empero, resaltar el
único caso de verdadera, radical negación del sonido pianístico del siglo xIx,
la negación que se produce coherentemente en la obra de Erik Satie y que
prepara los recodos neoclásicos de los años veinte.
No es este el lugar para analizar la personalidad de Satie, sus presuntas
extravagancias y locuras, o mejor, su lúcida representación de la locura, que
tiene el aliento cósmico de una alegoría parodística de la realidad. Pero
conviene aquí observar de qué modo su poética se refleja en su obra para
piano. Todas las composiciones pianísticas de Satie, desde las Ogives de
1886 hasta el Minuetto de 1920, tienen, a nuestro juicio, este rasgo en común:
que no requieren el piano de concierto, el gran cola de dos metros ochenta
de la mecánica perfecta, sino el piano vertical.
226 EL DECADENTISMO

Algunas fotografías del Liszt anciano, del Liszt con el hábito talar ya no
impecable y con los blancos calcetines, nos muestran al antiguo león ro-
mántico cansadamente sentado ante un humilde piano vertical, y la mono-
cromía de las páginas lisztianas tardías, con las contraposiciones diná-
micas sin difuminaciones, con aquella cantabilidad ya no metavocalística,
con aquella falta de profundidad y de perspectiva, con aquella reducción
del fresco dramático repetitivo a papel pintado de empapelar, encuentran
su encarnación más apropiada en el pianino, no en el gran cola. Si este
lugar de arribo es para el concertista Liszt un signo de soledad y de aleja-
miento del mundo, para Satie, tapeur á gages, aporreador de piano a sueldo
del Chat Noir y del Auberge du Clou, el pequeño piano es el instrumento
de trabajo, un sonido que flota sobre los vapores del humo y del alcohol y
sobre los rumores de la conversación, y que no debe dar voz a un lenguaje
sino a un equivalente sonoro de los espejos y del empapelado. En las Gym-
nopédies (1888) el ritmo siempre igual, los acercamientos de las armonías
sin que entre los acordes se desarrolle una dialéctica tensión-distensión, la
melodía más pitada que cantada, son los elementos constitutivos de un es-
tilo pianístico que no sólo no requiere el piano gran cola sino que, antes
bien, en el piano de cola plantea difíciles problemas de limitación y de con-
trol de la sonoridad, mientras que suena perfectamente a través de la mecá-
nica tosca y la pobre cordera de los viejos armatostes verticales. La auda-
cia de la armonía de Satie, esta aproximación de los acordes según una lógica
de la sensación en vez de según convenciones sintácticas, nace, a nuestro
modo de ver, de la relativa casualidad de resultado de la mecánica del pia-
nino: mientras que en el piano de cola se pueden entonar con relaciones ca-
libradísimas los sonidos de un acorde en función de su posición en la
armonía, en el pianino el resultado sonoro escapa la mayoría de las veces a
las intenciones del pianista, y el acorde suena como agregado sonoro tím-
bricamente caracterizado. El arcaísmo y el curioso orientalismo de las pri-
meras páginas de Satie representan una reducción de la música a melodía
acompañada de instrumentos de percusión, como en la Edad Media, y el
piano vertical se convierte en el conducto de esta revolución cultural que da
un vuelco al uso social tanto de la música como del instrumento cerca de
las clases cultas. Vuelco radical, que se evidencia incluso en los mortíferos
consejos dados al ejecutante y en las historietas que condenan a lo grotesco
el psicologismo del romanticismo tardío, pero que encuentra su punto de
fuerza y su valor absoluto en una escritura pianística tan aparentemente
descuidada y tonta como coherente con las premisas de unas poética des-
mitificante que convierte la realidad en absurdo y lo absurdo en verdad.
Se sabe que Debussy admiró a Satie y que las ideas de Satie tuvieron
una importancia no desdeñable en la formación de su personalidad; pero
con Debussy volvemos a entrar en el profesionalismo, en un profesiona-
lismo que no reniega de golpe del pasado. El piano de Debussy es el piano
de Chopin y de Liszt, es el piano de cola difícil de dominar y de las enormes
posibilidades: posibilidades, en verdad, aún en parte inexploradas.
La técnica de la construcción, como hemos visto, había evolucionado
hacia un piano que ya no era exactamente el piano de Chopin y de Liszt. La
Í
EL SIMBOLISMO 2

mayor tensión de las cuerdas, como observaba Schweitzer, le había arreba-


tado el viejo sonido de cuerda percutida y, añadimos nosotros, le había
dado un sonido de plancha percutida. Es precisamente aquí donde desarro-
lla Debussy una concepción nyeva, no sólo del sonido, sino de la música.
La homogeneidad de la gama destruía en la práctica la «instrumentación»
pianística de los clásicos y de los románticos, es decir, sus selecciones de
dislocación de los eventos sonoros en función de registros no homogéneos.
La homogeneidad ofrece un campo de posibilidades más vasto, pero la no
homogeneidad es necesaria para ejecutar a clásicos y a románticos, y debe
reconquistarse con un arte del toque mucho más desarrollado y diferen-
ciado. Mientras los grandes concertistas como D'Albert y Busoni modifican la
técnica para ejecutar en el nuevo piano las músicas del pasado, reconstru-
yendo, pues, una sonoridad ya historizada, un pianista no concertista como
Debussy busca experimentalmente y explota lo que el nuevo piano tiene de
más suyo. El alejamiento del pasado es lento, gradual, como lento y gradual
es el alejamiento de Wagner y de la tradición del siglo xIx romántico. Des-
pués del Nocturno (1890), la Balada (1890), el Vals romántico (1890) en la
Suite bergamasque, largamente elaborada (1890-1905), Debussy realiza su
marcha atrás repensando el sonido del clavicémbalo y de los primeros pia-
nos, y efectuando, conforme a una estética prerrafaelista, la síntesis de un
uso secular del instrumento de teclado. Con el primer trozo de Estampes, no
casualmente titulado Pagodes, tenemos una ya madura intuición de toda
una gama de timbres.
Pagodes es de 1903. Catorce años antes, Debussy había escuchado en la
Exposición Universal de París la música javanesa ejecutada por orquestas
gamelang. Muchas veces se ha resaltado el significado de la música java-
nesa en la formación del estilo de Debussy. En cambio, no se ha hecho ver,
a no ser incidentalmente (por ejemplo, por Cooper), la relación entre el so-
nido del gamelang y el sonido del piano de Debussy. Son precisamente las
características del piano, las características de la plancha percutida, las que
permiten a Debussy encontrar en la civilización en la que vive un punto de
enganche con la civilización musical javanesa.
En Pagodes se persigue la disociación, así como la fusión de los timbres;
ya no el ligado cantable sino un sonido percusivo y ondulante en torno al
cual el pedal de resonancia crea un halo; y no ya la instrumentación que re-
fuerza las resonancias para dar la ilusión de continuidad, sino una selec-
ción de relaciones de alturas que neutraliza la armonía. La construcción
sonora pone de manifiesto más el juego de los timbres que las armonías,
hasta el punto de que, ya en el cuarto compás, la adición de la séptima
menor al acorde de Si mayor no puede absolutamente percibirse como
cambio de la armonía sino sólo como variación del color tímbrico:
ho159)00 EL DECADENTISMO

(délicatement
el presque sans nuances)
Modérément animé

Lo que Satie había conseguido con la negación, Debussy lo obtiene des-


cubriendo una utilización diferente del instrumento: los timbres no se fun-
den, sino que simplemente coexisten, y se pierde también la sensación de la
jerarquía de valores entre melodía y partes de acompañamiento en favor de
la presencia de varios eventos sonoros independientes: la música abandona
el psicologismo y reconquista el espacio. La Soirée dans Grenade. segundo
trozo de las Estampes, acerca en sucesión músicas que podrían tocarse en el
mismo momento, porque entre uno y otro tema no se establece una relación
dialéctica, sino que el uno y el otro se suceden como si proviniesen de pun-
tos espaciales diferentes. El vuelco es radical y Debussy no lo efectúa de un
modo definitivo, hasta el punto de que la gama de nuevos timbres le sirve
también para concepciones formales aún ligadas a la tradición: una pieza
como Reflets dans l'eau de la primera serie de Images (1905) está construida
como un crescendo hasta un punto culminante, seguido de una repentina
distensión, es decir, según una curva de experiencia psicológica de escucha.
Más avanzada en el camino de una poética nueva es la segunda serie de
las Images (1907). Al comienzo de Et la lune descend sur le temple qui fut, De-
bussy, a través de un arte del toque tan delicado y sutil como para dar la im-
presión —frase famosa— de un tocar directamente sobre las cuerdas, llega
a explotar los descubrimientos de Satie para crear en el piano el equiva-
lente de los registros de cambio del órgano. Algunos timbres organísticos,
llamados precisamente mezclas o registros de cambio, se obtienen afi-
nando varios caños según relaciones dinámicas tales que el oyente perciba
un sonido solo. El comienzo de Et la lune crea un timbre (¿0 la ilusión de un
timbre, como se crea en el piano la ilusión del cantable?) construido
artificialmente:
EL SIMBOLISMO 229

Lent (4.86) doux et sans rigueur

Siempre en Et la lune el virtuosismo del toque llega a hacer avanzar dos


líneas distintas en la misma zona del teclado, también con notas co-
munes:

[Lent] un peu en dehors —-—

La evolución de Debussy procede a través de descubrimientos que, sin


embargo, de pronto vuelven a enlazarse con la historia. Así, en la última
pieza de las Images, Poissons d'or, el recuerdo del gran manierismo de Liszt
está bien presente y operante y en el primer libro de los Preludios (1910) en-
contramos una división en facetas, una fragmentación poética del inti-
mismo que va desde la delicada pintura de la Muchacha de los cabellos de
lino hasta el radicalismo de Pasos sobre la nieve. Conviene que nos detenga-
mos un instante en esta última composición, que en apariencia es una pin-
tura de ambiente en la que se sitúa simbólicamente una doliente presencia
humana: «Triste y lento» es la acotación general; el ritmo inicial, dice De-
bussy, «debe tener el valor sonoro de un fondo de paisaje triste y helado», y
la melodía viene indicada con «expresivo y doloroso», después, «expresivo
y tierno»; finalmente «como un tierno y triste pesar». La poética que ins-
pira la composición es la del simbolismo romántico, hasta el punto de que
uno de los cuadros de Johann Caspar Friedrich, que representan un cemen-
terio bajo la nieve, podría, al parecer, ilustrarla perfectamente. Sin embargo,
la cualidad de la sonoridad y la disposición pianística no pueden recondu-
cirse al estilo de compositores como Mendelssohn o Schumann, contempo-
ráneos de Friedrich. Debussy, al contrario de ellos, tiende a construir un
230 EL DECADENTISMO

objeto sonoro, o una pintura sonora, sin participación afectiva y sin traspa-
sar los límites del simbolismo. La convergencia de los formantes hacia un
punto central, esencial para el significado psicológico-expresivo de la mú-
sica, aquí queda rota, y aunque puedan encontrarse en Debussy la melodía,
el bajo y las partes del medio de la escritura romántica, el conjunto no con-
verge en la melodía. El significado no es, pues, psicológico sino espacial, de
movimiento de eventos sonoros cuya correlación depende únicamente de
su contemporaneidad. Por más que puedan ser peligrosas las comparacio-
nes entre música y pintura, se puede volver a pensar en Friedrich, en sus ár-
boles solitarios y, frente a ello, en las diversas versiones del Árbol azul que
Mondrian estaba pintando precisamente en 1910, mientras Debussy escri-
bía los Preludios.
El descubrimiento de la historia, que se inicia con Mozart, que agobia
a Beethoven, que se impone a los románticos y que se vuelve obsesiva en
Brahms, vale para Debussy, como para todos los músicos europeos de su
época, y el deseo de la síntesis histórica, de la continua recuperación de un
pasado que revive continuamente, opera siempre en él, pero de un modo
cada vez más difuminado y alusivo. En el segundo libro de los Preludios
(1910-1913) Debussy retorna hacia sí mismo (por ejemplo, en Bruyéres, estilís-
ticamente ligado a la Suite bergamasque), pero procede también cada vez
más adelante, aproximándose al descubrimiento del ruido. En el último
Preludio, Feux d'artifice, ruido es el largo crujido inicial y está hecho en gran
parte de ruidos de la cadencia que culmina en el glisando a dos manos. En
dos momentos se acerca Debussy a aquel límite de explotación de los recur-
sos del piano que sólo se verá superado unos quince años más tarde por
Cowell, el paso de la ejecución sobre teclado a la ejecución sobre cordera.
Esto no quiere decir que la escritura pianística del preludio sea de ningún
modo inadecuada; pero a la luz de posteriores experiencias históricas, no
se puede dejar de ver un preanuncio del glisando sobre la cordera en el
gran glisando a dos manos, y no puede dejar de verse un preanuncio del
punteado sobre la cordera en los últimos sonidos de la mano derecha.
Tocado este punto extremo, en los confines del mundo que será explo-
rado por las vanguardias de la posguerra, en los doce Estudios (1915), nos
hallamos en la catalogación del pasado, de la cultura. Los lugares designados
de la técnica pianística (las cinco notas, las terceras, las sextas, las octavas,
las notas repercutidas, etc.) determinan el plano de la obra y la sonoridad
pianística que Debussy ha descubierto se relaciona con las abstracciones
didácticas de la tradición. A través de ellas, casi como en una rejilla, rea-
parece todo el camino estilístico que el creador ha recorrido en cerca de
treinta años de actividad. Un ciclo histórico se cierra para siempre: en el
piano ya no habrá nada por descubrir. Se podrá utilizar, y de un modo tam-
- bién original, todo el patrimonio acumulado desde Mozart hasta De-
bussy. Pero, para hallar nuevas posibilidades tímbricas en el piano se deberá
inventar el piano preparado, se deberá probar el piano eléctrico, se deberá in-
troducir la relación con las máquinas de reproducción del sonido. El piano,
como continente por descubrir, como terra incognita, termina con Debussy.
Una fuerte, aunque cortés polémica, contrapuso en 1907 a Debussy con
EL SIMBOLISMO 231

la figura de Maurice Ravel, quien escribió entonces una carta abierta a


Pierre Lalo: «Usted se extiende mucho sobre una escritura pianística total-
mente particular cuya invención atribuye a Debussy. Ahora bien, los Jeux
d'eaux se publicaron a comiénzos de 1902, cuando de Debussy no existían
más que las tres piezas de Pour le piano, obras sobre las que no tengo necesi-
dad de expresar mi ilimitada admiración, pero que desde el punto de vista
pianistico no añaden nada verdaderamente nuevo».!
Jeux d'eaux era una composición que empleaba una tímbrica en gran
parte inédita y, si se hubiesen de suscitar cuestiones de prioridad, habría
que asignar efectivamente la palma del vencedor a Ravel. Pero habría que
decir, al propio tiempo, que los descubrimientos de Ravel no se empleaban
para una radical renovación del modo de concebir la música. Los descubri-
mientos tímbricos, y también los descubrimientos armónicos (la armonía
compleja, audaz, minuciosamente calculada), los realiza Ravel en formas
tradicionales y en una relación con la psicología del oyente que nunca se
desmiente. Si con Debussy se revelan las potencialidades formales de la
sensación, en Ravel domina un erotismo difuso y sutil que ya aparece en
la velada melancolía de la Pavane pour une infante défunte (1899), que reco-
rre la serie de los Miroirs (1905) y que sale con ímpetu en Gaspard de la nuit
(1908). La producción de Ravel va ayudando a la producción de Debussy
con investigaciones sobre el timbre y sobre la técnica que completan las in-
vestigaciones de este último: los Miroirs, en paralelismo con la primera serie
de las Images: Gaspard, en paralelismo con la segunda. El comienzo de On-
dine (primera pieza del Gaspard de la nuit) demuestra una ingeniosidad de
instrumentador que renueva las magias encantatorias de Liszt:

1 La historia de la ejecución en los últimos treinta años del siglo xix no está suficientemente documen-
tada por el disco y. por lo tanto. no puede decirse hasta qué punto la generación de los intérpretes nacidos
alrededor del año 1860 desarrolló la técnica colorística. Al parecer. se elaboró una técnica a fines del si-
elo que se diferencia de la del pasado. Es muy significativo a este respecto lo que Bartók escribe de D'Albert:
«Lo que ha tocado. lo ha ejecutado admirablemente. Cómo no sentir un piano. si tan extraño resultaba al-
gunas veces el efecto de sus timbres» (carta a su madre. de 21 de enero de 1900). Bartók hacía poco tiempo
que se había establecido en Budapest. donde estudiaba con un discípulo de Liszt. István Thomán. Sin em-
bargo. la técnica colorística de D'Albert representó para él una sorpresa. Obsérvense también las fechas: la
carta de Bartók es de 1900 y Jeux d'eaux se compuso en 1901.
232 EL DECADENTISMO E

trés doux et tres expressif

En Le gibet (segunda pieza de Gaspard) la persistencia constante de un


sonido central obtenida con una ingeniosidad técnica que participa de lo
increíble, crea una atmósfera de pesadilla opresiva, de obsesión lacerante. Y
en Scarbo (tercera pieza de Gaspard) encontramos pasajes de sonoridad
seca, crepitante, relampagueante, que es creada y explotada de modo que
hace incomprensible la mecánica del efecto para quien simplemente escu-
che y no lea la música. Sin embargo, el esquema emocional preferido por
Ravel es siempre el de la gran acumulación de tensión seguida de una rá-
pida distensión: el esquema del Preludio del Tristán, que es precisamente la
cima del erotismo en música. Esta predilección, que por cierto no limita el
significado de la escritura pianística audaz y supremamente inventiva, vin-
cula a Ravel con la tradición con una relación de continuidad, no con la re-
lación dialéctica de Debussy. :
En paralelismo con el Children's corner de Debussy, Ravel compone la
suite infantil para piano a cuatro manos Ma mere l'oye (1908), pequeño tra-
bajo en el que, como en un boceto para la partitura de orquesta, se emplea
una variedad de timbres de increíble riqueza. Luego Ravel se aparta del pa-
ralelismo con Debussy, para abordar una fase suya que se inicia con la nos-
tálgica y muy suavemente dolorosa evocación de la Viena schubertiana
(Valses nobles et sentimentales, 1911) y que concluirá con el Tombeau de Cou-
perin, del cual hablaremos más adelante.
El simbolismo asume coloraciones místicas en Alexandr N. Skriabin.
Skriabin parte de Chopin y puede incluso considerarse, decía Busoni, como
«una indigestión de Chopin», pero, experimenta asimismo la influencia del
arte de la sonoridad de Henselt y su relación con Chopin es, quizá, a través
del Liádov de piezas como los Preludios, op. 10 y op. 11 (1885-1886), donde
aparece, al mismo tiempo, un alcoholizado chopinista y el hermano mayor
EL SIMBOLISMO 233

de Skriabin. Skriabin, aunque embriagándose también él de Chopin, sabe,


empero, crear una concepción suya de un sonido alusivo y vago, de un so-
nido que proviene de posiciones ensanchadas de la mano con dedos que
tocan tangencialmente la tecla y no se detienen en ella. Si el sonido de De-
bussy parece, a veces, nacer de cuerdas no heridas por macillos, el sonido
de Skriabin parece, a veces, nacer de dedos que se mueven en el aire: en el
primer caso, y es una sensación que experimentan los ejecutantes y que se
transmite a los oyentes, la tecla, la mecánica y el macillo se convierten en
dedos artificiales; en el segundo caso es como si el sonido fuese producido
tocando el rayo de una célula fotoeléctrica. Se puede captar el paso de con-
cepciones del sonido todavía chopiniano-henseltianas a concepciones skria-
binianas en el Nocturno, op. 9, número 2 (1824), para la mano izquierda
sola; el punto de partida, que casi es plagiado, es el segundo movimiento
del Concierto de Henselt, pero los rapidisimos desplazamientos de la
mano, necesarios para cubrir enormes distancias sobre el teclado, provocan
un ataque de la tecla diferente y una sonoridad que ya no es romántica.
La definición de «indigestión de Chopin» es, en realidad, mucho más
que un dicho ingenioso, porque percibe una derivación clarísima, pero
también una transformación radical. Skriabin, gran pianista, posee a fondo
la tradición romántica: bastan para demostrarlo los Estudios, op. 8, escritos
a los veintitrés años. En la formación de su estilo pianístico pueden así dis-
tinguirse influencias directas o indirectas tanto de Chopin como de Liszt,
Schumann o Henselt; pero su estilo, en cuanto tiene de suyo y de irrepeti-
ble, se clarifica en el desarrollo de los movimientos de partes internas, hasta
que sus construcciones sonoras no se articulan como movimientos de lí-
neas y de masas, sino como reflejos, como movimientos de haces de luz en
el interior de una nebulosa.
También la poética skriabiniana se desarrolla partiendo de la poética
de Chopin: Skriabin, como Chopin, no usa títulos característicos, al estilo de
Schumann o de Liszt, sino estudios genéricos como estudio, preludio, ma-
zurca. Sin embargo, la suya no es la poética chopiniana, sino la poética
simbolista que en Chopin trata de adivinar el pensamiento escondido, l'a-
rriére pensée. La crítica chopiniana de fin de siglo (valiéndose industriosa-
mente de ligeros indicios que pueden encontrarse en documentos indis-
cutibles, construyendo castillos basados en hipótesis audaces, y a menudo
extravagantemente extensivas y en tardíos testimonios de alumnos, dando
hasta crédito a clamorosas falsedades) quería volver a conducir a Chopin al
terreno de una poética simbolista, es decir, de la poética de la época. Tam-
bién en este caso, una indigestión. Skriabin, que forma parte de un tiempo,
deja transparentar lo que la crítica imaginaba en Chopin: el lema musical
que reaparece en todos los movimientos de la Sonata, op. 6, la curva expre-
siva de toda la misma Sonata, un amplio uso de insólitas acotaciones, el
programa interior que se publica con ocasión de una ejecución de la Sonata,
op. 23, los epígrafes de las Sonatas, op. 30 y op. 53, son las señales que el
autor deja traslucir de un flujo de la conciencia, de una epifanía, la mani-
festación de la vida interior de la que la música es el símbolo revelador.
Esta poética, que se va poco a poco precisando y que madura definitiva-
234 EL DECADENTISMO

mente hacia el año 1905, lleva a Skriabin hacia dos extremos: por una
parte, en los Preludios y en las Piezas breves de la madurez (op. 48, op. 49,
etcétera) y en los breves Poemas (op. 63, op. 69 y op. 71) a la notación expre-
sionista, la revelación súbita y punzante de un estado de ánimo, el indivi-
dualismo absoluto; por otra parte, en las Sonatas, a la revelación panteística
de un cúmulo magmático de fuerzas elementales y terribles a las que Skria-
bin considera como las potencias regeneradoras de la humanidad.
Las connotaciones poéticas, filosóficas, francamente «misteriosóficas»
singulares en un músico que no se siente tentado por el teatro, se canalizan
hacia preocupaciones de orden formal que hacen pensar en los poetas sim-
bolistas franceses contemporáneos. Así como los simbolistas franceses ven
en el soneto, no tanto un esquema formal como una eterna forma arquetí-
pica, Skriabin vuelve a pensar incesantemente el esquema clásico de la so-
nata. En la literatura postschubertiana la sonata aparece como excepción,
como relación del compositor con la historia, con el clasicismo. En cambio,
Skriabin escribe dos sonatas ya durante la adolescencia y, después de haber
compuesto entre 1891 y 1892 la Sonata, op. 6, vuelve a esta forma hasta la
Sonata número 10, op. 70, de 1912-1913, dos años antes de su muerte.
En la Sonata, op. 6, el esquema formal tradicional rígidamente respe-
tado (¡en el primer movimiento se encuentra hasta el ritornello de la exposi-
ción!) se emplea con finalidades dramáticas, según un inexpresado pro-
grama que conduce sin sombra de duda a una visión de anonadamiento.
Después de la segunda y la tercera Sonata, todavía en gran parte tradiciona-
les en su estructura, Skriabin suprime de la Cuarta la división en varios mo-
vimientos. Su solución no es la lisztiana, no es la fusión en uno solo de los
cuatro movimientos de la sonata; elige, en cambio, el esquema más típico
de la sonata dramática, el allegro de sonata bitemático y tripartito con in-
troducción en movimiento lento y peroración final (el esquema de las gran-
des oberturas de Beethoven), esquema que le permite alcanzar la conti-
nuidad y la concentración máxima de la expresión. En la Sonata número 4,
op. 30, el arco expresivo tiende a la afirmación triunfal de un tema presen-
tado al principio con dudoso titubeo. En las sonatas sucesivas ya no encon-
traremos lucha y catarsis, sino la presencia de positivo y negativo, de vida y
de sueño, de conciencia y de delirio, y la Sonata número 10, que empieza y
termina con la misma célula temática interrogativa, será lo exactamente
opuesto de la Sonata número 4. El desarrollo del aforismo, del pensamiento
que ilumina irracionalmente la realidad lleva, en cambio, en los Preludios,
op. 74 (1914), a la anulación de los nexos sintácticos y a la concepción del
lenguaje como epifanía del inconsciente. En el poema Vers la flamme, op. 72
(1914), el sonido pianístico parece perder la precisión de la altura para con-
vertirse en elemento matérico móvil, símbolo de un fuego primordial des-
tructivo y purificador al mismo tiempo.
Skriabin, que muere en 1915 con menos de cuarenta y cuatro años, con-
suma hasta el fondo el simbolismo y el sueño de palingenesia universal
que, bajo la guía de Vladimir Solovev, había animado alos artistas rusos de
su generación. Ferruccio Busoni, en cambio, va más allá del simbolismo
para reafirmar los valores de un «joven clasicismo» humanístico. Los co-
EL SIMBOLISMO 235

mienzos de Busoni, lo hemos señado en el capítulo anterior, son los de un


artista italiano que parte a la conquista de una civilización, la civilización
alemana, en la que ve encarnado el humanismo moderno. La posición de
tensión y de ansias culturales, evidente en la producción juvenil de Busoni,
no excluye una dependencia igualmente evidente o, si queremos usar una
palabra más cruda, un evidente provincianismo. El Concierto, op. 39, para
piano, coro masculino y orquesta representa la superación, la sublimación
de un lento trabajo de acumulación y de apropiación. Busoni, una vez pa-
sada la «mitad del camino» dantesco, recorre de nuevo la historia de la téc-
nica pianística en un trabajo de catalogación y de liquidación, en el que
todas las investigaciones sobre el instrumento encuentran una colocación
cristalizada. El trabajo, de dimensiones ciclópeas, se distingue también por
su consciente eclecticismo, es decir, por la cita provocativa, en contextos
culturales centroeuropeos, de una canción napolitana y de dos canciones
de cazadores, pertenecientes no ya al folclore («ennoblecido» por el uso
que se le dio en los últimos decenios del siglo x1x) sino a la más desprecia-
ble música corriente. La cita voluntariamente provocativa no alcanza la
fuerza de denuncia que en Mahler tiene la presencia de la música de con-
sumo austrobohemia y es, sin embargo, indicativa de una conciencia cul-
tural de absoluta modernidad. En el último movimiento del Concierto, con
repentina y, sin embargo, lógica inversión ideológica, Busoni se adhiere, a
su vez, al simbolismo místico, haciendo entonar a un coro de hombres ver-
sos de Oehlenschláger (del poema Aladino) en el que se canta el paso del
tiempo a la eternidad.
A una obra conclusiva como el Concierto siguen las Elegías para piano
solo (1907), en las cuales el lenguaje de la tradición se descompone y rea-
nuda en cortes perspectivos que anulan su continuidad. El Busoni de las
Elegías es, en apariencia, un compositor que se sirve de un lenguaje tradi-
cional, equivocando continuamente la medida de la lógica discursiva; en
realidad, Busoni opera acercando fragmentos conforme a una lógica no
discursiva, sino surrealista que desconcierta (desconcierta todavía hoy) al
oyente. El retorno hacia el clasicismo se produce con la Fantasía de Bach
(1909) y con la Fantasía contrapuntística (1910), escrita para completar y rein-
terpretar la última fuga incompleta del Arte de la fuga y que, en el análisis
del contrapunto bachiano, encuentra de nuevo las razones del construc-
tivismo.
En los mismos años, Arnold Schónberg, después de las tensiones expre-
sionísticas de las Piezas, op. 11 (1909), no insensibles, sin embargo, al pia-
nismo de Reger, encuentra principios de construcción musical en los inter-
valos y en los timbres: al menos dos de las Pequeñas Piezas, op. 19 (1911), la
número 2 y la número 6, se basan en valores correlativos de intervalo-
timbre y obtienen su razón de ser, o bien del valor unificante del intervalo
de tercera (el número 2), o bien de la oscilación del intervalo de cuarta au-
mentada (el número 6), en contextos en los que la construcción artificial de
timbres neutraliza el significado lingúisticoexpresivo tradicional del inter-
valo mismo. Alban Berg, en la Sonata, op. 1 (1907-1908), conduce experl-
mentos armónicos en el cuadro formal del clásico allegro de sonata, visto
236 EL DECADENTISMO

como estructura que garantiza la comprensibilidad. Leos Janácek, después


de las Variaciones de Zdenka (1880), ligadas a ejemplos dvorakano-brahm-
sianos, con la Sonata En la carretera (1905), inspirada en la muerte de un
obrero muerto en un conflicto entre manifestantes y policía, se acerca al na-
turalismo, mientras que en las dos series de pequeñas piezas En el sendero
de zarzas (1908) y en las cuatro piezas En la bruma (1912) se sitúa en el ám-
bito de una estética simbolista entreverada de expresionismo y de angustia
existencial. La escritura pianística de Janácek (que era organista, no pia-
nista) revela, sobre todo, la influencia de algunos caracteres más externos
de la escritura de Debussy, pero, especialmente en algunas piezas de En el
sendero de zarzas, encuentra sonoridades sofocadas, de una áspera dulzura,
que corresponden a los más típicos descubrimientos del Janácek instru-
mentista.
El último de los grandes compositores que después de Debussy y de
Skriabin agotan en este período la parte culminante de su actividad crea-
tiva es Charles Ives. El punto de partida de la estética de Ives es parecido al
de los compositores pertenecientes a culturas periféricas que en el canto po-
pular habían encontrado estratificaciones culturales independientes de la
cultura dominante. Ives, cuando se rebela contra la educación académica
que le fue impartida en Yale por Horatio Parker, no se vuelve, empero, con-
tra las culturas populares de su tierra (la música de los negros y la música
de los pieles-rojas) sino contra la música que Bartók habría definido como
culta-folclórica, a la música de las bandas, a la música de las iglesias protes-
tantes, a la música de baile de las fiestas campestres. Esta música, que es un
subproducto de la cultura europea, no puede medirse en relación con la
sintaxis culta (al modo, por ejemplo, de Dvorák) ni puede ofrecer estímulos
para la elaboración de una nueva sintaxis (al modo, por ejemplo, de Mú-
sorgski); Ives, capta, en cambio, la realidad musical en la vida de todos los
días, la presencia cotidiana de hechos musicales que llegan simultánea y
confusamente a la percepción, sin relaciones sintácticas entre sí y sin pers-
pectiva. En la Sonata número 1 (1902-1910), que Ives define como «una es-
pecie de impresión, remembranza y reflexión sobre la vida del campo en
cualquiera de las aldeas de Connecticut en los años 1880 y 1890», la música
no fluye hacia la conciencia, sino que entra en el campo de la percepción y
sale de ella como moviéndose en el espacio, según una poética no diferente
de la de la Soirée dans Grenade de Debussy, aunque mucho menos refinada y
ambigua. En cambio, en la Sonata número 2 (1911-1915) la música ad-
quiere un carácter netamente simbolista. La composición está destinada a
exaltar el individualismo americano del siglo xix en cuanto a fuerza crea-
dora de socialidad, fijándolo en cuatro retratos de pensadores que vivieron
en la pequeña ciudad de Concord, en Massachusetts (por esto se conoce la
pieza como Concord-Sonata). Ives usa tres temas principales: el tema inicial
de la Quinta Sinfonía de Beethoven (el tema del «destino que llama a la
puerta») que, según una compleja transferencia intelectual, simboliza «el
alma de la humanidad que llama a la puerta de los divinos misterios, res-
plandeciente en la fe de que se le abrirá y que el ser humano llegará a ser di- .
vino»; un fragmento de himno misionero de Charles Zeuner; y un tema que
EL SIMBOLISMO 2)

reúne caracteres parecidos de los dos temas anteriores. La construcción de


la obra no es del todo negadora de la tradición europea; antes bien, Ives
tiene en cuenta, o bien las formas pluritemáticas, o bien la técnica wagne-
riana del motivo conductor, Sin embargo, el cuadro de conjunto, por la au-
dacia y la novedad del léXico y por el empleo del sonido pianístico, es de
una desconcertante originalidad.
Ives supera de un modo más claro que todos los simbolistas europeos el
concepto de acorde, en favor del concepto de aglomeración de sonidos tím-
bricamente caracterizada, y construye también timbres particulares ha-
ciendo tocar ligerísimamente sonidos que deben resultar como «armónicos
superiores»; se obtienen efectos de aglomeraciones, de clusters (racimos),
con técnicas inéditas, o sea, mediante la palma de la mano y mediante una
regla de madera:

Finalmente, hecho singularísimo en un músico que no era pianista de


profesión, muchos efectos se calculan a través de la gestualidad, a través
de movimientos del antebrazo y del busto que establecen una exacta correla-
ción de movimiento corpóreo y efecto sonoro. Es evidente que Ives no co-
noce y no se preocupa por la técnica de los dedos que en el siglo xIx alcanzó
un punto de refinamiento extremo, pero se vale, en cambio, del piano como
de una mina de sonidos todavía, increíblemente, virgen. La negación pro-
gramática de la tradición es rarísima en Ives; piezas de nihilista ironía,
como la Romanza sin (buenas) palabras, quedan aisladas en su producción y
los momentos de parodia de la tradición viven más en los comentarios y en
las glosas que en la música. Pero la capacidad corrosiva de Ives es parecida
a la de Satie. Ya hemos hablado de ello a propósito de las dos Sonatas; en la
Three Pages Sonata (1905) y en otros trozos se niega incluso el rito del recital
y el mito de la omnipotencia del piano instaurada por Liszt más de medio
siglo atrás, y se niegan cuando el piano necesita la ayuda, en unos pocos
compases, de un juego de campanillas (Three Pages Sonata), de una viola
(primer movimiento de la Concord-Sonata), de una flauta (cuarto movi-
miento de la Concord-Sonata), de un tambor (Celestial Railnad). La Concord-
Sonata, que presenta problemas técnicos espantosos y que dura cerca de
cuarenta y cinco minutos, tiene todas las apariencias titánicas de las gran-
des obras románticas y exige un virtuosismo ejecutivo reservado a pocos.
238 EL DECADENTISMO

¿Habría sido concebible jamás que uno de los pianistas idolatrados en


América, el Paderewski de la rubia cabellera que hacía una gira por los Es-
tados Unidos en un tren especial y con dos pianos de gran cola Steinway en
su acompañamiento, la ejecutase? ¿Habría sido concebible que el divino
Paderewski se hiciese ayudar en el punto final por un flautista? La Concord-
Sonata debía ejecutarla Ives, como podía, en su casa.
En América, Ives está completamente aislado y la vida musical econó-
micamente floreciente está dominada por músicos de formación europea,
vinculados, los más, a la cultura alemana o, como Charles Tomlinson Grif-
fes y John Alden Carpenter, sensibles al impresionismo. Los años que pre-
ceden a la gran guerra son también aquellos en los que el piano, el piano
vertical, se convierte en uno de los instrumentos del jazz y en el que Scott
Joplin escribe sus Rags. Entre las intenciones y el resultado, en el piano se
interpone un alto grado de acontecimientos imprevistos, y los pianistas que
tocan durante horas y más horas en los locales públicos o en los burdeles
no pueden cansarse con la técnica natural codificada en 1903 por Rudolf
Maria Breithaupt, sino que deben estar con el busto apoyado y fijo y traba-
jar de muñeca, como predicaba Kalkbrenner; los bajos se picotean con
el antebrazo izquierdo que salta de diestro a siniestro haciendo gozne so-
bre el codo; no se buscan para las melodías sonidos profundos y ligados,
sino que se reinventa la octava de muñeca, y si tiene que haber un acento
más enérgico, se da un golpe con el pie izquierdo en el pavimento de ma-
dera. Stravinski se dio cuenta de pronto de cuán fascinante es este piano de
una dimensión y lo hace entrar en la historia del arte noble con el Piano-
Rag-Music (1919), usándolo después en el Concierto (1923-1924) y hasta en
una paráfrasis virtuosística, en una partitura pianística a lo Liszt (Tres mo-
vimientos de Petrushka, 1921).
En Europa las figuras dominantes son las de Debussy y de Skriabin. La
influencia de Skriabin está, sobre todo, viva en los países eslavos; en su lec-
ción se inspiran los comienzos del polaco Szimanowski, de Miaskowski, de
Samuel Feinberg, del hijo de Skriabin, Julián, muerto trágicamente a los once
años y extraordinariamente dotado. Szimanowski, después de los skriabi-
nianos Estudios, op. 4 (1900-1902), y Fantasía, op. 14 (1905), ampliará sus ho-
rizontes estilísticos primeramente adquiriendo la tradición brahmsiana-
regeriana (Sonata, número 2, op. 21, 1910-1911); luego aproximándose a los
franceses y particularmente a Ravel (Métopes, op. 29, 1915; Masques, op. 34,
1915-1916); finalmente, reasumiendo el folclore polaco bajo perspectivas
bartokianas (20 Mazurcas, op. 50, 1924-1926).
La influencia de Debussy y de Ravel se advierte en los comienzos de
Manuel de Falla, de Alfredo Casella, de Gian Francesco Malipiero, de Héc-
tor Villa-Lobos, de Cyril Scott, de Béla Bartók. Casella es el más radical en
sus intentos de saturar la armonía, hasta el punto de que a fuerza de alcan-
zar sonidos cada vez más alejados de la fundamental, pero en posición difí-
cil, porque las manos del pianista son lo que son, llega en algunas de las
Nuevas Piezas (1914) y en algunos trozos de la Sonatina (1916) a escribir
acordes que son en realidad verdaderos clusters. En Bartók la instrumenta-
ción debussiana de las Cuatro nenias (1909-1910) aparece más como excep-
EL SIMBOLISMO 239

ción que como norma, mientras que de Debussy tomaba más bien la
concepción del timbre pianístico como sonido de plancha percutida, desa-
rrollándolo de modo original ya en las Bagatelas, op. 6 (1908) y, sobre todo,
en la Suite, op. 14 (1916). Sergei Prokófiev empieza a escribir música para
piano a la edad de cincó años y su producción refleja sus progresos de eje-
cutante. Prokófiev no pierde de vista el virtuosismo trascendental del si-
glo xix, dominado por la figura de Liszt y encarnado, en la Rusia de
principios del siglo xIx, por Rajmáninov: el Concierto número 2, op. 16
(1913, revisado en 1923), y las Visiones fugaces, op. 22 (1915-1917), son para-
digmáticos de este sentido de la continuidad de la tradición, de la que Pro-
kófiev se siente, como Schónberg por otros aspectos, no el codificador,
sino el heredero capaz de renovarla. Renovación que comporta, empero, un
análisis racional y un retorno a la realidad. Prokófiev no cree ya en la uto-
pía del sonido cantable, del sonido de la dinámica continua, y se vale de un
sonido llamado «percusivo» en el que lo esencial es el comienzo, no la du-
ración. Los distintos sonidos se desprenden y se cortan de un modo que
puede calificarse de divisionístico, y que lleva a un primer plano la percep-
ción exacta, confiando al oído del oyente la construcción del diseño. Ya sea
por este motivo, ya sea por la elección de formas'de la tradición clásica, ya
sea por la predilección por las danzas del siglo xvm, Prokófiev preanuncia,
pues, desde sus años juveniles, el neoclasicismo.
CaApPítTULO II

El neoclasicismo

El simbolismo se agota en la práctica con la gran guerra y no vuelve a


encontrar su estación tardía hasta la Suite Mana de André Jolivet (1935), las
Evocations (1937-1943) del americano Carl Ruggles, y con los trabajos escri-
tos por Oliver Messiaen entre 1928 y 1944. Los Ocho Preludios (1928-1929) es-
tudian la construcción de los timbres artificiales de un modo no seguro, ni
teórico, ni ecléctico, pero identificando, en cambio, de repente, un campo
tímbrico personalíisimo (sonidos nasalizantes como el registro de nazardo
del órgano, timbres de instrumentos de percusión de madera, sonidos de
gong o de campana). Catorce años más tarde, en 1943, Messiaen compone
un primer gran ciclo de siete piezas para dos pianos, Visions de l'amen; en
1944 un segundo gran ciclo de veinte piezas para piano solo, Vingt regards
sur l'Enfant Jésus, en que el simbolismo místico y una técnica compositiva
personalísima se unen al estudio de la tímbrica pianística según un espíritu
de investigación sobre el instrumento, bastante raro en los compositores eu-
ropeos de la época.
En cambio, entre los menores sobrevive largamente el impresionismo,
que con inagotado aliento continúa hablando de fábulas marineras, de ba-
yaderas, de Oriente, de criaturas aladas, de juegos de agua y de fronda. Sin
embargo, se trata siempre del viejo bocetismo tardo-romántico, teñido en
un baño de pentafonía y de redondeados sonidos encantatorios de game-
lang, porque el impresionismo muere con Gaspard de la nuit y solamente
resucita por un instante en el clásico helenismo de las Métopes de Szima-
nowski. Ya el mismo Ravel, con los Valses nobles et sentimentales, había
entrado en el sendero de la nostalgia del pasado, y ya en 1914, empezando a
componer el Tombeau de Couperin, había contemplado un siglo xv de cris-
talina e inmóvil anhistoricidad.
Una tendencia neoclásica, que reencontraba y transformaba el clasi-
cismo académico del siglo xix, había surgido hacia fines del siglo. ¿Cuántas
gavotas no se habían escrito en el siglo xIx, cuántas muchachas no habían
suspirado en los movimientos mixtos de minueto y vals lento del Minueto de
e
EL NEOCLASICISMO 241

Paderewski? El Minueto de la Suite bergamasque de Debussy ya no desenca-


dena sentimientos; su languidez no es romántica, su erotismo gentil re-
cuerda a Watteau, su gusto de la belleza mira hacia Boucher. Lo mismo, la
Pavane de Ravel. Saint-Sáenshabía escrito en 1891 una Suite en cuatro mo-
vimientos, Op. 90, que postulaba un retorno a lo antiguo, Chausson había
escrito en 1896 las ya citadas Quelques Danses, y Paul Dukas, después de la
maciza Sonata de 1899-1900, había vivido un sueño de clasicismo francés
en las Variaciones, interludio y final sobre un tema de Rameau (1901-1902)
que reasumían la contraposición de dos mundos sonoros de las Variaciones
sobre un tema de Hándel de Brahms y, alternando la sonoridad romántica y
una sonoridad para-scarlattiana, se cerraban en una danza victoriosa de
timbres resplandecientes y relampagueantes. El simbolismo había encon-
trado luego vías nuevas con Jeux d'eau y con Pagódes y sólo el Roussel de la
Suite, Op. 14 (1910), había percibido todavía la fascinación del siglo xvin.
El Tombeau de Couperin es un manifiesto de neoclasicismo que no re-
niega en modo alguno de lo que el simbolismo había producido en una
docena de años: queda la tímbrica sutilmente variada, quedan las super-
posiciones de timbres diversos en el mismo registro del instrumento, pero la
técnica impresionista es puesta al servicio de un piano que vuelve a ser cla-
vicémbalo, que en el clavicémbalo redescubre la impureza de los armóni-
cos y el mediocre funcionamiento de los apagadores y que se vale de dos
manuales. Véase el comienzo del Preludio:

Dos eventos sonoros se desarrollan en la misma zona del teclado, la du-


ración de los sonidos largos no viene exactamente determinada y los dos
pedales combinados hacen la sonoridad un poco confusa. Ravel ha escu-
chado desde niño el clavicémbalo tocado por Louis Diémer, ha visto los
progresos de la recuperación historicista y conoce el clavicémbalo por
los numerosos registros y las grandes posibilidades colorísticas que Wanda
Landowska ha presentado en 1912 en el Festival Bach de Wroclaw. Al
piano, sabe parafrasear el sonido del clavicémbalo moderno. No es que
piense para clavicémbalo y transcriba para piano: delinea sobre el piano
un mundo que el clavicémbalo ha resucitado e inventa una escritura que
es un milagro de intuición colorística, un milagro irrepetible que sella el
neoclasicismo francés y decreta su fin.
Ravel, permaneciendo idéntico a sí mismo, en realidad nunca se repite,
y todo su trabajo para piano es una aventura consumada y conclusa, como
un matrimonio de Barbazul. El aspecto sonoro lineal del Tombeau de Cou-
perin no corresponde, pues, a una escritura simplificada y Ravel enmascara
242 EL DECADENTISMO

aquí la última y más difícil rarefacción de una técnica que continúa siendo
sofisticadísima. Después del marginal interés en los timbres artificiales de
la Sonatina segunda (1912) Ferruccio Busoni procede diversamente de Ravel.
Cuando escribe Sonatina ad usum infantis Madeline Americanae pro clavicim-
balo composita no piensa en el clavicémbalo. Su clavicimbalum es el término
latino para pianoforte, y su sonido no es paraclavicembalístico. Él piensa,
en cambio, en una escritura pianística prerromántica o en un Bach didác-
tico transferido al piano, y así la Sonatina in diem nativitatis Christi MCMXVIH
es un trozo encantado en el que la sapiencia de la pedalización moderna se
une a una escritura clasicizante, con un efecto, más aún que neoclásico, pri-
mitivístico. La Sonatina in signo Johanni Sebastiani Magni (1919) parafrasea un
trozo de Bach sobre el cual se construyen contrapuntos metafísicos, y la So-
natina super Carmen (1920) es una «fantasía de cámara» sobre la obra de
Bizet, una fantasía mantenida en los límites de un virtuosismo árido y esen-
cial más de Carl Czerny que de Franz Liszt. El núcleo de las mayores com-
posiciones neoclásicas de Busoni se completa con la Toccata (1921), que
reasume el espíritu clasificatorio de los Estudios de Debussy.
¿Puede hablarse de neoclasicismo en un músico como Satie? Las piezas
escritas durante o poco después de su período de estudio en la Schola Can-
torum (el Pasacalle, En habit de cheval, etc.) proponen de nuevo una ascética
concepción del contrapunto, velada pero oculta por los títulos irónicos.
Pero el neoclasicismo más propiamente pianístico de Satie, aquel que no
parte de razones de orden musical, sino de orden instrumental, lo encontra-
mos en la Sonatina burocrática (1917) y en los cinco Nocturnos (1919). Pero
la Sonatina burocrática es un montaje de la Sonatina, op. 36, núm. 1, de Cle-
menti y consiste en leer la música clementiana según el viejo equipo esco-
lástico (la inversión, el espejo), y en el falsear las líneas sobre varias
tonalidades, con, además, la historia banal de la jornada de un pequeño
burócrata de medias mangas. Historia y paráfrasis muestran con toda evi-
dencia intentos iriónicos de tipo dadaístico, pero lo que aquí más nos inte-
resa, al menos en este punto, es la reconquista de la perceptibilidad de las
líneas a través de la politonalidad, en vez de a través del toque diferenciado.
En el piano de la época de Clementi el juego de las líneas era perceptible a
causa de las características del instrumento tímbricamente no homogéneo;
en el piano de Satie las líneas de la Sonatina podían volver a ser perceptibles
sólo en virtud de un consumadísimo arte del toque. Mediante la politonali-
dad, Satie devuelve vida, confiriéndole eficacia, a una escritura simple que
después emplea con habilidad en los Nocturnos, técnicamente accesibles a
cualquier aficionado de facultades medianas.
Carácter esencial del neoclasicismo de Busoni y de Satie es, pues, la ne-
gación del virtuosismo en cuanto a ars reservata. En la misma óptica ideoló-
gica se sitúan la Sonata (1924) y la Serenata (1925) de Igor Stravinski que
reasumen estilos musicales, pero también tipos de escritura, del pasado. La
contradicción latente consiste en el hecho de que una escritura esquemática
y no difícil de dominar renace en un momento en el que viene a faltar la
base social que en el pasado la había justificado. Las sonatas de Carl Philipp
Emanuel Bach, de Haydn, de Mozart se escribían para el uso privado o se-
EL NEOCLASICISMO 243

miprivado de aficionados cultos, pero cuando Stravinski escribe la Sonata


y la Serenata ya se ha inventado la reproducción del sonido mediante me-
dios mecánicos, invención revolucionaria que ha empezado a destruir el te-
jido representado por elaficianado capaz de tocar el instrumento. El único
compositor que consigue contener la contradicción o al menos obtener
éxito con música de mediana dificultad y de grácil elegancia, como un Satie
de salón, es Francis Poulenc. Mientras, las obras neoclásicas de Satie, de
Busoni, de Stravinski no tienen ya consumidores entre los aficionados y
son demasiado fáciles para los profesionales y, por lo tanto, no entran en el
repertorio de los concertistas, a los que el público pide todavía demostracio-
nes de habilidad raras y especializadas. La escritura neoclásica simplifi-
cada, que podemos definir como radical, dura por esto un tiempo muy
limitado y representa un episodio que encuentra salida allí donde aún sub-
siste un público potencial, o sea, en la literatura, didáctica. Ya Stravinski
había escrito dos colecciones de piezas fáciles; Casella, Bartók, Kodály,
Hindemith, Prokófiev, Shostakóvich, incluso Webern (Kinderstiúck, 1924) se
dedicaron a la creación de una literatura para la infancia que en su con-
junto supera la del siglo xix y que hay que valorar entre los episodios más
significativos de nuestro siglo.
La obra que al mismo tiempo compendia y supera el neoclasicismo es, a
nuestro modo de ver, la Suite Szabadhan de Bartók, compuesta en 1926. La
adhesión de Bartók, como de Schónberg, a los problemas planteados por el
neoclasicismo de Stravinski puede entenderse como reflexión sobre una
experiencia que se juzga irrenunciable, pero de la que no participan las im-
plicaciones esteticoideológicas. Si en la Sonata, también la de 1926, la
estructura clásica se sigue con puntilloso rigor, en Szabadhan la tentación
neobarroca, a lo Stravinski o incluso a lo Ravel (el Ravel del Tombeau de
Couperin) es superada. Una relación con los clavicembalistas existe tam-
bién en Bartók, aunque de manera indirecta. En los años veinte, reanu-
dando la carrera de concertista que había interrumpido desde hacía mucho
tiempo, Bartók presentaba, es cierto, música suya, pero también música de
otros autores: en sus programas, entre otras, muchas piezas breves de clavi-
cembalistas franceses e italianos como Zipoli, Frescobaldi, Della Ciaja,
Scarlatti, Couperin. En las Nueve Pequeñas Piezas (1926) se destacan un Mi-
nueto, un Aria y un Tamburo basco que reflejan el interés de Bartók por la
música clavicembalística, y algunos trozos de Szabadhan muestran una le-
jana conexión cultural con el barroco: del barroco toma Bartók, por ejem-
plo, el concepto de música al aire libre y de la relación música-ambiente. El
título de Szabadhan significa, en efecto, A la intemperie, pero también signi-
fica En libertad, y en este sentido la relación con el barroco adquiere impli-
caciones ideológicas actuales y típicamente bartokianas.
Después de tres trozos (Con pífanos y tambores, Barcarola, Musettes) en
evidente relación con la sociedad del siglo xvn1, con la pieza número 4, Músi-
cas de la noche, llegamos al corazón de la nueva poética de Bartók. Los ele-
mentos de la composición son: 1) un grupo de cinco sonidos ejecutados en
rapidísima sucesión y con un sonido que se destaca de los otros; 2) sonidos
repercutidos alternados con fulmíneas voladas que probablemente repre-
244 EL DECADENTISMO

sentan el canto de un pájaro; 3) una melodía de coral, símbolo del hombre;


4) un tema de danza popular ejecutado por un instrumento de viento. Los
cuatro elementos son superponibles y son combinados por Bartók de varias
maneras. La pieza inaugura la larga serie de las partituras nocturnas barto-
kianas (segundo movimiento del Cuarteto número 4, segundo movimiento
de la Música para cuerdas, percusión y celesta, segundo movimiento del Con-
cierto número 3 para piano) en las cuales los símbolos de la religión huma-
nística de Bartók volverán varias veces para testimoniar su fe en la dignidad
humana, tanto más heroica cuanto más trágicos eran los tiempos (los años
treinta) en los cuales era proféticamente reafirmada por Bartók.
El trozo final, Caza o Persecución (el título es un húngaro Hajsza) es una
tocata que, tras algunos compases de introducción, prosigue con un impla-
cable ritmo insistente del bajo, violento y obsesivo, sobre el cual se desarro-
lla un tema guerrero y martilleador. La composición puede ser considerada
como lo contrario de las Músicas de la noche, como una cabalgada que
puede recordar La guerra de Henri Rousseau. Y todo el ciclo, iniciado con
la rústica jovialidad de Con pífanos y tambores, se cierra sobre esta trágica vi-
sión de muerte,pasando de la recreación cultural de la historia a la nueva
visión de muerte del mundo contemporáneo, y superando así los postula-
dos del neoclasicismo, al que Bartók había contemplado por un momento
con indudable curiosidad e interés.
Szabadhan, pianisticamente, afirma también la progresiva reconquista
de la escritura virtuosística, que en general vuelve a ser corriente, aunque en
contextos estilísticos neoclásicos: en la Sonata número 4 (1917) y en la So-
nata número 5 (1923) de Prokófiev la separación entre estilo musical neo-
clásico y estilo instrumental se halla ya presente, pero aún contenida en
límites modestos; mientras que los cánones barrocos de la Suite, op. 25, de
Schónberg (1924) o la misma Sonata de Bartók, con su clásico corte formal,
no excluyen una escritura instrumental de altísimo grado de dificultad. El
Bartók de los Conciertos número 1 (1926), número 2 (1930-1931) y número 3
(1945), el Prokófiev de los Conciertos número 3 (1917-1921) y número 5
(1932), el Stravinski del Capricho (1929), el Roussel del Concierto (1926), el
Ravel del Concierto en Sol (1931), el Szymanowski de la Sinfonía concertante,
op. 60 (1932), el Chavez del Concierto (1941), el Schónberg del Concierto,
op. 42 (1943), se sitúan en la línea del virtuosismo trascendental del
siglo XIX.
El neoclasicismo vuelve en verdad al virtuosismo tradicional limitán-
dolo o, podría decirse no impropiamente, ennobleciéndolo, y hasta Rajmá-
ninov, en su Concierto número 4 (1927) y en la Rapsodia sobre un tema de
Paganini (1934), se mantiene muy alejado de las espantosas dificultades del
Concierto número 3 (1909). Sólo el Concierto número 2 de Bartók requiere
dotes de valor, de resistencia, de atletismo parecidos a las de los más difíci-
les conciertos de la tradición romántica y posromántica, hasta el punto de
poner un poco en apuros incluso al autor que, sin embargo, ejecutaba habi-
tualmente la Totentanz de Liszt. De todos modos, si bien es cierto que el
neoclasicismo no desarrolla ulteriormente el virtuosismo pianístico, es
cierto también que se le debe considerar como elemento imprescindible de
EL NEOCLASICISMO 245

la relación entre el compositor, el ejecutante y el público en la organización


de la vida musical internacional.
El virtuosismo recibe un nuevo y singular impulso del desarrollo, de-
bido a factores fortuitos, pera históricamente significativos, de la música
para la mano izquierda sola. El pianista checoslovaco Otakar Hollmann y
el austríaco Paul Wittgenstein, mutilados del brazo derecho en la guerra,
encargan a algunos compositores piezas para la mano izquierda, especial-
mente conciertos con orquesta. Hollmann obtiene de Janácek el Capricho
para piano y pocos instrumentos (1926), escrito en un estilo concertante que
puede recordar la música de cámara del período Biedermeier. Paul Witt-
genstein, hermano del gran filósofo Ludwig, y dotado de importantes me-
dios, ejercita formas de convicción mucho más... seguras que las de Holl-
mann. En la práctica, Wittgenstein ofrece a lostcompositores una suma
atrayente a cambio de piezas para mano izquierda y orquesta, con la exclu-
siva de ejecución para cierto número de años. La literatura se ve así enri-
quecida con conciertos o piezas de concierto de Richard Strauss (Parergon
zur Sinfonia domestica y Panathernienzug). Prokófiev (Concierto número 4),
Ravel (Concierto en Re), Britten (Diversions), y Korngold, Franz Schmidt,
Bortkiewicz, Josef Labor, Hans Gál y otros.
El Concierto de Ravel (1931) merece un breve comentario. El título no
corresponde a la forma tradicional porque la composición está construida
más bien como pieza de concierto, Concertstúick, de varios movimientos uni-
dos. Después de una tenebrosa introducción orquestal, el pianista se pre-
senta ejecutando él solo el tema principal. Es una presentación monumen-
tal, imperiosa, como un golpe de escena que descubre de repente todas las
baterías y hace ver al público lo que se puede hacer con una sola mano; la
falta de una mano, dicho de otro modo, no pone límites a la autonomía, a
la complejidad y a la suntuosidad del discurso. Después de esta entrada so-
berbia, la orquesta puede entrar con igual fuerza y empezar luego a dialo-
gar con el piano; el discurso se anima y desemboca en un Allegro con
carácter de danza.
La habilidad de prestidigitador de Ravel consiste precisamente en la ca-
pacidad de esconder psicológicamente los límites que, en una pieza de vas-
tas dimensiones, derivan necesariamente del empleo de una sola mano. En
la sección principal de la composición, el Allegro, el piano no es, porque no
puede serlo materialmente, el antagonista de la orquesta; en aquel mo-
mento se convierte en un instrumento de la orquesta, usado en función or-
namental o temática, cuya parte es ciertamente muy difícil, pero que es
siempre uno de la orquesta, integrado en la orquesta. Dada la titánica pre-
sentación, sin embargo, el oyente es llevado primeramente a atribuir la rela-
ciones de fuerzas en el Allegro a una libre elección del compositor, no a una
necesidad, y queda a salvo la imagen tradicional del solista como domina-
dor de la masa.
Todo cuanto decimos no se entiende evidentemente como análisis del
Concierto. El Concierto posee una belleza intrínseca propia y una coheren-
cia musical absoluta, que es fácilmente percibida por el oído. El resultado
final es, sin embargo, la consecuencia de condiciones del punto de partida,
246 EL DECADENTISMO

de problemas de relación autor-intérprete-público que el autor se ha plan-


teado; es decir: ¿cómo se puede justificar ante el público la presencia de un
solista mutilado, cómo se puede llevar la relación solista-público, no al
plano de la compasión humana sino de una extrema exaltación del virtuo-
sismo, cómo se puede hacer palmario el hecho de que la mutilación no sig-
nifica menoscabo, aun cuando en la realidad las cosas sean así? La primera
entrada resuelve este problema y permite después al compositor usar como
le conviene el piano en el movimiento rápido, en el que la disminución fí-
sica pone límites gravísimos, insuperables.
Al final del Allegro, Ravel reasume la concepción inicial del papel del
solista, agigantándolo ulteriormente. Después de una breve reanudación
del primer tema, viene la Cadencia, escrita con un conocimiento de las po-
sibilidades físicas y mecánicas de la mano que tiene algo de prodigioso y
que se aproxima a menudo al límite de la imposibilidad de ejecución, sin
llegar nunca a tocarlo, y sin plantear, en realidad, problemas espinosos al
solista que posea verdaderamente la tradición virtuosística de la literatura
del piano. Conocimiento, dicho sea como un inciso, tanto más sorpren-
dente cuanto que se trata de conocimiento auditivo, no manual. Ravel era
un pianista de modestas facultades que nunca habría sabido tocar el Con-
cierto, pero sabía, en cambio, imaginar, proyectar efectos del más elevado y
sofisticado virtuosismo, es decir, de la más compleja relación mano-teclado,
simplemente a base de sus experiencias como oyente.
Durante el período neoclásico se emplean también en la literatura pia-
nística formas tomadas de la tradición del siglo xvm y de comienzos del x1x,
vistas, no hace falta decirlo, de un modo no repetitivo, ni tan siquiera inter-
pretativo y evolutivo, aunque la relación no se establece con formas cristali-
zadas, con cáscaras vacías de toda posibilidad (relación que será muy
tardía; por ejemplo, en la Sonata para dos pianos de Salvatore Sciarrino, de
1965). Más que de neoclásico se debería propiamente hablar de neobarroco,
porque en el período entre las dos guerras, la confianza en el contrapunto
en cuanto principio de construcción polifónica es absoluta; y viene atesti-
guada no sólo por la fuga del Concierto para dos pianos de Stravinski
(1935), por la fuga de la Sonata número 3 (1936) y por la ciclópea arquitec-
tura del Ludus tonalis (1943) de Hindemith, sino también por la técnica del
simbolista Messiaen. Messiaen no retrocede ni siquiera ante la verdadera y
propia fuga (número 6, «Todo ha sido hecho por Él», de los Vingt regards
sur l'Enfant Jésus), aunque esté justificada con fingido embarazo: «Me he es-
condido detrás de una fuga». Como hemos visto, sólo Bartók, en la Suite A/
aire libre, pasa de la recreación de la historia a una trágica visión del mundo
contemporáneo, superando así los postulados ideológicos del neoclasi-
cismo. En cambio, la confianza en el contrapunto, el neovirtuosismo de los
conciertos para piano y orquesta, la misma relación constante (aunque
atormentada) con las instituciones expresa, a nuestro modo de ver, la re-
nuncia de los compositores europeos a desarrollar radicalmente la ideolo-
gía de Satie O las concepciones del sonido de Debussy.
La predilecta construcción geométrica y por líneas exige una sonoridad
que haga siempre perceptible la estructura. La sonoridad pianística res-
EL NEOCLASICISMO 247

ponde, en general, a los principios del divisionismo de Prokófiev, con va-


riantes tímbricas obtenidas sólo con el toque y con instrumentaciones (du-
plicaciones, selección de registros) de tipo arcaico. Las músicas de Stravinski,
de Bartók, de Prokófiey, de Hindemith, de Eisler, de Krenek, de Casella, de
Copland, de Sessions, de Harris, de Shostakóvich, de Martinu, de Petrassi,
de Dallapiccola, de Britten, presentan ciertamente problemas nuevos de
contenidos musicales y en una historia de la literatura deberían analizarse
y comentarse por su valor estético. Pero nunca son tales como para apare-
cer debidas al «genio pianístico», a aquel que, como decía Busoni, «obliga
a los constructores de pianos a volverse hacia nuevos principios y crea una
literatura en la que los pianistas de carrera, se encuentran, de buenas a pri-
meras, como perdidos».
Entre los pocos trabajos neoclásicos que por la monstruosidad de las di-
mensiones y por las inauditas dificultades ponen verdaderamente en un
aprieto al pianista de carrera citaremos el Opus clavicembalisticum del inglés
de origen persa Kaikhosru Sorabji. El Opus clavicembalisticum fue com-
puesto entre 1929 y 1930, fue ejecutado por el autor en Glasgow en 1930 y
fue publicado en 1931. Sorabji, después de 1936, no quiso saber nada más
en cuanto a ejecutarlo y se defendió contra los intérpretes prohibiendo en la
edición impresa las ejecuciones no autorizadas («prohibidas las ejecucio-
nes públicas sin expresa autorización del compositor»). Hasta reciente-
mente no ha concedido Sorabji al pianista Yonty Solomon el permiso para
ejecutar otras composiciones suyas (entre ellas, el mastodóntico Concierto
para tocar yo solo) y hasta hoy el Opus clavicembalisticum no ha sido ejecutado
de nuevo ni grabado.
La composición ocupa doscientas cuarenta y ocho páginas impresas y
está formada por tres partes, subdivididas en doce números que se ejecutan
sin solución de continuidad: cuatro fugas, de uno a cuatro temas, están en-
cajadas en un fresco que comprende, entre otras cosas, un tema con cua-
renta y cuatro variaciones y un pasacalle con ochenta y una variaciones.
Espantosa es la amplitud de la concepción, espantosa es la duración y es-
pantosas son las dificultades pianísticas que se encuentran en la obra. La es-
critura deriva claramente de Busoni y en particular del Busoni de la Fanta-
sia contrappuntistica, pero el texto es tan denso como para dar la impresión
de una escritura para piano a cuatro manos o para dos pianos. Una versión
a dos pianos facilitaría enormemente la ejecución, pero haría perder el sen-
tido de grandiosa utopía, de torre babélica, que se experimenta en la lec-
tura, porque las titánicas dificultades parecen relacionadas con las titánicas
dimensiones y sólo el sentido del esfuerzo sobrehumano del pianista po-
dría dar razón de una concepción realmente sin parangón posible. Quizá el
Opus clavicembalisticum es realmente imposible de ejecutar, como la primera
versión de los Estudios de Paganini de Liszt, y quizá la ejecución sería tan
inadecuada que resultaría decepcionante. Sin embargo, no se puede por
menos de quedar fascinados ante una obra tan monstruosamente gigan-
tesca y no se puede por menos de abrigar la esperanza de que alguien llegue
un día a descifrar sus enigmas.
CapítuLO II

Las vanguardias
El concepto de vanguardia puede aplicarse a diversas experiencias mu-
sicales: por ejemplo, las composiciones pianísticas de Matthias Hauer
pueden definirse como de vanguardia porque emplean series de doce sonidos,
y la Suite, op. 25, de Schónberg (1924) es obra de vanguardia por estar cons-
truida, por primera vez en la historia, con una sola serie dodecafónica.
Aquí, en cambio, aun confesando lo arbitrario de la distinción, hablaremos
de las vanguardias en relación no con el desarrollo del lenguaje musical
sino del instrumento y de su uso.
El piano, como hemos visto, llega a ser el piano moderno en los últimos
treinta años del siglo xIx, cuando la adopción generalizada del marco metá-
lico fija los límites definitivos (al menos por ahora) de la tensión de las
cuerdas. La investigación sobre el instrumento realizada entre el final del
siglo y los dos primeros decenios del xx agota prácticamente todas sus posi-
bilidades, excepto una: el tercer pedal, patentado por la Steinway « Sons y
aplicado durante mucho tiempo sólo a los pianos Steinway, que permite
mantener las vibraciones de los distintos sonidos o grupos de sonidos, aun-
que dejando volver la tecla a la posición de reposo. En otros términos, el
tercer pedal mantiene levantados solamente algunos apagadores, en vez
(efecto del pedal de resonancia) de tenerlos levantados todos. Un efecto
análogo y más artesanal, no infrecuente después del ejemplo del Klavier-
stúck, op. 11, núm. 1, de Schónberg, consiste en tener levantados algunos
apagadores bajando la tecla para liberarlos, sin producir, empero, el so-
nido: en cambio, el sonido es producido por las vibraciones por simpatía, y
resulta lejano y misterioso:
LAS VANGUARDIAS 249
Die tasten tonlos niederdric
ken! langsamer
Flag. (4)- 5

Efectos obtenidos con el tercer pedal se encuentran en el Rudepoema


(1921-1926) de Héctor Villa-Lobos, artista muy influido por el impresio-
nismo y que, dicho sea de paso, entra en la pequeña historia de los hallaz-
gos curiosos cuando transfiere al pentagrama la línea de una cartulina con
los rascacielos de Nueva York (New York Skyline, 1940). De todos modos, el
tercer pedal sólo fue empleado por excepción hasta época muy reciente, en
que ha sido indicado frecuentemente por muchos compositores.
Una ampliación de la extensión del piano, tanto hacia lo grave como
hacia lo agudo, fue realizada por la Bósendorfer de Viena en su piano de
gran cola «Imperial». Algunos sonidos obtenidos con el gran cola Bósen-
dorfer fueron empleados por Bartók en la Sonata, pero los otros fabricantes
no siguieron el ejemplo del constructor vienés y los límites de extensión del
instrumento permanecieron inalterados.
Entre las novedades hay que señalar el cluster o tone-cluster (racimo de
sonidos) que ya habíamos indicado al hablar de Ives; con el cluster queda
superado el concepto de altura determinada en favor del concepto, tomado
de la percusión, de zona de alturas timbricamente caracterizada. Se puede
encontrar un embrión del cluster en una costumbre de fines del siglo x1x: la
llamada «patada del león». Muchos pianistas, en el fortissimo más clamo-
roso, aplastaban con la palma de la mano izquierda los sonidos interme-
dios de un acorde sin preocuparse ya de la claridad de la armonía sino
buscando un efecto, aproximado, de bombo y platillos. Un intento pare-
cido indujo a Ives, desde niño, a usar el cluster. En una página muy cono-
cida, publicada en 1925, cuenta haber ejecutado al piano las marchas, que
tocaba en la banda con el tambor, sin preocuparse por las tríadas y usando
el puño o la palma de la mano para obtener un efecto de percusión; en la
Concord-Sonata, como hemos dicho, Ives imaginó mágicos efectos de cluster
valiéndose de una regla de madera. También Henry Cowell empezó a expe-
rimentar los clusters desde que era un muchacho y los usó en The Tides of
Manaunaun (1915), en Antinomy (1915) y en otras piezas. Otros ejemplos de
cluster se encuentran en la música de Percy Grainger, de Leo Ornstein y
de otros compositores, especialmente americanos, pero el uso frecuente y
generalizado del cluster es posterior a la segunda guerra mundial. Hoy el
cluster en teclas blancas, en teclas negras, en teclas blancas y negras juntas,
y ejecutado, con la palma de la mano, con el puño, con el antebrazo es
muy corriente. Los compositores europeos del período de entreguerras pre-
ferían, sin embargo, «digitar» el cluster, incluso cuando, como Bartók en la
250 EL DECADENTISMO

Sonata para dos pianos y percusión, ponían los grupos de sonidos pianís-
ticos en relación con sonidos de la percusión, de altura indeterminada.
Entre los poquísimos ejemplos de clusters no digitados en la música euro-
pea pueden citarse los de la Lulú de Berg (con el antebrazo) y el del cuarto
movimiento de la suite All'aria aperta de Bartók (con la palma de la
mano).
Henry Cowell es también el pionero de la ejecución sobre la cordera.
Verdaderamente, se conoce un ejemplo de ejecución directa sobre la cor-
dera desde finales del siglo xv: en la Sonata en Sol mayor de Friedrich
Wilhelm Rust (pensada para clavicordio) se encuentran ejemplos de soni-
dos sobre cordera «a imitación de los timbales, del salterio y del laúd»; en
la última Sonata de Rust, en Re mayor (1796), los armónicos sobre la cor-
dera, punteados y batidos, se emplean no ya como curiosidad excéntrica,
sino en función tímbrica esencial del contexto musical. La idea de Rust no
fue seguida o al menos no se tiene noticia de ello. Muchos oyentes observa-
ron que Debussy tocaba a veces con tal impalpable levedad que daba la im-
presión de que las cuerdas no eran percutidas por. el macillo sino pulsadas
con las manos y. hemos observado (hipótesis no apoyada por ningún docu-
mento) cómo las dos octavas agudas finales de Feux d'artifice dan la impre-
sión de exigir la ejecución directa sobre la cordera.
De todos modos, la primera pieza en la que se exije la ejecución de algu-
nos sonidos sobre la cordera es la Piece for Piano with Strings de Cowell,
compuesta en 1924; en 1925, Cowell compuso Aeolian Harp y luego otras
piezas. El ejemplo de Cowell fue seguido por William Russel, pero tampoco
el uso de sonidos producidos directamente sobre la cuerda (punteados, ba-
tidos, armónicos) llega a hacerse común hasta después de 1950. Finalmente,
Cowell fue el iniciador de la ejecución sobre las partes metálicas del arma-
zÓn y sobre el mueble, es decir, la búsqueda de sonidos o ruidos obtenidos
con partes no principales del instrumento.
En la historia del piano podemos encontrar muchos tipos curiosos de
instrumentos y de teclados poco conocidos: el teclado de Paul von Jankó,
puesto definitivamente a punto en 1886, era una especie de escalera de seis
peldaños y el piano de Emmanuel Moór, bastante conocido en el período
de entreguerras, tenía dos teclados sintonizados a una octava de distancia
que podían actuar por separado o acoplarse mecánicamente.
El único instrumento que fue empleado sistemáticamente por algunos
compositores, entre las dos guerras y posteriormente, es el piano de cuartos
de tono. Un «piano acromático» de cuartos de tono había sido patentado
en París por un tal Behrens en 1892, y Ferruccio Busoni, en 1907, había teo-
rizado el uso de los tercios y sextos de tono. El checoslovaco Alois Hába
hizo construir en los años veinte por lo menos tres tipos de piano de cuartos
de tono por la casa Forster y por la casa Gotrian Steinweg, y para el piano
de cuartos de tono escribió en 1923 la Suite, op. 16, en 1924 la Fantasía,
op. 19, y muchas otras piezas hasta llegar a la Sonata, op. 62, de 1945. El piano
de cuartos de tono podía tener un teclado con teclas grises intercaladas
entre las blancas y las negras o bien dos teclados superpuestos sintonizados
a la distancia de un cuarto de tono. En uno y otro caso surgían poblemas
LAS VANGUARDIAS DS

tanto de buena entonación como de fácil ejecución! que limitaban práctica-


mente las dificultades de explotación de los microintervalos, hasta el punto
de que el instrumento no alcanzó nunca una difusión apreciable. El ale-
mán, luego americano, Hans Barth construyó en 1928 un pequeño piano de
cuartos de tono para el cual escribió el Concierto, op. 11, y otras piezas,
entre las cuales diez Estudios con orquesta. También el ruso emigrado Ivan
Wyschnegradski logró en 1929 hacer construir por la casa Pleyel, después
de muchos intentos frustrados, un piano de cuartos de tono con tres tecla-
dos para el que escribió muchísima música, e Ives completó en 1924 tres
Piezas para piano de cuartos de tono empezadas desde 1903. Finalmente,
diremos que Barth y Wyschnegradski continuaron componiendo para
piano de cuartos de tono durante muchos años después de la segunda gue-
rra mundial. El compositor mexicano Julián Carrillo hizo construir un
piano de tercios de tono en 1947 y, en 1958 por la casa Sauter, quince tipos
de piano con acordes desde el tercio al dieciseisavo de tono que fueron pre-
sentados en la Feria de Bruselas. El más refinado, casi infinitesimal ejem-
plo de microintervalos, lo encontramos en un Preludio de Carrillo, com-
puesto en 1949, para piano a treintavos de tono.
Hacia los años veinte, despertó cierto interés entre los compositores el
piano automático, construido ya en el pasado, pero que ahora llegó a un
alto grado de perfección. Para la pianola de feria, que Stravinski había imi-
tado con indecible humorismo en el primer cuadro de Petrushka, escribie-
ron Stravinski, Hindemith, Casella y otros, entre ellos el americano Conlon
Nancarrow, que puede considerarse como un «especialista». La pianola,
así introducida en el mundo áulico del arte, renegó de su nombre un tanto
engorroso, fue rebautizada como autopiano, y llegó a ser, con Jean Wiener y
otros, protagonista de salas públicas, adquiriendo, en los modelos más ma-
jestuosos, la denominación de «autopiano de concierto». Hasta pareció que
la pianola podría sustituir a la orquesta y lanzar a la miseria a los pobres
músicos de salas de cine, cuando el americano George Antheil, en 1924, tra-
bajó con Fernand Léger y Dudley Murphy en el filme Ballet mécanique escri-
biendo la música, proyectada para dieciséis pianolas. Pero las dieciséis
pianolas (¿la revuelta de las máquinas?) jamás lograron sincronizarse como
el compositor habría querido, y mucho menos lograron sincronizarse con
la película, que debía proyectarse en la pantalla (no existía el cine sonoro)
mientras chirriaban las pianolas. La película permaneció muda, Antheil
volvió a escribir la música para ocho pianos, cuatro xilófonos, dos campa-
nas eléctricas, dos motores de aeroplano, tam-tam, cuatro bombos y sirena,
además de una pianola en dos secciones. Habiendo así resuelto el pro-
blema, porque varios ejecutantes humanos sabían seguir una máquina,
mientras que varias máquinas no habían sabido andar de acuerdo entre sí.
Antheil presentó el trabajo en París en 1926. Vuelto a ejecutar el Ballet mé-
canique en Nueva York en 1927, no dejó otro rastro más que el escándalo
que había suscitado entre los bienpensantes.

1 El pianista y compositor checoslovaco Erwin Schuloff estudió los problemas de la técnica pianística
con que se tropezaba el ejecutante con el piano a cuartos de tono. y publicó incluso los resultados de su
trabajo.
252 EL DECADENTISMO

Más tarde (1952-1953), Antheil preparó otra versión de su obra, que ha


sido ejecutada también recientemente, para cuatro pianos, Glockenspiel, dos
xilófonos, sonido agudo de motor de aeroplano, sonido grave de motor de
aeroplano, gong, cimbalos y muchos otros instrumentos de percusión (en
las Instructions, Antheil decía que no pretendía usar dos motores de aero-
plano verdaderos, sino sólo los sonidos correspondientes, e indicaba dos di-
ferentes soluciones imitativas). De dieciséis pianolas a una, y a cero: repu-
diada también por Antheil, la pianola quedó confiada a los cuidados del
«especialista» Nancarrow, que le dedicó sus más maduras fatigas entre
1950 y 1968 con los 37 Estudios. Salida de la actualidad, la pianola se ha
convertido en objeto codiciadísimo entre los coleccionistas que se disputan
con precios de millones los ejemplares que han quedado con vida y los res-
tauran amorosamente.
El instrumento que habría podido aumentar desmesuradamente las po-
sibilidades tímbricas del piano y realizar la utopía del sonido pianístico de
dinámica constante fue el piano eléctrico, realizado en 1928 por la casa
Bechstein, tras largos experimentos, por obra del ingeniero Oskar Vierling.
En el piano eléctrico, denominado Neobechstein, las vibraciones de las cuer-
das no eran amplificadas por la tabla armónica, sino recogidas por electro-
imanes y transmitidas por altavoces. El piano eléctrico habría podido pues
obtener, o bien la dinámica constante, o bien modificaciones infinitas del
timbre mediante el uso de filtros y mezcladores. Pero, en realidad, no se tra-
taba tanto de una evolución del viejo piano como de la creación de un
nuevo instrumento, que en la práctica iba a inscribirse en la categoría de los
instrumentos eléctricos con teclado como el Trautonium. El piano eléctrico
no interesó a ningún compositor y sobrevivió, y sobrevive hoy, como má-
quina utilitaria, como instrumento que, no teniendo ni tabla armónica ni
gran cuadro, sino sólo cuerdas pequeñas y cortas, puede venderse a bajo
precio, ocupa poco espacio y no sufre los excesos de temperatura ni de
humedad.
Perdida la posibilidad de hacer evolucionar la tímbrica mediante el ins-
trumento eléctrico, y agotados ya los medios tradicionales de búsqueda, es
decir, el toque y, por excepción, la ejecución sobre la cordera, hubo quien
pensó cortar el nudo gordiano en vez de molestarse en deshacerlo: un
grupo de compositores americanos, entre ellos Cowell y John Cage, obtu-
vieron nuevos timbres colocando objetos entre las cuerdas.
La idea no era del todo nueva (ninguna idea es nunca nueva con un ins-
trumento que tiene dos siglos de vida). Por ejemplo, hemos visto cómo a
principios del siglo xix se montaron muchos instrumentos mecánicos ac-
cionados con pedal que permitían imitaciones del sonido del fagot o del
laúd. En muchos pianos verticales se aplicó luego, y aún hoy está en uso, la
«sordina», es decir, una tira de fieltro que se inserta entre las cuerdas yel
macillo y amortigua el sonido: el remiendo responde a la vulgarísima fina-
lidad de permitir al ejecutante ejercitar los dedos sin molestar demasiado
a los vecinos de apartamento, pero esto no quiere decir que el sonido ob-
tenido con la sordina no pueda emplearse para otros fines, aunque nadie
lo haya probado aún. Hacia el año 1920, cuando se empezaba a plantear en
LAS VANGUARDIAS 253

gran escala el problema de los instrumentos antiguos, se habían inventado


diversos sistemas para imitar en el piano el clavicémbalo: tiras de papel
entre las cuerdas (sistema adoptado por Ravel en la partitura de la obra
L'enfant et les sortileges), triángulos de tela con disquitos metálicos, alam-
bres. Finalmente, todos recuerdan qué extraños sonido salen de un piano
cuando el afinador aísla las cuerdas para arreglarlas una a una.
John Cage se comportó un poco como el afinador: insertó entre las cuer-
das trozos de goma, de fieltro, de corcho, de plástico, de metal, modificando
los timbres y las alturas de los sonidos de manera no sistemática y fija, sino
destinada a composiciones específicas; el piano resultaba predispuesto
cada vez más para servir a una composición determinada, como un truco
teatral para una parte determinada y fue Mamado por Cage «piano prepa-
rado» (prepared piano).
La primera composición para piano preparado de Cage, Bacanal, fue
realizada en 1938 y fue seguida de muchas otras obras para uno o dos pia-
nos preparados, algunas bastante sencillas como A Valentine out of the Sea-
son, de 1944, con pocos sonidos preparados; y de otras muy complejas,
como el gran ciclo Sonates and Interludes (1946-1948), en las que la prepara-
ción del piano requiere no menos de tres horas de trabajo. La experiencia
del piano preparado tiende, en Cage más que en Cowell y en otros autores
compositores americanos, a modificar radicalmente la psicología de la au-
dición y va ligada a problemas que aquí no trataremos. En relación con el
piano y con la tradición pianística, la preparación significa también, como
dice Bruno Canino, «la mortificación y el rechazo del piano, ya sea como
instrumento romántico (Brahms, Skriabin, Schónberg), ya sea como despe-
chado portavoz del novecentismo entre el neoclásico y el percusivo (Stra-
vinski, Bartók, Prokófiev)». Con el piano preparado se acentúa radical-
mente la objetividad del resultado sonoro porque la ulterior modificación
del timbre obtenida con el toque, es decir, confiada a las intenciones y al in-
dividualismo del ejecutante, es mínima. También se niega la pretensión de
poseer y juzgar la música a través de la grafía, conceptualmente en vez
de auditivamente, porque el sonido real del piano preparado no puede ser
imaginado en la lectura mental, sino que es comprobado después de la pre-
paración y durante la ejecución, hasta el punto de que, dice todavía Canino,
«la notación es siempre notación de acción: se indica qué tecla será bajada,
no qué sonido va a salir». La ingenua guerra contra los mitos, que Cage em-
prendería durante la posguerra, comenzaba, pues, echando un vestido de lu-
nares arlequinescos sobre el soberbio piano que dos siglos de historia y de
triunfos habían hecho omnipotente e idolatrado. Las tres horas de prepara-
ción y los setenta minutos de duración de las Sonatas and Interludes imitan
en negativo, como en un medieval «triunfo de la muerte», los setenta minu-
tos de música del recital de los años treinta; así como el pianista de Cage
emplea tres horas en preparar el instrumento, el inconmensurable virtuoso
consume tres horas por la tarde en hacer regular por el afinador la mecá-
nica y el pedal, en hacer afinar el sonido de dos teclas consecutivas que, por
un pequeño defecto nunca bastante criticado de construcción, rompe ligerí-
simamente la homogeneidad, en hacer punzar delicadamente y por varios
254 EL DECADENTISMO

lados los macillos, en eliminar cualquier mínimo crujido y rechinamiento.


El piano preparado no abría ni pretendía abrir una era nueva en la histo-
ria del piano, sino que reflejaba la neurosis de la vida concertística y tra-
taba de curarla. No parece que la lección haya sido comprendida.
Y na mn

SEXTA PARTE

Nuevas utopías
22
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CAPÍTULOI

Fijar el signo
La notación musical establece con exactitud la altura de los sonidos, y
con exactitud relativa, indicando el instrumento, establece el timbre. La di-
námica, en cambio, es indicada sin un punto de referencia objetivo, ni ab-
soluto ni relativo; el piano y el forte no son referibles a medidas ni tienen
una relación exacta entre sí, tanto que la unidad de medida de la dinámica,
el decibelio, no nace con la música, sino con el teléfono, hasta el extremo de
que nadie se preocupa de preguntarse si mezzoforte significa la mitad de un
forte, de la misma manera que no nos preguntamos si medio soprano signi-
fica la mitad de soprano. Además, la notación no considera la variación de
timbre en el mismo instrumento, ni la relación timbro-dinámica. Las varia-
ciones de timbre entran en la notación marginalmente, con indicaciones
entre descriptivas y psicologísticas: el esforzado, el brillante, el dulce, el
suave, se refieren en realidad a cualidades tímbricas del sonido que la nota-
ción se contenta con indicar genéricamente, dejando su realización a la tra-
dición o al gusto del intérprete.!
Sin embargo, en los primeros años después de la segunda guerra mun-
dial los compositores empezaron a tomar en consideración, con fines no ya
expresivos sino estructurales, también la dinámica y las variaciones del
timbre. Ya las Tres composiciones de Milton Babitt (1947) y la Sonata núme-
ro 2 de Boulez (1947-1948) estudiaban la organización de los ritmos y de las
intensidades según técnicas seriales derivadas de la dodecafonía. Sin em-
bargo, suele tomarse como punto de referencia el segundo de los Cuatro Es-
tudios de ritmo de Olivier Messiaen, Sistema de valores y de intensidades,
compuesto en 1949.

1 La variaciones del timbre se indican con cierto cuidado en los instrumentos de arco (pizzicato. con
sordina. al puente. sobre el batidor): la única variación del timbre indicada con precisión en el piano con-
siste en la prescripción del pedal «una corda». que. por lo demás. los compositores indican poco y los intér-
pretes emplean mucho.
258 NUEVAS UTOPÍAS

Escribe el autor:

Sistema de valores y de intensidades emplea un sistema de alturas (36 sonidos), de valores


(24 duraciones). de ataques (12 ataques). de intensidades (7 matices); la escala de las duracio-
nes se subdivide en tres tiempos (que corresponden a los registros agudo, medio y grave de la
escala de los sonidos): el primer tiempo utiliza 12 duraciones cromáticas a partir de la fusa; el
segundo tiempo usa 12 duraciones cromáticas a partir de la semicorchea; el tercer tiempo em-
plea 12 duraciones cromáticas a partir de la corchea (estos tres tiempos proceden simultáneos).
Las duraciones, las intensidades, los ataques se miden en el mismo plano de los sonidos; el
conjunto del sistema da colores de duración y de intensidad; cada sonido del mismo nombre
cambia su duración, ataque e intensidad según la región sonora que ocupa; la influencia del
registro sobre el estado cuantitativo, fonético y dinámico del sonido y esta distribución en tres
regiones temporales, que transforman la vida del sonido que las atraviesa, representan una po-
sibilidad de nueve variaciones de color.

Después de doscientos cincuenta años de que Cristofori hubiese empe-


zado a trabajar en ello, cincuenta años antes de cumplirse los tres siglos, el
pianoforte se ponía a reflexionar sobre su nombre, a tratar de encuadrar ra-
cionalmente y ya no sólo afectivamente su piano y su forte. Alcanzado con
Rajmáninov el punto más próximo posible a la utopía originaria, el piano
había reconocido con Prokófiev que el límite de la utopía no habría sido
nunca traspasado y se empeñaba en la nueva utopía de dominar en el acto
de la composición todos los aspectos del sonido. ¿Qué probabilidades te-
nía de realizarla? Messiaen, después de haberla hecho nacer, no se preocupó
de hacerla crecer, pero se sirvió del piano para los poemas afectuosos y sim-
bolistas dedicados a los pájaros y a su hábitat natural (El despertar de los pá-
jaros, para piano y orquesta, de 1953; Pájaros exóticos, para piano e instru-
mentos, de 1955; Catálogo de los pájaros, para piano solo, de 1956-1958; El
becafigo, de 1970), en el que prosiguió su fantasiosa creación de timbres
artificiales.
En cambio, de una manera radical y sistemática, los alumnos de Mes-
siaen, Jean Barraqué, en la Sonata (1950-1952), y Pierre Boulez, en el primer
libro de las Structures para dos pianos (1951-1952), continuaron la investiga-
ción encaminada a una serialización total de los parámetros del sonido.
Las consecuencias que Barraqué extrajo de las lecciones de Messiaen son
racionalistas y poéticas a un tiempo, mientras que para Boulez el paso de la
Sonata número 2 a las Structures es vivido como drama intelectual del
que siente que se encuentra en una encrucijada de la historia. El signifi-
cado que Boulez atribuye a la Sonata es el de un adiós, de una libera-
ción de la tradición (representada muy probablemente por la Sonata,
op. 106, de Beethoven:

Probablemente influido por toda la escuela vienesa que quería intentar la recuperación de
las formas antiguas, he probado de destruirlas completamente; es decir, que he hecho un in-
tento de destrucción de lo que era la forma sonata de un primer movimiento, de disolución de
la forma del movimiento lento a través del tropo y de disolución de la forma scherzo repetitiva
a través de la forma de la variación; de destrucción, en fin, en el cuarto movimiento, de la
forma fugata y de la forma canónica. Uso términos negativos quizá con exceso. Hay explosión,
disolución, dispersión en esta Segunda Sonata, y es precisamente de manera intencionada, a
despecho de una forma muy constrictiva, que han sido echadas al fuego todas estas formas
FIJAR EL SIGNO 259

clásicas. Después de esta Segunda Sonata, ya no he escrito más con referencia a una forma pa-
sada. Siempre he encontrado una forma que ha sido pensada con la idea misma.

En las Structures la organización de la construcción sonora, predetermi-


nada en todo su aspecto, supera en la práctica el límite de la ejecutabilidad.
No tanto, como en el primer Liszt, en sentido mecánico como en el cálculo
de las diferencias de intensidad y de los modos de ataque. Es precisamente
aquí que la utopía revela al mismo tiempo su carácter de utopía y la consi-
guiente tensión revolucionaria.
También en el grupo de los primeros cuatro Klavierstúcke de Karlheinz
Stockhausen, compuestos entre 1952 y 1953, se supera el límite de la ineje-
cutabilidad. Como se ha observado en varias ocasiones, un acorde como
éste prácticamente no puede ejecutarse OS todas las indicaciones
del compositor:

Por otro lado, tampoco puede dejar de observarse que el mismo acorde,
indicado simplemente con un forte o con un piano, no se ejecutaría con di-
námica uniforme de todos los sonidos, a no ser en una concepción de
acorde como cluster, como grupo de sonidos en una zona de alturas. En
cambio, en una concepción armónica del grupo de sonidos, el ejecutante
«entona» los sonidos de manera diversificada según la función e importan-
cia que tiene la intención de atribuirles. Por tanto, en la práctica es imposi-
ble respetar y realizar con exactitud todos los signos de dinámica escritos
por Stockhausen, pero el análisis espectroscópico del mismo acorde indi-
cado uniformemente forte e «interpretado» por un ejecutante, llevaría a re-
sultados que, por hipótesis, podrían coincidir con los indicados por Stock-
hausen. La escritura de Stockhausen, por muy utópica que pueda parecer,
pone de manifiesto la complejidad, tanto de la relación tradicional grafía-
sonido, como de la intervención del intérprete en el momento mismo en que
trata de recuperar en la proyección del compositor toda la realidad del ob-
jeto sonoro presente y anular la figura del intérprete.
La obra creativa de Boulez y de Stockhausen, conducida con un rigor y
una tensión intelectuales que aún hoy, al cabo de más de treinta años, sus-
citan pasmosa admiración, tiende a abolir la distinción de pensamiento y
materia y a resolver en el acto creativo el largo debate que en los años de en-
treguerras se había desarrollado sobre el intérprete. Este momento esencial
en la historia de la música de nuestro siglo abre el camino, por un lado, a la
experiencia de la música electrónica, y por el otro, para nosotros más inte-
260 NUEVAS UTOPÍAS

resante aquí, lleva a recuperar conscientemente el azar, la indeterminación


y la gestualidad.
En este proceso, que se desarrolla en los años cincuenta, es de capital -
importancia la obra de John Cage, de Morton Feldman, de Sylvano Bus-
soti. Si el Concierto para piano preparado de Cage (1951) prolonga aún las
perspectivas de las Sonatas e interludios, las composiciones que van de Music
of Changes (1951) al Concierto para piano y orquesta (1957-1958) se convier-
ten en ejemplares, provocadoramente ejemplares como llamamiento hacia
la realidad, como llamada a un orden que ya no está en la mente del hom-
bre como en las cosas. Es conocido el procedimiento seguido por Cage. En
Music of Changes el compositor suministra materiales que vienen determi-
nados en su existir concreto por operaciones de sorteo realizadas por el eje-
cutante; en el Concierto las partes del solista y las partes de la orquesta
pueden estar dispuestas en superposiciones y en sucesiones a elección de
los ejecutantes y pueden omitirse a placer. El valor liberatorio de las posi-
ciones cagianas fue puesto en seguida de manifiesto por algunos críticos.
Morton Feldman podía entonces tranquilamente alinear materiales clara-
mente datables, disponiéndolos en sucesiones simplemente repetitivas o de-
jando al intérprete la elección de la sucesión. En Intermission 6 (1953) el
compositor escribe seis sonidos separados, dos grupos de dos sonidos, uno
de tres y cinco de cuatro, determinando la intensidad («lo más suave posi-
ble»), pero dejando al ejecutante la elección de la sucesión («la composi-
ción empieza con cualquier sonido y va delante de cualquier otro»). En
Intersection 3 (1953) Feldman no indica sonidos, sino zonas de altura (alta,
media, baja). En la Pieza para cuatro pianos (1957) cuatro intérpretes ejecu-
tan el mismo texto en el mismo orden, pero cada uno con su propio movi-
miento «psicológico», de suerte que el resultado es «como una serie de
reverberaciones de una idéntica fuente sonora» (Feldman).
Los números 3 y 4 de las Five Pieces for David Tudor (1959) de Sylvano
Bussotti están escritas en notación gráfica no referible a la grafía tradicio-
nal y que ni siquiera pretende establecer un sistema gráfico para música:
antes bien, el número 4 es un diseño que el intérprete es invitado a traducir
en sonidos. Aunque el significado ideológico de la idea de Bussotti puede
discutirse largamente (tomada como provocación pura o como principio
de restauración de la correspondencia entre formas gráficas y formas musi-
cales, y por lo tanto de identidad sustancial de pensamiento hecho sensi-
ble en materias diversas); en la relación con el instrumento, el significado es
el de confiar al intérprete una misión primaria, ofreciéndole un vastísimo
campo de elección y de intervención, permitiéndole emplear todos los tipos
y modos de ataque de la tecla, de ejecución sobre las cuerdas, de percusión
sobre el mueble que constituían el patrimonio histórico del piano.? con la
única obligación de encontrar una clave de decodificación coherente con
el aspecto gráfico de la tecla.
Tocado este punto extremo, Bussotti volvía a organizar el sonido, en

? Bussotti ofrecerá el más completo ejemplo de creación de sonidos directamente sobre la cordera (cuer-
das punteadas y percutidas de varias maneras y con diversos objetos) y de creación de sonidos obtenidos
usando las partes metálicas y el móvil en los Tableaux vivants para dos pianos (1964-1966).
FIJAR EL SIGNO 261

sentido lato, dentro de límites tradicionales, es decir, repitiendo la clara se-


paración de compositor y ejecutante y las respectivas funciones. En Pour
Clavier, llamado así porque el ejecutante actúa sólo sobre el teclado, se re-
proponen el virtuosismo y el gusto por el azar y se acentúa el valor especta-
cular y complicado del gesto del ejecutante. El salto de la mano izquierda al
principio de la Sonata, op. 106, de Beethoven es arriesgado, y el riesgo
puede eliminarse dividiendo el pasaje entre las dos manos, pero la neutrali-
zación del riesgo comporta también una neutralización de significado, por-
que en toda la Sonata Beethoven impondrá después al pianista la obliga-
ción de afrontar continuamente el peligro y le dejará un estrecho margen al
borde de la imposibilidad de ejecución. Este sentido del empeño físico del
ejecutante y de la ejecución como exaltante acrobacia, vivísimo en la tradi-
ción virtuosística, vuelve a ser en Pour Clavier la razón de fondo del compo-
ner, y Bussotti prescribe incluso para algunos pasajes digitaciones que
acentúan el riesgo, en vez de limitarlo.
La lección de Cage no dejó de influir en Boulez y en Stockhausen. Si
bien la Sonata número 3 de Boulez (1956-1957) demuestra una toma de
conciencia que no puede minusvalorarse, su solución, que ofrece al ejecu-
tante ciertas posibilidades de intervención en la «canalización» de diversos
recorridos, nos parece escolástica o simplemente de compromiso, y nos re-
cuerda singularmente la autorización que Beethoven concedía a Fernand
Ries de posponer el Scherzo de la Sonata, op. 106, o los cortes que Liszt, co-
nociendo bien la costumbre concertística, autorizaba y preveía. En suma,
nos parece que Boulez trataba de limitar los daños, dando pruebas de re-
conocer una autonomía operativa al ejecutante, pero organizándola él
mismo. También el Klavierstúck X1 de Stockhausen (1956) deja a la elec-
ción del ejecutante la sucesión de diecinueve grupos de sonidos. Más intere-
sante es el descubrimiento de la tímbrica del piano como materia sonora a
analizar, y no ya como resultante sonora, espejo sensible del pensamiento.
Aspecto que se encuentra, o bien en la segunda serie de las Structures para
dos pianos de Boulez (1956-1961), o bien en los Klavierstúcke del V al X de
Stockhausen, y que en el IX (1954-1961) alcanza un resultado tan poético
como para hacer entrar la composición, si no en el repertorio corriente, por
lo menos entre las obras contemporáneas que se ejecutan con cierta fre-
cuencia, incluso en las temporadas más tradicionales de conciertos.
Si los años cincuenta fueron extraordinariamente densos en aconteci-
mientos y descubrimientos, los años sesenta vieron el comienzo de algunas
nuevas personalidades de músicos, pero no una renovación de las investi-
gaciones sobre el instrumento ni un desarrollo radical de las poéticas. La
novedad mayor viene representada, no sólo en el campo de la música pia-
_nística, por la relación entre instrumento y música registrada, es decir, por
la relación entre ejecución y cinta previamente preparada, con predetermi-
nación del movimiento y de una parte de la sonoridad. En Kontakte de
Stockhausen (1959-1960) el piano entraba en «contacto» con sonidos elec-
trónicos: pero no un piano solo, sino un piano con algunos instrumentos de
percusión. La música para piano y cinta magnética O para piano, cinta
magnética y orquesta se hizo luego no infrecuente. incluso en contextos lin-
262 NUEVAS UTOPÍAS

gúísticos en parte o del todo tradicionales. Un caso particular de relación


entre ejecución y cinta magnética lo encontramos en Como una ola de fuerza
y luz (1972) para piano, orquesta y cinta magnética, y en el más reciente
..sofferte onde serene... (1976) para piano y cinta magnética de Luigi Nono, en
el que la cinta contiene sonidos producidos en un piano por un ejecutante
(en este caso, Maurizio Pollini), analizados y elaborados en un estudio de fo-
nología. La poética de Nono se considera en relación con su empeño ideo-
lógico, aunque con una voluntad de comunicación que lo sitúa en la
tradición de la música occidental. Pero Nono no permanece extraño al
salto de cualidad abierto por la Nueva Música en los años cincuenta, es
decir, a la exploración de la materia como factor esencial de la composi-
ción. Axioma que en verdad sería difícil de sostener con un instrumento
sobre el cual pesan dos siglos de historia y cuya construcción prácticamente
no ha evolucionado desde hace más de un siglo, si no se realizase con me-
dios no ya fisiológicos, sino tecnológicos.
A este propósito, es rica en potenciales desarrollos la solución propuesta
por Stockhausen en Mantra para dos pianistas, de 1970. Aquí la ejecución
de un texto escrito con todo detalle es paralela con modificaciones del so-
nido obtenidas con aparatos electroacústicos: «... cada uno de los dos pia-
nistas tiene a su izquierda un conjunto de aparatos que comprende un
amplificador, micrófonos, un compresor, un filtro, un modulador de anillo,
un generador de ondas sinusoidales con escala graduada y un regulador de
volumen. El sonido del piano es amplificado con dos micrófonos y modu-
lado circularmente con una onda sinusoidal. Detrás de cada piano, ligera-
mente separados, hay altavoces que emiten el sonido modulado simultá-
neamente con el que se produce. El sonido modulado debe ser un poco más
fuerte que el sonido original». Aun cuando los efectos obtenidos por Stock-
hausen recuerden no raramente los de un piano preparado más costoso y
más pretencioso, en Mantra encontramos la más avanzada hipótesis de in-
vestigación sobre el instrumento que se haya emitido en los últimos años.
Esto no quiere decir que no exista en los últimos treinta años otra litera-
tura pianística que no sea la que aquí hemos comentado. El piano se em-
plea, y ha sido empleado en los últimos treinta años, también para investi-
gaciones lingúísticas e históricas que prescinden de su timbre, y también
para una producción que en sentido lato puede definirse como neoclásica.
Cabe recordar en este sentido como particularmente significativos el Con-
cierto de Eliott Carter (1966), que reanuda una concepción antagonística
entre solista y orquesta, imaginada pero no realizada a comienzos del siglo
ni por Stravinski (Concertstúck, convertido luego en el ballet Petrushka) ni
por Ives (Concierto dedicado «A Emerson», convertido después en primer
movimiento de la Concord-Sonata); el Concierto para dos pianos y orquesta
de Luciano Berio (1972-1973) y las Tres Piezas para dos pianos de Gyórgy Li-
geti (1976).
En sentido lato puede adscribirse a una poética neoclásica la música

* «Para dos pianistas». no «para dos pianos». porque cada ejecutante toca también doce platillos afi-
nados (címbalos antiguos) y un wood-block.
FIJAR EL SIGNO 263

que, aun no reasumiendo formas o escritura pianística clásica, nace del es-
tudio de sonoridades románticas o simbolistas. También podría decirse que
ya el tercer trozo de Al aire libre de Bartók, Musettes, se basa en el análisis de
los compases 9-16 del Estudio, op. 25, núm. 3, de Chopin o que en el Kla-
vierstiick YX de Stockhausen reaparecen las sonoridades de la ornamenta-
ción chopiniana y lisztiana. Un estudio profundizado del sonido de la
ornamentación romántica, analizada e indicada con «una escritura de
toque y pedal que [...] no tiene rival en el idear perspectivas infinitésimas»
(Bortolotto), aparece más bien en las músicas escritas por Cornelius Car-
dew hacia 1965 y se hace cada vez más frecuente en los años setenta. En
Paolo Castaldi el gusto por la cita puede llevar a comparar la sonoridad
abstracta del ejercicio y la sonoridad de la literatura (Scale, 1970) o a causar
la intersección de dos composiciones que usan el instrumento de un modo
parecido (Gried, 1969, basado en el collage de fragmentos del Estudio, op. 10,
núm. 3, de Chopin y del Sueño de amor, núm. 3, de Liszt). En De la nuit (1971)
de Salvatore Sciarrino la composición nace del análisis de ciertas sonorida-
des de Ondine (de Gaspard de la nuit) de Ravel, expresamente citadas no sólo
en cuanto a sonoridades, sino también en cuanto a notas y texto. En el
Étude de concert (1976) Sciarrino iimagina una sonoridad skriabiniana (posi-
ciones amplias y rápidos cambios de posición) hecha más impalpable, in-
directa, casi reminiscencia o sueño de la persistencia del comienzo al final
de vibraciones por simpatía de todo el registro grave, obtenidas mediante el
tercer pedal; inmediatamente después, en la Primera Sonata, el compositor
puede servirse de sonoridades simbolistas (incluida una casi cita de Jeux
d'eau a la Villa d'Este de Liszt) sin caer en contextos tradicionales. Por otro
lado, Stockhausen puede escribir en Tierkreis (1975) verdaderas melodías
sin renegar de las conquistas de los años cincuenta. Operación bien distinta
de la institucionalización de la vanguardia, de la relación ecléctica de van-
guardia, y tradición que, en contextos culturales diversos, es perseguida por
artistas de indudable talento como Hans Werner Henze (Tristan, para
piano, cinta magnética y orquesta, 1973) o el soviético Rodion Scedrin
(Concierto número 2, 1966; Concierto número 3, 1973; 25 Preludios polifóni-
cos, 1972). Sin querer con esto expresar juicios morales, puede observarse
que mientras la investigación reasume constantemente aquella relación
evolutiva con la tradición que hemos observado en todos los mayores ar-
tistas hasta aquí encontrados, la institucionalización académica de la
vanguardia procura paradójicamente hacer aceptar música nueva en un
mundo que no requiere música nueva porque en los últimos ochenta años
el repertorio concertístico se ha modificado progresivamente y ha acogido
cada vez con mayor dificultad músicas contemporáneas. Si Liszt presentaba
un repertorio formado casi íntegramente por «primeras ejecuciones absolu-
tas», si Francis Planté (nacido en 1839) conservaba hasta la más provecta
ancianidad una curiosidad por lo nuevo que le permitía incluir en su reper-
torio música de Prokófiev (nacido en 1891) y de Poulenc (nacido en 1899),
ya el repertorio de Schnabel demuestra un total desinterés por la música
contemporánea, si bien Schnabel fue músico muy abierto y compositor
de vanguardia. Hoy, los repertorios de Alfred Brendel (nacido en 1931) y de
264 NUEVAS UTOPÍAS

Vladimir Ashkenazy (nacido en 1937) se detienen en Prokófiev y, entre los


grandes pianistas del momento, puede considerarse precisamente extraor-
dinario el caso de Maurizio Pollini que ha interpretado, después de Boulez
y Stockhausen, músicas de Luigi Nono y de Giacomo Manzoni. Un pia-
nista como Radu Lupu (nacido en 1945), que está justamente considerado
como un artista de los más interesantes de la actualidad y cuyo repertorio
es, por lo demás, muy vasto, no interpreta prácticamente ningún composi-
tor posterior a Brahms, sin que esto parezca extravagante o escandaloso.
¿Se trata quizá de una inversión radical de las posiciones de Liszt? La
respuesta no es fácil. Si Listz, Búlow y Anton Rubinstein buscaban los valo-
res duraderos tanto en el pasado como en el presente, muchos de los gran-
des intérpretes de nuestro siglo, y son los grandes intérpretes quienes
determinan el gusto que más se difunde y generaliza, han preferido profun-
dizar en el conocimiento del pasado, dejando que el presente se depurase y
que sus valores emergiesen lentamente para ser tomados verdaderamente
en consideración por una generación de intérpretes posterior a la de los
compositores que había creado aquellos valores. El fenómeno, visto de esta
manera, no contradice la importancia que Liszt había dado a la actividad
del intérprete, público expositor de una literatura de valor histórico. En
realidad, la transformación, el trastorno que ha llevado la música con-
temporánea al recinto de la especialización y del cenáculo intelecutal, se ha
realizado sobre el significado hoy atribuido al término mismo de «interpre-
tación», que ha perdido el sentido de la búsqueda de los valores metahistó-
ricos para asumir el del juicio sobre la civilización. El término alcanzado
deja en el aire un problema, que no es simplemente el de llevar la música
contemporánea a una posición de privilegio o incluso sólo de presencia a
igual derecho en la vida musical de hoy.
CapítTULO II

Encontrar la historia
La historia del concertismo, que por lo menos en el siglo x1Ix no puede
ser diferente de la historia de la interpretación, estuvo dominada durante
unos setenta años por Liszt y por Anton Rubinstein. Liszt, como hemos
visto, transformó la «academia» en recital, estableció el primer núcleo del
repertorio y desempeñó después un papel decisivo en el desarrollo de la
cultura como maestro de varias generaciones de pianistas, de Hans von
Biillow (nacido en 1830) a Eugene d'Albert (nacido en 1864). Anton Rubin-
stein fue, después de que Liszt se retirase del concertismo activo, el mayor
encantador de multitudes y, por consiguiente, el mayor propagador de cul-
tura, llegando a desarrollar el legado lisztiano hasta la ejemplar propuesta
de los «conciertos históricos». Ninguno de los concertistas formados mien-
tras vivieron Liszt y Rubinstein pudo substraerse a las orientaciones sobre
el gusto que éstos habían propugnado y a las tradiciones interpretativas que
de éstos provenían, es decir, a su modo de entender el valor del signo. Sin
embargo, en Fernando Busoni, que conoció a Liszt y a Rubinstein, pero que
era autodidacta, pueden percibirse tanto la premonición de una inevitable
crisis como el proyecto, podríamos decir, de una reforma.
Busoni comenzó imitando, aunque indirectamente, no como discípulo,
a Anton Rubinstein y aún en 1896 se complacía en ser comparado con
él por un crítico competente y temido como Eduard Hanslick. Hacia el
final del siglo Busoni empezó a estudiar intensamente a Liszt, y en 1903 se
presentó en Berlín con tres programas lisztianos que comprendían, entre
otras piezas, la serie completa de los Estudios trascendentales y de los Estu-
dios de Paganini y una velada enteramente dedicada a transcripciones y
paráfrasis. Busoni afirmaba así la validez de las músicas de Liszt, cuyas for-
tunas críticas habían llegado por entonces a un punto ínfimo y, al mismo
tiempo, se proponía a sí mismo como auténtico heredero no tanto de la tra-
dición (porque no había estudiado con Liszt) como de la estética y de la
ideología lisztiana. Liszt había obrado en su tiempo el milagro de hacer
«contemporáneos» a compositores no vivientes, descubriendo, por lo tanto.
266 NUEVAS UTOPÍAS

valores y mitos que se proyectaban más allá de la época que los había pro-
ducido. Los discípulos de Liszt tendían a codificar la memoria y la tradi-
ción lisztianas. Busoni, en cambio, quiso reasumir en la raíz un principio
lisztiano que, como tal, después de la muerte de Liszt ya no coincidía con la
tradición.
Polemizando con el crítico Marcel Rémy, había escrito en 1902:

Usted parte de premisas falsas si cree que es mi intención modernizar las obras. Al contra-
rio, limpiándolas del polvo de la tradición, intento restablecer su juventud, presentarlas como
sonaban para el público en el momento en que por primera vez brotaron de la mente y de la
pluma del compositor. La Patética era una sonata casi revolucionaria en sus días y debe sonar
revolucionaria. Nunca se pone suficiente pasión en la Apasionada, que fue en su época la cima
de la expresión de la pasión. Cuando interpreto a Beethoven trato de alcanzar la libertad, la
energía nerviosa y la humanidad que son los signos peculiares de sus composiciones, en con-
traste con las de los que le precedieron. Identificándome con el carácter del Beethoven hombre
y con lo que se dice de su modo de tocar, me he construido un ideal que erróneamente ha sido
calificado de moderno y que en realidad no es sino vida. Lo mismo hago con Liszt; y, extraña-
mente, muchos me aprueban en este caso mientras que me condenan en el otro.

Por lo que hoy puede comprenderse por sus poquísimos discos, por las
revisiones, por las polémicas que sus ejecuciones suscitaron, Busoni se re-
servaba siempre el derecho de intervenir sobre la escritura instrumental, de
«reescribir» pianísticamente las composiciones, ya fuesen de Bach, de Mo-
zart, de Beethoven, o de Liszt. Todavía más, intervenía para organizar de
manera no tradicional la percepción, por medio del timbre y del pedal
de resonancia,! valiéndose de una técnica del sonido («Busoni es un Creso
en los matices del sonido», Karl Nef) que probablemente no tuvo rival
antes de Horowitz. El objetivo, ya lo hemos visto poco antes, era el de re-
crear el efecto original de la música, no como había sido percibida mate-
rialmente en tiempos del autor, sino como había sido captada psicológica-
mente por los oyentes del pasado. Frente a la codificación de la tradición
destinada a desembocar en el academicismo, y frente a la reciente investi-
gación filológica de Ernst Pauer, de Diémer y de Hipkins, Busoni trataba
de mantener vivo el concepto lisztiano de perpetuo redescubrimiento del
valor emotivo originario de la música, substrayéndola a la historización; in-
tento que no podía dejar de quedar aislado y aparecer provocativo, en una
época que empezaba precisamente, como hemos dicho, a volver a adoptar
los instrumentos antiguos y a volver a estudiar tratados y técnicas de ejecu-
ción del pasado y que, al menos en perspectiva, quería redescubrir los valo-
res Originales de la música a través de un momento inicial de correcta
restauración filológica, no de intuición recreadora.
El problema, que no puede analizarse adecuadamente aquí, es en ver-
dad muy complejo y complicado porque, para citar sólo un ejemplo, Wanda
Landowska usó, polémicamente, un instrumento antiguo, el clavicémbalo,
pero sirviéndose en realidad de él según concepciones ideológicas no dife-

! «Y el piano posee algo que es exclusivamente suyo. un medio inimitable, una fotografía del cielo. un
rayo de la luz lunar. Los efectos del pedal distan mucho aún de haberse agotado. porque han quedado escla-
vos de una teoría armónica mezquina e irracional. Se trata el pedal como si se quisiese reducir el aire y el
agua a formas geométricas.» (Apprezare il pianoforte. 1910.)
ENCONTRAR LA HISTORIA 267

rentes de las de Busoni; la Landowska se hizo en efecto construir un instru-


mento de teclado con cuerdas punteadas (por lo tanto, teóricamente un
clavicémbalo) pero que disponía de posibilidades mecánicas y colorísticas
desconocidas en la Epoca: de. Bach o de Scarlatti y que por esto no debía
temer la comparación inmediata con el moderno piano al que el público es-
taba acostumbrado. Si bien el problema de la praxis de ejecución no fue re-
suelto de una manera radical, aproximadamente en los primeros cuarenta
años del siglo, a no ser por investigadores aislados como Karl Nef, Richard
Buchmayer y, sobre todo, Arnold Dolmetsch, mientras los concertistas de
éxito contaban siempre con las dificultades prácticas y con las costumbres
del público, la generación de los intérpretes nacidos alrededor del año 1880
afrontó críticamente la tradición de Liszt y de Anton Rubinstein que la ge-
neración anterior aún había recibido directamente. En los comienzos de
nuestro siglo asistimos, pues, no simplemente al paso de una a otra genera-
ción, sino de una época a otra.
Los documentos de historia de la interpretación pianística son incom-
pletos y a menudo de muy difícil lectura. Hasta llegar a Anton Rubinstein
no tenemos más que críticas y memorias generalmente sólo encomiásticas, y
revisiones de textos clásicos, de las que se puede extraer, sobre todo, la his-
toria del modo de frasear. Del Brahms pianista ha quedado en un cilindro
de cera el fantasma casi inaudible de una ejecución de la Danza húngara
número 1: de Saint-Saéns, de Leschetitzki, de la Carreño, de la Essipova, de
Scharwenka, de Debussy, de Albert, de Reisenauer, de Busoni, de Grana-
dos, de Ravel, de Skriabin y de otros nos han quedado rollos de pianola que
nos permiten captar algunos elementos de su estilo pero que son inadmisi-
bles por lo que respecta a la sonoridad. Pocos son los discos de Planté, de
Pugno, de Busoni y de D'Albert; más numerosos los de Pachmann, de
Sauer, de Paderewski, de Rosenthal, de Godowski, de Rajmáninov, de Lhe-
vinne. De Josef Hofmann y de Alfred Cortot existen muchos discos y algu-
nas grabaciones, aunque bastante tardías, de interpretaciones públicas. Los
grandes pianistas nacidos después de 1880 han dejado en disco práctica-
mente todo su repertorio, o por lo menos el repertorio ejecutado después de
la gran guerra, es decir en el período de su madurez; son numerosas las gra-
baciones y en algún caso, aunque excepcionalmente, las películas de sus in-
terpretaciones públicas.
La grabación en disco, que se inició con nuestro siglo, pero que no se de-
sarrolló y difundió ampliamente hasta después de 1920 y, sobre todo, hacia
1930, con la sustitución del sistema acústico por el eléctrico, nos permite
conocer directamente el estilo de los pianistas nacidos hacia el año 1860.
Pero no nos permite reconstruir con exactitud, en forma documentada, su
evolución y, por consiguiente, la historia de la interpretación en su mo-
mento crucial. Los discos acústicos del periodo 1905-1914 y las observacio-
nes de críticos muy atentos a captar las características peculiares de todo
intérprete nos hacen suponer que Wilhelm Backhaus fue el primer expo-
nente que se apartó claramente de la tradición Liszt-Rubinstein. Backhaus,
que en 1905 había vencido en París en el importantísimo Concurso Rubin-
stein y que inmediatamente después se presentó en las mayores salas de con-
268 NUEVAS UTOPÍAS

cierto europeas y norteamericanas, en su juventud fue apreciado por su


dominio del teclado, pero fue también juzgado como «de temperamento y
de técnica fríos» (Breithaupt) y calificado de «gran técnico académico»
(Niemann).
Backhaus seguía en realidad presentando el repertorio tradicional del
concertista internacional, un repertorio extenso, desde Bach a los contem-
poráneos, y muy variado, pero lo presentaba de una manera que suscitaba
reacciones negativas de parte de críticos anclados en la tradición. El ya ci-
tado Walter Niemann, escribiendo en 1919, observaba: «El sentido del estilo
y el arte de la caracterización individual están en él poco desarrollados. Así,
toca, no sólo en cuanto a sonoridad, sino también espiritualmente, a Schu-
mann como si fuera Debussy, y a Beethoven como si fuera Chopin». Por lo
demás, uno se ve inducido a dar la razón a Niemann cuando se observa que
una bellísima ejecución de la Fantasia-Impromptu de Chopin, grabada por
Backhaus en 1908, no difiere estilísticamente mucho de una grabación, por
otro lado admirable, del Preludio y fuga en Do mayor del primer libro del
Clavicémbalo bien temperado de Bach, realizada en 1938. Pero, precisamente
esta falta de definición estilística en el sonido y en el fraseo, junto con el pri-
mado de la inteligencia, con la fría meticulosidad de la técnica, con la
quema de todo detalle, hacen suponer que Backhaus se presentaba desde
joven como el manierista que, no encontrando ya las motivaciones éticas o
psicológicas sobre las que se había levantado el arte del pasado, supera la
secularización de los mitos, anclándose en el signo y buscando a través del
signo las estructuras del lenguaje, consideradas y leídas en sí, y analizadas
según un método de trabajo fenomenológico. Independientemente de la ca-
rrera gloriosa y de las opiniones de la crítica que llegó progresivamente a
reconocer en él a uno de los mayores pianistas de nuestro siglo, nos parece
que en esta característica suya consisten esencialmente su originalidad y la
función, insustituible, desempeñada por él en la historia del arte.
Si la lección de Backhaus representa a nuestro juicio, la denuncia, la se-
rena memoria de una crisis irreversible de la tradición, la lección de Artur
Schnabel nos ofrece de la crisis una solución diferente. Ligado inicialmente
a la tradición como discípulo de Leschetitzki, menos dotado que Backhaus
como instrumentista, y por lo tanto no inserto en seguida en la vida concer-
tística internacional, Schnabel empezó a destacarse en los años veinte
como intérprete de los clásicos y de los románticos alemanes, especial-
mente de Beethoven; como el intérprete que analizaba el signo no en sí y no
a través del acervo de la tradición sino a través de una minuciosa investiga-
ción historicofilológica. Después de haber interpretado antes de la guerra
también a Chopin y a Liszt, Schnabel limitó en la posguerra el número de
autores a interpretar, concentrándose en algunos para encargarse de su
obra casi en bloque, afirmando así el concepto de que la figura del compo-
sitor se percibe en su globalidad más que en las puntas emergentes de las
«obras maestras». Además, si en 1927, centenario de la muerte de Beetho-
ven, Schnabel interpretaba las treinta y dos Sonatas, en 1928, centenario de
la muerte de Schubert, interpretó todas las Sonatas y la colección de los Im-
promptus y de los Momentos musicales; postulando por primera vez la im-
ENCONTRAR LA HISTORIA 269

portancia de Schubert en la literatura pianística y, en perspectiva, la com-


plementariedad de Beethoven y Schubert. Schnabel, que como hemos in-
dicado, no era un gran técnico, remitía también a algunos autores a la
originaria dimensión no concertística y, en las Sonatas de Mozart, al con-
trario de otros pianistas que cuidaban virtuosísticamente la calibradura de
la sonoridad y el centelleo de la agilidad, reconstruía la dimensión de la eje-
cución confiada al culto y reflexivo diletante.
Se podría observar que Schnabel no descubría nada porque, como
hemos indicado, pianistas como Charles Hallé y otros ya habían interpre-
tado ciclos de programas dedicados a un solo autor; y se podría añadir que
Schnabel habría servido mejor la causa del historicismo y de la filología si
se hubiese dedicado a tocar pianos antiguos. Pero, en cambio, hay que decir
que Schnabel, reasumiendo experiencias del pasado, llegó a hacer prevale-
cer las dos elecciones, realizando un salto de cualidad y sustituyendo la
tradición dominante por la nueva orientación historicista que, como dire-
mos después, no ha sido superado hasta ahora. Tampoco afirmaba Schna-
bel solamente la necesidad de la investigación historicofilológica: la nueva
figura del pianista que él encarnaba por primera vez como protagonista de
la vida concertística no solamente dejaba atrás al tradicional expositor
de una crestomatía de toda la literatura pianística, sino que hacía nacer el
intérprete de la civilización. Schnabel, partiendo de Beethoven y redescu-
briendo por una parte a Mozart y por la otra a Schubert, trazaba por
primera vez una visión completa y orgánica de la civilización vienesa en el
período clásico.
Tercera entre las grandes figuras de la interpretación de esta generación,
Edwin Fischer fue a buscar en Bach las fuentes de la civilización musical del
siglo xIx. Fischer, formado con un alumno de Liszt, mantuvo también en su
repertorio al Bach transcrito del órgano, pero trabajó sobre todo sobre el
Bach de los Conciertos y del Clavicémbalo bien temperado y de Bach pasó a
Mozart, a Beethoven, a Schubert, a Brahms y también a Chopin. Si Back-
haus había dado más importancia a las razones del lenguaje y Schnabel a
las razones de la historia, Fischer descubrió los mitos. Sus opiniones sobre
la interpretación de Beethoven suenan, de momento, sorprendentes:

Tal vez me equivoque, pero tengo esta impresión: nos hemos vuelto demasiado refinados,
demasiado cultos. [...]. Distinguimos las sutiles diferencias que hay en la forma y en el color de
las diversas épocas cuando Beethoven todavía oía y luego que se volvió sordo: sabemos todo
esto. pero los volcanes que emergiendo hacían sufrir a Beethoven, los soles que le iluminaban,
los gritos que le destrozaban el corazón, no nos conmueven. Y aquí están las fuentes del fu-
turo: olvidaos del piano. del estilo. de la educación, de la ciencia. y vivid a Beethoven, tocad el
órgano, el violín, silbad, tocad el timbal, cantad de nuevo al piano, sacad de nuevo el mundo
del tenebroso reino de las notas escritas para conducirlo hacia la luz: ejecutad, si os parece, la
Sonata al claro de luna como el sollozar de un moribundo, y orquestad la Marcha fúnebre del
opus 26 del modo más moderno: haced surgir hoy. como por ensalmo, de la Sonata a Waldstein
un idilio con la Naturaleza, para hacer de ello mañana una lucha entre vosotros y el mundo, y
al día siguiente tocad en plena forma la música pura, cuando estaréis tan aguerridos para de-
leitaros con todas las formas: todo está aquí. Entonces os pondréis las alas que os llevarán a
vosotros y a los otros al reino de la fantasía, y podréis contemplar la morada donde estaba el
espíritu de Beethoven. ¡Extraed todavía goce de este magnífico piano que posee hoy toda la
gama de colores de la orquesta y mañana emite sonidos que provienen de otras esferas!
270 NUEVAS UTOPÍAS

Parece un llamamiento al individualismo y al vitalismo; en realidad,


Fischer adoptaba ediciones de los textos clásicos filológicamente correctísi-
mos y lograba dar un sentido cósmico a la emoción, hasta el punto de que
su «concepción grandiosa y personal» (Kempff) pareció conciliar las aspi-
raciones de Busoni con las razones del historicismo. No obstante, Fischer
no repropone la historia como actualidad, y en esto estriba, a nuestro juicio,
su grandeza y su modernidad: sus interpretaciones de dos obras capitales
como el Concierto número 5 de Beethoven y el Concierto número 2 de
Brahms, bajo la dirección de Wilhelm Furtwángler, son síntesis últimas,
que hacen revivir efectivamente los mitos heroicos de la civilización del
siglo xIX, pero que no se substraen a la trágica conciencia de su fin.
Una experiencia diferente de la de los alemanes fue la realizada en
Francia, partiendo de Chopin, por Alfred Cortot. Aun habiéndose formado
en una ciudad en la que estaban todavía vivos los recuerdos chopinianos,
Cortot no reconocía en la tradición un depósito cultural al que poder recu-
rrir de manera acrítica;? pero, sin embargo, no fue ni un manierista a lo
Backhaus ni un intérprete de civilización a lo Schnabel, porque participaba
de aquel momento de prodigioso desarrollo de la cultura francesa, el sim-
bolismo, que en Chopin encontraba sus raices más próximas. Al contrario
de los alemanes, que operaban en el interior de una cultura que al parecer
había llegado a su fin con Brahms, Cortot no podía considerar la cultura
francesa como un libro cerrado que había que repasar para comprenderlo,
sino que seguía y vivía su vigoroso florecimiento; quería liberar a Chopin
de tradiciones sofocantes y limitadoras para mejor vincularlo a la cultura
francesa contemporánea, y examinó bajo la misma perspectiva a Liszt e in-
cluso a Schumann (que en la cultura francesa había sido introducido, sobre
todo, por Fauré). El estilo de Cortot, intérprete ejemplar tanto de Saint-
Saéns y de Franck como de Fauré y de Ravel, y en menor medida de De-
bussy, tiende a iluminar, incluso en los románticos, el detalle más signifi-
cativo por ser más rico en futuros desarrollos, con continuos desplazamien-
tos de los puntos de atención, conforme a una sensibilidad que alguien, en
sentido lato, calificó no impropiamente de cubista, y que puede compararse
con la percepción de un objeto en movimiento o con los rápidos desplaza-
mientos de campo de la cámara cinematográfica.
Un análisis filologicohistórico de la obra de Chopin, en el intento de
fijar la tradición «auténtica» de los discípulos y especialmente del discípulo
polaco Karol Mikuli, fue realizada por Raoul von Koczalski. Pero en los
países eslavos, donde la cultura romántica siguió operando hasta la gran
guerra y donde faltó, pues, como en Francia, la clara cesura de los intérpre-

2
2 «Mi generación ha conocido ejemplos de pianistas y de profesores que han hecho carrera. o tratado
de hacerla. con el pretexto especioso de haber sido “el último discípulo de Chopin”. Aun admitiendo que al-
gunos de ellos se hayan beneficiado de una única audición concedida por Chopin detrás de alguna reco-
mendación. el papel desempeñado por estos seudoherederos de un estilo y de una manera totalmente
inimitable ha sido generalmente nefasto en la ulterior difusión de su obra. La lástima es que se han encon-
trado seguidores y que toda una serie de virtuosos han quedado persuadidos. por su ejemplo. de que el único
modo de interpretar bien a Chopin es infligiéndole distorsiones de ritmo y zalamerías melódicas usadas in-
distintamente bajo la cómoda señal de “robo” legendario. justificando con esto sus estropicios en una mú-
sica que repudia cualquier exageración. Conviene referirse a los testimonios de los verdaderos discípulos
de un maestro del cual. para interpretarlo fielmente. hay que comprender las intenciones más que imitar
su manera.»
ENCONTRAR LA HISTORIA 2

tes alemanes, se observa, sobre todo, la descomposición racionalística de la


tradición operada por Josef Hofmann. discípulo de Rubinstein, que puede
considerarse como la personalidad correspondiente en Rusia a la de Cortot
en Francia. Pero la poética dé Hofmann no se ahonda después de la emi-
eración a los Estados Unidos, mientras que de un modo totalmente particu-
lar se presenta entre las dos guerras la figura del «emigrado» Rajmáninov
que, siendo primeramente pianista-compositor y director de orquesta, tras
haber abandonado la Rusia revolucionaria se hizo concertista de piano y
proyectó sobre todo el repertorio tradicional, no renovado por él, una visión
de muerte, de disolución amenazadora, que parece mofarse de las ilusiones
del siglo xtx. Faltan, en el repertorio de Rajmáninov, las grabaciones de al-
gunas composiciones (como el Concierto número 1 de Beethoven, el Con-
cierto de Schumann, los Preludios de Chopin, la Totentanz de Liszt) que
serían esenciales para definir verdaderamente su lección de intérprete. Bas-
tan las interpretaciones de páginas tan dispares como la Sonata, op. 35, de
Chopin o el Carnaval de Schumann o el vals Man lebt nur einmal de
Strauss-Tausig para captar los caracteres sobresalientes de una de las más
impresionantes personalidades de intérprete que jamás haya existido, una
personalidad en la que los mitos reviven no ya en la dimensión trágica de
Fischer sino en la dramaticidad de un desesperado furor.
La labor de los intérpretes alemanes nacidos alrededor del año 1880 es
continuada y coherentemente ensanchada por los intérpretes nacidos en
los años noventa del siglo xix y en el primer decenio del xx. El francés Yves
Nat y el alemán Wilhelm Kempff revelan más la influencia de la lección de
Fischer; el inglés Solomon y el chileno (educado en Alemania) Claudio
Arrau, de la lección de Backhaus; Eduard Erdmann y Rudolf Serkin, de la
lección de Schnabel. Todos estos intérpretes, que han sido auténticos prota-
gonistas de la vida cultural, merecerían análisis y comentarios: por ejem-
plo, la inclusión de Schubert en el repertorio, que representa una verdadera
revolución de los conceptos ochocentistas, no habría tenido lugar si des-
pués de Schnabel no hubiesen operado en esta dirección Erdmann, Kempff,
Serkin. Aquí deberemos, empero, limitarnos a hablar del intérprete que a
nuestro juicio es el más original: Walter Gieseking.
Gieseking fue, entre 1920 y 1940, el único entre los grandes pianistas que
interpretó constante y frecuentemente a los compositores contemporáneos
(excluidos los eslavos) y que, por lo tando, tendió a no crear fracturas entre
la historia y la actualidad. Por otra parte, Gieseking modificó desde el co-
mienzo un carácter del repertorio que parecía firmemente adquirido, por-
que no interpretó al Bach «monumental» transcrito del órgano, y ni siquiera
al Bach «especulativo» del Clavicémbalo bien temperado y del Arte de la fuga,
divulgando, en cambio, el Bach «galante» de las Suites inglesas y de las Par-
tite. Entre los otros compositores prepianísticos, Gieseking no tomó en con-
sideración ni a los franceses ni a los virginalistas ingleses, sino sólo a
Domenico Scarlatti, al que interpretó, empero, contrariamente a lo que se
había venido haciendo hasta entonces, de modo no virtuosístico. Por tanto,
su indagación sobre la literatura barroca para teclado se limitó a dos crea-
dores, con una selección que adquiere significado en relación con su visión
O NUEVAS UTOPÍAS

de la historia de la que luego hablaremos, Gieseking llegó a conclusiones


parecidas también en el extremo opuesto, porque, tras haber efectuado en
la literatura contemporánea un reconocimiento sin par por su amplitud y
por su empeño, restringió progresivamente el campo, limitándolo en la
práctica, en la segunda posguerra, a Debussy y a Ravel. No se comprende
bien por qué Gieseking que, no obstante, interpretó el Concierto número 1
de Chaikovski y los Conciertos número 2 y número 3 de Rajmáninov, tu-
viese en el repertorio poquísimas partituras de Skriabin y no tomase en
consideración a Bartók y a Prokófiev. Sus intereses de intérprete, cuando
gracias a él, Debussy y Ravel habian entrado definitivamente en el reperto-
rio concertístico, se volvieron hacia Mozart y hacia el intimismo de Men-
delssohn y de Grieg.
La grabación completa de todas las obras para piano solo de Mozart
profundizaba el planteamiento de Schnabel, recuperando por entero la di-
mensión no profesional y no concertística sino íntima y familiar del piano
mozartiano. La grabación de una selección de las Romanzas sin palabras de
Mendelssohn y de las Piezas líricas de Grieg, o incluso de un clásico del dile-
tantismo como'el Murmullo de primavera de Sinding, recogía en el evidente
sentimentalismo burgués los gérmenes de una crisis de civilización. Y
cuando la muerte se lo llevó prematuramente, Gieseking estaba llevando a
término la grabación completa de las Sonatas de Beethoven y había ini-
ciado la grabación de las composiciones de Schubert (que realizó limitán-
dose solamente a los Impromptus y a los Momentos musicales) y de las
obras de Brahms (de quien grabó únicamente las últimas colecciones). El
plan interpretativo general de Gieseking, al no ser completas las grabacio-
nes, no puede captarse con certeza, y sus interpretaciones mozartianas y
beethovenianas han suscitado a menudo reservas porque atenúan o incluso
ignoran los aspectos dramáticos que otros han puesto de manifiesto. Pare-
cería que pudiera decirse que Gieseking puso a Schubert en el centro de su
visión de nuestra civilización, de la que la literatura pianística es un aspecto
y un reflejo, y que habría hecho resaltar, como tema profundo, los caracte-
res introspectivos, la soledad y el aislamiento del individuo, la vanidad de
sus intentos de transformar la realidad. Este plan vastísimo, ciertamente
unilateral pero precisamente por ello fecundo, se vistumbra por relámpagos
y conduce a Gieseking a resultados de absoluta relevancia en muchas pá-
ginas, pero no se le puede estudiar en su integridad y deja abierto el pro-
blema de una exacta posición de este artista en la historia de la inter-
pretación, de la que, de todos modos, parece ser uno de sus mayores
protagonistas.
En la generación siguiente, el intérprete de más vastos horizontes espiri-
tuales sigue siendo, a nuestro modo de ver, Sviatoslav Richter. La figura de
Richter puede valorarse fácilmente en el ámbito de la historia, pero parece
bastante difícil de situar en la cultura rusa en la que surge. La cultura pia-
nística rusa conserva en la primera mitad de nuestro siglo el culto de la tra-
dición y del virtuosismo instrumental, «produciendo» dos virtuosos como
Vladimir Horowitz y Emil Gilels, así como una incesante procesión de jó-
venes que regularmente se imponen en los concursos internacionales. La
ENCONTRAR LA HISTORIA 273

diáspora que se inicia tras la muerte de Rubinstein (se van Lhevinne, Hof-
mann, Gabrilovich y Leonid Kreutzer, estudian en el extranjero Ham-
bourg, Moisciwitsch y Brailovski) y que se acentúa después de la Revolución,
cuando, además de Rajmáninov, abandonan la Unión Soviética Siloti,
Pouishnov, Borovski, Orlov, Barer y Horowitz, hace que en aquel crisol de
ideas que fue la Rusía soviética hasta alrededor del año 1930, el piano no
participe. que sepamos, en los movimientos de vanguardia. Los tres mayo-
res pianistas-enseñantes de la época, Neuhaus, Igumnov, Goldenweiser,
son ciertamente hombres de cultura europea, pero, por cuanto se puede juz-
gar de sus discos. no parece que actuasen en un ambiente cultural del que
pudiese salir Richter, La única figura de relevancia histórica parece haber
sido, antes de Richter, Vladimir Sofronitski, que no desarrolló actividad con-
certística fuera de su país y cuyos discos bastan para hacer intuir un
enorme valor, sín definir el alcance de la lección de un maestro de la cul-
tura. Intérprete, entre los mayores que hayan existido, de Skriabin, de quien
era yerno, Sofronitski nos ha dejado lecturas de algunas obras de Schu-
mann, Chopin y Liszt en las que el romanticismo es visto a través de Skria-
bín y que parecen preanunciar a Richter; pero la relación entre Sofronitski
y Richter sólo puede basarse en hipótesis.
También Richter, como Gieseking, coloca en el centro de su investiga-
ción a Schubert y en particular al Schubert de las Sonatas, que se convierte
en la clave de bóveda, el pilar de carga de una historia de la civilización que
para Richter culmina en Skriabin, pero que, paradójicamente, sólo encuen-
tra su presuposición en Beethoven. Richter, a decir verdad, interpreta tam-
bién a Bach, a Hándel, a Haydn, a Mozart, pero no parece haber abordado
verdaderamente la historia de la civilización europea desde sus raíces, pro-
bablemente porque lo que más le interesaba era la civilización rusa, ini-
ciada hacía 1830 con la asimilación de Beethoven. Sus interpretaciones
beethovenianas, aunque filológicamente impecables, tratan, a nuestro modo
de ver, de descubrir los aspectos irracionales o hasta demoníacos del arte de
Beethoven: investigación ejemplificada por una interpretación de la Apasio-
nada que trastorna violentamente toda la tradición y que modifica sustan-
cialmente nuestro conocimiento de la obra. Por otro lado, Richter reserva
una atención especialísima al Beethoven de las Variaciones y de las Bagate-
las, es decír, al Beethoven que pone verdaderamente las premisas para la
organización del pensamiento romántico. En esta perspectiva. logra sus-
traer la forma sonata, tal como es entendida por Schubert, a todo condicio-
namiento de la dialéctica clásica, para leer después a Schumann, Chopin,
Liszt, Brahms, Músoreski, Chaikovski como episodios de la espera febril de
un acontecimiento emocionante, espera que se sublima en las visiones mis-
teriosóficas de Skriabin. Richter no tiende a revivir una interpretación del
arte romántico sólo según la óptica del artista ruso, pero siente en esta vi-
sión suya el momento universal de la cultura moderna, hasta el punto de
gue no sólo Prokófiev y Bartók sino hasta los franceses se vuelven para él
uvoz de un simbolismo desleído, reencontrada casi por arte de encanta-
miento» (Messinis) Paradigmática, en este sentido, llega a ser su lectura de
un texto como el Concierto número 5 de Saint-Saéns, en el que vuelve a en-
274 NUEVAS UTOPÍAS

contrar el ansia de la palingenesia también en el escepticismo esnobístico


de la Belle Époque.
Al contrario de Richter, que aparece aislado, Vladimir Horowitz, coetá-
neo de Sofronitski, y Emil Gilels, coetáneo de Richter, representan las dos
caras de la cultura rusa, la de los emigrados y la de los músicos formados
después de la Revolución. También Horowitz, uno de los más extraordina-
rios creadores de timbres que el piano haya conocido, concentra como intér-
prete su búsqueda en Skriabin, avanzando más bien en la dirección seña-
lada por Rajmáninov y, por lo tanto, viendo en Skriabin no tanto el sueño
de disolver los misterios, como el último intento ilusorio de superar la nega-
tividad de la historia. Por lo demás, en Horowitz, como para otros aspectos
en Hofmann, la búsqueda interpretativa no excluye jamás el placer del ha-
llazgo que asombra, de suerte que el pesimismo catastrófico de Rajmáni-
nov viene atemperado por él con el gusto un tanto dandístico del virtuoso a
quien nada le está negado. En Gilels, típico producto de una enseñanza que
llegó a la perfección a través de una tradición severísima y eficaces métodos
de selección, el virtuosismo fue durante largos años la noble oratoria de
quien puede dominar al público con la sola presencia de su voz. En los úl-
timos tiempos Gilels se ha aproximado a los aspectos intimistas e intros-
pectivos de los clásicos vieneses y de los románticos, según el concepto de la
selección antológica de momentos sobresalientes de la historia, que intere-
san al intérprete por su emblematicidad, pero que no van ligados a un plan
general unitario. Las últimas interpretaciones chopinianas, especialmente
la Sonata, op. 58, dejan, sin embargo, entrever un desarrollo poético que po-
dría vincularse al de Gieseking.
La lección de Gilels parece distar mucho de haber concluido: antes
bien, puede decirse que Gilels, pianista supremo con casi cincuenta años de
gloriosa carrera a las espaldas, está hoy recorriendo una evolución personal
que le lleva hacia descubrimientos esotéricos. En la generación anterior
había ocurrido algo parecido con Artur Rubinstein que, después de haber
debutado a fines del pasado siglo bajo el patrocinio de Joseph Joachim,
había recorrido durante decenios Europa y América, alcanzando éxitos
como profesional internacional, sin llegar a ser un protagonista de la histo-
ria de la interpretación. Hacia el año 1950 Rubinstein empezaba a confiar
menos en sus dotes de comediante y hacia 1960 confiaba al disco una serie
de ejecuciones chopinianas de una sutilidad de análisis y de una varie-
dad de timbres que, recogiendo y sintetizando la búsqueda de al menos dos
generaciones de intérpretes, representaba el punto culminante de la lectura
historicista de Chopin.
El análisis de Rubinstein, aunque minuciosísimo, no es, sin embargo,
nunca manierístico. Así, el manierismo de Backhaus no ha sido nunca ra-
dicalmente desarrollado, salvo por Claudio Arrau. Arrau lee el signo con
una meticulosidad desconocida en cualquier otro intérprete, haciendo salir
a la luz las constantes formales que, casi arquetipos, rigen la literatura pia-
nística de Mozart a Debussy. Es sobre todo interesante su intento de fijar
con exactitud la escala de la dinámica y encontrar para cada uno de los lla-
mados «signos de expresión» un inmutable equivalente sonoro; y es éste el
ENCONTRAR LA HISTORIA AS

lazo que une, a nuestro modo de ver, a Arrau y el manierismo con un intér-
prete, en apariencia y en realidad, muy diferente: Arturo Benedetti Mi-
chelangeli.
Al contrario de Arrau; que fija la escala de la dinámica en el interior de
un campo tímbrico homogéneo. Benedetti Michelangeli posee, como Gie-
seking, como Horowitz, como Richter, una paleta tímbrica riquísima, pero
se vale de ella para fines no de definición estilística, sino de construcción de
la estructura a través del timbre. Incluso se puede comparar el estilo de Be-
nedetti Michelangeli con los postulados de Messiaen, tan grande es su pre-
cisión en la elección del timbre, fijado por él no tanto como color que
orienta la percepción del oyente cuanto como valor en sí. En este sentido, se
entiende el legendario cuidado que Benedetti Michelangeli pone en «pre-
parar» el instrumento y que ha dado origen a numerosas anécdotas. Había-
mos considerado la idea hipotética de que el piano preparado de Cage
pudiese imitar en negativo ciertas «preparaciones» de concertistas, y había-
mos llegado a decir en broma que el empleo de sofisticados aparatos en
Mantra de Stockhausen conseguía en el fondo un resultado no diverso del del
piano preparado. Jonathan Cott ha provocado sobre este punto una res-
puesta de Stockhausen, exhaustiva y, en principio, impecable.3 Así, si bien
la preparación del piano pueda suscitar la sospecha de rebuscamiento lu-
nático y de abstracto perfeccionismo, Benedetti Michelangeli quiere en rea-
lidad asegurarse contra todo incidente y contra todo evento fortuito en la
producción del timbre, para obtener, explotando una técnica del toque de
trascendental refinamiento, un objeto sonoro sustraído a condicionamien-
tos tanto psicológicos como mecánicos.
El arte de Benedetti Michelangeli presenta aspectos paradójicos (junto
con motivos de inmediata y muy fuerte sugestión), que hacen sumamente
difícil su análisis crítico. Observa Harold C. Schónberg: «sus dedos no pue-
den equivocar una nota o estropear un pasaje, de la misma manera que una
pelota no puede ser desviada de su camino una vez que ha sido lanzada.
Además, como se ve claramente por su ejecución de Gaspard de la nuit, do-
mina perfectamente el aspecto tímbrico. Es justamente uno de los triunfos
del moderno pianismo. Lo que nos deja perplejos en Benedetti Michelan-
geli es que en muchas piezas del repertorio romántico parece no estar emo-
cionalmente seguro de sí mismo, y su modo de tocar, otras veces directo, es
entonces caricatura de artificios expresivos que perturban el fluir de la
música». A estas observaciones, que reflejan la impresión de todo crítico,
podrían añadirse otras, por ejemplo, sobre la pobreza y sobre la falta de ín-
tima coherencia cultural del repertorio. Pero todos estos aspectos se vuelven
en realidad negativos cuando se considera a Benedetti Michelangeli en el
ámbito de la experiencia cultural, dominante y progresiva, abierta por

3 «Cage es interesante en esto: compone su mundo sonoro como cuando recogía sólo instrumentos de
metal y los usaba en una especie de orquesta para Music in Metal. Así. el mundo sonoro de la composición
llegaba a ser tan original como el que nacía con estos sonidos. Era éste un concepto nuevo en la música del
siglo xx. Ahora, con el modulador de anillo sucede técnicamente lo siguiente: se emite un sonido cualquiera
desde un modulador de anillo, junto con un segundo sonido: también este puede ser un sonido cualquiera.
pero yo uso solamente ondas sinusoidales. el sonido más puro. Lo que sale del moduiador de anillo es la
suma de las frecuencias y la diferencias de las frecuencia: los sonidos originales han desaparecido.»
276 NUEVAS UTOPÍAS

Schnabel y proseguida por Gieseking y por Richter, mientras que la poética


de Benedetti Michelangeli pone de manifiesto el proyecto, aunque sea indi-
vidualístico y solitario, de un supremo manierismo, con el deseo espasmó-
dicamente tenso de hacer autosuficiente la obra musical.
Posición ciertamente extrema y paradójica, como extremas y paradóji-
cas eran las posiciones que Boulez y Stockhausen derivaban coherentemente
de las premisas de Messiaen, y posición en la que, nos parece, Benedetti Mi-
chelangeli ha tenido muchos imitadores menores y ningún discípulo. La in-
terpretación sigue más bien los caminos abiertos por Schnabel, ampliando,
a un nivel de integración progresivamente refinada, el conocimiento de la
historia. Pero aunque esto es un dato generalizado, ello no significa que el
campo sea uniforme. Entre los pianistas que hoy deben considerarse como
máximos exponentes de nuestra época, habiendo desaparecido prematura-
mente en 1950 Dinu Lipatti, que probablemente habría podido situarse al
lado de Richter y de Benedetti Michelangeli, creemos poder individualizar
tanto posiciones, al menos en parte diferentes, como problemas abiertos.
CapríruLO III

Liberar la música

Alfred Brendel, austríaco establecido en Inglaterra, no parece haber al-


canzado todavía la plena madurez de una originalidad de intérprete que,
sin embargo, se revela en él por varias señales. Brendel, aunque ha interpre-
tado a Schónberg y a Berg, no ha interpretado a Webern y no ha abordado a
fondo a Brahms; en cambio, ha recorrido la civilización vienesa del clasi-
cismo sin ir más allá de las posiciones de Schnabel. En cambio, Brendel es
intérprete extraordinariamente agudo de Liszt y de Chopin, y reciente-
mente ha reasumido a Schumann, dejado a un lado por algún tiempo, y ha
mostrado una insólita atención por Busoni. En un escrito sobre Busoni de
1976, Brendel, que había estudiado con Fischer, aborda el problema de la
interpretación de un modo no alejado de las posiciones de Fischer y que,
sobre todo, proyecta indirectamente luz sobre la tesis de Busoni: «Mi con-
cepción personal de la misión del intérprete se ha alejado de la de Busoni.
A mi modo de ver, el intérprete debería cumplir tres funciones: las de con-
servador de museo, de ejecutor testamentario y de tocólogo. La misión del
conservador de museo es de índole “histórica”: verifica el texto de la obra
con la ayuda de documentos originales y se familiariza con las costumbres
de la notación y con las técnicas de ejecución. Entonces se dará cuenta de
que no basta “tocar lo que hay escrito”: los Conciertos para piano de Mo-
zart son un ejemplo clásico de ello: la parte del solista casi no contiene sig-
nos de dinámica, pero, en cambio, se encuentran calderones y pasajes en
blanco que el pianista debe llenar. Es ahí donde debe intervenir el ejecutor
testamentario: él sabe que le corresponde animar con nueva vida la obra, y
sabe, sin embargo, que los sentimientos y el oído, los instrumentos y la acús-
tica han cambiado. El ejecutor testamentario debe ser capaz no sólo de proyec-
tar al presente la música del pasado, sino también de hacer emerger para
nosotros el curso de los tiempos y de hacer resurgir el aspecto de novedad
que la obra tenía en su origen. Cuando la música lo exige, puede, por ejem-
plo, devolver al acorde de séptima disminuida, del que se había abusado
durante el siglo x1x, aquella tensión inquietante y demoníaca que hace
278 NUEVAS UTOPÍAS

abandonar las esferas tranquilizadoras de la tonalidad. Lo mejor es cuando


la función del ejecutor testamentario se une a la misión mágica del tocó-
logo. Él vela porque la ejecución no se convierta en un producto acabado
completamente rígido y hace que nos remontemos hasta las fuentes de la
música: parece como si la obra naciese bajo los dedos del intérprete. El re-
sultado inmediato hace que quede desprovista de objeto toda discusión
sobre las ventajas o los inconvenientes de la tradición. Un sentimiento es-
pontáneo nace de una labor minuciosa».
Brendel revela aquí una exacta conciencia del problema que el histori-
cismo no puede resolver, que preocupa a Busoni y a Fischer, y en el que,
por lo demás, se basa la posibilidad de renovación de la interpretación. No
parece, como decíamos, que Brendel haya tenido hasta hoy un éxito com-
pleto en esa tarea que él considera esencial, ni nos parece que su conclusión
teórica («un sentimiento espontáneo nace de una labor minuciosa») repre-
sente más que una confiada esperanza. Pero, como es obvio, no se puede
expresar un juicio sobre un artista hasta que no haya quedado concluida su
obra, y, de todas formas, hay que considerar las motivaciones culturales e
ideológicas que, más allá de la carrera y del consenso del público, le
mueven.
Vladimir Ashkenazy, ruso establecido en Occidente, ha abordado un
repertorio aún más vasto que el de Brendel, que, sin embargo, ya es vastí-
simo: Mozart, Beethoven, Schubert, Chopin, Schumann, Rajmáninov,
Skriabin, Prokófiev han sido interpretados, o están en camino de serlo, casi
íntegramente, mientras que Brahms, Liszt, Debussy, Ravel, Bartók son in-
terpretados en medida más limitada, y Schónberg y Stravinski faltan en su
repertorio. Sus selecciones de repertorio podrían hacer suponer que Ashke-
nazy vaya a reasumir, de un modo más amplio, las perspectivas de Richter.
Su actitud es en realidad muy diferente: trabaja de un modo reflexivo y
meditativo sobre cada autor, analizando el lenguaje en su historicidad
y llegando, por ejemplo, en algunas Sonatas de Beethoven y en algunas
composiciones de Chopin a verdaderos descubrimientos que modifican la
lectura tradicional. No parece que Ashkenazy esté obrando por ahora con
arreglo a un proyecto, según una hipótesis de nueva interpretación de la ci-
vilización y su forma de abordar el patrimonio incomparable de la litera-
tura pianística responde más bien a una exigencia de conocimiento y de
participar al público este conocimiento, que podría más tarde llevar al des-
cubrimiento de un significado global de la historia.
Si Ashkenazy nos parece hoy el más convencido defensor del histori-
cismo, Maurizio Pollini, como Brendel pero de un modo diferente, intro-
duce en la cultura dominante fermentos e inquietudes. Se debe a Pollini,
ante todo, una ampliación sustancial de la investigación histórica reali-
zada por Schnabel y reanudada por Brendel: Pollini ha estudiado a fondo
a Schónberg, a Berg, a Webern y al tardío Brahms, además de Mozart, Bee-
thoven y Schubert; ha examinado, pues, no sólo el clasicismo vienés, sino la
civilización de Viena en sentido lato, desde el iluminismo hasta Francisco
José. La riqueza fecunda de esta idea no ha sido hasta ahora verdadera-
mente explorada por Pollini, que no se ha servido de ella para una síntesis
LIBERAR LA MÚSICA 279

de una civilización en sí concluida, como la vienesa. En cambio, ha relacio-


nado los expresionistas vieneses con Boulez y Stockhausen, ha empezado a
trabajar sobre Debussy y sobre el tardío Liszt, interpreta frecuentemente a
Chopin y Schumann y ha estudiado ampliamente, al contrario de los otros
pianistas mayores, a Béla Bartók. Por esto parece que tiende a identificar,
más que cada una de las civilizaciones musicales, un humanismo nacido
proféticamente en Mozart, que se manifiesta en momentos históricos in-
cluso antitéticos como la civilización vienesa y la civilización francesa, que
encuentra en el Boulez de la Sonata número 2 su primer momento de sínte-
sis y que vive todavía. Este planeamiento, de ambiciones y de empeño poco
menos que sobrehumano, que Pollini viene realizando con extraordinaria
lucidez intelectual, saca en realidad a la luz el problema de fondo que el
historicismo debe afrontar: el análisis de la historia en su globalidad y no
sólo en sus episodios de más alto significado. ,
El conocimiento de la literatura, como ya hemos dicho, se ha extendido,
han salido a la luz conexiones históricas entre diversos autores, se ha empe-
zado incluso a considerar la producción de cada autor en su desarrollo in-
terno: por ejemplo, el grupo tradicional de composiciones de Chopin se
elegía primero según criterios puramente antológicos; después se eligió a
menudo con arreglo al género (todas las Baladas, todos los Scherzos, todos
los Valses, etc.); hoy se forma a veces con composiciones escritas en el espa-
cio de dos o tres años, o sea, de un particular momento de evolución estilís-
tica; por ejemplo, un programa beethoveniano no puede ya responder a
criterios de simple agrado del público y los tres autores que de ordinario
aparecen en un programa de concierto no se agrupan al azar. Este refina-
miento de las orientaciones historicistas, sin embargo, no ha examinado to-
davía seriamente algunos autores, como Mendelssohn y Weber, no ha
abordado el Biedermeier y Clementi y ni siquiera ha llegado a recuperar los
ciclos de danzas, que según nuestra opinión representan la meta formal
más radical de Schubert.
Hay que observar que Dino Ciani, como Lipatti, desaparecido prematu-
ramente, había reservado una atención insólita hacia Weber, además de
haber sido uno de los primeros en superar el concepto de los géneros en
Chopin. Pero entre los intérpretes del pasado reciente sólo Ciano y Paul
Baumgartner tenían en el repertorio todas las Sonatas de Weber. Hoy sola-
mente Nikita Magalov, conocido sobre todo por sus ejecuciones de la opera
omnia de Chopin, que han contribuido de manera determinante a hacer
comprender el concepto de evolución estilística, tiene en el repertorio a
Weber y a Mendelssohn. Sólo unos pocos pianistas interpretan en público
a Hummel o Alkan o Thalberg o las paráfrasis de Liszt; muy pocos inter-
pretan a Ives. El esfuerzo de profundizar en los creadores máximos, que por
un lado induce a abandonar la actualidad, induce también a excluir de la
vida concertística aspectos esenciales de la historia, aspectos que, aun
siendo bien conocidos de la crítica, normalmente no se traducen en expe-
riencia de audición para un vasto público, quedando por lo tanto confina-
dos en el sector de la discografía especializada.
En disco también se ha utilizado ampliamente el instrumento de época,
280 NUEVAS UTOPÍAS

es decir aquel piano antiguo que, para distinguirlo del piano moderno, se
denomina normalmente fortepiano. Ya hemos visto que en los comienzos
de nuestro siglo Albert Schweitzer suscitaba implícitamente un proble-
ma de filología incluso para el sonido pianístico. Durante algunos decenios
el destino de los fortepianos pareció ser el que había pronosticado Georges
Feydeau, en Amour et piano (1883), con un pequeño diálogo entre la pianista
aficionada, Lucilla, que de mala gana debe estudiar el instrumento para
acrecentar sus atractivos de muchacha que quiere encontrar marido, y el
sirviente Battista:

Lucita: ¿Sabes usar el piano?


Barrista: Sí, señorita. En el pueblo mi madre tenía uno, muy viejo.
LuciuLa: ¿Es posible? ¿Y tú lo usabas?
Barrista: Sí, señorita, como armario. En el campo no hay la posibilidad de desperdiciar los
pianos como instrumentos de música.

¿Cuántos pianos de mesa supervivientes fueron transformados en elegan-


tes pequeños muebles-bar? ¿Cuántos desdichados. fortepianos vieneses de
larguísima cola y seis patas fueron vaciados y dotados de cajones, convir-
tiéndose en sugestivos escritorios para comendadores intelectuales, aman-
tes de lo antiguo? Sólo después de la segunda guerra mundial el gran
clavicembalista Ralph Kirkpatrick volvió a proponer el fortepiano con una
ejecución del Concierto, K. 453, de Mozart, y no continuó el experimento,
prefiriendo dedicarse a la recuperación del clavicordio. La recogida, la res-
tauración y el uso de los fortepianos no se inicia con cierta amplitud hasta
alrededor del año 1960, con Fritz Neumeyer, después con Jórg Demus, Paul
Badura Skoda, Ernst Gróschel y, más recientemente, con Ingrid Haebler,
Malcolm Binns, Alan Cuckston y otros. Las ejecuciones en instrumentos de
época grabadas en disco van desde Johann Christian Bach a Liszt y repre-
sentan una contribución nada desdeñable al conocimiento filológico de los
compositores del pasado.!
Alfred Brendel, aunque utilizando el piano moderno, no tiene dificultad
en decir: «Desengañémonos: oír interpretar a Beethoven en los instrumen-
tos de hoy, es siempre como escuchar una especie de transcripción». Pero
¿cuán difundida se encuentra esta conciencia? Muy raras son las ejecucio-
nes públicas con fortepiano, de suerte que el instrumento se encuentra hoy
en la situación en que en los últimos veinte años del pasado siglo se encon-
tró el clavicémbalo: conocido de los investigadores y presente en la cultura,
pero casi inexistente en la práctica concertística. Entonces el clavicémbalo
se convirtió en instrumento de concierto por obra de Wanda Landowska,
aunque al precio de un disfraz que hacía del clavicémbalo moderno un ins-
trumento que nunca había existido antes; es posible que algo parecido su-

1 Un piano antiguo tiene hoy un valor venal ilimitado. dependiendo del estado de conservación del ins-
trumento y de la belleza del mueble. Por ejemplo. el piano de cola Bósendorfer regalado en 1867 por la em-
peratriz Isabel de Austria a la emperatriz Eugenia de Francia alcanzó en diciembre de 1978. en una subasta
de Christie's. en Londres, las 57 000 libras esterlinas: un piano de mesa de William Southwell se vendió en
1980. en una subasta de Sotheby's. en Londres. por 18 500 libras esterlinas. Al cambio de hoy (1988) unos
11,5 y unos 3.7 millones de pesetas, respectivamente: téngase en cuenta que los pianos de cola más caros fa-
bricados hoy valen unos cuatro millones de pesetas.
LIBERAR LA MÚSICA 281

ceda con el fortepiano, o puede ocurrir que el fortepiano se difunda tam-


bién sin truco alguno. La difusión del fortepiano representaría ciertamente
una ulterior consolidación de la orientación histórica, que no ha agotado
sus motivaciones, que ro aparece en crisis. La furia iconoclasta de un ben-
jamín del historicismó como Friedrich Gulda y las provocativas extrava-
gancias de Glenn Gould, con los que se ha olido a veces el perfume de la
transgresión, no han conducido a propuestas alternativas; por lo demás,
Gulda y Gould han abandonado en la práctica la carrera concertística.
Alguna señal de superación pareció vislumbrarse en las últimas interpre-
taciones de Backhaus que parecieron vueltas nostálgicamente hacia aquel
mundo de fines del xix rechazado por el joven Backhaus. También Artur
Rubinstein, en su gran ciclo de interpretaciones chopinianas, aludió ala re-
cuperación de una monumentalidad heroica al'estilo de Paderewski. La in-
terpretación que tenga en cuenta, más que el texto, el modo de entender el
texto en épocas diferentes de la nuestra, es decir, la interpretación en estilo
interpretativo cristalizado, es hoy un concepto crítico que puede encon-
trarse a veces en Benedetti Michelangeli y en pocos otros pianistas, pero
que en la práctica no es operante.
En cambio, el público está empezando a seguir con pasión las reedicio-
nes, tanto de los viejos discos, que documentan la historia de la interpreta-
ción, como de las grabaciones, a menudo muy afortunadas, de ejecuciones
públicas captadas por algún aficionado a la radio y fijadas en placas que
quedaron durante mucho tiempo de propiedad privada. El fenómeno,
que no se refiere únicamente a los pianistas, como es evidente, sino que
afecta aún en mayor medida a los directores de orquesta y, sobre todo, a los
cantantes, no ha llevado por ahora a una disminución del interés para los
intérpretes contemporáneos. Si en el campo de la creación, el conocimiento
de la historia provoca progresivamente el rechazo o el recelo hacia lo ac-
tual, en el campo de la interpretación provoca el interés por la compara-
ción. La interpretación actual corre así un peligro, favorecido por el éxito
comercial del disco «histórico»: el de la fetichización de los grandísimos
compositores, de las grandisimas composiciones y de los grandísimos intér-
pretes de aquellas grandísimas composiciones. En cambio, el problema a
resolver es aquel, poco antes mencionado, que, al menos en abstracto, coin-
cide con el suscitado por Busoni.
El historicismo podrá resolverlo a su modo, el modo más largo y más se-
guro y que exige las mayores energías colectivas: la «juventud de la obra»
de que habla Busoni queda automáticamente restaurada cuando la obra,
interpretada en el instrumento justo y en forma correcta, se inserta en el
contexto en que había nacido. El disco puede acumular progresivamente
el material para una suficiente experiencia de audición de toda la música
para piano que históricamente presenta una mínima relevancia. Cierta-
mente, no es ésta la solución que buscaba Busoni.
El postulado de Busoni puede en realidad desarrollarse de maneras di-
ferentes. En su formulación más limitada, a la que involuntariamente se
aproxima Brendel, puede ya encontrarse, mutatis mutandi, en el artículo
conmemorativo sobre Carl Tausig que Hans von Búlow publicó en 1871 y
282 NUEVAS UTOPÍAS

en el que distinguía en la interpretación dos entidades objetivas y una sub-


jetiva; el «tocar correcto», entendiendo por corrección, además de la téc-
nica instrumental, el análisis filológico y formal del texto; el «tocar bello»,
es decir, el tocar apropiado, también adaptándose a todas las posibilidades
físicas del instrumento empleado; el «tocar interesante», o sea, el tocar con
espontaneidad, dando a la interpretación el carácter de una improvisación,
la «fascinación de un libre discurso». El postulado busónico puede, por
otra parte, enlazarse con un debate cultural que en el teatro en prosa iba
surgiendo con Gordon Craig, precisamente en los comienzos del siglo; la
distinción entre plenitud «poética» del texto, fijada en el signo, y su realiza-
ción en espectáculo creado autónomamente por el director escénico. Tam-
bién se podría ir más allá y comparar el uso del timbre y del pedal de
resonancia en Busoni con el uso revolucionario de la luz eléctrica en las di-
recciones artísticas de Craig y de Max Reinhardt. Por lo demás, podríamos
fácilmente comparar la obra de Backhaus, de Schnabel y de Fischer con
orientaciones diversas de la musicología de Heinrich Schenker o de August
Halm; las posiciones de Schnabel con las de Hermann Abert o de Alfred
Einstein; las posiciones de Fischer con las de Paul Becker o de Romain Ro-
lland. Pero el postulado de Busoni no puede explicarse por su probable o
posible origen histórico, así como la obra de Backhaus, Schnabel y Fischer
se deriva de principios que no se agotan en una sola época. En la realidad
de hoy, a pesar de y precisamente por la enorme labor que el historicismo
ha producido y sigue produciendo, debemos preguntarnos con Busoni
cómo puede el patrimonio cultural difundirse a nivel no especializado y
puede no convertirse en ars reservata. El concierto público, el recital, puede
ser factor particular de la vida cultural y puede ser factor cualitativamente
no reductible a ningún otro; lo es cuando el sonido se vuelve no sólo porta-
dor, sino revelador de todas las investigaciones fenomenológicas, filológi-
cas, históricas y críticas. Con las metáforas de la «juventud» y de la «vida»
lanzaba Busoni una utopía nueva. O quizá transformaba la vieja utopía,
ahora consumada: el sueño de la máquina capaz de ejecutar «el lenguaje
del corazón». Ajustada está la rueda, sin el más mínimo fallo.
Cronología esencial
1698 Bartolomeo Cristofori empieza a experimentar en Florencia, con
«gravecembalo col piano, e forte». En 1700 está ya terminado un
prototipo de pianoforte.
17M: Scipione Maffei publica en el Giornale de'Letterari d'Italia una des-
cripción del instrumento de Cristofori.
1726. Gottfried Silbermann construye sus primeros modelos de pianoforte.
1732. Lodovico Giustino publica en Florencia 12 Sonatas, op. 1, para
«Cimbalo di piano e forte».
173%, Domenico del Mela construye el primer piano con cordera en posi-
ción vertical.
1744, J. Sócher construye el primer piano de mesa.
1747. J. S. Bach prueba en Potsdam los pianos Silbermann.
1753. C.P.E. Bach publica el Versuch úber die wahre Art, das Klavier zu
spielen.
1764. J. G. Eckhard publica en París las Sonatas, op. 2, «para clavicémbalo
O piano».
. J,C. Bach toca en Londres, en un concierto público, una pieza al
piano.
. A. Backers construye en Londres un piano con dos pedales.
. Mozart toca en Augsburgo pianos Stein.
. Clementi publica en Londres las Sonatas, op. 2.
. Mozart y Clementi tocan en Viena en presencia del emperador
José IL.
. John Broadwood patenta en Londres el mecanismo de los pedales.
. Mozart concluye con el K. 595, que ejecuta en Viena el 4 de marzo, el
ciclo de sus Conciertos para piano y orquesta.
. En Viena y en Filadelfia se construyen los primeros pianos verticales.
. Beethoven publica en Viena la Sonata, op. 27, núm. 2.
. J. Shudi Broadwood empieza a insertar barras metálicas en el arma-
zón del piano.
. Moscheles ejecuta en Viena las Variaciones sobre la marcha de Alejan-
dro. Hummel, Mayseder y Giuliani dan comienzo en Viena a los
Dukaten-Concerte.
284 CRONOLOGÍA ESENCIAL

1819 Beethoven publica la Sonata, op. 106.


1320 Liszt debuta como pianista en Sopron.
1821 S. Érard patenta en París el «doble escape».
1823 Beethoven publica las Variaciones, op. 120; Schubert, la Fantasía,
op. 15.
1825. Alpheus Babcock patenta en Boston el armazón enteramente metá-
lico y fundido en un bloque del piano de mesa.
1826. Henry Pape patenta la cubierta en fieltro del macillo.
1829. Chopin empieza a componer los Estudios, op. 10. Thalberg debuta
como pianista en Viena.
1834, Liszt publica la transcripción para piano solo de la Sinfonía fantástica
de Berlioz.
1837, Schumann publica los Estudios sinfónicos, op. 13. Moscheles celebra
en Londres el primer recital.
1846. Chopin publica la Polonesa-Fantasía, Op. 61.
1852. Liszt publica la versión definitiva de los Estudios trascendentales.
1861. Charles Hallé interpreta en Londres las treinta y dos Sonatas de
Beethoven. :
1862. Brahms publica las Variaciones sobre un tema de Hiindel, op. 24.
1872. Theodor Steinway patenta el armazón metálico del piano de cola
fundido en un solo bloque.
1874. Músorgski escribe los Cuadros de una exposición. Theodor Steinway
patenta el pedal tonal.
1885. Anton Rubinstein presenta por primera vez el ciclo de siete progra-
mas «históricos».
1886. Liszt toca por última vez en público, durante un banquete en su
honor en Londres.
1889. Brahms graba en un cilindro de cera una ejecución parcial de su
Danza húngara número 1.
1898. Busoni interpreta en Berlín, en cuatro veladas, catorce conciertos
para piano y orquesta, de Bach a Brahms.
1902. Ravel publica Jeux d'eaux.
1905. Rudolf Maria Breithaupt publica en Leipzig el tratado Dienatúrliche
Klaviertechnik.
1916. Debussy publica los Estudios.
1924. Alexander Brailowski ejecuta en París el ciclo completo de la música
de Chopin.
193 Bartók compone la Sonata para dos pianos e instrumentos de per-
cusión.
1938. Primera interpretación pública de la Concord-Sonata de Ives: pianista
John Kirkpatrick.
1948. Johan Cage termina el ciclo Sonatas and Interludes para piano pre-
parado.
1949. Oliver Messiaen compone Mode de valeurs et d'intensité.
1960. Stockhausen termina Kontakte para piano, instrumentos de percu-
sión y cinta magnética.
1970. Stockhausen termina Mantra para dos pianos y moduladores de anillo.
Nota sobre la bibliografía del piano
El método expositivo escogido para nuestro texto sobre el piano no ha
sido adoptado frecuentemente, a no ser en los manuales escolares, en los
que, sin embargo, la materia viene en general separada en diversos capítu-
los dedicados a la construcción del instrumento, a la historia de la cons-
trucción, a la historia de la literatura (que suele dividirse en género) y a la
ejecución. Sólo una vez se ha tratado el tema de modo semejante al nuestro
(pero partiendo de los primeros ejemplos de música para clavicémbalo y
virginal), en Das Klavier und seine Meister, de Oscar Bie, publicado en Mu-
nich, por Brockmann, en 1898, y del que se puede encontrar hoy la traduc-
ción inglesa, A History of the Pianoforte and Pianoforte Players, publicado en
1899, reimpreso en facsímil por Da Capo Press de Nueva York en 1967. El
conocido volumen // Pianoforte de Alfredo Casella, publicado por Tummi-
nelli ££ C. en Roma y Milán en 1939, luego adquirido por G. Ricordi 4% C. y
todavía en el catálogo de esta casa editora, adopta la división del manual
escolar, pero en un estilo expositivo no didáctico ni esquemático.
El lector que desee profundizar separadamente en los diversos aspectos
de la materia podrá buscar los siguientes volúmenes, que indicamos como
los que hemos considerado más completos, escogiéndolos de una biblioteca
compuesta de centenares de títulos. Para la historia del instrumento es
siempre fundamental A History of the Pianoforte, de E. M. Rosamond Har-
ding, publicada en Cambridge por Cambridge University Press, en 1933,
reimpresa por Da Capo Press en 1973 con el título de The Piano-Forte. Its
History Traced to the Great Exhibition of 1851: el volumen de Harding debe
completarse con Pianos and Their Makers, de Alfred Dolge, obra publicada
en 1911, reimpresa en 1972 por Dover Publications de Nueva York, y con
L'alba del pianoforte. Veritá storica sulla nascita del primo cembalo a martelli,
de Mario Fabbri, publicado en el volumen ilustrativo del V Festival Pianis-
tico Internazionale Arturo Benedetti Michelangeli, Brescia, 1968. A nivel divul-
gativo, de cómoda lectura, incluso para no profesionales, sobresalen The
Story of the Piano, de Kenneth van Barthold y David Buckton, publicado en
286 NOTA SOBRE LA BIBLIOGRAFÍA DEL PIANO

Londres por la British Broadcasting Corporation en 1975, y 11 pianoforte. In-


troduzione alla sua storia, alla sua costruzione e alla tecnica pianistica, de Klaus
Wolters, publicado por Aldo Martello-Giunti Editore, Florencia, 1975
(ed. original alemana, Berna, 1969).
Para la historia «social» del instrumento permanece insuperado Men,
Women and Pianos, de Arthur Loesser, publicado en Londres por Victor Go-
ilancz Ltd. en 1955; de corte más «literario» es Crepuscolo del pianoforte de
Beniamino Dal Fabbro, publicado por Einaudi de Turín en 1951. Para la
historia de la literatura sigue siendo útil Klaviermusik de Walter Georgii
(Atlantis Verlag, Zurich, 1950), que sólo puede ser leído por quien esté un
poco familiarizado con los términos técnicos. Obras decididamente espe-
cializadas son el Handbuch der Klavierliteratur, de Klaus Wolters y Franz
Peter Goebels (2 vols., Atlantis Verlag, Zurich, 1967 y 1972), Reclams Kla-
vier Musik Fúhrer, a cargo de Werner Oehlmann (2 vols., Philipp Reclam, jr.,
Stuttgart, 1967 y 1968, 3.2 ed., 1979 y 1977), Guide to the pianist's repertoire,
Bloomington, 1973, Music for piano and orchestra, de M. Hinson (1981) y la
Guide de la musique de piano et de clavecin, de F.-R. Franchefort (París,
1987).
La historia del concertismo y de los concertistas se ha narrado en forma
llana y periodística por Harold C. Schónberg en The Great Pianists from Mo-
zart to the Present, publicado por Simon and Schuster de Nueva York en
1963, y ha sido continuada por el autor en Da Clementi a Pollini Duecento
anni con i grandi pianisti (Milán, 1985). Entre las numerosas colecciones de
«medallones» de pianistas hay que tener presente, sobre todo, Grosse Pianis-
ten in unserer Zeit, de Joachim Kaiser (Rútten € Loening Verlag, Munich,
1965), al cual se debe también el importante estudio Beethovens 32 Klavierso-
naten und ihre Interpreten, S. Fischer Verlag, Fráncfort del Main, 1975.
Para el análisis de la técnica puede consultarse también el Phisiological
Mechanics of Piano Technique de Otto Ortman, publicado en 1929 en Lon-
dres y vuelto a publicar en 1962 por E. P. Dutton € Co. de Nueva York.
Para la historia de las teorías sobre la técnica y sobre la didáctica puede
leerse el más reciente Famous Pianists and their Technique, de Reginald
R. Gerig (Robert B. Luce Inc., Washington-Nueva York, 1974).
Una bibliografía vastísima, puesta al día hasta 1955, se encuentra en la
enciclopedia Die Musik in Geschichte und Gegenwart de la editorial Bárenrei-
ter de Kassel, en las voces «Klavier», «Klavierauszug», «Klaviermusik» y
«Klavierspiel»; más reducido, es el elenco bibliográfico de la voz pianoforte
en La Musica. Enciclopedia Storica de la Utet (Turín, 1966 y 1983), puesta al
día en 1982, y en la Enciclopedia della Musica de Rizzoli-Ricordi (Milán,
1972), puesta al día en 1969. Fundamental, pero no completa es la Piano-
graphie de F. F. Schulz (Rechlingshausen, 1982).
Nota sobre la discografía
No es posible analizar en este lugar la inmensa discografía referente a la
literatura pianística. Únicamente podemos exponer uno de los numerosos
criterios posibles para la formación de una discoteca especializada.
Una discoteca del piano, a nuestro juicio, debería por lo menos com-
prender las siguientes obras:
Mozart: todos los Conciertos para piano y orquesta, todas las Sonatas, las
Variaciones y Rondós y las Fantasías para piano solo y para piano a
cuatro manos y la Sonata para dos pianos.
Haydn: las últimas Sonatas (del núm. 43 al núm. 52 del catálogo Hobo-
chen) y las Variaciones en fa menor. :
Clementi: una selección de las Sonatas y Gradus ad Parnassum.
Beethoven: todos los Conciertos, todas las Sonatas, las Variaciones y las
Bagatelas y la Fantasía, op. 77.
Weber: el Concertstúck y las Sonatas.
Rossini: selección de las piezas.
Schubert: todas las Sonatas, los Impromptus, los Momentos musicales, la
Wanderer-Fantasie, algunas colecciones de Valses y todas las piezas
para piano a cuatro manos.
Mendelssohn: todas las Romanzas sin palabras, las Variations serieuses y los
Conciertos.
Schumann: todas las piezas para piano solo y para piano y orquesta.
Chopin: todas las piezas para piano solo y para piano y orquesta.
Liszt: los Conciertos, la Totentanz, todos los Estudios, todas las Rapsodias
húngaras, las Années de pélerinage, la Sonata, las Leyendas, los Retratos
históricos húngaros y una selección de las fantasías sobre temas de
ópera.
Franck: Preludio, coral y fuga, Preludio, aria y final y Variaciones sinfónicas.
Brahms: los dos Conciertos y todas las piezas para piano solo.
Saint-Saéns: todos los Conciertos.
Músoreski: los Cuadros de una exposición.
288

Chaikovski: todas las obras para piano y orquesta.


Janácek: todas las piezas para piano solo y para piano y orquesta.
Albéniz: Iberia.
Debussy: todas las piezas para piano solo.
Satie: todas las piezas para piano solo.
Busoni: el Concierto, op. 39, las Elegías y las Sonatinas.
Granados: Goyescas.
Skriabin: todas las Sonatas, todos los Estudios y una selección de los Prelu-
dios y de los Poemas. ,
Rajmáninov: los Momentos musicales, op. 16, los Etudes-Tableaux, op. 33 y
op. 39, los Conciertos núm. 2 y núm. 3.
Ives: Three Pages Sonata, Sonata núm. 1 y Concord-Sonata.
Schónberg: toda la música para piano solo y el Concierto, op. 42.
Ravel: toda la música para piano solo y los dos Conciertos.
Bartók: toda la música para piano y orquesta, Mikrokosmos, Suite, op. 14,
Estudios, op. 18, Impromptus, op. 20, Sonata, Al aire libre y la Sonata
para dos pianos e instrumentos de percusión.
Stravinski: todas las piezas para piano solo, para dos pianos y para pia-
no y orquesta.
Casella: toda la música para piano solo.
Webern: Variaciones, op. 72.
Berg: Sonata, op. 1
Prokófiev: todos los Conciertos, todas las Sonatas, Toccata, op. 11, Sarcas-
mos, Op. 17, y Visions fugitives, Op. 22.
Hindemith: Suite 1922 y Ludus tonalis.
Petrassi: toda la música para piano solo.
Dallapiccola: toda la música para piano solo.
Messiaen: toda la música para piano solo y para piano y orquesta.
Cage: Sonatas and Interludes y Concierto.
Boulez: las tres Sonatas, Structures 1 y Il.
Barraqué: Sonata.
Stockhausen: todos los Klavierstúcke, Kontakte y Mantra.
De casi todos los compositores se encuentran varias ediciones de las
obras completas o de secciones (las sonatas, los conciertos, las variaciones,
etcétera) de las obras completas. La ventaja de la edición completa, de la lla-
mada integral, reside en la uniformidad de la lectura; no siempre, por otra
parte, la fantasía sostiene constantemente al intérprete en el arco de un am-
plio número de composiciones. De todas formas, a nuestro juicio, es prefe-
rible escoger la integral.
En una discoteca dedicada al piano no pueden faltar algunas piezas
que, aun no estando destinadas a este instrumento, han formado parte de
su literatura didáctica o concertística: habrá, pues, que tener en cuenta las
ejecuciones al piano del Clavicémbalo bien temperado de Bach y las Sonatas
de Domenico Scarlatti, una selección de las transcripciones de Schubert he-
chas por Liszt y de las transcripciones de Bach hechas por Busoni.
Los numerosos discos antológicos de grandes intérpretes permiten for-
mar cómodamente una discoteca dedicada a la historia de la interpreta-
NOTA SOBRE LA DISCOGRAFÍA 289

ción. Algunas casas han empezado a publicar ediciones completas o am-


plias selecciones de las ejecuciones de algunos grandes intérpretes, pero en
este campo son muy importantes las publicaciones debidas a la iniciativa
de casas pequeñas, cuyos discos, reproducidos en un número limitado de
copias y no insertos en los circuitos de distribución, no son, sin embargo,
fáciles de encontrar.
Una discoteca como la que acabamos de delinear, aun no siendo com-
pleta, porque faltan en ella todos los autores menores (Hummel, Moscheles,
Thalberg, Alkan, etc.) que en la historia cuentan algo, es, sin embargo, cos-
tosa. Para una discoteca de más modesta entidad y de costo mucho menor
podemos indicar algunos títulos que consideramos esenciales, si bien el
concepto de «esencialidad» deba verse no en sentido estético sino histórico,
y por esto deba relacionarse con todo el contexto que hemos tratado de ilus-
trar. He aquí, pues, un elenco muy restringido de títulos que en conjunto
ocupan unos setenta discos microsurco:
Mozart: Conciertos, K. 271, K. 466, K. 482, K. 491, K. 503; Sonatas, K. 310,
K. 331, K. 457, K. 576; Fantasía, K. 475, y Rondó, K. 511.
Haydn: Sonata, H. 52; Variaciones en fa menor.
Clementi: Sonatas, op. 2, núm. 2, op.25, núm. 5 (conocida también como
op. 26, núm. 2), op. 40, núm. 2.
Beethoven: Sonatas, op. 2, núm. 2, op. 10, núm. 3, op. 13, op. 27, núm. 2,
op. 53, op. 54, op. 57, op. 106, op. 109, op. 110, op. 111; Variaciones,
op. 120; Bagatelas, op. 126, y Conciertos, núm. 3, op. 37, núm. 4, op. 58,
núm. 5, op. 73.
Weber: Concertstúck y Sonata, op. 74.
Schubert: Sonatas, D. 845 (op. 42), D. 894 (op. 78), D. 959, D. 960; Wanderer-
Fantasie, Impromptus, op. 90; Valses sentimentales, Sonata (Gran Dúo)
op. 140, y Fantasía, op. 103.
Mendelssohn: selección de Romanzas sin palabras.
Schumann: Davidsbindlertinze, op. 6; Carnaval, op. 9; Sonata, op. 11; Estu-
dios sinfónicos, op. 13; Escenas infantiles, op. 15; Kreisleriana, op. 16;
Fantasía, op. 17; Humoresca, op. 20, y Concierto, op. 54.
Chopin: Estudios, op. 10 y op. 25; Preludios, op. 28; 4 Baladas, 4 Scherzos,
Polonesa, op. 44; Polonesa, op. 53; Polonesa-Fantasía, op. 61; Fantasía,
op. 49; Sonata op. 35; selección de Nocturnos y Mazurcas y Conciertos,
núm. 1, op. 11 y núm. 2, op. 21.
Liszt: Concierto núm. 1, Totentanz, Estudios trascendentales, Sonata, Fantasía
casi sonata después de una lectura de Dante y Retratos históricos húngaros.
Franck: Variaciones sinfónicas.
Brahms: Conciertos núm. 1, op. 15 y núm. 2, op. 83; Sonata, op. 5; Variacio-
nes, Op. 24 y op. 35, y Piezas, op.118.
Músorgski: Cuadros de una exposición.
Debussy: Estampes, Images, Preludios, Estudios.
Satie: Gymnopédies, Sports et divertissements, Trois Morceaux en forme de
oire.
Skriabin: Sonatas núm. 5, op. 53, núm. 9, op. 68, núm. 10, op. 70; Estudios,
op. 42, y Preludios, op. 11 y op. 74.
290 NOTA SOBRE LA DISCOGRAFÍA

Ives: Concord-Sonata.
Ravel: Miroirs, Gaspard de la nuit, Le Tombeau de Couperin, Concierto en Sol
y Concierto en Re.
Bartók: Concierto núm. 2, Sonata para dos pianos e instrumentos de percu-
sión, Al aire libre.
Stravinski: Tres movimientos de Petrushka, Sonata (1924) y Concierto para
dos pianos solos.
Prokófiev: Conciertos núm. 2, op. 16 y núm. 4, op. 53, Sonatas núm. 2, op. 14
y núm. 7, op. 83 y Tocata, op. 11.
Messiaen: Oiseaux exotiques.
Boulez: Sonata núm. 2.
Stockhausen: Klavierstúcke IX y X y Mantra.
No hemos tenido en cuenta los diversos «acoplamientos» entre las pie-
zas que ofrece el mercado y que en algunos casos pueden llevar a ampliar
nuestra lista. Por ejemplo, el Concierto, op. 54, de Schumann ocupa en al-
gunas ediciones un disco entero, en otras se encuentra unido al Konzert-
stúck, op. 92 (o al Konzertstúck, op. 134 o a los dos Kontzertstúcke) de Schu-
mann, al Concierto, op. 58, de Beethoven, al Concierto, op. 25, de Mendels-
sohn, al Concierto, op. 21, de Chopin, al Concierto, op. 16, de Grieg, a las
Variaciones sinfónicas de Franck, o a piezas para piano solo; la selección
puede ser alentada por el «acoplamiento», pero también pueden ser de vez
en cuando determinantes el nombre del intérprete, la cualidad técnica de la
grabación o el precio. Por lo demás, en la selección y en la ampliación o en
la limitación de la lista por nosotros aconsejada se expresa el gusto del
comprador, a quien nunca querremos dar orientaciones categóricas o
restrictivas.
Lista de las obras citadas
V. Arkan, Ch.: Charles Valentin Alkan: Oeuvres choisies, edición de 1. Philipp, París. hacia
1900. :
Ph. Bach, C.: Versuch úber die wahre Art, das Klavier zu spielen, Berlín, 1753.
Bartók, B.: Bartóks Béla levelei, edición de J. Demény, Budapest, 1976?,
BeerHoven, L. van.: The letters of Beethoven, edición de E. Anderson, Londres. 1961.
Benvovszkv, K., y J. N. HummeL: der Mensch und Kúnstler, Pressburg, 1934.
BortoLorto, M.: Fase seconda. Studi sulla Nuova Musica, Turín, 1968.
Boutez, P.: Par volonté et par hasard: entretiens avec Célestin Deliége, París, 1975.
Bramms, J.: Johannes Brahms: Briefwechsel, a cargo de la Deutsche Brahms Gesellschaft, Berlín,
1907-1922.
Brerrhaurr, R. M.: Musikalische Leit- und Streitfragen, Berlín, 1906.
BreneL, A.: Nachdenken úber Musik; traducción francesa Réflexions faites, París, 1979.
BuLow, H. von.: Hans von Búlow: Briefe und Schriften, edición de M. von Biúlow, Leipzig, 1896-
1908.
Buson1, F.: Lettere alla moglie, Milán, 1955.
— Lo sguardo lietto. Tutti gli scritti sulla musica e le arti, Milán, 1977.
Canino, B.: «La musica per pianoforte di John Cage», en Quaderni della Rassegna Musicale,
núm. 5, Turín, 1972.
Chorrx, F.: Korespondencja Fryderjka Chopina, Varsovia, 1955,
Coorer, M.: Beethoven: the Last Decade, Londres, 1970.
Cortor, A.: La musique francaise de piano, París, 1930-1948.
— Aspects de Chopin, París, 1949.
CzernY, C.: Vollstándige teoretisch-praktische Pianoforte-Schule, op. 500, Viena, hacia 1835.
Darnnaus, C.: Grundlagen der Musikgeschichte, Colonia, 1977.
DeLacrorx, E.: Journal, París, 1893-1895.
Diémer, L.: «Ricordi rossiniani», en Le Ménestrel, 30 de julio de 1920.
Fassri, M.: «L'alba del pianoforte. Veritá storica sulla nascita del primocembalo a martelletti»,
en Dal clavicembalo al pianoforte, Brescia, 1968.
FeLoman, M.: The early years, Disco Columbia Odyssey 32160303, con notas de Cornelius
Cardew.
Féns, F.: Méthode des méthodes de piano, París, 1837.
— Biographie universelle des musiciens et bibliographie générale de la musique, Bruselas, 1860-
18652,
FiLirp1, F.: Musica e musicisti. Critiche, biografie ed escursioni, Milán, 1876.
Fischer, E.: Musikalische Betrachtungen, Wiesbaden, 1950.
Ganche, E.: Frédéric Chopin: sa vie et ses oeuvres, 1810-1849, París, 1909.
292 LISTA DE LAS OBRAS CITADAS

Georcu, W.: Klaviermusik. Geschichte der Musik fir Klavier zu 2 Hánden von den Anfángen bis zur
Gegenwart, Berlín-Zurich, 1941, 19502.
Havon. J.: Joseph Haydn: Gesammelte Briefe und Aufzeichnungen; unter Benútzung der Quellen-
sammlung von H. C. Robbins Landon, edición de D. Bartha, Kassel, 1965.
Hemne, H.: Sámmiliche Werke, edición de G. Karperles, Berlín, 1861-1869.
HenseLr, A. von.: Piano Concerto in F. Minor, opus 16, 12 Études caractéristiques, opus 2. Disco
Candide CE 31011, con notas de Hugh McGinnis.
Hormann, J.: Piano Playing with Piano Questions Answered, Nueva York, 1920.
D'Inpy, V.: Cours de composition musicale, París, 1903-1950.
Ives, C.: Music and its Future, Stanford, 1933.
— Essays before a Sonata and Other Writings, Nueva York, 1961.
KaLkBrENNER, F.: Méthode pour apprendre le pianoforte á l'aide du guide-mains, contenant les princi-
pes de la musique, París, 1830.
Leon:, S.: Sull'Arte pianistica di Martucci, Brahms, Grieg, Novák, Debussy, Padua, 1915.
Liszr, F.: Gesammelte Schriften, edición de L. Ramann, Leipzig, 1880-1883.
— Franz Liszt's Briefe, edición de La Mara, Leipzig, 1893-1902.
Loesser, A.: Men, Women and Pianos: a Social History, Londres, 1955.
MarmonTEL, F.: Les pianistes célebres, París, 1878.
Mason, W.: Memoirs of a Musical Life, Nueva York, 1901.
Marthay, T.: The Art of Touch in all its Diversity, Londres, 1903.
MenDeLssonn-BarTHOLDY, F.: Briefe aus den Jahren 1833 bis 1847, edición de P. y C. Mendelssohn
Bartholdy, Leipzig, 1863.
Messiaen, O.: L'oeuvre pour piano, Dischi Erato 9110, con presentación del autor.
Messinis, M.: Simbolismo di Richter, en el 43.2 Maggio Musicale Fiorentino, Florencia, 1980.
Merzaer, H. K.: Annotazioni su Scriabin, en 35. Festival Internacional de música contemporá-
nea, Venecia, 1972.
MiLinowsk1, M.: Teresa. Carreño, By the Grace of God, Londres, 1940.
MoscheLes, 1.: Aus Moscheles'Leben, edición de C. Moscheles, Leipzig, 1872.
Mozart, W. A.: Die Briefe W. A. Mozarts und seine Familie, edición de L. Schiedmair, Munich-
Leipzig, 1914.
Nectoux, J. M.: Fauré, París, 1972.
Newman, W. $S.: The sonata since Beethoven, Chapel Hill, 1969.
Niemann, W.: Meister des Klaviers, Berlín, 1919.
Pesenri, G.: Federico Chopin nel 1.* centenario della morte, Borgo San Dalmazzo, 1950.
Ramann, L.: Franz Liszt als Kúntsler und Mensch, Leipzig, 1880-1894.
RaveL, M.: «Lettre á Pierre Lalo», en Le Temps, 9 de abril de 1907.
RusrxstElN, A.: Istorija literaturi fortepiannoj muziki, San Petersburgo, 1899.
Samt-Saéns, C.: École buissonniére: notes et souvenirs, París, 1913.
— Les idées de M. Vincent d'Indy, París, 1919.
ScHónBErG, H. C.: The great pianists, Nueva York, 1963.
ScHuBerT, F.: Franz Schuberts Briefe und Schriften, edición de O. E. Deutsch, Munich, 1919.
Schumann, R.: Robert Schumanns Briefe: neue Folge, edición de F. Jansen, Leipzig, 19042.
— Gesammelte Schriften úber Musik und Musiker, Leipzig 19145.
SCHWEITZER, A.: J, S. Bach, le musicien pote, París, 1905.
SrecHrt, R.: Bildnis Beethovens, Helleran, 1931.
STOCKHAUSEN, K. H.: Conversations with the Composer, edición de J. Cott, Nueva York, 1973.
— Mantra, Disco Deutsche Grammophon Gesellschaft 2530208, con presentación del
autor.
STRAVINSKI, L: Croniques de ma vie, París, 1935-1936.
VaLLerra, L: Chopin, Turín, 1910.
Wacner, R.: Uber das Dirigieren, Leipzig. 1869.
Indice analítico
Abbey, Henry: 220 spielen: 20, 50
Abel, Carl Friedrich: 27 Bach, Johann Christian: 25, 27-28, 33, 39,
Adam, Jean-Louis: 23, 42, 84, 122, 138 44, 47
Afanásiev II, J.: 195 Conciertos: 28, 44-45
agraffe: 122 Sonatas, op. 5 y op. 17: 28
Alard: 219 Bach, Johann Sebastian: 15, 18-21, 25, 33, 35,
Albeniz, Isaac: 120, 206, 225 46, 50, 97, 106, 115, 161, 201. 218
Albert, Eugéne d': 178-180, 219, 225, 231n., Clave bien temperado: 20, 132, 136, 138, 218,
265, 267 268, 269, 271
Concierto núm. 1: 179-180 Invenciones: 20
Concierto núm. 2: 180 Oferta musical: 19
Albrechtsberger: 52 Symphoniae: 20
Alfari: 199 Variaciones Goldberg: 35, 172, 221
Alibev, A. A.: 194 Backers, Americus, 25-26, 27, 40
Alkan (pseud. de Charles-Henri-Valentin Backhaus, Wilhelm: 267, 268, 269, 270, 271,
Morhange): 116, 134, 138-141, 180, 184, 219, 282
279 Badarzewska, Tecla: 202
Antheil, George: 251, 251 Balakirev, Milij Alexéievich: 194-195, 201, 218
Antipov: 199 Banister, John: 27
apagadores: 16, 58 Barth, Hans: 251
Arensk, A.: 199 Bartók, Béla: 164, 203, 225, 231n., 236, 238,
Aristide: 185 243-244, 246, 247, 249, 250, 253, 263, 272.
arpicémbalo: 16 273, 278, 279
arpicordio: 14 Batthyányi, Lajos: 155
Arrau, Claudio: 271, 274-275 Becker, Paul: 282
Asanchevski, P. M.: 195 Beckford, Peter: 28
Ashkenazy, Vladimir: 264, 278 Bechstein, Friedrich Wilhelm: 214
Asioli, Bonifacio: 207 Beecke, lgnaz von: 40-41, 42
Attwood, Thomas: 76 Beethoven, Ludwig van: 31, 33, 35, 47, 50-64,
Auber: 142 65, 66, 68, 69, 70, 71. 72-73, 74, 77, 80-85, 89,
Auenbrugger, Marianna von: 51 91, 94, 98, 100, 105, 106, 107, 109, 111, 113,
Aurnhammer, Josepha von: 51 MESA L6 1118, 1149,1121122, 101244125109,
138, 139, 141, 147, 156, 169, 170, 178, 179,
Babcock, Alpheus: 95, 214 186, 188, 189, 190, 210, 211, 212, 213, 215,
Baberl: 60 216, 218, 220, 234, 236, 258, 261, 266, 268,
Babitt, Milton, 257 269, 273, 278, 289
Bach, Carl Philipp Emanuel: 20-21, 23, 25, 33, Bagatelle, op. 33 y 126: 58, 64, 70, 84
42, 50, 60, 82, 84, 89-90, 218, 242 Cadencias para el Concierto. op. 58 (1 tiem-
Concierto para piano, clavicémbalo y orquesta po): 59, 71
(1788): 21 Conciertos: 35, 50, 53, 55-64, 71, 77, 91
Fantasía: 21, 23 en mi bemol WoO: 50
Versuch vúber die wahre Art das Clavier zu núm. l. op. 15: 56, 59
294 ÍNDICE ANALÍTICO

núm. 2, op. 19: 53 Variaciones sobre un tema de Paganini, op.


núm. 3, op. 37: 58 35: 172-174, 176, 180, 215
núm. 4, op. 58: 58-59 Variaciones sobre un tema de Schumann, op.
núm. 5, op. 73: 61-64 23, para piano a cuatro manos: 170, 172
para violín, op. 61, transcrito para piano: 56 Breitthaupt, Rudolf Maria: 225, 238, 268, 280
Cuarteto con piano, WoO 47, núm. 3: 53 Brendel, Alfred: 63, 176, 263, 277-278
Fantasías, op. 19 y 80: 53 Brickler: 27n.
Lieder: 70 Britten, Benjamin: 245, 247
Rondó, op. 129: 80 Broadwood, James Shudi: 123
Sonatas: 48, 50, 53, 55-64, 66, 68, 69, 71, 73, Broadwood, John: 25, 27, 33, 40, 63, 75, 121,
-81,83, 91, 115, 130, 133, 158, 166, 170, 134, 123
210, 213, 216, 218, 258, 272 Brodmann, Joseph: 214
Trío, op. 97: 52 Brill, lgnaz: 177, 178
Variaciones, op. 35: 58-61, 91, 173 Buchmayer, Richard: 267
Variaciones, op. 120 («Diabelli»): 60, 64, 82, Búlow, Hans von: 139, 165, 167, 197, 213, 214,
107, 173 216, 220, 264, 265, 281
Behrens: 298 Burgmúller, Norbert: 105
Bellini: 98, 100, 150 Sonata, op. 8: 105
Benedetti Michelangeli, Arturo: 146, 275, 276, Burne-Jones, Edward: 162n.
284 Burney: 47
Bennet, William Sterndal: 109, 168 Burton: 27n.
Berg, Alban: 235, 277, 290 Busoni, Ferruccio: 64, 139, 149, 160, 176, 195,
Berger, Ludwig: 33, 82, 84, 94, 104, 105, 124, 209, 215, 218, 219, 221, 225, 234-235, 242,
193 243, 247, 265-267, 270, 277, 278, 281, 289
Beringer, Oscar: 216* Bussotti, Sylvano: 260, 260n., 261
Berio, Luciano: 262 Byrd: 218
Berlioz, Hector: 105, 139, 142, 147, 166, 212
Heroldo en Italia: 93 Cage, John: 252, 253, 260, 261, 275
Bernard, Moritz: 194 Camno, Bruno: 252
Bertini, Benoít-Auguste: 28 Cardew, Cornelius: 263
Berwald, Franz: 170, 204 Carlota, reina: 27
Biedermeier: 74-86 Carpenter, John Alden: 238
Billroth, Theodor: 177 Carreño, Teresa: 219, 267
Bizet, Georges: 190, 242 Carrillo: 219
Blahetka, Leopoldine: 126 Carter. Elliot: 262
Blumenfeld, F. M: 199 Casella, Alfredo: 238, 243, 247, 251
Bhithner, Julius Ferdinand: 214 Casini, Giovanni Maria: 13
Boély, Alexander-Pierre-Francois: 84, 138 Castaldi, Paolo: 263
Suites, op. 16: 138 Castillo Góhringer, Francilla del: 137
Boildieu, Francois-Adrien: 23, 138 Castillon, Alexis de: 189
Boisselot, Jean-Louis: 123 cembal d'amore: 19
Borodin, Alexandr Porfirievich: 196 Cesi, Beniamino: 101, 216
Bortkiewicz: 295 Ciaia, Della: 243
Bósendorfer, Ludwig: 214 Ciani, Dino: 279
Bossi. Marco Enrico: 209 clavicémbalo: 13,:14, 15, 16, 18, 20, 21, 22, 64
Bouchot: 101 clavicémbalo de arco; 20
Boulez, Pierre: 257-258, 259, 261. 264, 276, 279 clavicordio: 14, 15, 18, 19, 20, 21, 22, 64, 68
Brahms. Johannes: 97, 102, 106, 115, 140, 165, clavicordio doble: 19
167, 168, 170, 171, 172, 178, 180, 181, 186, clavicytherium: 22
187, 189, 194, 196, 198, 199, 205, 208, 218, Clementi, Muzio: 24, 28-35, 39, 42, 46, 47, 50,
264, 267, 269, 270, 272, 273, 277, 278 51, 55, 59, 76, 81, 84, 116, 117, 118, 123, 133,
Baladas, op. 10: 170-171 186, 193, 207, 218, 219, 242, 279
Concierto en re menor, op. 15: 115, 169-170, 24 Ejercicios: 132
SS Gradus ad Parnassum: 33, 84
Concierto en si bemol, op. 83: 174-176 Método para piano: 33,166
Concierto para violín, op. 77: 175 Sonatas: 28, 32, 46-47, 50
Danzas húngaras: 176, 203 Toccata, op. 11: 31
Fantasías, op. 116: 177 Copland: 247
Intermedios, op. 117: 177-178 Cortot, Alfred: 187, 191, 267, 279-271
Piezas, op. 118 y 119: 177-178 Couperin, Francois: 18, 41, 185, 218. 243
Scherzo, Op. 4: 168, 170 Art de toucher la Clavecin: 18
Sonatas, Op. 1, 2 y 5: 159, 168-171, 216 Cowell, Henry: 230, 249, 250, 252, 253
Valses, op. 39: 176 Cramer, Johann Baptist: 28, 31, 34-35, 77, 79,
Variaciones sobre un tema de Hándel, op. 24: 81, 84, 105, 116, 117, 118, 126
168, 172-174, 241 Estudio: 117
ÍNDICE ANALÍTICO 295
Método: 84 vanni», Op. 2 para piano y orquesta: 79.
Crickboon, Mathieu: 207 124, 142
Cristofori, Bartolomeo: 13, 15-18, 22, 26, 27,
40, 94, 100, 258 Dahlhaus, Carl: 31
Ctesibio di Alessandria: 13 *- Dallapiccola: 247
Cui, Cesar Antonovich: 1967 199; %8 Dal'oglio, G. B.: 19
Czatoriska, Marcellina: 132 Dargominskiy, Alexandr: 194
Czerny, Carl: 33, 53, 66, 77, 79, 81, 84, 85, 114, Debussy, Claude: 116, 163, 164, 178, 119,
117, 118, 119, 121, 141, 142, 242 192206::225, 231, 282. 236,238. 123911241
El arte de improvisar: 119 242, 246, 250, 267, 268, 270, 272, 274, 278,
Escuela del concertista: 117. 118 279
Escuela de la velocidad op. 740: 117 Children's Corner: 232
Estudio general. Enciclopedia de los pasajes Estampes: 227-228
brillantes para el piano extraídos de las Images: 228
obras de los célebres pianistas antiguos y Preludio: 229-230
modernos: 116 Suite bergamasque: 178, 230
Gran Sonata de Estudio, op. 268: 81 Delaborde, Elie-Miriam: 139, 216
Método: 84 Delacroix: 136
Mi primer maestro de piano: 117 Del Mela, Domenico: 18, 22
Sonata, op. 7: 116 Diabelli, Antonio (Variaciones 50...): 82
Variaciones sobre la Ricordanza, op. 33: 116 Dibdin, Charles: 27n.
Variaciones sobre un tema de Haydn, op. Dielfenbach: 127
73: 79 Diémer: 158, 219-221, 226
Dietrichstein, príncipe: 98
Chabrier, Emmanuel: 190-191 D'Indy, Vincent: 134, 189
Chaikovski. Piotr Illich: 179, 195, 196-199, Dóhler, Theodor: 104, 207, 212
2125278 Donizetti: 98, 211, 212
Chausson, Ernest: 189, 24] Dourlen, Victor
Cherbachev, N. V.: 196, 197, 199, 200, 205 La Batalla de Marengo: 82
Cherubini, Luigi: 23-24, 136 “ Draeseke, Felix: 165, 167
Caprice ou Etude: 23-24 Dreyschock, Alexander: 104-105, 141. 212
Trattato di contrappunto: 136 Konzertstúick en do, op. 27: 104
Chickering, Jonas: 214 Variaciones, op. 22: 104
Chopin, Fryderyk: 31, 32, 64, 73, 79, 81, 85, 93, Variaciones sobre «God save the Queen», Op.
97,98, 102, 103-105, 106, 113, 114, 116, 123, 122: 104
124, 125, 126, 128-130, 131-139, 140, 145, Diúbúck, A.: 194
149, 150, 154, 155, 158, 170, 171, 180, 181, Dukas, Paul: 241
184. 185, 186, 190, 194, 202, 205, 207, 209, dulcimer: 15
2M2122185215521914220828 200330268, Dussek, Jan Ladislav: 28, 34, 77, 79. 81-82,
20211, 273, 2UEZITAZAS 84, 116
Baladas, op. 23, 38 y 52: 127-129, 132-134, Método para piano: 84
158 Rondó «L'adieu»: 82
Berceuse en re bemol, op. 57: 136, 183 Sonata, op. 44 «L'addio»: 81
Bolero, op. 19: 131 Sonata, op. 64 «Plus ultra»: 81
Concierto en mi menor, op. 11: 92, 103, 125, Sonata, op. 77 «L'invocazione»: 81
128 Doce estudios melódicos: 84
Estudios: 104, 126-131, 173, 216, 263 Dvorák, Antonín: 205, 209, 236
3 Estudios para el Método de Fétis y Mosche-
les: 136 Eberl, Anton Fraz Joseph: 51
Impromptu en fa sostenido, op. 36: 134 Eckard. Johann Gottfried: 21, 22, 39
Impromptu en la bemol, op. 29: 133 Sonatas, op. 1: 22
Mazurka, op. 41: 135 Sonatas, op. 2: 21, 22
Nocturnos: 128, 131-134, 135 Edelmann. Johann Friedich: 23
Nocturno, Op. 72, núm. 1: 125 Einstein, Alfred: 282
Polonesa: 78, 135 Eisler: 247
Polonesa-Fantasía, op. 61: 136-137, 216 Engalicev, P. N.: 194
Preludio: 104, 133-135, 136 Erard, Pierre: 123
Rondó a la Mazur, op. 5: 125 Erard, Sébastien: 60, 61, 95, 121-123
Rondó en mi bemol, op. 16: 131 Erdmann, Eduard: 271
Scherzo: 104, 128, 133-135, 170 Ernemann, Moritz: 124
Sonatas: 134-135, 137 Esanlov, A. P.: 194
Valses: 131, 133, 135 escape: 16
Variaciones. op. 12: 131 doble: 95, 122-123
Variaciones «souvenir de Paganini»: 124 espineta. 14
Variaciones sobre un tema del «Don Gio- Essipova, Annetta: 219
296 ÍNDICE ANALÍTICO

Esterházy, príncipe: 74 Glasunov, Alexandr Konstantinovich: 199


Evler, Adolf Schulz: 203 Glinka, Mijáil Ivanóvich: 194, 218
Godowsky, Leopold: 203, 204, 219, 267
Fabbri, Mario: 13 Goethe: 124, 217
Falla, Manuel de: 225, 238 Goetz. Hermann: 166
Farrenc, Louise: 185 Concierto, op. 18: 166
Fauré, Gabriel: 191-192, 270 Genrebilder, op. 11: 167
Federico II, el Grande: 19, 20 Lose Bláitter, op. 7: 167
Feinberg, Samuel: 238 Sonata, Op. 17, para piano a cuatro ma-
Feldman, Morton: 260 nos: 167
Feldsburg, Stainer von: 81 Goldmark, Karl: 177
Ferrari, Jacopo Gotifredo: 28 Golinelli, Stefano: 208
Ferrini, Giovanni: 18 Goncourt: 138
Fesca, Alexander Goria, Alexander: 101
Settimini: 80 Gottfried: 39
Fétis, Francois Joseph: 137, 145 Gottschalk, Louis Moreau: 206, 209, 212
Método: 84 Gould, Glenn: 281
Feydeau, George: 280 Gounod: 161
Fibich, Zdenék: 205 Grainger, Percy: 249
Field, John: 28, 31, 34, 46, 77, 79, 83, 94, 115, Gráte, von: 127
124, 126, 133, 193, 194, 212, 218 Granados, Enrique: 120, 206, 207, 225
Concierto núm. 5 «L'incendie par l'orage»: eravicémbalo: 14, 16
93 gravicémbalo con el piano y forte: 16-17, 18
Nocturnos: 83 Grechaninov, Alexandr Tichonovich: 199
Filippi, Filippo: 106 + Grieg, Edvard Hagerup: 166, 199, 204-205,
Filtsch, Carl: 133 206, 207, 272
Fischer, Edwin: 63, 269-270, 271, 277, 278, guiamanos: 85, 95
282 Gulda, Friedrich: 281
Fontana: 135 Gurilév, A. L.: 194
Fórster, Emanuel Alois: 51, 250 Gutman: 135
Francisco José, emperador: 105, 278 Gyrowetz, Adalbert: 51
Franchomme: 218
Franck, César-Auguste: 79, 188-189, 191, 270 Hába, Alois: 250
Variaciones brillantes sobre la Ronda favorita Haberbier. Ernst: 194, 204
del «Gustavo ll»: 79 Hackbrett: 15
Freistádler, Franz Joseph: 51 Halm, Antón: 137
Frescobaldi: 33, 243 Halle, Charles: 131, 218, 269
Fricken, Ernestine von: 108, 109 Hándel, Georg Friedrich: 18, 33, 173, 178, 189,
Friederici, Christian Ernst: 22 DIO DISDISIOTS
Friedmann, lgmaz: 203 Hanslick, Eduard: 177, 265
Friedrich, Johann Caspar: 229 Harris: 247
Fries, conde von: 52 Hássler, Johann Wilhelm: 28, 84
Fumagalli, Adolfo: 104, 207 Estudios en forma de Vals: 84
Furtwángler, Wilhelm: 270 Preludio: 84, 133
Hauer, Matthias: 248
Gabrilovich, Ossip: 218 Hawkins. Issac: 86
Gade, Niels: 168, 204 Haydn, Franz Joseph: 47-49, 51, 60, 74, 89,
Gál, Hans: 245 107, 123, 242, 273
Galitzin, príncipe: 80 Fantasía en do: 48
Galston, Gottfried: 64 Sinfonía núm. 98: 48
Libro de los Estudios: 64 Sonatas, 52: 48-49
Galuppi, Baldassarre: 21 Sonatas H XVI núms. 27-32 para clave o
Gelinek, Joseph: 52, 53 piano: 48
Variaciones sobre el Allegretto de la Séptima Variaciones en fa menor: 48, 213
Sinfonía de Beethoven: 107 Hebenstreit, Pantaleon: 15
Genzinger, Maria Anna Salina von: 48 Heine, Heinrich: 104, 137, 153, 156
Georgii, Walter: 80 Helmholtz, Hermann: 215
Ghay. Joseph von: 65 Heller, Stephen: 137, 139, 189, 190, 213
Gieseking, Walter: 57, 97, 271-272, 273, 274, Estudios, Op. 45, 46, 47: 138, 167
275, 276 Preludios, op. 81: 138
Giles, Emil: 272, 274 Promenades d'un solitaire: 138
Giuliani, Mauro: 79 Hensel-Mendelssohn, Fanny: 105
Giustini, Lodovico: 18, 19, 22, 39 Henselt, Adolph von: 79, 92, 98, 101-104, 112n..
Sonate da Cimbalo di piano e forte, detto vol- 167, 171, 173, 180, 184, 194, 212, 213. 218.
garmente di martelletti. op. 1: 18 232
ÍNDICE ANALÍTICO 297
Andante y Estudio concertante. Poema de Escenas de vagabundos, op. 17: 167
amor, Op. 3: 103 Estudios, op. 32: 167
Concierto en fa, op. 16: 102, 219 Idilios, op. 43: 167
Estudios. op. 2: 103, 104, 112n Sonata, op. 25: 167
Estudios. op. 5: 103, 104 Jolivet, André: 240
Estudio, op. 5, núm. 2: 104” ' Joplin, Scott: 238
Estudio, Op. 2, núm. 1 «Tempestad, no po- Jorge MI: 27
drás abatirme»: 103, 104 José II: 186
Estudio, Op. 2, núm. 6, «Si oiseau j'étais»: 103 Júbal: 13
Estudio, Op. 2, núm. 9: 112n.
Revisión de la sonata, Op. 39, de Vals: 91 Kalinnikov: 199
Henze, Hans Werner: 263 Kalkbrenner, Friedrich: 33-34, 77, 79, 80, 84,
Herz, Henri: 79, 102. 137, 150 85, 95, 102, 104, 116, 118, 123, 124, 126, 132,
Conciertos: 137 187, 212, 238
1000 Ejercicios para Dactylion: 137 Método: 84
Marcha para 40 pianos: 137 Ensayos sobre diversos caracteres: 84
Herzogenberg, Heinrich von: 175, 178 Settimino, op. 132: 80
Herwegh, George: 153, 162 Karganov: 199
Hewitt. James Kempff, Wilhelm: 270-271
La Batalla de Trento, sonata histórica: 82 Kessler, Joseph: 126-133
Hexameron (Variaciones de Liszt, Thalberg. Ketten, Henri: 199, 206
Pixis, Herz, Czerny y Chopin): 150 Kiel, Friedrich: 168
Hiller, Ferdinand: 66, 103-105 Kirchner, Theodor Fúrchtegott: 165, 168
3 Sonatas: 105 Kirckman. Jakob: 25
25 Estudios, op. 15: 105 Kirpatrich, Ralph: 280
Hindemith: 243, 246, 247, 251 Klengel, August Alexander: 33, 133, 193
Hipkins, Alfred: 221, 266 Koczalski, Raoul vol: 270
Hoffmann, Ernst Theodor Amadeus: 89, 90. Koczwara, Frantisek: 82
204, 219-220 La Batalla de Praga para piano: 82
Kapellmeister Kreisler: 110 Kodály, Zoltán: 164, 243
Kreisleriana: 89 Kontski, Antoine de: 194, 202
Sonatas: 89 Koroshenko: 199
Hofmann. Josef: 219-221, 267, 271 Kozeluch, Leopold: 45, 51, 53
Hofmann, Leopold: 44 Sonatas: 51
Hoffmeister, Franz Anton: 51 Krauss, Alejandro: 221
Concierto en re. op. 24: 51 Krenek: 247
Hohlfeld, Johann: 20 Kuhlau, Friedrich: 204
Hollmann, Otakar: 245 Kullak, Adolph: 105, 166
Horowitz, Vladimir: 57, 116, 197, 266, 272, Kullak, Theodor
274, 275 Escuela de las octavas: 166
Huber, Hans: 178 Kupelwiesser, Leopold: 148
Húllmandel, Nicolas Joseph: 23, 34 Kurpinski: 202
Hummel. Johann Nepomuk: 28, 51, 76, 77,
79-81, 82, 84, 85, 91. 98, 101, 116, 118, 121, Lablache, Luigi: 101
124, 126, 133, 193, 212, 213, 218, 279 Labor, Josef: 245
Grandes Variaciones. op. 115: 79 Lacombe. Louis: 101, 138
Gran Settimino Militare, op. 114: 80 Lalo. Pierre: 231
Método para piano: 84 Lamartine: 142, 153
Rondó, op. 11: 82 Lammenais: 153
Settimino. op. 74: 79-80 Landowska, Wanda: 221. 241, 266, 289
Sonata, op. 13: 81 Lanza. Francesco: 207
Sonata. op. 81: 81 Laskovski. I. F.: 194
Húnten, Franz: 137 Léger, Fernand: 251
Húttenbrenner. Anselm Lenz. Wilhelm de: 127
Cuadros musicales: 84 Leonhardt, Gustav: 41
Leoni, Sergio: 205
Ives, Charles: 225, 236-238, 249, 262 Leschetitzki, Theodor: ¡OSADO OZ LAZOTE
268
Jackson: 210 Lessel: 202
Jaéll, Alfredo: 213 Lhevinne, Joseph: 195, 221, 267, 273
Jaéll-Trautmann, Marie: 218 Liádov, Anatoli Constantinovich: 196, 199, 218,
Janácek, Leos: 205, 225, 235, 245 232
Jankó, Paul von: 250 Liapunov, Serguéi Mikailovich: 199
Jensen, Adolf: 167 Lichnowsky, Felix: 153, 155
Erotikon, op. 44: 167 Ligety, Gy0zgy: 262
298 ÍNDICE ANALÍTICO

Lipinski, Carl: 109 Logier, Johann Baptist: 34, 85


Liszt, Franz: 64, 69, 77, 80, 81. 85, 91-92,93, 97, Lucca, Francesco: 100
100, 102, 103. 104, 105-107, 108, 109, 115, Luis XIV: 15
116, 117, 118, 124, 127, 131, 133, 134, 135, Luis II: 162
137, 139, 141-151, 153-164, 165, 166, 167, Lupu, Radu: 264
168, 169, 170, 171, 172, 173, 174, 175, 178,
179, 180, 181. 184, 187, 188, 194, 196, 199, macillo: 16-17, 123
201, 203, 205, 206, 208, 209, 211, 212, 213, Mackay, John: 214
215, 218, 219, 220, 226, 239, 242, 244, 247, Maffei. Scipione: 16, 18, 21, 27, 40
259, 261, 263, 264, 265, 266, 267, 268, 270, Magalov, Nikita: 279
ANDINAS IO Mahler: 139, 172, 199, 203, 235
Album d'un voyageur: 143, 154, 157 Mailly, Caignart de: 26
Allegro di bravura, op. 4, núm. 1: 142 Essai anacréontique sur l'origine, l'art et les
Années de pelerinage: 157, 163 effets du forte-piano: 26
Bagatella senza tonalita: 164 Malats, Joaquín: 221
Ballata núm. 1: 158, 159 Malipiero, Gian Francesco: 238
Concierto núm. 1 en Mi bemol mayor: 96, Málzel, Johann Nepomuk: 63
101, 169, 174 Mandyczewski, Eusebius: 177
Concierto núm. 2 en La mayor: 114, 219 Manzoni, Giacomo: 264
Czardas: 164 Marcello, Benedetto: 18
Estudios, op. 1: 142 María Luisa, emperatriz: 52
Estudios trascendentales: 148, 154 María Antonieta: 24
Fantasía casi sonata después de una lectura Marius, Jean: 18
de Dante: 158 Marmontel, Antoine-Francois: 98, 128
Fantasía sobre la*«Campanilla»: 142, 156, Marquand-Cegatta: 211
Marschner, Heinrich: 106
Fantasías sobre óperas: 149 Ricardo Corazón de León: 109
Grandes Estudios de Paganini: 146, 156-157 Sonatas: 106
Grande fantaisie de bravoure sur «la clo- Tres Fantasías: 106
chette»: 144 Martini, Giovanni Battista: 33
Grande Fantasia sulla Tirolese della «Fian- Martinu: 247
cée» di Auber: 142 Martucci, Giuseppe: 208
Grosser Konzertsolo: 158 Marx, Adolph Bernhard: 114
Harmonies poétiques et réligieuses: 142, 154, Masi, Francesco
162 La batalla del lago Champlain: 82
Improvviso su temi di Rossini e Spontini, op. Mason, William: 105, 168, 170
3: 142 Mathias, Georges: 185
Leyendas, 162 Matielli. Giovanni Antonio: 44
La lugubre gondola: 97, 163 Matthay, Thobias: 117, 225
Méphisto-Valzer, núm. 1: 161, 163-164 Mattherson, Johann: 18
Méphisto-Valzer, núm. 3: 161 Critica Musica: 18
Paráfrasis sobre el Vals del «Fausto»: 161 Mayer, Charles: 84, 194
Preludio sobre «Weinen, Klagen, Sorgen, Za- Mayseder, Joseph: 79
gen» de J. S. Bach: 161 McDowell Edward Alexander: 209
Rapsodias húngaras: 158. 164, 216 McGinnis, Hugh: 103
Retratos históricos húngaros: 164 Medici, Ferdinando dei: 13, 15
Rondo di bravura, op. 4, núm. 2: 142 Mehul, Etienne-Nicholas: 23. 138
Scherzo y Marcha: 158-159 Mela, Domenico del: 18, 22
Sinfonía «Faust»: 159 Melodika: 40
Sonata en si menor: 159-160, 216 Mendelssohn-Bartholdy, Felix: 79, 93-98. 99,
Totentanz para piano y orquesta: 160 102. 103-105, 106, 113. 114. 115, 119. 131,
Transcripción de los Lieder de Schubert: 147 140, 165, 166, 167. 170, 179, 184, 185, 207,
Transcripción de las Sinfonías núms. S, 6, 7 de 208, 213, 218, 229, 272, 279
Beethoven: 147 Barcarola veneciana, op. 62. núm. 5: 15
Transcripción de la Sinfonía «Fantástica» de Capricho brillante op. 22, para piano y or-
Berlioz: 142, 147 questa: 93
Valses oubliés: 163 Concierto en sol menor. op. 25: 96-98, 219
Variaciones sobre un tema de Bach: 161 Concierto en re menor. op. 40: 97, 102
Venecia y Nápoles: 160 Concierto en la menor, para piano y cuer-
Litolff, Henry: 166, 170, 174 das: 93, 96
Concierto nún. 4: 166, 169 Conciertos para 2 pianos: 93, 96
Lobkowitz, príncipe: 53 Fantasía en fa sostenido: 96
Loesser, Arthur: 26, 35, 49 Seis Preludios y Fugas: 96
Loewe, Carl: 106 Romances sin palabras: 94-95, 97, 133, 165.
Sonate: 106 184
ÍNDICE ANALÍTICO 299
Rondó caprichoso op. 14: 93, 94, 96, 98 Niemann: 268
Sinfonías: 98 Nono, Luigi: 262, 264
Sonatas: 93 Novák, Viteslav: 205
Menter, Sophie: 219
Mesmer, Franz Anton: 26 , "* z Obinski: 202
Messiaen, Olivier: 240, 246, 257-258, 275, 276 Offenbach: 185, 187, 191
Metternich: 72 Overbeck, Friedrich: 162n.
Metzger, Hans Klaus: 110
Meyer, Leopold de: 104 Pachmann, Vladimir de: 219, 267
Meyerbeer, Giacomo, Paderewski, Ignaz: 204, 219, 221, 238, 241, 267,
Los hugonotes: 135 281
Miaskowski: 238 Paganini, Nicolo: 124, 143, 173, 189, 212, 265
Mickiewicc, Anton: 130 Pantaleon: 15
Mikuli, Carl: 133, 270 Pape, Henry: 95, 121, 123
Milchmeyer, Johann Peter: 42 Paradis, Maria Teresa von: 51
Moniuszko, Stanislaw: 202 Paradisi, Pietro Domenico
Moór, Emmanuel: 250 Toccata in-la: 84
Morhange: v. Alkan Parker, Horatio: 236
Moscheles, lgnaz: 33-34, 66, 77, 79, 80, 81. 82, Paver, Ernst: 221, 266
84, 85, 94, 98, 102, 116, 121, 124, 133, 145, pedal de resonancia: 47-48, 54, 58, 60-61. 68.
210-211, 212, 218, 221 75, 95, 111-116, 174
Allegros de destreza: 81 Peperl: 49
Bombonera musical: 84 Pergolesi: 100
Concierto núm. 3 en sol: 96 Pesenti, Gustavo: 124
Método para piano: 84 Petersika, Carlyle: 218
Rondó para piano «La ternura»: 82 Petrassi: 247
Settimino, Op. 88: 80 Petri, Egon: 139
Sonate mélancolique. op. 49: 81 Philip: 221
Variaciones sobre el aria «Au clair de la lu- piano cuadrado: 22
ne», op. 50: 79 piano con pedalera: 116
Variaciones sobre la marcha de Alejandro, piano jirafa: 47, 86
op. 32: 79 piano de mesa: 86, 95
Mosonyi, Mihály: 206 piano pirámide: 22, 47, 86
Moszkowsky, Moritz: 204, 220 piano vertical: 86
Mozart, Leopold: 40, 41. 52 pianola: 251
Mozart, Wolfgang Amadeus: 39-49, 50, 51, 52, Pio 1X: 153, 162 :
55, 58, 59, 60, 61, 65, 71-72, 74-77, 81, 82, 89, Pivert de Sénancour, Etienne: 157
92, 94, 98, 100, 105, 107, 116, 133, 155, 166, Pixis, Johann Peter: 79, 137, 150
186, 210, 218, 242, 272, 273, 274, 277, 278, Variaciones militares, op. 66, para 2 pianos y
279, 280 orquesta: 79
Adagio en si menor, K. 540: 46 Planté, Francis: 185, 219, 221, 263, 267
Capricho en do, K. 395: 23 Platti, Giovanni. 18
Conciertos 3-2: 29, 39, 44-45, 47, 53, 55, 76, Pleyel, Camille: 123
212 Pleyel, Ignaz: 123, 132
Fantasía en do menor, K. 475: 45, 46 Ployer, Barbara: 76
Preludio y Fuga, K. 394: 47, 55 Pollini, Francesco: 84, 142, 207, 262, 264, 278
Rondó en fa, K. 494: 46 Método: 84
Rondó en re y la, K. 485 y 511: 82, 213 Scherzo, Variazioni e Fantasia: 142
Sonatas: 28, 29, 42-43, 44, 44n.. 46, 47, 48. S0, Pollini, Maurizio: 134, 278
SII 10, 269 Porpora, Nicola Antonio:33
Suite, K. 399: 47 Potter, Philip Cipriani Hambly: 79
Variaciones: 42, 43, 46, 59, 76 Poulenc, Francis, 243, 263
Muellerer, F.: 132 Prokofiev, Sergej Sergeevic: 149, 164, 184, 225,
Mugellini: 127 239, 243, 244, 245, 247, 253, 258, 263. 264,
Miller, August Eberhardt: 80, 95 272, 273, 274
Muller, Mathias: 86 Professional Concerts: 28
Músoreski, Modest: 195, 218, 236, 273 Prudent, Emile: 101, 138
Cuadros de una exposición: 110, 196, 199 Pugno: 267
Purcell: 210
Nancarrow, Conlon: 251, 252
Nat. Yves: 271 quiroplasto: 34, 35, 85
Nectoux, Jean Michel: 191
Neefe, Christian Gottlob: 50 Rajmáninov, Serguéi Vasilievich: 103, 199-
Net, Karl: 266, 267 201, 239, 244, 258, 267, 271, 272, 273, 274,
Newman: 167 278
300 ÍNDICE ANALÍTICO

Raff. Joachin: 165, 166, 215 Saint-Sáens, Camille: 85, 120, 170, 175, 185,
Concierto. op. 185: 166 186. 187, 188, 189, 191, 215, 216, 221, 241,
L'Espiegle, op. 125, núm. 3: 165 A 2IDAS
Lafileuse. op. 157, núm. 2: 165 Saitenharmonika: 40
7 Suites: 166 Salomon. Johann Peter: 74, 76
Ramann, Lina: 155 saltarello: 14, 16
Rameau: 187, 204, 218, 220 Salzburgo, arzobispo de: 74
Ravel, Maurice: 164, 206, 225, 231, 238, 244, Sand, George: 135
245, 246, 263, 267, 270, 272, 278 Santikov, O.N.: 194
Gaspard de la nuit: 231-232, 240 Satie, Erik: 136, 141, 185, 225-226, 228, 237,
Jeux d'eau: 231 242, 243
Ma mere l'oye para piano a 4 manos: 232 Gymnopédies: 164, 225
Miroirs: 231 Ogives: 164, 225
Tombeau de Couperin: 232, 240-242 Sarabandes: 164
Ravina, Henry: 138 Sayn-Wittgenstein, princesa: 105, 153, 154,
Estudios: 138 156
Rebikov, Vladimir Ivanovich: 199 Scarlatti, Alessandro: 33. 243
Reger, Max: 180-183 Scarlatti, Domenico: 15, 18, 33, 184, 210, 211,

Concierto op. 114: 181, 182 213, 216, 218, 267, 271
Variaciones y fuga sobre un tema de Bach, op. Sonate: 33
81: 181 Scedrin, Rodion: 263
Reicha, Antonin: 82, 84, 114 Schanz, Johann Wenzel: 48-49
Art de varier, op. 57: 82 Scharwenka, Franz Xaver: 175. 204
Reichardt, Johann Friedrich: 89, 90 Schellendorf., Hans Brousart von: 167
Sonata en fa: 89 Schikaneder, Emanuel (Johann Joseph): 76
Reinecke, Carl: 166, 167 Schiller: 165, 217
Reinhardt, Max: 282 Schmidt. Franz: 245
Reinsenauer: 267 Schnabel, Artur: 64, 263, 268. 269. 270. 271.
Rellstab, Ludwig: 127 222 IZA ZEZ
Rembielinski. Alexander: 124 Schneider. Friedrich: 53, 82
Remy, Marcel: 266 Schoberlechner. Franz: 79
Reti. Rudolf: 109 Schobert. Johann: 21, 22
Reubke, Julius: 167 Schónbeg, Arnold: 164, 169, 178, 235, 159)uyso

Rheinberger, Joseph: 178 244, 248, 253, 277. 278


Richter, Jean Paul: 110 Schósser, Louis: 66
Richter, Sviatoslav: 146, 272-273, 274, 275 Schroter, Christoph Gottlieb: 18. 28
Ries. Ferdinand: 34, 79-81. 102, 261 Concierto, Op. 5: 44
Allegro di bravura: 81 Schróter. Johann Samuel: 28
Variaciones sobre un aire sueco, Op. 52: 79 Schubart: 40
Rimbault, Stephen Francis, Schubert. Franz: 47, 58. 59, 64, 65-73, 74, 81.
La Batalla de Navarino: 82 83, 84, 86, 92, 94, 100, 104, 106, 107, 110, 111,
Rimski-Kórsakov. Nicolái Andréievich: 195, 113, 114, 116, 121, 122, 126, 129, 141. 148,
199 154-155, 176, 203, 212. 218. 268, 269. 271,
Rinaldi, Giovanni: 209 DNDIDNS
Risler, Edouard: 218 Danzas: 69-71 -
Ritter, August Gottfried: 105 Divertimento a la húngara, Op. 54. para pia-
Rolland, Romain: 282 no a 4 manos: 72, 176
Róntgen: 178 Fantasía para piano a 4 manos, D. I: 110
Rosellen, Henry: 138 Fantasía para piano a 4 manos. op. 103:
Revérie, op. 31. núm. 4: 138 y
Rosenthal. Moritz von: 203, 218, 219, 267 Impromptus: 66-69, 72, 83. 130
Rossaro, Carlo: 208 Lieder: 65, 70
Rossini, Gioacchino: 23, 90, 98, 100, 142, 146, Momentos musicales: 68, 70, 84
184-186, 208, 211 Sonata. Op. 140, para piano a 4 manos
Rousseau. Enri: 157, 244 («Gran dúo»): 47, 69, 72
Roussol: 241, 244 Sonatas: 58, 65-69, 73, 92
Rubinstein, Anton: 26, 127, 133, 194-195, 197, Tres marchas militares: 72
212, 213, 218-221, 264. 265, 267 Valses sentimentales: 70-71
Rubinstein, Artur: 274, 281 Wanderer-Fantasie: 69-70. 73. 107. 149. 159
Rubinstein, Joseph: 218 Schuloff, Erwin: 251, 251n.
Rubinstein. Nicolai: 197 Schumann, Robert: 73. 93. 97, 100, 102-103.
Ruggles, Carl: 240 104, 105-116, 112n., 128, 129, 131, 133, 134,
Russel. William: 250 135, 137, 140, 143, 147. 149, 153, 166, 167,
Rust, Friedrich Wilhelm: 89, 250 169, 170, 174. 186, 178, 184, 186, 190, 194,
Rutini, Marco: 21 197,205, 207, 212, 213, 216, DISOL9232
ÍNDICE ANALÍTICO 301

270, 271, 272, 273, 277, 278, 279 Solomon, Yonty: 247, 271
Bunte Bliitter, op. 99: 111, 113 Solovev, Vladimir: 234
Carnaval. op. 9: 107, 108-109, 111, 115 Sorabji, Kaikhosru: 247
Carnaval de Viena, op. 26: 111, 115 Spaeth, Sigmund: 39
Concert sans orchestre, op. 14: 102,114, 140 square piano: 22
Concertstiick, op. 134: 163 > 4 Stontini: 142
Concierto en la menor. op. 54: 102, 114, 219 Stadler, Albert: 65
Davidsbiúndlertiinze, op. 6: 110-111, 113 Stadler, Maximilian: 51
Escenas del bosque, op. 82: 110-111, 167 Stamaty, Camille: 85, 187
Escenas infantiles, op. 15: 109, 112, 113 Stassov: 196, 197
Estudios, op. 3: 111 Steffan, Joseph Anton: 23-24, 44
Estudios, op. 10: 111 Caprichos: 23
Estudios, op. 56: 115 Steibelt, Daniel: 28, 52, 77, 79, 81, 82, 83. 84,
Estudios sinfónicos, op. 13: 106-109, 111, 115, 193
181 Concierto núm. 6 «Viaggio sul monte San
Fantasía en do, op. 17: 109, 111, 115 Bernardo»: 93
Fughette, op. 126: 115 Orage: 83 ,
Humoreske, op. 20: 115 Rondó para piano «Les Papillons»: 82
Impromptu sobre un tema de Clara Wieck, Stein, Johann Andreas: 39-40, 60
op. 5: 108 Stein, Maria Anna, (Nanette): 40, 41. 60
Intermezzos, op. 4: 110 Stein, Mattháus Andreas: 60
Kreisleriana, op. 16: 110-112 Steinway: 214-215
Nachtstiúcke, op. 23: 110 Stockhausen, Karlheinz: 259, 261, 262-263,
Novellette. op. 21: 110 264, 275, 276, 279
Papillons, op. 2: 110, 112 Stodart, Robert: 27
Piezas Fantásticas, op. 12: 110-113 Stodart, William: 27
Romanza en Fa sostenido mayor, op. 28, Stradivarius: 25-26
núm. 2: 113 Strauss, Johann: 203
Schizzi, op. 58: 115 Strauss, Richard: 164, 177, 178-179. 180, 181,
Sonatas, op. 11, 14 e 22: 111, 114 245
Toccata, op. 7: 111 Stravinski, Igor: 117, 186, 238, 242, 243, 244,
Variaciones sobre el nombre Abegg, op. 1: 246, 247, 251, 253, 268, 278
107- 109 Streicher, Johann Baptist: 27, 60, 63
Variaciones sobre un tema de Beethoven: 107- Szimanowska, Maria: 124
109 Szimanowski, Karol: 238, 240, 244
Schútt, Eduard: 199
Schwind, Moritz von: 148 Tafelklavier (piano de mesa): 22
Schytte, Ludwig: 180 Taskin, Pascal: 24
Sciarrino, Salvatore: 246, 263 Taubert, Wilhelm: 104, 105, 216
Scott, Cyril: 238 Tausig, Carl: 92, 160, 173, 180, 202-203 213,
Nocturno, Op. 9, núm 2: 233 215, 281
Selection of Pratical Harmony (1830-15, 4 vol.): Teleki, Ladislaus: 155
33 Telemann, Georg Philipp: 33
Selva. Blanche: 206 Thalberg Sigismund: 98-101, 104, 105, 113,
Serkin, Rudolf: 271 116, 124, 131, 140, 141, 147, 149, 150, 171,
Shakespeare: 98 TAZA OS 2092 IZDA SEO
Sgambati, Giovanni: 208 El arte del canto aplicado al piano: 98, 100,
Shostakóvich.: 243, 247 207
Shudi: v. Tschudi Balada, op. 76: 98
Sibelius: 205 Concierto en fa, op. 5: 98
Silbermann, Gottfried: 18-19, 22, 25, 40 Fantasías sobre temas de ópera: 98-99
Silbermann, Johann Andreas: 39 Sonata, op. 56: 98
Sinding, Christian: 205, 272 Tema original y Estudio op. 45: 98, 100
Sjógren, Emil: 205 Tomaschek, [Tomasek]: 81, 84
Skriabin, Alexander Nikoláevich: 91, 110, 164, Tre allegri Capricciosi di Bravura op. 84: 81
199, 201, 204, 225, 232-235, 236, 238, 253, Tomasi, Lanza: 185
DOT IZ ZO, DNA Torrefranca: 29
Skriabin. Julián: 238 Tschudi, Burkhardt: 25, 27
Smetana, Bediich, 205 Túrk, Daniel Gottlob: 42
Smith, Ronald: 139 Twain, Mark: 92
Sócher, Johann: 22, 40 Tympanon: 15
Society of American Piano Manufacturers:
86 Unia, Giuseppe: 207
Sofronitski, Vladimir: 273, 274
Soliva, Carlo: 128 Vanhal, Johann Baptist: 51, 82
302 ÍNDICE ANALÍTICO

La Batalla de Wiirzburg: 82 Variaciones sobre un aire del «José», Op.


Venetian swell: 25 28: 90
Verdi, Giusseppe: 100, 137, 160 Variaciones sobre un tema original, Op. 2:
Verney, Hippolyte Franchi: 135
Vierling, Oskar: 252 Webern, Anton: 210, 243
Villa-Lobos, Hector: 238, 249 Weerth, Georg, 153
Villeroy, duquesa de: 121 Weimar, duque de: 153, 156
Villoing, Alexander: 194 Werther: 157
Viole, Rudolf von: 167 Wetzler, baronesa von: 98
virginal: 14 Widmann, Joseph Victor: 177
Vis-a-vis Fliúgel: 40 Wieck, Clara: 106-109, 111
Vitol, J.: 199 Variaciones sobre un tema de Schumann, op.
Vogl, Michael: 65, 66 20: 106
Vogler, Joseph: 82 Wieland: 165
Volkmann, Robert: 168 Wiener, Jean: 251
Vorisek, Jan Vaclav: 79, 82, 84 Willmers, Rudolf: 104
Sonata, op. 20: 82 Wilm, Nicolai von: 195, 196, 200
Variaciones, Op. 6: 79 Winterberger, Alexander: 167
Variaciones, op. 20: 79 Wittgenstein, Paul: 295
Witwieki: 135
Wagenseil, Georg Christoph: 44 Wodzinska, Maria: 133, 135
Wagner, Richard: 98, 106, 117, 150, 153, 160, Woelfl, Joseph: 34, 51, 81
161, 162, 165, 168, 171, 187, 190, 208, 213 Sonata «Non plus ultra», op. 41: 81
Waldstein, conde von: 51 Wolff, Eduard: 137, 139
Walter, Anton: 47, 49, 60, Dos estudios para el método de Félis y Mos-
Weber, Carl Maria von: 90-93, 100, 103, 106, cheles: 137
147, 194, 203, 211, 212, 213, 218, 220 Wolff, Hermann: 216, 217, 220
El cazador furtivo: 90, 92 Wyschnegradski, Ivan: 251
Concierto en do, op. 11: 90
Concierto en Mi bemol mayor, op. 32: 90-92 Young: 55
Concertstúck, op. 79: 90, 91-92, 93, 96
Invitación a la danza: 92, 93 Zeuner, Charles: 236
Momento caprichoso: 90 Zipoli: 243
Sonata en mi, op. 70: 93 Zumpe, Johann Christoph: 25, 27
Sonatas: 91-93, 173, 216
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Cuando Bartolomeo Cristofori contruyó el primer


piano, en 1698, muy pocos comprendieron la impor:
tancia e intuyeron el porvenir y el éxito del nuevo
instrumento. Compositores como Hándel, Bach o
Couperin lo ignoraron o dieron de él opiniones nega:
tivas. Nadie, en los inicios del siglo XVIII, podía ima-
ginar lo que iba a ocurrir: que se convertiría en el
instrumento musical por excelencia. De Mozart
Beethoven, de Chopin a Debussy, su historia acabé
por coincidir con la del arte musical.
El tema central del libro es la historia de la composi:
ción para piano, que en las primeras épocas, mientras
el instrumento no adquirió las características técnicas
definitivas, fue un poco la historia de las relaciones
entre el compositor y el instrumento. El compositor
perseguía ante el teclado la utopía de un sonido qu
pudiera ser piano y forte, que pudiera expresar al
los matices del sentimiento humano, en competencia,
con otros instrumentos de la misma «familia». Poco
poco, también el público fue comprendiendo :
saboreando el nuevo sonido y sus posibilidade
Rattalino ha puesto de manifiesto esta relación y con
templa la historia del piano en sus varias facetas: |
composición, la vida y la actitud de compositores
intérpretes, la evolución del instrumento, la didáctic
el concertismo. El autor la ha dividido en seis grande
períodos: el inicio en busca de la utopía, el clasicismo,
el romanticismo, el manierismo, el decadentismo y la
búsqueda de una nueva utopía del sonido por lo
compositores contemporáneos. En los apéndice
Rattalino sugiere cómo seleccionar una discoteca bási
ca del piano en dos niveles: un amplio y otro má
restringido.
Piero Rattalino es director artístico del Teatro Regio de
Turín y profesor del Conservatorio de Milán.

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