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CAPÍTULO

9
El papel de la familia y los amigos
en la formación de hábitos
En 1965 un hombre de nacionalidad húngara llamado Laszlo Polgar
escribió una serie de extrañas cartas a una mujer llamada Klara.
Laszlo era un firme creyente en el trabajo duro. De hecho, era eso lo
único en que creía y rechazaba por completo la idea del talento innato.
Proclamaba que con práctica dirigida y el desarrollo de buenos hábitos,
un
niño podía convertirse en un genio dentro de cualquier especialidad. Su
lema era: «Un genio no nace, un genio se entrena y se educa».1
Laszlo creía tan firmemente en esta idea que quería ponerla a prueba
con sus propios hijos. Le escribía a Klara porque necesitaba una esposa
dispuesta a aceptar el reto. Klara era maestra y, aunque no era tan
categórica
como Laszlo, también creía que con la instrucción apropiada, cualquiera
podía desarrollar sus habilidades.
Laszlo decidió que el ajedrez sería un campo apropiado para poner en
práctica el experimento y trazó un plan para criar a sus hijos para que
llegaran a ser prodigios del ajedrez. Los niños se educarían en su casa,
una
total rareza en la Hungría de aquella época. La casa estaría llena de libros
de ajedrez y de imágenes de jugadores de ajedrez famosos. Los niños
jugarían entre ellos de manera constante y competirían en los mejores
torneos que pudieran encontrar. La familia seguiría un meticuloso
sistema
de archivo con la historia de los torneos jugados por cada uno de los
competidores a los que los niños se enfrentaran. Sus vidas estarían
dedicadas al ajedrez.
Laszlo le hizo la corte a Klara con éxito y en pocos años los Polgar se
convirtieron en los padres de tres niñas: Susan, Sofia y Judit.
Susan, la mayor, empezó a jugar ajedrez cuando tenía cuatro años.
Después de un período de seis meses, ya podía derrotar a jugadores
adultos.
Sofia, la hija de en medio, lo hizo aún mejor. A la edad de catorce años
era la campeona del mundo y, unos años después, se convirtió en gran
maestra.
Judit, la más joven, fue la mejor de todas. A la edad de cinco años ya
podía derrotar a su padre. A los doce, fue la jugadora más joven en entrar
en
la lista de los cien mejores jugadores del mundo. A la edad de quince
años y
cuatro meses se convirtió en la gran maestra más joven de todos los
tiempos
—más joven incluso que Bobby Fischer, el jugador que ostentaba el
título
antes que ella—. Durante veintisiete años consecutivos, ella fue la
jugadora
de ajedrez número uno en todo el mundo.
La niñez de las hermanas Polgar fue, cuando menos, completamente
atípica. Y, sin embargo, si les preguntas acerca de su infancia, ellas
afirman
que su estilo de vida era atractivo y placentero. En entrevistas, las
hermanas
se refieren a su infancia como entretenida en lugar de extenuante. Les
encantaba jugar al ajedrez y lo hacían todo el tiempo de manera
incansable.
Una vez, según cuentan, Laszlo encontró a Sofia jugando al ajedrez en el
baño en mitad de la noche. Exhortándola a regresar a la cama, le dijo:
«¡Sofia, deja esas piezas en paz!». A lo que ella contestó: «Papá, son
ellas
las que no me dejan a mí!».
Las hermanas Polgar crecieron en una cultura que le daba prioridad al
ajedrez sobre cualquier otra cosa —las alababa por ello y las
recompensaba
por ello—. En su mundo, la obsesión por el ajedrez era normal. Y como
estamos a punto de ver, los hábitos que son normales dentro de nuestra
cultura, son los hábitos más atractivos que podemos encontrar.
LA FUERZA SEDUCTORA DE LAS NORMAS SOCIALES
Los humanos somos animales gregarios. Queremos encajar en el grupo al
que pertenecemos, relacionarnos con otros y ganar el respeto y la
aprobación de nuestros pares. Dichas inclinaciones son esenciales para
nuestra supervivencia. Durante la mayor parte de nuestra historia
evolutiva,
nuestros ancestros vivieron en tribus. Ser separado de la tribu —o aún
peor,
ser desterrado— equivalía a una sentencia de muerte. «El lobo solitario
muere, pero la manada sobrevive.»*
Mientras, aquellos que colaboraron y formaron vínculos con los
demás, disfrutaron de una seguridad mayor, encontraron oportunidades
de
encontrar una pareja y tuvieron acceso a más recursos. Como apuntó
Charles Darwin: «En la larga historia de la humanidad, aquellos que
aprendieron a colaborar y a improvisar de manera más efectiva han
prevalecido». Como resultado, uno de los más profundos deseos de la
humanidad es pertenecer. Y esta preferencia ancestral ejerce una
poderosa
influencia un nuestro comportamiento moderno.
Nosotros no elegimos nuestros primeros hábitos, imitamos los que
vemos a nuestro alrededor. Seguimos un guion heredado por nuestras
familias y nuestros amigos, la iglesia a la que asistimos, la escuela donde
estudiamos, la comunidad y la sociedad. Cada una de estas culturas y
grupos viene con una serie de expectativas y estándares —cuándo y
cómo
es conveniente casarse, cuántos hijos se deben tener, qué fechas
importantes
se celebran, cuánto dinero se debe gastar en la fiesta de cumpleaños de
tus
hijos—. De muchas maneras, estas normas sociales son leyes invisibles
que
guían nuestro comportamiento de manera cotidiana. Siempre las tienes
presentes, aun cuando no ocupen el lugar principal en tu mente. Con
frecuencia, tú sigues los hábitos de tu cultura sin pensar, sin cuestionar
nada
y, muchas veces, sin que lo recuerdes. Como escribió el filósofo Michel
de
Montaigne: «Las costumbres y prácticas de la vida en sociedad nos
arrastran con ellas».
La mayor parte del tiempo, seguir las reglas del grupo no se siente
como una carga. Todos quieren pertenecer. Si creces dentro de una
familia
que te recompensa por tus habilidades en el ajedrez, jugar al ajedrez
puede
parecer una actividad muy atractiva para ti. Si trabajas en un lugar donde
todos usan trajes muy caros, seguramente te sentirás inclinado a
despilfarrar
dinero para comprar uno tú también. Si todos tus amigos están
compartiendo una broma que solo ellos conocen o usando una frase
nueva,
seguramente tú querrás hacer lo mismo, para que se den cuenta de que tú
también entiendes de lo que hablan. Las conductas son atractivas cuando
nos ayudan a encajar en el grupo social.
Imitamos los hábitos de tres grupos en particular:2
1. Los grupos de personas cercanas.
2. Los grupos numerosos.
3. Los grupos poderosos.
Cada grupo ofrece una oportunidad de reforzar la Segunda Ley del
Cambio de Conducta y hacer nuestros hábitos más atractivos.
1. Imitar a los grupos de personas cercanas
La proximidad tiene un poderoso efecto en nuestros hábitos. Esto es
verdadero cuando se trata del ambiente físico, tal como lo explicamos en
el
capítulo 6, pero también es verdadero cuando se trata del ambiente
social.
Seleccionamos nuestros hábitos de la gente que nos rodea. Copiamos
la manera en que nuestros padres conducen sus discusiones, la manera en
que nuestros pares flirtean unos con otros, la manera en que nuestros
colegas en el trabajo obtienen buenos resultados. Cuando tus amigos
fuman
marihuana, tú también la pruebas. Cuando tu esposa tiene el hábito de
verificar dos veces que las puertas están cerradas antes de ir a dormir,
seguramente tú también desarrollarás el mismo hábito.
Me he dado cuenta de que con frecuencia imito el comportamiento de
aquellos que me rodean, sin darme cuenta. Durante una conversación,
por
ejemplo, automáticamente asumo la misma postura de la persona con la
que
estoy hablando. En la universidad, empecé a hablar como mis
compañeros
de habitación. Cuando he viajado a otros países, inconscientemente
comienzo a imitar el acento local a pesar de que me digo a mí mismo que
no debo hacerlo.
Como regla general, cuanto más cerca estamos de alguien, mayor es la
tendencia a imitar algunos de sus hábitos. Un estudio revolucionario
siguió
a 12.000 personas durante 32 años y descubrió que «una persona tiene un
57 % más de posibilidades de convertirse en obesa cuando un amigo
cercano se vuelve obeso».3 También funciona de manera opuesta. Otro
estudio descubrió que si una persona en una relación pierde peso, su
pareja
también reducirá su peso en un tercio de las ocasiones.4 Nuestros amigos
y
familiares proveen una especie de presión social invisible que nos
impulsa a
seguir la misma dirección.
Por supuesto, la presión social es mala solamente si estás rodeado de
malas influencias. Cuando el astronauta Mike Massimino estudiaba en el
Instituto Tecnológico de Massachusetts [MIT], tomó una clase de
robótica.
De los diez estudiantes que asistieron a dicha clase, cuatro se
convirtieron
en astronautas.5 Si tu meta era llegar al espacio exterior, entonces aquella
aula era el mejor ambiente para conseguirlo. De manera similar, un
estudio
encontró que, cuando tienes entre once y doce años, cuanto más alto es el
IQ de tu mejor amigo, más alto resulta ser tu IQ cuando cumples quince
años.6 Este resultado se da incluso si se controlan los niveles naturales de
inteligencia. Absorbemos las cualidades y prácticas de aquellos que nos
rodean.
Una de las estrategias más efectivas para construir buenos hábitos
consiste en unirte a un ambiente donde las conductas que deseas adquirir
sean las conductas normales de las personas que lo conforman. La
adquisición de nuevos hábitos es más fácil de alcanzar cuando ves a otros
realizarlos de manera cotidiana. Si te rodeas de personas que tienen
buena
condición física, será más probable que hacer ejercicio se convierta en un
hábito común para ti. Si estás rodeado de amantes del jazz, existen más
posibilidades de que te parezca razonable tocar jazz todos los días. El
ambiente en el que te desarrollas determina lo que tú esperas que sea
«normal». Rodéate de personas que tengan los hábitos que tú quieres
adquirir. Es muy probable que alcances los mismos hábitos junto con
esas
personas.
Para lograr que tus hábitos sean aún más atractivos, puedes llevar esta
estrategia un paso más allá.
Únete a un ambiente en el que 1) tu hábito deseado sea un
comportamiento normal y cotidiano y donde 2) haya gente con la que ya
tienes algo en común de antemano. Steve Kamb, un empresario de la
ciudad
de Nueva York, dirige una empresa llamada Nerd Fitness [que se podría
traducir como Cerebritos en Forma], que se dedica a «ayudar a los

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