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1. Presentación
Los análisis habituales acerca del origen y desarrollo de la Psicología Comunitaria,
plantean que los focos que determinan el origen y las dinámicas de desarrollo de ésta
se encuentran, básicamente, en los procesos teóricos y técnicos de los sectores
científicos ligados a la salud mental y a las problemáticas sociales.
Estos análisis incluyen el rol determinante de los diálogos interdisciplinarios. Un
buen ejemplo de esto ocurre en Salud Pública; en campos emergentes como
Epidemiología, Farmacología Psiquiátrica; en la crítica sobre nociones e instituciones
(sistema hospitalario y psicoterapia); o en aquellos referidos a aprendizajes y experiencias
innovadoras (Movimiento de Salud Mental Comunitaria, Sectorización, Antipsiquiatría
italiana y experiencias de Educación Popular, desarrolladas a partir de Paulo Freire y/
o Fals Borda, en América Latina). (Alfaro, 1993).
Desde estas perspectivas no se da relevancia a los dinamismos contextuales
históricos y sociales que conforman las estrategias de desarrollo social implementadas
en cada sociedad. Normalmente estos son omitidos, tanto en el análisis del origen y
desarrollo de la Psicología Comunitaria, como en la determinación de las formas y
características que adquieren sus prácticas y posibilidades en cada contexto particular.
En escasas ocasiones sólo son considerados los marcos de contexto social, pero
su inclusión es restringida. Se les otorga el carácter de planos o dimensiones mediadoras
que participan en el desarrollo de las estrategias comunitarias sólo como facilitadores
de los cambios y desarrollos científicos que hacen de marco de la emergencia de las
prácticas de intervención comunitaria.
1. El presente artículo corresponde a una revisión, ampliación y actualización de los trabajos: “Psicología
Comunitaria en Chile” presentado en Alfaro, J. Discusiones en Psicología Comunitaria. Ed. Universidad
Diego Portales, Chile. 2000; y “Psicología Comunitaria y Políticas Sociales: Análisis de su desarrollo
en Chile”, publicado en Revista de Psicología. Universidad Bolivariana. Año 1 Nº 1-2, 2004.
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individuos es aislado del mundo durante largo tiempo, llevando una vida minuciosamente
reglada y ritualizada.
Por último, también se plantea que los modelos comunitarios de trabajo nacieron
influidos por los desarrollos que se venían produciendo en la salud pública desde los años
cuarenta, los que se reflejaron en categorías como prevención (primaria, secundaria y
terciaria), vulnerabilidad, grupo de riesgo, etc.
Se resaltan como particularmente influyentes los desarrollos teóricos y prácticos del
modelo de Psiquiatría preventiva de G. Caplan (1978), que proporcionó categorías teóricas y
operativas de gran trascendencia para las prácticas comunitarias, basado en la salud pública y en
la sistematización de trabajos realizados en prevención de trastornos mentales desde la década
del cuarenta.También se incluye el desarrollo de la Farmacología Psiquiátrica y la Epidemiología,
como factores técnicos influyentes en el surgimiento de las prácticas comunitarias.
Se reconoce, además, que en Latinoamérica se desarrollan experiencias que son,
asimismo, antecedentes influyentes para el surgimiento y desarrollo de la actual
Psicología Comunitaria. Según nos señala Maritza Montero (1984), desde la década del
cincuenta se venían desarrollando, silenciosamente, experiencias de trabajo
interdisciplinario que presentan particulares estrategias de investigación-acción orientadas
hacia el cambio social.
El objetivo central de estas prácticas era activar la participación de la comunidad
para el enfrentamiento, solución y comprensión de sus problemas, conformándose
como experiencias participativas de desarrollo comunitario, fundadas en modelos como
la Educación Popular de Paulo Freire y Fals Borda, de amplia difusión en Latinoamérica.
La segunda perspectiva, el enfoque contextual, pone en el centro de su análisis,
para explicar el origen y desarrollo de la intervención comunitaria, la estrecha relación
entre el surgimiento de estas prácticas de intervención comunitaria y un conjunto de
dinámicas de carácter histórico - social que habrían operado como condición de
posibilidad para el despliegue de las mismas.
Esta postura cuestiona que los cambios, tanto en la teoría como en las prácticas y
formas de concebir los problemas, sean resultado del despliegue de un saber progresivo
que originaría estrategias de intervención comunitaria como una forma de desarrollo y
ampliación de una racionalidad que paulatinamente “ilumina” y permite el desenvolvimiento
de nuevas formas de intervención.
El análisis que presentamos a continuación está basado en esta segunda perspectiva.
A nuestro juicio, ésta permite, efectivamente, comprender el origen, desarrollo y
determinación de las prácticas interventivas, al poner en el centro del análisis el rol de
determinación externo que tienen los contextos políticos e institucionales sobre las
prácticas de intervención.
Esta perspectiva de origen de las prácticas de intervención comunitaria, recoge y
amplía el análisis propuesto por Galende (1990), del surgimiento de lo que él llama
política de salud mental (que nosotros denominaríamos estrategias comunitarias y/o
Psicología Comunitaria). Su origen se vincularía con las múltiples y variadas articulaciones
establecidas entre los modos históricos de representación, valoración y jerarquización
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La modernización generaría:
• Pérdida de lazos de solidaridad,
• Fractura de vínculos sociales,
• Modificaciones en los ordenamientos simbólicos de la familia,
• Cambios en los procesos de socialización y modos de crianza,
• Trastrocamiento de las relaciones de los sujetos con su cultura,
• Reacomodo de las condiciones de vida de las masas ligadas a la producción y a
la concentración urbana,
• Marginación por valoración del trabajo y el consumo,
• Pérdida de participación, desarraigo y anonimato, etc.
necesidades del conjunto de la población, sino que también resolver el conjunto de las
necesidades de ésta.
La lógica universalista de la estrategia también se observa en la Salud Mental
Poblacional, cuando concibe la salud como la superación de formas de relación social,
vinculadas con el todo social, en un contexto histórico concreto, con luchas sociales,
relaciones de producción y rasgos superestructurales específicos. Como estrategia de
trabajo, plantea la generación de la participación como una vía de obtener poder social
y político y el cambio social en las estructuras de dominación.
Así es que desde este análisis, ambos programas de trabajo en salud mental pueden ser
vistos como una concreción y una construcción técnica y operativa, así como también teórica,
surgida y orientada por la estrategia universal propia de la política social imperante en la época
y difícilmente separable de ésta. Esta misma vinculación esperamos que se visualice al comparar
estas lógicas programáticas con las desarrolladas en el marco de las orientaciones de política
social implementadas en los siguientes períodos históricos analizados.
intervención comunitaria que se venían desplegando desde fines de los cincuenta hasta
principios de los setenta. Por otra parte, implicó también el surgimiento de intervenciones
sociales nacidas desde fuera del Estado autoritario (principalmente de las ONGs), que
validaban formas de intervención diametralmente opuestas a las impulsadas desde el
Estado. Es decir, en la misma época surgieron dos formas polares y muy diferenciadas de
trabajo en intervención comunitaria, según emanaran éstas desde el Estado o fuera de él.
Revisando el análisis que realiza Morales (1993), encontramos que los modelos
de intervención comunitaria de la época, implementados desde fuera del Estado
autoritario, corresponden al llamado Desarrollo Local. Este surge en el marco de la
acción de las Organizaciones No Gubernamentales (ONGs), que aglutinaron
innumerables prácticas comunitarias de diverso carácter y sentido que, en el ámbito de
las múltiples problemáticas sociales de la época, configuraron lo que en ese entonces se
llamó Psicología Poblacional.
Estas prácticas surgieron articuladas desde un claro y único carácter de acción
política, orientadas a la reconstrucción del “tejido social”. Se buscaba que, mediante la
organización de la comunidad, se pudiera dar respuesta a la satisfacción de las necesidades
de la población de esa época. Dado el contexto dictatorial y la lógica comunitaria de
estas intervenciones, debieron ser realizadas al margen de la institucionalidad oficial.
La gama de áreas de trabajo era muy variada. Desde las ollas comunes, “comprando
juntos”, hasta la autoconstrucción de viviendas; desde los comités de salud a los talleres
de desarrollo afectivo; desde la investigación y reflexión política como actividad
académica hasta la asesoría a sindicatos en negociación colectiva.
El acento que pusieron estas prácticas estaba en el desarrollo de organización
social, en el protagonismo y desarrollo de actores sociales con capacidad de acción
autónoma, en el acento en cambios en la subjetividad colectiva y en la participación
comunitaria. Alta presencia e influencia tuvieron en estas acciones los planteamientos
de la Educación Popular, que permiten ubicarlos claramente en una estrategia comunitaria
homologable a la que, con posterioridad, se desarrollaría en las formulaciones de la
Psicología Social Comunitaria Latinoamericana, tal como se conoció a mediados de los
años ochenta a través de los trabajos desarrollados por Montero (1984).
Respecto de las acciones y programas implementados en ese período, desde fuera
del Estado, siguiendo la revisión de Morales (1993), podemos considerar que estas
intervenciones fueron concebidas como una continuidad y re-contextualización de las
orientaciones de las políticas sociales del período anterior. De este modo, a través de
estas prácticas, se llevó a cabo la función de asistencia y promoción social que el Estado
neoliberal no realizaba. Dichas prácticas eran impulsadas por actores sociales y políticos
que habían cumplido roles en el Estado y que se encontraban excluidos autoritariamente
de él. Se generó movimiento social y se desarrollaron orientaciones sociales cuyas
prácticas reflejaban lo que, a juicio de estos actores políticos, debía ser el rol del Estado
en lo social y, por tanto, una adecuada orientación de las políticas sociales
El apoyo internacional a los movimientos contra la dictadura permitió que, desde
el movimiento político-social surgiera una contrapropuesta, que buscaba, a través de
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desarrollo del país, requiriéndose políticas de corte social que, en complemento con
las económicas, contribuyan a la reducción de la pobreza y refuercen con ello el propio
crecimiento económico (MIDEPLAN, 1996; Meller, 1999; MIDEPLAN, 2003). Es
decir, la lógica que prima establece como eje el equilibrio y complementariedad entre
crecimiento económico e inversión social - gasto social.
De esta manera se redefine el discurso de políticas sociales de los ochenta,
cuestionándose la privatización, asistencialismo, subsidiariedad y la reducción del rol del
Estado que habían prevalecido, a la vez que se legitima como un énfasis central y distintivo
de esta nueva estrategia, la necesidad de priorizar en lo que —a partir de la primera
publicación del Primer Informe de Desarrollo Humano por Oxford University Press en
marzo de1990— se llamó Inversión Social en Desarrollo Humano (Programa Naciones
Unidas para el Desarrollo, 1990).
Esta inversión en desarrollo humano, como planteamiento discursivo central de
la política social, entiende a este como inversión en insumo necesario para el crecimiento
económico. Estos nuevos énfasis de las políticas sociales de los noventa en adelante se
concretan así en la idea de “crecimiento con equidad”, entendida como énfasis en inversión
social en equilibrio, complemento y como insumo al crecimiento económico, evitando
la subordinación de uno al otro. Este planteamiento central pasó a constituir el gran
paraguas discursivo bajo el cual se van a articular el conjunto de las políticas sociales y
económicas.
Así la idea de “inversión social en desarrollo humano” para la generación de
“crecimiento con equidad” significa “igualdad de oportunidades” en el sentido de igualar
condiciones iniciales para acceder y participar en el proceso económico.
Todo ello implicó una gran inversión e impulso en el mejoramiento de la
infraestructura social y el aumento de la cobertura y calidad de los servicios sociales
básicos. Aumentaron los recursos destinados a gasto social y la cobertura e impacto de
las políticas sociales, tras el objetivo programático que ello permitiera acceso igualitario
a los servicios básicos e igualdad de oportunidades para aquellos sectores de la población
definidos como grupos prioritarios (MIDEPLAN, 2001; Fundación Nacional de
Superación de la Pobreza, 2005). El propósito establecido es asegurar la generación de
condiciones para que, de manera indirecta, la demanda de empleo tenga efectos positivos
en el mejoramiento de las condiciones de vida de la población laboral (Arenas &
Benavides, 2003).
Tras esta idea se desarrollaron, junto a políticas universales, políticas compensatorias
y de focalización de recursos e iniciativas en los sectores más pobres, combinando e
integrando, de esta manera, tres tipos de políticas: 1) aquellas de corte asistencialista,
que provenían de la lógica del estado subsidiario de los ochenta, con 2) políticas
universales, que provenían de la lógica de Estado de bienestar existente en Chile entre
los cincuenta y 1973 , junto a 3) lógicas de políticas selectivas, que buscaban eliminar
discriminaciones que impedían un acceso igualitario a las oportunidades, desarrolladas
específicamente desde los noventa (Schkolnik y Bonnefoy, 1994).
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Un ejemplo clarificador de la lógica que está en la base del planteamiento del que
aparecen nuevos programas sociales son las nuevas nociones sobre pobreza surgidas del
estudio de Irarrázaval (1995). Combinando diferentes variables, caracterizó un continuo
entre: familias pobres que alcanzan un éxito económico relativo y cuentan con una
aspiración permanente a lograr una mejoría de su situación socioeconómica (habilitados);
y familias que no muestran características de mejoramiento en sus condiciones (no
habilitados), que no se esforzarían por progresar. Esta investigación mostró que poco
más de un tercio de la población pobre serían no habilitados y tendrían un bajo
sentimiento de autoconfianza, menor valoración de sí mismos y atribuciones externas
de causalidad acerca de su situación económica.
Otra evidencia empírica que en la época contribuyó a dar centralidad a la presencia
de estas dimensiones intangibles de la pobreza y su participación en la activación o
bloqueo de la movilidad social, fue el trabajo de Martínez y Palacios (1996), que establece
que detrás del ‘bloqueo a la movilidad’, hay un proceso cualitativo y un círculo vicioso,
resultado de la acumulación vital e intergeneracional de los efectos de la pobreza,
caracterizada por un enfrentamiento individual a una situación contextual, consistente
en una respuesta de desesperanza aprendida que impide realizar un proceso de movilidad
social ascendente.
En la misma línea, el estudio de Espinoza (1995) puso de relieve que sujetos en
condiciones de pobreza cuentan con menos redes débiles y que esto se asocia con el
acceso de ellos al mercado del trabajo. Ello porque en sectores extremadamente pobres
y, por tanto, con escasa o nula calificación, el acceso y la mantención del empleo depende
de la habilidad para establecer buenas relaciones personales en los trabajos, observándose
un bajo manejo del conflicto interpersonal entre los más pobres en comparación con la
clase media.
De esta manera, el análisis e intervención en pobreza empieza a desplazarse desde
los clásicos problemas de medición y cuantificación de carencias y dificultades de acceso
a recursos, bienes y servicios, al examen de la estructura de oportunidades y las
capacidades o potencialidades de que disponen los individuos para superar esta situación
y poder acceder a la estructura de oportunidades que generaría el crecimiento económico
(Raczynski, 1995).
Uno de los análisis que operó como base paradigmática de este tipo de
aproximación al tema de la pobreza y que influyó sustantivamente en su jerarquización
y operacionalización a nivel programático, es el llamado Enfoque de Riesgo Social.
Resulta, por tanto, de interés realizar un análisis de la lógica operante en las políticas
selectivas de la época y los supuestos subyacentes al Enfoque de Riesgo Social.
Esta perspectiva surge del análisis de la vulnerabilidad. Este expresa que las
personas están expuestas a la probabilidad que un riesgo, definido como un evento
que puede dañar el bienestar de un sujeto. Se entiende riesgo como la vulnerabilidad
de las personas y familias para hacer frente a quiebres o situaciones inesperadas que
puedan afectarlos negativamente. La vulnerabilidad estaría dada por la resistencia a un
choque, la probabilidad de que éste se traduzca en una declinación del bienestar, por
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tanto, sería ante todo función de la dotación de activos de los hogares, de los
mecanismos de aseguramiento y de la severidad y frecuencia de la perturbación (Banco
Mundial, 2000).
Así, el Manejo Social de Riesgo alude a la capacidad de las personas y las instituciones
de prevenir y enfrentar situaciones de vulnerabilidad, integrando a la óptica de las políticas
de superación de la pobreza, la noción protección social como un componente de una
visión más amplia frente a los problemas sociales (Holzmann y Jorgensen, 2000).
Así, la superación de las condiciones de pobreza implica también intervención
sobre dimensiones no sólo relativas al acceso de empleo y a la satisfacción de necesidades
básicas, sino que también supone cambios en las dinámicas relacionales, de integración
psicológica de salud mental de las personas y familias.
Se reconocen como factores relevantes en la generación y mantención de la pobreza
mecanismos de protección (enfrentamiento o mitigación del riesgo), que se relacionan
con los activos (principalmente de educación, salud, capacitación y capital social
disponibles), constituidos como mecanismos de abordaje o manejo de los riesgos, los
que permitirían a los sujetos enfrentar mejor y poder salir de las crisis.
Los recursos que se usen y las estrategias que sean adoptadas en situaciones de
crisis económica estarían determinadas por factores de género, de edad y de normas
culturales comunitarias que se traducirían en diferencias en las habilidades para hacer
frente a las dificultadas económicas (Moser, 1996).
El desarrollo de políticas específicas (selectivas) dirigida a los grupos prioritarios
se relacionó, fundamentalmente, con la búsqueda de generación en ellos de igualdad de
oportunidades, bajo la consideración que estos eran grupos que por su condición de
riesgo /vulnerabilidad no lograban acceder a los beneficios sociales y oportunidades,
especialmente laborales, que les permitirían integrarse a la sociedad.
La acción de los programas dirigidos a los grupos de riesgo buscó eliminar esas
barreras de acceso que impedían la integración plena de ellos al sistema económico,
expandiendo las capacidades de manera de ampliar las posibilidades de acción de estos
grupos prioritarios.
En materia de la estrategia de intervención que surge desde esta óptica de generación
de políticas, se debe señalar que en el marco de la priorización de acciones en política
social que consideran la vulnerabilidad, el énfasis en la carencia y en la satisfacciones de
necesidades básicas no desaparece como criterio para tomar decisiones de política o
programas, si no que más bien implicó que los criterios para asignar recursos destinados
a disminuir las carencias que vive una persona, un hogar, una localidad o comunidad, se
transformaran, ampliaran y diversificaran, considerando sus condiciones de riesgo/
vulnerabilidad (Sojo, 2003).
Desde esta óptica se mantienen y refuerzan con énfasis las políticas y programas
centrados en las carencias, tales como las intervenciones sociales de transferencia de
subsidios monetarios, vivienda, pavimentación de calles, redes de agua y alcantarillado,
equipamiento comunitario, créditos bajo condiciones especiales, insumos agrícolas,
almuerzos escolares, provisión de salud y educación, etc.
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Desde los noventa en adelante, en el marco del surgimiento de una nueva generación de
políticas y de la acción específica y operacional de los programas sociales, se asigna
centralidad a un conjunto nuevo de dimensiones que modifican tanto los destinatarios,
como las estrategias desarrolladas.
El Estado, con estas nuevas formas de política, programas y estrategias, busca
asegurar la integración social del “capital humano”, haciéndose cargo de las necesidades
de aquellos que el proceso económico deja fuera (los extremadamente pobres y los
grupos vulnerables). Incorpora, de esta manera, un énfasis que va más allá de la asistencia
directa por medio de la satisfacción de necesidades básicas y de la entrega de recursos
materiales para que enfrenten las tareas de inserción en el proceso económico. Se
implementa lo que se denominó la política de igualdad de oportunidades (MIDEPLAN,
1996), que significó la diversificación y ampliación de la oferta de programas sociales,
con innovaciones en educación, salud, justicia, pueblos indígenas, mujeres, tercera edad,
jóvenes y que abordan un conjunto nuevo y emergente de temáticas y problemas en
múltiples dimensiones (MIDEPLAN, 1999).
En los nuevos y múltiples programas que proliferan, el sujeto destinatario y su
situación problema (la problemática que motiva y fundamenta la acción interventiva),
está definida no sólo por sus necesidades económico-sociales presentes y relativa a su
estadio de exclusión, sino también por el origen de la condición de exclusión, adquiriendo
gran relevancia, en la selección de los sujetos así como en la intervención sobre ellos,
las dimensiones a partir de las cuales explica y comprende este estado de exclusión.
Para delimitar estas categorías se establece que la condición de pobreza y los límites
en las posibilidades de acceso al sistema económico, se relacionan con variables que
podríamos considerar de carácter psicosocial, tales como: las de género, generación, etnia
y territorialidad, que son básicas utilizadas para delimitar los grupos prioritarios (Martín,
1997), o grupos vulnerables, como los destinatarios privilegiados de estas políticas sociales
selectivas (Raczynski, 1995).
Integrar analíticamente estas categorías o dimensiones para definir vulnerabilidad,
prioridad o riesgo y los grupos objetivos de la política social, tiene como consecuencia
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bienes sociales, sino en la capacidad que tienen los sujetos individuales de acceder al
empleo, a los recursos educativos, etc.
Otro aspecto crucial para distinguir de la estrategia utilizada en estas nuevas políticas
y programas en ámbitos psicosociales, tiene que ver los niveles de participación que
ellas consideran. Excepto en un período inicial, en los noventa, la incorporación de los
destinatarios y de la participación de estos en el diseño, la implementación y/o evaluación
de programas y políticas operó a un nivel más bien discursivo y fue, simplemente,
desapareciendo del foco central de atención de las políticas y programas. A la hora de la
acción, la participación es transfigurada y pierde su base esencial, conformándose sólo
como el fomento de cierto tipo de asociatividad.
En la generación de estos programas, los únicos y centrales actores son los técnicos,
especialmente aquellos que ocupan puestos en el nivel central. Estos son los que
dirigen y conducen los procesos de diagnóstico y las conceptualizaciones con los que
operan tanto los programas como las políticas. Sistemática y permanentemente, la opinión
o experiencia de los técnicos locales y las dinámicas comunales, o incluso regionales,
no son consideradas. Menos aún tienen importancia las dinámicas socio-comunitarias o
culturales de los actores sociales relacionados con los grupos destinatarios.
Los programas sociales, en general, no incorporan procesos participativos en la
generación, gestión, desarrollo y evaluación. Cuando lo hacen, son sólo procesos de
asociatividad funcional parciales y en ningún caso procesos de gestión participativa
propiamente tal.
Dicho en términos generales, en las condiciones de posibilidad que generan las
orientaciones de política social desde los noventa a los dos mil, no caben, al menos en
el centro de ellas, programas sociales centrados en la promoción de desarrollo integral
de colectivos y de formas participativas de gestión, como las de Salud Mental Poblacional
de los años ochenta. Tampoco son posibles, en la actualidad, programas de intervención
enteramente asistenciales como las de la Red de Centros de Adolescencia y Drogas, de
los años ochenta.
Da fundamento y aporta al análisis presentado revisar las observaciones sobre programas
ejecutados en estos años, y presentadas en los tres trabajos disponibles que analizan el desarrollo
de la intervención comunitaria durante esta década.
El trabajo de Rozas (1993) deja en claro las implicancias de esta relación para los
programas de intervención comunitaria desarrollados desde el Estado. Este autor señala
que los programas implementados desde diversas políticas públicas y en las ONGs
presentan diferencias de estrategia. Establece que en la estructura estatal propiamente
tal, es decir, en sus aspectos normativos, financieros e incluso técnicos, es donde se
ubica el eje que determina la relación entre el Estado y el programa de intervención (y
esta es diagnosticada como una relación de conflicto).
Este planteamiento es interesante y lúcido cuando señala que el problema no es
una cuestión de carácter burocrático o administrativo, sino un problema de fondo,
referido al modelo de referencia técnico e ideológico que opera en el Estado. Este
configura no sólo una forma de ver (“diagnosticar”, dice este autor), sino que se vincula
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6. Conclusiones
A partir del análisis precedente se establece que los desarrollos de las prácticas
interventivas ocurren condicionados desde la institucionalidad que configura las políticas
sociales. Observándose, específicamente, un estrecho y directo nexo entre las estrategias
formuladas desde las Políticas Sociales y la magnitud que adquieren los objetivos
planteados en las intervenciones comunitarias, la particularidad del objeto en el que
intervienen y la estrategia que utilizan estas prácticas interventivas.
De esta manera, para la intervención comunitaria y para la Psicología Comunitaria,
una política social no sólo es el contexto material para la aplicación de programas, sino
que, además, establece el marco cultural y de relaciones sociales desde donde, de
manera principal (pero no única), estos programas se articulan y configuran.
Una política social, siguiendo a Meny y Thoenig (1992), se sitúa siempre en un
marco de sentido particular, porta un modelo particular de la sociedad y sus problemas
(un recorte y una reconstrucción global, como señalan los autores) que opera como
una representación normativa, conformada por un cuerpo de reglas que ordenan,
segmentan, clasifican las situaciones, los sujetos y las acciones públicas. Conlleva una
teoría del cambio social, que establece relaciones entre hechos, efectos, etc. y traduce
orientaciones normativas y valóricas. Estas orientaciones, estrategias, instrumentos
obedecen a lógicas sociopolíticas e históricas. Una Política Social expresa, así, un sistema
social, crea y configura actores y categorías de sujetos (Grassi, Hintze y Neufeld, 1994).
Es muy relevante asumir las relaciones que se establecen entre las características
que adquiere la organización estatal (en particular las orientaciones y estrategias de las
políticas sociales), y los niveles de acción, el objeto y la estrategia posibles de implementar
TRAYECTORIA DE PRÁCTICAS DE LA PSICOLOGÍA COMUNITARIA EN CHILE DESDE LOS AÑOS 90 A LOS 2000 69
desde los programas de la Psicología Comunitaria. Asumir que ella está hecha desde
fuera de la Psicología o que, al menos, allí opera un determinante importante que
acarrea efectos técnicos y conceptuales.
Así, durante los años noventa y dos mil, la estrategia de políticas sociales hegemónicas,
claramente, desde su corriente central y principal, no genera condiciones para la
implementación de programas desde una estrategia comunitaria centrada en el desarrollo
integral, en la acción sobre colectivos y desde formas participativas. Permite, sin embargo,
la proliferación masiva de programas centrados en la acción sobre dimensiones psicosociales
y de vulnerabilidad participantes en la generación de pobreza y exclusión, y genera, por
tanto, condiciones para el desarrollo de Intervenciones Sociales Dirigidas, principalmente.
A partir de los antecedentes revisados, podemos dar cuenta de un importante y
crucial desfase y tensión durante el último período entre los planos de, por una parte,
la estrategia participativa y colectiva de intervención comunitaria. Y, por otro lado, el
plano de las estrategias y directrices técnicas y de trabajo que organizan los programas
sociales de intervención en que laboran los profesionales psicólogos. Tensión y desfase
que requiere ser estudiada y visualizada permanentemente para conducir, adecuada y
fundamentadamente, nuestras prácticas formativas, académicas y, por supuesto, el análisis
de posibilidad de las prácticas de intervención que desde aquí se orientan.