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Editado por CETEPO ABT (Affective Bond Therapy) Parte I - Juan Balbi

ABT (Affective Bond Therapy). El método del


posracionalismo ontológico para el tratamiento de
trastornos psicopatológicos complejos en adolescentes
Parte I 1
ABT (Affective Bond Therapy). The method of ontological post-rationalism for
the treatment of complex psychopathological disorders in adolescents. Part I

Juan Balbi
CETEPO, Roma, Buenos Aires.

Email: juanjbalbi@gmail.com

Abstract: desde la perspectiva posracionalista ontológica, la ABT sitúa el foco de la práctica clínica en
cómo el adolescente experimenta el vínculo con su progenitor de apego en el hinc et nunc, y no en causas
remotas previas. Asumiendo la tesis del monotropismo de apego y que la intersubjetividad afectiva es la
ontología específica del ser humano desde su nacimiento, el apego se concibe como un vínculo complejo,
recíproco y exclusivo entre el niño/adolescente y su progenitor significativo en cada etapa del desarrollo. En
este vínculo se genera una tensión que el autor define como estrés de apego recíproco, propio de todas las
relaciones de alta intensidad afectiva. La etiología de los trastornos psicopatológicos en las fases de desarrollo
radica en un nivel excesivo de estrés de apego por parte de ambos miembros de la díada, que se retroalimenta
positivamente de forma automática y espontánea.

Palabras clave: Sí- mismo como sistema complejo, intersubjetividad afectiva, estrés de apego recíproco,
metarepresentacion afectiva tácita, identidad personal, trastorno límite de personalidad.

Summary: Based on the ontological post-nationalist perspective, the ABT places the focus of clinical
practice in the way in which the adolescent experiences the bond with his or her parent, in hinc et nunc, and
not in previous remote causes. Taking as valid the thesis of attachment monotropism and that intersubjectivity
is the species-specific ontology of the human from birth. Attachment is conceived as a complex reciprocal and
exclusive bond between the child / adolescent and his significant parent at every stage of development. This
bond generates a tension that the author defines as mutual attachment stress, typical of all relationships with a
high emotional intensity. The etiology of psychopathological disorders in the developmental phase lies in an
excessive level of attachment stress on the part of both members of the dyad, which feeds back positively
automatically and spontaneously. The ABT intervention aims to modify the current intrinsic dynamics of this
system of affective reciprocity with a reduction of the tendency of positive feedback that causes the symptom

1. Este artículo es traducción del original: Balbi J. (2022) ABT (Affective Bond Therapy). Il metodo del post-
razionalismo ontologico per il trattamento dei disturbi psicocopatologici complessi negli adolescenti - I
parte, Prospettive Post-razionaliste N° 5 pp. 41–62.
https://www.prospettivepostrazionaliste.it/numero/numero-5

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in the adolescent and the suffering in the entire relationship system. The self, understood as a complex, self-
organized system, closed to information and which functions like a system far from equilibrium, is a
continuous process of elaboration of predominantly unconscious affective and intentional contents. Consistent
with this definition of the self, the goal of ABT treatment cannot consist in the attempt to bring back to the
previous level of self-regulation through the cancellation of symptoms. The goal is to create the conditions
that facilitate the system's personal experiences towards a new, more complex order that integrates previously
dissociated contents. Since the self is a closed system to information, the method cannot consist in
administering information to balance the mentalization deficit or in introducing the system with information
about the rules of operation, but rather to allow the integration of unconscious intentional affective contents at
a conscious level, which the personal system alone cannot integrate while maintaining a viable level of
identity experience, here defined as a personal sense of identity. The use of the term personal "sense" is
proposed, which defines a portion of non-semiotic experience that exists as an instant of an individual
subjective process, in place of the traditional term personal "meaning".

Key words: the Self as a complex system, affective intersubjectivity, personal sense, mutual attachment
stress, affective tacit meta-representation, experience of personal identity, borderline personality disorder.

Introducción
La ABT (Affective Bond Therapy) es un modelo específico de intervención
psicoterapéutica para hacer frente a problemas psicopatológicos graves que tienen su inicio
en la adolescencia. La ABT se basa en un marco teórico que concibe al Sí-mismo como un
sistema complejo de elaboración de experiencias personales afectivas e intencionales, que
evoluciona en el tiempo en un proceso generativo inagotable, que nunca alcanza un estado
particular de equilibrio final (Balbi, 1994, 2004 , 2015a; Guidano, 1987, 1991; Siegel,
1999).
El estudio de la progresión del Sí-mismo durante la fase evolutiva debe considerar que la
reorganización del sistema personal en este proceso (infancia, niñez y adolescencia) es
desencadenada, en cada fase, por la aparición de nuevos recursos cognitivos que, a su vez,
favorecen la emergencia de nuevos matices de experiencia afectiva generada en el contexto
intersubjetivo del vínculo de apego significativo de cada una de estas etapas evolutivas.
Estas nuevas y discrepantes experiencias, surgidas de la dinámica de la intersubjetividad
afectiva con el progenitor de apego de la fase actual, constriñen el sistema personal a una
reorganización en términos de cambios en la experiencia del sentido inmediato de sí;
mediante un arduo proceso de elaboración, asimilación e integración de los nuevos matices
de la experiencia. El estudio de estos cardinales procesos que subyacen a la experiencia de
la identidad personal durante las diversas fases del desarrollo debe realizarse según el
enfoque ontológico, que considera la experiencia de la identidad personal desde el punto de
vista del sujeto que la experimenta (Guidano, 1991; Balbi, 1994, 1996, 2004).
El método ABT se basa en formulaciones teóricas que surgen de un análisis de la forma en
que el individuo en evolución experimenta subjetivamente el vínculo de apego con el
progenitor de referencia, teniendo especialmente en cuenta la nueva experiencia afectiva
que en cada etapa evolutiva el sujeto debe elaborar, así como el impacto que esta nueva
experiencia afectiva tiene en su sentido inmediato de Sí. Este estudio exhaustivo de la

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evolución normal del desarrollo de la persona, y de las variables que durante su evolución
pueden desviarla hacia versiones patológicas, es coherente con el enfoque de la
Psicopatología Evolutiva, denominada Developmental Psychopathology, que concibe los
trastornos psicológicos como desviaciones del desarrollo normal (Bowlby, 1988; Cicchetti,
1984, 1990, 2010; Cicchetti & Toth, 1998, 2009). Un abordaje como éste permite una
intervención preventiva en las fases de metaestabilidad del ciclo evolutivo en las que el
sistema de identidad personal, en la máxima oscilación, está más expuesto al riesgo de
emprender un sesgo psicopatológico. La adolescencia es la etapa de desarrollo más
compleja; es durante la adolescencia, en efecto, cuando el sentido de identidad de cada
persona sufre los cambios más drásticos, y de ahí la relevancia, estadísticamente muy
significativa, desde el punto de vista de la vulnerabilidad psicopatológica resultante.
Además de ser la fase más compleja, la adolescencia es la más extensa de todo el desarrollo
evolutivo; en las últimas décadas hemos observado que esta etapa de desarrollo se extiende
más allá del período de 10 a 19 años convencionalmente señalado por la OMS, alcanzando
al menos los 24 años (Patton et al., 2016). Además, teniendo en cuenta que la corteza
prefrontal alcanza la maduración completa entre los 23-25 años en las mujeres y los 27-29
años en los hombres (Giedd et al., 2015), consideramos trastornos psicopatológicos del
período de desarrollo (posibles de tratar con el método ABT), no sólo los que tienen inicio
en la segunda década del ciclo vital (trastornos de la alimentación, del estado de ánimo,
hikikomori, etc.), sino también los que tienen su inicio en la tercera década, como los
trastornos de la personalidad, especialmente el trastorno límite de la personalidad.

El Sí-mismo como sistema complejo y los límites del método


psicoterapéutico
El método ABT asume la premisa formulada por William James: “Los únicos estados de
conciencia de los que nos ocupamos naturalmente se encuentran en las conciencias, en las
mentes personales, tú y yo, primeras y segundas personas concretas y particulares […] En
estos términos, el Sí-mismo ( …) debe ser tratado, como el dato inmediato en psicología.
Ninguna psicología, bajo ninguna circunstancia, puede cuestionar la existencia de los Sí-
mismo personales. Lo peor que puede hacer un modelo psicológico es interpretar la
naturaleza de estos Sí-mismos de una manera que los prive de su valor.” (1890, pp. 182-
183, traducción mía). En otras palabras, todos los fenómenos que la psicología puede
investigar tienen lugar en la mente de las personas, es decir, en la mente de los sujetos que
experimentan la identidad; de modo que: la identidad personal, como fenómeno, es la
condición necesaria para la existencia de todos los demás fenómenos de interés científico
para la psicología.
De acuerdo con esta premisa, defendemos la idea de que la construcción de un modelo
efectivo de psicoterapia basado en explicaciones plausibles de la etiología de los fenómenos
psicopatológicos requiere un análisis profundo de los procesos del Sí-mismo, su desarrollo
y su disfunción. A diferencia de ciencias como la biología, la física y la química, que

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estudian fenómenos objetivamente observables, cuando la psicología estudia la conciencia


lo hace sobre un fenómeno que, como señala Searle (1997), “tiene una ontología subjetiva
de primera persona, y por ello no es susceptible de reducción a nada que tenga una
ontología objetiva o de tercera persona (...) no es posible reducir esas experiencias
subjetivas de primera persona a fenómenos de tercera persona, así como, de la misma
manera, no podemos reducir los fenómenos de tercera persona a experiencias subjetivas, ni
las descargas neuronales a sensaciones, ni las sensaciones a descargas neuronales.” (p.190;
traducción mía). De hecho, la identidad tiene una ontología de primera persona, es decir, es
un fenómeno observable solo por el sujeto que la experimenta; y el sí-mismo no es un
fenómeno más al que reducimos la explicación de esa experiencia, sino que es sólo una
construcción teórica a través de la cual elaboramos explicaciones de los procesos que,
suponemos, están involucrados en el fenómeno de la experiencia de identidad. Para la
elaboración de este constructo teórico, la perspectiva ontológica posracionalista aquí
propuesta hace uso de conceptualizaciones científicas sobre el funcionamiento de sistemas
biológicos y físico-químicos complejos, útiles para una concepción del sí-mismo como un
sistema complejo de autoconocimiento (Balbi , 1994, 2004, 2015a; Guidano, 1987, 1991;
Kossmann y Bullrich, 1997; Masterpasqua y Perna (1997); Mahoney, 1991; Mahoney y
Moes, 1997; Nardi, 2013; Orsucci, 2006; Reda, 1986).
Para comprender cabalmente la concepción del sí-mismo como sistema complejo, y hacer
un uso efectivo de este concepto en el transcurso de nuestro trabajo como terapeutas, es
importante conocer las nociones de organización, estructura, cierre organizacional y
determinismo estructural formuladas por Humberto Maturana en sus estudios sobre los
organismos. Según Maturana y Varela (1980, 1984) los seres vivos, debido a una
restricción evolutiva básica, se organizan para preservar su identidad como sistema. En este
tipo de sistema, la constante fundamental consiste en el mantenimiento de la propia
organización, definida como una específica red de relaciones. La organización de tal
sistema no es definida por las propiedades de sus componentes, sino por sus relaciones y
los procesos que las producen. Aunque la totalidad de un sistema está constituida
operativamente por su organización (relaciones entre sus componentes que especifican su
identidad de clase), sus operaciones se realizan en y a través de las operaciones de su
estructura (los componentes más las relaciones entre ellos que constituyen concretamente
una determinada unidad particular). Además, los organismos están determinados
estructuralmente; afirmar que los sistemas vivos están estructuralmente determinados
implica que todo lo que sucede en ellos no está determinado por nada externo a ellos y que,
cuando como observadores vemos algo que afecta al sistema, no es ese algo lo que
determina el cambio que vemos, sino que, ese algo, solo desencadena un cambio estructural
dentro del sistema, previamente determinado en la configuración estructural de ese sistema
específico en ese momento específico (Balbi, 1994; Maturana, 1978, 1993; Maturana y
Varela, 1984; Varela, 1979). En conclusión, los organismos funcionan como sistemas
autoorganizados cerrados en sí mismos; es decir, no pueden ser in-formados, ya que como

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resultado de su propia actividad sistémica crean su propia legalidad interna. Con respecto a
la característica de autoorganización de ciertos tipos de sistemas, Guidano escribió: “la
propiedad clave a la base de la autonomía de cualquier forma de autoorganización radica en
la capacidad del sistema para transformar las perturbaciones aleatorias que provienen del
entorno o de las oscilaciones internas en un orden autorreferencial” (1987 p. 10). Esta es
precisamente la característica exclusiva que define la autonomía e invariancia organizativa
del sí-mismo como sistema, la capacidad de estructurar el flujo continuo de nuevas
experiencias en términos de identidad y autoconocimiento. Por tanto, dada la
autorreferencialidad que caracteriza su dinámica, es hipotéticamente coherente considerar
al sí-mismo como un sistema autoorganizado y cerrado (Balbi 1994, 2004; Guidano 1987,
1991).
Las explicaciones que formulamos sobre la identidad también hacen uso de las
conceptualizaciones de la termodinámica no lineal de los procesos irreversibles de
Prigogine, quien al agregar la variable tiempo en el análisis de los fenómenos físicos
demostró que en el "orden por fluctuaciones" el equilibrio no es el único estado final
posible. En estados alejados del equilibrio, dice Prigogine, la materia se transforma en
"sensible" y en estas condiciones las ecuaciones, que ya son no lineales, dan lugar a
muchos estados posibles (Prigogine, 1976, 1993, 1997; Prigogine & Stengers, 1985, 1988).
A diferencia de los sistemas descritos por Prigogine, los sistemas biológicos tienen un
proceso homeostático de autorregulación, a través del cual tienden a alcanzar un equilibrio
dinámico en el que prevalecen condiciones relativamente uniformes; cuando el sistema está
perturbado, los dispositivos reguladores de retroalimentación reaccionan con el objetivo de
mantener la actividad dentro de los rangos prescritos, como la presión dentro del sistema
circulatorio y la temperatura corporal. El sí-mismo no funciona homeostáticamente, sino
que se regula como un sistema irreversible, alejado del equilibrio, que como tal, muestra
metaestabilidad, es decir, en ciertos momentos de su evolución temporal, el sí-mismo pasa
por varios estados de equilibrio: de exhibir , durante un período de tiempo considerable un
estado de equilibrio débilmente estable, y por la acción de perturbaciones (externas o
generadas por su propia evolución sistémica) pasa a un estado altamente inestable, próximo
al "caos", lo que genera una transición hacia un nuevo orden con un nuevo estado altamente
estable. Teniendo en cuenta esta característica funcional, es legítimo concebir el sí-mismo
como un sistema irreversible y ortogenético, que evoluciona progresivamente en el tiempo
hacia niveles de mayor complejidad e integración (Balbi, 1994, 2011a, 2015a, 2019;
Guidano, 1987, 1991).

Estas premisas relativas al funcionamiento sistémico del sí-mismo son fundamentales para
planificar los objetivos y el método de cualquier modelo terapéutico. Dado que el sí-mismo
funciona como un sistema irreversible, una intervención terapéutica dirigida a cancelar los
síntomas (productos disociados de un intento fallido de cambio sistémico, durante el
período de metaestabilidad) no tiene ninguna posibilidad de ser eficaz en términos de

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cambio terapéutico. Ese tipo de intervención constituye, en vez, un inútil y pernicioso


intento de restaurar en el sistema identitario del paciente, de manera antinatural, el modo de
autorregulación anterior a los síntomas. Además, dado que el sí-mismo, como sistema
organizacionalmente cerrado y estructuralmente determinado, no puede ser moldeado desde
fuera de sí mismo, no es un procedimiento adecuado intentar administrarle información
sobre sus ideas irracionales, sus reglas de funcionamiento o sus “déficit” metacognitivos y
de mentalización. El procedimiento acorde con el funcionamiento sistémico del sí-mismo
es el de: sobre una hipótesis del cambio estructural para el cual está predispuesto el sistema
personal del paciente en el momento concreto actual, orientarlo en la autoobservación de su
experiencia afectiva tácita, que está en la base de los síntomas, con el objetivo estratégico
de crear las condiciones para un aumento en el nivel de perturbación interna, al mismo
tiempo que se le brinda apoyo para facilitar su proceso natural hacia un nuevo nivel de
complejidad, más abstracto e integrado.

Sentido personal
Desde el punto de vista ontológico poracionalista, no nos referimos a la organización del sí-
mismo con la noción de “Significado Personal”, como es clásico en la terapia cognitiva,
sino con la noción de “Sentido Personal”. El significado pertenece a una dimensión
diferente a la del significado. La noción de significado implica una relación de
correspondencia entre el mundo subjetivo y el mundo objetivo de las relaciones entre los
individuos; entre el símbolo y lo que el símbolo representa en una determinada comunidad
semántica. La noción de sentido, en cambio, remite a un orden ontológico totalmente
diferente, exclusivamente propio de la subjetividad; "sentido" no especifica como
"significado" un dominio de coordinaciones consensuales en una comunidad de sujetos
hablantes, sino que define una porción de experiencia pura, no semiótica, que existe como
un instante de un proceso subjetivo individual. Esta porción unitaria de experiencia no tiene
sentido en referencia a algo externo al propio proceso subjetivo personal, sino únicamente a
expensas de su correspondencia con otros estados intencionales, de qualia similar, vividos
por la persona en otras instancias de su ciclo vital (Balbi, 2014, 2015a, 2021; González
Rey, 2004, 2005, 2009, 2011, 2019).

Estructura e dinámica del Sí-mismo


Siguiendo la tradición fundada por James (1890, 1892, 1912), concebimos el sí-mismo
como un sistema de relación continua entre dos matices experienciales (Balbi, 1994;
Guidano, 1991; Mandler, 1985, 1992). Sin embargo, esta división en dos aspectos del sí-
mismo es solo para fines explicativos y toma nota en particular de la advertencia de James
con respecto a la singularidad experiencial de la identidad personal; el sí-mismo dirá James,
puede describirse en dos aspectos diferentes y "Digo aspectos diferentes y no cosas
separadas porque la identidad del Yo y el Mí, incluso en el acto mismo de nuestra

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distinción, es quizás la afirmación más radical establecida por el buen sentido, y no debe
ser borrado por el uso de nuestra terminología." (James 1892 p. 237; mi traducción).
Desde el punto de vista ontológico posracionalista, cuando hablamos del sí-mismo nos
referimos a un sistema autoorganizado de elaboración de contenidos afectivos e
intencionales, que implica una circularidad continua entre la predominantemente tácita
Experiencia Inmediata de Sí y el más abstracto y explícito Sentido Inmediato de Sí. Este
sistema del si.mismo así entendido, a través de la emergencia y elaboración de
discrepancias afectivas críticas y discontinuas, evoluciona progresivamente en el tiempo
hacia niveles de estructuración cada vez más abstractos e integrados (Balbi, 2015a, 2015b,
2019; Balbi y Colucci D'Amato, 2020; Guidano, 1991). Concebimos que en este sistema:

a) la experiencia inmediata de Sí es ya, en su inmediatez, experiencia personal integrada y


principalmente tácita

b) el sentido de Sí, que el sujeto experimenta explícitamente, no es el resultado de una


evaluación reflexiva, ni de una reorganización narrativa de la experiencia inmediata en
términos semánticos y explicativos, que tendría lugar en un momento posterior, sino que es
también experiencia inmediata, que ocurre de manera pre-reflexiva y simultánea con la
experiencia tácita e inmediata de Sí;

c) por el contrario, la narrativa de la experiencia humana es reflexiva, dependiente del


significado de las palabras, y organiza en una dimensión temática sólo una mínima parte de
la experiencia personal, aquella que ha cristalizado explícitamente en la conciencia
fenoménica del sujeto; el trastorno psicopatológico no se organiza en esta dimensión
explícita y fenoménica, accesible para el paciente y posible de ser verbalizada por parte
éste; por el contrario, es en el dominio pre-reflexivo y tácito donde se produce la dinámica
de los síntomas, a través de los mecanismos de disociación propios de la actividad de la
conciencia (Balbi, 2015a, 2019; Balbi y Colucci D'Amato, 2020).

La perspectiva ontológica del apego en las fases del desarrollo


La premisa de la teoría del apego, según la cual un vínculo primario de buena calidad es
fundamental para que el niño adquiera una capacidad efectiva de autorregulación
emocional durante el desarrollo, es ampliamente compartida por la comunidad científica.
Numerosas investigaciones que se han llevado a cabo en las últimas décadas en relación
con la capacidad del infante humano para mantener relaciones intencionales complejas,
confirman que un buen vínculo durante las etapas de la infancia, la niñez y la adolescencia
facilita el desarrollo funcional de esos recursos innatos hasta hacerlos alcanzan niveles
crecientes de abstracción y eficacia, que a su vez aseguran una buena regulación emocional;
mientras que un vínculo disfuncional crea las condiciones estructurales para el desarrollo
futuro de diversos trastornos psicopatológicos (Ainsworth, 1985, 1991; Aitken y
Trevarthen, 1997; Bowlby, 1969, 1973). , 1982; Crittenden, 1995, 1997; Fonagy y Target,
2001b; Guidano, 1987, 1991; Lambruschi, 2004, 2018; Liotti, 1991, 1993a, 1993b; Main,

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1991; Nardi, 2007, 2013; Parkes, 1991 , 1986, 1996, 2005; Trevarthen, 1984, 1993, 1998;
West y Sheldon-Keller, 1994).
Sin embargo, creemos que para mejorar la contribución de los datos de investigación del
apego en la construcción de una teoría psicopatológica efectiva, es necesario enmarcar la
teoría del apego en una perspectiva epistemológica diferente a la tradicional perspectiva
asociacionista (Balbi, 2004). Como señalaron Sroufe y Waters (1977), por muy importante
que fuera la obra clásica de Bowlby, su modelo de sistema de control requiere revisión; en
lugar de un sistema cibernético de control del comportamiento orientado a mantener la
cercanía y el comportamiento protector del adulto, “el apego es un vínculo afectivo entre el
niño y su caregiver” (Sroufe y Waters, 1977, p. 185, traducción mía).
La perspectiva ontológica y sistémico-procesual de la relación entre apego y desarrollo de
la identidad que se describe a continuación acuerda con la premisa fundante de Guidano,
quien define el apego como el sistema autorreferencial que subyace a la diferenciación y
mantenimiento de la dinámica entre contornos de Sí durante todo el ciclo de vida. Guidano
escribió: "Así como la singularidad y exclusividad de los lazos afectivos tempranos parece
ser un requisito necesario para “percibir un mundo” y reconocer que “uno es en él”, incluso
en el curso de la edad adulta -aunque a otro nivel de abstracción- construir una relación
exclusiva con una persona significativa representa una forma básica para poder percibir un
sentido de singularidad e individualidad consistente con el propio sentir-se en el mundo.
(Guidano, 1991 p. 71, mi traducción)
Es importante subrayar este aspecto de la exclusividad de la relación de apego. De hecho,
Guidano había mencionado anteriormente la importancia que ejerce un vínculo primario y
exclusivo en la construcción de una percepción unitaria de sí mismo en el niño: " [...]
numerosos estudios han permitido observar lo difícil que es para un niño estructurar un
apego sincero y emocionalmente significativo con más de una persona, en el sentido de que
sus figuras de apego se disponen en un orden jerárquico en el que la figura principal se
sitúa en el vértice” (Guidano, 1987 p. 50). Esta formulación de Guidano implica su acuerdo
con la hipótesis de Bowlby sobre el monotropismo como característica fundamental del
apego, en desacuerdo con la hipótesis de apegos múltiples defendida por autores como Van
Ijzendoorn et al. (1992), Howes et al. (2003) y Cassibba (2003). Bowlby escribió al
respecto: “Dado que esta tendencia del niño a apegarse en particular a una sola persona
parece bien arraigada y parece tener implicaciones importantes en el campo de la
psicopatología, creo que vale la pena darle un nombre particular: en mi artículo de 1958 lo
llamé "monotropía". (Bowlby, 1969 pág. 298).
El método ABT se basa en la hipótesis del monotropismo y en la observación de evidencias
clínicas de que esta tendencia del niño/adolescente a apegarse particularmente a una sola
persona puede darse con un progenitor diferente en cada etapa de su desarrollo: por ejemplo
primero con la madre, luego con el padre, y quizás más tarde con la madre otra vez.
Partiendo de estas premisas y teniendo en cuenta la compleja intersubjetividad afectiva e
intencional que se manifiesta desde el inicio de la vida entre cuidador y recién nacido

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(Aitken y Trevarthen, 1997; Daum et al., 2010; Trevarthen, 1978, 1982, 1984; Stern, 1977,
1985, 2004; Lavelli, 2007), podemos decir que:
a) concebimos el apego como un vínculo complejo, recíproco y exclusivo entre el
niño/adolescente y su partner parental de cada etapa del desarrollo;
b) la elaboración de la experiencia resultante de las dinámicas y contenidos de esa trama de
reciprocidad afectiva con el partner parental en cada etapa del desarrollo, está en la base de
la dinámica del sí-mismo de la que emerge en el niño/adolescente la experiencia de un
determinado sentido de unicidad personal ontológicamente aceptable, o gravemente
discrepante en aquellos casos que se presentan como cuadros psicopatológicos (Balbi,
2011a, 2013, 2015a, 2017).

El abandono de la premisa pulsional en la explicación del apego


Bowlby (1969, 1982) refutó la concepción freudiana, según la cual el recién nacido se
encuentra en un estado de narcisismo primario, cerrado con respecto a los estímulos del
mundo externo y, anticipándose por varias décadas a los resultados de los estudios
realizados en el campo de la " teoría de la mente”, afirmó que desde el comienzo de la vida
el niño está activamente involucrado en un vínculo intersubjetivo. A pesar de esta brillante
intuición de Bowlby, el apego tiende a concebirse como un fenómeno que sólo ocurre en el
niño; es decir, se define como el resultado de la tendencia innata del niño a buscar
protección a través del vínculo, y no como un sistema de vinculación afectiva entre un niño
y un adulto particular que, a su vez, se vincula afectivamente con él. Al respecto, Ammaniti
y Gallese (2014) han señalado que, a pesar de que “el vínculo materno comienza antes del
nacimiento del niño e influye profundamente en la relación posterior entre madre y recién
nacido (…) los pocos estudios dirigidos al apego materno han sido desarrollado sólo en el
campo de la obstetricia” (p. 87). Un paso adelante en esta dirección, escribieron estos
autores: “fue liderado por Rubin (1967a, 1967b, 1975), una enfermera que trabajaba en una
sala de maternidad, quien exploró el desarrollo de la identidad de la mujer, contribuyendo
así a definir las bases de la definición teórica del apego prenatal” (p. 87).
Según Bowlby, la conducta de apego instintivo se activa tanto por condiciones internas
como externas y tendría la función de activar el caregiving system, un dispositivo de
comportamientos de cuidado, también programado en el adulto. En esta formulación es
evidente la visión evolutiva darwiniana, propia de los estudios etológicos consultados por
Bowlby en su intento de diferenciar su modelo del original freudiano, sin abandonar la
premisa pulsional, pero reemplazando su función de descarga de energía por la de búsqueda
de proximidad y protección. Es probable que esta adhesión a la premisa instintiva fuera el
obstáculo epistemológico que, sumado a la escasa investigación existente en la época sobre
las capacidades mentalistas del infante humano, dificultó que Bowlby pudiera integrar
desde el principio la dimensión intersubjetiva de la relación de apego en su modelo
explicativo, llevándolo en vez a centrarse en la descripción de comportamientos de
acercamiento y respuesta a la separación, que encontramos también muy similares en otros
primates (Ammanniti y Gallese, 2014; Reda, 2021). Hay investigadores que, contrastando

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esta perspectiva, han defendido una discontinuidad entre los seres humanos y los primates
no humanos, basada en la capacidad exclusiva de los humanos de metarrepresentar en
niveles de recursividad tales que les permiten inferir y atribuir a sus semejantes
intenciones, creencias y deseos (Carasa et al., 2010; Hobson, 2002; Lyon-Ruth, 2007;
Tomasello, 2005, 2008, 2019; Tomasello y Rakoczy, 2003).
Esta prioridad dada a la premisa instintiva en los estudios del apego es un límite para el
desarrollo de la teoría. Este límite puede ser superado a partir del análisis de los resultados
de investigaciones científicas sobre la compleja actividad intersubjetiva temprana entre
recién nacido y sus padres, que validan una vez más la hipótesis según la cual la
intersubjetividad es nuestra ontología específica, y que en particular la intersubjetividad
afectiva es en la base del desarrollo del sentido de Sí. Al respecto, Trevarthen (1993)
sostiene que el sí-mismo se “genera en la intersubjetividad”; según este investigador, existe
una suerte de “conciencia inmediata del ser-con-el-otro que constituye la condición
primaria de la conciencia humana, ya presente en el período neonatal (Lavelli, 2007).
Según Fogel (1995), la calidad de la experiencia intersubjetiva en el contexto de las
primeras formas de comunicación con la madre es fundamental no sólo para el desarrollo
de la relación madre-hijo, sino también para el desarrollo del sentido de sí mismo como un
self relacional. Stern (1985, 2004) defiende la tesis según la cual la intersubjetividad es un
sistema motivacional innato esencial para la supervivencia de la especie, con un estatus
equiparable al sexo o al apego. Este autor argumenta además que el desarrollo de un sentido
temprano de sí mismo como agente en el mundo social está estrechamente relacionado con
el desarrollo de un embrionario “Self afectivo”; este sentido de sí mismo como poseedor de
afectos y estados emocionales internos se establecería tempranamente gracias al efecto de
retroalimentación propioceptivo que acompaña a cada estado emocional, que el recién
nacido experimenta recurrentemente durante experiencias relacionales específicas con la
madre como, por ejemplo, la alegría durante el juego cara a cara o la tristeza cuando ésta se
aleja (Lavelli, 2007).
Por lo tanto, nos preguntamos; ¿Es posible abandonar definitivamente la premisa pulsional
en las explicaciones del comportamiento humano y el desarrollo ortogenético de la
identidad personal? ¿Y es posible dar lugar a explicaciones que tengan más que ver con la
naturaleza específica de la experiencia humana? Como ha señalado Greenberg (2016), la
vida humana no se rige por sistemas motivacionales predeterminados, el único dispositivo
motivacional innato importante en el infante humano es la tendencia a sobrevivir. El
comportamiento del infante humano no está determinado por dispositivos innatos similares
a los de otros primates, sino por procesos de un orden secundario que se organizan, sobre la
base de estas capacidades intersubjetivas afectivas particulares, y se manifiestan paso a
paso en la interacción con otro ser humano en su rol de cuidador. Los humanos nacemos
motivados para buscar emociones que induzcan bienestar y evitar aquellas que generan
incomodidad y sufrimiento, y evolucionamos de esta manera porque esta tendencia

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promueve la supervivencia, más que un conjunto de sistemas motivacionales básicos como


apego, competencia, autonomía o control, lo que guía nuestro comportamiento son las
necesidades psicológicas, que se componen del sistema afectivo básico con el que nace el
niño, y que durante la experiencia intersubjetiva de interacción con el otro humano apegado
a él (caregiver) evolucionan (Greenberg, 2016 ).
Por lo tanto, renunciando a la premisa del apego como sistema motivacional primario y
privilegiando la observación de la capacidad innata del recién nacido para operar en la
dinámica de la intersubjetividad afectiva, es posible concluir que, para el desarrollo de una
teoría psicopatológica y un método psicoterapéutico eficaz, el apego se explica mejor como
un complejo sistema afectivo entre:
a) un adulto que ofrece y pide reciprocidad intersubjetiva y afectiva de un niño, ya que está
emocionalmente conectado con él;
b) un niño que, a raíz de este contacto humano, reconoce una agradable reducción de su
nivel de estrés, y por eso corresponde a esta oferta de intersubjetividad afectiva.
En otras palabras, un niño solo se apega a un adulto que ya está "apegado" a él; y, de este
modo, se origina una retroalimentación en el sistema intersubjetivo de reciprocidad afectiva
entre los dos miembros de la díada.

Estrés de apego recíproco y psicopatología en el periodo evolutivo


En este vínculo, como en todo vínculo afectivo intenso, existe una tensión o estrés que en
este caso llamaremos “estrés de apego recíproco”. Esta perspectiva permite concebir el
patrón de apego del niño como la mejor respuesta posible del niño al intento de regular su
propio estrés, generado por las actitudes percibidas en el adulto o atribuidas al adulto. Estas
actitudes por parte del adulto, que desencadenan estrés de apego en el niño, en realidad no
son más que manifestaciones de estrategias espontáneas a través de las cuales el adulto, a su
vez, trata de regular su propio estrés de apego. Sostenemos la tesis de que la etiología de
todos los trastornos psicopatológicos que surgen durante la fase de desarrollo desde el
nacimiento hasta el final de la adolescencia radica en la generación espontánea y el auto-
mantenimiento de la retroalimentación positiva (en la que la variable observada, el síntoma,
se incrementa) de un sistema de apego recíproco con un nivel excesivo de estrés de apego
entre ambos miembros de la díada. Por tanto, la etiología del trastorno psicopatológico debe
buscarse en el estado del sistema de reciprocidad afectiva en el momento en que se
manifiesta y no en causas remotas o previas. Ante ello, el tratamiento ABT apunta a
modificar la dinámica intrínseca actual de este sistema de reciprocidad afectiva; a través de
una reducción de la tendencia de retroalimentación positiva que provoca la aparición de los
síntomas.
Durante el desarrollo evolutivo, la intensidad y la dinámica específica del estrés del apego
recíproco varían progresivamente, en función de los cambios evolutivos del niño y de la
especificidad de la tarea que incumbe al adulto en cada etapa del desarrollo. Para el
progenitor no es la misma experiencia sentir la responsabilidad de cuidar a un niño de dos
años que educar al mismo niño cuando llega, digamos, a los siete años, o comprender sus

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actitudes, necesidades y cambios de estados de ánimo cuando se convierte en un


adolescente. En este proceso evolutivo de la díada de apego recíproco la adolescencia es la
fase crucial debido a que el surgimiento del pensamiento abstracto crea las condiciones
para un cambio radical de la experiencia afectiva del adolescente en relación con su vínculo
de apego principal. Este nuevo e inevitable cambio evolutivo genera un fuerte aumento del
estrés del apego recíproco y un cambio turbulento en la dinámica de la relación. La
intensidad de la discrepancia afectiva percibida por el adolescente y la capacidad del adulto
para gestionar su propio estrés de apego serán determinantes del nivel de vulnerabilidad
psicopatológica del adolescente.

Los procesos inconscientes en la organización del Sí-mismo


En nuestro tiempo todavía es posible estar de acuerdo con Mahoney, quien escribió hace
cuarenta años: "Personalmente, creo que hoy en día, los procesos inconscientes, son más
importantes de lo que han reconocido los terapeutas cognitivo-conductuales". (1980b, pág.
164). Como han señalado Shevring y Dickman (1980) (citado en Van den Berg y Eelen,
1984), “los procesos cognitivos no pueden entenderse completamente sin tener en cuenta
los procesos psicológicos inconscientes” (p. 208). Además, como advierten Van den Berg y
Eelen (1984), "enfatizar la importancia de los procesos inconscientes (no el inconsciente)
no implica necesariamente la aceptación de toda la estructura teórica psicoanalítica" (p.
209).
Cabe señalar que una perspectiva no psicoanalítica de los procesos cognitivos inconscientes
ya se encuentra en los estudios del pionero del estudio científico del sí-mismo, James
(1890, 1904, 2012), quien no identifica la conciencia personal únicamente con los estados
conscientes, sino que comparte el criterio de los psicopatólogos franceses sobre la realidad
de los estados subconscientes. Bien informado de la investigación de Pierre Janet en
psicopatología experimental y la evidencia que éste presentó de la emergencia de múltiples
estados de conciencia en pacientes histéricos, James escribió, “debemos admitir que en
algunas personas, al menos, la conciencia total posible puede dividirse en partes que
coexisten pero no se conocen, aun cuando compartan los mismos contenidos de
conocimiento común.” (1890, p. 167; traducción mía.). Para James, como para los
experimentadores franceses de su época, no existe un inconsciente que tenga una existencia
real, es decir, objetiva, como si el inconsciente fuera una entidad independiente de otros
estados. Existen sólo múltiples estados de conciencia, cada uno más o menos consciente de
los demás (Balbi, 2004; Taylor, 1996). Desafortunadamente, estos estudios de James fueron
eclipsados por el dominio conductista hasta principios del último cuarto del siglo pasado,
cuando a través de la revolución cognitiva, la experimentación en psicología revela el
impacto de las estructuras y procesos mentales inconscientes, tanto en la experiencia
subjetiva como en el comportamiento del individuo. Numerosas investigaciones sobre la
percepción subliminal, la memoria implícita y la hipnosis demuestran la existencia de
eventos que pueden influir en las funciones mentales incluso aunque no hayan sido

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percibidos o no estén presentes en la memoria. De esta manera, a partir de los datos que
emergieron de estas investigaciones, comenzó a tomar forma una nueva concepción del
inconsciente, una versión cognitiva, alternativa a la del psicoanálisis (Bara, 1991; Eagle,
1987; Kihlström, 1987; Shevring y Dickman, 1980). Esta nueva versión cognitiva del
inconsciente, diferente de la versión psicoanalítica, ha sido aceptada en particular por el
cognitivismo constructivista clínico italiano. Al respecto, la distinción señalada por Liotti
en sus estudios sobre la disociación es muy clara: “La disociación remite a una visión
cognitivista de la actividad mental inconsciente, siendo un mecanismo de defensa basado
en la exclusión selectiva de la información del procesamiento consciente (…). La represión
y la remoción, por otro lado, remiten a una visión pulsional-energética de la relación entre
la conciencia y el inconsciente. La disociación implica un contraste simultáneo entre dos
categorías diferentes de información que compiten continuamente para ocupar el campo de
la conciencia.” (Liotti 1993a, pág. 45). Es evidente que en la base de esta formulación de
Liotti se encuentra la premisa constructivista según la cual es la conciencia, a través de la
exclusión selectiva de la información, la que establece la cualidad específica de la
fenomenología que experimenta el sujeto. De hecho, la conciencia no es un simple
epifenómeno de la actividad cerebral, sin estatus causal; la conciencia es un fenómeno
emergente de la actividad sistémica del cerebro y, como todo fenómeno emergente, tiene la
capacidad de influir retroactivamente, con su propia actividad, en el sistema del que emerge
(Balbi, 2015a; Froufe, 1997; Sperry, 1976). ) .
Con respecto al nivel organizativo tácito de la experiencia humana, Guidano (1987)
escribió: "La identidad personal que emerge al final del período del desarrollo puede
considerarse como una coalición compuesta por un conjunto ordenado de autoimágenes
explícitas en continua elaboración a partir del ensamblaje recursivo y rítmicamente
oscilante de patrones emocionales y escenas nucleares. Todo sistema cognitivo humano,
por lo tanto, parece consistir en un nivel organizativo tácito, jerárquicamente superior, que
incluye los procesos de ordenación básicos a partir de los cuales el nivel explícito
subyacente estructura gradualmente modelos coherentes de representación de Sí y del
mundo.” (pág. 99, mi traducción). Y, en otro apartado escribió Guidano (1987); “La
estructura y la calidad de la conciencia individual son, al menos en parte, funciones de la
estructura y la calidad de los contornos tácitos de significado en los que se basa [...] El
control descentralizado del nivel tácito influye en gran medida en la forma misma que toma
la experiencia, momento a momento, transmitiendo sensaciones, [...] emociones, imágenes
y patrones motores en el sentido de sí mismo, de los que el sujeto muchas veces es
completamente inconsciente, pero que de hecho modifican su actitud hacia sí mismo [...]” (
pág. 102-103, mi traducción). Guidano enfatiza el predominio del nivel tácito en la
organización del sentido de Sí. Pero también parece claro que por nivel tácito no se refiere
sólo a reglas de ordenamiento y procesos automáticos que operan fuera de la conciencia,
sino también a significados tácitos, es decir, a contenidos inconscientes psicológicamente
activos.

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Durante los últimos treinta años, los datos de la neurociencia cognitiva han demostrado
tanto la existencia de representaciones inconscientes como la efectiva actividad selectiva,
constructiva y disociativa de la conciencia; confirmando así tanto la afirmación de Liotti
como estas intuiciones de Guidano. De hecho, los datos de la investigación en neurociencia
cognitiva confirman que la conciencia fenoménica personal funciona como un sistema
constructivo central que, a través de recursos selectivos tácitos que le permiten centrar la
atención en algunas representaciones y procesos mentales no discrepantes, a expensas de
otros que sí lo son, determina qué representaciones y contenidos afectivos e intencionales
se evidencian a nivel fenoménico y cuales otros permanecen en un nivel inconsciente
(Baars, 1989, 1997; Froufe 1997, 2000, 2003, Froufe et al. 2009; Dehaene, 2014). Al
respecto, Dehaene (2014) escribió: “[...] la conciencia juega un papel preciso en la
economía computacional del cerebro, seleccionando, amplificando y propagando
pensamientos relevantes”. (p. 33) “Entre millones de representaciones mentales que
continuamente se mueven hacia adelante y hacia atrás en nuestro cerebro de manera
inconsciente, se selecciona una, debido a su relevancia para nuestros propósitos actuales, y
la conciencia la pone globalmente a disposición de todos los sistemas decisionales de nivel
superior.” (pág. 224).
Teniendo en cuenta estas consideraciones, resulta claro por qué afirmamos que para
comprender y tratar con eficacia la psicopatología que se manifiesta durante las diferentes
etapas del desarrollo, es esencial estudiar, a la luz de los datos de investigaciones recientes,
los procesos cognitivos inconscientes que están en la base de la experiencia de identidad del
niño/adolescente en desarrollo.

Metarrepresentación afectiva tácita y sentido de identidad personal


Una comprensión completa de la influencia de los procesos afectivos inconscientes en los
trastornos psicopatológicos que ocurren durante el período de desarrollo requiere un
análisis del complejo sistema de metarepresentaciones implícitas en la intersubjetividad
afectiva entre el niño/adolescente en desarrollo y su partner de apego parental. Sperber
(2000) escribió con respecto a la capacidad de metarrepresentación: “Así como los
murciélagos son únicos en su capacidad de usar la ecolocalización, los humanos son únicos
en su capacidad de usar metarrepresentaciones. Otros primates pueden tener algunas
habilidades metarrepresentacionales rudimentarias. Los humanos somos grandes usuarios
de metarrepresentaciones y sobre todo de aquellas bastante complejas. No tenemos
dificultad, por ejemplo, en procesar metarrepresentaciones en tres niveles [...]" (página 117)
En los primates está el germen de lo que será la diferencia evolutiva más significativa de
nuestra especie, la especial habilidad para operar en niveles complejos de
metarrepresentación recursiva (o intencionalidad recursiva), entendida como la capacidad
de tener estados mentales referidos a otros estados mentales propios o ajenos, que a su vez
hacen referencia a otros estados mentales (Baron-Cohen et al., 1985; Rivière, 2003; Rivière
et al., 2003). Los humanos tenemos la capacidad de regular nuestro estado afectivo-
intencional en relación a lo que atribuimos que la otra persona asume que estamos

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sintiendo, en función del sentimiento que esa persona tiene por nosotros; este sistema
recursivo es lo que hace posible la experiencia exclusivamente humana del enamoramiento
recíproco. Esta compleja recurrencia metarrepresentacional de los estados afectivos propios
y ajenos también se elabora inconscientemente. La noción de metarrepresentación afectiva
tácita connota la característica exclusivamente humana de operar con
metarrepresentaciones de tercer nivel incluso en el dominio tácito; al mismo tiempo que
subraya la importancia de los contenidos afectivos presentes en el nivel tácito de la
conciencia personal (Balbi, 2011a; Balbi y Colucci D'Amato, 2020). La recurrencia
metarrepresentacional afectiva tácita es un proceso que subyace en todas las relaciones con
un alto nivel de reciprocidad afectiva, como la que existe entre padres e hijos, y por ello es
predominante en la psicopatología que encontramos en el período evolutivo.
El sistema afectivo metarrepresentacional comienza a operar muy temprano en el infante
humano con desarrollo normal. Una prueba de la indispensabilidad de un buen
funcionamiento de este sistema está dada por la observación de las dificultades de los niños
con autismo para entablar relaciones interpersonales (Balbi, 2009, 2011a; Rivière, Sarria et
al., 2003). Por el ejercicio de esta capacidad, los humanos no vivimos en un mundo de
relaciones conductuales concretas, sino que vivimos en un mundo de relaciones de estado
intencional, en el que se despliega un dominio emocional constituido, en lugar de por
nuestras propias emociones discretas, por sentimientos complejos y metarrepresentaciones
afectivas abstractas (Balbi, 2011b). Este dominio también se caracteriza por el hecho
aparentemente paradójico de que una mayor diferenciación de los demás implica
simultáneamente un aumento máximo de la dependencia afectiva de los otros. Por un lado,
la posibilidad de máxima diferenciación individual conduce a la experiencia de la identidad
personal; por otro lado, la representación de un sentido estable de máxima reciprocidad con
un otro significativo (vínculo metarrepresentacional abstracto) se convierte en una
condición esencial para mantener un sentido ontológicamente viable de continuidad
personal. Vivir en un mundo de relaciones abstractas ha desarrollado en los seres humanos
un complejo sistema de regulación emocional, que más que tener la función de adaptar el
comportamiento a las necesidades sociales (como en el caso de los primates), tiene la
función de mantener la continuidad del sentido de identidad, a través de la exclusión activa
de cualquier estado afectivo discrepante del campo de la conciencia personal explícita
(Balbi, 2011b). Numerosos estudios sugieren que la experiencia inmediata de sí mismo que
experimenta el niño es el resultado de operar en la dimensión intersubjetiva, a través de un
sistema mental innato especializado en inferir, atribuir, predecir y comprender estados
mentales, de manera tácita, durante las interacciones interpersonales, que comienza a operar
incluso al comienzo del segundo año de vida, antes de la aparición del lenguaje. En este
sentido, es paradigmático el estudio realizado por Onishi y Baillargeon (2005), en el que
demostraron que los niños de 15 meses con un desarrollo normal son capaces de atribuir
falsas creencias, si se les somete a pruebas que no requieren habilidades lingüísticas y que
ponen a prueba esta capacidad.

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La existencia innata de este sistema consiente a los niños de comprender la trama de una
secuencia de escenas de interacción intencional entre personas, mucho antes de que sean
capaces operar en el lenguaje. Como es sabido, el desarrollo cognitivo en el primer período
de la vida es independiente del desarrollo lingüístico; el desarrollo conceptual de los dos
primeros años de vida se configura en paralelo al proceso en el que el infante ordena sus
esquemas sensoriomotores; más tarde, el lenguaje unicamente facilita la articulación de un
desarrollo conceptual del que no constituye el agente causal y que cronológicamente tuvo
su inicio antes (Balbi, 2009, 2013, 2015a; Guidano, 1987, 1991; Langer, 1986, 2011;
Tomasello, 2008, 2019). Del mismo modo, esta capacidad innata de comprender una
secuencia de interacciones intencionales, en las que el propio niño se siente involucrado en
los primeros dos años de vida, es la base del desarrollo de la conciencia de sí, y ésta, a su
vez, la condición necesaria para el desarrollo lenguaje; y no al revés, como muchas veces se
ha concebido en la historia del pensamiento psicológico (Balbi, 2009, 2013, 2015a).
Debido a esta función innata de metarrepresentación, el proceso de apego progresa en la
primera etapa de desarrollo desde un estado indiferenciado de "simbiosis afectiva" en el
que el bebé se encuentra inmediatamente después del nacimiento, hacia un dominio de
experiencia compuesto por una amplia gama de sentimientos de reciprocidad (Balbi, 2009;
Wallon, 1987). Desde un punto de vista ontológico, la identidad personal puede concebirse
como la experiencia afectiva de sí resultante de percibir el funcionamiento y los contenidos
de esa parte de nuestra mente a la que tenemos acceso directo, es decir, la conciencia
fenoménica. Esta comienza a construirse al inicio del segundo año de vida, cuando se activa
la capacidad de intersubjetividad secundaria y el niño es capaz de distinguir su rol activo y
darse cuenta de su propio estado intencional en la coordinación afectiva con el adulto que
lo cuida. Trevarthen, 1978, 1982, 1998, 2005). La percepción de cada nueva experiencia
afectiva propia, en el transcurso de la relación con el otro, facilita una mejor demarcación
de la experiencia de los demás y promueve en el niño una expansión de su conciencia que,
a su vez, lo prepara para nuevas distinciones, tanto en la gama de la propia intencionalidad,
como en la del otro. Así comienza el proceso de coevolución y dependencia mutua entre la
organización de la propia estructura afectiva tácita y la de la conciencia fenoménica
personal, que prevé la organización del sí-mismo. Por un lado, la integración paulatina de
estas distinciones de estados intencionales, de una gama progresivamente más variada de
matices afectivos propios y ajenos, favorece la organización de una "autoconciencia
fenoménica personal" que comienza a regular un sentido embrionario de sí mismo, más o
menos estable y continuo. Por otra parte, en armonía con la dinámica de estas interacciones,
se organiza una "metaconciencia afectiva personal"; un sistema metarepresentacional
abstracto de la red de sentimientos de reciprocidad afectiva construidos en el curso de esta
relación que, en coalición con los sistemas de memoria implícita, otorga tácitamente el
significado afectivo de la secuencia de interacción intencional en la que el sujeto se
encuentra momento a momento (Balbi, 2009, 2013). Posteriormente, a lo largo del resto del
ciclo vital, la relación funcional recíproca entre estas dos instancias personales será la
responsable de la experiencia afectiva inmediata del individuo, que se experimenta como

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un sentido continuo de identidad. Merced a la emergencia gradual de niveles cognitivos


metarrepresentacionales más complejos, que operan como nuevos mediadores de la
experiencia afectiva en curso, este proceso de experiencia identitaria transita cíclicamente
por momentos de metaestabilidad, en los que la representación de la relación significativa,
y de la propia forma de ser en ella, se reformula de acuerdo con nuevos puntos de vista,
generados por discrepancias afectivas.
Dado que en estos períodos de metaestabilidad la plasticidad y operatividad de la
conciencia fenoménica personal varía según la gama de sentimientos que puede integrar
como parte de la representación tácita de la trama afectiva metarrepresentacional en curso,
la regulación que hace del sistema emocional es fundamentalmente encaminada a adecuar
los contenidos del mismo en función del mantenimiento estable del sentimiento de
viabilidad personal. Con este fin, la conciencia fenoménica personal utiliza la atención
selectiva como mecanismo de mediación de estados intencionales, y excluyendo de su foco
de atención toda información que implique menor correspondencia o mayor ambivalencia
afectiva que la contenida en la representación de la trama previamente construida, trata de
evitar que la discrepancia generada por nuevos estados afectivos personales llegue a su
dominio consciente. La vulnerabilidad psicopatológica humana tiene sus raíces en esta
forma de funcionamiento del sistema personal, ya que el fracaso de la conciencia
fenoménica personal en esta tarea de desfocalización de estados afectivos e intencionales
tácitos discrepantes, promueve defensivamente la activación de mecanismos disociativos,
también propios de la conciencia fenoménica, que generan la inevitable cristalización en el
dominio consciente de aspectos solo parciales y disociados de aquel conjunto de
emociones, intenciones y sentimientos discrepantes, que de ese modo disociado constituirán
los elementos experienciales de los síntomas (Balbi, 2011b, 2015a).

Afectividad mentalizada en la regulación emocional y una confrontación


sobre la estrategia y los objetivos terapéuticos
Otros autores han profundizado el estudio de la relación entre la capacidad innata de
mentalización y la organización de la experiencia de identidad en el niño, a este respecto
escribieron Fonagy y Target (2001b): "La función reflexiva o la "mentalización" le permite
al niño "leer" la mente de la gente [...]. Al atribuir estados mentales, el niño hace que el
comportamiento de los demás sea significativo y predecible. [...] La actitud intencional, en
el amplio sentido considerado aquí (es decir, incluidas las motivaciones inconscientes
aparentemente irracionales), explica el comportamiento de uno y, por lo tanto, crea aquella
continuidad en la experiencia de sí que está en la base de una estructura del Sí-mismo".
(pág. 102-103, mi traducción). Los autores señalan que los procesos mentalistas precoces
que subyacen a una estructura del Sí-mismo incluyen la dimensión inconsciente de la
experiencia afectiva. Según Bateman y Fonagy (2006) la mentalización es un proceso
sustancialmente preconsciente de representación mental; escribieron al respecto: “La
mentalización es esencialmente un proceso no consciente. Es decir que interviene
mayoritariamente fuera del control consciente, de forma automática, en respuesta a los

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múltiples acontecimientos de carácter social en los que estamos inmersos. No es un proceso


puramente cognitivo y no cabe duda de que los aspectos cognitivos y afectivos están
íntimamente relacionados. La mentalización es básicamente una reacción emocional
inmediata”. (pág. 3, mi traducción)
De acuerdo con esta premisa, los autores argumentan que la mentalización implícita de las
propias acciones es, en sí misma, un estado emocional caracterizado por un sentido de sí
mismo como agente emocional activo. Proponen el concepto de afectividad mentalizada,
para definir la simultaneidad de la experiencia y el conocimiento de una emoción, y
sostienen que una afectividad mentalizada es fundamental en la regulación de las
emociones (Bateman y Fonagy 2006; Jurist, 2005). En ausencia de esta capacidad, dicen
Bateman y Fonagy "la capacidad de identificar, modular y expresar los propios afectos se
ve ciertamente disminuida" (2006, pág. 4, mi traducción). Según estos autores, la mayoría
de los trastornos mentales implican inevitablemente algunas dificultades de mentalización,
por ejemplo: “Un aspecto de una depresión crónica resistente al tratamiento viene dado por
un nivel sumamente bajo de autoestima producido por una evidente tendencia a
desequilibrar la valoración de sí mismo en sentido negativo. Una forma de pensar en esta
distorsión puede ser en términos del estatus que la mente asigna a los pensamientos
negativos pasajeros […] Las personas crónicamente deprimidas pueden no tener más
representaciones negativas de sí que cualquier otra persona, pero el hecho es que perciben
ordinarias autoevaluaciones negativas (que todos hacemos) en un modo de equivalencia
psíquica y sienten estos pensamientos con toda la fuerza de la realidad. Reconocer que se
trata solo de ideas puede ayudar a protegernos de sus implicaciones”. (Bateman y Fonagy
2006, p. 10, mi traducción).
Es difícil encontrar una diferencia significativa entre el objetivo y la estrategia terapéutica
descritos en el párrafo anterior y los que proponen los modelos de terapia metacognitiva.
Esta coincidencia metodológica entre dos modelos diferentes es consecuencia directa de los
mismos principios teóricos de matriz asociacionista que la sustentan. Creemos que estos
principios de matriz asociacionista, constituyen un obstáculo epistemológico que debilita la
propuesta teórica a la base de la intervención psicoterapéutica. Llamaremos a estos
principios:
a) la "teoría del déficit", que atribuye la causa del trastorno a un déficit estructural o a una
modalidad de mal funcionamiento metacognitivo o mentalista en el sistema cognitivo del
paciente (tesis defendida en: Carcione et al., 1999, 2016 ; Di Maggio, 1999; Di Maggio y
otros, 1999; Falcone, 1999; Nicolò, 1999; Semerari, 1999; Semerari y otros 2002), y,
b) el "razonamiento diacrónico", que atribuye la causa del trastorno a consecuencias de
relaciones traumáticas ocurridas en el pasado (tesis defendidas en: Liotti, 1991, 1993a,
1999; Bateman y Fonagy, 2006, Fonagy, 1998; Van der Hart et al. 2006).

De acuerdo con el razonamiento evolutivo diacrónico (aplicable al estudio de los sistemas


deterministas) que subyace en los modelos que comparten la perspectiva metacognitiva y
basada en la mentalización, el apego inseguro temprano conduciría a una reducción de la

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capacidad de mentalización que encontramos en la adolescencia, la cual, en su momento ,


llevaría a una desregulación emocional. Al respecto, Bateman y Fonagy (2006) escribieron:
“En el caso del trastorno límite de la personalidad […] es posible que la mentalización se
vea comprometida por una combinación de eventos traumáticos previos, con una
consecuente hiperactivación del sistema de apego, así como de un cuadro general de
hiperreactividad. Un enfoque en las habilidades de mentalización frente a las dificultades
creadas por una relación terapéutica puede ofrecer una clave de entrada valiosa para el
tratamiento de BPB. ” (pág. 11, mi traducción).

En la perspectiva ontológica de la ABT, proponemos partir de un razonamiento sincrónico


(típico del estudio de sistemas complejos), desde este punto de vista, los signos que son
vistos como "déficits" o disfunciones metacognitivas y mentalistas por los modelos antes
mencionados, los interpretamos, en cambio, no como la causa de los síntomas, sino como
un componente más del síndrome que constituye el cuadro psicopatológico. En otras
palabras, desde el punto de vista ontológico posracionalista, creemos que estas
"disfunciones" metacognitivas no están en la base de la etiología del trastorno
psicopatológico, sino que, en cuanto síntomas, constituyen recursos del sí-mismo utilizados
con el propósito de mantener un sentido subjetivo de continuidad personal tolerable,
durante un período de máxima discrepancia y oscilación emocional, incluso si tal precario
equilibrio se logra a expensas de un bajo nivel de integración y/o un alto nivel de
disociación, y del consecuente sufrimiento sintomático. Lo que estabiliza y da continuidad
al sentido de sí de cada uno es la representación abstracta y tácita de una determinada trama
de reciprocidad afectiva con el partner más significativo en cada período de su ciclo vital.
Desde esta perspectiva, el trastorno psicopatológico en la fase de desarrollo adolescente
debe concebirse como una reacción (similar a la propia del duelo) a un desbalance tácito en
la trama de reciprocidad afectiva con el partner de apego parental actual. Por ello, el trabajo
de la terapia no se desarrolla sobre las capacidades metacognitivas o de mentalización del
sistema personal del paciente, sino sobre los contenidos experienciales, tácitos y explícitos,
que forman parte de su reacción frente al desbalance afectivo tácito actual. El objetivo del
trabajo terapéutico no está orientado a incrementar el funcionamiento metacognitivo y
mentalista del paciente, sino a garantizar que éste experimente un nuevo sentido de sí capaz
de contener de modo explícito los diversos contenidos de esa gama de experiencias
personales previamente disociadas. Es como consecuencia de la integración de la
experiencia personal inmediata, antes tácita, a un nivel explícito, que el sistema personal
del paciente operará a un nivel de mayor funcionalidad y abstracción mentalista y
metacognitiva.

A diferencia del adulto, el adolescente, debido a su extrema dependencia afectiva de sus


padres, es incapaz de llevar a cabo con suficiente éxito este proceso de autoobservación,
que le llevaría a distinguir e integrar todos los diferentes matices de sus sentimientos y
estados intencionales tácitos hacia sí mismo y su adulto de referencia. Por lo tanto, se
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requiere la participación activa del adulto en el setting terapéutico. Técnicamente, la ABT


consiste en una terapia individual para el adolescente, dentro de la cual, en las primeras
sesiones, se identifica al padre de referencia. En consecuencia, el progenitor en cuestión
entra en terapia con otro terapeuta posracionalista, con el objetivo de ayudar en el proceso
generador de cambios en el patrón de reciprocidad afectiva que subyace al trastorno
psicopatológico que padece el hijo/a. Es a través de la ayuda terapéutica a la
autoobservación, y a la distinción e integración, de los propios procesos afectivos e
intencionales hacia su hijo/a, y hacia sí mismo en este vínculo específico, que el padre
podrá contribuir eficazmente a que se produzca esos cambios.

Por tanto, la ABT no es una terapia familiar, ni una terapia individual del padre o de la
madre, ni mucho menos un tratamiento educativo para padres, sino que es un tratamiento
del vínculo afectivo actual entre ambos miembros de la díada de apego, en beneficio del
adolescente que manifiesta el sufrimiento. Los dos terapeutas llevan el trabajo de
autoobservación a un setting común, una vez que tanto el adolescente como su partner de
apego parental han alcanzado un nivel suficiente de habilidades de autoobservación (Balbi
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