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Ella

Llevaba aquel libro a todos lados, en cualquier lugar¹: en una cartera, en la


mochila o simplemente en la mano. Era su compañía a los ojos de la gente, el orgullo
de los católicos adultos o simplemente fervorosos, ser tan joven, tan segura, llena de
fe, predicando con el ejemplo mismo de andar con las Sagradas Escrituras en mano.
Respetuosa y callada, los ojos grandes y claros, la boca pequeña, los dientes
amarillentos, las manitos delicadas², las manos de quien reza cada noche antes de
dormir decían las viejas al verla en la feria, a la salida de la misa del domingo.
Pero ella no iba a misa. No se la veía en misa¹, sino en la plaza de enfrente,
cada domingo, en un puesto de la feria ambulante. Collarcitos con espejos de
colores, aros colgantes, remeras de colores claros, curiosidades y objetos raros,
quién sabe de dónde los conseguía.
Y después de que las viejas la saludaban, le hablaban del Verbo Divino¹, del
Cordero y del buen samaritano, ella siempre con la Biblia a mano, transcurría el día.
Y se acababa la feria, y se acababa el domingo.
Ella desarma el puestito, junta sus cosas con minuciosidad, con la mirada un
poco perdida; las manos trazan líneas curvas en el aire, como si escribiera, cuando
guarda los collarcitos con espejos de colores, los aros colgantes, las curiosidades y
objetos raros y guarda con especial devoción ese librito viejo y sabio, de color negro
y letras doradas, hojas marchitas y delgadas², lo guarda en un morral tejido al
crochet.
Y mientras una alpargata compite sin prisa y sin pausa por adelantarse a la
otra en el trazo del camino a casa, ella pega un rodeo a la plaza, quién sabrá ¿no
quiere volverse aún?
Saluda de lejos a unos amigos, parados y charlando frente a la Iglesia, hippies
como ella: pañuelos en las cabezas o rastas, la mirada vacía, los labios resecos, las
manos curtidas por la vida². Pero ellos con un gesto animado la llaman, como si les
salvara el día su presencia allí. Ella obedece. La sonrisa que tiene en su rostro es
sinónimo de picardía, de complicidad colectiva.
Se sonríen e intercambian miradas inquisidoras, como si se apuraran entre
ellos; ella saca con parsimonia la Biblia del morral tejido al crochet.
Un paquetito devela uno entonces, mientras ella arranca algunas hojas
elegidas al azar del Libro Sagrado. Reunidos en un círculo apretado colocan la
marihuana en una de las hojitas de Mateo, o de Marcos, o de Lucas… Un filtro, la
lengua que se desliza con amor a lo largo del papel, el fuego que se apura por
consumir la hierba.
Se ríe entonces el grupito mientras cruzan la calle y se sientan a la sombra de
un árbol a fumar; se ríen de la paradoja, de la picardía, mientras en la cuadra de
enfrente pasa una viejita y se persigna automáticamente al ver la Iglesia.
La hippie se ríe más que el resto del grupo, mientras suelta una bocanada de
humo. Los ojos se le achinan un poquito, pero la mirada es ausente, la risa larga y
aguda. Ella es atea.

¹ Focalización externa, heterodiegética; visión por detrás, el narrador sabe más que los
personajes
² Pausa descriptiva

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