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Irreversible

—Perdoname. Perdoname.
Desde aquel otoño del ’98, que Luciano redujo todo su vocabulario, cada aspecto de
su vida a esa palabra. Perdoname.
Jamás pudimos arrancarle cualquier otro tipo de información, jamás pudimos lograr
que expresara el dolor de su alma mediante actividad alguna.
Luciano se había condenado a sí mismo, sin saberlo, a repetir por el resto de sus días
aquella palabra cargada de monotonía y desesperación, después de un intento de
suicidio fallido que lo había traído hasta aquí, el hospital rioplatense donde trabajo
yo.
Hola, Luciano, le digo.Con su mirada clavada en el vacío, Luciano no contesta.
Cuando veo su mirada de largas pestañas abanicándole las mejillas, no puedo evitar
tocarle la cara y preguntarme por enésima vez qué tormento habrá acompañado a su
corazón aquella vez que saltó al vacío desde un avión, arrojando a la nada la mochila
con el paracaídas, y qué espanto acompañará ahora su mente, para que, años
después, siguiera expiando las culpas compulsivamente.
El rostro de Luciano está marcado con la bofetada de la muerte: una cicatriz
ramificada le recorre la piel, desde el cuello hasta la nariz, y su cabecita sólo repite
la misma palabra, en sueños y despierto, solo o en compañía: perdoname.
¿A quién le pedís perdón, Luciano? ¿Qué hiciste, qué cosa tan terrible pudiste llegar a
hacer para terminar así?
Pero Luciano jamás responde. Se mira las manos, se seca una lágrima. Y esa gota me
recuerda a la primera vez que lo vi, aquel primero de marzo del ’98.
Luciano decidió acabar con su vida arrojándose al abismo a cinco mil metros de
altura. Quién sabe por qué.
Su mente hoy en día solo guarda espacio para el momento en que salta, y el
momento en que está acaá, atendido por decenas de doctores y enfermeras, que
sudan y se gritan, diciendo “se nos va”.
Los recuerdos más horribles le quedaron archivados, y me apena por él.
¿Qué piensa la mente cuando tiene los minutos contados?
Primero la cruda realidad abofetea cada trocido de piel: vas a morir. Esto se termina
acá.
Y luego, el saber que es inevitable, que no hay vuelta atrás. El el aire ¿de dónde te
agarrás? El paracaídas se perdió entre remolinos de viento. Tic tac, te hace el
corazón, como un reloj.
Y ahí tu cabeza se nubla. La idea del aquí y ahora se consume en el viento, y sólo
reinan los recuerdos del ayer, miles a la vez, todos a la vez.
Mamá y papá acercándote un oso a la cuna, sus rostros felices, sus manos cariñosas;
el susto de los fuegos artificiales en tu primer Navidad en el mundo; esa chica tan
linda que se te acerca con los ojos cerrados y apoya sus labios de cereza en los tuyos;
el sabor a sangre durante una pelea; la escena de una película, un barrilete en el
cielo; andar en bicicleta bajo la lluvia; el sabor del mar cuando no se sabe nadar; tu
primer gol… una casa en llamas.
Y el fuego ocupa tu mente. Y gritás sin oír. Llorás sin saber. Morís sin darte cuenta.
Pero te salió mal, Luciano. Te salió mal.
Perdón, decís.
Lo veo en tus ojos, Luchi, cada vez que prendo un cigarrillo, afuera, mirando el Río
de la Plata, y vos me observás desde la ventana. Veo en tu mirada el terror de quien
ha jugado con fuego. Y en ese momento, mientras suelto una bocanada de humo y
recorro con la yema de los dedos las quemaduras de aquel incendio en mi piel, sé tu
historia, sé los misterios de tu corazón. Sé sobre tu suicidio, y sé que pedís perdón
por las llamas. Puedo ver cómo gritás tu historia a través de tus parpadeos, Luciano.
Y te perdono.

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