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Cómo involucrar al paciente

en el proceso terapéutico

Las «entrevistas preliminares»:


pedagogía analítica
Pocas personas que buscan terapia tienen al comienzo una verdade­
ra idea de lo que implica el proceso terapéutico. Dependiendo de su
proveniencia, sus preconceptos acerca de lo que significa hacer tera­
pia pueden ir desde quejarse de la vida hasta confesar sus pecados,
desde recibir consejos hasta aprender nuevos «trucos» útiles para en­
frentar los problemas, desde liberarse de pensamientos perturbado­
res hasta recuperar los así llamados recuerdos reprimidos. En gene­
ral, las personas tienden a pensar que, cuando llegan a la sesión,
deben hablar de lo que ocurrió desde la última vez que estuvieron
con el terapeuta -en otras palabras, que deben hacer un racconto del
día o la semana, de sus sentimientos o pensamientos acerca de tal o
cual persona, y demás. Tales nociones suelen tener su origen en lo
que difunden los medios, y de hecho hay terapeutas que alientan a
sus pacientes a hacer algunas de estas cosas, o todas ellas.
Sin embargo, nada de esto es de interés para el psicoanálisis, y la
pregunta que surge es cómo hacer que los pacientes abandonen sus
nociones habituales acerca de lo que deben hacer en la terapia para
poder realizar un genuino trabajo analítico. La primera parte del
análisis implica una especie de pedagogía explícita y no tan explícita.
Al comienzo, muchos pacientes consideran que su relación con el
analista es igual a cualquier otra relación. Si encuentran un artículo
interesante en el periódico y desean mostrárselo a alguien, se lo lle-
van al analista del mismo modo que podrían enviárselo a un familiar
o mostrárselo a un amigo. Si leen un buen libro, ven una buena pelí­
cula o lo que fuere, se lo recomiendan al analista o incluso se lo «pres­
tan» dejándolo sobre su escritorio, rara ellos, tales actos no tienen
ninguna significación, reflejan un «interés amistoso normal».
De entrada, sin embargo, el analista debe dejar en claro que todo
cuanto interviene en su relación es significativo, y que no se trata de
una relación como cualquier otra. El analista no es un amigo con
quien se intercambian historias o secretos, o que le prestará libros o
música. No tiene sentido tratar de divertirlo con historias entreteni­
das o chistes, ya que el analista no se divertirá. Y aunque el paciente
crea que ciertas partes de su historia son sumamente significativas,
el analista siempre parecerá estar prestando atención a otra cosa.
Así pues, la primera parte del análisis está dedicada a dejar en
claro que no hay reciprocidad entre el analista y el analizante («Usted
me cuenta sus historias y yo le cuento las mías»),1tal como suele ha­
berla, al menos en cierto grado, entre amigos; y que el analista no
está interesado en escuchar la mayoría de lo que el analizante está
dispuesto a decir. El analista le solicita al analizante que diga todo
cuanto venga a su mente, sin censurar ninguno de sus pensamientos,
no importa qué tan absurdos, nimios, fuera de contexto, desagrada­
bles o insultantes parezcan, y que repare en cosas a las que normal­
mente prestaría poca atención: sueños, fantasías, ensueños diurnos,
pensamientos pasajeros, lapsus linguae, actos fallidos, y demás.
Esta constituye una tarea difícil para la mayoría de las personas,
especialmente para quienes nunca han estado en análisis anterior­
mente. Pero uno de mis pacientes, que supuestamente había estado
en análisis durante varios años antes de venir a verme, me comunicó
que su analista anterior nunca le había pedido que recordase sus
sueños ni que los contase en sesión, y mucho menos que se dedicase a
la técnica específicamente psicoanalítica de asociar con cada elemen­
to de un sueño o una fantasía. Hacer análisis requiere un proceso de
aprendizfye, y el analista no debe dejar de alentar repetidamente al
analizante a prestar atención a todas las manifestaciones del incons­
ciente. Esto es lo que yo llamaría el aspecto pedagógico de las prime­
ras etapas del análisis.

Las «entrevistas preliminares»: aspectos clínicos


El término lacaniano para las primeras etapas del análisis, «entre­
vistas preliminares» [entretiens préliminaires\t indica que el analista
desempeña un rol activo en ellas. Tienen un propósito específico para
el analista, quien con bastante rapidez debe situar al paciente res­
pecto de criterios diagnósticos. Muchos terapeutas consideran que el
diagnóstico responde a un mero afán clasificatorio, lo cual en última
instancia no tiene sentido alguno dentro del proceso terapéutico y se
utiliza solamente para los generalmente nefastos fines de las compa­
ñías aseguradoras de la salud. Es verdad que estas últimas a veces
basan las autorizaciones de terapia en el diagnóstico, y de este modo
quienes están obligados a trabajar con esas compañías deben apren­
der a transitar una delgada línea consistente en presentarles un
diagnóstico que no estigmatice para siempre al paciente, pero que
permita que el tratamiento continúe, tal vez reservando, al mismo
tiempo, su verdadero criterio diagnóstico para ellos mismos o para
un pequeño grupo de colegas.
No obstante, un analista no puede tratar a un psicótico del mismo
como trata a un neurótico, y un diagnóstico general, sujeto a una posible
revisión y una cuidadosa validación posterior, es importante para que el
analista pueda posicionarse en forma adecuada en la relación analítica
con el paciente. He supervisado a muchos terapeutas que durante va­
rios meses se abstienen de preguntarle al paciente acerca de sus padres
o de su sexualidad, si el paciente no trae estos temas en forma espontá­
nea. Pero si un terapeuta no obtiene rápidamente una visión mediana­
mente global de la historia del paciente, de su vida familiar y de su vida
sexual -en casos en los que la perversión o la psicosis no puede descar­
tarse inmediatamente-, puede cometer, inadvertidamente, graves erro­
res (como disparar un desencadenamiento psicótico).
De este modo, las entrevistas preliminares, en las que el analis­
ta puede hacer preguntas muy específicas para esclarecer ciertos
puntos fundamentales con el fin de realizar un diagnóstico prelimi­
nar, le permiten al analista formarse una idea general de la vida del
paciente y de su estructura clínica. Esto no significa que el analista
dirige las sesiones preliminares, indicándole al paciente lo que tiene
que decir; como afirma Freud, en estas sesiones «se deja que el pa­
ciente hable y no se le explica nada más que lo que resulte absoluta­
mente necesario para que pueda proseguir con lo que está diciendo»
(SE XIÍ, p. 124). Sin embargo, si en la mente del analista persiste
una duda diagnóstica de una naturaleza tal que le impida hacen»»
cargo de ese paciente (si, por ejemplo, el analista no tiene experien­
cia en el tratamiento de psicosis, tal como se describe en el capítulo
7, o si no se siente cómodo con la posición en la que probablemente»
se vea colocado si se trata de una perversión, tal como se discute en
el capítulo 9), es pertinente hacer preguntas claras y expresas.
:n
En segundo lugar, las entrevistas preliminares buscan transfor­
mar lo que puede ser una vaga sensación de incomodidad en la vida
del paciente (depresión, angustia, infelicidad, etc.) en un síntoma
aislable.2Por ejemplo, inicialmente el paciente puede estar convenci­
do de que sus problemas son de naturaleza exclusivamente física,
pero está dispuesto a seguir el consejo de su médico de emprender
una terapia mientras el tratamiento médico comienza a surtir efec­
to. Las entrevistas preliminares proporcionan un contexto en el que
el paciente puede comenzar a considerar algunos de sus problemas
tal vez como psicosomáticos y, de este modo, accesibles a la cura por
la palabra.
Muchos pacientes acuden a la terapia con una demanda muy es­
pecífica de que se los alivie de uno o más síntomas específicos. Todo
terapeuta, excepto los conductistas que trabajan según el modelo
quirúrgico de la psicoterapia (donde un síntoma es considerado una
conducta aislada que puede ser extirpada como un apéndice inflama­
do), comprueba que no se puede eliminar un síntoma, por más aisla­
do que parezca estar al comienzo, sin examinar muchos aspectos de
la vida de una persona. Un «simple» tic facial es un complejo fenóme­
no psicosomático, y puede ser tan solo la manifestación visible, públi­
ca, de un «problema más amplio». Sin embargo, estrictamente, este
tic se convierte en un síntoma psicoanalítico recién cuando el pacien­
te trueca (quizá con renuencia) la demanda unidireccional de que su
tic desaparezca por la satisfacción de descifrar el inconsciente -esto
es, cuando el paciente se muestra dispuesto a poner toda su vida en
cuestión, no sólo una pequeña área de su rostro-.
Esto puede llevar algún tiempo: puede ser necesario un año de
entrevistas diarias cara a cara antes de que pueda decirse que el pa­
ciente verdaderamente se ha involucrado en el proceso analítico. Lo
que esperamos, en palabras de Jacques-Alain Miller, es que «de la
relación misma emerja (...] una demanda “autónoma”»3-en otras
palabras, que la demanda de que el síntoma sea extirpado como un
tumor dé paso a una demanda de análisis, y que la relación con
el analista en y por sí misma transforme el no querer saber nada del
analizante en un deseo de profundizar en su análisis.
Durante este periodo, que varía en cuanto a su duración, el anali­
zante generalmente siente la necesidad de ser apoyado o apuntalado
en cierta medida: las personas no están habituadas a hablar sin que
haya un rostro correspondiente a la persona a la que se están diri­
giendo, y sienten la necesidad de establecer contacto visual. En su
mente, el analista es, de entrada, una persona como cualquier otra, y
sólo gradualmente la «persona» del analista da paso al analista como
un actor, una ftmción, alguien que ocupa un lugar, una pantalla o un
espejo en blanco.4 Esta transición lleva tiempo, y por lo tanto no se
puede pasar a los pacientes inmediatamente al diván,5como varios
psiquiatras y analistas tienden a hacer. Las entrevistas preliminares
deben realizarse cara a cara, y ni siquiera las personas que ya han
hecho análisis deben ser pasadas de inmediato al diván.

Las «entrevistas preliminares»:


las intervenciones del analista
Mientras el paciente vea al analista como un semejante, las interpre­
taciones que este haga en general tendrán poco peso. Pueden ser
aceptadas o rechazadas, pero tienen poco o ningún efecto sobre la
economía libidinal del paciente. Es probable que cuando el paciente
rechaza muchas interpretaciones (ya sea que den en el blanco o no),
este termine por cambiar de analista o directamente por no hacer te­
rapia.6La interpretación no tiene virtualmente ningún efecto benefi­
cioso hasta que el analizante haya formulado una verdadera deman­
da de análisis y el analista comience a operar como una pura función.

Puntuación
Esto no significa que el analista no deba decir nada durante las en­
trevistas preliminares; más bien, significa que sus intervenciones de­
ben consistir en «puntuaciones»7del discurso del paciente: proferir
un significativo «¡Ah!» o simplemente repetir una o más palabras o
sonidos equívocos emitidos por el paciente. Así como el significado de
un texto escrito a menudo puede modificarse cambiando la puntua­
ción (comas, guiones, puntos), la puntuación que realiza el paciente
de su propio discurso -al enfatizar («subrayar») ciertas palabras, in­
tentar disimular los errores o las expresiones confusas o repetir lo
que él piensa que es importante- puede ser modificada por el analis­
ta, quien, a través de su propia puntuación, puede sugerir que hay
otra lectura posible, pero sin decir cuál es esa lectura, ni afirmar que
sea clara y coherente. Al enfatizar las ambigüedades, los dobles sen­
tidos y los lapsus, el analista no aparece como alguien que sabe lo
que el paciente «realmente quiso decir», sino que da la pauta de que
son posibles otras significaciones, quizá reveladoras. La puntuación
del analista no apunta tanto a establecer un significado particular,
sino que sugiere un nivel de significaciones que el paciente no había
advertido: significaciones no intencionales, significaciones incons­
cientes.
La puntuación de las manifestaciones del inconsciente (a través
de la repetición de un lapsus linguae, por ejemplo) puede enojar a
ciertos pacientes al principio, pues tales manifestaciones son lo que
de ordinario corregimos rápidamente en la conversación cotidiana,
sin atribuirles ningún significado. Sin embargo, cuando la puntua­
ción se realiza de manera sistemática, los pacientes caen en la cuen­
ta de que no son amos en sus propias moradas.8El resultado tiende a
ser que se despierta la curiosidad por el inconsciente, a veces un inte­
rés apasionado en él. Muchos pacientes alcanzan una etapa en la que
señalan y analizan sus propios lapsus y equivocaciones, incluso
aquellos que estaban a punto de cometer pero que evitaron porque se
«pescaron» a tiempo.
El interés del analista en tales deslices, dobles sentidos y equívo­
cos despierta el interés del paciente en ellos; y aunque el analista,
con su puntuación, no aporte un significado específico, el paciente co­
mienza a intentar atribuirles un significado. Si bien evita ofrecer
una interpretación consumada, el analista puede no obstante hacer
que el paciente se involucre en el proceso de desciframiento del in­
consciente -o que incluso quede prendado de él-.

Escansión
No hay forma de evitar los abusos en el uso de
los instrumentos o los procedimientos médicos;
si un cuchillo no corta, tampoco se lo puede utili­
zar para curar.
Freud, SE XVII, pp. 462-463
Otra forma en que el analista puede intervenir en las primeras eta­
pas del análisis es interrumpiendo la sesión en un punto que consi­
dere especialmente importante: el paciente puede estar negando al­
go vigorosamente, puede estar afirmando algo que ha descubierto,
puede estar relatando una parte importante de un sueño o simple­
mente puede haber cometido un lapsus. Al cortar la sesión en este
punto, el analista realiza una acentuación en forma no verbal, deján­
dole en claro al paciente que considera que se trata de algo significa­
tivo y que no debe ser tomado a la ligera.
El analista no es en absoluto un oyente neutral. Deja muy en cla­
ro que ciertos puntos -puntos que prácticamente siempre guardan
relación con la revelación del deseo inconsciente y con el goce previa­
mente no admitido- son cruciales. Dirige la atención del paciente ha­
cia ellos, recomendándole al paciente más o menos directamente que
piense en ellos y los tome seriamente. Los pacientes no apuntan es­
pontáneamente a los temas más importantes, psicoanalíticamente
hablando; espontáneamente, en su mayoría, los evitan. Aun si reco­
nocen que deberían abordar el tema de la sexualidad, por ejemplo,
tienden a evitar asociar en sueños y fantasías con los elementos que
conllevan mayor carga sexual.
La «libre asociación» es algo simple (aun cuando en un nivel más
profundo esté plagada de paradojas), pero a menudo resulta muy tra­
bajoso lograr que el paciente asocie libremente con el material más
importante. El analista no debe tener miedo de enfatizar el material
que considera importante. Desde luego, ello no implica necesaria­
mente la exclusión de todo lo demás, ya que el analista no puede sa­
ber lo que hay detrás de cada elemento, pero al enfatizar el incons­
ciente, expresa el «deseo del analista» de escuchar eso.
¡Sí, eso! No que el paciente pasó su sábado por la noche de bar en
bar, ni sus teorías sobre la poesía de Dostoievski,® o lo que usted...;
todo esto es el blablabla del discurso cotidiano que las personas em­
plean para hablar con amigos, con la familia y con sus colegas, y
creen que es lo que se supone que deben relatar en terapia, o de lo
cual terminan hablando en terapia porque no saben qué otra cosa de­
cir o porque tienen miedo de lo que podrían llegar a decir. La inte­
rrupción o «escansión»10de la sesión es una herramienta con la que el
analista puede evitar que los pacientes rellenen sus sesiones con pa­
labras vacías. Una vez que han dicho lo importante, no hay necesidad
de continuar la sesión; y de hecho si el analista no «escande» o termi­
na la sesión allí, es posible que los pacientes usen palabras de relleno
hasta que llegue el final de la «hora» psicoanalítica y se olviden de las
cosas importantes que dijeron antes. Escandir la sesión en el punto
de una formulación especialmente intensa del analizado es una for­
ma de mantener la atención centrada en lo esencial.
El análisis no requiere que relatemos toda nuestra vida en deta­
lle, toda nuestra semana paso a paso, o todos nuestros pensamientos
fugaces y nuestras impresiones. Hacerlo convierte automáticamente
la terapia en un proceso infinito para el que toda una vida no sería
suficiente." Muchos terapeutas, sin embargo, se niegan a interrum­
pir a sus pacientes, a cambiar los temas en los que se embarcan es­
pontáneamente, o a manifestar de algún modo que están aburridos o
exasperados. La exasperación, en cualquier caso, suele indicar que el
analista ha perdido su oportunidad de cambiar el tema, hacer una
pregunta o examinar algo más profundamente, y ahora no puede en­
contrar un modo «elegante» de volver a esos puntos; es decir, refleja la
frustración del analista por haber perdido su ocasión de intervenir.
Para que el analista pueda involucrar al paciente en un verdade­
ro trabajo analítico, no debe tener miedo de dejar en claro al paciente
que el contar historias, los relatos detallados de lo que pasó en la se­
mana y otras formas de discurso superficial no son el material del
análisis (aunque, por supuesto, a veces puede ponérselos al servicio
del análisis). Lo mejor que puede hacer el terapeuta es cambiar el
tema, en lugar de intentar obstinadamente encontrar algo de signifi­
cación psicológica en los lastimosos detalles de la vida cotidiana del
paciente.12
En y por sí mismas, la eliminación sistemática del discurso super­
ficial -del blablabla del discurso cotidiano-13y la acentuación de los
puntos importantes bastan para justificar la introducción de lo que
Lacan llamaba la «sesión de tiempo variable». Pero cuando Lacan
comenzó a variar la duración de las sesiones que mantenía con sus
pacientes, muchos en el estáblishment de la psicología y el psicoanáli­
sis se escandalizaron, y comenzaron a designar peyorativamente esa
práctica como «sesiones cortas», velando de esta forma el elemento
importante: la variabilidad de la duración de la sesión. Hay muchas
razones para variar la duración de las sesiones, algunas de las cuales
abordaré en capítulos posteriores; aquí simplemente quiero mencio­
nar algunas de las razones más simples para hacerlo.
Las manifestaciones del inconsciente suelen estar acompañadas
de la sorpresa: sorpresa ante un lapsus linguae -como cuando el ana­
lizante dice precisamente lo opuesto de lo que quería decir al añadir
la palabra «no», o al invertir «usted» y «yo», o «él» y «ella» en una ora­
ción-, o la sorpresa ante algo que él mismo hizo. Un ejemplo de esto
último me fue aportado por una terapeuta a la que superviso. Uno de
sus pacientes odiaba conscientemente a su m adrastra desde hacía
muchos años, pero cuando en cierta ocasión se encontró con ella en la
calle poco después de la muerte de su padre, se sorprendió al encon­
trarse a él mismo tratándola con gran afecto y amabilidad. No había
advertido que durante muchos años había transferido la ira que sen­
tía por su padre hacia su madrastra, y su reacción inesperada fue
una ventana a través de la cual pudo vislumbrar sentimientos y pen­
samientos hasta ese momento inadvertidos.
Cuando el analista de repente concluye una sesión, puede acen­
tuar la sorpresa que el analizante ha expresado, o introducir el ele­
mento de sorpresa a través de la escansión, dejando que el analizante
se pregunte qué fue lo que el analista escuchó que él mismo no logró
escuchar, preguntándose qué pensamiento inconsciente había estado
manifestándose. Este elemento de sorpresa es importante pues ase­
gura que el análisis no se torna una rutina, como la que implica, por
ejemplo, que el analizante vaya a sesión cada día, relate sus sueños y
fantasías durante cuarenta y cinco minutos y regrese a casa sin que
nada haya sido conmovido, sin que nada le moleste o le preocupe en
ningún momento. El análisis lacaniano busca mantener al analizan­
te con la guardia btya y sin equilibrio, de manera tal que las manifes­
taciones del inconsciente puedan ejercer su pleno impacto.
Cuando las sesiones de tiempo fijo son la norma, el analizante se
acostumbra a tener una cantidad de tiempo determinado para ha­
blar, y calcula cómo rellenar ese tiempo, cómo hacer un mejor uso de
él. Los analizantes muy a menudo saben, por ejemplo, que el sueño
que tuvieron la noche anterior con su analista es lo más importante
para su análisis, sin embargo tratan de hablar de muchas otras cosas
de las que quieren hablar antes de llegar al sueño (si es que llegan a
él). Así, intentan minimizar la importancia del sueño ante sus pro­
pios ojos, minimizar el tiempo que pueden dedicar a asociar con él, o
maxiraizar la cantidad de tiempo que el analista les dedica. El uso
que hacen los analizantes del tiempo previsto para ellos en la sesión
es una parte indisociable de su estrategia neurótica más amplia (que
involucra la evitación, la neutralización de otras personas y demás),
y establecer la duración de la sesión con anticipación no hace más
que alimentar su neurosis.
La sesión de tiempo variable hace que los analizantes, en cierto
sentido, bajen la guardia, y puede usarse para alentar al analizante
a ir directamente a lo importante. En sí misma, la sesión de tiempo
variable no es una panacea: ciertos analizantes igualmente conti­
núan planificando sus sesiones, hablando deliberadamente de cosas
de poca importancia primero porque, por razones narcisísticas, quie­
ren que el analista sepa cosas acerca de ellos (por ejemplo, «Me fue
muy bien en los exámenes», «Ayer leí su capítulo sobre la sexualidad
femenina», etc.), y dejan lo mejor para el final; otros analizantes, es­
pecialmente los obsesivos, planean sus sesiones hasta tal punto que
saben exactamente de qué quieren hablar de antemano, y quieren
hacer de su sesión una puesta en escena muy bien ensayada, en la
que los lapsus no son posibles y donde no hay tiempo o lugar para
la asociación libre.
Un eminente comentador de Lacan admite abiertamente haber
recurrido a esa estrategia en su análisis todos los días durante años:
escribía asiduamente sus/sueños y memorizaba gran parte de ellos
para sus sesiones, de manera que aunque su sesión se extendiese
más de lo usual, él nunca se saldría de las líneas ya ensayadas.14Era
perfectamente consciente de la forma obsesiva en la que había mane­
jado la angustia que le producían las sesiones, y se refería a lo que
había hecho como «sabotear» su análisis; ¡Y había estado en análisis
con un lacaniano que practicaba la sesión de tiempo variable!
De este modo queda claro que la sesión de tiempo variable no es
una panacea, pero puede ser útil para maniobrar con tales estrate­
gias obsesivas. Considérese, por ejemplo, el siguiente caso.
Un amigo mío estuvo en análisis con un lacaniano y, durante más
de una semana, en un punto de su análisis, su analista lo despedía
luego de algunos pocos segundos de sesión. En ese momento, mi ami­
go y yo estábamos conmocionados, y considerábamos que el trata­
miento era decididamente injusto, inapropiado y brutal. No conozco
las razones exactas que tenía el analista para llevar adelante un
tratamiento tan duro, pero en una mirada retrospectiva me parece
bastante probable que este amigo -un obsesivo acostumbrado a so-
breintelecutalizar, excesivamente ególatra- durante sus sesiones
analíticas profiriera discursos perfectamente construidos sobre te­
mas rimbombantes, y que su analista había decidido que era momen­
to de que su paciente se enterase de que en análisis no había lugar
para eso, y que aprendiese a ir al punto sin detenerse en nimiedades
académicas.
En la mayoría de las escuelas de psicología y psicoanálisis, tal
comportamiento de parte del analista sería considerado una seria
falta de ética profesional -abusiva, insociable y resueltamente repro­
bable-. Después de todo, podría argüirse, ¡el analizante no buscaba
un analista para que lo tratara de esa forma! Pero el análisis no es
un contrato, y el analizante bien puede esperar algo que sin embargo
inconscientemente trata de mantener alejado de él. El eminente co­
mentador que mencioné anteriormente aún esperaba lograr algo en
su análisis, pese a su estrategia inconsciente -y a veces no tan in­
consciente- de autoderrota. El hecho mismo de que continuase asis­
tiendo a análisis todos los días durante un periodo tan prolongado
quería decir que, en cierto nivel, estaba buscando algo más, abrigan­
do la esperanza, tal vez, de que el analista lo apartase de sus tenden­
cias de autosabotaje de larga data.
Este amigo que tenía una sesión extremadamente corta tras
otra, en cierto modo, estaba pidiendo eso. No necesariamente de ma­
nera abierta; es probable que ni siquiera verbalmente. Pero, en cierto
sentido, debe de haber sabido muy bien lo que estaba haciendo; sim­
plemente no podía evitarlo. Fue a ese analista en particular (uno de
los lacanianos más experimentados) porque quería formarse como
psicoanalista, y se conducía como si estuviese en un aula con un pro­
fesor, discurriendo sobre asuntos teóricos que revestían el mayor in­
terés para él. Ya que mi amigo no ignoraba en absoluto la obra de
Freud, sabía muy bien que ese no era el material del análisis; sin em­
bargo, no podía evitar sus hábitos de intelectualizar, y procuraba (al
parecer con bastante éxito al comienzo) involucrar al analista en el
nivel de la teoría psicoanalítica. De alguna manera, el desafío que le
planteaba al analista era: «¡Deténgame! ¡Demuéstreme que no caerá
en mi juego!».15En este sentido, mi amigo pedía eso. Continuó yendo
al analista, a pesar del tratamiento aparentemente duro que este le
dispensaba, y afortunadamente el remedio no fue más fuerte que el
paciente. Sin duda, era un remedio fuerte, pero más tarde su análisis
tomó una dirección positiva, mientras que con un analista que no es­
tuviese dispuesto a intervenir de manera tan tajante, su análisis se
habría empantanado indefinidamente en la especulación teórica.

Las cosas no son lo que parecen


El solo hecho de que alguien les pida algo no sig­
nifica que realmente quiera que se lo den.
Lacan, «Seminario XIII», 23 de marzo de 1966
El deseo es el punto central, el pivote de toda la
economía con la que tenemos que vérnoslas en el
análisis. Si no lo tenemos en cuenta, necesaria­
mente nos vemos llevados a adoptar como única
guía lo que se simboliza con el término «reali­
dad», una realidad que existe en un contexto so­
cial.
Lacan, «Seminario VI», 1 de julio de 1969
Los ejemplos que acabo de proporcionar apuntan al hecho de que lo
que los analizantes demandan, ya sea de manera flagrante o latente,
no es lo que parece. Explícitamente, pueden estar pidiendo convertir­
se en analistas -es decir, someterse a un análisis minucioso- mien­
tras que su conducta sugiere que en realidad no desean agitar sus
aguas psíquicas. Pueden abocarse a discutir obstinadamente ciertas
cuestiones, mientras que secretamente están esperando que el ana­
lista los interrumpa. Sus demandas a menudo son bastante contra­
dictorias, y si el analista cede a una demanda -por ejemplo, de dismi­
nuir la cantidad de sesiones semanales de tres a dos-, es como si
creyera que la demanda es lo parece, en lugar de ver en la demanda
manifiesta sus motivaciones más profundas. Quizá el paciente esté
pidiendo dos sesiones por semana sólo porque su esposa no quiere
gastar tanto dinero, y el paciente en realidad espera que el analista
diga «no»; o acaso el paciente esté atravesando un periodo difícil y
sienta la necesidad de que el analista exprese su deseo de que el pa­
ciente continúe yendo tres veces por semana. Mientras que en un ni­
vel el paciente demanda menos sesiones, en otro desea que el analis­
ta diga que no.16
En el análisis, nada es lo que parece. A algunos, esta puede pare-
cerles una posición chocante pero, como hemos visto en el ejemplo de
las demandas del paciente, las demandas rara vez son tan simples
como parecen a primera vista. En verdad, no puede suponerse que
nada de lo que el paciente diga o haga esté referido a la «realidad
pura y simple». Una paciente dice, por ejemplo, «No puedo venir a la
sesión del martes porque tengo que llevar a mi hijo al médico». Pero,
¿por qué la paciente tomó un turno con el médico de su hijo en ese ho­
rario en particular, cuando sabía que tenía sesión con su analista?
¿No podía haber buscado otro momento?¿Qué tan importante es para
ella encontrar otro momento? ¿Acaso pidió otro horario, o aceptó el
primero que le fue sugerido? Tal vez sostenga que su hijo está muy
enfermo y que tuvo que tomar el primer horario libre. Esto podría ser
verdad, pero también podría ser verdad que fue el primer horario li­
bre que le quedaba cómodo, porque tenía que combinarlo, por ejem­
plo, con la peluquería y una reunión de la Asociación de Padres y Pro­
fesores.
Lo importante aquí no es la «realidad» -los «acontecimientos
reales» que influyen en la continuación de la terapia del paciente-,
sino la realidad psíquica: la forma en que el paciente valora en su
mente la importancia de sus sesiones, en comparación con otros as­
pectos de su vida, otras cosas que desea hacer. Cuando un paciente
dice «No pude venir debido a tal o cual cosa», el terapeuta siempre
debe ser algo escéptico respecto de la validez de la razón esgrimida.
«No pude venir porque tuve un accidente automovilístico» suena co­
mo una excusa perfectamente válida, pero quizás el accidente fue el
día anterior a la sesión, el paciente no tuvo ninguna lesión y su auto
no dejó de funcionar. Tal vez el accidente fue muy pequeño y el pa­
ciente podría haber concurrido de todos modos, aunque se hubiera
retrasado diez minutos.
Nunca puede suponerse que el pretexto utilizado es toda la histo­
ria. Las complejas comparaciones que hace el paciente de lo que es
más importante, si su sesión con el terapeuta o sus otras responsabi­
lidades y/o placeres, reflejan lo que está sucediendo con su terapia y
el lugar que le adjudica en su vida, y puede constituir un mensaje al
terapeuta: «¡Pongo todo lo demás primero que a usted!». No hay excu­
sas «razonables» en sí mismas. Se supone que el paciente debe estruc­
turar su día o su semana en torno a la terapia, y no viceversa; hay
emergencias que tornan imposible respetar un horario. Pero, en ver­
dad, ello ocurre muy de vez en cuando. Freud y muchos otros analis­
tas mencionan que los analizantes que tienden a faltar a sesión ale­
gando que están enfermos, curiosamente dejan de enfermarse y de
faltar a sesión cuando se les cobran las sesiones a las que no con­
curren (SE XII, p. 127).
El analista no debe ser manejable cuando se trata de las posibles
manifestaciones de la resistencia del paciente; no debe ceder.17 Las
sesiones del paciente son, para el analista, lo más importante en la
vida del paciente; el análisis del paciente es la prioridad número uno.
Si el analista se aviene a negociar, debe dejar en claro que la sesión
debe ser trasladada a otro momento, antes o después del horario fija­
do originalmente, pero que no se perderá. Y si el paciente se habitúa
a cambiar el horario de la sesión, el analista debe dejarle en claro que
no le dará nuevos horarios cada vez que lo solicite. Un colega mío
tenía la tendencia a dormirse tarde y perder su sesión de las 10 de la
mañana, por lo que debía cambiar de horario; recibió un horario al­
ternativo de parte de su analista: podía tener sesión a las 7:30 horas.
¡De más está decir que dejó de quedarse dormido para su sesión de
las 10!ia
En el análisis, nada es lo que parece, porque todo lo que acontece
entre el analista y el analizante potencial mente tiene una significa­
ción psicológica. Pero hay otra razón por la cual nada es lo que parece.

El significado nunca es obvio


El fundamento mismo del discurso interhumano
es el malentendido.
Lacan, Seminario III, p. 184
Aparte del hecho de que cada afirmación puede constituir una nega­
ción, el significado nunca es obvio. El paciente puede usar una vaga
expresión coloquial como «Sjiento que no estoy a la altura. ¿Entiende
lo que quiero decir?», pero el analista no tiene forma de saber lo que
el paciente quiere decir. El significado es extremadamente indivi­
dual, en cierto modo, y todos usan palabras y expresiones en sentidos
sumamente particulares.19El analista no puede avenirse a compren­
der á mi-mott como dicen los franceses, lo que significa que el pacien­
te meramente ha sugerido, insinuado o «dicho a medias» lo que que­
ría decir. En el discurso corriente con amigos o con la familia, con fre­
cuencia nos reconforta que las otras personas comprendan lo que
queremos decir sin tener que entrar er\ detalles, o que una simple pa­
labra o referencia a un acontecimiento compartido suscite en la men­
te de ellos una gran cantidad de sentimientos y significados. En una
palabra, con ellos nos sentimos como en casa porque «hablan nuestra
lengua».
En el análisis, sin embargo, el analista y el analizante no «hablan
la misma lengua», aunque ambos hablen el mismo idioma. Su mane­
ra de hablar puede ser muy similar si pertenecen al mismo nivel so­
cioeconómico y si provienen de la misma región del país, pero en últi­
ma instancia, nunca «hablan la misma lengua».
Cuando las personas usan una expresión tan banal como «baja
autoestima», en algunos casos podría significar que les han dicho que
tienen baja autoestima, pero en realidad no se ven de esa manera,
mientras que en otros podría querer decir que las personas escuchan
voces que les dicen que nunca llegarán a nada -y estos dos significa­
dos son completamente diferentes-. El analista debe extraer los sig­
nificados particulares de tales afirmaciones aparentemente transpa­
rentes, pese a que ocasionalmente los pacientes se enojen cuando no
reciban el «Sé lo que quiere decir» inmediato que suelen obtener co­
mo respuesta cuando conversan con otros.
El significado nunca es transparente, y el analista no debe com­
prender hasta el punto de parecer sordo, de ser necesario, para lo­
grar que el paciente despliegue lo que quiere decir cuando afirma
que «El sexo es desagradable», «Las mujeres dan miedo» o «Les ten­
go miedo a las arañas». Michel Silvestre, un eminente analista laca-
niano, afirmó en cierta ocasión que el analista no debe tener miedo
de parecer obtuso, torpe, tosco y sordo, con tal que los pacientes apor­
ten más detalles.20 «Lo que quiero decir es que el sexo oral está muy
bien para mí, lo que me repugna es el coito»; «Los besos y las caricias
no me asustan, pero no puedo entender por qué otros hombres se
desesperan tanto por meterse en las bragas de las chicas»; «Las que
me dan escalofríos son las arañas negras con patas peludas». El ana­
lista que supone que sabe lo que un paciente quiere decir cuando
afirma «El sexo es desagradable» puede sorprenderse al descubrir
más tarde que el paciente (sentía que) se estaba refiriendo al sexo
entre sus padres.
El significado siem pre es ambiguo
Las palabras son el punto nodal de numeroaHii
ideas, y por ello puede considerarse que están
predestinadas a la ambigüedad.
Freud, SE V, p. 340
Un homosexual cuyo caso he estado supervisando le dijo a su tera­
peuta que sentía que su padre estaba «en un cien por cien detrás» de
él. Con un poco de imaginación, podemos escuchar esto al monofi
de dos formas diferentes: o bien sentía que su padre verdaderamente
lo apoyaba en lo que hacía,21o bien sentía que su padre estaba detrás
de él en un sentido más espacial -parado a sus espaldas, detrás de él,
controlándolo-. El lenguaje es, por su naturaleza misma, ambiguo.
Las palabras tienen más de un significado, las expresiones que usa­
mos a menudo pueden ser tomadas en muchas formas diferentes, y
las preposiciones dan lugar a muchos significados metafóricos. De
hecho, un ejercicio interesante es tratar de encontrar una frase que
no sea ambigua en absoluto -que, cuando se la saque de contexto o se
la acentúe de modo diferente, no tenga más de un significado-.”
Así, lo importante no es el simple hecho de que lo que un paciente
dice es ambiguo, pues todo lenguaje lo es. Lo que importa es su elec­
ción de las palabras. ¿Por qué el paciente no dijo que su padre lo apo­
ya en sus decisiones en un cien por cien, en lugar de decir que su pa­
dre está en un cien por cien «detrás» de él? El paciente tiene a su
disposición muchas formas de expresar la misma idea,2*y por lo tan­
to probablemente su elección de una expresión que incluye «detrás»
sea significativa. Tal vez algún otro pensamiento lo llevó a elegir esa
expresión en lugar de otras que podría haber utilizado.
De hecho, así fue en el caso en este homosexual, puesto que poste­
riormente repitió la misma expresión, casi palabra por palabra, pero
llamativamente dejó fuera el «de mí» al final: «Mi padre estaba en un
cien por cien detrás».* Esta expresión tema el valor de un verdadero
lapsus freudiano, y permitía las siguientes traducciones: «Mi padre
era un completo estúpido fass]», «Lo único que le interesaba a mi pa­
dre era el trasero [assl», «Lo único que le interesaba a mi padre era el
sexo anal», etc. No ha de sorprender que el paciente negase haber
querido decir ninguna otra cosa sino que su padre lo apoyaba en sus
* En inglés, «A/y father was a hundred percent behind », que también
significa, literalmente: «Mi padre era un trasero en un cien por cien». (N. de
la T .l
decisiones, pero el psicoanálisis no se interesa tanto por lo que quere­
mos decir,; como por lo que realmente decimos.
«Lo que quise decir» -una frase que los pacientes repiten con fre­
cuencia- se refiere a lo que el paciente estaba pensando consciente­
mente (o a lo que le gustaría pensar que estaba pensando) en ese mo­
mento, y niega así que algún otro pensamiento pueda haber tomado
forma en su mente al mismo tiempo, quizás en otro nivel. Muchos pa­
cientes niegan vehementemente la existencia de esos otros pensa­
mientos durante mucho tiempo en la terapia, y no tiene mucho senti­
do insistir en el hecho de que haber dicho algo diferente de lo que
querían decir significa algo. Con el tiempo, una vez que han aprendi­
do a asociar con sus sueños, lapsus y demás, pueden empezar a acep­
tar la idea de que se les ocurran varios pensamientos simultánea­
mente, aunque posiblemente en diferentes niveles. En suma, llegan a
aceptar la existencia del inconsciente, la existencia de un nivel de ac­
tividad de pensamiento a la que habitualmente no le prestan aten­
ción.24
Esto no quiere decir que el analista enfatice pertinazmente cada
ambigüedad que suija en el discurso de un nuevo analizante -lo que,
en cualquier caso, es claramente imposible- o que acentúe cada lap­
sus que cometa el analizante. La puntuación de las ambigüedades y
los lapsus debe introducirse en forma lenta y gradual con la mayoría
de los analizantes, y el analista debe seleccionar las ambigüedades
que parezcan tener algún significado en particular para el analizan­
te. Por ejemplo, puede ser más valioso puntuar una metáfora como
«Largar algo que está atragantado» cuando es usado por una anali­
zante anoréxica o bulímica, que cuando es usada por un obsesivo. Ta­
les puntuaciones, como cualquier otra intervención, deben ser regu­
ladas con mucho criterio, en términos de aquello que un analizante
en particular está preparado para escuchar, y deben guardar alguna
relación con el contexto en el que aparecen. Ciertamente, los equívo­
cos -cuando el contexto sea muy confuso- deben ser señalados, pues­
to que su elucidación puede conducir a material nuevo y especial­
mente inesperado.
Así, en psicoanálisis lo importante es lo que el analizante real­
mente dice, no lo que quiere decir. Pues «lo que quiere decir» se refie­
re a lo que conscientemente cree que significa, lo que se propone decir
en el nivel de su conciencia, lo que tiene intenciones de transmitir. Y
lo que tiene intenciones de transm itir está en consonancia con la
visión que tiene de sí mismo, con el tipo de persona que cree que es
(o que le gustaría creer que es, o al menos que desea creer que es).
«Lo que quiere decir», así, se refiere a un nivel de intencionalidad que
el sujeto considera propio; se refiere a una intencionalidad que se
ajusta a la imagen que tiene de sí.
Por eso Lacan afirma que «la significación es imaginaria» (Semi­
nario III, p. 65). Con ello no quiere decir que la significación no exista,
o que sea algo que pertenece a nuestra imaginación. Quiere decir que
es algo que está ligado a la imagen que tenemos de nosotros mismos,
a la imagen que tenemos de quiénes somos y de qué somos. En una
palabra, la significación se relaciona con el «yo» o el «sí mismo» (dos
términos que uso como sinónimos en este libro), con lo que considera*
mos como parte indisociable de nosotros mismos; por lo tanto, la sig­
nificación excluye todo cuanto no se ajuste a nuestra propia imagen.
Lo que Lacan denominó su «retorno a Freud»26 en la década de
1950 implicó un retomo a la importancia del inconsciente, en tanto
que opuesto al énfasis en el yo, tan marcado en la «psicología del yo»
en aquel momento y aún hoy en muchas escuelas de psicología y psi­
coanálisis. En la medida en que el yo es esencialmente lo que vemos
como parte de nosotros mismos, aquello a lo que nos referimos cuan­
do decimos «yo», aquello que se ajusta a nuestra propia imagen, el yo
excluye todo lo que consideramos extraño, todos los pensamientos y
deseos que se deslizan en las parapraxias (lapsus, actos fallidos, etc.)
de las que no nos hacemos responsables. Al privilegiar lo que los pa­
cientes realmente dicen por sobre lo que quieren decir, al enfatizar
las ambigüedades y los lapsus que aparecen en su discurso, Lacan,
como Freud, dio prioridad al inconsciente por sobre el yo.
Lacan es muy conocido por haber prestado mucha atención a la
letra. La expresión «la letra de la ley» implica enfatizar la forma en
que la ley se lee realmente, en oposición a su significación predomi­
nante o su espíritu. «Obedecer a la letra de la ley» puede querer decir
que se sigue a pie juntillas lo que está escrito en el texto de la ley, sin
preocuparse por el espíritu con el que la ley fue redactada. Lacan
prestaba mucha atención a la letra del discurso de sus analizantes: a
lo que en verdad decían, en oposición a lo que querían decir conscien­
temente o a lo que tenían intenciones de decir. Al no suponer nunca
que comprendía lo que querían decir, al nunca dar la impresión
de que hablaba su lengua, al atender a las ambigüedades de su dis­
curso y a lo que se expresaba entre líneas, de alguna manera daba lu­
gar a que emergieran nuevas significaciones, y a que sus analizantes
se percatasen de que, de hecho, tenían poca idea de lo que estaban di­
ciendo, por qué ld\estaban diciendo o incluso quién estaba hablando
cuando ellos abrían sus bocas.
Recién cuando los pacientes comienzan a poner en cuestión estas
cosas -cuando el qué, el porqué y el quién de sus dichos se torna pro-
blemático para ellos- se involucran genuinamente en el análisis. Es
en este punto que se comprometen con algo que va más allá de la
simple demanda de que se los alivie de uno o más síntomas específi­
cos. Todo es puesto en cuestión; lo que antes era seguro ya no lo es, y
están abiertos a escuchar el inconsciente, a oír te otra voz que habla
a través de ellos, y a intentar descifrarla.
El espacio que así se abre es un espacio en el que los analizantes
ya no saben qué están diciendo o incluso qué buscan, pero que hace
que coloquen su fe en la capacidad de! inconsciente -en las formacio­
nes (sueños, fantasías, ensueños diurnos, olvidos y lapsus) que él pro­
duce durante el análisis- para guiarlos. Es un espacio para el deseo,
en la medida en que «el deseo es una pregunta», como dice Lacan,2®
una interrogación. Cuando los pacientes comienzan a interrogarse
acerca del porqué y el para qué de sus palabras, pensamientos y fan­
tasías, cuando comienzan a formular preguntas sobre ellos, su deseo
se ha involucrado en el análisis.*7
La demanda es, por su naturaleza misma, repetitiva. La deman­
da insistente, repetitiva, del paciente de que se le brinde una cura
instantánea dé paso a algo que se mueve, que intriga con cada nueva
manifestación del inconsciente (o «formación del inconsciente»),2*que
se enlaza a cada nuevo lapsus y lo explora; en una palabra, la deman­
da del paciente da paso al deseo, deseo que siempre está en movi­
miento, en busca de nuevos objetos, que se posa aquí y allá pero que
nunca se detiene. En un sentido, el paciente ha cambiado la deman­
da por el deseo -no completamente, por supuesto, ya que los pacien­
tes formulan nuevas demandas a sus analistas a lo largo de sus aná­
lisis, demandas de interpretación, de reconocimiento, de aprobación
y demás-. Pero el paciente ha aceptado abandonar ciertas deman­
das, y una demanda siempre implica cierto tipo de fijación a algo
(razón por la cual una y otra vez pedimos lo mismo, eso sin lo cual
sentimos que no podemos vivir). De esta forma, el paciente ha renun­
ciado a cierta fijación a favor del deseo, del placer que proviene de la
metonimia del deseo -aquí «metonimia» quiere decir simplemente
que el deseo pasa de un objeto a otro y que en sí mismo implica un
deslizamiento o movimiento constante-. El deseo es un fin en sí mis­
mo: sólo busca más deseo, no la fijación a un objeto específico.29
El término de Lacan para este pasaje -este cambio de la deman­
da por el deseo, esta renuncia a la fijación en favor del movimiento-
es «dialectización». El paciente, cuando este cambio se produce, entra
en el proceso dialéctico del análisis -«dialéctico» en el sentido de que
el paciente comienza a ser libre de decir «Bueno, sí, quiero eso; aun­
que pensándolo mejor, en realidad no lo quiero; lo que realmente
quiero es...»-.30 El paciente ya no siente que debe ser consistente;
puede afirmar un deseo durante una sesión, contradecirlo la vez si­
guiente, reafirmarlo con ligeros cambios en la tercera sesión, y así
sucesivamente. En esta aparente locura hay método, pero la lógica de
los movimientos del deseo no es la lógica proposicional o la lógica del
sentido común de todos los días (según la cual no se puede querer al­
go y no quererlo al mismo tiempo).
El uso que hace Lacan del término «dialéctica» aquí (la «dialécti­
ca del deseo»)31no significa que el deseo siga la versión ampliamente
difundida de la dialéctica hegeliana -tesis, antítesis, síntesis-; signi­
fica que el deseo se pone en movimiento, se libera de la fijación inhe­
rente a la demanda. Este es un paso fundamental, e indica la verda­
dera entrada en análisis del analizante. Con esto no quiero decir que
el deseo del paciente es puesto en movimiento de una vez y para
siempre, y que no vuelve a estancarse o empantanarse en algún mo­
mento. Más bien, se produce una primera mudanza: el paciente se
aviene a aceptar el placer del deseo a cambio de resignar sus deman­
das iniciales.
Con ciertos pacientes, sin embargo, el analista nunca puede sus­
citar una pregunta de ningún tipo; el paciente no se interroga acer­
ca de ninguna de las cosas que hizo o dijo en el pasado, y no proble-
matiza nada de lo que dice o hace en su relación actual con el
analista. Aunque el paciente continúa concurriendo a hablar con
el analista, nunca ve nada más en lo que dice que lo que quiere decir.
El inconsciente nunca es aceptado, lo imaginario (significación) pre­
domina. Esto puede sugerir una de dos cosas. O el paciente es psicó­
tico, una posibilidad a la que volveré en el capítulo 7, o el analista no
creó un espacio en el que el deseo pudiera ponerse en primer plano,
y por lo tanto debe reconsiderar su propia posición en la terapia. Es­
ta última posibilidad puede involucrar una opresiva demanda de
que el paciente hable, y para ciertos pacientes hablar se asocia con
actuar, y simplemente darles a los demás lo que quieren escuchar,
en tanto que opuesto a hablar de los propios pensamientos y deseos.

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