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La neblina cede el paso a un día tímidamente despejado, bajo un sol débil, famélico.

Siento
como agoniza la botella de butano de la vieja estufa de la abuela, brindando los últimos
destellos sobre las piernas entumecidas por el frío. La jornada se va tornando más lúcida,
puedo escuchar en la lejanía el trino de un pequeño pájaro desafiando a los elementos. Las
farolas me sonríen, los semáforos me ignoran, una pareja de enamorados dibuja una estela
serpenteante sobre los tibios adoquines de la acera. Ya es mediodía, las calles despiertan su
voraz apetito, la muchedumbre come, los parques se nutren, el río se despereza, la nubes se
diluyen, un gato que bosteza se pierde entre las sombras, buscando en la maleza los bienes
que le alumbran. Más bien pronto, llega la tarde, sin pausa pero sin prisa, recorriendo la
ciudad con una tenue hojarasca que barniza las terrazas y portales de las avenidas con un
ocre pálido, fruto de la lenta mutilación de las ramas de los árboles soñolientos, misteriosa
alfombra que anuncia la llegada de una gélida noche abatida por el viento. La luna se abriga,
fuman las chimeneas, las estrellas encienden su candela, una rata almidonada sale de paseo
y se encuentra tras la esquina con un sucio basurero: se relame, lo devora, se sacia, lo
abandona… y un borracho que la encuentra aturdida por la cena, le da cobijo en su alcoba y
duermen a pierna suelta. Es la mañana siguiente y la luz ya les despierta, la aurora viene
temblando y el camastro les contempla; el roedor da al extraño, el calor que le atempera y se
sonríe perplejo por la peculiar escena. El fragmento de un poema le retumba en la cabeza:

...hay inviernos que te abrasan


y ardores que te congelan.

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