El brazo de la muñeca colgaba de una vena de algodón. El relleno, membranas de
fibras, se escapaba de los muñones de las manos. En su rostro, donde antes existían botones cocidos a modo de ojos, ahora sólo quedaban dos hilos con las puntas deshilachadas. La sonrisa pintada a mano se había quedado descolorido gracias a la acción del sol —veranos y veranos a la intemperie, en esa silla de hierro que estaba olvidada en un patio donde sólo crecía maleza— y el cabello arrancado del cuero cabelludo por los perros flacos que se disputaban su pertenencia. Las piernas estaban reducidas a trapos grises, colgajos que ya no estaban tapados por un vestido, si no que mostraban con impudicia el moho y la mugre. Algunos bichos encontraban un hogar en sus pliegues; a veces las hormigas, otras veces las pulgas caminaban en los surcos de la tela. El movimiento de los parásitos, con la luz naciente del amanecer, la asemejaban a un cadáver que estaba siendo consumido en vida. La cabeza caía en dirección izquierda, hacía el espacio vacío que se formaba entre el apoyabrazos de la silla y el asiento. Las órbitas extirpadas, de las que salían y entraban insectos, miraban en dirección a una casa de postigos cerrados. Las persianas de los ventanales estaban bajas y las puertas tenían candados llenos de oxido. La imagen invocaba el olor del abandono. Las narices frías de los galgos solían olisquearla cada vez que volvían a los platos de agua y comida que jamás se llenaban. La muñeca sólo existía, la muñeca sólo esperaba, la muñeca sólo se despedazaba. Los yuyos crecían, altos, a su alrededor. Trepaban los muros de ladrillos huecos que separaban su mundo del mundo exterior. Se habían apoderado de las patas de los sillones del jardín, de la mesa de cerámicas que estaba en el centro del patio, de las rejas del portón y se habían comido la huerta, las rosas, los malvones y hasta el caminito de piedras que se dirigía a la salida. Si pudieran, se la comerían a ella, a los perros, a los recuerdos que jamás habían llegado a formarse. El tiempo era un yuyo. La muñeca era el tiempo. Los dos, de todas maneras, crecían o se desintegraban. Bajo el calor del sol, bajo el hambre de las hormigas o de los perros, que también se morían de inanición. Alrededor, vida y muerte se confundían. Si la muñeca tuviera memoria, quizás se acordaría. Pero ya no había nadie para acordarse. No había nada de lo que acordarse. Un gato muerto, entretenimiento de sus compañeros caninos, se secaba al verano a pocos pasos de ella. El pelaje reluciente aún proyectaba destellos negros a la luz de la luna, la boca llena de dientes estaba bien abierta, marcando el terror de las presas cazadas y las garras se habían petrificado en el susto. Dos sacudidas y el animal habían quedado tieso sobre la maleza. Los esqueletos de algunos ratones también se escocían con el calor, aquí o allá sin que nadie los lanzara a la basura. Los excrementos, los plásticos, las chapas, la vieja podadora y un auto como del 86, se pudrían en el olvido como se pudría todo adentro de aquel terreno. Sólo algo había sobrevivido, casi ileso, a la impiedad de la negligencia. Un cochecito de ruedas grandes, cubierto por un techo de chapa y una tela mosquitera, ocultado bajo lo que parecía ser un garaje. Era rosa y blanco y la capota tenía pequeñas flores pintadas a mano. En el respaldo había una inscripción, un bordado, en letras grandes con el que habían escrito el nombre de aquella que debería haber sido la dueña de la muñeca: Anastasia. Haikus
Yo nunca sabré cual habría sido el color de tus ojos
***
Muñeca vieja en tu caja olvidada por la niña muerta
*** Es tu decisión la madrina entiende si decís adiós