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EMILIO MASIA CLAVEL

EL EXHUMADOR

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© Emilio Masiá Clavel
ISBN · 978-84-614-7159-1
Diseño de Portada y maquetación Javier Gata

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EL EXHUMADOR

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El viajero duerme, mas no del todo. Dormita a intervalos
disfrutando de una cierta sensación placentera de abandono.
La noche y el ruido acompasado del tren lo envuelven. El
paisaje lo imagina desde el sueño. A ratos, despierta. Su
cabeza se inclina del lado de la ventanilla. Abre los ojos. El
cristal, ligeramente empañado, inserta en la visión del sueño
intermitente veladuras de una pequeña estación de balneario:
con la pared blanca tapizada por yedra salvaje de flores
azules, el reloj de dos caras, la campana dorada, el letrero de
la cantina y la placa de hierro donde a duras penas se adivina
la cifra de altitud respecto al mar.
De repente, un silbido anuncia de otro tren que se acerca.
El suyo bascula lateralmente sacudido por el viento del
ferrocarril que cruza. El estrépito sobresalta al viajero que
dormitaba, y ahora observa la irrupción veloz de un
fantasmagórico tren de gris plata difuminado. Después,
silencio. Vuelve a sumirse en el sueño tras un segundo
silbido y un intenso olor a vapor ceniza. Las palancas
doradas de enclavamiento señalan ya un nuevo destino, que
ahora imagina en la silueta de un tren de dos pisos con
portezuelas que se abren hacia fuera.

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El tren dispara los resortes oníricos en un puzzle de
estaciones, raíles deslizantes, humo y misteriosas y
estratégicas puertas de entrada a la ciudad invisible de
personajes desconocidos. En el tren de dos pisos viajaba su
abuelo, allá por los años 1890. En este otro, curiosamente
amarillo y de vía estrecha, viaja él. La imagen sugerente se le
antoja en forma de estación abombada y maternal que
engulle, bajo el enorme vientre de la marquesina de hierro y
cristal, locomotoras, un automotor plateado, también una
mítica 7200, acaso un Talgo pendular, metálico y veloz.

(...El niño, rodeado de maletas, congrega a sus viajeros


de juguete a la voz de «viajeros al tren». Los paneles digitales
de la estación suenan como un abanico burdo,
descontrolado, y cambian, al oscilar cada varios minutos, los
destinos, las horas, los andenes. Música intermitente de
fondo la de los avisadores musicales. La gente, o dormita en
los bancos, o se cruza apresuradamente. El niño permanece
embobado mirando las claraboyas de la bóveda acristalada
del hall central de la estación del Norte).
Para el viajero, hoy, los trenes, como los sueños, son
otros y las estaciones diferentes. Su arquitectura exponencial
de imperecedero museo, se resiste a las vías soterradas y al
imparable asedio de las galerías comerciales que acechan los
andenes. El siglo y medio de su nostálgica biografía se
traduce en un segundo del sueño del viajero, que en la
siguiente parada despertará de nuevo frente a la humedad
del balneario, la memoria recién despierta y el reclamo, a su
llegada, del ofrecimiento de bebidas heladas y reparadoras.
El ingrávido paseo le ayuda a no despertar del sueño que
nutre aún celosamente la memoria.

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El corredor

El corredor es amplio, longitudinal e inquietante.


Todo ocurre de noche. Se trata fundamentalmente de
aprovechar el hueco que el descanso nocturno brinda en un
descuido, acaso una puerta de entrada o salida secreta que
facilite al caminante el acceso a otra zona diferente, en este
caso la que conduce, a través del largo pasillo, hasta la
intrigante sala cerrada del quirófano apagado, depósito
secreto de heladas interrogantes.
El insomnio. La premonición. La campanada muda
que le avisa. Desvelado, entonces, el personaje se yergue
como un autómata camino de ninguna parte, pero decidido
a una misión sonámbula y concreta. Ha iniciado la andadura.
Lo hace ayudado del bastón. Respiración lenta. Con el oído
alerta, vigila el eventual desnivel de alguna losa que pueda
delatarlo. Todos duermen. No así el mundo paralelo de las
sombras que instaura una intriga oculta en el lado opuesto a
la vigilia.

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Podría decirse que desaparecieron los murmullos
diurnos. Es tal el grado de armonía conseguido a esas horas
en el recinto, que apenas se produce distorsión alguna
procedente de los sonidos habituales que se generan durante
el día, a las horas en que fuera del establecimiento repica el
agua de las fuentes termales y rumorean dentro los pasos
cansinos que amortiguan rítmicos compases sobre el ajado
parquet y los pasillos encerados; cuando todos desfilan
atraídos por el reclamo de los manantiales del agua
salvadora; y el eco apresurado del ir y venir de los servidores
en las cocinas o en el solemne comedor, representa nada
más que una especie de acorde interrumpido, idéntico al de
aquéllos que se ensayan antes de comenzar los primeros
acordes de una sinfonía.
Casi siempre hay una mano diligente y presta a mitigar
la tos pertinaz e inoportuna que amenaza con transgredir el
silencio reverencial del comedor de estilo victoriano. A lo
sumo, vibran delicadamente los utensilios de plata, las
porcelanas de Pécs, los aristocráticos vasos de fino cristal de
Bohemia acostumbrados a vitrinas sofisticadas y nobles
maderas de Birmania. Las servilletas de hilo, abiertas como
caracolas blancas sobre los platos, aguardan expectantes a
los comensales habituales. A la noche, sólo algunas
campanadas de los relojes de pie perturban a intervalos la
monotonía aparente, y también los susurros que, en los
jardines, emiten aún los surtidores de las estatuas, soñadoras
y marmóreas.
Una suerte de cálculo matemático parece haber
dispuesto sin estridencia la reverberación durante la mañana
del sonido de los pasos cadenciales bajo las columnatas, el
borbotoneo del agua constante en las grutas de los ninfeos y
el aleteo enloquecido de los pájaros, dueños de atalayas

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privilegiadas en los templetes y pérgolas del parque, frente a
la bruma que en el ocaso gana las terrazas. No se diría que la
gravilla en los senderos sea algo casual y decorativo. La
humedad perceptible avanza a medida que se apaga el
atardecer naranja. Mérito especial adquieren, de noche, el
silencio y la calma del entorno en la terapia de sus habitantes
recluidos.
El silencio lo aprovecha en su desplazamiento, cuando
el ritmo diurno disminuye, se apagan luces esenciales y se
encienden otras más imprecisas. Comenzaron las guardias, y
los transistores, ocultos bajo las mantas, sirven, desde la
postura fetal e inmóvil, para luchar contra el insomnio y
construir imaginarios puentes hacia pretéritas historias. Las
termas se arropan con la neblina puntual que llega con la
noche. Las temperaturas alternativas se apaciguan en los
circuitos, y el ocaso recoge todo aquello que se ha
desparramado durante el día ordenándolo a su manera.
Enmudecen los vestíbulos, los grifos dorados, las cubas de
madera, las bañeras de cobre austero. Es el aplazamiento
ineludible de una tregua que, si lo consideramos así, incita al
caminante también a cierta vigilancia constreñida por cosas
como el temor y las invisibles asechanzas.
No en vano, mientras deambula tanteando las paredes,
imagina los bisturís afilados que deben brillar, al final del
corredor, tras la la sala de la luz roja de prohibido. Las
sábanas blancas, verdes otras como la hierba, parpadearán
ligeramente coloreadas debido a una luz tenue, pálidamente
sonrojadas sobre los abombados bultos escondidos que,
piadosamente, duermen bajo ellas. Olor a éter, formol,
alcohol; asepsia en general. Algunos aparatos adormecieron
sus circuitos, a excepción de un diminuto testigo, luminoso y
verde, que delata un stand by poco fiable, en especial, el de

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los recipientes misteriosos y cilíndricos que exhalan un
macilento vapor blanquecino. La monótona vibración de un
ordenador, aún encendido, previene de la apnea repentina
del más que posible sobresalto de sus circuitos desvelados o
de la vigilancia extrema de algún relé diferencial de esos que
duermen con un ojo abierto en previsión de cortocircuitos.
Ni extendiendo los brazos en cruz, podría el autómata
nocturno tocar ambas paredes del ancho itinerario que
recorre. Cautelosamente, se desliza pegado a la pared
derecha del amplio pasillo, penumbroso, largo y frío. La
respiración, lenta y viscosa, podría emitir un rumor
asmático, levísimo, inaudible apenas. Por lo que ralentiza
sístole y diástole el corazón que teme ser descubierto en
semejante incursión sonámbula. Tantea, sumergido de tal
modo, suelo deslizando pies, paredes palpando pasamanos
de madera barnizado y olfateando el aire, que le precede y
guía, con la quilla de la nariz, al tiempo que lo esquiva
buceando ingrávido con su pijama de sombra, apenas
iluminado por las débiles luces de emergencia.
El quirófano emitiría, paradójicamente, una vibración
metálica de bisturís chocando, similar a la que proviene a
otras horas desde las lavanderías o las cocinas del vetusto
balneario: algo así como un sonido deslizante y estridente,
un zumbido de avispas, un rumor de batidoras encendidas y
artilugios electrónicos, bips de alerta, sierras eléctricas,
tornos enloquecidos, silbidos de válvulas que retuvieran el
vapor girando cual peonzas, o carrusel de tambores llenos
de ropa dando vueltas cabeza abajo. No obstante, al final de
su penoso trayecto, la amplia y enigmática puerta
permanece, se diría, sellada, en silencio, y el ruido es sólo
una reverberación imaginada del eco espectral que escapa de
allí durante el día.

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A medianoche, todos duermen; duermen los ojos, los
aparatos, las luces, a excepción de las de emergencia;
también los vigilantes, los ruidos y los bultos anónimos que
yacen bajo las sábanas. Ante la ausencia de sonidos
detectables, su olfato se esfuerza por distinguir entre los
olores anestesiados, y, ayudado de cosas tan sencillas como
el tacto o un sexto sentido, se apresta a diferenciar, para
orientarse, la cirugía de las cocinas de la que denominan
quirúrgica; en aquéllas se produce la extirpación en los
cuerpos naturales de sus zonas de más enjundia, que se
trocean sin riesgo evitando desparramar vitaminas o
proteínas importantes, pues tan necesario como es amputar,
lo habrá sido la selección de vinzas, semillas, pieles, tejidos
innecesarios, vísceras gangrenadas, abrasiones. Es de
suponer que luego reciclan cuanto no vale y ordenan su
inmediato traslado al otro quirófano, también laboratorio,
esterilizado éste, blanco y repleto de probetas espumosas y
tubos de ensayo, celosos guardadores de ADN.
Los olores culinarios sucumbieron al letargo nocturno
en las cocinas y agonizan en sus ataúdes de mármol bajo la
letal acción de las aguas dialíticas y los potentes limpiadores,
por cuanto sólo otras reglas de orientación han de facilitar el
trayecto al descubridor nocturno, basado en la aquiescencia
de tantos dormidores, el olfato, la nocturnidad, el factor
sorpresa y el temor de autómata que, contando los pasos,
adivinando entradas, detectando luces, esquivando
ronquidos, sorteando puertas semiabiertas, de puntillas e
inmerso en el ajedrez del miedo a las desniveladas losas, se
acerca ya, temiendo ser descubierto, a la cota dieciséis del
total de treinta, en metros, con que cuenta el longitudinal y
ancho corredor, hasta llegar a la puerta de la intrigante sala
de operaciones. Que todo se ha de decir —deduce—, algo
tendrá que ver dicho nombre con cierta estrategia bélica del

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Estado Mayor del establecimiento, convertido ahora en
campo de concentración y plagado de guerreras verdes
resplandecientes, bisturís como mínimas espadas,
reflectores, botiquines, manos enguantadas en fundas de
látex y rostros embozados en mascarilllas verdes y anónimas.
Diecisiete. Metros. Tal vez. O segundos, pero eternos.
La taquicardia hace acto de presencia, fruto del
presentimiento de hallazgos inminentes. La intriga
permanece relegada, sin embargo, a un segundo plano.
Prevalece el temor a ser descubierto. Todo pende de un
hilo, una arteria a punto de romperse, una cuerda demasiado
deteriorada por un extremo, igual que una pavesa carminada
de las que se resucitan con un leve soplo de aire, vida al fin y
al cabo, hálito que se agradece, por lo que se detiene, va bien
respirar hondo, una pausa, calificada por algunos de
necesaria para darse un respiro. Con los ojos cerrados
presiente más y ve mejor. La quietud preserva y torna
invisible al camaleón en pijama de la trinchera ciega. La
trinchera de antaño, útero protector, fosa común, féretro
donde se yace con los nervios paralizados y se contemplan
las estrellas del otro bando, acaso muertas otrora en ajenas
balas, cuya luz sigue viajando y destila un último puñado de
tierra polvo de cósmicas exequias dentro de la terrible
oquedad donde se esconde el soldado, ex-combatiente hoy,
alerta sempiterno, inmóvil y expectante.
Veinte. Opresión en el pecho. Algunos aparatos
rasgan el aire cada siete minutos con una especie de
murmuro repentino. Debe tratarse de un cambio en la
fuerza, una alteración eléctrica. Como quienes en plena
noche cambian de posición bruscamente, se desperezan o
botan en la cama de una clínica sin llegar a despertar del
todo, ganándole otra vez la batalla a una más que probable

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muerte súbita. Generalmente, suele ser el acompañante
quien se incorpora, vigila o simplemente echa un rápido
vistazo para constatar si la respiración continúa y palpitan
aún las constantes vitales; mera comprobación rutinaria de
un gotero, la ventana medio abierta donde dormita la
escarcha, el temblor de un reloj despertador que amenaza,
sin llegar a hacerlo, con detenerse a la hora no programada.
La vibración puede confundir al estratega que se mantiene
firme, sabedor de lo peligroso de su avanzadilla, de lo
arriesgado de misión tan descabellada, en plena noche, a
través del interminable recorrido habitado por centinelas
adormilados, fantasmas, y, quién sabe, si más de una losa
desnivelada.
Ciertas desapariciones entre el grupo de recluidos no
se han justificado. Banales resultan a todas luces las veladas
sugerencias médicas de traslados a zonas más termales,
cambios de planta, y más aún, pretextar las ausencias con la
excusa de supuestos abandonos voluntarios. Una cura de
sueño no suele durar tantos días, tampoco un interrogatorio,
ni un chequeo, y, en todo caso, el silencio y la carencia de
explicaciones son motivos más que suficientes para albergar
toda clase de sospechas.
A la altura del metro veinticinco, lo que deduce de sus
cálculos que no suelen errar, éstas y otras reflexiones
atropelladas invitan al caminante a agudizar los sentidos. El
olfato detecta algún objeto cercano, lo cual no parece
razonable, a la vista —qué ironía— de que él navega en
solitario, todos duermen, y hasta dicho momento no ha
dado, que se sepa, un sólo paso en falso. No lo percibe
voluminoso, sí menudo y localizado a escaso medio metro
del suelo. Cierto olor a cuero le informa del obstáculo,
seguramente inmóvil y olvidado. Decide rebasarlo por el

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lado izquierdo, una vez abandonado el pasamanos de la
pared que viene acariciando con la yema de los dedos. Lo
bordea como haría ante un precipicio. Se detiene a su altura,
lo cual le permite descartar toda presencia humana asentada
en el objeto, a excepción de un aroma a caucho rancio y
cierta emanación a humedad y tierra mojada. Lo deja atrás.
Regresa al consuelo del pasamanos alejándose más aprisa de
la incógnita, tal vez sí voluminosa, que en el roce se desplazó
emitiendo una ajada vibración metálica.
La incursión es tan arriesgada y excitante como antaño
lo era aquel juego infantil de la gallina ciega. Cuando en la
escena muda transitaba por las salas de la casa en el más
absoluto silencio: ahí se observa ahora atravesando de nuevo
las estancias; camina recto, con altivez, solemne, en silencio.
El flequillo cubre media frente. ¿Como una sombra? ¿Como
un fantasma?

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¿Se contempla? ¿Se reconoce? ¿Se adora o se
descubre? Sin duda, se formula preguntas que nadie le
responde. Las incógnitas serán tan suyas como el silencio
autista desde el que mira, espía, acaso reflexiona. Se esconde
tras los anchos butacones de la sala. Cuando no está jugando
en la escalera, o a través de las salas con los ojos cerrados
tanteando las paredes, pasa las horas mirando su rostro en
los espejos. Hay un gran armario que los mayores llaman de
luna; el cristal le devuelve fielmente su pequeña estatura. En
el lado opuesto del dormitorio hay una coqueta de tres
módulos con otro espejo en el centro. Frente a ella la madre
se sienta para peinarse mientras habla, gesticula y es
contemplada desde el mutismo absorto del niño, ante la
fascinación del rito.
La casa es la del gran comedor, el ancho pasillo, el
zaguán, el suelo ajedrezado de baldosas rojas y desniveladas,
la habitación de los padres, tan en penumbra, y ese aroma
inconfundible a madera rancia que siempre se expande por
las habitaciones. Entra en una de ellas. Se detiene ante el
ovalado espejo. Madera y cristal. De puntillas se observa en
él. Percibe el frío en el tacto de la palangana al apoyar los
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dedos en el borde. Escucha durante un buen rato el sonido
que producen las últimas gotas que caen con parsimonia en
el cubo de desagüe. Abre la puerta de cristales verdes
esmerilados que comunica con el comedor. Las moscas
sobrevuelan un frutero azul con plátanos y naranjas. Colores
y moscas en el frutero. Azul y naranja. Azul intenso en el
sillón tapizado del rincón, junto a la ventana. Colores y
sonidos. En la calle, el estruendo silbante e infernal de una
carpintería cercana suena como lo harían mil cuchillos
rompiéndose al unísono por el aire. Desde el comedor se
puede salir, a través de la puerta de entrada, hasta el zaguán
de la escalera. Allí juega con los fríos escalones; nutre su
imaginación con el olor de los aceites que sube desde los
patios; juega con la cuerda que pende de la baranda del
tercer piso.
Los escalones son fríos, y también anchos. Al tacto,
lisos, de bordes romos, jaspeados de tonos naranja apagada
y azul oscuro. El barandal de la escalera también es frío al
tacto. Las manos acarician el hierro. El frío sobrecoge.
Percibe la rugosidad de la superficie en unas partes y su
deslizante suavidad en otras. ¿Abultamientos? ¿Estrías?
Relieves diversos con los que juegan los dedos de
niñoaprendiz de primeras sensaciones. Está en el tercer piso.
Juega con la escalera, la imaginación, los escalones, el
barandal, un futuro imperfecto, aún por conjugar, y con la
cuerda que pende por el hueco de aquélla hasta el portal,
donde otros niños dibujan con tiza una silueta sin ojos en el
suelo. Tirando de la cuerda se abre el portón de la calle
cuando alguien aporrea ese picaporte en forma de mano de
bronce agarrotada que tanto le subyuga. Hay un gran
ventanal en el que sestean las golondrinas y por el que se
cuela la luz del sol desde la azotea hacia media mañana.

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El objeto de la adivinación, reflejos o destellos en las
luces del hogar, con carbones de fogón para sueños de un
mañana, rojo infierno, con las teas, el picón, los ásperos
papeles de diarios, el mangual de esparto, rudo abanico
frente a las rojas ollas, la loza en los plateros de madera, el
hule a cuadros, el aceite balsámico de las orzas y el agua en
las tinajas, las hueveras de alambre, los esculturales fruteros y
las moscas en aquella primera radio del mágico ojo verde
con la aguja del indicativo en Londres o Moscú (aquí Radio
Balneario), los sonidos guturales de la onda pesquera en un
morse incomprensible, tantas tardes de invierno junto al
brasero de la blanca y tibia ceniza, el molinillo de café de
aroma inconfundible, el gabinete de las sillas azules y aquel
piano —hoy en silencio—, la consola, el quinqué, y en los
veranos la tertulia del campo bajo las estrellas fugaces de
agosto, todo un bautismo el baño en la balsa tras el paseo en
burra a la sombra de los algarrobos de olor a almizcle
dulzón, tantos sueños en los catres, otras veces sobre
aquellas enormes y frías piedras de alcazaba, la aceituna y el
tomate natural en los botes de cristal, o las migas con

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chocolate, los guardas forestales a caballo en la mina
solitaria, las cacerías de conejos, las escopetas falsas y el
punto de mira en el olor del heliotropo, la alhábega, el
jacinto y el jazmín, el galán de noche, entre olores de
estiércol de corral y parras exuberantes, caballos de cartón,
soldaditos de plomo, barcos, puñales de aventuras
imposibles, la arquitectura con los indios y el silencio autista
de un mudo discurso sin verbos —como éste—, ante las
múltiples canicas de colores, las pelotas de trapo y el tren de
cuerda con la máquina y los vagones de latón amarillo...

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El padre acaba de matar una cucaracha en la cocina.
Pasa por delante del niño con una zapatilla en la mano. En
esta escena aparece abstraído, sentado en el suelo, rodeado
de juguetes. No para de pensar en la cucaracha reventada
que yace panza arriba sobre las rojas baldosas de la cocina.
La divisa desde una habitación contigua. Una de las patas se
adhirió a un azulejo; no se mueve y él la mira de vez en
cuando. ¿Qué habrá sentido? El impacto fue certero.
Aprende que una cucaracha no debe ser nada bueno. Y, por
otro lado, piensa que no será tan mala como para merecer
un final semejante. Continúa jugando. Juega a deambular por
las salas, junto al tren de hojalata que está a punto de partir,
y por ello llama a los viajeros. Los congrega, agrupa sus
maletas en torno a ellos: «viajeros al tren». La cucaracha
sigue inmóvil. Ni siquiera una de sus patas se contrae. Está
materialmente aplastada. Decide unirla a la comitiva. En el
balcón repiquetea la lluvia en el barandal. En su mente, un
diluvio mínimo de palabras. Es una tarde gris de invierno
con un alto porcentaje de humedad en el aire.

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El largo camino en la memoria demora, también hoy,
las interrogantes que le aguardan tras las puertas cerradas,
selladas a buen recaudo. Aunque si osara preguntar a una de
ellas, con cuanto de contrasentido entrañaría interrogar a
una interrogante, tampoco obtendría, como antaño,
respuesta alguna: tan absurda la pregunta que huelga barajar
descabelladas hipótesis, ni aventurar teorías de difíciles
soluciones. Sólo en la imaginación se forjan toda clase
posible de respuestas. La certeza, convencido está de ello,
no siempre se produce, ni siquiera formulando una cuestión.
De ahí que más de un desvelo sea trivial. A fin de cuentas,
piensa, sólo viajes sin sentido y preguntas baldías en la
dirección equivocada.
De modo que, eludiendo las preguntas mudas acerca
de lo mistérico y de las más que cuestionables facultades
atribuidas a Asklepios por la dirección del establecimiento
termal, intenta, mientras avanza los últimos metros que le
separan de la ancha puerta de doble hoja, convencerse de
que, tras las incógnitas irresueltas, se confirmarán sus
temores, referidos más a las bajas ajenas e inocentes, que a
las que, para sí, provoca el miedo propio.
Absurdos todos esos tópicos del ancho túnel y la luz
al otro extremo. Además, el único túnel existente es el que
une ambos edificios; el más antiguo en el que se agrupan
todos los confinados, y el de nueva construcción al que van
a parar quienes ahora constan en calidad de desaparecidos,
según las listas generales. La penumbra sí que podría
conducir a la luz y desvelar el secreto de la razón de ciertas
ausencias repentinas. La denominación de secretismo se le
confirma sencillamente por la mera ocultación de datos de
las historias, clínicas o no, que por el momento permanecen
inescrutables.

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No desaparecen, así como así, los documentos,
tampoco las personas, no se volatilizan, y sí se reciclan
ciertas basuras aprovechables. Si antes de que comenzasen
las temidas incineraciones, las historias fueron falseadas,
podría deducirse que cualquier corrección en ellas induzca a
descubrimientos acerca del paradero de las últimas bajas, a
punto de ser averiguadas si apareciese por descuido algún
documento abandonado en un contenedor. En cualquier
caso, el hallazgo de un simple papel despejará dudas en la
investigación emprendida. Da igual un seudónimo que una
fecha de nacimiento o de ingreso rectificada; cualquier
raspadura o enmienda aportará pistas, datos que
desenmascaren sospechas tan confusas. La bruma acompaña
al insomne robotizado que ya se aproxima a la cercana meta
del sigiloso maratón de la raya blanca de la intriga.
Le conforta saberse invisible. La invisiblidad la logra
desdeñando protagonismo, paralizando movimientos,
congelando párpados, emulando con la piel,
camaleónicamente, las zonas oscuras por donde se mueve. A
veces, misión tal de supervivencia le obligó a reptar entre
malezas de encrucijadas urbanas, descomunales silencios,
pasillos, ambos codos sincronizados en el oculto avance;
escucha receptiva entre alborotos, que sustituyó a la emisión
de los sonidos; búsqueda de metales preciosos a medianoche
cuando la visión nocturna se contamina menos y el oído
espía al otro lado de las puertas entornadas. El túnel fue
vigilia, qué desgracia percibirse tantos años ciego bajo tanta
luz natural, luz de ojos atentos y asombrados, ésos sí, pero
también los de farolas dañadas, neones macilentos, falsos
destellos artificiales, multicolores paneles publicitarios,
titilantes, irisados y falsos. No hay modo de averiguar nada,
todo estuvo siempre tan confuso, tanta luz, demasiada luz la
de la oficialidad diurna y el aserto lumínico impuesto. La

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institución tiene sus normas: aquí los buenos van de blanco;
lo demás es tiniebla, corredores apagados, proscritos
invernaderos, laberintos de prohibido el paso, pasto, en fin,
de ejércitos anónimos. Podría el túnel ser luz y la respuesta
sombra. Quién sabe. Metro diez ahora, pero en la cuenta
atrás.
Casi está a punto de alcanzar el ala de la nueva planta
que sirve de frontera entre ésta y el resto del legendario
pabellón de las aguas en el lado sur, el de los altos techos, las
salas abovedadas, los corredores circulares, las balaustradas
que dominan las alamedas. Un túnel acristalado y aéreo
comunica ambas edificaciones. El pasadizo tubular de
reciente construcción adopta la forma de un gusano
trasparente cuyo intestino de vidrio sirviera de cinta
transportadora a las sombras hieráticas y pálidas que lo
atraviesan con las camillas metálicas y los bultos horizontales
y yacentes, aparentemente dormidos bajo las sábanas.
La sábanas, translúcidas en cierto modo, permiten una
visión difuminada, según determinados informadores,
gracias a la tenue luz que arrojan las pálidas bombillas
suspendidas del techo sobre las siluetas, invariablemente,
cada siete metros. La camilla la flanquean casi siempre
cuatro figuras de rostros enmascarados. Al atardecer, el
gusano transparente adquiere tonalidades violetas, reflejos
irisados del sol de poniente, hasta que paulatinamente queda
en penumbra engullendo su propia luz y todo movimiento.
Lo cruza. Blanco aséptico de nuevo; ausencia de cuadros en
las paredes; cristales fríos, los ventanales herméticamente
cerrados, y el aire denso enlatado en los circuitos invisibles
del falso techo. Esquiva las plantas artificiales, estériles y
decorativas. Cierta simetría ordena y facilita el avance. Las
puertas, a partir de aquí, están numeradas. Cada siete

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puertas, a ambos lados del intrincado recorrido tras el
pasadizo, otro reducto también en forma de mostrador jaula
para un vigilante insomne uniformado. El trasiego silencioso
de los centinelas interrumpe la monotononía siempre a las
mismas horas, tres veces al cabo del día, cuando más
cuerpos naturales, fenecidos y sobrantes, desaparecerán en
el itinerario de vuelta, inertes y a bordo de los idénticos
carritos deslizantes en que llegaron, camino de los grandes
ascensores.

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La Cabaña

Se ha detenido ante la puerta número cinco...


escucha atentamente... (sintonía). (La melodía es de una
grabación de Wanda Landowska, música barroca
interpretada al clavicémbalo. De fondo, se escuchan
disparos de los alemanes). Desde el dintel asiste a su propia
visión y contempla la figura que se sienta en el sillón, de
espaldas a la puerta y frente a la radio encendida.
La puerta entornada representa una clara invitación a
traspasarla, una vez superado el concienzudo análisis de si tal
oportunidad de franqueo proviene de intencionalidad o
descuido. Al menos, dejarla así no aísla al ocupante de la
celda del exterior del pasillo, por donde la vida transcurre a
lo largo del día y se delata a través de sonidos rituales,
mediante una letanía perfectamente imaginable que se
desgrana entre pasos presurosos, toses, tintineos de cristal,
zurridos de manojos de llaves anunciadoras, o simple
vibración de porcelanas; ritmos acostumbrados, susurros,

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recomendaciones, timbres, todo lo cual acompaña de algún
modo y mitiga la soledad de la postración impuesta, gracias a
la presencia lejana, al otro lado, de esos ruidos, rumores de
voces ininteligibles y hormigueo de los cubiertos, las
jeringuillas y las agujas al chocarse en las bandejas. En el
estado sonámbulo de dormivela, los ocupantes de las celdas
pueden intuir presencias cercanas que se aproximan, fabricar
esperanzas imaginando al hipotético caminante, adjudicarle
rostro sin escrutarlo, incluso adivinar, por la música de una
cucharilla que pierde su centro de gravedad en un vaso,
desde el pequeño refrigerio que toca a media tarde, hasta la
hora inminente de la medicación que marcan los relojes de
las solemnes campanadas. Vana ilusión que se arruina
cuando el sonido pasa de largo y se detiene dos puertas más
allá de la que, semiabierta también, descubre una luz
imprecisa que desvela la nuca encanecida de Gioconda e
invita a entrar en su habitación, ya que no fue cuestión de
olvido dejarla así, sino, más bien, resultado de firme
propósito, un intento de conexión desesperada, como
queriendo decir: aún no me he dormido para siempre, estoy
aquí, la radio sigue encendida, se supone que aguardo entre
telarañas de sueño y cabezadas, despierto, despierta todavía,
qué remedio, nunca se sabe qué extranjeros fueron
trasladados, ni quién puede aparecer de improviso alegando
en el ingreso una emergencia súbita, nuevos interrogatorios
quizás, otro chequeo, tal vez una urgente visita fuera de
horario. Al fin y al cabo, desvelarse no es una tragedia, y
ayuda a arañarle a la vida siempre unos minutos más, no sea
que durante el sueño sobrevenga otro sueño más profundo.
En la celda número cinco no hay espejo. El espejo
está hecho añicos y se confunde en la penumbra ocre de la
estancia con la perspectiva del suelo, toscamente ajedrezado;
en el centro del cuarto amarillo, el ventanuco parcelado con

31
seis asimétricos cristales, curiosamente verdes; a la izquierda,
la silla de la habitación engañosamente alargada, donde la
cama parece navegar inmóvil, correspondiendo la parte de
los pies a una soberbia proa protectora y la distante cabecera
a una popa más lejana, huérfana aquélla del tropel habitual
de las soledades y la tripulación invisible de los sueños que
dan vida a las distorsiones ópticas del ojo. Arlés podría ser el
enclave que reproduce la real escena del pequeño cuarto con
la cama del sosiego, la colcha roja acogedora, la ventana, las
dos sillas, la jofaina para el láudano, el autorretrato dentro
del cuadro, una lámina de Turner, y él al margen de cualquier
encuadre, por cuanto no se observa, o sí, contemplando la
figura que se halla sentada de espaldas a la puerta, frente a la
coqueta de tres módulos y el espejo, sabedor de que
pertenece al protagonista del sueño, y, conteniendo la
respiración, se conforma con asistir al evento, mantenerse
inmóvil y escuchar, absorto, el sonido que le llega desde la
radio que desgrana la narración amena y acostumbrada de
los martes a la noche, gracias a la voz juvenil de la locutora
que recita ante el micrófono las historias del cuentacuentos...

Desde el dial acostumbrado, una noche más, cuando


aún se debate y pelea con el insomnio y la voz de la
memoria, amén de esas incursiones nocturnas... y deambula
sin rumbo fijo..., en un momento dado, todo se detiene por
imperativo de la sintonía musical y la voz de Sherezade
acude al reclamo de la cita nocturna de los martes.

(sintonía)
«...Una noche más, medianoche, fielmente puntuales y
atentos a la señal que control indica... seguro que ese gesto

32
que imaginas te previene... sí, estamos en el aire, temperatura
agradable la de este doce de junio con un alto grado de
humedad en el aire... Quedaron en suspenso los olores, que
ahora son el hule invisible donde acude el rocío para el
picnic de medianoche... Al menos, así lo indica el barómetro
de la ventana cuyo cristal rompió en invierno un exceso de
torpe curiosidad cuando irrumpió la nieve...
»…Poco o nada importa la hora, menos aún la
climatología, al fin y al cabo el dial es el de siempre y, aun sin
puntos de referencia, mi voz sigue siendo la misma, y no se
cansará de arrullar para ti leyendas a media voz, necesarias
para no inquietar a los fantasmas, y sí para despertar la
memoria adormecida, pues el juego, precisamente, es el
contrario:
»…La sedación autoimpuesta que la ensoñación provoca,
mece esta música que se escucha en segundo plano... ¿la
reconoces?, Wanda Landoska... in crescendo... primo
acorde... en el jardín de Prades, ¿o fue en París? La poesía, a
pesar de la guerra, florecía en las emisoras; los mensajes, lo
hacían en clave morse; los conciertos eran cita obligada en
las casas y jardines, a modo éstas de improvisadas
catacumbas de la cultura de la resistencia y el ocio de cierta
burguesía. Ahora, hay que respirar hondo, abdominalmente,
nos dejamos ir, volamos, no te asustes, la grabación no es
muy correcta y se escuchan detonaciones a lo lejos...
»…Ahora bien, terminó la guerra, y la concentración no
durará siempre. Por ello os habla Sherezade junto al
micrófono, el gladiolo liofilizado, el comprimido y el agua en
la mesilla de noche, que son, en la habitación de Gioconda,
el burdo bodegón que compite con el cuadro de la
habitación de Van...

33
»…Cuando desde control se indica que entra la música... el
violoncello asiste también a la ceremonia oculta... (sintonía),
Pau Casals a escena. ¿Apagaste ya la luz? Disminuye el
volumen... escucha... Atrapa esta voz de agua que exhuma
todo lo posible. Aquí, el tiempo no se mide, sólo nutre el
invisible objeto que atrapan los únicos sentidos que la
medicina no repara. Aquí tienes tu balneario particular
donde restaurar la piel...
»...A esta hora, justo en el momento en que ordenaron
clausurar el día, concluido ya, cuando las luces esenciales
disminuyen, se encienden otras más imprecisas y te arropa la
sintonía acostumbrada... Cuando antes del sueño, espiral
extraña, como cada martes, dispones las sábanas, la pequeña
luz indirecta, la radio, el vaso de agua, un comprimido...
»…Una noche más te hundes, vertiginoso, denso, pesado
y, sin embargo, lento, ingrávido... y flotas a tus anchas...
cámara lenta esta red de la palabra que acompaña, atrapa y
narra las más bellas historias con las que alimentar la
memoria, agrietada y absorta de tantos errores, arropada por
el frío y esponjosa con múltiples ojos celulares,
desenhebrados por culpa del asombro...
»...De nuevo la narración se interpone al vértigo y al
pánico que la inevitable sensación de caída en el pozo
particular provoca con ese tan conocido sobresalto que
precede al sueño, el instante de pugna contra la ley de la
gravedad y la resistencia a entrar en la tiniebla de la amnesia
recurrente...
»...Ellos, dioses del estanque... ellas, tus ninfas protectoras,
como esta voz de agua que Sherezade te regala, alumbran en
la noche enigmática y balbuceante... La de los diarios
secretos, los pensamientos censurados, los olvidos, el

34
recuerdo parcelado, los afanes incompletos... Rincones
secretos de la memoria fragmentada. Trastiendas. Altillos de
armario. Dobles fondos. Ovillos de la memoria... ¿El
archivo? El lado en penumbra de la conciencia frágil que
alberga las crónicas de gestas ya pasadas... La voz que
interrumpe el sobresalto y el miedo... La palabra de la
rebelión, la que sobrevive a las iras de la pólvora y la
indiferencia ignorante»...»
(sintonía)

35
36
20
Lozano no soporta las cucarachas. Yo tampoco.
Todos le hemos gastado bromas. La cena ha sido parca,
como de costumbre: panochas asadas con uvas y algo de
arroz. Al día siguiente, se rumorea que nos movilizan para el
frente. El destino es en trenes hospitales. Nos forman
alineados antes de subir a los automotores. El mío es el
Autovía número 6 con destino a Valencia. El automotor es
de color gris, gris estaño plateado. Hay mucho nerviosismo,
y la espera en nada se parece a la de una estación normal en
la que la gente aguarda adormilada o se congrega nerviosa en
torno a sus maletas. Viajeros al tren, macabra ironía. Hay
que proceder previamente a la limpieza de los coches; nos
suministran carne, chocolate, mermelada y pan. El
automotor emprende la marcha; vamos de vacío. Se divisan
las huertas salpicadas de palmeras. A la noche dormimos en
camillas.

37
21
Nos sorprende la primera alarma; la segunda nos ha
pillado en la cabaña de la estación cuando estábamos
comiendo un arroz. Se sucederán otras por la noche
coincidiendo con el primer bombardeo.
El pánico. Nos miramos a los ojos. Se suceden los
relámpagos y las bombas que caen sobre la estación. Olor a
pólvora, metal y barro; a herrumbre, ceniza y humo. Se
extiende una luz gris con emanaciones de óxido y azufre. Un
estruendo nos sobresalta, y suenan al unísono los clics
metálicos de los cerrojos de los mosquetones. Lozano
esboza en la oscuridad una mueca indescriptible; también
hace sonar los dedos y chasquea la lengua. Cruje el techo,
hay un tablón desprendido por el que se cuelan los
relámpagos. Permanecemos encerrados en el agobiante
habitáculo de las vías de cercanías. Las sirenas y el tableteo
intermitente de las baterías antiaéreas anuncian el desastre.
Ignoramos qué cara tendrán los pilotos de los cazas. Ellos
tampoco nos conocen, pero deben bombardear, ésa será la
orden irracional que acompaña el rumor de los stukas
volando en picado. Debemos ofrecer un blanco perfecto. La
cara del brigada Lozano resulta inquietante y no para de
sonreír de modo estremecedor. Alega que todo se reduce a
un juego de colores: azul y rojo; la legión Cóndor por un
lado y, por el otro, la temible escuadrilla azul de García
Morato. Asentimos en silencio para no delatar cierto
rechazo a sus consabidas pantomimas de bolchevique
caucasiano. Hagan juego señores, hagan juego, pregona
cuando termina el bombardeo, y la emprende con su
acordeón castigándonos los oídos con la ejecución de una
épica marcha militar de aires populistas.

38
22
La cabaña está fuera de la estación, en entrevías,
alejada algunos metros de los dos hangares principales.
Cuando llueve entra el agua por el techo y es preciso colocar
botes de hojalata en el suelo para sofocar la acción de las
goteras. Si llueven bombas, nunca mejor dicho, aunque
arriesgado, lo mejor es irse a dormir al automotor, que, al
menos, lleva los distintivos de Cruz Roja. La cabaña está
carcomida por la humedad, la lluvia y los temores, mas es lo
único que tenemos y para nosotros es mejor que un hotel.
Lo que le pasa a Lozano es que le ponen histérico las
cucarachas.

En las perchas, improvisadas a base de alcayatas,


colgamos las camisas, los cintos, los pantalones. Por todo
mobiliario seis colchones y un inefable armarito, a base de
tablones y púas, que Senac ha fabricado con tanto esmero
para todos; un quinqué de luz cetrina, y agujeros en el techo
por los que entran algunos rayos de sol y también la lluvia.
Nos abandona hasta el sudor; la ropa huele a saco; la carne
descompuesta de los heridos a azufre; los cintos a sebo
rancio y piel curtida. El enorme cajón, colocado boca abajo
en el centro del habitáculo, sirve de mesa y nos agrupa a la
hora de jugar a las cartas, compartir un arroz o escuchar en
la radio los partes del Alto Mando, que casi siempre falsean
las noticias presagiando los peores augurios para el bando
contrario. Lozano lo utiliza para guardar en él los periódicos
viejos que colecciona incansablemente, además del viejo y
desafinado acordeón, que dice fabricado en Turingia.

39
23
Lozano me llama el escribidor y se mofa de que los
demás me pidan que les escriba las cartas a sus novias o
familiares. Primero, escucho a mi interlocutor y, mientras él
me narra cuanto desea que escriba, lo examino
detenidamente y me fabrico una imagen suya aproximada;
también una suerte de radiografía psicológica y caricatura
con esbozo del rostro del destinatario. La novia de Senac se
llama Laura y Dolores la de Casimiro, el pequeño jumillano
que nunca ha visto el mar. Laura no me conoce, aunque
cuando contesta las cartas opina que le parece bien la idea de
partir hacia Argentina. Ella, igual que las demás, permanece
en casa cosiendo, pendiente de quién llama a la puerta por
las noches; sin perder de vista durante el día la ventana, el
cielo y la dirección que toman los aviones. Las mujeres se
han quedado solas, en las casas. Los hombres están en la
cárcel o en el frente. Andújar le escribe a una tía suya monja
que ya no viste los hábitos para no verse descubierta, y
escapó tras el incendio de su convento. Los observo
cuando me hablan. A ellas las imagino y les adjudico rostros
inventados. A veces, me implico más de lo necesario y corro
el riesgo de no ser demasiado fiel a lo que ellos me cuentan.
Estoy en el centro; entre ellos que me hablan
entusiasmados, y ellas que me leen y, seguramente, aguardan
pacientes a que termine la infame guerra.

Cuando los bombardeos cesan, la pequeña mesa de la


cabaña cumple el papel de improvisado taller de escritura.
Entran de uno en uno, mientras el resto aguarda fuera. Es
como una especie de confesión en silencio a la que sólo yo,
y después ellas, tenemos acceso. Lozano insiste en que la
cabaña apesta a cucarachas, y creo que lo dice con doble

40
sentido. Nunca me ha dictado carta alguna. Siempre
merodea cuando escribo. A los bombardeos acompañan las
persecuciones, los registros, las detenciones, el pillaje. La
pistola al cinto, la desconfianza y el miedo sirven de
pasaporte. El hambre es patrimonio de todos. Como el
pánico, y el miedo irracional de Lozano a las cucarachas.

24
He intentado a toda costa escaquearme en estos dos
primeros años, pero al final, tras un periplo de despistes
burocráticos y reconocimientos médicos, me han declarado
útil para todo tipo de servicio. O sea, útil para la guerra, apto
para morir. La incorporación fue en el CRIM número 6. No
obstante, recurrí el fallo del tribunal alegando problemas en
la vista. Admitieron mi recurso. Después, nuevo
reconocimiento. Comienzo otro peregrinaje a base de
dilaciones, trámites y presentaciones en Comandancia,
Transeúntes, Sanidad y Tribunales Médicos. En esta
ocasión, el fallo vuelve a considerarme apto para servicios
auxiliares, así que no hubo manera de librarse. Finalmente,
he ido a parar a un camión con más soldados de mi quinta,
sin más equipaje que un plato de aluminio atado a la cintura,
una cuchara y algunos fiambres en el bolsillo. Qué manera
de aferrarse a la vida a través de un trozo de pan y unos
utensilios rudimentarios, ese universo de las pequeñas cosas,
que es el único tesoro que nos queda junto al sueño
obsesivo de escapar un día de este infierno.

25
La escapada. Como quien huye de la propia tragedia
hacia otra más incierta. Un modo de huir consiste en

41
arroparse con el pánico, la asfixia y el humo. Pocos enseres
necesita el miedo en su afán de desplazarse. Hasta las
sombras huyen despavoridas entre los fogonazos que
alumbran en la noche, intermitentemente, a los buscadores
de fronteras —que no de oro—, esas anónimas siluetas de
cazamariposas de libertad que constituyen la asignatura
pendiente de la paz y el vano precio de toda guerra.
Somos carne de fotorreportero, de soldado impuesto,
crónica mísera de un anhelo imposible donde el horizonte
es algo más que una línea y el futuro bruma. Huimos de un
sitio para otro con el automotor, los fusiles y la inanición
encima, sin desaliento, porque no hay tiempo para un
análisis lógico. La única charla la constituye un monólogo
con el propio silencio. Permanecemos inmóviles a la atenta
escucha de los latidos; mientras duren, deducimos, habrá
vida; pálpito leve, vital, en suma, si no lo paraliza un obús
perdido.
Vamos con la vida a cuestas, poco importa si hacia el
norte o hacia el sur; da igual la latitud si el meridiano
resultara acertado. Huir hacia ninguna parte, devorar
estaciones, kilómetros, masticar el polvo a falta de otra cosa,
aguardar el fin, eludir la muerte y, en definitiva, adjudicar
algo de sentido a la propia aridez desértica que nos diseca la
esperanza, a la que por frágil urge poner a salvo de tanto
blanco vulnerable. Aferrarse a un diario viene a ser como el
salvavidas del náufrago asido a una tabla de supervivencia
extrema.

26
Esta jodida guerra ha cambiado mi vida en cuestión
de horas. Ahora, todo lo que acontece en el destacamento se

42
desarrolla a base de instrucción, viajes en el automotor,
asquerosos ranchos, revistas de inspección, baños en el río,
cortes de pelo y escapadas al campo para buscar tabaco o
efectuar algún trueque por comida en los cortijos. No es de
extrañar que me haya agarrado una colitis y ande rebajado de
servicio intentando combatirla a base de salicilatos que tomo
cada cuatro horas. Cuando nos dieron la ropa hubo que
repasarla con aguja e hilo, pues venía en horribles
condiciones. ¡Había que ver a cincuenta tíos, hechos y
derechos, afanados en una costura tan colectiva como
pintoresca! Sin olvidar cuando nos toca ponernos a limpiar
lentejas.

27
Me releva Lozano. Salimos al campo con las camillas
para un supuesto táctico. Tiene gracia el simulacro; como si
dentro de la propia guerra jugáramos a otra igual, pero ésta
simulada. Al regresar, tuvimos que saltar una acequia bien
llena y se produjeron algunos remojones. Más instrucción,
más guardias, estoy cansado; y lo peor es que esto no tiene
trazas de acabar. Lo único bueno de la guardia es que me ha
tocado al amanecer (luna, ladridos lejanos de perros al alba y
unos minutos para escribir unos versos, soñar con Matilde y
con las golondrinas antes del toque de diana.)

28
De nuevo se ha presentado la fiebre. Esta vez la
emprendo con aspirinas y leche. Estos comistrajos de
mendrugos de pan, tortas de trigo o las sandías que
compramos a cinco pesetas, sirven para una cena, pero de
ese modo la indisposición gástrica es inevitable. Al final he

43
logrado librarme de ella, pero no hay quien me salve de que
me embarquen de nuevo en un tren hospital con destino
incierto. Pero, los heridos son los otros. A nosotros no se
nos valoran las heridas, en su mayoría internas.

30
Hoy han pagado. He ido a ponerle un cristal a mi
reloj. El relojero no ha querido cobrarme. Dice que le lleve
algo de tabaco cuando pueda. Seguimos pasando más
hambre que el perro de un ciego; por curiosidad, mi peso es
sólo de 58 kilos.
Llueve durante todo el día. Cuando escampa nos
sorprende, camino del destacamento, el espectáculo de miles
de golondrinas que se reagrupan para emigrar. Sueño con
unirme a ellas, perder de vista la contienda y aterrizar un día
en otro continente. ¿Huirán de la guerra? ¿Llegarán, quizás,
hasta Argentina?

31
Persiste la fiebre. Me empapa la frente, el cuello, las
manos; me atenaza durante el sueño como una liana
pegajosa en la espalda; no remite. Los pañuelos están
empapados de sudor ácido. Tengo frío. Hace horas que
duran los temblores. Tiemblo de pies a cabeza bajo las
mantas, a pesar de que mi temperatura corporal debe ser de
cuarenta grados.
...La fiebre, qué extraño. ¿Como un sopor deseable?
Más bien, como un encuentro no buscado de propósito. Te
arracimas a ella encogido como un niño acurrucado. La
sensación es de corcho, goma, esponja o algodón

44
empapado; sobre todo, el vértigo: cuando me hundo
vertiginoso, denso, ingrávido, pesado, y sin embargo lento...
Se diría una fuerza que te arrebata hacia arriba. No se trata
de una caída, asciendo con el vértigo, pero sé también que
caigo, floto torpemente, me comprimo, desaparezco.
Buscas una mano para asirte. Miedo a la gravitación,
el círculo, el agujero negro y el remolino vertiginoso. Acaso
el pozo, esa hondura de la negrura inmaterial. Pero no hay
materia, eres aire marrón, cartílago, acero, sudor gelatinoso,
amorfo, corcho. Desde la no-forma te desbordas como un
silencio a punto de estallar. No hay sabores ni olor. Algo,
alguien te arrebata la materia, átomo tras átomo. Celofán,
porosidad vencible, frágil desde el aturdimiento y manejado
por la extraña fuerza, una invisible fuerza sin nombre, ni
forma, ni ojos, ni voz, ni olor. Como globo que asciende
bamboleándose, enorme y torpe, acaso un cero deformado,
sin caderas y amenazado de muerte súbita por estallido
previsible.
Luego, ese viejo olor a pólvora, metal y barro; a
herrumbre, ceniza y humo. Sudor-sudario de almohada,
friocalor intermitente, náusea. Después, quietud, pálpito
anestesiado, olvido, somnolencia y sueño, ya no astral, sin
fiebre, sólo a ras de las camillas y las vías reparadoras para
emprender otro viaje en el automotor infernal y enloquecido
hacia ninguna parte.
La extrema sensación de ingravidez te avisa de un
abandono inminente. Podría tratarse del propio cuerpo
empujado desde su centro de gravedad a manos de otra
gravedad desconocida. La voluntad lucha por no desgajarse.
La voluntad y el movimiento no se coordinan, se separan
por vía umbilical de la nave nodriza. Impotencia. El pasillo
es penosamente largo, interminable; amplio, longitudinal,

45
inquietante y frío. Quiero caminar sin conseguirlo. El olor a
desinfectante es intenso. Repto de un vagón a otro. No hay
forma de alcanzar la puerta del vagón de cola. No hay
escapatoria. Ni aun dormido.
La estación de Carcagente desapareció en la pesadilla,
quizás a consecuencia del fragor del último bombardeo.
Algunos milicianos se pasean con los mosquetones al
hombro bajo la oscuridad de la noche, enredados al calor y
a las pistolas sujetas al cinto como si fueran lianas. Comen
membrillos, que en la oscuridad confundo con mangos.

2
Tras el bombardeo, salimos hacia Onteniente a toda
velocidad para evacuar heridos. En Carcagente se queda un
sanitario con otra expedición para Gandía. Desde Játiva, el
viaje resulta pintoresco, entre túneles y pueblos como
Genovés, Beniganín, Pobla del Drac. Comemos en el
hospital: sopa de cocido, bacalao en salsa y mermelada. El
director nos obsequia con un paquete de cigarrillos
«Virginia».

3
Tenemos un descanso. Le escribo a Matilde. Vamos
al correo a echar cartas y luego a Intendencia, en el
Gobierno Militar, a por el suministro.
Matilde tiene miedo de que me ocurra lo peor,
aunque le gusta que le cuente toda esa historia de los
automotores, la cabaña, los bombardeos.
—¿De verdad que a ese tal Lozano le asustan tanto las
cucarachas?

46
—Pues claro. Se pone más histérico que una mujer
ante una rata. Sólo le falta subirse al cajón y empezar a
lanzar gritos. Y si no lo hace será para no cargárselo, que
dentro guarda los periódicos y el acordeón.
—¿Y para qué los periódicos?
—Muy sencillo: ante los controles y registros, puedes
mostrar diarios de uno u otro bando, según convenga.

La presencia de Lozano me inquieta. Su cara deforme


y alargada me recuerda toda la opresión blanda y etérea de
El Grito de Munch, como si estuviese a punto de estallar, de
licuarse en la oscuridad flotando ingrávido y etéreo en la
negrura. Merodea casi siempre a nuestro alrededor.
Imprevisible. Observa como el que toma nota. Aguarda el
rumor de las sirenas igual que la alimaña tiene la certeza de
que antes o depués caerá su presa. No es nada susceptible.
Apenas comete un error que justifique ignorarle. Su primer
arma es siempre una sonrisa amable. Incluso cuando habla
lo hace expandiendo las palabras por el aire, a la búsqueda
de cualquier interlocutor que tercie en la conversación,
iniciada siempre como una invitación inofensiva. No fuma
pero bebe a todas horas. Achaca sus persistentes dolores de
cabeza a la esquirla metálica alojada en el cerebro que le fue
detectada, tras un rifirrafe bélico, gracias a la revolucionaria
sonda eléctrica inventada, según él, por un tal Dr. Krause.
Casi siempre aparece de improviso y se hace el
encontradizo. Hurga en los cadáveres como un buitre lo
haría en las vísceras de su víctima. Alega cierta aristocracia
de abolengo familiar, anota con tiza el número de bajas, y
para colmo le divierte dibujar una silueta en el suelo cuando
algunos son abatidos.

47
4
El último asueto lo aprovechamos para hacer una
pequeña excursión con el jefe de nuestro automotor y el del
T-19. Vamos hasta la estación de trenes eléctricos y, desde
allí, en el tren Hospital número 19. Salimos para el Pla. Nos
acercamos a la pinada que llaman «La Cañá»; por las
ventanillas se cuela un delicioso olor a resina y romero. Pese
a la fina llovizna que cae nos decidimos a abandonar el tren.
Una vez en el río coincidimos allí con un colegio de niñas
que, con sus maestras, van de paseo. Nos acompañan; en el
soto se han puesto todas a jugar al corro y, en unos
instantes, nos atrapan en la rueda uno a uno. Por unos
segundos nos olvidamos de la dichosa contienda y corremos
y saltamos nosotros también, hasta que arrecia la lluvia y
subimos al automotor. Entre cantos y risas el vagón cambia
durante unos kilómetros su faz habitual de tren que traslada
heridos desde el frente. El jolgorio de las canciones parece
un griterío de golondrinas. Nos quedamos sordos cuando se
bajan dos estaciones antes de Valencia, pero decidimos
seguir cantando para llenar el vacío. No para de llover
durante toda la tarde y la noche, que la pasamos primero
refugiados en la cabaña de los motoristas; después, como
persiste el chaparrón, decidimos volver al automotor para
dormir.

5
Evacuación a Novelda. Llegamos a las 14.40h.
Comemos en el hospital: potaje de garbanzos, pescado frito,
uvas y vino. Los platos son viejos; los cubiertos de estaño; y
el vino en botes de hojalata. ¡Hasta las enfermeras son viejas
y sucias!

48
Aquí la gente se está volviendo loca. Poco importa
en qué bando militen. Desde que estalló el conflicto, que
Andújar define como golpe de estado en toda regla, los
enfrentamientos se multiplican en cascada, se diría que hay
más de una guerra y que cada uno hace la suya por su
cuenta. De regreso, hemos transportado enfermos mentales.
Evacuamos la clínica entera entre gritos, enfermeras
azoradas, médicos atareados y camillas por doquier; a más de
uno ha habido que atarlo, presa de ataques repentinos.
Salimos hacia San Vicente del Raspeig a las 8.45h y llegamos
a las 12.00h. Terminada la evacuación nos vamos en tranvía
a Alicante a por el suministro. Regresamos a las 16.30h y
llegamos a Valencia a las 19.00h. Por mi parte, no ceso de
pensar en el mar cuando nos bañamos a orillas del Turia; el
mar, las golondrinas; si fuera posible largarse de aquí en
barco o volando como ellas... ¿Llegarán hasta Argentina?

6
Lo mismo evacuamos heridos que nos sentamos en
un quiosco para tomar café o comer membrillos; incluso hay
quien por comprar algo se ha hecho con una calabaza.
Alarmas, bombardeos, evacuaciones, viajes y más viajes.
Hoy, mientras cambiábamos a los heridos de camilla en la
estación nos han bombardeado de nuevo. Salimos sin
novedad. Evacuación a Sax, un pueblo no muy grande, de
calles estrechas, empedradas y en cuesta su mayoría, que se
extiende al pie de una colina sobre la que se eleva un antiguo
castillo en ruinas. Salimos con prisas otra vez; llevamos
tíficos a Algemesí y heridos de bala a Alcira. De nuevo las
monótonas comidas de hospital: potaje de garbanzos,
pescado frito y uvas. La esquizofrenia gana terreno. Han
sonado nuevas alarmas, y, pese a todo, por la noche, como

49
si nada ocurriera, vamos al Teatro Lírico a ver alguna
zarzuela como «La ladradora» o «La moza del Carrascal».

La maldita guerra impide restaurar los agujeros de


nuestra propia vida. Así, que a la que podemos nos
tomamos la revancha de esta estúpida confrontación de
generalitos de tres al cuarto y un montón de milicianos
resentidos.

10
Salimos de excursión hacia El Saler. Lo hacemos de
noche, andando. Llevamos un pichón, una gallina y un
conejo; una bombona de vino, una botella de aceite y uvas.
Pasamos por parajes como Castellar, Oliveral y Pinedo,
hasta llegar a El Saler. Mientras algunos hacen los
preparativos para la paella, Pellicer se queda para vigilar que
el all i pebre esté en su punto, mientras el resto navegamos en
barca por esta especie de Venecia levantina, entre los canales
que cruzan las huertas para dar agua a los arrozales. El paseo
resulta entretenido. De los trece que somos, Senac, el
pequeño jumillano, es el que permanece más ensimismado
contemplando el mar. A unas mujeres que venían de la playa
les hemos pedido unos pescados y nos han dado un
salmonete a cada uno, que asamos para el aperitivo. Por
unos momentos nos olvidamos de la guerra, y a los postres
todo son risas y jarana. Volvemos en carro a Pinedo y, desde
allí, a Valencia en camiones. Retornamos a las alarmas, los
sobresaltos, el sueño interrumpido y las idas y venidas con la
furgoneta pintada de rojo, demasiado visible bajo el fuego de
la aviación enemiga, según se mire.

50
11
Las causas de morir pueden ser muy diversas. Dicen
que en el frente de Teruel el frío y la nieve hacen estragos; el
tifus exantemático acaba por ser tan peligroso como los
bombardeos. Ayer, en el paso a nivel de Xátiva, el
automotor atropelló un automóvil resultando muertos sus
tres ocupantes. Luego, nos hemos enterado de otro suceso
luctuoso: el autovía de Alicante, a causa averías en el motor,
tuvo que ser remolcado por una máquina, y el automotor
que salió a socorrerlo arrolló un camión. Resultado: más
muertos y más heridos. Para colmo, la aviación bombardeó
salvajemente Algemesí; nos escapamos de milagro. Decido
escaparme definitivamente de este infierno sin sentido.
¿Pero cuándo? ¿Cómo?

12
Después del reloj estropeado le ha tocado el turno a
las gafas. Circulábamos con las luces apagadas por
precaución y tropecé con otro sanitario en el pasillo del
automotor. Aprovecho una evacuación de heridos para
repararlas. La compostura me cuesta quince pesetas. Pude
ver a Matilde durante un par de horas. Le digo que no se
preocupe, que todo va bien y que le avisaré cuando disponga
de dos pasajes para el barco que desde El Grao nos llevará a
la Argentina. Piensa que me he vuelto loco. Sin embargo,
aquí la única locura que hay es todo este caos que no hay
quien entienda. Evacuaciones, viajes; viajes en automotor,
viajes en un camión de carabineros cargado de sal. Y en los
intervalos, esas escapadas compulsivas a Valencia para
distraernos del horror y no pensar: al Teatro Serrano, al
Rialto, o al Teatro Libertad —qué paradoja—, al cine Gran
Vía o al Doré. Sin olvidar el hambre que pasamos y que

51
combatimos con esos maravillosos manjares de los
hospitales a base de potajes, bacalaos en salsa, melón, vino y
cigarrillos, no siempre de la marca «Virginia».

13, martes
Algunos rumores apuntan a que nos mandan al
frente, a primera línea. Otros vaticinan que esto se acaba;
que la llegada de las tropas liberadoras es inminente. Lo
único que creo es que habría que salir de aquí cuanto antes.
Además, si liberan Valencia los nacionales, al ser zona roja,
igual estos tíos en el fragor de la victoria nos pelan como a
chinos. Para mañana hay una evacuación prevista de heridos
a Murcia. Si pudiera llegar hasta Cartagena y escapar desde
allí... He avisado al padre de Matilde, que es el empresario
del Teatro Serrano, por si quiere aprovechar el viaje y
reunirse con nosotros. Entre Villena y Monóvar se avería el
automotor. La cosa se complica. Una máquina nos remolca
hasta San Vicente del Raspeig. Me quedo en Alicante para
seguir con los heridos que llevamos en las ambulancias y
hago noche en el hospital Negrín, donde aquéllos son
hospitalizados provisionalmente. Tras mil y una peripecias
me obligan a llevar los heridos en un tren hospital militar sin
camillas. Algunos de los heridos van tendidos en un colchón
en el suelo del furgón. Para otros fue peor. Casimiro cayó en
el último bombardeo. Cuando trasladábamos a varios
mutilados en sillas de ruedas hasta la vía 4, Lozano lo hacía
junto al pequeño jumillano en el momento de cruzar las vías.
[La sirena estridente cabalga a lomos de una luz
esférica y amarilla. El grito metálico también. La luz lo hace
a toda velocidad como un reflector de aristas puntiagudas,
imparable. Chirriar escalofriante de cuchillos en las vías
húmedas, negras, suaves al tacto, sin estrías. Un golpe seco.

52
Último acorde. El de los vagones que estridencian en un
acordeón de mil fuelles. Un haz de gravilla se proyecta en
diagonales por el aire. Después, silencio. Y las mantas
militares, piadosamente extendidas bajo la lluvia.]
El jumillano ya no volverá a ver el mar. ¿Y por qué
Lozano sí?

15
La vida no es del todo manifiesta, y se anuncia de
boca en boca a través de una clandestinidad temerosa de ser
descubierta. El recelo en la mirada es básico para sobrevivir
y constituye una especie de salvoconducto, no siempre
acertado. Hay conocidos y amigos entre el bando enemigo,
que siempre es el otro, según se mire. La gente está
desubicada y a muchos les ha tocado militar en el bando
contrario a sus ideas. Hay curas que van de paisano y para
saludar, si te reconocen, te guiñan un ojo en un descuido.
Algún miliciano bien nacido ha salvado a más de uno, al no
reconocerlo de ese modo, del temible paseíllo nocturno:
deudas de sirviente, o de paciente agradecido. Por ello es
mejor no reconocerse en la calle, pues la trampa simple del
saludo es la que sirve para delatar a iguales. Según qué
escritos, en caso de registro, vale más la pena destruirlos.
Los registros y las detenciones se amagan en la noche.
Se escuchan con frecuencia pasos, aldabonazos,
rumor de tropel descarado de escalera, en los escalones
fríos, y también anchos, redondeados en sus bordes, al
tacto, lisos, jaspeados de tonos naranja y azul, ahora oscuros
y sombríos. El barandal de la escalera también resulta frío al
tacto; otro tanto sucede con el revólver del miliciano que
acaricia sin cesar el acero con las manos, cuyo helor

53
sobrecoge y transmite cierta amenaza inquietante debido a la
rugosidad de la superficie en unas partes y su deslizante
suavidad en otras. ¿Abultamientos? ¿Estrías? Están en el
tercer piso. Aguardan unos en la escalera, mientras otros
correligionarios efectúan el registro y uno de ellos, en el
portal, se entretiene dibujando con tiza una silueta sin ojos
en el suelo. Buscan cualquier indicio que justifique la
incursión nocturna. Revisan papeles, documentaciones,
poemas, escritos, archivos, cartas, borradores, y miran por
sistema con cara de sospecha, ante la mirada aterrorizada de
las mujeres de la casa.

17 agosto
Aconteció de noche. La traición siempre necesita de
la noche para pasar desapercibida. La impunidad que la
oscuridad de la calle proporciona, facilitará la detención del
poeta que, flanqueado por dos hombres armados, recorre
torpemente el breve trayecto a lo largo de la estrecha calle
que conduce hasta el Gobierno Civil. Esa noche no hay luna
que brille en las crestas de los adoquines tan irregulares.
Revolvieron en toda la casa, a la búsqueda de algo que lo
delatara; también en la de la huerta de San Vicente, donde la
brisa estival acechó extrañas figuras nocturnas entre naranjos
la noche del diecisiete. En mangas de camisa. Con la corbata
de artista. Sereno, con el paso firme, a través del macabro
paseo por la calle de la Duquesa, quién sabe si pensando en
la burda música que los pasos traidores arrancan
desordenados sobre el empedrado; tamborilea el corazón y
se cierne la noche arropando la traición que luego se
justificará de mil maneras. Silencio de hielo el de las calles de
Manhattan, también, donde, a la misma hora, la luna sí
preside las fumarolas misteriosas que el asfalto exhala, justo

54
entre la 5ª y la 54ª, antes de partir, mucho antes de que el
gran vapor aúlle y rasgue el aire con su lamento de ronca
sirena («Suena la sirena de vuelta al trabajo...»), y un borracho en
el Bovery vomite a trompicones unos versos de Walt
Witman, ebrio poeta de Nueva York, a punto de callar para
siempre.
Le iluminan los faros del coche al borde de la
carretera, en el filo de tan errática dirección como lo fuera
doblar la esquina de la plaza de Trinidad con destino
incierto, sin posible indulto, vano sueño de papel que florece
ahora junto al olivo de Víznar, a guisa de imposible
rascacielos, en construcción aún, de palabras por venir,
«café, café le han dado», insisten las informaciones, según
palabras de Lozano quien afirma haber pasado los primeros
meses de la guerra en Granada. Ultimo amargo trago de
acíbar, vinagre y hiel, antes del alevoso disparo que no
logrará jamás acallar el grito, como tampoco el agua estéril
de la Fuente de las Lágrimas, ni este mío pozo hondo, en el
que lloro, hoy, al alba…
Cuando me anego, se hunde, te hundes, algo, alguien
te me y nos sumerge. Esa sensación de peso en la negra
oquedad de Víznar que tiembla de terremoto extraño. No
puedo andar ni mover las piernas; ni abrir los ojos; ni agitar
las manos. Ignoro qué hacen ahí de pie flanqueando los
faros de la noche, bajo el olivo, el de la orilla izquierda,
inmóviles y extrañamente firmes, mosquetón al hombro,
anclados, como sombras hieráticas, de los cintos negros y
los débiles destellos que pestañean en los machetes y en las
hebillas de baquelita plateada cual estrellas. Segundos
después, ese viento súbito, brutal, helado, junto a la tierra y
el árbol, donde el verso yace; más tarde, esa enorme

55
ingravidez que secciona los movimientos, la mirada, las
palabras.

Sólo la noche arropa, en un principio, el cuerpo del


arlequín desteñido por la sangre y destrozado, a cara
descubierta, por lo que todo el mundo se conmueve ante la
sangre derramada. Pesada cruz la que podría configurar la
noche. Al final, siempre la bala asesina, el gatillo infame, la
sinrazón represora en el percutor, y la vida inocente y
libertaria en medio de la diana. El disparo —que no al aire—
resultará certero y evidente, te ahogas en tu propio vómito y
el grito, que aplastan y silencian, por si acaso, un tiro de
gracia y dos extrañas risotadas.

Teñirán de arena la sangre, pues la sangre, como el


aceite, resulta peligrosa en la carretera. Los camaradas, al
quite, descubriéndola, la adornan con claveles. Un ritmo de
tu cerebro, aún caliente, sueña y confunde una ilusoria y
postrera esponja de vinagre y agua con los besos de nadie,
yaces, cruz en brazos, confundido con la tierra parda.
Seguro que ese atronador estruendo no es otro que el
alarido hermano que la desesperación y la impotencia
convulsionan, en una sabia multiplicación celular de
luciérnaga enterrada que versifica para siempre el humus
imperecedero.

A la chusma le va bien crucificar al mal ladrón, a


quien los fariseos militarizados y azules califican de violento
y radicalpoeta, anarquista y peligroso, por lo cual será
menester sellar en la nocturnidad informes, bocas, reportajes
y posibles declaraciones comprometedoras. Pero el mal ya
está hecho, y la flor truncada. La barbarie flagrante pronto
llegará a las trincheras y dará la vuelta al mundo, cuando una

56
legión de lágrimas se desborda incontenible ante el seco
estampido de tus ojos/verso cerrados sin remedio.
¿Me deslizo? Se desliza, sí, hacia dentro, vertiginoso,
denso, ingrávido, pesado, y sin embargo, lento. Se alejan los
sonidos. Se instala el silencio. Se esconden las avutardas. La
luna negra menguante marcha y llora, como dicta el narciso
negro machadiano. Ignoro dónde estás. Desconozco por
qué no caminas ya con nosotros, es tan agradable. Cada
paso es una aventura hacia un versomundo nuevo. Avanzas;
avanzamos. Silencio enorme; como el de la nieve cuando lo
cubre casi todo; como el silencio que precede a la catástrofe.
Al fogonazo azul le sigue una detonación seca. El pánico.
Silencio. Y, luego, ese viejo olor conocido a barro y pólvora
quemada... A herrumbre, ceniza y humo.
Me niego a poner en clave alguna esta anotación, pese
a eventuales censuras o registros... ya poco importa. Son las
siete de la mañana y, paradójicamente, tras el alba, a pesar de
las golondrinas premonitorias, se ha cernido otra vez la
noche.

8
He dormido fatal. Ha debido ser a causa de la fiebre
o me sentó mal la cena a base de sopa, azúcar, dátiles, vino y
coñac. La pesadilla continua era la de la visión de la cabaña
de la estación, donde tan buenos ratos hemos pasado
compartiendo camaradas, arroces, alarmas, lluvias, noches y
bombardeos. Se deshacía lentamente y se derrumbaba; la
contemplaba impotente como el que ve desmoronarse su
propia casa. En el accidente, una locomotora enloquecida la
hacía saltar por los aires. Lozano permanecía en pie
sonriendo como si nada. O tal vez ha sido efecto del mareo

57
en el barco. Matilde no se ha mareado; por la forma en que
me mira creo que piensa que me he vuelto loco. No veo
golondrinas; sólo algunas gaviotas nos han seguido durante
algunas millas al salir de Cartagena. El mar, de color gris, se
torna, poco a poco, más azul y con tonalidades plateadas.

58
(sintonía)

Hoy, ciertos resplandores, entre blanquecinos y


azulados, se cuelan en la habitación provenientes del exterior
semejantes a los destellos de luces fatuas de variable
intensidad, lanzados quizás por algún televisor en marcha
cuyo sonido apenas llega hasta el exterior del pasillo en
penumbra. Por tanto, una vez más la vida acontece fuera y
se reproduce dentro de la mente a base de la información
recibida fragmentadamente con los retazos audibles que
alimentan, de tal manera, la radio y la imaginación despierta,
por medio de banales acontecimientos anunciadores de
algún factor sorpresa. Una vez más, el espectador
comprueba vida ajena, observa, escucha y participa en la
secuencia desde la invisibilidad, a la que concurren los extras
de la película en cuyo reparto final ni siquiera serán
mencionados.
Sabe y le consta por otro tipo de rumores que aquí se
oculta el armamento más moderno, secreto y corporativo.
No es de extrañar que esté prohibido alcanzar la puerta
sellada que aguarda al final del pasillo principal, ni que las

59
historias se narren cifradas en clave y luego desaparezcan.
Controlan los ingresos, toda actividad, cualquier ritmo, el
parque de concentración, la legión de recluidos, cada celda,
la suite del último deseo, las cartas a través de la censura, los
escritos, los poemas secretos, los informes. Los informes
sirven para los juicios sumarísimos.

60
61
Informe 633

«Para mí que se trata de un caso de autismo


socializado. Parece como si la imaginación no se hubiera
visto tan afectada en la infancia, según describe la
característica interacción social mermada por consabidos
problemas de comunicación. Sí que responde cuando le
llaman, reza la historia clínica, pero evita mirar de frente
otras personas. Seguro que toda la dificultad estriba ahí,
cuestión de matices, mas no queda claro que la disfunción
tardía sea achacable ahora a la acción de un gen, y mucho
menos a una proteína. Desconozco por qué esa manía de no
contemplar más que los cuadros clínicos prototipo, cuando
de abundante literatura médica novelada se deduce que el
síndrome de Asperger pudo originarse con una educación
defectuosa, o se instaló a consecuencia de la nefasta
influencia de algún progenitor demasiado sistematizado.
Difícil hoy emprenderla con un diagnóstico trasnochado, a
no ser por esa reiteración de frases, símbolo de conductas
repetitivas. Es evidente el mecanismo de defensa que le (les)

62
empuja al progresivo aislamiento, esa especie de castillo de
inútiles fantasías. La secuencia del cromosoma 7 arroja un
cociente intelectual nada despreciable, como el lenguaje: lo
cual no encaja con la pretendida pérdida de memoria, difícil
de adivinar formando estructuras en ovillo que limiten el
funcionamiento de los neurotransmisores. Sin embargo, se
cuestiona la capacidad de recordar, reconocer y hasta
orientarse, por cuanto se desvanece la duda de una
simulación engañosa.
»El silencio protege. Ahora bien, la etiología de la
serotonina es alto contundente. La tristeza, inicialmente
depresiva, dio paso a una serenidad neutra que no
contemplan los manuales. A caballo entre la quietud y el
silencio. El silencio está ligado a la depresión, y la apatía —
como la quietud— es un paliativo resultante de la falta de
afán y la carencia de esfuerzo. Ahí empieza la metamorfosis
que abandona cualquier patología, imitando a las cigarras que
prescinden de su camisa en el verano. Una piel nueva. Eso
es, un cambio de piel.
»La parálisis de algunos músculos comenzó de modo
paulatino y progresivo. Primero en algunos dedos y en la
articulación de los nudillos. A continuación, en las pestañas
y en el párpado difuso, reduciendo un diez por ciento la
visión lateral y la mirada en general, por lo que se desató
cierta astenia hasta generar, desde la inmovilidad deseada —
o tal vez inconsciente— un estado de vigilia somnolienta,
que, simultáneamente, anestesia la capacidad de análisis,
borra los juicios de valor —si bien, de modo intermitente—,
las opiniones, cualquier prejuicio o conclusión, que debería
instar al menos alguna reacción encaminada al movimiento.
Mas no acontece así.
»El ojo derecho mira, sin embargo, expectante y
parece atisbar en el techo un punto imaginario. Mi

63
valoración personal es que estamos ante un coma engañoso
y simulado; una desconexión neurológica buscada de
propósito, tendente a anular la definición y el concepto.
Poco debe importar entonces el recuerdo de los trenes o la
nostalgia, donde cualquier intento de provocarla resultaría
innecesario, tan absurdo como el de recordar o la añoranza
que el momento presente desmitifica. Extrañamente, se
ralentiza la respiración, disminuye el ritmo cardíaco y
sorprende que, lejos de desencadenar algunos episodios
descritos habitualmente, más o menos graves, la situación de
serenidad se afiance, casi ni la altera el vuelo de una mosca.
Y, no obstante, no se configura cuadro alguno de ansiedad
postraumática, ni se prevé fallo multiorgánico inminente.
Sólo reina una atonía aparente, y gobierna a sus anchas en
esa zona de nadie, la única que saborea su propio paladar, no
susceptible de llevar nombre de derrota, a juzgar por la
expresión neutra en el rostro, reacio en los primeros días a
naufragar en la consabida catatonia. Ni siquiera se molestará
esta tarde en leer o escribirle algún poema, ninguna carta;
tampoco a mí, que intuyo que sí me reconoce; respira, eso
sí, abdominalmente, sonríe vagamente, y seguro que me
observa de soslayo. Cuando la mirada se ilumina, brilla como
lo haría ante un nirvana merecido, reencontrado, que por
otro lado habría que calificar, emulando palabras suyas
anteriores al episodio, como zona azul o absurda zona cero.
»La tensión permanece estable y controlada. No se
disparan los niveles de azúcar en sangre, ni tampoco los de
la urea. El pulso es débil, no arritmias. Aún así, las pupilas
siguen sin estímulo aparente a la luz: atonía muscular que
resiste a la punción. Más que fotofobia, afirmaría,
aislamiento de la luz. Presiente algo. ¿Simulación? Engañoso.
Altamente engañoso.

64
»No creo que la medicación aporte beneficio. Fuga y
desvarío se vislumbran ineludibles. Hay resistencia a la
medicación. Logrará salir. Resultará difícil toda recuperación,
pero tiene que haber alguna clave por absurda que ésta sea,
nunca se sabe. Si algo está claro es que la medicina oficial
resulta inoperante. No me extraña que la prescripción
facultativa desaconseje, por el momento, la sedación, el uso
de la terapia azul, la intervención del veterinario, y se
recomienden los baños y la homeopatía, estimando
conveniente mantenerle los paseos frente a la estatua de la
Venus del Paraguas, también la radio cada martes, la música
de Pau Casals y las infusiones de Artemisia.»
Firmado, doctora Pétain

65
El espejo

Te gustará —le recuerda ella hablándole quedo al


oído—: tu puerta es la número cinco. Intenta no olvidarlo.
El ambiente es tranquilo. El verdor y la humedad lo
envuelven casi todo. El paseo es el mejor acontecimiento del
día. Y también la comida, frugal y acompañada siempre de
los dichosos medicamentos: uno color naranja, el otro azul.
Él dice que no será difícil salir de aquí, escapar. Entrar,
digamos que fue inevitable. Qué te voy a contar. Pero no te
alarmes. Resalta sólo que escribimos cada martes sin pausa, y
que a media mañana nos tomamos un descanso.
Algunos creen que logrará la fuga. Cada día alarga un
poco más sus paseos hasta el lago y esas peligrosas
incursiones nocturnas a través de los pasillos. En los pasillos
es como un alma errante; en el lago le hipnotiza la
mansedumbre estática del agua. Y por ello desconfían de él y
lo vigilan. Pero, al atardecer, siempre vuelve. Y un día más

66
todo queda anotado en los informes. También en las cartas
y en los guiones radiofónicos que se escriben a diario.

Ambas mujeres se observan a través del mismo espejo,


que de alguna manera las une y las separa. A intervalos, sus
miradas se cruzan a medio camino interfiriéndose en las idas
y venidas de sus ojos alternativos frente al espejo. La
habitación es la número cinco, empezando a contar desde el
inicio del pasillo. La puerta está entornada, por lo que
cualquier observador, desde el umbral, podría espiar dicha
habitación sin ser visto. La mujer que permanece sentada
frente a la radio mientras se deja peinar, mantiene la barbilla
baja, con los ojos entornados, y cuando mira lo hace de
abajo arriba, unas veces con el aire ingenuo, otras, ausente,
somnolienta, paciente o distraída. La anciana luce un cabello
completamente blanco, no así la más joven que la peina
poblando el aire de signos de duración pasajera que subrayan
cada frase ejecutada según el guión impuesto. Mientras
sonríe de modo generoso, la mujer del cabello blanco calla.
Su silencio delata cierta expresión de intriga, también de
estupor evidente en la forma de mirar de abajo a arriba,
cuando no lo hace en diagonal a fin de escudriñar a su
oponente, cuya imagen rebota desde el cristal de la vieja
consola de madera y mármol, frente a la cual se sienta.
El monólogo de la cuidadora siembra el aire de
interrogantes, sugerencias, provocaciones capaces de
despertar a un cadáver, y lo hace casi siempre con dulzura; la
voz no cesa, entretiene, remueve circuitos y acompaña, mas
no siempre sigue idéntico ritmo. Lo mismo entona en voz
muy queda y susurra junto a la nuca o el oído, que narra
bellas historias, desata intrigas, acentuando entonces el tono
cuando el énfasis de la charla lo requiere. Otras veces, decae

67
en una languidez nada estudiada y, saliéndose del papel
asignado, improvisa versos, secretas confesiones, acertijos
lúdicos, intrigas, adivinanzas, incluso ensoñaciones, y se
embarca en relatos epistolares a fin de captar la atención de
su interlocutora mediante guiños que vuelven a unir sus ojos
cómplices a la mitad del trayecto neutral del cristal que las
mantiene unidas.
A cada palabra acompaña un cruce de miradas. Con los
ojos hablan, juegan a adivinar, se interpretan e incluso se
lanzan a veces inofensivos dardos de cierto tinte
inquisitorial, que abren comillas de dobles sentidos,
interrogantes, aes de interjección, y oes más aches
impregnadas de sorpresa, incredulidad, tal vez sosiego ante
una duda desvelada, o cierta admiración, en ocasiones, de
reconocida cortesía. El espejo les devuelve fielmente gestos
y movimientos de labios que podrían traducirse fácilmente.
El espejo propio, sin embargo, pugna a menudo por abrirse
paso entre las brumas repentinas del mutismo, veladuras
entre las que se esconde el pasado, nieblas que rozan
opacidades inconfesables, luces de atardeceres ya lejanos,
más propios del olvido que de una nostalgia recuperada.
Espejos rotos que vidriaron la memoria con el paso de los
años, simples aristas en diagonal de reflejos puntiagudos,
cortantes y peligrosos. Otra imagen diferente en la
conversación es la que surge cuando se aborda el tema del
balneario y de las aguas, lo cual suscita distintas evocaciones.
En ese punto, el discurso es más diáfano, sonríen ambas, y,
cómplices, establecen el auténtico diálogo que la escena
impone:
«—¿Sonríes? Me lo temía. Eso está muy bien. Me
complace. En fin, Valeria, qué pena, hija mía, que no puedas
o no quieras recordar, ¿cómo es posible? ¿Seguro que no me

68
engañas? Veamos, analiza la situación, piensa, brotará alguna
sensación, un recuerdo, un olor, quién sabe, no importa qué,
tal vez, a causa de un tirón en el pelo mientras te peino, una
imagen, tu verás, nada relevante... Pero bueno, si la vida, al
fin y al cabo, como Rubén decía, es el crucigrama por
excelencia sin respuesta, algo así como un acertijo divertido
de solución con enigma, ¿no te dicen nada estas palabras?
Te informo que son literatura pero, ojito, también terapia:
intriga, cábala, adivinación, misterio. Bonitas palabras, ¿no?
Ya, ya, y tu consabida pregunta aburrida de siempre, qué
hora es, y para qué, mujer, si luego te la digo y se te olvida.
Pasea la mirada por la estancia. Juguemos al veo-veo. ¿Qué
ves? ¿Esa doble cortina de color salmón desteñido? Pues
parece un mándala con tantos dibujos estampados, uf, si
hasta me da pesadez describirla, pasémosla por alto; los
libros, dos maletas con las simpáticas etiquetas de Bagno
Vignoni, Király, y Marienbad, —menudo periplo, no te
quejarás—, ese olor... díme a qué, piensa: ¿humedad?,
¿nogal?, ¿naftalina y café?, ¿madera rancia?, ¿lana, tal vez?,
¿especias?, ¿éter? Mira la consola coronada en su parte
superior con ese penacho de acantos flamígeros tallados en
madera, qué cucada. Y ¿qué me dices de la superficie vertical
del espejo moteada por esas arbitrarias y caprichosas lunas
microscópicas?, ¿pecas?, ¿como las tuyas?, pues no, sólo
huellas del tiempo, ya sabes, cosas de los años... ¿Moscas?,
quizás, o simplemente el deterioro del azogue degradado.
»¿Te parece correcto el travelling? Seguimos con los
rizos y el peinado. Retorno al plano anterior: la vieja radio, la
grabadora, los potingues del maquillaje, ropa y más ropa,
¡ah!, y aquí la reproducción del paisaje de Turner, todo un
anticipo de cuanto te aguarda más allá del ventanal, ahí
afuera, con la lluvia, la humedad y todo el verdor imaginable
envolviendo en brumas románticas las fuentes, los

69
estanques, el pabellón de los manantiales, el casino, la
columnata, el paseo central, el circus, las alamedas... Casi
nada. No me negarás que serena este frondoso paisaje del
Pirineo, que tú bien conoces. Y aquella impresión, ¿también
hoy?, de huir al norte. Siempre huyendo. En fin, las amables
cumbres, la temperatura más liviana, el verdor, el ganado
pastando reflexivo ante la hierba y las flores rosadas del
sileno; esa presencia tan cercana, sobrecogedora, sagrada y
majestuosa del Canigou, la nieve en las cimas del Puigmal y
del Carlit, a lo lejos. ¿Me sigues?
»Veamos, veamos, ¿me dejas que te apode Veo Veo?
Pues eso, Veo Veo, que el silencio y la soledad ayudarán a
rememorar en primer plano el recuerdo de aquellos días
frenéticos. Por cierto, ¿no piensas terminar hoy la
magdalena y el café con leche? Proust se pondrá impaciente.
¿Te acuerdas del relato aquel del taller literario acerca de las
instrucciones para comer polvorones?

“Una vez aceptado el obsequio, concédase un


pequeño margen de tiempo y ocúpelo en observar de
soslayo a sus contertulios y tome buena nota de cómo éstos
abren la envoltura correspodiente. Tan pronto la haya
abierto, es importante no cometer dos errores muy
frecuentes: llevárselo entero a la boca y menos aún osar
decir palabra alguna mientras lo degusta. Espolvorear a sus
vecinos o atragantarse son los riegos más comunes. No
olvide utilizar el papel de la envoltura para recoger los
pequeños trozos que, inevitablemente, irán fragmentándose.
Bocado tras bocado, se irá afianzando y sentirá
progresivamente más seguridad en sí mismo. Al finalizar la
operación, estruje delicadamente papel y restos
manteniéndolos unos segundos en una especie de jugueteo
displicente entre los dedos. Sorba un poco de té, el peligro

70
habrá pasado, y si salió airoso de la situación, saboree el
éxito, pero no lo intente de nuevo. Y no olvide limpiarse la
comisura de los labios. A esas alturas ya se habrá puesto
perdido de azúcar en polvo.”
»Vamos, Veo Veo, las dos a la vez, tú a la merienda y
yo a lo mío. Sí, sí, sufre de evocación aguda y desorientada,
como yo, no te fastidia, que también sucumbo a ciertas
oleadas repentinas; eso te beneficiará y comprenderás
entonces lo que está pasando. Sólo intenta recordar. No te
preocupes por escribirlo; alguien lo hace por vosotros. Y no
te impacientes, primero acabo de peinarte y después salimos,
que al menos el paseo será en silencio: chute de oxígeno y
pura contemplación, a volar. Horatio seguirá tus
instrucciones, como siempre. Ahora, basta con que
escuches. No, la radio no, sí que es martes, pero no
medianoche, ya sé que te deleita esa sintonía, paciencia, todo
a su hora, que también la música obrará, espero, el milagro
en su momento.
»¡Ah!, la música. Qué atraco más perfecto el que nos
vapulea de improviso sacándonos del letargo de la rutina.
Fue en un taxi, lo recuerdo bien, París, tú me lo narraste, no
irás a negarlo ahora. Acababas de leer la Montaña Mágica y
luego, en la radio, aquel repentino acorde solemne del
violoncello de Pau Casals intrepretando a Bach, inefable e
hiriente como un cuchillo en tu cerebro que te transportaría
a velocidad de vértigo por los circuitos de la ensoñación;
cosas del éxtasis, otra dimensión, y luego aquel deambular
durante horas, crepuscular y sonámbulo, por el amable
parque de Vincennes, y las largas caminatas a la orilla
izquierda del Sena camino de vuelta a la piaule del quartier
Mouffetard.

71
»Recomendabas pintar el mundo del color que uno
deseara con la opción de cambiar lo real por algún destino
caprichoso e inescrutable; también aconsejabas en una carta
que no era cuestión de funcionar en la realidad, sino
transformar ésta en una vivencia interesante. Volabas,
volabas con tus sueños, afirmabas que la felicidad se nutría
de momentos pequeños. Ya, ya, solo que él sería el único
capaz de anclarte al presente. Vivías enajenada, a caballo
entre la genialidad y el enamoramiento lúdico; haz memoria:
sin razón, atemporal, volátil, ¿inmadura? ¿Te gusta así,
Valeria?, ¿voy bien?, ¿trenzas? No, de eso nada. Vale.
Leyendo a Joyce, en el cuento aquel de los “Dublineses”,
trasladabas tu cámara de cine imaginaria a la escena en que él
la aguarda en la escalera, tras la fiesta, ya sabes, chico conoce
chica, mientras se escucha un piano. Tras el instante de
magia los personajes hacen el amor desaforadamente. Yo lo
habría contado de otra manera: citando aquella canción de
Aznavour en la que a los amantes se les hace tarde para ir a
la ópera. En resumidas cuentas, otro silencio a punto de
estallar. Otro instante. Aún no había aparecido Rubén en tu
vida, y, claro está, tampoco tú en la suya. Pero tú ya volabas,
volabas.
»Mira que te ponías plasta con lo del país imaginario,
¿recuerdas?, donde los desiertos eran azules y las dunas
brumas perfiladas, Jesús qué cosas, como que entonces te
asaltaban esas ideas y sonreías como una boba... Pues, anda
que cuando te daba por decir, te cito literalmente, no te
confundas, que para ti “las naranjas eran naves de galaxias
inventadas...” Todo un diez en metáforas. La vida, fugaz e
imprevisible, como un meteorito. Hablabas con las fotos del
recuerdo y devorabas libros a diario recreando personajes de
la literatura fantástica. Presumías de tener “un mundo de
algodón con estrellas de cartón rotuladas con purpurina;

72
sueños de nieve y celofán, cual pompas de jabón
inalcanzables”. Qué quieres que te diga, romántico, en cierto
modo, poético, sí, y bastante cursilón, ¿no crees? Y es que
con el tiempo aquello que nos pareció válido un día, acaba
por tornarse tan caduco...
»Afrontabas la vida como un cuento de ciudades
mágicas y bosques animados, donde “los olmos tenían
nombre y los helechos gigantes apellido”, no veas. Leo
textualmente: “ojos lumínicos las luciérnagas y manos
delicadas los abetos, arpas de lluvia de insólitos conciertos;
las gentes y los días, de colores”. En fin, una visión bastante
impresionista, resultado quizás de pintar con aquellos ojos
aún demasiado reacios a separarse de la infancia. ¿Es que ya
te olvidaste de aquel tempo inusitado que te impulsaba a
escribir y a leer con avidez los libros de Yourcenar, Miller o
Cortázar? Viajabas desde tu máquina fantástica, una triste
silla de oficina entonces, hasta llegar a otras galaxias
recorriendo de la mano de tu amigo imaginario paraísos,
palacios, islas, y encuentros furtivos en el Gran Bazar de tu
mítico Estambul, o en París donde escuchabas acordeones
mágicos. Placidez era tu palabra preferida. Lo mismo
tocabas el cielo que el infierno. A todo eso él permanecía
junto a ti como una sombra fiel, no me extraña, como que
lo tenías fascinado, contemplando tu pelo cobrizo, tu piel de
nube, siempre amorosa y variable. ¿Te gusta? La última frase
es mía. Y atiéndeme. ¿Un poco de crema para eliminar esos
últimos vestigios tan rebeldes y alisarte más el cabello? Y no
muevas tanto la cabeza, por favor.
»Lo tuyo consistía en experimentar el éxtasis en la
música, en el olor que percibías del rastro de Rubén
esparcido por el dormitorio; que “sus ojos se teñían de
sudor y arena para seducirte —escribías—; que una sonrisa

73
pícara insinuaba en el retrato de su cara promesas
sensuales”. Todo aquel juego dialéctico y fantástico de tu
varita mágica, las chisteras inventadas, las mariposas en el
estómago —menudo topicazo—, y la magia que todo lo
envolvía con sus velos de gasa y de misterio. Magia,
seducción, placidez..., ¡ah!, y que “abrazabas el sabor de sus
besos de la noche anterior en la primera Coca-Cola del día,
al levantarte”. Maravillosa forma de sublimar una noche de
amor, tu adicción a la cafeína e intuyo que también un modo
de glorificar una resaca. Está claro que estabas enamorada
hasta las cejas. ¿Me equivoco?
»No me negarás que lo tenías hipnotizado. Entraste en
su vida como un aluvión que no avisa; una inyección vital;
risa a todas horas. A ver si te suena esto: “Le contagia de
locuras, juegos, vida, literatura. Cuando él marcha de viaje,
ella guarda en su casa por espacio de unos días el ruiseñor
que le regaló. Allí le habla, le enseña juegos, baila con él y
hasta le propone buscar por la alfombra sus cabellos
olvidados. Los de ella brillan dorados y rojizos cuando entra
el sol en el salón a la hora de la siesta; los suyos son
blancos”. Aquel minicuento tuyo del viento en la terraza y
los dos cabellos, ¿recuerdas?: “Estaban ahí los dos con
fondo rojo, con cenefas, solos, reptando, ondulados,
afanados en llegar el uno al otro mientras el viento intentaba
unirlos en complicidad”. Demasiado viento; demasiada
fugacidad inútil. ¿Volaron?
»¿Te acuerdas de la noche del cigarro habano? Qué
morbo. Toda una provocación ver cómo lo succionabas con
aquellos aires de presunta masculinidad. Cuando el pañuelo
azul de seda y el sombrerito coqueto de fieltro de Guillaume
en tu cabeza. La pasión por el juego. Te divertía hacer todas
aquellas cosas y provocar coqueteando, seducir con la

74
ambigüedad. Sin duda, jugabas a protagonista de una novela
de Kundera, o a ser la maga de Rayuela. Cierto día, después
de haber cenado opíparamente en la Tour D´Argente para
celebrar tu cumpleaños, y estábais todos medio embriagados
—ese meridiano que señala la peligrosa frontera donde
empieza a diluirse la razón y cede el mando a la
desinhibición y la fantasía—, Rubén anudaba su corbata de
tu cuello sellando así futuras complicidades, que tu
compañero Bruno parecía ignorar. Mario pululaba de un
lado para otro, chisposo y dialéctico cuando el «Pastís» ya le
salía por las orejas, con sus ingeniosos juegos de palabras. Te
divertía coquetear con las miradas y enzarzarte en aquellas
discusiones de si el diccionario calificaba la palabra
seducción como propia de “seducir con arte y maña”, que
luego Pierre corroboraba con lo de “persuadir el mal”, y te
daba por reír, no sé si de todas aquellas excentricidades o de
que Rubén siempre aprovechaba para hacerte una caricia en
un descuido y pasarte recados en un papel dentro de tu
bolso sin que Bruno se diera cuenta. ¿Y aquellas charlas que
a menudo derivaban hacia pretendidas cotas de
intelectualismo frívolo sin límites? Siempre mezclando la
banalidad con el arte, y la magia con lo creativo. Luego, el
consabido salto a partir de la tercera copa hasta zambulliros
en la anarquía de la noche entre risas, bailes y coqueteos de
esos que atolondran hasta el amanecer. Ah, París, y aquéllas
noches del quartier Latin, qué tiempos, mujer.
»Más alcohol, más noche, más piropos. Al final de la
velada, cuando Artur cerraba L’Hermitage, os íbais todos a
bailar a Chez Sanglí, hasta que amanecía y, después, el grupo
se encaminaba a algún bistrot que ya estuviese abierto a esas
horas. ¿Que por qué sé todas estas cosas? Ah, secreto, altiva
dama, no olvides que soy tu narradora particular y
omnisciente, la espectadora del, podríamos llamarlo,

75
trinomio epistolar. ¿Voy bien? ¿Te gusta? Pásame las
tenacillas.
»No te pierdas esto: “Historias rotas. Amanece con
los semáforos en verde. Tú dormías en el asiento posterior.
El coche alcanza los 180 kms/h bajando por el boulevard.
Chirrían las ruedas. ¿Lloras? (Él es tu héroe salvador que te
acaba de arrebatar de los brazos del venezolano
cocainómano que quería invitarte a “nieve” en los lavabos).
Algunos portales acristalados aguardan dudosas despedidas.
Bruno se ha marchado, como el que tira una vez más la
toalla. Él dice que cuando yo aparezco se te ilumina la cara.
En la radio del coche suena la canción de Víctor Jara..., y es
que tú caminando lo iluminas todo..., y me cuentas que la ciudad
para ti es como una mujer solitaria..., la calle mojada..., son cinco
minutos, la vida es eterna en cinco minutos... que te hacen florecer. La
sonrisa ancha, la lluvia en el pelo... ibas a encontrate con él... [Sí,
cariño.] Tomamos un último café. Tú, una de aquellas
cervezas que llamaban “muerte súbita”. Y compartimos el
penúltimo cigarrillo. Me decías al oído: “Es extraño lo que
está pasando, debe ser un cambio de piel”. Te mojas con
picardía los labios con la lengua; paladeas la noche y el eau de
vie. Me cuentas que para ti “el tedio es como un inmenso
campo en el verano inundado de sol y de cigarras.”
»Sí, sí, te digo yo ahora, como las cigarras en verano,
como las serpientes en África. Él sí que lo sabía. Escucha
con atención.»

76
(Grabadora)

«Ocurre que el orujo es transparente y helado. Que lo


tomamos en vasitos pequeños, pequeños como tus ojos.
¿Por qué me miras absorta? Así, sentada en el taburete, con
la espalda recta, te brilla de modo diferente el pelo. Te
ausentaste un momento para pintarte los labios, que brillan
más ahora. Cruzas una y otra vez las piernas; puedo escuchar
el roce de tus medias negras, chocando una contra otra.
Brillan tus ojos, brillan los gladiolos blancos y rosados del
búcaro que hay al final de la barra. Los rostros se reflejan en
los espejos, y la música de Duke Ellington pone telón de
fondo a tanta charla. Me alienta apurar la vida como los
sorbos del frío orujo que comienza a poner más luz en tu
mirada y en la mía. Chispas de luz, igual que en los pequeños
ojos de buey de las luces halógenas del techo. (Realmente no
sabías qué estaba pasando):
»Lleva ya bastante tiempo aparcada en la
intermitencia, la duda y la indecisión permanente. Todo está
impecablemente disociado. La rutina comienza a evidenciar

77
su peso. Se materializa la génesis de una fuga necesaria.
Ahora fuma más “Gitanes” para entretenerse durante el
insomnio. Se duerme hacia el alba y se embarca en sueños
que la llevan a la deriva hasta el mediodía. Algo está
ocurriendo para que la fibra y la carne joven desaten las
pasiones entrecruzadas.
»El vaso de agua en la mesilla de noche aguarda el
comprimido de “Tranxilium”. Hay unos versos junto a unos
gladiolos liofilizados prendidos con celo a las cuartillas. El
poema es un bodegón para otra noche más en el recuerdo.
Al mediodía, la ducha helada borrará de la piel el amasijo de
sueños retorcidos en la colcha de la cama. Tiene los ojos
pequeños y granados, a los que adorna el cabello pelirrojo,
que con sensualidad descubre intencionadamente ofreciendo
con tal gesto recurrente la visión de su blanco cuello.»

«—La verdad es que las luces cumplían su misión en


la profusa decoración de aquel bistrot, todo un ámbito
sagrado y misterioso para el disfrute de los sentidos.
L’Hermitage. Nunca entenderé qué tenía que ver con este
nombre aquella decoración tan exageradamente barroca. Las
granadas secas junto al cuadro de Tiziano provocaban una
imagen decadente pero sensual. La música te envolvía desde
que uno entraba en aquel paraíso —para Artur y Romeo el
suyo— que ellos mismos denominaban como su Ínsula
Barataria. La abigarrada mezcla emergía de las frutas que
competían en honrada lid con las lámparas de hierro de
estilo medieval y los gladiolos, o los fruteros azules de cristal
tallado que acaparaban las manzanas seductoras.
»Sin olvidar las lejas acristaladas y la barra de madera
con formas de popa y proa de barco, nunca mejor dicho

78
para la singladura nocturna. El reloj de Famous Grouse con el
manojo de muérdago de la navidad anterior, que siempre
regalaba Horatio, el argentino; la caricatura de Romeo, el
socio de Artur, con cara de búho pintada por Balboa, el
pintor de Collioure, y el anuncio aquel del cava junto al
cuadro de las bailarinas, imitación de las de Dègas; el sifón
bombilla, la botella puro, la coctelera, el san Pancracio con el
ramito de perejil, y los licores alineados, a los que Artur
sacaba el polvo los domingos. El ron, el licor chino de
lagarto y aquel otro llamado Amanda, ¿casualidad?, las
botellas ovaladas de escocés, las de «Pastís» y aquel curioso
queso sempiterno prisionero de por vida en la vitrina.
¿Verdad que no era siempre el mismo? Los posavasos de
Beck’s, Long John, Tanqueray, Glen Livet, Dimple, Passport y
aquella otra trasnochada de “Licor 43”. Y las bebidas
preferidas por Frederick, el cónsul finlandés, con la Bombay,
los diferentes vodkas, y la Pitman de botella verde...
»Rubén escribía:
“El abanico de colores se compagina armoniosamente
con el de las frutas sensuales que yacen por todos los
rincones; al igual que las panochas secas sobre los manteles
de lino, cual si fueran ofrendas; y con los cardos disecados
en las vasijas de cobre llenas de arabescos; con las
margaritas, el humo de los cigarrillos y el despliegue sutil de
las hojas secas y esparcidas. En definitiva, algo así como
sugerentes poemas visuales de claroscuros poéticos; sueños
atrapados por músicas de fondo que bien podrían narrar
danzas de walkirias wagnerianas, y todo ello ungido por las
canciones de Jacques Brel, Edith Piaf y la voz de las
tertulias.”
»Insisto, el hábitat de L’Hermitage era en extremo
agradable; por lo acogedor de su nombre, por la chimenea,

79
la madera, el mármol, los espejos. El espacio en conjunto
era una metáfora, una sucesión encadenada de metáforas. Tú
eres una metáfora y Pierre juega contigo a las metáforas. Las
palabras en traje de fiesta. Seducir con palabras transgresoras
de sugerentes imágenes que dicen más de lo que narran y
cautivan a la pléyade de amigos y artistas con inventados
argumentos de sirena, que, como las copas, se desbordan
más allá de toda lógica gramatical, donde lo absurdo racional
de lo aritmético se resiste a cualquier prueba del nueve y a
todo orden establecido. La metáfora del sueño con
basamentos insospechados, el deseo anónimo, la convulsión
inexplicable que se define por exclusión de todo aquello que
no se verbaliza. En fin, basta de discurso altisonante: la
metáfora, en realidad, querida, la narraban los azucarillos
efímeros ahogados en aquellos cafés de madrugada, cuando
sobre el velador Bruno desplegaba la vana estrategia de una
dialéctica poco o nada convincente, y tú te ponias histérica.
Ahí se mascaba ya vuestra ruptura. ¿Verdad que no me
equivoco? Recuerda, puñetera:
«—No, no es lo que imaginas, dice Bruno.
Escúchame.
»Ella simula que obedece, pero no le escucha y
juguetea con el azucarillo entre sus dedos, le da vueltas a tan
mágico rompecabezas, frágil, condenado a muerte
prematura, culpa quizás de que la mesa está poblada de
palabras y el aire de argumentos inaudibles, inútiles frente a
la delicada mano que lo blande, de momento en son de paz
y ensortija cada vez en un dedo diferente, caprichosa y
distraída, haciéndole pasar de un dedo a otro en una especie
de funambulismo peligroso, cuando ella mira el reloj ovalado
cuyas agujas rebasaron en varias muescas la frontera del
cinco y avanzan implacables en su curso hacia el seis, donde

80
seguramente yacen expectantes unas solemnnes campanadas
que aguardan su momento programado, aunque él no calle,
encienda un pitillo, otro, gesticule, se acalore, ajeno al reloj, a
la hora, incomprendido, sin entender por qué no viene de
nuevo el camarero, ignorando el recorrido fatal de las agujas,
ese río silencioso de metal disuelto en un mercurio lento e
invisible, a través del gran espejo, pues éste queda a sus
espaldas, y piensa: el tiempo no se expande amenazante
contra mí, confiando en que ella no rasgue, por fin, el
azucarillo, último aviso, qué ironía más taurina, consciente
de que tal gesto nervioso dará la señal para su turno de
palabra, sin metáforas y al grano, pues sólo quedan dos rayas
para el seis y las agujas, alineadas en vertical, dibujan casi una
espada de Damócles y amenazan con caer sobre su cabeza,
cuando lo deja sobre la mesa, tamborilea en ella con los
dedos, es la tregua dulce del azucarillo helado sin la anterior
tibieza de sus manos, temeroso y rodeado de una batería de
palabras, salvo por la esquina del velador donde el café,
templado ya, se atrinchera y esgrime una fina cucharilla, a la
que ella, con elegancia, obliga a describir suaves círculos en
el sentido inverso a las manecillas del reloj de madera y
cristal, al que dedica miradas intermitentes, expuesto a sus
ojos como un sol de vísceras ocultas, engranajes metálicos y
esperanzas en vías de oxidación, mas obedece, simula ahora
que le escucha, el silencio tenso delata otra mirada
alternativa, dirigida al café imaginado cual tumba negra
donde enterrar las palabras inservibles, mortaja para nieve
azucarada, a la que asestará las últimas cuchilladas
provocando un remolino inesperado, justo en el instante en
que Artur sube de improviso la persiana metálica, hasta
entonces a media asta, y facilita la salida al último grupo de
clientes ebrios y adormilados, vampirizados por la luz del día
que invade por unos segundos el improvisado after hour, si

81
bien esto también sucede a sus espaldas, así que él confunde
el brillo pasajero de tu cara con una fugaz esperanza, no otra
cosa que tu irónica sonrisa, de modo que empiezas a reír,
como prólogo al discurso, rescatas de la mesa el azucarillo
extraviado, lo rasgas con desprecio, sin mirarlo apenas, un
trozo mutilado y puntiagudo va a parar a la taza, el resto,
compacto aún, resiste el embate, se desparrama sin orden ni
estrategia, lo sacudes con la mano, fenece por el suelo, no
como el frágil iceberg deshecho en la taza que sucumbe al
aspa incontrolada de la cucharilla, a eso de las seis, sin
brindis ni solemnes campanadas, bebes un sorbo, otro, te
amarga, escupes y te yergues como una hembra a punto de
ser atacada, miras a Bruno fijamente con tus pequeños ojos
henchidos de rabia, rojos como tu pelo y encendidos,
vidriosos y patéticos, culpa de la ira contenida, que tanto
alcohol y el rimel descompuesto a esas horas prestan a un
nuevo amanecer roto, la ilusión destripada, otro round, al que
Bruno asiste una vez más, k.o., al principio de un día tras la
consabida noche de copas, de pugilato dialéctico y absurdo,
que vuelve a dejar el combate en tablas.
»¡Uf! Qué locura. Cierro cuaderno. Serenémonos,
Valeria. Volvemos a L´Hermitage en otra onda. A un lado,
acuérdate, un grabado antiguo de la Divina Comedia. Al otro,
bellas y redondeadas mujeres de Rubens que se reflejan en el
espejo. Un lugar en el que todo se conjuga y nada se
enfrenta, pensabas. La variedad es unión y los extremos se
tocan, amamantados de modo imperceptible por alguna
peculiar sensibilidad que los uniera. Cuando suena la música,
el espacio vibra y adquiere categoría de cuarta dimensión en
la que se aúnan los espacios, los rincones, las propias luces,
la charla, los relojes antiguos con el David de bronce, los
gigantescos platos de cobre, y un cierto olor a incienso que
no se sabe a ciencia cierta de dónde proviene. Algo

82
misterioso otorga voz propia a los veladores, los bustos
romanos, las esculturas, las tallas de ángeles, el humo del
tabaco y las vírgenes que duermen el sueño del tiempo en
hornacinas mecidas por la música barroca. Bonito sitio para
enterrar una historia de amor y comenzar otra nueva. Un
lugar así os reunía para consumir copas, hablar de literatura,
apurar una noche tras otra, mientras Artur oficiaba de
barman y mago de la noche, como tú lo llamabas. Me
pregunto si existirá aún L’Hermitage. ¿Me pasas el cepillo?
»Sí, sí, entrañable, sobre todo por lo acogedor del
nombre, la chimenea, la madera, el mármol, los espejos.
Antaño érais vosotros los que escribíais, siempre acechando
las vidas propias y ajenas. Cada experiencia constituía un
material insólito. Quizás siga abierto después de tantos años,
pero los parroquianos habrán envejecido, y otros habrán
muerto. Así es la vida. Al menos eso dirá Artur, que, con el
pelo más blanco y algunos años más encima, ¿continuará —
me pregunto— preparando los mismos drys de siempre?
»En fin, que la vida se balanceaba como un
metrónomo de piano entre dos extremos, uno real, el otro
literario. Me acuerdo de un día concretamente. Fue el primer
año de la inauguración de aquellas veladas literarias de
escritura. Se trataba de experimentar con los sentidos, en
base a una exposición y propuesta constructiva de Lygia
Clark, y la performance era en aquel Museo Picasso, en la rue de
Thorigny. Hay textos sorprendentes a raíz de aquella
experiencia:
Había una barrera frente al tacto/ de gomas invisibles
destensadas./ Lianas sudorosas que te atrapan/ la angustia
comprimida./ Quise yo salir, y liberarme,/ recuperarme, al fin, de los
sudores,/ atrapado como estaba./ Los hilos multicolores me cazaban./

83
Decidí no separar el último cabo/ que convertía el botón de mi camisa
en ancla.
Porque admito que es posible/ sentir el agua sin tocarla,/
inundarte de suavidad/ sin llegar a acariciarla./ Seguro que esa
sensación/ configura el umbral imperceptible,/ como el vértigo es/ lo
que la sensación de caída al precipicio...

»Pues, éste, querida, también es un viaje para entrar —


si quieres, de su mano— en la caja negra y volver a
experimentar como aquella tarde de la performance las
texturas, la oscuridad y el silencio/ruido; inventar un viaje
fantástico y escribirlo, como entonces. ¿Te animas?
Laberintos de hilos enrevesados; el volumen del agua en
aquellas bolsas, sin tocarla directamente; el juego del tacto, el
tacto para ver; con aquellos hilos semejando la saliva
recorriéndote el cuerpo, mientras tú permanecías con los
ojos cerrados. Si te atreves, aquí tienes de nuevo el
encuentro imaginario. Digamos que esto es un trinomio —
¿epistolar?—, pues sí, entre artista/ obra/ espectador. Casi
siempre ocurre así. Podría ser. La historia puede volver a
repetirse. Se repite, si bien la distancia es ancha, la memoria
parca y a veces los sentidos fallan. Pero las cartas, las cartas
continúan.
»Pensarás a santo de qué viene este súbito arrebato de
sensorialidad y nostalgia. Y yo te preguntaría por esa magia
que tanto perseguías. Se nos escapa como el agua entre los
dedos. Al final de la vida todo encaja. Cuanto logramos
evocar desde el presente —que fue concebido ayer como
futuro un día— proyectándolo ahora al pasado, se hilvana
de modo perfecto hoy y torna a ser presente enriquecido. Y
eso es magia, querida dama. El juego del tacto, y el de los

84
ojos vendados (¿la gallina ciega?). Introducir las manos en
aquella cámara negra del museo y descubrir con
estremecimiento roces gelatinosos o falsas serpientes
inexistentes. El temor y el asco; la razón que te informa
erróneamente, y también la adrenalina. El miedo. Aprender
sintiendo, sin que las explicaciones racionales aporten su
pretendido ápice de verdad al asunto. Como un niño.
Paseando y respirando. Como rozar los nudillos del otro
con un dedo. Simplemente eso. El universo de las pequeñas
cosas. Beber en el pasado, bucear en su oscuridad para
recuperar memoria.
»En fin, siempre los límites, las ensoñaciones, lejos de
todo parámetro real, y el no menos arriesgado coqueteo con
tu venturoso lado oscuro. Tal para cual. Citaré a Rubén.»
“...Cada aventura nocturna es una nave en la que
zozobramos juntos. Y se mezcla todo en un cóctel
explosivo. Jan ha roto con Marta, la mejicana, y aparece por
L’Hermitage amartelado con Marie, la malagueña afrancesada
que te echaba las cartas y anunciaba curiosos vaticinios. El
día que apareció Marta —el muy cabrón las había citado a
las dos—, a Marie le entró una lipotimia y hubo que
reanimarla poniéndole los pies por alto. Marta se ausentó.
En un taxi os trasladásteis a casa de Raquel, que había
organizado una cena. El taxi agrupa desmayo y borrachera.
Discutís sobre el itinerario. Pagáis. Sostenéis entre Marcel y
tú su cuerpo de pelele y al final la acostáis en una cama.
Nadie perdonó la cena, mientras Marie se recuperaba de su
desmayo de amor dormitando. El pequeño apartamento de
Montparnasse se llenaba de música, de charla y alcohol.
Bruno se volvió a marchar aquella noche. De nuevo la
noche para el consentido naufragio. Se abren bares que
habían cerrado. Se presienten los celos y se toca el cielo.

85
Casi nos echan del bar «Pastís» por besarnos tan
alocadamente. Caminos que se abren alternan con viejas
dudas, ahora despejadas.”

86
87
[de una anotación a mano que dice: vacaciones en la villa de
campo de Prades] Literal. Grabadora:

«Tomamos el sol sentados a la puerta de la casa. Es


uno de esos momentos en que una grata indolencia y la
comodidad extrema nos hacen más placentero aún el
trasiego del vino fresco que Therése sirve en botellas de
cuello largo. Nos situamos en círculo ante la fachada de
piedra con el reloj de sol en lo alto. Entornamos los ojos
con sensualidad. Alguien hace fotos por sorpresa. Husky, el
precioso perro de Alaska de Marcel, juega sin descanso con
los invitados, va de caricia en caricia, de salto en salto; nos
mira con sus ojos azulados y retoza revolcándose en la
hierba. Detrás de la casa, los viñedos de la campiña se
perfilan hasta difuminarse en el horizonte. En esas huertas,
dice Therése, que se perdía de pequeña para robar cerezas.
»En el interior de la villa las estancias son de techos
altos sustentados por colañas barnizadas; se huele a madera
y humedad; a silencio solemne; hay visillos de encajes

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antiguos decorando las ventanas; cerámica y cobre adornan
algunos rincones, junto a algún viejo aparador con puertas
de rejilla que evocaran las celosías de un convento. Cruje una
baldosa roja y se profana el silencio.»
«—Marie decía que aquella casa le traía malas
vibraciones; la malagueña pelirroja y espectacular, casquivana
y afrancesada, que os echaba las cartas, advinaba sucesos y
presentía amoríos e infortunios; ella que decía conocer a la
perfección las conjunciones astrales. Por eso afirmaba que te
encontrabas en tu año de retorno solar, un año de cambios
debido a la posición de la luna y aquellas monsergas de
Neptuno en la casa 6 y la protección de Júpiter en Libra, en
casa 4, pero también te anunciaba aspectos oscuros,
dichosas reacciones instintivas, culpa, claro está, de que
Plutón se hallaba superpuesto a la luna, regente de tu
personalidad. Te leo:
»La víspera del encuentro del fin de semana en Prades
hubo la consabida tertulia que se alargó hasta la madrugada.
Comenzamos con las charlas de poesía y literatura que
culminaron con una serie de poemas visuales que yo pintaba
y escribía para ti, al tiempo que incorporaba fragmentos de
gladiolos blancos adheridos con celo a los poemas. Esa
noche existía una conjunción planetaria importante; todos
estábamos excitados, nerviosos y creativos. Alain,
cincuentón y vividor, pulcro y aseado, con aquel porte de
eterno aristócrata elegante venido a menos. Julia, impecable
en su papel de directora de la Galería de Arte “Atélier”,
fumando en boquilla, con su habitual estilo de una de esas
mujeres sacadas de un cuadro de Boldini. También estaban
Rufo y su francesa; Jules, el camarero vodevilesco del Music-
Hall con restos aún de purpurina y maquillaje en sus
pestañas; Jan el abogado, los dos cónsules, Marta la

89
mejicana, Sunsi embutida en su traje negro, como una
Manon de opereta. ¿Quién más, quién más? Aquella noche
ya no ocultamos a nadie nuestros besos y te quedaste a
dormir conmigo.
»Han encendido la chimenea, crepitan ya los primeros
trozos de leña y saltan alegres las chispas rojas de las brasas
encendidas. Pondrán en el fuego los caracoles, que en su
crepitar desprenden al unísono una chirriante melodía de
música de viento, escandalosa y estridente; después vino la
carne regada con Saint Èmilion y cava fresco, más la
consabida sobremesa hasta media tarde. Tú no te separas ni
un momento de mí. Me comentas que Bruno, celoso, te ha
dicho: “Tu piel huele a sexo”. Yo, apurando el cava te
respondí: “Ahora tu sexo huele a mi piel”. Sonreíste con
picardía.
»Poco a poco, anochece y como estaba previsto
llegan, desde Collioure, los pescadores de las plangreras de
los cónsules amigos a prepararnos un delicioso suquet de peix,
amenizado con fruits de mer. La música, las bromas, los
cantos, los boleros, y Marie sin parar de mover las caderas
hasta el amanecer. (Tu turno, Andrea).»
»Continúo yo. Es de noche. Salísteis de casa y de la
fiesta para que te calmaras. Estabas nerviosa, llorabas,
temblabas como un pajarillo asustado. (Él). Nos refugiamos
de la escarcha en aquella especie de establo destartalado que
albergaba el desorden de los aperos de labranza con olor a
estiércol, a heno y a jacintos. Puede que estuviérais algo
ebrios y tú te refugiaste en sus brazos; llorabas indefensa
como si el mundo se te viniera abajo. Te apreté con fuerza,
temblaba yo también, por culpa del frío, del vino, de la
emoción. La villa parecía desde lejos una casa de leyenda con
las ventanas encendidas. Te seguía estrechando con sus

90
brazos y te dijo varias veces que te quería. Tomamos el
coche y nos alejamos. Querías que lo pusiera a doscientos
por hora y que nos matáramos. No lo hizo. No lo hice. Los
prados eran negros, y en el cielo se multiplicaban las
estrellas. A cámara lenta desfilaban las farolas y los olmos,
hasta que se detuvo en el parque de los juegos infantiles.
»La niña se ha subido al columpio abrazada a las
cuerdas y al vértigo del loco balanceo progresivo, la cabellera
al viento, las piernas al viento, rápido, rápido, cada vez más
fuerte, más, más, las estrellas van y vienen en el firmamento
negro y divertido, saltas de una constelación a otra, de uno a
otro hemisferio sin descanso, desde la Cruz del Sur y Orión,
hasta el cenit de Vega en Lira, enloquecidas aquéllas con los
gritos y el vendaval de tu perfume que confundió a la hierba.
Zozobra la estructura metálica del columpio a punto de
descoyuntarse y catapultarte al cielo en un momento dado,
pero, poco a poco, cesan las idas y venidas, las subidas y
bajadas, hasta que el génova de tu pelo se arría ante la
inminente calma del sosiego tras la enardecida navegación
galáctica, y entonces el tic-tac rechinante de los soportes de
hierro disminuye la velocidad, acompasada al final con los
jadeos de la respiración entrecortada del orgasmo que te
humedece extrañamente de sudor ácido las ingles y las axilas.
»Temblabas aún; no sabías qué estaba pasando. Se fue
al campo a vomitar; vomité en la tierra, vomitó en la hierba,
me vomité en los zapatos. Luego te quedaste dormida en el
asiento delantero del coche, apoyada en su hombro, con la
respiración jadeante, y presa de una relajación insólita tras la
catarsis del momento, el mareo del columpio y el sabor de
los besos ácidos. Al día siguiente gritabas al amanecer: “Soy
feliz...”, sin que nadie supiera por qué.»

91
«—Sí, sí, te lo dije antes, hipnotizado lo tenías a
Rubén. Esta vez, tu querida Andrea, después de tantos años,
se ha sumado también a semejante descabello, escribiendo al
alimón con el maestro, qué diver, ¿no?, si bien te digo, en mi
descargo, que no exenta de buena fe, lo que justifica
cualquier mal entendido maquiavelismo, ojito, que te
conozco. Y es que el juego ha ido demasiado lejos. Deberás
disculpar algunos giros, tanto monólogo y cierta ortografía y
un buen número de sutilezas circulares. Del simple dictado y
la recopilación de textos, algo ha ido creciendo, y también se
ha complicado y tejido entre ambos. Entenderás que lo haya
disfrazado un poco. Ya sabes, cosas como el sobresalto
continuo, añade también la sorpresa diaria y ese avance
imparable en la creatividad y los relatos. Ahora bien, la
progresión ha sido desmesurada. Imagínate algo que parte
de cero y te desborda.
»Te doy una pista. La luz de media tarde, los paseos
indolentes, las infusiones y también el aguardiente; su voz
grave; escribir al dictado estos borradores; las pastillas, unas
color naranja, azules otras. Qué locura más sublime, ya no sé
ni lo que digo... Eso fue ayer. Cuando ha rozado mi mano
con sus nudillos. Tanta palabra cálida, tanta sonrisa
placentera ante un texto mío. Él dicta la consigna. Yo
escribo. “Versos de humo”, así los llamo, que a veces olvido
deliberadamente. Otras, sólo interrumpo a propósito los
suyos y sus textos, que así le gusta a él. Regala más de cuanto
emana, y sin saberlo. No se queja. El dolor lo guarda para sí.
A mí sólo me exige que le traiga la medicación y le
acompañe un día a la semana.
»¿Qué día es hoy?, te lo dije hace cinco minutos.
Pásame una horquilla, por favor. Ha habido que enhebrarlo
todo. Y tejer, tejer, sin descanso, revolviendo en ese cajón

92
de los recuerdos y la memoria fragmentada. Con mimo, con
respeto y procurando hallar siempre la palabra exacta. Eso,
según él, era muy importante para que la lectura te reportara
progresos insospechados. Él también ha progresado de
modo sorprendente. La labor de un logopeda no ha hecho
falta. Tampoco era ésa mi misión. Nuestra herramienta ha
vuelto a ser la palabra y la labor de recomponer como
antaño con ella los trazos, cada huella imperceptible, todo
rastro, revisando meticulosamente sus escritos, los tuyos, la
intertextualización de los míos... (que así le gusta a él). Amén
de las charlas, el trabajo de los martes, los guiones y las
grabaciones para la radio, los paseos y las aguas.
»Y no me lo preguntes de nuevo, pesada: hoy es
martes, punto, ¿es eso lo quieres oír? ¿Satisfecha? Calma,
aún no es medianoche. Te decía que tal vez me haya
implicado demasiado. Insisto: desde la pura tarea de
recopilación de epístolas y textos, se han abierto horizontes
increíbles, ramificaciones, crecimientos incontrolados. Tú
tienes que entenderlo. Sí, un contagio sublime nos llevó a
coincidir en la incoherencia, averiguar cosas, desenterrar
historias, desbaratar otras, sorpresas cautivadoras,
desordenar ciertas narraciones, hasta lograr una especie de
tela de araña de sugerentes coordenadas; revelar secretos,
ayudarte a recordar los tuyos, enfrentarme con los míos sin
herir los suyos. A veces lloro mientras escribo [¿hablo?]. Él
no debe saberlo, no me paga para eso. He sentido palpitar
en mi respiración la suya. Me trastornó un deseo imprevisto
y lamenté en los primeros días ser nada más que una simple
intermediaria, amanuense, documentalista por un día a la
semana, en fin, espectadora, creía yo. Después, el juego se
ha tornado más complejo. Se han removido mis circuitos
con una música inefable y obsesiva. Ha tambaleado mi
cotidiana vida de familia, que ahora me resulta más difícil

93
con los míos. Y me sentí gratamente secuestrada una tarde
por semana, a excepción de los días que pasé en Ohio.
»Nunca pensé que pudiera suceder. Llámalo contagio,
admiración, emulación por cierta ósmosis extraña,
¿síndrome de Estocolmo? ¿Acaso le habría resultado fácil a
Artur separar del cilíndrico vaso los tres colores, una vez
mezclados, del ron, la soda y la gota de angostura? Me
parece que sucumbí a alguna pócima mágica y estoy algo
borrachilla nada más mojarme los labios. Admito que una
mujer casi nunca lo piensa. ¿Lo intuimos? ¿Tú qué crees? Ni
siquiera eso, pero sucede. Tanta valentía, decisión, instinto
maternal y emprendedor, todo ese galimatías que nos
conduce, pese a todo, hacia un destino inapelable, como
frágiles hojas a merced del viento. Ahí es donde ellos —él
no— se equivocan y confunden fragilidad con debilidad;
ductibilidad con ser volubles. Los hombres piensan que el
universo se rije por sus leyes e ignoran esas fuerzas invisibles
que, a todas sin excepción, nos acechan para guiarnos por
caminos ignorados, mas en extremo atrayentes. No lucho
contra el viento, tampoco desfallezco ante el miedo de sus
embites repentinos. Supongo que las mujeres nos dejamos
acariciar por cualquier acontecimiento nuevo, esa brisa que
en el atardecer naranja nos avisa de vientos de fuerte
componente. Sí, querida, sí, brisas que se convierten en
sacudidas de fuerza 3. Auténticos tornados. Si ellos lo
supieran... Ríete, pero es así, qué te voy a contar. Ha sido
deliciosamente peor. Me siento presa en una bruma que me
mece dulcemente, sin sentirme atrapada. Pero bueno,
centrémonos, ahora soy yo quien está desvariando.
»¿Le permitirás a Rubén el privilegio de acechar tu
intimidad desde un rincón secreto? ¿Acaso no guardas
etiquetas, viejas entradas de teatro, pequeños fetiches,

94
autógrafos, reliquias o cosas por el estilo? Quizás nunca
supo gran cosa de ti. Los hombres van tan despistados, y
nosotras somos capaces de pasarnos media vida esperando
no sé qué —¿llegó la hora?—, escondidas tras el misterio.
Desconozco la razón por la que un hombre pregona casi
siempre sus secretos a medias; una mujer los dice o no,
nunca los sugiere; o los guarda para sí, como esas cosas que
mencionaba de los cajones secretos. ¿Cuántos guardas tú?
»A la postre, narraciones que atrapa implacablemente
la penumbra del anonimato. Cartas, relatos sin publicar, que
también yacen durante años en los compartimientos
secretos. La suerte de aquellas veladas en Montparnasse en
vuestro taller de escritura era que os daban, a ti y a Rubén,
acceso cada tarde a esas intimidades literarias de los demás,
que al final enriquecen la propia. La consigna del día y la
catarsis del grupo mediatizaban sorpresas gratas, literarias,
vitales.»

95
96
«—La gente escribe, crea, decía Émile, vuestro pintor
de Montmartre, y cuando ello acontece se produce un
silencio diferente. Nadie mira al techo de otro modo que no
sea para inspirarse; no se muerden los bolígrafos, presa de
inoportunos nerviosismos. Podrá ser compulsiva la
narración, pero domina la serenidad en los rostros, la
ensoñación en los ojos, las pausas en la escritura. La cuartilla
en blanco va recibiendo la caricia de las letras, los primeros
trazos; los símbolos de la creación ya se dibujan con
palabras; las vivencias adoptan formas caligráficas; color los
estados del alma, y los pensamientos inventan y capturan las
metáforas.
»La verdad es que Émile siempre fue un incondicional
de todas aquellas movidas literarias. Rememora aquellas
calles empinadas que conducían hasta su pequeño estudio de
Montmartre. Gárgolas con fauces de león, farolas,
adoquines, enredaderas en los balcones, y la ropa tendida
mezclada con la verde esparraguera en una profusión tan
original como versallesca. Pasajes, bóvedas, soportales; la
sorpresa de los músicos ambulantes y los pintores; pintores

97
y poetas, buen tándem. Y los viejos bistrots con sabor y tinte
modernista, las galerías de arte, las librerías de viejo, las
tiendas de los anticuarios... Recorrer aquellas calles, como
quien atraviesa un río, os aproximaba a su estudio en el
simpático callejón de los aledaños del Sacre Coeur. Tres
aldabonazos, y el pintor abre la puerta desde arriba por el
vetusto procedimiento del tirón de la cuerda que permite el
acceso a las empinadas escaleras. La imagen congelada es:
pipa en mano, sonrisa abierta, escuchando a Wagner,
rodeado de cuadros; sí que huele a pintura, a telas, polvo,
acuarelas, acrílicos intensos, a pintura, en suma.
»En un caballete, un lienzo de la campiña nevada;
diversos desnudos, la villa de Prades, y un esbozo de la casa
donde murió Leonardo da Vinci, en Bloise; puentes y farolas
parisinas atrapados para siempre al óleo por una mano
magistral. No era figurativo y sí muchas veces expresionista.
Daban fe de ello los sublimes cardos pintados, los tejados,
las callejuelas del viejo París, las arboledas de Olot, en
Cataluña y los olivos de Mallorca.
»¿Y qué me dices de Jorge cuando escribía sobre el río
Vaupés de su Colombia natal, en aquel relato inefable de la
mestiza bañándose en el río, cerca de Yuriparí, adonde había
llegado después de navegar durante siete horas a bordo de
una chalupa de madera?:
Se había detenido junto a la orilla y a medida que avanzaba y
el nivel de agua subía por sus piernas, con la misma lentitud se iba
levantando el balandrán. Era un acto tan meticuloso y natural que me
dejaba sin aliento. Cuando el agua ya le llegaba al cuello, sostenía el
camisón entre sus brazos de tal forma que ni la gota más rebelde de
agua podía alcanzarla... Luego, se invertía el proceso ceremonial y, a
medida que avanzaba hacia la orilla, dejaba caer la blanca camisola.

98
Desde ese día, en cualquier mujer que se me cruza, busco esa fragancia
perversa...
»O cuando relataba con tintes de realismo mágico
aquellas fiestas de adolescencia junto a los groselleros
enormes de encendida sombra. Por no rememorar aquel
sublime autorretrato suyo literario:
Naciste con un lunar en la frente que marcaría tu destino
errante. Tienes una mirada a un segundo piso imaginario. Ríes
burdamente; a veces lloras. Sueñas, incluso cuando duermes. Las amas
a todas. Contestas sinceramente y antes de herir prefieres ser herido.
Los niños te encantan, y también los cementerios. Odias tanto el
pimentón, como Supermán la kriptonita. Tu olfato quiere pasearte por
distintos lugares y tu boca dice sí. Miras mucho hacia atrás y
desconoces por dónde andarás. Acompañado de tu soledad, te entregas
como si sólo quedara un día. Eres tercamente idealista y aún preguntas:
¿por dónde andarás?
»¿Sabes que al final lo nombraron embajador?
Monique, sin embargo, se ceñía a sus circuitos de sueños de
libros y aromas repentinos a tierra mojada. ¿Te acuerdas de
Silvie, la de los rubores repetidos y aquellos dedos largos de
escritora? Sublime aquel relato suyo acerca del padre de
Kafka:
...el comedor no ha cambiado. Aquellas cortinas pesadas siguen
tapando la luz del día. Nadie las ha corrido hoy, y la asfixia se
adivina en cada rostro.

»Todos luchabamos por extraer magia del relato de la


copa azul que siempre presidía la mesa en las reuniones. ¿O
era un jarrón? Alain, firme, categórico con el lápiz, siempre
tan certero. Esther esculpiendo la palabra, e Isabelle
pintando de colores amarillos sus relatos de desiertos, o
99
Montse, la catalana republicana, otra exiliada, con sus
instantáneas para desarrollar luego en casa los esbozos.
¿Verdad que expuso en Nueva York? Y, Nora, Norma,
Charles, Isabelle, Graciela, Serge, Eugenie, Monique (blanca
como la cera y aquel look gótico de bellísima alma en pena),
Rosa, Emma...
»En fin, la verdad es que el momento de escribir era
siempre de gran intimidad compartida. El silencio se unía a
la sorpresa. Confieso que había algo sagrado en ello. Como
devota era vuestra forma de escuchar la lectura de nuestros
relatos. La palabra es un regalo cuando se asiste a su
gestación primera; cuando el propio autor la lee y la
comparte.
»Rubén conserva muchos escritos de aquellos años.
Otros los debes tener tú. Como verás todo sigue algo
desordenado y requiere una mano que ponga un poco de
orden; tantas cartas, narraciones, poemas... Qué manera de
jugar con la escritura y convertir la metáfora prolongada en
alegoría. Rebovino: escribir sobre los sentidos; la metáfora,
pura e impura, qué disquisición, y cómo no, la metáfora
visionaria, y el juego cruzado con las más diversas y no
siempre descabelladas metáforas, ya que cada uno sugería la
suya sin saber la consigna de que se trataba, dando así
oportunidad a que una extraña magia o telepatía interactiva
las agrupara luego por bloques de curiosa coherencia:
(Calles retorcidas): calles intestinales calles de enredadera,
como aspas de ventilador, vías indecisas, calles fracasadas, imposibles de
adivinar. (Calles vacías): calles de vino apurado, cargadas de
ausencia, robadas al tiempo, pavimento sin aliento. (Cansancio): de
viejos sentados a la sombra; de maletas deshechas; de tiempo sobre el
cuerpo; de aceite que resbala por el vidrio... (Gritos de dolor): de
lobos aullando; de animales en celo; de olor a piel quemada; de filo

100
ensangrentado; de muecas que escapan por la boca. (Tristeza): de ojos
vacíos, de almas vacías, de ciprés que se dobla bajo el viento.
»¿Casualidades? ¿Coincidencias? ¿Premoniciones?
»Luego, vendrían los “cadáveres exquisitos”, la
narrativa, el relato, el cuento; versos, rimas y aliteraciones; la
metonimia, y en una imparable carrera el mito, más allá de la
alegoría para escapar aún de la realidad, ah, y me dejo en el
tintero el rollo aquel de la sínquisis y la teoría de los actantes.
¿No te suena lo del mito de Asterión? ¿Kafka?
¿Monterroso? Pienso que al final éramos todos personajes
complejos con la carga inherente a su contradicción
caleidoscópica; pocos personajes planos había en el grupo.
Casi siempre acabábamos complicando los textos, a pesar de
los consejos acerca de las frases cortas, las palabras simples y
las abstracciones, influjo quizás de la dichosa magdalena de
Proust, (no descartemos el «Pastís» y tanto café y cigarrillos),
el laberinto borgiano o el pastel nupcial de tu querida
Madame Bovary. Mira que tener que escribir un texto sobre
el color del vacío... Qué cosas ¿Y aquellos versos al alimón
con Serge?
Crepita el sonido, arde la luz, tarde. Ínclito, sórdido, júbilo,
esdrújulo ser dolmen, piedra, acero. Y un lecho de violetas bajo mi carne
yace. Te amenaza tanta lucha y esa nicotina de impares cigarrillos.
Híbrido, ético, náutico, epigramático banal, bananal y vano. Dime o no
si tu teléfono comunica aún a medianoche.

»Hay cantidad de borradores, de escritos de las cenas


colectivas, de las maratones de escritura y las tertulias. No se
merecen el cajón secreto y menos el olvido. Ya sabemos que
a la literatura oficial poco o nada le preocupa todo eso. ¿A
quién le interesarán aquellas cartas que durante años

101
mantuvo Rubén con Esther durante su estancia en
Colombia? Tras su matrimonio con Jorge, sí que los tuvisteis
alejados de vosotros un par de años, pero gracias a la
correspondencia regular se mantuvo un hilo conductor que
fue como un ancla tendida en la distancia. Acuérdate de
Benedetti: “construyamos un puente indestructible...”.
»Cuando Mireia marchó a Nueva York aquel primer
verano, empezaron a llover las cartas en las que hablaba del
frescor de la hierba en Central Park y las estrellas que
tachonaban de noche el cielo de Manhatan. Y aquéllos sus
pequeños éxtasis junto a los rascacielos, el concierto de
Pavaroti al aire libre, o su afirmación de que en China Town
el exotismo tenía tintes de inciensos extraños, que se
mezclaban en las calles con el olor a aceite, a pollo frito y a
soja, al hedor de cloacas y también a curry. Citaba
emocionada versos de Walt Whitman: “Creo que una hoja de
hierba no es menos que el camino recorrido por las estrellas.” Le
aconsejásteis que no dejara de escribir y de escribiros.
Después marchó a Grecia y vinieron las cartas del contraste.
La mediterraneidad acentuó un marcado matiz sensual que
recordaba a Henry Miller y hablaba de soles apacibles, de
reencuentros con la antigüedad, el arte, las islas, el mar;
azules y rojos, miradas del vino, atardeceres de carmín y
aquellas cosas. La frase de García Márquez en que decía:
“Para combatir la muerte sólo puedo hacer una cosa, escribir”, surtía
efecto y os escribían. Escribíamos nosotros también. Te
escribe ahora después de tantos años. Pronto vas a a recibir
carta suya.
»Tendrías que aceptar su reto. Quiere que lo recuerdes
todo y que lo escribas. Él también lo hace. Alguien escribe
por él. Ya va siendo hora de que aterrices tus fantasmas y les
otorgues forma, nombre y apellido. Tanta fábula, tanto

102
personaje, tanta invención para entretener las charlas, los
insomnios. Cuentos para niños que no escribiste. Te
olvidaste del pacto de escribir juntos que hicisteis aquel día
que Marie dijo que existían conjunciones astrales
importantes. Siempre tuviste unas ideas geniales que casi
nunca terminaron en el papel. Tal vez, tu manera de crear en
tu propia vida y la de los demás era tan real como literaria.
Anotabas ideas apresuradas en tu agenda cuando por las
noches te brillaban los ojos a causa de la magia del instante.
Seguro que fantaseabas con ser una famosa escritora, la
musa permanente de un poeta; una especie de Anaïs Nin
con una vida excitante y de novela. Tanta fantasía, pero
también tantas ganas de vivir. Cuando más escribiste fue en
esos años locos. ¿Y ahora? ¿Sólo las aguas? ¿Nada más que la
radio por las noches?
»Y no mires tantas veces el reloj, son las seis... y es...
Veo, veo, ¿qué día es hoy, Veo Veo? Pues bien, ahora
vamos a buscar una base de maquillaje lo más parecida a tu
piel, no es cuestión de oscurecerte más todavía, eso es,
como una segunda piel. Qué cosas, quién nos lo iba a decir,
cariño, mira que no nos libramos de estos potingues ni con
el paso de los años, por cierto, que tienes el tocador hecho
un asco, aquí no hay quien encuentre nada, y podías dejar un
rato aparcada la radio, ¿qué hace el lápiz corrector encima de
ella? Vamos a iluminar un poco más la mirada y disimular las
ojeras, pásame la cajita, ¿cuál prefieres?, ¿hacemos un cóctel
picassiano?, claro que sí, como en los viejos tiempos, el caso
es jugar, Valeria, y pintar, pasárnoslo bien, seguro que
obtenemos un buen contraste.»

103
«—¿Yo? Podría decirte que ahora me arreglo más y
que me miro a diario en el espejo, mas no sería cierto, te
mentiría, si casi ni me maquillo. Me contemplo en otro
espejo que no me produce vértigo. Siento ese placer
inenarrable de quien respira hondo y tiene un aire de
ensoñación constante, ¿adivinas? Hablo menos (no te rías).
Respiro más. Escribo. Y duermo como un tronco. Me
sonrío como una boba, y disfruto de cosas tan sencillas
como leer, pasear, estar un rato a solas, caminar aspirando
aromas. Sueño con tantas cosas, espero tan poco, no sé qué
me está pasando. No, no lo digas, o se romperá el hechizo.
Ya, ya lo he visto, no pasa nada, mujer, un poco de crema
astringente, que vaya usted a saber dónde para, dibujamos
luego un coqueto lunar encima, y con algo de marrón
maquillamos el granito en un lunar. Divertido, ¿no crees?
»Sin duda, que hay lesiones difícilmente reversibles. Tú
recordarás lo que puedas, querida, pero eso también es ser,
de algún modo, víctima de cuanto te hizo daño. Él, en
cambio, te informo: recuerda de otro modo, en especial los
aromas diferentes, y su cerebro no se bloqueó con ningún

104
resentimiento. Mantuvo a salvo una zona virginal donde
coexisten en un ecosistema mágico el olor del azahar aliado
con el de la pólvora y las bombas. Algunos recuerdos de
infancia y de las huertas salpicadas de palmeras permanece
intacto; como el de la cabaña y aquel gris plateado del
automotor; el exilio a la Argentina, la distancia dolorosa y, a
la vez, la papaya que crecía al amparo siempre de la mano de
Matilde cuando aterrizaron en África. El jacinto y la papaya.
El gris y el amarillo, en especial el blanco; el blanco, al fin.
Los sonidos, los pasos, los olores y cantidades de oxígenos
reparadores y plurales. Se desbordó, pero mantuvo un cauce
que une y que comparto. Tendrías que imitarle y aceptar la
imposición de sus manos. Claro que hubo amnesias,
también tú..., pero sólo de las cosas más banales. Se salvó
del schock la intuición, el olfato, un nuevo tacto para la piel,
otro modo de ver.
»Al fin, ha comprendido. Te puedo asegurar que se
mueve con una sorprendente intuición y con imágenes.
Anula su razón cuando todo el universo se le revela y se
comprime en un gesto ante sus ojos. Ahora, le basta un
soplo de aire, la luz, el sonido imperceptible de un rumor.
Absorbe las cosas respirando. Habla menos y transmite más
que cuando escribe. No te extrañará que se obre el milagro.
Y dicho sea de paso, se entiende mejor con ella, de la que no
se separa ni un instante. ¿Ella? No, no soy yo. Yo sólo le
ayudo en el trabajo epistolar y de recopilación, te lo dije
antes. ¿Qué día es hoy? ¿Aún? Martes, es martes, por todo el
día. Y estáte quieta, mujer, o no podré terminar de peinarte.
»Por la forma en que me miras deduzco que te invade
el escepticismo y estás pensando que menuda parlanchina
estoy hecha y que todo esto es agua pasada. Sí, sí, ya me sé
esa cantinela de memoria; como todos esos argumentos

105
nuestros tan femeninos de tocar pies a tierra y el
pragmatismo, que no son otra cosa que un modo de no
querer enfrentarnos al pasado. ¿Por qué esa incapacidad para
vibrar de nuevo o reconocer, en todo caso, que alguien nos
hizo vibrar un día? Nunca entenderé qué estúpido orgullo o
mecanismo de defensa nos vuelve tan frágiles a ciertos
recuerdos con esa altanería equivocada. ¿Ponemos laca?»

106
«—En el presente Rubén está más delgado y se le
aprecian las arrugas progresivas, que él denomina en sus
poemas surcos y nueva orografía, qué eufemismo. El gesto
carece de tensiones; ya no desvía tanto su mirada, se posan
sus ojos por doquier con la suavidad peculiar del terciopelo;
acaricia el aire si gesticula con parsimonia; se suavizó, a la par
que grave, la voz en la laringe y practica esos intervalos de
las pausas, que es lo que más adoro en él. Su cabello también
es blanco. Sin embargo, la mirada mantiene el mismo brillo,
diría que dulcificado con los años, y desprende un aire
tranquilo de serenidad profunda. Tendrías que verlo. No
está lejos. Veo, veo, ¿a quién no ves? ¿Te gustaría
encontrártelo? Charlotte siempre le criticó su afición a los
cafés y se inventaba tesis extrañas acerca del inconsciente y
la similitud del local con la sensación de protección en el
claustro materno. Y es que aún pide que le sirvan un café
americano, que ya no lo acompaña con cigarrillos “Virginia”.
A Charlotte le habría gustado. Ya sabes que ella siempre
odió el tabaco. Sólo bebe un «Pastís» acompañado de ese
café largo. Cientos de versos y artículos los gestó en bares.

107
Entonces se abstrae y evoca. Luego, a partir de un invisible
punto de fuga todo se dispara en su mente. Comienza por
tomar distancia del lugar y de sí, para terminar en una
especie de vuelo astral en el que escribe con la mente, el
pensamiento y fuertes dosis de imaginación y fantasía. ¿Que
por qué sé todo eso? Digamos que por algo más que por
intuición, querida. Ahí no se necesita lápiz, sólo saber volar,
volar, y cuanto más alto, mejor. Como las golondrinas. Yo
también. Lo aprendí de él, del que... ¡Ay!, ya no sé ni lo que
digo.
»Tú lo recordarás quizás de modo diferente. Él estaba
junto al mirador en aquella foto de la vieja casa de Buenos
Aires. En la otra, aparecía con Charlotte en el Géllert de
Budapest, escribiendo poesía, mirando por la ventana, cómo
no, el Danubio y el discurrir de los tranvías. Siempre las
ventanas para emprender las fugas. Eso debió ser cuando
cenaron en el restorán de la Ópera. El vino rojo competía
con las miradas, los violines y el foie. Tomaron después un
licor en el neo-barroco Café Gerbaud; con más palabras,
miradas, poemas improvisados y las manos entrelazadas.
Siempre el vino, siempre los poemas, las ventanas. Y calma
tu impaciencia; seguro que te has puesto nerviosa al hablarte
de Charlotte y ya andas preguntándote a qué viene todo
esto. Acertaste. Era mi propósito. Buena señal. Chínchese,
querida dama. El nerviosismo te ayudará a recordar.
Continúo.
»Hace tiempo que su sexo se desmoronó, imagino
que de mortal aburrimiento, pero te confieso que aún
fascina su presencia que te envuelve con el magnetismo de
un imán. Practicó con la intuición y ya no analiza cuanto
aprende. Se impregna de ti, absorbe, rezuma, y luego te
contagia. Su mejor poesía la escribe ahora que la mano

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derecha no obedece. Es un mar en calma que no siente la
urgente necesidad de narrarse. Al fin, querida, se nos mostró
tal cual es, sin inquietudes. Tanto brillo, comprenderás,
acaba por atraparte. Escucha lo último que he transcrito:
...Contemplo sin buscar y descubro un mundo nuevo, ayudado
por el tacto, doméstico y cotidiano, entre olores de sal y libros viejos,
cercano y olvidado [...] Al fin, puedo ser hoja de durazno, también
reflejo, justo ahí donde se instala el vacío, en el umbral de la nada y
este hueco de las ausencias, ya marchitas y devaluadas. Ahora, cuento
los granos de la arena y analizo a conciencia los sonidos.
El tiempo se expande a partir de la rutina instaurando en ella
la antífona muda de la luz, que es otra y me descubre huecos nunca
contemplados. El amanecer resulta jornada memorable, y respirar, un
acorde bien distinto. Escucho los pasos, atentamente, ascender ya no
resulta cuesta arriba. Entretiene oír burbujear la cafetera, se agradece
pasear por el jardín, estar ocioso, fumar o dormitarme... Vigilo la luz,
la dirección del aire, el gozne que chirría, el ladrido lejano, un tren que
silba, esos rumores que se acercan.
Espío la primavera y huelo los rincones, los amplios corredores
del pabellón sur del balneario, cualquier vapor húmedo y tibio, cobres
áureos del nympheum; los sobres de tus cartas y los libros, esas fotos
olvidadas dentro del jarrón azul,—-el de los relojes congelados— y, en
fin, que seguir las espirales del humo me disipa y sólo pierdo la
memoria si me abstraigo.
Amanece el día con un acorde torpe, pie en el suelo -prima
nota- al que luego sigue el otro -segundo acorde-. A cámara lenta me
dirijo, perezoso y vacilante, hacia el armarito del agua, la nieve de
afeitar y el marespejo, qué ironía, “cant des ocells” junto a la
ventana —re menor acompasado—, y al final, erguido, bostezo, me
desperezo y celebro, estornudando, reconocerme vivo. Después, in
crescendo, de nuevo el agua, el rito del café y el pan con mantequilla,

109
toso, escucho las noticias en la radio, y sonrío, gozoso, al comprobar que
aún respiro.”
»¿No es sublime?»

110
«—¿Que si escribo? Pues sí, tu adorada Andrea,
escribe más que antes. En especial, guiones para la radio. Sí,
volví a tomar la pluma. Tiendo más a la síntesis, a la
simplicidad que me aleja, ya era hora, de aquellos relatos tan
complicados de niña prodigio y superculta. Se deslizan más
fácilmente las palabras, y llegado un punto, me detengo y,
bueno, ya sabes, respiro hondo, sonrío como una boba, me
entrego a las ensoñaciones y esas cosas. Eso acontece
cuando el martes entro la sintonía... Wanda Landosvka.
¿Adivinas? Seguro que se han removido tus circuitos. Mírate
en mí. Podría ser tu espejo. No estés tan pendiente de la
radio, ya te he dicho que aún no es medianoche. ¿Por qué
bajas los ojos? Levanta la barbilla, que ya termino de
peinarte ¿No quieres ver cómo quedó?

»Tenemos que romper esa barrera del aislamiento.


Dichosa memoria anestesiada. Ya verás como todo encajará
a la perfección. Y podrás evocar desde esa zona amable de la
tregua que, dicho sea de paso, nos ofrece este encuentro a
las dos en el campo de la complicidad femenina, ya verás
como no nos aburriremos: escucharemos música, hablar, ni
te cuento, leeremos a diario, por supuesto, escribir cuando

111
lo pidas, cotillear un poco, oír la radio, disfrazarnos, grabar
monólogos, disfrutar con el cuentacuentos... Tienes que
aprovechar el momento. Siempre te moviste bien en ese
terreno de las complicidades, que, por otro lado, tan celoso
ponían a Rubén. Reconozcamos que nunca fue obsesivo en
ese tema. Algunas veces dañabas un poco su lado masculino,
escasamente competitivo. Él nunca fue un luchador. Hoy
menos. Sus celos se reducían a la tristeza pasajera de quien
teme no despertar suficiente brillo en el espejo ajeno. ¡Ah!,
el espejo. Mírate bien en él, tal vez eso te ayude a recordar,
mejor que esos comprimidos. Ten, aguanta un momento el
secador.

»Cuántas horas pasamos las mujeres ante el espejo. El


espejo, cariño, ¿no recuerdas? Inténtalo. Verás aflorar ese
aliado —tan tuyo y mío— en la cosmética y la literatura. El
espejito, no forzosamente mágico, al que aburrimos a
preguntas a todas horas, qué pesadas; la transparencia fiel a
la que no engaña el maquillaje; la otra cara; y mi primer
relato aquel del sueño borgiano y el espejo. ¿Cuántas veces
disimulaste las pecas en aquel que comprásteis cuando te
instalaste en tu piso de soltera? La aventura —me
contabas— le provocó a Rubén versos sublimes de poesía
de la experiencia, tan romántica como pragmática,
sublimando así cuanto de rutina comportaba una compra
tan prosaica para el aseo.

»Espejito fiel y traicionero. Veo, veo, ¿qué ves? Y no


tan cómplice, que a veces parece esa amiga molesta que
siempre nos observa esperando descubrir algún defecto. A
solas con él tras la puerta cerrada del baño, para ensayar el
gesto, ofrecerle un perfil nuevo, sacarle la lengua, mandarle
un beso; ahora un mohín, verificando después la firmeza del

112
trasero bajo el ceñido pantalón, que si gírate de espaldas y
miras de reojo; que desabotonas la blusa, volver a
abotonarla, cambias de lado el pelo, descubres la nuca,
descolocas el escote..., mientras, a todo eso, él enciende el
tercer pitillo en el pasillo y se impacienta. El espejo que tú
decías ser y que todos somos para los demás, y en el que
reflejar al otro. Y ahora, ¿no me ves?, ¿no quieres verte?, ni
siquiera sé si mientras te peino me reflejo. ¿Te vampirizo?
¿Me reconoces? Soy Andrea. Te estoy hablando, Valeria.

»Cuando iba a vuestras reuniones de escritura, llegaba


siempre atolondrada, tenía prisa por entregar los escritos y
dejar los libros en el suelo, porque venía con ganas de hacer
pis, así que entraba apurada en el lavabo (que yo, amén de
niña prodigio, también era presumida a mis doce años); allí
me contemplaba un buen rato en el espejo, el tuyo, sí, el
mismo en el que te habías recreado minutos antes.
Entonces, yo no me maquillaba, ni me arreglaba mucho,
pero, como te digo, ya tenía pájaros en la cabeza, y soñaba
con llegar a ser de mayor igual que tú, y, ni que decir tiene,
una importante escritora, con un novio maduro también
escritor (aunque fuera quince años mayor que yo).
¿Recuerdas cómo me gustaba inventarme palabras como
aquella de “fuliginoso”? Él la hizo suya y te la dedicaba en
aquel verso escrito en aquel bar de Saint Germain: fuliginoso
circuito en la memoria/ adentra callejones del ayer/ y las esquinas que
tantas veces tú y yo,/ en el viejo París recorrimos.” (Ahora bien,
entonces, yo no era tú). Sin embargo, ya no te apetece tanto
contemplarte, aceptas que te peine, bajas la cabeza, los ojos,
y aguardas pacientemente a que tu Andrea termine este
suplicio. Ayyayay, que ya no eres tan amiga de esos
artilugios. A pesar de que te acompañaron desde tantos

113
cuartos de baño, escaparates, ascensores, un sinfín de
bolsos, antesalas de palcos, bares... Bueno, bueno, bueno.

»Y no te inquietes, déjame hacer a mí. Si luego no te


gusta el peinado, lo deshago y en paz. Pórtate bien, que ya
no eres una niña. Manos a la obra: primero la
emprenderemos con un buen serum intensivo antiarrugas, y
algo lograremos. Acto seguido, operación champú a la
menta, fuera mechones, eso es, cardamos un poco la raíz del
pelo y pulverizaremos con laca para dar volumen. Tema
reflejos: ¿qué te parece?, no olvides que tendrá que estar en
armonía con tu estado anímico. ¿Qué nos toca hoy?
Veamos, veamos, Veo Veo, pensando en el atardecer y en
posibles sorpresas, yo me inclinaría por un castaño glacé,
clásico sin lugar a dudas, retro pero chic. ¿De acuerdo? A lo
sumo, le quitamos algo de seriedad al peinado y le damos un
aire más informal. La madurez, querida, no nos permite
estridencias. Así. Ya está. Si luego queremos añadirte algunas
mechas, nada mejor que tener un color de base uniforme.
Iluminamos el rostro y te quitamos algunos años. Déjame
hacer a mí. Acentuaremos la base del maquillaje, que como
te enseñé posee el truquito de ser tratamiento lifting
inmediato que reafirma y disimula arrugas, además, el blanco
aguantará mejor. Los pómulos pequeños y esos ojillos
achinados... sí, sí, no hay otra cosa, y no te vamos a cambiar
a estas alturas del partido, contrastarán con el blanco de los
cabellos —¿ya no eres pelirroja?—, ay, pobre, y hará juego
con el blanco del maquillaje, no olvidemos que el blanco
ilumina la mirada, de este modo abrimos más el ojo que con
la línea ascendente simulará un cierto rasgo oriental. Y si te
parece recogeremos el pelo en un bonito moño para que
quede bien visible la nuca. Eso es, ¿ves qué bien? ¿Te gusta?
Toda una geisha, podríamos decir. Un poco de colorete en

114
los labios... ¡Ah! y la raya, el rimel, alargamos algo las
pestañas y un poco de sombra clara, ¿azul mar?, que
aplicaremos por todo el párpado hasta las cejas..., aaajá, y a
ver qué me haces con el perfume. Que te conozco. ¡Ah, el
perfume!

»Bien pensado, qué te puedo enseñar yo de


aromaterapia. En ese tema eres tú la especialista, ¿no? Pero
hoy nada de rebecas grises para visitar el pabellón de los
manantiales, te buscaré algo en tonos pastel, nada de negro,
eso se queda para las otras y tú... tú hoy, eres una geisha. Eso
es. Como una flor de loto en un estanque. Una flor, idéntica
a las que se abren durante la noche. Levanta la barbilla, no te
duermas ahora. ¿Estás lista para florecer? Te has sonreído
por debajo de la comisura de los labios, lo veo, picarona,
vaya, menos mal. Te gusta, ¿verdad? Pues claro que sí, tonta,
si estás guapísima. Mira el espejo, ¿qué ves? No, a mí no.
Ese chal azul pálido, el de los flecos... Ya ni te acordabas.
También lo guardaba él, y la copa azul turquesa de ribetes de
espigas doradas, en la que ahora se guardan los recuerdos y
los relojes blandos: segunda duda despejada. Pues el chal
parece el destello de un kimono encantador, y además te
favorece. Contempla las bombillas amarillas, el espejo, el
reflejo de la luz que inunda tu cara blanca, y cómo emerge
una silueta. ¿La ves? Ahora disminuyo la intensidad de la luz.
Operación veladuras, a lo Turner. El camerino en penumbra
apacigua el diablillo de los nervios, pronto sonará el timbre
de aviso en unos segundos, comienza el segundo acto, y tú
pareces una mariposa. No me sorprendería que una
Nymphalinae voladora de los bosques. Ha sido muy largo el
vuelo. Tantos años... Necesitas humedad para hidratarte, o
morirás en breve. Y a lo mejor nos hemos pasado al
maquillar con un exceso de camuflaje. Recuerda cuando

115
Bruno soltaba la perorata de la dicotomía de la crisálida.
Pues eso, que ya estás en la última fase del proceso y
empiezas a mostrar el imago formado de mariposa
definitiva, a punto de salir de su envoltorio. ¿Apagamos ya la
radio? Apresúrate, no conviene llegar tarde, atardece y él
deberá despertar cuando adivine que es la hora del paseo.
¿Recordarás todo lo que te he dicho? ¿Recordarás cuanto él
escribió de ti?»

116
117
Artemisa

«—...Veo, veo, qué ves, concéntrate, Rubén, le digo,


en esta ocasión será menos complicado, acarícialo, te
informará el tacto, tú dirás, me dice: frío-frío que sorprende,
por un momento duda, insisto, continúa, no te detengas,
humedad tal vez, hierro mojado, despacio, no aventures, ya,
pues lo parece, ¿pintura?, te equivocas, ¿cobre oscurecido?,
te aproximas, como levísimas gotas de rocío en superficie, te
acercas, pero no quema, frío-frío, repito, (él) hierro, acero
liso, sin estrías, exclusiones, descarto barandal, ¿ánima de un
arma?, sobrecoge, continúa, anima mía, uy, no sé lo que me
digo, olvídalo, adelante, más sensaciones, acero, metal
pesado, color oscuro, me inclino por el negro, no relieves,
cierto brillo, ¿plomo?, pista: parte de un todo, pues
sensación en la yema de los dedos de suavidad esférica, no
poetices, añado, que en la palma de la mano pesa y desafía la
ley de la gravedad, densa, qué más, insisto, retorna el frío,

118
emite cierto helor, resume, peso hondo que aligera en parte
la textura roma, circular, nieve al tacto... no te enrolles...
¿sensaciones?, agradable en un principio, ¿gratificante?, ya
no, ¿por qué?, desconfío, vértigo, temor... ¿imán?...
¿amenaza velada?..., no exactamente, imágenes: cerrojo,
llanta, barandal, falleva, raíl, boca de fuego... ¿arma?,
¡nooooo!, y deja de acariciar con eso la mejilla, ¿por qué en
la sien ahora?, me asustas, pues no, la impresión es
agradable, la sensación de frío se diluye, diría más constante,
se mitiga, ¿difuminada?, quizás, vuelve, roba cierta tibieza del
pómulo y al hermanarse con él, qué curioso, la percepción
helada se apaga, el temor se solaza, piel y acero ya son uno...
»¿Sonríes? —me pregunta—. Lo adivinaste, pero no
estaba en el guión. ¿Y eso? Es fácil, cuando sonríes —
alega— tu sonrisa comienza mucho antes de expresarse, se
anuncia como un amanecer inminente, primero se instala,
¿que mi sonrisa se instala?, sí, mujer, te precede sin alboroto,
ni brusquedad, ni sobresalto, y te anuncia, como el alba,
luego permanece y se resiste a desaparecer, una luz, el
amanecer te he dicho... Qué arduo intentar definir esas
diferentes graduaciones en la duración de tu sonrisa. No te
pierdas, estabas en el pómulo, ya, pero no en la sien, relájate
(y sí en tus nudillos, pienso), ahora no me informa ningún
sexto sentido, pues deja la intuición a las mujeres, afirmación
equivocada, además, te informo: detecté el olor de tu
perfume nada más abrir la ventana, y pese a que no lo creas,
mucho antes de ese gesto y de tu sonrisa que ahora intuyo.
En primer lugar, aconteció el presagio de que habías vuelto,
así adivino cuando es martes, acentúas la sonrisa y eso no
está bien, déjala florecer a su aire, ¿no ves que ella sola se
sostiene como un intrigante sfumatto de Leonardo?. Y aparta
ese pensamiento de extrañeza, afirma adivinando mi
expresión.

119
»La sensación siempre surge de un presentimiento
indefinible, un sonido, me refiero al de la hojarasca
crujiendo bajo tus pies, y cómo se escondieron
precipitadamente dos ardillas; sobresaltaste a varios pajarillos
al doblar por el sendero, el aleteo los delata, además
conozco ese olor. Sin duda que compraste el perfume en
Ohio, lo conozco de memoria, ese perfume es tu sonrisa
Fidji, que digo yo —y no te turbes—, algún día te contaré en
qué consiste esa clase de sonrisa. (Empieza a declinar el sol y
deduce que querré disponerlo todo en el orden
acostumbrado). No sustituyas la sonrisa por ese gesto de
censura, todo está algo desordenado, lo sé, cada cosa debe
seguir en su sitio, eso según tú era muy importante, ¿sabrás
disculparlo? Puedes encender alguna luz indirecta, sabes que
no me molesta. Mañana continuaremos, Rubén. Es la hora
del paseo.
»A la hora del paseo todo sucede de modo parecido.
La escena comienza con un presentimiento. Primero,
adivina la hora gracias a la intuición de su reloj biológico y
los ojos cerrados; después, el ruido característico del gran
ascensor acristalado que conduce al vestíbulo principal y que
frena con un golpe seco. Han abierto la puerta. Horatio lo
hace siempre con una sola mano, mientras con la otra
empujará la silla. El sonido corresponde al del ascensor que
se cierra; a continuación se escucha el sonido del tope de
goma que hay junto a la puerta, más abajo, la que da al
jardín, delante de la explanada donde se yergue la estatua de
Apolo, frente a las dos terrazas de poniente. Un paso más.
La puerta del jardín no hará ruido cuando salen. Ya están en
medio del verdor y la sombra acogedora que ciertos árboles
proporcionan al filtrar levemente los rayos del sol en el
atardecer. Se detienen unos instantes. Suena el clic metálico
cuando desbloquea el freno con el pie. Acto seguido, las

120
ruedas comienzan a deslizarse sobre la tierra del camino.
Cesa el rumor de las ruedas triturando la gravilla. Dos
segundos más, y giran junto a la estatua de la Venus del
Paraguas. Ahí le gusta a ella detenerse. La mujer y la estatua
se miran de frente. El enfermero lo sabe y no la apremia.
Arriba, en la habitación, él la sigue con los ojos cerrados e
imagina la silueta alargada de la silla y la mujer, que pronto se
proyectarán en un ángulo del techo de la habitación, gracias
al reflejo de la luz inclinada del ocaso.
»[Con los ojos entornados ahora.] Reemprenden la
marcha. Cuesta abajo. Se alejan. Cruzan delante del pabellón
de las fuentes. Por suerte, pasan de largo bajo el pasadizo
acristalado que conecta el edificio antiguo con el moderno.
Ya no se escucha sonido alguno. Él sigue el recorrido con la
imaginación y la acompaña. Aprendió a moverse por
instintos; adivina los tiempos sin consultar reloj alguno y se
guía por ritmos aprendidos. Sus puntos de referencia ahora
son otros. Da más importancia al tacto que le informa de
datos desconocidos y compara las mariposas con la
fragilidad de la piel de las cigarras adheridas a la corteza de
los pinos, cuya rugosidad le revela frágiles e inventadas
esculturas. [También a mí.]
»Adivina el sol declinante con los ojos cerrados y
presiente la tormenta o la brisa que cesa tras los atardeceres
carmín; la lluvia cuando se ioniza el aire, que huele y aspira
sorprendido. El oído, dañado por los bombardeos, no
perdona, mas conserva un curioso matiz para los ruidos
lejanos. Sabe bien cuándo se acerca el tren amarillo a dos
kilómetros del apeadero del balneario, percibe el ladrido de
un perro en la lejanía, detecta el crepitar de la gran chimenea
o la estridente sinfonía de los cuchillos en las enormes
cocinas. Le encanta aún el olor a café y azúcar quemada.

121
Trasiega el aguardiente, helado y transparente, a pequeños
sorbos, mas se resiste al apetito, y cada día come menos; de
lo que culpa a la gelatina insípida y a tanto comprimido.
»Suelen detenerse unos instantes junto a la estatua de
Artemisa, ¿adivinas?, donde la luz a esa hora del día es más
tenue y te hace evocar la voz de la radio que habla del mito
de Orfeo y narra lo del agua de la memoria; la que te explica
cada martes por la noche que las mariposas son en realidad
las ninfas protectoras del estanque. En ese instante, ella le
indica a Horatio que se detenga. Te da el sol en la cara,
guiñas tus pequeños ojos y te proteges de la luz con una
mano; con la otra haces un gesto enérgico para que
continúe. Si el ademán de la mano es imperativo, Horatio te
acercará un poco más al seto de la orilla del camino para que
puedas coger algún jazmín. ¿O son jacintos?
»Continúan el paseo. Se alejan de Artemisa. Se acercan
a Afrodita. Dejáis a la izquierda el camino de la columnata
que conduce al estanque. Sueñas con el baño, la reclusión
obligada, la inmersión definitiva, y también con el dulce
sopor de los vapores y el deseo de la piel que anhela
estirarse; con la bañera de cobre para la ablución, los
manantiales con sus grutas de ninfas invisibles, enigmáticas,
y los diosecillos sanadores. De vuelta, el deambular es a
través de las frondosas sendas, los laberintos flanqueados de
rosaledas, las estatuas de la mitología realzada en pedestales
tras el arbolado, y el intrincado recorrido finalmente a lo
largo de las amplias salas de bóvedas acristaladas y los
pasillos interminables.
»El dorado espejo del ascensor devuelve esa mirada
aniñada aún que ocultaría un universo impenetrable, a no ser
por cierto brillo, un resquicio aún, el único, que hoy te
delata. La instantánea refleja todavía el rastro de la mujer de

122
antaño, pelirroja, menuda, sensual y aniñada; despierta,
bohemia, sensible, mental y artística; femenina desde el
narcisismo, coqueta, provocativa; y también tímida, lozana,
abierta, difícil de conocer, hiperactiva y excéntrica. Él la
llama su pequeña ardilla pelirroja; menuda, inquieta,
vivaracha, veloz, desconfiada; ligera, laboriosa y trepadora, a
la par que huidiza y temerosa. Sin duda brotan —igual que
en otro tiempo, estoy segura— intrigas acerca de la tierra-
madre, la fertilidad, los olores, siempre los olores —como
en aquellas tenidas de escritura—, los aromas y el agua, el
aguaviva para tu eterna sed de juventud, que ahora se tiñe de
sequía con los años, sí, la comunión con la tierra y el agua, la
fusión, al fin, por encima de la vanidad acechante. Ah, la
desnudez y también la piel... ¿Percibes esa brisa tibia y
sensual que entra por el balcón? ¿Será la misma que a media
tarde juega con vuestros cabellos entremezclados en la
alfombra? ¿Volaron?»

«—Tanta evocación nace imperiosamente desde el


insomnio. El insomnio. La premonición. La campanada
muda que avisa a ambos, acaso mediante el signo de un sino
paralelo. Porque lo mismo le ocurre a la mujer menuda,
¿sabes?, cuando se dirige hacia el espejo, frente al lavabo y se
adentra un poco más en las zapatillas azules a cuadros,
embarcada en idéntico hábito insomne que él. ¿La luz?, hay
suficiente con la que proviene del pasillo. La vida cambió,
qué le vamos a hacer, se tornó más lenta, para sostenerse se
necesitan otros apoyos que constituyen universos
gigantescos, a base de pequeños detalles, cierto orden
matemático, meriendas y medicaciones programadas, ritos
entrañables y costumbres inalterables (primer acorde, re
menor...).

123
»En ese punto, convendrás conmigo, las gafas son
imprescindibles. Conviene defenderse de la torpeza en la
que se instaura el olvido de las cosas aprendidas; hay que
superar ese sentimiento de pena que se mezcla con el de
cierto victimismo y te acerca a esa especie de segunda
infancia desvalida, a medida que caducan ciertos
neurotransmisores. Cuesta identificar determinados matices
del paisaje pero, al menos así, Turner luce más romántico y
brumoso, todo un mensaje cifrado en clave de veladuras,
remolinos acechantes de espumas al óleo que amenazan con
naufragar la vida en la última batalla, las palabras ya no
definen, sombras son, sin contar lo del cálculo de las
distancias, atención al escalón, sorpresa traicionera, esa
sombra repentina proviene de cierta opacidad en la retina
que todo lo enmascara, qué remedio si a duras penas se
sostiene el equilibrio, la estructura oscila, confundes un libro
por otro en la estantería, cada día resulta más difícil peinarse,
ponerse los zapatos, levantarse de la silla en cuatro tiempos,
acompañando la torpe gimnasia con el suspiro permanente y
el consabido pañuelo salvador, útil para aliviar tanto declive,
ni te cuento lo de vigilar implantes, ah, y disimular a toda
costa los olores, va bien un reflejo de brillantina en el
cabello, aunque el paso tambalea en ese deambular vacilante,
mas por fortuna el aliento hoy no es tan agrio y de
momento aún nos aguanta la cadera, dices con alivio, crujen
los huesos, así que olvidáis lo más inmediato y la memoria
queda relegada a historias lejanas acerca del pasado, árboles
genealógicos confundidos, o la guerra, los trenes, aquel
primer amor, simples tareas obligadas que precedieron al
retiro de la desmemoria inevitable. Hay que pasar menos
tiempo ante el espejo. ¿Qué día es hoy? ¿Qué comimos
ayer? Te lo dirán a fin de que puedas olvidarlo y preguntar
de nuevo, y es que la dificutad para leer esa letra de los

124
periódicos y las cartas, cada vez más pequeña, sólo se soslaya
con una buena lupa, la que sostiene la mano temblorosa.
Menos mal que aún el oído permite escuchar a Sherezade los
martes a medianoche con el volumen de la radio al
máximo.»

125
(sintonía) (Bocherini. Concierto en si bemol para violoncello y
orquesta, Pau Casals. Orq. Sinf. Londres)

...Paradójica vuelta al principio, emulando a Quirón,


heridos de muerte van a través de los jardines, desasistidos
de esta guisa cual niños ausentes, expectantes, babeantes,
locos y callados, autistas del no descubrimiento,
tambaleantes, tanteadores de paredes, de objetos (el
barandal, la cuerda, la escalera...), cortosdevista, sonámbulos
de maratón de pasillos inacabables, tolondrados, tercos
como mulas, serenos otros, dulces, y tan imprevisibles... Su
ritmo ya es más lento. Estos extras del film han sido bien
dispuestos y simulan con su sombra recortada cuanto tienen
de reflejo, perfil, contorno.
El guión es mudo y la forma de caminar se imita de
modo admirable, vacilante, sin entrenamiento previo. Ploran
entre dientes. A la voz de “acción” se paraliza todo actor
contratado y el gran angular relega los ojos a segundo plano
de la escena, reino de la bruma, la neblina y el gris ceniza de
los cabellos, mezcla de verdebosque, ríaluz, sotobós de
humus escarchado, y verde maraña de lianas enloquecidas,
devoradoras de tiniebla en ese universo silencioso del paseo

126
a media tarde, pero en continuo movimiento desde la espiral
definitiva que les acecha blanca, lechosa y plateada, de
bordes indefinidos, cuya suma de puntos configura la
nebulosa multiforme, lo mismo elipse que círculo
imperfecto a punto de disiparse.
Tanto si se estira como si se contrae con ondulaciones
sinuosas imperceptibles, la galaxia de figurantes avanza en
unión de sus hieráticos acompañantes vestidos de blanco
empujando los carritos deslizantes sobre tapices de musgo
acogedor, al tiempo que los engulle cualquier estrella, no
importa si resto de luz o sombra a la deriva, lo cierto es que
la nebulosa letal consiste en un párpado blanco niquelado al
que guía una atracción irresistible, muda también, más allá de
todo imperativo cronológico, geográfico; inmaterial y
desnuda, cálida y helada a la vez, sólo luz a punto de
fagocitarse a sí misma desde dentro.
Venid, les dice la voz en off. Soy la suma de todos los
factores. Brazos en alto, clemencia y tregua. ¿Por qué no
cinco minutos más?, suspiran ellos. Observa cómo oscilan
en la marejada parpadeante, que también cimbrea en los
abetos, esos metrónomos de la hierba, pianos de silencio,
mudos, igual que niños ateridos de frío. Y es que el fondo
desenfocado ya no requiere atrezzo, sólo vigilancia extrema a
la hora del recreo. Va bien la presencia del vaso de agua en
la mesilla, una radio, algún comprimido, uno naranja, el otro
azul. Importante asirse al barbitúrico salvífico de tantas
emergencias, dentro siempre de un bolsillo de esa eterna
bata azul para el último paseo.
Por ello, cuando el desvelo dicta la torpe incursión
hacia el lavabo, una sola mano le basta a ella para asirse,
tímidamente, al toallero de cristal que redime del traspiés
temeroso, y comprueba que escapó el agua, como la vida

127
huye, con vértigo a través del desagüe del lavabo, estrecho
túnel de puntos negros y cabellos enmarañados, algo así
como un agujero negro, aún, a medianoche, cuando es la
hora de nadie y todos duermen. La ciudad, el mundo, todos
se durmieron, sólo alguien, desvelado, detecta tu luz, que
cree olvidada, la olvidaste, sí, mujer, igual que esta radio
encendida que te habla y acompaña, y él ya lo habrá
adivinado desde el circus, donde también yace dando
tumbos entre volutas de humo que garabatean interrogantes,
qué dos universos tan distintos, le cuesta incorporarse, se
repantiga en el banco, hace frío, tú te preguntas, desde el
pasillo, si habrá amanecido, más fácil sería ir a la ventana y
comprobarlo, si bien él no ve sombra alguna en el alféizar,
os desperezáis a la vez, ignorando que siempre hay alguien
que ejecuta el mismo gesto en otro lado del mundo, abajo,
en la calle, que queda a tus espaldas, arriba, donde alguien
dejó alguna luz encendida, también junto al transistor que
ronrronea la conocida sintonía de Bocherini sobre el banco
del parque y la repite junto al vaso del cepillo de tus dientes
ya postizos, a la hora de los programas de medianoche,
vuestra penumbra amada, porque basta con la luz que se
cuela desde el pasillo (lo único cierto de toda esta comedia),
la luz y el agua con las que una brisa tenue abluciona en las
alamedas, mas no nos pongamos nerviosos, dirá él, qué
absurda imaginación la de inventar el personaje a nuestro
gusto y semejanza, ni que fuera Dios —se reprocha—, y
adjudicarle color como el que asigna rostro a una scaletta
preconcebida, todo será producto de la fiebre, del
aguardiente, la noche, lloverá de improviso, no amanece
aún, y además a esa hora Valeria duerme, ¿acaso esa luz es la
de la habitación número cinco?, pues entonces, regresa a tu
celda que ya es tarde o temprano, según se mire, acuéstate,
sí, sólo son destellos, brumas, piensas, las de aquellos que

128
acostumbran a merodear nocturnos, más a tientas que un
borracho, y claro que la radio ayuda, se trata de voz asistida
que sirve de bastón, el caso es ganarle pequeñas batallas al
insomnio y a la soledad, demorar el súbito viaje a través de
las entrañas del temido gusano transparente del pasadizo
acristalado que une ambos edificios, soslayar que te engulla
el párpado niquelado que persigue a los extras del film a
cámara lenta, y evitar que el sueño te suma en otro sueño
más profundo hacia la materia oscura, cálmate, siempre
habrá un niño, un fotógrafo, un poeta apostado en las
ventanas, un espía de luces ajenas atrincherado en un banco,
estatua de solitarios, la única sombra que sólo se desmorona
con el ruido, eso es, cuando se ahoga todo pensamiento, se
anestesia el monólogo destructor, bla, bla, bla, nunca
aprenderemos, si al menos supiera dónde dejé los
comprimidos, murmuras hablando sola, ya debe amanecer y
se atisba una primera raya naranja y azul por encima de los
pabellones, la radio también dice algo así y emite con
interferencias de pilas semigastadas, palabras tartamudas,
¿carencia de alguna proteína?, y una melodía para insomnes
de luces indirectas encendidas, pájaros trasnochados, bancos
vacíos, distancias insalvables, telepatías hilvanadas en sutiles
voces de agua y universos paralelos...

(sintonía) (Chopin. Nocturno en mi bemol)

«…Tan simple como volver al agua; también tú; igual


yo. Todos. Ahora los años nos pasan factura. Y el agua, al
menos, curará los huesos, y en los sueños, todo atisbo de
artrosis, cada rastro, en el rostro, de cansancio.
»…El itininerario es estático, ingrávido, referido al de
las aguas coloreadas. Temperatura: 36° C. No te hundas...
escapa a la ingravidez extrema...
129
»…No tengas miedo a que te asalten los recuerdos.
Espantarlos resulta bastante difícil. Algunos llaman a esa
sensación, el pozo. Cierta sintonía nos devuelve una vez
más, desde el dial acostumbrado, cuando es medianoche, al
meridiano del sueño que una vez más las ninfas del estanque
nos regalan...
»…La melodía te ayuda a recordar, desentrañando la
razón —no la que, perdida irremisiblemente, se evapora—,
sí en cambio la otra que calma los porqués de tantas cosas.
Aquí la noche se convierte en una esfera cuando sólo la voz
de la narración irrumpe en el misterio para que te lleves al
sueño parámetros distintos, tras un agitado día de viajes a
ninguna parte, merodeando por fuentes diversas, pasillos
alfombrados, desorientados en la red de los recuerdos.
Atrapa nuestra voz, aquí tienes el agua que exhuma lo vivido,
y deja que las ondas mezan todo lo probable. Aquí, el
tiempo no se mide, sólo es el invisible objeto que se atrapa
con los únicos sentidos que la medicina no repara. Os
brindo el balneario particular que restaura la piel...
»…Es urgente limpiar ciertas heridas, podrían
infectarse. Estrangula con mimo el cuello, que no te asfixien
los gemidos y recorre el pecho donde se desorientaron los
amores y las balas. ¿Puedes calibrar la medida exacta del
abrazo? Seguro que la piel renueva y agradece este lustre
celular del acontecer del agua. Beber en esta fuente te
asegura toda la memoria ansiada. Basta con sumergirse en el
pasado. Asklepios concede la renovación que buscas.
»…La piel se curte en el nympheum sagrado, tiembla,
agradece los cambios bruscos, los vapores, también se
arruga, suda y dibuja presencias al emitir ondas de calor que
detectan los rayos ultravioleta. Sucumbe la piel al frío, al
lodo que te sepulta engañosamente, vibra con el agua

130
templada y fluye por las zonas aún erógenas, tensa, erecta,
agradecida.
»…Hace tiempo que Akteon fue devorado por los
perros y el vaticinio fatídico del Tarot ya no representa una
amenaza. En la penumbra y el abrazo, ¿recuerdas?, los
cuerpos cincelaban el sudor y se esculpían en aquella
habitación de Marraketch, ¿o fue en Estambul?
»…La verdad es que da miedo asomarse al pasado y
no reconocerse... ¿Tendrán nitidez los enamorados? ¿Se
tratará de una enajenación recíproca a la que sucumben sin
previo aviso? ¿O sobreviene locura tal cuando el desamor
desemboca en esa consabida ceguera emocional? No se sabe
a ciencia cierta si será literatura emocional la que configuran
tantas cartas guardadas en un cajón secreto, y ahora
desnudas por el hallazgo de volver a leer aquellas tesis
espontáneas de años atrás acerca de la fragilidad, el amor, el
miedo o la ternura.
»…El pasado engulló fenómenos naturales como el
rubor, pero aún la temperatura tensa la piel, la piel que hoy
oscila y se debate. ¿Será que ya no segrego adrenalina?
»Silogismo falso. Respuesta equivocada. La sintonía
remite una noche más a la voz de agua, justo a medianoche,
cuando todos duermen, Sherezade habla y la ciudad también
lo hace en este sueño que un día más las ninfas protectoras
del estanque te regalan. Diana puede ya cazar y dormir en
paz.»

(sintonía)
(Mozart, La Flauta mágica, variaciones para violoncello)

131
Epistolario

1 de octubre

Adorable dama: Dos noches en blanco. Cuarenta


más ocho horas, barranco, bueno, más da, a la postre tanto
hace no nos vemos normal esos enormes entreactos negros
agujeros sugerente ¿no? cuando se ausentan puntoscomas...
escaparon, mon amour, et ahora se redactan tal modo
atropellados... que narro con desorden fatal, pero no te
causarán sorpresa pues deduzco lagunaumbrales que
aprovechas para contemplar el entorno por la ventana...
Sólo con unos puntos en suspenso bastará como el
aparte abarca cuarenta más ocho horas o tantas veces
cuando tú los colocabas una jornada entera punto Se te
escapan los detalles, amor, poner en orden no coherente las
palabras es juego apto para ludópatas adultos no
adulterados, and constándome que no abandonaste la secta,
ergo... evoca, con alma a-dolora, cuántas veces lo redactamos

132
juntos; cómo gozaban todos en aquellas veladas merced a
nosotros con la palabra, los versos de Gelman, Neruda,
aquellos textos de Rulfo, o los relatos sobre el olfato. En
uno de esos encuentros, recordarás que el tema a redactar
versaba sobre aquel jarrón azul del centro de la mesa. El
jarrón azul ahora es bruma, caja maga, tumba donde fenecen
los secretos. Está poblado de fantasmas, cartas,
encendedores desgastados, hojas secas, pulseras, relojes
parados, sellos, resguardos de autobús, en suma, trazos de
arqueólogos hallazgos. Como el de estas cartas desordenadas
en las que flota el caos a sus anchas. Mas para eso te hemos
convocado; te toca recomponer el mundo que dejó de ser
azul. No desesperes, relájate. Estás acostumbrada a los
desvelos, tómate tu tempo. Lee. Todo son detalles, como
antaño te gustaba; resalta sólo lo que creas relevante.
No hace falta que te relate el paisaje. Ocupa el lugar
que se aloja en tu recuerdo. Asómate a la ventana. ¿Hueles
los árboles? Grábalo todo. Florece de modo salvaje antes de
las nevadas, sobre tanto verde. Desde la ventana aún se
recorta el pequeño monte, con la marca de la cota de los
1800m. ¿El jarrón?, el jarrón azul, te lo acaban de contar, lo
conservo aún. Duda despejada. Como aquellas cartas de
Esther, los relatos de Jorge sobre su pueblo natal en el cauce
del Vaupés. Poca cosa más que no sean fotos de los
recuerdos de aquellas charlas con los autores, las lecturas de
versos, las metáforas de Andrea, a sus doce años, tantos,
tantos juegos plasmados en la palabra. ¿Te he comentado
que Andrea sube a verme una vez por semana?
Qué extraño, ahora, la falta de palabras se emparenta
con la torpeza desatando ecos nada frecuentes. Se me ocurre
pensar que restablecer el callado monólogo después de
tantos años puede ser notable a la hora de reelaborar el

133
argumento. Como el de aquel cuento en el que, según tú,
por la gran casa abandonada estallaban los palabras nunca
habladas. ¿Lo llegaste a redactar? ¿Estallaron de verdad?
En todo caso, selema tulcemente en el lógobre longevo la
selama del trezo saluz de la caluda. Ejá que sajelara tu cuerzo carenal
raspos añajados, dedurso, nurso aspas qe no retamaran tua loz de
tanta sotonúa, e resegaran loes, áñoras, asfa querúncenes, rones de roze
que sustalaran lógolos templados, eodem semper...
Te lo mereces. Mas comprenderás que debes absolver
algunas frases, como además desdeñar esos trazos
ortógrafos que te evocarán, qué duda cabe, a nuestro
común, adorado, juguetón, amén de surreal R. Quenau: nada
que no provenga de esa torpeza del ordenador estropeado o
de cuanto hace años otorgamos ambos de juego a la palabra.
Ocurre que el teclado rehusó redactar en esta carta la
catorceava letra del alfabeto, más tercera vocal, la que adopta
a veces forma greca. Veo, veo, ¿qué vocal o letra no ves
pues se ausentaron del papel?
Tal vez, al leer tu nombre más el rango afectuoso con
que encabezo esta carta, después tantos años de
desencuentro, es de suponer que tus ojos arrebataran como
un duende la vocal con sonante oculta, asunto cleptómano
del todo razonable tras esa laguna con las cartas en
suspenso. Seguro que tal gozo a quemarropa brota de ver
cómo decoran el saludo dos puntos aparte por toda pausa,
tras el clamor de tu nombre agasajado con esas leves vocales
con sombrero...

134
2 de octubre

Reapareciste por arte de magia. Y reaparece también


la letra «i», (como otras veces se hilvanó el texto sin verbos).
Ya sabes, cosas oulipianas, travesuras matemáticas de aquella
literatura potencial con divertimentos onomatopéyicos. Igual
que aquel relato fantástico de la mosca embarazada. Había
que cambiar el punto de vista del narrador por el de la
mosca:
«...la que perseguía a la oronda oreja, cual Ícaro en
altiplano, a la hora de la siesta, divisada aquélla desde lo alto
de la lámpara, apetecible, redonda, sonrosada y curvilínea,
hasta el punto que la hacían impecable diana para un feliz
aterrizaje, no exento de los zuuumm avisadores del picado.
Era la coordenada perfecta: la mosca debía efectuar primero
dos círculos concéntricos de aproximación al objetivo,
perder altura en un segundo, enfilar el centro de la oreja por
descuido, batir las alas vertiginosamente y posarse
finalmente con un estruendo de zumbidos atronadores.»
Lo cierto es que resurges nuevamente del más
honroso pasado y, ¡oh! sorpresa, ¿sabes qué ocurre? Pues

135
que a menudo determinadas imágenes rebrotan en un
primer plano de modo intermitente, a guisa de flashes
recurrentes. De alguna manera es como si la vida, en un
despecho, deseara perpetuarse. Acepto que ocurrió así desde
que se impuso la reclusión en este recinto paradisíaco,
imagino que sobrevenida después del armisticio. Sin obviar
lo grato que me resultó el reencuentro inesperado contigo
después de tantos años.

Yo también me hallaba aquella tarde contemplando la


batalla enardecida de las libélulas en el lago, desde la ventana,
cuando emergiste de la limusina que aparcó frente a la
rotonda de la entrada al balneario. Entornaba los ojos para
ver mejor y disponía mi nariz como un estilete presto a
rasgar el aire y aspirar la humedad perceptible que envolvía
tan grato descubrimiento. ¿Acaso no hueles a hierba recién
cortada? A niebla, vapor húmedo, ligeramente tibio,
incoloro según tus parámetros visuales. A monte, madera y
bayas; una combinación de luces arreboladas en un atardecer
declinante de móviles reflejos que Turner dispone y
difumina caprichosamente para nosotros.
Unas luces anaranjadas, parpadeantes en la recién
instalada noche me avisaron. Tus ojos guiñan complicidades
en el techo de mi habitación con reflejos fantasmagóricos y
anaranjados. Me asomo al balcón. Bajan las maletas. Se oyen
los pasos presurosos de quienes vienen a ayudarte. El clic-
clic del intermitente del automóvil suena como un grillo
eléctrico que seguramente, no me engañes, llevas escondido
en un bolsillo, tramposa. Turner ejecuta la noche apagando
un poco más el atardecer en el mar de tus ojos y los míos.
Artemisa duerme y no la verás cuando pases frente a ella.

136
Ante ti sólo se extiende la escalinata, radiante e
iluminada, como tú, que asciendes a través del mármol hacia
el estrenado cielo. Juegas aún y confundes, como siempre,
intencionadamente, focos con reflectores, olores diversos
con variopintos maquillajes, fragancias por cosméticos, la
triple y enorme puerta acristalada de la entrada por una
sublime patte d’oie versallesca que te da la bienvenida,
mientras firmas autógrafos en el libro de recepción
visiblemente entusiasmada, diriges la orquesta de solícitos
servidores con un dedo y ordenas asentir con las cabezas al
séquito que se mueve en torno a ti, todo un coro a punto de
estallar ante una leve indicación tuya.
Cualquier momento de tu vida ha de ser radiante,
genial, casi, casi inenarrable. La línea recta de tu trayectoria
vital siempre se elevó en el gráfico, esquivando esas leves
interrupciones que la hacen quebradiza, mas para ti
paradójicamente altiva, literaria, sorteando toda clase de
accidentes y obstáculos, gajes de esas otras vidas
imperfectas, que tú soslayas con maestría capeando
temporales y poniendo siempre buena cara tras el desastre
aparente y el consabido grito. Todas las cámaras te
enfocaban. Lógico: a la voz de «acción», se rodaba la escena
del balneario.
Deduzco que te ascienden por las escaleras casi en
volandas, mientras algunos insistían en usar los ascensores.
Relee un meritorio tu apresurado autógrafo de actriz
reconocida, de afamada escritora, vestal ahora encanecida
que asciende a hombros del coro griego, casi sin rozar las
terrenales alfombras, sólo los candelabros barrocos de la
entrada multiplican tu imagen de virgen egregia que todos
adoran y celebran. Y es que te sienta tan bien ese chal azul
pálido que la ascensión suspende por el aire ondeando sobre

137
las cabezas inclinadas ante tus inciensos invisibles, que al
instante se descompone en múltiples fragancias. Otra
victoria de la Victoria alada, por fuerza tiene que ser así, y
deseada la escena, ni un ápice falta entre tanta maleta, los
sombreros, las cajas encintadas de azul, ese regio baúl que
tantos viajes lleva a cuestas, qué encerrará, sabe Dios, qué
relatos de recodos ignotos de aventuras selladas, qué
cómplice silencio el de un retrato, quizás un arma,
¿pequeña?, eso sí, con la culata de nácar apresada en una liga
sofisticada, es normal, en la guerra del amor las lides son
tantas... Hay que estar presta para lances de celos y engaños.
Vendettas ocultas, qué es la vida sin intriga. ¡Bah!, cosas del
cine, la vida y el amor. Ah, el amor, si el amor hablara. Lo
leen tus admiradores en los ojos, cuando se arremolinan
junto a ti y te abren paso en filas de a dos, reverenciándote,
frente a la puerta de la suite, la número cinco, cárcel más
sutil nunca mejor dispuesta.
Incluso yo me descubro en la distancia, cuando
imagino que entras, cómo no, majestuosa en tu carroza
silenciosa, empujada dulcemente por la cuidadora, hoyando
que no la alfombra, sino la moqueta de hierba, para ti,
mullida y pirenaica, y se vencen a tu paso juncos, sauces,
olmos, cortinajes y mamparas, empleados, toda la canalla
que vino a recibirte, a la que bendices y sonríes con una ceja
indulgente que comprende magnánima la sed de ambrosía
del pueblo llano, congregado ante tu natural y frondoso
rostro, más aparición que llegada programada.
Y luego, todos fuera, la liturgia del baño habrá sido
preparada tras la sesión de los lodos terapéuticos,
alineándose ante tus ojos las sales, los aceites, las lociones,
las esencias; un sinfín de vaporizadores, frascos exóticos
anudados con finos hilos de oro y seda, todo tipo de

138
envases de vidrio tallados con audaces diseños, y botellas
mágicas llenas de cítricas pócimas enigmáticas, a base de
aromas creadas para el embrujo, la fascinación, la seducción
de los cuerpos y el goce de los espíritus. Productos que
provienen de las materias primas más dispares y el laborioso
proceso de la selección alquímica de toda fórmula refinada,
hasta su transformación en milagrosa sugerencia de la
memoria hecha materia en una partitura floral, nada
monocorde y sí plural, a fin de que el éxtasis de tu baño
turbe tus sentidos y haga tangibles, compatibles, el
almizclado olor sumergido de tu sexo adormecido bajo el
agua, con los olores a resina, cipreses y tilos que convocas a
través de la ventana.
Cada olor es capaz de exhalar y narrarte una historia
diferente, que luego describirás a la perfección en tu
cuaderno de narraciones, aquel de la portada con el gouache
de los ojos del sultán, encolado sobre el cartón del perfume
turco («una sonrisa pícara insinuaba en el retrato de tu cara
promesas sensuales...»), en tu opinión, gracias a las arenas del
desierto, ciertos extractos cuidadosos de cenizas recicladas,
maderas, nieblas, cuero, humo capturado, sales diversas,
especias importadas y alcoholes varios. Así, que un rosario
de velas logrará que los vapores de trementina recreen
fantasmas de oxígeno mermado que te arropa el sueño.
Silencio. Se apagan luces esenciales y se encienden otras más
imprecisas. Son las doce. Cenicienta duerme. Lo ha dicho,
hoy martes, Sherezade en la radio a medianoche.
Si a todo ello añadimos que una especie de bula me
permite hurgar en tu memoria heridas ya pasadas, no te
sorprenderá esta carta, ni otras venideras, que, si lo prefieres,
puedes tomarlas como saludos de bienvenida y, en cierto
modo, terapia. Te escribo. También lo hace Sherezade. Te

139
costará adivinar la razón; puede que te sorprenda y, como
decía, disculpa giros y ortografía: nada que no justifique la
torpeza o cuanto hace años, tú y yo, insisto, otorgamos de
lúdico a la palabra.
La palabra. En el eje de este convencional planeta, del
que me aparté tan a menudo, hoy, podríamos decir que
enarbolé la pluma para enviarte esta misiva de salutación.
Qué bonita palabra ésa de enarbolar, si hasta suena a
bandera o velas desplegadas. Firme territorio, tierra de
conquista, mujer a la vista, diría Rodrigo de Triana, (quién
sabe si Colón era templario y a lo mejor italiano...). Pues
bien, decía que la pluma, a la pluma aferro mis gastados
dedos (casi, casi, endecasílabo), hilvanando temores y
temblores. Qué divertido hacer literatura, literal escritora,
recién llegada mía, por lo que más quieras —ese hijo que ya
no zigzagueará, supongo, en tus rodillas—, espero que no
hayas abandonado la escritura, izarte puedes aún en el
declive, hace tiempo que ondeas hondas ondas, amén de
pirenaicas riberas literarias, y no estaría bien ahuyentar de tus
dedos el sol, ni de tus umbilicalias piernas esos sueños, ahora
tan lejos, que deberías, avistanto el mar de estas cumbres
nevadas, salinizar pirámides de sintaxis, si lo tuyo siempre
fue coser las narraciones a la vida perdurable, digamos,
zurcidos de gramática para imprevistos descosidos. Un
guión en medio impuso paréntesis a tus novelas. Bien, pero
yo recuerdo algunos textos de silencios que estallaban y
otros hijos literarios de tu mano posteriores, póstumos a
efluvios precedentes, inmaduros pero vivos. Por lo que más
quieras, tal vez ese mar que te sabes de memoria, mar de tu
guarda, (no lo dejes, ni de noche ni de día), ángel de amor,
lectora empedernida, escribe, escribe, cualquier cosa, un
microcuento, una historia para niños embelesados o adultos
desvelados. ¿Aún lo haces? ¿Prometes que lo harás?

140
4 de octubre

No vamos a negar que el ambiente es agradable. El


alto porcentaje de humedad en el aire favorece la profusa
vegetación. Por doquier se escucha el rumor del agua.
Afortunadamente, así, esta pléyade de solitarios confinados
rebaja su nivel de ansiedad. Les guste o no, les resultará
difícil escapar de aquí. Apenas si les quedan fuerzas. Su única
esperanza estriba en pasar a diario los controles y atiborrarse
de pastillas. Hay que ver qué variedad, las hay de color
naranja, azules otras. Sí, sí, pensarán que van a borrar con
ellas guerras ya perdidas; que así lo vaticina Marie, la que
hace solitarios a todas horas y sonríe la muy bruja entre
dientes, que no le confieren precisamente un aspecto
beatífico y sereno. Serenidad demuestra aquella otra, ¿me
sigues?, la que se desliza en la silla de ruedas, y en cuanto la
dejan, tiene gracia, ella va y alarga siempre la misma mano, la
izquierda, y se afana en atrapar algún jacinto ¿o son
jazmines?

141
Dios mío, qué espectáculo. Ayer el coronelito pasó a
mi lado y me miró como de costumbre de reojo.
Sencillamente patético. Otro loco, otro viaje, no sé hacia
dónde, si es que va a alguna parte, con esa cara, que hasta
me recuerda a Lozano, el brigada enfermero, por su voz
metálica y esa mirada desviada. Su fisonomía me resulta
familiar. Tiene pinta de coronel retirado. Ya sabes, el
bigotito mínimo y encanecido con reflejos de brillantina
rancia. El bastón justifica una cojera nada pronunciada. En
su chaqueta cruzada luce una absurda y anacrónica
condecoración. Lee el periódico —sólo las páginas de
internacional—, ayudado de una lupa y siempre se sienta en
la cafetería en la mesa del fondo, junto al gran ventanal que
llamamos la pecera. Cada vez que pasa una avioneta se queda
embobado contemplándola. A mí me mira siempre de
soslayo. Tengo la sensación de haberlo visto en alguna parte.
Si será maniático que recomienda a menudo al maître limpiar
a conciencia. Según dice, eso evita la aparición de
cucarachas. El que apodan el marsellés, sin embargo, tiene el
aspecto de un legionario, pero a mí no me engaña, que la
nariz roja le delata; seguro que prepara los Martinis como
nadie y trabajó en hostelería. El diplomático africano tiene la
cara ovalada de garbanzo negro (y no lo digo con doble
sentido), habla a borbotones, gesticula con aspavientos
interminables, sonríe sin venir a cuento, y acompaña cada
frase con interjecciones de extrañeza.
Nada nuevo bajo el sol. Arquetipos; uranio cautivador
y peligroso para literatura explosiva en manos de escritores
ávidos de insólitas narrativas. La mujer pálida, de tez cetrina,
es la de la mirada inexpresiva, tanto como la del buho que
luce estampado en su camiseta de verano. Esa mujer semeja
un burdo remedo de la languidez de un Modigliani. El buho
que lanza la inquietante mirada fija, es un buho triste,

142
hierático, de aire preocupado y extrañamente reflexivo; toda
una encarnación de El grito de Munch, que como bien
recordarás siempre me transmitió una turbadora inquietud.
En cuanto al hombre obeso de la editorial, todas sus señas
de identidad se reducen a una poblada maraña canosa de
barba desordenada, la papada abultada y esas lentes bifocales
con las que juguetea constantemente entre sus dedos rojos e
hinchados, cuando no lo hace con la libreta de tapas de
cuero negro que siempre lleva consigo a todos lados. De
éste sí que debes desconfiar. Te lo explicaré más adelante.
Guarda estrecha relación con el alto mando.
Se entretienen leyendo, diletantes de su propia
sombra, paseando unos, escribiendo otros, estos pobres
desheredados. Te resultará interesante tener acceso como yo
a ciertos relatos de sus trazos temblorosos, plagados de
inconexiones e incluso de despistes ortográficos. Diarios
secretos, narraciones para algunos sublimes, entrañables,
sagradas, y a salvo, espero, de toda censura inoportuna.
Textos breves, algunos sorprendentemente extensos, otros
incomprensibles, amorfos y sin estilo; ¿acaso no lo es en el
hypocausto la conjugación caprichosa y banal por el aire de
los vapores tibios y fantasmagóricos? Cada uno da cuanto
tiene, cuanto logra recordar, aquello que le asalta la mente de
modo repentino, lo que se les ocurre y, como siempre, haz
memoria, prescindiendo de la consigna dada. Ahora bien,
fluyen, y de qué modo. Las letras sacralizan las aguas; tan
ricas como dicen que lo son éstas en sal, en nitro y en
azufre. Su palabra brota como un loto ignoto y
sorprendente. Las narraciones describen desde ingenuas
historias de mitológicas ninfas, grutas subterráneas, caducos
amoríos, aventuras extremadas, al fin y al cabo fuegos fatuos
de vidas anteriores en vías de extinción, hasta cursilerías

143
inefables y sucesos propios y triviales, que a veces se
entremezclan con los de divinidades mitológicas.
El último relato de Patrice versaba sobre una copa
azul —no, la que tú conoces la tengo yo, ésta es otra que hay
en la sala de lectura, rebosante de hojas secas que configuran
un curioso ikebana—. Ya supondrás que no se corrijen los
textos. Suficiente con que escapen a la censura y a la posible
rapiña de algún avezado ejecutivo del mundo editorial con
ínfulas de autor y tentado por los manuscritos ajenos; ya
sabes por quién lo digo. Les comento algo, mas no corrijo.
Qué aberración intentarlo. Es tal el grado natural de ciertas
imperfecciones, que sería un sacrilegio hacerlo, ¿no crees?
Además para qué gastar la poca vista que nos va quedando.
Leen en voz alta y luego intercambian opiniones entre ellos.
Quien escribe el texto no puede hablar mientras los demás
opinan. Cierto desvarío se mezcla con la charla atropellada,
el desconcierto y el orgullo infantil del propio autor. Desean
que transcurra la mañana, los baños despiadados, la paciente
toma de aguas y el sorpresivo rancho, para comparecer a la
tarde, tras la siesta, en la biblioteca o en el templete de la
música. En este último les congrego al aire libre cuando la
temperatura acompaña, y así nadie nos vigila. Allí escriben;
allí leen; allí les escucho.
Adivina en qué medida el agua es un tema recurrente,
y cómo algunos se sienten auténticos escritores importantes,
destinados aquí a culminar su obra maestra o sus memorias,
amén de sanar de alguna enfermedad incurable, gracias a la
medicina alternativa, y revivir esa estrecha relación que
siempre mantuvieron la literatura y ciertos personajes con
estos idílicos parajes, ahora ocupados por el ejército blanco.
Éstas y otras cosas más suceden mientras camino al
atardecer por los senderos escapando a toda vigilancia;

144
cuando se iluminan con las luces ámbar apagado de las
farolas y da la impresión que desfilaran por encima de mi
cabeza éstas y los olmos... [Pasaban a cámara lenta las farolas
y los olmos... En el cielo comienzan a desdoblarse las
estrellas. Y regresamos. Tú tenías frío y temblabas como un
animalillo asustado; como si el mundo se te viniera encima...]
Yo te pregunté: ¿Eres feliz, amor mío?). ¿No te recuerda
nada?

145
146
4 de noviembre

Patrice, tan elegante y tan francés, el que dice que su


padre era sastre, se mareó ayer, y eso que él no prueba como
yo el eau de vie. Resulta muy raro que no lo haya vuelto a ver.
Tampoco al personaje africano, aquél que iba con su maletín
a todas partes. ¿Qué ocultará en él? Te prevengo. Suceden
desapariciones intrigantes. Afortunadamente, hasta el lago
no llega esta cuadrilla de ociosos, adictos a no hacer otra
cosa que no sea esperar un desenlace. Menos mal, sólo
faltaría que le profanaran el decorado a Émile, que a pesar
de hallarse rodeado de abetos, se pasa el día pintando cardos
y campos amarillos como si fuera Van Gogh. Otro loco.
Ignoro si con o sin viaje. Que también los hay aparcados
toda la mañana sin moverse, ejemplo ese señor de acento
suramericano que parece la sombra permanente del enorme
ficus que hay en la rotonda, y que él denomina el grosellero.
Supongo que piensa algo trascendental, digo yo, a pesar de
sus heridas de guerra, la desmemoria galopante, las duchas
frías y las pastillas, que algunos prefieren acompañar con eau
Perrier en los salones del invernadero, el de los amplios

147
ventanales que dan al lago, en la cara este del edificio. Allí se
sientan, donde la chimenea queda a su izquierda y la ventana
a la derecha. Me miran a mí, que tomo, uno tras otro, el
aguardiente helado y transparente en pequeños vasos
mientras vigilo a la camarera, la de las medias negras, ante la
que siempre se ruboriza al coronel. El muy ingenuo mira
para otro lado cuando se le acerca, y disimula simulando que
observa abstraído los círculos que describen las avionetas del
cercano aeroclub de Les Angles. Éstas surcan el cielo todo el
día como si fueran golondrinas, a las que ya no sigo, como
en otro tiempo, en sus alocadas evoluciones.
El aeródromo queda cerca y también el destacamento
de Mont-Louis con los militares, acaso aguerridos,
atrincherados, esperpénticos o aburridos; simples autómatas
en período de tregua sin nada que defender, aparentemente,
en pleno macizo forestal de la pineda de Bolquère, que
ahora está cuajada de lupins iricolores. Más allá, Font Romeu
emerge por encima de las nieblas, con sus lluvias débiles y el
sol generoso. ¿Recuerdas? Sin embargo, las últimas noticias
de la radio apuntan a que los van a movilizar. Y menester
será que no les dé el día menos pensado por asaltar a su
paso por Prades el romántico tren jaune. Eso supondría la
guerra de nuevo. No estaría bien emprenderla contra las
niñasbien que juegan al corro, los niñoviajeros y los
trenesjuguete de jubilopoetas y militares en la reserva,
absortos y embobados, ahora que terminó, al parecer, la
contienda y la cumbre del Canigou es un caos organizado de
olores a resinas y romero, a través de cuyas sendas serpentea
el tren amarillo. Seguro que no lo has olvidado.
Tan estrecha es aún la vía, que a mí me sigue
pareciendo de juguete. Desde la ventana podrás escucharlo.
Zigzaguea por las laderas desde Prades, la localidad de tu

148
adorado Pau Casals, camino de la Tour de Carol. Atraviesa
los mismos parajes, ¿lo oyes?, pon atención, ahora viene un
puente, un túnel, ya salimos, sorteamos itinerarios propios
de la cornisa. Qué delicia viajar en él con el equipaje de los
recuerdos, atravesando el frondoso recorrido, con o sin
nieve. En realidad, se trata de un tren para viajeros
extasiados en la contemplación del paisaje verde y también
pardo y agreste de los altos picachos, las amables
estribaciones, los meandros del deshielo generoso.

Retomo el tema, perdona por la disgresión. A veces,


me resisto al tratamiento. Quizás el coronelito pertenezca a
la Resistencia. No se resisten las enfermeras, que aquí no son
viejas ni sucias como en el frente, y ahora abominan del
verde quirófano en favor del blanco. Aquí todas las
enfermeras son blancas, blancasnieve. Y regalan
comprimidos bicolores, luego que los últimos heridos
fueron transportados en el automotor amarillo; y te ofrecen
de merienda algo de paté, frutas del bosque, licor de
arándanos, chocolate y uvas. También la mermelada, pero
claro, se han llevado a varios presa de ataques repentinos.
Temo que vuelvan los registros. Otra vez los bombardeos y
los ajustes de cuentas. Me falta en la lista la anciana que
escuchaba casetes de zarzuela, el cónsul africano, el de
Colombia, ese francés del padre que era sastre, pero en fin,
apareciste, recién llegada mía, persiste el agua, el verdor y la
estatua aquella de la Venus del Paraguas. Con algo de suerte
pronto vendrán las lluvias. La lluvia despeja muchas
interrogantes.

149
Se diría que todo se hubiera fragmentado. Ayer, al
entrar en la habitación, encontré el espejo roto. Del espejo
sólo queda el eco sonoro del crujido y el estrépito
acuchillado. El azar o la ira provocaron que la imagen se
multiplicase. Veo, veo, qué ves, un ojo equilátero
amenazante, media barbilla con orificios nasales divididos;
grotesco y divertido remedo picasiano. Huyó la sonrisa presa
del pánico ante la lluvia inesperada de cristales rotos. Esa
lluvia, microscópica en algunos fragmentos, emularía a la de
las Perseidas en agosto. Haz memoria. ¿Formulamos un
deseo? ¿Lo olvidaste? Te habías enfadado y te consuelas
saliendo al balcón envuelta en una manta bajo la llovizna
intermitente de estrellas fugaces y la etérea estela de hielo del
cometa Hale Bop escapando hacia el horizonte. Fugaz como
la vida misma. Me acerco lentamente al improvisado espejo
de feria. Juego al escondite frente a los icebergs puntiagudos
y los confundo. Me confunden. Retrocedo. Rompecabezas
imposible. Hay más de un millón de posibilidades, quizás
una sola opción y me temo que irrepetible. Concluyo que tu
rostro se ha descompuesto. También el mío. Y cada día le
cuesta a la memoria más trabajo hilvanarlos. No sé dónde
mirarme. Desconozco tras cuál de las siete puertas alguien te
peina mientras tú le dejas hacer y no reflejas luz alguna.
¿Estamos ciegos, querida mía? ¿Somos ya como vampiros
sin espejo? Quizás haya que buscar otros recursos. Aún así,
conservo los trozos irregulares. Hay algunos romos, tres o
cuatro curvos, en forma de medias lunas, otros astillados,
punzantes y peligrosos, los guardo todos. Algún día, quién
sabe, logre unirlos. Las imágenes, los rostros, los recuerdos,
¿volaron? ¿Ahora sólo cristales sin eco? Puzzle desordenado,
y encima extravié el folleto de instrucciones. ¿Podrías
ayudarme?

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151
6 de noviembre

Mas, no te inquietes; cierra la puerta, percibirás el


aire fresco. Se trata de la brisa vespertina que vendrá para
ayudarte, ahora este aprendizaje es nuevo y, en particular,
distinto. Hazme caso. Es importante dejar siempre las cosas
en el mismo sitio. El orden será fundamental en lo sucesivo.
Ya sé que es mucho pedir, pero tiene que ser así. Tus manos
sabrán encontrar todos los objetos y, más aún, detectarlos
mucho antes que con el propio tacto. ¿No resulta
entretenido?
Ella también lo hace. Prueba tú. Levántate. Inténtalo.
Camina. Te acercas al balcón. El barómetro de la terraza,
como el espejo, puede tener el cristal roto, correrías el riesgo
de cortarte, las agujas, posiblemente, se hallarán
enrobinadas, pues así lo indica el cristal que se rompió en
invierno cuando irrumpió la nieve; rózalas sólo con la yema
de los dedos. En la posición de las 10.10h la humedad del
aire marcará 760 mbs. ¿Sonríes? Claro, estás ya ante el

152
primer atisbo de recuerdo, y me parece que tu sonrisa
empieza a ser algo maliciosa. Vuelve a entrar en el salón,
hace frío. Vigila el escalón. Horatio estará a punto de venir
para el paseo. Date prisa. Cierra. Bien. Disfruta de las
sensaciones aprendidas. Siente el gusto del propio gusto y
juega paladeando tu propia lengua, envuélvete en saliva,
como en aquel happening del museo. Descubre, adivínalo
todo a través del tacto y el sexto sentido, un sueño nuevo
nos aguarda. Pronto llegará el invierno.
Este invierno nevará bastante. Cuando nieva se
produce un silencio mágico. Se trata del silencio que precede
al terremoto. La nieve cae sin hacer ruido; desciende a
cámara lenta, te arropa y reverbera con una pálida luz
violácea. Se dulcifican las iras, si las hay. El espíritu recibe
paz con la nieve. Me adormecí con ella. Caía y caía cuando
sucedió. Por primera vez fui yo quien tuvo el presentimiento
de que ocurriría. Y acontece, no hay marcha atrás. Te
hundes. Algo, alguien te sumerge. Esa sensación de peso. El
lago de Ticou helado. No puedo nadar ni mover las piernas;
ni abrir los ojos; ni agitar las manos. No sé qué haces ahí
sentada, bajo el abeto: el de la orilla izquierda. Me miras,
sonríes; no te mueves; no entiendo por qué no me das la
mano... Estás fría y te empieza a cubrir la última rufaga del
invierno que hace presagiar la primavera; luego, ese viento
súbito, brutal, helado, junto a la roca y el abeto, donde yace
el ruiseñor momificado. Después, esa enorme ingravidez que
me secciona los movimientos, la mirada, las palabras...
Me deslizo hacia dentro, vertiginoso, denso, ingrávido,
pesado, y sin embargo, lento. Se alejan los sonidos. Se instala
el silencio. Se esconden las ardillas. La luna se retrasa.
¿Dónde estás? (Desconozco por qué no caminas con
nosotros, es tan agradable). Cada paso es una aventura hacia

153
un versomundo nuevo. Avanzo; avanzamos; hay un silencio
enorme; como el de la nieve cuando lo cubre casi todo;
como el silencio que precede al terremoto. El pánico. Y ese
viejo olor conocido a barro y pólvora quemada... A
herrumbre, ceniza y humo.
De momento, hace calor y sudo en exceso mientras te
escribo. Suda el vaso de aguardiente frío, moteado por el
agua y los hielos derretidos. Qué manía la de estos militares
de pasarse el día bebiendo «Pastís»; si tendrán el paladar
como yo lo tengo ahora, seco, mezcla de cruel fiebresudor.
Me quedé dormido cuando Émile plegó su caballete y
también se ausentó del lago.
El lago ofrece ahora una amable superficie de espejo,
verde y mansa, y yo soy el blanco de todos los insectos, de
todas las libélulas, también de las hormigas que desfilan en
procesión delante de mí sin asustarse. Seguro que salen de
sus laberintos porque huelen restos de pan y mermelada, las
uvas, qué remedio. A lo mejor Pierre marchó a los cortijos
para buscar pan o efectuar algún trueque y quizás traiga
cigarrillos «Virginia». Regreso yo también, no me olvido que
esta noche la cocinera prometió la carne asada, y tal vez
añadirá la salsa de caracoles. ¿Sabías que los caracoles
cuando los asan exhalan una música de viento, desafinada y
estridente? Seguro que protestan, a nadie le gusta que lo
frían, ni a mí, ni a Patrice con toda su filosofía del pasado, ni
a los trenes cuando les arrojan bombas desde el cielo, seguro
que menos aún a las golondrinas. Eso me recuerda que debo
escribir también a Matilde, y tú, termina de peinarte, pronto
será ya la hora de la cena.
¿Ella? Me conoce bien y no le cuesta entenderme. Y
acata cuanto le intento decir y le narro. Recorre conmigo
todos los rincones del parque, de los jardines, de las dos

154
terrazas, el bosque, los senderos y el lago. Sus ojos
configuran un poema que yo nunca sabré describir. Esa
misteriosa amalgama en que conjuga el asombro con la
compasión y la ternura. ¡Ah! los reflejos... ¿Destellos? No
pienso que yo pueda duplicarle a ella semejantes brillos con
mis pobres ojos. Decidió acompañarme libremente. Ahora
la pobre perra ya tiene conmigo síndrome de Estocolmo.
También lo hizo Matilde, tras la guerra, primero huyendo a
la Argentina, y después al continente africano escapando de
la dichosa rebelión de los militares; en otro tiempo, tú; ahora
ella. ¿El oráculo de las golondrinas?, ¿el imán del flamboyant?,
¿los lazos contigo en la escritura?, ¿la compasión, al fin, que
conduce a la ternura?

155
8 de noviembre

Por las tardes damos un paseo. No te será difícil


deducir que es breve y cadencioso. Ahora el tiempo se rige
por un metrónomo distinto. El paseo constituye casi una
prescripción dentro de la jornada. Sí que los itinerarios son
parecidos, pero eso es mera coincidencia. Bajo el abeto cuyo
enclave conoces bien, supongo que sigue enterrado nuestro
símbolo helado. ¿Fue en diciembre? Al menos el viento era
afilado, cortante, frío. Tú te empeñaste en abrir aquella cajita
japonesa decorada con el dibujo de flores y cerezos para
comprobar en qué estado de descomposición se hallaba el
pajarillo muerto. Musgo, nieve helada y la pequeña roca
cerraron para siempre aquella simbología tierna de
inhumación macabra. A lo mejor, sin saberlo, ya nos estaba
ocurriendo algo.
El paseo es en silencio. Pausado. La contemplación,
importante. La ensoñación, recurrente. No hay análisis
posible. Se trata de contemplar percibiendo olores. Hacen
falta buenas dosis de complicidad para compartirlo. Ya

156
sabes, salimos hacia la rue Dumayne, doblamos por Avenue
Maréchal Joffre, hasta buscar la rue Hallard en dirección al
lago de Ticou. A veces, damos la vuelta y regresamos antes
de llegar al amable oasis. Yo comprendo que ella se canse.
En cualquier caso, es uno de los ratos más agradables del
día.
Imagínate, caminar sin pensar en nada. Ese frescor, el
de la hierba; aromas a pino, a heno y a jacintos; las sendas
para el esquí de fondo, sin nieve en esta época; y el colorido
de la naturaleza que tanto te gustaba. Sin pensar en nada; sin
decirnos palabra alguna. El aire sí nos habla y acompaña en
ese caminar impuesto. Es importante lograr que el
movimiento despierte, aunque sólo sea por un instante, la
ligereza de los párpados que anhelan sorprender el vuelo de
los pájaros. Apoyar, a la vez que el brazo, el paso temeroso
en el otro, asirte a alguien de modo casi imperceptible.
Temblar con el frío. Intuir lo que la visión lateral te
difumina. Pasear como un niño. Sin temor. Arriesgarte
confiado. Respirar, en suma.
Ni que decir tiene que te gustará este refugio; al fin y al
cabo, siempre lo llamaste así. Elegiste bien. Y el azar, una
vez más, será nuestro aliado. Aquí todo es limpio y todo se
purifica. Ayuda la vegetación, la humedad constante, el
vapor, las aguas. Debe ser la compensación a tanto sudor
vano, pues entonces corrían otros tiempos, tanto en
aquellos días tropicales, como también en los de cada
absurda guerra y en el de otras no declaradas. La insensatez
debió asociarse con el calor agresivo, pero vital. La
inmadurez supongo que lo hizo a tanta locura irreflexiva de
la pasión y la anarquía de las lluvias, de las bombas, la
maraña de los amores, tanta aventura rota, huidas, viajes, las
incontrolables lianas del trópico y aquel estallido

157
sorprendente de la papaya bajo los cuidados de la mano de
Matilde. En el Pirineo no hay papayas, pero todo es verde, y
blanco, amablemente blanco. ¿Sabes?, esto representa una
reclusión, y también la inmersión definitiva. La cura, por fin.
Terminaron esas fugas de vidas a ninguna parte cual cometas
desorientados. Vuelvo, volvemos al agua; también ella; al fin,
tú. ¿Por qué tardaste tanto? Ahora, los años nos pasan
factura. Y el agua, al menos, curará en los huesos, y en los
sueños, todo atisbo de artrosis, cada rastro, en el rostro, de
cansancio.
Como te decía, nos encanta pasear por este laberinto
natural de los pabellones en sombra, los manantiales, las
fuentes, el parque y los estrechos senderos que a ella le
parecen alamedas gigantescas, interminables. El lugar
preferido del animal es junto al mirador del estanque que
está frente al casino, al lado de las terrazas que dan al lado
sur del balneario; ahí se extasia con la mirada perdida y se
conforma con aspirar cuanto le traen la brisa y el frescor de
la humedad invisible. Me toca a mí narrarle el horizonte.
Imagínate, un ciego ayudando a otro ciego, si puede decirse
así. ¿Recuerdas aquel bar del quartier Latin en que jugabas tú
a narrarme lo que veías en el televisor que quedaba a mis
espaldas, y yo a leer adivinándolo todo a través de tus ojos?
Yo, que comienzo a olvidar tanto de cuanto aprendí y me
aferro cual náufrago desesperado a recopilar, como puedo,
estos retazos de vida ya gastada. Al menos podrían servirte
para un guión, tu segundo diario, si a lo mejor los
coleccionas, material de novela, en fin. Antaño guardabas
mis cartas en una caja de zapatos y proyectabas forjar un
libro con todas ellas. Mas, tras veinte años de
correspondencia interrumpida («...Desde ayer he soñado, he
escuchado a Schuman varias veces, transportada por la
música, dividida entre la pena y la alegría. Mi yo íntimo

158
seduciéndome como en tantas ocasiones, dándome ese
punto de magia que tú y yo conocemos»), me pregunto:
¿pasó a mejor vida la caja?
Ignoro quién acompaña a quién. Así es. Un viaje más,
en esta ocasión a las entrañas maternales del agua y la tierra.
Esa tierra donde seguramente yacen los sueños alados que tú
y yo enterramos —«dulce pájaro de juventud»—. Laberinto en el
que los pasillos, los senderos, te desorientan; despista el
agua, tan pronto tibia como caliente, otras veces fría.
Menuda terapia. Esto ya no tiene arreglo. La oxidación
interna camina a pasos agigantados por más que te
mineralices o camines y bebas terapéuticas aguas
ferruginosas —¿y por qué no «fuliginosas»?—. Lo único que
te curan aquí es el alma. A lo sumo, reciclas los errores
pasados, las torpezas, y te absuelves. El amable entramado
de corredores, galerías y alamedas —enfermeras y vigilantes
incluidos— te devuelve, desde la concentración del campo,
¿o es al revés?, al origen de la historia particular, y me temo
que ya está escrita y no cabe corrección posible: aquí ya no
hay rectificación, ni procede revisar o eliminar algún
fragmento del texto. Ahora bien, tú sabrás recomponer con
estilo un último cuento para ti, aunque sólo sea a base de
relatos de vida fracturada, y verás como no te resulta tan
difícil. ¿Por qué examinas ahora en esta pausa las últimas
líneas de la carta con tus lentes de vista cansada? ¿Tornaste a
escribir? Lees de nuevo el sobre por el dorso. ¿Dudas? Sí,
Valeria, la firma es mía, ¿te extraña? El remite es correcto:
Rubén, y el matasellos... Pues el de la estafeta que se sitúa en
la glorieta, justo al frente, donde se orienta tu ventana.
Caliente-caliente. Sintonizaste bien la emisora.

159
1 diciembre

La radio anuncia para mañana un alto porcentaje de


humedad en el aire y una temperatura media de 15 grados.
La vida continúa llena de paradojas. Quién iba a pensar que
este mes me depararía tal clase de acontecimientos. A veces
lloro, no puedo evitarlo (Andrea no debe hacerlo, no le
pago para eso). Interrumpo la carta; me he quedado absorto.
Ella —curiosamente— imagino que también. A pesar de lo
sucedido, algunos hitos consabidos perduran, te persiguen
desde una fidelidad constante; viene a ser una forma de
perderse entre ensoñaciones con la mirada, también en
extravío, a través de ventanas u horizontes imaginados más
allá de los visillos; igual que antaño, a través de aquellas
vidrieras de los eternos cafés parisinos ¿Huía?
Ahora que perdiste tu condición de vigilante de mis
pasos, ignoro qué acecharán tus ojos. Quizás hayas
descubierto otros personajes para tu última novela. Una
escritora como tú, sin duda que a diario descubre cosas

160
nuevas. A mí ya me aprendiste de memoria, pese a que uno
siempre se resiste a entrar en esa cota del archivo fatal que
determina, con el paso de los años, el olvido en la memoria
desgastada, la indiferencia y el tedio sobrevenido. Por
desgracia ocurrieron novedades, qué ironía; mas, por el
momento, no las revelaré; el juego ha de ser honesto, no
morboso; máxime si un día de éstos decides convertirme en
carnaza de diario, agenda o simple anécdota en el capítulo de
una de tus novelas. Y ante todo, siempre a salvo de los
cazadores de manuscritos, ya supondrás por quién lo digo.
De momento, lo más importante es prevenirte y lograr que
accedas a salir de aquí cuanto antes. Y serénate, que no
ocurre nada grave, como no sea que llaman a la puerta de
vez en cuando, o que cada mañana, a eso de las doce,
dejamos de escribir y nos tomamos un descanso.
Uno de los primeros objetivos debe estar cumplido a
estas alturas. ¿Estoy, gracias a mis cartas, entre tus manos?
¿En tu regazo? ¿Me escuchas? ¿Te lee alguien estas líneas?
Cerciórate de que la correspondencia no ha sido intervenida.
¿A que te has quitado las gafas y me imitas mirando tú
también por el ventanal, envuelta en un mar de dudas? En
fin, qué más da, digamos que son retazos de memoria
salvadora, y no te van a preocupar ahora, digo yo, los
porqués que escondan mis noticias. ¿O perdiste con los años
la debilidad por las cartas, la intriga y la poesía?
Se te ocurrirá pensar que algo ocurre, es
incuestionable; adivinas que no se trata de un simple juego,
piensas: «...le conozco bien desde hace años». Te estremeces,
seriamente desmemoriada, con la carta entre las manos. Es
una mañana gris con un alto porcentaje de humedad en el
aire. En efecto, miras a través de los cristales, escuchas la

161
radio y el estremecimiento es un presagio que no provoca
precisamente el frío.
Te explico: llamaron a la puerta; era de la farmacia;
suelen pasar hacia media mañana, cada dos días. Retomo —
si se puede decir así— la pluma, ¿me sigues?, no, no te
extrañes de ciertas averías del ordenador —ya sabes que a
veces escribo sin una letra—, pero aún prefiero, hoy por
hoy, la correspondencia epistolar utilizando discursos al
dictado. La realidad es que ahora escribo, escribimos, de un
modo más constante y a diario. Si tienes paciencia te
beneficiará coleccionar esta correspondencia, no
disponemos de otro manuscrito. Y en qué mejores manos
que las tuyas para dejarse leer, que estén a salvo de la
destrucción o el plagio, y que tus ojos me acaricien de
nuevo, mientras te bañas en el pasado. Al final se diluirá ese
llanto inoportuno que nace de algún presentimiento. ¿De
nuevo alguna dichosa intuición de las tuyas? Siempre
adivinaste cosas, ahora incluso, que no me ves, y ya deduzco
que una inquietud anónima te avisa y te remueve. Continúa
leyendo.
Andrea partirá para Ohio. Dice que va a hacer un
máster en arte. Esta mujer no para. Reparte su tiempo
dirigiendo alguna fundación o paseando una orquesta por
Europa. Envidio esa facilidad que siempre tuvo para
moverse por los cuatro continentes. Según ella es muy
sencillo: basta con que tengas claro a qué país quieres ir, y
luego, sólo se trata de poner los medios. Cuando la
reencontré daba una conferencia sobre Nueva Zelanda, en
Barcelona. Marchó a Estados Unidos, recaló en Canadá y
reapareció en París tras dos años de estancia en Miami. Por
cierto, que nunca pensé que Andrea se inclinara por la
poesía. Me dejó uno versos suyos, y la verdad es que no

162
puedo menos que experimentar una especie de contusión
metafísica originada por esas estrofas que ella llama,
ingenuamente, «Versos de humo». Hay rotundidad en ellos,
no tienen desperdicio. Lo que ella escribe no son versos,
son cargas de profundidad; minas que contienen difíciles
mensajes; ternura contenida a punto de explotarte entre los
dedos. Te toma de la mano y te introduce en otro mundo,
que es el suyo y es de todos. Seguro que desconoce qué
significa entrar, sin más, en ese cielo/averno de sus espejos, en el
que los guiños del azogue narran insólitos poemas. Atrapa al
lector por su centro de gravedad en el estómago, le arrebata
y le envuelve. Ignora que cuando se rozan ciertas órbitas ya
no hay vuelta atrás.
Hoy no vendrá. Pese a que es martes. Tampoco es mi
intención intrigarte. En pocos días tendrás todo el material
disponible. Vino a verme para que le echara una mano con
sus cinco mil libros. Me abruma pensar que viaje así por el
mundo paseando literatura en un enorme contenedor de un
continente a otro. Nunca imaginé que le entusiasmaba la
lectura casi tanto como la música. Menos mal que no se lleva
el piano por esos mundos. El piano ahora permanece
cerrado; lo palpo y lo contemplo con la mirada ausente
mientras escribo, al tiempo que dicto para ella.
Este piano mudo que me dejó antes de emprender el
viaje, es como una boca cerrada; el intermedio entre el antes
y el después; una terrorífica sala para la espera. Representa el
vacío atroz. Imagínate orquestas cautivadas, encerradas en
un laberinto de interrogantes en clave de corcheas mudas.
La verdad es que nunca supe tocarlo; me fascina, eso sí,
imaginar sus dedos en él. No lo abriría, aunque supiera
interpretar como lo hizo Andrea. Mi cerebro es como un
piano también, cerrado y lleno de extrañas melodías

163
secretas. Cuando parece difuminarse la feroz vigilia, todo
cambia en un repentino vuelco de 180 grados, y parece que
una parte del cerebro se activa más que otra. Y está ahí,
girando a las puertas del sueño como una novela
desordenada con todos los capítulos mezclados. Si tú
pudieras poner un poco de orden...
En cualquier caso, ignoro por qué habría de
preocuparme dictar estas grabaciones, estos borradores, si tú
luego, espero, podrás revisarlos y ordenarlos. Yo no puedo,
otros tampoco. Se limitan, a lo sumo, a seguir mis
instrucciones. El discurso es pobre y parco en palabras. Me
estoy convirtiendo paulatinamente en una sombra que cedo
a los distintos rincones, los pasillos, las terrazas, las
alamedas. Es como si un jardín se desmoronase y a la vez
creciera a sus anchas, desbordándose, habría que podar
tantas ramas, tantas como Matilde hacía en África con la
papaya que ella y yo plantamos. Junto a la vegetación de
siempre crecieron nuevas plantas. Coexisten en armonía.
¿Por qué el cerebro sucumbe tan a menudo a esas zonas de
zozobra? ¿Despertará otra vez? ¿Se dormirá para siempre?
Escuchando atento la lectura de tus antiguas cartas
experimento cierta torpeza. Se rompió tanto juego de
intertextualización: faltan las mías. ¿Las guardas aún?
Continúa leyendo, no te duermas.
Ahora toca descanso —aquí viene un paréntesis—,
continuaré después. Tus ojos sabrán efectuar la narración
cinematográfica de la frugal cena; imaginación no te falta. En
todo caso, sería algo prosaico aunque, tal vez, sí te interese
que te refiera lo de la bandeja de plata, los cubiertos
esterilizados, el agua mineral y el alimento escaso, que
termina con un yogur y el eterno comprimido: uno naranja,
el otro azul. En este punto arqueas las cejas y se acentúa

164
cierta expresión ausente que desmitifica el deseo infantil de
tanta intriga. Pues escucha:
Patrice afirmaba, tal y como te dije, que su padre era
sastre. Siempre le fascinó aquel cajón enorme en el que se
ocultaba todo un universo. Igualmente me sucedía con el
tabaque que mi madre guardaba en un armario, o ese
consabido cajón en el que guardamos los medicamentos
caducados. ¿Te das cuenta? La de cosas tan dispares que se
albergan en los sitios más insospechados. Son como galaxias;
poemas no escritos; cerebros llenos de recuerdos a punto de
perderse; cajas de música cerradas (como el piano). Cada vez
que hurgas en ellos descubres algo nuevo. Un botón, un
azucarillo, una estilográfica, hilos de colores, relojes, plumas,
cartas... ¿Cuánto tiempo hace que no revisas tu caja de
zapatos? Y resulta dificultosa la lectura de la propia letra,
apresurada, diferente, ahora envejecida, a la que traicionaron
en otro tiempo el deseo, la juventud y los bolígrafos
prestados. Hay poemas que se acompañan de manchas
detectables en los manteles de papel, huellas de aceite, vino;
es inevitable que al mirar hacia atrás, la herida que se creía
cicatrizada se abra de nuevo sin piedad. Surge todo ello en
ese episodio en el que los protagonistas de la historia se
hilvanaban, quizás, de amor tejiendo una trama epistolar de
mensajes y versos.
La memoria próxima falla a menudo y uno olvida cuál
era la finalidad de levantarse de la mesa y aparecer en la
cocina. Te habrá ocurrido aguna vez. ¿A por qué venía?
Dudo unos instantes. Retrocedo mentalmente. Rebovino.
No hay manera. Desisto, no sin antes inspeccionar la nevera
y los armarios. Vuelvo al comedor y me concedo un respiro.
¿A por qué iba yo? En realidad no se trata más que de un
estúpido naufragio cotidiano. Ciertas zonas se activan más

165
que otras. En los intervalos reina el caos sin remedio. La
culpa puede ser debida a alguna interrupción en los millones
de conexiones neuronales del cerebro. Quién sabe si con los
años y el consiguiente deterioro resulta que retornamos a
períodos iniciales de formación donde las primeras marcas,
improntas y conexiones, están perfectamente registradas. En
todo caso, la memoria devuelve puntos de referencia que te
arrebatan, momentáneamente, esos despistes repentinos. Ya
me acuerdo, no, no iba a la cocina; lo que buscaba eran tus
cartas, que yo también conservo en un cajón secreto.
Hay un sinfín de ellas. Y papeles, recuerdos, postales.
Se dispara el miedo de abrir, de hurgar en según qué
rincones. ¿Te has parado a pensar qué sentido tiene guardar
tantos objetos? Pueden transcurrir años sin mirarlos siquiera.
No te sirven de compañía, entretenimiento, ni consuelo.
Sabes que están ahí y cada día que transcurre aplazas la
decisión de revisarlos. Casi te sientes culpable de no escrutar
en ellos, de no dedicarles la atención que se merecen. O si
no, ¿para qué los guardamos? ¿Te atreves al descubrimiento?
Ocurre cuando te asomas al cajón de los secretos. Es
algo inevitable. En realidad provoca este acto más el azar
que la nostalgia. La torpeza de una mano que se equivoca de
sitio, un acto fallido se alía con la casualidad y se produce el
descubrimiento. Se llama la fuente del pasado. Allí
reaparecen las cartas, las servilletas de bar con versos
mutilados y números de teléfonos anónimos, retazos de
papel, mensajes, los diarios, los poemas, direcciones ya
caducas. La herida se abre imperceptible, del mismo modo
que cuando rozas con la yema de un dedo el lado cortante
de una cuartilla, aparentemente inofensiva. La intromisión
en los circuitos del recuerdo se paga, pero ayuda a rescatar la
memoria. Luego, viene la sangre escandalosa, el agua en el

166
lavabo, se impone algo de alcohol. Son gajes de las heridas
mal cicatrizadas.
«Aún no es la hora. Anuncian un retraso de media
hora. El niño rodeado de maletas congrega a sus viajeros de
juguete a la voz de “viajeros al tren”. Los paneles digitales
suenan como un abanico burdo, descontrolado, y cambian
cada varios minutos sus destinos, las horas, los andenes.
Música de fondo intermitente la de los avisadores musicales.
La gente o dormita en los bancos o se cruza
apresuradamente. Permanezco embobado mirando hacia las
claraboyas de la bóveda acristalada del hall central de la
estación. Algún día, pensé, me veré en la necesidad de
narrarte todo esto. ¿Acaso era importante que en la cafetería
se mezclasen los sonidos de tazas y cuchillos? Paseo, fumo
alrededor de las maletas depositadas en el suelo. Me separo
de ellas. Palpo inconsciente el papel arrugado del telegrama
en el bolsillo del abrigo. ¿Es posible leer la noticia que
comunica la muerte del padre sólo a través del tacto de los
dedos? Describo nervioso círculos en torno a las maletas.
Debo tener los ojos enrojecidos, por el llanto o por el
esfuerzo en dominarlo. Una vez en el tren logro contenerlo,
pero no el desbordamiento de la memoria. No cesa de llover
y los ojos traicionan el paisaje que se desdobla a través de las
ventanillas. Me levanto. Camino hasta el lavabo dando
tumbos. Una vez en él, desconozco por qué curiosa inercia
me desabrocho la bragueta e intento orinar manteniendo a
duras penas el equilibrio. Enloquece el tren. Por el
ventanuco diviso el paisaje brumoso y algunas casas. Con
una mano me apoyo, con la otra seco las lágrimas. El aire
huele a humo. El tren amenaza con descarrilar. Gana
velocidad por momentos, acelera, brinca, silba, vibra
trepidante y resuenan los topes y las vías. Presiono con el
pie en el pedal del agua, y por unos instantes veo el suelo de

167
guijarros que pasa vertiginosamente bajo el agujero del
inodoro. Nos acercamos a la ciudad. En los aledaños de la
estación no diviso la cabaña de entrevías... El frío se instala
en todo el cuerpo.»
Nadie vino a esperarme. En esta segunda ocasión —
dos años después—, Hipólito me aguarda en el aeropuerto.
Vengo en avión y vuelvo a llegar tarde. Esta segunda vez no
hubo telegrama para la urgencia, sí una llamada tuya con la
noticia trágica. El Fokker sobrevuela ya el mar verdiazul de
crestas blancas, rizadas y simétricas. Toma tierra con
suavidad. El sonido es el característico del golpe seco y
hueco del tren de aterrizaje chocando contra el suelo.
Trepidación. Bramido de motores, que luego va en
descenso. El avión se desliza por la pista hacia las
instalaciones del aeropuerto.
Hipólito es amigo de la familia desde hace tiempo, y
juega conmigo en este segundo trance el inevitable papel de
amigo, padre, hombro, paño de lágrimas y hasta de
introductor de embajadores. También estuvo ahí cuando la
separación de Matilde. Siempre aparece en los momentos
difíciles y luctuosos. Él fue quien te llamó para comunicar la
muerte de mi madre. Mi madre fue quien avisó a mi padre
con un grito de la aparición de la cucaracha en la cocina.»
Es la hora del insomnio, cariño, o del sueño, como
prefieras. Cuando la realidad y la fantasía se entrelazan entre
una y otra cabezada, y se confunden. Todos duermen. Justo
en el momento que el alto mando denomina como toque de
queda para las horas de la traición. Qué eufemismo
considerarlo así. A juzgar por su miedo es lógico que así sea.
La debilidad siempre fue la coraza del poderoso. Y si por
ellos fuera, permanecerían despiertos las veinticuatro horas
del día. Necesitan, por tanto, proteger la mentira a costa de

168
la vigilia impía, programar enfermedades por decreto,
succionar vida a cambio de amenazas y salvaguardar esas
salas prohibidas al acceso por medio de guardianes y
celadores a su servicio. Ahora tú debes dormir. La
medicación ya habrá hecho su efecto. Relájate, pues. Te lo
contaré mañana.
Te bastará con saber que conozco el camino de
memoria y cada noche me acerco un metro más a la meta
decisiva. Logré cierto don de invisibilidad, y me resulta fácil
moverme entre las sombras. Piso la hierba mullida,
suavemente, me detengo, émulo de la hojarasca desbocada,
quieto; estirado, soy banco; de pie, árbol, sombra,
alucinación nocturna, vaho amorfo, niebla, y también farola,
dintel, pasillo, blanco; repto cual gusano, paso y atravieso
acristaladas zonas transparentes sin ser visto. No hay
detector de metales ni vigilante insomne que me descubra
desde su órbita calculada. Y es que me muevo imprevisible,
contrario a toda regla de horarios de entradas o salidas.
Si sucumbo en la incursión, destruye toda la
información, y no la olvides. De ser así, seguirás, paso a
paso, mis instrucciones, ya sabes, como en aquellas
recomendaciones del texto de Cortázar «Instrucciones para
subir una escalera». Pues bien, es tan sencillo como él lo
explicaba: «Un paso, dos; un pie, después el otro...» Como verás
todo duerme en el archivo. Cajones secretos de memoria
múltiple. Trastiendas. Altillos. Dobles fondos. El lado en
penumbra para la conciencia frágil e indecisa. En uno de
esos rincones dormitaba también el diario de la guerra.
Entonces tú ni siquiera existías en el otro rincón, el de la
imaginación dañada hoy, cuando ayer soñaba golondrinas
que sobrevolaban cortijos y automotores... Matilde sí.»
Rubén

169
El imán del flamboyant

La lluvia de palabras no cesa, en un afán de lograr sus


objetivos. La cuidadora lo sabe bien, y confía en el efecto
revulsivo de una simple provocación que logre, por fin,
despertar los circuitos dormidos de la memoria en declive.
Por ello, alterna los elementos de la charla intrascendente de
tocador, con el certero ataque en la diana de la vehemencia
contenida de la mujer que escucha, que habrá de dispararse
como una alarma, mediante argucias sibilinas, a todas luces
intrigantes y provocadoras.

«—Hoy podríamos hacer un peinado africano, ¿te


animas? Eso es. Un peinado caliente, aconseja. Mira mis
dedos, hoy rizos y más rizos, caracolillos, minitrenzas,
colorines, enrevesados como la vida misma, entraré a saco,
prepárate, algo rompedor, nos vamos de viaje, ea, ¿no
quieres que vayamos al Trópico?

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»Huy, qué nervios... Algo te pasa, pero también se
remueve, buen síntoma, confiesa, no te gusta el tema, ni el
peinado, ergo... nos toca hoy... ¿Qué nos toca hoy? Te
anticipo: martes por todo el día, ¿qué nos toca?, sencillo,
muy sencillo, el juego del camaleón, comprenderás que me
camufle, que algún lagarto bicolor aparecerá de repente,
lagarto-lagarto... Pero bueno, mujer, que no es para tanto,
cálmate, y además reconoce que nunca le dejaste contarlo a
fondo, celosona, callado lo tenías, pero a mí no me engañas,
mis informaciones apuntan en otra dirección, morbosilla
cuestión, y bien que presionabas a Rubén con preguntas
acerca de Matilde desde el primer día que le conociste.
Cómo es, por qué te enamoraste, por qué te separaste de
ella, cómo fue la primera vez, qué tal esos años en
Argentina...
»Niña traviesa siempre espiando detrás de las puertas y
escuchando las conversaciones de los mayores; celos
improvisados de un pasado que si bien no te pertenecía, y
menos aún ahora, ojo al dato, te aportaba pistas, amén de
morbo a mansalva. Cosas del amor. Ya. Cosas de la guerra,
digo yo. La verdad es que va bien una buena información
acerca de los posibles puntos flacos del oponente, qué
ladina, ¿y eso?, pues está muy claro, hija, si en el primer
asalto te cargas al fantasma, en los siguientes, por añadidura,
ya tienes al adversario con la guardia baja, y ni que decir
tiene que tales conocimientos de primera mano se han de
conseguir en los escarceos iniciales, claro, entonces la
sinceridad y las confidencias les hacen creer a ellos que
ganan cotas notables en su avance, por lo que no se resisten
a confesar ciertas debilidades.
»Femenino, muy femenino. Nos bastan cuatro pistas y
simular un camuflaje de escucha maternal, que a nada

171
compromete si la víctima considera que su confidencia le
acerca un metro más al triunfo, lo cual, por otra parte,
reafirmará su orgullo. Pero nada más lejos de la realidad,
evaluación equivocada, pues realmente nuestra herida, más
bien leve, viene a ser algo así como la del protagonista de la
película, y se reduce a un roce fortuito, como mucho en el
hombro. Te pondrás bien. Eso ya lo sabemos, así que el
actor secundario ya está en la red. No me negarás que
somos camaleonas y además lagartas, también en celo.
»Ríe, ríe, y espera que el viaje no ha empezado, no irá mal
repetirlo, a lo mejor se te escapó en su día algún detalle, no
te enfades, reconozcamos a priori que la guerra, qué palabra,
terminó, esto es a lo sumo guerra fría, o terapia de choque si
lo prefieres, querida, paciencia, yo sé por qué lo hago, pura
prescripción facultativa de la enfermera jefe, tú ahora
concéntrate en el peinado. Y baja la mano, quejica, hoy no
toca láser, se acabó el suplicio, eso fue anteayer, había que
lograr que tu epidermis mutara del tono rojizo primero al
rosa después (el azul lo guardamos para las pastillas).
»Insisto, se acabó, gracias al tratamiento ya desparecieron
ciertas manchas, hoy sólo un look africano, caliente-caliente,
la excursión, o incursión, si te gusta más así, lo merece. Te
ofrezco testimonio de primera mano. Quién sabe si también
un inminente encuentro fortuito en el tren amarillo como
recompensa a tu paciencia. Te recuerdo que salimos de viaje.
Viajeros al tren. Y no hay que desdeñar, como antaño,
conocer ciertos aspectos, repito, nunca va mal información
privilegiada, hazme caso. Tú sintoniza bien la emisora. Yo al
peinado.»

172
(sintonía)

Un día lejano narrará sus manos. Cuanto vive hoy lo


narrará mañana. Sus manos son pequeñas, bañadas de sudor,
blancas. Mantiene los ojos entreabiertos a las puertas del
sueño. Antes de cerrarlos, ella se aferra al tacto de su piel
con la pequeña mano, igual que un ancla en la vigilia que se
debilita lentamente. El calor es febril. Arde la frente con la
fiebre, debido a que las enormes ventanillas del tren verde
que atraviesa ahora un puente sobre el río Bandama están
abiertas. Una pérdida de conciencia intermitente gana
terreno y se balancea entre ambos, al mismo ritmo que lo
harán después sus pasos indecisos bamboleándose a través
de aquel puente de lianas. Les une el sudor, la fiebre, el olor
del mango, la guerra que dejan atrás, las manos entrelazadas,
las vías que taladran en dirección a la selva.
La fiebre se ha instalado en mi cuerpo desde hace
veinticuatro horas. Me empapa la frente, el cuello, las
manos; me atenaza durante el sueño como una liana

173
pegajosa en la espalda; no remite. Los pañuelos están
empapados de sudor ácido. Tengo frío. Hace varias horas
que duran los temblores. Tiemblo de pies a cabeza bajo las
mantas, a pesar de que la temperatura corporal debe ser de
cuarenta grados.
La sirena estridente cabalga a lomos de una luz
esférica y amarilla. En pleno delirio la estación de tren
desapareció, quizás en el último bombardeo. Algunos
milicianos se pasean con los mosquetones al hombro bajo la
noche, enredados al calor y a las pistolas que atan al cinto
como si fueran lianas. Comen membrillos, que en el fragor
de la noche tropical confundo con mangos.
¿Escuchas los sonidos? ¿Cúantos eres capaz de
distinguir? Pon atención. Respira hondo. Se huele a madera,
hierro, vapor. Y ese viejo olor conocido a pólvora, metal y
barro; a herrumbre, ceniza y humo. Atravesamos un
viaducto, ahora un túnel, la locomotora impone su ritmo
poderoso, seguro que es una 7200, lo sé por el ruido, es
inconfundible. Lozano creerá que vamos demasiado deprisa
y sonreirá malévolamente expresando cierto temor
contenido, se ignora si a las cucarachas o a la velocidad.
Podemos encontrar las vías destrozadas, sería aconsejable ir
más despacio. En las estribaciones de la cornisa nevó mucho
ayer. Tú tienes calor, te sudan las manos. ¿No tendrás fiebre
también?
Debemos ir a 180 kilómetros a la hora, no
alcanzaremos los 200. Seguro que sueñas con altísimos
viaductos, te lo dije, atravesamos uno, y dos puentes, otra
vez un túnel; el vértigo; no tengas miedo, contén la
respiración, ya salimos. En la parada cuarenta nos darán
agua y compraremos fruta. Verás como los besos no serán
ácidos. ¿Verdad que mis besos nunca fueron ácidos?

174
(Me toca a mí). Afirma que el agua sí tenía un sabor
ácido, sin duda que no estaba filtrada, y ahora con la
«Nivaquina» intenta combatir el estado febril. Tomarán
carne asada y de postre papayas. (Tu turno). Fumamos,
dejamos escapar la mirada por las ventanillas del tren;
alejarse del otro por unos instantes; desconectar de la
realidad para soñar un poco. Con eso basta.
¿Huir? Para qué si a tu lado me encuentro bien, dijiste.
(Yo). Ademas, le abandonó la fiebre y agradece ese cálido
viento que invade el tren y presagia la sabana. Se escapa de
ella. (Huyo de mí, del tren, de la dichosa guerra y del futuro
con los ojos clavados en el horizonte)... Ingrávido y asido a
tu pequeña mano blanca; vertiginoso, pesado y, sin
embargo, lento), también ingrávido, —añado—. El vuelo es
astral y descubre, desde lejos, débiles luces en el tren como
las de una casa de cuento de hadas, fantasmagórica y en
movimiento. Comienzas a dormirte en mis brazos cuando el
tren entra en agujas, despacio, muy despacio... No huelo a
heno y a jacintos. Sí a mangos injertados. Matilde se ha
dormido.
Tiene razón Félix cuando dice que África es como un
sueño, una pesadilla que resultará difícil explicar cuando
volvamos a Europa. En la atmósfera y en la piel se perciben
el calor sofocante y la humedad. Las primeras gentes de
color rodean el tren. Matilde mira en derredor con ojos de
sorpresa y descubre cómo las llanuras verdes provenientes
de la brousse se adentran sofocadas en las aguas del estuario.
Calma al fin. Un taxi rojo nos zambulle a gran velocidad en
las avenidas de Abidján pobladas de palmeras. Después,
cruzamos los barrios de Adjamé y Treichville, hasta dejar la
ciudad y enfilar, en dirección al norte, el camino hacia
Daloa.

175
Pierre fue quien aconsejó administrar una inyección de
«Quinimax»; opina que se trata de un achuchón de
paludismo. Ahora descansa relajado y somnoliento. (Él lo
explica mejor): Imagino que hundo en la nieve la cabeza y
también las manos, eso me relaja. Estoy al borde de un lago
helado cuya ubicación desconozco, rodeado de frondosos
abetos cubiertos de nieve. Duermo al fin.
La sensación es de corcho, goma, esponja, algodón
empapado; sobre todo el vértigo. Buscas la mano de Matilde
para asirte. Miedo a la gravitación; el círculo, el agujero
negro y el remolino vertiginoso. Acaso el pozo, esa hondura
de la negrura inmaterial. No hay materia, eres aire marrón,
cartílago, acero, sudor gelatinoso; amorfo, corcho.
Una vez más, la medicación, en este caso la
«Nivaquina», ha sido protagonista y cómplice de un
desenlace desdichado. Al regresar a Daloa, tras el viaje a
Man, Mario ha tenido un presentimiento y hemos ido todos
de inmediato a casa de Raúl.
Raúl está sedado, en calma; una calma enorme, tan
plena como estúpida. Es absurdo. La situación carece de
sentido. La quietud lo invade todo franqueándole
posibilidades de certeza a la esperanza. Nada; vacío total,
mientras un ojo, no dormido del todo, atisba de modo
extraño un punto imaginario en el techo de la sala del
hospital; tal vez, es el único que espera una reacción
necesaria, desde el umbral de la conciencia detenida por el
coma. ¿Duerme Raúl? ¿O sólo piensa en María Rosa? Le
han puesto la radio, como cada mañana, por si acaso; suena
un aria de Puccini, quizás para mecer esa mirada en
entredicho que parece engendrar a duras penas una lágrima.

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María Rosa también es profesora aquí en Costa de
Marfil. Llegó con un contrato de cooperante y todo el
exotismo que le conceden los genes de un padre francés y
una madre tailandesa. Tiene fascinados a todos los
profesores del Liceo. Algunas tardes visita nuestra casa y
desgrana con la charla sus dudas amorosas; su sentimiento
de culpa por haber dejado a Raúl, para volver con Hans, su
novio alemán de toda la vida.
(Me tocan los pormenores). El día que vino Hans os
reunísteis en casa de Raúl; Mario y Françoise, Carlo y Jacob,
Pierre, Alain, Félix y Nadia, Matilde y tú. El whisky corría en
los vasos de modo generoso y también intencionado. Ella,
coqueta y provocativa; sensual y afectiva con Hans –su
novio de toda la vida-. Él, coloquial y correcto; sin parar de
beber ni de ofrecer llenarle a Raúl el vaso a cada instante.
—A éste le emborracho yo esta noche —decía Raúl—
. Hasta que se acabó el whisky y Hans, que seguía más fresco
que una lechuga, sacó su botella de petaca para suplir la falta.
—Este tío aguanta como una mula, no se emborracha.

Casi al atardecer, termina la reunión bajo el flamboyant,


rodeados de vasos y mosquitos; bastante aturdidos y
ultimando los detalles para partir a la mañana siguiente hacia
Man. Maria Rosa se fue a dormir con Hans a casa. Raúl
debió quedarse dormido en la hamaca del jardín, bajo el
flamboyant.
Raúl no viene finalmente al viaje. La furgoneta «1000
kilos» serpentea a una velocidad constante por la rojiza pista
que se abre camino en plena selva. Compartimos el viaje con
tres marfileños y cuatro emigrantes de Ouagadougou, que
apenas hablan. Nos cruzamos la mirada; desviamos la mirada

177
hacia la brousse. Hans y María Rosa se cogen de la mano;
Françoise no para de hacer fotos y Carlo dormita en el
asiento delantero; Matilde me mira de reojo leyéndome cada
gesto. La velocidad es uniforme, 60 kilómetros a la hora. La
garganta se seca; el polvo rojo colorea las camisas blancas y
maquilla los sudores. Todo hace presagiar el inminente
descubrimiento de las orquídeas de Gouessesso, al norte de
Man, sonrosadas y abiertas como sexos encendidos. De vez
en cuando, un flamboyant en la distancia advierte del dicho
africano: «Cuando el flamboyant florece, el blanco perece».
¿Se habrá despertado Raúl de su sueño bajo el árbol? ¿O se
habrá sumido en un sueño más profundo todavía?

Se ha pasado de «Nivaquina», comenta Mario. Matilde


ha cambiado el turno de guardia en el hospital para velar su
sueño. No debimos haberle dejado solo al marchar a Man.
La estrtalada sala del hospital Central de Daloa tiene dos
camas pequeñas y un techo desconchado. En la cama
contigua a la de Raúl yace un africano desnutrido que no
aparta sus ojos saltones y asombrados del grupo de
europeos. A Raúl le une el gotero a la esperanza y, supongo,
que también a la pesadilla. El estupor del otro enfermo lo
justifica la incomprensión ante el intento de suicidio del
blanco, algo tan común en primavera cuando ciertos árboles
florecen.
Hay un alto grado de humedad en el aire. He perdido
la noción del tiempo contemplando las evoluciones lentas de
los lagartos en la fachada de la casa. (Relevo). Hace calor, un
calor intenso, pegajoso, insoportable. Llega un momento en
que el calor no se distingue de la piel ni de los vestidos. (Te
interrumpo). El calor lo invade todo y lo confunde. La
papaya que plantamos Matilde y yo sigue creciendo.
Estamos en plena estación de lluvias y todo verdea, crece, se

178
desborda en respuesta al agua. ¿Acabarán las lianas por
ocultar la casa? ¿Terminará el sudor por despertar a Raúl del
sueño provocado por la ingesta de pastillas?
Sudarán las plantas, asevera Matilde con uno de sus
presentimientos, igual que un oráculo. Sudo con la fiebre
recién instalada, y también con la pasión. Mario ha vuelto a
aconsejar otra inyección de «Quinimax». Sudo en exceso.
Suda Raúl, que empieza a despertarse del coma, lo ha dicho
Matilde al volver del hospital. África suda porque es sudor y
luz; la humedad con que te atrapa el aire; el viscoso
tentáculo de la fiebre y también el agua.
El caudal del Bandama creció con las últimas lluvias.
Ignoro desde el estado febril a quién pertenece la silueta
imaginada, ni qué hace ahí sentada mirándome, mientras me
sumerjo en el lago, lento, denso, a cámara lenta en ese pozo
viscoso de fiebre y nada.
Aquí la lluvia es distinta. Más que lluvia es fuerza;
naturaleza desbordada, pasión, electricidad y acotecimiento
repentino. La lluvia se alía con el calor y relaja cuando, por
fin, la nube rompe tras el consabido aviso inicial del
pequeño tornado que la anuncia en la lejanía. Se trata de una
lluvia que no invita al recogimiento, ni desata la nostalgia.
Más bien, un desequilibrio natural e innecesario. Bienvenida,
eso sí, como una ducha intempestiva en medio de la
canícula. Y verdea en las lianas, inclina los plataneros,
convulsiona las cañas de azúcar y cesa al cabo de unos
minutos. Después, el sol, y los lagartos, y todo se seca
limpiamente en un segundo, el mismo en que contemplo
abstraído el cubito de hielo derretido en el vaso de la menta.
La lluvia deja paso al sol; el sol a los lagartos y, en fin, que de
repente reaparece en el hastío el hueco de la nada sartriana y
absurda, que Félix califica de existencial y sin sentido,
mientras Matilde atisba desde la terraza mi delirio febril y la

179
papaya que crece y estalla en un fruto desmesurado. Raúl se
ríe de los lagartos, le sirve otro whisky a Hans, me mira,
sonríe y promete que la próxima vez vendrá con nosotros a
Man. A pesar de los celos, el sudor, la fiebre, la lluvia, la
«Nivaquina».

Guy ha venido esta tarde a casa. Nos sentamos en el


jardín, a la sombra de la paillote, junto al bananero. Me
cuenta que está construyendo una casa en Francia, en La
Rochelle. Guy también es profesor de español. Resulta
curioso contemplar la selva desde la terraza de casa y soñar,
al mismo tiempo, con una casa junto al mar y las gaviotas
sobrevolando barcas, redes de pescadores y playas. Ya
hemos tomado más de un whisky y él sigue emocionado
hablando sin parar, descubriéndome el plano de la casa de
sus sueños. Le digo que nos pasamos la vida huyendo como
si aborreciéramos el presente. Yo también deseaba
abandonar aquella maldita guerra y escaparme con Matilde a
Argentina, siguiendo el rastro de las golondrinas. Y mira tú
dónde acabamos por culpa de otra rebelión militar y otra
dictadura. Guy habla y habla sin pausa. Apenas me escucha.
Gesticula y repite una y otra vez lo mismo contándome sus
aventuras, su recalcitrante soltería, a la que desea poner fin
en cuanto conozca a la mujer de sus fantasías. Otro loco,
otro viaje, con otro sueño.
Seguro que Matilde piensa, cuando te mira, que te
estás volviendo loco. (Te matizo): no lo lamenta y se hace
cómplice de mis locuras migratorias, de mis poesías, de mis
sueños. A ella África le parece un paraíso. También a Félix,
que por algo es profesor de Filosofía. Félix viste casi siempre
camisolas hippies, conduce una mobylette y lleva el pelo largo y
un bolso al hombro de piel de serpiente que compró en el
Artisanat a un senegalés a bajo precio.

180
Félix anima las veladas contándonos su
entretenimiento favorito: contemplar las evoluciones de los
lagartos y las hormigas. A partir de dicha contemplación,
entra en una especie de trance que le puede abstraer de la
realidad durante bastante tiempo. Dice que primero
experimenta el asedio existencialista de los porqués vitales.
Diluidas las preguntas, a las que no encontrará respuesta, se
transporta por vía de la contemplación de las hormigas hasta
la zona del asombro. Al final, lo único que le conecta al
mundo son dos cosas que analizará después: la
contemplación y la respiración. Él se hace hormiga y se
convierte en estupor de su propio asombro. Nadia, su
compañera inseparable, sonríe y yo me quedo perplejo,
mientras Matilde supone que todo es el resultado de la
marihuana que Félix fuma a todas horas. Le escucháis
divertidos como si fuera un gurú que os habla de imanes
misteriosos, situaciones mágicas o telúricas fuerzas invisibles.
Pues sí. Félix tiene una visión muy particular de África y
percibe magia sin definición; sensaciones que le cautivan;
vacíos a la llegada, vacíos de cultura, huecos de la mente
extasiada cuando contempla las hormigas. No es de extrañar
que Sartre y el existencialismo ocupen demasiado tiempo en
sus charlas con nosotros.
Para él todo lenguaje africano es sensitivo, se paladea,
pese a que resulta difícilmente comprensible; menos aún los
dialectos. Más fácil resulta comunicar con la sombra
geométrica que arrojan las lianas; con la viscosidad del calor;
con el lenguaje del sudor y esa lluvia que en la estación
rompe la inmanencia de observar el vacío interior desde el
paisaje nuevo. Indolencia en el pasar del tiempo.
Distanciamiento del propio pasado y de uno mismo, a lo
que contribuyen el idioma, la cultura, todo lo diferencial y
los colores, especialmente el color. Hay un laberinto

181
cromático exultante, pero caótico: las negras máscaras
Senoufos para los turistas, junto a las sugerentes telas de
algodón bruto de Korhogo pintadas con extractos de resinas
vegetales, los tapices y las camisas de tonos relámpago,
estampados; el baile desenfrenado de la luz, del color
también en las danzas, en el brillo de la piña, el mango, y en
las redes de los pescadores de Sassandra expuestas al sol.
Menos mal que aquí no estamos en guerra. Allí todo era gris.
Gris plata el automotor. Aquí todo es rojo. Y Matilde es
blanca.
La papaya que Matilde y yo plantamos en el jardín de
casa sigue creciendo cada día. Es todo un símbolo que ella
mima con esmero y cuyo crecimiento controla a diario.
(Segundo plano). ¿Estás segura? Sí. Continúo yo. Las
mujeres nos movemos bien en ese tipo de lenguaje. Si
vigilaras más a Matilde, la descubrirías hablando con el árbol.
En cualquier caso, hay que admitir que lo hace; su lenguaje
es otro y se nutre de ese rasgo tan femenino que puede
otorgar vida a las cosas más inanimadas. Una mezcla de
misterio, simbología de mensajes, creaciones temporales de
ternura. La papaya está viva, Matilde también y le da vida.

Adama vino a la Costa desde Alto Volta. Lo


contratamos como guardián de noche y jardinero. Llegó
también en tren, desde Ouagadougou, para buscar trabajo.
Otro loco, otro viaje, con otro sueño. Más de mil kilómetros
y veinticuatro horas en uno de esos trenes con asientos de
madera y parada en setenta estaciones hasta llegar a Abidján.
Un tren de color verde, un tren para el calor, los viajeros, los
sueños, las moscas y quién sabe si también las cucarachas.
En cada parada se acercarán los vendedores ofreciendo
plátanos, mangos, agua, maíz o empastes de mijo.

182
Adama apenas habla francés, y su dialecto baulé
resulta incomprensible para nosotros. Ni que decir tiene que
quien mejor le entiende es Matilde, o al menos eso me
parece a mí. Da la impresión que se hace entender a base de
sonrisas, gestos, y de hablarle muy despacio y alto. Si me
desvela de noche el café que tomo a todas horas, puedo ver,
desde el salón con la luz apagada, su silueta en el jardín
como una sombra que se desplazara a cámara lenta. Tiene
una alfombrilla para orar y dormir, el arco —según dice—
con flechas envenenadas y una lanza con la que asegura
podrá defendernos de eventuales pillajes. Duerme en el
garage, vigila durante la noche y avisa del amanecer
desgranando sus letanías islámicas que yo no comprendo.
Tras unos meses, Adama ya no duerme en el garage y
lo hace en las habitaciones que dispuse para el servicio en la
parte trasera del jardín. Contrastan las marcas étnicas de su
cara, hechas a cuchillo, con el reloj occidental que le regaló
Matilde y que ahora luce con infantil orgullo en su muñeca.
Ha decorado la pequeña habitación con recortes de viejos
periódicos y revistas que desecho. Matilde le regaló también
un cepillo para los dientes y jabones perfumados. La
comunicación transcurre por dos cauces: por un lado,
balbucea algo de francés y, por otro, una especie de
mimetismo le induce a repetir gestos y actitudes copiadas de
nosotros. Gusta de coleccionar los diarios europeos. Él
mismo ha hecho una mesa para su habitáculo que, por
cierto, me evoca a la que instaló Lozano en la cabaña.
Improvisó una especie de librería rústica a base de planchas
de madera aprovechadas ingeniosamente. Sobre la mesa, un
portafolios viejo que recuperó de la basura donde guarda
diarios y recibos de salarios, en los que estampa una cruz por
toda firma.

183
Algunas tardes, viene a la terraza con un puñado de
flores para Matilde; se acerca despacio, temeroso, con su
habitual cojera; sonríe, se inclina levemente y se las ofrece,
sonriéndole al tiempo que le dice: Pour vous, Madame. A mí
me parece un detalle sublime esa mezcla de galantería
aprendida e ingenuidad; un auténtico poema que compite en
toda regla con los sonetos que le escribo a Matilde; flores en
el atardecer africano que ella agradece emocionada.

Pasó la fiebre, ahora tomo la medicación preventiva a


diario. La fiebre me ha dejado un agudo dolor en el cuello y
noto la cabeza como hueca. También Raúl, que se ha
recuperado del sueño prolongado, y dice que percibe una
extraña sensación de ingravidez; como la de esos estados
febriles en que uno cree volar, hundirse sin remedio, pesado,
vertiginoso y, sin embargo, lento... Le resto importancia y
aventuro que serán esporádicos mareos a causa del calor o
las secuelas de tanta pesadilla. Nos servimos otro whisky.
Matilde, desde la terraza, nos observa de reojo y vigila la
papaya, como cada día, al atardecer.
Las reuniones en el Liceo, cuando llega la hora del
recreo a media mañana, son apacibles; incluso Félix parece
distinto. La charla transcurre amablemente comentando los
últimos acontecimientos internacionales. Combatimos el
calor bajo un sombraje bebiendo cervezas y comiendo
bananas asadas que acompañamos con cacahuetes. En casa
de Félix la cosa toma otros derroteros.
Guy, el solterón, contrasta con Pierre, que está casado
y viene de Nueva Caledonia, su último destino, arrastrando
la pesada carga de veinte baúles y sus once hijos. Pierre es
muy francés y le caracteriza esa galantería fatua de pasarse el
día diciendo a todas horas merci. Su apellido alemán tiene

184
muy mosca a Mario, que habla un francés con acento de
Toledo y se pone muy nervioso cada vez que Pierre le ruega
que repita la última frase. Pierre es muy estirado en sus
gestos, sobre todo cada vez que da una larga chupada a esos
cigarrillos «Gallia» de doble filtro que fuma sin cesar. Carlo
es de Turín, y suple fealdad y baja estatura con el éxito que
le aportan sus diarias noches de sexo con las africanas, que
no cesan de aporrear la puerta de su casa para sacarle al
italiano sexo rápido y algunos francos. Dice que a los
catorce años ingresó en un seminario, y se asomaba de
puntillas por los ventanucos de los lavabos para mirar a las
chicas que pasaban por la calle, al otro lado de los muros del
convento. Ahora ha decidido tomarse la revancha de
aquellos años de castidad obligada. Raúl, el valenciano, otro
que tampoco descansó hasta que conoció a María Rosa y se
enamoró de ella como un becerro. Así va la colonia de
exiliados, menos mal que Michelle es más normal, aunque
menos asequible, y nos compensa su presencia, porque está
como un tren de buena y además toca el piano como los
ángeles. La que también se perdió en la selva fue Myriam,
que vino de Calatayud y acabó casada con un francés.
Estos franceses están siempre bebiendo «Pastís» a
todas horas, qué empacho, si tendrán la lengua como un
tarro de miel reseca, mezcla de cruel fiebresudor. Que se lo
digan a Alain. Inclúyelo. (Cierto). Éste no levanta el culo del
sillón cuando viene a casa hasta que no se ha cargado una
botella entera. Es soltero y tiene un hijo mestizo de 10 años,
Elvis, que vive con él y un mono. El mono es el que se pasa
el día en el brazo del sillón hurgándole a Alain los piojos de
la cabeza, que a lo mejor no tiene.
Mi venganza de haberle vaciado las existencias de su
mueble bar, unido a que le descubrí mi vena poética

185
recitando a Neruda, le hace darme el espaldarazo de la
bienvenida al grupo de excéntricos, esa especie de embajada
de profesores en el exilio, republicanos unos, cooperantes
franceses y aventureros otros, con miembros tan meritorios
como Guy, que aprovecha cada francachela para acabar
hablando sobre Cervantes o presumiendo de su dominio del
castellano. Pero cuando Mario le da cuerda al argot, se
cabrea porque no caza ni una. O Félix, que ya no nos mira,
sino que nos contempla en silencio y debe pensar que
somos como lagartos desorientados.
Corre el whisky a raudales, el ingenio con el humor y
los juegos de palabras saltando de un idioma a otro, mientras
la noche se va consumiendo hasta que el alba rompe la luz,
reanuda el sofocante calor, los vasos empiezan a vaciarse y
los cerebros también. En uno de esos momentos, Alain ha
tenido una de sus ideas peregrinas: ir a la cinco de la mañana
a desearle al prefecto bonsoir de parte del grupo de
profesores extranjeros. Sin que lo podamos convencer de lo
contrario, ha tomado su destartalado Renault y nos ha
conducido hasta la gran mansión, donde intenta convencer a
los policías de la entrada de la cortesía de tan improvisada
embajada, a lo que ellos alegan con una sonrisa en la boca y
la mano en las pistolas, que el gobernador descansa, lo cual
debe ser cierto, a juzgar por la hora y las ceremoniosas
mesas desordenadas, que en la gran explanada del jardín
indican alguna reciente cena. Nos van a poner a toda la
comitiva de pies en la frontera, dijo Félix esa noche. Y
volvimos a casa de Alain.
Al alba, chirría la verja del jardín. Reina el silencio.
Anselmo, el portugués, sigue contando los últimos
chascarrillos que yo traduzco al francés ante la mirada
atónita de Pierre, aferrado aún a su «Gallia» de doble filtro y

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debe pensar que también soy de Toledo, como Mario. Dirijo
la mirada hacia donde tiene clavada la suya y veo a Matilde
aparecer por la puerta del jardín. Amanece levemente a su
alrededor, por lo que se recorta su figura como una silueta,
un perfil apenas, una sombra blanca. Con el dedo índice
señala la hora invisible en su muñeca sin reloj. Lleva un
camisón blanco hasta los pies, se gira como una vestal,
empuja la verja que suena de nuevo, y yo sigo su blanco
espectro con pasos temerosos a través de los escasos
cincuenta metros de pista roja que separan nuestra casa de la
de Alain. (Está amaneciendo y cerráis la noche).

A Nadia y Félix les gana terreno el desvarío. Debe ser


el calor, las lluvias de la estación, intermitentes y torrenciales.
Sus excentricidades superan el límite de lo imaginado. Ya no
sabes cuándo hablan en serio o cuándo discuten en plan
surrealista, actuando como personajes de una obra de teatro
del absurdo. Les gusta ser incoherentes para sorprender a
sus invitados con un cierto afán de protagonismo. Las
reuniones en su casa llegan a convertirse en un auténtico
happening.
Según Félix, Nadia tiene una muñeca a la que llama
Lilí. A la muñeca le falta un ojo y una pierna. Y ella la arrulla
mientras le canta «Lilí Marlen». Otras veces, la llama
deletreando: hu...ér...fa...na. «Estamos en guerra, le dice, eres
una hija de nadie, eso es lo que eres... Tu padre era uno de
esos fabricantes gordos de juguetes, de los que llevan reloj
en el chaleco y tienen queridas en provincias. Pero
prométeme que no se lo dirás a nadie; Félix no debe
enterarse.»

187
Lo cierto es que desde el intento de suicidio, también
con la dichosa «Nivaquina», Nadia se pasa el día hablando
sola. Su mente se ha desbordado y Moussa, el cocinero, la
mira sorprendido y no entiende nada, como tampoco
comprende por qué le llama a él «el inquilino». Ayer mató
una cucaracha que sobresaltó a Félix cuando se hallaba en
plena contemplación de las hormigas. Aquí las cucarachas
son rojas y descomunales. El atardecer también es rojo (no
te olvides). Nadia se ha dormido en la hamaca del jardín con
Lilí en el regazo.
Moussa ha traspasado la barrera de criado, intruso o
inquilino, como ella le denomina, para formar parte de sus
juegos y beben juntos los tres. No importa que Moussa no
entienda nada, así el juego resulta mas absurdo todavía. Le
atiborran de whisky y de «Pastís» que el boy bebe como el
agua. Moussa ríe y enseña al hacerlo dos dientes de oro. Él
les cuenta historias de espíritus, reencarnaciones y
serpientes, se ríe, y, a partir de la tercera copa, mira
procazmente los muslos de Nadia. El bendito de Félix se
sale al jardín y recita poemas a la lluvia, a los lagartos. Dice
que la lluvia moja sus huesos, la íntima raíz de su carne
madurescente. Ella le corrige: querrás decir adolescente.
No soporto a ese Pierre, dice Félix. Es tan frío, tan
calculador. Tan dogmático Tan racional, a veces. Siempre.
Siempre tan exacto. Tan meticuloso. Tan recto. Tan
convencido. Y autosuficiente. Tan absurdo. Y seguro de sí
mismo. Y de los demás tan inseguro...

—Nadia ¿qué hora es?


—Tarde, como siempre. ¿Por qué me lo preguntas?
—Quizás me aburro.
188
—Serán las seis.
—¿Aún?
—Aún.
—Siempre son las seis.
—Estás idiotizado Félix, parece que el calor te afecta.
¿Acaso te pregunté alguna vez por qué estamos aquí?
—No.
—¿No? Hace días que apenas hablas. Te pasas el día
entero como una sombra, contemplando las hormigas, los
lagartos.
—¿De verdad te parezco una sombra?
—Pues sí, pareces una sombra.
—A lo mejor, soy una sombra.
—Haces demasiado caso a tus manías. Deberías
cuidarte un poco más, cariño, ya sabes lo que te dijo el
veterinario. Pobre caballito mío...
—Me espantas. ¿Verdad que no soy un caballo?
—Pues, claro que no, tonto.
—Entonces...
—Olvídalo. Hablemos de otra cosa. Ya no somos
unos niños
—¿Verdad que hace muchos años fuimos niños?
—Ya empiezas otra vez. Deberías descansar, sólo las
curas de sueño te alivian.

189
—Deberías, deberías. Siempre la misma conjugación.
Cuando seamos viejos nos iremos a un balneario en el sur de
Francia. ¿Te gustaría?
—¿No tenías exámenes para corregir?

Se ha desbordado el Bandama. Y también ellos. Ahora


navegan en el absurdo de una dialéctica imposible y
fragmentada. Resulta difícil distinguir si es el calor, la yerba
que fuman sin descanso, el whisky, o este baile de neuronas
que empieza a convertir sus vidas en un happening cotidiano.
Lo mismo se convierte Félix en un gatito que aúlla
ferozmente a Nadia para asustarla, que se conjuga la
paranoia con el divertimento, y entonces la anarquía mental
gana cotas de terreno conforme pasan las horas. Primero
eran divertidos, y cómicas sus tertulias, pero ahora a Matilde
empiezan a parecerle peligrosos. A ella, que es la serenidad
personificada, la dulzura, el equilibrio, la prudencia. Si
hubiera que ponerle un color a Matilde, sería el blanco.
Nadia y Félix se están volviendo rojos; como la flor del
ibiscus, como los atardeceres de armatán, como los
bungalows de ocre rojo bajo los cocoteros de las playas de
Assinie; rojos como el vino. Pero Matilde no; Matilde es
blanca.
Ha sido escandaloso, el pobre Moussa no entendía
nada. Ellos tampoco. Lo del toque de queda y el intento de
golpe de estado por un grupo de militares; las horas en la
comisaría con absurdos interrogatorios. Se le han caído dos
dientes, argumenta el policía negro. ¿Conoce a alguien que
los tenga de oro? Lo curioso es que desde la llegada del
policía Moussa ha desaparecido. No se ha llevado ni su
maleta, que la policía mira con recelo, sin atreverse a abrirla.

190
Han vuelto a interrogarnos a todos. El atardecer se carga de
armatán y rojos.
[Del atestado]
—¿Ocurrió cuando se desbordó el Bandama?
—Sí, llovió mucho, hubo que detenerse en el taxi
brousse camino de Bouaké. Se desbordó la mente.
—¿Los pantanos?
—Y los ríos. Todo se desbordó.
Hurgaron en el cuarto de Moussa. También en el de
Adama. Los periódicos, las cartas, los recibos de salarios. Se
han llevado todos sus enseres. No sabemos qué está
pasando. Rescato a Adama de la prisión donde al final le
encerraron y le propinaron cientos de latigazos; las marcas
en su espalda evidenciaban la tortura. La cosa se pone fea.
Instauran la censura: descubrieron un machete afilado en la
maleta de Adama. Había niños llorando por las estaciones,
fugitivos con sus pertenencias a cuestas, militares en
desbandada, se habla de cierto ritual de canibalismo previo al
intento de golpe de estado, y una masa despavorida asaltó el
último tren. Tenéis miedo. Nos domina el pánico. Todos
huyen asustados y crecen por momentos los rumores de la
epidemia de cólera que se extiende. Planea el miedo a la
guerra que se percibe de nuevo. Otra vez brota en vuestras
mentes la idea de volver a partir, en esta ocasión hacia
Europa.

Pero en esos años, tú, ni siquiera habías nacido,


Valeria. Matilde, sí.

191
Los lazos en la escritura

6 de diciembre

Ínclita Valeria:

En un momento dado, todo se desborda. Es


imprevisible. Las inundaciones tampoco avisan y arrasan por
doquier. Luego, aparece el sol y mitiga el fango. El sol es una
brisa tibia que lo vuelve a poner todo en orden y provoca
que reaparezcan los lagartos. El equilibrio donde termina la
catástrofe. Somos un desastre y no provocamos más que
desastres. Imitamos a la naturaleza, pero torpemente. La
naturaleza no avisa; nosotros, tampoco. No obstante, no
todos los cambios naturales son traumáticos. Los hay
imperceptibles, lentos, milimétricos, nocturnos. Fases de
crecimiento, erosiones, cambios de luz, glaciares deslizantes,
flores que se cierran durante la noche. Ya, ya, y por supuesto

192
que también aludes repentinos, erupciones, tornados,
huracanes.
Cambios de piel —citando palabras tuyas—, y no
andabas desorientada. Me pregunto dónde andará tu piel
ahora que perdí la noción de la mía, hasta el punto de no
reconocerla. De cuántas pieles estaré forjado, cuántas me
nutrieron y dónde fueron a parar tantas escamas. Cuando la
piel navega a merced de la nada, aún es hora de levantarse y
buscar otra piel en el armario.
Aquí predomina el frío, ya lo sabes. Esa presencia tan
cercana e inquietante del Canigou, la nieve en las cimas del
Puigmal y del Carlit, a lo lejos. ¿Me sigues? Supongo que
tanta metamorfosis acaba por nutrir la célula más reticente.
El frío la torna más suave y la curte. También los baños. Ahí
reside la clave. A fuerza de cambios la piel aprende. Aprende
a dejarse acariciar y se torna vulnerable. Pero eso no es tan
malo. Ahora el vértigo es otro. Tuve una piel de niño y otra
para la guerra. Una piel de amante y otra para los viajes. Y
por qué no también la piel de los trenes que arropa a los
viajeros, deduzco. Tantas veces nos abriga la propia piel,
como sucede que la prestamos. No me irás a negar ahora
que en otro tiempo cubrí con la mía tu desnudez. Y qué
fatalidad cuando sólo nos arropa el frío. El frío te torna
receptivo. Con la nieve logras que te alcance el blanco. Y te
haces nieve. Y te vuelves blanco.

Comprendo que ella se canse. Y por ello, algún día


abreviamos la duración del paseo al atardecer. Pasear así es
como mirar juntos un cuadro. No deberían coexistir dos
visiones diferentes de la misma obra; tampoco dos caminos.
Lo ideal es que ambos focos, unidos en perfecta simbiosis

193
confluyan, bla, bla, se entremezclen y todo eso. Ocurre
cuando el paso de uno se adapta al del otro, mas no hay
reglas. Se trata de acechar, vigilante, la respiración tan
próxima; armonizar el paso; que los ojos sean la
contemplación ajena. La mesura en las palabras, en los pies,
en los párpados, en el silencio. Respiramos. Nos vaciamos
para dejar hueco a cosas que otros consideran más banales.
Y llegamos a extasiarnos contemplando las hormigas —
como Félix en Africa—, ¿no te lo han contado? Basta con la
percepción de los olores por vía del instinto espontáneo. Y
no hay palabras. No hay nada que decirse. Sólo aguardar a
que aparezca la silueta de un isard en una cumbre o descubrir
una insólita Edelweis entre la maleza, y rendirse a la sorpresa.
El tren podría ser el de vías de vida interminable; las
que algunos llaman paralelas. Pero no nos equivoquemos,
pues suelen ser engañosas en aquel punto de horizonte
donde parecen unirse y no lo hacen, a medida que una
velocidad uniforme las separa. Inventaron el tren para huir,
viajar, atravesar sabanas, acomodarse junto a las ventanillas.
Trenes malditos, llenos de heridos y objetivo perfecto para
los cazas enemigos. Qué fácil debe resultar bombardear un
tren desde el aire. Qué fácil romper el sueño sin razón
aparente.
Nos pasamos la vida luchando en resistencias tan
absurdas como inútiles. Menuda guerra. Bombardeaban
aquellos aviones inútiles defensas, cuerpos desvalidos,
cabañas, casas; sueños de golondrinas, libertades, proyectos,
amoríos. La lluvia de acero sustituía a la otra. Y también
bombardearon tantas veces tus silencios o mis frases.
Al final, vence la fragilidad, que es la única capaz de
dejar puertas abiertas. La aparente debilidad se nutre con
otras fuerzas. Ya no es una amenaza saber al otro diferente.

194
La capacidad de análisis la congela el frío. No buscas cosas
concretas, pero las recibes con creces. Caminas más lento, y,
sin embargo, avanzas. Pierdes visión lateral, mas descubres
otras dimensiones. Y la sordera gana por fin la batalla al
ruido. ¿El declive? Pues no, querida, la puerta abierta y otra
luz, una música diferente a todas horas. Y aparecen nuevas
pieles, las que siempre estuvieron ahí cubriendo los secretos
cotidianos y escondidos. ¿Que si claudiqué, al fin? Más o
menos. La metamorfosis combate la indolencia, y uno
aprende otro modo de ver las cosas. Podría tratarse de
renovadas vertientes, diferentes cauces. Es la redencion
sublime de la casualidad frente al ya no puedo más, me
canso. Y no te resistes porque resultaría dantesco morir en
vano sin un afecto que te aceche. Ocurre cuando ya
aprendiste suficiente de la vida, temes perderla y que escape
como el agua lo hace entre las manos.
Resulta que la copa azul era universo. Y también el
cajón del padre de Patrice, que era sastre. Y aquel tren de
juguete con viajeros y el sepelio de la cucaracha, o la
habitación de Adama con la galaxia aquella de los jabones
olorosos, los diarios y la maleta cerrada. No, no fuimos
lagartos, éramos camaleones gozosos que vaticinaban
cambios sorprendentes, pero ciegos. A lo mejor, Alain sí
tenía piojos en el pelo; y Nadia y Félix razonaban. Pero
Matilde siempre fue blanca.
En tu narración decías que «por la casa estallaban los
silencios...» ¿Lo escribiste, por fin? Ahora pienso que el
estallido trasvasó la ficción literaria. Los silencios eran los
relatos que la gente hacía estallar cada tarde al escribir en
grupo. Pero ésas eran otras explosiones más controladas.
Quizás, no debí dejarme erosionar tanto. En
ocasiones no me reconozco. ¿De cuántas pieles estaré

195
forjado?, me pregunto. La piel de Matilde me marcó de
blanco. ¿Y la tuya? ¿Aún huele a mi sexo tu piel? ¿Es ése el
olor de tu piel en el pasado?

Le debo la ironía a ciertos medicamentos. Dormí más


que otros días. Ahora ella escucha. Yo dicto como de
costumbre. Recuerda que ya acabaron esas guerras. La
aviación enemiga pasó de largo, también las dialécticas
absurdas o las guerras tribales y las luchas por el poder en
que algunos militares cortaban cabezas en África. Las
batallas por el éxito tocaron a su fin. Tanto pisar los
adoquines. Qué manera tan absurda de emigrar con la
maleta de uno a otro continente. De una a otra amante.
Estaciones para transportar las dudas en viajes
interminables. Qué montón de horas desperdiciadas
buscando no se sabe cuáles extrañas utopías, con el
curriculum a cuestas y cientos de papeles, documentos,
certificados, visados, pasaportes, las letras protestadas y los
avales urgentes para salvar de muerte a tantas hipotecas...
Herida de muerte ibas cuando naufragabas en el casino
algunas noches. Tú también soñabas con hacerte millonaria.
Rojo, par y pasa...
Puede que tuvieras razón al pensar que a la decepción
y el paso del tiempo se une cierto cansancio, es inevitable.
Sin embargo, cada día es más novedoso todo, el centro de
gravedad del pensamiento se desplaza, y cosas como la
fragilidad y la ternura resultan, finalmente, atractivas
convirtiéndose en protagonistas de vida cotidiana. Qué más
da si para llegar a ello hubo que elaborar un aprendizaje a
base de errores o fracasos.

196
Como verás, aquí todos los residentes de este oasis de
verdor son realmente encantadores. Y cumplen su misión a
la perfección. De la misma manera que si una mano invisible
les ordenara detener el tiempo. Qué armas tan ingenuas y
sublimes, nunca lo hubiera pensado. Las dulces sonrisas
permanentes, a fuerza de temblores parkingsonianos, el paso
rítmico, cadencias y suspiros, ayes en silencio, pesos leves,
lamentos contenidos, reflexiones trascendentes, dolores
soportables, economía de aliento, soplo vital intermitente,
insomnios obligados para arrastrarse aún, a duras penas, con
dicho lastre, temerosos de soltarlo, por si aún quedaran
sendas o caminos por descubrir.
Para quitarse el sombrero. Ahora que a la vida se le vio
el truco, y la contrarreloj llega a su término, los segundos se
hacen eternos y cualquier banalidad se considera todavía más
absurda. Se acaba el entrenamiento, duro sí, y largo, Valeria,
muy largo, tan largo como inútil porque ya no hay marcha
atrás, y parecemos tortugas desviadas. Quizás se trataba
solamente de aprender a errar en cada aprendizaje, pero qué
formidable entereza la de aguardar ese final anunciado e
inminente con orgullo.

También los trenes se retrasan y sufren averías. Y los


bombardean desde el aire, pero garantizan fidelidades y
promiscuidad a los viajeros. La estación término figura
programada en el itinerario del viaje. Los trenes se alimentan
de humo y nieblas de metal. El camino se configura con
inacabables paradas y se alivia en las estaciones la sed y el
hambre. Los relojes, de dos caras; los cambios de agujas,
imprescindibles. Te arrulla el movimiento y el monótono
claqueteo persistente. Hoy, son otros los trenes y más
limpios gracias a la electricidad, pero siguen albergando los

197
ojos temblorosos, para las despedidas programadas, el
desencuentro, la separación desgarradora, y acaso el duelo
en un punto de destino desconocido.
Cuántos depositaron su memoria en la infancia y en
los trenes. Esa fascinación por ocupar en los viajes el
asiento junto a la ventanilla de los ferrocarriles que siempre
transportaron historias descabelladas. Las ventanas
enmarcan diversos cuadros de la naturaleza. La estampa del
pequeño apeadero del balneario, húmeda y fresca, familiar y
apacible, contrasta con la de esas marquesinas de hierro y
cristal de las grandes estaciones, enormes, abombadas,
maternales. Como te decía casi siempre hay un niño, un
fotógrafo, un poeta apostado en las ventanas para dar fe de
cuanto sucede.
Y está ocurriendo. Dicen que es la señal de alarma
cuando se rozan los límites. ¿Estaremos llegando al límite?
¿El término de la estación? Pues bien, aconteció ayer en el
tren amarillo, entre una y otra cabezada. Qué curioso. Se
trata de imágenes. Las imágenes son recurrentes. Trozos de
sueño, sueños desprovistos de argumento, retazos de calles,
protagonistas vistos desde fuera que se narran a sí mismos
desde dentro; conocidos sin rostro, familiares fallecidos y un
rosario de objetos antiguos y olvidados. El observador
conoce ya la historia y no necesita que se la cuenten; se la
evocan las imágenes nítidas que surgen del pasado.
Imágenes para poetas, simples luces sin articulación
posible. Aquel nombre borrado en la memoria, la fatídica
esquina, aquella calle donde nos despedimos para siempre,
cierto olor, callejones-laberinto, idéntico desgarro. Frases
que permanecen incólumes al olvido. Las que dijiste tú, las
que no mencioné por miedo. En otra escena sin palabras
camino con una pesada cartera hacia la escuela. Brotan

198
personajes inmóviles, con la misma pose de antaño. Se trata
de rincones explorados, argumentos ya vividos, situaciones
soñadas, fantasías varias, seres congelados en páginas aparte.
Brincan en el tiempo y reaparecen después de tanto tiempo,
sin orden ni concierto, convocados por una extraña magia.
Sombras fluidas, sugerentes y carentes de sentido, ligeras
cual destellos, igual que esos cuchillos de luz que asoman
bajo las puertas anunciándote la otra presencia. Puertas
entornadas, semiabiertas; clara invitación a compartir el
instante con el huésped soñado de otro umbral diferente.
Ando de puntillas, sigiloso. Si te mueves, las imágenes
podrían desaparecer y resultan difíciles de atrapar. La
quietud de la imagen sobrevenida en el sueño configura un
regalo sorpresa para centinelas en alerta, estáticos, despiertos
y congelados. Estamos, sin duda alguna, alcanzando el límite.
Metro cinco. Puerta siete.
Es como si la historia se narrara a través de imágenes
sueltas, dos o tres cotas referenciales, a lo sumo, resumen
todo lo vivido en un segundo. Lo aleatorio del montador
caprichoso de tan curioso cinematógrafo revela hechos
notables junto a otros absurdos y triviales. Estaba más
delgado con aquella americana de pana que me compré en
Andorra. También en la foto de «Polaroid» tomada al pie de
la torre Eiffel en el 68. Empieza la clase, hoy nos toca poesía
visual. Al final, todo se reduce a una frase, una actitud, una
pose, un gesto. La vida en cuatro fotogramas. Estamos
cristalizados e inertes en este museo de cera. El límite,
querida. Atrápalo, y dispón el equipaje; como ves, sencillo,
ligero y soportable.
Si te parece, podemos despejar alguna incógnita. Yo
estoy bien, no te alarmes. Los años —como dicen— no
pasan en balde, ni perdonan. Tampoco tú estarás hecha una

199
quinceañera. Recuerdo aquella sonrisa algo forzada, y tú
desapareciendo tras aquella puerta pesada de hierro y cristal,
en la vieja casa del boulevard Edgard Quimet.
Pero ya no hay luchas, adorable dama, ni siquiera para
derribar al otro amante, lo cual no implica una derrota.
Sencillamente, se acabaron las batallas. (Tú non vorrei capire per
que io te lascio per sempre, escribí el día que marché, con el rojo
de labios de Matilde en el espejo). Después de tantos años,
aquí todo es blanco en el invierno; y verde en primavera; y
tú te estás volviendo blanca. Así de sencillo.

¿Me oyes? Sintoniza mejor, incorpórate. Dirígíte hacia


el espejo, frente al lavabo, adéntrate un poco más en las
zapatillas azules, ¿la luz?, hay suficiente con la que proviene
del pasillo. Te lo dije. Es tan fácil como bucear. Adentrarse,
dejarse ir; flotar desde la ingravidez superando el miedo.
Algo invisible mece al descubridor nocturno, ese
impenitente tanteador de pasillos, descubridor de puertas,
cauteloso espía, y también ajedrecista de la noche, respirador
automático de un asma manifiesta. A Patrice debieron
descubrirle ayer. Ni siquiera pudo llegar más allá de la puerta
número tres, según me informan. La uno y la dos estaban ya
vacías, y en la tres fue apresado justo en el umbral de salida.
¿Alcanzó el límite? Nadie lo sabe; acaso se deduce del
trasiego cotidiano de bolsas azules que desfilan a bordo de
los silenciosos carritos con amortiguadores a través del
gusano acristalado de las luces mortecinas.
Contengo la respiración, por si acaso. Va bien
economizar oxígeno. ¿Recuerdas? Qué forma aquella de
ahorrar energía cuando jugábamos tú y yo a lo del silencio y
el tacto:

200
Adivino que apagaste la luz, cerraste los párpados, ya
se acercan a tus ojos, antes de dormir, esos puntos
diminutos, danzarines y pardos, nieva en el exterior, y tú
identificas, a través de la ventana, los mismos fantasmas que
yo encarnados en las sombras de la noche y los abetos.
Adivina adivinanza, veo, veo, qué ves, (te respondo): el
hombre gigante con brazos de árbol, descomunales; el hada
nevada con las piernas de hojarasca, a la que persigue el
caballo alado de neblinas; el pino que te mira con sus ojos
boquiabiertos; ramas de abetos nevadas de gris, la carroza
con ruedas de luna, el bípedo corcel, los jinetes negros...
Corre, huye, ya es de noche, el cielo es un mar inmenso
donde harás nadar tus ojos, canta un fado a la noche viuda
que viene a llorar a tu ventana. Veo, veo, también lo veo,
que abriste los ojos, tramposa, —trampa inmortal que en la
imaginación se enreda—. ¿Y esos gnomos del sotobosque?
¿Por qué te incorporas en la cama? Cierra la ventana, te lo
ruego, estamos en el Pirineo y bajo cero. También los ojos,
gallina ciega, no temas, sólo es la tormenta que se maquilla
de resplandores, azules, claro está, por aquello de las pecas:
tus átomos de guerra, disimula, evoca, seis, cinco, la
entornada puerta, Van en el dintel, y ese haz de luz que
ilumina tu nuca despeinada y medio paisaje de Turner
asomando oblicuo desde el espejo, qué instantánea, ¿te das
cuenta?, Gioconda se quedó dormida escuchando las
historias de la radio, cómo te gusta que te narren leyendas
antes de abocarte al sueño, pero qué vigilia atroz narrarse
uno desde el insomnio, ¿acaso puede alguien sostener el
propio ancla? Qué más da, otros lo narrarán, pues el epílogo
siempre se desvincula del autor, la desaparición es el
cómplice oculto del crimen de la vida, ¿no?, quién sabe, tal
vez Horatio, quizás tú, adivinaréis cuándo se acerca el
momento. Y no te sumas en el sueño profundo, despierta,

201
mantente en vela, evoca aquella noche del desvelo el día de
la gran nevada, parto, continúo, faltan ya muy pocos metros.

Rubén

202
Cuando le da instrucciones se diría que la reprende
como a una niña desobediente y le dice aquello de «apaga la
radio o no terminaré de peinarte. Y no seas pesada, la laca al
final. ¿Se puede saber en qué piensas? ¿Y el espejo? ¿Qué
has hecho? ¿Qué es todo este estropicio?

«—...”Escucha.” “¿Me sigues?” Te escucho. Sí. Vale.


Bien. Continúa. Qué pesadica eres, guapa, y si quieres, pues
vamos, a qué esperas, ya, ya, aún no es la hora del paseo, el
paseo... ahora me dirás que no es martes... sí, mamaíta
castradora, te paso las pinzas… a saber qué peinas, caspa y
canas, porque otra cosa... qué cejas más pobladas tienes, loba
más que loba, lobita, ¿martes?, ¿medianoche?, tú sabrás, si
aquí nadie sabe nada, excepto los jefes, y menos mal que él
no es uno de ellos, él es sólo un camaleoncillo, mi pequeño
camaleón, gris y asustadizo, igual que el conejillo de Durero,
pobre... Siempre con el disfraz de autosuficiencia, pero nada
más lejos de la realidad, pura coraza de defensa y fragilidad

203
escondida. Déjalo que escriba, él siempre me escribía las
cartas más sublimes. ¿Lo haces al dictado? Siempre necesitó
tener las cosas lejos para atraparlas, y escribiendo vive, al
menos mientras le aguante la memoria. De otro modo,
¿cómo iba a hacerlo? Seguro que, al atardecer, siempre
merodea junto a la roca y el abeto. Aquella cajita decorada
con flores japonesas de cerezos en flor. Simbología macabra.
Menudo gafe nos echamos sobre... ¿Te agradaría
encontrarme? Pues no estoy lejos, nunca lo estuve. No te
enteras, cariño. ¿Olvidaste lo cerca que está del casino el
Grand Hotel? Pásame el cartón... el doce, el quince, y al
dieciocho, frótalo, eso trae buena suerte, mierda, mierda, lo
vamos a cantar, vamos, vamos, vamos...
»Menudo aire de ensoñación, bobita, si es que se te
nota a la legua, Jesús qué cosas, no hay más que verte, ufana
estás, ni sabes dónde te has metido, pero por mí como si no
lo explicas, es evidente, que si los olores, que si los paseos,
incluso disfrutas de los silencios suyos cuando calla, y qué
me dices de tanto coito literario, eso sí que no lo aguanto,
tontería ésa la de enhebrarse entre líneas, qué bonito, claro,
intertextualizar, cosas de la literatura… o de las colchas
arrugadas, digo yo, los sueños retorcidos al amanecer, ja, ja,
y las piernas y los cabellos enredados. ¿También te pones
como yo entonces “Carolina Herrera” para seducir, o te
traes pócimas y licras más rentables desde Ohio? Sin
embargo, adoro tus guiones radiofónicos y esa voz tan
cristalina como el agua, la verdad es que eres un encanto,
pero a mí no me engañas.
»Yo también podría escribir, pero ya me conoces,
servidora vive, no escribe, y esto es mejor que escribir,
chispa, chispa es lo que tengo y tuve, y un escritor en mi
vida, que entonces era yo la atractiva, ah, y dos jovencitos

204
también cuando ya fui mujer madura, uno en Cadaqués, el
otro en Marsella, que en ese tiempo eso estaba de buen ver,
y de moda tales aventurillas, no al revés, y como se me
ponga por montera, que se ande con cuidado el francesito
de la barra, el mec se pone como un flan cuando lo miro, lo
miro porque se parece a Jandro, a Jandro siempre le olieron
las axilas, es tan macho... y cuando venga a verme me traerá
empanadillas integrales y un montón de cremas
revitalizantes, para eso dirige unos laboratorios en
Barcelona. Mi Jandrito, sí, que me va a llevar a casa un día de
éstos, ¿no lo sabías?, ¿cómo iba a vivir él sin su mamaíta
soltera y castradora?
»Rum-rum, roe-roe, gusanito transparente, esta
cabecita mía que no para. Tú sigue peinándome; yo mudita.
Sí, sí, déjale escribir. Menudo lío, querida. Ahora bien,
divertido, extremadamente divertido. Ni te imaginas lo que
es la pasión por el juego. Él sí, como que se lo conté yo; lo
aprendió de mí, entonces, de la que no se separaba ni un
instante, recalco.
»Rol, querida, rol es la palabra. Rol-rol. Caracol-rol-rol.
Atención, no te despistes, que estás más sensible que en esos
días que tú y yo sabemos. Una escritora como tú, antaño
niña prodigio, hoy un prodigio de locutora, pero suspiras a
menudo, sonríes continuamente, estás más delgada, tienes la
mirada ausente y entornas esos ojazos negros de una
manera... Tú verás. Si ni nosotras mismas nos entendemos.
Tanto trastorno neurovegetativo debe ser la causa. Y tú,
¿sabes lo que quieres? Ponga un escritor en su vida. Claro, es
fácil deducir ese afán renovado por los momentos pequeños
y las cosas intrascendentes, ja, ja, y también los grandes, qué
caray, si nunca nos funcionó aquello del contigo pan y
cebolla, ahí somos las engañadoras engañadas, aunque te

205
debe llenar de orgullo redactar sus memorias en esa carrera
contrarreloj contra el alzhéimer, en fin, déjalo así, no va mal
enmascararse durante generaciones con esas armas de mujer
que inventamos desde nuestra propia fragilidad
contradictoria, ¿no crees? Bien pensado, a lo mejor lo que
necesitas es un buen polvo, quizás así te justifiques de que
con los tuyos la cosa no funcione ¿o sí funciona?
»Aventúrate, arriesgue y ponga una aventura en su
vida, juega, juega, ah, bolita caprichosa y traicionera,
cabalístico azar, atención a la numerología, recuérdalo bien,
chispa, chispa... tuve y tengo, tra-la-lá, juega, juega al quince,
quién sabe, a lo mejor la bolita se te cuela en el agujerito del
deseo... rojo, par y pasa... Y mientras, tú a lo tuyo, ea, te
paso las tenacillas, plasta.
»El juego sí que produce una excitación inenarrable,
no lo olvides, o sea, difícil de narrar. Quienes sabemos de
esto colocamos en un lugar preferente el juego, después el
sexo. No tienes ni idea del frenesí que entraña tan curiosa
cábala, acertar, atrapar números, manejar hilos, tus números,
marionetas del azar, aquellos que deseas con el cerebro…
entonces huelga toda literatura, sencillamente te abstraes, se
vacía tu mente, y se llena de números, números, cifras,
posibilidades, rojo, par y pasa, qué gracia, otra vez el rojo, y
el doce, y el quince, al dieciocho, vamos, vamos, brinca
bolita, rien ne va plus, ¿no juegas? Te interesa más ordenar
este desorden —según él, algo muy importante para obtener
logros insospechados—, y el dichoso moño... Pareces una
gheisa, sí, sí, como no sea por estos ojillos que siempre tuve
achinados, menuda facha, y el bastón, con el bastón
estampo el día menos pensado el potingue de las sales
contra el espejo, me estoy poniendo nerviosa, pero que muy
nerviosa.

206
»Rum-Rum, dice la cabecita pensadora, rum-rum, rol-
rol, si tú supieras... Habla, habla. Claro que lo del
cuentacuentos me tiene fascinada. Y las charlas, las epístolas,
los guiones, pon, pon la radio, pero, ¿quién nos narra? El
único que intuye algo es el Lozano ése, Lozano-gusano,
menudo imago y no del todo transparente, ¿o crees que la
coyuntura de todos estos patéticos extras en el rodaje del
film puede ser casual? A lo mejor el juego es al revés, cariño.
¿No se te había ocurrido pensarlo? Podría ser el actor
secundario el protagonista, y entonces no se trataría del
juego de la gallina ciega, sino del cazador cazado. Trampa,
trampa inmortal que en la imaginación se enreda... ¿O son
jazmines?
»Ni mucho menos, camaleoncillo mío, le diría a él. Es
la flor del desierto. Ahora que todo se ha secado, menos ella.
Sólo que el desierto es blanco, un desierto nevado, más que
probable, si estaba escrito. Te lo dije aquella tarde paseando
junto al Sena; el amor verdadero culmina con la muerte,
¿crees en él? Sintoniza mejor. Tus ojos se teñían de sudor y
arena para seducirme —escribía—; una sonrisa pícara
insinuaba en el retrato de tu cara promesas sensuales. Mírate
en el oasis, qué descabello, pensarán los galenos, pero no, si
basta con tocar la superficie del agua con un dedo para
disolver el espejismo del rostro mudo y apopléjico que se
resiste a naufragar en el olvido y huye ante el coma
perversamente inducido, tras esa cercana sedación infame y
terminal.
»Todo comenzó con la supresión de algunas letras,
duendes, a eso se le llama duendes de la escritura, los huecos
fantasmales y los que forjan las paradojas. Toda mujer
alberga un duende, ¿no lo sabías? El hueco nunca penetrado,
machito, ahí es donde no llegáis nunca y os extraviáis

207
desorientados ignorando la metáfora. Os pierde el instinto
baldío y la razón. Lo intuías, sólo eso. Después vino el
miedo al agujero negro, mejor dormir a pierna suelta, bajar la
guardia, una noche, dos o veinte años, qué más da; pavor del
insomnio, ditirambo diurno, y punto. Versos de café en Le
Velodrome, el bar de nuestro primer encuentro y también el
de tantas reconciliaciones. Cuántas horas desperdiciadas.
Qué lástima de esos desvelos no empleados, excepto para
mirar con recelo a los teléfonos mudos, y esas idas y venidas
compulsivas hacia la ventana, igual que leones enjaulados,
¿para qué?, desconociendo que siempre hay alguien que
ejecuta el mismo gesto en otro lado del mundo, abajo, en la
calle, ¿la que queda a tus espaldas?, ¿a qué esperas?, otro
instante, sí, ¿también a punto de estallar?
»Así es la vida, Sherezade. A ver si ahora eres capaz de
sintonizarme tú. Aparentemente desordenada, imperfecta,
sorprendente y casual. Pero no olvides que con las
matemáticas puedes trazar el orden deseado, invertir
términos, bisear personajes, trazar coordenadas, localizar
galaxias, montar y desmontar conjuntos y situaciones, hacer,
en definitiva, que quienes se creen protagonistas obedezcan,
sin saberlo, al designio oculto de una fórmula preconcebida.
Cómo si no llega a ser por esta falsa farsa de minusvalía iba a
desarrollar él tanta ternura. Habría salido corriendo a la
primera chispa.
»Y permíteme la petulancia de este gesto irónico que
te tiene confundida mientras me observas, confusa, a través
del espejo que nos une y nos separa. Seguro que desconfías
de mí (“vieja muda y jodía”, pensarás), pero yo soy más
larga, ni con un sacacorchos me sonsacarás una puta palabra,
mí ser number one, y me consta que te pregunta a diario por
mí, ¿verdad?, lo sé, incuestionable. Atracción fatal se llama

208
eso; complicidad delictiva, hasta la muerte, y no por
hipnotismo. Sorbido el seso tiene y tuvo, que es muy
diferente, bromas pesadas de una atracción planetaria, y tal
cosa, amiga mía, es irresistible, química, nuclear por lo
menos, sino fatal, gajes de la magia. No te creas que he
perdido el norte, veo, veo, ¿sabes donde estamos? Ay,
Andreílla, una brújula es lo que tú necesitas, anda, pregúntale
a ella, oriéntate, esas agujas inconstantes siempre apuntan al
mismo lado.
»Matamala está en el norte, a 2.500m se congela el
agua del lago de Les Bouillouses en invierno, qué frío...
caliente-caliente, un café negro... veo, veo, qué ves,
concéntrate, Rubén, le decía yo entonces, en esta ocasión
será menos complicado, acarícialo, te informará el tacto, tú
dirás, respondía él, le contestaba yo y en la sobremesa nos
enredábamos en el reto de aquel, antaño, disloque verbal
con el juego de palabras contemplando el paisaje blanco de
la nieve y el lago helado: “humobruma, nieblatú, sigoyo, tú
dirás, postresí: bayas del bosque, adivina adivinanza,
ajenjoluz, dulcetú, frío-frío, un frío que sorprende, alega,
insisto, sigue, no te pares, humedad tal vez, vértigo, ajedrez,
jazmín, ¿imán?, literatura, amor.” Pero también terapia, te
informo hoy. [¿No te suena?, digo yo ahora.]

»Andas muy despistada Sherezade, cariño. Adivina-


navidia, de quién son estos ojos-sojo míos de permanente
vigilia. Pues los indiscretos escrutables y escrutados; halos-
holas, uno al otro-roto, pulso-lupos ciegos en la penumbra de
una habitación cualquiera. Así se esculpían nuestros cuerpos,
y se tocan-canto —disléxicos añado—, intercambian
dorremis en solfeo de sudores, qué lástima de dolos-lodos,
tantos sedimentos caducos, ceros-roces narradores, duendes

209
capicúas, cavidades, velloslabios, bocas-bacos, ebrios de tus
húmedos rincones... Qué diver ¿no? ¿Más orujo, Valeria?

»Ahora bien, algo se nos escapaba. También hoy se


nos puede ir de las manos, claro está. Rozábamos, rozamos
en estos momentos el límite, él lo ha dicho, y confío en que
Horatio, como conductor, rol-rol, de este descabellado
juego de… —entérate de una vez— lo habrá garantizado.
»Mi querido Horatio. Él también ama la literatura y el
juego, en especial el del rol. Siempre le perdió esa
ambigüedad sexual de arrebatada obsesión por la estética.
Con lo cariñoso que es no te extrañará que al final
abandonara sus clases de Filología francesa en la Sorbona,
amén de los talleres de escritura y se hiciera enfermero. Pero
a él le gustan los hombres de pelo en pecho, machos y bien
machos, como Rubén, nada de pluma, qué horror. Y escribe
muy bien, si algo le horroriza es no ser original, de ahí que
deteste el plagio. Se interesa por sus escritos, él adora a
Rubén, faltaría más, pero no es con ánimo de seducirle ni de
copiarle manuscrito alguno. Relájate. Él sabrá qué hacer
llegado el momento.
»Mi pobre Horatio, otro ludópata, otro escritor sin
premio, un loco, otro viajero sin viaje. Ahora bien, no hay
juego sin riesgo. Ni riesgo sin engaño. Y yo no debo
recordar por más que tú te empeñes en ello con tus
jueguecitos del espejo. Eso no estaba en el guión (ni en la
terapia). Tira ya la toalla, mujer. Ya hiciste bastante. El
guión, como el juego del espejo, ha de ser honesto, y poco o
nada te inquietará el rum-rum de este monólogo interior
mío que ahora detectas en estos labios míos sellados…
ladinatú, tan dulce y siempreviva, salicornia dunar, ¿te gusta?

210
(la metáfora es mía), qué lista eres, puñetera. Espero que no
me delates. Prométemelo. Disimula. Te sigo. Toma el peine.
Continúa.»

211
212
Cuando ella obedece el mandato mudo que no llega a
sus oídos, es cuando la cuidadora le grita: ¿Y el espejo? ¿Se
puede saber qué ha ocurrido con el espejo? Entonces deja
caer los brazos. Se mantiene en pie pero siente que se
desploma. ¿Lo rompiste o se rompió? Ahora sí que está
todo vidriado. Sus ojos también. Se muerde los labios. Me
los muerdo para no gritar. Va a romper a llorar de un
momento a otro. ¿Por qué no explotas tú también? Hablo
en serio, señora. Yo estoy a punto de hacerlo.
Su duda es triple: el grito, el llanto, el espejo múltiple.
La pintura de uñas desparramada, los cristales rotos, el
silencio absurdo en lugar del grito. Y la sombra licuada de
Munch en el espejo, que en esta ocasión desplaza a Turner
hecho añicos en el reflejo de aristas puntiagudas, también en
la mirada. La suya, altiva y firme, no así la tuya, por lo cual
desconoces por qué la anciana baja la cabeza y disimula con
esos ojos congelados en diagonal ante el espejo.

213
«—Al menos grita, articula una palabra, di algo, me
estoy poniendo muy nerviosa, sí, te van a regañar, ¿quieres
que lo haga yo? Veo, veo, qué leche ves, dama de hielo,
artemisa de cartón, vieja muda empecinada, como no sea la
nariz rota, tres arrugas ahora descompuestas, menudo lifting
grotesco, y extraño remedo picasiano. La maraña es de
cristales diminutos. Mira, mira lo que has hecho... te cortaste
un dedo, sangra, sangra, repite conmigo: se impone algo de
alcohol...
»Yo no los pienso recoger, sólo faltaría que yo
también me cortara, así que sangra tú, que a mí este mes aún
me toca hacerlo por otro lado... Ay, no sé ni lo que digo,
estoy demasiado sensible, disculpa, admite que no me
merezco este trato. Vale, perdón, me callo, lo olvidamos,
recogeré todo con cuidado, y acércame una de esas bolsas,
¿azules?, ¿otra vez?, qué valor, te lo advertí, ni se te ocurra,
¿se puede saber qué hacen aquí? El cabello lo secamos en la
terraza, y las dichosas bolsitas, más todo este estropicio, a la
basura que es su sitio. ¿Me sigues?
»¡Ah! no, eso sí que no. Primero terminaremos el
dichoso peinado. No, la radio tampoco, a medianoche.
Además no es martes. Y a este paso llegaremos tarde a la
glorieta para la entrega de los premios a los mejores relatos
del verano. Respira hondo. (Se relaja). Te hago saber que él
mandó el tuyo sin que lo supieras, y un pajarito me ha
filtrado que gustó bastante al jurado, no así a los censores.
Al parecer, les hizo mucha gracia que concurrieras con un
microcuento. Menuda ocurrencia lo de la hoja en blanco,
superaste a Monterroso, querida. Pero bueno, qué más da,
tampoco por extensos van a ser mejores los de los demás. Y
ahora vamos a intentar relajarnos. Lo necesitamos las dos.
Concentrémonos. Concéntrate.

214
»¿Ves este frasquito de perfume? Diseño puro; néctar
sin límites, ambrosía de primera. Todo un filtro de amor en
recipiente tan pequeño. Está comprado en Ohio. No irás a
pensar que los mejores perfumes vienen de París... como los
niños. Huélelo, aspira, recuerda aquella clase de taller
referente al texto de Italo Calvino en que pedíais escribir
sobre el olfato.
»Todo lo que no alcanza la vista desgastada.
Embriágate con el olor, se trata de una curiosa fragancia, en
modo alguno agresiva. No podrás escuchar palabra alguna.
Ya no son necesarias. Así, con los ojos cerrados. Aparta la
mano, ni siquiera lo toques, aspira. Olvídate, déjate ir;
permite que el aroma entre y complete su recorrido. Se trata
de un proceso sencillo, igual que no beber y mojarse el
borde de los labios. Te lo acerco. Dos centímetros. Un
milímetro ahora. Ni te muevas. Llegamos al límite. Ya debes
percibirlo, te acecha, se halla en la diana de tu olfato,
aguardando el hito en que enredarse. No te muevas, insisto,
y deja que tu cerebro lo expanda sigilosamente. Estoy segura
de que ya te invade; te delata el vello erizado y esa sonrisa
gratificante que descompone el maquillaje. ¿Lo ves? Te pillé.
Huelo-huelo, ¿qué ves, Veo Veo? ¿Lo ves con los ojos
cerrados?
»—¿Almendras amargas? Bueno, tal vez, podría ser... Al
principio resulta ladino y engañoso...
—¿Frescor del heno puntiagudo?
—¿Se mitiga la sensación inicial?
—¿Se complica?, vale.
—¿Te desagrada?
—¿Sabe a azahar, se apaga, desaparece... vuelve...?
—¿Mirra y sándalo?

215
—¿Se diría que es humo...? ¿Incienso? De acuerdo,
jodida dama.
—¿Sensación especial?
—¿Placidez? Vale.
—¿Visión?
—Me lo temía. Lo leo en tus ojos: una villa en la campiña,
también la chimenea encendida y ese fuego.
—El olor...
—¿Caracoles, tal vez?
—Ajjaa... Humo, sólo humo.
—No me mientas. Has vuelto a sonreír.
—Estás a punto de recordar... Háblame, mudita.
—Ya, ya sé que quieres más.
—Un milímetro
—¿Retorna?
—¿Se repite?
—¿Detectas otro matiz?
—¿Diferente?
—¿Que el heno ahora es más ácido y se mezcla con
estiércol? Encaminada vas.
—¿Desagradable?
—En absoluto. Hueles a campo, humedad y firmamento. A
escarcha, frescor y estrellas. De nuevo el azahar, también
más ácido, pero no punzante... Eso es. Más bien afilado, que
no hiriente. Y ahora... ten cuidado, ¿que no lo escriba?
—¿El qué?
—¿Qué ocurre?
—Otra vez el olor... Ahí está. Claro. Siempre estuvo ahí.
Llegamos al límite. Metro... Va en aumento, te lo dije, lo
sabías, siempre estuvo ahí, repito.
—Descríbelo.
—Escríbelo.»

216
217
Taller de escritura

«La palabra ejercida antaño para dar fe de cosas como


el misterio y el sueño imaginado. Palabra sin corregir para
que la recompongas a tu gusto y albedrío, te la lleves al
sueño y exhumes de ella su porqué, tejiéndola a la carta. Y
reescribirla luego según los dictados de tu sueño...»
Sherezade

(sintonía)

218
219
Querida Valeria:

Quién lo iba a decir. Qué coincidencia. Espero que


comprendas que hace tiempo que no escribo, tampoco fue
lo mío nunca. Pero ahora al verte... Qué casualidad y qué
chuli. Qué disparate, si parece que pasaron más de mil años
como dice la canción. Te podría contar que él no me pide
que le eche las cartas, ni desea que le lea las manos, dice, ya
sabes, que si patrañas absurdas, y a mí me apena tanto verle
así con ese porte... sí, de tanta distinción que aún conserva...
que hasta me recuerda a Jan, pero más crápula éste, que a él
se le ve aún esa clase de buen chico que siempre fue, y
rechaza que le vaticine nada, pensará que a sus años... pues
anda que a los míos y después de la rotura de cadera, la
cadera me la rompieron los años y cuatro hijos que
mantuvieron eso sí cuatro señores como Dios manda y
ahora pago tal vez la falta de calcio, algún maleficio o el
karma de los naufragios. Que yo no fui capitán de yate como
Jan. Qué chiquillo, por Dios, el muy guaperas, señorito
catalán, hijo de papá, seductor y vago, golfo y marinero,
pero de travesías siempre aseguradas y alcoholes a la deriva

220
aunque, eso sí, (ay, ¿no lo dije antes?) todo un señor y
forrado que también se reía de mis cartas, me refiero a las
que echo que yo no las escribo y perdona lo de los puntos y
las comas porque a mí eso... (salvo en estos juegos literarios
que organizamos para entretenernos aquí en el balneario).
Si la única que se quedó helada fuiste tú pelirrojilla
menuda... claro que te acerté todo, hija mía, y a él no
digamos (acuérdate: vital y expansivo, de ánimo cambiante,
primero escribe la inicial de su nombre, después rubrica,
descansa las minúsculas en la raya, necesita planificar,
organizarse, pero eso también indicaba que necesitaba
sentirse apoyado y... era presa fácil, ¿no?), por cierto, ¿sigues
tachando tu nombre al firmar?, insatisfecha y criticona,
ayyayai, si me hubieras hecho caso chiquilla, yo lo sabía,
siempre lo supe como ahora sé que es él a pesar de que dice
no reconocerme y seguro que piensa que esto de la
grafología y el tarot es un rollo esotérico y barato.
Cómo ha cambiado la película... Aún recuerdo los
fines de semana en la villa de Prades, yo bailando y
meneando la cintura hasta el alba y aquel olor a heno y a
jacintos que tanto te entusiasmaba, y no este «Chanel
número 5» que utilizo al por mayor, sí querida sí, a mis años
aún me embadurno por completo de perfumes caros y
franceses, pero ahora es todo menos escandaloso. Imagínate
que me he convertido en ancianita respetable, medio
andaluza, medio francesa, procuro que no se huela la vejez, y
me arreglo por las tardes por si alguien me acompañara en el
paseo. Menudo viaje el del andador vacilante, vaya
panorama, menudo... ¿lo he dicho ya? ay, no sé lo que me
digo, por cierto, me gustaría saber de ti, de por dónde andas
y si aún andas ¿Te acuerdas de los caracoles? Ayer me
compré una bata azul con florecitas...
Marie

221
222
Don Rubén:

Pero, si lo último que se pierde es la esperanza. Mi


virgencita de la Esperanza... Y además vivir son dos días.
Ahora sí... uy, qué repelús de frío, Señor. Que la Virgen me
estire los días siquiera una miajita y misión cumplida. Mira
que es raro el jodío, tan raro como guapo, pero, querido
mío, ¡gitano de Marsella!, ¿yo?, qué valor, como que estos
gabachos le iban a preparar a usted los drys como los hago
yo, y no digamos los tournedos. ¿L’Hermitage? Hace ya un
montón de años que no existe. Se murió Romeo, pobre, se
murió mi madre, que el Señor los tenga en su santa gloria, ya
no volví más a París, ¿para qué? Se murió Frederick, el
cónsul, con los años desaparecieron los clientes habituales y
también murió usted cuando dejó de venir por el café,
porque —como decía el poeta aquel, paisano suyo, ¿cómo se
llamaba?, ¿verdad que era un tal Fredy Gómez?—, «sabiendo
que su amor se fue de máscaras...», lo que nunca supe es si
después usted «...debió de prevenir a los cipreses y se ducharía,
usted, —como decía el poeta— de estrellas resignado.»

223
Sucedió cuando Valeria lo dejó. Qué mal le sentó.
Anda que no tenía yo ganas de cerrar y mandar a tomar
viento a los señoritos y la clientela. ¿Se acuerda usted, don
Rubén, de la noche del doctor Galán y la portuguesa? (Las
niñas mal de las familias bien, que decía él). Y no se ría que a
usted tambien Madame Corinne se lo quiso llevar al huerto
un día. Vaya nochecita, ¿verdad que llevaba ligueros y le
pidió dinero? Pero la que a usted le ponía —no me lo
negará— era la francesa, la doctora Pétain, menuda
mariscala ¿eh?, qué cuerpazo y qué clase.
En los ultimos años, la gente ya no nos tomaba muy
en serio a Romeo y un servidor. Nos estábamos quedando
fuera de onda ante la modernidad de los tiempos. Y yo
estaba loco por irme, dejarlo todo y montar otra cosa en el
Midi o regresarme a mi Sevilla natal. Pero a Romeo no había
quien lo sacara de allí, que para él el bistrot era toda su vida.
Cuando salió fue con los pies por delante, qué pena y qué
desastre, pobre, usted sabe que yo lo quería, putain, después
de media vida con él de socio, si sólo me faltaba ya sonarle
los mocos o cortarle las uñas de los pies. Abrías por la
mañana, y comenzaba el rito. Romeo se apalancaba con el
café y «Le Figaro», y hala, yo al marché a empujar el carrito,
hacer la compra, a buscar la lotería, que si el faux filet, el eau
de vie, que si las baguettes, que si las flores cada día, ¿se acuerda
usted del búcaro, siempre cuajado de gladiolos? Ay, los
gladiolos, los gladiolos eran el símbolo de su musa... y de su
perdición. Y mira que hacían buena pareja y se llevaban
bien, ¿por qué don Rubén?, ¿qué les pasó?
Frederick, el cónsul, se llevaba mejor con Romeo,
conmigo no hacía buenas migas, acuérdese del día aquel en
que me dijo que en lugar de operarme del pólipo lo mejor
era que me cortaran el cuello, casi lo saco en volandas y lo

224
estampo contra los espejos. Pero también lo queríamos,
como a todos ustedes. Murió con 54 años, pobre. Usted, sin
embargo, para charlar prefería siempre mi compañía. Menos
cuando se le iba el oremus con el ron, que solíamos tener
algún que otro encontronazo. Romeo hablaba bien poco, y
es que sin faltar a su memoria, que Dios me perdone, el
pobre era más oscuro que una noche truenos. Siempre le
preparaba algo de comer para que no se emborrachara. No
me negará que aunque las cuentas de la barra eran caras, nos
cuidábamos de la peña. Al final vivíamos con ustedes casi
sus propias vidas y tantas reuniones de artistas y gente
variopinta.
Los gintonics de Balboa, los negocios continuos de
aquellos cónsules, las noches interminables, y los insufribles
monólogos de Ramón, el biólogo que trabajara con
Cousteau; las llamadas al teléfono de algunas esposas, las
amantes, los flirteos de las chicas, también los celos,
inevitables lances; el doctor y sus mantenidas, los devaneos
de Jan con Sunsi, la letrada, sin olvidar los avatares de su
linda buerguesita, siempre con la literatura, los cambios de
piel y sus noches en los bingos, anda que no le enganchaba
el cartón a la jodía... La mezcla era pintoresca. Algunos
pasaban más horas allí que en sus propias casas. Allí se bebía
tanto como se charlaba, reír of course, se desahogaron,
hicieron terapia, pintaban unos, escribían otros, siempre
nuevos encuentros, llorar ni le cuento, y, desde luego, pagar
sí que pagaron, que de eso ya me encargaba yo como buen
truhán. Pero estaba harto y como decía Charles más solo
que un mochuelo. Bien que me desquité. ¿Sabe que al morir
Romeo me fui con una corista del Music Hall a Buenos
Aires? Duró poco. Y vuelta a empezar. Pero ya no está uno
para muchos trotes.

225
Y ahora que podríamos compartir esta calma del
balneario, don Rubén, ¿usted no puede verme?, seguro que
sí me reconoce, sí; no nos engañemos, si no hay más que
verle cómo se zampa los orujos que le sirvo, eso sí, cuando
no lo ve la escritora, que, por cierto, bien maja que es, y
anda que no lo adora, si usted pudiera verla, como que la
tiene embobada, no hay más que fijarse en cómo se lo mira,
pero que de niña prodigio nada, que esa ya pasó de la
cincuentena, ¿no? Ay, si la virgen hiciera un último milagro.
¿De verdad que no se acuerda de mí, poeta? ¿Un autre eau de
vie, don Rubén? Ay, pobre...
Para la escuela-taller de don Rubén.
Firmado, Artur, el Marsellés

226
Te recuerdo Amanda:
(penúltima)

«Son cinco minutos. La vida es eterna en cinco minutos... y


tú caminando lo iluminas todo...» Valeria amada, amanda mía,
gerundiva y siempre infuturible. Has de saber que tendremos
luz para escapar. No te preocupes. Te digo esto cuando
busco en mis paseos alguna cigarra que analizar y sólo
encuentro restos, huellas que decoran e iluminan, por fin, la
otra piel de los abetos, ahora reverdecidos.
Tú también habrías escapado. Matilde y yo lo hicimos
en su día. Hoy estamos a punto de hacerlo nosotros. Sí, tú
también. Ellos creen que no lo lograré, y por eso me vigilan
a diario. Como sin duda intervinieron el correo. Dudo que el
tuyo haya escapado a la censura.
No obstante, lo conseguiremos. No hay vuelta atrás.
Resultará muy fácil. No te detengas. ¿Oyes las golondrinas?

227
Se preparan para emigrar antes que empiecen los
bombardeos. Están nerviosas. El griterío colectivo las
congrega y será fácil unirse a ellas.
Demasiado tiempo. Largo. Muy largo. Mucho paño
caliente, y si me apuran, a punto estuve de caer en la
tentación de decir que al carajo con la ternura, tanta carencia
suya casi logra fabricar diablos, tanta silueta de azufre
perfilada, pero aquí me tenéis, al fin. Oh, sublime
advenimiento, me voilá, eucaristiado, fagocitado y comestible.
He ahí: pan abarcatodo, inefable ajedrez, últimos pasos para
baile, pas, pasa, pan, uno, dos y tres, me vuelvo del revés, ¿te
atrevés?, menuda sinfosadía, menudo tango lunfardo. Yo
tampoco me atrevía, ¡dioooos!, todo cuanto se ve desde la
cumbre del Canigou —tómese como una ofrenda— es el
desastre mío, tuyo y suyo, nuestro y vuestro, por obra y
gracia de tan torpe escritura vaya usted a saber, y créame
creador, productor de tantos cortometrajes asociados, todo
a cambio de un solo ictus de codicia, una vez más, tentado
está, señor todopoderoso, a nosotros no nos sirve, fortuna
toda para usted, en los siglos de los siglos.
Y en este instante, todos deberíamos ponernos de
rodillas en el templete de la música, tú también, inquisidor
Lozano, junto a esta impenitente legión de infelices,
universo silencioso en continuo movimiento desde esa
espiral que nos acecha blanca, lechosa, plateada, de bordes
indefinidos, cuya suma de puntos configura la nebulosa
multiforme; lo mismo elipse que círculo imperfecto a punto
de deshacerse, tanto si se estira o se contrae con
ondulaciones sinuosas, elípticas, imperceptibles.
No es otra cosa que la galaxia de los malditos que
avanza y a la vez engulle cualquier estrella, no importa qué
resto de luz o sombra a la deriva. Configura un párpado

228
blanco niquelado que persigue a los extras del film, al que
guía una atracción irresistible, muda, más allá de todo
imperativo geográfico; inmaterial y desnuda, cálida y helada,
sólo luz a punto de fagocitarse a sí misma desde dentro.
Venid, nos dice. Soy la suma de todos los factores. Así pues,
brazos en alto, clemencia y tregua, ¿Mas, por qué no cinco
minutos más?
Manos juntas, actitud piadosa, ojos al cielo, el corazón
levantado, ¡ar!, gritad, decid conmigo: ¡lo tenemos
reventado¡ Llorad malditos, se os bendice, al fin os salísteis
con la mía. Ni la bondad os naufraga, ni el cieno, ni tanta
avaricia rompedora, no era hora, supongo, de abatir
deleznables guerreros a puesto fijo en esos quirófanos
blanqueados. Pues bien, llegó el momento, se rebeló la
individual masa: encefálica cuestión, señores del diagnóstico
y la guerra; cancerberos de la norma, la medicación, el veto,
la eutanasia y la asfixia… aún respiro, respiramos, latimos,
mas no por mucho tiempo, lástima de pastillas
azulnaranjeadas, lástima de oxígeno irrespirable.
Salimos, al fin. Hoy toca el ejercicio de poesía visual.
Al menos, una luz nos orienta en el intestino del gusano
transparente, un brillo a la luz de velas seminales, o si no
¿por qué creéis que gotean estos sueños encendidos y
caminan en grupo todos por el vientre del gusano
acristalado? Porque salimos. Exitamos, nunca mejor dicho,
qué frío, dios, sin admiración ahora, chist... silencio de
secretos velados, desfila el ácrata responso. Metro cero,
finalmente... denso vaho nocturno, luz, vapor y humo.
[¿Otro orujito, don Rubén?]

229
Bueno, son cosas del túnel, el orujo y el desvarío,
amor, sí, al fin, pero no en el fin. Es tan irreversible ese
pasillo —seguro que labor de arquitecto insigne—, que lo
sueño meta programada, me dicen alerta estos ojos de la
frontal imaginación con que te miro. Curiosa dirección del
cerebelo, no te apartes de mí, sígueme, ¿me sigues? Somos
ya una sombra respectiva.
¿Contemplaste las aguas esta mañana? Estaban más
coloreadas que otros días. Habrás sonreído en el momento
justo de la inmersión. ¿Lo percibiste? Lenta, densa,
ingrávida... Sin embargo, tu sonrisa sigue congelada y
ausente. Ni el mito de Orfeo clarifica el agua en tu memoria.
¿Qué han hecho contigo? Al final, todo recuerdo de vida
pasada te sume en otro sueño muy distinto.
Aún así, resultará fácil, y comprobarás que no es nada
complicado. Escucha con atención. Imítame y, sobre todo,
resiste, controla los nervios. Acuérdate de Ligia Klark. Sólo
debes cerrar los ojos y eliminar el miedo. Deja que exploten
los silencios de aquel cuento tuyo que, ignoro, si llegaste a
escribir. Siempre utilizaste mejor que yo los sentidos.
Respira hondo. No temas. Retén en tu memoria los pasos
que das en el pasillo. Uno, dos... Te detienes. Estás junto al
umbral de la gran balconada que da al jardín, el del lado este.
No, no hay ningún obstáculo. Lo que presientes es la luz de
media tarde que es más horizontal. ¿Ves qué fácil? Ahora esa
cálida sensación te envuelve. Un paso más, ya estás junto a la
cristalera ¿Por qué miras al suelo? No, no abras los ojos,
para qué, alarga una mano y no te sobresaltes, es el cristal
que te hace percibir el frío. Abres el balcón, por fin, y dejas
que te inunde el paisaje. Igual que en el cuadro de Turner.
Recréate como cuando jugabas de niña a identificar,
sin abrir los ojos, aquel sinfín de puntos luminosos de

230
luciérnagas pardas agitándose en la ceguera provocada
pasajeramente. Juega, sí, como hacía yo con el barandal, la
cuerda, la escalera... Tú, con el paisaje, la oscuridad luminosa
y el matiz de las sombras. Domina el vértigo. Pronto
vendrán las ardillas. ¿Ves qué fácil?
Al final de los pabellones están las escaleras, no hay
que alarmarse, también una rampa a la derecha, por donde
puedo empujar con suavidad la silla y deslizarte. Frente a la
gran puerta acristalada que da a la frondosa oquedad del
verdor. Después, continuaremos por el sendero, será un
paseo agradable al atardecer. Lo conozco de memoria, con
los ojos cerrados. Ella también. Bordearemos la orilla,
podrás coger algún jacinto. Es cuesta abajo, iré despacio,
además el terreno no es accidentado y resulta entretenido
ese ruido característico de las ruedas triturando la gravilla.
A esa hora de la tarde el sol está más bajo, abrígate
bien, todo este paisaje que te narro esconde una humedad
intensa. El último tren pasa a las 18.45h. Mientras tanto, nos
detendremos unos instantes en el lago de Ticou. Así los
despistaremos. Aspira el paisaje una vez más. ¿Me lo
narrarás como tú sabes? Espero que no te moleste que nos
acompañe. Ya habrás adivinado de quién se trata. No te
enfades. No nos molestará. Yambi es sumisa y obediente. La
pobre también anda mal de la vista, pero a esta perra aún le
aguanta el olfato y conoce el camino de memoria: duda
despejada. No, no; olvida las aguas, ya no más. Hemos
cumplido. Y bebido lo necesario en esa fuente del pasado,
que ahora será interminable. Ya no más olvido ¿te das
cuenta? Lo importante es que el tren será tan amarillo como
antaño. Lo oiremos venir cuando se acerque. No hay
peligro. Ella nos guiará hasta la estación.

231
Grábalo todo en la memoria nueva que comienza.
Verás qué fácil resulta. ¿Las cubas?, sí, eran de madera y
cobre. Y los pabellones, palacios. ¿Las columnatas?, para
recordar el mito; y tanta vegetación, para tus ojos, como
esos irisados parterres de boj que alfombraban tus paseos,
también el agua color verde esmeralda, y el destello de los
pasamanos dorados. ¿Las estatuas?, diosas griegas o
fantasmas, lo que prefieras. Los vapores, donde imaginabas
ninfas y la eterna juventud ansiada, ahora sí, gracias al agua
viva, nereida siempre asomada al agua, guión de la voz de
agua, gracias a la radio, también el lago y el casino, tus
adorados juegos, ah, picarona, ahí no te afectó el alzhéimer,
pero no más juegos, dile adiós a las termas, la guerra es
inminente y a partir de mañana todo se cubrirá de nieve.
Todo será blanco. Blanco como tu rostro blanqueado por la
tenue lluvia del polvo de arroz en las mejillas, apenas
ruborizadas.
Entonces, nosotros ya estaremos lejos. Hay que salir
de aquí. No mires atrás. ¿Ese rumor? No hagas caso, una
multitud se congrega en la Fuente del Olvido y arroja
nenúfares de papel en el estanque. Pronto se escuchará el
automotor. Toma. Aprieta con fuerza el diskete, no lo
sueltes. Bebe en él, tú que puedes, y graba toda la
recuperación de la memoria, para siempre interminable,
ocúltalo bajo la manta, ¿trajiste el microcuento? Te traeré un
poco de agua. Y no me mires asombrada. ¿No me crees? Lo
intuyo por tu silencio. Sonríe. Sigue leyendo.
Ya salimos. Te lo dije. Tam-tam, tam-tam, repiquetea,
desde la vía, el son. El ferrocarril es igual que el rum-rum de
tu monólogo sordo que al final te dejó dormida en la
penúltima estación, antes del último episodio, imagino que
soñando con un zum-zum de ballet de abejas al ritmo de un

232
Mozart simétrico y equilibrado. Tú eres la prima bailarina y
te yergues de puntillas sobre la roja y mullida moqueta
acariciando el aire con tu nariz altiva y una mano posada
suavemente en el pasamanos dorado del pasillo del tren,
mientras los demás pasajeros te espían desde sus
compartimentos, embutidos en sus aterciopelados
butacones azules, sobre los que llueve una mínima luz azul-
naranja que cae de las tulipas. Las vías escriben con sonoros
guiones los paréntesis del tam-tam repetitivo en el traqueteo
continuo que deja paso al tac-tac de las ruedas que golpean
las juntas de los raíles y tu mente, cada varios metros.
Clac-clac, clac-clac, clac-clac. ¿Y qué me dices del
vaivén del tren que te mece con los ojos entornados? Bum-
bum, bum-bum, bum-bum, tu sueño asciende ahora en un
telesilla, y en un vagón amarillo, y en un tren de vía estrecha,
y en un ascensor espacial a propulsión fabricado con
resistentes fibras de carbono, que se forjó con todas tus
ilusiones, también en un atardecer oscilante que te acuna
merced a cien soles de algún panel fotovoltaico que despide
la catenaria y atraviesan, curiosamente, las gaviotas sin
quemarse, y te envuelve en un sopor definitivo, un columpio
para regresar al futuro, como la flecha disparada por una
saeta y un silbido anónimo, sin retorno posible.
Ya vuelas etérea, eres una pluma sobre la oquedad
inmensa del circus de Gavarnie. Agárrate, pues, con fuerza,
toma mi mano (ya las narraré), se curva el espacio, espacio y
tiempo, a la de tres, ¿sientes el calor?, jugamos a saltar la
comba galáctica que nos despide en una onda irreversible a
igual velocidad que la rotación de la tierra, del este al oeste,
del sur al norte, y mientras ascendemos, disminuye la
gravedad, qué extraño... denso, ingrávido, pesado, y sin

233
embargo lento... De la tierra al cielo, Veo, veo, cuéntame
todo lo que ves. ¿Tiene color el vértigo?
No sé qué haces ahí acurrucada, mientras me sumerjo.
Otra vez esa sensación de ingravidez que secciona las
palabras. Nárrame lo que no llega hasta mis ojos. ¿Y ese
griterío? ¿Verdad que son las golondrinas? ¿Eres feliz...

Rubén

234
(Instrucciones para recorrer este pasillo)

El pasillo es amplio, longitudinal e inquietante. Cruje la


decimocuarta baldosa a contar desde el inicio. La puerta de
la habitación número cinco, entreabierta. También la del
lavabo, con esa luz olvidada que alertará desde la calle. Entra
en ella. Se detiene ante el ovalado espejo. Madera y cristal.
De puntillas se contempla en él. Percibe el frío del borde de
la palangana al apoyar los dedos en ella. Escucha durante un
buen rato el sonido que producen las últimas gotas que caen
con parsimonia en el cubo de desagüe.
Se apoya con la mano en el toallero de cristal que
representa el asidero imprescindible a la mitad del camino.
Aroma de café. Éter en el aire. Frente al espejo, el rostro de
la mujer escudriña al otro. La niebla se instala en el espejo.
Abre un ojo adormilado. Respira con cansancio. Aún no
amanece, y la luz, allá arriba, delata desde la calle cierta
sombra movible. ¿Por qué no subes? El ojo de la niña
transgrede una rendija. El mármol es frío al tacto. Las
manos lo acarician. Percibe la frialdad de la superficie en

235
unas partes y su deslizante suavidad en otras. ¿Estrías?
¿Dibujos? Leves relieves diversos con los que juegan los
dedos de niñoaprendiz de las primeras sensaciones. La
naftalina se asocia de repente con el éter. El barniz de las
sillas emana caramelos de termitas a través de múltiples
agujeros. Los visillos del mirador deciden ondear a todo
trapo, y se sacuden telarañas hasta entonces ocultas. La
humedad de la pared donde antaño se situaba la pizarra, se
expande en un grafiti irregular y descabellado. El olor es a
lana vieja, a tinta, chocolate —qué agradable—, a sudores
conocidos, a ropa recién lavada; y a fusible quemado,
también a velas, cortocircuito, a sueño desparramado; a
despensa, patio, altillo, tubería; a yeso de juegos inservibles; a
muñecas de trapo y relojes de solemnes campanadas.
La diminuta pero intensa luz aguarda al otro extremo
del pasillo, que es túnel interminable, pero finito, por
temporal y paradójico. Si al menos se pudieran sortear las
siete puertas, abiertas de par en par en ese estremecimiento
repentino, las baldosas desniveladas y traidoras facilitarían a
la niña el juego hacia la luz, saltando distraída sobre aquéllas
que no ofrecen peligro alguno. Juega con la imaginación, los
escalones, el barandal, la invisible cuerda que pende por el
hueco de escalera. La agitación de toda la estancia no se
apacigua y estalla en un descuido el cilindro de cristal en el
toallero. Los silencios estallan y se escuchan desde el banco
sin amanecer, donde el clochard desteñido por la lluvia
despide el hedor del aguardiente que bebe a pequeños
sorbos, helados, transparentes, iluminado por un halo de
luz, otra luz, la misma que en ese instante le hipnotiza
cuando guiña un ojo perezoso a las repentinas tinieblas que
instaura la aparición sorpresiva de la temible y eterna
señora...

236
La dama invisible, la que apenas habla, a la postre
descubierta, seductora e insoslayable, al fin, disfrazada de
sueños, espía de siestas intermitentes, cabezadas y caídas
imprevistas. La eterna prostituta de las esquinas frías,
siempre hambrienta de vidas y acechante, a la que ahora
alguien invitó introduciéndola en el guión contra todo
pronóstico programado.
«—¿Vienes, cariño?, dice la sombra. No sabes la que
te espera, nos divertiremos de lo lindo, hago cosas inauditas,
aviso, elige tú, podemos hacerlo rápido en el coche, en tu
casa o en la mía, conozco unos apartamentos y un recoveco
en el sendero. O en la escalera por sorpresa, ¿te apetece?
También tengo una camilla, hago un especial que se llama
“muerte súbita”, pero no te asustes, soy tan delicada que no
sentirás nada si lo prefieres, o sí, de ti depende, vamos, eres
tan guapo que hasta te lo puedo hacer gratis, tienes delante
de ti a una masajista diplomada.»
Y se derrumba la noche, se desgaja abierta como una
naranja podrida en una acera bajo una luna gris que también
recorre las esquinas de la mujer dormida, esa ciudad
tachonada de farolas, las únicas que sobreviven, abrazan y
envuelven la tentación de sucumbir al deseo, bajo cientos de
otros brillos similares rodeados de puntiagudos haces
amarillos, vangonianos reflectores esponjosos, sin contornos
definidos, que engañan y confunden al ojo y al peón solitario
que navega tanteando bancos, portales, encrucijadas,
esquinas de apetecibles y atrayentes figuras que sostienen en
una mano el bolso negro acharolado, y con la otra, el vientre
de las casas abombadas.

237
(Anotación del guión: aquí iría bien un plano de barrio
periférico, estación de cercanías abandonada, vías muertas
asaltadas por la hierba, el angosto pasillo de un callejón
perdido; la ciudad sería mujer y el callejón arteria
comprimida).
«—¿Vienes, cariño, insiste?» Y el actor se atreve ya que
la puerta está entornada, lo cual representa una clara
invitación, y es de suponer que no se lo piensa dos veces,
por cuanto entra temeroso, justo en el instante en que ella
enciende la lamparita que ilumina de rojo la pequeña pieza
desdoblada en el espejo del techo, mientras intenta alisar
apresuradamente la colcha a cuadros de la cama y ahuyenta
al gato que dormía sobre ella.
«—Acostumbro a cobrar por adelantado, hay mucho
vivo suelto por esos mundos de Dios.» Está de espaldas a él,
frente al espejo, y permanece con las manos en jarras y la
sonrisa picarona humedecida por la lengua que recorre con
descaro el labio superior, por lo que se deduce que el placer
será efímero, como la vida misma, si antes del abrazo mortal
ya se obtuvieron los réditos necesarios. El último signo de
identidad de la noche se clausura en el postigo de la ventana
al cerrarse, no hay salida, y en ese instante —¿a punto de
estallar?—, él deposita hasta el útimo billete sobre el tocador
en desorden. Después, el estertor y el grito, algo así como
un rumor sordo, acuoso y ronco, agudo, entrecortado, la
escena se descompone, la barbilla apunta al suelo, los ojos
emprenden direcciones opuestas, miran extraviados a
distintos cielos, y de nuevo esas curvas como remolinos de
agua disolviéndose en círculos concéntricos, achatados y
paradójicos, bajo otro cielo de Munch, esta vez, arrebolado y
negro que semeja un firmamento sembrado de simas

238
profundas y caballos apocalípticos que se anuncian en el
negror absurdo de la noche y el grito.

Script

239
240
Nessun dorma

Pues claro que sí, como que son las golondrinas que
empiezan a emigrar. Sé que estás ahí. Lo delata tu mutismo.
Yo, rum-rum, ya me conoces. Intuyo dónde la luz se abre.
Otro insomnio para pesadillas liofilizadas como gladiolos
secos. Algo está cambiando. ¿Será un último cambio de piel
a punto de partir?

¿Por qué no te mueves? Estréchame la mano. Estás


tan frío. Ahora sí que se escribió, por fin, el cuento. Y se
inundó el recuerdo. Si lo huelo, tonto, y no lo aprendí de
ella, ni de ti. Sencillamente lo escribí. ¿O se escribió él solo?
Estalló al fin. Te lo puedo contar. No, no, nada de heno ni
jacintos, a lo sumo, diversos perfumes de genciana. Estamos
a 1800m y aquí sólo florece la flor de la nieve en este
desierto blanco. Acércate. Acerquémonos. El uno al otro.
Dos centímetros. Uno. Un milímetro. Toma mi mano. Aún
respiras... (entrecortado ahora) no te duermas. Vence el

241
miedo. Esa guerra de silencios no nos alcanzará. Nos
llevamos los olores y nos narraremos juntos...

—...en ese fugaz olor a leña


—y a humo
—para ellos las cenizas
—para nosotros el barniz
—y la canela
—tanto olor a libro viejo
—el aroma de tu piel
—y a tu sexo
—a tu sonrisa picor-burbuja
—a barrenderos y amanecer
—a bancos y calles mojadas
—y a verano, cloro y sal
—a paprika y caracoles
—a papel y café
—a Danubio azul
—de atardecer naranja
—a endiablada escritura-torpe-veraz-atropellada
—y a verso-beso-fresco
—a ripio-rimel-miel,
—a consonancia consonante
—a Coca-Cola de resaca
—y a cabellos por la alfombra
—los tuyos rojos
—los tuyos blancos
—¿volamos?
—¿una muerte súbita?
—la última cerveza
—¿tiene usted vértigo?
—escucho el tren que se acerca.
—el atardecer es amarillo

242
—como el tren jaune
—¿le importaría, querida dama, narrarme lo que queda
a mis espaldas?

(al alimón)
Rubén/Valeria

243
Ánima mía:

Yo también uso una bata como Marie, bata azul con


florecitas. Seda, seda naranja y azul para galateas escondidas.
Me siento frente al espejo. Cada movimiento de mis caderas
obedece al rito del ballet nocturno acostumbrado. Veo, veo:
que primero bajo los ojos con pudor. Mis párpados ceden al
peso de esa carga invisible que sólo ellos perciben, cuando
caen y se descienden, porque, vencidos ante la imagen
descompuesta por los años, no se ven capaces ya de abrirse
en abanico para mirarme. Respiro hondo mi inconfundible
olor e instintivamente me repliego asustadizo del hueco
ojival de mis axilas. Gradúo la luz e instauro la penumbra
conveniente, mis párpados se atreven. Fiel al guión de la
farándula y el ambiente, maquillo delicadamente los
pómulos, la nariz, la frente, los labios, la barbilla, ocultando,
camaleónicamente, molestos signos varoniles, hasta que el
olor a cedro del Líbano y el vaho fresco de las cremas
destapadas desentumecen, poco a poco, los párpados, las
cejas, y se torna la mirada más completa. La peluca pelirroja

244
aguarda su minuto de gloria adornando la blanca y
transparente cabeza de cristal sin ojos, situada a un lado del
tocador. Aletea el rimel en las cejas diabolizando el gesto,
mientras la música de Pau Casals se adueña de toda
languidez, melancolía ahora (¡maldito juego de rol!), a través
de las diversas poses estudiadas que ejecuto, y, por supuesto,
seductoras. Ay, no sé lo que me digo. Si hasta sonrío como
una boba. ¡Jesús, qué cosas!
Estoy de pie, frente al espejo, y evoluciono como en
estado de ingravidez teatral abordando todos los perfiles,
mediante un rosario interminable de íntimas prendas de
atrevida lencería que me confieren ese aire histriónico,
patético y diferente. Me sacralizo con el kimono. Cuatro
lucecitas amarillas reflejan en el cristal cuatro rostros
diminutos, aparecen muchos puntos, ojos que bailan
tentadores, una dama de picas brota del cristal, incluida una
reina de corazones con un comodín de purpurina. Lo
mismo soy gheisa, vedette, que un altivo él o una ella
escritora encanecida, de afilada nariz que sustenta los
consabidos anteojos, intelectual y de cierto aire masculino,
que tal vez la otra, la gran señora, la de los tacones de aguja y
las cimbreantes caderas turbadoras, estatua de esquinas,
zíngara de colorines, provocadora de estirados caballeros
con el escote escandaloso, del que extraigo la carta diabólica
del último tarot. Os la voy a leer, amores míos, por última
vez, sí, sí, la última carta, atended, no perdáis ripio del
responso:
Yo fui el ángel inspirador de toda esta comedia, el
motor de tanta minusvalía teatral, qué falta de sensibilidad
tuvieron siempre con vosotros, lo supe desde el primer
momento, si bastaba con miraros a los ojos, esos ojos
mendigantes y tan difíciles de disfrazar, que a una mujer

245
nunca se le escapan ciertas cosas del lenguaje mudo, el gesto
sin verbo y la mano temblorosa y expectante, siempre
tendida y nunca retadora, ansiosa de ubicar la imaginación a
cuestas de la rutina y hacer de cualquier hecho banal el eje
para vivir una vida literaria. Por no mencionar la química
detectada al encontrarnos —que lo corroboraba—, por
cuanto quedábamos a la espera, una vez averiguado el dato
de que pertenecíamos a idéntica secta de adictos a la
escritura. Valeria siempre supo que yo era dador, y lo
adivinó en el primer encuentro, se abrió de par en par
cuando puso la directa y me fagocitó al instante. Tú,
querido, fuiste más lento, claro, el machito se debe a otro
argumento, si bien tus ojos no engañaban, te caía bien, qué
carajo, mientras yo disimulaba mejor todavía para no
turbarte. Así, que los tres gozábamos del pretexto ideal, la
gran coartada que habría de unirnos en el vértice neutro del
prisma del encuentro que a nada compromete, a excepción
de embriagarnos de literatura y guardarnos en la manga
alguna que otra carta. Mas qué ironía, ahora yo tengo el as y
de nada sirve.
¿Qué hacéis ahí inmóviles?, mientras yo floto etérea
por la sala, con el cabello al aire, loca, loca, sí, como una loca
que soy y siempre he sido, patética y vieja, ya, qué le vamos a
hacer, sin embargo, deseable aún. Toca, toca mis senos
falsos y adivina, qué morbo, gallina ciega, camaleoncillo
suyo, el temor y el asco, ¿no te gusta? Juega, juego, bailo.
Sígueme. ¿Me sigues?
Exhausto caigo frente al espejo roto, corrido el rimel,
la peluca descompuesta, los pechos caídos y grotescos,
maquillaje y sudor confusos. Tornan a asomarse las ojeras a
los balcones del asombro, y en los ojos, la mirada severa del
padre que me dice: «qué harás, “hache”, travestido de esta

246
guisa, menuda facha tenés, por qué no te quitás esa ropa de
tu madre, so marica», vale y a mí qué, los párpados se
cierran, la nieve los despierta, miráte ahora, guapa estás
niñita, otra raya, verás cómo los ojos brillan, se acelera el
corazón, una raya más nos acercará a la meta final del
maratón de tanta intriga, me incorporo, giro, caigo, torpe
me levanto, rayo no sé en qué y me recito con mi voz grave,
hormonada y paradójica. Dos rayas más y el espejo es nieve,
nieve blanca, inmensamente blanco, un cuadro de aguas
turbulentas, y, sin embargo, serenas y concéntricas refleja
fragmentos de la pieza salpicando la figura de la danzarina
parlante que desgrana las historias del cuentacuentos de
memoria.
Qué dirán tus ojos ahora desde el otro lado de la
sombra: sintácticas, sinalagmáticas rayas inhaladas por la
nariz que rompen el maquillaje y el alma. Me llamo arlequín,
principio de sueño invertebrado. Pronto será sur el cometa
de mis ojos, un simple acontecimiento extraño del pasado.
¿Ebrio? ¿Rayado? ¿Un loco marica despiadado? La blanca
sien reclama otro susurro a dúo. Y el arma fetal que aguarda,
acecha desde el acero los dragones de la niebla. Ya son
bífidas las luces y las pupilas observan como esfinges ese
rincón donde coinciden náyades y demiurgos.
«¿Otro orujito, don Horatio?» No, no. Así no hay
quién escriba. A lo sumo, una raya más. Y me limito a bailar,
resurjo con otra fisonomía gracias a las ropas, las flipantes
rayas y la música, menos mal que no dejé la puerta
semiabierta, cerrada está, sellada, todo queda a buen
recaudo. Nadie como yo conoce el libreto de memoria.
Carmen Azabache, me llamaban antaño en Buenos Aires,
Oratio ya sin ache, rezo piadoso, soy la enfermera pelirroja,
experta en aseo y dietética, peluquera, locutora, podóloga,

247
divina cuidadora, azafata, reina encantadora y argentina... La
vicetiple cirujana de tantas ensoñaciones, la de garganta
profunda, doble espía, escritora, rolconductora, Carmen, eso
es, ¿seré Carmen, al fin? Vuestra sombra sí que soy, que
también fui «namber-uón» aunque me pasé la vida en las
listas de la espera.
Ya sólo resta el fogonazo. Y telón. El de la imposible
meta, la última línea del manuscrito, no más rayas. Después,
en todo caso, ese viejo olor conocido a barro y pólvora
quemada... ¿a herrumbre, ceniza y humo...? ¿Ánima de un
arma? Caliente, caliente...
Siempre vuestro
H.

248
249
Testamento vital

Me deshilvano la lengua de palabras/ uniéndote así al


firmamento universal de mi saliva./ El olor me presagia tu
presencia./ Mis ojos, ciegos, abren cremalleras espaciales,/ mientras
ordeno esa ropa interior/ por colores, olores, magnitudes,/ alineando
esas bolsas azules a modo de banderas,/ la íntima lencería/ y también
los calcetines.
(De las sensaciones: texto de la Fundación)

No puedo ya ir
contigo, Peter.
He olvidado volar,
Wendy se levantó
y encendió la luz: él lanzó un grito de dolor.
J. Matew Barrie

250
«No puedo ir ya contigo, Peter. Me miro y no te veo.
Olvidaste volar y me dejas en las manos tu pensamiento
secreto que guardo bajo llave. Sin embargo, no sabes quién
soy, sólo me piensas volando. Tal vez, me crees tu alter ego,
pero mis sombras me atrapan envolviéndome como a ti esta
tarde, a oscuras en tu diván, dando la espalda a Peter. Su
sombra te busca todavía, persiguiéndote en la vigilia, cuando
el sueño acaricia tus arrugas y te viste de gris.
»Vete Peter, que el tiempo vendrá persiguiéndote y las
manecillas de los relojes pincharán tu sombra juguetona,
agriando la inocencia de los juegos de tu juventud eterna.»
Esther

251
252
Informe 633 bis

Un grupo de partidarios de la eutanasia ha lanzado una


campaña en la que distribuirán bolsas de suicidio —también
denominadas exit bags—, que permiten a los enfermos en
fase terminal poder asfixiarse ellos mismos. (EFE).

Cada vez son más los enfermos terminales que eligen


cierto país para un suicidio asistido, y recurren a una
organización conocida con el nombre de Veritas. (EFE).

El otro recorte de prensa menciona una noticia acerca


de esquelas virtuales. Consta la dirección de una página web.
(!)

253
También la de una empresa sueca que propone
entierros ecológicos, tras sumergir el cuerpo en nitrógeno
líquido y congelarlo a 18 grados centígrados, desintegrar los
restos congelados por medio de suaves vibraciones y lograr
que, una vez evaporada el agua, el ataúd de almidón se
convierta en feliz fertilizante que absorberán las plantas, y
darán flor un día.
[Jazmines quizás, ¿o serán jacintos?]
No obstante, ni siquiera se molestará esta tarde en leer
o escribirle algún poema. Tampoco a mí, que intuyo que sí
me reconoce, pero hace días que no critica ya mis despistes
e incipientes pérdidas de memoria. Sí, yo también. Respira,
(¿afirmo?), abdominalmente, curiosamente inmóvil, se diría
que me observa con los ojos semicerrados. Pero sus ojos se
iluminan y brillan como lo haría ante un nirvana merecido y
reencontrado, que me tienta calificar, emulando palabras
suyas anteriores al episodio, como zona azul o absurda zona
cero.
Ignoro qué hace ahí inmóvil. Engañoso, altamente
engañoso.

Doctora Pétain

254
255
Microcuento

Aquí sólo hay un espacio en blanco, y una nota a


mano que reza: «...este texto figura descabalgado de los
dobleces del folio-rojo-casi-cartulina, donde yace junto a una
mancha de aceite y otra de vino. Doy fe de que apenas
obran en él tachaduras en la letra apresurada pero firme, al
parecer, y en todo caso arroja constancia de una clase más
de escritura.»

Tal vez nunca se llegó a escribir. ¿O sí? Decido


rellenarlo.

«La sirena estridente cabalga a lomos de una luz


esférica y amarilla. También el grito. La luz, imparable, viaja
a toda velocidad como un reflector de aristas puntiagudas.

256
(Chirriar de cuchillos en las vías húmedas, negras, suaves al
tacto, sin estrías). Un golpe seco. Último acorde. El de los
vagones que estridencian en un acordeón de mil fuelles. Un
haz de gravilla se proyecta en diagonales por el aire.
Después, silencio. Estallan los silencios. Y las mantas de
balneario, piadosamente extendidas bajo la lluvia.»

Lozano

257
258
Puzzle

La vida es tersa, suave, abrupta, amarilla, violenta,


húmeda, seca, sensual, valiente, escurridiza, blanca,
poliforme, labial, dental, ultrasonora, privada, íntima, bélica,
fucsia, bonita, paralítica, desconocida, hermana, asesina,
madre, difunta, flor, llave, cruz, montaña, puente, balneario,
agua, alta, baja, agreste, oscura, taciturna, liviana, vital,
sumisa, atea, errante, presa, azorada, abnegada, educada,
policroma, penumbra, corredor, pasillo, hambre, sexo, magia
e ingravidez extrema, la vida es, la vida es... espera que me
acuerde.

Émile

259
260
Querida Matilde:

Yo también escribo, pero a hurtadillas esta vez y sin


consigna. Lo necesito. A veces me pregunto si me reconoce,
si juega, se despista, imita a Félix, se distrae, o si es que todo
se está descomponiendo como un glaciar a la deriva. Los
silencios son pequeños estruendos que te avisan, como en
ese cuento que nunca sabré si se terminó de escribir. El
pánico me atenaza si cierra los ojos más de tres segundos.
Otras veces, me mira fijamente. Intento hacerle hablar para
que no calle. Prefiero que aún se sorprenda de que cada
martes le traiga flores. Él ya no puede verlas, sólo las
presiente, las intuye nada más entrar y las huele dulcemente.
Seguro que tú me entiendes. Necesito contárselo a
alguien, compartirlo, antes de partir y colgarme de un sueño
absurdo, extasiada y mirando como una boba por la
ventanilla del avión, de vuelta a Ohio. Reconozco con miedo
que al hacerte partícipe de ello toda la magia se desvanezca.
Pero, en fin, te diré que al final he sucumbido, ¿perdí la
guerra? Ni siquiera eso. Gajes del oficio, cosas del amor.
Nosotras sabemos en qué instante se produce tan de

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sorpresa la chispa fatal, hasta el punto que luego ya es inútil
zafarse del súbito ataque. Peor que un misil, además no hay
detonación, ni choque de trenes, ni encontronazo, ni
aspaviento. Es mucho más sublime, emboscado y silencioso,
chispa sí, que también yo tengo y tuve, pero más que de luz:
de aviso sutil cual picadura letal, casi, casi imperceptible, tan
indolora, como punzante y anhelada. En ese momento,
quedamos desprotegidas y desnudas, aceptamos lo sucedido
y lo reenviamos de inmediato a los ojos desplegando
gozosas las inconfundibles banderas del brillo instantáneo y
delator del gozo. Y la vida se convierte en música, una
sinfonía despiadada que todo lo trastoca, y cambia colores
por sabores; sombras por efímeras nubes; soles en los ojos,
arpas en los dedos y neblinas acuosas que destiñen lágrimas
casuales... (Vaya, me salió la cursi). Son nuestras pequeñas
soledades, que luego abordan los diarios íntimos redactados
con urgencia, a fin de atrapar el segundo a toda costa sobre
un papel en el velador de un café cualquiera. Resortes de
mujer vencida por el toque de gracia ansiado, mientras ellos,
ajenos a concierto tal, sólo escuchan otras voces, ecos de la
propia que los confunden y adentran en el bosque
inextricable. Dulce sensación, dulce como un orgasmo
presentido que se instaura por un mandato ineludible. Y
nuestro clamoroso silencio se torna parte del misterio.
Desearíamos detener el tiempo, la vida, incluso morir en ese
tránsito crucial. Porque sientes el universo entero
centrifugando tu vientre y el vértigo al que vences y te
abrazas firme, decidida a volar sin más, pues percibes la
fuerza de la inminente ingravidez que ya no pesa. La
existencia se torna alada y ligera como una pluma, que eres
tú, mecida, al fin, por el azar, te lo dije, de un atardecer
naranja... y un viento azul y repentino ¿de fuerza 3?

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El incidente se produjo en el último paseo. Decidimos
cambiar el itinerario. Por donde no hubiera olmos, ni ese
olor recurrente que siempre achacó a heno y a jacintos.
Recomiendan en la farmacia las infusiones de Artemisia.
Hoy no tiene ganas de escribir. Lleva toda la mañana frente
a la ventana, ausente, inmóvil. Hacia mediodía le resbala una
lágrima que apenas mitigan sus ojos apagados. Se la he
secado con ternura. Decido escribirte. Él hoy no ha querido
dictarme.
Me acerco a él. Es grato, a pesar de todo, sentir ese
magnetismo que inspira sin palabras cuando calla, que es tan
a menudo. ¿Imán? ¿Olor? Le tomo una mano. Su mano
derecha, con la que siempre ha escrito. La rozo apenas,
superpongo mis dedos a los suyos y presiono levemente la
piel, la nervuda mano. Se me está yendo. Siento que me dejo
ir, abandono el gesto, vertiginosa —yo también—,
¿fuliginosa?, densa, ingrávida, pesada y, sin embargo, lenta.
Sensación de vértigo, sí. Transmite algo; no sé escribirlo, ni
describirlo. Pero su dedo índice se ha posado en uno de mis
nudillos. Sabe bien cuándo doy por respuesta una sonrisa y
levanta su mano derecha con dificultad, como si me
bendijera con indulgencia. La respiración entrecortada me
avisa de que va a dormirse. Luego, se hace más rítmica,
después se acelera. Entonces lo contemplo una vez más,
perdiendo la noción del tiempo. La luz que, desde la farola
de la rotonda entra por la ventana, lo ilumina. Inmóvil.
Prefiero pensar que aún respira. Rozo su mano a hurtadillas.
Respiro yo también. Me levanto. Mañana salgo para Ohio.
Dejo una pequeña luz indirecta encendida, por si acaso.
Ensoñación. Sonrío como una boba. Y salgo de puntillas.

Sherezade

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Querida Andrea:

Yo también escribo. Lo necesito. Y perdona por el


plagio. Una vez en el taxi, permanezco quieta sin moverme
apenas. Los ojos del conductor me escudriñan, intrigados, a
través del rectangular y panorámico espejito. Como cada
martes. No hablo. Me muevo hacia la derecha para escapar a
su mirada escrutadora. Ahora estoy en el ángulo muerto del
retrovisor. Intuyo que ésta será mi última guardia. Aprieto el
diskete contra mi vientre (lo siento señor orondo de la
editorial, ahora todo el manuscrito, pese a estar algo
desordenado, es mío. ¡Que lo jodan!). Cuando vuelvas de
Ohio, tú podrás recomponer todo este rompecabezas o
mejor este universo que ya no es azul. Tendrás que perdonar
este desorden, me refiero al de los textos o las fechas de las
cartas. Ya supondrás que escribir nunca fue lo mío, y anda
que ordenarlo... Lo mío son las guardias, los turnos, ese

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tiempo de doce horas en el que entregas tu vida a los otros,
y cuando echo la vista atrás, bueno, pues parece que toda mi
existencia ha sido como una larguísima noche en vela,
pendiente siempre de los hijos, los enfermos, las
temperaturas, los goteros, la medicación y todas esas cosas.
A casi nadie le importa si en tu desgaste también te
aproximas de modo alarmante a una merma considerable de
las facultades mentales. Al final es una la que pide a gritos un
curso de sicoestimulación cognitiva.
También a mí me acompañó la radio en tantas
madrugadas de desvelo obligatorio. Por cierto, que tienes
una voz encantadora. No sabes cómo te lo agradezco. Pero
reconóceme que estáis locos. O tal vez no. Que a mí no se
me engaña fácilmente. ¿Se puede saber qué pintaba la
grabadora y el esparadrapo en la parte trasera de la radio?
¿De quién fue la idea? Han pasado muchas cosas y algunas
se quedaron sin narrar. Algo se me escapa. ¿Me equivoco?
Vosotros sabréis. Piensa que le conozco mejor que ninguna
y... bueno, te copio, yo sí que soy pieza clave en el trinomio,
¿epistolar? Y tú, tú eres un encanto, Sherezade. En fin, no te
enfades, cuando estés de vuelta lo entenderás todo y podrás
ordenarlo. Qué mejores manos que las tuyas.
Pies en el suelo, dicen, y también lo de pragmáticas y
realistas. ¿A ti qué te parece? Mejor nos hubiera ido de haber
funcionado más en la poesía. Ahora bien, digan lo que digan,
a soñadoras no hay quien nos gane. Pero, en fin, quizás...
Siempre hay un quizás. Tampoco a él le habrían venido mal
unas buenas dosis de pragmatismo femenino, en lugar de
tanto verso.
En el fondo, creo que sólo somos, ¿lo fuimos?, un
pretexto literario. Siempre me olí que sabía demasiado la
dama muda y jodía. Piezas quizás imprescindibles, pero

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inútiles aisladamente mientras no se completa el
rompecabezas de esa galaxia integrada por fragmentos. ¿De
sueños?, puede. No obstante, seguimos ignorando de qué se
compone la materia oscura del universo. Todo esto me
suena a epílogo ajeno al propio autor. En fin, te informo
que él aún me acompaña desde el juego de los ojos
vendados (¿la gallina ciega?), y me sigue en el viaje de partida
con la imaginación alerta y la mirada clavada en el techo.
Empieza a nevar. Anocheció de repente, pero todo es
inmensamente blanco. ¿Será ése el color de mi piel en el
pasado? La perra dormita a mi lado. Y me controla a través
de su olfato dirigido hacia mí. Al menos ella, «de la que no se
ha separado ni un instante...», duda despejada. ¡Maldito
experimento! ¡Dichoso juego de rol!
Atravesamos la alameda de las farolas y los olmos.
Atrás queda la estatua de Artemisa, una curva más y
pasamos frente a la Venus del Paraguas, ya en sombras bajo
las frondas enigmáticas del parque. Ahí cesa el rumor de las
ruedas triturando la gravilla. El automóvil reemprende el
tramo del asfalto. Cansada, muy cansada. Largo, muy largo.
Respiro hondo, cierro los ojos. Sí, hija, sí, yo también
Sherezade, ¿fuerza 3?, de siempre, aún, y aguardo como una
boba a que me pregunte: ¿eres...

Matilde

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