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# 108 EN BUSCA DE LA

FELICIDAD (III)
#108 | En busca de la felicidad (IV)

EL CAPÍTULO
EN UN VISTAZO

Hemos visto qué es la felicidad y sus dos dimensiones: nuestro


bienestar emocional y nuestra satisfacción con la vida. Y, con
ellas, los primeros problemas: que muchas de las cosas que nos
dan una no nos dan la otra. O incluso, se interponen.

Para complicar aún más la situación, tenemos todo un conjunto


de mecanismos y sesgos cognitivos que nos llevan, básicamente,
a autosabotearnos de manera constante. Perseguimos
constantemente niveles cada vez mayores de dinero, estatus o
belleza, sin darnos cuenta de que nos acostumbramos
inmediatamente a lo que conseguimos, ni de que fijamos nuestros
objetivos a partir de puntos de referencia absurdos. Tampoco
somos conscientes de que todo, lo bueno y lo malo, dura y es
menos intenso de lo que predecimos.

Hablamos del valor de las experiencias, de saborear lo que nos


sucede, de ponerlo en contexto usando la visualización negativa y
diferentes formas de resetear nuestros puntos de referencia para
protegernos de muchos de esos mecanismos que nos hacen la
felicidad más difícil.

Hoy repasamos algunas de las cosas que no sabemos que


queremos, pero que deberíamos buscar para ser más felices.

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| INTRODUCCIÓN

No tenemos una palabra para lo opuesto a la soledad, pero si la


tuviéramos, diría que eso es lo que quiero en la vida. Eso que estoy
agradecida de haber encontrado en Yale y lo que temo perder cuando
me despierte mañana y deje este lugar.

No es exactamente amor y no es exactamente comunidad; es sólo esta


sensación de que hay gente, una abundancia de gente, que está junta en
todo esto. Que están en tu equipo. Cuando la cuenta está pagada y os
quedáis en la mesa. Cuando son las cuatro de la mañana y nadie se va a
la cama. Aquella noche con la guitarra. Aquella noche que no logramos
recordar. Aquella vez que hicimos, que fuimos, que vimos, que reímos,
que sentimos. [...]

Esto me asusta. Más que encontrar el trabajo adecuado o la ciudad o la


pareja - me asusta perder esta red a la que pertenezco. Ese elusivo,
indefinible, contrario a la soledad. Este sentimiento que tengo ahora
mismo.

Pero tengamos algo claro: los mejores años de nuestras vidas no están
detrás de nosotros. Son parte de nosotros y se van a repetir a medida
que crezcamos y nos mudemos a Nueva York y lejos de Nueva York y
deseemos haber o no haber vivido en Nueva York. Pienso tener fiestas
cuando tenga 30 años. Pienso divertirme cuando sea vieja. Cualquier
idea sobre los mejores años viene de clichés, de “deberías”, de “si you
huebieras”, de “desearía haber”

Claro que hay cosas que desearíamos haber hecho: nuestros deberes,
aquel chico del pasillo de al lado. Somos nuestros peores críticos y nos
es fácil decepcionarnos a nosotros mismos. Dormir hasta demasiado
tarde. Procrastinar. Tomar atajos. [,,,]

Pero la cosa es que somos todos así. Nadie se despierta cuando quería.
Nadie hizo todos sus deberes (excepto, quizás, esos locos que ganan

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premios). Tenemos estos estándares imposiblemente altos y


seguramente nunca estemos a la altura de nuestras fantasías perfectas
de nuestros yos futuros. Pero siento que eso está bien.

Somos tan jóvenes. Somos tan jóvenes. Tenemos veintidós años.


Tenemos tanto tiempo. Hay esta sensación que tengo a veces,
agazapándose en nuestra consciencia colectiva cuando nos acostamos a
solas tras una fiesta; o cuando guardamos nuestros libros tras rendirnos
- de que de alguna manera es demasiado tarde. De que otros nos llevan
ventaja. Más exitosos, más especializados. Más encaminados a salvar el
mundo de alguna manera, creando o inventando o mejorando algo. De
que es demasiado tarde para empezar un comienzo y que debemos
conformarnos con continuar. [...]

Lo que tenemos que recordar es que aún podemos hacer cualquier cosa.
Aún podemos cambiar de opinión. [...]. Somos tan jóvenes. No sólo no
podemos, sino que no debemos perder esta sensación de posibilidad,
porque al final es todo lo que tenemos.

No tenemos una palabra para lo opuesto a la soledad, pero si la


tuviéramos, diría que así es como me siento en Yale. Como me siento
ahora. Aquí. Con todos vosotros. Enamorada, impresionada, humilde,
asustada. Y no debemos perderlo. [...]

Estamos en esto juntos, [...] Hagamos que algo suceda en el mundo.

- Marina Keegan - The Opposite Of Loneliness

Éstas, o unas parecidas - porque lo he traducido y reinterpretado yo -, son algunas


de las palabras que Marina Keegan, una de las grandes promesas de la
literatura americana, dedicó a sus compañeros de la universidad de Yale antes de
su graduación. Marina, tristemente, moriría apenas 8 días después de publicarlo,
en un terrible accidente de tráfico. Sólo tenía 22 años.

Pero más allá de recordarnos lo horriblemente frágil y fugaz que es la vida con su
historia, lo cierto es que sus palabras condensan una enorme cantidad de

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algunos de los aspectos más esenciales de nuestra felicidad. Empezando, por


encima de todo, por nuestra necesidad de conectar con otras personas. Y a eso,
entre otras cosas, vamos a dedicar el capítulo de hoy.

A lo tonto, el de hoy va a ser el cuarto capítulo de esta serie sobre la felicidad. Y el


último, al menos por una temporada. Porque hemos visto mucho y creo que no está
de más que nos demos cierto tiempo para interiorizarlo.

Y es que en esta serie hemos revisado qué es la felicidad y sus dos aspectos
fundamentales: eso de sentir emociones positivas, por un lado, y estar
satisfechos con nuestra vida por otro. Y el difícil equilibrio que suponen, porque
muchas veces lo que nos da de lo uno, nos quita de lo otro.

También vimos las infinitas trampas y obstáculos que nos ponemos a nosotros
mismos, con nuestras dichosas manías de compararnos constantemente con
puntos de referencia absurdos y la capacidad que tenemos de acostumbrarnos a
lo bueno hasta que nos sabe a poco. Y cómo todo ello nos lleva a una espiral de
perseguir constantemente metas que se alejan sin parar en nuestro trabajo,
nuestras relaciones o con nuestro dinero o nuestras posesiones.

En el capítulo anterior empezamos a ver algunas maneras de abordar todos estos


obstáculos, formas de resetear nuestros puntos de referencia a cosas mucho
más sanas, de intentar controlar algunas de esas espirales y de las actitudes que
nos ayudan a disfrutar más de la vida y de nuestras experiencias. En el fondo, de
lo que hablamos fue de algunas cosas que, con cierto esfuerzo, podemos hacer
para extraer más felicidad y más duradera de aquello que queremos.

Pero para terminar nos queda fijarnos en otro aspecto que es también esencial
para nuestra felicidad: las cosas que no sabemos que queremos, pero que
deberíamos querer.

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| ¿QUÉ ES UN BUEN TRABAJO?


Lo que deberíamos buscar en un trabajo

Nos guste o no, diría que todos necesitamos tener un trabajo o al menos una
ocupación. Suele ser necesario para lo que viene siendo vivir. Al menos si
queremos pertenecer a la sociedad y no ser ermitaños que viven en una tinaja, sin
más posesiones que un zurrón, un manto, un báculo y un cuenco, como Diógenes.

Pero lo cierto es que entre el extremo de Diógenes y el del Malquerer que


definimos en el segundo capítulo de esta serie hay puntos intermedios. Porque,
como vimos entonces, el principal problema que tiene el trabajo para nuestra
felicidad es que lo que solemos buscar en él son cosas como un salario cada
vez mayor, esperando que eso nos haga cada vez más felices. Pero a estas
alturas de podcast, ya sabes que lo hace cada vez menos.

Entonces, ¿qué deberíamos buscar en el trabajo si queremos maximizar nuestra


felicidad?

Un tipo llamado Martin Seligman, uno de los pioneros de la psicología positiva,


habla de algo así como nuestras fortalezas características, que vendrían a ser el
tipo de deseos o predisposiciones a actuar que tenemos cada uno de nosotros y
que parecen llevarnos a la excelencia. Se trata de una serie de características que
tienden a ser ubicuas y a considerarse como moralmente positivas en todas las
culturas y suelen hacernos sentir realizados. No sería el tipo de cosas que otros
envidian, sino las que hacen sentir bien al resto. Y, de alguna manera, parecen ser
estables en cada uno de nosotros, es decir que son, eso, características y no
actitudes temporales.

Te has quedado igual que estabas, ¿verdad? A mí me pasó lo mismo. Vamos a


seguir avanzando a ver si poco a poco desmadejamos esto. Este tipo de
características tienen la ventaja de que son medibles y suelen ser claramente
distinguibles. Y suele ser sencillo identificar a quienes son ejemplos auténticos de
una de ellas. Es más, todos solemos tenerlas presentes, porque de una manera u
otra nos han acompañado desde siempre y forman parte de esos valores que suele
ensalzar la sociedad, la educación o la religión.

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A partir de todos estos criterios, Seligman identificó 24 fortalezas características


entre las que están el humor, la valentía, la persistencia, la bondad, la integridad, la
compasión, la esperanza o, una que no podía dejar de mencionar, la pasión por
aprender.

Y no es sólo que tengamos estas cosas en diferentes proporciones cada uno de


nosotros, sino que hay algunas de ellas que realmente resuenan con cada uno
de nosotros, que individualmente las consideramos las más importantes y que
tratamos de ejemplificar. Esas son nuestras fortalezas características.
Básicamente, ésas que no sólo manifestamos naturalmente, sino que sentimos
como esenciales para ser quienes somos.

Y su teoría es que si podemos identificar aquellas que son características en cada


uno de nosotros, y si podemos ponerlas en práctica, es como mejor vamos a
rendir, mejor vamos a ser percibidos por los demás y más realizados nos vamos
a sentir. De alguna manera, son las actividades, trabajos o incluso carreras en los
que vamos a percibir que todo tiene más sentido.

Seligman, de hecho, experimentó con estas ideas y pidió a grupos de personas que
identificaran sus fortalezas características y las usaran de una manera diferente
cada día durante una semana (esto último, lo de variar la forma en la que las ponían
en práctica, servía además para evitar la dichosa adaptación hedónica).

Los resultados de ése y otros experimentos parecen indicar que cuando nos
enfocamos en este tipo de características que nos son tan naturales e importantes
para nosotros, podemos desbloquear una especie de círculo virtuoso en el que
experimentamos emociones positivas con lo que hacemos, y esto nos hace
rendir mejor y ser más productivos y tener más éxito.

De hecho, estudios posteriores se han centrado en intentar entender qué hace que
un trabajo concreto sea una vocación o, si nos ponemos grandilocuentes, una
llamada. Cuándo nuestro trabajo o nuestra carrera deja de ser una forma de ganar
dinero, para ser eso que simplemente nos sentimos impelidos a hacer, eso que es
parte esencial de quienes somos y que da significado a nuestra vida. Y, de nuevo,
parece estar relacionado con usar nuestras fortalezas características hasta el punto
de que cuantas más de ellas estemos utilizando en lo que sea que hacemos,

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normalmente cuatro de ellas, más probable es que sintamos nuestro trabajo


como, eso, una llamada.

Más allá de que lo que hagamos esté alineado con nuestras características, que es
algo que siempre me da cierto reparo porque creo que es fácil confundir con el
pensamiento Mr. Wonderfuliano (noniano, noniano) ése de que persigas tus
sueños, que el universo entero conspira para que los consigamos y esas
zarandajas de las que, como ya sabes, no soy muy fan; más allá de todo eso, hay
otro aspecto que parece influir mucho en nuestra satisfacción con el trabajo. Y
es encontrar trabajos que nos den eso que algunas veces hemos llamado
“flow”.

Todo esto parte del concepto inventado por otro psicólogo cuyo apellido tiene tal
desequilibrio entre vocales y consonantes, que es directamente imposible que lo
pronuncie bien. Su nombre es algo así como Mihaly Csikszentmihalyi, te dejo a ti
intentar averigüar cómo se escribe y la solución en las notas del capítulo. El bueno
de Mihaly define el flow como una especie de experiencia óptima. Es esa
sensación que tenemos cuando estamos profundamente inmersos en lo que
estamos haciendo, cuando nos sentimos con energía, concentración y
disfrutándolo hasta el punto de que perdemos cualquier noción del tiempo que
estamos dedicando a ello.

El flow suele darse en situaciones de un equilibrio delicado, en el que nuestra


atención está plenamente enfocada porque estamos haciendo algo que nos
resulta retador, pero factible. No es el tipo de dificultad que nos estresa, pero sí la
que requiere nuestro máximo rendimiento. Y la actividad en sí misma es
reconfortante, no lo hacemos para sacar buenas notas o ganar o lo que sea, sino
porque disfrutamos haciéndolo. Y aunque requiere toda esa concentración y
nuestro máximo rendimiento, a la vez, solemos experimentar una especie de
serenidad al ser eso lo único que importa en ese momento.

Después de tantas palabras, la mejor forma que se me ocurre de terminar de


intentar definir el flow es la que usó un juez americano para definir la pornografía
en el famosísimo juicio a Larry Flynt: no sabría definirlo, pero lo reconozco
cuando lo veo. Espero que tú también sepas de a qué estado me refiero.

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Bueno, pues el amigo Mihaly se dedicó a investigar la relación entre el flow y las
tareas que realizamos para intentar hacer más fácil que las identifiquemos. Y en
concreto, se fijó en cómo se relaciona el flow con lo retadora que nos parece la
actividad y con el nivel de nuestra habilidad que necesitamos usar para resolverla.
Y se sacó de la manga un gráfico bastante chulo:

Las actividades poco retadoras y que requieren poca habilidad, lógicamente, nos
provocan apatía; las que son poco retadoras pero requieren alta habilidad (y por
lo tanto concentración) suelen producirnos relajación, como sabe cualquier
aficionado al bricolaje. Y el flow, como hemos dicho antes, se da en las actividades
que nos suponen un reto y que requieren que operemos al máximo dentro de
nuestras capacidades. Y la idea es que eso es lo que deberíamos buscar en
nuestras carreras, trabajos que nos reten y nos lleven a nuestros límites. O como el
propio Mihalyi dijo: “los mejores momentos en nuestras vidas no son los
pasivos, receptivos o relajantes. Los mejores momentos ocurren cuando

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empujamos nuestro cuerpo y nuestra mente al límite en un esfuerzo voluntario


para lograr algo difícil y que merece la pena”

| CONEXIONES SOCIALES
Seguramente, lo más importante para nuestra felicidad

Igual que acabamos de ver que hay mejores formas de abordar aquellas cosas que
sentimos que nos harán felices - como un trabajo, por ejemplo - hay un aspecto
complementario a todo lo que hemos hablado que casi no hemos tratado hasta
ahora: aquello que deberíamos querer, pero que desconocemos totalmente o
que, al menos, no somos conscientes de lo felices que nos hace.

Aquí volvemos a entrar en ese terreno que ya pisamos en el capítulo anterior, de


cosas que pueden sonar cursis - a mí irremediablemente me suenan así - pero
que tenemos evidencias de que nos hacen más felices. Hablamos entonces de
cómo mostrar nuestro agradecimiento redundaba en nuestra propia felicidad, pero
arriba de la lista, junto al agradecimiento, están la bondad y la compasión. En
general, las cosas que hacemos por otros. Sé que corro el riesgo de sonar- otra vez
- a tarjetita de Mr. Wonderful, pero es que tenemos muchas evidencias de que
hacer cosas buenas por otros nos hace más felices.

Igual que con nuestro agradecimiento, el mero hecho de repasar las buenas
acciones que hemos hecho, acordarnos de ellas, parece tener un efecto sobre
nuestra propia felicidad. Es como si de alguna manera reseteara nuestro punto
de referencia sobre nosotros mismos y nos hiciera sentir bien, porque somos más
conscientes de que somos buenos. De hecho, en experimentos en los que se ha
pedido precisamente eso, que los participantes hagan una lista de las cosas buenas
que han hecho por otros, la diferencia entre sus niveles de felicidad y los del
grupo de control era de entre medio punto y un punto sobre 10.

A partir de aquí, la literatura científica que recomienda por ejemplo Laurie Santos
nos lleva en un recorrido en el que si aumentas las acciones bondadosas que
haces, cada vez te sientes más feliz. Incluso ella lo relaciona con el hecho de que

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ganar más dinero no nos hace más felices, porque lo gastamos en cosas que no son
buenas para otros y sólo para nosotros. Y sobre cómo hay estudios que demuestran
que gastar dinero en otros nos hace muchas veces más felices que hacerlo en
nosotros mismos.

Y aquí es donde yo, al menos, siento que necesito parar y hacer una reflexión en
alto. Que, como siempre te digo, es mi reflexión y yo ni soy psicólogo ni nada por el
estilo. Pero no me resisto.

Creo, sinceramente, que siendo todo esto cierto, es una simplificación enorme.
Creo que la felicidad que nos da hacer cosas buenas por otros o compadecernos
del sufrimiento ajeno y ayudar a quien podamos ayudar lógicamente nos hace
sentirnos mejor con nosotros mismos. Y sospecho que eso tiene que ver con
diferentes aspectos, que van desde cierto código moral que tenemos más o
menos codificado en nosotros mismos de forma casi instintiva o con ser
coherentes con lo que la sociedad nos ha enseñado que es admirable, hasta
cosas mucho menos puras pero igualmente reales como nuestra necesidad de
señalizar, de diferenciarnos, y de que el resto sepa y valore lo buenos que somos.

Pero también creo que la autenticidad es un aspecto esencial en todo este


engranaje. No basta con hacer cosas que nos hagan parecer buenos o nos calmen
la conciencia. Creo realmente que ese efecto de sentirnos bien con nosotros
mismos es más poderoso cuanto más auténtico es nuestro esfuerzo. En mi
experiencia al menos, yo me he sentido infinitamente más feliz cuando he
dedicado mi tiempo o mis energías, cosas que realmente me costaban, a
ayudar a otra persona que cuando me he limitado a hacer lo correcto o donar
dinero.

En el fondo, eso sí, la importancia de la gratitud, de la bondad y de la


compasión, tienen mucho que ver con qué papel jugamos en nuestra relación
con nosotros mismos y, sobre todo, con otros. Y es que es difícil decir si hay una
cosa que es más importante que otras a la hora de ser felices, pero si hay algo que
parece imprescindible es nuestra relación con otras personas. Nuestras
conexiones sociales.

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Uno de los ejemplos más claros de la importancia de las conexiones sociales en


nuestra vida es el de uno de los estudios más largos que existen. El Study of Adult
Development, es decir, el estudio del desarrollo adulto, de la Universidad de
Harvard. Lleva más de 80 años activo, desde 1938, cuando comenzaron a seguir
a 238 alumnos de Harvard y otros 456 hombres criados en los barrios más pobres
de Boston. El objetivo era hacer un seguimiento de ambos grupos a lo largo de su
vida, con entrevistas anuales, seguimiento médico, laboral y familiar y tratar de
averiguar con todo ello qué factores psicosociales podían predecir una vida
larga y saludable. El estudio continúa a día de hoy, haciendo un seguimiento de
los hijos de sus participantes originales.

A lo largo de todos estos años, en los grupos estudiados ha habido de todo.


Algunos de sus integrantes se convertirían en figuras destacadas, incluso un
Presidente de Estados Unidos, como JFK. Los hubo que llegaron a lo más alto
partiendo de situaciones tremendamente humildes y quienes, al revés, cayeron
pese a tener todo de cara.

La conclusión más evidente y conocida de este estudio es curiosamente la misma


a la que llegó, por intuición y con apenas 22 años, Marina Keegan en el texto
que te leí al principio del capítulo: las conexiones sociales son fundamentales
para nuestra vida en general.

Aquellos que estuvieron mejor y más conectados con su familia, sus amigos y
en la comunidad en la que vivían tuvieron vidas más felices, largas y sanas. Los
matrimonios más felices a los 50 fueron los que llegaron más sanos a los 80,
mientras que quienes tuvieron matrimonios tóxicos llegaron en mucho peor estado
de salud a la vejez que quienes se divorciaron. Y no es sólo el estudio de Harvard,
hay otros muchos que vinculan las conexiones sociales con la probabilidad de sufrir
muertes prematuras o de superar enfermedades como el cáncer.

Pero más allá de la salud, las conexiones sociales juegan un papel esencial en
nuestra felicidad. Gente como Ed Diener o Marty Seligman se han dedicado a
estudiar a grupos de personas que se definían como muy felices o muy
infelices, es decir en los dos extremos, y a intentar extraer correlaciones. Y la
conclusión tampoco sorprende a nadie: los más felices pasan más tiempo con

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gente, mientras que los más infelices pasan más tiempo a solas. Nada
halagüeño para un asocial como yo, la verdad.

Aunque, claro, esto está muy bien, pero correlación no implica causalidad. Tal vez lo
que suceda es que quienes son más felices están más abiertos a pasar tiempo con
otros y uno al revés. Por eso se han intentado hacer estudios de intervención, de tal
manera en la que incrementando el número de conexiones sociales, se observara si
aumentaba su felicidad. Incluso aunque esas conexiones fueran temporales y con
completos desconocidos.

Es lo que hizo un tipo llamado Nick Epley. Abordó a gente que estaba a punto de
subirse a un tren para ir a trabajar como todas las mañanas. Y les dividía en tres
grupos. Unos a los que les daban como objetivo intentar establecer una conexión
social con alguien del tren, otros a los que les daban como objetivo permanecer a
solas, en silencio, disfrutando de tener ese momento para ellos mismos. Y un tercer
grupo de control, a los que les pidieron que hicieran simplemente lo que
normalmente hacían.

Curiosamente, a pesar que a algunos lo que nos diga la intuición es que no hay
nada menos apetecible que ponernos a hablar con desconocidos, al llegar al
destino quienes más habían disfrutado del trayecto fueron precisamente
quienes establecieron conexiones sociales y quienes menos los que fueron en
silencio a su bola. Lo que curiosamente es justo lo contrario de lo que los
participantes en esos mismos estudios predecían. La mayoría, como yo, creía que
disfrutarían más de viajar solos, pero resultó ser todo lo contrario. Lo cierto es que
estamos hechos para socializar, para compartir nuestras vivencias. Como vimos
cuando hablamos de saborear lo que nos sucede, el hecho de compartir
experiencias con otros nos hace disfrutarlas mucho más.

Como te decía al principio, el de hoy es el último de esta serie - al menos por un


tiempo. Pero antes de cerrarla quería compartir contigo mis conclusiones.
Aunque muchas de ellas están, de una manera u otra, en el texto de Marina
Keegan. Y seguro que mejor escritas.

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Creo que la felicidad no es una meta que se alcanza, no es algo que logremos,
sino un estado que se da cuando tenemos un determinado equilibrio entre lo
que deseamos en la vida, lo que conseguimos y lo que somos capaces de
apreciar y disfrutar. Es un estado que va y viene, pero que podemos favorecer.

Lo favorecemos a través de una lucha continua e intencionada con nuestra


tendencia a perseguir los espejismos del ego. Lo favorecemos también cuando
logramos una relación sana con nosotros mismos, y somos cuidadosos en cómo
nos hablamos; cuando mantenemos los pies en el suelo, pero sin hacernos de
menos.

Y, claro, lo favorecemos cuando alcanzamos lo opuesto a la soledad - signifique


lo que signifique eso para cada uno de nosotros. Porque lo contrario de la soledad
no es necesariamente estar permanentemente con gente, sino sentir que
somos parte de algo mayor que nosotros mismos y que en ese algo tenemos
un propósito.

Nadie dijo que esto fuera fácil. Pero, como dijo alguien hace poco en la
Comunidad kaizen, así es el follón éste de vivir.

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