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# 68 EL CAMINO ÍNTIMO

DE NUESTRA
LOCURA
#68 |​ El camino íntimo de nuestra locura

EL CAPÍTULO
EN UN VISTAZO

Un ensayo escrito por Arthur Koestler en 1944 y un podcast, de


Fran Izuzquiza, en 2020, nos llevan a una reflexión sobre la
capacidad que tenemos para ignorar las atrocidades que suceden
a nuestro alrededor.

Esa sensación de anestesia colectiva ante lo que nos rodea, esa


capacidad de ignorar a quienes nos alertan de los peligros, nos ha
acompañado siempre, pero quizás sea nuestra condena ante
amenazas existenciales como el Cambio Climático.

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#68 |​ El camino íntimo de nuestra locura

| I​ NTRODUCCIÓN

El capítulo de hoy va a ser raro. Y dirás tú que menuda novedad. Pero seguramente sea
más raro aún que otras veces, o raro de una forma diferente. El tono seguro que va a ser
inevitablemente sombrío. Así que, si no te apetece escuchar cosas tristes o poco
optimistas, te aconsejo que te lo saltes. Sin más. La semana que viene volveremos al
tono habitual.

Aunque, en el fondo, de saltarnos lo que nos produce tristeza, es de lo que va el capítulo


de hoy.

Verás, es que, en las últimas semanas he escuchado un par de cosas que se me han
quedado pegadas al cerebro. Siguen pasando los días y no consigo dejar de pensar en
ellas. Conectan entre sí y al menos en parte, encajan muy bien con este podcast. Porque,
en el fondo, una de las ideas más recurrentes de kaizen es que nuestra percepción de la
realidad es, como poco, imprecisa. Y muchas veces, directamente falsa. ​Nos hacemos
constantemente trampas a nosotros mismos. Y esas trampas nos las hacemos también
como sociedad.

Todo empezó cuando escuché un capítulo de un podcast americano del que te he


hablado en alguna ocasión. Se llama ​The Portal y su autor es ​Eric Weinstein. Aunque a
veces tiene un aire intelectual y reivindicativo que no suele resonar conmigo, Weinstein
decidió que en el último capítulo de la temporada quería compartir un ensayo que le
había marcado de por vida hace muchos años. Lo leyó entero durante el capítulo y contó
sus reflexiones. Tras escucharlo, a mí también me dejó marcado. Tanto que me gustaría
hacer algo parecido: compartirlo contigo y después contarte mis propias reflexiones. Y,
sinceramente, no sé dónde nos va a llevar este camino.

Eso sí, debo advertirte de que la traducción al castellano no es ni de lejos perfecta, entre
otras cosas porque la he hecho yo. Por lo que si te manejas bien en inglés, te recomiendo
ir a escucharlo directamente al original. Lo que yo pueda hacer es, seguro, una versión
mucho más pobre de la lectura y de la interpretación que hace Weinstein. Pero bueno, lo
voy a intentar.

El autor del ensayo en cuestión fue ​Arthur Koestler​, un tipo con una vida fascinante, que
es simplemente imposible de resumir aquí. Diremos solamente que nació en Hungría en

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1905 y murió en Londres en 1983 y que, entre esas dos fechas, fue testigo directo de
muchos de los grandes momentos de la historia del sXX: fue primero un ferviente
militante del partido comunista y acabaría cambiando de postura y alentando las
protestas anti-comunistas en los años 50 y 60, fue corresponsal en la Guerra Civil
Española, huyó de Francia con la invasión Nazi, trabajó para el gobierno británico durante
la Segunda Guerra Mundial, intentó mediar en el conflicto entre Palestina e Israel... Fue
encarcelado en varios países y estuvo involucrado en varias tramas dignas de los
mejores libros de espías.

Como te decía, durante la Segunda Guerra Mundial, Koestler trabajó con los aliados. En
marzo de 1942 fue asignado al Ministerio de Información del gobierno británico, donde
trabajó como guionista para transmisiones de propaganda y películas. Y uno de los
ensayos que escribió en aquella época es, precisamente, el motivo de este capítulo de
hoy. Es un poco denso y tiene en algunas cosas el lenguaje propio de otra época y de
otro lugar, pero al menos a mí me ha impactado. Fue publicado originalmente en 1944,
con el título: “​On Disbelieving Atrocities”​, que en castellano sería algo así como: "Sobre
la incapacidad de creer en las atrocidades".

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​ OBRE LA INCAPACIDAD DE CREER EN LAS ATROCIDADES

Por Arthur Koestler

Hay un sueño que vuelve a mí una y otra vez, a intervalos casi regulares; está oscuro y
estoy siendo asesinado en algún tipo de arbusto o maleza; hay una carretera concurrida
a no más de 90 metros de distancia; grito pidiendo ayuda, pero nadie me oye, la gente
pasa de largo riéndose y charlando. Sé que hay mucha gente que comparte, con
variaciones individuales, este tipo de sueño. Lo he debatido con psicoanalistas y creo que
es un arquetipo en el sentido jungiano: una expresión de la soledad última del individuo
cuando se enfrenta a una muerte y violencia cósmicas; y a su incapacidad para
comunicar el horror excepcional de su experiencia.

Creo además que es el origen de la falta de efectividad de nuestra propaganda sobre la


atrocidad. Porque, después de todo, vosotros sois la gente que pasa de largo riéndose

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por la carretera; y sólo hay unos pocos de nosotros, víctimas que escaparon o testigos
oculares de lo que pasa en la maleza y quienes, acechados por nuestros recuerdos,
seguimos gritando en la radio, en los periódicos, en las reuniones, en teatros y en cines.
De vez en cuando, conseguimos llegar a vuestros oídos por un minuto. Lo sé, cada vez
que sucede, por el estúpido asombro en vuestras caras, una débil mirada vidriosa en
vuestros ojos; y me digo: ahora les tienes, agárralos, impresiónalos para que
permanezcan despiertos. Pero sólo dura un minuto. Os sacudís como cachorros mojados;
cuando el telón transparente vuelve a bajar y seguís caminando, protegidos por la
barrera de los sueños, que amortigua cualquier sonido.

Nosotros, los que gritamos, llevamos haciéndolo unos 10 años. Empezamos la noche que
el epiléptico van der Lubbe incendió el parlamento alemán; dijimos que si no apagabais
esas llamas de raíz, se propagarían por todo el planeta; pensasteis que éramos unos
locos. Ahora, tenemos la manía de intentar hablaros sobre los asesinatos, con vapor
hirviendo, electrocuciones en masa y el entierro en vida de toda la población judía de
Europa. Hasta ahora, tres millones han muerto. Es el mayor asesinato en masa registrado
en la historia; y sigue cada día, cada hora, tan constante como el tic-tac de vuestro reloj.
Mientras escribo, en mi mesa, tengo delante de mí fotografías que explican mi emoción y
mi amargura. Hubo gente que murió para sacarlas de Polonia; creyeron que merecía la
pena. Los hechos han sido publicados en panfletos, libros blancos, periódicos, revistas y
en cualquier otro medio.

Pero el otro día me encontré con uno de los más conocidos corresponsales americanos
aquí. Me dijo que en una encuesta reciente, nueve de cada diez ciudadanos americanos,
cuando se les preguntaba si creían que los Nazis cometían atrocidades, respondían que
todo eran mentiras propagandísticas, y que no creían ni una palabra. Y en cuanto a este
país, he estado dando conferencias a las tropas durante años y su actitud es siempre la
misma. No creen en campos de concentración, no creen en los niños que mueren de
hambre en Grecia, en los fusilamientos de rehenes en Francia, en las fosas comunes de
Polonia; nunca han oído hablar de Lidice, Treblinka o Belzec; puedes convencerles
durante una hora, pero después se sacuden, sus mecanismos de defensa mental
empiezan a trabajar y en una semana vuelven a encoger los hombros con incredulidad,
como un reflejo que se debilitó temporalmente por un shock.

Claramente, esto se está convirtiendo en una manía obsesiva para mí y los que son como
yo. Claramente sufrimos de algún tipo de obsesión morbosa, mientras que los demás son

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sanos y normales. Pero el síntoma característico de los locos es que pierden el contacto
con la realidad y viven en un mundo de fantasía. Así que, quizás, es justo al revés: tal vez
somos nosotros, los que gritamos, los que reaccionamos de una forma coherente y sana
a la realidad que nos rodea, mientras que vosotros sois los neuróticos que se tambalean
en un mundo de fantasía porque carecéis de la facultad de afrontar los hechos. Si no
fuera así, esta guerra podría haberse evitado. Y los que fueron asesinados a la vista de
vuestros soñadores ojos estarían aún vivos. He dicho quizás, porque obviamente lo
anterior sólo puede ser la mitad de la verdad.

Siempre ha habido quienes gritaban - profetas, predicadores, profesores y locos - que


maldecían la torpeza de sus contemporáneos, y la situación permanecía completamente
igual. Siempre hay quienes gritan desde la maleza y gente que pasa de largo. Tienen
oídos, pero no oyen, tienen ojos, pero no ven. Así que las raíces tienen que ser más
profundas que la simple torpeza. ¿Es tal vez culpa de los que gritan? En ocasiones, sin
duda, pero no creo que sea el núcleo del asunto. Amós, Oseas y Jeremías fueron muy
buenos propagandistas y aún así fracasaron en agitar y advertir a su pueblo. Se decía
que la voz de Casandra atravesaba los muros, y aún así estalló la guerra de Troya.

Y en nuestro lado de la cadena, en su respectiva proporción, creo que todo el Ministerio


de Información y la B.B.C. son muy competentes en su trabajo. Durante 3 años han
tenido que mantener este país funcionando, sin nada más que derrotas, y lo han logrado.
Pero al mismo tiempo, lamentablemente no han logrado imbuir al pueblo con nada que
se le parezca a una consciencia plena de lo que realmente sucede, de la grandeza y el
horror del tiempo en el que han nacido. Continuaron con sus asuntos habituales, con la
única diferencia de que la rutina de este asunto incluye matar y ser matado. La falta de
imaginación sobre los hechos se ha convertido en una especie de mito racial anglosajón;
que se opone al histerismo latino y es alabado por su enorme valor en las emergencias.
Pero el mito no explica lo que sucede entre dos emergencias y que esa misma cualidad
es la responsable del fracaso en evitar que se repitan. Claro, que esta limitación de la
conciencia no es un privilegio anglosajón, aunque somos seguramente la única raza que
considera una virtud lo que otras califican como una deficiencia. Y no es un asunto de
temperamento; los estoicos tienen horizontes más amplios que los fanáticos.

Es un hecho psicológico, inherente a nuestro marco mental, al que creo que no se le ha


prestado suficiente atención en la psicología social o en la teoría política. Decimos que
“creemos esto” o que “no creemos aquello”; que “sabemos algo” o que “no lo sabemos”;

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siempre como si fueran alternativas blancas o negras. En realidad, tanto saber como
creer, tienen grados distintos de intensidad. Se dice que hubo un hombre llamado
Espartaco que guió a los esclavos romanos a la revuelta; pero mi creencia en que existió
es mucho más débil que si habláramos, por ejemplo, de Lenin. Creo en las galaxias
nebulosas, puedo verlas por un telescopio y expresar su distancia en cifras; pero para mí
tienen un grado menor de realidad que el tintero que hay sobre mi mesa. La distancia en
el espacio y el tiempo degrada la intensidad de nuestra conciencia.

Lo mismo hacen las magnitudes. 17 es un número que conozco tan íntimamente como a
un amigo; quince mil millones es sólo un sonido. Un perro atropellado por un coche
enturbia nuestro equilibrio emocional y nuestra digestión; 3 millones de judíos
asesinados en Polonia sólo nos incomodan levemente. Las estadísticas no sangran; es el
detalle lo que importa. Somos incapaces de absorber los totales con nuestra conciencia;
sólo podemos enfocarnos en pequeños bultos de la realidad. Hasta aquí, todo es una
cuestión de grados; de diferentes graduaciones de la intensidad con la que sabemos o
creemos. Pero cuando pasamos el reino de lo finito y nos enfrentamos a palabras como
la eternidad en el tiempo o el espacio infinito; esto es, cuando nos acercamos a la esfera
de lo absoluto, nuestra reacción deja de ser una cuestión de grados y se transforma en
una cualidad diferente

Frente a lo absoluto, nuestro entendimiento se rompe; y nuestros “saber” o “creer” se


convierten en palabras vacías. La muerte, por ejemplo, pertenece a la categoría de lo
absoluto y nuestra creencia en ella son meras palabras vacías. Sé que, siendo la
esperanza de vida media de 65 años, lo razonable es que no viva más de otros 27 años,
pero si supiera con certeza que debería morir el 30 de noviembre de 1970 a las 5 de la
mañana; ese conocimiento me envenenaría; contando y recontando los días y las horas
que quedan; reprochándome cada minuto desperdiciado. En otras palabras, me volvería
un neurótico. Esto no tiene nada que ver con la esperanza de vivir más que la media, si la
fecha se fijara 10 años más tarde, el proceso neurótico permanecería igual.

Por lo tanto, todos vivimos en un estado de consciencia dividida. Hay un plano trágico y
un plano trivial, que contienen dos tipos incompatibles de experiencia. Son tan diferentes
como el Latín de misa y la jerga de los negocios. Estas limitaciones de consciencia
explican las limitaciones de nuestra propaganda. La gente va a los cines y ve películas de
torturas Nazis, de fusilamientos en masa, de conspiraciones ocultas y sacrificios.
Suspiran, agitan sus cabezas y algunos lloran amargamente. Pero no lo conectan con las

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realidades de su plano de existencia. Para ellos son como poemas, como el arte, como
esas cosas elevadas. Es el latín de misa. No conecta con la realidad. Vivimos en una
sociedad de Jekyll y Hides; ampliada hasta proporciones gigantescas.

Sin embargo, no siempre fue así, o no tanto. Hubo períodos y movimientos en la historia
- en Atenas, al principio del Renacimiento, o durante los primeros años de la Revolución
Rusa, cuando al menos determinadas capas representativas de la sociedad consiguieron
un nivel relativamente alto de integración mental; tiempos en los que la gente parecía
frotarse los ojos y despertar, entonces su consciencia cósmica parecía expandirse, veían
a sus contemporáneos de una forma más amplia y completa; los planos trivial y cósmico
parecían fusionarse. Y hubo también períodos de desintegración y disociación. Pero
nunca antes, ni siquiera durante la espectacular caída de Roma y de Bizancio, fue la
conciencia dividida tan palpablemente evidente, una enfermedad tan uniformemente
repartida entre la masa; nunca la psicología humana había alcanzado semejantes cotas
de falsedad. Nuestra conciencia parece encogerse de forma directamente proporcional a
cómo se expanden las comunicaciones. El mundo se abre a nosotros como nunca antes
lo hizo, y sin embargo nosotros lo recorremos como prisioneros, cada uno en su pequeña
jaula portátil.

Y, mientras tanto, el reloj sigue con su tic-tac. ¿Qué pueden hacer los que gritan, sino
seguir gritando hasta ponerse azules? Sé de alguien que solía recorrer el país dando
charlas, hasta 10 a la semana. Es un conocido editor londinense. Antes de cada charla,
se encerraba en un cuarto, cerraba los ojos, e imaginaba con detalle, durante veinte
minutos, que él era uno de esas personas de Polonia que fueron asesinadas. Un día
intentó imaginar cómo se sentiría al ahogarse con gas de cloro en un tren de la muerte;
otro tuvo que cavar su propia tumba junto a otros doscientos y después ponerse frente a
la ametralladora que, por supuesto, apunta de manera imprecisa y caprichosa. A
continuación salía al escenario y hablaba. Hizo esto durante un año completo hasta que
sufrió un brote nervioso. Conseguía cautivar a su público y tal vez logró hacer algo de
bien; puede que lograra acercar los dos planos, separados kilómetros de distancia, unos
pocos centímetros más cerca. Pienso que deberíamos imitar su ejemplo. Dos minutos de
este tipo de ejercicios cada día, con los ojos cerrados, después de leer el periódico cada
mañana, son actualmente más necesarios que cualquier estiramiento físico o respiración
yóguica. Puede incluso sustituir a ir a la iglesia. Porque, mientras haya gente paseando
por la carretera y víctimas tras la maleza, separadas por la barrera de los sueños, ésta
seguirá siendo una civilización falsa.

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​ EFLEXIONES

El precio del paraíso

No sé si escuchar las palabras de Koestler, en pleno 2020, es una buena idea. No invita
al optimismo, desde luego. Y a la vez, se me ocurren pocos contextos más oportunos.

La idea de que cada día nos quitamos de encima las atrocidades que suceden a nuestro
alrededor, igual que se sacuden el agua los cachorros mojados; además de una metáfora
poderosísima, es increíblemente actual. Y para mí aterradora.

Porque si fuimos capaces de hacerlo con el Holocausto, si aún hoy hay gente que lo pone
en duda, ¿cómo no vamos a ignorar las atrocidades de nuestro tiempo como las guerras
o la explotación infantil en otros puntos del planeta? ¿Cómo no vamos a hacer algo
parecido con las cifras del coronavirus, por ejemplo?

La mayor parte de nosotros, repasamos cada día, los casos, los ingresos y las muertes. O
las noticias sobre la crisis económica que ya tenemos, el sufrimiento que ya causa, y la
que vendrá después y el que causará. Nos preocupamos, claro. Incluso nos indignamos
contra nuestros políticos. Eso, lo que más. Pero tengo la sensación de que lo hacemos de
una forma casi anestesiada. Sólo así me explico algunos comportamientos, individuales,
sociales y políticos. Y seguro que yo he tenido de esos también, no se trata de dar
lecciones a nadie.

Tengo la sensación de que salvo que nos haya tocado de cerca, pronto pasamos de esa
preocupación anestesiada a otro tema y seguimos con nuestra vida. Lo cual es normal,
no podemos estar siempre agobiados por todo, y tenemos casi infinitos motivos para
hacerlo. Total, ¿qué podemos hacer?

Te decía al principio que ha habido dos motivos que me han impulsado a este capítulo. El
primero, este ensayo de Koestler. El segundo, un durísimo podcast que escuché hace
también unas semanas. Se llama ​Buscando una luz y en él ​Fran Izuzquiza narra la
batalla de su padre con el COVID. Es tan duro como recomendable. Cuando lo escuchas,
creo que es inevitable hacer ese clic mental que conecta las cifras con las personas y, por
unos segundos al menos, ser mucho más consciente del sufrimiento real de muchos. Eso
que decía Koestler de que ​las estadísticas no sangran.

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Y aunque quizás lo haya parecido, en realidad no pretendo que este capítulo sea una
reflexión sobre el COVID. No es eso en absoluto. Es más, no tengo claro que sea una
reflexión sobre nada. No sé ni si lo que estoy diciendo tiene demasiado sentido.

Si llevas tiempo escuchando kaizen, sabes que soy un defensor del progreso que la
humanidad ha hecho, especialmente en los últimos 200 años. Y tiendo a ser optimista
sobre nuestra capacidad para resolver problemas cada vez más complejos.

Pero a la vez, las reflexiones de Koestler o el podcast de Fran, han sido para mí como
asomarme a uno de esos espejos que a veces nos muestran nuestro lado menos
favorecido.

Porque sinceramente el COVID me preocupa, pero creo que, de una forma u otra, por la
vía de la vacuna o de una mezcla de inmunización y nuevos tratamientos, acabaremos
controlándolo. De la misma manera, podemos afrontar crisis económicas, división política
y hasta barbaridades que no quiero ni nombrar, como lo hemos hecho en otros
momentos de nuestra historia. Con un sufrimiento inmenso, eso sí, que no podemos
banalizar.

Lo que pasa es que cuando intento unir los puntos que llevan desde aquí hasta cómo
vamos a afrontar retos realmente existenciales, como el Cambio Climático, me quedo en
blanco. Me quedo con la misma ​sensación de anestesia colectiva de la que te hablaba
antes. Sí, algunos nos gritan desde la maleza, pero no tengo claro que les escuchemos. Y
cada vez que lo pienso, lo único que me viene a la cabeza es un fragmento de Dune, la
novela de Frank Herbert:

“Vinimos de un mundo paradisíaco para nuestra forma de vida. No existía


la necesidad de construir un paraíso físico o mental... lo teníamos a nuestro
alrededor. Y el precio que pagamos era el precio que los hombres siempre
han pagado por llegar al paraíso: nos acomodamos, perdimos nuestro
temple.”

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