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Belladona

(Otra investigación de Manuela López)


Julia Briz
Título: Belladona
Serie: Mirada Perdidas, volumen 2.
© Julia Briz, 2021

ISBN: 9798775218690
Primera edición: diciembre 2021
Independently published

Diseño portada: Isabel Mora


Corrección: Maribel Abad

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Índice de contenido
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Epílogo
Agradecimientos
Sobre la autora
«La curiosa paradoja es que cuando me acepto
tal como soy, entonces puedo cambiar».
Carl Rogers
1

Los cristales del coche estaban cubiertos de vaho a causa de la diferencia


de temperatura entre el interior y el exterior del vehículo. Manuela detuvo su
todoterreno gris perla en un saliente del camino y observó en silencio el
bosque de pinos que la rodeaba, azotado por la lluvia.
Abrió la puerta con cuidado para que el viento no la empujase y puso un
pie en el suelo. El tacón de aguja bajo sus botas se introdujo en el barro casi
cinco centímetros. Suspiró, aún apoyada en el asiento, y alzó la vista hacia las
estrellas con una mueca de enfado: «Maravilloso, Antares, maravilloso». El
agua helada, que caía de costado, impactó en su rostro. «Ya que estoy
aquí…», se resignó, recogiéndose la melena en un moño. Salió del coche y se
hundió en el lodo casi hasta el tobillo, mientras se dirigía hacia el maletero.

—¡Por Cristina!
El tintineo de siete copas de champán destacó sobre la música, ya
atronadora, del restaurante. La sala, que apenas un par de horas antes parecía
un restaurante tradicional, se había transformado en una discoteca al sonar las
doce, como muchos locales de moda de la capital, y a esa hora las copas y los
cócteles ganaban ya a los rezagados que seguían apurando el postre.
—¡Felicidades, mi amor! —Raúl se bebió de un trago su copa y besó con
ternura a su mujer en los labios.
—Por muchos más —le susurró Manuela al oído mientras la rodeaba con
el brazo.
—¡Que hable, que hable! —Reyes elevó el tono por encima de las
felicitaciones, golpeando su copa con una cuchara.
—No hace falta… —Cristina se sonrojó.
—¡Sí, que hable! ¡No todos los días se cumplen cuarenta y cinco! —
Animó Isabel frente a ella.
—Chicas, de verdad…
—¡Vamos, rubia, no te resistas! —Manuela le guiñó el ojo, cómplice.
Todo el grupo comenzó a golpear la mesa con las manos.
—Vale, vale… —suspiró, dándose por vencida—. Ya sabéis que no me
gustan estos momentos. Muchas gracias a todos por compartir este día
conmigo. Estoy encantada de teneros aquí y no desearía estar en ningún otro
sitio. —Cristina rellenó su copa y la levantó de nuevo—. ¡Por nosotros!
—¡Por nosotros! —Los siete volvieron a brindar.

Tras comprobar, abrumada por su propio desorden, que en el maletero


repleto de ropa no tenía ningún calzado adecuado, se puso la capa
impermeable de la Policía Nacional sobre la ropa y, maldiciendo la llamada
del comisario Antares, se dirigió con paso firme por la pista forestal hacia las
luces de la Guardia Civil.

—Como tu mujer siga bebiendo, no te la llevas ni a gatas. ¡Está desatada!


—Manuela se acercó a Raúl con dos tercios en la mano.
—La tuya tampoco es abstemia —cogió la cerveza que le ofrecía su
amiga.
Manuela sonrió mientras observaban a las dos mujeres, que bailaban sin
freno en el centro de la pista.
—Voy a echarle un ojo a Isabel. —Manuela buscó la melena rojiza de la
psicóloga.
Raúl asintió y Manuela fue hasta ella, cabizbaja en la barra, dando vueltas
a su daiquiri de fresa.
—¿No bailas? —preguntó. Apoyó la barbilla sobre su hombro.
—No me apetece —contestó, centrada en el contenido de su copa.
—¿Estás bien? —se interesó, extrañada. Cogió posición junto a ella en la
barra.
—Sí, no te preocupes. —Sonrió con amargura y acarició la mano de
Manuela—. Estoy un poco revuelta, no le quiero aguar la fiesta a Cris.
Manuela buscó la respuesta en los ojos azules de la psicóloga, chispeantes
entre infinitas pecas, pero más apagados que de costumbre. La vibración del
teléfono en el bolsillo interrumpió su interrogatorio. Miró la pantalla con
pereza y lo dejó bocabajo junto a la copa.
—¿No piensas cogerlo? —preguntó Isabel.
—No pensaba, la verdad…
—Pues están insistiendo.
—Es Antares, ni una puta noche me deja en paz.
—Yo lo cogería. —El teléfono seguía vibrando, impaciente.
—No intentes distraerme, ¿te pasa algo o no? —Volvió a centrarse en la
mirada triste de su amiga.
—No, de verdad, cachorro, estoy bien. Ya hablaremos más tranquilas. ¡Y
coge el puto teléfono, que me estoy poniendo histérica!
—¡López! Sí, comisario, me pilla despierta. —Le hizo un gesto de burla e
Isabel sonrió—. ¿Ahora? Hombre, ya supongo que es urgente o no me habría
llamado… ¡Qué remedio! Voy para allá.

—Buenas noches, soy la inspectora López, Policía Nacional. —Manuela


le enseñó su placa a dos guardias civiles de uniforme que guardaban el paso a
la escena con el coche oficial cruzado al fondo del embarrado camino.
—Buenas noches, creo que la están esperando. Están los de la UCO al
mando, pregunte por allí. —Señaló un grupo de gente cien metros más
adelante.
Manuela intentó acelerar el paso, para subir con dificultad la última y más
empinada parte de la pista forestal sin preocuparse ya del estado de sus botas.
—Hola, guapa, ¿te has perdido? —Una voz a su izquierda interrumpió su
ascensión—. Sí, tú, la del moño. No te hagas la despistada, chati.
Manuela se giró por completo hacia el desconocido con estupor.
—Perdona, ¿te estás dirigiendo a mí? —preguntó muy seria.
—¿A quién si no, cielo? —contestó el extraño con media sonrisa—. ¿Has
visto a alguna otra belleza por aquí?
Manuela observó al desconocido: botas de punta, de caña baja; pantalones
vaqueros desgastados, cerrados con una hebilla gigante en forma de
cornamenta de toro; melena rubia, empapada, barbita de tres días y una
sonrisa demasiado segura de sí misma. Como respuesta, Manuela le devolvió
el gesto con desdén, pero, antes de contestar, su mirada se posó en las letras
amarillas sobre su chaqueta: UCO. Decidió no empeorar las cosas con el
comisario Antares; ya lo había mandado a la mierda dos veces en la última
hora y tampoco era cuestión de abusar.
—Soy la inspectora Manuela López —arrancó, al fin, sosteniéndole altiva
la mirada—. Al parecer, soldaditos, necesitáis ayuda con una investigación.
—¿Y nos han mandado una Nancy detective? —Rompió a reír, burlón,
mientras sacaba con la boca un cigarro del paquete que llevaba embutido en
el bolsillo trasero del pantalón—. Espero que estés en garantía, guapa, porque
se han debido confundir en la tienda con la ropita que te han puesto.
—¿Tú eras…? —Manuela volvió a contener la lengua con una sonrisa
helada.
—¡Soler! —Una voz autoritaria que se aproximaba interrumpió su
conversación—. ¿Qué hace?
—Disculpe, coronel. —El desconocido lanzó el cigarro al suelo y se
cuadró ante un oficial uniformado con muchas condecoraciones en el pecho.
—¿Usted quién es? —preguntó educado el coronel, que ya había llegado a
su altura.
—Inspectora López —respondió, tendiéndole la mano con seguridad—.
Me llamó el comisario…
—La esperaba —la interrumpió—. Coronel Puell de la Vega. Veo que ya
conoce al capitán Soler. —Manuela volvió a mirar, descarada, al
desconocido, que se mantenía en segundo plano—. Siento las molestias,
inspectora. Creí necesario que se personara alguien de la judicial. Quizá no
sea nada, pero siempre es mejor estar preparado desde el principio en estos
casos…
—No hay problema, coronel. El comisario Antares no me adelantó mucho
por teléfono.
—Mejor. Hay que ser precavido. Acompáñeme. Soler la pondrá al día.
Con grandes zancadas, el coronel Puell avanzó hacia una caravana situada
en un pequeño claro bajo los pinos. Bien cuidada, con barbacoa y jardín,
parecía que el propietario la utilizaba de manera habitual. El trajín de
diferentes cuerpos de seguridad en torno a la vivienda llamó la atención de
Manuela. Además de la Unidad Central Operativa, distinguió al personal de
Información de la Guardia Civil e incluso a algún compañero de Inteligencia
Criminal, que la saludó levemente con la cabeza al pasar. Demasiadas siglas
de demasiados cuerpos para un coche abandonado. El desconocido se situó a
la altura de Manuela, que no podía avanzar al mismo ritmo por el camino de
tierra.
—¿Te ha comido la lengua el gato, Capitán Trueno? —susurró con
sarcasmo.
—Te aconsejaría prudencia con el coronel. No es de los que aguanta dos
bromas.
—Cuéntame, entonces, que no tengo toda la noche para hacerte de
canguro.
—¿Qué sabes? —preguntó mientras seguían a Puell por el pinar. El
coronel dejó la caravana a su derecha y cogió un camino entre los árboles.
—Poca cosa. Que habéis encontrado un coche y solicitado colaboración a
la Policía Judicial.
—No es un coche cualquiera… —Soler se detuvo unos instantes y bajó el
tono.
—No soy ciega, soldadito —contestó Manuela con suficiencia—. Ya he
visto que habéis convocado a más gente que el Ministerio del Interior en la
copa navideña.
2

»Las dos mujeres se enfrentaron a menos de un palmo de distancia.


»—La gente puede cambiar —susurró, disimulando su tono de voz
excesivamente agudo—, aunque tú no seas capaz de comprenderlo.
»—¡Claro! Estoy segura. La gente puede cambiar; un bicho malo
como tú, lo dudo. —Conteniendo la ira que le provocaba su sola
presencia, dio media vuelta y la golpeó en el hombro al abandonar la
estancia—. Adiós, que te vaya muy bien lo más lejos posible de aquí.
»Con los ojos inyectados en sangre, la mujer metió la mano en su
bolso y sacó un pistola que apuntó con decisión a la espalda de su
víctima.
»—Ni se te ocurra dar un paso más —dijo, altiva.
»—Creía que serías incapaz de superarte —contestó la encañonada
con nostalgia—, pero mírate. De la irritabilidad, el frenesí y la ignorancia
has pasado a querer ser una asesina. —Aplaudió con vigor. Sus palmadas
retumbaron en la habitación.
»—Siempre has conseguido sacarme de mis casillas —respondió la
agresora, exaltada—. Esa media sonrisa y esa actitud de superioridad…
¡Vamos, para dentro!
»Con el cañón indicó que volviera al interior. Esta siguió sus
instrucciones sin perder el contacto visual. La mujer sujetaba el arma con
ambas manos. Sus intenciones parecían no ceder y su víctima sentía que,
sin lugar a dudas, iba a disparar.
»—No lo hagas —murmuró, intentando leer en sus ojos delirantes—.
No merece la pena.
»—Ahora ya no eres tan soberbia, ¿verdad?
»Fuera de sí, mantenía el pulso firme. Se aguantaron las miradas
disimulando el miedo.
»—No creo que merezca la pena matar a alguien solo por orgullo.
»—En eso nos parecemos. —La mujer dobló el brazo e introdujo el
cañón en su boca.
»—¡Noo!

Sentada frente a su ordenador con las piernas cruzadas sobre la silla, como
si fuera un buda meditando, la inspectora Jess Mars redactaba un informe
para cerrar el expediente de su último caso. Como hacía siempre para
concentrarse, de forma involuntaria, mordisqueaba el palo de plástico para
remover el café de la máquina.
Se había despertado pronto esa mañana, quería cerrar toda la burocracia
pendiente aprovechando la quietud de la comisaría. Absorta en su trabajo, no
se dio cuenta de que sus compañeros iban ocupando sus mesas. El inspector
David García la rescató de su ensimismamiento.
—Buenos días, Jess. Has madrugado.
—Buenos días —respondió, amable—. Sí, tenía que avanzar. Tengo
papeleo para un mes por lo menos.
—Es lo que tiene tener una compañera hiperactiva —comentó,
despreocupado, y se alejó hacia su sitio.
Jess amagó una sonrisa pensando en su compañera, mientras buscaba algo
con lo que recogerse el pelo, aún mojado por la lluvia. Abrió el cajón y
encontró un sobre misterioso con su nombre: «Inspectora Mars». Extrañada,
miró a su alrededor y lo abrió con curiosidad. Además de un puñado de
palitos de plástico para remover el café, encontró una nota: «Buenos días,
inspectora. A falta de otras opciones, espero que al menos estos palitos
puedan disfrutar hoy de tus labios».
Visualizó a Manuela preparando y escondiendo el sobre y fue incapaz de
contener una sonrisa nerviosa. Como cada vez que la veía, la miraba o la
sentía, advirtió el vacío en el estómago, el calor en las mejillas y el placer de
transportarse a otra dimensión, flotando en una nube. Se sonrojó, y tuvo que
taparse la cara con ambas manos y ocultar el mentón bajo el cuello vuelto de
su jersey.
—Buenos días, Jessy. —El subinspector Rojo, siguiendo la tradición,
intentó romper el momento.
Escondida tras sus manos, aún ruborizada y recreándose en todas las
sensaciones que Manuela conseguía hacer aflorar en su cuerpo, le molestó
tener que abandonar su maravilloso torbellino de emociones para hablar con
él.
—Buenos días, subinspector —contestó sin disimular su malestar.
—Le alegra a uno el día verte nada más llegar a trabajar.
—Me alegro. —Continuó mirando su pantalla del ordenador, abstraída en
sus propios pensamientos.
—¿Estás bien, Jessy? Te noto ausente.
—Mmm… —Lo miró, impotente, asumiendo que tenía que abandonar
todos los pensamientos maravillosos que le estaba proponiendo la nota—.
Una cosa —dijo al fin, muy seria—, no me gusta que me llamen Jessy.
—¡Vaya! —Se detuvo, extrañado—. Lo siento. Cada vez te pareces más a
ella. —Dolido, se alejó hacia su sitio—. Te está robando la alegría.
Jess volvió sobre su nota secreta, recuperando la sonrisa de adolescente
que en los últimos meses era incapaz de camuflar. «Si tú supieras todo lo que
me roba…», pensó, adentrándose de nuevo en su mundo imaginario de
placeres.
En la lejanía, procedente del ascensor y amortiguado por la lluvia, creyó
reconocer el inconfundible sonido de un taconeo enérgico. Antes de que se
diera cuenta, la inspectora jefa Manuela López irrumpió en la oficina como
un vendaval.
Vigorosa, con una seguridad insultante, muy erguida y cabeza alta, encaró
el pasillo con su habitual actitud de superioridad, levitando sobre el resto de
los mortales. Se detuvo un segundo en la puerta abierta del despacho de su
amiga Isabel Atienza, psicóloga de la unidad. La pelirroja le hizo un gesto
cariñoso desde su sitio que relajó su expresión. Manuela devolvió el saludo
con una minúscula inclinación de cabeza.
—¿Todo bien? —preguntó la inspectora en un murmullo.
—Todo bien, pesada… —La psicóloga silabeó con exageración la última
palabra.
Jess observaba el momento, transportándose a su primer día en la
comisaría. Solo habían pasado seis intensos meses, pero su vida había dado
un giro de trescientos sesenta grados: cambió de ciudad y, sin apenas tiempo
para adaptarse a su nueva situación, se encontró investigando un caso de
torturas y asesinatos a la carta, con tantas ramificaciones que tuvo que
intervenir la Interpol y que, a la espera de juicio, aún no habían cerrado por
completo. Personalmente, la evolución había sido aún mayor, al dejar atrás su
caótica vida sentimental para enamorarse de su compañera.
Recordó la primera vez que vio a la inspectora López; había entrado en la
comisaría como un huracán, arrogante e inaccesible, repitiendo la liturgia de
esa mañana. Rememoró sus sensaciones contradictorias cuando le
confirmaron que sería su compañera: inquietud, emoción, miedo,
nerviosismo. Las diferentes fases por las que había pasado mientras «la
inspectora López» se convertía en Manuela: indiferencia, desprecio, deseo,
necesidad de conocerla y, por su puesto, placer. No pudo evitar exagerar la ya
sempiterna sonrisa de su rostro al acordarse de su primer beso, fogoso y
delicado a la vez, sobre la mesa de juntas de la comisaría. Acarició de nuevo
su sobre, evocando el último trimestre, y comenzó a mordisquear traviesa uno
de los palitos mientras la observaba.
Manuela endureció la expresión y siguió su camino. Cuando pasó junto a
Jess, que la devoraba en silencio, se detuvo un instante, apenas perceptible, y
llevó la mirada hasta el palito entre sus labios.
—Cinco minutos de tortura y te pongo al día. —Señaló hacia su despacho.
Retomó el paso y le guiñó el ojo con sutileza. Jess notó una convulsión
cuando las mariposas de su estómago enloquecieron. Antes de llegar a la
puerta del despacho, el subinspector Rojo interceptó a Manuela.
—Inspectora López, ¿tiene un minuto?
—Tengo prisa. ¿Qué quieres? —respondió sin apenas reparar en él.
—¿Le han dicho que hemos vuelto a tomar huellas del arma? Parece que
hemos encontrado una parcial…
Manuela, más pendiente de su móvil que del subinspector, se apartó con
menosprecio, reflexionando sobre lo extraño que era aquel hombrecillo
siniestro. Alto, desgarbado, medio calvo, con la mirada perversa y
protagonista de todas las conspiraciones de la comisaría, le generaba
desconfianza. No sabía muy bien por qué, pero le recordaba a Gargamel, el
villano de los pitufos. Se dio cuenta de que seguía describiendo su trabajo de
la última semana y lo detuvo en seco.
—Vamos a ver, Rojo, a ver si consigo que lo entiendas usando solo el
castellano. Te lo he dicho quinientas veces —vocalizó despacio, templando
su tono de voz—: no me interesa que me narres tus gestiones, no reparto
chucherías, ni puntos, ni positivos. Así que ponte a trabajar y deja las intrigas
palaciegas de una puta vez.
Sin esperar respuesta, abrió la puerta de su despacho y desapareció.
Manuela esperaba impaciente a que el comisario Antares terminara de
hablar. Enumeraba casos antiguos sin ningún criterio aparente. Su cadencia
de voz, uniforme y pausada, invitaba a desconectar de la conversación. No
estaba muy segura de dónde quería llegar. Perdida en sus propios
pensamientos, buscó la complicidad en los ojos del inspector Vaamonde, que
fingía atender a las palabras de su jefe.
Antares parlamentaba, con el traje mal planchado y el pelo alborotado,
paseándose entre las dos mesas, en esa frontera invisible que dividía la
estancia en dos mitades contradictorias. A un lado, Manuela y su caos:
expedientes, pruebas y fotografías cubrían por completo la superficie de su
escritorio. Frente a ella, la escrupulosidad de Vaamonde, aseado, ordenado y
perfeccionista. El comisario se sentó entre ambos y siguió con su monólogo.
Manuela buscó, sin éxito, algún resto de café en los vasos desperdigados
sobre su mesa.
—¡Antares! —interrumpió de pronto, falta de cafeína en sangre,
retorciendo con fuerza el capuchón del rotulador que tenía en la mano—.
¿Podemos centrarnos? No tengo todo el día. —Vaamonde disimuló una
sonrisa al observar al comisario, que parecía haberse quedado enganchado
entre dos ideas—. Concluya… —insistió Manuela.
—Sí. Hay mucha gente importante implicada. Quieren respuestas rápidas.
¿Cómo está el caso, López? —preguntó al fin, con la mirada fija sobre ella.
—¡No hay caso! —respondió con voz áspera—. Ya se lo he dicho. Es una
pérdida de tiempo.
—Ha fallecido un compañero, y hasta que se esclarezcan los hechos y yo
lo diga, hay caso. —Intentó elevar el tono para reforzar su argumento—. Y es
un caso prioritario en esta unidad.
—¡Ja! —Manuela colocó los pies sobre la mesa y se relajó en su silla—.
Desde luego no era compañero mío. Era un político, como usted. No hay
ninguna prueba que indique que la muerte no se produjera de manera natural.
Los soldaditos de la UCO están en ello y no están muy contentos con que
andemos husmeando en sus cosas. El señor murió en su cama. Sin autopsia.
Lo enterraron. Unos días después encontraron su coche en una pista forestal y
los políticos se pusieron muy nerviosos. ¡Muy bien! No hay nada de nada.
Caso cerrado.
—El excomisario Echauri prestó cuarenta años de servicio al cuerpo y ha
muerto en extrañas circunstancias, es una prioridad para la dirección y vamos
a investigar por qué. —Antares se encaró con Manuela—. ¿Está claro?
—¿Por qué es una prioridad para la dirección o por qué ha muerto? No me
queda claro, comisario… —Manuela creció varios centímetros en su silla
mientras le aguantaba la mirada.
—Os quiero a los dos en esto. —Antares evitó responder a las
provocaciones, volviéndose de nuevo hacia la puerta—. Es una operación
conjunta con la Guardia Civil y espero colaboración.
—¡Vamos, más recursos, que andamos sobrados!
—Hay una reunión de alto nivel en la Secretaría de Estado pasado
mañana. Os quiero allí a los dos. Os pido cooperación máxima y no quiero
problemas. —Miró de soslayo a Manuela—. ¿Está claro, López?
—Clarísimo —vocalizó en exceso para zanjar el tema.

Mientras introducía las monedas en la máquina de café, Manuela pensaba


en el no-caso del excomisario Echauri: uno de sus hijos había denunciado la
desaparición y dos días después lo encontraron muerto en su casa de
Manzanares del Real, en la sierra madrileña. Recién jubilado, parecía una
muerte prematura por causas naturales. Tenía patologías previas, no le
hicieron autopsia y se certificó su muerte por fallo cardiovascular; infarto
masivo. El tema se complicó unas noches atrás, cuando un senderista
encontró el coche en una pista forestal junto al embalse, y comenzaron a
sonar todos los teléfonos de los altos cargos de la Policía y la Guardia Civil.
El excomisario Echauri había sido Comisario General de Información y sabía
muchas cosas. Todo el mundo se puso nervioso y el teléfono de Manuela
también sonó, sacándola del cumpleaños de Cristina y llevándola a un pinar
en medio de la nada.
Apoyada en el quicio de la puerta, Jess observaba a su compañera, perdida
en sus reflexiones mientras daba vueltas al café. Se aproximó a ella por la
espalda y le susurró al oído:
—Buenos días, inspectora.
Manuela se dio la vuelta despacio, apoyándose en la barra con los codos y
disfrutándola en silencio. Jess se acercó un poco más, hasta casi rozarla.
Manuela se mordió el labio solo un instante y dibujó su sonrisa irresistible:
amplia, sexy, transparente.
—Buenos días, Mars.
Se miraron a los ojos con un deseo irrefrenable.
—He visto tu nota… —apuntó coqueteando.
—¿Ah, sí? —Manuela entrecerró los párpados—. ¿Y qué te ha parecido?
—Mmm… —Se tocó el pelo, inclinándose hacia el oído de Manuela—.
Muy interesante…
Cogió el palo del café, humeante aún sobre la mesa, y se alejó un paso de
ella mientras jugueteaba con él. Manuela exageró la sonrisa, suspirando,
notando el calor en sus mejillas.
—Era la intención.
—«Hoy» es muy largo, igual alguien más puede disfrutar de mis labios…
—No me tortures. Hoy es jueves.
—Tú verás. La noche también puede ser larga.
Las voces de un grupo de agentes que se acercaban las interrumpieron.
Jess forzó una caída de ojos y, dándose media vuelta, se alejó. Manuela la
devoraba con los ojos, excitada. El sonido del teléfono la devolvió a la
realidad.
—¿Qué pasa, cerdo? —Descolgó animada al ver que se trataba del
excomisario Tamayo.
—Hola, cabezona. ¿Cómo estás?
—Aquí, ya sabes, defendiendo el fuerte y haciendo el idiota, a ver si sale
algo interesante por el camino.
Se acordó de la conversación con Antares y echó de menos al
excomisario. Tamayo había sido su mentor, amigo y casi padre espiritual. Lo
cesaron, junto a su excompañero Andrés Ramos, por un asunto turbio con
Asuntos Internos hacía más de un año. Llevaba ya seis meses trasladado al
ostracismo de la Comisaría de Alcorcón, esperando a jubilarse, mientras
llevaba casos de poca monta para entretenerse.
—¿Molestando mientras no tienes nada que hacer? —Se interesó el
excomisario.
—Todo lo que puedo. ¿Tú qué tal? ¿Has ayudado a alguna anciana a
cruzar la calle?
—Pues no te lo vas a creer, pero tengo algo medio interesante.
—¿Qué me dices? —exclamó, sorprendida—. ¿Has bajado un gatito de un
árbol?
Tamayo rio a carcajadas.
—Eso ya lo hice la semana pasada. Tengo una muerte en extrañas
circunstancias.
—¡Bueno! ¿Homicidio? Cuéntame.
—No es gran cosa, no creas. Un empresario local de gestión de residuos
apareció muerto en su despacho, parece que por causas naturales, pero… no
sé, no me huele bien.
—Ya —contestó, desilusionada—, un empresario que se cuidaba poco y
con estrés: ataque cardiaco.
—Sí que era gordo, pero no me cuadra que muriese de forma natural en el
silencio de su oficina, no sé.
—Indaga, indaga, por lo menos te mantienes activo, que se te va a quedar
el cerebro como una ameba.
—Estoy esperando los resultados de toxicología, estoy hasta nervioso.
—No me extraña. Comemos la semana que viene, si quieres, y me
cuentas.
3

Manuela llamó al timbre varias veces mirando el reloj. Cristina abrió la


puerta.
—Lo siento, llego tarde, pero solo veinte minutos, y traigo vino —
excusándose, besó con cariño a Cristina.
—Hola, cielo —le acarició el pelo al pasar.
Se dirigió a la cocina americana que daba al amplio salón abierto. Reyes e
Isabel parloteaban en los sofás en torno a unas copas de vino. Buscó una
cerveza en la nevera, mientras Cristina, ejerciendo de anfitriona, se acercaba
a ella.
—¿Todo bien?
—Muy bien —contestó con una sonrisa exagerada.
—Me encanta verte así. —Le enmarcó la cara con las manos.
—A mí también.
—A ver, cachorro —voceó Reyes desde el sofá—, si vamos a criticarte,
no puedes llegar tarde; por la espalda no tiene gracia —canturreó golpeando
los cojines, indicándole dónde sentarse. Cristina llegó con unos aperitivos y
se acomodó frente a ellas.
—¿Cuánto tiempo calculáis que va a durar a esto? —preguntó Manuela,
resignada.
—Lo que sea necesario, ¿verdad, Isa?
—Totalmente, o hasta que pierda interés, que hoy por hoy no es el caso.
—Isabel se unió a Reyes para practicar su deporte favorito: batalla dialéctica
con Manuela.
—Entonces, cuéntanos, ¿cómo va la campaña?
—¿Qué campaña? —Manuela abrió otro botellín de Mahou.
—Hija, la campaña. ¿Seguimos en fase de cortejo? Por tus ojillos diría que
sí.
—No lo sabes tú bien, Reyes. En pleno ritual de seducción está el
cachorro; ya sabes, volviendo loca a la pobre chavala.
—¡Cuéntamelo todo! ¿Le escribe poemas? ¿Está en modo amor
arrebatado? —Reyes forzó la sobreactuación sobeteando a Isabel.
—Todo el paquete, la campaña completa: las miradas, los roces, la
sonrisa, los detalles románticos… ¡Es tan empalagosa!
—¡Qué envidiosa eres! —se defendió Manuela.
—Un poco sí, la verdad. —Todas rieron.
—No creo tampoco que tengas que desvelar información confidencial que
te hayan contado otras fuentes. —Un leve rubor sonrojó las mejillas de
Manuela.
—¿Qué dices? —intervino Reyes, irritada—. Aquí no hay secretos, Manu.
—Amada Jess —Isabel se incorporó solemne, cogiendo el botellín
acabado de Manuela y usándolo de micrófono—, cuando te miro a los ojos se
me pasan los enojos…
—… Cuando siento tu presencia —continuó Reyes, declamando
emocionada con la mano en el pecho—, me sacudo con violencia…
—¿Es amor esto que siento? —Isabel se acercó a Reyes, melosa.
—Sí, soy tu medicamento.
Las dos fingieron un beso apasionado, cayendo abrazadas sobre el sofá.
Manuela les lanzó un el paquete de tabaco.
—Sois idiotas.
Conocía a sus amigas y sabía que las bromas en torno a su relación
durarían muchos meses. No le importaba, lo encajaba bien, aunque miró a
Cristina, que se carcajeaba discreta, con la esperanza de que le echara una
mano.
—¿Y qué tal en el trabajo? ¿Lo lleváis bien? —Cristina no podía evitar
preocuparse, aunque fuera sobre algo bueno.
—¿No te lo ha contado? —Isabel, sarcástica, exageró el tono de voz.
Cristina negó extrañada con la cabeza, mientras crecía el interés de Reyes.
—Se lo voy a contar, Manu. —Isabel la observaba, exigiendo su permiso.
Manuela se lo concedió con un leve movimiento de cabeza. Rendida,
encendió un cigarro—. Vuestra amiga ha decidido mantener la relación en
secreto.
Cristina y Reyes, con aspavientos, la interpelaron enérgicamente, como en
un interrogatorio. «¿Cómo?», «¿Qué?», «¿Por qué?» y «¿Eres idiota?» fueron
algunas de las frases que consiguió descifrar entre el griterío. Notaba sobre
ella la mirada reprobatoria de Isabel, que llevaba varias semanas intentando
hacer que rectificara.
—¿Y qué vas hacer? ¿Volver al armario a estas alturas de tu vida? —
Reyes no pensaba darle tregua.
—No tiene nada que ver con eso. No quiero que la gente de la comisaría
sepa que estamos juntas, punto.
—Te estás equivocando, Manu. ¡Eres tonta! —Reyes se unió a los
reproches de Isabel.
—Puede ser.
—Manu, cariño. —Cristina se dirigió a ella con ternura—. Lo que
tratamos de decirte es que deberías hacer lo correcto y pedir el cambio de
compañero. Las normas existen por un motivo.
—Mira, trata de escuchar, cachorro, hasta Cris está de mi lado.
—¿Y tú por qué no nos habías dicho nada? —Reyes se dirigió a Isabel—.
Ya sabes que en lo que a la vida se refiere, necesita que la orienten.
Manuela se evadió de la conversación, levantándose hacia la nevera. En lo
más profundo de su ser sabía que tenían razón y que si la relación se
consolidaba, lo más inteligente era pedir el cambio de compañera, pero no
quería hacerlo. Había tardado mucho tiempo en encontrar a una persona con
la que se compenetraba y disfrutaba trabajando, y no quería lanzar eso por la
borda. Además, tener una relación prohibida tenía sus ventajas y estaban
gozando mucho de ello: el morbo, la sutileza, la emoción de ser descubiertas.
Le vibró el teléfono en el bolsillo. Era Jess: «Me debes un beso desde esta
mañana». Una palpitación la recorrió de arriba a abajo.

»Un grupo de mujeres en torno a la treintena bailaban despreocupadas


en el centro de la pista de un club de aspecto refinado.
»—¿Otra ronda? —preguntó la más morena; claramente, la líder del
grupo.
»—No sé, ya es muy tarde —respondió su amiga. El resto del grupo la
apoyó.
»—¡Cada día sois más aburridas!
»—Yo puedo invitarte a una, a dos o incluso a tres más, guapa —
interrumpió un joven borracho, con la camisa arrugada y repleta de
manchas.
»—Mmm… —La mujer dio la espalda a su grupo y se centró en él—.
Suena interesante. ¿Tienes algo más?
»—Lo que tú quieras. Podemos quedarnos aquí o irnos a otro sitio que
conozco a dos calles, donde hay mucha más intimidad y otras sustancias
más divertidas. —El hombre posó su mirada, descarado, en el pecho
voluptuoso de su nueva amiga.
»Ella, eufórica, se humedeció los labios y notó como el calor le
recorría el cuerpo.
»—Me encanta la intimidad —dijo al fin, tras recorrer sus labios con
la lengua.
»—¿Qué haces?, ¿estás loca? —Una de sus amigas la cogió por el
antebrazo y la apartó de él.
»—Necesito divertirme y vivir —gritó por encima de la música,
exagerando sus movimientos de baile—. Tengo que desconectar. Si
vosotras no queréis, tendré que buscar nuevos estímulos.
»—Un día te va a pasar algo —insistió, preocupada, reteniéndola aún
por el codo—. ¿Has visto la pinta de bruto que tiene?
»—¡Qué va a pasar! Quien no arriesga no gana. Los animales son los
que más me gustan, todo pasión, sin preguntas, sexo en cualquier baño y
mañana no quieren saber nada.
»—Deberías cortarte, y más ahora, con la boda.
»—Qué tendrá que ver una cosa con la otra. —Se soltó de la mano de
su amiga con fastidio y, realizando unos movimientos sensuales, fijó su
atención en el hombre que aún la esperaba a unos pasos.
»—No te entiendo. Una mujer de tu posición. Con un prometido como
él, que te adora. No puedes seguir con este tipo de vida, si no, ¿por qué te
casas?
»—Porque es lo que la sociedad espera, Victoria —dijo muy seria,
deteniéndose en seco—. Porque no puedo ser respetada e influyente sin
tener una familia. ¿Qué quieren, que tenga un marido y la parejita para
poder quedar los domingos a pasear a los niños? Pues eso tendrán. Estoy
dispuesta a comprar también un perro si es obligatorio para los cánones
sociales.
»—¿Y te parece un motivo para tener hijos? ¿Ascender en el trabajo?
»—Ni mejor ni peor que cualquier otro. —Sin darse importancia, se
centró de nuevo en su pretendiente y, haciendo oídos sordos a los
consejos de su amiga, le introdujo la lengua en la boca.
Manuela observaba a Jess, que aún dormía echa un ovillo entre sus brazos.
La asustaba la fascinación que le provocaba aquella mujer. No quería
despertarla, llevaba un buen rato admirando cada detalle: la respiración
profunda, el calor que emanaba de su cuerpo, los pequeños gemidos al
cambiar de posición, su melena rubia ocupando la almohada.
Jess remoloneó entre las sábanas y, al encontrar la mirada de Manuela, se
acurrucó junto a ella. Le devolvió la sonrisa mientras disfrutaba de su cuerpo
musculoso. Percibió el final de la cicatriz en su costado, oculta bajo la ropa
interior; un recuerdo de su último caso.
—Buenos días —saludó Jess en susurros.
—Buenos días.
—¿Cómo has entrado?
—Tengo mis secretos. —Manuela elevó, sugerente, la ceja.
—Me hubiera encantado que me despertaras.
—Dejé volar mi imaginación.
—Mmm… —cerró los ojos para saborear la propuesta—. ¿Y qué pasó?
Manuela se acercó a ella, sugerente, recorriendo todo su cuerpo con los
dedos. Jess se estremeció de placer y acarició con sus labios la cicatriz junto a
la ingle. Manuela se abalanzó sobre ella para fundirse en un beso húmedo al
ritmo de sus caderas. El teléfono de Jess en la mesilla las interrumpió.
—No lo cojas.
—Es Vaamonde. —Jess se estiró para llegar hasta él.
—¡No me jodas!
—¿Sí?
—¡Que le den por culo a Vaamonde! —susurró, forcejeando para quitarle
el móvil.
Jess le tapó la boca con la mano, intentando concentrarse en la
conversación.
—No, señor, no se preocupe, estaba despierta, ¿qué necesita? —Afirmaba
con la cabeza escuchando el monólogo de su compañero, que a Manuela le
pareció eterno—. Entendido, nosotras lo retomamos. No se preocupe, aviso a
López.
Colgó, con Manuela desnuda sobre ella.
—García no puede seguir con un homicidio que lleva desde hace un par de
semanas. Ya está la autopsia, nos los quedamos. Vamos al Anatómico y
luego nos pone al día.
—Ufff —suspiró, perezosa.
—Venga, ¿no querías algo interesante?
—Se me ocurren cosas más interesantes. —Manuela retomó las caricias
sobre su cuerpo—. ¿Avisas a López?
—Qué remedio. La tengo todo el día encima.
Rompieron a reír y se perdieron bajo las sábanas.
4

Se dirigieron directamente al Anatómico. En el trayecto, Jess leyó el


informe que había redactado el inspector García. La víctima se llamaba
Sandra Jiménez, cuarenta y seis años, enfermera de urgencias; la encontraron
la madrugada del 1 de octubre en unos contenedores cercanos a una zona de
copas. Tenía moratones, marcas de ligaduras y heridas superficiales en las
extremidades. Vivía sola en el centro; los padres habían denunciado su
desaparición la noche del 25 de septiembre. Ese día ya no había acudido a
trabajar ni se había puesto en contacto con ningún amigo o familiar, por lo
que se investigó desde el principio como un secuestro.
—… la víctima presentaba una marca muy rara en el cuello. —Jess detuvo
la lectura y mostró el teléfono con una fotografía en primer plano de un
hematoma en forma de lazo.
—¿Qué es? —preguntó Manuela, alternando su atención entre la foto y la
carretera.
—No sé, es raro, parece la rozadura de un collar.
—Igual tenía uno puesto y quedó bajo el cuerpo. A ver qué dice Cris.
—¿Cómo lo ves? —Jess concluyó el informe y guardó el teléfono.
—El atestado no dice mucho. Hay que esperar a la autopsia. ¿Crimen
pasional? ¿Estuvo retenida? No lo sé.
El teléfono sonó en el interior del vehículo.
—¡López! —respondió, firme, Manuela.
—Hola, chavala, no sabía que los nacionales traíais ya bluetooth de serie.
Todo un avance.
—¿Qué quieres, Capitán Trueno? —continuó con hartazgo—. ¿Habéis
encontrado alguna tontería en el monte y necesitáis ayuda?
—Ya te gustaría volver al campo con tus botitas de «principesa». —Soler
mantenía el tono jocoso.
—En serio, ¿qué quieres? ¿Algún avance en la pantomima esta que nos
habéis colocado? —Manuela no estaba dispuesta a participar en el juego del
capitán.
—Mis superiores me indican que te llame para recordarte la reunión de
esta tarde. Puntualidad y etiqueta, inspectora.
—Allí estaré —murmuró, desganada—. Hay más gente implicada en esa
reunión que el operativo completo del G20.
Manuela colgó sin despedirse y aparcó en la puerta del Anatómico.
—¿Quién es? —curioseó Jess con la mirada perdida en el fondo de su
bolso.
—El tonto de la UCO que lleva la investigación de Echauri. Otro
gilipollas que no conocíamos.
Entraron en el edificio y se dirigieron al despacho forense. Cristina, que se
calentaba las manos con una taza de café recién hecho, se extrañó al verlas.
—Buenos días. ¿Qué hacéis aquí?
—¿No se puede venir ya a ver a una amiga sin cita previa? —Manuela se
acercó a ella y le dio un beso cariñoso en la mejilla—. Invítame a un café,
anda —dijo, mirando con anhelo la cafetera sobre la estantería.
—¿Llevas la misma ropa que ayer? —se entrometió la forense.
—Qué remedio. La de la top model me queda pequeña.
—No sé cómo la aguantas, Jess, cielo. ¿Quieres un café?
Cristina se levantó hacia la máquina e introdujo la cápsula. Jess se
aproximó a ella.
—Yo no me esforzaría. —Manuela se relajó en la silla y cruzó las piernas.
Aunque Cristina, efectivamente, no dejó que la ayudase con los cafés, Jess
se mantuvo de pie a su lado.
—¿Cómo estás? Me alegro de verte. —Cristina colocó con afecto el cuello
de la camisa de Jess.
—Bien; un poco hasta arriba, no creas.
—¿Mucho trabajo?
—Papeleo y hacer de niñera —puntualizó Manuela desde la mesa.
—¿Está hoy especialmente insoportable o soy yo? —Cristina continuó su
conversación con Jess.
—Está tensa por el caso con la Guardia Civil —susurró Jess mientras se
volvía hacia Manuela con dos cafés en la mano.
—Venga, ¡se acabó la charla! —las apremió Manuela, impaciente—. ¿Qué
tienes de Sandra Jiménez?
—¿Ese caso no es de García?
—Sí, pero parece que no puede seguir. Ahora es nuestro.
Cristina se sentó en la silla de su escritorio, buscando el informe entre sus
papeles.
—Me alegro. Te va a interesar, es todo un poco raro.
Las palabras de Cristina despertaron el instinto de Manuela, que se
incorporó, inquieta.
—Habla.
—¿Qué sabéis?
—Poco. Nada, en realidad. No hemos hablado con nadie. Mujer, mediana
edad, casi una semana desaparecida, aparentes signos de violencia y
retención.
—¿Por dónde empiezo? —La forense sacó una foto de la víctima, que
situó sobre la mesa. A Manuela, a primera vista, le recordó a su amiga,
aunque con algunos kilos de más. Sandra era rubia, elegante, altura media,
melena sobre los hombros y rasgos delicados—. Las ligaduras son evidentes
en brazos y piernas. Tiene laceraciones en las muñecas, juraría que de una
cuerda trenzada de nailon; encontré fibras que he mandado a analizar.
Hematomas por todo el cuerpo, pre mortem, de contusiones diversas, no
podría deciros con qué material. Las heridas de las piernas son más
intrigantes. —Cambió de fotografía y Manuela se incorporó sobre la mesa
para observar la imagen de cerca—. Múltiples cortes con algún objeto
afilado, sobre todo en las plantas de los pies y la zona exterior de las
pantorrillas; algunos más recientes y profundos que otros. Varias heridas se
infectaron, así que debieron hacérselas a lo largo de varios días, sin cuidados.
—¿Cómo crees que lo hicieron? —preguntó Jess, girando la imagen para
analizar todos sus ángulos.
—No lo sé, no lo había visto nunca. Tiene la gama completa de heridas:
profundas, desgarros, más grandes. Debió de ser con algún tipo de filo
metálico, pero no podría deciros con qué.
—Sobre la marca del collar, ¿algo que resaltar? —añadió Manuela.
—¿El rosetón en el cuello? Sí, eso también en curioso —reflexionó
Cristina, mostrándoles una imagen ampliada del hematoma—. Al principio
pensé en algo que se quedó debajo del cuerpo al fallecer, y que el rigor
mortis había hecho el resto. Pero al realizar la autopsia comprobé que era una
laceración, algún tipo de quemadura, ¿veis los bordes? —Las dos asintieron,
mirando la fotografía—. No tiene mucha explicación forense ni tuvo
incidencia en el fallecimiento. Pero sí, es curioso.
—¿Hora de la muerte?
—Unas seis horas antes de que la encontraran. Trasladaron el cadáver.
—¿Causa? —Manuela estaba intrigada.
—Paro cardiaco; tuvo taquicardias y algún microinfarto.
—¿Fue natural? —se extrañó de la respuesta de la forense.
—No sin una patología crónica previa. Presentaba fibrilación ventricular y
arritmias muy extremas para un corazón de su edad.
—¿Pupilas dilatadas? —preguntó Jess.
—Sí, como si hubiera consumido drogas.
—¿Cocaína? —continuó Jess, interesada.
—¿Murió de sobredosis? —cuestionó Manuela con el ceño fruncido.
—Sí, murió de sobredosis. Las taquicardias y arritmias le provocaron
fibrilación y colapso cardiaco. La sustancia, aún no lo sé. Estamos esperando
los resultados de toxicológica.
—¿Hubo abuso sexual? —Jess apuntaba compulsivamente en su cuaderno
de notas.
—Ningún indicio.
La cabeza de Manuela, que llevaba un par de meses sin ningún reto
interesante, hastiada en la burocracia, comenzó a calentarse y a engranar las
neuronas, despierto por fin su interés.

Manuela conducía absorta en la investigación de la muerte de Sandra


Jiménez. Los resultados de la autopsia habían puesto en alerta todos sus
instintos. Parecía un crimen pasional, demasiado cruel para tratarse de
cualquier otra motivación, aunque era extraño que no hubiera abusos. En
realidad, no conocían nada del caso: no estuvieron en la escena, no sabían si
ya había sospechosos, testimonios o cualquier otro indicio. Decidieron que
Jess se reuniera con el inspector García para ponerse al día, mientras Manuela
cumplía con los asuntos propios de su cargo y solucionaba unos temas
pendientes.
Detuvo el coche en una plaza de la barriada. Habitualmente llena de
grupos de ancianos echando una partida al sol y niños jugando al balón, ese
día estaba desierta por la persistente lluvia que parecía que no se detendría en
todo el otoño. Se bajó del coche y se dirigió hacia un restaurante en los bajos
del edificio. El aspecto del local era peculiar: un bar de barrio, recargado y
con mobiliario que no había cambiado en los últimos treinta años. Tras
saludar con la mano al camarero, recorrió la larga y estrecha barra hasta una
puerta al fondo, custodiada por un hombre con pinta de matón, pistola bajo la
sobaquera, vestido con un traje de línea diplomática desfasado.
—Hola. —dijo Manuela. El matón le respondió inclinando la cabeza—.
Peque me espera.
—¿Vienes sola?
—Sola y desarmada. —Levantó los brazos, socarrona—. Nos podemos
ahorrar el trámite.
—Tengo que seguir las reglas. —Le indicó que bajara los brazos con la
mano, excusándose.
—Lo entiendo. ¿Cómo está tu tía?
—Bien, gracias. Va mejorando. —El custodio, más relajado, dibujó una
pequeña sonrisa.
—Dale recuerdos de mi parte.
Sin responder, el matón abrió la puerta y agradeció sus palabras con un
apretón en el hombro. Ella le hizo un gesto de reconocimiento con la cabeza.
—¡Manuela! Deja al chico y ven aquí ahora mismo. —El bramido de
Peque desde el reservado atronó el local.
Manuela se apresuró a su encuentro. Peque, un hombre enorme, pasados
los cincuenta, con un diámetro desmesurado y proporcional a su altura, se
levantó de la mesa para recibirla. Manuela llegó hasta él y se fundieron en un
abrazo sincero.
—¿Qué tal, Peque? —Se sentó frente a él a la mesa, en la intimidad del
reservado.
—No me puedo quejar. ¿Tú? ¿Cómo te trata la vida? —Le hablaba con un
respeto casi paternal.
—Tampoco me puedo quejar, la verdad.
—Me alegro mucho. ¿No has traído a la rubia?
—La rubia está fuera de nuestros asuntos, ya lo sabes. —Manuela forzó
una sonrisa pícara.
—A tus órdenes, como siempre. ¡Y come, mujer! —Se levantó y sirvió
dos buenos platos de fabada del puchero que estaba sobre la mesa—. Que
cada día estás más raquítica, y a ver qué le digo al Sito cuando me llame para
interrogarme sobre cómo te he visto.
Manuela empezó a comer; disfrutaba con la compañía y las anécdotas de
Peque. Lo había conocido hacía más de quince años, cuando llegó a la
comisaría y le asignaron como compañero al inspector Andrés Ramos, el Sito
en la barriada. Ramos y Peque habían sido inseparables desde la infancia,
vecinos de toda la vida. Aunque el destino los había llevado por caminos muy
diferentes, seguían teniéndose el mismo aprecio y se ayudaban siempre que
podían. Cuando Ramos fue trasladado a Sevilla, Manuela tomó el relevo; le
tocaba hacer la vista gorda con sus actividades ilícitas si quería contar con
ellos y sus medios poco ortodoxos para resolver muchos casos.
Recordaba la primera vez que vio a Peque, con su figura imponente, más
joven y rebelde. Él siempre la trataba con respeto; de hecho, se había ganado
su afecto desde el primer día. Manuela sentía un profundo cariño y devoción
casi ciega por aquel hombre y su gente, era una de los suyos.
—El barrio parece tranquilo, hace tiempo que no oigo nada. —Tras la
fabada y los postres, ambos se sirvieron una copa.
—Bah, nuestras cosas. Luchando, es lo que toca, e intentando que nadie se
descontrole.
Manuela miró el reloj y se dio cuenta de la hora que era. Tenía varias
llamadas perdidas de la comisaría y las notificaciones del calendario le
recordaban, impertinentes, que llegaba tarde a la maldita reunión en el
Ministerio. Excusándose, se despidió con el mismo cariño con el que había
llegado. Al salir hacia la puerta, vio al fondo de la barra a dos gitanos. Uno de
ellos, el más alto, hablaba y gesticulaba exageradamente, sin parar; el otro
escuchaba sin mover un músculo. Se dirigió hacia ellos.
—¿Qué pasa, gitano? —Se les aproximó por la espalda, sobresaltando al
más alto y hablador; le dio una leve colleja en la nuca.
—¡Hombre, tenienta! Dichosos los ojos que te ven por el barrio. Creí que
te habían desterrao, como al Sito.
—¿Cómo estás? ¿La pierna? —Manuela se mantuvo de pie junto a él, con
el brazo apoyado en su hombro.
—Pues con esto y con aquello. Ya sabes, mis cositas, no me aburro. La
pierna, fuerte como la quijá de un burro. Qué te voy a contar, que dice mi
niña la mayor que ahora tengo sexpil, como los famosos. ¿Sexpil? A estas
alturas de mi vida…
Manuela sonrió, siempre había tenido predilección por el gitano. Tony y
su verborrea eran capaces de alegrarle el día.
—Mudo —saludó a su acompañante silencioso—. ¿Cómo vas?
—Bien. —Fue más expresivo con su gesto de cabeza; la inclinó tanto que
pareció realizar una genuflexión.
—El Mudo está siempre bien. —Tony siguió hablando—. ¿Cuándo lo has
visto tú mal, tenienta? No tiene problemas, como está soltero y no tiene
parienta, es más fácil. Ya tú sabes lo que te digo. ¿Quieres un chirimbolo,
por cierto?
—No, gracias. Tengo prisa.
—Tienes prisa, pero llevas aquí ya diez minutos. ¡Niño! —Silbó, gritando
al camarero—. Ponme dos chirimbolitos de lo mismo y una Mahou pa la
tenienta, que nos tienes aquí secos. —Volvió a dirigirse a Manuela—. Mira,
si quieres, te lo tomas y si no, me lo tomo yo. Una cosa, ¿dónde has dejado a
la maravilla esa que trabaja contigo?
—No es asunto tuyo. —Manuela cogió el botellín con brusquedad.
—Mejorando lo presente, me refiero, no te me encabrites, que estábamos
mu bien aquí charlando. Mu a gusto y mu tranquilitos. Bueno, al lío. ¿Algún
trabajito pa tu gente? Está la cosa mal, tenienta, no se mueve un leurete.
—¿Hay crisis en la delincuencia?
—¡Qué rápida eres, jodía! —se carcajeó Tony, dándole un manotazo a su
primo el Mudo en el brazo—. Crisis, dice, primo, la tenienta. Si es que
además es lista, la cabrona.

Francisco Vaamonde esperaba sentado en la mesa de caoba frente a la


gigantesca bandera de España que presidía la sala de reuniones del Ministerio
del Interior, tras el cartel que indicaba: «Unidad Central de Delincuencia
Especializada y Violenta». Paciente, tras sus gafas redondas y refugiado en la
pantalla de su tablet, observaba a los convocados, que casi habían ocupado ya
todas las butacas.
El repique de un campanario cercano marcó las cinco y, puntual, el
secretario de estado de seguridad apareció por la puerta del fondo, que daba
acceso directo a su despacho. La puerta principal se cerró, y el secretario
tomó asiento presidiendo la reunión, escoltado por dos consejeros que se
sentaron en sus flancos.
—Buenas tardes —saludó, centrado en sus papeles y con tono neutro, —.
Gracias por venir. Intentaré ser breve, ya que todos estamos muy ocupados.
Los he reunido hoy aquí porque, como sabrán, es una prioridad para el
Ministerio del Interior esclarecer los hechos que rodearon el fallecimiento del
excomisario Iñigo Echauri. Sé que no es habitual para ustedes colaborar en
este tipo de investigaciones entre Policía Nacional y Guardia Civil, pero las
circunstancias así lo han querido.
El chirriar de las bisagras de la puerta principal anticipó la llegada de la
inspectora López, que entró en la sala de reuniones con energía bajo la atenta
mirada de todos los presentes. Sin mudar su expresión engreída se sentó junto
a su compañero, haciendo un imperceptible gesto de saludo al coronel Puell,
situado dos sillas más allá.
—Llegas tarde —susurró Vaamonde con desaprobación, mientras el
secretario continuaba su discurso.
—Al contrario que estos oficinistas, yo estaba trabajando —respondió
Manuela con suficiencia.
—No empecemos.
—¿Tu jefe? —preguntó, más atenta al teléfono que a la reunión.
—No viene.
—Muchas siglas para él. Se estará haciendo caquita.
—Manuela… —la reprendió Vaamonde, con la mirada fija en el
secretario.
—Bueno, ¿qué han dicho? —Manuela analizaba a los convocados con
curiosidad.
—Nada. Está aún con las presentaciones: prioridad para Interior,
colaboración entre cuerpos, bla, bla, bla.
—¿El del peluquín es del CNI? —indagó Manuela sobre el hombre
atlético ubicado a su izquierda.
—Creo que sí, no tiene cartel. Muy sutil, ya sabes…
—¡Qué barbaridad! —Ahogó una carcajada frotándose las sienes y giró la
cabeza hacia su derecha. Se sentía observada. Los ojos oscuros y felinos de
una mujer la estudiaban desde la silla junto al consejero del secretario—.
¿Quién es? —murmuró, aguantando la mirada de la desconocida.
—Es nuestra —contestó Vaamonde, que prefirió esquivar la fuerza de sus
ojos negros—. Arteaga, Inteligencia Criminal.
—Patricia Arteaga —apuntó para sí misma mientras continuaban cruzando
las miradas, ajenas al resto de la reunión.
—¿La conoces?
—He oído hablar de ella. No le ponía cara.
—Tengo que cederle la palabra al coronel Puell de la Vega, de la Unidad
Central Operativa, quien, como bien saben, lidera esta investigación. —El
secretario de estado finalizó su introducción—. Coronel.
—Gracias, señor. —Puell se cuadró en la silla y, con voz marcial, inició la
exposición de los hechos—. Como bien ha indicado el señor secretario, el
caso Echauri está tomando forma a partir de la colaboración de diferentes
cuerpos, siguiendo diferentes líneas de investigación. Por un lado, está su
fallecimiento.
El quicio de la puerta principal volvió a anunciar la llegada tardía de uno
de los convocados. El coronel siguió con su monólogo sin disimular su
incomodidad, y el capitán Soler atrajo la atención de la sala.
—Perdón, estaba en medio de una operación y no he podido llegar antes
—saludó con su encantadora sonrisa.
—Tome asiento, por favor —contestó el secretario.
El capitán Soler se dirigió al único sitio libre, entre el coronel Puell y
Manuela, que le sonreía maliciosa.
—No sabía que era posible llegar más tarde que tú a una reunión en el
Ministerio —comentó Vaamonde.
—Le gusta destacar al muchacho.
—¿Me he perdido mucho? —preguntó Soler a Manuela, mientras el
coronel explicaba las líneas de investigación.
—¡Bueno, una fiesta! Justo pasábamos al baile cuando has llegado.
—Mmm… ¿Lento y en parejitas? —sondeó en tono sexy.
—Atento, Capitán Trueno, tu pareja te requiere —respondió Manuela con
sorna.
—¿Quiere añadir algo más, capitán Soler? —preguntó con tono firme el
coronel.
—Poco más, señor —balbuceó, cuadrándose en la silla, molesto por el
gesto burlón de Manuela—. Como bien ha dicho, no hemos encontrado
ninguna evidencia en el vehículo. Nuestros compañeros de inteligencia están
analizando la información incautada y esperamos, junto a operaciones de la
Judicial, ir avanzando según nos llegue nueva información. Como seguro les
habrá dicho el coronel Puell, lamentablemente, la operación no va a ser
rápida.
—Gracias, capitán —dijo el consejero a la derecha del secretario—.
¿Alguna pregunta antes de terminar?
Manuela se irguió en la silla y levantó la mano derecha. El consejero le
dio permiso para hablar con un leve gesto de cabeza.
—Inspectora López, UDEV —comenzó a hablar, incorporándose sobre
ambos codos—. Disculpen que me lance, quizá no está previsto que las
diferentes unidades aquí presentes tengan toda la información disponible. —
Detuvo su mirada apenas un instante en el señor fornido del peluquín—.
Entiendo que la UCO la está centralizando e irá requiriendo de nuestra
colaboración según la dirección en la que avance la investigación. —El
coronel Puell respondió a su pregunta afirmando con la cabeza—. Pero me
gustaría saber si, en este momento, con la información que manejamos,
alguien en esta sala tiene algún indicio de que la muerte de Iñigo Echauri no
haya sido natural.
Todos los presentes centraron muy serios su atención en el secretario de
estado, que, con la mirada fija en Manuela, escuchaba atento lo que el
consejero a su izquierda le susurraba al oído. Manuela se mantuvo
expectante, observando por el rabillo del ojo la sonrisa de complicidad que le
ofrecía la mujer de mirada azabache.
—Antares te mata —susurró Vaamonde.
—Inspectora López —comenzó el secretario—, muchas gracias por su
aportación. Ha hecho una pregunta muy acertada y que creo refleja a la
perfección nuestro papel aquí. Se trata de una investigación coral y, como tal,
iremos utilizando las sinergias que nos ofrecen los diferentes cuerpos para
conseguir una visión global del caso. —«Bendita política, Nancy», Manuela
oyó el murmullo de Soler. Lo ignoró, intrigada por la actitud de Arteaga, que,
frente a ella, forzaba ya una sonrisa exagerada a punto de mutar en una
carcajada—. Por supuesto, deseamos que así sea, que esto quede en nada y
podamos hablar en unos días de un lamentable fallecimiento por causas
naturales. Si me disculpan —concluyó el secretario—, tengo otra reunión. De
nuevo, les doy las gracias a todos y les ruego la máxima colaboración.
Tal y como había entrado, el secretario de estado y sus dos apéndices
abandonaron la sala. El resto se relajó y se formaron los corrillos. Manuela se
mantuvo sentada, atenta a los movimientos de la tal Arteaga, que departía
amigablemente con el hombre del peluquín.
—¿Tenías que preguntar? —la interrumpió Vaamonde.
—Esto no tiene ningún sentido, Paco. Ya te lo he dicho —respondió
Manuela sin prestarle atención.
—Veo que también te parece una pérdida de tiempo —comentó Soler.
—De tiempo no lo sé —respondió López mientras se levantaba y formaba
su propio corrillo con Vaamonde y el capitán—, de talento, seguro.
—Soy Francisco Vaamonde. No nos han presentado —dijo, tendiéndole la
mano a Soler.
—Perdón. Inspector Vaamonde —presentó Manuela con el brazo—,
capitán Soler.
—Supongo que te has quedado igual que estabas con esa brillante
explicación. —El rumor agrio de una voz femenina a su espalda hizo que se
irguiera.
—No entiendo —contestó, mientras se volvía.
—Lo entenderás —afirmó Arteaga, sacando una tarjeta de su bolso e
introduciéndola, misteriosa, en el bolsillo de la chaqueta de Manuela—.
Pásate luego por mi oficina.
Patricia Arteaga, aún con la sonrisa en sus labios, dio media vuelta y se
fue, bajo la atenta mirada de Manuela.

—¿Todo bien, entonces? —Kate intentó sonsacar a su hermana.


—Sí, todo perfecto —contestó Jess poco interesada, mirando por el
retrovisor.
—Sé que quedan dos meses, pero quería preguntarte por las Navidades.
¿Vais a venir? ¿Habéis pensado algo?
—¡Estamos en octubre, Kate! ¿No es un poco pronto para hablar de
Navidad?
Jess pensó en Manuela; nunca habían hablado de qué hacer en las fiestas
señaladas. Habían pasado unas horas por Mallorca en verano para estar con
su familia, pero no se había planteado que a partir de ahora tenía que tomar
decisiones conjuntas sobre compromisos y fiestas. ¿Qué haría Manuela en
Navidad? ¿Con quién la celebraría?
—¿Me estás escuchando, Jess? —insistió Kate, elevando el tono.
—Sí, sí. Es que se había cortado. Voy conduciendo.
—Que ya sé que es un poco pronto, pero por organizarnos. A mamá le
hace ilusión que vengáis y supongo que no podréis venir todas las fiestas, por
saber si pensáis en Navidad, Año Nuevo o Reyes.
—No lo hemos pensado. No sé ni si tendremos libre.
—Pues por eso te lo digo, enana. Para que le deis una vuelta.
Jess redujo la velocidad para girar hacia el parking, aún pensando en
Manuela y su ausencia de vida familiar. ¿Querría pasar las Navidades en
Mallorca con su familia? La imaginaba más en algún destino exótico.
—Hablo con ella y te digo, pero vamos, que no va a ser mañana.
A ella le apetecía ver a su familia, aunque fuera unos días. Jess intentó
aparcar en su plaza. Habían vuelto a dejar una moto junto a la columna y tuvo
que maniobrar, mientras seguía escuchando los reproches de Kate como un
murmullo de fondo. Por el retrovisor vio a Isabel, atenta a sus movimientos,
con una mueca burlona. Jess empezó a perder la paciencia.
—Kate, tengo que dejarte —interrumpió el monólogo de su hermana.
—Vale. Pero piénsalo, por favor. Hay que decirle algo a mamá.
—Lo pensaré, lo prometo. Un beso.
—Un beso, enana.
Jess colgó y se bajó del coche esperando el comentario de Isabel, que
seguía observándola.
—Venga, di algo.
—¿Ahora venís en coches separados? —preguntó, con una ceja levantada.
—Ja, ja. No. Tu amiga está en el Ministerio en una reunión —contestó.
Llegó a su altura y se dirigieron al ascensor.
—¿El cachorro está en el Ministerio sin supervisión? —dijo exagerando la
voz—. Pon las noticias, rubia. ¡Esto no me lo pierdo!

Manuela estaba en silencio, con la espalda formando un ángulo recto


perfecto con el respaldo de la silla. Brazos y piernas cruzadas, estudiaba
intrigada a Patricia Arteaga, que, con sus pupilas negras, no rehuía su mirada.
—Usted dirá, comisaria —comenzó Manuela con su sequedad habitual,
apretando la mandíbula.
—Tutéame, por favor —le pidió Arteaga, con la misma inquietante sonrisa
condescendiente que tenía durante la reunión en el Ministerio.
—Pues tú dirás, comisaria —repitió Manuela sin mover un músculo de su
rostro.
—Inspectora Manuela López —prolongó la sonrisa mientras abría un
cuaderno frente a ella—, he oído hablar mucho de ti.
—Mayoritariamente mal, supongo… —relajó un poco la expresión.
—¿Qué te parece el caso, además de una pérdida de talento? —Arteaga
hablaba muy despacio, con solemnidad y una seguridad en sí misma reflejada
de manera permanente en la media sonrisa irónica. Daba la sensación de que
todas sus palabras tenían un doble sentido y encerraban un misterio.
Manuela descruzó los brazos y se frotó la barbilla con el dorso de la mano,
analizando a la comisaria.
—Una pérdida de tiempo, una maniobra política, una operación de
blanqueo del personaje quizá, un procedimiento al menos sospechoso de las
unidades de información… —Manuela deslizó la mirada por el cuerpo de la
comisaria hasta llegar a su mano estilizada, que tomaba algunas notas
ilegibles—. No hay que haber estudiado en Harvard para darse cuenta de la
cantidad de cuerpos no operativos implicados: inteligencia criminal,
información de la Guardia Civil… ¿el CNI? —enumeró tranquila, intentando
leer las notas sin pudor.
—No me consta que hubiera nadie del CNI en la reunión.
—No me gusta que me utilicen, Patricia. ¿Puedo llamarte Patricia? —
Removiéndose en la silla con una sonrisa helada, se acercó mucho a la mesa
que la separaba de su interlocutora.
—Puedes —afirmó, pausada, la comisaria.
—Bien. Pues tú dirás, Patricia. ¿Qué hacemos aquí?
Patricia Arteaga se recostó en su sillón y cerró el cuaderno de notas,
leyendo cada centímetro del rostro de Manuela.
—Ya me dijeron que no serías un peón fácil.
—Si te refieres a que no me dejo comer para proteger la torre, te dijeron
bien.
—Es justo. —Sonrió con franqueza por primera vez en la conversación—.
Yo quiero algo de ti y tú quieres algo a cambio.
—Yo no quiero nada de ti. No me gustan los juegos de inteligencia. Solo
quiero entender por qué este caso, sin pistas, sin indicios y sin violencia
aparente, remueve los cimientos del Ministerio del Interior.
—Lo entenderás. En cuanto te explique. —La comisaria se incorporó y
caminó muy despacio por su despacho—. Tienes razón en tu planteamiento
inicial; más allá de un coche junto a una caravana de su propiedad que podría
haber dejado allí él mismo, no tenemos ningún indicio que sugiera que su
muerte no fue natural, accidental siquiera. —Arteaga tomó asiento en la silla
al lado de Manuela, cruzó las piernas, y relajó el tono—. El caso no es ese y
todos los presentes en la reunión lo sabemos, aunque algunos nunca se
atrevan a preguntar.
—Continúa —dijo Manuela volviéndose hacia la comisaria.
—Lo importante no es el quién, sino qué encontramos en la caravana. —
Hizo una pausa alzando la mirada hacia el techo.
—¿Qué encontraron? —preguntó Manuela con curiosidad.
—Llevo quince años trabajando en inteligencia —continuó Arteaga con la
mirada perdida hacia la ventana frente a ella—. Ya no sé si yo era así o si es
deformación profesional. No es fácil fiarse de la gente.
Manuela acercó la silla de la comisaria con su brazo izquierdo y bajó el
tono de voz.
—¿Qué encontraron, Patricia?
—Eres persuasiva. —Devolvió su atención a los ojos de Manuela, apenas
a un palmo de los suyos—. Me gusta. En la caravana, oculto en un doble
fondo, nuestro querido compañero guardaba cuarenta años de información
comprometida sobre políticos, altos cargos, empresarios y demás gente de
bien de este país. Ese es el caso y, como comprenderás, hay mucha gente
nerviosa.
—La información es poder —reflexionó Manuela con fastidio.
—Te lo he dicho: no puede uno fiarse de cualquiera.
—¿Por qué me lo cuentas? —preguntó, acercándose aún más a ella.
—He oído que sí eres de fiar —contestó, solemne.
Manuela sonrió; aquello reforzaba su sensación de estar en medio de una
partida de ajedrez.
—¿Por qué me lo cuentas? —repitió, atravesando sus profundos ojos
negros.
—Necesito a alguien sobre el terreno; ojos y oídos. En mi negocio, la
información sí es poder, inspectora López.
Manuela recuperó su posición en la silla, observó fijamente a Arteaga, y
mantuvo un largo silencio que su interlocutora aceptó sin inmutarse. Tras
humedecerse los labios varias veces prosiguió, serena:
—¿Por qué yo?
—Las mujeres tenemos que ayudarnos.
—¿Por qué yo? —insistió, retorciendo cada sílaba para apuñalar con ellas
a la comisaria.
—Porque no eres un peón.
—Patricia, tienes cuarenta y…, un despacho en Inteligencia Criminal, un
traje muy caro, muchos amigos y voy a suponer, sin riesgo a equivocarme,
que tampoco eres un peón. ¿Por qué yo?
La comisaria aguantó la mirada de Manuela y sonrió cuando sintió la
vibración de su teléfono en la mano.
—Tenemos amigos con intereses comunes, Manuela —sentenció,
enseñándole la pantalla del teléfono con el nombre «Patrice Lacoste
Interpol», que parpadeaba intermitente.
5

Jess departía con Isabel en su despacho. Ella, reclinada en el sofá y la


psicóloga, en su mesa. Precedida de una rápida llamada con los nudillos, la
puerta del despacho se abrió. Manuela enfocó con la mirada vidriosa a Isabel,
frente a ella, y habló de forma entrecortada.
—Isa, tú saliste con un inspector de estupefacientes, ¿verdad? ¿Cómo se
llamaba? ¿Acabasteis bien? Necesitaría que me hicieras un favor y lo
llamaras, tenemos un homicidio por sobredosis y…
Su cabeza debía ir más rápido de lo habitual, porque las frases, casi
inconexas, salían de su boca como una ametralladora, a tanta velocidad que
era muy difícil de seguir. Manuela se detuvo al ver la cara de confusión de
Isabel.
—Perdón. ¿Molesto?
Entonces descubrió a Jess recostada en el sofá, igual de desconcertada que
la psicóloga. Manuela introdujo una pausa en su discurso y la observó con
intensidad.
—Hola, no te había visto.
Jess recuperó su sonrisa tonta, perdiéndose en los ojos de Manuela y
olvidándose de la realidad.
—¡Oh, por dios! —se escandalizó Isabel—. ¡Voy a vomitar! Manu, por
favor, ten cuidado al cerrar la puerta no te resbales con las babas.
Manuela se sentó junto a Jess y la traspasó con la mirada.
—¿Sigue en pie lo de esta noche? —susurró, sugerente.
—No sé tú, pero yo tengo una cita —respondió Jess, que se acarició el
pelo coqueta.
Manuela continuó repasando a Jess sin pestañear, parecía que el tiempo se
hubiera detenido. Isabel chasqueó los dedos con vehemencia para llamar su
atención.
—Manuela, por favor, que parecéis adolescentes. —Se levantó y se situó
frente a ella para girarle la cara con las manos—. Como sigáis así, os mando
a cada una a un rincón a pensar.
—Dime, te estaba escuchando —respondió, mientras Jess bajaba el
mentón, avergonzada.
—¡Qué coño! Estabas desnudando a Jess con tu mirada sucia en medio de
mi despacho. Dime tú, que has entrado como un torbellino balbuceando. No
hemos entendido ni una puta palabra.
—Sí. —Manuela volvió en sí y se alejó de la cara de Isabel—. El chico
este de estupefacientes con el que salías…
—No salía, me lo tiré dos veces.
—Bueno, eso da igual. A ver si puedes llamarlo. Tenemos una posible
sobredosis y quiero consultarle algunas cosas.
—¿Ves, qué fácil? —La psicóloga tomó de nuevo asiento—. Cuando
hablas nuestro idioma, con sujeto, verbo y predicado, te entendemos sin
problema. Lo llamaré, a ver, no prometo nada.
—Sí —dijo sin pensar.
—¿Estás borracha o algo, cachorro? Estás rara.
—Tengo la cabeza en otro sitio, perdón. —Se frotó la cara con fuerza. Las
confesiones de Patricia Arteaga seguían campando libremente por su cabeza
sin encontrar acomodo—. Estaba buscando a Jess; el comisario ha convocado
una reunión para ponernos a todos al día del caso.
Jess se incorporó, recuperando la compostura, y se dirigió hacia la puerta.
Manuela salió tras ella. Isabel la interpeló.
—¡Manu! Ven un momento. —Isabel le hizo un gesto con el dedo índice
para que se acercara. Manuela se apoyó con ambas manos en los
reposabrazos de la silla para inclinarse sobre la psicóloga, que se acercó a
pocos centímetros de su oído y le susurró, intranquila—: Cachorrillo, levanta
un poco el pie que la tienes loca, y en vez de en un armario, parece que estáis
en una habitación con vistas.

Ya en la puerta de la sala de juntas, Manuela se cruzó con el inspector


García.
—¡Eh! ¿Qué te pasa? —le preguntó, preocupada.
—Nada —contestó García.
—¿Estás bien? ¿Por qué no puedes seguir con el caso? Es un diamante.
—Operan a mi madre, se ha roto la cadera. Me he pedido unos días para
estar con ella. Todito tuyo, Manuela —bromeó García, entrando en la sala de
reuniones.
Se sentaron en torno a la mesa, donde ya los esperaban Antares, Jess y el
subinspector Pérez.
—Creo que ya se han puesto al día entre ustedes. —El comisario Antares
fue el primero en hablar—. He convocado esta reunión para compartir
información y que todos estemos enterados. Las inspectoras Mars y López se
harán cargo del caso. García, si quiere empezar.
—Pérez y yo hemos hablado con Mars. La escena concuerda con los
resultados de la autopsia. La mataron en algún sitio y la trasladaron hasta el
contenedor, máximo un par de horas antes. No encontramos restos más allá
del cuerpo, la escena estaba muy limpia. Investigamos a la víctima y su
entorno cuando entró la denuncia de desaparición, y tampoco encontramos
nada raro. Creo que es mejor que nos planteéis las dudas que podáis tener.
—¿Cuál es tu hipótesis, David? —Manuela lo escrutaba impaciente.
—Supongo que ya tendrás una mejor que la mía. —García apreciaba a
López. El sentimiento era mutuo—. A primera vista parece un crimen
pasional, se tomaron muchas molestias con ella. La chica tenía novio. —
Consultó sus notas—. El doctor Guillermo Longo; estaba de viaje durante la
desaparición.
—¿Hablaste con él?
—Lo hizo el subinspector Pérez.
—¡Pérez! —Manuela lo presionó, ansiosa.
—Como ha dicho García, tiene coartada, asistía a un congreso médico en
Estados Unidos. Llevaban juntos un par de años; se conocieron en el hospital.
Estaba muy afectado.
—¿Comprobó la coartada? —Manuela inició su interrogatorio.
—Tenía los billetes de avión —respondió Pérez, intentando evitar el leve
temblor de su barbilla.
—Tenía los billetes, correcto —continuó Manuela, desagradable—. Pero
¿comprobó la coartada? ¿Llamó a los organizadores del congreso? ¿Vio su
vídeo haciendo una ponencia en YouTube? ¿Tenemos constancia de que
estuvo donde dice?
—Eh… —El subinspector Pérez tartamudeó y buscó la ayuda de García
—. No, inspectora, confiamos en los billetes de avión.
Cogiendo el bolígrafo de Jess, Manuela apuntó en el cuaderno de notas de
su compañera: «Hay que comprobarlo».
—Bien, tenía novio, supuestamente fuera del país. ¿Qué más? Pareja
anterior, malos tratos, compañeros envidiosos, algún testigo, antecedentes de
drogas…
Pérez, desencajado, se calló; aquella maldita mujer era capaz de
adelantarse siempre a sus movimientos. El inspector García contestó por él.
—Nada. Relaciones anteriores normales, entorno sano, hábitos
rutinarios… Nadie vio nada. El cuerpo lo encontró el encargado de una
discoteca al tirar la basura al contenedor. Llamó a emergencias. Hablé con él,
seguía descompuesto.
Mientras García relataba las generalidades del caso, la mente de Manuela
se alejó de la sala de juntas. Su olfato de policía comenzó a calentarse,
centrado en el rostro fino de Sandra Jiménez. Había sido retenida y asesinada,
probablemente torturada. ¿Por qué? ¿Cuál era el móvil? No había evidencias
de abusos sexuales, no se pidió rescate, no había un móvil claro. ¿Quién la
había retenido y para qué?

Manuela era una enamorada de observar a los detenidos a través del cristal
opaco de la sala de interrogatorios antes de tomarles declaración. Le gustaba
observar su comportamiento mientras estaban solos y creían que nadie los
veía. No era una ciencia exacta, pero le permitía hacerse una primera idea de
cómo sería la conversación posterior. La ayudaba a poner sus ideas en orden.
—Guillermo Longo. —Leyendo el expediente, Jess hizo un resumen del
sujeto—: Cuarenta y dos años, cardiólogo en el mismo hospital que la
víctima. Salía con ella desde hace un par de años. ¿Cómo lo ves?
Jess se situó a su altura y también lo estudió a través del cristal. Manuela,
con las manos en los bolsillos, siguió analizando a Guillermo, que, sentado
con una pierna sobre la otra, apenas se había movido.
—Está tranquilo. No se ha movido desde que lo han traído. ¿Comprobaste
la coartada?
—Sí, y tenemos novedades. —Manuela se volvió hacia Jess con
curiosidad—. Estuvo en el congreso y participó en una ponencia y varias
mesas redondas. Voló el 25 de septiembre, pero adelantó el regreso al 29.
Con el cambio horario, llegó a Madrid a mediodía.
—En teoría tuvo tiempo de matarla… —reflexionó Manuela en alto
contando las jornadas en su cabeza.
—Es improbable, pero posible. —Jess releyó sus notas—. Los padres de
Sandra denunciaron su desaparición el 25, pero nadie sabía nada de ella desde
el día anterior. Su cuerpo fue encontrado el 1 de octubre, así que el doctor
habría tenido un día por delante y otro por detrás sin coartada.
—Muy rocambolesco. ¿Quién la cuidó esos cinco días? ¿Cuándo la
torturó? —Manuela seguía analizando a Guillermo. No le parecía un
psicópata.
—¿Qué hacemos con la información?
—Nos la guardamos, de inicio, a ver cómo respira. ¿Te parece?
—Completamente de acuerdo. Vamos, anda. —Jess ya se giraba cuando
Manuela la sujetó por el antebrazo—. ¿Qué pasa?
—No aguanto más —contestó Manuela, muy seria.
—¿El qué? ¿Qué te pasa? —preguntó Jess, alarmada.
Manuela presionó la puerta para que no se abriera, encarcelando a Jess
entre su cuerpo y la salida.
—Tengo que besarte —susurró, humedeciéndose los labios.
—¿Aquí? —Jess sintió un escalofrío y se sonrojó de repente.
—Aquí y ahora. No aguanto más, inspectora Mars.
El corazón de Jess se aceleró. Manuela, aún con la mano presionando la
puerta, la miraba como su posesión más preciada. Se soltó la coleta y, sin
darle tiempo para oponerse, sus labios la acariciaron con ternura un solo
segundo. Sonrió, seductora, miró a ambos lados, apartó la mano de la puerta
y se rehízo la coleta.
—¡Vamos! Que el chico lleva ya un rato esperando.

Manuela irrumpió con energía en la sala de interrogatorios seguida por


Jess.
—Buenas tardes, señor Longo —saludó con cordialidad mientras se
acomodaban frente a él, de espaldas al cristal—. Somos las inspectoras Mars
y López, estamos investigando el homicidio de su pareja, Sandra Jimenez.
—Buena tardes —contestó el interrogado con una entereza fingida—,
llámeme Guillermo y tutéeme, por favor; el señor Longo era mi padre.
—Como quieras, Guillermo entonces —continuó Manuela—. Sabemos
que tienes coartada y que no estabas en España en las fechas en que
desapareció Sandra, pero necesitamos que nos cuentes tu versión de los
hechos para avanzar en el caso.
—Claro. Aunque ya le conté todo al policía que me interrogó.
—Sí, tenemos aquí tu declaración —interrumpió Jess, amable, con el
expediente en la mano—. Sentimos hacerte pasar de nuevo por esto, pero la
investigación ha pasado a nosotras y nos gustaría volver a repasar algunos
datos.
—Lo que necesiten, sí. —Guillermo se mostraba colaborador—. ¿Ha
habido algún avance?
—No, el cambio de asignación es meramente administrativo —contestó
Jess.
—¿Cuánto hacía que os conocíais Sandra y tú? —Manuela decidió que la
presentación había durado demasiado.
—Mucho tiempo. Cuando yo empecé la residencia ella ya trabajaba allí.
Nos conocimos en el hospital y empezamos a salir mucho después.
—¿No vivíais juntos?
—Sandra era muy independiente. —Aunque seguía contestando a las
preguntas de Manuela, Guillermo miraba a los ojos de Jess—. Prefería que
mantuviéramos nuestros pisos, aunque luego muchas noches acabáramos
compartiendo techo.
—Entiendo. ¿Cuándo fue la última vez que la viste? Según los datos que
tenemos, cogiste un vuelo la mañana del 25 de septiembre, el mismo día que
se denunció la desaparición. ¿Es correcto? ¿Compartiste techo con ella esa
noche? —Manuela fingió una sonrisa amable, que se tornó amenazante.
—No. La última vez que la vi fue el día anterior, el 23. Los dos salíamos
de una guardia de noche y nos fuimos a mi casa. —Guillermo se detuvo,
apoyó los dedos de la mano derecha en los lagrimales y los cerró un instante.
—Tranquilo, Guillermo —intervino Jess, comprensiva—, tómate el
tiempo que necesites.
Prolongó la pausa unos segundos más, con los ojos cerrados, y cuando fue
capaz de contener las lágrimas volvió a hablar con lentitud.
—Estuvimos allí todo el día descansando, pero Sandra no se quedó a
dormir, había quedado a cenar con unas amigas, y después de la siesta se fue.
Trabajaba de tarde el día 24; la llamé varias veces, pero no la localicé; supuse
que se le había complicado el turno.
Manuela se volvió hacia Jess, que asintió una sola vez.
—¿Y cogiste el avión? —preguntó Manuela.
—Sí, la madrugada del 25. Ella no llegó a ir a trabajar la tarde anterior.
—Hemos hablado con sus amigas, y después de cenar se fueron a casa en
torno a las doce. Sabemos que llegó porque a la mañana siguiente llamó a su
madre desde el teléfono fijo. —Manuela estaba deseando preguntarle por la
coartada, pero había que esperar.
—Sí. Su madre me estuvo llamando mientras volaba. Cuando aterricé
tenía por lo menos treinta llamadas perdidas. Tenían una relación muy
estrecha, se llamaban varias veces al día, era raro que no supiera nada de ella
durante más de un día.
—En este momento estamos barajando que Sandra fuera secuestrada el día
24 en algún momento de la mañana, entre las doce y las dos.
—Sé que es absurdo que les diga esto… —Guillermo volvió a mirar a
Jess, que lo escuchaba con atención.
—Lo que sea. Cualquier cosa puede ayudar. —Jess le sonrió, sincera, y él,
agradecido, respondió de igual manera.
—Aunque tengo coartada, le he dado muchas vueltas, y si pensamos que
la secuestraron el día 24 y apareció una semana después, el 30 de madrugada,
se da la circunstancia de que pude haberla asesinado.
Manuela intercambió una mirada inexpresiva con Jess: decía la verdad.
—Pero, según los billetes, volaste desde Seattle ese mismo día 30; apenas
te quedaron un par de horas. —Manuela mantuvo su máscara de inocencia.
—No, es un error. Cambié el vuelo de vuelta. Estaba preocupado por
Sandra e intenté cambiarlo desde que llegué. Volé el día 29 en el primero que
encontré y llegué a Madrid el mismo 29 por la mañana.
—¿Por qué nos cuentas esto, Guillermo? —Manuela volvió a buscar la
mirada de Jess, centrada en el interrogado—. ¿Eres consciente de que te estás
incriminando?
Guillermo se frotó con fuerza la barbilla y miró de reojo la cámara de
seguridad, cuya luz roja parpadeaba sobre su hombro izquierdo.
—Lo he estado pensando y sé que puede traerme problemas, pero es la
verdad. No tengo nada que ocultar y quiero que encuentren al culpable. —
Una lágrima resbaló por su rostro sonrojado.
—Haces bien —intervino Jess, tomando notas—. ¿Sabes de alguien con
quien tuviera problemas?
—No. No sé. —El ojo derecho era ya un llanto permanente, aunque
disimulado—. Más allá de las rencillas del hospital: los turnos, esas tonterías.
No creo que nadie fuera capaz de matar por eso.
—Te sorprendería por lo que la gente es capaz de matar —comentó
Manuela, indiferente.
Jess la golpeó por debajo de la mesa y Manuela le pidió perdón con una
subida de forzada de cejas.
—Creo que por hoy es suficiente —dijo Jess—. Sé que es un fastidio, pero
probablemente, a medida que avance la investigación, necesitaremos
comprobar datos contigo o consultarte dudas. No sospechamos de ti, pero es
desaconsejable que abandones Madrid o que estés ilocalizable.
—Sin problema, inspectora. —Sujetándose el párpado con la mano,
consiguió parar de llorar.
—Una cosa más, Guillermo —añadió Manuela—. Mis compañeros no han
ido al piso de Sandra y me gustaría verlo. ¿Tú tienes llaves?
—Sí. —Guillermo la miró, desconcertado. Su compañera también—.
¿Quiere que se las dé? Las tengo en casa, puedo traérselas mañana.
—No, por dios. —Jess analizó a Manuela mientras hablaba. Estaba
haciendo uno de sus numeritos efectistas, pero ¿cuál?—. Tengo una orden
judicial y podemos ponerlo del revés, pero no es eso lo que busco. Suele ser
incómodo. Si te parece, podemos pasarnos un día los tres a echar un vistazo.
—Ni sus padres ni yo hemos tenido aún fuerzas para entrar, pero no tengo
problema en acompañarlas.
Manuela sonrió con amplitud a Jess, que seguía preguntándose hacia
dónde se dirigía.
6

El viento hacía crujir el Range Rover gris aparcado en doble fila. Dentro
de él, Manuela, enfundada en una gabardina negra y brillante, dejaba que sus
neuronas azotaran sus pensamientos con la misma fuerza. A pesar de las
revelaciones de Patricia Arteaga, su instinto no encontraba motivos para
seguir dedicando tiempo al «no caso» del excomisario Echauri. Entendía el
nerviosismo de los altos cargos, mucha gente podía perder mucho si los
papeles salían a la luz, pero no entendía que se siguieran dedicando esfuerzos
a tratarlo como una investigación criminal. No, la política no le había
interesado nunca.
El cadáver de Sandra Jiménez, sin embargo, sí había conseguido llamar su
atención. Laceraciones en brazos y piernas, ausencia de abusos sexuales, una
semana en paradero desconocido y muerte por sobredosis. ¿Qué había
pasado? ¿Dónde estuvo? ¿Quién se tomó tanto tiempo con la víctima para
luego dejarla en unos contenedores?
La presencia de Jess en el portal reseteó cualquier necesidad de pensar en
el trabajo. La observó anhelante, y sus terminaciones nerviosas sacudieron su
cuerpo. Sonriendo, con la imaginación desbordada, le dio las luces largas.
Jess se dirigió hacia ella, el viento alzó su abrigo dejando ver su vaquero
superslim verde caqui bajo las Hunter gris marengo. Todas las terminaciones
nerviosas de Manuela estallaron de júbilo. Jess abrió la puerta y un rugido
inundó el vehículo.
—¡Qué tiempo es…!
La mirada de Manuela era segura y seductora: Jess sentía que esos
inmensos ojos marrones la desnudaban con deseo, que acariciaban cada
rincón de su cuerpo. Manuela prolongó el momento, anticipando unos
placeres que daba por seguros. Tras la magnética mirada, llegó la sonrisa
explosiva, la que detenía el tiempo, la que llevaba a Jess al éxtasis. Manuela
se mordió el labio y Jess, con temblores desde la nuca al pubis, se abalanzó
sobre ella.
—Está usted espectacular, inspectora Mars —susurró Manuela.
—Te he dicho —respondió Jess, rozando sus labios— que no juegues a las
miraditas conmigo si no quieres quemarte.
Manuela ensanchó aún más su sonrisa.
—¿Y si nos quedamos en casa? —propuso, excitada, al sentir el calor de
su respiración acelerada y los leves contactos de su piel.
—De eso nada, inspectora. —Jess volvió a lanzar su lengua hacia la boca
de Manuela—. Me debe usted una cena.
Manuela la cogió por la nuca y la besó con pasión. Al acercarse a Jess, se
apoyó sobre el claxon, que las sobresaltó y enfrió el momento.
—¿Dónde vamos? —Jess se recolocó el abrigo mientras se acomodaba en
su asiento.
—Es una sorpresa —contestó con fingido misterio.
—Me encanta.
—¿Estás segura de que no quieres quedarte en casa? —preguntó, con la
mano en el botón de arranque.
—Cien por cien —dijo Jess, acercando la boca a su oído y provocándole
de nuevo un escalofrío.
Manuela arrancó, sorprendida por las emociones que Jess era capaz de
provocarle. Antes de girar la esquina, la melodía del teléfono enfrió la
efervescencia que sentía en las mejillas.
—¡López! —descolgó, molesta.
—Hola, chavala.
—¿No sabes vivir sin mí, soldadito?
—Me encantaría que fuera una llamada de placer, pero con este tiempo,
qué quieres que te diga. —El tono burlón de Soler acabó de cabrearla.
—En serio, ¿qué coño quieres? Sea lo que sea, seguro que puede esperar a
mañana. —Observó con deseo a Jess.
—Por mí no hay problema, cielo. Pero tengo aquí a una forense rubia muy
interesante que opina que tienes que venir a ver esto. ¿Qué le digo?
Detuvo el coche en doble fila y solicitó el permiso de Jess, que asintió,
resignada.
—Mándame la dirección —sentenció. Colgó el teléfono—. Lo siento.
—No es culpa tuya.
—Prometo compensarte.
—Ya lo creo, cielo —bromeó Jess tras robarle un beso rápido—. Además,
quiero conocer al gilipollas ese que se toma tantas confianzas con mi novia.
—¿No estarás celosa?
—¿De ese payaso? Por favor, Manu. —Vanidosa, cogió el teléfono de
Manuela del imán de la guantera—. ¿Tienes algo de ropa en el coche con la
que no parezcamos idiotas? Esto está lejos.

«Tras sacar un nuevo dossier de su portafolios, buscó desesperada un


dato entre las diferentes carpetas que había colocado de forma geométrica
sobre su escritorio. Parecía no encontrarlo. Se frotó varias veces la cara
con fuerza y encendió un cigarrillo que consumió en apenas tres caladas.
Suspiró varias veces, intentado evadirse del murmullo que se filtraba a
través de la puerta cerrada del despacho. Observó el sello "Confidencial"
en el membrete oficial de la carpeta de color gris y apagó la colilla sobre
él, con una creciente desesperación.
»Se tapó los oídos con ambas manos y lo intentó de nuevo. "Con este
permanente runrún es imposible avanzar", pensó, levantándose de la silla
con tanto ímpetu que la volcó.
»A grandes zancadas se dirigió hacia la puerta. Agarró el pomo con
fuerza y comenzó a gritar:
»—¡Callaos de una puta vez! —El sonido estridente, excesivamente
agudo de su voz, creó un incómodo silencio—. ¡Dile a esa niña que deje
de llorar! ¡Que pare, por dios!
»Sobre la alfombra, un bebe de apenas un año gateó asustado hasta los
brazos de su hermana, que jugaba con unos bloques de construcción a su
lado.
»—¡Callaos! ¡Silencio! Necesito paz.
»—Es un bebé, cariño, no lo hace aposta.
»—Yo tampoco —respondió con soberbia—. Pero mañana tengo una
reunión muy importante y con este ruido es imposible hacer nada».

Manuela detuvo el todoterreno en el punto exacto que indicaba la


aplicación móvil, un camino de tierra junto a la valla que circundaba el
campo de golf Los Retamares. «Su destino está a la izquierda». Siguió el
consejo del GPS y el dedo índice de Jess y miró hacia una zona frondosa un
poco más adelante, en diagonal, junto a una puerta de servicio abierta en la
valla. Manuela descendió del coche, resbalando con la suela de su deportiva
de diseño en un charco fangoso.
—Puto monte, puto barro y puta UCO.
—Las deportivas manchadas te quedan preciosas con la gabardina nueva
—la tranquilizó Jess, llegando a su altura, también vestida con lo poco que
habían conseguido rescatar del maletero.
—¡Vamos! —sonrió Manuela—. Cuanto menos tiempo estemos aquí,
mejor.
Mientras se identificaban en la puerta de servicio, Jess le indicó con la
cabeza la presencia de un par de equipos de televisión en el perímetro.
—Los que faltaban.
—Le estás cogiendo el gusto al monte, chavala. —La voz jocosa de Soler
la molestó como un puñetazo inesperado en la cara.
—Cómo me conoces. —Manuela encendió un cigarro y se dirigió hacia él,
apoyado en una piedra bajo un árbol centenario.
—¡Pero bueno, Nancy investigadora, si te has traído a tu amiguita Barbie
ciudad! —Silbó a Jess, recorriendo su figura con descaro—. Encantado,
belleza. Soy Jaime Soler.
—Inspectora Mars —contestó Jess sin sacar las manos de los bolsillos
mientras observaba con rechazo a Soler, que jugueteaba con su melenita
rubia.
—No estamos para tonterías, Capitán Trueno. —Manuela dio un paso
adelante para colocarse entre ambos.
—Bastante mejor compañera has traído hoy que el lerdo ese que traes a
nuestras reuniones. —Soler jugueteó con Manuela.
—En fin —musitó entre dientes—. ¿La doctora Romero?
—Seguidme. Podéis admirar mi trasero en el paseo, no offence. —Guiñó
el ojo con prepotencia, sacó un cigarro del paquete con los dientes y cogió el
camino asfaltado, en dirección a una caseta junto al hoyo dieciséis.
Manuela hizo un aparte con Jess.
—¿Qué te parece el personaje? —susurró.
Jess analizaba la figura de Soler, sin quitar el ojo a las botas camperas
sobre los vaqueros ajustados.
—Sabes que está ligando contigo, ¿verdad? —preguntó, aún centrada en
los andares de cowboy del capitán.
—No lo creo. Es idiota solamente.
—No digo que le des pie, pero ¿eres consciente?
—Le voy a contar un secreto, inspectora. —La detuvo un instante—. Yo
ya estoy pillada.
—¿Ah, sí? —respondió Mars muy bajito mirando a Soler— ¿Y qué tal es?
¿Mejora lo presente?
—¡Manu! ¡Jess! Aquí. —La voz dulce de Cristina las llamó desde unos
árboles junto a la caseta de madera.
—¿Qué pasa, rubia? ¿Haciendo horas extras?
Manuela se acercó a Cristina y le apretó la mano, cariñosa.
—Veo que os he estropeado la noche —dijo con pesar al ver su vestuario.
—No te preocupes, tu amiga ha prometido una compensación a la altura
—contestó Jess.
—Estoy sin batería. Le dije a Jaime que te llamara. —Manuela observó al
capitán, gesticulando exagerado junto a dos señores en la puerta de la cabaña.
Le molestaba admitirlo pero, a pesar de su estilo canalla y su verborrea
empalagosa, le generaba cierta confianza el guardia civil—. No sabía que os
conocíais.
—No lo conocía, pero últimamente lo tengo hasta en la sopa.
—Es buen tío. Un poco excesivo, pero es legal.
—Ya estamos. Tú y tu confianza en la raza humana.
—Está intentando tontear con tu amiga, el pobre —cotorreó Jess.
—Intenta ligar hasta conmigo —se carcajeó Cristina—. A veces me gusta,
no creáis, es un zalamero.
—¡Cris! —exclamó Manuela con cara de asco—. ¿Ves? —murmuró hacia
Jess, que forzó una mueca de resignación.
—En fin. Venid por aquí. —La forense dio media vuelta—. Tenéis que
ver esto.
Siguieron a Cristina bajo los árboles hacia una zona acotada con cinta de
la Guardia Civil, donde la científica trabajaba recogiendo muestras. Según se
acercaban, el olor a cadáver putrefacto corrompía el ambiente.
—La han encontrado hace unas horas. —Cristina se agachó junto a la
cabeza del cadáver y las invitó a hacer lo mismo—. Ligaduras en
extremidades superiores —señaló con una linterna que tenía en la mano—,
cortes desiguales en las pantorrillas. Mujer rubia, entre cuarenta y cincuenta.
Manuela se abrochó la cremallera del abrigo hasta arriba, introduciendo la
barbilla y la nariz dentro del cuello en un intento estéril por evitar el olor a
cadáver en descomposición.
—¿Qué sugieres? —balbuceó, arrodillada junto a Cristina y Jess.
—No sugiero nada. Pero lesiones, traumatismos y fisionomía de la víctima
es coincidente.
—¿Abrasiones en el cuello? —preguntó Manuela, mientras cruzaba la
mirada con Jess.
—En una primera exploración, no, pero lleva aquí bastante tiempo.
—¿Cuánto? —interrumpió Jess, sin dejar de observar los ojos, ya
eléctricos, de su compañera.
—No puedo decirlo con seguridad. Está en un estado de descomposición
bastante avanzado. Ha perdido ya parte importante de los tejidos blandos. —
Cristina volvió a enfocar con la linterna los genitales destrozados—. Es
anterior a la víctima de García, eso seguro.
—¡Arranca, Cris! —la interpeló Manuela, conteniendo una nausea—.
¿Cuánto tiempo?
—De dos a cuatro meses. Ha hecho frío, pero también ha llovido. Hasta la
autopsia no podré darte una fecha; calculo ese margen.
—Causa de la muerte o abusos ni te lo planteo, claro —comentó Jess.
—En este estado es imposible, Jess —confirmó, incorporándose.
—Los cortes en las piernas, ¿son idénticos? —insistió Manuela,
enfocando la mano de la forense a las extremidades.
—Me parecen los mismos, sí. Es lo que más me ha llamado la atención.
Te dije que no lo había visto nunca, y ahora dos veces en una semana.
Manuela buscó los ojos verdes de Jess, con las pupilas dilatadas, y los de
Cristina, extrañamente huidizos y carentes de su habitual candor. Dio un paso
atrás para observar a la víctima, tendida en el suelo entre el barro y la maleza.
La contempló, paciente, intentando reconstruir sus rasgos, ahora devorados
por numerosos ejércitos de insectos. Intentó imaginarla llena de vida: tenía
manos largas, con dedos estilizados, pómulos marcados, una melena rubia
cuidada… Al igual que Sandra Jiménez, le recordó a Cristina. Devolvió la
mirada a su amiga y suspiró.
—¿Es el mismo…? —comenzó, preocupada por la que sabía sería la
respuesta.
—No lo digas —la interrumpió Cristina.
—No lo digo —asintió para respetar el deseo de su amiga—, pero ¿es el
mismo?
La forense también se detuvo en la víctima e intentó desgranar la
información visual que podía recoger de las laceraciones en las piernas.
—¿Es lo mismo, Cris? —insistió Manuela.
—No lo sé, es complicado a simple vista. Tengo que hacer la autopsia.
—Dos coincidencias son un patrón —reflexionó en voz alta.
—Vaya, chavala. —Molestó Soler a gritos desde el camino de tierra—.
¿Eso te lo ha enseñado tu amiguita de inteligencia?
—¿Quién es tu amiguita de inteligencia? —preguntó Jess sin que lo oyera
el resto.
—Una amiga de Patrice. —Manuela movía la cabeza, dubitativa—. Estoy
colaborando con ella en el caso Echauri.
Jess se dio por satisfecha con la respuesta, mientras se sorprendía del
rechazo que le causaba la sola presencia del capitán Soler.
—Soler. —Manuela observó el cuerpo una última vez y se irguió—. Se
acabaron las tontadas. Tenemos un problema. Supongo que la doctora te lo ha
avanzado: mismo modus, mismo tipo de víctima, ninguna pista. Así que deja
los fueguitos artificiales y vamos a trabajar, que esto no es la pantomima de
Echauri. —El capitán asintió sin discutir—. Para empezar, esa gente de la
prensa, fuera —dijo al observar los focos de televisión en la puerta—. Solo
nos faltaba que se filtre antes de empezar.
—¿Estás nerviosa, López?
—Estoy preocupada, y tú también deberías estarlo. Por cierto, he visto que
has conseguido memorizar mi apellido. Muy bien, señor Soler —lo felicitó
internándose en la maleza—. Aleja a la prensa si no quieres problemas.

Vaamonde introdujo la llave en la cerradura de su despacho y se


sorprendió de que no estuviera cerrado. Abrió la puerta y, a oscuras, solo
iluminado por el tímido sol que despuntaba en el horizonte, observó el caos
de Manuela. Sentada a la mesa de reuniones, había esparcido las fotos de los
dos cadáveres junto a varios vasos de café. Colgó su abrigo en la percha y,
sin que ella le dedicara ninguna atención, se acercó, sigiloso.
—Espero que no hayas desayunado —dijo sin reprimir una mueca de asco
ante el material gráfico sobre la mesa.
Manuela lo ignoraba. Marcaba diferentes zonas de las fotografías con
rotulador rojo.
—¿Habéis identificado a la nueva víctima? —insistió Vaamonde.
Manuela negó con la cabeza, centrada en el macabro collage frente a ella.
—¿Has buscado en desaparecidas?
—Toda la noche —contestó al fin sin desviar la mirada—. No he
encontrado nada. Tampoco era fácil, por el estado en que estaba. —Señaló
una foto de un primer plano de la víctima del campo de golf, con parte
importante de la cara devorada por los gusanos.
—¿Crees que…? —intentó preguntar Vaamonde con reparos.
—Espero que no —se anticipó Manuela.
—¿Vas a llevarlo con la UCO?
—Acabo de hablar con el coronel Puell. A la espera de la autopsia, vamos
a tratarlo como el mismo caso. Nos lo quedamos nosotros. Me ha preguntado,
por cierto, por no sé qué archivos de Echauri.
—Sí, estoy con ello. —Se sentó en su sitio—. No te preocupes. He
hablado con Tamayo también. Vamos a revisar algunos casos que llevamos
con él que están aún aquí, a ver qué encontramos.
—¿Revisar archivo? —canturreó jocosa, a la vez que giraba la silla hacia
la puerta—. Tienes que estar encantado.
—Estaba un poco oxidado —respondió, serio, mientras tecleaba en el
ordenador—, me gusta volver a la acción.
—Eres una ratita de laboratorio. —Manuela se incorporó, recogió las
fotografías y las amontonó junto a los archivos. Unos nudillos golpearon la
puerta—. ¡Adelante! —gritó en tono firme.
—Hola —saludó Jess, tras apenas abrir una ranura.
—Buenos días, Mars —respondió Manuela con una sonrisa nerviosa.
—Te veo bien —se mordió ligeramente el labio—, para no haber dormido.
—¡Buenos días, Mars! —saludó Vaamonde desde su sitio, oculto por la
apertura a medias de la puerta.
Jess abrió la puerta por completo y descubrió al inspector jefe sentado en
su ordenador. Manuela bajó la mirada hacia el suelo para esconder una
carcajada. Jess se sonrojó.
—Buenos días, inspector —balbuceó, incapaz de contener el intenso calor
en sus mejillas—. No lo había visto.
—¿Cómo estás? Te veo de buen humor.
—Sí. Bien. —Buscó la mirada cómplice de Manuela—. Gracias.
—¿Querías algo? —preguntó Manuela, elevando ligeramente las cejas.
—Eeeh. —Para intentar sosegarse, Jess evitó la mirada de su novia—. Sí,
tenemos que salir ya para ir al piso. Cuando quieras.
—Gracias. —Centró la mirada en sus labios—. Dame un minuto.
—Claro.

Manuela aparcó el coche y se bajó, despreocupada. Jess descendió del


asiento del copiloto y miró incrédula a su compañera, que saludaba con un
gesto de cabeza exagerado a Guillermo Longo, al otro lado de la calle.
—¡Eh! —gritó Jess.
—¿Qué? —se giró, sobresaltada.
—¿Piensas dejar así el coche?
—¡Que susto me has dado, coño!
Manuela miró su vehículo, en medio el carril bus y con las dos ruedas de
la derecha subidas en la acera para dejar un carril de paso en la calle estrecha.
—Lo has tirado así, sin peros. —Jess elevó ambas cejas.
—Van a ser diez minutos. Aparcar aquí, con las calles peatonales y los
carga y descarga, es imposible.
—Pon por lo menos la baliza para que no te multen.
—Paso, que luego me lo rallan los graciosos. Si me multan, me la quitas,
¿verdad, inspectora? —Manuela llegó a su altura.
—No, señorita. Si te multan, te encargas tú. —Jess le señaló el pecho con
el dedo índice—. Estoy harta de justificar emergencias que no existen.
—Lo del otro día era una emergencia —dijo Manuela, sugerente.
—¡Tira! —concluyó Jess con una sonrisa tímida.
Cruzaron la calle hasta llegar al número nueve de la acera de enfrente.
—Buenos días, Guillermo —saludó Jess, en tono profesional—. ¿Cómo
estás?
—Bien. —Les devolvió el saludo con un movimiento amable de cabeza.
—¿Estás preparado? —Jess lo golpeó en el hombro, cariñosa.
—No lo sé. Llevo aquí un rato y no he sido capaz de subir.
—Vamos a intentarlo juntos. Si te ves mal nos lo dices y paramos.
Guillermo abrió el portal de hierro macizo y subieron por las escaleras. La
vivienda era el típico edificio del centro, construido cien años atrás, pero con
una buena reforma que nada podía hacer para ganar espacio en las escaleras y
colocar un ascensor. Subieron dos plantas, y Guillermo suspiró ante la puerta
del segundo C antes de introducir la llave. Tras unos segundos, entraron y se
detuvieron en el pequeño descansillo de techos altos.
—El piso es muy pequeño —dijo Guillermo con la voz temblorosa, de
espaldas al salón—. Esta puerta es la cocina —señaló a su derecha—, el salón
ya lo ven, y del pasillo —se dio la vuelta mostrando el corredor estrecho, que
seguía en línea recta— salen dos habitaciones y un baño.
—Solo queremos echar un vistazo rápido. —Manuela sintió el dolor de
Guillermo e intentó ser delicada—. Vamos a abrir algunos armarios, pero no
vamos a tocar nada, si te parece bien.
—Hagan lo que necesiten. —Guillermo entró en la cocina y oyeron cómo
se servía un vaso de agua.
—¿Buscas algo concreto? —interrogó Jess, acercándose a su compañera.
—Aún no lo sé. Entender cómo vivía Sandra, verlos juntos. Es pura
intuición —contestó Manuela sin dejar de analizar cada rincón del piso.
—¿Quieren agua? —preguntó Guillermo desde la cocina.
Se dirigieron hacia allí. Como había dicho, era minúscula, apenas un
cuadrado bien aprovechado. Manuela abrió la nevera: contenido normal,
ahora caducado, de una mujer en la cuarentena. Observó la encimera; aún
había una sartén a rebosar de aceite usado en la vitrocerámica. Lo olió.
¿Tortilla de patata? Cuando Sandra salió de casa no se sentía amenazada,
pensaba volver pronto o, viendo el resto de la cocina bien recogida, no habría
dejado una sartén sucia sobre la encimera. Junto a la sartén había un par de
bolsas de papel apoyadas en los azulejos de la pared. Manuela husmeó con el
dedo índice: frutas y verduras sin colocar. Aunque algunas empezaban a
mostrar los efectos del paso de los días, se mantenían bastante enteras.
—¿Te importa si cojo una manzana? —preguntó a Guillermo, que se
servía su segundo vaso de agua—. No he desayunado y estoy que me caigo.
—Coja lo que quiera. Nadie lo va a usar ya.
Manuela cogió una manzana de la bolsa y le dio un mordisco.
—Gracias. ¿Qué te ha pasado en la cara? —se interesó por la herida de
Guillermo, que se tocó inconscientemente, y el dolor le recordó que un
moratón decoraba su ojo derecho.
—Nada. El otro día en el gimnasio.
—¿Haces mucho deporte? —Manuela terminó la manzana, envolvió el
corazón con una servilleta de papel y se lo guardó en el bolsillo.
—Para no volverme loco —respondió con sinceridad—. ¿Les importa si
espero en el salón?
Manuela negó con la cabeza y salieron tras él. Guillermo se sentó en el
sofá con delicadeza, en la parte de la cheslón junto a la ventana. Cogió una
colcha del respaldo y la colocó sobre él. Manuela siguió hacia las
habitaciones y volvió al poco tiempo. Guillermo ya se había recostado, aún
con la manta entre las manos. Jess detuvo a Manuela.
—La científica ya ha pasado por aquí, Manu —murmuró sin que él la
oyera—. No entiendo.
—Espera.
Desde el centro del salón Manuela intentó sentir las vibraciones de la casa.
Había abierto armarios, observado las fotos, muchas de viajes exóticos, y
olido el piso de Sandra. Todo parecía correcto: mujer joven e independiente,
con dinero para caprichos, ordenada y con un novio al que quería y con quien
le gustaba compartir el tiempo.
Si hubiera sido un caso aislado habría apostado por la venganza: exnovio
celoso, enfermera sin plaza, problema de adolescencia, pero los nuevos
acontecimientos hacían que su estómago sintiera cosas raras. La víctima
probablemente había sido elegida al azar o siguiendo un patrón. Tenían un
problema importante entre manos.
El gimoteo de Guillermo, oliendo la manta entre sus manos, la sacó de sus
divagaciones. Estaba roto, tumbado en el sofá de su novia asesinada.
Manuela buscó la complicidad de Jess y alzó una ceja. Su compañera bajó la
mirada como respuesta.

Manuela abrió la tapa de la cazuela y una columna de humo se precipitó


hacia la campana. Con una cuchara de palo tomó un poco de salsa y la
degustó. Exigente, añadió una pizca de pimienta y un par de cayenas. Volvió
a taparla y se abrió un botellín. Desde la barra de la cocina, que hacía de
frontera con el salón, observó a Isabel, recostada en el sofá a su derecha. Tras
un largo análisis, encendió un cigarro y se acercó a ella. Le levantó los pies
para sentarse a su lado.
—La cena está lista, a ver si suben estas. —Colocó las piernas de la
psicóloga de nuevo sobre sus muslos.
—Qué calor hace aquí, Manu —contestó, silenciando la tele.
—Ya, es la calefacción central; tengo los radiadores cerrados.
—Es horrible. —Isabel se incorporó y bebió un trago de la cerveza de
Manuela.
—Bueno, qué, ¿vas a contarme lo que te pasa?
—Estás cansina con el tema. —La pelirroja volvió a centrar su mirada en
la televisión—. Ya te he dicho que nada.
—Vamos a ver, sé que te pasa algo, te noto apagada. Puedes contármelo o
esperar a que lo descubra, tú eliges —concluyó con una sonrisa.
Isabel se incorporó ligeramente, contemplando la mirada sincera de
Manuela.
—¡Dios mío, la que está cayendo! —Reyes soltó el paraguas en el suelo y
creó un pequeño charco en la entrada—. Luego nos vendrán en verano con el
runrún de la sequía.
—¡Reyes! —La increpó Cristina, que entró tras ella con una bolsa en la
mano—. Lleva el paraguas al baño, mira cómo has dejado el suelo. Dame una
fregona, Manu, que recoja esto.
—Mira que eres madre, Cris. —Reyes volvió a coger el paraguas por el
mango con dos deditos y, dejando un recorrido de gotas por el pasillo, torció
a la derecha en dirección al baño.
Mientras Cristina secaba con papel de cocina el charquito junto a la
puerta, Manuela volvió a centrar sus gigantes ojos marrones en Isabel.
—Salvada por el paraguas —bromeó—. Mañana. Después de currar.
Cerveza y cigarro. Tú y yo solas. No acepto excusas. —Besó a Isabel con
cariño en la frente y en dos pasos se dirigió a la cocina—. ¿Dónde habéis ido
a por el vino? Habéis tardado un huevo.
—¡A la Rioja! —respondió Reyes saliendo del baño—. A la Rioja hemos
ido a por el puto vino.
—¿Qué pasa? ¿Estás tensa? —Manuela abrió la puerta de la nevera.
—No te voy ni a contestar, cachorro. Sácame una cerveza, anda.
—Dos horas para comprar una botella de vino y ahora quiere cerveza la
señora.
—Me estás poniendo de una hostia, Manu… —murmuró Reyes, apoyada
en la barra americana.
—¡Tráeme una, Reyes! —vociferó Isabel desde el sofá.
Manuela sacó dos botellines de cerveza y los dejó sobre la isla. Reyes se
los llevó al sofá y se sentó junto a Isabel.
—Huele increíble —murmuró Cristina mientras cortaba una barra de pan.
—A ver cómo sabe. He innovado un poco. —Manuela apartó la cazuela
del fuego.
—¿Qué te parece el caso? —Cristina se sirvió una copa de vino y se sentó
en el taburete.
—Estoy preocupada. —Dirigió la mirada hacia el sofá—. Podría
complicarse mucho.
—Mañana podré deciros cosas.
—No sé qué resultado prefiero, la verdad.
Ambas tomaron asiento en el salón, donde Reyes e Isabel cuchicheaban
mirando el móvil de la pelirroja.
—¿Qué hacéis? —preguntó Manuela recostándose en el sofá—. Ya
estamos en el mercado de la carne.
—Tinder —contestó Reyes—, se llama Tinder. ¿Crees que serás capaz de
memorizarlo algún día?
—No me interesa.
Reyes volvió a centrarse en el teléfono de Isabel compartiendo risitas
adolescentes.
—Qué estarán tramando estas dos… —murmuró Cristina a Manuela, que
frunció el ceño.
—Venga, díselo —la animó Reyes.
—Que no —contestó sin mucha convicción Isabel—, que se van a reír de
mí.
—Por eso —insistió la fiscal—. Venga, así damos un respiro a Manu, para
variar.
—Cuenta anda, que me tenéis en ascuas —exigió Manuela con firmeza.
—Isabel está entre dos aguas —soltó Reyes de sopetón—. Ale, ya lo he
dicho.
—¿Aguas calmadas o aguas turbulentas? Contigo nunca se sabe.
—¡No seas cortarrollos, Cris! Y tú empieza a hablar por esa boquita. —
Mientras Reyes monopolizaba la conversación, Manuela observaba los ojillos
juguetones de Isabel.
—Me he liado con uno… —comenzó Isabel tímidamente.
—Con dos —apuntilló Reyes.
—Bueno, con dos.
—¿A la vez? —se escandalizó Cristina.
—¡No, coño, a la vez no! Venga, que os lo cuento, pesadas. Pero no
interrumpáis cada dos frases.
—Tampoco sería la primera vez. —Manuela dejó el comentario en el aire.
—Me he liado con un abogado y con mi profe de spinning. —Isabel
confesó muy rápido, algo avergonzada.
—Pero no le gusta ninguno. ¿Qué os parece?
—¿Es hombre o mujer? —preguntó Manuela, desinteresada.
—Mi profe de spinning.
—Sí, cuéntale lo del spinning primero —sonrió Reyes.
—Sí, de spinning, pero ¿es hombre o mujer? —insistió Manuela,
intrigada.
—¡Ahh! Hombre. Es un hombre.
—Eso es decir mucho, Isa.
—Oye, dejad de liar y contad lo que le pasa al muchacho. ¿Es feo?
—No. —Isabel miró a Reyes y sus pecas se tornaron rojo carmín.
—¿Es calvo? Venga, ¿qué coño le pasa? Dejad de darle tanta importancia.
—¡Es menor! —Reyes cruzó su incrédula mirada con Manuela.
—¿De edad? —Cristina, abochornada, se atragantó con la copa de vino.
—De edad legal no, Cris. —Isabel desmintió el malentendido—. Tiene
veintiuno.
Manuela y Reyes estallaron en carcajadas.
—Puede jugar a la Play con tus hijos —se burló Manuela.
—Que fueron dos besos, tampoco me cases ahora.
—Enséñame la foto.
—Sí, enséñasela. —Reyes contenía la risa, centrada en los ojos de
Manuela.
—No tengo.
—Sí tienes.
—Sí tiene.
—Venga, enseñádmela. —Manuela se lanzó hacia Isabel, intentando coger
su teléfono.
—Dejadla en paz, por favor —rogó Cristina.
Reyes y Manuela se abalanzaron sobre la psicóloga hasta conseguir
quitarle el móvil.
—¡Trae, coño! —Manuela desbloqueó el terminal y observó la foto—.
Hija, no parece tan pequeño. Está bien. Es interesante.
—A ver…
—Tú no querías verlo, rubia.
—Que sí, déjame verlo.
—Ese es el otro —declaró Isabel, aún con las mejillas sonrojadas.
—Pues este está muy bien. ¿A este qué le pasa? —preguntó Manuela.
—No me acaba de gustar tampoco.
—Es monísimo —afirmó Cristina admirando la foto.
—Sí, pero no conectamos.
—¿Es idiota? —Manuela parecía estar en medio de un interrogatorio.
—No va por ahí, cachorro. —Reyes daba las pinceladas justas para obligar
a Isabel a confesar.
—¿Entonces? Venga, Isa.
—No conectamos en el sexo. Es un empotrador. —La psicóloga sintió
fuego en las mejillas.
—Coño, es que le pone pegas a todo. ¿A que sí, Manu?
La mirada de Manuela en las pupilas de Isabel se centró de manera
repentina en la televisión, donde una redactora espigada, con el pelo a lo
garçon, hacía un directo desde la puerta del campo de golf—. ¡Súbelo, Cris!
—… la segunda víctima fue descubierta por unos trabajadores de
jardinería justo donde nos encontramos, en el campo de golf Los Retamares.
Fuentes cercanas a la investigación nos confirman —la tensión en las
mandíbulas de Manuela iba aumentando a medida que la periodista
profundizaba en su narración—, que la policía busca al autor de ambos
crímenes. En lo que empieza a ser conocido como el Asesino del Collar…
Manuela se frotó la cara con fuerza con ambas manos, exhalando todo el
aire de sus pulmones en un suspiro infinito.
—Gracias, Belén —continuó la presentadora del informativo—, por tu
inquietante exclusiva. El tiempo para este fin de semana seguirá pasado por
agua…
Isabel apagó la tele y Reyes se incorporó de rodillas en el sofá, atenta al
silencio de Manuela, que, con la mirada aún en la pantalla en negro, se
frotaba las manos para obtener una respuesta.
—Alguien se ha ido de la lengua —reflexionó finalmente en voz alta tras
una larga pausa.
—No puede haber sido en el Anatómico —contestó Cristina, preocupada
—. Como hablamos, lo sabe el personal justo.
—Tranquila, Cris, habrá sido en mi casa. —Manuela cogió el abrigo del
armario de la entrada—. ¡Putos inútiles!
7

Manuela observaba el ajetreo de la comisaría a través de las láminas de la


persiana del despacho del comisario: los subinspectores Pérez y Vargas
rellenaban la quiniela semanal en el ordenador de éste último; Rojo iba de
mesa en mesa intentando atraer, sin éxito, la atención de algún compañero;
Rivero y otro agente uniformado subían a un detenido y lo introducían en la
sala de interrogatorios, ajenos al escaneo al que estaba sometiendo Manuela a
todos sus compañeros; el nuevo, un suboficial que llevaba un par de semanas
asignado a la UDEV, tecleaba en el ordenador rellenando informes en un
intento por hacer méritos; el inspector García hablaba por teléfono,
aparentemente preocupado, en la mesa vacía de Jess, que, al fondo, junto a
Isabel, comentaba sus notas en la puerta del despacho de la psicóloga.
—Ahora que se ha filtrado a la prensa, tenemos que ser diligentes. Creo
que es pronto, en cualquier caso, para hablar de un mismo asesino. ¿López?
El tono monótono de Antares resonaba en su despacho. Manuela
escuchaba el ruido de fondo como un mantra, concentrada en sus propios
pensamientos. Descartó a Jess e Isabel y realizó un listado mental de
candidatos. Dudó si eliminar a García, pero acabó colocándolo en último
lugar. Pensó en Arteaga: «No, no se puede uno fiar de nadie».
—¿Piensas decir algo o nos vamos a quedar todos en silencio? —increpó
el comisario desde su sitio.
Tras evaluar a todo el personal en el exterior del despacho, giró
lentamente y observó al comisario Antares, quien, inquieto ante la situación,
terminó de arrugar su traje al removerse en su silla; y al inspector jefe
Vaamonde, que, sentado paciente frente a él, esperaba a que se desarrollaran
los acontecimientos mirando de soslayo a Manuela. Quiso descartarlo, y
escrutó sus gafitas redondas con atención.
—¡López! —insistió Antares—. ¿Que cómo lo ves?
—Alguien se ha ido de la lengua —sentenció al fin, jugueteando con el
mechero en el interior de su bolsillo.
—Claro que alguien se ha ido de la lengua. Como siempre. Te pregunto
por la investigación.
—¿Y no queremos saber quién? —Avanzó hacia el comisario y tomó
asiento junto a Vaamonde.
—Cualquiera. No es importante.
—No es importante… —apuñaló a Antares con la mirada.
—No, pudo ser cualquiera: la Guardia Civil, el juzgado, la científica, los
forenses.
—Nosotros.
—Nosotros también, sí —asintió, resignado—. O un poco de todos. Lo
importante es avanzar en la resolución del caso. La prensa trae muchos
nervios, ya lo sabéis. Me han llamado de arriba y quieren soluciones.
—Haberlo dicho antes, Antares. Si lo han llamado de arriba nos ponemos
con ello inmediatamente.
—Manuela —intentó pacificar Vaamonde—, calma. No busques aquí al
enemigo. La cosa va a ir a más y tenemos que estar tranquilos.
Manuela observó a su compañero y enterró, por el momento, el hacha de
guerra.
—¿Qué dicen entonces los de arriba? —prosiguió con falsa amabilidad—.
¿Tenemos un asesino en serie? ¿El Asesino del Collar?
—López, por dios —susurró el comisario, en un tono imperceptible, casi
avergonzado—. No vamos a alimentar el rumor del asesino en serie.
¿Estamos?
—No entiendo el miedo ese que tenemos a llamar las cosas por su nombre.
—Seamos analíticos —intervino Vaamonde—. ¿Similitudes y diferencias?

—¿Similitudes y diferencias? —preguntó Cristina, sentada en su


despacho, ante las miradas ansiosas de Manuela y Jess.
—Que pesaditos estáis hoy con «encuentra la diferencia» y lo que os
cuesta afrontar la realidad —comentó Manuela con desdén.
—¿Qué? —Cristina levantó la vista del expediente, buscando los ojos de
su amiga.
—Nada. Venga, diferencias primero, a ver si hay suerte —apremió a la
forense con un gesto con la mano.
—Diferencias pocas, la verdad. Las propias del cadáver en
descomposición. La primera víctima, Sandra Jiménez, llevaba apenas treinta
horas muerta, mientras que la víctima del campo de golf…
—¿Tampoco habéis conseguido identificarla? —interrumpió Jess.
—No. Tengo los moldes dentales, por si os ayuda, pero nada en huellas o
ADN.
—No hay rastro tampoco en desaparecidos. No sé quién es, pero no se
denunció la desaparición. —Jess ojeó sus notas.
—Sigue con las diferencias. —Manuela centró de nuevo la conversación.
—Como os decía, la víctima del campo de golf llevaba donde la
encontramos unas doce semanas. También fue trasladada.
—¿La datación es fiable? —Las preguntas de Manuela parecían latigazos.
Hablaba rápido y seco, como si su cabeza escupiera dudas de repente del
torrente de pensamientos que la recorrían a toda velocidad.
—¿Quieres que hablemos de gusanos y moscas? —preguntó la forense son
sorna.
—No es necesario. —Manuela forzó una mueca de asco.
—Es fiable. Un par de días arriba o abajo.
—Ok. Tres meses. ¡Sigue!
—La única diferencia real es la ausencia de laceraciones tan marcadas en
el cuello. Encontré alguna lesión interna en la base de la laringe, donde estaba
el rosetón de Sandra Jiménez, pero no es significativo. Como sabéis, llevaba
mucho tiempo en el campo. Las similitudes están muy claras. —Cristina
colocó varias fotografías de ambas víctimas sobre la mesa—: Mismos
hematomas y contusiones pre mortem; hubo ensañamiento, de eso no hay
duda. Y, sobre todo, los cortes de las extremidades. —Destacó las imágenes
en primer plano de las heridas de las pantorrillas—. No sé qué lo produjo,
algún tipo de hoja de metal afilada, pero fue el mismo instrumento.
—¿Estás segura? —susurró Manuela.
—Segura —lamentó, bajando la mirada—. Mira, ¿ves esta zona en torno a
las úlceras? —Señaló una fotografía con heridas de ambas víctimas y varios
instrumentos de medida—. La sección es igual, como circular, con una zona
central más profunda y unos márgenes que se desdibujan.
Manuela cogió la fotografía para verla de cerca. La confirmación a la duda
que llevaba días flotando en el aire y nadie quería escuchar. No era una
prueba menor, desde luego, ese tipo de cortes no podrían haberse provocado
en dos víctimas distintas por azar.
—Confirmado, entonces. Estamos ante el mismo autor. —Parecía querer
expresar en alto lo que su cabeza llevaba días sugiriendo, por mucho que sus
compañeros intentaran silenciarlo—. O ante el mismo modus, al menos —
puntualizó, ante las miradas de horror de sus interlocutoras.
—Puede ser circunstancial —dijo Jess, esperanzada—. Mismo autor, sí,
pero solo dos crímenes en circunstancias concretas.
—¿Con dos meses de diferencia? No es común y lo sabes.
Jess asintió.
—Hay más —continuó Cristina con el tono apagado.
—Pues sigue, por favor. No nos dosifiques las buenas noticias —rogó
Manuela, apoyando los codos sobre la mesa y acercándose a la forense.
—La segunda víctima también murió por colapso vascular. —Bajó el tono
de voz.
—¿Se confirma la sobredosis? —preguntó Jess.
—Sí. —La doctora asintió y comenzó a recoger las fotos sobre la mesa—.
Tengo los resultados de toxicología. No fue cocaína lo que ingirió Sandra
Jiménez.
Las dos la observaban impacientes. Cristina pasó su mirada de la una a la
otra varias veces. Manuela se estiró para coger un bolígrafo y comenzó a
jugar con la tapa.
—Estoy esperando reconfirmación de un segundo análisis, pero he
encontrado restos de escopolamina.
—¿Burundanga? —exclamó Jess con inquietud .
—Creo que sí, alcaloides. Con nuestros equipos hay un margen de error
del diez por ciento, por eso he enviado una muestra a otro laboratorio. Pero
hay dosis muy altas de escopolamina.
Manuela observaba atónita la conversación, con un número creciente de
dudas.
—Me interesan las drogas y los venenos, hice mi tesis sobre sus
aplicaciones médicas. —Jess disimuló una sonrisa orgullosa.
—¿Qué es la escalapamina? —Manuela no entendía una palabra de lo que
estaban hablando.
—Burundanga —dijo Cristina. Manuela respondió con la cabeza—. Bien,
la escopolamina es el compuesto fundamental de la Burundanga. De hecho,
su uso es muy anterior a que le pusiéramos ese nombre. Es una droga
psicotrópica, alucinógena, muy peligrosa incluso en pequeñas dosis.
—¿Y no hay abusos sexuales? —se extrañó Jess.
—Ninguno. No hubo abusos, Jess. Sé que es una droga asociada, pero no
he encontrado ninguna señal, ni remota, de abusos.
—¡Me voy! —Manuela miró el reloj y se levantó como un resorte—.
¿Puedes acercar a Jess?
—¿Dónde vas? —preguntó Jess, atónita, cogiéndola del brazo.
—Tengo que ir a un sitio. ¡Gracias, Cris! —Acarició su mano sobre la
mesa—. Luego te veo. —Le lanzó un beso a Jess.
Dio media vuelta, se cerró la cremallera del abrigo y abandonó el
despacho. Cristina y Jess se miraron sin respuesta.
—Tiene que ir a un sitio —concluyó, resignada, la forense.

—Llegas tarde a tu propio ultimátum, cachorro. Esto ya es lo último —le


recriminó Isabel, mientras hacía un gesto al camarero para pedir una ronda.
—Perdón. —Manuela se sacudió el frío y colgó el abrigo en el perchero
—. Estábamos en el Anatómico, Cris ya tiene la segunda autopsia.
—¡No me líes! Estabas con tus chanchullos —objetó, tranquila, fijando la
mirada más allá de la cristalera que ocupaba todo el lateral del bar—. Te he
visto en el coche hace un rato.
—¡Qué perspicaz! —Manuela tomó asiento frente ella, en la mesa de la
esquina, las más alejada de la barra—. ¿No serás policía, pelirroja?
Isabel le lanzó una servilleta entre risas. El camarero llegó con dos cañas y
las dejó sobre la mesa, junto al móvil de Manuela.
—¿Llamaste a Aitor? —Isabel intentó cambiar de tema.
—¿Aitor quién es, el nuevo?
—¡No, coño! Aitor, de estupefacientes.
—¡Ah! Tu noviete… No, estaba esperando los resultados de la autopsia.
Mañana lo llamaré.
—¿Qué ha dicho Cris?
Manuela cogió su vaso, observó a su amiga y bebió en silencio. Tras unos
segundos miró el reloj, ladeó la cabeza, y dibujó una sonrisa encantadora.
—Vamos a hablar, Isa. ¿Qué te pasa?
—¿Crees que soy una tus conquistas, pequeña? ¿Estás intentando
seducirme con tu táctica de perra encantadora? —Tras un pequeño brindis,
dio un largo trago a su cerveza.
La sonrisa de Manuela se convirtió en una carcajada. Se acomodó en el
butacón y pidió dos más al camarero.
—No vas a salir de aquí hasta que hables, así que tú verás; igual acabamos
a gatas. —Dio la vuelta al teléfono, que no paraba de recibir notificaciones,
colocando la pantalla contra la mesa.
—No me pasa nada concreto, Manu. De verdad.
—No estás bien. Por favor, que has descartado a un tío porque te
empotraba de más. Tú, la reina del sexo salvaje.
—No es lo mismo.
—¿Y qué es?
—Necesitaba un poco de cortejo, que me hicieran el amor, que me
abrazaran.
—¿Ves? No estás bien —afirmó Manuela, intranquila.
—No, no estoy bien. Llevo unas semanas rara. No sé qué es. Llevo mucho
tiempo sola. Todo me aburre.
—Siento no haberte hecho mucho caso últimamente. —Manuela intentó
buscar la habitual chispa en los ojos de la psicóloga, pero los encontró
apagados—. He estado hasta arriba. Casi no encuentro tiempo ni para ver a
Jess.
—No te estoy recriminando nada, cachorro. —La pelirroja terminó su
cerveza algo más animada, antes de que el camarero las sustituyera por una
nueva dosis.
—Ya lo sé, pero es verdad que llevamos mucho tiempo sin hablar de
nuestras cosas.
—No te preocupes. Tú céntrate en tu cortejo. —No pudo evitar que de su
lengua saliera un latigazo irónico—. No tiene que ver con eso. No sé, estoy
un poco triste, ya está. Tengo derecho, ¿no?
Manuela negó dubitativa con la cabeza.
—¿Y qué vamos hacer?
—¿Qué vamos hacer, de qué?
—Para animarte.
—Hombre, subirte a la barra y desnudarte podría estar bien, pero la mitad
del aforo trabaja en comisaría, tú verás.
—En serio. ¿qué puedo hacer? —Manuela estiró los brazos sobre la mesa
y cogió las manos heladas de Isabel.
—Básico de psicología, uno: no sacar el problema de quicio. Así que no te
preocupes, no le des importancia y no me agobies. Sé que me pasa algo y, al
contrario que a otras personas —por ejemplo, tú—, no me gusta regodearme
en mi miseria. Déjame espacio para que pueda pensar cómo arreglarlo.
Manuela asintió y se sentó en el sofá, junto a la pelirroja.
—¿No serás tú ahora quien quiere un periodo de abstinencia? —le bromeó
al oído.
—En eso tú eres la experta, mi amor. —Movió los labios insinuante—.
¿Compensa?
—Depende del premio final. —Manuela rodeó a Isabel con el brazo.
—Por cierto, o silencias el móvil o lo coges, porque me está poniendo la
vibración. —Isabel volvió a intentar cambiar de tema.
Manuela se estiró para coger el teléfono y miró la pantalla, llena de
notificaciones. Se la mostró a Isabel.
—«El Asesino del Collar» es un fenómeno mediático —comentó, irritada.
—Pero ¿tenemos un Asesino del Collar? —preguntó la psicóloga,
incrédula. Manuela asintió lentamente—. ¿En serio? —Isabel bajó la voz.
—Mucho me temo que sí —volvió a asentir, muy seria, con la cabeza.
—¿Y qué vas a hacer?
—En este momento, y sintiéndolo mucho —Manuela volvió a mirar el
reloj y a besar a Isabel en la sien—, irme a cenar con novia.

—¿Desea beber algo más mientras espera?


—No, gracias. Seguiré con el vino.
Jess dio un pequeño sorbo y perdió la mirada en el líquido escarlata.
Estaba nerviosa. Cada vez que se abría la puerta del restaurante, contenía la
respiración; esperaba ansiosa que fuera ella.
Manuela tenía la capacidad de introducirse en su cabeza para descubrirle
placeres ocultos que no sabía que pudieran existir. Era una seductora experta,
manejaba los turnos como una partida de ajedrez: a cualquier avance en su
relación lo seguía una estudiada pausa que interrumpía con algo
sorprendente, que la transportaba al espectáculo pirotécnico que servía de
traca final.
Estaba completamente enamorada de ella; de su repertorio infinito de
miradas que se le alojaban bajo la piel, que recorrían cada rincón de su
cuerpo y se resistían a salir; de su catálogo interminable de sonrisas, que
conseguían subir varios grados su temperatura; o de esos roces involuntarios
que la hacían estremecerse y liberaban mil mariposas en su estómago.
Comenzaba a entender sus silencios, incluso a compartirlos; Manuela le
estaba permitiendo penetrar poco a poco su armadura, pero ella tenía la
obsesiva necesidad de saber más, de profundizar, de conocerlo todo de ella.
Le fascinaba su fuerza, su atractivo, su intelecto y el halo de poder que
desprendía. Pero lo que la hacía peligrosamente adictiva, hasta la locura, era
conocer sus secretos más íntimos: su necesidad inexpresiva de protección, esa
vulnerabilidad que mostraba solo a veces, o la lealtad incondicional hacia los
suyos.
El destino, el trabajo y otras circunstancias les habían impedido disfrutar
de la intimidad las últimas semanas. Jess temía que Manuela empezara a
obsesionarse con el caso. Lo que, sumado al incentivo de imaginar
tentaciones ocultas en la comisaría y al ritual de seducción constante, hacía
que Jess se impacientase por volver a tenerla solo para ella. Mientras se
arreglaba para cenar, como prólogo de una noche de pasiones infinitas, no
había podido dejar de pensar en ella. Quería poseerla, disfrutarla, olvidarse
del resto del mundo y perderse en su cuerpo.
Jess encadenaba copas de vino, impaciente, tan nerviosa que parecía una
adolescente en su primera cita. La puerta se abrió, la vio frente a ella y notó el
calor en las mejillas. Manuela estaba espectacular: melena suelta y arreglada,
un leve toque de maquillaje, embutida en un minivestido negro que resaltaba
su escote. Llegó hasta Jess y, sin sentarse, analizó cada milímetro de su
cuerpo, hasta detenerse en los labios. Manuela sonrió, regodeándose, con sus
enormes ojos marrones entornados. Jess sintió como el calor de sus mejillas
aumentaba incontrolado; juguetona, se humedeció los labios: «Hoy no te
escapas».

«La niña posó sus enormes ojos sobre el rostro de su hermana y


frunció el ceño.
»—A ver, ¿y ahora qué pasa? —preguntó, comprensiva.
»—¡Me has vuelto a hacer trampas! —Engulló un puñado de
palomitas para controlar su enfado.
»—No te he hecho trampas, he ganado yo. Antes has ganado tú. No se
puede ganar siempre. —La hermana, de unos diez años, comenzó a
recoger las fichas esparcidas por el suelo.
»—Otra vez —ordenó la pequeña. Vació el contenido del bol de
palomitas en su boca.
»—¡No! Ya hemos jugado muchas veces. ¿En qué habíamos quedado?
Que cuando llegara mamá nos subiríamos a duchar, cenar y a la cama.
»—¡No quiero! —se enfurruñó—. Siempre igual: cuidado, que viene
mamá; no hagas ruido, que mamá está trabajando; pórtate bien, que mamá
está enferma. ¡Estoy muy harta!
»La pequeña, que apenas levantaba un palmo del suelo, fue elevando
el tono de voz a la vez que contenía la furia en su interior.
»—Venga, tonta, y te leo un cuento.
»—He dicho que no.
»—Mira que eres cabezona. —Se levantó, atenta a los ruidos
provenientes de la puerta de la calle.
»—O jugamos o me enfado —sentenció con firmeza.
»—Si nos subimos te dejo cenar pizza.
»—¡No, no, no! —gritó.
»Una mujer cruzó el umbral de la puerta de la sala de juegos,
impecablemente vestida.
»—¡Qué raro, cielo! Llegar a casa y escuchar una rabieta.
»La niña contempló a la mujer con desdén y acabó por liberar su furia,
dando patadas a las fichas. La mujer avanzó hacia ella , pisó una pieza de
plástico, y trastabilló hasta casi caer al suelo. La niña se echó a reír,
divertida.
»—Perdona —dijo con inocencia—, no quería "caerte".
»La mujer se apoyó en la pared y volvió su atención a las niñas, muy
irritada. La pequeña dio unos pasos rápidos para acercarse a su hermana,
que le acarició el pelo alborotado con cariño.
»—No vales para nada. Cada día os parecéis más a vuestro padre: un
cero a la izquierda.

Las gotas aporreaban el parabrisas sin tregua; daba la sensación de que


algún ser superior hubiera abierto el grifo hacía un par de semanas y no
tuviera ninguna intención de cerrarlo en todo el otoño. Llevaban un rato
aparcadas en la puerta de casa de Manuela, pero la lluvia no invitaba a salir.
Los cristales estaban cada vez más empañados.
—¿Te ha gustado la cena? —Jess, en el asiento del copiloto, acariciaba
seductora el pelo de Manuela.
—No ha estado mal, pero me estoy reservando para el postre.
Jess se abalanzó sobre ella y la besó por encima del freno de mano.
Manuela la degustó, hambrienta. Desde que llegó al restaurante y la encontró
esperándola contenía el deseo insaciable de recrearse en su cuerpo. Sus ojos,
verde zafiro, le prometían un excitante viaje a otra dimensión. Estaba
espectacular aquella noche, con un vestido negro de satén de vertiginoso
escote en uve. Si la lluvia no les permitía llegar hasta casa, mucho se temía
no iba a poder contenerse y tendría que hacerle el amor allí mismo.
—¡Vamos, ha parado un poco! —Jess la sacó de sus húmedos
pensamientos.
Corrieron hasta el portal. Aprovechando la privacidad del ascensor,
Manuela dio rienda suelta a sus fantasías y, empotrando a Jess contra el
espejo, recorrió sus muslos. Jess respondió a la propuesta y le estimuló el
cuello con la lengua. Cuando el ascensor se detuvo en el ático, Manuela ya le
había subido el vestido por encima de las caderas. Salieron, ansiosas por
superar los cuatro escalones que llevaban a su piso, ajenas a todo lo que las
rodeaba. Necesitaban perderse en ellas mismas y dinamitar aquella tensión
sexual que arrastraban desde hacía demasiados días.
—Hola, Manu.
La voz de una mujer detuvo en seco sus intenciones. Manuela,
desconcertada, se dio la vuelta con su insolencia habitual. Jess se ocultó tras
ella, mientras intentaba recomponer su vestuario.
Manuela observó a la mujer recostada en las escaleras, con los ojos cada
vez más abiertos. Morena, con el pelo negro azabache y una melena salvaje,
llevaba un mono veraniego de algodón que resaltaba un moreno de piel
perfecto. Aproximadamente de su edad, tenía unos ojos inmensos y afilados,
con una mirada tan intensa como la de Manuela. Junto a ella, en el suelo,
descansaba una bolsa de deporte.
—Siento molestar —se disculpó mientras se incorporaba.
La expresión de Manuela, indescifrable, se tornaba oscura por segundos.
Jess la observaba, incapaz de averiguar sus pensamientos, mientras en su
cabeza se repetía una y otra vez la misma pregunta: «¿Quién es esta mujer?».
—Dani… Qué… —Había perdido su habitual prepotencia y tartamudeaba,
insegura—. ¿Qué haces aquí?
—He venido unos días. —Señaló la bolsa de deporte.
Jess cogió la mano de Manuela, en un intento por protegerla, mientras
todas sus inseguridades luchaban por aflorar. Manuela recordó a Jess, junto a
ella, y volvió a la realidad.
—¡Claro! Pasa, estarás cansada.
Subió los escalones para abrir la puerta. Cuando estuvo junto a ella, la
mujer la miró, orgullosa, y la abrazó, dándole varios besos a la altura de la
oreja. Para Jess, prolongaron el abrazo una eternidad. Las miraba cada vez
más confusa. Notó la relajación de Manuela en contacto con el cuerpo de
aquella desconocida, la confianza, la ternura… No pudo evitar sentir una
profunda punzada de celos. Unos barrotes encarcelaron las mariposas de su
estómago. Involuntariamente, o quizá no, tosió para interrumpir el momento.
Se separaron y Dani acarició el rostro de Manuela, que sonreía contenta
apenas a un palmo de sus labios. Apretó con cariño ambos brazos de la
desconocida, deshaciendo el abrazo. Recordó la presencia de Jess y la
observó, indefensa, tres escalones por debajo.
—Danos un segundo —indicó a la mujer misteriosa mientras abría la
puerta—. Estás en tu casa.
Dani entró en el ático y entornó la puerta, y Manuela se dirigió a Jess.
—Lo siento. No sabía… —Manuela intentó aproximarse a ella y notó que
daba un paso atrás—. Inoportuno momento para presentarse por sorpresa.
Manuela forzó la cercanía cogiendo las manos de Jess, indecisa.
—¿Quién es? —preguntó Jess con recelo.
—Uff… —Manuela bajó la mirada, atenta al creciente enfado de Jess—.
Es mi hermana.
8

Pasados unos minutos, Manuela entró sola en su piso. Había sido incapaz
de contarle nada sobre su hermana. Notó como con cada pregunta de Jess
crecía la muralla en torno a sus sentimientos y se alejaba un poco de ella. Ni
siquiera le había dicho que tenía una hermana. No era fácil dejar salir lo que
llevaba tantos años enterrado.
Se dirigió al dormitorio y volvió al salón con ropa de running. Su hermana
la esperaba con dos cervezas sobre la mesa; también se había cambiado. La
miró mientras se acercaba.
—He supuesto que querrías una. —Daniela señaló el botellín.
Manuela sacó dos vasos, los llenó con hielo y los puso sobre la mesa junto
a una botella de whisky.
—Creo que necesitaremos algo más fuerte. —Rellenó ambas copas.
Dani cogió su vaso y lo colocó frente a ella para brindar.
—Por nosotras, aunque sea cada cinco años.
—Por nosotras, claro que sí. —Manuela levantó su copa y apuró la bebida
de un trago. Volvió a servirse.
—¿Es tu novia? —Dani inició una charla intrascendente.
—Eso parece. Al menos hasta que has aparecido. —Aunque no lo
pretendía, sonó a reproche.
—Lo siento, tenía que haberte llamado. ¿Alicia?
—Está en Asia. En Bali, creo. Gastando mucho dinero y buscándose a sí
misma, como tú.
Por primera vez en mucho tiempo, tenía una relación de amistad con su
exmujer, consistente en apoyarla por correo electrónico mientras encontraba
su destino. Daniela forzó una sonrisa amarga ante el comentario de su
hermana.
—No todos tenemos la suerte de poder compartimentar y enterrar nuestros
problemas.
Manuela le sostuvo la mirada, moviendo la cabeza, unos instantes.
Finalmente sonrió, relajada.
—¿A qué has venido, Dani?
—Mamá está en España.
El rostro de Manuela mutó hacia un gesto sombrío. Sus pupilas se
dilataron e intentó recomponer su máscara de normalidad desviando la vista
hacia la ventana de la terraza, donde el viento azotaba con fuerza la lluvia
contra el cristal. Daniela respetó su silencio mientras servía otra copa.
Manuela, en silencio, trataba de contener sus emociones y poner la mente en
blanco. Volvió a beberse de un trago el whisky.
—No quiero saber más —afirmó, convencida—. ¿Tú cómo estás?
—Manu. —Daniela colocó la mano sobre su rodilla—. Es nuestra madre.
Manuela suspiró. Negó con la cabeza y apretó las mandíbulas, notó como
perdía por un instante la compostura. Inspiró profundamente en un intento
vano por recuperar su equilibrio.
—Lo siento, Dani. No puedo. No quiero.
—Veo que seguimos enterrando los sentimientos.
—Voy a salir a correr. —Le lanzó unas llaves mientras se ponía los
auriculares—. Puedes quedarte todo el tiempo que quieras, pero no voy a
hablar de mamá.

En mitad de la noche, borracha y desconcertada, Manuela corría


esprintando bajo la lluvia con la esperanza de dejar atrás los fantasmas de su
pasado. Siempre habían estado ahí, acechando sigilosos, pero durante toda su
vida se había esforzado por huir de ellos, encapsulándolos en un rincón
remoto y oscuro de su memoria de donde no pudieran escapar.
Cómo había cambiado la película desde que se había encontrado con Jess
en el restaurante, prólogo de una noche de satisfacciones que habían acabado
en sus peores temores. Jess… Le debía una explicación. La presencia de
Daniela había hecho saltar todas sus alarmas y, cerrando la coraza, Manuela
había sido incapaz de compartir sus sentimientos. Jess se había marchado
dolida, sin entender nada. Manuela pensó en ir a su casa; necesitaba
abrazarla, sentirla, tocarla…, pero eran las tres de la madrugada y la noche no
invitaba a nuevas aventuras. Mientras corría, forzando al máximo su cuerpo,
intentó dejar la mente en blanco, pero la música se interrumpió dando paso al
tono de llamada. Se detuvo, extrañada, y contestó al teléfono.
—López.
—Hola. —Escuchó, agradecida, el murmullo de Jess al otro lado del
teléfono—. Siento molestar, supongo que os estaréis poniendo al día.
—No; de hecho, estaba pensando en acercarme a…
—Ha habido otro asesinato, Manuela —la interrumpió con frialdad—.
Acaban de dar el aviso. La víctima concuerda, pensé que te interesaría
saberlo.
—Claro. ¿Tienes la dirección?
—Te la paso por WhatsApp. Nos vemos allí.
Sin decir nada más, colgó. Manuela percibió que estaba herida. Comprobó
la dirección en el teléfono; el parque de Eva María Perón estaba apenas a dos
kilómetros, más cerca que su casa. Se miró en un escaparate: top deportivo,
mallas de running y cortavientos. «Al menos voy de negro», pensó. Retomó
la carrera y se dirigió hacia allí, uniendo a sus fantasmas el tono de reproche
de Jess.
Con las indicaciones del GPS se adentró en un parque que parecía vacío;
la tormenta le aportaba un aspecto siniestro. En el centro, en torno a una
fuente, distinguió las sirenas y el murmullo clásico de una escena del crimen.
Detuvo su carrera y se encontró de frente con Jess, que también acababa de
llegar.
—¡Hey! —exclamó para llamar su atención.
No pudo evitar una mirada culpable. Jess intentó mantenerse firme,
aunque la inquietó verla vestida de sport.
—¿Has venido corriendo? —preguntó, sorprendida.
—Estaba corriendo cuando me has llamado.
—¿A las tres de la mañana?
—Necesitaba pensar. —Le rozó el dorso de la mano—. Ha sido una noche
larga.
Jess tembló al notar su piel, pero dio un paso atrás y se alejó de ella.
—¿Tu hermana? —insistió con curiosidad.
—En casa.
—No sabía que tenías una hermana, Manu. Más allá de tu padre, no sé
nada de tu familia, en realidad.
—Vive fuera.
Manuela quiso decir algo más, pero no pudo, las palabras no respondían a
sus órdenes.
—¡Manuela! ¡Jess! —Cristina las llamó desde la base de la fuente y se
dirigieron hacia ella.
—Hola, doctora. —Manuela abrazó a Cristina, más cariñosa de lo
habitual, e intentó recomponer su postura prepotente.
—¿Por qué vas vestida así? —preguntó confundida la forense—. Digo yo
que la top model tendrá algo más que te valga que no parezca un pijama. —
Le guiñó el ojo a Jess, que respondió con un fingido gesto amistoso.
—¿Qué tienes? —Manuela desvió la conversación.
—No pinta bien. —Cristina, preocupada, mantuvo su atención en Manuela
—. Mujer, entre cuarenta y cincuenta. Marcas de ligaduras en brazos y
piernas. Miradle el cuello y los pies.
Las dos se acercaron a la base de la fuente. El cadáver de una mujer
sobresalía con la cabeza sobre el bordillo y los brazos en cruz. Manuela se
estiró para ver bien las piernas. Allí estaban: los mismos cortes que las otras
víctimas. Solo con la mirada, compartió sus sospechas con Jess, que, más
relajada, respondió a sus inquietudes con sus enormes ojos verdes. Observó
entonces el cuello sobre el bordillo y vio con claridad el mismo rosetón
morado que lucía Sandra Jiménez.
—Pues ya podemos confirmarlo, ¿no? —Intercambió miradas de
preocupación con las dos mujeres, que afirmaban taciturnas con la cabeza—.
Tenemos un asesino en serie —verbalizó apenas en un susurro.
Manuela oyó los murmullos del subinspector Vargas, a poco más de un
metro de distancia, que conversaba con la científica.
—¡Coño con la pija! Ahora se puede venir a trabajar en pijama, por lo que
parece.
Manuela giró la cabeza como un resorte, estirando su ya de por sí erguida
postura. No era la noche.
—¿Algo que aportar a la investigación, Vargas? —lo retó, amenazante.
—No, inspectora —esquivó su mirada.
—¿Qué está haciendo aquí?
—Me saltó el aviso. Aquel hombre encontró el cuerpo —señaló a un
vagabundo sentado bajo unas mantas en un banco—; iba a tomarle
declaración.
—Puedes irte a jugar a las casitas, ya nos encargamos los profesionales. —
Sin prestarle más atención, observó la escena. Había mucha gente. La
filtración de un tercer cadáver a la prensa sería catastrófica. Se dirigió a los
agentes uniformados y elevó el tono—: No quiero a nadie que no sea de la
científica cerca del cuerpo. Que solo se acerque el personal imprescindible.
Los agentes acataron la orden. Vargas bajó la mirada. Jess suspiró y, con
mala cara, se alejó disimuladamente de ellas dirigiéndose al testigo. Cristina
observó la escena en silencio, con una creciente inquietud. Manuela miró a
Jess y tuvo que tragar saliva varias veces para ocultar su dolor.
—¿Problemas en el paraíso? —bromeó la forense.
Manuela seguía contemplando a Jess en la lejanía.
—Manu —le giró la cara hacia ella—, ¿todo bien?
—Sí. No pasa nada.
—No me digas que no pasa nada, que nos conocemos y acabas devastada
en mi habitación de invitados —la reprendió amable—. ¿Qué os pasa? ¿Qué
le has hecho?
—Gracias por confiar en mí, Cris. Nada, de verdad, es una tontería.
—¡Doctora Romero! —Un auxiliar forense llamó a Cristina desde dentro
de la fuente.
—Un minuto —contestó, centrando su atención en su amiga—. Manu,
mírame, tenemos una chica muerta aquí mismo, no hay tiempo para tus
silencios, ¡cuéntame qué pasa!
Manuela la miró a los ojos.
—Daniela está aquí.
—¿Tu hermana? ¿Qué hace aquí?
—Por lo visto mi madre está en España.
—¿La has visto? —preguntó una Cristina petrificada.
Manuela asintió, intentando alejar a su familia de su mente.
—¡Doctora Romero! Es importante.
—Ahora mismo —contestó, nerviosa, y retiró a Manuela del brazo hacia
una zona más oscura. Con cariño la cogió la cara con las manos—. Manu,
escúchame. Ahora no puedes pensar en eso, ¿vale? —Manuela aceptó,
ausente—. Céntrate en la escena, en la víctima. Pon esa cabeza a pensar en
otra cosa y mañana lo hablamos tranquilamente.
—Sí. —Se frotó la cara con rabia—. Será lo mejor.
—¿Jess?
—Ha conocido a Dani y… No sabía ni que existía.
—Por favor, ya estamos con la tara. Pídele perdón o haz lo que tengas que
hacer para arreglarlo y no dejes que eso te distraiga ahora, ¿estamos?
Manuela apretó la mano de Cristina, agradecida. Jess las observaba en la
distancia. Estaba dolida; la aparición de la hermana de su novia había abierto
la caja de pandora y dado rienda suelta a la inseguridad en su cabeza. Otra
vez. Adoraba a Manuela y era consciente de todos los avances conseguidos,
pero el muro en torno a sus sentimientos se había hecho palpable al aparecer
Daniela. No sabía nada de su pasado, de su familia; en realidad, no sabía nada
de su vida. ¿Estaría compartiendo sus preocupaciones con Cristina? Al menos
era capaz de hablarlo con alguien. Era evidente que no estaba bien. Percibió
su dolor, su vulnerabilidad y el establecimiento de una frontera invisible en
torno a ellas. ¿Qué hacía corriendo en medio de la noche? ¿De qué huía?
Quería perdonarla, necesitaba abrazarla y asegurarle que no pasaría nada
malo. Tenía que conseguir que la dejara entrar.
—¡Señora! —El mendigo bajo las mantas interrumpió acertadamente sus
reflexiones.
—¿Sí?
—Perdone que la moleste. Me dijo un policía que esperara aquí, pero ha
pasado mucho rato. ¿Puedo irme ya?
—No, aún no puede irse. —Le sonrió, amable—. Queremos que nos dé su
testimonio.
—Había que intentarlo.
Jess sacó su bloc de notas y se acomodó en el banco junto a él. Aunque era
indudable su deterioro por vivir en la calle, mantenía cierto porte refinado y
se le veía aseado.
—Cuénteme, ¿cómo se llama? —inició el interrogatorio con educación.
—Fernando Gil.
—Encantada, Fernando, soy la inspectora Mars. Le voy a tomar
declaración. ¿Vive en la calle?
—En los últimos tiempos. A veces consigo plaza en un albergue, pero si
hace buen tiempo prefiero dormir al raso.
—¿Siempre en este parque?
—No, no vengo mucho por aquí. Me pilló la tormenta y me resguardé en
un cajero cercano.
—¿Encontró usted el cuerpo?
—Sí. Cuando paró la lluvia crucé el parque para dirigirme a la zona del
puente; suelo dormir allí. No había gente, pero vi ropa en la fuente y me
acerqué por curiosidad.
—¿Tocó el cuerpo?
—Sí. Intenté despertarla y le toqué el cuello para encontrar el pulso, estaba
muy fría. —Tragó saliva, emocionándose—. No parecía de la calle.
—Lo está haciendo muy bien, Fernando. ¿Llamó entonces a emergencias?
¿Tiene un teléfono?
—Sí, me lo dieron los servicios sociales; no sabía si podría hacer
llamadas, pero marqué el 112 y me dejó. Esperé junto a ella a que llegaran
sus compañeros.
—Necesitaré el número y que mantenga el terminal encendido, por si
necesitamos localizarle.
—Claro.
—Bien. Durante la espera, o antes, ¿vio algo raro? ¿Alguna persona en el
parque?
—No, estaba desierto. Aunque… —Miró hacia arriba, pensativo.
—Cuénteme cualquier detalle, aunque pueda parecerle intrascendente.
—No sé si tendrá que ver. Mientras esperaba en el cajero, está justo ahí —
señaló a su derecha—, frente a la entrada, vi un coche que se detenía junto a
los arbustos. No creo que le sirva, pero vi bajar a una niña. Me extrañó que
una niña cruzara tan tarde el parque bajo la lluvia, pudiendo dar un rodeo.
—¿Qué edad tendría la niña?
—Solo vi la silueta, era menuda; ¿quince o dieciséis años?
—No recordará qué coche era, ¿verdad?
—Sí —sonrió orgulloso—. Si le digo la verdad, me fijé sobre todo en el
coche. Me gustan mucho. Era un Toyota Auris azul, híbrido. De esos que
cuando circulan lento suenan como un mosquito.
Manuela se había alejado, metiéndose en el césped para observar la escena
desde fuera. Oculta en la oscuridad, vestida entera de negro, apenas se la
distinguía entre las sombras. Intentó sentir el momento, comprenderlo,
introducirse en él con perspectiva: percibió los trabajos forenses y de la
científica, que sufrían dificultades para tomar muestras por la lluvia y el agua
de la fuente; distinguió a Jess en la lejanía, hablando con el testigo; no
parecía hostil, un pobre hombre; analizó las entradas del parque; era pequeño,
apenas la plaza de la fuente rodeada por jardines de césped y delimitado por
arbustos; solo vio dos entradas con camino, una estrecha, por la que había
llegado ella, y otra en el punto opuesto, más ancha, con acceso de vehículos,
ocupada en ese momento por los coches patrulla, las ambulancias y algunos
curiosos que comenzaban a acumularse. No había puertas.
Manuela notó una presencia a su espalda; se volvió intranquila hacia los
matorrales. Se sentía observada. Turbada, intentó fijar su atención sobre
ellos: eran bajos pero muy frondosos, y no conseguía distinguir más que
oscuridad. Decidió acercarse, sigilosa, cuando una trifulca entre agentes
uniformados y una mujer llamó su atención desde el acceso de vehículos.
Descartó la idea de adentrarse en los arbustos y se dirigió hacia la
multitud. Conforme se acercaba, entendió la naturaleza del problema: una
periodista espigada discutía con los policías del perímetro, a escasos metros
de la fuente, grabando la conversación. Irrumpió enérgicamente.
—Amplíen el perímetro hacia la acera —gritó a los agentes uniformados
—. No quiero a nadie en el parque que no esté trabajando. ¡Vamos, todos
fuera!
—¡Estamos trabajando! —respondió ofendida la periodista, mirando a
cámara.
—Yo me encargo. —Manuela se situó junto al policía que intentaba
contenerla.
—Sabemos que está haciendo su trabajo, señora. Pero esta zona está
cerrada. Si nos disculpa, puede situarse en la acera.
Manuela gesticulaba, poderosa, mientras ayudaba a desenrollar la cinta
policial e ignoraba los comentarios de la prensa. La periodista se dirigió al
cámara para que siguiera grabando, persiguiendo a Manuela con el micrófono
en la mano.
—Señora. ¿Quién está al mando? Nos gustaría hablar con la persona a
cargo de la investigación.
Manuela se volvió, irascible, situando su mano frente a la cámara.
—¡No me grabe! —amenazó con firmeza—. Ya le he dicho que puede
hacer lo que quiera a partir de la cinta.
—Estamos en nuestro derecho de informar a la ciudadanía. No puede
censurar nuestra libertad de expresión, hemos confirmado que se trata de un
nuevo asesinato de… —La periodista se encaró con ella.
—Mire, he tratado de ser educada, pero me está tocando los cojones. Yo
estoy al mando —su voz era gélida— y como siga grabándome la acuso de
obstrucción policial y me la llevo al calabozo. Y usted —se giró hacia el
cámara con la mirada encendida—, ya se lo he advertido una vez, deje de
grabarme.
Manuela la empujó con su cuerpo hacia afuera, donde ya habían
establecido el nuevo cordón policial. La periodista comenzó a gritar,
exagerando ante la cámara, mientras Manuela la presionaba hacia el exterior.
—Belén Bergantiños y el equipo de investigación informando en directo
desde la escena del crimen. Como pueden ver —narraba la historia al
micrófono, con la voz impostada para crear una falsa intriga—, desbordados
y muy nerviosos, los efectivos policiales están limitando nuestra capacidad
informativa. —Le hizo un gesto al cámara para que se acercara a Manuela.
—¡Se acabó! —Endureció el tono, colérico, dirigiéndose a sus
compañeros—. Esta gente a tomar por culo de aquí. ¡Fuera! —Tapó el
objetivo de la cámara con la palma de la mano, susurrando al operador—: o
apagas esta mierda o lo siguiente que vas a grabar es la paliza que te van a
dar en las duchas de la cárcel. ¿Te queda claro?
El cámara se asustó con su mirada severa y su tono de voz implacable y
bajó el objetivo hacia el suelo. La periodista seguía con su narración.
—… como siempre os digo, querida audiencia, es nuestro derecho
informar y más en este caso del Asesino del Collar, que está conmocionando
a la población madrileña…
Manuela perdió definitivamente la calma, golpeó la cámara y se encaró
con ella.
—No tienes ningún puto derecho en mi escena, ¿me entiendes? ¡Fuera! —
A empujones, consiguió sacarla del perímetro. Se dirigió a los agentes,
enfadada—: No quiero a nadie de la cinta para dentro, el que pase os lo
lleváis a comisaría detenido.
Aún fuera de sí, con la yugular a punto de estallar, dio media vuelta, y se
encontró con la mirada reprobatoria de Cristina y Jess, que se habían
acercado, preocupadas al oír el numerito.
—No está bien —susurró Cristina, afligida—. No está bien, Jess.
—Ya lo veo. ¿Es por su hermana?
—Sí —confirmó la forense—. Es complicado. Nos necesita. Dale tiempo,
por favor.
Manuela llegó hasta ellas y miró desamparada a los ojos de Jess. En aquel
instante, impaciente por reconfortarla, Jess la perdonó. Liberó a las mariposas
y deseó abrazarla. Forzó una tibia sonrisa concentrada en los ojos de
Manuela, intentando penetrar en ella.
—Se me ha ido un poco de las manos. No atienden a razones. ¡Puta
prensa!
—Sí, se te ha ido. —Cristina intentó ser objetiva—. Vamos, esto está casi
terminado, el juez está levantando el cadáver y no tendremos nada hasta que
haga la autopsia, la lluvia ha vuelto a comprometer las posibles pruebas. Vete
a casa y duerme, mañana será otro día. Intenta descansar, por favor —suplicó
acariciándole el rostro.
Manuela cedió sin oposición. Cristina volvió a la zona del cadáver, y se
quedó a solas con Jess, que seguía intentando introducirse en sus
pensamientos en silencio. Se contemplaron unos instantes.
—¿Necesitas que te lleve a casa? —Jess buscó una tregua.
Manuela quiso decir que sí. Deseaba que la envolviera en sus brazos.
Intentó aferrarse a la mirada de Jess, refugiarse en el verde intenso y dejarse
llevar, pero no lo hizo. Evitó sus ojos, alzó el mentón al cielo buscando
respuestas y dejó que la lluvia helada acabara de empaparla.
—Gracias —dijo casi sin volumen, negando con la cabeza—. Necesito dar
un paseo.
—¿Estás bien, Manu? —Jess se preocupó.
—Lo estaré —Volvió a colocarse los auriculares en las orejas.
9

Manuela había sustituido la mesa de su despacho por la sala de juntas;


cuestión de espacio y privacidad. Las fotos de los tres cadáveres ocupaban
casi el cincuenta por ciento de la superficie. Aunque el maquillaje no
conseguía ocultar las ojeras de dos noches con evidente falta de sueño,
vestida con un pantalón vaquero gris, una camiseta entallada y un blazer
negro, le sobraba energía. Su cabeza parecía el perfecto engranaje de un reloj,
llevaba varias horas marcando las fotografías e intentando buscar el detalle
que conectara a las tres víctimas.
Más allá de su evidente parecido físico, las marcas en el cuello y los cortes
en las pantorrillas, no conseguía encontrar la clave. ¿Para qué usaban la
burundanga? Según sus indagaciones, más allá de un alucinógeno, se
caracterizaba por sus efectos amnésicos tras la ingesta. ¿Qué buscaban con la
tortura? Con mucho trabajo por delante, acompañaba sus delirios inconexos
rodeando la mesa con vigor, para analizar las imágenes desde diversos puntos
de vista.
Pensó en Daniela. La había encontrado durmiendo en el sofá al llegar a
casa de madrugada. Sin despertarla, se había metido en la ducha, dispuesta a
volver a comisaría, con la cabeza ocupada en sus dramas familiares. ¿Qué
hacía su madre en España? ¿Quería saberlo? La respuesta era no. Como
siempre, su simple presencia había desencadenado un torrente de problemas.
Mientras se vestía, sentada en la cama, Jess asaltó sus pensamientos. Quiso
llamarla, pedirle perdón y compartir con ella sus inquietudes sobre el caso,
pero, viendo la hora, decidió postergar la disculpa a la mañana siguiente y
centrarse en la investigación, que empezaba a introducirse en su cabeza como
una espiral, poco a poco, en un bucle infinito.
Absorta en las fotografías, se sobresaltó cuando Antares entró en la sala
hecho una furia, avanzando como un animal salvaje hacia ella, que estaba en
el punto más alejado de la mesa. Manuela continuó tranquila con su paseo
hasta situarse en el lado opuesto, junto a la puerta.
—¡¿Agrediste a una periodista?! —gruñó, malhumorado.
Cada uno en un extremo de la mesa rectangular, con la puerta abierta y
varios curiosos olisqueando la sangre, Manuela estaba deseando provocarle.
—¡López! —balbuceó con los ojos inyectados en sangre. Ante la ausencia
de respuesta provocó un sonoro eco al golpear con ambas manos la superficie
de la mesa—. ¿A una periodista?
—¿Me ha denunciado? —rebatió Manuela con las manos en los bolsillos.
—No, no te ha denunciado. ¡Es peor! —Estaba tan nervioso que parecía
que estuviera a punto de echar espuma por la boca—. Está en Twitter y en
Instagram y es trending topic en todas las putas redes sociales.
—¿Ha visto las imágenes? ¿O se lo han contado en el ascensor?
—No empieces con tus gilipolleces. ¡Hoy no!
—¿Ha visto las imágenes o no? —Muy tranquila, Manuela insistió en su
pregunta.
—No. No las he visto, pero llevo dos horas, dos putas horas,
disculpándome en tu nombre.
—Si hubiera visto las imágenes no tendría que disculparse, Antares.
—¡No me toques los cojones, López! —elevó aún más el tono de voz.
Jess apareció en el umbral con dos cafés en la mano, y se quedó
petrificada. Manuela giró la cabeza, alargó la mano y cogió uno de los cafés.
—¡Gracias! —Le guiñó el ojo con una sonrisa encantadora.
—¿Tienes sed? ¿Quieres un café? ¿Cava? ¿Un puro? —explotó Antares
—. ¿Un expediente disciplinario, quizá?
Manuela rompió a reír con seguridad. Dejó el café sobre la mesa y empezó
a aplaudir, exagerada.
—Respire, Antares, respire. No vaya ser que tengamos que sumar una
nueva víctima al caso.
Antares percibió el murmullo fuera de la sala e intentó tranquilizarse.
—Mars, por favor, entre y cierre la puerta.
Jess obedeció y se sitúo en un lateral, cerca de Manuela.
—¿Mejor? —prosiguió Manuela—. ¿Ya puedo hablar? —Dio un pequeño
sorbo al café mientras el comisario asentía—. Primero, no la agredí. Solo hice
mi trabajo, pero ella, con sus derechos y sus tonterías, no atendió a razones.
—Llámalo equis —apuntilló Antares.
—Segundo, y más importante, hay que tener mucho cuidado. Tenemos un
cabrón matando mujeres y alguien se está yendo de la lengua. ¿Quiere que
nos estalle en la cara?
Antares enfrió la batalla tomando asiento en la cabecera de la mesa y
retomando su tono de voz lánguido.
—¿Qué tenéis?
—Tenemos tres víctimas de fisionomía parecida asesinadas con el mismo
modus. —Manuela también tomó asiento en el lado opuesto y Jess hizo lo
propio en el centro de la mesa, como si fuera el juez de silla—. Tenemos un
patrón de ensañamiento pre mortem, unos cortes muy extraños en las
pantorrillas que parecen un puto ritual satánico. —Abrió una de sus carpetas
y diseminó las fotografías de nuevo por la mesa—. Y no tenemos ni puta idea
de quién está haciendo esto.
—Creo que a la vista de las evidencias tendríamos que intentar trabajar
con un perfil —intervino Jess con seguridad—. Si os parece, me pongo con
Isabel.
—Me parece bien —asintió el comisario—. ¿Qué sabemos de las últimas
víctimas, Mars?
—La segunda sigue sin identificar, no está en ninguna base de datos ni
concuerda con ninguna denuncia de desaparición. La Guardia Civil está
intentando obtener alguna coincidencia en los pueblos cercanos a la zona
donde la encontraron. La tercera…
—La tercera víctima —la interrumpió Manuela sin mirarla—, se llamaba
Noelia Sánchez. Profesora de secundaria, cuarenta y dos años, vivía en el
centro, cerca de donde encontraron a Sandra Jiménez. Llevaba seis días
desaparecida. No he encontrado aún relación con las otras dos.
Jess observó a su compañera: ¿llevaba toda la noche despierta? Aunque
parecía entera y su presencia llenaba la sala, los ojos excesivamente rojos
denotaban falta de sueño.
—¿Por dónde seguimos? —preguntó el comisario.
—Aunque supongo que la autopsia confirmará lo que nos tememos —
continuó Manuela—. Hay que esperar. Y tirar del hilo que nos ofrece Noelia,
a ver qué sale.
—La burundanga puede ser un inicio —añadió Jess sin quitar el ojo de su
compañera—. No creo que sea fácil conseguir tantas dosis en tan poco
tiempo sin dejar rastro.
—He hablado antes con estupefacientes y nos van a echar un cable. Yo me
encargo.
—¿Has hablado con la UCO? Recuerda que parte del caso es suyo, López.
—Sí, señor —respondió, irónica—. También he hablado con el capitán
Soler. Se van a centrar en el caso Echauri, con el apoyo de Vaamonde. No
tiene problema en seguir ayudando con la identificación y lo necesario en el
campo de golf, pero acceden a que nos quedemos con esta investigación.
Jess volvió a intentar descifrar a Manuela. Demasiadas llamadas para esa
hora de la mañana. Sí, era un hecho: había pasado otra noche en vela. Sus
emociones se enfrentaban: por un lado, la necesidad de entender su huida
desde la aparición de su hermana; por otro, cierto rencor ya conocido porque
no confiara en ella, al menos para seguir adelante en el caso.
—Bien. Llamaré al coronel Puell por cortesía.
—Nadie quiere un asesino en serie en su cartera de clientes, Antares. Es
incómodo.
—Sobre ese tema, López, cuidadito. No quiero la palabra asesino en serie
en boca de todo el mundo.
—¿Ve? Es incómodo.

El tiempo parecía haber dado una tregua y, aunque el cielo encapotado


impedía que el sol brillase, este templaba el ambiente y había una
temperatura mucho más agradable que los días anteriores. Manuela
aprovechó el paréntesis para madurar las ideas en su rincón. Oculta entre la
doble fila de árboles al cruzar la calle de la comisaría, se sentó con un café en
el muro del parque y encendió un cigarro.
¿Por dónde tirar? Con tres víctimas inconexas y ningún indicio, había que
empezar por el principio: conocer sus vidas y las de sus allegados, encontrar
un camino, por pequeño que fuera. Tenía que hablar con Jess, no podía
postergarlo. A la crisis de la noche anterior se unían ahora sus problemas de
comunicación laboral. ¿Por qué? Se estaba volviendo a meter en su agujero y
no quería.
El teléfono le indicó que tenía un mensaje sin remitente, que abrió con
curiosidad. Al pulsar, reprodujo el video mudo de su altercado con la
periodista la noche anterior. Un fogonazo rojo dio paso a un primer plano de
Manuela apretando las mandíbulas mientras escuchaba a su contrincante. Un
nuevo fogonazo acababa en una pantalla en blanco con las palabras: «Es un
placer, inspectora».
Manuela reprodujo la grabación varias veces intentando encontrar detalles
nuevos. El quejido de una rama a su espalda la sobresaltó. Se levantó como
un muelle y derramó parte del café sobre su pantalón. Un perro paseaba
tranquilamente por el césped tras ella, ajeno a los problemas de los seres
humanos. Miró a su alrededor y cogió el teléfono para volver a reproducir las
imágenes, pero la llamada entrante del excomisario Tamayo se lo impidió.
—¿Qué pasa? —saludó con fingida tranquilidad.
—Hola, cabezona. Te he visto en la tele.
—Tú y toda España, por lo que parece. —Volvió a sentarse en el muro,
más serena, con las piernas colgando y encendió otro cigarrillo.
—¿Ya te ha despedido Antares?
—Más quisiera. Me ha amenazado con un expediente, el gilipollas.
—Uuuh… Veo que vuestra relación se está afianzando.
—Pareja de hecho, somos. No sabe lo que se le viene encima. Pobre
idiota, me da hasta pena —dijo con condescendencia—. Tu caso del
empresario devorado por el colesterol, ¿cómo va? ¿Has encontrado una trama
oculta?
Tamayo rio al otro lado.
—Pues un poco parado, estoy esperando resultados, pero tenéis los
laboratorios cargaditos de casos importantes y no me hacen ni caso.
—¿Y te extraña? Tú quisiste descender a segunda división.
—A tercera regional me descendieron. —Manuela sonrió, apurando el
contenido del café, mucho más tranquila que al empezar la conversación—.
He hablado con Vaamonde, por cierto; me voy a pasar esta semana a echarle
una mano con lo de Echauri.
—Ya me ha dicho. No sabía que lo conocías.
—Un gran hijo de puta. Llevamos algún caso juntos en el cretácico. Los
expedientes deben seguir allí.
—Sí. Vaamonde está encantado revisando pruebas, expedientes,
informes…
—Juraría que tu padre también coincidió con él —dudó Tamayo.
—Lamentablemente, él no puede ayudarnos.

Tony y el Mudo llevaban toda la tarde sentados en un banco del Retiro


esperando a localizar a «su hombre».
—No sé, primo. —Tony llevaba varias horas hablando sin parar—. Yo por
la tenienta mato, pero no entiendo qué carajo hacemos aquí plantaos. Si el
guaperas ese le ha dao el chivo y sabe quién vende la mierda, tan fácil como
venir ella solita. —Hizo una pausa esperando la respuesta de Mudo, que no
llegó a producirse—. Que ya sé que dice que a ella no la cuentan ná. La van a
contar… Tú me dirás, con esa mala hostia que se gasta, qué la van a contar.
Yo creo que debería venir la rubia, mucho mejor, da más confianza, ¿a qué
sí? Pues lo que yo te digo.
—Pschh. —Mudo golpeó a Tony con el codo y le indicó con la cabeza a
un chico que paseaba un pastor alemán.
—¿Ese es el payo? ¿Estás seguro? Ya sabes que pa mí son todos iguales.
Saca la foto a ver.
Mudo buscó la imagen en el teléfono y asintió.
—Pues hala, caminito a la misión, primo.
Los dos gitanos se levantaron hacia el chico.
—¿Qué pasa, payo? —Tony lo interpeló desde lejos. El desconocido se
refugió tras el perro—. Tranquilo, no te alteres que no te vamos a robar. —
Rio exageradamente—. Cómo sois, ¿eh? Gitano vivo, gitano malo —exageró
el acento calé.
—¿Qué queréis? —preguntó, desconfiado.
—Ay, primo, qué hartura de gente. Ni los payos malos se fían de nosotros
ya. A ver, don Juan, que resulta que tenemos un amiguito en común. ¿Cómo
se llama el guaperas, primo? —Chasqueó los dedos intentando recordarlo—.
Mira el was de la tenienta.
—Aitor.
—Ese, el agente Aitor. Ya tú sabes quién te digo. —Le hizo un gesto
socarrón.
—No sé de quién me hablas.
—¡Qué historias! —Tony se agachó para acariciar al perro en el morro,
que movió efusivo la cola—. Mira, chato, no soy yo de abreviar, pero es tarde
y luego la parienta me calienta el tarro con que no llego a cenar, que ha
duchado ya ella a las niñas…, un lío. Así que, al asunto. Sabemos que eres el
chota del tal Aitor, nos lo ha dicho él, así que está cristalinísimo. Bueno, en
realidad, no nos lo ha dicho él, así en directo, esto es cosa de la tenienta, que
le gusta a ella liarnos, pero eso a ti no te importa. —El desconocido, que se
estaba impacientando ante el monólogo del gitano y su conocimiento sobre
sus trapicheos con la policía, miraba preocupado a su alrededor—. Al lío, que
se me va. Que eres el chota. ¡Ojo! —Levantó el dedo índice—. Que yo no te
juzgo. Cada uno a sus cosas, pero que a lo que nos ocupa, necesitamos que
nos digas cómo conseguir Burundanga.
—Mira, tío, no sé de qué me hablas. ¡Piérdete! —Para retomar el paso
empujó ligeramente a Tony.
—Ay, primo, que al final tenemos que hacerlo a las bravas…
Tony sacó del bolsillo una navaja y, con naturalidad, se puso a jugar con
ella. El desconocido avivó el paso, pero se encontró de frente a Mudo, que
también tenía un machete en la mano.
—Está bien. ¿Qué queréis? —murmuró al entender que no tenía salida.
—El bardeo nunca falla, ¿verdad, campeón? —Tony acarició la navaja
con cariño—. Vamos a ver qué parte no has entendido: el agente Aitor, la
tenienta y la Burundanga. Que nos cuentes por esa boquita dónde podemos
conseguir, coño.
—Yo no paso. —El chico hizo una pausa. Mudo volvió a juguetear con la
navaja, invitándolo a hablar—. Esa mierda no es fácil de conseguir, sobre
todo después de las manadas.
—¿Qué manadas? ¿Qué dices ahora? Mira, payo, he sido educao, pero
estás empezando a hincharme los huevos como solo sabe mi mamá. Voy a ser
clarito: o nos chotas todo lo que sabes en un minutito o el pobre animal se va
a tener que venir conmigo al barrio, ¿estamos?
—Estamos —respondió poco convencido—. Como te decía, si quieres
conseguir Burundanga, lo mejor es que busquéis en el centro.
—Vamos, sigue; con lo que ta costao arrancar, prenda.
—Preguntad por el Negro, él sabrá deciros.
—¡Coño! Pa decirnos esa mierda. A ver, ¿el señor Negro es de fiar?
—Trigo limpio.
—¿Ves qué bien cuando colaboramos? ¿Por dónde para el muchacho?
—Suele abrir el negocio en Santo Domingo, a veces sube hasta Callao.
—¡Ea! Pa esto tres horas.
—Él… Él no sabe nada —tartamudeó sin encontrar las palabras— de mis
asuntos con…
—¡Anda, primo, con lo que sale! Pues claro. Te creerás que el gitano es
tonto. Anda, tira, desagraciao. Puedes irte.
El desconocido apretó el paso sin mirar atrás. Tony le increpó en la
distancia:
—¡Payo! Una cosita, si le hablas a alguien de nosotros ya sabes lo que
pasa. —Con el dedo gordo de la mano derecha recorrió su cuello.
Bajo la ducha de la comisaría, apoyada frente a la pared, con la presión
máxima sobre la espalda, Manuela intentaba que el agua ardiendo se llevara
sus preocupaciones por el sumidero.
¿Quién coño le había enviado el video? ¿Qué pretendía? ¿Sería algún
idiota que quería protagonismo gracias al anonimato de las redes sociales? ¿O
algún enemigo que esperaba sacar partido de su desliz con la prensa?
Jess disfrutaba al analizar a su compañera de espaldas: desnuda, con la
piel tornándose carmesí por la temperatura del agua, intentaba leer su
musculatura en tensión; estaba agitada. Dio un par de pasos mudos hacia ella.
¿Qué la preocupaba tanto? El caso era un reto, desde luego, pero dudaba que
fuera por eso. ¿Por qué parecía que no quería volver a casa? ¿Por qué tenía la
sensación de que la estaba apartando de ella? ¿Por su hermana? Tuvo miedo.
Notó un velo de oscuridad que se le posaba en la boca del estómago ante la
posibilidad de perderla.
Manuela sintió la presencia en su espalda y se volvió, inquieta. Vio a Jess
frente a ella y la miró como solo Manuela era capaz de hacerlo: removiendo
todo en su interior, desplazando el vacío e invitándola a olvidarse de la
realidad. Necesitaba estar con ella. Jess avanzó un poco más, hasta el umbral
de la ducha, atraída por el deseo de sus ojos. Manuela se relajó, elevando la
temperatura del agua hasta el punto de ebullición.
—¿Estás bien? —preguntó al fin Jess, con los pies ya mojados por la
salpicadura del agua.
Manuela asintió sin mover un solo músculo.
—No has dormido, claro.
Manuela comenzó a dibujar una sonrisa.
—Supongo que no quieres ir a casa.
Manuela rectificó la expresión hacia una mueca agridulce y miró un
instante al suelo. A los pocos segundos, buscó los ojos de Jess y acabó de
formar, con esfuerzo, la sonrisa en sus labios. Jess se perdió en ella, decidida
a encerrar sus inseguridades.
Respondiendo a sus impulsos, dio un nuevo paso para introducirse bajo la
ducha y se quitó la camiseta. Empapada, Manuela la miró con deseo. Jess
respondió apartándose el pelo, seductora, y avanzó un poco más, hasta rozar
su cuerpo. Se contemplaban sin moverse. Sus cuerpos dialogaban. Sus
miradas conectaban.
—Lo siento. —Manuela recorrió con su dedo índice el abdomen.
Jess sintió el recorrido del dedo como si fuera una cremallera que abriera
su cuerpo y sus emociones contenidas. Se detuvo en la cinturilla húmeda del
pantalón y metiendo ambas manos la atrajo hacia sí. Jess se dejó hacer. La
amaba. No era un sentimiento que acabara de descubrir ni al que se pudiera
resistir; el efecto hipnótico que causaba Manuela en su cuerpo no solo no
había dejado de tener efecto, sino que iba en aumento. Tras un delicado beso,
Manuela la rodeó con sus brazos. Sintió que necesitaba su calor, que buscaba
refugiarse en un lugar seguro.
Prolongaron el momento varios minutos. Manuela volvió a disculparse.
Jess se separó para tocarle la cara.
—Quiero estar contigo, Manu. Te quiero. Tómate el tiempo que necesites
para lidiar con tus problemas, pero no me alejes de ti.
10

Manuela parlamentaba, imponente, en la sala de reuniones. Había comido,


descansado, hecho las paces con Jess y su arrogancia volvía a llenar la
estancia. De buen humor, relajada y gesticulando, hacía un resumen del caso
para Jess y Soler, que la observaban embelesados enfrentados en la mesa.
—Tenemos tres cadáveres y poco de donde tirar, la verdad —concluyó,
tomando asiento en la cabecera.
—Es un asesino organizado y meticuloso —intervino Jess con confianza
—, será difícil encontrar pistas.
—Un puto loco es lo que es, Barbie. No lo edulcores. —Soler, con las
botas de punta sobre la mesa, jugueteaba con su mechero Zippo.
—No es un loco, no te equivoques. Probablemente sea una persona
analítica, con necesidad de ejercer el control y un coeficiente intelectual
bastante por encima del tuyo.
—¿Eres de esas, eh? —insinuó, obsceno.
—¿De cuáles? —objetó Jess, muy indignada.
—De las que les tiene fascinación, rubia. Una groupie de los asesinos en
serie que cree que será capaz de encontrar el motivo de sus males y todo
tendrá una explicación racional que nos permita dormir por las noches.
Manuela observaba el intercambio de golpes. Jess suspiró, orgullosa, y
dudó si contestar. No pudo evitarlo, el capitán la sacaba de sus casillas.
—Acabas de tirar por tierra medio siglo de investigaciones científicas
sobre asesinos seriales. Así, tan tranquilo, ahí sentadito en tu silla.
—La gente mata porque es mala, punto. Ningún loquero va a
convencerme de lo contrario.
—¡Hasta aquí! Es un debate muy interesante, pero lo concluís luego con
una cerveza —sentenció Manuela, buscando, disimulada, la ayuda de Jess—.
¿Cómo va el perfil?
—Estamos en ello. —Jess apuñaló a Soler con la mirada—. Mañana o
pasado lo tendremos completo.
—Mejor hoy que mañana, Jess. Como decía antes de la pausa para el
recreo —Manuela sonrió irónica a Soler, que se incorporó en la silla de mala
gana y se concentró—, y a la espera de la tercera autopsia, tenemos el patrón
como única forma de tirar del hilo: fisionomía, burundanga —enumeraba con
los dedos de memoria mientras sus dos compañeros apuntaban en sus
cuadernos de notas—, las fibras de las muñecas y, sobre todo, las heridas de
las piernas. ¿Qué las causó? ¿Fue accidental? ¿Nos puede situar a las
víctimas en un mismo lugar?
—También está el rosetón.
—Tienes razón, Jess, también puede ser una clave.
—¿Qué rosetón? —preguntó Soler, intrigado.
—Ves como no lo sabes todo.
—¡Ya! —Manuela no quería volver a perder el control de la conversación.
Iba a costarle mucho conseguir que sus dos compañeros trabajaran juntos—.
La primera víctima tenía un hematoma en el cuello, pensamos que sería una
marca de un collar o quizá algo que se quedó bajo el cuerpo y se marcó por el
rigor mortis. El estado de vuestro cadáver nos impidió comprobar si existía la
marca, pero la autopsia detectó desgarros internos en esa misma zona. Noelia
presenta el mismo hematoma. No sabemos qué puede ser.
—De ahí lo del Asesino del Collar —reflexionó Soler en voz alta.
—Sí, alguien con información está filtrando datos a la prensa.
Jess lanzó dos fotografías sobre la mesa con desgana y Soler se incorporó
con interés.
—Déjame ver. ¿Tienes alguna más de cerca?
Jess rebuscó en el expediente y encontró un primer plano del rosetón de
Sandra Jiménez. Soler cogió la fotografía.
—¿Es una quemadura? —preguntó, extrañado, girando la imagen.
—Sí —respondió Jess, buscando los ojos de Manuela.
—Parece una rozadura de un nudo.
—¿Qué nudo? —Manuela se removió ansiosa en la silla.
—Un nudo de una cuerda de escalada, por ejemplo. Me quedo la foto, os
digo algo pronto.
—Bien. Soler se encarga del nudo —dijo sin demasiada convicción— y yo
de la burundanga. Tenéis que identificar a la mujer del campo de golf.
—Estamos en ello, pero no hay manera.
—Nos ponemos con el entorno de Noelia Sánchez. Y Jess, necesitamos
ese perfil ya.
—Lo sé —contestó mientras se levantaba y recogía sus cosas—. He
quedado con Cristina y después me pongo sin falta.
—¿Vas a entrar a la autopsia?
—Sí. Quiero comprobar algunas cosas. ¿Quieres venir?
—Prefiero ahorrármelo…

—Autopsia de Noelia Sánchez. Expediente número tres, seis, cinco, tres,


uno. —La forense, equipada con unos microcascos inalámbricos, narraba el
procedimiento para que fuera registrado en una grabadora digital—. El
examen externo, complementando al realizado en el lugar del siniestro,
presenta petequias y hematomas sin patrón aparente en torso, rostro y
extremidades. A destacar, la aparición de una laceración en forma de lazo,
entre el tiroides y la fascia cervical. Existencia también de lesiones punzantes
e incisas, no letales, en las extremidades inferiores, especialmente
concentradas en la planta del pie. Se recogen fibras y muestras. Se descarta el
abuso sexual.
Apartada, tras la doctora, la inspectora Mars observaba la meticulosidad
de Cristina a la hora de realizar el análisis. Tras acabar el examen preliminar,
abrió un corte diagonal desde ambas clavículas al esternón y, desde este, en
vertical al pubis para iniciar la incisión en forma de Y. Continuó el protocolo
registrando cada detalle en la grabación.

—Perdona, ¿te importa encender la estufa? —demandó Manuela.


—Para eso estamos —respondió, solícito, el camarero, mientras acercaba
la estufa portátil de gas a la mesa—. ¿Qué os pongo?
—Una caña para mí.
—Mmm… —Daniela lo miró, pensativa—. Yo…, una copa de vino
blanco.
—¿Albariño, Rueda, Somontano? —enumeró el camarero.
—Venga, un Albariño.
—Ahora mismo.
Aunque volvía a estar vestida como la gente civilizada, abrigada con un
plumas midi color negro y una bufanda de lana de mohair para afrontar un
otoño que se estaba excediendo con los fenómenos meteorológicos, el
moreno brillante y perfecto de la piel de Daniela y su pelo, estudiadamente
descuidado, le seguían otorgando ese toque hippie que combinaba a la
perfección con su belleza racial de rasgos marcados. Manuela encendió un
pitillo y sonrió a su hermana con dulzura. Con el material prestado de su
armario parecían dos caras de una misma moneda.
—Tienes que dejar esa mierda, Manu. Algún día te va a matar.
—Firmaría porque fuera esto lo que me matara, dentro de muchos años.
El camarero colocó el vino, la cerveza y una tapa de torreznos sobre la
mesa.
—Cuánto te he echado de menos, pequeña. —Daniela le cogió las manos
sobre la mesa.
—Yo también. Cuando te vi el otro día como un perrillo en mi puerta
pensé que te habías cansado de jugar al hare crisna en Asia.
—Te explicaría otra vez que no es un capricho, pero no creo que nunca
llegues a entenderlo.
—Estás guapa con mi ropa. —Manuela le guiñó el ojo con complicidad—.
¿Sigues tonteando con el australiano ese?
—La lista no hay duda de que eres tú. La guapa siempre he sido yo,
cariño.
—Con lo que te esfuerzas en disimularlo.
Las dos rompieron a reír y bebieron de sus copas, relajadas.
—Pues el australiano ahí sigue, aguantándome. —Daniela comenzó a
toquetear su móvil—. Hugh se llama.
—¿Seguís sin ser novios dos años después?
—Mira. —Le pasó el teléfono para enseñarle una foto de los dos cogiendo
una langosta en un barco de pesca—. Seguimos conociéndonos, sí.
—La verdad es que es un pibón. —Manuela silbó al contemplar el cuerpo
del tal Hugh—. No vivís mal en el islote, ¿eh?
—No. A ver si te animas y vuelves a visitarnos. Cuando estabas con Alicia
te veía mucho más.
—No me la recuerdes. —Manuela sonrió con nostalgia—. A ella, con tal
de salir de aquí y gastar dinero, lo mismo le daba.
—¿Estáis bien? —Daniela hizo gestos al camarero para que sirviera otra
ronda.
—Razonablemente. —Manuela encendió otro cigarro y acabó su botellín.
—¡Manu! ¡Que soy yo! Conmigo puedes salir de la zona de confort. Te he
limpiado el culo durante años.
—Eso es verdad. Sí, nos llevamos bien. Tuvimos un annus horribilis, pero
parece superado.
—¿Las chicas qué tal? Hable con Cristina el otro día.
—Te llamó, claro…
—Sí, para indagar qué tal. Hablo con ella bastante. Me tiene al día de tus
locuras.
—Lo sé. Así podéis compartir vuestros desvelos por mí. En eso las dos
tenéis un master.
El camarero recogió las bebidas y las sustituyó por la segunda ronda.
—¿Reyes e Isabel?
—Pues también como siempre. Ya las conoces, con sus tonterías.
—Tengo ganas de verlas.
—Ya organizaré algo.
Analizó los pros y los contras. Amaba a su hermana. había sido su
constante toda la vida. Una brújula que le marcaba el camino a seguir. Pero
siempre había sido más de la escuela de Cristina: preocuparse, preocuparse y
preocuparse. No es que a lo largo de su niñez o de su adolescencia le hubiera
ahorrado motivos, la verdad. Manuela contempló a Daniela y se relajó.
Aunque llevaran tiempo sin hablar o sin verse, parecía que no hubieran
pasado los años; mantenían la complicidad y el cariño intacto.
—¿Has pensado en ir a ver a mamá?
—¿Necesitas de verdad estropear esta idílica tarde? —preguntó, apurando
de un trago la cerveza.
—Queramos o no, es nuestra madre, Manuela.
—Durante muchos años no tuvimos elección, cierto. Pero esa mujer ya no
es mi madre. No quiero saber nada de ella.
—No quiero que te arrepientas.
—He madurado en estos años. Ahora respeto tu elección, me parece bien
que quieras ayudarla, pero yo tengo la mía.
—¿Es por papá? —preguntó con tristeza.
Manuela buscó una respuesta en su paquete de tabaco. Se sentía muy
incómoda hablando de su familia y no quería seguir profundizando en
sentimientos que tenía enterrados desde hacía mucho tiempo.
—¿Vas a quedarte, entonces? —intentó cambiar de tema.
—No lo sé. Depende de los acontecimientos. ¿Ya quieres echarme de tu
piso?
—Noooo —se carcajeó, sincera—. Te lo dije, estás en tu casa.
Las dos hermanas se miraron a los ojos con ternura. Daniela sintió orgullo
al ver en qué se había convertido Manuela. Ella la crió, fue una mochila con
la que cargó hasta bien entrados los veintitantos, y a pesar de las dificultades,
no lo había hecho tan mal. Seguía construyendo un búnker en torno a sus
sentimientos, pero le impresionaba la seguridad que demostraba. Siempre por
encima del bien y del mal, desde que apenas levantaba un palmo del suelo.
—¡Quiero que conozcas a Jess! —exclamó de pronto.
—Pues llámala.
—¿Ahora? —preguntó Manuela, extrañada.
—Sí, ahora. ¿Por qué no? Quieres verla, llámala. Así funciona la mente
humana normal. Por impulsos.
—Está trabajando.
—Pues que venga cuando acabe.
Daniela observó a Manuela con cariño. Igual había madurado un poco,
pero no había cambiado nada.

—Al contrario que las dos víctimas anteriores, presenta contenido


estomacal, propio del poco intervalo transcurrido desde el fallecimiento, que
se estima en unas cuatro o cinco horas. Se recogen muestras para analizar. —
Cristina detuvo la grabación—. Jess, ven a ver esto.
Jess se acercó a la mesa, junto a la doctora.
—Mira, ¿ves la zona lateral de las costillas falsas? —señaló la parte más
baja del tórax. La inspectora asintió—. Estas marcas son soldaduras antiguas
de fracturas. Veo al menos dos en el lado derecho y un traumatismo a la
altura de la tercera costilla izquierda. Ahora veremos en los tejidos blandos,
pero también observé lesión antigua en un pómulo en la resonancia previa.
—¿Qué estás sugiriendo, Cristina?
—Hay parte coincidente del patrón, pero esta es un poco diferente. Hay
bastantes lesiones antiguas, costillas rotas y traumatismos.
—¿Malos tratos? —susurró Jess.
—Desde el punto de vista forense, traumatismos continuados, sí.
—¿Desde el tuyo?
—Se corresponden con palizas. Tendréis que hablar con la pareja.
11

Jess sintió el tímido sol otoñal llamándola desde la ventana y se desperezó


en la cama. Se despertó radiante, llena de energía. Había recuperado la
complicidad con Manuela y, aunque los acontecimientos de los últimos días
prácticamente no les dejaban tiempo para estar juntas, estaba disfrutando de
la investigación. Sin embargo, quería más. Habían acordado mantener la
relación en secreto en el trabajo, pero su necesidad de Manuela iba en
aumento.
Inspiró profundamente y se embriagó con su olor, que lo inundaba todo.
Semidesnuda, sintió frío. Se acurrucó bajo el nórdico y buscó su calor bajo
las sábanas. La cama estaba vacía. Se giró con la esperanza de encontrarla en
la ducha, pero solo vio un papel sobre la almohada: «Buenos días, bella
durmiente. He salido a correr. Yo también te quiero».
Las mariposas, permanentes en los últimos meses en la boca del estómago,
revolotearon, caprichosas, hacia el pubis, recorriendo sus emociones y
aflorando las mil sensaciones que Manuela era capaz de despertar. Emitió un
jadeo y se levantó, dispuesta a preparar el desayuno.
A pesar de ser un cero a la izquierda en todo lo relativo a la cocina,
incapaz de preparar algo que no viniera en un paquete ya precocinado, se
propuso hacer unos huevos benedictinos caseros. Abrió la nevera, colocó el
móvil con la receta sobre la encimera, pulsó el play para que la música de
Lady Gaga la mantuviera activa, y emprendió su misión con el firme
propósito de sorprender a su novia.
Apenas quince minutos después, con la salsa holandesa adquiriendo una
textura sospechosa y los huevos escalfados a punto de convertirse en una
masa informe, el sonido de la llave en la cerradura anticipó el fin de su
prueba de cocina. Conocedora del fracaso de su misión, pero con nuevos
objetivos en el horizonte, comenzó su cortejo entusiasmada.
—Hola, mi amor —saludó con un tono seductor que anunciaba gratos
placeres—, los huevos son un fiasco, sí, pero si no desayunamos, igual
tenemos tiempo de volver a la cama.
Cuando se giró por completo, la presencia de Daniela frente a ella, entre la
puerta y la isla de la cocina, la sobresaltó.
—Lo siento —se excusó Daniela, evitando su mirada—. No me esperabas,
claro.
—No pasa nada, no —tartamudeó, incapaz de contener el rojo intenso en
sus mejillas—. Creía que serías…
Daniela sonrió, avergonzada, y se acercó hasta la cocina.
—Lo siento, de verdad. Parece que siempre te pillo a traición.
—Las López tenéis esa manía —bromeó, intentando calmar sus nervios.
—Soy Daniela, por cierto, ya es hora de presentarnos.
—Sí —consiguió responder, algo más tranquila—. Yo soy Jess.

—Entonces, el tal Echauri, ¿qué? ¿Un cabrón cualquiera? No recuerdo que


me hablaras de él, la verdad. Si era mal tipo no te acercarías mucho, no eres
tú de confrontaciones. En fin, la está liando a gusto, el buen señor, tiene
investigando su caso hasta al Ministro del Interior. Una vergüenza todo, qué
te voy a contar. —Manuela, en ropa de running y las zapatillas fucsia
brillante llenas de barro, empujaba la silla de ruedas de su padre por los
jardines de la residencia—. De lo demás, ya te conté el otro día lo del asesino
en serie. Sí, alguien está matando a mujeres por ahí y no tenemos ni una
pista, ya sabes. Dice Jess que nos va a costar, pero a ver si lo cogemos
pronto, porque me da que no va a parar. —Manuela contempló el ocre de las
copas de los árboles, suspiró y sintió como el teléfono le quemaba en el
bolsillo—. ¿Quieres que te cuente lo de los anónimos? Mira que eres
insistente, será deformación profesional. Bueno, si no me fio de ti, ¿de quién
me voy a fiar? —pensó en voz alta, a la vez que sentíauna punzada de culpa
por no haberlo hecho público—. No vas a decir nada, eso seguro. Me han
mandado otro. Lo he visto esta mañana al despertarme. Mira, te lo enseño, a
ver qué te parece.
Manuela detuvo la silla y le colocó la pantalla del teléfono frente a los ojos
verde mate, que se perdían en el infinito. Le dio al play y las imágenes
reprodujeron su conversación con Cristina y Jess tras el altercado con la
periodista. Un fogonazo rojo interrumpía el vídeo, seguido de un cartel
blanco: «Como a ti, me pierden las rubias, inspectora». La grabación fundía
el cartel con un primer plano de los ojos de Manuela, que, retocados
digitalmente, parecían los de un felino en medio de una cacería.
Manuela sintió los jugos gástricos en la boca del estómago, como las doce
veces anteriores que lo había visto, preparados para subir hacia la boca y
arrasar con todo a su paso dejándole un vacío interior.
—Ya ves. Algún niñato que ha conseguido mi correo y no tiene nada
mejor que hacer. O igual es la propia periodista, que busca sus dos minutos
de fama. Vete tú a saber. ¿A ti qué te parece? Quiero la opinión profesional,
claro. —Siguió el camino por el jardín mientras intentaba templar sus nervios
—. Resumiendo, una putada. A mí también. Sí, sabía que ibas a insistir en
eso: que se lo diga a Jess y, sobre todo, que lo comunique en comisaría por el
cauce oficial, pero no sé si es lo mejor, la verdad. Solo faltaba darles alas a
estos idiotas o que esta mierda también se filtrara a la prensa.
Manuela detuvo la silla frente a un banco y puso los frenos.
—No, no te quejes, que hoy hace muy bueno, después de las semanas que
llevamos, y te tiene que dar un poquito el aire. —Le subió la manta hasta el
cuello como respuesta a su mueca de enfado y tomó asiento frente a él—. No
posterguemos lo inevitable. ¿Qué tal con Daniela? ¿De qué hablasteis? —
Encendió un cigarro, pensativa—. ¿Te ha dicho que mamá está aquí? Parece
ser que se está muriendo. No sé yo, bicho malo… —Su padre ladeó la cabeza
y Manuela, con ternura, volvió a acomodarla en el centro—. ¿Qué dices? ¿O
no piensas tomar partido ahora tampoco? —Cogió sus manos para que
entraran en calor y alzó la mirada hacia el cielo—. ¿La perdonaste alguna vez
por todo lo que nos hizo? —Volvió a buscar la mirada, ahora vidriosa, de su
padre—. ¿O preferiste olvidarlo? —Manuela tragó saliva, evitando que una
lágrima recorriera su rostro—. No puedo perdonarla, papa. No puedo.

El Auris híbrido azul denim avanzaba a poca velocidad por el carril


contiguo al parque. Antes de llegar a la entrada se detuvo en seco. Desde la
cámara del cajero, donde los pies del mendigo Fernando Gil corroboraban su
testimonio, solo se veía una imagen muy lejana del lateral del vehículo,
desenfocado y poco claro.
Tras cuatro minutos sin ninguna actividad, más que algún coche
circulando con normalidad, la puerta del copiloto se abrió y una silueta
menuda y oscura se dirigió hacia el maletero.
—Ahí está la niña. —Manuela señaló, pensativa, las imágenes en la
pantalla del ordenador en la pequeña sala tecnológica de la comisaría—.
¿Puedes ampliar solo el coche?
—Puedo —contestó Jess sentada junto a ella—, pero la calidad va a ser
horrible.
—Inténtalo, a ver.
La imagen detenida en la pantalla se amplió y se pixeló aún más; se perdió
cualquier definición y solo hubo sombras desenfocadas.
—La noche y la tormenta no ayudan, Manu.
—Ya, pero se ve claramente que es una niña, ¿no? Es un poco raro.
—No sabría decirte.
—Vamos a verlo despacio.
Jess avanzó la grabación fotograma a fotograma. Una silueta salía del
vehículo y se dirigía al maletero, parecía que hablaba con alguien al otro lado
del coche. Cuando llegó a la parte de atrás algo bloqueó la visión.
—¿Qué es eso? —preguntó Manuela, incapaz de ver los movimientos de
la niña.
—Espera, que lo vemos en el original, tan ampliado no se distingue. Es el
hombro del mendigo. Se debió de incorporar para ver qué pasaba y se puso
delante del tiro de cámara.
—Sigue, a ver si hay suerte y se mueve. El hombro de Fernando Gil giró
lo justo para conseguir ver a la niña tan solo unos instantes. De pie, con el
maletero abierto.
—Parece que está sacando algo —susurró Jess, mordisqueando el palito
de remover el café.
—Vete tú a saber. Si era el cuerpo de Noelia tuvo que tener ayuda, una
persona de esa complexión no podría moverlo sola.
—¿Quizá el conductor?
—Quizá. ¿No hay más?
—No. —Jess avanzó la grabación—. Quince minutos después, pasó este
camión de la basura que se detuvo en el semáforo. Cuando arrancó, el coche
ya no estaba.
Detuvieron el vídeo sin ninguna respuesta nueva.
—¿Comprobaste si había más cámaras en la zona?
—No hay. Solo una instalación de seguridad en el edificio de la esquina,
pero tienen una máscara, solo se ve el portal. Estuve también mirando las
cámaras de tráfico cercanas por si cogieron la matrícula, pero no hay rastro
del Toyota.
—Pues este camino está cortado, por ahora. No se ve a la niña, no se ve la
matrícula… No hay nada que hacer.
Jess apagó el ordenador, tiró del bolígrafo que tenía sujetando un
semimoño y se soltó la melena rubia sobre los hombros. Manuela se
incorporó a coger su café y rozó su mano.
—Cuidado, inspectora —susurró Jess, juguetona—. Estoy de servicio.
—Ha sido sin querer. —Manuela cogió el palito de la boca de Jess,
removió el café y lo introdujo en la suya, sugerente, para limpiarlo—. No
quería distraerla.
Sus miradas dialogaron en silencio.
—Cajero comprobado —dijo al fin Jess, tachando una línea de su lista sin
perder de vista los ojos de su compañera—. ¿Siguiente punto?
Manuela sonrió y apuró el contenido de su vaso.
—Siguiente punto, la autopsia de Noelia. —Se resignó, atenta de nuevo a
la investigación—. ¿Algo nuevo?
—Lo que te dije: costillas rotas, lesiones antiguas y, según Cris, posible
patrón de maltrato.
—¿Marido? —Las neuronas de Manuela retomaron su actividad.
—Ex —apuntilló Jess—, David Casal, carpintero metálico. Se separaron
hace un par de años. Parece que mantienen buena relación.
—¿Denuncias?
—No por su parte. Hace cinco años se inició un protocolo de malos tratos
de oficio en un hospital, supongo que debido a alguna de las lesiones, pero
ella lo negó y quedó en nada. No hay expediente ni llegó a denuncia.
—Hay que hablar con él.
—Citado para mañana lo tiene, inspectora jefa. —Jess le guiñó el ojo, de
nuevo, juguetona.
La puerta de la sala se abrió de forma repentina e Isabel entró como un
torbellino.
—¡Estáis aquí! Llevo una hora buscándote, Manu. ¡Pon la tele!
Jess miró a la psicóloga con perplejidad y encendió la televisión. Un
magazine matutino de actualidad entrevistaba a la consejera de justicia.
Tenían un rótulo gigante en la pantalla: «El Asesino del Collar siembra el
pánico en la Comunidad de Madrid».
—… nosotros tenemos una confianza plena en las fuerzas de seguridad.
Desde el gobierno de la Comunidad estamos siguiendo este caso minuto a
minuto y sabemos de la inquietud que supone para nuestros conciudadanos.
—¿Qué opinión le merece, consejera, el enfrentamiento entre la policía y
nuestra compañera de informativos Belén Bergantiños?
Mientras la política continuaba con sus declaraciones, las imágenes de
Manuela increpando a la periodista llenaron la pantalla.
—Aunque, evidentemente, es intolerable que se produzcan este tipo de
acciones, tengo que romper una lanza a favor de la policía y pedir a la prensa
respeto y confidencialidad. Nuestros oficiales están sujetos a mucha presión.
Su objetivo, como el de todos, es atrapar al culpable, y ellos son los que están
en primera línea. Por ello, tenemos que ayudarlos en todo lo que nos sea
posible, cada cual en nuestras competencias. Por nuestra parte vamos a
vigilar, como le he dicho, cada paso de la investigación e intentar…
—Por si éramos pocos… —Arrebatándole el mando a su compañera,
Manuela apagó el televisor.

Manuela jugueteaba con su melena suelta en el reflejo del espejo


retrovisor. Analizaba como las nuevas poblaciones de canas tomaban
posición hacia las patillas. Aunque se teñía desde hacía meses, se resistían a
abandonarla y seguían brillando revoltosas sobre sus sienes.
Acabó por hacerse una coleta alta, perfecta, y desvió su atención a una
pareja que se besaba frente a ella, en la esquina del mal iluminado callejón.
Probablemente no fueran conscientes de que había alguien dentro del Range
Rover oculto entre las sombras.
—Buenas noches —murmuró una voz ronca de mujer desde el asiento de
atrás.
—Arteaga —saludó Manuela con un gesto firme de cabeza. Orientó el
espejo retrovisor para verle los ojos sin girarse.
—Creía que habíamos acordado llamarnos por los nombres de pila. —Con
el torrente de energía de sus pupilas negras perforó el espejo frente a ella.
—Y yo que me complacerías sentándote aquí delante. La vida es
impredecible, Patricia. —Manuela encendió un cigarrillo y sostuvo seria su
mirada.
—Touché —reconoció con su voz pausada de superioridad, forzando una
pequeña mueca.
—¿Qué quieres?
—Supongo que las nuevas circunstancias no te han permitido ahondar en
nuestros asuntos.
—Si ya lo sabes… —corroboró Manuela con soberbia.
—Para una persona como tú, que no cree en las coincidencias, debe de
ser… —hizo una pausa para encontrar la palabra adecuada—, algo
asombroso.
—¿Qué estás intentando decirme?
—Nada, me resulta conveniente.
—¿Crees que es una cortina de humo?
—Creo que es conveniente. Nada más —insistió Arteaga.
Manuela bajó la vista hacia el volante, cansada del juego de enigmas que
proponía la comisaria. Demasiado misterioso para su mente pragmática.
—Para sugerirme esto podías haberme mandado un mensaje o citado en tu
despacho —dijo, intentando no participar en una maniobra que le resultaba
incómoda. Se giró y observó extrañada la cazadora de cuero negra de
Arteaga.
—Quería avisarte, en realidad, de que van a exhumar el cuerpo de
Echauri. No sería mala opción que tu amiga la doctora fuera quien hiciera la
autopsia.
—¿Cómo sabes…?
Los gritos de un mendigo borracho al final del callejón desviaron la
atención de Manuela. Cuando volvió a girar la cabeza, Patricia Arteaga ya no
estaba. Se quedó pensativa mirando el asiento trasero que había ocupado la
comisaria. «Hablando de señuelos», pensó. No, nunca le habían gustado los
politiqueos ni las maniobras de inteligencia, pero le causaba cierto placer
culpable el aura de misterio que despertaba Arteaga y el juego de enigmas
que le planteaba. No podía postergarlo más, tenía que llamar a Patrice.
El pequeño callejón amplificó el portazo al cerrarse la puerta del copiloto.
Un hombre con pinta de yonqui y barba muy espesa se sentó junto a
Manuela.
—Muy discreto. Sí, señor.
—Perdona, jefa —contestó el encapuchado frotándose los brazos—. Pero
hace un frío de cojones ahí fuera y llevo ya un buen rato.
—¿Has visto dónde ha ido? —preguntó Manuela.
—Sí, señora. Igual que ha venido.
—Habla, Faros, no me toques los huevos.
—Como creía que estábamos jugando a los espías, quería darme
importancia… —Sonrió, quitándose la capucha.
—¿En serio? —Manuela lo atravesó con la mirada.
—Vale, tía, no te encabrones tan pronto. Dejó una moto al otro lado de la
valla del callejón y pasó andando por una abertura. No era su primera vez.
¿Tienes un piti?
—Siempre pidiendo, coño. ¿Cogiste la matrícula?
—Puede.
Manuela le lanzó un paquete con desgana.
—Que sí. —Faros encendió un cigarrillo y se guardó el paquete en el
bolsillo de la sudadera—. Qué poco humor tienes, desgraciá, y qué poca
paciencia.
—Pues ponte con ella. Quiero saber dónde va, con quién va y qué hace.
Todo. Con cuidado, que no es tonta. ¿Grabaste la conversación?
—¿Por quién me tomas? Traía algún tipo de inhibidor, pero venía
preparado. —Faros le mostró un pequeño dispositivo en su mano.
—Dámelo.
—A sus órdenes, jefa. ¿Lo mío? —dijo, sujetando el dispositivo frente a
Manuela.
—Lo tuyo está ahí. —Manuela señaló la guantera y le arrebató la memoria
de la mano—. Pero no he terminado.
—¡Ah! ¿Tenemos más cositas? —canturreó, contento, sacando un sobre
de la guantera.
—Puede.
—Venga, coño, no seas rencorosa.
—Aquí hay dos vídeos de mi encontronazo con la prensa el otro día. —Le
entregó una memoria USB—. Me los han mandado por mail, necesito que
compruebes si las imágenes son las mismas que grabó el cámara de
televisión.
—Necesitaría el teléfono si quieres saber el origen.
—Ni en cien vidas te dejaría mi teléfono, Faros —se carcajeó Manuela—.
Por ahora, comprueba si las imágenes son las mismas. Creo que la puta
periodista me está buscando las vueltas.
—Pues sus cojones tiene que tener —sentenció, mirándola con miedo—.
Vale, me encargo. ¿De dónde saco las imágenes originales?
Manuela se acercó amenazadora a su oído y bajó el tono de voz.
—De donde te salga de los cojones. Las grabas, las pintas o las robas.
¿Estamos?
A través de la ventana abierta Manuela oyó el murmullo, propio de una de
una reunión de amigos. Sustituyó sus deportivas por unos botines de piel y
llamó al timbre varias veces.
—¿Soy la última? —entró con brío en cuanto se abrió la puerta para
refugiarse del frío.
—Pues eso depende de cuánta gente hayas invitado —contestó Cristina,
impidiéndole el paso—. ¿Has organizado una fiesta en mi casa y no me has
avisado?
Manuela abrazó a su amiga y la empujó para que entrase.
—Reírnos un poco no nos va a ir mal a nadie. —Levantó a Cristina como
si fuera una pluma entre sus brazos.
—Pasa, anda, voy a bajar a por bebida —cedió la forense.
—¿Te ayudo?
—No te preocupes, Raúl está abajo enseñándole sus cachivaches a Jess.
Manuela cerró la puerta con la pierna y entró en el salón, donde Daniela
hablaba animada, entre vinos, con Isabel, Reyes y Arturo.
—¿Tienes que llegar tarde por norma, cachorro? —la increpó Reyes desde
el sofá.
Manuela siguió su camino hacia la cocina haciéndole burla a base de
muecas.
—Lo de tu hermana es increíble. ¿Aún te la podemos devolver? ¿Estamos
a tiempo? Porque menudo regalito nos dejaste, guapa.
—Te contestaría bien a gusto, pero está aquí tu marido y no quiero
humillarte —respondió Manuela sin girarse.
—A mí no me metáis en vuestras cosas —dijo Arturo en su camino al
baño.
—Se ha venido arriba. Como tiene público —añadió Isabel.
—¡Qué miedo, Manolita! —Reyes se puso de pie en el sofá simulando
movimientos de lucha con los brazos para llamar su atención—. Venga,
valiente.
Manuela las miró desde la cocina con una media sonrisa pícara y, a
cámara lenta, comenzó a desabrocharse el abrigo.
—¿Estás haciéndome un striptease? —preguntó, sarcástica—. ¡Me
encanta! Pero si no es completo no pago.
Manuela colgó cuidadosa la chaqueta en el respaldo del taburete y se
remangó. Tentada por las palabras de su amiga, avanzó hacia el salón, sin
perder de vista los ojos de su contrincante.
Cristina, Jess y Raúl aparecieron en el descansillo, observando incrédulos
el duelo. Manuela rodeó el sofá y tomó la espalda de Reyes, que se giró para
seguir con los movimientos de lucha.
—¿Por qué tu novia parece asquerosamente perfecta hasta cuando hace el
idiota? —susurró Raúl al oído de Jess.
—Es uno de sus defectos.
—Reyes, bájate del sofá, sois peores que mis hijos.
Las palabras de Cristina forzaron los acontecimientos: Reyes saltó sobre
Manuela y enganchó las piernas a su cintura. Manuela la cogió en el aire y,
en dos movimientos, la volteó hasta tumbarla en la alfombra. Con dos dedos
le hizo una pinza en el cuello que la mantuvo inmovilizada boca abajo.
—¿Qué me ibas a hacer? —le susurró al oído entre risas—. ¡Eh!
Picapleitos.
—Suéltame, perra —gritó Reyes intentando liberarse.
—¡Venga! Estoy esperando. —Manuela controlaba la presión sobre su
cuello. No podía moverse—. No estás en forma; ni de darte la vuelta eres
capaz, pareces una tortuga.
—Veo que todo sigue como siempre —señaló Daniela, nostálgica.
—Sí, hija —confirmó Cristina—. Inseparables.
Cristina pidió unas pizzas y todos ocuparon los sofás en torno a la mesa
baja del salón, bebiendo y riendo. Manuela, sentada entre Cristina e Isabel,
disfrutaba de la conversación fluida de Jess y Daniela frente a ella. Jess cruzó
un segundo sus profundos ojos verdes con ella y sintió su mirada de
agradecimiento.
—¿Ves qué fácil es cuando haces las cosas como las personas normales?
—murmuró Cristina.
Manuela degustó unos segundos más a Jess, abstraída.
—¿Crees que no me gustaría que fuera siempre así de fácil?
—Déjate llevar, Manu. No intentes controlarlo todo. Disfruta y ya está.
—No escarmientas, Cris. Es increíble. —Isabel se sumó a la conversación.
—Lo digo por ella.
—Lo sé, pero si se deja llevar, qué hacemos con la centrifugadora esa que
tiene en la cabeza.
—Que la centre en el trabajo, yo que sé. —Cristina apuró su copa de vino.
—Entonces no sería el cachorro.
—Me asombra que la sigáis llamando cachorro. —Daniela se sorprendió
en alto.
—Con permiso de Jess —intervino Reyes—, sigue siendo nuestro
cachorrillo: ladra mucho pero nunca muerde.
—Qué me vais a contar, si se lo puse yo. —Daniela rellenó su copa y
sonrió a su hermana.
Entre afirmaciones de cabeza y jaleos varios, todos confirmaron la
declaración de Reyes entre risas y bromas.
—Mira, Manu, tu amiga. —Isabel señaló la televisión detrás de Jess,
donde la consejera de justicia hacía nuevas declaraciones.
—¡Quita esa mierda! —Buscó el mando a distancia—. ¡Hoy vamos a
disfrutar! Que circule el alcohol, Rulo.
—Tus deseos son siempre órdenes, mi amor. —Raúl apagó la tele y se
levantó a por más botellas.
Manuela, con la mirada aún centrada en la pantalla en negro de la
televisión, volvió a percibir la complicidad entre Jess y Daniela, que llevaban
toda la noche hablando. Le agradó que conectaran de aquella manera.
Cristina, como siempre, tenía razón: debería dejarse llevar y que las piezas
fueran encajando sin forzarlas.
12

—Tengo una nebulosa en la cabeza. —Jess apuró el té de un sorbo y se


acomodó en la postura del loto en el sofá del despacho de Isabel.
—Hija, pues qué suerte tener esos genes vikingos. No se te nota nada,
tienes la cara radiante. —Isabel empujó con desgana su silla hacia ella.
—Pues me encuentro fatal…
—Mereció la pena —comentó la psicóloga con una sonrisa—. Hacía
mucho que no me reía tanto.
—Sí, son tan payasas… Me lo pasé muy bien.
—Ya te vi. Toda la noche de secretitos con tu cuñi.
Jess sonrió, animada.
—La verdad es que me cayó muy bien.
—Dani es maravillosa. Es como Manuela, pero sin mala hostia —dijo en
voz alta.
Jess observó las fotos de Manuela practicando deportes de riesgo, que
decoraban el despacho, y sonrió embelesada.
—Sí que se parecen. Sobre todo en la forma de hablar.
—Ella la crió, algo le tiene que quedar —reveló sin darle importancia.
—¿Ella la crió? ¿Y su madre? ¿Qué pasó? ¿Por qué no quiere verla? —
intentó sonsacarle Jess sin perder de vista las fotografías.
—Uy, no me enredes, rubia, que luego hablo más de la cuenta.
—Hemos quedado un día a comer.
—¿Daniela y tú? —Se incorporó en la silla—. ¿Solas? —Jess volvió la
mirada a los pequeños ojillos juguetones de Isabel, ahora fijos en los suyos y
muy abiertos—. ¿Sin permiso? —Jess asintió repetidamente—. Te va a
matar. Lo sabes, ¿no?
Jess acabó de confirmar con la mirada.
—Nos va a matar si no tenemos el perfil para la reunión —concluyó,
abriendo el expediente que sujetaba entre las piernas.
—Dale. Que estás hoy jugando con fuego.
—A ver —Jess comenzó a leer sus notas—: estamos de acuerdo en que es
un asesino organizado, de alto coeficiente y narcisista. Desconocemos sus
motivaciones y el abuso sexual parece descartado, con lo que deberíamos
centrarnos en la necesidad de control y sometimiento. Selecciona
cuidadosamente a sus víctimas, todas con una fisionomía parecida, lo que me
hace suponer que las cosifica. Son un premio para él, quizá se ve a sí mismo
como un depredador o como un justiciero. En cualquier caso, las selecciona,
las apresa y las mantiene con vida en algún sitio, donde desarrolla sus
fantasías morbosas y paladea la sensación de poder.
—¿La burundanga es instrumental?
—Creo que sí. Es una herramienta. Le permite sedar a las víctimas,
manipularlas, aprovecharse de sus delirios…
—De acuerdo en todo. Lo único que no me acaba de cuadrar son los
timings, Jess.
—Es verdad que son al menos tres asesinatos en un periodo de unos cuatro
meses. He calculado una cadencia de unas seis semanas. La primera la dedica
a buscar a su presa. Una vez la encuentra, dedica al menos un par a conocerla
y observarla, doy por hecho que es aquí cuando cimenta su utopía; fantasea y
encuentra el momento ideal para apresarla; estamos en la cuarta semana; la
retiene y la tortura unos siete días y, por último, disfruta de su gesta una
semana más. Total, un patrón de un mes y medio.
—Me parece muy corto para un asesino tan detallista.
—Es cierto que, por tradición, se piensa que los asesinos organizados son
pacientes y se toman su tiempo, pero hay de todo. Ted Bundy mató al menos
a treinta y seis mujeres en cinco años, con periodos comprobados de una
víctima al mes.
—Qué freak eres, rubia.
—Hay de todo, no podemos estandarizar —Jess sonrió levemente,
apuntando algo en sus papeles—. Pudo ocurrir algo que lo haya hecho ser
más compulsivo, puede tener víctimas anteriores que desconozcamos, más
separadas en el tiempo y con otro modus, o puede que después de fantasear
durante años, por fin se atreviera a dar el paso con la mujer no identificada y
necesite su dosis mensual.

—¿Podemos esperar entonces una nueva víctima cada seis semanas? —


preguntó Manuela desde su posición en el lateral derecho de la mesa de
reuniones.
—No es una ciencia exacta, López. Pero creemos que sí, que cumple un
patrón cíclico de construcción y liberación de la fantasía de aproximadamente
un mes y medio —respondió Jess con seguridad desde la cabecera, buscando
la complicidad de Isabel, que, sentada a su derecha, entre ella y Manuela,
afirmaba convencida.
—Me da un poco de miedo la Barbie psiquiatra, chavala —apuntilló
impresionado Soler en voz baja, a la derecha de Manuela—. Mamma mía.
—¿Qué más tenéis? —Manuela continuó, centrada en Jess, e ignoró los
comentarios del capitán.
—Hay una parte que no nos acaba de encajar, y es cómo se deshace de los
cuerpos. Sobre el papel no cuadra. Las autopsias confirman que es un asesino
meticuloso y sistemático. No deja pistas, no deja huellas, no deja nada. La
tortura y el tiempo que pasa con las víctimas también hacen suponer un
cuidado excesivo en mantener la fantasía y, sin embargo, para deshacerse del
cadáver no existe un patrón. Es errático, desorganizado, quizá oportunista.
No se corresponde con el perfil. —Jess, radiante al hablar de uno de sus
temas favoritos, sintió el orgullo en los ojos de Manuela y se envalentonó.
—¿Y los malos tratos de la tercera víctima?
—¿Eso está comprobado, López? ¿Hubo malos tratos del exmarido a
Noelia Sánchez? —cuestionó el inspector García, frente a Soler.
—No. Esta tarde tenemos al ex —continuó Manuela, sin perder de vista ni
un segundo los ojos de Jess—. Mi pregunta iba más por las motivaciones.
¿Pueden ser los malos tratos o la agresividad un inicio para este tipo de
comportamiento?
—Podría ser el origen de una pauta psicopática, sí. —Jess movió la
cabeza, dubitativa—. Pero no cuadra con el perfil. Demasiado impulsivo en
este caso, no tendría sentido. Nuestro sujeto tiene autocontrol y lo pierde
cuando quiere y para lo que quiere solamente.
—¿Podemos hablar entonces de un psicópata, inspectora Mars? —
preguntó Soler con respeto, haciendo que Manuela se girara a observarlo,
sorprendida.
—Sí, capitán. Psicópata, que no psicótico. No es un trastornado. Podemos
hablar de un sociópata asocial, capaz de fingir habilidades sociales muy
buenas aunque carente de empatía. Suponemos también que carente de culpa,
orgulloso de sus actos y seguidor de la investigación por los medios de
comunicación.
—No podemos descartar el perfil de desafiador de los investigadores,
incluso —apuntilló Isabel—, aunque no haya iniciado el contacto todavía.
—¿Pero esta belleza salvaje quién es, Nancy? —murmuró de nuevo Soler
—. ¿Otra amiguita tuya?
—¡Cállate, coño! —se revolvió Manuela.
—Toda la razón, Isabel —confirmó Jess—. Es muy probable que el
individuo evolucione en su delirio y quiera medirse con nosotros
intelectualmente, provocarnos. Ya sea contactando de manera directa,
poniendo a prueba los protocolos mediante los medios de comunicación o de
alguna forma similar.
Manuela evitó el contacto con Jess y miró a Vaamonde, cabizbajo frente a
ella. Notó de nuevo cómo la boca del estómago le recordaba la culpa a
latigazos.
—Muchas gracias a las dos. Gran trabajo —felicitó el comisario Antares,
pasando por detrás de Soler en su camino a la puerta—. Los demás, ya sabéis,
tenemos presiones de arriba y necesitaríamos tener alguna respuesta. —Se
detuvo a la espalda de Manuela—. Exprime al exmarido, López, a ver qué
sacas.
—No me dé pie, Antares, que luego llora —balbuceó Manuela sin mirarlo.
—Si Mars no se equivoca, en dos semanas debería tener a su nueva
víctima. —Ignoró el comentario de Manuela—. Intentemos llegar primero.
Muchas gracias a todos.
El comisario salió de la sala de reuniones y los demás se levantaron tras él.
Isabel apretó con cariño el hombro de Jess, pletórica en su posición, y cruzó
apresurada los dos pasos que la separaban de su despacho. Manuela vio que
Soler salía tras ella, sin despedirse ni bromear ni regalarle un piropo absurdo.
Fingió que recogía sus papeles, centrada en el magnetismo que desprendía
Jess, que hacía tiempo para que todos abandonaran la sala y quedarse a solas.
García pasó junto a ella en su camino a la salida.
—Ya me has engañado para participar en esto —refunfuñó sin detenerse.
—He oído que tu madre ya está bien y el caso era tuyo, David.
—Te dejé con Pérez muy bien acompañada.
—Te prefiero a ti, así que ponte al día y ven a verme luego.
—Si no fuera por Andrés… —respondió, resignado, ya en el pasillo.
Manuela observó a Vaamonde, que permanecía sentado frente a ella, con
el deseo de que, como los demás, se fuera a sus cosas. Hizo una mueca a Jess,
a la que ella respondió burlona.
—López, ¿tienes un segundo? —Jess intentó echarle una mano a sus más
que evidentes intenciones.
—Manuela, ¿podemos hablar? —dijo casi a la vez Vaamonde sin levantar
la mirada de su tablet.
—Claro —respondió, confusa, alternando la mirada entre los dos—, un
minuto con Mars y estoy.
Vaamonde permaneció inmutable, ajeno, concentrado en la pantalla frente
a él. Jess se levantó, obediente, hacia la puerta. Manuela la acompañó hasta
detenerse bajo el quicio.
—¿Y este ahora qué quiere? —preguntó Jess en un murmullo inaudible.
—No tengo ni idea, pero parece que ha visto un fantasma, está blanco —
contestó Manuela en el mismo volumen—. ¿Qué querías?
—¿Yo? —exclamó, exagerada, sin emitir ningún sonido—. ¿Qué quería
usted, inspectora? Que me estaba revoloteando alrededor.
Manuela sonrió con picardía y fijó su mirada a los labios carnosos de Jess.
—Lo ha hecho usted muy bien, Mars. Estoy muy orgullosa.
Jess sintió un ardor en los pómulos y bajó los ojos para coincidir con la
mirada de Manuela.
—Anda, atiende a tu amigo, que está muy raro. Luego hablamos nosotras.
Tras contemplarla unos segundos más, dio media vuelta y cerró la puerta
tras ella.
—¿Qué te pasa?
—¿Sigue por aquí Soler? —Vaamonde levantó la cabeza sin fijar su
mirada en ningún sitio concreto. Moviendo los ojos en círculos detrás de sus
gafitas redondas.
—No lo sé, ¿por qué?
—Por nada.
—Estás más raro que de costumbre, Paco. ¿Qué coño te pasa? —Manuela
se sentó en el filo de la silla que había ocupado Jess.
—Igual habría sido buena idea que se quedara. ¿Lo llamo?
Manuela observó a Vaamonde sin saber qué pensar. Parecía errático,
alejado de su pragmatismo habitual. La puerta se abrió, el comisario Antares
volvió a entrar en la sala y tomó asiento frente al inspector jefe, a la derecha
de Manuela.
—¿Se han puesto al día? —preguntó con energía.
—¿Qué día? ¿Qué puesto? No sé qué está pasando, pero me estáis
poniendo de una hostia…
—Disculpe, comisario. —Vaamonde pareció reivindicar su rol de
mediador antes de que ambos iniciaran una discusión—. Creo que
deberíamos profundizar en mis sospechas para que la inspectora entienda el
problema.
—¿Qué sospechas? ¿Qué problema? —Manuela observó con desconfianza
a Vaamonde—. ¿De qué coño estamos hablando?
—Eh… —Antares no encontraba las palabras—. Siguiendo la
investigación de Echauri, nos hemos dado cuenta de algunas irregularidades
en el depósito de pruebas.
—Vamos a ver, Antares, ¿de qué me está usted hablando? —La paciencia
de Manuela se desbordó por completo—. Porque no lo estoy entendiendo.
Antares miró a Vaamonde, nervioso, implorante.
—Es un asunto delicado. —Vaamonde bajó el tono—. No sé si puede ser
parte del caso Echauri o tenemos un problema interno mayor, pero han
desaparecido algunas pruebas del depósito.
—¿Qué ha desaparecido?
—No puedo demostrarlo, claro —dudó un segundo—, pero…
—¿No me estarás acusando, Vaamonde? —Se puso a la defensiva.
—¡No! —aclaró, sincero.
—¿Y no pensabas contármelo? ¿Sospechas de mí y le has ido con el
cuento a este? —Manuela se sentía herida y traicionada. Aunque eran muy
diferentes, confiaba en él, y era uno de los únicos compañeros a los que
reconocía como igual.
—López, el inspector ha seguido el protocolo.
—Esto no va con usted, comisario. —Se hinchó de soberbia en la silla.
—Manuela, escúchame, por favor —terció Vaamonde, calmado—. Siento
no haberte consultado antes. Has estado hasta arriba con tu caso, casi no
hemos coincidido, necesitaba un punto de vista externo que me confirmara
las sospechas. Dudé incluso si llamar a Soler, pero no quería airear nuestras
vergüenzas.
Presionó con la lengua el frenillo para relajar levemente la tensión de las
mandíbulas e intentar tranquilizarse.
—Habla. Te doy dos minutos.
—Cuando estuve revisando con Tamayo los casos antiguos de Echauri,
me di cuenta de que los precintos de la cadena de custodia no eran los
correctos.
—Al final tu obsesión compulsiva por el orden va a tener alguna ventaja
—afirmó, irónica.
—Tienes razón —sonrió—. A simple vista parecía una de mis locuras.
Tamayo, de hecho, ni le dio importancia, pero yo no podía dejar de darle
vueltas. Volví sobre otros casos no relacionados con Echauri que aún
guardamos en el almacén, y detecté bastantes irregularidades: pruebas en
expedientes que no correspondían, cadenas de custodia abiertas… Por ahora,
que haya podido comprobar, falta fundamentalmente dinero en efectivo; poca
cantidad.
—¿Estás seguro?
—Cien por cien.
—¿Tiene relación con el caso Echauri? —indagó Manuela, directa.
—No lo sé. Partió de ahí, pero hay evidencias en otros casos que no tenían
que ver con Información.
—¿Alguna teoría?
—No lo sé, Manuela. Te lo estoy contando en crudo, según le doy vueltas
a la cabeza.
—Sospecharás de alguien… —Miró de reojo al comisario con
desconfianza.
—Inspectora López, como puedes ver, es un caso delicado y no podemos
elucubrar sobre nuestros compañeros. Como le he indicado a Vaamonde, creo
que lo correcto sería informar a la comisión de la Secretaría de Estado que
lleva el caso Echauri y que ellos tomen las decisiones pertinentes. Ha sido él
quien ha querido consultarlo primero contigo.
—No, comisario. Eso no sería lo correcto si queremos resolverlo, sería lo
más fácil: colocar el problema a esos inútiles del Ministerio, que no
distinguen entre una pistola y un cuchillo, y salvar su culo siguiendo el
protocolo de algún oficinista que no ha trabajado nunca.
—Hombre, ¡ya tardaba en menospreciar a sus compañeros!
—Esa gente no es compañera mía. ¿Qué quiere, que nos envíen a los
idiotas de Asuntos Internos? ¿Para qué? Para hacer el ridículo.
—Porque son las normas y, como cuerpos de seguridad, deberíamos dar
ejemplo y seguirlas. En su caso, para variar.
Manuela sonrió encantada. Su relación con Asuntos Internos no era
precisamente amistosa, debido sobre todo a su afición a no seguir las reglas.
Durante un instante deseó polemizar cuerpo a cuerpo con el comisario. Le
aguantó la mirada. Consciente de que había ganado la batalla, decidió
descartar la idea y centrarse en el problema, que parecía importante. Pensó en
Patricia Arteaga; quizá podría sacar provecho del jueguecito misterioso de la
comisaria.
—Bueno, eliminada la brillante propuesta de Antares, ¿qué quieres que
hagamos?
—Por una vez, y sin que sirva de precedente, estoy de acuerdo con López.
—Vaamonde se puso de su lado—. Creo que si queremos descubrir al
culpable, deberíamos, por ahora, mantenerlo solo entre nosotros.
Manuela le regaló un gesto de aprobación y el comisario se dio por
vencido.
—Muy bien, así lo haremos. Lo dejo en sus manos entonces, pero quiero
que me informen de todo.
—Delo por hecho, señor.
Para evitar entrar en la nueva provocación de López, Antares se levantó y
salió del despacho. Manuela se mantuvo en silencio observando pensativa a
Vaamonde.
—Se lo contamos a Soler, ¿verdad? —preguntó Vaamonde, que conocía
de antemano la respuesta. Manuela asintió, apoyada sobre su puño, sin retirar
la mirada desaprobadora—. ¿A Arteaga? —Manuela repitió el movimiento
con el ceño fruncido—. ¿Has conseguido que la doctora Romero sea quien
haga la autopsia? —Siguió afirmando, tajante, sin modificar el gesto—. Te
has cabreado porque se lo he contado a Antares, claro.
Se detuvo en seco y enfrió su mirada.
—No me he cabreado, Paco. Pero no se puede uno fiar de cualquiera. Y
ahora tenemos un topo que habla con la prensa y un ladrón. Vamos
mejorando respecto a cuando tus monos solo eran un cero a la izquierda.
—Es un buen hombre, Manuela. No creo que él tenga nada que ver.
—Es un idiota. Y tú también por fiarte de él.

«—No sabemos si habrá represalias, pero, por sus declaraciones,


parece que aún no tienen claro qué postura oficial tomar.
»—¿Qué haces?
»Unos ojos descomunalmente grandes se movieron, sigilosos, de la
ranura de la puerta donde espiaba un rostro similar al suyo, en plena
pubertad.
»—Estoy investigando —contestó con seguridad.
»—¿Estás loca? ¿No oíste lo que dijo anoche papá? Es una reunión de
alto nivel con gente muy importante. —La hermana tiró de su brazo para
alejarla de la sala de reuniones.
»—Yo no he visto a nadie muy alto ahí dentro, son como nosotros —
contestó con naturalidad—. Además, ¿cómo voy a investigar si no oigo lo
que dicen?
»—Juega a espiar a los vecinos si quieres —dijo la niña con inquietud
—, pero si mamá te pilla husmeando en sus cosas, ya sabes cómo va a
acabar el cuento.
»—Ven. —La más pequeña se detuvo en seco.
»—¿A dónde? Que no me fío.
»La pequeña abrió mucho los brazos y corrió hacia su hermana para
abrazarla.
»—Aquí, conmigo. No tengas miedo, yo te protejo.
»La adolescente sonrió y se aferró al abrazo, liberando levemente la
losa de responsabilidad que llevaba sobre los hombros.
»—Tata… —le susurró al oído.
»—¿Qué?
»—¿Por qué mamá parece siempre tan simpática con los mayores y
tiene tan mal genio con nosotras?
»La niña miró con ternura los enormes ojos curiosos de su hermana.
»—Porque está malita, mi amor. No quiere hacernos daño.
»La pequeña mantuvo las palabras un rato en su cabeza, pensando.
»—¿Y por qué parece que la molestamos?
»—No la molestamos —dijo, comprensiva—, lo que pasa es que su
enfermedad hace que a veces no tenga mucho autocontrol.
»Volvió a tomarse su tiempo para digerir el concepto.
»—¿Solo con nosotros?
»La adolescente se pasó la mano, reflexiva, por la nuca recién afeitada,
y volvió a abrazar a su hermana.
»—Con quien quiere y cuando quiere —masculló entre dientes,
sintiendo de nuevo que la responsabilidad la hacía más pequeña».

Manuela caminaba sin destino aparente por las calles de Madrid, bajo la
lluvia fina que, partiendo de la niebla y sin notarlo, iba calándola hasta los
huesos. No paraba de pensar en lo que acababa de contarla Vaamonde.
¿Tenían un topo en comisaría? Además de la garganta profunda que se estaba
yendo de la lengua con la prensa. ¿O eran la misma persona? No tenía en
gran estima a sus compañeros, pero la sustracción de pruebas eran palabras
mayores. En la soledad de un Madrid lluvioso y encapotado, repasaba
mentalmente a todos los trabajadores de la unidad. Podía ser cualquiera;
quitando a Jess, Isabel, el inspector David García y Vaamonde, para ella
todos los demás eran sospechosos, incluido el propio comisario. Vaamonde
no tenía que haberle contado sus sospechas.
Llamó a Soler en cuanto salió de la sala de reuniones y se sorprendió al
encontrarlo tomando café con Isabel, entre risas amistosas. Le contó las
novedades y lo reclutó para ayudar a Vaamonde. ¿Por qué le generaba
confianza el Capitán Trueno? Un idiota pretencioso. ¿Le recordaba a ella
misma? No quería reconocerlo, pero el soldadito le parecía, en el fondo, una
persona competente.
Continuó su itinerario errante, el móvil le pesaba como una losa en el
bolsillo trasero del pantalón. La llegada de un tercer mensaje anónimo había
vuelto a hacer que todo su cuerpo se envenenara y tuviera una sacudida
violenta de asco. ¿Era miedo? No quería que esa posibilidad entrara en su
cabeza y podía engañarse todo el tiempo que quisiera, pero dos de las
personas que más quería estaban en el punto de mira, y cada vez que lo
pensaba una sensación aterradora se apoderaba de ella. Las nuevas imágenes
parecían contradecir su teoría de que la periodista estaba detrás y daba alas a
la propuesta de Isabel y Jess. ¿Quería contactar el asesino? ¿La estaba
amenazando? ¿Qué buscaba?
Absorta en sus pensamientos y ya empapada, giró la calle para atravesar el
parque donde habían encontrado a Noelia Sánchez. No había planeado llegar
hasta allí. Su primer impulso fue, como siempre, recurrir a sus clases de yoga
para ordenar su cabeza, pero el paseo sin rumbo la había guiado hasta el
parque. Se detuvo en la fuente, desierta, y contempló la zona de arbustos más
alejada. Cogió el teléfono y volvió a reproducir el vídeo. Su cabeza era
incapaz de distinguir nada que no fuera el verde intenso de los ojos de Jess.
El crujir de una ramita tensó todos sus músculos. Intranquila, salió del parque
y continuó andando por la acera atenta a cada ruido, persona o presencia que
pudiera sentir. Llevaba unos días alerta, se sentía observada, y era increíble la
cantidad de estímulos que uno podía percibir cuando prestaba atención: el
motor de un coche, el chirriar de una puerta de garaje, campanas de una
iglesia cercana, risas de una pareja resguardada en un portal e incluso los
aviones surcando el cielo. La variedad de sonidos era incesante, como un
goteo infinito.
Tras girar la esquina se encontró de frente con el lujoso palacete
presidiendo la calle. De estilo racionalista, líneas geométricas simples y
fachada clásica, la edificación de principios de siglo estaba perfectamente
integrada en el Barrio de Salamanca. Flanqueada por un pequeño jardín, una
discreta hache mayúscula roja en la puerta era el único distintivo que indicaba
que se trataba de un hospital.
Manuela se sorprendió de nuevo de haber llegado hasta allí. Se detuvo
frente a la puerta, sin cruzar la calle, y analizó los ventanales, se preguntó en
cuál estaría su madre: «Siempre te gustó el lujo», vocalizó sin pensar, «eso no
lo abandonaste».
13

Con la ropa mojada, observaba el cristal frente a ella. Al otro lado, en la


sala de interrogatorios, David Casal, el exmarido de la tercera víctima,
esperaba inquieto. Menudo, aunque con músculos de gimnasio, una perilla
densamente poblada y la cabeza rapada, a Manuela no le daba la sensación de
estar ante su asesino psicópata.
—¿Estás lista? —Jess abrió una ranura en la puerta.
—Vamos.
—¡Estás empapada! —exclamó, extrañada.
—Sí —contestó, consciente por primera vez de que estaba mojada—.
Necesitaba pensar y fui a hacer un poco de yoga.
—¿Cuándo?
Mientras se rehacía la coleta reflejándose en el cristal de la sala de
interrogatorios sintió de nuevo la punzada de culpa. No quería mentirle.
Deseaba compartir con ella la verdad: que estaba asustada y cabreada por los
anónimos y había salido a dar una vuelta para despejarse. Que sus piernas la
habían llevado al hospital en el que estaba ingresada su madre y que no había
sido capaz de entrar. Sí, quería decirle la verdad, pero, en vez de hacerlo, se
quedó contemplándola en silencio.
—¿Cuándo has ido a yoga, Manuela? ¿No me has avisado? —insistió Jess,
algo escéptica.
—Ahora. Acabo de volver.
—¿Estás lista, entonces?
—Claro, vamos.
—Buenas tardes, David. Somos las inspectoras López y Mars —saludó
Jess, afable como siempre, pero con curiosidad sobre el estado de Manuela
—. Gracias por acudir voluntariamente a prestar declaración.
—Claro, no es molestia —respondió el interrogado, algo nervioso, con un
marcado acento gallego.
—En primer lugar, sentimos mucho su pérdida —prosiguió mientras
tomaban asiento frente a él.
—Gracias.
—Según nos consta, es usted el exmarido de Noelia Sánchez.
—Sí, nos separamos hace dos años.
—Bien. —Jess intentó tranquilizarlo con una sonrisa—. ¿Mantenían algún
tipo de relación?
—Bueno, ya sabe. —Consiguió el objetivo de relajarse gracias a la
empatía de la inspectora—. Los divorcios nunca son del todo amistosos, pero
no nos llevamos mal.
—¿Tenían una relación normal? —interrogó Manuela con aspereza—.
Durante su matrimonio, me refiero.
—¿Normal? —repitió, indeciso y amedrentado por el lenguaje corporal de
Manuela.
—Sí, lo que consideramos todos normal: afable, respetuosa, cariñosa…
—Claro, como todo el mundo, supongo.
—¿Le pegaba? —continuó a bocajarro.
—¿Qué dice? —David se removió inquieto en la silla, destacando aún más
su acento gallego.
—Qué si le pegaba —insistió Manuela muy tranquila, pero con el tono
firme, ante la mirada incrédula de su compañera.
—No. ¿Cómo le iba a pegar? Nos queríamos. Luego la vida hizo sus
cosas, pero jamás le puse la mano encima.
—No digo que le pegara, señor Casal, solo se lo estoy preguntando.
—¡Claro que no! —Miró descompuesto a Jess y elevó el tono,
escandalizado.
—Tranquilo, David. —Jess retomó la conversación recriminando con
gestos la actitud a Manuela. No había duda, algo le pasaba. Estaba irritada en
exceso, hasta para ella—. Supongo que sabrá que su exmujer tenía varias
contusiones antiguas en las costillas y el pómulo. Solo necesitamos
comprobar cómo se las hizo. ¿Sabe usted cómo fue?
—El maldito boxeo. Fue eso lo que nos apartó, ¿sabe? Estaba todo el puto
día en el gimnasio. —David volvió a dirigirse a Jess, que lo observaba con
cierta ternura—. Cuando no era por una cosa era por otra: un combate, una
quedada, entrenar, las cervezas de después… Siempre tenía una fractura aquí,
un moretón allá. Siempre lo mismo.
—¿Boxeaba profesionalmente? —Jess apuntó la palabra boxeo entre
interrogaciones en su cuaderno.
—Profesionalmente no. Noelia es profesora.
—Era, señor Casal —apuntilló Manuela, atrayendo la ira de Jess, que, de
haber podido, la habría sacado de la sala.
—¿Disculpe? —inquirió David, atónito.
—Que Noelia era profesora. Por desgracia, alguien ha querido que ya no
sea nada.
Perpleja, Jess buscó una explicación a la agresividad de su compañera en
sus ojos; Manuela desvió la mirada con sutileza hacia un folio sobre la mesa.
Entre interrogaciones había escrito: «¿Sentimiento de culpa? ¿Sujeto
emocional?». Aliviada, entendió que estaba intentando que el exmarido
perdiera el control para comprobar si se mostraba vulnerable, herido o
culpable, emociones que difícilmente mostraría su asesino psicópata.
—Sí, lo siento. —David miró hacia la mesa y se frotó el rostro con la
mano—. No me acostumbro.
—Es normal, señor Casal. —Jess aceptó con reparos jugar al poli bueno y
poli malo y siguió el interrogatorio con ternura—. No se preocupe. Me decía
que Noelia no era profesional del boxeo.
—No. Le cogió afición en la facultad. Tenía un grupo de amigos que
boxeaban, unos locos de las artes marciales, y a partir de ahí… Decía que la
relajaba. Qué sé yo.
—En la Facultad de Magisterio —especuló Jess mientras apuntaba el dato
—. ¿Dónde estudió Noelia, lo sabe?
—No, no estudió Magisterio. —David se sentía cada vez más cómodo—.
Estudió periodismo en la Complutense.
—¿Noelia era periodista? —intervino Manuela, sorprendida.
—Bueno, eso estudió. Trabajó unos años en el Canal Nueve, pero no le
gustó esa vida. Siempre de aquí para allá, sin contrato fijo. No tenía suficiente
tiempo para el boxeo, supongo.
Manuela escribió de nuevo en el folio: «Mi amiga es del canal
nueve?????». Jess se encogió de hombros, sin entender la pregunta, y volvió
a centrarse en el testigo.
—Hará seis o siete años —David continuaba su declaración—, cansada de
contratos basura, decidió cambiar.
Intentando llamar la atención de su compañera, Manuela señaló con el
dedo el folio. «La periodista del parque. ¿Bergantiños?», subrayaba
compulsivamente. Jess intentó que Manuela dejara el tema para más tarde.
Sabía que estaba obsesionada con la periodista, pero no era lugar.
—… se sacó el master, aprobó la oposición, y así fue como llegó a
profesora.

Una grabación de mala calidad y vibración exagerada, hecha con mal


pulso o con frío, mostraba la imagen de espaldas de Manuela, vestida con
ropa de running negra, oteando la escena del crimen de Noelia Sánchez desde
una zona de césped cercana. Manuela se dio la vuelta, como si hubiera
presentido la cámara, y se acercó sigilosa hacia el objetivo. Un fogonazo rojo
fundió la pantalla a blanco con las palabras: «Me encantaría observarte de
cerca, inspectora». Las letras se desenfocaron para dar paso a una imagen de
Jess y Cristina en la puerta del Anatómico, riendo despreocupadas.
Había alguien en aquellos arbustos. Lo sabía. Se había sentido observada
cuando se adentró en el césped. Estuvo tan cerca… Si la periodista no la
hubiera liado justo en ese momento, habría llegado hasta allí. Al ver de nuevo
las imágenes, una sensación de vacío se apoderó de ella. Con los dos
primeros vídeos había querido creer que eran una amenaza de la periodista o
algún idiota aburrido en las redes sociales. Pero este era diferente. El autor
estaba allí, en la escena, mientras lo buscaban. Había seguido también a Jess,
¿o era a Cristina? Cualquiera de las dos opciones le daba el mismo pavor.
—Si quieres que lo intente, necesito el terminal.
Observó la imagen congelada de ambas mujeres y supo que tenía que
admitirlo: lo que sentía cada vez que reproducía el anónimo era miedo y una
culpabilidad cada vez mayor por poder estar poniéndolas en peligro.
—Manuela —insistió Faros, tecleando en un ordenador, junto a ella—.
Necesito el terminal.
—¿Vas a tardar mucho? —contestó, consciente de dónde se encontraba.
—No creo, pero necesito conectarlo.
Manuela dejó el teléfono encima de la mesa con cierto recelo y miró a su
alrededor. Estaban sentados en una esquina, tras tres monitores de veintisiete
pulgadas que, junto a las CPU y a los miles de cachivaches, conformaban el
puesto de «seguridad informática» de Faros. Mientras su compañero
conectaba el terminal, Manuela observó por encima de las pantallas. El salón
del hogar del jubilado de la barriada seguía su rutina diaria: hombres jugando
al dominó, grupos de mujeres a medio camino entre jugar a las cartas y hacer
punto , otros puestos de informática vacíos y algunos pocos viendo la
televisión. No pudo más que dejarse llevar por el cuchicheo de unos y otros.
—Nunca hubiera dicho que tenías aquí tu oficina, Faros. Te hacía en algún
garaje oscuro.
—La de los sitios tenebrosos eres tú, jefa —contestó Faros, tecleaba a la
velocidad de la luz entre pantallas de código de programación—. Yo prefiero
estar aquí. Calentito en invierno y con el aire en verano, un rumor agradable,
fibra gratis y una IP pública difícil de localizar.
—Muy inteligente; sí, señor. Bueno, ¿qué sacaste de lo del otro día?
—Poca cosa. Las imágenes no eran las mismas que grabó el cámara, pero
supongo que después de este envío eso ya lo sabías.
—Me lo podía imaginar.
—¿Ni siquiera con este material son capaces tus picoletos de ponerse a
investigar? —Faros se detuvo a mirar a Manuela unos instantes con el ceño
fruncido.
—No quiero filtraciones. Prefiero tus chanchullos mientras te lo lleves a la
tumba.
—Mientras no acabes ahí tú, jefa —masculló, preocupado.
—Tranquilo, Faros, que no te vas a librar de mí tan fácilmente.
—¡Hombre, cuánto bueno por aquí! —El bramido de Tony desde la puerta
del salón alborotó a la concurrencia—. Si ha venío la tenienta en persona a
honorarnos con su presencia.
—A ti te quería yo ver —saludó Manuela elevando el tono—. ¿El teléfono
qué lo llevamos, de pisapapeles? ¿Para que no te lleve el viento?
—Mira que es graciosa la jodía cuando quiere, primo.
—Ven para acá.
Faros decidió seguir con sus programas informáticos y Tony se aproximó
hacia donde estaban, saludando a todos los presentes, seguido apenas a unos
pasos por el Mudo, mucho más discreto.
—¡Hombre, Tino! Esa jugá no, no se pueden cerrar los pitos, chico, que
pareces nuevo. —Tony iba mesa por mesa haciendo un pequeño comentario
—. ¡Carmela! ¿Qué pasa, mujer? Pero qué maravilla de sombrero estás
tejiendo, primor. —Casi a punto de llegar donde estaba Manuela, hizo un
quiebro para golpear en el hombro a un abuelete que veía la televisión—. Tú
a lo tuyo, Facundo, claro que sí, a la novela y a aprender que los de la tele
enseñan mucho.
—¿Quieres venir de una puta vez? —le recriminó Manuela, encendiendo y
apagando el mechero en su mano.
—Calma, Miura, que tamos saluando a la parroquia.
—Te he llamado veinticinco veces, Tony —continuó calentándose.
—La parienta manda, ya tú sabes, tenienta. —Llegó hasta Manuela y se
situó frente a ella, tras los monitores, con el Mudo pegado a él como una
sombra—. Y hemos tenido unos asuntos estas jornadas. Asuntos importantes,
no te vayas a creer. Vamos, que no he podío atenderte. Pero que sin problema
ninguno, a tus órdenes y mando me pongo desde ya mismo.
—¡Resume! —lo cortó Manuela a punto de entrar en cólera—. ¿Cómo va
lo mío?
—En ello estamos, tenienta. Tu colega el Aitor nos dio al chota —
chasqueó los dedos en la cara de Mudo—, ¿cómo se llamaba el chota, primo?
Sí hombre, el del perro. —Mudo se encogió de hombros—. Bueno, da igual.
Ya tú sabes quién te digo, ¿no? Pues na, que tuvimos que enseñarle los
bardeos para na de na, porque él poca cosa maneja, eso entre tú y yo, no se lo
digas al madero Aitor, que solo me faltaba hacerme enemigos en lo tuyo.
—La parte de que resumas no la has oído, ¿no? —se impacientó Manuela,
golpeando con los dedos en la mesa.
—Estoy resumiendo, es que son muchas gestiones. Bueno, el chota nos
mandó al Negro, que trabaja por Santo Domingo, cerca del sitio ese de
yonquis de Gran Vía. Hemos preguntao y parece que es el que maneja de
verdad esa mierda: la burundanga.
—Te entiendo. ¿Y qué ha dicho el Negro?
—Ahí, callejón cerrao.
—Ahora profundiza, por favor —le rogó Manuela con los ojos muy
abiertos.
—¡Que no hemos ido aún! —Tony situó la palma de su mano estirada
entre ambos—. ¡Cheee! No te molestes, tenienta. Siguiente pregunta,
¿cuándo vamos? Pues ahí no te pueo decir ni que sí ni que no, ni un tailing de
esos que me dices tú. Pero va a ser pronto.
El silencio que se hizo en el salón, donde habían dejado de sonar las
fichas, los murmullos y hasta el televisor, anunció la aparición de Peque,
como un coloso, escoltado por sus dos matones, detrás de los dos gitanos.
Manuela lo observó, curiosa, mientras Tony continuaba con su verborrea.
—Vamos, que ya veo la cara de revirá que se te está poniendo. Pero que
tú calmaíta, que el Tony te consigue a ti que el Negro ese hable. Así. —
Chasqueó los dedos con suficiencia—: Pis, pas.
—Los dos callados y me esperáis en la puerta. —El vozarrón de Peque
resonó como un rugido en el salón.
—Patrón —contestó Tony, mirando a Manuela con los ojos como platos.
—Ni patrón ni patrona, a la puerta he dicho.
Mudo se dirigió hacia allí sin mediar palabra. Tony seguía petrificado de
espaldas a Peque.
—Gracias, gitano. —Manuela decidió echarle un cable—. Cógeme el
teléfono la próxima vez.
—Siempre es un honor, tenienta. —Se escabulló entre los matones de
Peque guiñándole el ojo.
—Vosotros, los dos fuera también —ordenó Peque a sus matones.
—Pareces Al Capone, Peque, con tanto misterio —comentó Manuela,
notando como Faros se tensaba como un muelle a su lado.
—Anda, ven aquí. —Peque ignoró el comentario, acercándose a ella—.
Dame un abrazo, lo primero.
Manuela se levantó a abrazarlo.
—Faros, tú oír, ver y callar. ¿Está claro?
—Sí, patrón. —Faros siguió a lo suyo, sin levantar la cabeza del teclado.
—¿Te están amenazando, Manuela? —preguntó, directo, frotando los
hombros de la inspectora con sus enormes manos.
Manuela miró a Faros, que hundió aún más la cabeza. «Una puta tumba
eres», pensó, asqueada.
—¿Quién cojones es? —prosiguió Peque con lenguaje agresivo—. La puta
esa a la que tuviste que cantarle las cuarenta.
—Tranquilo, Peque, por favor, que nos conocemos —dijo Manuela con
temor a sus posibles reacciones.
—Si estoy muy tranquilo. Pero quiero estar más. Por eso, ¿quién te está
amenazando?
Manuela, de pie frente a él, lo miró a los ojos intentando aparentar toda la
calma posible.
—No es nada, de verdad. Algún idiota aburrido que me vio en las redes
sociales.
Peque los observó a ambos muy serio. Manuela escrutó a Faros con la
mirada y este siguió tecleando.
—Putos cobardes. Eso hay que arreglarlo como toda la vida, ¡a hostias!
Les han pegado poco. Ya te digo lo pronto que les quitaba yo las tonterías a
todos esos.
—¿Queda claro, entonces?
—Si estás segura…
—Te quiero callado, por favor, y quietecito. Sobre todo, no alarmes a
Andrés, porque no hay necesidad.
—¿En qué podemos ayudarte? —aceptó Peque con desconfianza.
—Ya me estáis ayudando. Tengo a los gitanos con la burundanga.
—Esa es la mierda que utilizan los hijos de puta para violar a niñas. —
Retomó su tono intimidante—. No encontrarás esa mierda en mi barriada.
—Tranquilo, Peque. —Manuela forzó una sonrisa—. Ya sé que no lo
permitirías. Están haciendo preguntas incómodas por el centro.
—Tú, Faros. Sigues con lo que te haya mandado la Manuela hasta que lo
consigas. Como si no duermes.
—Los DNS no me dan una respuesta, el mensaje está encriptado, mi
equipo no es suficiente —murmuró con temor.
—¡Pues consigues uno que lo sea! —lo increpó Peque.
—Déjalo hablar. Sigue, Faros.
—Los vídeos se hicieron con un programa gratuito de los que se usan para
Instagram. Lo siento, jefa, pero no puedo hacer mucho más.
—Putas redes sociales —concluyó Peque, preocupado.

Sentada como un buda en el sofá de su casa, con el portátil entre las


piernas cruzadas, Jess pasaba de una cuenta a otra de Facebook, Instagram y
Twitter, intentando buscar algo que pudiera conectar a las víctimas. Estaba
muy cerca, lo sentía. Mientras pasaba por fotografías, declaraciones en el
muro y diversos comentarios, garabateaba notas ilegibles en sus papeles. Tras
varias horas de hastío, detuvo el ratón y volvió atrás, sonriendo con orgullo.
—¡Aquí estás! —exclamó, eufórica, descolgando el teléfono en un acto
mecánico—. ¿Sí? Mars.
—Hola, guapa. —La voz del capitán volvió a mutar su rostro en un gesto
de fastidio.
—¿Qué quieres, Soler? —preguntó sin fingir su desidia.
—Encantado de hablar contigo también, tesoro —contestó con sorna—. A
ver, he llamado a Nancy pero me ha dicho que te llame mejor a ti, que está
con sus cosas. Es de un misterioso a veces…
—¿Para qué? —«Ya me gustaría a mí saber dónde está», pensó cansada
Jess.
—Hemos identificado a la primera víctima: Beatriz Rodríguez. Cuarenta y
siete, vivía sola en Ribatejada, un pueblo pequeño y, la verdad, algo siniestro,
que no queda lejos del club de golf los Retamares. Parece que cuadra con tu
perfil de víctima.
—Hace más de tres meses, ¿no se había denunciado la desaparición? —
Jess decidió centrarse en la pista y olvidarse de Manuela.
—Por lo visto trabajaba desde casa. Era socióloga. ¡No, escritora! Bueno,
algo así, y no se relacionaba mucho, ni en el pueblo ni laboralmente. Tenía un
hermano, Alberto, que vivía con ella a temporadas.
—¿Y no notó su ausencia?
—Fue él quien denunció la desaparición hace unos días. Dicen las malas
lenguas del pueblo que es un pobre yonqui. Que iba y venía de Madrid y de
centros de desintoxicación. Supongo que estaría en un buen viaje y no se dio
cuenta hasta que volvió.
—¿Sabes si boxeaba? —preguntó, revisando sus garabatos.
—Ni idea, cielo. Casi acabo de llegar.
—¿Iba a algún gimnasio? —insistió.
—Lo investigo, que te veo interesada, Barbie.
—Sí, por favor. Urgente.
—Sois raras, ¿eh? —reflexionó el capitán en voz alta—. Eficaces, pero
raras de cojones.
—Si tú lo dices —contestó Jess con desgana—. Gracias por las noticias,
mantenme informada del boxeo, por favor.
—Una cosita más que seguro te interesa, bombón. Te confirmo que el
rosetón, como lo habéis bautizado, es una rozadura de un nudo constrictor.
—Repite, por favor —dijo mientras tecleaba el nombre en Google.
—El nombre acojona, ¿eh? Nudo constrictor; es un nudo marinero.
—Sí, ya lo estoy viendo. Gracias, Soler.
Colgó mientras observaba la fotografía, una especie de trenza que le
recordó en su forma al símbolo de infinito, y leía algunas de sus definiciones:
lo esencial de este tipo de nudos es que mantendrá la tensión aun cuando
dejemos de aplicar fuerza sobre el cabo.
¿Qué les haces, cabrón? ¿Las atas a algún sitio? ¿Para qué? Mientras
pensaba en el ello, intentó llamar de nuevo a Manuela, que, como durante
toda la tarde, no le cogió el teléfono. ¿Dónde estás, Manu?
Volvió a las redes sociales y, al ver la foto que tenía en la pantalla, repitió
la sonrisa vanidosa.
—Sabía que te había visto antes, ¡aquí estás, Guille!
Desvió la mirada de la pantalla del ordenador para fijar toda su atención
en la televisión. El subinspector Rojo hacía unas declaraciones al micrófono
de Belén Bergantiños. Volvió a marcar el número de Manuela y subió el
volumen, inmóvil.
—Estamos con el inspector José Antonio Rojo, uno de los responsables de
la investigación, que puede confirmarnos que la identidad de la tercera
víctima del Asesino del Collar se corresponde con nuestra excompañera del
Canal Nueve Noelia Sánchez. —Una foto de una Noelia mucho más joven
ocupó la pantalla.
Jess pulsaba el botón de rellamada de manera constante, sin apartar los
ojos del televisor.
—Gracias, Belén. Bueno, desde la Policía Nacional no podemos confirmar
nada del caso porque está bajo secreto de sumario, lo que sí podemos y
queremos anunciar a la ciudadanía es que estamos trabajando las veinticuatro
horas, dejándonos la piel, para atrapar al Asesino de Collar.
14

—Lo del nudo no sé si nos lleva a algún sitio, la verdad. Lo del boxeo me
parece más prometedor. ¿Qué ha dicho Manu? —preguntó Isabel desde su
sitio, tras lanzar una bolsa de golosinas a Jess.
—Si me cogiera el teléfono… No he conseguido hablar con ella en todo el
día. —Se lamentó sin evitar el tono de reproche—. Eso sí, me ha derivado al
imbécil de Soler.
—Es gracioso. —La psicóloga cogió otra gominola.
—Si tú lo dices, a mí se me hace un poco bola.
—Mira, ahí la tienes. —El sonido enérgico de un taconeo desde la zona
del ascensor anticipó la llegada de la inspectora López—. Si pisa un poco
más fuerte atraviesa el suelo.
Jess se dirigió a la puerta del despacho e Isabel fue tras ella. El retumbar
que generaba cada golpe con el suelo no presagiaba nada bueno. Manuela,
con más vehemencia de la habitual, giró y se dirigió por el pasillo hacia la
puerta de Isabel. Con la cara desencajada y la mirada encendida, parecía un
depredador en busca de su presa. Siguiendo su mirada, la psicóloga descubrió
al subinspector Rojo en su mesa, jactándose con unas agentes de uniforme.
—Párala o lo mata —susurró Isabel, alarmada, al oído de Jess.
Manuela pasó por delante de ellas y las ignoró por completo. Jess intentó
sujetarla por el hombro.
—Manu…
Se revolvió furiosa, se deshizo de ella y aceleró el paso hacia el botín.
Entrecerró los ojos y se humedeció los labios, como si ya pudiera saborearlo.
Todo el personal de la comisaría observaba expectante. La presencia de
Manuela era hipnótica. Llegó hasta la posición de Rojo y se detuvo a un paso
de su espalda.
—¡Fuera! —ordenó sin mirar a sus compañeras de tertulia, que
desaparecieron sin rechistar.
El subinspector Rojo se giró, alertado por el murmullo sordo a su
alrededor. Cuando lo tuvo de frente, Manuela dio un paso más y se colocó
apenas a unos centímetros de su rostro.
—¿Tú quién coño te crees que eres? —dijo con un tono pausado que
avivaba el fuego de sus ojos.
—Disculpe, inspectora, no entiendo. —Rojo intentó aguantarle la mirada,
pero la intensidad de sus pupilas hizo que le temblara la voz.
—¿Responsable de la investigación? —preguntó, retórica—. ¿De qué
coño eres tú responsable?
—Yo… Yo… No dije que… Debió malinterpretarlo, porque…
—Debí imaginar que eras tú el soplón, claro. Un mediocre, un don nadie,
un ser anodino que necesita sus dos minutos de gloria. —Manuela avanzó
hasta casi rozarlo y él retrocedió, atemorizado, hasta quedar encajado contra
la mesa—. Me da mucho asco la gente como tú.
Rojo evaluó sus posibilidades, buscando la complicidad de alguno de sus
compañeros. Todos observaban, expectantes, sin mover un músculo;
esperaban el más que previsible estallido de la inspectora.
—De verdad —continuó, limpiándose el sudor de las manos en el pantalón
—, que es un malentendido. Solo quise aclarar y tranquilizar…
—¿Asesino del Collar? —Se mordió el labio con tanta fuerza que notó el
regusto de la sangre—. ¿En serio? ¿Una fuente policial utilizando el mote
ridículo que usan los medios de comunicación?
—Todos… Bueno… Todos lo usamos para referirnos a él, no tiene
maldad… —El tartamudeo iba in crescendo.
—¡En privado, imbécil! —El alarido de Manuela resonó en toda la planta
y heló la sangre del subinspector. Jess hizo un amago de acercarse a ella, pero
Isabel la retuvo del brazo.
—Manuela, yo… Lo siento.
—Es la última vez que te lo digo: no me llames por mi nombre de pila, no
somos amigos, Rojo —amenazó, retomando el tono pausado e inquietante.
—Sí, inspectora López.
—¿Qué te prometió la periodista? ¿Un asiento es su tertulia? ¿Te puso
ojitos, subinspector? ¿O no conseguiste ni eso?
—No… Solo quería… Belén es amiga mía, solo quiere ayudar y coger a
ese cabrón, como nosotros. —Por un instante, Rojo intento darse
importancia. La mirada de Manuela lo hizo retroceder de nuevo; el filo de la
mesa se le clavó en la parte posterior de los muslos.
Con los ojos inyectados en sangre y el teléfono ardiendo como un metal
candente en su bolsillo, el nombre de la periodista resonaba como un rumor
en su cabeza: «Belén es amiga mía», «Estamos en nuestro derecho de
informar a la ciudadanía», «Belén solo quiere ayudar», «Belén conocía a
Noelia Sánchez». «Estás empezando a estar en todas las salsas, Belén», pensó
Manuela, olvidándose del subinspector, «y me estás tocando mucho los
cojones».
Apretó el puño hasta hacerse daño para reprimir el deseo de coger a Rojo
por el cuello. A continuación, hizo un esfuerzo por bajar sus pulsaciones
inspirando profundamente varias veces.
—Pásate por el despacho del comisario, estás suspendido —dijo al fin con
indiferencia—. Vaamonde te comunicará los próximos pasos.

Jess se sintió aliviada al encontrar a Manuela en su rincón del parque.


Observó desde detrás del puesto de prensa cómo daba vueltas, como una fiera
enjaulada, sobre el muro: estaba agitada, se esforzaba por controlar su
respiración. Quería ayudarla. Caminó hasta el banco. En dos pasos, Manuela
llegó hasta ella y se sentó con las piernas colgando. Jess buscaba negociar
con sus expresivos ojos marrones, pero Manuela evitó su mirada y ella,
atemorizada, creyó ver pánico en los ojos encendidos de su compañera.
Manuela se recompuso e intentó fingir una sonrisa atractiva, pero no era
su expresión habitual, esa que atraía a Jess como un imán y hacía que quisiera
olvidarse del resto del mundo. Se preocupó aún más.
—Escupe —dijo Manuela aparentando serenidad—. Puedes decir lo que
quieras.
—Has aguantado bastante bien. —Intentó interpretar sus señales
contradictorias—. Por un momento pensé que lo cogías del cuello y lo tirabas
por la ventana.
—Era mi intención. —Con su sonrisa, evaporó algunos de los temores de
Jess.
—Lo sé.
—Ven aquí, abrázame —susurró, ahogada.
Jess se colocó entre sus piernas, le acarició la mano.
—Necesito un abrazo, Jess —rogó, fingiendo de nuevo la sonrisa.
Jess la abrazó. Manuela se aferró a ella con fuerza, frotando mimosa la
mejilla con su oreja. Quiso abandonarse al abrazo, pero lo que provocaba esa
reacción estaba preocupándola en extremo. Le acarició el pelo mientras se
separaban.
—Nos pueden ver.
—No me importa. Que nos vean.
—Por amenazar a Rojo no va a pasarte nada, pero por liarte con un
subordinado… —comentó en tono de broma.
—Mundo de locos.
—¿Lo habéis suspendido?
—Sí, por lo de Echauri.
—¿Creéis que es él?
—No lo veo capaz ni de eso. Vaamonde está muy preocupado por la
sustracción de pruebas, quiere comprobar si es él.
—¿Tú estás preocupada?
—¿Por los expedientes? Ni lo más mínimo. Pero Rojo es un idiota y así
nos lo quitamos de en medio una temporada. ¿Te ha llamado Soler? —
Manuela cambió de tema intentando alejarse de lo que la estaba bloqueando.
—No me gusta un pelo ese chico. Me carga.
—Bueno. ¿Hemos encontrado a alguien que no te gusta, Jess? ¡Eso es
noticia!
—Lo que no entiendo es por qué te cae a ti bien, que odias a la raza
humana.
—Porque me tira los trastos —contestó, traviesa, rodeando el cuerpo de
Jess con sus piernas.
—¡Vamos a dejarlo! —Jess simuló resistirse, pero se acomodó, coqueta,
en su cuerpo—. Creo que tengo algo, Manu.
—¿El qué?
—Puede que podamos conectar a Noelia con Guillermo, el marido de
Sandra.
—Sigue —la apremió con interés.
—Tiene que ver con el boxeo. Creo que se conocían.

Manuela se mantuvo un rato bajo la lluvia contemplando la puerta del


chalet de piedra blanca. Su madriguera. La puerta al lugar que la hacía sentir
segura. Era una contradicción en sí misma. Más que de costumbre. El
corazón le decía que se diera la vuelta, descartara esa opción y pusiera los
anónimos a disposición de la policía. Pero la cabeza bloqueaba ese
sentimiento una y otra vez. Necesitaba ayuda. Necesitaba confianza y no
podía permitirse más filtraciones. Finalmente, llamó al timbre de forma
insistente.
—Qué pasa, Rulo. —Cuando Raúl abrió la puerta, Manuela entró con
vigor y llegó hasta la cocina sin mirar atrás. No quería que el corazón la
hiciera darse la vuelta.
—Hola, pequeña —saludó él, amable, tras ella.
—¿Te pillo bien? —preguntó, ya sentada en el taburete.
—Sí. Estoy planchando mientras acaban unos procesos en el ordenador.
—Ponme una cerveza, anda.
—Cristina y los niños no están —explicó mientras abría la nevera.
—Lo sé. Por eso he venido. Necesito tu ayuda.
Raúl colocó dos botellines sobre la encimera y se mantuvo de pie frente a
ella.
—¿Para qué?
—Estoy recibiendo unos anónimos y necesito que lo mires en tu
ordenador, a ver si consigues sacar algo de información.
Manuela colocó el teléfono, que cada vez le pesaba más, sobre la isla de la
cocina, y decidió contárselo a bocajarro. No quería arrepentirse o que él
encontrara una salida.
—¿Cómo? —preguntó, escéptico.
—Llevo un par de semanas recibiendo mensajes anónimos, con vídeos, sin
remitente. —Manuela observó cómo la cara de Raúl mutaba de la
incredulidad a la preocupación—. Al principio pensé que era la puta
periodista buscándome las vueltas. Ahora ya no sé qué pensar. Quizá sea el
Asesino del Collar o como coño lo llamen. Qué sé yo.
Raúl se bebió de un trago el contenido de su botellín.
—¿Qué me estás contando, Manuela?
—Necesito tu ayuda. Tenemos que comprobar de dónde salen los
mensajes. Quién hay detrás.
—¿Y no hay nadie en la policía que pueda hacer eso?
Manuela se acercó su cerveza a los labios, pero no bebió.
—No quiero hacerlo público todavía.
Raúl abrió la nevera, intentando pensar con claridad, y abrió otro botellín.
—¿Lo sabe Cris?
—No.
—Se va a enfadar.
—Lo sé —afirmó, resignada.
—¿Qué dice Jess?
Un dolor punzante que comenzaba en la base del cráneo la recorrió por
completo.
—¿No se lo has dicho?
—No.
—¿Por qué?
—No quiero preocuparla.
—¿Y te parece mala idea cambiar de compañera? —murmuró entre
dientes.
—Quizá no sea tan mala idea, al fin y al cabo.
—Me gustaría ayudarte, pero no quiero secretos, Manu.
—Siéntate —ordenó, desbloqueando el teléfono y dándole la vuelta.
—¿Qué?
—¡Que te sientes, coño! Déjame que te explique.
Manuela pulsó el play y le enseñó los tres primeros vídeos. Observó cómo
Raúl se descomponía al ver a su mujer en dos de ellos. Sin darle tiempo para
pensar reprodujo el cuarto, que había recibido esa misma mañana. Los ojos
de Jess llenaban toda la pantalla, con un reloj de arena sobreimpreso y un
tictac sonando de fondo. El fogonazo rojo daba paso, de nuevo, a un mensaje:
«Te estoy esperando, no tardes».
Raúl, tan pálido que Manuela pensó que iba a desmayarse, buscó los ojos
de su amiga, que, aunque temerosos, intentaron reconfortarlo. Sin mediar
palabra, volvió a reproducir los cuatro vídeos. Cuando el tictac se detuvo,
contempló a Manuela frente a él. Apuró el segundo botellín de un trago.
—¿Están amenazando a Jess? —preguntó con la voz temblorosa.
—Me están amenazando a mí. Alguien tiene muy claro cuál es mi punto
débil.
—¿Están en peligro?
—No lo creo. Probablemente sea parte del juego para intentar ponerme
nerviosa.
—¿Estás segura? —Raúl no podía quitarse de la cabeza la imagen de su
mujer protagonizando dos vídeos de un asesino despiadado.
—No. —Manuela tragó saliva e intentó tranquilizar a Raúl—. Jess va a
armada y sabe cuidarse sola. He puesto vigilancia a Cristina, por si acaso,
pero no quiero que lo sepa; no quiero asustarla.
Raúl continuó observando el teléfono en silencio.
—No se lo puedes contar, Manu —dijo al fin—. Es mejor que no lo sepan.
—Lo sé.
—¿Tú estás bien? —Raúl pareció despertar de su ensoñación.
—Lo estaré.
—Manu…
—Estoy a punto de provocarme una úlcera sangrante, pero… Estoy bien,
tranquilo.
15

Manuela contemplaba a Jess, sentada junto a ella en la sala de


interrogatorios, mientras esta acababa de ordenar sus notas.
—¿Qué haces luego con todas esas hojas que garabateas?
—Consultarlas cuando no me acuerdo de algo. —Jess siguió subrayando
conceptos sin levantar la vista del cuaderno—. ¿Qué haces tú con todo lo que
vas memorizando?
—Borrarlo con alcohol o volverme loca, depende del año.
—¿Qué te ha parecido? —Jess cerró su cuaderno y se giró hacia Manuela.
—Sincero. Un pobre hombre tengo apuntado por aquí. —Se señaló la
frente, burlona.
—¡Oye! —Jess golpeó con cariño el abdomen de Manuela, que le sujetó la
mano y la acarició con el pulgar—. Te lo digo en serio.
—En serio, un pobre yonqui. No creo que sepa nada. Desapareció tres
meses y cuando volvió, alguien había asesinado a su hermana.
—Sí, bastante tendrá con asumir la culpa. Comprobaré su coartada de
todos modos. —Jess se dejó querer cuando Manuela entrelazó su mano con la
de ella.
—¿Y el nudo? ¿Algo que sacar de ahí?
—No te creas. He hecho algunas llamadas, no me han aclarado mucho. Es
un nudo difícil de deshacer, con lo que supongo que lo usará para retener a
las víctimas. Aunque nosotras no hubiéramos oído hablar de él jamás, por lo
visto es un básico, fácil de hacer, que se usa en el mar, la escalada o los
scouts con relativa normalidad.
La puerta de la sala interrogatorios las pilló por sorpresa; separaron sus
manos rápidamente.
—López, ¡necesito respuestas! —El comisario Antares, seguido por
Vaamonde y muy alejado de su monotonía habitual, irrumpió en la estancia y
tomó asiento frente a ellas.
—Yo también. Aunque sería más fácil si conociera la pregunta.
—No tenemos tiempo para tus juegos. La presión de los medios y los
políticos va en aumento y, que yo sepa, no tenemos nada.
—Algo tenemos. ¿Verdad, Mars? —respondió, guiñándole un ojo a Jess.
—¿Qué te he dicho de los jueguecitos? Necesito un nombre.
—No tenemos un nombre. —Manuela disfrutaba de polemizar con el
comisario.
—Me acaban de llamar del Ministerio del Interior, López.
—Ahora entiendo.
—¡Manuela! —La reprendió Vaamonde, cumpliendo su papel de árbitro,
de pie junto a la puerta.
Manuela contuvo un comentario mordaz en la misma punta de la lengua.
—Tenemos varias pistas abiertas que esperemos nos lleven por buen
camino. Jess ha encontrado algo prometedor.
—No sé si tanto como prometedor, pero es un principio.
—Proceda, Mars. Por favor.
—Encontré una foto de Guillermo Longo, el marido de Sandra Jiménez,
en una velada de boxeo. —Jess sacó una imagen del expediente y la colocó
sobre la mesa—. ¿Ve las letras en este vinilo al fondo? Son el logo del
gimnasio donde se produjo la velada. Es el mismo al que iba Noelia Sánchez
diariamente.
—¡Esto une a dos de las tres víctimas! —exclamó, entusiasmado, Antares
—. ¿Sabemos si Beatriz tiene algo que ver con el boxeo?
—No tan deprisa, Antares. —Manuela contuvo el ánimo del comisario.
—He estado investigando y parece que Guillermo y Noelia sí se conocían.
Voy a volver a tomarle declaración esta tarde. Sin embargo, no hay forma de
relacionar a la otra víctima con ellos. El capitán Soler está en ello, y hemos
estado con el hermano ahora mismo; parece que Beatriz no pisó un gimnasio
en su vida.
—A mí la historia no me acaba de cuadrar —añadió Manuela, dubitativa.
—Si Guillermo conocía a las dos víctimas, no se puede negar la
coincidencia, Manuela. —Vaamonde se acercó a ellos, miró la fotografía y
tomó asiento junto a Antares.
—Le daremos una oportunidad, pero no sé si lo veo.
—Tire usted de ese hilo, Mars. Es lo único que tenemos y el tiempo sigue
corriendo. —Antares ignoró el comentario de Manuela.
—¿Y la periodista? —Manuela no había dado forma a la idea, pero no
podía quitársela de la cabeza.
—¿Qué pasa con la periodista?
—No me gusta. —Notó la mirada de sorpresa de Jess sobre ella.
—Si detuviéramos a todos los que no te gustan tendríamos las cárceles
españolas al borde del colapso, López.
—Quiero interrogarla —continuó pensando en alto.
—Ni en tus sueños más perversos —rechazó Antares con rotundidad.
—¿Por qué no? Conocía a una de las víctimas, estuvo en al menos dos de
los escenarios, tiene excesivo interés en hablar con nosotros. —Se detuvo
repasando mentalmente los anónimos.
—Mírame y escúchame bien, López. No quiero que te acerques a esa
mujer ni a ningún otro periodista.
Evitando la mirada recriminadora de Jess, Manuela no contestó.
—¿Está claro? —insistió el comisario.
—Por ahora.
—Siga, por favor, con el boxeo, Mars, y manténgame informado. Supongo
que está usted también al tanto del caso Echauri.
—Supone bien. —Manuela seguía dándole vueltas al papel de la
periodista, algo no acababa de cuadrarle—. No escatimemos en recursos,
señor. Las arcas públicas están hasta arriba.
—Bien. ¿Qué sabemos de ese tema? ¿La exhumación?
—En curso.
—¿Vaamonde? ¿Alguna novedad en los expedientes?
—Sigo en ello. Nada nuevo. Analizar toda la información es costoso.
—¿Tu amiguito Rojo no ha confesado llorando?
—Lo tuyo es fijación.
—No me gusta nada. Pero no creo que tenga cojones para estar robando
pruebas. ¿Aires de grandeza? Sí. ¿Robo de pruebas? Mmm, me cuesta
creerlo.

«Belén Bergantiños, ¿quién eres?, ¿cuál es tu papel en este puzzle?».


Como una peonza, la periodista rebotaba en la cabeza de Manuela intentando
colocarse en su lugar. La melodía del teléfono, amplificada por los altavoces
del vehículo, la hizo descolgar sin atención.
—López.
—Buenos días. ¿Es usted la inspectora Manuela López? —Una voz de
mujer encantada de conocerse resonó con fuerza.
—La misma.
—Encantada. Soy Irene Alcalá.
—Lo siento. ¿Debería conocerla? No la ubico en este momento.
Manuela rebuscó el teléfono en el bolso: la llamada procedía de una
centralita.
—Por el nombre a veces me pasa. Soy la consejera de justicia del gobierno
de la Comunidad de Madrid —concluyó con grandilocuencia.
Manuela mantuvo la pausa que proponía la política, comprobando por el
retrovisor que no la seguían. A continuación, volvió a coger el móvil y activó
la grabación de llamadas.
—¿Está usted ahí, inspectora?
—Sí, estaba procesando el cargo. Dígame, ¿qué necesita?
—Me han dado su contacto porque, si no me equivoco, está usted al
mando de la operación policial para detener al responsable de los asesinatos
de las últimas semanas.
—Correcto.
—En primer lugar, decirle que tiene todo nuestro apoyo. Todos los medios
y recursos están a su disposición. Cualquier tipo de cobertura en medios de
comunicación, juzgados o lo que puedan necesitar. Como supondrá, para
nosotros y para el Gobierno es una prioridad atrapar al culpable lo antes
posible.
Manuela hizo un sonido gutural indefinido.
—¿Tienen ya algún sospechoso? —indagó la consejera con falsa
inocencia.
—Disculpe, como sabrá, no estoy autorizada a hablar de la investigación.
Puede usted llamar al juez de instrucción si así lo considera.
—Claro. Lo entiendo perfectamente, no quería causarle ningún problema.
—Irene suavizó la voz—. Me ha debido entender mal, lo que queremos es
ayudarlos en lo que nos sea posible.
—Ya…
—Me gustaría que nos viéramos para conocernos e intercambiar
pareceres.
—No sé si es adecuado, la verdad —contestó Manuela, confusa.
—Inspectora, estamos en el mismo bando. Soy consciente del problema
que tenemos, más aún con el bombo que le está dando la prensa, las
filtraciones… De verdad, no me vea como el enemigo. No quiero apuntarme
el tanto.
—Creo que lo mejor es que hable usted con el comisario Antares. Él estará
encantado de organizar una reunión.
—Mire, esta tarde a última hora tengo que hacer unas gestiones cerca y, si
le parece, puedo pasarme y tomarnos un café. Nada comprometedor.
—Tengo el día complicado, no sé si será posible.
—¿Un café? Diez minutos. Prometo no robarle ni un segundo más.
Manuela acabó aceptando de mala gana. No le gustaba la política y menos
ser un peón en manos del gobierno. Pero no tenía otra salida. Debían
encontrar algo, o los politiqueos iban acabar por dinamitar el caso. No quería
ni pensar que, según los cálculos de Jess, en menos de una semana podían
tener una cuarta víctima. Agobiada, detuvo el coche en un vado y miró de
nuevo por el retrovisor. Sí, empezaba a estar paranoica.

—Perdona, llego tarde. Tu hermana ha entrado en ebullición y no tenía


forma de librarme de ella.
Jess llegó, apresurada, a la mesa del restaurante japonés en el que había
quedado con Daniela; hablaba muy rápido, como siempre cuando su timidez
vencía a la cordura.
—¿No le has dicho al final que venías? —curioseó Daniela.
—No. Y me siento fatal, pero… Ya sabes como es.
Jess tomó asiento frente a ella intentando calmar sus nervios y no pecar de
incontinencia verbal. Se sentía mal por no haberle dicho la verdad a Manuela,
pero necesitaba conocerla, y ella no se lo ponía fácil. Mientras decidían si
pedir para compartir el tartar de salmón o el pulpo glaseado, la conversación
banal y la sonrisa amable de Daniela hicieron que Jess se sintiera cómoda y
recuperara su habitual dulzura.
—Entonces, ¿vives en Bali? —preguntó Jess picoteando un poco de
edamame con las manos.
—Sí, en las Nusa; son tres islitas muy pequeñas al sur. Tengo un hotelito
con dos socios y hacemos diferentes actividades: buceo, yoga, retiros…
—Qué envidia. ¡Mato por una isla! Toda mi vida queriendo salir de allí y
mira. Ahora que sé que existes vete reservándome una habitación para todas
las vacaciones.
—Tomo nota. ¿De dónde eres? —añadió Daniela a las preguntas
introductorias.
—Mucho menos glamour, de Mallorca —contestó Jess, cogiendo con los
palillos un nigiri de pez mantequilla—. Mi padre es escocés.
—Escocia me encanta. Falta un poco de sol, pero ese aire decadente de
Edimburgo y la tranquilidad de las Highlands le aportan un encanto
inigualable. Cuando vivíamos en Londres me encantaba escaparme al norte.
—¿Vivisteis en Londres?
Daniela acabó de masticar el uramaki de langostino picante y forzó una
sonrisa amarga. En realidad, Manuela había corrido tanto para huir de su
pasado que para ella no existía. Hacía muchos años que había guardado todo
aquello al fondo de su memoria. Una mezcla de pena y admiración se
apoderó de ella.
—No te ha contado nada, ¿verdad?
—No le gusta hablar del pasado. Supongo que tenéis vuestros motivos,
claro. Pero todo lo relativo a vosotros lo tiene oculto bajo siete llaves. Hasta
que apareciste en el rellano el otro día ni siquiera sabía que existías.
—Mi madre no es una persona fácil. No estaba capacitada para tener hijos
y nunca nos trató como tal. Para ella su trabajo lo era todo. Era diplomática, y
durante años fuimos con ella como parte del equipaje, de país en país.
—No tenía ni idea.
—Es muy suyo —dijo sin vestigio alguno de reproche—. Para Manuela la
vida empezó cuando llegó a la facultad y por fin pudo librarse de ella al
quedarse en Madrid. Todo lo anterior para ella no existe y es capaz de
compartimentarlo y que no le afecte. No sé si la admiro o la odio por eso.
Jess sonrió. Le caía muy bien Daniela.
—Sí que le afecta.
—Sí, pero no como a los demás. Ella se quedó aquí, hizo su vida, formó
otra familia que adora y no ha necesitado años de terapia y meditación como
yo.
—Terapia necesitaría, créeme, lo digo como profesional del ramo —
bromeó Jess.
—Eso es cierto —sonrió Daniela, empujando la cola del atún en su boca
—. Ahora está muy bien. La veo genial contigo.
—Yo estoy genial. —Jess sentía que podía confiar en Daniela y que era
alguien con quien podía profundizar en Manuela. Se sinceró—. Con ella
nunca se sabe. Es tan difícil conocerla…
—Me voy a permitir darte un consejo que he aprendido con los años.
—Por favor.
—Manuela siempre está donde quiere estar. Si está contigo es porque está
loca por ti, si no, ni te miraría —Jess sintió que las mariposas revoloteaban,
traviesas—. Como habrás podido comprobar, no le gusta perder el tiempo.
He estado treinta años preocupada por ella y al final me he dado cuenta de
que no merece la pena. Es una superviviente; por nuestra historia, por los
vínculos… Cuando elige a alguien es porque quiere y si lo deja entrar y
conocer a la Manuela de verdad, ya no sale nunca.
Jess sonrió, perdiéndose en los recuerdos de Manuela, sus guiños, sus
detalles, como la hacía sentir cuando aparecía por sorpresa en la puerta de su
casa a cualquier hora del día o de la noche. Las mariposas estallaron sin
querer y su sonrisa se convirtió en cara de boba.
—Jess, no puedes preocuparte por las locuras que tiene en la cabeza.
Fuérzala, insiste. No dejes que se cierre.

Manuela entró en el despacho de Cristina muy acelerada. La forense, que


redactaba un informe de una autopsia escuchando sus notas de voz, se
sobresaltó ante el seísmo.
—Buenas tardes —saludó con sonrisa fraternal. Apagó el reproductor.
Manuela respondió con un movimiento de cabeza y llegó hasta ella. Se
acercó a darle un único beso en la mejilla y Cristina sintió que dilataba el
momento más de la cuenta mientras le acariciaba la nuca y olía su perfume.
—¿Te pasa algo? —preguntó, preocupada.
—Nada. Qué me va a pasar. —Manuela se separó y se sentó frente a ella
al otro lado de la mesa del despacho.
—Estás muy cariñosa.
—No empieces a inventar. —La detuvo antes de que Cristina desarrollara
un argumento sólido.
Cristina intentó no hacerlo, pero no pudo evitar que el resorte en su cabeza
que se encargaba de preocuparse por Manuela se disparara, insolente.
—¿No viene Soler? —Cristina comenzó a sacar sus papeles del cajón.
—Llega tarde, para variar.
—Mejor.
—A ver si a la que le va a pasar algo es ti. —Manuela la miró, incrédula.
Se recostó en la silla y le preguntó con sorna—: ¿Ahora celebramos la poca
puntualidad?
—No. Eso me crispa, ya lo sabes. Pero prefiero contarte los resultados de
la autopsia en privado y luego tú le cuentas lo que quieras.
A Manuela le cambió la cara y, como un muelle, se sentó muy recta en la
silla con las manos apoyadas en las rodillas.
—¿Has encontrado algo?
—Murió por un shock hipovolémico. Se certificó infarto masivo, pero no
solo falló su corazón: sus órganos colapsaron.
—¿Lo mataron? —preguntó Manuela, impaciente.
—Lo envenenaron. —Cristina afirmaba muy seria con la cabeza.
—¿Lo envenenaron? —reflexionó, extrañada, en voz alta.
—Arsénico. Encontré líneas de Mee en las uñas, mira. —La forense le
mostró a Manuela una fotografía de las manos del excomisario Echauri, en
las que se veían unas difuminadas líneas blancas transversales—. Analizamos
pelo y uñas y no hay duda: ingesta letal de arsénico. La sintomatología lo
confirma. Ha pasado tiempo, pero tenía los desgarros gastrointestinales
propios del envenenamiento y daños en el hígado. No hay duda, Manu.
Manuela, con la fotografía aún en la mano, hiló los conceptos en su
cabeza: cortina de humo, veneno, Echauri era un hijo de puta con mucha
información, Tamayo… El basurero gordo de Tamayo también había sido
envenenado. ¿Por arsénico? No había prestado suficiente atención cuando se
lo contó. ¿Era casual tanto veneno circulando por Madrid? No, no podía
serlo.
—Manu. ¡Manu! ¿Me estás escuchando? —Cristina chasqueó los dedos
frente a su rostro.
—Sí. Estaba pensando. ¿Fue prolongado en el tiempo?
—No. Creo que una única dosis letal. Solo entre tú y yo: me atrevería a
decir que quizá en vena.
—¿Le pincharon arsénico? —volvió a repetir en alto; el no-caso del
excomisario Echauri le estallaba en la cara—. ¿Muere mucha gente por
arsénico, Cris?
—Hoy en día no; hay alguna ingesta accidental, suicidios o niveles
acumulados en zonas insalubres que no llegan más que a intoxicación grave.
El porcentaje es mínimo.
—¿Te resultaría difícil hacerme un estudio del último año?
—Me resultaría pesado. Pero si le digo que es para ti, mi nueva residente
estará encantada de hacer horas extra.
—¿Por qué? —sonrió, sorprendida.
—Pues supongo que por esa sonrisa, entre otras cosas.
Manuela bajó la mirada, salvada por unos nudillos que llamaron a la
puerta.
—¿Quién sabe esto? —Manuela apuró la pregunta antes de contestar a la
llamada.
—Tú, yo y la residente, que no tiene ni idea de quién era el señor Echauri.
—Busca más casos, por favor, y retrasa el informe todo lo que puedas.
Cristina la miró con condescendencia; empujó hacia ella el expediente por
encima de la mesa y elevó el tono para responder a la llamada, que se hacía
más insistente.
—¿Sí?
—¿Se puede? —El flequillo rubio de Soler asomó por el resquicio.
—Pasa, te estábamos esperando.
—No sabía que tenías la capacidad de ser educado, soldadito —comentó
Manuela con ironía, mientras guardaba el expediente en el bolso—. Me dejas
muerta.
—Hay tantas cosas que no sabes de mí, Nancy… —Entró, presuntuoso
como siempre, y se sentó junto a ella—. El respeto hay que ganárselo y la
doctora siempre lo hace.
—Al final vamos a estar de acuerdo en algo. —Manuela sonrió,
guiñándole el ojo a su amiga.

—Buenas tardes, Guillermo. —Tras comer con su cuñada, Jess entró en la


sala de interrogatorios segura de sí misma—. ¿Cómo estás?
—Bien, gracias.
—¿Quieres beber algo?
—No, estoy bien.
Jess se sentó frente a él y colocó una carpeta sobre la mesa.
—Pues empecemos. Gracias por venir de nuevo, entiendo que no tiene que
ser fácil. Como supongo que habrás visto en las noticias, la investigación se
está complicando y necesitamos comprobar los datos nuevos. Como te
avanzamos, es probable que tengamos que llamarte según vaya
evolucionando el caso.
—Claro, no hay problema, inspectora. Lo que necesiten.
Guillermo mantenía el tono colaborador que había empleado en ocasiones
anteriores.
—Bien. Comencemos con las preguntas, entonces. Si necesitas que
paremos o quieres cualquier cosa, me lo dices. —Jess abrió el expediente por
una página en blanco y situó el bolígrafo sobre ella—. ¿Sandra era
deportista?
—¿Deportista? —se extrañó con la mirada sobre el folio vacío.
—Sí, aficionada. ¿Iba al gimnasio? ¿Practicaba algún deporte?
—No mucho. Le gustaba nadar y en verano disfrutaba del agua. El mar, la
piscina…, pero no era muy aficionada al deporte en general.
—¿Le gustaba el mar? ¿Navegar, quizá?
—No. Más el sol y la orilla.
Jess lo miró a los ojos intentando conectar con el testigo.
—Como a casi todos. ¿A ti te gusta el deporte?
—A mí, sí. Como a casi todos también, ¿no?
—A algunos más que a otros. ¿Practicas alguno con asiduidad?
—Boxeo, como hobbie —contestó con humildad—. Empecé hace años
con el Muay Thai, me aficioné y me viene muy bien para la cabeza. Después
de una guardia o un día difícil me ayuda a desconectar.
—Lo entiendo.
—¿Boxeas?
—No. Aquí ya tengo suficiente acción. Soy más de Yoga.
—Cada uno…
—Sí, pero entiendo la sensación de válvula de escape.
—Justo.
—Necesito comprobar contigo si conoces a esta chica.
Sin apartar la mirada de su rostro, Jess apartó el folio en blanco y le
enseñó una foto a toda página de Noelia Sánchez. Lentamente, giró la imagen
y la colocó frente a él. Guillermo parecía calmado, pero Jess captó el brillo en
sus pupilas, el movimiento casi imperceptible de su barbilla y cómo se
colocaba la mano con disimulo sobre la boca, rascándose el labio superior.
—¿La conoces? —insistió con amabilidad.
—No —contestó Guillermo sin pestañear—. Bueno, sí, de la tele, pero no
personalmente, quiero decir.
—Ya. ¿Qué sabes de ella?
—Nada, que fue la última víctima del asesino. Nada más.
—¿Recuerdas su nombre?
—No.
Tras responder de manera tajante, Guillermo desvió la mirada hacia su
derecha. El nombre de Noelia había sonado tantas veces en televisión
asociado al de su mujer, que a Jess le resultó curioso que no lo recordara.
—¿Entiendo que Sandra tampoco la conocía?
—No, que yo supiera. ¿Por qué me lo pregunta?
«La curiosidad siempre delata al culpable», pensó Jess.
—Porque ella también boxeaba y pensé que quizá podríais haber
coincidido en alguna competición.

—Eres consciente de que los dos casos están a puntito de estallarnos en


toda la cara, ¿verdad, chavala? —Apoyado contra la pared en la puerta del
anatómico, Soler lanzó la colilla de una toba a la carretera.
—Es todo muy raro, sí —contestó Manuela con cara de desaprobación.
—Llámalo equis. Parece una puta conspiración orquestada contra
nosotros. No le falta un detalle. Llegamos a un sitio y se abre otro fuego, y
cuando lo apagamos aparecen cinco más. Bendita locura.
Manuela sacó el teléfono del bolsillo e, ignorando a Soler, tecleó: «¿Qué
sabes de la cortina de humo?»
—Tenemos que mantener lo de Echauri en secreto hasta que sepamos a
dónde nos lleva.
—Por el coronel ni te preocupes, yo me encargo. ¿La doctora está
dispuesta?
—De ella me encargo yo.
La vibración en la mano le hizo mirar la notificación en la pantalla: «Te ha
costado verlo».
—¿Recapitulamos? —preguntó Soler al aire.
—Dale —afirmó Manuela con la mirada fija en el teléfono.
—Del Asesino del Collar, poco nuevo. No sé cómo lleva Barbie lo del
boxeo, pero por nuestra parte hay poco donde rascar. ¿La burundanga?
—Tengo un contacto, te diré cuando sepa si es un fuego nuevo.
—¿Echauri? ¿Qué ha pasado con vuestro topo?
—No sé lo que te ha contado Vaamonde, pero no creo que el robo de
pruebas tenga que ver con el caso Echauri.
—Yo tampoco, y habitualmente lo tendría claro, pero vuelve a conectarse
todo y a complicarse. ¿Tu amiguita de inteligencia piensa contarnos algo de
los expedientes o seguimos esperando?
Manuela volvió a teclear en el teléfono: «No juegues conmigo».
—¿Quieres una cerveza? —preguntó Soler indicando con los ojos la
terraza vacía del Anatómico.
—Por qué no.
—Pues vete pidiendo, que tengo que mear. La mía en tercio, por favor.
—Lo que mande el soldadito.
Manuela arqueó las cejas y se dirigió a una mesa apartada, en la esquina
contigua al aparcamiento de personal, junto a una estufa exterior. Mientras
pedía, se sintió observada. En los últimos días tenía la sensación permanente
de que unos ojos se le clavaban en la nuca. Giró la cabeza varias veces
buscando entre las sombras del parking, pero no vio nada. Estaba paranoica y
no podía hacer nada para evitarlo. Soler tenía razón: muchas coincidencias en
el mismo caso, muchos caminos que se retorcían, muy pocas pruebas y
muchos secretos. Había algo raro en las dos investigaciones.
El teléfono le ofreció a Manuela una respuesta: «40.4182699571558,
-3.7175327866084014. Dentro de una hora». Mientras introducía las
coordenadas en el mapa, Soler volvió del baño.
—¿Has pedido, Nancy? —Se sentó frente a ella y encendió un cigarro.
—No, me he sentado aquí a tomar el fresco.
—¿Cuál es tu trauma?
—¿Perdona? —Cogió un cenicero de la mesa contigua y también encendió
uno.
—Algo tiene que haber para que estés siempre con esa carga de ira. Parece
que te cuesta sonreír. Es gratis, nena.
El camarero trajo los dos tercios y desapareció. Las palabras de Soler
seguían flotando en el aire. Manuela brindó con la cerveza del capitán, sobre
la mesa, y se bebió medio tercio de un trago. Él la observaba, expectante.
Exhalando el humo, sonrió.
—No hemos hablado del tema, Capitán Trueno, pero como vuelvas a
llamarme Nancy, chavala, guapa, cielo o, sobre todo, nena, corres serios
riesgos de acabar ahí dentro. Lo hago extensivo a la Barbie, por cierto.
Soler devolvió el brindis y bebió un pequeño trago.
—Tienes buen saque, Manuela.
La inspectora se acabó la cerveza y la dejó sobre la mesa.
—Ahora que te has aprendido mi nombre, ¿qué te traes con mi amiga?
—¿Con la rubia? Para su desgracia, ni me mira.
—La rubia no está en tu liga. Te hablo de la pelirroja.
16

Patricia Arteaga, embozada en una capa larga de paño que la cubría casi
por completo y solo dejaba entrever unos botines negros de tacón ancho, se
confundía con las sombras de la noche del parque Atenas, desierto a esas
horas. Caminaba pausadamente. Llegó a las coordenadas exactas y se sentó
en el banco. Sacó el teléfono de su bolso y una mano lo interceptó desde su
espalda. La comisaria no se inmutó.
—Tengo predilección por los sitios oscuros, debe de ser deformación
profesional —susurró. Cogió el móvil con delicadeza y lo introdujo de nuevo
en su bolso.
—Hace años me habrías convencido. Ahora intento salir a la luz.
Manuela la rodeó hasta situarse frente a ella. Encendió el mechero que
llevaba en la mano varias veces. Patricia cruzó las piernas despacio, sin darse
importancia.
—Te noto alterada, inspectora.
—No me gusta que jueguen conmigo, y empiezo a tener la sensación de
que cuatro gordos están moviendo sus marionetas sentados en un butacón y
cada vez que tiran de un hilo, yo bailo.
—A mí no me gusta que me sigan, pero cada uno cumple su papel,
supongo.
Manuela observó a la comisaria, incapaz de distinguir nada que no fuera el
blanco alrededor de sus pupilas opacas, a causa de aquella noche sin luna.
Silbó dos veces y ladeó la cabeza, y un murmullo sonó en unos arbustos
cercanos, alejándose.
—Creo que me debes una explicación, Patricia. O varias, si me pongo
estricta.
—Siéntate. No muerdo.
—Estoy bien aquí —contestó Manuela. Se metió las manos en los
bolsillos del abrigo.
—Patrice me advirtió de que te esperara de frente.
—Me conoce bien.
—Sé que has hablado con él.
—Y ese es el único motivo por el que sigo aquí, bailando cuando tiras de
mi hilo.
—Siéntate, por favor, Manuela —rogó, dulcificando el tono.
Dudó unos instantes. Finalmente, se sentó a su derecha, a horcajadas.
—Si quieres que sigamos trabajando juntas, empieza a contarme todo lo
que sabes o ni la Interpol va a hacer que vuelva a cogerte el teléfono. Porque
he hablado con Patrice y solo tiene alabanzas hacia tu persona te voy a dar mi
último voto de confianza, y voy a empezar yo.
Arteaga sonrió. Se relajó sobre el banco y se volvió ligeramente hacia
Manuela.
—A Echauri lo mataron. Pero eso tú ya lo sabías.
—¿Arsénico? —murmuró la comisaria.
Manuela lo confirmó con la cabeza.
—No lo sabía, pero lo suponía, sí. Por eso te pedí que movieras tus cartas
para que la forense fuera de tu confianza. ¿Lo sabe más gente?
—Vamos a ver, Patricia. —Manuela se irguió en el banco, estiró mucho el
cuello y se acercó a la comisaria bajando el tono de voz—. Creo que, o no me
estoy explicando bien, o no quieres entenderme. Estoy dispuesta a trabajar
contigo y contarte todo lo que sé. Estoy incluso dispuesta a jugar a los espías
en parques inhóspitos, pero, o dejas el ajedrez y empiezas a hablar, o me voy
a ir directita al plató del Canal 9 y voy a tirar de la manta.
Arteaga se acercó aún más a Manuela, aceptando el ultimátum.
—Las dos sabemos que no vas hacer eso. —Introdujo una pausa
voluntaria y las dos se aguantaron las miradas. Arteaga la relajó pasados unos
segundos—. Pero estate tranquila, te vas a ir de aquí con toda la información
que tengo.
Manuela cruzó los brazos y se alejó de ella. Su espalda recuperó la
posición en ángulo recto.
—Empieza.
—Hay más casos —reveló mientras sacaba una carpeta del bolso y se la
tendía.
—¿Cuántos?
—Muchos. Confirmados, siete. Dudosos, cuatro más. Está todo ahí,
puedes llevártelo.
—Prefiero que me lo cuentes tú. —Manuela guardó, sin abrirla, la carpeta
en su bolso.
—Llevamos unos catorce meses con esta operación: empresarios,
políticos, personalidades que fallecen de forma natural, sin causa aparente.
Echauri es solo la punta del iceberg. Durante un tiempo pensamos que era
una trama de corrupción, gente que sabía demasiado o algún tipo de
organización clandestina. Ahora mismo no sabemos qué pensar.
—¿Todos envenenados?
—Siete casos confirmados por arsénico. De otros cuatro no tenemos
certeza, y Echauri, que me lo acabas de confirmar tú.
—¿Hay un empresario de basuras en la lista? —Manuela necesitaba
aclarar el caso de Tamayo.
—Si te doy una semana más me cuentas tú las novedades —comentó en
tono jocoso.
—¿Sí o no?
—¿Cómo lo sabes? —Confirmó los pensamientos de Manuela con un
movimiento repetitivo de cabeza.
—Yo también tengo mis fuentes.
—Diversas, por lo que veo —dijo, mirando de soslayo el arbusto a su
izquierda.
—¿Tenéis sospechosos?
—Hemos tenido varios. Echauri lo cambió todo.
—¿Por qué?
—Cumplía el perfil desde el principio, y mi brigada de inteligencia se
quedó el caso, pero cuando encontraron la caravana con el doble fondo, la
UCO se metió por medio, luego vosotros, la Secretaría de Estado… La gente
se puso muy nerviosa, y controlar la información con varios cuerpos es
imposible. Me parece un milagro lo que estáis consiguiendo Soler y tú sin
que haya filtraciones.
—La operación conjunta no forma parte de la investigación, claro.
—Solo el CNI. Ni la Guardia Civil ni Seguridad ni, como bien sabes, la
UDEV.
—Creía que no había nadie del CNI en la reunión. —Manuela se estaba
relajando ante la sinceridad de Arteaga, y el reto empezaba a estimularla.
—Touché, de nuevo.
—¿No tenéis sospechosos claros, entonces?
Patricia prolongó su sempiterna media sonrisa.
—Como te he dicho, Echauri lo cambió todo. Sus miles de archivos dan
una nueva perspectiva al caso. Vamos poco a poco, hay mucha información y
pocas manos, no quiero abrir el equipo. Como a ti, me cuesta fiarme de la
gente.
—El culpable es el que no esté en los archivos, supongo.
—Es mi teoría, sí. Alguien está quitando de en medio a gente que le
molesta envenenándolos con arsénico. Se entera de que existen los archivos
de Echauri y una carpeta a su nombre y lo mata para conseguirla. Es la
opción más lógica y probablemente su único error.
—¿Por qué no llevarte todos los archivos?
—Esa respuesta no la tengo, Manuela.
Manuela miró al cielo negro, sin estrellas ni luna, intentando encajar el
puzle que le estaba contando Arteaga con las piezas que ella misma tenía.
—¿Crees que mi Asesino del Collar tiene algo que ver con esto?
—Te lo dije el otro día, creo que un asesino en serie que monopolice la
información y tenga ocupada a la policía y a la opinión pública es muy
conveniente para el o los que formen parte de la trama del arsénico. Echauri y
los demás no ocupan ni un renglón de la prensa de sucesos. Mírate a ti,
¿cuánto tiempo has dedicado a cada caso?
—¿Tienes algo que me pueda ayudar?
—Puedo ayudarte en lo que quieras, mi comisaría está a tu disposición,
pero no, no tengo información sobre tu asesino.
Tener un asesino en serie era un problema. Tener una trama corrupta que
mataba mujeres para distraer la atención era un problema aún mayor.
—Te cuento lo que yo sé. —Manuela entendió que tenían que colaborar.
—Por favor.
—Entiendo que no quieres que nadie sepa que Echauri murió envenenado,
incluida la comisión de la Secretaría de Estado. —Arteaga afirmó con
firmeza—. Si tu controlas a los de arriba, no tienes de qué preocuparte por
ahora, pero tengo que compartir esta información con algunas personas.
—Yo me fio de ti; si tú te fías de otros, no tengo nada que decir.
—Gracias. De Echauri no tengo mucho; revisando los archivos, mi
compañero Vaamonde se dio cuenta de que se habían robado pruebas de
expedientes antiguos. Algunos tenían que ver con él, pero otros no. En
principio era solo dinero en efectivo; tampoco buscamos nada diferente.
Conociendo la trama, quizá podamos darle una vuelta.
—¿Podemos hablar con él?
—¿Con Vaamonde? Claro, estará encantado. Hemos suspendido a un
subinspector, no por eso directamente, a mí me parece un pobre idiota, pero
si tienes tiempo, podrías investigarlo: José Antonio Rojo.
Arteaga apuntó los nombres en una libreta.
—¿Algo más?
—Sobre Echauri no. Sobre lo otro, seguimos dando palos de ciego, pero
algún golpe tendrá premio.
—Tienes todos mis recursos a tu disposición.
Manuela sintió el teléfono vibrar en el bolsillo y tuvo el impulso de pedirle
ayuda con los anónimos. Estuvo a punto de hacerlo, pero al final contuvo el
impulso en la punta de la lengua.
—Ahora que has salido a la luz, la siguiente, si quieres, puede ser en
público —propuso Manuela, amable.
—Como te he dicho, tengo predilección por los sitios oscuros, inspectora.

Irene Alcalá se apeó del ascensor echando de menos a su séquito de


colaboradores tras ella. Desde que ostentaba la Consejería de Justicia, se
había acostumbrado a ir siempre acompañada de asesores, secretarias o el
chofer del coche oficial. Vestida con su traje Chanel en tonos violetas a juego
con unos stilettos de charol, se dirigió con atrevimiento hacia las
dependencias de la UDEV.
—Disculpe, estoy buscando a la inspectora López.
—Creo que no está. —Isabel, que salía de su despacho dispuesta a irse a
casa, se encontró de frente con la política casi en el rellano de los ascensores
—. ¿Había quedado con ella?
—Sí.
—Deme un minuto, igual está en la sala de interrogatorios. Puede esperar
aquí —le indicó, señalando el sofá que tenían en el pasillo de la entrada,
frente a la sala de reuniones.
—Muchas gracias —contestó, cordial, la política. Se quedó de pie en la
entrada.
Isabel oteó el despacho de Manuela; la luz estaba apagada, así que se
dirigió a las salas de interrogatorio.
—Jess, ¿dónde está Manu? —preguntó desde la puerta entreabierta al
encontrar a la inspectora repasando las notas de la declaración que acababa de
tomar a Guillermo Longo.
—Tenía una reunión del caso Echauri —contestó sin prestar mucha
atención.
—¿Sabes si va a volver?
—No, que yo sepa. ¿Por?
—Hay una mujer ahí fuera que, por lo visto, ha quedado con ella. ¿Te
importa atenderla? Es que he quedado y voy tarde.
—No te preocupes, ya salgo. Pásalo bien. —La animó, guiñándole un ojo
con complicidad.
Jess recogió sus papeles y se dirigió al descansillo de la entrada, donde
Irene ya conversaba con el comisario Antares. Aunque parecía bastante más
joven que en televisión, con la media melena morena algo alborotada, la
reconoció al instante y se apresuró a su encuentro.
—Buenas noches —saludó Jess, mientras le tendía la mano—, soy la
inspectora Mars. Me han dicho que está usted buscando a López.
—Buenas noches, inspectora —respondió, amable, Irene, devolviéndole la
cortesía—. Encantada.
—¿Dónde está López? —musitó Antares, al oído de Jess.
—Disculpe, ¿había quedado con ella? Está en una reunión, pero quizá yo
pueda ayudarla.
—No se preocupe. Le habrá surgido algo o se habrá olvidado. Es normal,
andamos todo el día como locos.
Aunque el tono de la política era estudiadamente conciliador, Jess notó
como Antares se ponía nervioso.
—Cómo se va a haber olvidado, consejera… —El comisario puso en
marcha su tono servil de político aficionado—. Seguro que está a punto de
llegar. Llámela, Mars, que seguro que está al caer.
—Lo he intentado un par de veces, comisario. No lo coge.
—Pues lo vuelve a intentar —mostró su irritación— hasta que lo coja.
—De verdad, no se preocupen. Es todo un malentendido, seguro que no ha
podido. Estarán hasta arriba con los problemas que está causando el asesino
de mujeres.
Jess dudó que Manuela hubiera accedido a verse con la política o que
hubiera confundido el día.
—Estamos cerca, consejera. Seguro que ese individuo no consigue más
víctimas —afirmó Antares, para sorpresa de Jess.
—¿Ah, sí? —preguntó la consejera sorprendida, forzando una sonrisa—.
No tenía ni idea de que la investigación estuviera tan avanzada.
—Bueno, tenemos un sospechoso y parece que la cosa va por buen camino
—se jactó el comisario—. Si acabamos de confirmar algunos flecos, pronto
podemos detenerlo.
Jess abrió los ojos como platos al oír que tenían un sospechoso. Buscó la
mirada de Antares para desmentir su afirmación, pero el comisario estaba
centrado en su pareja de baile.
—¡Cómo me alegro, comisario! —exclamó encantada Irene—. Estaba
segura de que nuestro esfuerzo conjunto daría frutos muy pronto.
—Gracias, consejera. Es crucial para todos cerrar esta investigación.
—Pues ha sido un placer conocerlos. Por favor, trasládenle a la inspectora
López mi enhorabuena y háganla extensiva a todo el equipo. —Antes de
despedirse, volvió su atención a Jess, que llevaba un rato conmocionada, en
silencio—. Encantada, señorita Mars.
—Igualmente —acertó a vocalizar mientras Irene deshacía el camino
hacia el ascensor.
Cuando estuvo segura de que había abandonado las dependencias se
volvió, destemplada, y se encaró con Antares.
—Esta vez la mato, Mars. —El comisario se anticipó a su comentario, lo
que espoleó aún más su enfado.
—¿Está usted loco? ¿Cómo le dice que tenemos un sospechoso? No
tenemos nada.
—El tal Guillermo parece conocer a las tres víctimas. O mucho me
equivoco o es nuestro hombre.
—A dos, por ahora, y sin confirmar —precisó Jess con firmeza—. Acabo
de estar con él y afirma que no conoce a Noelia. Oculta algo, pero no me
cuadra con el perfil.
—Los perfiles tampoco son una ciencia exacta, Mars. He hecho lo que
había que hacer; es lo único que tenemos y se ha ido contenta, que es lo más
importante.
—Creo que se ha equivocado, Antares —concluyó, tranquila.
—Si tu compañera no la hubiera dejado tirada, no tendríamos que haber
mentido. Esta vez la mato. ¿A una consejera? ¡Por dios! ¿Qué tiene en la
cabeza?

Los títulos de crédito y el volumen de la música hicieron que Manuela se


desperezara en el sofá, estirándose bajo el cuerpo de Jess, entre sus brazos.
Jess dio la espalda al televisor y la miró a los ojos.
—¿Te ha gustado? —ronroneó, seductora, y acarició con sus labios la
frente de Manuela.
—No tanto como tú.
Manuela se recostó boca arriba, colocó a Jess sobre ella y la besó por todo
el rostro. Después, le apartó con delicadeza el pelo de la cara. Excitada por el
ardor del verde de sus ojos, recorrió con la lengua todos los puntos erógenos
de su cuello. Jess emitió un gemido y se dejó hacer, perdiéndose en la sonrisa
lasciva de su novia. Se regalaban miradas y estímulos, se devoraban ansiosas
la una a la otra. Impulsada por los jadeos de Manuela, Jess se levantó a
horcajadas sobre sus caderas, se quitó la sudadera y le arrancó a Manuela la
suya.
—¡Ven aquí! —ordenó Manuela, cogiéndola de la cinturilla del pantalón.
Jess se mantuvo firme sobre ella, realizando movimientos circulares, como
una amazona sobre su caballo. La melena rubia le caía por un lado del cuello
hasta el pecho, y los ojos esmeralda centelleaban, anhelantes.
—¡Ven aquí! —repitió Manuela con la voz ahogada.
Jess hizo una pausa. Colocó el dedo índice sobre los labios de Manuela,
siseando para que callara. Aún moviendo las caderas, se inclinó para recorrer
con sus pezones desnudos el torso de Manuela hasta su boca. Le sujetó con
violencia las muñecas contra el sofá.
—Quietecita ahí abajo —murmuró; le lamió una oreja—. Aquí mando yo.
Con los brazos aprisionados y su cuerpo bajo el de Jess, Manuela se
revolvió, excitada, buscando sus labios. Cuando Jess le liberó las muñecas,
sintiendo el calor que subía desde el pubis de Manuela y la excitación
enajenada de sus ojos, se tumbó sobre ella. Manuela estalló como un animal
salvaje, le arrancó el botón del vaquero mientras entrelazaban sus lenguas,
furiosas.
A punto de quitarse los pantalones, la melodía del teléfono de Manuela
sonó desde la mesa del salón.
—No lo voy a coger —sentenció, agitada y centrada en los pechos de Jess.
—¡Eso espero! —contestó sobre ella.
El móvil dejó de sonar y retomaron las caricias. Dos segundos después,
volvió el zumbido, y el labrador blanco, que intentaba dormitar en la
alfombra ajeno al ajetreo sobre el sofá, se levantó perezoso y comenzó a
ladrarle a la fuente de sus desvelos.
—Emadin —gruñó Jess, entrecortada—, ¿qué te he dicho de ladrar en
casa?
El perro volvió la cabeza hacia ella y al instante devolvió su atención al
molesto aparato sobre la mesa de cristal.
—Espera, que lo silencio. —Manuela se levantó con fastidio y, sin mirar
quién era, apagó el teléfono. Se acercó al perro y le acarició la cabeza—. Tú,
a tus cosas. ¡Ya está!
El labrador se agachó con las patas flexionadas; le proponía un juego al
que Manuela no estaba dispuesta a jugar.
—No, no. Ahora estoy jugando con tu dueña. Luego corremos. Túmbate
ahí.
Emadin se puso a corretear por el salón, hasta que saltó al sofá, sobre Jess.
Manuela recuperó su posición también junto a ella.
—¡Fuera, chuchi! —le dijo con cariño, empujándolo del culo. Pero
Emadin se restregaba, contento, contra ellas.
Embobada, Jess observaba cómo Manuela dialogaba con su perro. Buscó
su sudadera y se la puso, justo cuando Manuela consiguió bajar al animal al
suelo.
—¿Por dónde íbamos? —Manuela recuperó toda su atención y la centró
en el cuerpo de Jess.
—Por: tráete una cerveza y pon otro capítulo —contestó, sin rastro de
erotismo en su voz.
—¡Noo! —Manuela volvió a colocarse sobre ella—. Ven aquí.
—Me ha cortado el rollo, lo siento. —Jess degustó con cariño los labios de
Manuela—. Nos lo teníamos que haber imaginado, dos horas solas sin que
nadie nos moleste es casi un lujo. Tendríamos que haber aprovechado mejor
el tiempo.
—Sí, la verdad. —Manuela se recostó sobre ella, que le acariciaba el pelo
con ternura —. Últimamente no sacamos ni una hora para estar solas. A ver si
cerramos el caso de una vez y podemos recuperar el tiempo perdido.
Jess miró a Manuela con cariño. La quería tanto. Se sorprendía cada día de
cómo la hacía sentir. Temblaba cuando la tocaba, sonreía sin darse cuenta
cuando le hablaba y detenía el tiempo cuando le sonreía. Quería estar con
ella, disfrutarla, y el trabajo y los escasos lujos a solas que les permitían los
criminales empezaban a no servirle. Pensó en su conversación con Daniela y
se envalentonó.
—¿Por qué no vivimos juntas, Manu? —propuso de repente con
seguridad.
—¿Cómo?
—Que por qué no vivimos juntas.
Manuela no esperaba la pregunta y no supo qué responder. Se incorporó,
buscando su sudadera, con un sudor gélido criogenizando su cuerpo. ¿Quería
a Jess? Con locura. ¿Quería estar con ella? Más que cualquier cosa. Pero
¿estaba preparada para volver a compartir su vida con alguien? Sabía la
respuesta a todas esas preguntas. El teléfono volvió a vibrar sobre la mesa y
no pudo más que pensar en los putos anónimos.
—No hace falta que contestes ahora tampoco —acabó Jess, malhumorada,
mientras se separaba de ella en el sofá y abrazaba a Emadin.
17

Vestida con una trenca verde botella y un bolso bandolera de fieltro


marrón chocolate, la melena rubia suelta y la cara lavada, Jess entró
apresurada en la cafetería del Anatómico y aceleró el paso hasta la mesa del
fondo, donde Cristina ya la esperaba. Tres tazas humeaban sobre la mesa.
—Buenos días —saludó la forense, canturreando en tono jovial—. Té
verde con un chorrito de leche para la señorita.
—Gracias, eres un sol —contestó Jess con una sonrisa, y le acarició el
antebrazo.
—¿Y Manuela?
—No lo sé. —Pulsó el teléfono, que se iluminó sin mostrar notificaciones,
como las otras treinta veces que lo había mirado en la última hora, desde que
se había despertado sola en la cama. No pudo evitar el gesto de despecho—.
Suponía que aquí, ¿no te ha dicho nada?
—No me ha contestado. —Cristina observó a Jess con atención mientras
se quitaba el abrigo, fingiendo entereza—. Os escribí el mismo mensaje a las
dos y, al responder tú, creía que vendríais juntas.
—Eso pensaba yo también, pero está sin cobertura. —Jess observó el
cortado con hielo sin dueña entre las dos con la mirada perdida.
La glándula de Cristina dedicada por entero a preocuparse del bienestar de
Manuela, que ya se había estimulado los últimos días, empezó a desperezarse
ante las muecas destempladas de la inspectora.
—¿Estáis bien? —indagó la forense con prudencia.
—Sí. —Jess vertió el azúcar en el té y lo removió, furiosa—. O no. No sé
dónde estamos, Cris.
—¿Qué pasa? —Cristina estiró el brazo sobre la mesa para apretar con
cariño la mano de Jess.
Jess observó el azul de los ojos de Cristina. Aquella mujer tenía la
capacidad de tranquilizarla. Volvió a forzar un gesto de indiferencia.
—Nada. De verdad, tranquila, todo está bien. —Seguía removiendo el
azúcar ya disuelto.
—¿Manuela está bien?
—Dímelo tú.
—Está más misteriosa que de costumbre. Ha venido a casa, me lo ha dicho
la niña. Algo se trae con Raúl.
—¿Con tu marido? —preguntó Jess, sorprendida.
—Sí. Ellos siempre han tenido muy buena relación, pero para ocultarnos
algo… No sé, estoy intranquila.
—Pues ya somos dos. Habrá que esperar a que venga con los fuegos
artificiales.
Cristina sintió el dolor de Jess y notó sus ojos más apagados que de
costumbre.
—Intentaré hablar con ellos, no te preocupes.
—Te lo agradecería.
—Bueno. —Cristina aparcó sus problemas personales, se frotó las manos
y aceleró el ritmo de la conversación—. Si no viene, te lo cuento a ti, que vas
a apreciar mi hallazgo.
—Empieza, por favor —contestó Jess. Le dio un sorbo al té, que la templó
enseguida.
—Tengo los resultados del estómago de Noelia Sánchez. Te va a
encantar… Había restos de belladona.
—¿En fruto? —exclamó Jess, atragantándose con el té.
—Correcto. Las cerezas del diablo en fruto. Supongo que conoces los
efectos. —Cristina bajó la voz y miró a su alrededor antes de seguir—. Su
composición es un triple alcaloide: hiosciamina, atropina y…
—Escopolamina. —Jess completó la frase de la forense.
—Sí. La burundanga se extrae de la escopolamina de la belladona.
—¿Nos equivocamos en las otras víctimas? —Jess también comenzó a
susurrar.
—Creo que no. Pensé lo mismo que tú al obtener los resultados y
buscamos atropina. No hay rastro en Sandra ni en Beatriz, solo escopolamina
en mayor concentración que la encontrada en Noelia. Los efectos son muy
similares: vómitos, hipertensión, arritmias…
—No fue una sobredosis. Las envenenaron. —Jess miró hacia la puerta de
la cafetería, inmersa en sus reflexiones.
—¿Cambia eso algo para ti? —preguntó Cristina, atenta.
—Bastante. —Jess seguía con la mirada perdida.
—Deja de darle vueltas y cuéntame.
Jess volvió a encender la pantalla del teléfono con el mismo resultado.
Contempló su taza, ya vacía, y jugueteó con el papel del azucarillo. Tras unos
segundos, miró a Cristina a los ojos y acercó su cabeza hacia ella.
—Creo que es una mujer, Cris —afirmó, convencida.

Tony y el Mudo llevaban un buen rato preguntando por el Negro en el


centro, pero no había suerte. Empezaron en Callao porque les venía bien la
parada de metro y, desde ahí, bajaron hasta Santo Domingo, picoteando aquí
y allá, pero nada. El Negro parecía un fantasma, ni afilando sus bardeos
habían conseguido una pista. Desanimados y destemplados por la humedad
de la noche madrileña, se sentaron en un banco en Plaza de España, junto a la
fuente, con dos latas de cerveza que compraron en un chino.
—A ver cómo le decimos a la tenienta que hemos fracasao, primo —dijo
Tony con pesar, dando patadas a las hojas del suelo—. Se va poner de una
hostia importante, ya lo verás.
El Mudo se encogió de hombros y bebió un pequeño trago de su lata.
—Puto Negro —continuó Tony, distraído—, tampoco puede ser tan
difícil, coño. Primero, el payo es negro; tampoco habrá quinientos negros
vendiendo mierda por la zona. Segundo, es un feriante; qué coño va a vender
si no es posible encontrarlo. Algo se nos escapa, primo, te lo digo, pero ya.
La verdad, no sé qué será.
Absorto en su incontinencia verbal, el gitano no se percató de que cuatro
hombres los rodeaban. Dos de ellos se acercaron de frente y se detuvieron.
Los observaban fijamente.
—En fin, primo: un fracaso. —Tony lanzó su lata vacía al suelo y la
golpeó como a las hojas, esta rodó hacia los dos hombres, que se miraron
sorprendidos. El gitano levantó la cabeza ante su cercanía—. ¿Qué os pasa,
payos? —preguntó con serenidad—. ¿Queréis usar el banco? Ocupaíto está,
buscaros otro. Tampoco vamos a estar mucho si queréis esperar, pero un
poco más lejos, que parecéis dos parientas encelás y me estáis cortando el
rollo.
El hombre más grande, de envergadura similar a la de Peque, con dos
brazos como los muslos del Mudo, amagó una arrancada hacia ellos, pero el
pequeñín de su lado lo detuvo con un gesto seco, autoritario, y observó a los
gitanos con curiosidad.
—¿Qué pasa? —continuó Tony, perplejo—. ¿Sois guiris? ¿No me
entendéis? A ver, primo, cómo les contamos al gordo y al flaco que se vayan
dando aire.
—Te entendemos —dijo el pequeñín, que parecía llevar la voz cantante.
—Chico, pues reacciona, que parece que a tu colega el gigante le ha dado
un aire. Pis, pas. —Chasqueó los dedos con gracia—. ¡Fuera! El banquito
está ocupao.
El pequeñín dio otro paso al frente y se colocó a menos de un metro de los
gitanos, bajo la farola. Tony observó su pelo blanco y su piel albina. Era muy
raro.
—No sé si sois tontos o estáis locos —dijo el albino, con voz débil—. O
un poco de las dos cosas, pero que sepáis que estáis rodeados.
El Mudo se giró y vio a otros dos gorilas a un par de metros, entre los
árboles y la acera. Tony miró el reloj, relajado, y después a su primo. Les dio
un ataque de risa.
—Ay, primo, que me meo —balbuceaba Tony entre carcajada y carcajada
—. Rodeados dice, el polillo de nata. Ja, ja, ja.
El pequeño albino volvió a mirarlos con curiosidad, sin entender por qué
no surtían efecto sus amenazas. Cuando Tony se recuperó, se sentó calmado
en el respaldo del banco.
—Tú dirás, payete —dijo con lágrimas en los ojos—, ¿qué se te ofrece?
—¿Quién coño sois? —preguntó el otro, dividido entre la extrañeza y la
amenaza.
—El Tony, pa servirle, y aquí mi primo, el Mudo; mejores representantes
posibles del mundo calé.
—Yo soy Tomás, el Negro —continúo el pequeñín en un nuevo intento
por imponer su autoridad—, creo que lleváis todo el día preguntando por mí
y quiero saber por qué.
—¿Tú eres el Negro? —Tony se puso de pie en el banco, interesado en el
personaje frente a él—. Pero así cómo te íbamos a encontrar, polito. De esto a
la tenienta, primo, nasti. —Simuló cerrarse la boca con una cremallera—. Es
el típico dato que nos da mal nombre. Pero ¿tú no eras negro, payo? Vamos,
si sales más blanco, lejía.
—¿No entiendes el mote? —El Negro perdía la paciencia, pero tampoco
veía cómo atajar el escaso respeto que le tenían los gitanos.
—A ver, mu bueno no es, payo. Mira, te cuento: Tony, de Antonio, ese
soy yo. Mi primo, el Mudo, porque no habla. La tenienta, hombre, por su
posición. Peque, por ejemplo… —Alzó la vista al cielo, pensativo—. ¡Claro!
Ya lo pillo, negrete; sí, señor. ¡Mu bueno!
—¿Qué queréis? —El Negro se impacientaba.
—Pues mira, dos cositas pa empezar. La primera, que le digas a tus
pimpines —señaló con desprecio hacia atrás—, que si no quieren tener un
problema con la barriada, se abran por donde han venío. Sin rencores, que tos
la hemos giñao alguna vez. La segunda, un consejo, primor: si quieres vender
mierda, chico, un poco de horario, que es más difícil dar contigo que con el
Papa.
—¿Queréis comprar droga?
—A mí no me la das, eres guiri y el castellano te cuesta. No pasa na, yo no
soy racista, pero dímelo y hablo más despacio, pa entendernos. —Tony
comenzó a vocalizar mucho y a hablar muy alto.
—Estáis empezando a tocarme los cojones. —El Negro se removió,
nervioso—. Mi amigo Pitbull —el gigante tras él dio un paso al frente—, está
deseando hincaros el diente.
Tony se puso en pie de repente y empezó a bailar sobre el banco.
—Ay, ay. Siempre la misma cantinela. ¡Qué pesadez, primo! —Miró el
desgastado reloj Casio en su muñeca izquierda—. Nos estamos quedando sin
tailing. Es una pena porque me hacéis gracia, la verdad. Pero la tenienta ha
sido estricta y ya la porculamos el otro día. Y no es ella de mantener la
paciencia. Así que: ¡pin, pan, pun! —Al ritmo de sus interjecciones, saltó del
banco y se acercó al Negro—: ¡Fuera! —Cuando pronunció la última palabra
ya lo tenía agarrado por la espalda, con la navaja apoyada en el cuello y una
sonrisa desafiante.
—¿Cómo? ¡Suéltame! —gritó el Negro, perplejo. La afilada hoja, junto a
la yugular.
—No, no, no, pequeño dóberman, no te acerques o comprobamos si la
sangre de tu jefe es roja, negra o amarilla fosforita.
—¡Exijo que me sueltes ahora mismo!
—Pero si eso es lo que quiero: soltarte y hablar, pero te has puesto tonto.
Y chico, no he tenido opción. A ver, por lo pronto, tus tres perritos, a la
madriguera a la de ya.
El Negro asintió y sus hombres se alejaron lentamente, con reparos.
—Tampoco tienen que irse a Guadalajara. Si es por ellos, pa que no se
enervien. —Tony miró a Mudo, que no había variado su posición en el banco
—. ¿Todo bien, primo? —El Mudo bebió de su lata e hizo un gesto
imperceptible—. ¡Ea! Segunda cosa, don Negro, te voy a soltar mu despacio,
te vas a sentar en el banquito al lado del primo y vamos a hablar de negocios.
¿Estamos? —El Negro, con la mirada encendida, no hizo nada—. Habla o
afirma o algo; con cuidao, no te vayas a cortar y tengamos un lío gordo. —
Desconfiado, el Negro asintió con suavidad.
—¡Ea! Ahí vas. —Tony soltó la navaja y el pequeñín siguió sus
instrucciones—. Te digo una cosa, si cobráramos por horas, éramos ya más
ricos que la Esteban, así que aligerando plazos. Volvamos a empezar. Buenas
noches, señor Negro, el Mudo y el Tony pa servirle. Queríamos dialogar con
usté de unos asuntillos turbios. ¿Sabe lo que le meneo?
—No. —El Negro contempló a Mudo, aún confuso.
—¡Qué pesadez, payo! —Tony volvió a patear las hojas en el suelo—.
Mira, voy a ir haciéndote preguntas y vamos así palante. Nos han dicho que
si queremos burundanga, tenemos que hablar contigo. ¿Sí o no?
—¿Queréis pillar?
—Otra vez con la cantinela. ¿Sí o no?
—Eso depende.
—¡Madrecita de Dios! —Tony alzó la mirada al cielo, rogante—. Dame
mucha paciencia para no pinchar a este hombre, que no quiero, madrecita, no
quiero.
—Necesitamos información —intervino el Mudo con la vista al frente.
—¿Sobre qué? —preguntó el Negro.
—Sabemos que alguien te está comprando burundanga y queremos saber
quién —continuó Mudo muy serio.
El Negro volvió a mirarlos, pensativo.
—El dinero no es problema —prosiguió Mudo—, pero necesitamos la
información ya.
—¡Coño, primo, si le ha cambiado el color y to, se ha sonrosao! —Tony
chutó con fuerza la lata y la coló en la fuente.

El despacho de Manuela parecía más caótico que de costumbre. El número


de vasos de café semivacíos era una prueba de la cantidad de noches que
llevaba dándole vueltas al caso sin encontrar respuestas. Sentada en la mesa
de reuniones, de cara a la puerta, rodeada de fotografías e informes señalados
en diferentes colores, Jess esperaba paciente a que terminara de pensar y de
pasearse como un péndulo de ella a la entrada.
—¿También las envenenaron? —meditó al fin tras dar dos pasos y situarse
frente a Jess.
—Sí. Cristina está segura. A Sandra y Beatriz con burundanga, a Noelia
con belladona.
—¿Qué es la belladona? —preguntó Manuela. Se sentó junto a Jess.
—Es un fruto con componentes muy parecidos a la burundanga, con los
mismos efectos psicotrópicos, delirios, episodios de alucinaciones… Se ha
usado mucho a lo largo de la historia.
—¿Para qué? —Manuela intentaba unir conceptos sin aparente éxito.
—Para matar, sobre todo en la época clásica: Roma y Grecia. La mitología
también relaciona la belladona con los aquelarres de brujas o las orgías
griegas. Es un inhibidor del sistema nervioso central, como la burundanga.
—Pero sigue sin haber abusos sexuales.
—Ya. —Jess, experta en el tema, mantenía el tono profesional—. Pero es
lo que es. Y no está elegido al azar; burundanga y belladona son dos caras de
la misma moneda.
—¿Nos equivocamos entonces buscando la burundanga? —Manuela
pensaba en alto mientras intentaba darle algún sentido a las piezas que
flotaban en su cabeza.
—No. Cristina cree que cambió de veneno por alguna razón, pero quiso
mantener los mismos efectos.
—¿Será más fácil de conseguir?
—He estado investigando y es posible comprar plantas o semillas y
cultivarlo en casa. También se da en la naturaleza. En España tenemos en los
bosques del Norte. Mira. —Jess le mostró su teléfono a Manuela; en pantalla
había una fotografía de la planta—. Es un arbusto con una flor violeta
bastante bonita y bayas parecidas al arándano. Por lo visto, el sabor no es
desagradable y es letal en dosis de seis u ocho unidades.
Manuela fijó la mirada en los frutos de belladona, pequeñas bolitas
moradas de aspecto jugoso y brillante, y pensó en los avances de la última
semana: el arsénico, la conspiración, la belladona… ¿Quién estaba
envenenando a gente? ¿Por qué? Jess la interrumpió con brusquedad.
—Es una mujer, Manuela. Estoy segura. Y eso explica la ausencia de
abusos.
—¿Las mujeres no abusamos sexualmente de las víctimas?
—En menor proporción. En nuestro caso prima la idealización: venganza,
poder, control o justicia.
—¿Y Guillermo? —dijo, tirando de la silla de Jess hacia la suya, hasta
pegarlas.
—Guillermo nunca nos ha encajado en el perfil.
—No. Pero conocía a dos de las víctimas. Tenía la oportunidad.
—Es una mujer. Confía en mí. —Jess miró a los ojos de Manuela con
confianza.
—Cuadraría con la teoría de Arteaga. —Manuela evitó empatizar con ella,
centrada en sus propios pensamientos.
—No sé si lo que te contó tu amiga Patricia es verdad o un castillo en el
aire de Inteligencia, pero las mujeres tendemos a matar usando veneno, eso es
un dato objetivo.
—Veneno y conspiración…
—Manuela. —Jess giró la silla de su compañera para mirarla de frente,
aunque ella fijaba su atención en algún lugar del infinito—. Menos de un diez
por ciento de los asesinos son mujeres y, de ellas, un alto porcentaje utiliza el
veneno o medios no violentos. La selección de sus víctimas y sus
motivaciones se basan casi siempre en el pragmatismo o la venganza, son
pacientes y no suelen ser impulsivas. Si lo que dice Arteaga es cierto,
explicaría las lagunas del perfil. —Jess hizo una pequeña pausa intentando
recuperar la atención de Manuela. Esta le devolvió la mirada y pareció
centrarse al fin—. Si es una conspiración, podría haber diferentes
motivaciones e incluso más de una persona implicada, lo que explicaría por
qué hay diferentes modus, porque tenemos una asesina controladora y
organizada que no cumple el patrón a la hora de deshacerse del cadáver.
—Aunque haya veneno, hay ensañamiento.
—Las mujeres somos pacientes, pero no quiere decir que no seamos
crueles.
Jess consiguió arrancar una sonrisa del rostro estoico de Manuela.
—¿Qué busca, Jess? —solicitó su ayuda con humildad.
—Según tu amiga, desviar la atención de su empresa principal. Es
plausible.
—Muy rocambolesco.
—No sabemos qué sacan, pero busquen lo que busquen, la persona que
retiene y tortura a las mujeres está disfrutando. Crea una fantasía ritual y la
ejecuta, no es un pinchazo de arsénico para quitarse a alguien de en medio.
Manuela se levantó y volvió a pasearse por el despacho. Tras unos
minutos, se soltó la melena y miró a Jess.
—La periodista…
—No empieces con la periodista —contestó Jess, hastiada. Recogió sus
papeles de la mesa.
Manuela recorrió el camino hasta Jess en dos zancadas, se agachó en
cuclillas y sujetó sus muslos con ambas manos.
—¡Escúchame! Algo te dice que es una mujer, adelante con esa teoría. Mi
estómago me dice que la periodista no es trigo limpio. No digo que sea la
asesina, pero no me gusta.
—A mí tampoco me gusta, pero de ahí a considerarla sospechosa va un
trecho.
—Tenemos que hablar con ella.
—No podemos, Manuela. No hay ningún indicio y Antares te lo ha
prohibido expresamente. Por no hablar del rédito que podría sacarle en antena
después.
—Eso es lo único que me tira para atrás.
La irrupción repentina del inspector García en la puerta del despacho, sin
llamar, hizo que Manuela se desequilibrara y tuviese que apoyar la mano en
el suelo para incorporarse.
—Perdón. Tenemos un problema —dijo García sin esperar respuesta. Se
dirigió a la mesa de reuniones.
—¿Qué pasa? —escupió Manuela.
—Lorena Ferrer. —David colocó una fotografía sobre la mesa de una
mujer con fisionomía muy parecida a las anteriores víctimas—. Denunciaron
anoche su desaparición.
—¡Cojonudo! —exclamó Manuela, impotente—. Se acabó el tiempo.
—Seis semanas —confirmó Jess, cogiendo la fotografía.
18

—¿Estáis seguras de que es una nueva víctima? —preguntó Cristina,


rellenando su copa de vino blanco sobre la encimera.
—Seguras, no —objetó Manuela, sentada frente a ella en los taburetes de
la cocina. Apuró su vaso de agua con hielo—. Pero el intervalo coincide y la
fisionomía no da mucho margen de error.
—¿Y qué vais hacer?
—Nada —señaló con desesperación—, seguir investigando y esperar a
que alguna pista no acabe en un callejón sin salida. Es una locura, Cris. Soler
tiene razón: cuando parece que llegamos a algún sitio, el camino se bifurca en
seis y hay que empezar de nuevo.
—Jess está convencida de que es una mujer.
—Probablemente lo sea.
—¡Tía Ma!
Una pequeña de seis años con tirabuzones rubios y sonrisa ilusionada
irrumpió en el salón y corrió hacia Manuela.
—Hola, mi amor. —Manuela cogió a la niña y la sentó frente a ella sobre
la isla de la cocina—. ¡Pero que guapísima estás hoy!
—Porque voy al cine con papá y me he arreglado. —Helena hizo varias
muecas coquetas.
—Qué suerte, pollito. —Manuela le tocó, cariñosa, la punta de la nariz—.
¿Y qué vais a ver?
—¡Los Trolls! Es que han hecho una peli nueva donde hay unos trolls
mágicos que vuelan y viajan en el tiempo y un montón de cosas más.
—¡Madre mía! ¡Qué suerte! —Sonrió, buscando la mirada cómplice de
Cristina.
—Aunque, si a papá no le importa, mejor me quedo aquí contigo y vamos
otro día.
—¿Pero qué están oyendo mis oídos? —Raúl bajaba las escaleras a su
espalda—. ¿Hay una niña que no quiere ir conmigo a ver los Trolls?
¿Después de librarnos de tu hermano para ir al cine solos?
—No. Sí que quiero. Pero como está aquí la tía, a lo mejor puede quedarse
a dormir, si ella quiere, y cenamos todos juntos —propuso, persuasiva y
alegre.
Manuela sonrió con ternura, mirando de soslayo a Raúl.
—Mira, cariño, podemos hacer una cosa. Acércate, que es un secreto. —
La niña se aproximó a Manuela, que le susurró al oído—: Ahora te vas a cine
con papi, que van a venir las chicas y ya sabes que luego se ponen hablar de
sus cosas y a volvernos locas, y ni juegan ni nada. Veis los Trolls, le sacas
unas palomitas de cena. —Helena dibujó una sonrisa de placer con los planes
secretos de Manuela—. Recogéis a Javi y cuando vengas me quedo aquí a
dormir contigo, en la habitación de abajo, como a nosotras nos gusta, ¿vale?
—¡Sí! —Helena se lanzó al cuello de Manuela y la abrazó con fuerza—.
Bájame, que voy al baño y nos vamos, papi.
Manuela la bajó de la encimera y se volvió para mirar a Raúl, mientras
Cristina metía una quiche en el horno.
—No sé cuál es el truco, pero tienes una facilidad para enredar a una
mujer, pequeña… Es increíble. —Raúl golpeó juguetón el hombro de su
amiga.
—Yo también te quiero, Rulo. —Le sopló un beso con ironía.
—¡Chicos, venid a ayudarme, que no sé subirme el peto! —gritó Helena
desde el baño de la entrada.
—¡Voy, un segundo! —voceó Cristina sin quitar ojo a Manuela y a Raúl.
—¿Cómo estás? —se interesó Raúl, atento, cuando su mujer abandonó el
salón.
—Bien. ¿Tú?
—Seguramente mucho peor que tú.
—¿Has encontrado algo?
—Aún no. Te aviso en cuanto lo haga.
—¡Ya estoy! Vamos, papá, que a lo mejor nos da tiempo a subirme al
castillo inflable.
—Vamos. —Raúl le guiñó el ojo a Manuela y se dirigió a la entrada.
—¡Luego vengo, tía Ma!
—Aquí te espero, mi amor.
Los tres se despidieron en la puerta y Manuela se giró, bebiendo de su
vaso de agua.
—¿Qué os traéis los dos? —preguntó Cristina con fingida inocencia.
Acarició el hombro de Manuela cuando volvió hacia la cocina.
—Nada, nuestras tonterías, ya sabes.
—¿Quieres algo? —Cristina abrió la nevera y sacó la botella de vino
blanco antes de sentarse de nuevo en el taburete frente a Manuela.
—No, gracias. Con agua estoy bien. Tengo el estómago un poco revuelto.
—Manuela miró el reloj, intentando cambiar de tema—. Hemos quedado
muy pronto, ¿no? ¿A qué hora vienen estas?
—En un rato. Quería hablar contigo.
—Tú dirás.
—¿Qué tal con Daniela?
—Muy bien. No la echo de menos cuando no está, pero la verdad es que
me gusta tenerla aquí.
—Sí la echas de menos —afirmó Cristina, rotunda—, lo que pasa es que
lo escondes.
Manuela se estiró, incómoda, elevando los brazos sobre la cabeza, y
dibujó media sonrisa.
—Si ya lo sabes, ¿para qué preguntas, rubia?
—Porque me gusta preocuparme por ti. Es un defecto que tengo.
—A mí me encanta que te guste —contestó Manuela. La miró
intensamente a los ojos y cogió su mano sobre la encimera.
—¿Tu madre?
—Ahí está, ingresada en el hospital y esperando a que la operen.
—¿Y su familia? La otra, me refiero.
—Pues, por lo visto, también está aquí. —Manuela se frotó la cara con las
manos—. No lo sé, Cris. No me interesa mucho, y Dani tampoco creas que
tiene contacto con ellos.
—¿No piensas ir a verla?
Manuela negó con la cabeza y Cristina percibió su dolor en el brillo de sus
pupilas.
—No lo juzgo, pero igual te hacía bien perdonarla.
—Prefiero no hablar del tema, ya lo sabes. No le deseo ningún mal. Pero
que se opere, se recupere, se vuelva a Canadá a vivir feliz y nos deje a los
demás seguir con nuestras vidas en paz.
Manuela vació el vaso de agua y bajó la mirada, sin poder ocultar del todo
su tristeza. Cristina sintió su vulnerabilidad y, preocupada, respetó la pausa
hasta que su amiga alzó de nuevo la cabeza, forzando una mueca agridulce.
—Jess —se atrevió a murmurar Cristina.
—¿Qué pasa con Jess?
—Eso te pregunto: ¿qué pasa con Jess?
Manuela la observó y, como siempre, se sintió segura. Su madre y sus
problemas no hacían más que recordarle las pocas personas de su vida que sí
merecían la pena, las que se preocupaban por ella, las que siempre estaban
cuando las necesitaba. Su familia. Odiaba sentirse frágil, pero Cristina era de
esas únicas personas con las que se permitía desnudarse emocionalmente.
—Quiere que vivamos juntas —sentenció sin emoción.
—¿Y?
—¿Y qué?
—¿No quieres?
—No he dicho que no quiera.
—Tampoco has dicho que sí. ¿Es por eso que estás tan introspectiva?
Porque llevo días preocupada y me dejaría más tranquila que fuera una
tontería de este calibre, la verdad.
Manuela sonrió y evitó la mirada de Cristina, sintiendo el peso del
teléfono en el bolsillo.
—No empieces con las pausas, Manu —la regañó, impacientándose—.
¿Qué le has dicho?
—Nada.
—¿Cómo que nada?
—No. Me pilló desprevenida. Con lo de mi madre y la investigación tengo
mil cosas en la cabeza, y no supe qué decir.
—A veces me sigue sorprendiendo tu nivel de estupidez. Jess, a quien
amas locamente…
—Bueno —interrumpió.
—Soy yo, así que, repito —dijo muy seria; apuró la copa de vino—: Jess,
a quien quieres con locura, te pide que vivas con ella y no le contestas.
—Sí.
Manuela, consciente de la ristra de taras emocionales que estaba
enumerando Cristina, notaba un sudor frío en la espalda y el ya casi
permanente nudo en la boca del estómago. Estaba muy cansada. Se sentía
mal por no ser capaz de transmitirle a Jess todo lo que sentía por ella, peor
por no compartir los anónimos, responsable de ponerlas en peligro y culpable
por no saber cómo perdonar a su madre.
—De verdad, cariño —prosiguió Cristina con ternura—, que lo tuyo no
tiene nombre. ¿Quieres estar con ella?
—Sabes que sí.
—Pues ponte las pilas y deja los fuegos artificiales, el cortejo y el tira y
afloja, y céntrate en hacer las cosas bien. Cierra este caso, pide cambio de
compañero y vete muy lejos con ella hasta que seas capaz de desnudarte. De
ser tú misma. De enseñarle todo esto que llevas dentro y que a veces te
devora.
—Te gusta, ¿eh? —afirmó Manuela, burlona—. Nunca me dijiste nada
parecido cuando la cagaba con Alicia.
—Me gusta porque a ti te gusta, Manu. Y porque ella te adora. Y no se te
ocurra compararla con la perturbada esa con la que te casaste.
Manuela se rehizo y sonrió, mimosa, a Cristina.
—Espero que no le digas estas cosas cuando no estoy, tengo una
reputación.
—¡Tienes una pedrada en la cabeza, eso es lo que tienes! Yo intento
excusarte, pero claro, hay cosas que son imposibles. Como yo, está
preocupada por ti, porque a través de ese muro de hormigón armado que
tienes alrededor es capaz de ver tus sentimientos, y se da cuenta de que estás
nerviosa y herida, y sufre por no poder ayudarte.
El timbre le dio una tregua a Manuela. Cristina se levantó y pasó junto a
ella en su camino a la puerta. Manuela la detuvo por la cintura y la rodeó
entre sus brazos.
—Gracias —dijo, mirándola a los ojos.
—¿Por qué?
—Por aguantarme, sobre todo.
Cristina le acarició la mejilla con el dorso de la mano.
—Gracias a ti. Me hace sentir muy especial ser la única que te aguanta.
Pero tienes que abrirte, cariño. Ya no te digo con el mundo, que sería
maravilloso, pero sí con tu mujer.
El timbre volvió a sonar, impaciente.
—¡Mira que son pesadas, coño! —Manuela seguía impidiendo a Cristina
moverse.
—Dijo la sartén al cazo.
—Gracias, Cris, por todo.

Acompañada de su peor chándal de andar por casa y ahogando sus


preocupaciones en bolsas de frutos secos, Jess vació media bolsa de kikos en
un bol y se atrincheró en el sofá; los devoraba a puñados, arrepentida, tras la
primera pregunta, de haberle cogido el teléfono a Kate. No estaba de humor.
—¿Qué haces? ¿No sales hoy?
—No. Voy a ver un poco la tele y a dormir, que estoy cansada —dijo.
Acarició a Emadin, echado sobre ella, que intentaba obtener un premio del
bol entre sus manos.
—¿Ya has hablado con Manuela?
—¿De qué? —preguntó a la defensiva.
—Pues de qué va a ser Jess, de las Navidades. Necesito saber si vais a
venir en Nochebuena o no para organizarme.
—No he podido hablar con ella. La semana que viene te digo.
—Vale, pero no tardes. Tampoco es una decisión transcendental, creo yo.
Jess miró despechada la manta de pelo beige que utilizaba Manuela para
taparse, y su cabeza se transportó a unas noches antes, cuando en un impulso
le propuso vivir juntas y ella había sido incapaz de responder.
—¡Jess! ¿Me estás escuchando?
—Sí. —Se levantó con pesadez hacia la cocina a rellenar el cuenco—. Te
lo prometo, la semana que viene te digo algo.
—Oye, ¿estás bien, enana? —la interrogó Kate, preocupada—. Te noto
ausente; estarás guarreando cualquier mierda que hayas comprado en un
chino.
Jess vació la bolsa entera en el bol y sonrió, culpable.
—Justo así estoy. Tirada en el sofá en pijama comiendo kikos.
—Pues deja de masticar y cuéntame lo que te pasa. ¿Es Manuela?
—Es un poco todo. —Jess volvió a abandonarse en el sofá, con el perro
tumbado junto a ella.
—¿Qué todo? No me preocupes, que estamos a muchos kilómetros de
distancia.
—Estoy un poco de bajón, ya está. Manuela está distante y no sé muy bien
cómo llegar a ella. Entre el caso, que no acabamos de centrar, su hermana en
casa, su madre ingresada…
—¿Su madre está ingresada? ¿Qué le pasa? ¿Está bien? Hombre, si su
madre está mal y no quiere venir en Navidad, es normal, Jess, tampoco seas
dependiente.
—No, no tiene nada que ver con eso. No se hablan.
—¿No se habla con su madre?
Jess habría estado encantada de responder a todas las preguntas de su
hermana, pero eran muy parecidas a las suyas y no tenía explicación a casi
ninguna. Dejó el bol sobre la mesa y se hundió un poco más en el sofá.
—No, no se hablan. El otro día le dije de vivir juntas y creo que no era el
momento. Ya está. Tampoco pasa nada. No es el fin del mundo. —Liberó sus
fantasmas, intentando convencerse a sí misma de que estaba siendo un poco
melodramática.
—¿Te dijo que no?
—No. —Jess cogió la manta de Manuela y se la echó por encima—. No
me dijo nada, en realidad.
—¿Cómo que no te dijo nada?
—A veces le cuesta exponerse. No sé… —Abrazada a la manta, buscó el
olor de Manuela.
—¡Jessica Ava Mars! —exclamó con firmeza Kate—. Deja de engañarte y
dime lo que sientes en este instante.
—No lo sé, Kate, de verdad.

—¿Sabéis con quién coincidí en un juicio el otro día?


Reyes monopolizaba la conversación del cuarteto, sentada en el sofá junto
a Manuela, que estaba ausente y más pendiente de su teléfono que de sus
amigas.
—¿Con quién? —preguntó Cristina sin mucho interés, al lado de Isabel.
—Con Tomás Urquijo. ¿Os acordáis de él?
—¡Claro! ¿Cómo le va?
—Bien. Es abogado de oficio. Acaba de tener su segundo hijo.
—¿Quién es Tomás Urquijo? —curioseó Isabel.
—Un novio que tuvo Manu en la facultad —escupió Reyes, forzando una
mueca.
—¿Tuviste un novio en la universidad, cachorro?
—Valiente idiota. —Manuela seguía centrada en el móvil.
—¡Eh! —Isabel le lanzó el abridor—. Silencia el puto móvil y a lo
importante. ¿Te acostaste con el tal Tomás? No tenía ni idea.
Manuela dejó el teléfono sobre la mesa; le quemaba como un hierro
ardiendo.
—Él se acostó conmigo, no yo con él; es muy diferente.
—¿Cómo? ¿Cómo es eso? —Isabel se removió en el sofá, muy interesada
—. ¿Estabas borracha y no te acuerdas?
—Qué coño. No pasó, solo en sus sueños. Era un gilipollas.
—Eso nunca lo confirmamos, en realidad —añadió Reyes, burlona.
—¿Necesitas pruebas a estas alturas? —cuestionó Manuela, más relajada.
—A lo mejor; al final, nunca te arrancas. —Reyes le lanzó un beso lascivo
—. Con lo guapo que era ese chico, ha envejecido fatal, está calvo y gordo.
Muy majo, eso sí, pero parece mi padre.
—Déjate de tonterías y cuéntame lo de Manuela.
—Qué lianta eres. —Manuela tocó con desgana la pantalla de su móvil.
—Yo te lo cuento. Es una tontería. —Cristina observaba de reojo el
comportamiento de Manuela.
—No seas escueta con los detalles, que nos conocemos.
—Ya te voy yo adornando la historia, Cris.
—Tomy, se hacía llamar, ¿os acordáis? —Cristina comenzó la narración
—. Era el típico niño guapo, un poco tontín para mi gusto.
—Era el pibón de la clase, Isa —coloreó Reyes, confiada.
—Era un idiota con todas las letras —sentenció Manuela.
—Estaba enamoradísimo de Manu —continuó Cristina.
—Que pasaba de él —apuntilló la fiscal.
—No estaba enamoradísimo de mí. Era un capricho porque era la única
que no le hacía ni caso.
—Bueno, eso dices tú. Un día, después de las fiestas de inauguración de
los colegios mayores de principios de curso, en tercero o en cuarto, no me
acuerdo bien, soltó el rumor de que se había acostado con Manuela. Fue la
comidilla un par de semanas. Y ya está.
—La cosa no fue del todo así, ¿verdad, Manu? —Reyes se incorporó en el
sofá, buscando el permiso de su amiga.
—¿Cómo que no fue así? —cuestionó Cristina—. ¿Te acostaste con él?
Manuela negó con la cabeza.
—No me creo que no te lo haya contado en todos estos años —declaró
Reyes, sorprendida.
—¿El qué? ¿Manu?
—¿Cachorro? Creo que ya es hora, después de quince años… —Reyes
permanecía a la espera del visto bueno de Manuela, que inclinó una sola vez
la cabeza en un gesto de aprobación—. Atentas. En realidad, él y sus amigos
estaban todo el día tirándole ficha a Manuela, que pasaba de ellos. Pero se
llevaba muy bien con uno.
—Matías Sosa —recordó Manuela con cariño.
—Sí, con Matías, el argentino, que era el más raro de todos, como te
puedes imaginar.
—Me encantaba ese niño.
—Le encantaba a Cris, no te doy más datos. —Manuela y Cristina
sonrieron, cómplices—. En fin, que en realidad fue Cris el origen de todo.
Porque había discutido con Raúl y estaba como un piojo aquella noche,
enjuagando sus penas en alcohol y bebiéndose hasta el agua de los floreros.
—Eso es verdad —afirmó Manuela con una sonrisa. Miró comprensiva a
Cristina.
—Pero, doctora. —Isabel golpeó con el codo a Cristina—. Nunca hubiera
dicho que podías beber más que estas dos, y menos en sus años mozos.
—Alguna ocasión hubo. Pocas, créeme. —Cristina estaba avergonzada,
incapaz de hacer memoria.
—Bueno. Como a las tres o así la fiesta se desplazó a un garito de
Metropolitano. Yo me fui con otra gente. Pero Manu se quedó de
guardaespaldas de Cris con un montón de gente acabadísima; entre ellos, su
colega Matías. Y acabaron durmiendo las dos en la habitación del chaval con
Tomás y otro, el melenas, ¿cómo se llamaba?
—Durmiendo, que no follando —puntualizó Manuela.
—Eso dijiste. Yo nunca lo comprobé. El caso es que mucha gente vio a
aquel quinteto y empezó a inventar. Con dos líneas de rumor.
—¿Hubo otro rumor? —Cristina miró a Manuela, sorprendida.
—Manu, ¿quieres seguir?
—No, está usted enumerando los hechos bastante bien señora fiscal.
—Al día siguiente había dos rumores. Que Manu se había follado al sex-
symbol de la clase y…
—Yo nunca escuché el otro rumor —comentó Cristina, confusa.
—Claro, porque el cachorro lo contuvo.
—¿Cuál era el rumor?
—¡Venga —intervino Isabel, bebiendo de la copa de Cristina—, que estáis
dejando volar mi imaginación y eso es muy peligroso!
Reyes miró de nuevo a Manuela, que seguía con el cincuenta por ciento de
su atención concentrada en el teléfono. Se encogió de hombros y permitió a
Reyes continuar.
—Hubo un conato de historia que decía que Cristina había hecho un trío
con Matías y el melenas.
—¡Eso no pasó! —exclamó Cristina, escandalizada.
—Ya lo sabemos, cariño. —Manuela se estiró para palmearle el muslo.
—¿Quién se lo inventó? —La cara de Cristina era de color escarlata
intenso.
—Pues algún idiota. —Manuela le restó importancia.
—No me lo puedo creer. ¡Qué vergüenza!
—El caso es que Cristina hizo las paces con Raúl y recuperó su habitual
entereza. Y cuando escuchamos los balances de la noche, Manuela alimentó
su historia para que lo de Cris se olvidara.
—Estoy disfrutando tanto de imaginarte descontrolada haciendo un trío,
Cris —dijo Isabel con la mirada hacia el techo y media sonrisa—. Que me
jode que no pasara y que el cachorro lo borrara.
Manuela y Reyes estallaron en carcajadas.
—Claro que no pasó, era mentira.
—Da igual lo que pasara, ¿desde cuándo la realidad arruina una buena
historia? Lo importante era lo que la gente creyera, y Manuela y su amigo
Matías se inventaron una historia mejor que le quitó protagonismo a la tuya,
y se lo contaron a más gente. Sobre todo porque tú, conocer, conocer…, a
nosotras, y gracias.
Manuela, aún con una sonrisa burlona, notó, perpleja, la espiral de
pensamientos girando en su cabeza. «Lo importante es lo que crea la gente»,
las palabras de Reyes formaban una rocambolesca idea. «Da igual que sea
verdad o no». Como propulsada por una fuerza interior, cogió el teléfono y
comenzó a buscar algo. ¿Cómo había llegado la periodista tan rápido al
campo de golf y al parque? No podía haberse enterado cuando saltó el aviso,
no le habría dado tiempo. ¿Y la información del rosetón? La tenía desde el
principio, cuando solo se confirmó como modus en la tercera víctima. ¿Cómo
no se había dado cuenta antes?
—¡Manuela! ¡Manu! —Isabel se esforzaba por llamar su atención—.
¡Reyes, dale una hostia, por favor!
Reyes zarandeó a Manuela, que contestó molesta por tener que abandonar
sus reflexiones.
—¿Qué quieres?
—Es Soler —dijo la psicóloga, mostrándole el móvil—. Pon Canal 9.
—¿Te escribes con el Capitán Trueno? —preguntó Manuela, sorprendida.
—Por lo visto no le contestas. La UCO ha detenido a Guillermo Longo.
¡Pon la puta tele, a ver qué ha pasado!
Manuela miró el teléfono, y se dio cuenta de que, seguramente por error,
había activado el modo «No molestar», mientras Cristina encendía la
televisión. Con agresividad, cambió el estado y una avalancha de
notificaciones colapsaron el terminal: Jess, Soler, Antares, nota de voz de
Soler, Vaamonde, Arteaga, Jess otra vez, la comisaría, el juzgado de
guardia… En la televisión aparecieron unas imágenes de la detención de un
hombre con la cabeza cubierta por un pañuelo y el faldón: «Última hora:
detenido el Asesino del Collar».
—¿Qué coño es esto? —murmuró Manuela entre dientes, mientras sus tres
amigas observaban las noticias con atención.
—… Por todo ello, queremos felicitar a los cuerpos de seguridad por los
esfuerzos que han llevado a detener al presunto asesino. —La voz de Irene
Alcalá en la rueda de prensa contextualizaba las imágenes. La reacción de
Manuela era impredecible—. Hoy podemos decir que nuestra ciudad es un
lugar más seguro y lanzar un mensaje claro de unidad: juntos somos más
fuertes.
Manuela, desencajada, se levantó del sofá, marcó el teléfono de Jess y se
puso el abrigo. Sus amigas la observaban en silencio. Jess comunicaba. Sin
pensarlo, llamó a Arteaga y, sin decir ni una palabra, se fue.
19

Oculta bajo el cuello del abrigo de paño, Manuela entró en las


dependencias de la UCO con cara de pocos amigos y un taconeo eléctrico. Se
detuvo junto a los Guardias Civiles de la entrada.
—Buenas noches —saludó, sacando su identificación—. Soy la inspectora
López, de la UDEV.
—¡Manuela! —voceó Soler; agitaba el brazo desde el pie de la escalera—.
¡Dejadla pasar, está conmigo! —ordenó con autoridad.
Manuela recuperó su placa y se dirigió hacia él con brío.
—Has tardado mucho.
—¿Qué coño está pasando? —preguntó. Contuvo la ira en la punta de la
lengua.
—Dímelo tú. Llevo dos horas llamándote, a ti y a Barbie.
Manuela lo fulminó con la mirada.
—A Jess —se corrigió—. No me cogíais. Antares dio la orden de detener
a Longo y Puell la ejecutó. ¿No lo sabías? —preguntó, extrañado.
—Cada vez entiendo menos de este caso.
—¿No tienes la sensación de ser un títere?
—Constantemente.
—Entonces, ¿no has hablado con los tuyos?
—Tenía el móvil sin cobertura. Jess va para allá. Necesito hablar con
Guillermo.
—¡Vamos! —Soler se dio la vuelta y subió los escalones de tres en tres,
seguido por Manuela—. Lo trasladan en media hora a vuestras dependencias;
por lo visto, mañana mismo pasa a disposición judicial desde allí.
Manuela siguió a Soler por los pasillos de la UCO hasta la zona de
calabozos, donde tenían retenido a Guillermo. Entraron y, sin preámbulos,
Manuela comenzó su interrogatorio.
—Hola, Guillermo, soy la inspectora López, supongo que te acuerdas de
mí. —Con una seguridad insultante, Manuela se apoyó en la pared de la celda
y cruzó los brazos—. Sabemos que mentiste en tu testimonio con la
inspectora Mars y que conocías a Noelia Sánchez. Alguien quiere tu cabeza,
así que decide rápido: o hablas o estás jodido.
Guillermo se incorporó en la cama hasta sentarse, observó temeroso a la
inspectora y a Soler, que se mantenía de pie en la reja, cerrándole el paso.
—Yo… —Movía la cabeza de uno a otro, intranquilo.
—¿No la has oído? —amenazó Soler; se contoneaba en actitud chulesca
—. Te ha salido el comodín de la llamada, chavalote. Así que aprovéchalo
bien y empieza a cantar.
—No entiendo nada. —Los ojos de Guillermo eran incapaces de fijarse en
un punto concreto y su tez estaba cada vez más blanquecina.
Manuela cogió un taburete de la esquina y se sentó a su altura.
—Vamos a ver, Guillermo, mírame —le ordenó. Chasqueó los dedos,
impaciente, a un palmo de su cara—. No tenemos tiempo para miedos ni
dudas ni tartamudeos. Ni siquiera deberíamos estar aquí ahora mismo, así que
ayúdanos y contesta sinceramente a nuestras preguntas.
—Soy inocente —tartamudeó con los ojos empañados—. Soy inocente, se
lo juro.
—Ya sabemos que eres inocente —contestó Manuela. Miró de reojo a
Soler—. Por eso estamos aquí. Queremos ayudarte, pero o eres sincero con
nosotros o mañana a esta hora ya habrás pasado a disposición judicial y no
podremos hacer nada.
—Tienen que ayudarme —suplicó Guillermo, sujetándose la cabeza con
las manos—. Por favor. Tiene que ayudarme.
—¿De qué conocías a Noelia Sánchez?
—Su compañera me dijo que boxeaba, no sé… Quizá…
Soler golpeó la pared con fuerza. El estruendo resonó en la planta desierta.
—¡Guille, campeón, te hemos dicho que vamos mal de tiempo!
—Ya sé lo que declaraste —continuó Manuela sin dejar de mirar al
detenido—, ahora necesito que me digas la verdad. Repito, ¿de qué conocías
a Noelia?
Guillermo cerró los ojos para que no se precipitaran las lágrimas.
—Guillermo —insistió Manuela. Tuvo que detener el ansia de Soler con la
mano.
—Del gimnasio —contestó con voz de ultratumba.
—¿Hacía mucho?
—Unos años. Tenemos amigos comunes de las veladas de boxeo.
—Si quieres que te ayude necesito la historia completa, Guillermo, y no
tengo tiempo para sacártela con calzador.
Guillermo Longo contuvo unas lágrimas de dolor y miró a los ojos de
Manuela, que lo acechaban a pocos centímetros. Desesperado, sintió la
necesidad imperiosa de confiar en ella, y empezó a hablar.

—Comisario, de verdad, creo que estamos a tiempo de rectificar. La


detención del médico es un error. Estoy segura de que no tiene nada que ver
con los asesinatos. —Jess, desesperada por la poca empatía de Antares, que
no atendía a razones, intentaba argumentar por qué Guillermo no era su
asesino.
—Entiendo sus reparos, Mars. Pero conocía a dos víctimas, tiene
formación médica y mintió sobre su coartada. —Antares intentaba
convencerse a sí mismo, sentado en el butacón de su despacho—. No
sabemos si es culpable, pero ahora le toca al juez determinarlo, no a nosotros.
—No mintió sobre la coartada; desde el primer testimonio fue él quien
indicó que las fechas que manejábamos estaban equivocadas.
La puerta del despacho de Antares se abrió con violencia y el portazo
cuando se cerró hizo retumbar todos los cristales de la comisaría. Manuela,
erguida y prepotente, apareció en el umbral. Jess se giró hacia ella
temiéndose lo peor.
—¿Qué es esta mierda? —preguntó con un tono mucho más calmado que
el que sugería su cuerpo.
—Buenas noches, López. Te esperábamos. Siéntate, por favor.
Manuela dio tres pasos hacia la mesa y se quedó de pie junto a Jess.
Apoyó ambas manos en la mesa y se inclinó, intimidatoria, hacia el
comisario.
—¿Quiere calentarme, Antares? —susurró, amenazante, elevando el tono
a medida que las palabras salían disparadas de su garganta—. ¿Por qué la
UCO ha detenido a un sospechoso de mi investigación y yo no lo sé?
—Te estuve llamando. Hay muchas presiones, López. Esto está muy por
encima nuestro. Hay una jerarquía, algo que tú, por supuesto, ni concibes. —
Se removió, incómodo, en su butacón—. Querían un nombre y este es el
mejor que tenemos. Si hubieras venido a la reunión con la consejera… Pero
no, la todopoderosa inspectora López no tiene tiempo para los políticos y los
altos cargos.
—¡Guillermo era infiel! —El bramido de Manuela resonó en toda la
planta vacía—. ¡Le ponía los cuernos a su mujer asesinada! ¡Por eso mintió,
por vergüenza, no porque sea el asesino!
—¿Te lo ha confirmado? —preguntó Jess en tono ahogado.
—Hace menos de media hora.
—Mira, has conseguido descubrir el móvil —comentó el comisario,
irónico.
Manuela se inclinó de nuevo sobre la mesa; sus labios casi rozaban la cara
de Antares.
—Esto va a reventar, y va a ser culpa suya y de los chupatintas que le
hayan dado la orden. Más le vale tenerlo todo por escrito y muy bien atado.
Manuela sintió la mano de Jess a la altura de su rodilla, intentando
detenerla, pero no iba a poder.
—¿Quiere algo más, inspectora? —Antares no entró en las provocaciones
de Manuela.
—Claro. ¿Qué hacemos con la mujer desaparecida?
—¿Qué mujer?
Manuela lanzó su teléfono sobre la mesa de forma despectiva y pulsó el
play. Un video de la noticia se reprodujo; mostraba a Lorena Ferrer drogada
en un sillón orejero verde botella, con una soga al cuello, cerrada por el nudo
constrictor a la altura de la nuez, y alambre de espino alrededor de sus
piernas. Un fogonazo rojo dio paso al tictac de un reloj y se fundió con una
pantalla en blanco que mostraba el mensaje: «Se te acaba el tiempo».
—¿Qué es esto? —preguntó, nervioso, el comisario mientras Jess volvía a
reproducirlo.
—¡Breaking news! Lleva media hora circulando. Nuestro hombre, o
mejor, nuestra mujer, tiene una nueva víctima y lo ha aireado públicamente.
¿Qué hacemos ahora, Antares? Si ya hemos detenido al culpable…
Jess intentó buscar los ojos de Manuela, pero estaban fijos en el comisario,
que tragó saliva varias veces; no sabía cómo reaccionar.
—¿Lo ha filtrado a la prensa? —preguntó, pensativo.
—Eso parece. El asesino juega con nosotros y han hecho el ridículo.
—A lo mejor tiene un cómplice.
Manuela cogió su teléfono de la mesa y sonrió, engreída.
—A lo mejor. Pero pinta más a que están cargándole el muerto a un
inocente. La prensa así lo ha entendido, al menos. Écheles un ojo a los
titulares y empiece a buscar trabajo.
—Al contrario que tú, cumplo órdenes.
—Esto le va a costar el puesto, Antares, así que vaya recogiendo porque
va a ser rápido.
Sin devolverle la mirada a Jess, Manuela retrocedió hacia la puerta,
centrada en los ojos vidriosos del comisario.
—¿Me estás amenazando, López?
Detenida en el quicio de la puerta, Manuela se volvió a mirarlo con una
sonrisa helada.
—Si lo amenazara se daría cuenta.
Abrió la puerta y salió hacia su despacho. Jess y Antares se quedaron un
rato en silencio. La inspectora intentaba encajar el vídeo en el perfil mientras
el comisario, muy a su pesar, se hacía consciente de las verdades que acababa
de escupirle Manuela.
—¿Cómo lo ve, Mars? —preguntó, descompuesto, tras varios minutos de
espera.
—El narcisismo siempre estuvo ahí. Encaja a la perfección. Ha tardado
mucho. Quizá se haya sentido menospreciada al ver a otro detenido por su
obra, o puede que busque una notoriedad extra que cree que le estamos
quitando. Dar un ultimátum por la tele supone un plus de atención.
—¿Está segura de que Longo no tiene nada que ver?
—Al cien por cien, comisario. Es un pobre hombre.
—A disposición judicial tiene que pasar. Pero sigan investigando. Hay que
salvar a esa pobre chica.

Jess abrió la puerta del despacho de Manuela con delicadeza y, sigilosa, se


acercó a ella. Manuela tecleaba con firmeza en el ordenador sin prestarle
ninguna atención. Llegó hasta ella y comenzó a masajearle los hombros en
silencio. Ella no rechazó el contacto, pero continuó tecleando sin volverse.
—Alambre de espino —susurró, y se detuvo.
Jess siguió con el masaje mientras miraba la foto de la concertina en la
pantalla, con sus característicos pinchos cada pocos centímetros.
—Disponible en cualquier centro comercial —añadió Jess con pesar.
—Más que una asesina ritual, parece bricomanía. Cómo asesinar con lo
que tengas por casa.
Jess se detuvo y giró la silla de Manuela ciento ochenta grados, hasta
tenerla frente a ella. Abrió las piernas y se sentó sobre sus muslos.
—¿Qué te parece el vídeo?
—Tú eres la experta —musitó, mirándola a los ojos y conteniendo la
emoción—. A mí me parece una provocación para ponernos nerviosos, pero
igual tiene un trasfondo psicótico.
—Busca atención, desde luego. Ya sabíamos que no podíamos descartar
algo así.
Manuela evitó de nuevo su mirada; estaba pensativa.
—¿Nos vamos a casa? —propuso Jess, animada—. Mañana va a ser un día
muy largo.
—Vete tú —Manuela jugueteó con sus manos—. Necesito ordenarme la
cabeza porque me a reventar.
—Deberías dormir, Manu.
—Lo sé. En un rato voy para allá.
Jess la miró intentando leer sus pensamientos, pero había tantos e iban a
tal velocidad que no consiguió ver nada. La besó en la frente con cariño.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo —afirmó Manuela. Le robó un pequeño beso, consciente
de que era la segunda promesa que rompería en la misma noche.

Con los ojos rojos por la falta de sueño y un dolor que empezaba a ser
penetrante en la base del cráneo, Manuela compró su sexto café de la noche y
salió por la puerta principal de la comisaría. Encendió un cigarro y giró, unos
pasos más adelante, hacia el callejón que daba a los calabozos, por donde
sacaban a los detenidos camino al juzgado. Concentrada en las caladas a su
pitillo, se sentó sobre unos palés a esperar. De las sombras, con una cadencia
de paso uniforme y pausada, salió la comisaria Arteaga.
—Veo que también conoces algún callejón oscuro —dijo. Llegó hasta
Manuela, y cogió su cigarrillo para apurar la última calada.
—No sabía que fumaras —comentó Manuela, dando un trago a su café de
máquina.
—Lo dejé. Solo en situaciones desesperadas me permito una calada. —
Arteaga dio una segunda expiración al cigarro y lo apagó con la punta de sus
botas de piel—. La prensa ha hecho su trabajo y el video que me diste ya está
en todas partes.
—Lo he visto. Muchas gracias.
—Ahora toca que me expliques por qué quieres boicotear a los tuyos.
—No quiero boicotear a los míos —contestó, sincera, concentrada en las
pupilas negras de Arteaga—. Han detenido a un pobre hombre mientras el
asesino, o la asesina, o quien coño sea, tiene a una mujer retenida y torturada,
y nos quedan menos de cinco días para encontrarla. Estoy cansada de que
jueguen conmigo. Ahora vamos a jugar todos.
—Entiendo por tus ojeras y tu vestuario, bastante descuidado, por cierto,
que llevas toda la noche despierta y varios litros de cafeína en sangre. Pero
son las seis de la mañana y yo me acabo de despertar, así que inténtalo
despacio.
Manuela miró la maxichaqueta de Jess, a la que había recurrido durante la
noche, sobresalir bajo su gabardina negra, y tuvo que darle la razón.
—Llevo un par de semanas recibiendo anónimos en mi e-mail. —Manuela
bajo los ojos, avergonzada—. Al principio pensé que se trataba de algún
idiota que me había visto discutir con la periodista, pero fue a más. Esta
mañana hemos recibido la denuncia de desaparición de una mujer que
cumplía el perfil de víctima, Lorena Ferrer, y esta tarde he recibido el vídeo
que hemos filtrado con las imágenes de esa mujer retenida. El asesino está
jugando conmigo y me envía los anónimos, ya no hay duda.
Arteaga se acercó a Manuela y se apoyó a su lado en el palé.
—¿Tenemos información de esos envíos?
—Eres la primera a la que se lo cuento.
—Eso no es verdad, Manuela.
—Touché, Patricia. Eres la primera fuente oficial a la que se lo cuento.
—Así está mejor.
—Por ahora no tengo nada, pero estoy en ello.
—Mi equipo puede mirarlo, si quieres.
—No quiero que se filtre.
—No se filtrará. —Arteaga dibujó una mueca de autocomplacencia.
—Si tu teoría es cierta y todo esto es solo un señuelo para desviar nuestra
atención, cobra más sentido que utilice a la prensa para su beneficio; parece
que siempre van un paso por delante.
—Enciéndete otro de esos, anda.
Manuela giró la cabeza para observarla y sacó otro cigarro.
—Hoy me ha dicho una amiga que lo importante no es la verdad, sino lo
que la gente cree que es cierto, y tiene razón. —Encendió el cigarro y se lo
pasó a Arteaga—. Ahora todo el mundo sabe que han detenido a un inocente
y que una pobre chica espera a ser asesinada. A partir de ahí vamos a repartir
de nuevo y a ver qué mano nos sale. Tengo la sensación de que es la primera
vez que conseguimos llevar la iniciativa.
—Estás muy segura de que es una mujer. —La comisaria disfrutó de
varias caladas y le devolvió el cigarro a Manuela.
—No lo sé, pero mi compañera está convencida y es muy buena en lo
suyo.
—¿La rubia? —indagó, observando la mano de Manuela.
—Sí, la inspectora Mars.
—Tu compañera —afirmó. Recorrió con la mirada la mano de Manuela
hasta sus ojos.
Manuela notó las pupilas de Arteaga sobre ella y se centró en el muro del
callejón. Concentró la poca energía que le quedaba en imaginar a Jess,
probablemente enfadada a esas horas de la madrugada. Como a Helena, le
había prometido dormir con ella aquella noche y le había fallado. Tenía que
contarle lo de los anónimos, era una parte fundamental del caso y se la estaba
ocultando por miedo a asustarla, a que se sintiera amenazada, a que pudieran
hacerle daño.

La puerta de la comisaría parecía la alfombra roja. Los medios de


comunicación hacían cola para obtener el mejor plano del detenido tras la
línea de seguridad que había montado la policía. En el interior del perímetro,
en la esquina entre el callejón y la calle principal, el comisario Antares,
Vaamonde y una delegación de altos cargos observaban el furgón que
esperaba en la puerta lateral para cargar al detenido.
Manuela paseaba, pensativa, alejada del objetivo de los focos y con la
mirada puesta en Belén Bergantiños, que, con grandes alardes, intentaba
ganar posiciones en la primera fila de cámaras de televisión.
—Menudo circo has montado, chavala.
Manuela esperó a que el capitán llegara a su altura y le increpó sin quitar
ojo a la periodista.
—No recuerdo haberte invitado a la fiesta.
—Supuse que, con las prisas, se había extraviado la invitación.
—¿Has hecho lo que te pedí?
—Por supuesto. —Soler le guiñó un ojo, dándose importancia—.
Objetivos asegurados.
—¿No has pasado por casa? —Isabel llegó junto a ellos y soltó una
sonrisita nerviosa al ver a Soler.
—No tuve tiempo.
Manuela contestó a la psicóloga sin mirarla, con toda su atención puesta
en la melena de Jess, que salió por el portón de los detenidos y se dirigió
hacia el comisario.
—Estamos demonizando a un hombre inocente —susurró Jess al oído del
comisario para que sus compañeros de grupo no pudieran oírlo.
—Anoche ya zanjamos el tema, Mars. Sigan investigando y démosle a la
prensa algo bueno de lo que hablar.
—Es una cagada y lo sabe, Antares.
—Agradézcaselo a su compañera y a sus habilidades sociales.
Antares giró la cabeza en dirección a Manuela y Jess caminó hacia ella;
los ojos marrones de la inspectora la acechaban desde lejos.
Manuela seguía concentrada en la melena rubia de Jess, que, tras detenerse
unos segundos con Antares, se dirigió, seria, hacia ella. Cuando casi la había
alcanzado, el furgón policial con el detenido en su interior encaró en callejón
hacia los periodistas y se provocó una reacción en cadena de flashes, gritos y
narraciones impostadas. Manuela buscó a Isabel y Soler a su espalda; se
habían alejado unos metros y compartían confidencias en la puerta de
comisaría.
—Veo que al final ni a tu casa ni a la mía —dijo Jess con un tono neutro
bastante perturbador.
—Ahora iré a ducharme y a descansar un rato. Quería tener claras las
líneas a seguir y se me fue el tiempo. Tenemos cuatro días, máximo, para
salvar a Lorena.
Jess la miró sin desvelar ninguna emoción.
—¿Has encontrado algo nuevo? Que me quieras contar, claro, porque
igual prefieres seguir tú sola.
Manuela aguantó la mirada de reproche y sus jugos gástricos se esforzaron
por darle la razón.
—No quiero seguir sola, Jess.
—Pues aquí estoy. Justo delante de ti.
—Necesito unas horas y prometo ponerte al día de todo.
—No prometas si no lo vas a cumplir.
Manuela sintió la estocada de su compañera y el dolor de cabeza, que
comenzaba en la base del cráneo, se le extendió por todo el cuerpo.
—Jess. —Le rozó la mano con disimulo—. Jess, mírame, por favor. —
Consiguieron conectar sus miradas y abstraerse del ruido que las rodeaba—.
Soy consciente de lo que parece, pero me encanta trabajar contigo y divagar
juntas. —Manuela intentó sonreír con sinceridad—. Dame un par de horas y
te pongo al día de todo lo que quieras.
Jess estudió a Manuela en silencio y, aunque quería seguir enfadada, fue
incapaz. Le devolvió el roce de la mano, y su compañera finalizó la sonrisa
hasta perderse en ella.
—Haz lo que tengas que hacer. Vete a casa y descansa. Después de comer
hablamos —concluyó sin reproches.
—He quedado con Tony para que me informe de los avances de la
burundanga. —Manuela sintió que la losa que portaba sobre los hombros se
hacía un poco más ligera—. La UCO está rastreando el teléfono de Lorena, y
García va a pasarse por el gimnasio de boxeo a ver si pesca algo. Si te parece,
intenta avanzar con el alambre de espino, ahora que tenemos el dato, y esta
tarde lo ponemos todo en común.
20

—¿Piensas sacar algo de la burundanga, o quieres que espere


eternamente? —Manuela miró a Tony, rabiosa. Estaba sentada en el maletero
abierto de su coche, en el punto limpio de la barriada: un recinto cuadrado sin
asfaltar, rodeado por varios contenedores, al que se accedía por un camino de
tierra por donde apenas paseaba algún despistado.
—Te pensarás que eso es llegar y hala, la gente se pone a cantar porque el
gitano da confianza. Son delincuentes, jefa. Hay que andarse con ojo. —Tony
cogió una piedra del suelo y la lanzó a uno de los contenedores. Manuela lo
miró con desdén, y el gitano siguió hablando—. Ya te lo he explicao, pero
estás un poquillo lenta, las cosas como son. Hablamos con el que dio el chivo
al agente Aitor y, aunque tuvimos que ponerle nuestra mejor jeta, nos cantó
lo de su quibilero, el Negro, que ni era negro ni era na al final, el camellete
del centro, que, por cierto, me debes un buen parné de esa gestión…
—¿Podemos abreviar? Porque no estoy para tus historias.
—¿Y cuándo no es fiesta, tenienta? —bromeó Tony. Lanzó un cuaderno
con fuerza, que planeó y cayó frente a Manuela—. Los cincuenta pavetes por
camelar al tintín me los debes, como hay Dios. —Juntó los dedos y se los
besó con fuerza.
—Que sí, pesado, sigue.
—Si me cortas, me alargo, parece mentira que lo no sepas. ¿Por dónde
iba? —Manuela suspiró en busca de paciencia—. ¡Ah, sí! Por el Negro.
Cincuenta leuritos mediante, nos dijo que había colocao algo de burundanga
a un chatilla en el Mercao de la Cebada hacía unos meses, y esta tarde vamos
a ir el Mudo y yo a ver qué se tercia. Antes de que te respingues, ya te aviso
que estamos buscando una aguja en un pajar, porque tú me dirás… Por el
mercao ese pasarán millones de personas al día.
—Peinad el puto mercado hasta que no quede un ladrillo en pie si es
necesario.
Manuela se quedó con el dato del Mercado flotando en su cabeza. Había
salido más veces en la investigación: Alberto, el hermano de Beatriz, tenía
una novia que vivía enfrente y, cuando fueron a casa de Sandra, las bolsas de
fruta seguían en la cocina, ¿habría comprado en la Cebada? Manuela escribió
a Jess para comprobar el dato.
—Cada día quedamos en sitios más glamorosos, por cierto —bromeó
Tony mientras trataba de encestar en alguno de los contenedores.
—Si quieres, la próxima vez quedamos en el Ritz y nos tomamos unas
cocochas. —Manuela encendió un cigarro; pensaba en Jess.
—Unas cocochas, dice. Te creerás que el gitano es tonto. Si me invitas al
Rich ese yo me pido algo de calidad, un buen filetaco, y no un coktil de esos
para gilipollas.
—Claro. —Manuela abrió mucho los ojos mientras seguía el hierro que
acababa de encestar Tony en uno de los contenedores y que le había
agudizado el dolor de cabeza—. Deja de jugar al baloncesto que me estás
tocando los huevos.
Tony lanzó la última piedra que tenía en la mano y se volvió hacia ella.
—¡Uh! Como está el patio de revuelto hoy, ¿no? Si estamos aún a
primerita hora, tenienta, no ta podio dar tiempo a revirarte ya.
Manuela notó que sus nervios estaban especialmente activos por la falta de
sueño.
—Dame un pito, anda. —Tony se sentó de un salto junto a ella en el
maletero del Range Rover—. ¿Qué estamos haciendo aquí?
—Ya te lo dicho —contestó. Sacó el paquete sin mirarlo, escuchando el
motor de un coche que avanzaba por el camino de tierra.
—Ya me lo has dicho, bueno, pero no sé hasta dónde tenemos que llegar
en las pesquisas, y luego si me excedo, te encabritas, y si me quedo corto, te
encabritas también. Con las mujeres nunca se sabe, y menos contigo.
Manuela se puso de pie. Un Mini Coupé rojo acababa de aparecer por la
puerta del punto limpio.
—Tu: oír, ver y callar. Sobre todo, callar. Si se resiste, vamos viendo.
Una pick up verde a gran velocidad llegó hasta la puerta cuando el Mini
había entrado por completo en el recinto, y cortó el paso a la posible salida
del vehículo. El capitán Soler se bajó de ella con sus ademanes chulescos, se
colocó las gafas de aviador en el pelo, cogió un cigarro del paquete y lo
encendió con prepotencia.
—¿El guapito este quién es? —susurró Tony al oído de Manuela mientras
esperaban, en pie, a que el conductor del Mini bajara del vehículo—. ¿No
será de los nuestros?
—Acuérdate: oír, ver y callar. A ver si lo conseguimos.
—Que no voy a decir na, tenienta. ¿Pero quién ha invitao al payo
afeminao?
—Yo.
Manuela sonrió a Tony y avanzó un paso hacia el Mini. Desconcertado, el
gitano se apoyó en el coche y movió los pies; una nube de polvo se levantó
sobre ellos. La puerta del Mini se abrió en dos tiempos, como con miedo, y
Belén Bergantiños se bajó del vehículo analizando con recelo la situación en
la que, de repente y casi sin darse cuenta, se había metido.
—Hola, Belén. Encantada de verte de nuevo —saludó Manuela con
confianza.
—¿Qué es esto? ¿Qué está usted haciendo aquí? —preguntó al reconocer a
la inspectora. Tenía la mitad del cuerpo dentro del coche.
—Qué bonita casualidad que hayamos coincidido todos, ¿verdad, López?
—Soler llegó hasta la periodista por la espalda y, rodeándola con el brazo, la
empujó hacia el maletero abierto de Manuela—. Vamos a acercarnos un
poco, Belén, para tener más intimidad.
—Tenienta, el guapito va directo al grano, igual no ha entendido las
ordenanzas —volvió a farfullar Tony.
—Callar, Tony, sobre todo callar.
Soler llevó a la periodista hasta Manuela, que, con las manos en los
bolsillos, sonrió vanidosa.
—Ya es casualidad, sí, capitán.
—No podéis hacer esto. —La periodista hablaba muy rápido, intentando
disimular su miedo—. Soy una profesional de los medios de comunicación y
no podéis retenerme a la fuerza en un descampado.
—Uy, uy, uy, retener —canturreó Tony—. ¡Qué barbaridad, paya! Aquí
nadie está reteniendo a nadie.
Manuela giró la cabeza apuñalando al gitano con la mirada y deteniendo
en seco su comentario.
—La verdad es que no estamos reteniendo a nadie. Creo que has venido
voluntariamente. Como dice Soler, ya es casualidad que hayas acabado en el
mismo sitio que nosotros. ¿O no?
—A mí me pica la curiosidad sí. Una amiga mía dice que dos
coincidencias son un patrón. —Soler apoyó la pierna en el maletero y le
guiñó el ojo a Manuela, que permanecía muy erguida, con media sonrisa y las
manos en el bolsillo del abrigo—. Nosotros estamos deshaciéndonos de
algunas cosas. ¿Cómo es que has venido tú hasta aquí?
—Eh… —La periodista, perdida y confundida, miró a los tres con
desconfianza, sobre todo a Tony, que, sentado en el maletero y hablando
consigo mismo, sacaba brillo a una navaja—. Yo…
—Qué difícil es perder la iniciativa, ¿verdad, Belén? —Manuela apoyó la
espalda en el coche y forzó aún más la sonrisa—. Tienes cojones, eso desde
luego. Recibes un mensaje anónimo, piensas que es del asesino, y vienes sola
hasta aquí.
—¿Está usted loca? ¿Qué dice?
Tony se levantó de un salto acariciando el filo del arma.
—¡Eh! A la tenienta, insultitos los justos. ¿Estamos?
Manuela detuvo a Tony con la mano y siguió hablando.
—Vamos, Belén, no te hagas ahora la digna. Sabemos que te llegó un
mensaje anónimo porque te lo mandamos nosotros.
La periodista bajó la mirada en un intento por ganar tiempo.
—Pero entonces, el vídeo… No, no puede ser —murmuró.
—¡Premio para la señorita! El vídeo de anoche también lo filtramos
nosotros, y tú nos hiciste un inmenso favor publicitándolo a bombo y platillo.
—¿Es falso? —preguntó la periodista con inquietud.
—No. No es falso, ¿verdad, Soler?
—No, que yo sepa.
—Mira, Belén, me has tocado mucho los cojones en esta investigación,
pero al final tu ansia nos ha servido de algo. Te cuento lo que yo creo que
está pasando y si me equivoco, me dices.
—Esto es ilegal. —La periodista intentó resistirse una última vez; alzó la
cabeza con dignidad—. No podéis hacerme nada. Mañana va a estar
publicado en todos los sitios, es el fin de vuestra carrera.
Soler y Tony miraron a Manuela, que se echó a reír con una siniestra
carcajada.
—¿Has oído, gitano? Esta escoria se permite amenazarnos. ¿Estás
preocupado por tu carrera?
—Por menos hemos liquidado a alguno.
—Por mucho menos, sí señor.
—Solo tienes que ordenarlo, tenienta.
Manuela se sacó las manos de los bolsillos y dio un paso hacia la
periodista. Tony la siguió, pegado a ella como una sombra.
—Ay, Belén… ¿Qué vamos hacer contigo? —dijo con un tono tan
pausado que hizo que la periodista se echara a temblar—. Venga, una última
oportunidad. Me ha costado verlo, no creas. Suelo ser más ágil, pero este caso
me ha pillado a contrapié. Llegaste la primera al campo de golf, cuando ni si
quiera podíamos intuir lo que teníamos entre manos; estabas en el parque
aquella noche enumerándome toda la ristra de derechos que tenéis los medios
de comunicación, cuando a mí ni siquiera me había dado tiempo a pasar por
casa desde que saltó el aviso; y, quizá lo más importante, te has tomado
muchas molestias para que tu Asesino del Collar fuera la noticia del día y de
la noche. Todo cuadraba, pero mi encontronazo contigo te dio una nueva
dimensión y no fui capaz de verlo. —Manuela hizo una pausa buscando los
ojos huidizos de su contrincante.
—¿Se te ha comido la lengua el gato, juntaletras? Te noto temblando una
pizca —preguntó Tony, incapaz de mantenerse en silencio.
—No soy la asesina —contestó con un mínimo hilo de voz.
—Eso ya lo sabemos, cielo. Si lo fueras, no estaríamos aquí. —Manuela se
giró hacia Soler—. ¿Ves por qué tengo que dejar de relacionarme contigo?
—Todo lo bueno se pega, Nancy. —Levantó una ceja y encendió otro
cigarro con suficiencia.
—En fin… —Manuela volvió a acercarse a Belén, que había dado un paso
atrás, y retomó su tono sosegado—. Sé que no eres la asesina, pero alguien te
ha estado guiando todas estas semanas para que le hicieras una buena
campaña de marketing. La duda es si eres una simple idiota o su cómplice.
—No. No. Yo no. —Belén miraba a Manuela pero su cabeza era incapaz
de relacionar conceptos. Dio unos pasos hacia atrás.
—No me digas que no lo sabías. Una fuente anónima que te manda
información secreta sobre los asesinatos. ¡Blanco y en botella! ¿Quién creías
que era?
—Yo no pensé… Siempre hay fuentes anónimas. Quizá alguien de
comisaria o…
—¿Una fuente oficial que te mandara una foto de la marca del rosetón que
deja el asesino en el cuello antes de tener el número de víctimas suficiente
para valorarlo como prueba? —Manuela miró hacia el cielo; fingía
reflexionar—. Mmm, me cuesta creerlo, Belén. No eres tan tonta.
—Bueno… —siguió retrocediendo mientras Manuela avanzaba hacia ella.
—¡Guaperas! —Tony golpeó a Soler, que seguía apoyado en el coche, con
el brazo—. Tráete a la niña pa ca, que como la cosa se tuerza y haya que
echarla al final pa dentro cada vez está más lejos. Y luego la tenienta no es de
mancharse las manos, eso ya te lo voy avanzando.
—¿Os vais a deshacer de mí? No podéis —tartamudeó.
Manuela sonrió y volvió a meterse las manos en los bolsillos.
—Nadie se va deshacer de nadie, porque no queremos, no porque no
podamos. Te he contado lo que sé, ahora necesito dos cositas de ti muy
facilitas; seguro que vas a colaborar.
—Pa empezar no queremos más blablá malo de la Manuela por la tele. —
Tony cogió a Belén del brazo y sus músculos se contrajeron—. Que luego el
Patrón lo ve, se nos azora y nos da el día. Menudo es cuando está
encabronao, peor que la parienta. También por la Manuela, claro, que no se
lo merece. Mira que hay malorraje gili en lo suyo pa haber elegido a otro. ¡Y
tira pa allá, coño, que me estás haciendo hervir! —Tony la empujó hacia el
maletero y la periodista, que parecía un palo, trastabilló y estuvo a punto de
caer al suelo.
—Madre mía, Olivita, lo tuyo es devoción —exclamó Soler, subiéndose
las gafas para mirar a Tony.
—¿Me está insultando el payo, tenienta?
Manuela se giró, resoplando agotada.
—Me estáis tocando los cojones ya. Los dos. No te ha insultado, es que es
idiota, siéntate ahí y quietecito. —El gitano aceptó a regañadientes y se
acomodó de nuevo en el maletero—. Y tú, ¿qué hemos dicho de los putos
motes? A tu rincón, coño, que parecemos el vaquilla y familia.
Soler cruzó la mirada con Tony y le lanzó un paquete de tabaco en señal
de paz, más relajado. Manuela devolvió su atención a Belén, que parecía a
punto de tener una crisis nerviosa.
—Perdona. Siéntate si estás más cómoda, no vamos a arrancar contigo
dentro.
Tony soltó una risilla nerviosa que Manuela detuvo en seco con los ojos.
—Prefiero seguir de pie —dijo Belén en un tono casi inaudible.
—Como prefieras. —Manuela miró el reloj, consciente de la falta de
tiempo y la falta de paciencia, y relajó su discurso. Por un momento echó de
menos a Jess, ella habría sido capaz de empatizar con la periodista mucho
mejor que cualquiera de ellos. Intentó seguir su ejemplo y ser sincera con ella
—. Belén, escúchame bien porque empieza a correr prisa. Todo lo que te he
contado es verdad, no necesito que me lo confirmes, tampoco necesito que
nos alabes en tu programa de mierda, nosotros hacemos nuestro trabajo lo
mejor que sabemos y tú puedes opinar y juzgarlo cuanto quieras. No estamos
aquí para que me hagas una campaña de marketing, yo ya tengo a Tony. —
Manuela sonrió y la periodista se relajó ligeramente—. Necesitamos tu ayuda
para coger al asesino. Como viste en el vídeo de anoche, tiene a otra mujer
retenida y el tiempo corre en nuestra contra, así que necesito pedirte dos
favores. ¿Me vas a ayudar?
Belén Bergantiños, desprovista de todo orgullo, asintió.
—Gracias —prosiguió Manuela—. En primer lugar, tienes que seguirle la
corriente y hacer lo que llevas haciendo hasta ahora. No puede darse cuenta
de que sabemos que se comunica contigo, o dejará de hacerlo. ¿Lo entiendes?
—La periodista volvió a asentir con un gesto imperceptible—. Bien. Lo
segundo es más importante: sé que se pone en contacto contigo y te manda
información, supongo que a través de emails anónimos o de diferentes
direcciones. —Manuela sintió su teléfono vibrar en el bolsillo.
—Sí. Me llegan emails con información, pero no conozco la fuente. Igual
que anoche el vídeo.
—Lo suponíamos, por eso copiamos el procedimiento: para filtrarlo y
citarte aquí hoy. ¿A qué dirección te llegan?
—A una cuenta personal que tengo hace tiempo. El de anoche y el de esta
mañana me llegaron a la cuenta de la tele. Me extrañó, pero tampoco tenía
muchas opciones de comprobarlo.
—Necesitamos la cuenta y las claves. No te preocupes, que nada de lo que
haya allí va a salir de aquí.
La periodista se concentró en los ojos de Manuela y no puso más
oposición.
—Si me das un papel te lo apunto todo.
Soler le acercó un cuaderno y un boli.
—Por último y muy importante, ¿tú puedes ponerte en contacto con él?
—No soy su cómplice.
—Lo sé. Pero ¿puedes contestar a los e-mails?

Jess llevaba ya un rato buscando el mismo modelo de alambre de espino


que aparecía en el vídeo para compararlo con las heridas de las víctimas. Era
un trabajo arduo y poco agradecido. Había decenas de modelos disponibles
en cientos de tiendas: con púas, cuchillas, más cortantes, puntiagudos… El
trabajo, repetitivo y monótono, no ayudaba a que su cabeza dejara de pensar
en Manuela. Entre diferentes marcas y materiales, Manuela se iba colando en
sus pensamientos. Quería estar enfadada, lo había intentado toda la mañana,
pero no podía. Por alguna extraña razón sentía que algo no iba bien, pero que
no tenía nada que ver con su relación. Manuela estaba asustada, por eso
escondía la cabeza bajo el caparazón, y lo único que quería ella era abrazarla.
Cuando ya casi era una experta en la distancia entre las cuchillas, Manuela
volvió a aparecer en forma de mensaje. Quería que comprobara todos los
testimonios y datos en torno al Mercado de la Cebada. Jess se puso a la tarea,
mucho más gratificante que seguir viendo páginas de bricolaje.
Le encantaba trabajar con Manuela en ese ecosistema caótico y brillante
tan diferente al suyo, siguiendo sus corazonadas inconexas y sus impulsos
delirantes. Habían decidido mantener su relación en secreto para seguir
trabajando juntas, ¿por qué, entonces, sentía que no estaba siendo del todo
sincera sobre el caso?
¿Era por lo de vivir juntas? No, Manuela intentaba estar con ella todo el
tiempo que podía y no recelaba del compromiso. ¿Por qué era, entonces?
Manuela estaba preocupada y tenía que averiguar por qué.
—Perdone, ¿Jess Mars?
La voz interrumpió sus reflexiones. Jess alzó la cabeza y detrás de un
ramo gigante de rosas rojas vio a un mensajero que la miraba impaciente.
—¿Es usted Jess Mars?
—Sí, soy yo.
—Firme aquí. —Le acercó el móvil y, dejando las rosas sobre la mesa, se
fue por donde había venido.
Jess observó las flores junto a su ordenador y buscó la nota, ruborizada.
—¿Tienes un admirador, Mars? —El inspector García, a su espalda, fue el
único que se atrevió a decirle algo. El resto de sus compañeros lo comentaban
entre dientes.
Jess encontró la nota en un sobre abultado y sacó el papel apenas unos
centímetros. «Siento mucho haber estado insoportable estos días. ¿Esta noche
a las nueve en mi casa y hablamos?». La nota estaba firmada por una enorme
eme mayúscula. Jess sacó el resto del contenido del sobre, una tableta de
chocolate con un «Te quiero» escrito sobre ella.
Abrió el cajón para guardar el chocolate y la nota en el bolso; no podía
evitar sonreír. En el cajón vio otras notas de Manuela y sintió las mariposas,
aletargadas en los últimos días, calentando su cuerpo.
—¿Qué te ha hecho? —Isabel llegó hasta ella y se apoyó en la mesa; la
observó con una mirada juguetona.
—No lo sé.
—Pónselo un poquito más difícil de todos modos, rubia. Que como vea
esa sonrisa, ya lo tiene hecho.
Jess intentó dejar de sonreír, pero las mariposas ampliaban la sensación de
plenitud cada segundo que pasaba.

—No estoy cómodo, Manu. —Raúl dejó de teclear en el ordenador y la


miró con un suspiro de desamparo—. Estamos mintiendo a mi mujer y a la
tuya, y no estoy acostumbrado a esto. Llevo tres días soñando con los putos
vídeos. No sé cómo puedes hacerlo.
Manuela acercó una silla de oficina con ruedas y se sentó junto a Raúl.
—Raúl, estamos muy cerca de coger a ese cabrón. Solo necesitamos un
esfuerzo extra. —Manuela apoyó las manos en los muslos de su amigo, que
buscaba la solución a sus problemas en el suelo de su despacho, en el
semisótano—. Mírame. ¡Mírame, coño!
Raúl alzó la cabeza lentamente hasta los ojos inmensos de Manuela.
—Yo tampoco me siento bien ocultándoselo, pero no quiero preocuparlas
y no podemos permitir que se filtre. Es la primera vez que llevamos la
iniciativa en esta locura y tenemos que jugar bien nuestras cartas.
Raúl cabeceó varias veces; intentaba digerir las palabras de su amiga.
—Tampoco estoy cómodo con ella aquí. Una cosa es que te eche una
mano y otra muy distinta es meter a más gente.
—Oye, que esa mujer es comisaria de Inteligencia de la Policía Nacional,
no estamos haciendo un trío bondage en el sótano —bromeó Manuela,
sacándole una tímida sonrisa—. Quiere ayudarnos.
—Me alegra que, de algún modo extraño, coherente en tu cabeza, hayas
pedido ayuda, pero… —Raúl buscó los ojos de Manuela y le apretó la mano
—. ¡Tengo miedo, pequeña!
Manuela le golpeó la cara con cariño.
—¡Va! Tranquilo. No te va a pasar nada.
—No es por mí. Es por Cris y por Jess. Y por ti, claro. Nunca me había
dado cuenta de hasta qué punto os ponéis en peligro.
La puerta del despacho se abrió y Patricia Arteaga los interrumpió.
—Perdonad, tenía que coger la llamada.
Manuela buscó por última vez los ojos de Raúl en un intento por insuflarle
confianza. Raúl asintió y volvió a hacer bailar sus dedos por los dos teclados
que tenía sobre la mesa, moviéndose de una pantalla a otra.
—¿Habéis avanzado? —Arteaga llegó hasta ellos y se apoyó en el
respaldo de la silla de Manuela.
—Los emails que recibió la periodista están enrutados, igual que los de
Manuela. —Raúl navegaba entre diferentes ventanas de código—. Utiliza el
mismo cliente de correo y rebota la información cifrada en relés cebolla que
dificultan deshacer el camino.
—¿Puedes explicárnoslo como si fuéramos tu hija? —murmuró Manuela;
era imposible descifrar los símbolos de las pantallas.
Raúl se relajó y se giró hacia Manuela.
—Mandar emails anónimos es la cosa más sencilla del mundo; los
protocolos SMTP no incluyen autenticación, por eso cualquiera puede
manipular el campo de su dirección y escribir casi lo que quiera. Es lo que
hacen las campañas de marketing agresivo o, chapuceramente, los clásicos
spam de robo de identidad. Aun así, siempre se queda un registro de la IP de
origen y las diferentes IPs por las que ha viajado el mensaje.
—¿Tienes esa información? —preguntó Manuela, que creía haber
entendido su explicación.
—Tenemos IPs, sí. Pero vuestro hombre lo está haciendo bastante mejor.
En vez de usar IPs públicas y manipular los registros DNS, está usando un
cliente de e-mail de Tor.
—¿Tor, el navegador? ¿El de la deep web? —interrumpió Arteaga.
—El mismo.
—Llevamos años sufriéndolo.
—¿Es legal? —Manuela no tenía muchos conocimientos sobre
ciberdelincuencia.
—Es legal usarlo, sí —confirmó la comisaria—. El problema es que casi
nadie lo usa para nada bueno.
—Lo que hace Tor es garantizar el anonimato enmascarando estos
registros de IP en origen. —Raúl señaló una línea de códigos en su pantalla
—. Por lo general, los clientes de emails de internet fijan un origen, el
emisor, un destino, la persona que recibe el correo, y envían el mensaje de
uno a otro; también registran las direcciones de todos los sitios por donde
pasa. Si ese fuera nuestro caso, podríamos deshacer el camino y llegar a la IP
desde donde se envió el mensaje. Tor, en cambio, retuerce el camino y para ir
de a, emisor, hasta b, receptor, crea una ruta indirecta y aleatoria, rebota el
mensaje usando muchos nodos en todo el mundo con IPs enmascaradas y
cifrando cada tramo. Con lo que, para llegar al origen, si es que lo
consiguiéramos, tendríamos que ir descifrando cada parte del camino.
Pelando las capas a la cebolla.
—Entendido. Mis mensajes y los de la periodista están cifrados igual,
entonces.
—Usa el mismo protocolo, sí. Diría que es la misma persona. Por eso
tenemos el mismo problema, aunque no es un trabajo de un hacker
profesional, está muy bien encriptado, con servidores robustos, y aunque
intento deshacer el camino, yo no tengo medios para desencriptarlo. Podría
resolverlo al final, pero tardaría mucho.
—Mi equipo está analizando el contenido que le envió a Manuela y a la
periodista. —Arteaga parecía capaz de leer los metadatos que parpadeaban en
el ordenador—. A ver si conseguimos alguna pista. En cuanto nos autorices y
me des tus claves, podemos ayudar a Raúl en el rastreo.
Manuela pulsó el botón de su teléfono, sobre la mesa, y comprobó que no
tenía notificaciones. Decidió ignorar la propuesta de Arteaga y seguir
hablando con Raúl.
—¿No podemos hacer nada, entonces, desde aquí?
Raúl observó de reojo a la comisaria, en pie tras Manuela.
—Una cosa sí podemos —dijo, desconfiado.
—¡Habla! —ordenó Manuela.
Raúl volvió a girar la cabeza hacia Arteaga y Manuela afirmó una sola vez
con la cabeza.
—Habla, Rulo.
—La dirección desde donde enviaban tus mensajes tenía configurados los
DNS para no poder obtener respuestas. Intenté contestar y el mensaje
rebotaba hasta perderse en la red, no era posible entregarlo.
—Belén interactuó con él —pensó en alto Manuela.
—Correcto. La periodista recibía los emails usando el mismo protocolo,
pero desde otro cliente de correo que sí admite mensajes entrantes. Podrías
contestar y si, con suerte, interactuáis, intentar poner una baliza a los
paquetes de datos para seguirlos.
—Podría ofrecerte una tecnología muy superior y ahorrarte varios delitos
si quisieras hacerlo en mi comisaría.
Raúl y Manuela se miraron, incómodos.
—Sabes que no quiero que se filtre, Patricia.
—¡Por dios! —exclamó exagerada—. Mira que eres cabezota. Aunque no
se iba a filtrar si lo hiciera mi equipo, acepto los recelos. Te estoy ofreciendo
a cambio de nada todos mis medios para que tu amigo pueda hacer el
seguimiento. ¡Ya está, ábrete un poco!
—¿Tú qué dices? —Manuela se dirigió a Raúl.
—Tiene razón, Manuela. Yo soy programador. Mi equipo no tiene los
programas que supongo que tienen ellos, legales e ilegales. Si quieres tener
una oportunidad, deberías contar con su ayuda.
—¿Te importaría estar presente?
—Si tú me lo pides, no. —Raúl se debatió entre el miedo y la ilusión por
probar nuevos juguetes.
—Gracias —dijo, sincera, Arteaga—. Si podéis esta noche, lo organizo
todo.
—Esta noche yo no puedo.
—¿Tienes algo más importante que hacer?
—Bastante más importante.
Arteaga giró la silla de Manuela hacia ella.
—Si no te importa, podemos hacerlo nosotros. —Raúl aceptó de buena
gana.
—No sé…
—Manuela, de verdad, déjanos ayudar. —Arteaga se agachó a su altura—.
Voy a presentarle a Raúl a gente que habla su idioma, van a contestar e
intentar seguir el mensaje, somos de poca ayuda tú o yo. No te fíes de mí si
no quieres, pero fíate de él.
Manuela se resignó; asintió varias veces.
—¡Madre mía! Lo que te cuesta dar tu brazo a torcer, ni los militares más
carcas del CNI.
21

Jess oyó el inconfundible rumor del taconeo impetuoso saliendo del


ascensor y, al levantar la mirada del ordenador, se topó con las rosas. Como
le había aconsejado Isabel, tuvo que esforzarse para contener la sonrisa de
boba.
Manuela irrumpió en la zona de UDEV como un torbellino. Se había
duchado y cambiado de ropa, y con la seguridad de quien se sabe observado,
había recuperado su pose pretenciosa. Se detuvo un segundo en el despacho
de Isabel y entornó la puerta sin llamar:
—Me debes una explicación —dijo, relajando el gesto y elevando las
cejas.
—¿A qué? —rebatió la psicóloga, desconcertada.
—A esa sonrisita de idiota para empezar.
Sin esperar respuesta, cerró la puerta y siguió su camino. Cuando pasó por
delante de Jess, miró las flores con sorpresa.
—Mars, a mi despacho. —Sin detenerse, siguió hablando en tono
imperativo—. David, danos quince minutos, y te vienes tú también.
Jess, ya levantada, miró al inspector García con picardía.
—Mucha suerte, Mars. El tornado ha tocado tierra y te toca la primera
embestida.
Jess se dirigió al despacho de Manuela, donde ella ya se estaba
acomodando en la mesa de reuniones.
—¿Te importa dejarnos un rato, Paco? —exigió a Vaamonde sin mirarlo.
—Si me lo pides así… Puedo tomarme un café.
—O dos, no tengas prisa.
Jess se quedó en el umbral mientras el inspector jefe salía del despacho.
Observó cómo su compañera buscaba los expedientes y los esparcía por la
mesa de reuniones. Tras varios minutos de actividad frenética, se sorprendió
de no ver a Jess sentada junto a ella.
—¿Qué haces ahí? ¡Pasa! No te voy a morder, por lo menos aquí.
Manuela puso en marcha su catálogo infinito de sonrisas y Jess la
reconoció, por fin. Se serenó y se sentó junto a ella.
—Veo que has descansado —comentó en respuesta al juego de miradas de
Manuela—. Casi pareces tú.
—No he descansado mucho, pero sí, casi soy yo de nuevo.
—Me alegro. —Jess le apartó con suavidad el pelo de la cara—. Te
echaba de menos.
—Y yo —respondió, sincera, entrelazando la mano de Jess sobre la mesa
—. Siento mucho haber estado un poco ausente, Jess. Lo último que quería
era apartarte de la investigación.
—Ya está —zanjó el tema. Cogió la otra mano de Manuela —. Disculpas
aceptadas. Ahora ponme al día y no vuelvas a caer en el pozo ese de
oscuridad.
—Hecho. —Manuela sonrió agradecida y abrió una de las carpetas sobre
la mesa—. Antes de empezar, una cosita —se acercó a Jess bajando el tono
—, ¿hago planes para esta noche o el efecto de las flores es cosa del pasado?
Jess volvió a hacer un esfuerzo por contener el impulso de lanzarse sobre
Manuela y hacerle allí mismo el amor. Con el gesto fingidamente serio, le
indicó que se acercara con el dedo. Manuela obedeció hasta colocar su oído
en los labios de Jess.
—Las rosas me han encantado —susurró—, pero esa conquista te va a
costar bastante más que esta. —Rozándole el lóbulo de la oreja con la punta
de la lengua, se separó de ella y la empujó hacia la silla—. Venga, ponme al
día, López, a ver si le encuentro algún sentido a este rompecabezas.
Un escalofrío delicioso recorrió cada poro de su cuerpo; Manuela se irguió
en la silla y abrió el expediente.
—¿Por dónde empiezo? —se preguntó a sí misma.
—Por el principio, e intenta no saltar de un concepto a otro.
—Tenemos dos avances. Las pesquisas de Tony con la burundanga acaban
en una mujer que compró algunas dosis hace unos meses en el Mercado de la
Cebada, por eso te he preguntado antes. ¿Qué has sacado?
—Bastante prometedor, además del componente mujer, las tres víctimas
tenían relación con el mercado. Sandra compraba los productos frescos allí,
cuando fuimos a su casa con Guillermo las bolsas seguían encima de la
encimera; lo he comprobado y pagó con la visa en varios puestos la tarde
anterior a su desaparición. Era clienta asidua, en cualquier caso. —Jess
consultaba sus notas—. La víctima del campo de golf, Beatriz, vivía a
cincuenta kilómetros y no hacía vida en el centro, pero me acordé de la
coartada de su hermano. Alberto nos dijo que pasaba temporadas en casa de
su novia, en Madrid. Cuando llamé a la supuesta novia, que fue bastante
sincera, no me confirmó una relación idílica, pero sí que Alberto pasaba
tiempo en su piso. Por lo que entendí, era más bien un sitio donde pasar el
pedo, fumar opio y compartir viajes. La chica me confirmó que Alberto
pasaba allí temporadas, hasta que su hermana se lo llevaba. El portal está
justo enfrente del mercado.
—Con pinzas, pero podría valer. ¿Noelia?
—Con Noelia fue más una intuición. El gimnasio de boxeo está apenas a
tres calles, en la calle de Santa Ana. He hablado con el ex y algunos
compañeros, todos confirman que algunas tardes después de entrenar paraban
a tomar cañas en la zona gourmet de la última planta.
—¿O sea, que todas pasaron por el mercado?
—Sí. De una manera o de otra, es el único sitio que las conecta. Si,
además, la mujer que compró la burundanga quedó allí con el camello, creo
que es evidente que allí selecciona a sus víctimas, ya sea por elección —es un
sitio con mucha gente—, o por comodidad: vive cerca, trabaja allí…
—Quiero un par de unidades de paisano todo el día, necesitamos ojos.
—Ya está solicitado y aprobado. Creo que empezarán la vigilancia esta
tarde.
—Gracias. Los gitanos se darán una vuelta esta noche también, a ver si
sacan algo.
—Este hilo parece llevarnos a algún lado. ¿Cuál es el segundo avance?
Manuela se tomó unos segundos, ante la mirada atenta de Jess.
—He hablado con la periodista —dijo con el ceño fruncido, anticipando la
descarga de peros de su compañera.
—¡Manuela! Dejamos claro que la periodista tenía que quedar fuera.
—Déjame explicarme.
—Adelante. —Jess se cruzó de brazos, a la defensiva, en su silla.
—Ya sabes que tenía un sentimiento raro con la tal Belén desde el
principio.
—No es de extrañar, dado que tu relación con ella empezó a empujones.
—Correcto. Ahí estuvo el problema.
—¿Cómo?
—Nos cegó la pasión y no separamos la paja del trigo.
—Te he advertido que no saltaras de concepto.
—Escúchame. La periodista ha ido todo el rato por delante de nosotros. —
Segura de sí misma, Manuela enumeró con los dedos—: Estaba en el campo
de golf cuando el caso no era nada, publicó lo del rosetón apenas se encontró
a la primera víctima, fue la que se inventó el nombre del Asesino del Collar
y, el día que discutimos, llegó al escenario casi antes que yo.
—Que es un buitre no lo dudo, Manu. Pero la asesina…, no lo veo.
—Claro que no es la asesina, pero trabaja para ella. No se aún en qué
grado de consciencia, pero lo hace.
—Te escucho —dijo Jess; descruzó los brazos.
—Los hechos estaban ahí, pero como me generaba tanto rechazo, no fui
capaz de verlo hasta ayer, que cometió el error de ser la primera en filtrar el
vídeo de Lorena Ferrer.
—Sigue.
Manuela tragó saliva y decidió omitir el origen del vídeo anónimo.
—Arteaga ha comprobado que el vídeo se envió masivamente a varios
medios de comunicación.
—Ya tardaba en salir tu amiga la espía —interrumpió Jess entre dientes—,
solo falta que me cuentes el papel del capitán en la trama, y una tarde
redonda.
—Jess… —recriminó Manuela.
—Lo siento.
—Bueno, el vídeo se mandó desde un mail anónimo a varios medios, que
intentaron, de una forma u otra, comprobar la fuente. Solo ella lo público de
inmediato. ¿Por qué? Porque no era el primer email que recibía. Sabía que la
fuente era fiable porque ya había publicado más cosas.
—Como has hablado con ella entiendo que tienes la historia confirmada,
así que deja de darte importancia y cuéntame el final.
—Esta mañana he hablado con ella, sí. Todo reconocido. Desde el
principio recibía información de una fuente anónima que la fue dirigiendo
hacia donde le interesaba.
—Desde el punto de vista del análisis de conducta es de manual:
narcisismo, reivindicación de su obra y publicidad en los medios.
—Arteaga está analizando los mensajes y el contenido, a ver si pueden
darnos alguna pista. Belén, ahora, además de para la asesina, trabaja para
nosotros, así que nos va a informar de cualquier comunicación.
—Es importante que no sepa que ha perdido la iniciativa o se puede
revolver.
—Correcto. Por eso se lo he dado a Arteaga, su unidad es un búnquer y no
podemos permitirnos que nadie se vaya de la lengua, con lo que, por ahora,
esto nos lo guardamos.
—¿De García también?
—Por si acaso.
Jess se relajó y miró a Manuela a los ojos.
—Siento no haber escuchado tus sospechas de la periodista, Manu.
—No pasa nada, cuando acumulo locuras no es fácil ni para mí.

Manuela removió la cazuela de barro en el fuego y volvió a centrarla sobre


la placa de metal que la hacía apta para inducción. Con una cuchara de palo
probó la salsa, y bebió un pequeño sorbo del champán rosado que reservaba
siempre para cuando cocinaba. A continuación, añadió una pizca de jengibre
y una cucharadita de cúrcuma y volvió a remover el guiso. Le gustaba
cocinar, sobre todo a fuego lento; le ayudaba a relajarse y a poner su cabeza
en orden, y esa noche quería tenerlo todo muy bien ordenadito.
Ya había consumido sus comodines de estupidez las últimas semanas y no
quería que nada fallara en su cena con Jess. Lavó unas frambuesas frescas en
la pila y las dejó escurrir. El sonido del timbre anticipó la llegada de su cita.
Se quitó el delantal, se repintó los labios mirándose en el espejo del pasillo,
los humedeció con la lengua y se dirigió a la puerta. Cuando abrió, con esa
pose de superioridad innata y su mejor sonrisa, encontró a Jess.
—Buenas noches, ¿tiene reserva? —recitó con voz impostada. Fingió una
pequeña reverencia.
—No lo sé, me han citado aquí de forma anónima. Lo que veo no me
disgusta —contestó; posó la mirada en el escote de Manuela y recorrió desde
él todo su cuerpo—, así que espero poder hacer algo.
—Seguro que algo puede hacer.
La ayudó a quitarse el abrigo y lo colgó en el armario de la entrada,
después cerró la puerta y, desde los omóplatos de Jess, bajó las manos
lentamente por su espalda hasta detenerse en las caderas. La besó en el
cuello, pegándose a su cuerpo por detrás. Jess se dejó hacer. Observó el salón
repleto de velas y la mesa vestida como si fuera un restaurante de lujo.
Manuela rodeó a Jess con sus brazos a la altura de la cintura y colocó los
labios en su oreja derecha.
—¿Desea un poco de champán mientras espera? —susurró, seductora.
—Claro. —Jess se dio la vuelta, encerrada entre sus brazos, y rozó los
labios con los suyos—. Sobre todo si vamos a empezar por el postre.
—Esto es solo el aperitivo —apuntó Manuela—. El postre ha de esperar.
Jess sonrió, perdida en los ojos de Manuela, y con el dedo índice recorrió
su escote.
—No está mal el aperitivo, aunque, como te he dicho, esta conquista no te
va a ser fácil.
—Ya veo. —Manuela volvió a recorrer el cuello de Jess con sus labios.
—Ajá —respondió, mezcla de frase y jadeo, con verdaderos esfuerzos por
no empotrarla contra el armario de la entrada.
—Mmm… —Manuela tenía la cabeza ocupada en el cuello de Jess—. Me
encantan los retos.
Jess cogió la cara de Manuela y la miró de frente, volviendo a entregarse a
sus pupilas lascivas. La besó con violencia, un beso que fue un resumen de
sus sensaciones de los últimos días: salvaje, despechada, deseosa, tierna,
herida y anhelante a la vez. Manuela respondió con vehemencia, cogiéndola
en brazos; sin dejar de degustar el beso, la llevó hasta el sofá, donde se lanzó
sobre ella. Jess sonrió y detuvo a Manuela; le puso el dedo índice en la boca.
—Tranquila, cariño, que solo era el aperitivo. —Manuela le devolvió la
mirada, anhelante—. ¿No habíamos quedado para hablar? Pues hablemos.
Jess se levantó del sofá y se recolocó el vestido. Manuela hizo lo propio y
se dirigió hacia la cocina. Volvió a remover la cazuela.
—¿Champán, entonces? —preguntó, abriendo la nevera.
—En gran cantidad, por favor.
Jess se sentó a un lado de la isla de la cocina con su copa, y Manuela
frente a ella, en el lado de la vitrocerámica.
—¿Qué estás cocinando? Huele de maravilla.
—Tajín libanés. Es un guiso de cordero con verduras.
—¿Lo aprendiste allí? —preguntó Jess, inocente. Se llevó la copa de
champán a la boca.
—Veo que tu relación con Dani va viento en popa.
—¿Te molesta?
—Ni lo más mínimo. ¿Qué quieres saber? —Manuela apagó el teléfono
móvil y lo guardó en un cajón mientras Jess la observaba pensativa—.
Aprovecha bien el tiempo que hoy soy toda tuya. Pregunta lo que quieras y
prometo contestar.
—¿En cuántos países vivisteis?
—En Líbano, en Nueva Zelanda y en Inglaterra, cuatro años en cada sitio.
Cuando cumplí diecisiete me quedé aquí con mi padre. Dani acabó la carrera
en Londres y también volvió a Madrid al año siguiente.
—¿Cuántos años os lleváis?
—Cinco.
—¿Tus padres de separaron y por eso tu padre se quedó en Madrid?
—No exactamente. —Manuela rellenó las copas vacías y prosiguió—: Mi
padre estaba cansado del trabajo de policía en embajada; al final no eres más
que un segurata con galones. Le ofrecieron un puesto aquí y decidió
quedarse. Nunca se llevaron muy bien. Él sabía que yo, en cuanto empezara
la universidad, querría volverme a Madrid; supongo que tuvo también algo
que ver. Mi madre se fue a Canadá, se buscó otra familia y se esforzó por
enredarlo mucho para que todos menos ella acabáramos jodidos. Supongo
que Daniela te habrá dado los detalles.
—¿Tenía otra familia?
—No, no era tan previsible. La destinaron a Ottawa y se fue sola. El
trabajo era lo único que sabía hacer bien. Nunca supo estar sola. —Manuela
intentó encontrar las palabras en el fondo de su copa—. Se reinventó, por lo
visto. Cambió. Dejó la vida desordenada y comenzó a tomarse la medicación.
Estabilización del estado de ánimo, creo que lo llaman los profesionales. El
caso es que se enamoró de un magnate del petróleo y sus dos hijos pequeños
y se quedó allí por amor. O eso nos dijo.
—Por eso estás dolida con ella. Porque os abandonó.
—Ojalá nos hubiera abandonado y hubiera disfrutado mucho de su
enamoramiento tardío, pero ella no es así. —Jess percibió el dolor en los ojos
de Manuela—. Es una enferma; clínica, me refiero, incapaz de querer a nadie
que no sea ella misma. Una persona tóxica que contamina todo lo que toca.
—Jess buscaba establecer un diagnóstico médico en las pinceladas de
Manuela. ¿Ciclotimia? ¿Trastorno bipolar? ¿Algún tipo de depresión con
brotes psicóticos?—. No contenta con joderle la vida a esa gente, tuvo que
volver cinco años después a acabar de jodérnosla a nosotros.
—Lo siento, Manu. —Jess acarició la mano de Manuela sobre la encimera
—. Entiendo que no te sea fácil hablar de ello.
—Intento olvidarla, la verdad. —Jess notó que Manuela contenía una
lágrima—. Pero no te preocupes, no me importa compartirlo contigo.
Jess se levantó, se sentó junto al taburete de Manuela y le sostuvo la cara
con cariño.
—Mi amor, no quiero que sufras. Solo quiero que cuando estés mal lo
compartas conmigo. Solo de vez en cuando; si lo necesitas, que sepas que
puedes abrirte y contarme cómo te sientes, nada más.
—No quiero que pienses que quiero apartarte. A veces me cuesta mucho
exteriorizar mis sentimientos. Es un mecanismo de defensa, supongo.
—Lo sé. Por eso sé lo importante que es para ti estar hablando conmigo.
—Gracias.
Jess la besó en los labios con cariño.
—Gracias a ti por compartirlo. —Sonrió, juguetona, y rellenó de nuevo las
copas de champán—. Creo que la conquista va bien, por cierto.
Manuela mutó el rostro y dibujó una sonrisa inmensa.
—¡Ah! ¿Sí?
—Mucho mejor de lo que esperaba, inspectora.
Manuela se puso de pie y, removiendo el guiso, volvió a probarlo con la
cuchara de palo. Miró a Jess y suspiró, nerviosa.
—Creo que te debo una respuesta.
—¿A qué? —preguntó, sorprendida.
—Ya sabes a qué, no te hagas la tonta.
—Cada uno tiene sus mecanismos de defensa. —Le guiñó el ojo y se
bebió el contenido de su copa.
Manuela hizo lo mismo y volvió a sentarse a su lado. La cogió de las
manos.
—Siento no haberte contestado el otro día. Mi cabeza entró en bucle, no
me lo esperaba.
—Manu, ya te he dicho que no quiero casarme contigo y vivir
embelesadas todo el día. Solo quiero que estemos juntas, que confíes en mí,
que me hables, que sepas que estoy aquí.
—¿No quieres casarte conmigo? —cuestionó muy seria. Cogió el teléfono
—. Entonces, ¿cancelo los mariachis?
A Jess le cambió la cara y su piel se fue tornando rosada.
—No lo estás diciendo en serio…
—¿No?¿Segura?
—¡Eres idiota! —La golpeó con cariño en el brazo.
El timbre del portal interrumpió sus jugueteos.
—Mira, ahí están los mariachis, toma una decisión rápida.
—Ven aquí. —Nerviosa, la sujetó de la cintura—. Me estás vacilando,
¿verdad?
El timbre seguía sonando, pero Manuela no hacía ademán de acercarse a
abrir; contemplaba muy seria a Jess. Cuando la llevó al extremo de la duda,
rio a carcajadas.
—Que sí, tonta. Que es broma. Será un repartidor.
El timbre volvió a sonar, esta vez en la puerta del ático.
—En serio, Manu, ¿quién es? —se inquietó Jess.
—No tengo ni idea.
Manuela se acercó a la puerta y miró por la mirilla. Abrió con celeridad.
—¿Qué te pasa?
Cristina entró con Helena de la mano y la cara desencajada.
—¡Tía Ma! —La niña se lanzó a las piernas de Manuela, que mantenía la
atención en los ojos enloquecidos de Cristina.
—Hola, cariño. ¿Qué pasa, Cris?
—¡Está Jess! —Helena salió corriendo hacia la cocina y se abrazó a Jess,
que la cogió en brazos.
—¡Cris! —Manuela zarandeó a su amiga, preocupada—. Dime qué coño
te pasa que me estás preocupando.
—Llevo media hora llamándote —balbuceó con la voz entrecortada.
—Perdón. Apagué el móvil. ¿Estáis todos bien?
—Tengo a Javi en el coche en doble fila con apendicitis, me lo llevo al
hospital, tendrán que operarlo. —Cristina hablaba muy rápido y miraba de
Manuela a Jess—. Raúl está en una cena de trabajo y no me coge el teléfono,
tú tampoco. Necesito que te quedes con la niña. Si no puedes, llamo a Isabel,
pero prefiero que se quede contigo si no te importa.
—¿Cómo sabes que es apendicitis? ¿Está bien?
—Porque soy médico, y para tratar a los muertos primero hacemos
prácticas en gente viva.
—Respira tranquila: uno, dos…
—¿Te puedes quedar a la niña o no? —la cortó, malhumorada.
—Sí, claro que puedo quedármela, encantada. ¿Quieres que se quede con
Jess y te acompaño al hospital?
—No. En el hospital no eres de ayuda y encima voy a tener que aguantarte
y me vas a poner más nerviosa. Quédate aquí y cuando localice a Raúl lo
mando a recogerla.
Manuela recordó que Raúl estaba jugando a los espías con Arteaga y la
úlcera se le agrandó varios centímetros.
—Cris, cariño, mírame. —Manuela acarició el brazo de Cristina—.
Vamos a hacer una cosa: Helena se queda a dormir con nosotras feliz,
¿verdad, polluelo?
—¡Sí! —exclamó, efusiva, en los brazos de Jess—. Y vemos los Trolls
uno.
—Y vemos los Trolls, claro que sí —confirmó Jess con dulzura.
—Mañana la llevamos al cole y os olvidáis de ella hasta la tarde. Si
necesitas que vayamos a por ella nos llamas y repetimos la operación.
Cuando localices a Raúl, que se vaya para el hospital y os organizáis.
¿Quieres que lo llame yo para que estés tranquila?
—¿No os importa?
—Qué nos va a importar, estamos encantadas. Venga, respira y bájate que
tienes a un niño solo en doble fila.
Cristina abrazó a Manuela.
—Me parece bien. Gracias, cachorro. ¡Helena, pórtate bien y haz todo lo
que te diga la tía!
—Sí, mamá. —Helena ya se había integrado y estaba con Jess en el sofá
buscando los Trolls en las diferentes plataformas de streaming.
Manuela empujó con cariño a Cristina hacia fuera.
—Venga, no te preocupes que la niña está aquí en la gloria. Llámame con
lo que sea y si necesitas algo, me dices y voy para allá.
—Sí, no te preocupes. —Volvió a besar a Manuela—. Gracias, estoy un
poco nerviosa.
—Ya lo veo. Intenta tranquilizarte para conducir.
Manuela la dejó en el ascensor. Antes de que cerrase la puerta, Cristina la
detuvo.
—Oye, siento haberte estropeado la reconciliación.
—¿Eres boba? ¡Venga, que tienes al niño en el coche! Adiós. —Cerró la
puerta y la dejó fuera. Se giró, insinuante—. ¿Qué hacen mis dos mujeres
favoritas? —Manuela se sentó en el sofá con ellas.
—Estamos buscando los Trolls —contestó Helena emocionada, de pie en
el otro sofá—, y vamos a verla todas juntas y luego, si da tiempo, Frozen.
—Muy embalada te veo yo a ti…
—Jess me ha dicho que le encanta Frozen, es por ella. —Helena saltó a los
brazos de Manuela y le puso ojitos.
—No sabía yo que le gustaba Frozen. —Buscó la complicidad de Jess, que
se encogió de hombros—. Yo creo, pollo, que lo que quiere es ganar puntos
contigo.
—No, no. ¡Le encanta!
—Bueno, primero vamos a ponernos el pijama, por si te duermes en el
sofá.
—Lo tengo ya puesto, mira, es el de lunares. —La niña se abrió la
sudadera mostrando un pijama polar.
—Qué previsora es tu madre, hasta en las crisis. ¿También has cenado?
—No. Pero hoy no toca pescado.
—¿Seguro que no toca? Tengo una merluza en la nevera con tu nombre.
—Manuela dibujó un rectángulo con los dedos—. «Para Helena», pone en
letras gigantes.
—No, no, pescado tocó ayer, hoy tocan… ¡patatas fritas con ketchup! —
gritó, descarada.
—Te voy a dar yo a ti patatas. Anda, ponte a ver los Trolls que Jess y yo
vamos a preparar la cena, te voy a servir un Tajín Libanés que te vas a chupar
los dedos.
—¿Lleva pescado? —preguntó la niña, agarrada al cuello de Manuela.
—No, pescado no lleva.
—Entonces vale.
Helena se quedó viendo los Trolls y Manuela y Jess se dirigieron a la
cocina. Manuela retiró la cazuela y dejó reposar el guiso mientras Jess
apagaba las innumerables velas encendidas en el salón.
—¿La última? —propuso, tras acabar su tarea. Alzó la copa de champán.
—Lo siento —murmuró Manuela, cogiendo la suya.
—¿Por qué lo sientes?
—No era esto lo que había planeado. —Manuela se apoyó en la encimera
y se acercó a Jess.
—¿Eres tonta? Me encanta verte con ella —contestó Jess ensimismada.
Manuela chocó las copas y se llevó la espuma a los labios, acercando con
la otra mano el cuerpo de Jess para besarla.
—¡Os estáis dando besos! ¡Os estoy viendo!
—Tú a los Trolls, polluelo. —Manuela prolongó el beso con Jess—. ¿He
conquistado la cima?
Jess se separó, henchida, a pocos centímetros de su rostro.
—No, mi amor. Te permito una parada en el campo base. Pero me sigues
debiendo una conversación y un buen postre.
Jess sintió que Manuela estaba entregada y decidió aprovecharse.
—El postre me parece soez, con la niña y las cancioncitas de los Trolls de
fondo, pero si quieres una declaración aquí mismo, no tengo problema.
Jess apuró el contenido de su copa y volvió a besarla. El timbre de la
puerta las interrumpió. Se miraron.
—¿Y ahora quién es? —se enfadó Manuela.
—¡Igual es papi! —predijo Helena a saltos sobre el sofá.
—No creo, pollo… ¡Y deja de saltar que al final te caes!
Manuela se dirigió a la puerta y miró cautelosa por la mirilla. Cuando vio
quién esperaba al otro lado puso cara de fastidio.
—Pues ya estamos todos —farfulló. Abrió con pesadez—. ¿Qué pasa, que
seguimos sin pagar la factura del teléfono? En serio, ¿qué puto problema
tenéis con eso?
—¡Hoy no! —Tony entró ansioso en la vivienda, seguido por el Mudo—.
Te he llamado veinte veces y tenéis todos el teléfono apagado, ¡que
vergüenza de maderos! Tú, tu colega el Capitán Pescanova y hasta la belleza
rubia, que veo estaba ocupada haciendo horas extras. —El gitano desvió la
mirada hacia Jess, de pie entre la cocina y la puerta, y silbó con fuerza—.
Hola, rubia. Veo que la vida te trata de maravilla.
—Hola, chicos —respondió Jess con media sonrisa.
—¿Dónde te tiene escondida la tenienta que no te dejas ver?
—¡Hola! —Helena dio un brincó desde el sofá y se colocó detrás de las
piernas de Manuela.
—¿Y esta guapura? No sabía que tenías un churumbel.
—No es mi hija, Tony. —Manuela cogió a la niña en brazos.
—Ya me extrañaba. ¡Hola, primor! ¿Cómo te llamas?
—Helena —contestó a la solapa de Manuela, debatiéndose entre la
curiosidad y la vergüenza.
—Aquí el Tony, pa servir a Dios, a usted y a lo que se tercie por el
camino. ¿Cómo andas? ¿Te cuida bien la tenienta o está tol día
reprendiéndote? ¡Menuda es, ya lo sabrás tú! Tol día encabritá como un
jamelgo en celo.
—Tony, ¡ya! —Manuela detuvo la verborrea del gitano.
—No lo entiendo cuando habla, tía —murmuró, discreta, Helena al oído
de Manuela.
—Ya, cariño. Nadie lo entiende, no te preocupes. —Helena se aferró al
cuello de Manuela con más fuerza.
—Bueno, ¿qué se os ofrece? —dijo Jess. Llegó hasta ellos y le hizo una
carantoña a la niña.
—¡Menos mal, rubia! Pensé que te había colocado ahí en medio de
adorno. Dos besos, que hace decenios que no nos vemos.
—Abrevia, que son las diez y tengo una niña que acostar —interrumpió
Manuela antes de que se besaran.
—A sus órdenes siempre, tenienta. —Fingió un saludo militar y dio un
paso hacia Jess, por lo que Manuela se giró, dando la espalda al Mudo, que
permaneció junto a la puerta—. Vamo a ver, atenta, que te interesa. No te
creas que no tenemos na mejor que hacer que venir hasta tu barrio, pijo de
cojones, por cierto, a esta hora de la noche. Ahora tenemos que volver y nos
queda un caminito. Bueno, al lío. Misión llevada a cabo con éxito rotundo. —
Tony se besó los dedos, orgulloso.
—¿Puedes detallarlo un poco o me quedo con ese titular? —contestó
Manuela.
—¡Que te gusta un latigazo, lagarta! Ya me dirás cuando te cuente. Hemos
estao en el mercao y claro, traemos noticias frescas. —Se rio de su propia
ocurrencia.
—Aquí no —sentenció Mudo desde detrás de Manuela, jugando a sacarse
la lengua con la niña.
—¡Coño, primo! Me has achingao y to. No hables así sin avisar, que nos
sobresaltas. ¿No ves que no lo esperamos?
—Antonio ha dicho una palabrota —le dijo Helena entre risas a Mudo.
—Sí, es que Antonio es muy mal hablado, pollito. —Manuela fulminó de
nuevo al gitano con la mirada.
—Por eso —añadió Mudo, impertérrito—. Yo me quedo con ella si
queréis, id a hablar a otro lado.
—No hace falta. Helena, los mayores vamos a hablar un momento a la
cocina. Sigue viendo aquí tranquilita tu peli, ¿vale?
—Vale. Pero prefiero que él se quede conmigo.
—Ya, y yo preferiría que Tony usara el teléfono, pero la vida es así,
pollito.
—No me importa, Manuela, de verdad. —Mudo seguía vacilando a la niña
con un repertorio de muecas variadas que la mantenían entretenida.
—¿Seguro? —Manuela se giró hacia él, aún con la niña en brazos, que
mantuvo su atención en los juegos del Mudo.
—Sí, seguro.
—¿Te gustan los Trolls? —investigó, afilando sus atributos de fiscal.
—Me encantan. El que más, Dj Suki. ¿A ti?
—A mí Poppy. —Helena echó los brazos al cuello de Mudo, embaucada
completamente por el gitano, ante la mirada atónita de Manuela—. La tía y
Jess no tienen ni idea de Trolls. No se saben ningún nombre.
—Porque no habrán visto la peli. ¿Has visto la dos?
—¡Claro! Me encanta la jirafa. ¿A ti cuál?
—No lo tengo claro, estoy entre el señor peluche y la flauta.
—¡La flauta no es un Troll!
—¿Cómo que no?
Los dos se sentaron en el sofá debatiendo sobre los personajes. Manuela se
giró hacia Jess y Tony con la cara blanca y los ojos muy abiertos, como si
hubiera visto un fantasma.
—Nunca dejaréis de sorprenderme. Acabo de oír hablar a Mudo más que
en los últimos diez años.
—Tiene mano con los críos, el primo, sí. De siempre. Bueno, qué, ¿me
pones un chirimbolito o qué?
—Sí, señor, y le hago la cena también. Anda, tira para la cocina.
Los tres recorrieron los escasos pasos hasta la cocina mientras Manuela
seguía ensimismada con Mudo y Helena, de confidencias en el sofá.
—¡Venga, un botellino por lo menos, que estoy seco! —voceó Tony tras
sentarse en uno de los taburetes.
—Si estás seco, bebe agua —contestó Manuela mientras le llenaba un
vaso del grifo—, que tienes que volver conduciendo a casa y no quiero ser
responsable de que te multen.
—¡Que mala entrá tienes! —refunfuñó resignado, y se bebió el vaso de
agua—. El cielo ganao tienes, rubia, no sé cómo encima te quedan ganas de
verla fuera de la oficina. ¿La niña es tuya, entonces? ¿Estás separá? Es
clavaíta a ti.
—Clavadita, como dos gotas de agua somos. —Jess se sentó en el taburete
junto a Tony conteniendo una carcajada.
—El padre supongo que no andaría cojo, pero igualita igualita que tú es.
¿O la tuviste sola? Que no lo juzgo. Ahora eso está mu de moda. Pero ¿cómo
se hace? ¿Tiene solo cosas tuyas? Ahora que lo estoy pensando, me lleva a
cuestionarme, claro…
—Tú. —Manuela aplaudió dos veces y colocó un tercio sobre la encimera
—. Vamos, tienes un botellín para detallarnos la misión, y caminito para tu
casa. Así que empieza, otro día hablas con Jess de su método ROPA.
—¿Qué ropa? Estábamos hablando de niños, mira que eres insensible a
veces.
—¡Empieza! —Manuela abrió el botellín de Tony y se acomodó con los
antebrazos en la encimera.
—Cómo me conoces, jodía, me das un chirimbolín y el gitano al quite. En
fin. Esta tarde, como quedamos, fuimos al mercao. Yo ya sabes que no daba
un duro por ello, anda que no pasará gente por allí. El caso es que
preguntando aquí y allá…
—Sin levantar sospechas —añadió Manuela, templada.
—Sí, taruga. Sin levantar sospechas. El Mudo y yo somos gente del
pueblo, amable y dialogante, no como tú, siempre estirá como un palo. La
gente nos confía rápido. Sigo. Hablando con el respetable resultó que en na,
media horilla, vamos, lo que fue un suspiro, dimos con la descripción,
¿verdad, primo?
—El Mudo está a otra cosa, así que aúna las dos versiones.
—Pues nos extrañó, pero el caso es que la muchacha parecía trabajar allí.
—¿Trabajar de qué? —preguntó Jess con atención.
—Esta parece que no se entera, pero siempre está al quite, pa que digan
luego que las rubias son tontas.
—No te voy ni a contestar. —Manuela bebió de la cerveza del gitano
frunciendo el ceño.
—Pues mejor. Trabaja de… ¿qué decirte? De recogevasos.
—¿De recogevasos? —repitió Jess, asombrada.
—Sí, bueno, no sé si tendrá más mandanga el puesto, pero nosotros lo
único que la vimos hacer fue recoger vasos en una zona que hay de comer,
mu buena pinta por cierto tenía to, así como de parné.
—Vamos, que trabaja de camarera —resumió Manuela, consumiendo su
dosis de paciencia.
—Yo comida no la vi llevar, pero no te digo que sí ni que no. ¿Por dónde
vamos?
—Por la camarera. Te queda medio botellín.
—Sí. Cuando confirmamos que trabajaba allí, ahí sí, siguiendo tus
órdenes, misión encubierta. Nos pedimos unos chirimbolos, veinte leuritos
más que me debes, como siga sumando me quedo con tu coche.
—¡Sigue! —Manuela, al límite, abrió un cajón de la cocina y, de un golpe
seco, le puso dos billetes de cincuenta euros junto a la cerveza.
—Así da gusto, tenienta. Pues allí vimos a la niña y na…
—¡Para, para, para! —El brillo en los ojos de Manuela se despertó de
repente. Detuvo a Tony con la mano y buscó los ojos de Jess—. ¿Qué niña?
—La recogevasos. Atenta, por favor, que luego te encabritas, pero si no
me escuchas…
—¿La camarera es una niña? —siguió. Intentaba dialogar con Jess en
silencio.
—Bueno, menor no creo que sea, claro, si trabaja. Aunque nunca se sabe,
que decís que los gitanos somos los únicos que no trabajamos en legal, pero
anda que no hay cajas bes por ahí…
—¡Abrevia!
—A ver, parece una niña, es así menudita, poquilla cosa, como
contrahecha. ¿Me estás escuchando?
Manuela había comenzado a conectar ideas, muy lejos de allí.
—¿Estás pensando lo mismo que yo? —interrumpió Jess, también
distraída.
—Sí, en la niña del mendigo.
—No puede ser casualidad.
—No lo creo.
—Igual pensáis que me estoy enterando, pero entre mirada por aquí, guiño
por allá y frases sin sentido, no estoy cazando un plato.
—¿Cómo era la niña, Tony? —Jess comenzó a teclear en su teléfono.
—Pues ya os he dicho, así, feota, como bajita…
—¿Podría ser esta?
Manuela se inclinó sobre la encimera para la ver la pantalla del móvil de
Jess, que mostraba la imagen ampliada del cajero, retocada para definir
contrastes.
—¿No tienes una mejor? —El gitano torció el gesto.
—Sí, tiene una mejor y te ha enseñado esa para joderte. —Manuela elevó
el tono de voz—. ¿Eres gilipollas?
—Tía Ma, no se dicen esas palabras. —La reprendió Helena desde el sofá.
—Tienes razón, cariño, perdona. Es Antonio, que a veces me pone un
poco nerviosa.
—¿Como a mí Javi?
—Igual.
—Mama dice que es amor de hermanos.
Tony miraba el teléfono y ponía caras raras.
—Puede ser, sí. La foto es un chordo importante, rubia. Pero sí se daría un
aire.
Manuela y Jess volvieron a cruzar las miradas.
—¿Qué más?
—Pues na más. Yo la hubiera metido un meneíllo, no creo que aguante la
cría ni media embestía, pero como te pusiste firme con que no hiciéramos
na… pues na hicimos. Estuvimos allí un rato y la chica se fue, debió acabar
el turno.
—Necesitamos una orden, Jess. Mañana mismo la quiero en comisaría.
—Estoy en ello. —Jess siguió tecleando en el teléfono—. ¿Quieres que
avise a Yuste o que la coja el operativo de paisano?
—Si lo que este dice es cierto, que ya es mucho decir, creo que con los de
paisano será suficiente.
—Muchas gracias por la investigación, Tony —comenzó a recitar el
gitano dirigiéndose al sofá—. Como siempre ha sido un acierto contar con
ustedes. Al Patrón ahora mismo voy a llamar para contarle lo bien que
trabajan. No, por favor, tenienta, siempre es un placer…
—¡Gitano! —gritó Manuela, atenta a las gestiones de Jess por teléfono.
—¿Qué? ¿Vas a torturarme?
—Que te dejas el parné.
—Si lo hago pa molestarte, será por leuritos.
—¡Oye!
—¡Qué, coño!
—Que muchas gracias. España está en deuda contigo. —Le guiñó el ojo
con ironía.
—Prefiero que estés en deuda tú, que de España voy a sacar poco.
22

—Por lo visto, el coronel Puell está muy cabreado. Ha llamado a Antares


esta mañana.
—¿Con nosotros? ¿Por qué? —Manuela, con los pies sobre la mesa y un
café en la mano, escuchaba atenta las palabras de Vaamonde.
—Tiene razón, Manuela. Ellos llevan la investigación y ni siquiera hemos
compartido los resultados de la autopsia.
—No son concluyentes.
—Ya, bueno, no sé lo que le habrá contado a Antares, pero te estaba
buscando.
—Veo que voy a ser yo también la mala de esta película. Y Soler y tú los
buenos samaritanos.
—No es así y lo sabes, estamos todos juntos en esto.
—Si me da igual. —Manuela bajó las piernas y se recolocó en la silla—.
Así está entretenido con eso y me deja en paz. ¿Hay alguna novedad?
—En realidad, sí. Me queda ya muy poco para terminar con todos los
expedientes y, además de dinero, faltan cantidades importantes de droga
incautada. Creo que los robos son de hace tiempo, por el seguimiento de las
cadenas de custodia.
—Con la información de Arteaga creo que deberíamos asumir ya que se
trata de un caso diferente.
Vaamonde paseó la mirada por el despacho hasta que la fijó de nuevo en
ella.
—¿Y la damos por buena?
—¿A quién, a la comisaria o a la información?
—A ambas.
Manuela volvió a colocar los pies sobre la mesa del despacho; se recostó,
pensativa, en el butacón.
—No sé si, como ella dice, los asesinatos son un señuelo para desviar
nuestra atención, pero en lo relativo al caso de Echauri y los demás, llevan
más de un año en ello y lo tienen bien atado.
—Entonces tenemos un problema interno.
—Mejor que una conspiración, ¿no?
—Visto así… —Vaamonde tecleó algo en la tablet, apoyada sobre la
pantalla del ordenador—. ¿Rojo?
—Nada que ver ni con Echauri, ni con los asesinatos, ni con la prensa.
Resulta que al final el topo era el asesino.
—¿Y con las pruebas robadas?
Manuela observó los ojillos redondos de Vaamonde tras sus gafas de
científico loco.
—El caso es tuyo, ¿qué sientes aquí? —Se señaló el pecho.
—No tengo esa capacidad tuya de juzgar a la gente —respondió
Vaamonde.
—Pues, muy a mi pesar, que estoy muy tranquila sin que me persiga, si no
tienes nada contra él habría que levantarle el castigo.
La puerta se abrió, precedida de una tímida llamada, y Jess apareció por la
rendija.
—Han detenido a la chica. No opuso resistencia. Vienen para acá.
—¡Cojonudo! —dijo Manuela, irguiéndose—. ¿Me invitas a un café
mientras llega?
—Tienes uno en la mano.
—¿Y desde cuándo eso es un problema?

«—Entonces, ¿está bien? —preguntó el hombre al doctor. Procuró que


la lágrima que no llegaba surcara sus ojos verdes.
»—Fuera de peligro, no se preocupen —respondió con profesionalidad
el médico, que alternaba su atención entre el marido y sus dos hijas, de
pie junto a él.
»—¿Qué fue lo que tomó? —preguntó la que parecía más mayor.
»—Un mix de antidepresivos y antipsicóticos, con gran cantidad de
alcohol. Los episodios depresivos son clásicos de la enfermedad; como,
además, no toma la medicación estos pueden ocurrir en ciclos temporales
cada vez menores.
»—La medicación sí que la toma —comentó la otra hija con sorna,
jugueteando con un mechero—, lo que pasa es que toda de golpe para
tener brotes psicóticos y poder jodernos la vida.
»—¡Hija, por favor! —la increpó el padre, girándose hacia ella.
»—No hace falta que disimulemos delante de este señor. Los tres
sabemos que lo mejor hubiera sido cumplir su deseo y morirse.
»—Todos sabemos que estas patologías pueden ser especialmente
duras para los familiares. Tomar la medicación ayuda mucho, tienen que
convencerla.
»—Lo intentamos, doctor —expresó el padre con pesar—, pero dice
que cuando la toma no puede trabajar con lucidez, y su trabajo lo es todo
para ella.
»—Lo entiendo, pero es muy importante para tener un
comportamiento racional y ordenado.
»—No se esfuerce, además de estar loca, es mala. —Seguía
encendiendo el mechero y jugando con la llama entre sus dedos—. Usted
tiene que disimular, pero nosotros lo sabemos hace muchos años».

En mitad de la noche, con la comisaría completamente en silencio,


Manuela observaba a la detenida a través de su propio reflejo en el cristal.
Parecía inquieta, pero no nerviosa; hecha un ovillo, dibujaba, ausente, con su
dedo índice sobre la mesa.
—¿Ya la han subido? —se interesó Jess; contemplaba a la detenida desde
la puerta.
—Azucena Olivares —explicó Manuela entre dientes sin apartar la mirada
de su presa.
—Sí que parece una niña. Da grimilla. —Jess se colocó a la altura de
Manuela con los brazos cruzados.
—Treinta y dos años, huérfana, toda su vida perdida en el sistema, de casa
en casa de acogida —enumeró Manuela de memoria y sin emoción.
—¿Tiene alguna minusvalía?
—En el informe no lo indica. Lo del cuello parecen quemaduras antiguas,
pero no pone nada. —Manuela miró a su compañera de soslayo—. ¿Es tu
asesina?
—A simple vista no parece. Es una chiquilla, Manu.
—Las apariencias engañan.
—No siempre. Si Arteaga tiene razón y las dos tramas son la misma, la
asesina pudo evolucionar de la mera instrumentalidad del arsénico a asesinar
por placer, para ejercer el poder, como fantasía sexual o venganza. No veo a
esta pobre en ese perfil.
—¡Vamos a comprobarlo!
Manuela se dio media vuelta, y antes de que Jess pudiera reaccionar ya
estaba entrando con decisión en la sala de interrogatorios.
—Buenas noches. Soy la inspectora López y vamos a tomarte declaración
como investigada en el sumario de instrucción de los homicidios de Sandra
Jiménez, Noelia Sánchez y Beatriz Rodríguez. —Manuela rodeó a la detenida
y se sentó en la silla frente a ella—. Mi compañera, la inspectora Mars. —
Señaló a Jess, que entró relajada y se sentó junto a ella.
—Buenas noches, Azucena —Jess dejó el expediente sobre la mesa y la
saludó con una sonrisa.
—Dependiendo de tu testimonio, podrías pasar a disposición judicial o
quedar en libertad sin cargos. En cualquiera de los dos casos, y como te han
informado mis compañeros durante la detención, puedes elegir no declarar
contra ti misma o solicitar que haya presente un abogado. —Manuela miró la
cámara con el puntero rojo en lo alto del cubículo—. ¿Has entendido los
derechos que te he explicado?
Azucena, canturreando para sí misma, observaba la mesa y dibujaba ondas
con el dedo, ajena a las palabras de Manuela.
—¿Quieres ejercer alguno de esos derechos o podemos continuar? —
preguntó Manuela, impaciente; giró la cabeza hacia Jess.
—Azucena. —Jess alargó la mano sobre la mesa y detuvo el movimiento
de su dedo—. ¿Has entendido lo que te ha contado la inspectora?
La detenida, contrahecha y arrugada en su silla, miró con curiosidad a Jess
y sonrió, misteriosa.
—¿Nos has entendido? —repitió Jess, intentando conectar con ella.
Azucena asintió y su expresión se oscureció.
—Bien, entonces vamos a empezar —sentenció Manuela—. ¿Sabes por
qué estás aquí?
Azucena, concentrada en su dedo índice, no contestó.
—Azucena. —Jess detuvo el dedo, de nuevo—. Necesitamos que
colabores para poder ayudarte. ¿Vas a colaborar?
La detenida volvió a asentir sin alzar la cabeza.
—Empecemos por lo fácil —comentó Manuela buscando la complicidad
en su compañera—. ¿Trabajas en el Mercado de la Cebada?
—Sí, en la zona gourmet —contestó en un susurro, con la voz apagada y
jugueteando con las uñas sobre la mesa—. Recojo las mesas del autoservicio.
—¿Hace mucho tiempo?
—Seis años.
—¿Sabes lo que es la burundanga? —preguntó Manuela, observando a la
interrogada.
Azucena levantó la vista. Se encontró con la mirada felina de la inspectora
y la desvió hacia la mesa rápidamente.
—No.
—¿No lo sabes?
—Sí.
—¿Lo sabes o no lo sabes?
—Bueno, lo que se dice por ahí.
—¿Por dónde?
—En los periódicos y eso.
—¿Qué se dice? —Manuela continuó el interrogatorio bajo la atenta
mirada de Jess.
—Está de moda para violar a chicas, por la noche y eso. —Azucena seguía
encerrada en sí misma.
—Ya… ¿En estos años has visto si se vende droga en el Mercado?
—No me meto en esas cosas.
—¿Esta eres tú? —Manuela colocó sobre la mesa una fotografía del vídeo
del cajero automático.
—No se ve bien.
—No, ese es el problema, que no lo vemos bien. Pero recordarás si
estuviste en el parque de Eva María Perón la noche del siete de noviembre.
—Por la noche trabajo en el Mercado.
—Ya… —Con la mirada, Manuela pidió el permiso de Jess para
proseguir, y su compañera le acercó el expediente al centro de la mesa—.
¿Conoces a alguna de estas tres mujeres? —Abrió la carpeta y colocó las
fotografías de las víctimas sobre la mesa.
—No —respondió, después de mirarlas con detenimiento. Volvió a
concentrarse en el repiqueteo de sus uñas contra la mesa.
—Míralas bien, por favor, es importante —rogó Jess con amabilidad.
—No conozco a Sandra —dijo, señalando su imagen—, ni a Noelia. —
Giró la cabeza a la izquierda—. Ni a Beatriz.
—Vamos a ver, Azucena. —Manuela se revolvió en su asiento y
endureció el tono—. Puedes intentar jugar conmigo, pero tienes que ser muy
lista y estar muy dispuesta a llegar hasta el final. Porque yo voy a llegar. —
Intentó llamar su atención chasqueando los dedos frente a su cara—. Los
nombres veo que los conoces. ¿Nunca viste en el mercado a estas mujeres?
Azucena miró a Manuela y sonrió como un hurón, mostrando los dos
colmillos y retrayendo el labio superior.
—A ti te he visto en la tele. Te gusta destacar.
—¿Me has visto en la tele o me viste aquella noche en el parque? ¿Estabas
allí? —Manuela comenzó a incorporarse sobre sus antebrazos acercándose,
amenazante, a la interrogada—. ¿Escondida entre los arbustos, a lo mejor?
Azucena desconectó para retomar el análisis profundo de cada detalle de
sus uñas. Canturreaba de nuevo algo ininteligible. Jess observó a su
compañera, desconcertada, e intentó tranquilizarla pellizcándole el muslo.
—¿Tu utilizas belladona, Azucena? —preguntó Jess con naturalidad.
—Sí —contestó espontánea. Miró a Jess a los ojos—. Desde siempre. Es
muy buen cosmético y cura mejor que las pomadas las erupciones y
quemaduras, como el aloe vera.
—Has sido muy bondadosa con sus virtudes. —Jess cruzó su mirada con
Manuela—. La belladona es una droga muy peligrosa.
—Tú. —Señaló a Jess con el dedo índice y la sonrisa de hurón—. Tú le
gustarías.
—¿A quién? —preguntó Jess, sin perder la atención, mientras los jugos
gástricos de Manuela entraban en ebullición.
—A ella.
—¿Quién es ella, Azucena? —La atención de Manuela seguía por
completo en Jess.
—La Emperatriz.
23

Daniela acercó dos cervezas y una botella de vino a la mesa del salón. Se
sirvió una copa de blanco y tomó asiento en el sofá vacío junto a la ventana.
Manuela, que acariciaba con ternura el pelo de Jess, tumbada todo lo larga
que era en el sofá con la cabeza sobre sus piernas, cogió uno de los botellines
y se lo bebió casi entero de un trago.
—¡Estabas seca! —exclamó Daniela, impresionada.
—Hemos estado interrogando a una sospechosa y, la verdad, me ha dejado
mal cuerpo.
—¿Es culpable?
—Ni de cerca —contestó Jess; le hizo un gesto a Manuela para que
siguiera acariciándole la frente—. Es una pobre desagraciada.
—Tan pobre yo no la veo, Jess. A mí me estaba hirviendo la sangre. —
Manuela se acabó el botellín de un segundo trago—. Con esa cara de
gilipollas y jugando con nosotras.
—Jugando tampoco. Yo creo que tenía déficit de atención, algo de
depresión, miedo al rechazo, quizá síndrome de Wendy…
—No empieces con tus explicaciones de loquera, mi amor. —Le dio un
beso cariñoso en los labios—. Escondió mucho.
—Tiene lo justo para pasar el día, Manu. —Jess se incorporó para
acomodarse en el pecho de Manuela.
—Hombre, tu asesina organizada, culta y con inteligencia superior a la
media no es. Eso desde luego.
—Vamos, que no tenéis nada —razonó Daniela.
—Concluyente, no —confirmó Manuela.
—Eres una cabezota. Lo que te cuesta no polemizar… —bromeó Jess.
—Te encanta, di la verdad. —Manuela entró rápidamente en su juego; tiró
de ella para colocar la cabeza a la altura de sus labios—. Estás disfrutando
con el análisis del pérfido comportamiento humano.
—No sé yo, inspec…
Manuela impidió que concluyera la frase al morderle el labio inferior con
pasión.
—¡Ay, por Dios! —exclamó Reyes; volvía de la habitación de Manuela—.
Ya estamos con el empalague. Si lo sé, obligo a Cristina a asistir.
Reyes se sentó junto a Daniela y cogió una cerveza de encima de la mesa.
—¿Cómo está Javi, por cierto? —preguntó Daniela.
—Está perfectamente, tiene un poco de fiebre, pero supermamá está atenta
a cualquier cambio, por si al final es apendicitis, aunque los médicos le hayan
jurado que es una infección de orina —contestó Reyes.
—Pobre, está preocupada. —Jess empatizó con Cristina enseguida—. Es
normal.
—Mira, rubita. —Reyes acabó su cerveza y continuó con la de Jess, que
estaba a medias—. Aquí cada uno tiene lo suyo: tu novia es una gilipollas,
como tú bien sabes; las dos juntas sois un musical romántico insoportable;
Isa, ahora mismo, ni sabemos lo que es; y nuestra amada Cristina, que es
insufrible, tan perfecta, tiende a preocuparse por cualquier cosa. Ahora le ha
tocado al niño; tres semanas va a estar con esa cantinela. No le hace una
ecografía cada diez minutos porque no puede.
—Tiene hora para una segunda opinión mañana —añadió Manuela,
punzante.
—¿Ves? Una perturbada. En este grupo todas estamos para que nos hagas
precio.
Sonó el timbre de la puerta y Manuela se levantó a abrir, entre risas. Isabel
esperaba en la puerta, calada.
—No sabéis cómo llueve. —Isabel se quitó el abrigo antes de entrar para
no mojar el suelo.
—¡Llegas tarde! —le recriminó Manuela. Colocó la cara para recibir un
beso rápido.
—Para un día que no eres la última. —Isabel entró y saludó a las demás
con la mano y siguió, sin detenerse, hacia la habitación de Manuela, donde
abrió los armarios buscando ropa seca—. Te jode no ser la protagonista,
claro.
—¿De dónde vienes? —preguntó Manuela, apoyada en el quicio de la
puerta, mientras la psicóloga se desvestía.
—A ti qué te importa —contestó, haciéndose la interesante—. Te cojo
esto. Cuando es sí, porque sí; cuando es no, porque no. Eres muy pesada
¡Tienes el cielo ganado, rubia! —voceó hacia Jess y salió de la habitación
con Manuela tras ella.
—Sí que me importa, sí. ¿Tienes algo que contar?
Isabel se detuvo bajo la atenta mirada de Reyes, Daniela y Jess, y se dio
media vuelta esperando la llegada de Manuela.
—No especialmente. ¿Quieres preguntarme algo? —dijo a un palmo de su
cara.
—¡Reyes! —exclamó Manuela, sin perder de vista a Isabel.
—¿Intuyo vista preliminar? —preguntó irónica la fiscal, que se incorporó
de rodillas en el sofá.
—Interrogatorio con tortura, por lo menos.
—¿A dos manos? —dijo, poniéndose de pie.
—Sí, señora.
—Sois idiotas…
Isabel se dirigió hacia la nevera. Manuela fue tras ella y la cogió en
brazos. No se resistió mucho, mientras Reyes colocaba uno de los taburetes
en el centro y traía un flexo de la habitación.
—La detenida no puede beber hasta que acabe la vista —dijo Manuela, y
soltó a Isabel sobre el taburete.
—Yo seré la jueza, Manu la fiscal y estas señoras atónitas del sofá el
perfecto jurado inocente. —Reyes encendió el foco contra Isabel.
—¿En serio van a hacer esto? —le susurró Daniela a Jess, pudorosa.
—¿Acaso te extraña? —contestó, mientras contemplaba como Daniela
negaba con la cabeza.
—Bien, comenzamos. —Manuela, con voz impostada, y postura seria, se
puso a dar vueltas en torno a Isabel—. Estamos hoy aquí para llevar a cabo el
interrogatorio de Isabel Atienza y determinar en esta vista vinculante si existe
algún problema o es culpable de enamoramiento prematuro.
—¿En serio? —preguntó Isabel, incrédula.
—La testigo solo puede intervenir cuando se la requiera —añadió Reyes,
de pie frente a ella.
—Vale, pero apaga el puto foco que me estás dejando ciega.
—Bien. En primer lugar, ¿quiere la testigo declarar algo en su defensa?
—Ya te he dicho que si quieres saber, que preguntes.
—Si es lo que quiere… ¿Dónde estuvo usted hace dos noches? —Manuela
colocó las manos a la espalda y siguió su paseo por el salón.
—Cenando en un restaurante.
—¿En cuál?
—En el Xove de Galicia.
—¿Es caro?
—¡Protesto, señoría, dirige al testigo! —Isabel levantó la mano hacia la
juez.
—Se acepta —respondió Reyes—. Acuérdate, cachorro, de que no puedes
testificar tú.
—Menos mal que no ejerzo. ¿Sabría decirnos el precio medio del
cubierto?
—No pagué yo.
—¿Había ido antes al restaurante?
—No.
—¿Lo eligió usted?
—No.
—¿Fue sola?
—No.
—¿Había ya quedado con esa persona con anterioridad?
—¡Protesto! Improcedente.
Reyes ladeó la cabeza fingiendo preocupación.
—Voy a permitir la pregunta a ver dónde quiere llegar, pero con cuidado,
letrada.
Manuela agradeció las palabras con un gesto y se volvió hacia Jess y
Daniela, estupefactas en el sofá.
—Ahora mismo estoy alucinando, Manu —susurró Jess, desconcertada.
—Si supieras cómo preguntó ella cuando empecé contigo, no te daría tanta
pena. Yo soy un corderito a su lado.
—¿Pero tú no estabas muy preocupada por ella? La estáis sometiendo a
escarnio público. ¡Y sin abogado defensor!
—Ese papel lo suele hacer Cris, sí, pero como no ha podido venir… Hoy
no hay juicio justo.
—¡Ya te has ido de la lengua, cachorro! —exclamó Isabel al oír su
conversación con Jess.
—Como todas es este grupo. Para una vez que no soy yo el foco de las
preocupaciones…
—¡Silencio! —Reyes golpeó tres veces la base del foco en el suelo—.
¡Silencio en la sala!
—Se meten un montón en el papel —susurró Daniela, impresionada.
—Están fatal.
—Al siguiente que murmure, incluido el jurado, lo acuso de desacato y lo
saco a la terraza bajo la lluvia. Por favor, letrada López, se acabó el receso.
—¡Protesto! —gritó Isabel entre risas.
—No ha lugar. Seguimos.
—Le preguntaba si había quedado ya con su acompañante
anteriormente…
—Sí.
—¿A cenar también?
—A varias cosas. —Isabel se humedeció los labios.
—Por ejemplo, ¿el pasado dieciocho de noviembre?
—Por ejemplo, aunque no recuerdo las fechas con exactitud.
Manuela hizo un gesto a Reyes para que levantara el foco a los ojos de
Isabel.
—¿Puede decirnos quién es esa persona?
Isabel la miró y se hizo la interesante unos segundos.
—Si ya lo sabes, ¿para qué preguntas?
—Para que me lo cuentes.
—Ya te lo ha contado él, por lo que veo.
—Bajo coacción.
—¿Y qué? ¿Quieres opinar? ¿Que te invitemos a verlo?
—El otro acusado ha declarado varios encuentros fortuitos, varios
planificados y, lo que es más preocupante… —Manuela se acercó mucho a
Isabel, haciendo una pausa dramática—: poco sexo casual y mucha palabrería
nocturna.
—Las pruebas apuntan, sin duda, a enchochamiento —sentenció Reyes
con vehemencia—, veremos si el enamoramiento cae por su propio peso.
—Es increíble —volvió a murmurar Jess, avergonzada.
—Este tribunal quiere saber cómo estás —continuó Manuela.
—¿No lo ves?
Isabel y Manuela fueron subiendo el tono ante la atenta mirada de las tres
testigos.
—¡Lo veo! —exclamó Manuela—. Pero luego me empiezas con lo de
verbalizar, abrirse, compartir, expresar… Es tu momento: ¡verbaliza, Isa!
¡Verbaliza!
Isabel sonrió de repente.
—Estoy genial, Manu.
Manuela la observó, satisfecha, y también sonrió.
—¡Pues eso quiero que nos cuentes, gilipollas! —Se acercó a ella, la
golpeó con cariño en la mejilla y siguió hacia la nevera—. ¡Venga, champán
para todas, que Isabel se nos está enamorando!
—Manu, por favor, no empieces con la boda y los testigos, que nos
conocemos.
Sacó cinco copas, las repartió y las rellenó con champán rosado.
—¿Ese es mi champán? —preguntó Jess muy bajito cuando llegó hasta
ella.
—Es tu champán —confirmó—, pero si Isabel se ha enamorado, es por
una buena causa.
—Te voy a dar yo amor. —La cogió del cuello de la camisa y la besó—.
¡Ven aquí!
—¡A enamoramiento no os gana nadie! Nos queda claro, pero, por favor,
¡dejad de restregarlo! —voceó Reyes, exhausta.
—Hoy la víctima es Isa, a mí déjame en paz —contestó Manuela mientras
seguía besando a Jess.
—Cierto, perdona. Y que alguien se lo cuente a Cris, que luego dice que
no se entera de nada.

Manuela salió de comisaría con prisa. Giró hacia la derecha en un intento


por escabullirse de la nube de cámaras y periodistas que esperaban, ya de
manera permanente, en la puerta, con la esperanza de obtener alguna
declaración con la que alimentar la polémica. La presión mediática iba en
aumento desde la filtración del vídeo con una nueva víctima. Torció la calle y
se encontró de frente con Belén Bergantiños y su cámara.
—¡Vamos, no te separes! —La periodista inició la persecución con el
micrófono en la boca de Manuela—. Belén Bergantiños para Canal 9. ¿Podría
aportar algún dato a la confusión que se está generando con los rumores e
informaciones de nuevas detenciones?
—Los rumores los creáis vosotros y luego pretendéis que os los
expliquemos —contestó Manuela con desdén. Aumentó el ritmo de su
caminata.
—Su primer detenido, Guillermo Longo, que llegó a pasar a disposición
judicial, fue un error de libro. Nuestras fuentes nos confirman que se ha
producido una segunda detención relacionada con el Asesino del Collar.
¿Qué puede decirnos?
—Sin comentarios.
—Entenderá la preocupación de la ciudadanía ante la gravedad de los
crímenes y los errores policiales. —La periodista aceleró el tono de voz;
fingía un falso frenesí—. ¿Vuelven a dar palos de ciego mientras una mujer
inocente sigue retenida? ¿Cuánto tiempo calculan que les queda?
Manuela sonrió, calculadora, y aceleró el paso de nuevo; el cámara
trastabilló.
—¿Hay una mujer detenida? ¿Es inocente? ¿Tienen pruebas contra ella?
Manuela se detuvo en seco y la periodista chocó contra ella. Se giró, con
la mirada felina centrada en el objetivo de la cámara, y esperó a que situara el
micrófono frente a ella.
—Mire, la responsable de esta investigación soy yo, y lamentablemente
aún no he detenido a nadie por este caso. Vaya y pregunte a los que han
detenido a los sospechosos, a ver qué le cuentan. —Manuela hizo una pausa y
volvió la mirada hacia Belén, que, incómoda por el fuego que emanaba de sus
pupilas, giró la cabeza hacia su operador de cámara—. Hágame un favor: si
consigue que se lo expliquen, me llama y me lo cuenta. —Con desprecio sacó
una tarjeta del bolsillo y se la lanzó—. ¡Ahí tiene mi número!
Manuela se dio media vuelta y desapareció. La periodista se agachó a
recoger la tarjeta del suelo y, mirando a cámara con intensidad, retomó la voz
impostada.
—Han sido las declaraciones de la inspectora jefa de la UDEV sobre la
detención de…
Antares pulsó el botón de pausa, se levantó de su sitio como una bestia y
se puso a pasear por su despacho ante la atenta mirada de Jess y Manuela,
que estaban sentadas frente a su mesa, y del inspector Vaamonde, de pie
junto a la puerta. Tras varios pasos sin dirección aparente, se situó junto a
Manuela mientras observaba el televisor en la pared de su derecha con la
imagen de la periodista.
—¡Muy bien! —comenzó con voz agitada—. Cada día consigues
superarte, López. Ya no solo te vale con saltarte las normas, cabrear a los de
arriba y tener el comportamiento de una demente. Ahora aireas la mierda en
televisión. —El tono del comisario iba in crescendo—. ¡Nos has dejado a
todos como idiotas!
—Igual es porque sois idiotas —ratificó, con calma, observando la yugular
de Antares a punto de estallar.
—¡López! —gruñó con odio—. Creo que has alcanzado mi límite.
—¿No había que tratar bien a la prensa, Antares? —comentó con ironía—.
A ver si se aclara. Cuando no contesto, mal; cuando contesto, mal también;
cuando les doy material, mal; cuando no se lo doy, peor. Así es muy difícil.
Antares se inclinó sobre Manuela. Intentaba parecer peligroso.
—A la pordiosera esa que tenemos en el calabozo la detuviste tú, nadie
más. ¡Y ahora tengo a los de arriba locos! Intentando dar sentido y contestar a
todas las llamadas de los medios de comunicación.
—Mire, Antares… —Manuela sonrió con crueldad, aguantándole la
mirada—. Hay algo que no entiende: a mí me pagan por resolver este caso, y
eso es lo que estoy intentando hacer de la forma que mejor creo. Me importa
una mierda usted, los de arriba, todo el departamento de comunicación de la
Policía Nacional, el Ministro del Interior e incluso el Papa de Roma.
Antares se incorporó y volvió a pasearse, pensativo, intentando no matar a
la inspectora, que, sin duda y a pesar de todos los pesares, que eran largos y
problemáticos, era su mejor efectivo. Vaamonde recogió el testigo.
—¿Creéis que Azucena no tiene nada que ver con el caso?
—No exactamente. Pero presenta inconsistencias.
—¡Si solo detienes inocentes, cómo coño vas a coger al culpable! —
exclamó el comisario, enfadado.
—Ay, Antares… Siéntate, anda.
—Me sentaré si me sale de los huevos.
—Vale —respondió Manuela, tranquila—, pero voy a dejar de girar la
cabeza porque empiezo a tener tortícolis. —Se señaló el lateral del cuello—.
Jess, por favor, dale una clase magistral de análisis del comportamiento al
señor comisario. A ver si aprende algo.
—¿Ahora confías en la ciencia? —preguntó. Caminó hacia su sitio—.
¿Tú?
—Aprendo de mis compañeros, Antares. Llevamos meses con esa
cantinela. —El comisario se sentó en su silla—. ¿Ve? ¡Mucho mejor! Ahora
todos lo miramos sin hacer una torsión innecesaria.
—Por favor, Mars, proceda. —Vaamonde volvió a mediar entre ambos.
—Comisario, sé lo que parece —empezó Jess con su tono comedido y
profesional—. Ahora mismo hemos pasado a una segunda fase en la que el
asesino está jugando con nosotros una partida de ajedrez, y tenemos que
medir bien cada movimiento.
—¿Y López qué es, el alfil? ¿Ella juega en el bando del asesino?
—No —continuó Jess con paciencia—. Tenemos a Azucena, que no creo
que sea más que un peón, y necesitamos a la reina. Para eso, se me ocurrió
utilizar a la prensa como movimiento desesperado para que, uno, la asesina
mueva ficha de nuevo, y dos, se vea forzada a contactar directamente con
nosotros.
Manuela sintió como la úlcera sangrante se convertía en hemorragia
interna.
—Ya —reflexionó Antares—. ¿Cuánto le queda a Lorena Ferrer?
—Cuatro o cinco días. —Jess miró a Manuela en busca de apoyo.
—Pues tienen tres días —sentenció, por fin calmado.
De repente se abrió la puerta del despacho. Vaamonde, que se encontraba
justo en el quicio, estuvo a punto de caerse del sobresalto. Una mujer entró en
la sala como un vendaval.
—Esto es intolerable, señor comisario. —Estaba muy nerviosa y hablaba
con autoridad—. Cada día que pasa el desastre aumenta de forma
exponencial. He hablado con las autoridades competentes y estamos a esto —
mostró un pequeño espacio con los dedos— de relevarlos a todos de esta
investigación. Parece que en vez de por un equipo de élite de la UDEV
estuviera siendo dirigida por agentes de movilidad. El presidente, el ministro
y el director general están informados…
—Mire qué casualidad, Antares, solo falta el Papa de Roma y ya
estaríamos todos. —Manuela guiñó el ojo a Jess, poderosa. Su compañera
temió por sus reacciones.
La mujer, de pie junto a Vaamonde, fijó su atención en Manuela, que giró
la silla por completo para mirarla de frente, y cruzó las piernas con
expectación.
—¿Le hace gracia, inspectora? —preguntó la mujer con solemnidad—.
Estamos hartos de tener que pedir perdón por sus cagadas. Está dejando una
ristra demasiado larga de cadáveres, reales y políticos, a su paso.
Vaamonde cruzó inquieto la mirada con Jess. Los dos pensaron lo mismo.
Manuela observó a la mujer con detenimiento y se levantó para ponerse a su
altura.
—¿Usted es? —preguntó con frialdad.
—Yo soy Irene Alcalá —indicó, acusando el golpe en su ego—, Consejera
de Justicia y portavoz del Gobierno de la Comunidad de Madrid.
—Ya me acuerdo. —Manuela se acercó a ella desplegando toda su
supremacía, deseando un cuerpo a cuerpo que parecía iba a conseguir sin
mucho esfuerzo—. Usted me llamó con voz de cordero degollado intentando
sonsacarme información. Sí, ya le pongo voz.
—La llamé haciendo mi trabajo. No es usted la única que trabaja en este
país.
—La creía más mayor. —Manuela rodeó a la política analizando cada
milímetro de su cuerpo; intentaba incomodarla—. Es usted una niña para la
guerra política. Debe tener padrinos importantes o escasa moral para haber
llegado hasta ahí tan joven.
—¡López! —exclamó Antares, temblando—. No voy a permitir…
—¿El qué no va a permitir? —Manuela se volvió hacia el comisario muy
erguida. Jess cerró los ojos, consciente de que la situación ya no tenía vuelta
atrás—. ¿Que esta payasa entre en su despacho con su trajecito de mil euros y
nos amenace? ¿Que venga a darnos clases de ética, de moralidad, de cómo
hacer nuestro trabajo? ¿Que juegue a polis y cacos con mi prestigio
profesional? —Manuela se encaró con Irene, que intentaba aguantarle la
mirada—. Mire, señora, con todo el respeto, no se me vaya a ofender. Al
contrario que usted y sus compañeros, yo no le debo nada a nadie. Aprobé
una oposición. Ascendí por méritos propios y, hasta ayer mismo, mi puesto
dependía del Director General de la Policía, con rango de subsecretario de
Estado, del Secretario de Estado de Seguridad y, en último término, del
Ministro del Interior. No soy un municipal vestido de fosforito que pone
multas en Sol. Así que, si quiere relevarme, estaré encantada, cuando llegue
una comunicación oficial por el cauce correcto, que es ese que le he indicado
y no su mierda de gabinete de provincias. Mientras tanto —Manuela se
acercó tanto a la consejera que invadió todo su espacio—, puede coger la
puerta e irse por donde ha venido, y dedicarse a cobrar de mis impuestos por
hacer el idiota. Yo voy a seguir haciendo mi trabajo sin presiones, sin miedos
y sin que una pija con traje a medida me diga lo que tengo que hacer. ¡Nos
vamos, Jess!
24

Mientras se arreglaba, la cabeza de Jess daba vueltas a tantos conceptos


que estaba a punto de volverse loca. Se cambió de camiseta por decimocuarta
vez y volvió a mirarse al espejo. ¿Mucho escote? ¿Se lo estaba poniendo muy
fácil? Había pasado ya por todo el armario y seguía teniendo dudas. En
realidad, quería que fuera fácil. La cena en casa de Manuela apuntaba a éxito
total, y lo habría sido si no hubieran aparecido tantos espontáneos sin
invitación. Quería retomarlo ahí, con su novia entregada y abierta al diálogo,
y una Jess dominante marcando los tiempos.
La aparición de la política había trastocado un poco sus planes. Manuela
había disfrutado de su gran vicio: desafiar al poder. Pero una vez que había
sentido la descarga de adrenalina y superado el síndrome de Robin Hood, se
había encerrado en sus papeles intentando demostrar quién era, dándole en la
cara a la política y a la cadena completa de mando. ¿De qué humor estaría?
Era un misterio.
Cambió el borgoña apagado de sus labios por un rojo brillante y volvió a
mirarse en el espejo. «Sí, con escote mejor. Las cartas sobre la mesa», pensó
con confianza.
—¿Tú que crees, Emadin? —Jess miró al perro, que dormitaba en la
alfombra, a los pies de la cama—. ¿Cómo va a acabar la noche? —El perro
movió el rabo y giró la cabeza sin levantarse—. Siempre pensando en lo
mismo. —Se agachó a acariciarle la coronilla y el perro se puso bocarriba—.
No es tan fácil como contigo, no.
«Ojalá fuera tan fácil», anheló Jess. Aunque igual sí que lo era. Ella sabía
lo que quería: a Manuela. Quería estar con ella, vivir con ella, no dejar nunca
de sentir que era especial solo con su mirada. ¿Tenía que dejarse de timideces
y subir la apuesta? Quizá sí. Estaba segura de lo que sentía Manuela, pero
tenía tantas lagunas oscuras que a veces no sabía qué pensar. Perdida en sus
reflexiones, Jess dejó de acariciar al perro, que, con un gruñido, le recordó
que siguiera.
—Sí, tienes razón. Hoy vamos a poner toda la carne en el asador. No va a
tener aliento ni para hacer una de sus ilegibles pausas.

Manuela salió del despacho apresuradamente; al final se le estaba


haciendo tarde. Si se daba prisa, tendría el tiempo justo para pasar por casa,
arreglarse y llegar casi puntual a su cita con Jess. Mientras esperaba al
ascensor, alguien se aproximó a ella, sigiloso, por la espalda.
—¡Hostia puta, qué susto, Rojo! —exclamó, sobresaltada—. ¿Quieres
algo?
—Quería darle las gracias, inspectora —balbuceó con un hilillo de voz.
—¿Y tienes que acecharme en el ascensor? —Manuela intentaba recuperar
la calma, pero sentir una presencia tan cercana la había puesto en alerta;
llevaba demasiadas semanas con la paranoia de sentirse acechada—. ¿Qué
haces aquí a estas horas?
—Lo siento. Estaba esperando a que terminara para darle las gracias —
volvió a mascullar el subinspector, ocupando su espacio vital.
Manuela lo observó y no supo cómo catalogarlo. Le causaba rechazo,
aunque el pobre tampoco hacía nada para provocarla. Le parecía que detrás
de esa fachada anodina se escondía un ser siniestro y peligroso, pero nunca
había sabido muy bien por qué.
—¿Las gracias por qué? —preguntó a la vez que se alejaba de él y pulsaba
el botón del ascensor varias veces.
—Vaamonde me dijo que me han rehabilitado gracias a usted y quería
agradecérselo. Sé que no siempre nos llevamos bien, pero yo la admiro. Es la
mejor. Me gustaría poder trabajar con usted en más ocasiones para aprender.
Manuela lo miró con desprecio.
—Que Vaamonde se haya librado de ti no quiere decir que ahora me hagas
a mí la pelota. Te han reaceptado en el servicio. Me alegro por ti. Ahora
ponte a trabajar y listo.
El ascensor se abrió y Manuela se escabulló dentro.
—Lo siento. Tengo prisa —dijo. Pulsó el botón de cerrar las puertas, sin
darle opción a subirse.
«Qué ser más extraño», pensó. Un escalofrío le recorrió la columna
vertebral. No tenía que haberle recomendado a Vaamonde que lo rehabilitara,
a veces parecía tonta. Y menos aún su compañero tenía que haberle
confesado que fue ella quien lo sugirió, eso apuntaba a meses de baboseo
constante. Con mal cuerpo, miró la hora en el teléfono y vio un mensaje de
Cristina: «Necesito verte. Estoy en mi despacho. Es muy urgente».
Manuela leyó el mensaje y enseguida marcó el número de la forense. No
obtuvo respuesta. Llegó a la planta menos uno. Al salir del ascensor, marcó el
número de su despacho. Tampoco obtuvo respuesta. Apuró el paso hacia la
izquierda en dirección al garaje, y antes de abrir la puerta recibió un nuevo
mensaje: «No puedo hablar. Te espero aquí». Manuela se detuvo en seco. Dio
media vuelta y entró por una puerta que indicaba: «Depósito de pruebas /
Armería».

Isabel nunca tenía duda de cómo explotar su figura: escote, pantalón


ajustado y sugerencia máxima de sus intenciones. Se miró en el espejo del
baño. Llevaba un mono que le había robado a Manuela unos meses antes,
pero se vio excesiva. No le había pasado nunca. Vestir sexy era lo suyo.
¿Cómo podía haber cambiado tanto su vida sentimental en apenas dos meses?
Del hastío total de las relaciones esporádicas y del rumbo perdido, había
pasado a considerarse demasiado sugerente. El sexo, desde luego, ya no era
lo más importante.
¿Se estaba enamorando? Le daba miedo solo pensarlo. Llevaba mucho
tiempo negándose a sí misma esa posibilidad y, sin embargo, había aparecido
de esa manera tan espontánea. Siempre había vivido en contradicción con el
amor; había criticado a Manuela durante años por querer enamorarse, por no
saber estar sola, por no disfrutar de los placeres de la carne sin sentimientos.
En realidad, tenía miedo al rechazo, a dar más de lo que recibía, a
complicarse, a no ser dueña de sus sentimientos. Solo estaba empezando y ya
era todo complicadísimo, aunque atrayente; tenía un nudo permanente en el
estómago que le impedía dejar de sonreír.

Manuela conducía bajo la lluvia como si fuera la última etapa de un rally


urbano, sin respetar semáforos ni pasos de cebra. Los mensajes de Cristina la
habían preocupado y quería llegar al Anatómico lo antes posible. Tenía un
mal presentimiento. Cogió un cruce en forma de ele derrapando e hizo una
llamada.
—Ni un viernes por la noche me dejas en paz —se quejó Soler al
descolgar—. No sé lo que quieres, pero ya te digo que me va mal esta noche.
—A mí también, la verdad, pero los delincuentes no saben de horarios —
contestó con un humor cáustico.
—Ya, pero me has llamado tú.
—Pues lo siento. Escúchame. Tus hombres siguen vigilando el
Anatómico, ¿verdad?
—Claro, como quedamos.
—Pues no cogen el teléfono.
—¿No? ¡Qué raro!
—Ya sé que es raro, gilipollas, por eso te llamo.
Manuela perdió el control del coche al entrar acelerando en una curva
cerrada, y recibió la pitada escandalosa de varios vehículos. Tras comprobar
por el retrovisor que no había habido daños, centró el coche en el carril y
volvió a acelerar.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Soler, alertado por los ruidos.
—Que casi provoco un accidente. Ha habido suerte, solo susto. ¿Has
llamado a los tuyos?
—Sigo en ello, pero tienes razón, no contestan.
—Así sois de poca ayuda. No tenía que haberte hecho caso. Mis hombres
son mucho más fiables.
—¿Quiénes? ¿Mortadelo y Filemón calé?
Manuela vio el edificio al final de la recta y aceleró al máximo.
—¡Ya estoy llegando, da igual!
—¡Espérame! En quince minutos estoy ahí.
Manuela colgó, detuvo el coche en la zona de autoridades de la puerta y
entró corriendo en el Anatómico. A esas horas el edificio parecía un caserón
abandonado: vacío y a oscuras. La lluvia azotaba los cristales mal sellados,
que provocaban infinitos ruidos y crepitares. Aceleró el paso hacia el
despacho de Cristina y abrió la puerta con decisión.
—¡Ya estoy aquí! ¿Qué pasa?
Como se había temido, allí no había nadie. Dio la luz y se puso a husmear.
Nada. El ordenador tenía el logo del Anatómico dando vueltas en la pantalla,
con lo que había hibernado. Dudó mucho que Cristina no hubiese apagado el
ordenador al salir. Intentó abrir el cajón del despacho donde guardaba sus
cosas. La cerradura se le resistió unos segundos, pero metió la punta de un
cúter que encontró sobre la mesa y, de una patada, reventó el pequeño seguro:
sí, allí estaba su bolso, seguía en el edificio. Se dirigió hacia las máquinas
expendedoras con la esperanza de encontrarla allí y marcó el número de su
casa.
—¿Sí?
—Hola, Javito, ¿cómo estás? —Manuela andaba en silencio por los
pasillos desiertos del Anatómico Forense. ¿No había nadie de guardia esa
noche?
—Bien. Mejor. Ya no tengo fiebre y casi no me duele.
—¡Me alegro! ¿Está mamá?
—No, esta noche trabaja. Como ya estoy bien…
—¿Y papá?
—Se ha ido al burger con Helena a por la cena. Se ha puesto muy pesada.
¿Quieres que le diga que te llame cuando vuelva?
—No hace falta. La llamo al móvil. Gracias, enano. ¡Y deja la Play!
Javier sonrió, concentrado en su juego, y Manuela colgó el teléfono. Bajó
unas escaleras hacia la zona de expendedoras y tampoco encontró a nadie.

Sin escote, pero con una camisa de gasa semitransparente y rojo pasión en
los labios, Jess acabó su copa de vino y miró el reloj con impaciencia. A
Manuela le gustaba llegar tarde, pero no tanto. Cogió el teléfono y marcó su
número: comunicando.
—Hola, mi amor. —Jess se rellenó de nuevo la copa y empezó convencida
su plan de reconquista—. No sé con quién estás hablando, pero te aseguro
que ahora mismo no existe nada más importante en tu vida que venir aquí.
Llegas muy tarde, estoy muy caliente y, aunque estabas a punto de llegar a la
cima, puedes volver al campo base en un segundo. Tu verás. Aquí te espero.

«Igual han tenido un aviso», pensó en la oscuridad de la zona de máquinas


de refrescos del Anatómico. «Pero me habría llamado, sabía que venía para
acá». Con los nervios a flor de piel, Manuela volvió a marcar un número en el
teléfono.
—¿Tú nunca descansas, o es que quieres invitarme a tomar una copa? —
La voz ronca de Arteaga le provocó más inquietud de la que ya acumulaba.
—Necesito que me localices un teléfono, ¡ya! —ordenó con firmeza.
—Buenas noches, Manuela.
—De verdad, hoy no tengo tiempo para adivinanzas. ¿Puedes hacerlo o
me busco la vida?
—Envíame el número y dame dos minutos. Sin orden judicial y sin
preguntas, supongo.
—Supones bien —contestó mientras le enviaba el teléfono personal de
Cristina por WhatsApp.
Manuela la oyó teclear mientras observaba por los ventanales el parking
de empleados. El coche de Cristina estaba aparcado en su plaza. La más
alejada de la puerta, en la esquina izquierda, donde el asfalto se convertía en
césped y comenzaban los árboles del parque contiguo.
—El número que me has dado está a menos de cuarenta metros de tu
posición —contestó Arteaga en apenas un minuto—, en el Anatómico
Forense, aunque con ese radio, los metros no son exactos.
Manuela apretó las mandíbulas y observó el coche de Cristina con
atención. ¿El portón estaba un poco abierto? No lo veía bien, estaba muy
lejos, y la cortina de agua no le permitía enfocar del todo en plena noche.
—¿Tienes problemas, Manuela? —insistió Arteaga.
—Espero que no —dijo, mirando su bolso bandolera.
—¿Necesitas algo más?
—No, gracias. Si necesito algo, te llamo.
Colgó mientras seguía penetrando su bolso con la mirada. Silenció el
teléfono. Respiró hondo varias veces y sacó el arma que había cogido justo
antes de salir de comisaría con la esperanza de no tener que utilizarla.

Jess acariciaba a Emadin en el sofá. Esperaba, desvelada, la llegada de


Manuela. Miró el reloj varias veces. Se levantó al baño. Husmeó por la
ventana y se volvió a sentar en el sofá. Seguía sin contestar el teléfono ni los
mensajes. Cogió el móvil y marcó de nuevo; esta vez, el número de Cristina.
Tampoco obtuvo respuesta. Tras mirar el reloj dos veces más, morderse una
uña hasta hacerse sangre y acariciar de nuevo a su perro, volvió a marcar un
número.
—¡Hola! —contestó Daniela.
—Hola, Dani. Soy Jess. ¿Estás con Manuela?
—No. Estoy en casa y no ha aparecido en toda la tarde. ¿No habíais
quedado?
—Sí, hace una hora. Estoy empezando a preocuparme.
—Hija, ya sabes cómo es. Se le habrá cruzado una mosca y llegará tarde
—intentó no darle importancia.
—Seguro. ¿Sabes si iba a ir a ver a tu padre o algo? A veces con él se le va
el santo al cielo.
—No, que yo sepa. Si da señales de vida, te llamo.
—Gracias.
—Y no te preocupes, que seguro que no es nada.

«La mujer vestía un traje de chaqueta, falda lápiz y americana con


doble fila de botones simétricos, en gris marengo, impecable. Manuela
esperaba, expectante, intentando descubrir alguna flaqueza en la mujer
que le apuntaba con un revolver a la cabeza. Manuela miró la puerta a
espaldas de la mujer y comprendió que estaba encerrada. Se movió
despacio hacia ella, dando pequeños pasos imperceptibles. Cuando estuvo
a menos de un brazo de distancia, sin perder de vista sus ojos, levantó la
mano muy despacio y la puso delante del arma; intentaba bajar el cañón
hacia el suelo.
»—Ni se te ocurra moverte, Manuela.
»La mujer sujetó la pistola con firmeza. Sus intenciones parecían no
flaquear y Manuela sintió que, efectivamente, estaba dispuesta a
dispararle.
»—No lo hagas —murmuró, e intentó leer sus ojos—. No merece la
pena.
»—Ahora ya no eres tan soberbia, ¿verdad?
»La mujer parecía poseída, fuera de sí, aunque mantenía el pulso
firme. Manuela le aguantaba la mirada intentando no demostrar el miedo
que sentía. Estaba segura de que iba a dispararla, pero no se lo podía
creer.
»—No creo que merezca la pena matar a alguien solo por orgullo.
»La mujer dibujó media sonrisa irónica y dio un paso atrás, alejándose
de Manuela sin dejar de encañonarla.
»—En eso nos parecemos. —La mujer introdujo el cañón de la pistola
en su boca.
»—¡No! —Manuela se abalanzó sobre ella».

La caída de un rayo junto al parking la sobresaltó. Plantada en la sala de


expendedoras del anatómico, Manuela observó la lluvia caer sobre el coche
de Cristina. Se frotó la cara, intentando volver al presente. Volvió a sacar la
pistola del bolso y la sujetó con la mano derecha, temblorosa. Respiró, sujetó
la empuñadura por la culata para fijar el pulso y apuntó por la ventana.
«¡Vamos!», se dijo a sí misma con convencimiento, «sal de una vez».

Jess terminó su rutina de relajación en suelo y volvió a mirar el reloj. Hora


y media era demasiado hasta para ella. Cada vez más nerviosa, marcó el
número de Isabel.
—¡Hola, rubia! —saludó la psicóloga con efusividad.
—¿Sabes algo de Manuela? —preguntó sin prolegómenos.
—No te quitas de encima el estigma de novia preocupada, por lo que veo.
—Habíamos quedado hace hora y media. No coge el teléfono. Sí, estoy
preocupada.
—Creo que debe de estar con Jaime.
—¿Con quién?
—Con Soler. También me ha dejado tirada. —Isabel se miró a sí misma
en el espejo, pintada como una puerta, y frunció el ceño.
—¿Y no estás preocupada?
—No. Estarán jugando a sus intrigas de poli. O se habrá muerto algún otro
comisario importante. O igual los ha llamado la arpía esa de inteligencia y
están contándose secretos a la luz de una farola. Por eso nunca salgo con
policías, sois insoportables —bromeó mientras engullía un puñado de
golosinas.
—¿En serio? —Jess se tranquilizó ante la perspectiva de que Manuela
estuviera jugando a los enigmas con Soler y Arteaga.
—Venga, ¿peli, chuches y confesiones de dos mujeres abandonadas?
—¿En tu casa o en la mía? —confirmó Jess con una sonrisa.
Soler detuvo el coche en la puerta principal y comprobó que el Range
Rover de Manuela estaba vacío. Arrancó de nuevo, sin hacer ruido, y con las
luces apagadas se dirigió al lateral del edificio, al muelle de carga donde
esperaban los coches fúnebres. Había un coche aparcado frente a la puerta.
Cogió su pistola del salpicadero y, sigiloso, se acercó al vehículo poco a
poco.
Cuando llegó al maletero vio que la puerta del copiloto estaba entreabierta,
se agachó con cautela y, con la espalda apoyada en el metal, se giró. Se
asomó y vio a uno de los agentes de paisano que había mandado para vigilar
a la doctora, inconsciente en el suelo. Se acercó a él y le tomó el pulso.
Parecía sedado. Su compañero estaba también inconsciente dentro del coche,
en el asiento del conductor.
—¡Mierda, Nancy! —se dijo a sí mismo—. ¿Por qué coño no has
esperado?

Manuela salió al parking de empleados del Anatómico por la puerta de


atrás. Miró hacia la esquina del edificio, donde estaba la cafetería, y percibió
algo entre las sombras. Llevaba semanas con esa sensación. Había alguien
observándola. «También puede ser un gato», se dijo. O la lluvia, que no
quería dar una tregua. O algún espíritu enfadado. En caso de encontrarse con
un espíritu, el Anatómico Forense sería el lugar ideal. Este último
pensamiento casi la hace reír. Apagó la linterna que llevaba en la mano
izquierda y se camufló en la oscuridad de la noche. Empuñó con firmeza el
arma en la mano derecha e, intentando ocultarse entre los pocos coches
aparcados, avanzó hasta el BMW X1 de Cristina, en el punto más alejado.
Apoyada en un Nissan Micra destartalado que alguien debía de tener allí
desde hacía mucho tiempo, observó el BMW. No había movimiento. Como
había visto desde el interior, el portón del maletero no estaba del todo
cerrado. Miró a su alrededor en un intento por percibir algo que no fuera la
lluvia, y se dirigió hacia allí. Cuando estuvo lo bastante cerca vio una pierna
que asomaba por el maletero y, aunque supuso que era una trampa, no pudo
pensar en nada más que en correr para ver quién era el propietario.
Sus peores temores se confirmaron. Cristina estaba tumbada e
inconsciente en el interior del maletero con una pierna fuera del coche.
Aterrorizada y conteniendo la respiración, se guardó la pistola en la cinturilla
y, de un salto, se introdujo en el maletero. Le tocó el cuello en busca del
pulso. No estaba muerta. Recuperó un poco el aliento y la golpeó con brío en
las mejillas.
—¡Cris! —La zarandeó, desesperada—. ¡Cris! ¿Estás bien?
De cuclillas junto a ella, le levantó la ropa. No había signos de violencia.
La besó varias veces en la frente. Estaba caliente. Solo parecía dormida.
—Cris, cariño. ¡Escúchame! Tienes que despertarte. —Giró la cabeza a
ambos lados y volvió a golpearla—. Tenemos que salir de aquí —rogó en un
susurro ahogado— ¡Vamos, Cris, por favor, reacciona!
De repente, notó algo en el cuello que tiraba de ella hacia atrás. Intentó
defenderse cogiéndolo con las manos para evitar que la ahogara. El forcejeo
duró unos segundos. Cuando estaba a punto de conseguir separar la soga de
su piel se produjo un tirón seco que la dejó sin aliento y perdió el equilibrio.
Sintió un dolor punzante en la ceja y cayó hacia atrás. Sus ojos se sumieron
en una total oscuridad.
El agresor cogió su cuerpo y lo apoyó en el maletero. Le colocó un
inhalador anestésico en la nariz y la boca. Con tranquilidad, pero también
rapidez, dio la vuelta a la soga que le había colocado en el cuello y, en apenas
diez segundos, entrelazó la cuerda entre sus manos y la nuca, y cerró la
lazada con un nudo constrictor. Manuela, sedada, tosió varias veces.
La sombra se acercó al maletero del Toyota Verso aparcado junto al
BMW, sacó una silla de ruedas y accionó el sistema de plataforma elevadora
hidráulica. Acercó la silla al BMW y, con esfuerzo, dejó caer el cuerpo de
Manuela sobre ella. La metió en el Toyota de cristales tintados y la aseguró al
sistema de retención. Con agilidad, se bajó del coche y acabó de empujar a
Cristina al interior de su maletero.
—Ya tendré tiempo de volver a por ti —le susurró al oído, acariciándole el
pelo.

Soler aguzó el oído, pero el único sonido audible era el de la lluvia


azotando los árboles. Decidió seguir por el lateral, desenfundó su pistola y se
dirigió a la parte trasera del Anatómico. Cegado por la noche, creyó ver
movimientos al fondo del parking de empleados, junto a los árboles que
empezaban al final de la zona asfaltada. Se internó en la arboleda y se dirigió
hacia allí dando un rodeo.
Cuando por fin tuvo una visión clara de lo que ocurría, vio como una
sombra cubierta por algo que parecía un mono de trabajo negro cerraba el
maletero de un BMW, y después se metía en un Toyota y arrancaba, sin
encender los faros. Se dirigía a la posición de Soler. Oculto por la noche, el
capitán corrió hacia el carril asfaltado y apuntó.
El conductor lo vio apenas a diez metros de distancia y pisó el pedal hasta
el fondo. Soler disparó sin dudar y la bala rebotó. Confundido, vació el
cargador, y cuando el Toyota estaba a punto de embestirlo, lo esquivó
lanzándose al suelo. El coche lo rozó en el aire y, al caer, se golpeó con la
cabeza en el suelo. Un charco rojo se formó bajo su cuerpo inconsciente.
25

Jess se desperezó en la cama. Sintió el calor tras ella y sonrió, disfrutando


del castigo que le impondría a Manuela en cuanto la disfrutara un rato. Se
deslizó hacia ella de espaldas, pero solo encontró pelo. Se volvió, recelosa, y
vio a su labrador blanco roncando junto a ella. Miró el teléfono: las siete y
ninguna respuesta. Sin poder controlar más su preocupación, se levantó y se
dirigió al salón. Isabel dormía a pierna suelta en el sofá. Se sentó a su lado.
—Isabel —murmuró con cautela—. ¿Estás despierta?
—Mmmm… —La psicóloga emitió un sonido gutural con desagrado.
—Isa. —La zarandeó, cariñosa—. ¡Despierta!
—¿Qué hora es? —respondió sin abrir los ojos.
—Las siete.
—Es muy pronto. Un poquito más.
—Necesito que mires si te ha llamado Soler. Manuela sigue sin dar
señales de vida.
La psicóloga abrió los ojos, se incorporó como un resorte y buscó el
teléfono sobre la mesita.
—No. —Marcó el número de Soler, que le dio apagado o fuera de
cobertura. A continuación, el de Manuela, con el mismo resultado.
—Puede que esté un poco loca —afirmó Jess, frotándose las manos—,
pero no es normal que los dos estén sin cobertura y no hayan contestado en
toda la noche.
—Llama a Vaamonde, a ver si están allí.
—Son las siete de la mañana —comentó, indecisa, con el teléfono en la
mano.
—Él madruga mucho.
Jess marcó y, sentada junto a Isabel, esperó a que Vaamonde respondiera.
—Buenos días, Mars —saludó con energía.
—Buenos días. Perdone que lo llame a estas horas, pero ¿no sabrá dónde
está López?
—Pues a estas horas supongo que durmiendo, no la he visto casi nunca
llegar a trabajar antes de la once.
—El capitán Soler y ella llevan desaparecidos desde anoche.
—¿Cómo que desaparecidos?
Jess miró a Isabel con creciente preocupación y la psicóloga la animó con
la mirada.
—Anoche había quedado a cenar con los dos y no aparecieron. Ahora
mismo tienen el teléfono apagado.
—¿Sabes si estaban siguiendo alguna pista juntos? —Vaamonde
endureció el tono.
—No lo sé, pero tiene pinta de que sí, claro.
—Igual encontraron algo del caso Echauri —murmuró para sí—. Son unos
inconscientes, esa gente es muy peligrosa. Estoy llegando a comisaría, dame
quince minutos y te llamo, a ver si con suerte están aquí.
—Gracias.

«—¿Qué haces aquí? —preguntó. Observó con un sobresalto a la


mujer que acababa de entrar en la habitación—. ¿Cómo has entrado?
»—Por la puerta de abajo —respondió con seguridad—, siempre
habéis sido tan previsibles…
»—¿Y qué quieres? ¿Terminar de castigarnos?
»La mujer sacudió su traje de chaqueta con falda lápiz y americana
con doble fila de botones simétricos gris marengo, mientras dibujaba una
sonrisa gélida.
»—Siendo sincera, no esperaba encontrarte aquí. —La mujer avanzaba
lentamente hacia ella.
»—Ni yo volver a verte. —La examinó, desafiante, y se mantuvo en
pie muy erguida, con una creciente sensación de incomodidad.
»—Ya no puede una ni venir a ver a su familia —canturreó, burlona.
Acabó de invadir su espacio personal—. Solo quiero hablar, ponerme al
día, conocer las novedades…
»—Ya hemos pasado por esto muchas veces —respondió, haciendo un
esfuerzo por no dar un paso atrás—, no somos tu familia ni tenemos nada
que contarte. Lo mejor será que te vayas por donde has venido.
»—Bueno, sí que hay novedades. ¿Te han nombrado portavoz oficial o
solo hablas por ti?
»—Tú y tus aventuritas políticas. ¿Ya te has cansado de joderle la vida
a otra gente? —Como si hubiese tomado impulso, se dirigió hacia la
mujer—. Déjame ver. Has vuelto a dejar la medicación, claro. Y te has
dicho: "Como me aburre hacer daño a desconocidos, mejor voy a seguir
con los míos, que, total, están acostumbrados y han rehecho sus vidas".
»Las dos mujeres se enfrentaron a menos de un palmo de distancia.
»—La gente puede cambiar —susurró, disimulando su tono de voz
excesivamente agudo—, aunque tú no seas capaz de comprenderlo.
»—¡Claro! Estoy segura. La gente puede cambiar, un bicho malo
como tú, lo dudo. —Trató de contener la ira que le provocaba su sola
presencia y pasó junto a la mujer, golpeándola en el hombro al abandonar
la estancia—. Adiós, que te vaya muy bien; lo más lejos de aquí que sea
posible.
»Con los ojos inyectados en sangre, la mujer metió la mano en el bolso
y sacó un arma que apuntó con decisión a la espalda de su víctima.
»—Ni se te ocurra dar un paso más —dijo, altiva.
»—Creía que serías incapaz de superarte —contestó la encañonada
con desprecio—, pero mírate. De la irritabilidad, el frenesí y la ignorancia
has pasado a querer ser una asesina. —Aplaudió con vigor. El sonido
sordo retumbó en la habitación.
»—Siempre has conseguido sacarme de mis casillas —respondió,
exaltada—. Con esa media sonrisa y esa actitud de superioridad. ¡Vamos,
para dentro!».

Jess acabó de vestirse con el teléfono en la oreja, seguida por los ojillos de
Isabel, que empezaba a dejarse arrastrar por la preocupación de su amiga.
—¿Qué dice Vaamonde? ¿Están allí? —preguntó según colgó el teléfono.
—No era él. Era Raúl. Cristina salía a las seis y no ha vuelto de la guardia,
tiene el teléfono apagado. No la localiza ni a ella ni a Manuela.
—¿Qué? —Se le hizo un nudo en el estómago—. ¿Qué pinta Cristina con
Manu y Soler?
—No lo sé. Venga, ¡nos vamos!
—¿Dónde?
—Al Anatómico.
Jess conducía, histérica, dando quiebros arriesgados en dirección al
Anatómico Forense. No podía dejar de pensar en Manuela. Tenía que haber
insistido la noche anterior, pero se había dejado convencer por Isabel y ahora
se sentía fatal. ¿Le habría pasado algo? No se acostumbraba a esa afición
suya de ponerse en peligro.
—Tranquila, Jess, seguro que todo esto tiene una explicación —dijo
Isabel, intentando convencerse también a sí misma— y acabamos
cagándonos en todo.
—Quiero creerlo, de verdad. Pero es más propio de ella ponerse en peligro
que no contestar.
—En eso tienes razón. A Soler no lo conozco tanto, pero tampoco tiene
pinta de ser de los que resuelve los casos sentado en su mesa.
—Por eso se caen tan bien. ¿A santo de qué iba a tolerar Manuela a ese
gilipollas si no es porque puede compartir sus delirios con él?
Jess se arrepintió según expresó la idea en alto y miró a Isabel,
avergonzada.
—Lo siento —dijo forzando una mueca.
—No pasa nada —contestó, sin darle importancia—. Tu novia también es
gilipollas y es una de mis mejores amigas.
La tensión se rompió y ambas se echaron a reír a carcajadas. Un coche
hizo una maniobra muy lenta y Jess tuvo que dar un frenazo en seco.
—Con cuidado, rubia, que cuando los encontremos tenemos que estar
vivas para castigarlos. ¡No me gusta nada la acción policial!
—Perdón. —Jess giró el volante y, cansada de hacer maniobras, sacó la
sirena y la puso en marcha. Aceleró de nuevo.
—¿Qué pintará Cris en todo esto? —reflexionó Isabel.
Jess la miró. No sabía si expresar la teoría que llevaba elaborando desde
que le había colgado el teléfono a Raúl.
—¿Qué pasa? —insistió la psicóloga, preocupada.
—¿No has pensado estas semanas que Cristina cumplía el perfil?
—¿Qué perfil? —Isabel se incorporó en el asiento.
—El de víctima.
La palabra se quedó flotando en el aire, e Isabel, que entendió por dónde
iba Jess, tuvo que bajar la ventanilla y reprimir una arcada.
—Creo que las tres lo vimos desde el principio. Las cuatro mujeres tienen
un aire a Cristina: rubia, elegante, mediana edad, complexión media…
—¿Qué me estás diciendo, Jess? —preguntó muy seria.
—Las tres lo vimos y no dijimos nada. Pero dudo que Manuela no hiciera
nada si lo pensó. Es Cristina.
—¡Elabora, Jess, elabora! Que es muy pronto y no he tomado café.
—Es todo una hipótesis, pero quiero suponer que Manuela le encargó a
alguien de la barriada que le echara un ojo. Anoche pasó algo y la llamaron,
¿y ella avisó a Soler?
—¿Antes que a ti?
—Manuela sabe a quién recurrir para según qué cosas.
—Cierto. Avisó a Soler —afirmó, rotunda.
—Y a partir de ahí, vete tú a saber. Las posibilidades son infinitas: o los
cogieron a todos, o están en algún sitio juntos y seguros, pero sin cobertura, o
están en una puta cuneta con un tiro en la cabeza.
—¡No! ¡Eso ni lo pienses! —Isabel tocó con cariño la coronilla de Jess.
—¡Mars! —contestó con brusquedad a la melodía del teléfono.
—¿Jess? Soy García. —El vozarrón del inspector resonó con fuerza en el
interior del vehículo.
—Dime, David.
—Estoy saliendo del turno de noche y me ha dicho Vaamonde que no
localizas a Manuela.
—¿La has visto? ¿La viste anoche?
—No. Anoche entré a las once y ella ya no estaba, pero… —Se hizo un
silencio incómodo.
—Pero ¿qué?
—Su pistola no está en el armero. Por lo visto la cogió ayer, en torno a las
nueve.
—¿Cogió su pistola de comisaría? —Jess buscó, nerviosa, los ojos de
Isabel—. ¿Estás seguro de que fue ella? Ya sabes que nunca va armada.
—Seguro. Rivero estaba de guardia en el depósito de pruebas y lo ha
confirmado.
—¡Mierda!
—Hay más. Acaban de llamar de la UCO, han encontrado a Soler
inconsciente hace un rato. Parece que fue un atropello.
—¿Dónde? ¿Está bien? —exclamó Isabel, removiéndose en el asiento.
—¿Isabel? —murmuró García, extrañado.
—¡Sí, soy yo! ¿Cómo está Soler?
—Parece que está bien. Fuera de peligro al menos. Tiene un golpe en la
cabeza, lo han encontrado en el aparcamiento de empleados del Anatómico.
Está en el hospital.
—¿Solo lo han encontrado él?
—No, también a dos guardias civiles de paisano inconscientes dentro de
su vehículo. Creen que inhalaron algún tipo de sustancia.
—¿No hay rastro de Manuela?
—No, que yo sepa. Pero la científica va para allá; por lo visto, el capitán
vació su cargador.
Jess aprovechó que estaba detenida en un semáforo para frotarse la cara
con las manos, intentando ordenar todas las ideas que se atropellaban en su
cabeza.
—Isabel y yo vamos para el Anatómico también. ¿Puedes acercarte al
hospital? —Pareció conseguirlo porque, al menos, sonó autoritaria.
—Pensaba ir al Anatómico, pero si prefieres ir tú, por mí sin problema.
—Una cosa más, ¿sabes si alguien de la barriada está implicado?
—No tengo ni idea, Jess. Hay que hablar con Soler para ver qué pasó.

Manuela se sentía en paz; no quería salir de aquel estado. Estaba calentita,


tumbada en una cama mullida y arropada por lo que parecía una capa de
algún material muy suave. Era un gusano de seda. Sacó los ojillos fuera del
capullo. Primero, sintió un frío intenso; después, miedo. ¿Estaba atrapada en
una tela de araña? La capa suave a su alrededor le impedía moverse. Intentó
sacudirse, pero estaba pegada a ella. Volvió a probar. Nada. Observó la tela
de araña. ¿Era ella la presa o el depredador? Se inclinó hacia atrás y se miró
las patas, cuatro a cada lado, finas, pero robustas. Con determinación, las usó
para librarse del capullo que la retenía rasgándolo con violencia. Cuando
acabó con él se desperezó, satisfecha, y recorrió la tela, impulsándose en el
centro y rebotando en los radios. Tras unos instantes, notó una presencia, dos
ojos gigantes que la observaban. Sí, era la presa. Los ojos se acercaron a ella.
Detrás, una araña el triple de su tamaño. Confundida, lanzó un hilo de seda,
se colgó de él y se lanzó al vacío removiéndose, inquieta.
Cayó por un agujero muy oscuro. Cayó y cayó hasta aplastarse contra el
fondo. Asustada, sintió el calor del principio, pero ya no tenía nada mullido a
su alrededor que la protegiera. Trató de salir de la arena; se impulsó con
fiereza y comenzó a toser.
No podía tragar. No conseguía segregar saliva. Tenía la boca seca. Con
dificultad, abrió los ojos. La luz penetró en sus pupilas dilatadas y la
deslumbró. Los cerró y se dio cuenta de que no podía moverse. Los abrió de
nuevo e intentó mitigar la luz con la mano, pero al elevar los brazos sintió
que algo oprimía su garganta y la ahogaba.
Respiró profundamente para tranquilizarse. ¿Dónde estaba? No lo
recordaba. El corazón se le salía del pecho. Volvió a abrir los ojos, sin
moverse, y observó a su alrededor. Estaba en algún lugar muy oscuro,
sentada en lo que parecía un cómodo sillón orejero. Tenía las manos atadas
con una soga que entrelazaba las muñecas y el cuello, por eso, cuando movía
los brazos, se estrangulaba con el nudo en la parte anterior del cuello: el
rosetón. La longitud de la cuerda le permitía tener las muñecas apoyadas en
su vientre, a la altura del ombligo. Con cuidado, subió ambos brazos y se
palpó la cara. Sí, era real, volvía a ser humana. Había dejado de ser un
gusano. Debían de haberla drogado. Agradeció la gelidez de sus manos en las
mejillas. Le restaron aturdimiento. Se tocó la frente, junto al cuero cabelludo.
Le dolía la cabeza, especialmente el lado derecho. Cuando se miró las manos
tenía restos de sangre seca. Palpó la zona y sintió una punzada de dolor y una
costra sobre la ceja derecha. Alguien la había golpeado.
¿Dónde? La ponía nerviosa no recordar nada. El corazón volvió a
desbordarse con una taquicardia. La última escena real que su cabeza era
capaz de procesar era en comisaría, revisando el vídeo del testimonio de
Azucena. A partir de ahí solo había gusanos de seda, arañas y animales
deformes que la perseguían.
Se centró en la situación actual. Daba igual cómo hubiera llegado hasta
allí. Tratando de coordinar brazos y cabeza, inclinó el torso hacia delante y
vio que tenía alambre de espino rodeándole los pies. Intentó moverlos y sintió
varias punzadas cortantes. También había liquido en el suelo. Había sido
incapaz de controlar su vejiga.

El coche derrapó al pisar un charco cuando giró para entrar en el parking


del Anatómico Forense. Jess redujo la velocidad y se detuvo en medio de la
explanada. Los equipos de la científica ya estaban allí, y se había montado un
cordón que impedía el paso a la mitad del recinto, desde uno de los laterales
del edificio hacia la zona del fondo, junto a los árboles que delimitaban la
entrada al parque. Isabel y Jess bajaron del coche y se dirigieron
apresuradamente hacia allí.
—¡Mars! —La voz de inspector Vaamonde, que dialogaba con un señor
de pelo blanco y el jefe de servicio de la científica, llamó la atención de Jess.
—¿Qué hace aquí? —preguntó Jess cuando llegó a su altura.
—García ha ido al hospital. Estoy preocupado por Manuela. Os presento.
Coronel Puell de la Vega de la UCO, doctor Andrados, director del
Anatómico, y a Pinilla de la científica ya lo conocéis. La inspectora Mars,
compañera de López —puntualizó Vaamonde—, e Isabel Atienza, nuestra
psicóloga.
Todos se saludaron con gestos serios y el coronel Puell les estrechó con
firmeza la mano a ambas.
—¿Qué tenemos? —inquirió Jess, sin detenerse en formalidades.
—Parece que anoche ocurrió algo, sobre las nueve y media si los datos de
comisaría son correctos. —Puell comenzó a relatar los hechos, reposado pero
firme—. Eso hizo que Soler y López se encontraran aquí. Hacía días que el
capitán había asignado una pareja de paisano para vigilar a la doctora Cristina
Romero. ¿Sabe usted por qué?
—No lo sé a ciencia cierta, coronel. Quiero suponer que la inspectora
López tenía ciertas sospechas de que la doctora pudiera ser víctima del autor
de los asesinatos seriados. Cumplía la fisionomía y, de alguna manera, estaba
vinculada con el caso.
—¿Te lo dijo? —preguntó Vaamonde, extrañado—. ¿Por qué no asignó a
alguien de los nuestros?
—No me lo dijo explícitamente. Ya sabe…
Isabel, que parecía ausente, interrumpió a Jess.
—No te cuestiones ahora ese tipo de cosas, Paco. Ya sabes cómo es.
¿Sabemos algo de Cristina?
—No —respondió Puell, tajante—. La doctora tenía guardia y llegó sobre
las ocho. No sabemos por qué vino; según nos ha contado el director, hace
tiempo que todo el personal hace las guardias de fin de semana desde casa.
—Como no vino a trabajar los últimos días, querría ponerse al día —
comentó la psicóloga, distraída. Todos la miraron, inquisitivos, e Isabel sintió
que tenía que profundizar en su explicación—. Cristina es amiga mía. Ha
tenido al niño en el hospital esta semana.
—Correcto —confirmó el doctor Andrados—. La doctora Romero es muy
escrupulosa en su trabajo y tenía algunos informes pendientes.
—Pues enigma resulto —sentenció Puell, resolutivo—. Llegó a las ocho,
habló con su residente, que se iba para casa, y se fue a su despacho. Estamos
comprobando su teléfono, pero por ahora no sabemos nada más.
—¿Vosotros habéis encontrado algo, Pinilla? —Jess intentó centrar de
nuevo la conversación e Isabel volvió a desconectar, dejó vagar su atención
por el aparcamiento, intentando reconstruir lo que podía haber pasado.
—Hemos recogido varios casquillos en aquella zona. —Pinilla señaló al
fondo del parking, junto a los árboles—. Creo que son todos del arma de
Soler. Había marcas de neumático un poco antes, lo que me hace suponer que
aceleraron intencionadamente para atropellarlo. La noche era cerrada, el
conductor pudo no verlo hasta tenerlo encima y tuvo que decidir muy rápido.
Las mismas rodadas se pueden encontrar en la salida, al lado de tu coche.
Quizá patinó. También hemos encontrado dos balas destrozadas junto al
césped.
—¿No impactaron?
—Yo diría que rebotaron.
—¿Rebotaron en el coche? —se extrañó Jess.
—Balística no es mi especialidad, Mars, pero creo que impactaron en una
superficie blindada.
—¿Quién tiene un coche blindado? —exclamó Jess, sorprendida.
—No hay cámaras, inténtalo con las de circulación a ver si lo encuentras.
—Pinilla se encogió de hombros—. El coche de López está aparcado en la
puerta principal, cerrado y sin evidencias de manipulación. El de Soler en el
lateral del edificio, con las puertas abiertas, junto al de los Guardias Civiles
de paisano. Tampoco he encontrado nada.
—El coche de Cristina está ahí —indicó Isabel, señalando el BMW X1
rojo aparcado en la esquina más alejada.
—¿El BMW? —preguntó Vaamonde.
—Sí.
—Chicos —ordenó Pinilla a varios agentes que tomaban muestras del
suelo—, echad un ojo al X1 rojo del fondo.
—¿Soler está consciente? —Jess se debatía entre el avance lógico y lento
de una escena y la ansiedad por obtener alguna respuesta.
—Está en observación —respondió Puell—, está bien. En un par de horas
podremos hablar con él para que nos explique qué ocurrió.
«En un par de horas, Manuela y Cristina podrían estar muertas», pensó
Jess, sin saber muy bien qué más podía hacer.
—¿Qué crees que pasó, Mars? —indagó Vaamonde.
—No lo sé. Creo que…
—¡Rápido, un médico! ¡Llamad a una ambulancia! ¡Hay una mujer! —
Los gritos de la pareja de la científica, que se habían acercado al coche de
Cristina, los alertaron desde la lejanía.
Salieron corriendo hacia allí. Jess llegó la primera y reconoció a la
forense, tendida en el maletero de su coche. Sin detenerse, de un salto, se
metió en él.
—¿Está viva? —preguntó Isabel con la cara desencajada, unos metros tras
ella—. ¿Está bien, Jess? ¿Está bien?
Jess le comprobó el pulso, acercó el oído a su boca para asegurarse de que
respiraba, y le abrió los ojos; las pupilas eran reactivas.
—¡Jess! —Isabel introdujo la mitad de su cuerpo en el maletero—. ¿Está
bien?
—Sí —confirmó, relativamente aliviada. Intentó colocar a Cristina sobre
ella y se quitó el abrigo para cubrirla—. Está bien. Está helada, pero parece
que solo está dormida.
—¡Dios! —Isabel, a punto de romper a llorar, abrazó como pudo a Jess y
pegó su cara a la de Cristina—. Hay que llamar a Raúl.
—Inspectora —exclamó el oficial de la científica.
—Dime.
—Esta mancha —señaló el borde del maletero, entre la moqueta y
aluminio, justo en el cierre— parece sangre.
—¿Tienes ahí luminol? —preguntó Jess, examinando el cuerpo de Cristina
—. ¡Pues dale!
Según espolvoreaba el líquido sobre la mancha y lo iluminaba con la
linterna azul, esta se volvió de ese característico color violeta brillante.
—Sangre. Necesito recoger muestras.
—Cuando llegue la ambulancia —contestó Jess, acariciando el rostro de
Cristina.
—¿Es suya? —preguntó Isabel.
Jess negó con la cabeza.
—Igual es anterior, de alguno de los niños.
—O de Manuela. —El nudo en el estómago de Jess se cerró hasta no
dejarla respirar.
Los músculos de Manuela se desentumecían y ella recuperaba la
consciencia. La bruma que tenía en la cabeza también estaba desapareciendo.
Casi podía pensar con claridad, aunque era incapaz de recordar nada más allá
de su despacho en comisaría. Pensó en las cicatrices de alambre de espino de
las víctimas, prácticamente hasta la pantorrilla, e intentó mover las piernas.
Podía. En su caso, el metal solo aprisionaba los pies, desde la planta hasta el
tobillo. Intentó levantarse, pero el dolor punzante hizo que volviera a dejarse
caer en el sillón.
Sus ojos debían de estar acostumbrándose a la oscuridad, porque empezó a
distinguir el mobiliario que la rodeaba: una televisión antigua de tubo, un
reloj de pared de madera, un frontal de caoba hecho a medida… ¿Dónde
estaba? ¿En un piso de los años setenta?
Con la cuerda de las manos pegada al cuello, giró hacia su hombro
izquierdo, de donde provenía algo de luz. Tras ella había un ventanal que
ocupada toda la pared, y parecía estar semitapiado con maderos.
Un ruido a su derecha la sobresaltó. Se giró con esfuerzo y, a punto de
clavarse el nudo en la garganta, observó a una mujer inconsciente a su lado.
Sentada en un sofá orejero verde botella como el suyo. Con el mismo
mecanismo rudimentario para ahogarse si movía las manos, y el alambre de
espino rodeando ambas piernas hasta las rodillas.
Intentó acercar el asiento para llegar a ella. Al lanzar sin querer el brazo,
apretó la soga y comenzó a toser por la falta de aire. Se sentó de nuevo lo
más recta que pudo y después se inclinó en bloque. Así, consiguió golpearla
con la coronilla en los brazos.
—¡Eh! —susurró mientras se balanceaba para golpearla—. ¿Me oyes?
¿Estás bien?
La mujer no parecía escucharla. Manuela enganchó ambas piernas a las
patas del sofá y, aunque se clavó la última fila de pinchos, se estiró hacia ella.
Con el cuerpo en tensión, consiguió llegar a su barbilla con la punta de los
dedos; le levantó ligeramente la cara y comprobó que se trataba de Lorena
Ferrer.
—¿Eres Lorena, verdad? —Le hizo aire con la mano en abanico para
despertarla—. Venga, reacciona. ¡Tenemos que salir de aquí!

Jess esperaba sentada junto a la cama de Soler, pegada al teléfono,


mientras Isabel daba vueltas por la habitación. El capitán carraspeó,
inconsciente, y la psicóloga se volvió como un resorte.
—Tranquila, Isa, ya queda menos —Jess le sonrió, paciente.
—Está tardando mucho, ¿no? Dijeron que máximo una hora después de
quitarle la sedación despertaría.
—La anestesia funciona de manera diferente en cada cuerpo. No llevamos
ni cuarenta minutos.
—Me alegra ver que estás preocupada por mí, encanto. —Soler repitió una
tos ahogada, con su chulería habitual.
Isabel volvió a girarse y Jess se levantó, junto a la cama.
—Dos mujeres guapas pendientes de mí. ¿Qué más puedo pedirte, Dios?
—Sonrió seductor y le guiñó un ojo a Isabel, que se abalanzó sobre él y lo
besó en los labios.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó Jess, ansiosa por profundizar en los
acontecimientos.
—Como si me hubiera pasado un camión por encima, Barbie. Pero bien,
puedo contarlo.
—No fue un camión, pero sí, algo te pasó por encima. ¿Recuerdas qué
pasó?
Soler se concentró, intentando recordar qué había ocurrido. Se acordaba de
haber despertado en una ambulancia muy nervioso. De estar arreglándose
para su cita con Isabel. De que fue al Anatómico.
—¡Manuela! —gritó de repente e intentó incorporarse—. ¡Tiene a
Manuela!
Entre Jess e Isabel trataron de contenerlo, pero se arrancó uno de los
cables de los monitores cardiacos, lo que hizo que la maquina pitase de forma
estridente. Dos sanitarios entraron corriendo en la habitación y las ayudaron a
reducirlo.
—¡Tiene a Manuela, Jess! —gritaba, desesperado.
—Por eso tuvimos que sedarlo, gritaba todo el rato el nombre de Manuela
cuando llegó —explicó una de las enfermeras.
—Gracias. No hay problema. Puede apagar los monitores. Soler, tranquilo.
Ya lo sabemos. —Jess acompasó su tono de voz para que se calmara—.
Tranquilo. ¡Ya está, capitán! —ordenó, sin darle opción a discutir.
Soler se detuvo y las enfermeras acabaron de quitarle los cables; solo le
dejaron la vía enganchada al brazo. Cuando abandonaron la habitación, Isabel
se sentó paciente en la silla junto a la cama y Jess, en el lateral del colchón.
—Contesta tranquilo, porque necesitamos tu ayuda. Manuela ha
desaparecido, lo sabemos. Por algún motivo los dos acabasteis anoche en el
Anatómico, tú descargaste el cargador y un coche te atropelló. Intenta hacer
memoria porque es importante.
Soler la contemplaba muy serio mientras algunos fogonazos de la noche
anterior bombardeaban su cabeza.
—Manuela me llamó muy cabreada porque mis hombres no le cogían el
teléfono.
—¿Estabais vigilando a la doctora Romero?
—Sí. Bueno…
—Soler, soy muy consciente de las miles de cosas que me esconde
Manuela, por mi propia seguridad o porque yo no quiero saber. —Jess lo
miró a los ojos y habló con el corazón—. De sus instintos, sus pálpitos, y
sobre todo de sus chanchullos. Ya está. Es así. Y ha encontrado en ti al
pandillero perfecto. No me importa. Pero ahora no tenemos tiempo para que
escondas nada. Lleva doce horas desaparecida, ya sabes que el tiempo nunca
juega a favor. Como todos queremos encontrarla, hay que colaborar.
—Manuela se lo encargó a los gitanos, ¿sabes de quién te hablo?
—Perfectamente.
—Hace varias semanas que les encargó que echaran un ojo a la doctora.
Yo no compartía su teoría, pero estaba obsesionada con protegerla. —Jess
buscó la complicidad de Isabel ante la evidencia de que habían acertado—.
Hace unos días, cuando me lo contó, le ofrecí poner un par de los míos de
paisano.
—¿Y accedió? —pregunto Jess, incrédula.
—No sin dar por culo, rubia. Pero necesitaba a los suyos en otras cosas y
al final dijo que sí. Anoche, no sé por qué, intentó localizarlos, pero no le
cogían el teléfono y me llamó encabronada.
—Fue culpa mía. —Cristina, detenida en el umbral de la puerta en una
silla de ruedas empujada por Raúl, se incorporó a la conversación.
—¡Cris! —exclamó Isabel, que se abalanzó sobre ella—. ¿Cómo estás?
—Bien. Estoy bien, cariño —dijo con más pena que alegría.
Jess también se levantó hacia ellos y acarició el pelo de la forense, para
fundirse en un abrazo con Raúl después.
—¿Cómo estás, Jess? —preguntó Cristina, preocupada.
—¿Tú? —le contestó, incapaz de seguir hablando si quería mantener las
lágrimas a raya dentro de sus ojos.
—Muerta de miedo. —Cristina apretó la mano de Jess.
Jess le hizo un gesto con la cabeza y le devolvió el apretón.
—¿Qué haces tú aquí? ¿Qué te ha pasado? —preguntó Soler, confundido.
—¿No os visteis anoche? —Jess se giró de nuevo hacia él, que negaba con
la cabeza, intentando recordar los detalles—. Necesito que hablemos todos
para reconstruir lo que pasó. Cris, ¿por qué has dicho que fue culpa tuya que
Manuela fuera al Anatómico?
Raúl empujó la silla junto a la cama de Soler.
—Anoche llegué pronto al trabajo porque tenía que acabar unos informes
que tenía atrasados, por lo de Javi. Hablé con Manu por teléfono, que había
quedado contigo para cenar, y estuve un rato con mi residente. Luego me
metí en el despacho y no me acuerdo de más.
—¿Entonces?
—He comprobado el teléfono, estaba con mi ropa. —Lo sacó del bolsillo
y lo colocó en la mano de Jess—. Le envíe dos mensajes anoche a las nueve
para que viniera, pero yo no lo recuerdo.
Jess cogió el teléfono y leyó la conversación.
—¿No te contestó?
—No me acuerdo de nada, Jess. No recuerdo haber enviado los mensajes
ni hablar con ella después. Pero los recibió e intentó localizarme, tengo un
par de llamadas perdidas que no contesté.
—Cuadra con su llamada —añadió Soler, pensativo—. Fue más o menos a
esa hora, cagándose en todo porque no le contestaban al teléfono. Ya estaba
llegando al Anatómico. Tardé veinte minutos como mucho. Cuando llegué y
encontré a los míos inconscientes, intenté llamarla, pero no me cogió. Luego
fue todo muy rápido. Vi un coche con el maletero abierto y alguien cargando,
quizá un cuerpo, en el interior. El coche vino hacia mí, disparé y no recuerdo
nada más.
—¿Recuerdas el coche? —preguntó Jess con su libreta en la mano.
—Toyota azul.
—¿Prius?
—Juraría que era un Verso monovolumen, estaba muy oscuro.
—¿Un Verso blindado? —se extrañó Jess,.
—Estaba blindado, ¿verdad? El primer disparo fue el único que pude
apuntar y me dio la sensación de que la bala rebotaba, pero no lo vi bien.
—¿Por qué me pusisteis vigilancia? —preguntó Cristina con inocencia.
—No lo sé, doctora.
—Porque es Manuela, Cris. —Isabel, muy nerviosa, intentó zanjar la
conversación—. Eso ahora no importa. Alguien te usó de señuelo y se la
llevó en un Toyota.
—Igual no fue así —murmuró Raúl. De repente, se sonrojó.
—¿Se te ocurre otra cosa? —preguntó Jess.
—Tengo que hablar contigo, Jess. —Observó a Soler y evitó cruzar su
mirada con ellas.
—¿Esto no tendrá que ver con tus encuentros furtivos con Manuela? —le
recriminó Cristina, que no quería escuchar la respuesta.
Raúl asintió con la cabeza, arrepentido.
—Estás jodido, colega. —Soler intentó apoyarle con un guiño cómplice—.
Nancy es una fuente constante de misterios.
—¡Cállate! —exclamó Isabel, enfadada—. ¡Y tú, confiesa ahora mismo
aquí, delante de todos, que no hay nada que esconder entre estas cuatro
paredes!
—Raúl, si estabas ayudando a Manuela y sabes algo que nos pueda
ayudar, ahora es el momento —le ordenó Jess, intentando que sus nervios no
se desbocaran. Raúl suspiró y buscó los ojos de su mujer, que comenzaban a
empañarse.
—Manuela recibió varios anónimos por email —consiguió decir, mientras
se frotaba las manos—. Lo siento, Jess. —Raul se disculpó, sincero.
—No pasa nada. ¿Qué decían los anónimos?
Raúl les relató con todo detalle los cuatro anónimos que él había visto. Las
amenazas a Cristina y a Jess. La colaboración con Arteaga. La maniobra de
Manuela para filtrar el vídeo de la última desaparecida. Los anónimos de la
periodista y la posibilidad de responder.
—Lo siento muchísimo, Jess, de verdad —concluyó entre lágrimas.
—¡Eh! —Jess le limpió la cara con el dorso de la mano—. No es culpa
tuya. Todos conocemos a Manu. Ya pagará cuando la encontremos.
La ira contra Manuela por haber sido tan irresponsable se mezclaba con
unos argumentos confusos que explicaban, a su manera, por qué lo había
hecho. Como siempre, quería protegerlas y sufrir en silencio. Sus emociones
ante la perspectiva de perderla formaban un peligroso cóctel molotov que
tenía su origen en el hígado y amenazaba con extenderse por todo su cuerpo.
En silencio, intentando ver la luz a través del miedo que ocupaba cada rincón
de su ser, esforzándose por ser lo más racional posible para encontrarla con
vida, se preguntó a sí misma: «¿Qué habrías hecho tú si hubiera sido al revés,
Manu? ¿Por dónde tiramos?». Como si Manuela le hubiera susurrado los
siguientes pasos al oído, se levantó con decisión.
—Me alegro de que estéis los dos bien. Tengo que irme. Os voy contando.
—Sin prestarles más atención se puso el abrigo.
—¿Dónde vas? —preguntó Soler, incorporándose.
—Tengo que encontrarla. Hay que rehacer el puzle que tenía en la cabeza
entre todos para obtener una visión global.
—¡Voy contigo! —Soler se quitó la vía y comenzó a ponerse de pie.
—De eso nada. —Isabel lo sujetó por el pecho—. Tienes dos costillas
rotas y quieren que estés veinticuatro horas en observación por el golpe en la
cabeza.
—La tengo dura. No te preocupes, cariño.
Soler se puso de pie, pero se tambaleó, mareado y tuvo que volver
apoyarse en la cama.
—Levántate poco a poco si no quieres caerte redondo al suelo. —Cristina
consideró que la búsqueda de Manuela bien valía un esfuerzo del capitán.
—¿Qué dices, Cris? ¡No está para ir a ningún sitio! —Isabel la miró,
atónita.
—No se va a morir. No hay neumotórax. —Ojeó el informe colocado a los
pies de la cama—. Le va a doler la fractura costal, pero lo mismo que aquí
tumbado.
—No hace falta que vengas. He quedado en hablar con García. Te
prometo que te iré llamando —dijo Jess ya casi en la puerta.
Soler se levantó despacio y se dirigió a ella.
—Barbie, ven aquí. —Jess se acercó para sujetarlo—. Es culpa mía que tu
novia haya desaparecido, así que ayúdame a vestirme y vámonos.
—Igual de gilipollas, Isa. Toda la razón —accedió, buscando el permiso
de la psicóloga—. Pero se agradece.
26

Concentrada en llegar hasta su compañera de cautiverio, Manuela dejó de


prestar atención a su alrededor, hasta que una voz grave de mujer la
sobresaltó. Se colocó en su posición original y cerró los ojos.
—¡Atención, escoria! ¡Levantaos ante vuestra Emperatriz! —La voz
anunció su propia llegada desde ocho o diez metros más allá. Manuela
calculó que era una sala grande, el final escapaba a su vista al estar sumida en
la total oscuridad. La mujer intentó hacer sonar algún tipo de trompeta, con
poco éxito—. ¡No permitas a un patricio hacer el trabajo de un plebeyo! —
murmuró, iracunda—. ¡Levantaos, he dicho!
Manuela se mantuvo inmóvil con los ojos cerrados. Escuchó que alguien
se acercaba con paso decidido hacia ellas.
—¡Qué desilusión, Locusta mía! Con la fama que le precedía, nuestra
nueva invitada debería haberse liberado en el tiempo que le hemos dado. —
La voz de mujer era impostada, como si estuviera declamando unos versos.
Parecía que hablaba con alguien, pero Manuela no percibía a nadie más en la
habitación—. Y no. Nada. Ni un movimiento. Ahí está, quietecita, portándose
de maravilla.
Manuela tenía todos los sentidos alerta, pero decidió no mover un músculo
hasta haber evaluado la situación.
—Deja de fingir, inspectora. —Escuchó la voz cerca de su oído,
alejándose hacia Lorena—. ¿Crees que nuestra nueva invitada disimula,
Araceli? —Levantó la barbilla de Lorena con desdén—. ¿O finges tú? Ya has
sido mala antes. —La voz mutó de la prosa engolada al tono maternal e
infantil—. Te he dicho que no comas golosinas de más, que te puedes
empachar. —Cogió la parte de la soga que unía el cuello con las manos y tiró
varias veces, hasta clavarle el nudo en la garganta—. ¡No, no, no! ¡Araceli,
muy mal! Así no. Voy a tener que castigarte.
Manuela oyó unos sonidos guturales y, consciente de que no era la mejor
idea, entreabrió el ojo derecho para ver qué los originaba. La mujer estaba
introduciendo sus dedos por la garganta de Lorena para que, aun
inconsciente, vomitase sobre sí misma. Manuela se mordió el carrillo para
evitar intervenir e intentó que su cabeza diera algún sentido a aquella locura.
—¿Qué hacemos, inspectora? ¿Quieres seguir jugando a que estás
dormida? —La mujer cogió el pelo de Manuela y le alzó la cabeza. Abrió
unos ojos rabiosos de ira—. Sé que estás despierta —dijo con
condescendencia—. Recuerda que en el Coliseo es la Emperatriz la que
determina el juego, los jugadores y el tiempo que debe emplearse.
—Eres una puta enferma —manifestó con acritud.
—Creo que voy a disfrutar mucho contigo, y eso requiere que estés
consciente. ¿Lo conseguiré, pajarillo?
Manuela observó el rostro de la mujer a un palmo del suyo. Estaba
cubierto por una careta grotesca. Le recordó a las máscaras que se usaban en
el teatro romano. Una imagen de un duende o sátiro con dos cuernos
retorcidos en el centro. A través de las aberturas buscó los ojos de su captora,
sanguinolentos y encendidos, y sintió miedo.
—¿Qué quieres? —Manuela tuvo la sensación de que el rostro tras la
máscara sonreía orgulloso.
—Es una pregunta interesante. Tendremos tiempo para analizarla.
—Estás perdiendo tu ventaja y lo sabes. No te queda tiempo, perturbada.
—Manuela no pudo evitar que la soberbia la dominara.
—Interesante amenaza a tu Emperatriz. —La mujer le soltó el pelo y la
contempló desde su posición de superioridad.
—¿También vas a castigarme? —la retó con frialdad.
—Aún no te has portado mal, ¿por qué voy a castigarte? Vamos a pasarlo
muy muy bien. —La voz se volvió aniñada de nuevo. La mano bajo la túnica
blanco marfil que la cubría comenzó a toquetear la frente de Manuela—.
Alguien va a tener que morir, claro. Si no, el juego no es divertido. Pero te
voy a contar un secreto —se acercó a su oído y bajó el tono—: creo que la
pobre Araceli tiene más papeletas para sucumbir a este circo.

Jess detuvo el coche en doble fila en la puerta del único restaurante de la


barriada y apagó el contacto.
—Para que quede muy clarito y no haya malos entendidos —dijo mientras
se sacaba el arma de la funda de piel bajo la axila y la guardaba en la
guantera—. Sin Manuela igual no somos bienvenidos, así que te vas a quedar
aquí sentado, quietecito y sin sorpresas.
—Me encantan las mujeres con carácter.
—¿Ha quedado claro?
—Cristalino, cielo. ¿Puedo bajar a fumar?
—Mientras no entres en el bar puedes hacer lo que buenamente quieras.
Jess bajó del coche y se dirigió al interior del restaurante con decisión.
Cuando abrió la puerta pareció que alguien hubiera pulsado el botón mute del
mando a distancia. El bullicio, los gritos, las risas y los ruidos propios de un
bar abarrotado quedaron silenciados de repente. La mayoría de los presentes
se volvieron a mirarla, desvergonzados, sin disimular. Jess observó el pasillo
frente a ella, muy estrecho y repleto de gente que la analizaba. Al fondo, a la
izquierda, apoyado en la barra, de espaldas a la puerta, Jess localizó a Tony,
que era el único que seguía con su actividad. El Mudo, frente a él, la
reconoció y subió mucho las cejas, mostrándose excepcionalmente expresivo.
Jess avanzó, paralela a la barra, rozándose con todos los parroquianos, que
rumoreaban:
—Ojo, que es la bofia.
—¿Pero qué dices, loco? Esta ha pinchao una rueda y no sabe cambiarla.
—Que se ha confundido está claro.
—Mira, yo me abro, por si acaso.
—Pues yo igual me ofrezco a cambiársela. La rueda o lo que quiera.
Jess hizo oídos sordos a los comentarios y llegó hasta el final, con los ojos
fijos en la coronilla del gitano, que seguía parlamentando, animado. El Mudo
le dio un codazo y le señaló a Jess con la cabeza, a menos de un metro de
ellos. Tony se giró, intrigado, y sonrió contento al verla.
—¡María, madre de nuestro Señor! —exclamó efusivo, retumbando en el
local en silencio—. ¿Qué pasa, rubia? ¿Cómo tú por aquí? ¡Qué barbaridá!
—Hola, chicos.
—¡Pero qué honor! Creía que la Manuela, la jodía, te tenía escondía y no
te dejaba venir. ¿Qué hace? Dar por culo a alguien ahí fuera, claro. ¿Un
chirimbolo?
Tony se dio media vuelta buscando al camarero.
—¡Niño! Vente pa ca.
Mudo volvió a golpearlo y, con un gesto, le llamó la atención sobre todos
los clientes que devoraban con los ojos a Jess.
—¡A ver! —Tony se subió al reposapiés del taburete para quedar elevado
sobre el resto, y dio unas palmas huecas—. A tol respetable: cada uno a lo
suyo, ni que la miréis quiero. ¡Tú! —gritó, señalando a un gordo bajito cerca
de la puerta—. Cholito, ¿en América no tenéis de estas o qué? Ponte a jugar a
la máquina tragaperras o vete a tomar por culo, pero he dicho que no se mira,
que se gasta. ¡Coño, ya! Porteras, que sois peor que vuestras parientas.
—Gracias, Tony, pero no era necesario.
—¡Cómo que no, rubia! Eres una invitada. Parece que no hubieran visto
nunca a una mujer decente. Luego la Manuela no te trae, y la tengo que dar la
razón, y mira que hay pocas cosas que me jodan más que darla la razón a la
tenienta. ¡Ea! —Se dio la vuelta, de nuevo, y buscó al camarero—. Niño,
vente pa ca te he dicho, que voy a pedir. ¿Estás sordo?
—Tony —susurró el camarero con cuidado—, ya sabes que al Patrón no le
gustan estas cosas en su bar.
Los ojos del gitano se encendieron de furia y lo cogió del cuello de la
camisa; lo levantó sobre la barra.
—Mira, no te pincho por respeto a la capita fina de espuma que echas en
las cañuelas. —Con la cara desencajada, acercó la cabeza del camarero a sus
labios—. Pero como vuelva a oír una falta de respeto a mi amiga en este bar,
no quedáis uno en pie. ¿Estamos?
Lo soltó con desprecio y se volvió hacia Jess.
—Vamos fuera, mejor. Perdónalos. No está hecha la miel para esta piara
de cerdos.
Tony se acabó el cubata, soltó veinte euros encima de la barra y salió. Jess
y Mudo lo siguieron en silencio.
—¡Coño, el que faltaba! —dijo al salir a la calle y ver a Soler apoyado en
el morro del coche, fumando—. ¿El Madelman lo traéis ya incorporao, como
los erbags?
—Nos está ayudando con una investigación —contestó Jess, conciliadora.
—Ya me dijo la tenienta. —Tony le dio la espalda a Soler y se quedó
apoyado en una mesa de la terraza vacía—. No me gusta un pelo, rubia, este
amiguito nuevo que os habéis echao. Aunque, claro, a ver quién la aguanta.
Con sus encabrites, sus para yas…
Jess tragó saliva e intentó que sus ojos no delataran el dolor que la
desgarraba por dentro.
—… sus locuras, la mala hostia esa que explota y parece un petardo en
una mula… ¡Tela! Contigo tuvo suerte, pero del pimpín ya no os libra ni el
Altísimo.
—¿Estás bien, inspectora? —preguntó el Mudo, atento a su mirada
empañada.
—¿Por qué no va a estar bien? En la gloria estará, no ves que se ha librao
hoy de la tenienta. Por cierto, ¿dónde está? Estoy echando ya de menos su
mala leche.
Jess miró al Mudo, que seguía centrado en ella, e intentó sonreír.
—Necesito vuestra ayuda.
—Claro, a mandar. Lo que necesites, rubia.
—Quiero ver a Peque —dijo con decisión.
—Mmm… —Tony ladeó la cabeza concatenando sonidos—. Eso no va
ser posible. No es cosa nuestra. Mejor háblalo con la tenienta. Pero oye, lo
demás que necesites tú nos dices y el Mudo y yo arrieritos llegamos los
primeritos —se carcajeó de su propia ocurrencia—. ¿Verdad, primo? Lo que
necesite la rubia.
—Manuela ha desaparecido —anunció con solemnidad.
—¿Qué? —exclamó el Mudo.
Tony llevaba la mirada de uno a otro sin poder pronunciar palabra.
—Creemos que la ha secuestrado la misma persona que está torturando a
mujeres. —Jess intentó volver a resumir el problema sin venirse abajo—.
Anoche recibió una llamada del Anatómico Forense, fue hacia allí y no
sabemos más.
—¡La médica de muertos! —exclamó Tony aún perplejo.
—Sí, la usaron de señuelo. Por eso necesito hablar con Peque. ¡Tenemos
que encontrarla! —rogó, conteniendo el sollozo.
Tony y Mudo cruzaron sus miradas en silencio. Tony alzó las cejas hacia
Mudo, que, menos introspectivo que de costumbre, afirmó tajante una sola
vez con la cabeza.
—¡Vamos! —contestó Tony con decisión—. Despídete del Capitán
Pescanova y si vas armada, déjala en el coche.
—Él también viene —dijo Jess, impostando serenidad.
—No, rubia. El Madelman se queda. Bueno, si yo fuera él, me alejaría un
poco, que aquí hay mucho malaje y puede acabar teniendo un problema, ya tú
sabes a lo que me refiero.
—Ya sabéis cómo funciona.
—Jess —la interrumpió Mudo. La cogió con amabilidad del codo y la
miró a los ojos—. Por Manuela nosotros matamos, sobre todo Peque. Vamos
a ayudarte. Pero tú mejor que yo conoces a la tenienta, y yo a mi Patrón. Tú
eres bienvenida, pero el pimpín se queda fuera.
Jess contempló la transparencia en los ojos aceituna de Mudo, fijos sobre
ella, y le sonrió.
—Hecho.
—¡Ea! Pues larga al pimpollo que tenemos prisa.
Jess se acercó a Soler, quien, apoyado en el coche, oteaba la escena a
veinte metros.
—Me voy con ellos. —Jess intentó no darle opción a réplica—. Toma, las
llaves del coche. Localiza a Arteaga y que te cuente hasta la última coma de
sus charletas con Manuela. Cuando acabemos nos vemos en comisaría.
—¿Has bebido ahí dentro, cielo? —preguntó mientras se encendía otro
cigarrillo—. Estás loca si crees que voy a dejarte ir sola con Olivita.
—No es una negociación. —Mantuvo las llaves colgando del llavero—. Si
quieres ayudar, ya te he dicho lo que tienes que hacer.

Como cada vez que anunciaba su presencia, el instrumento de viento


emitió un sonido ronco y defectuoso. Manuela, mareada y adormilada por el
tiempo que llevaba sin comer ni beber, se puso en alerta y prestó atención a
cada detalle: unos pasos huecos que se aproximaban, una llave que daba tres
vueltas a una cerradura, el chirriar de la puerta; después, la mujer hacía sonar
el instrumento y anunciaba en voz alta su propia presencia.
—¡Den la bienvenida a su Emperatriz!
Tras la solemnidad del anuncio, iniciaba el recorrido, unos quince pasos,
hasta que la poca luz de la habituación insinuaba su silueta.
—Hola, pajarillo —dijo, omitiendo la presencia de Manuela—. ¿Cómo te
encuentras hoy?
—Bien, mi señora —respondió Lorena con la mirada ausente y una
sonrisa siniestra.
—¡Me alegra tanto oír eso! —La mujer se acomodó, de espaldas a
Manuela, en el reposabrazos del sillón, y comenzó a peinar el pelo rubio
ceniza de Lorena—. A la Emperatriz le encanta que sus hijos se porten bien
porque cuando son buenos, la Emperatriz es buena. Algunos tardan tanto en
entenderlo… ¿Verdad, Locusta mía? Pero tú estás siendo una niña lista. Lista
y rápida, y por eso te voy a curar y vamos a desayunar golosinas.
Manuela no sabía si hablaba sola o con alguien que se quedaba en la
entrada de la habitación. Estaba claro que, en su locura, representaba varios
papeles, pero no acababa de entender cuáles. Frente al resto de veces que las
había visitado, estaba especialmente amable esa mañana. Lorena también
parecía más despierta. ¿Se le habría pasado el efecto de la droga? ¿Cómo la
administraba? En el tiempo que llevaba allí no les había dado nada de comer
o beber. Tras cepillarle el pelo con dulzura, sacó unas gasas del bolsillo de su
capa, larga hasta los pies, y la frotó por las heridas de Lorena mientras
tarareaba una nana.
—¿Ves, mi querida niña? Hay que portarse bien. Esa es la forma de que tu
Emperatriz te reconozca. Mi Locusta estaría tan orgullosa… Mi pobre
pajarillo encarcelado. ¿Quieres un premio, Araceli?
—Sí, mi señora —contestó Lorena con extrema docilidad y la mirada
perdida.
La mujer sacó algo similar a un arándano del bolsillo. Manuela recordó los
frutos de belladona que le había enseñado Jess. Así se lo daba, controlando la
dosis con los vómitos según el nivel de consciencia.
—¡No te lo tomes! —exclamó Manuela de repente.
—Araceli, mi amor, abre la boca. —La mujer acarició el pelo de Lorena y
le colocó con delicadeza el fruto sobre la lengua—. Muy bien. Ahora
mastícalo, pajarillo, extrae su esencia.
—¡Nooo! —Manuela se removió en su sillón intentando levantarse, pero
cuando su peso presionó el alambre de espino el charco de sangre bajo sus
pies se hizo un poco más grande—. ¡No te lo tragues, no le hagas caso!
Obviando los esfuerzos de Manuela, la mujer comprobó que no tenía
restos en la boca y le limpió la comisura de los labios con la misma gasa que
había curado sus heridas.
—¡Muy bien! Ahora puedes ver un ratito la televisión mientras arreglo las
cosas con tu hermana.
La mujer encendió el aparato de televisión de los setenta y una niebla gris
chisporroteó por la pantalla. A continuación, se dio la vuelta hacia Manuela,
cogió la cuerda que unía sus muñecas con el cuello y la retorció con
violencia. Manuela intentó moverse, pero era peor solución: notó que sus
pulmones se cerraban, no podía respirar. La boca, tan seca que empezaba a
sentir cómo los labios se le resquebrajaban, le ardía. Cuando no podía más, la
mujer liberó la presión con una sonrisa altiva. Manuela tosió recuperando el
aire y ralentizando su ritmo cardiaco.
—No sé si me interesa este juego tuyo de negación, inspectora. Si sigues
así voy a tener que medicarte. —Comenzó a jugar, pensativa, con varios
arándanos en su mano derecha.
—¿Qué quieres de mí? —susurró Manuela, aún con dificultades para
hablar.
La mujer desapareció de su campo de visión y volvió cargando una silla
de salón antigua y recargada, con un cojín mullido de flores en la base, que
colocó frente al sillón de Manuela.
—Hablar —contestó. Se sentó y cruzó las piernas con solemnidad—.
Conocernos. Profundizar.
—¿Profundizar en qué? —preguntó Manuela, confundida.
—En lo que sea. Estoy harta de mediocres y pelotas que siempre dicen que
sí.
—Si las drogas, ¿qué esperas? —comentó con ironía.
La mujer sonrió bajo su máscara y la alzó unos centímetros para rascarse
la barbilla. Manuela la observaba con atención. La voz le resultaba familiar.
¿Quién era? ¿La conocía? Quizá su mejor opción era seguirle el juego.
Decidió intentarlo. Tenía que averiguar quién se escondía tras aquella
oscuridad.
—Es un mal necesario. —Se volvió a colocar la máscara—. Pero no me
refiero a eso.
—¿Por qué me mandaste los anónimos? —Manuela se acomodó en el
sillón, con los brazos apoyados en el vientre.
—¿Te gustaban?
—No. No me gusta no saber con quién estoy hablando.
—Poco a poco, inspectora. Paciencia, la ansiedad es mala para el corazón
y no queremos que haya ningún contratiempo. —La voz se había relajado y
disfrutaba el momento—. No me había fijado en ti hasta que te vi en el
parque. Llegaste correteando, empapada por la lluvia, y al principio me
engañaste. Te miré a los ojos en el césped y vi lo de siempre: pena,
arrepentimiento, problemas mundanos. Pero me equivocaba. Estuvimos cerca
de conocernos, pero mi directora de comunicación se toma su trabajo con
especial celo.
—Estabas en los arbustos. —Manuela se mordió el labio hasta hacerse
sangre, recordando todos los errores que había cometido aquella noche.
—¡Ahí fue cuando te descubrí! —La mujer siguió su relato sin escucharla
—. Desplegabas esa fuerza que llevas dentro. Demostrabas tu poder sin
importarte las consecuencias. Desde mi posición lo vi todo con claridad. Eres
una de las mías. No necesitas permiso para coger lo que quieres, y eso yo lo
admiro. Como Emperatriz, te reconozco como líder de un pueblo bárbaro que
hay que asimilar.
—¿Por qué me amenazaste, entonces?
—Precisamente por eso. Por respeto. Llevan años intentando destruir mi
obra, pero sabía que esos vulgares insignificantes no conseguirían ni oler el
principio del rastro. Tú, sin embargo, podías suponer un problema. —La
mujer descruzó las piernas y apoyó los codos en los muslos para acercarse a
Manuela—. Es lo mismo que me pasa ahora. Contigo estoy siempre en
permanente duda. Me lo imagino como cuando alguien está enamorado.
—No te entiendo.
—Sí. Es una sensación agridulce, en realidad. Por un lado, quiero
conocerte. Es estimulante estar aquí hablando contigo. Un nuevo reto. Y por
otro, lo mejor sería matarte —aseveró con total tranquilidad—, porque desde
un punto de vista racional está claro que eres un escollo para mi misión.
—¿Tienes una misión?
—Venga, estamos entre amigas, inspectora. ¡Claro que tengo una misión!
Ya te he dicho que te considero casi una igual. No te hagas la tonta. Sé que
sabes cosas y admiras mi trabajo. Por eso me cuesta acabar contigo. Aunque
quiero que sepas que la misión está por encima de todo.
—¿Incluso por encima tuyo?
—No hay pintura sin pintor ni película sin director. Lo que has sugerido es
una tontería. No te hace justicia.
—¿Quieres que hablemos de los asesinatos por arsénico? —Manuela, con
un dolor de cabeza que le impedía pensar con claridad, sabía que tenía que
anticiparse si quería conseguir algo de aquella conversación.
—¿Ves como sabes de lo que te hablo? Aunque llamarlo así queda un
poco frío.
—¿Y cómo quieres que lo llamemos?
—En la antigua Roma lo llamaban polvos de sucesión. —Alzó la mano
hacia el techo con un gesto como si soltase un puñado de arena—. ¿No te
parece brillante? Una forma casi establecida de librarse de seres incómodos
que te impiden conseguir los objetivos. Mi Locusta podría darte más detalles,
pero ¿es o no magnífico? Tanto que admiramos las culturas grecorromanas
por su arte, su historia, la política, el arte de la guerra…, y nos olvidamos de
una parte fundamental: el veneno, consustancial a la política romana durante
toda su Historia, con mayúsculas.
—¿Por eso lo hacías? Usabas el arsénico para quitarte de en medio a
enemigos políticos como Echauri.
—El bueno de Iñigo, a caballo entre ser un don nadie y la gloria. ¿Tú
entiendes a la masa? Yo no la entenderé en la vida. Muy preocupados porque
matan a un par de mujeres y ni se plantean que un hijo de puta como ese
pueda ir armado por la calle. ¡Pobre hombre! Me caía bien, aunque no supo
qué hacer con todo ese material que tenía escondido. Acabó siendo un pelele
—sentenció, convencida.
—¿Lo mataste?
—Tuvimos que hacerlo. Tenía la fea costumbre de grabar conversaciones.
Aunque yo no estaba convencida, no creas. Mi pobre Locusta se anticipó. Por
mí. Para ayudarme. —Manuela creyó notar un deje sentimental en su voz—.
Mi fiel pajarillo herido.
—¿Quién coño es Locusta?
27

Jess entró en la sala de interrogatorios fuera de sí. A medida que pasaban


las horas crecía su inquietud y notaba como un fantasma se apoderaba de ella.
Le hervía la sangre. Actuaba como un androide, siguiendo el rastro hasta la
siguiente pista. Empezaba a entender a Manuela y su comportamiento
errático cuando se obsesionaba con los casos: llegaba un momento en que la
carga interior era tan fuerte que le resultaba imposible descansar.
Jess se conocía bien. No era una persona excesivamente pasional, pero no
era la primera vez que sentía esas emociones y era muy consciente de dónde
la podían llevar. La vez anterior acabó con un amor muerto, un expediente y
doce meses de terapia. Si dependía de ella, la historia no se iba a repetir.
Azucena observaba atenta a la inspectora, que había entrado con exceso de
energía al cubículo de los interrogatorios, pero se había detenido de repente
con la mirada perdida en el infinito. Tras unos minutos que parecieron
eternos, pareció despertar. Se dirigió, confiada, hacia la cámara de seguridad
y tiró del cable que la conectaba a la corriente. Comprobó que la luz roja
desaparecía, miró el teléfono en la palma de su mano y levantó el pulgar
hacia el cristal opaco.
A continuación, Jess se dirigió a la silla frente a la detenida y lanzó la
carpeta sobre la mesa con fuerza; el estruendo en la pequeña sala sobresaltó a
Azucena, que no recordaba así de agresiva a la inspectora rubia.
—Hola, Azucena —saludó Jess con el tono afilado.
La detenida tenía curiosidad y, aunque fingía centrarse en el martilleo de
sus dedos sobre la mesa, reorientaba la atención hacia Jess cada pocos
segundos.
—Veo que no has reflexionado y sigues refugiándote en tonterías. Bien.
Hablaré yo, entonces. —Jess abrió el expediente y sacó un papel grande
donde había hecho un esquema de la investigación—. Esta eres tú. —Señaló
en la parte superior la palabra «Mujer 1» rodeada por una elipse de rotulador
morado—. Y, como ves, si sigues la línea de tu color, sé que estás
relacionada con Sandra. —Jess recorrió el trazo con el dedo hasta la primera
víctima y leyó las palabras sobre ella—: Murió por ingesta de la burundanga
—que tú compraste al Negro—. Con Beatriz —siguió el camino por la
siguiente línea—, que también murió por la ingesta de burundanga. Y con
Noelia —alrededor del nombre de la tercera víctima, Jess había escrito las
palabras «coche», «¿arbustos?» y «anónimos»—. Noelia no murió por
burundanga, pero tengo unas imágenes de la cámara de seguridad que te
sitúan en la escena y un vídeo creativo desde unos matorrales grabando a mi
compañera.
Azucena intentaba entender el cuadro completo que Jess había colocado
frente a ella, con líneas de colores, círculos, sospechosos y palabras que no
conseguía encajar con interrogaciones.
—¿Voy bien? —prosiguió Jess, concentrada en su adversaria, que estaba
absorta en el esquema—. Intuyo que sí, así que sigo. Todo esto es obra tuya y
me sobra para que pases a disposición judicial y te caigan cuarenta años. Pero
no es lo que más me interesa ahora mismo.
Azucena acarició con cuidado la palabra Emperatriz, rodeada en amarillo
y unida a «Mujer 1» con una línea doble. Para conseguir su atención, Jess dio
un manotazo sobre la mesa.
—¿Me estás oyendo, Azucena? —preguntó, amenazante.
—Sí —susurró, muy levemente. Se encontró con la mirada delirante de la
inspectora.
—Te veo muy interesada en ella y muy poco en ti. ¿Quién es la
Emperatriz?
—Livia es y será la única Emperatriz —contestó con voz solemne y ojos
entornados de adoración.
—¿Livia es una persona real? —Jess empezaba ser infiel a sí misma: no le
preocupaba empatizar, no seguía un patrón, no tenía un esquema; lo único
que le importaba era avanzar.
—Por su puesto. Livia lo es todo.
—Háblame de ella —ordenó, furiosa, intentando hacer un diagnóstico
rápido de su devoción.
—Hablar de la Emperatriz merece la muerte. Nada justifica una traición.
Solo los puros merecen conocer la misión y llevarla a cabo. —Azucena
sonrió como un hurón, con los colmillos ocupando su pequeño rostro—. Muy
bien, pajarillo, esa es la respuesta correcta. Te he enseñado bien, mi amor.
Solo tú me entiendes, pajarillo mío.
Con los nervios erizados, Jess observó cómo la interrogada entraba en una
conversación exaltada consigo misma. Parecía un diálogo entre dos personas
o una pauta de relajación. En cualquier caso, había entrado en un bucle que
no llevaba a ningún sitio. Con las dos voces de Azucena de fondo, ojeó los
papeles del expediente y las notas de Manuela. Dos de las páginas estaban
pegadas, los restos de un café habían unido las dos esquinas y no se
separaban. Jess rozó con el dedo la mancha redondeada y le temblaron las
piernas: tenía que encontrarla.
Necesitaba detener la enajenación de Azucena. ¡Tenía que callarse! No
aguantaba más. Era un alivio que la cartuchera bajo su axila estuviese vacía;
por algún motivo había dejado el arma en el vestuario al llegar a comisaría.
Durante un segundo fue capaz de contenerse, pero su mirada volvió a la
mancha de café y su corazón cabalgó hacia el vacío. ¡Tenía que hacer callar a
la chica! Infiel a todos sus principios y lanzando por la borda años de teorías
científicas sobre los interrogatorios, las normas y el comportamiento humano,
se levantó encolerizada, cogió a Azucena del pelo y, con violencia, la levantó
de la silla.
—¡Silencio! —exigió—. ¡Si vas a contarme tonterías, mejor hablo yo!
La interrogada se detuvo, miró a la inspectora con el cuello doblado y una
sonrisa maliciosa. Jess tragó saliva y ejerció una presión mayor sobre su
cuero cabelludo; después, se acercó a su oído y susurró.
—Sé que piensas que ella te ayudó, que, en tu delirio, ella lo es todo, y que
probablemente te haya infectado durante años con comentarios de que todo lo
que te pasó fue culpa de otros. Pero es mentira. Sé que sabes quién es y
dónde está. Y necesito que me lo digas ahora mismo.
—¿O? —preguntó, desafiante, con el cuello doblado hacia atrás en ángulo
recto.
—O vamos a tener más que palabras, pajarillo.
Azucena sonrió de nuevo con maldad.
—¿No me crees capaz? —Jess tiró de nuevo; su rostro deforme quedó más
deforme si cabía—. Hasta hace unas horas yo tampoco, Azucena, pero es
increíble lo que puede hacer el dolor.
—¿Buscas a alguien, inspectora? Empiezo a pensar que se trata de algo
personal.
Jess observó los ojos de Azucena; sabía mucho más de lo que contaba. A
través de su iris brillante, contempló a Manuela y el dolor la desgarró por
dentro.
—Última oportunidad, Azucena. ¿Quién es Livia y dónde retiene a las
mujeres que secuestra?
—Creo que deberías dejar de esforzarte, inspectora. A estas alturas ya
estará disfrutando de tu novia.
Jess dejó de respirar. Sus músculos cobraron vida y se movieron a su
antojo. Con fuerza e intención, estampó la cabeza de Azucena contra la mesa;
la brecha que se le abrió en la barbilla comenzó a sangrar en abundancia.
Todavía enajenada, la soltó y anduvo marcha atrás hasta la pared, donde se
deslizó hasta quedar de cuclillas en el suelo. Se cubrió la cara con las manos.
Le ardían. Soler abrió la puerta de la sala de interrogatorios y se agachó junto
a Jess.
—¡Ya está! Tranquila, Jess. Tranquila. —La besó con cariño en la
coronilla y siguió hacia Azucena, que, asustada, se arrebujaba en su silla con
la camiseta empapada en sangre—. ¿Estás bien?
Ella se encerró en sí misma para impedir que la viera. Soler volvió a la
puerta y gritó:
—¡Niño! Trae al médico, la detenida se ha autolesionado en la cara. No es
nada, pero sangra como un cerdo.

—¿Quién coño es Locusta? —repitió Manuela; erguida en el sillón,


buscaba las aperturas de la máscara. La mirada de la mujer se tornó
amenazante, cargada de odio. Sus pupilas se dilataron; podía sentirse cómo se
encendía de rabia.
—Tienes que conseguir que me la devuelvan.
—¿A quién?
—A mi pajarillo. Mi mitad. Mi Locusta hermosa. Solo me tiene a mí y se
repite la historia. Siempre queréis separarme de ella. —Aunque mantenía el
tono de voz pausado, Manuela sintió que había encontrado un tema que podía
desestabilizarla.
—Me encantaría ayudarte, pero, de verdad, no sé de qué estamos
hablando.
—¡Tienes que devolvérmela, inspectora! —La mujer, con agilidad, llegó
hasta el oído de Manuela de un salto.
—¿A quién?
—Sabes a quién… —susurró despacio—. A mi pajarillo desvalido. El
sistema ya la dañó lo bastante como para acabar en una celda. No lo merece.
Mi Locusta no merece ese castigo. ¡Antes, la muerte!
El rostro de la mujer estaba apoyado prácticamente en el hombro de
Manuela, que sentía su calor. Buscó de nuevo sus ojos; por primera vez se
mostraba enajenada y la soberbia se apoderó de ella.
—A estas alturas, tu amiguita estará cantando La Traviata —suspiró, con
una sonrisa provocadora—. No te creas nada de la limpieza policial. No
existe. No sé cuánto tiempo llevo desaparecida, pero mis compañeros
llevarán horas apaleándola como a un perro. Hasta que hable. —La máscara
se situó a unos milímetros de su rostro con los ojos inyectados en sangre, y
con la mano derecha agarró con fuerza el nudo de su cuello—. Sí,
Emperatriz. Ellos no saben nada de tu obra, ni de Locusta, ni de todas esas
locuras del circo romano, y la van a doblegar. Algunos pensarán que estoy
muerta y la golpearán más fuerte, con rabia, pensando que ella es la culpable.
¿A quién le va a importar una pobre pordiosera que asesina a mujeres?
La mujer sostuvo el principio del nudo constrictor con fuerza,
reprimiéndose para no tirar del extremo que lo cerraba y asfixiar a Manuela.
Con el dedo índice lo acariciaba mientras fantaseaba con esa idea.
—El tiempo corre en tu contra, lo sabes. Puedes matarme si quieres, pero
les tendrás en la puerta en menos de lo que crees. —Manuela subió las manos
y rodeó la de la mujer con el nudo, moviendo lentamente la mano hacia fuera
al ritmo de su cuenta atrás—: Tictac, tictac.
—No tienes ni idea —dijo la mujer, que soltó la soga, retomó la
compostura y se sentó en su silla frente a Manuela—. Mi pajarillo solo me
tiene a mí. Mi Locusta hermosa.
—¿Crees que permitir que malviviera en casas de acogida es un acto de
amor? —Manuela, prepotente, se alzó empujando con las caderas, colocando
la espalda en ángulo recto, sin apoyarla en el respaldo.
—Que te adopte según qué familia no mejora la situación, créeme.
—Toda su vida luchando contra un sistema que la rechaza… —Manuela
había conseguido tomar la iniciativa y no podía detenerse—. Por su físico,
por ser deforme, por ser diferente…
—¡Yo no! —gritó con firmeza.
—Sí, claro que sí. Tú fuiste la primera. Y eres la que perpetua ese estatus,
aprovechándote de una pobre chica.
—¡No!
—No te engañes. No quieres ser de esas que niega la realidad, Emperatriz.
Que sea así es todo obra tuya.
La mujer se llevó la mano a la máscara y cerró los ojos. Manuela, movida
por la adrenalina, esperó una reacción violenta, pero ella seguía en silencio,
con la mano en la cara, canturreando algo ininteligible. De repente, se levantó
despacio y cogió un vaso de agua. Con movimientos lentos regresó hasta
Manuela, y con la mano izquierda le tiró de la coleta hacia atrás, tensando la
soga y doblando la cabeza hacia atrás.
—¿Tienes sed? —Le taponó la nariz; cuando Manuela abrió la boca para
respirar, le vertió el agua en la garganta. Tuvo que tragar varias veces para no
ahogarse, aunque intentó escupir lo que pudo hasta empaparse el pecho—.
Ahora duerme. Me he cansado de ti por hoy y tengo cosas que hacer con
Araceli. —Se giró hacia Lorena, cogió del suelo una cuerda unida a una bolsa
de tela llena de clavos y la golpeó con ella en la espalda.
—¡Nooo! ¡Pégame a mí, hija de puta! —gritó Manuela. Pero la cabeza
empezó a darle vueltas y volvió a caer por el agujero negro.

Un vídeo de mala calidad mostraba un plano medio de Manuela, sentada


en un sillón orejero verde. Tenía una soga al cuello unida a sus muñecas. Por
su rostro relajado, parecía dormir plácidamente. Una costra sobre su ceja
derecha era el único signo de violencia.
Manuela se sacudió, inconsciente; el movimiento de los brazos apretó el
nudo y la hizo toser. Como las cincuenta veces anteriores que lo había visto,
el corazón de Jess se aceleró en una taquicardia infinita. En la oscuridad de la
sala de reuniones de la comisaría, con Manuela en la pantalla gigante en
pausa, tuvo que tragar saliva varias veces para que las lágrimas no
acompañaran a su ritmo cardiaco y se desbordaran. Se les estaba acabando el
tiempo y, aunque estaban rehaciendo el puzle, no conseguían ninguna pista
significativa para dar con su paradero.
Con los ojos empañados, Jess observó a Isabel, sentada frente a ella:
ocultaba el rostro bajo una mano tramposa con la que fingía rascarse la cara.
—Seamos positivos. —Vaamonde se levantó muy serio y encendió la luz
—. Está viva y parece que en un estado relativamente óptimo. Solo han
pasado dos días.
—Un día y medio —puntualizó Jess con acritud—. Las horas podrían ser
cruciales, no le regalemos ninguna.
—¿De dónde ha sacado el material, Mars? —preguntó Antares, que
presidía la reunión a la izquierda de Jess.
—Se lo ha entregado la periodista a Soler está mañana. —Jess seguía
estudiando a Isabel, que parecía incapaz de hablar, sentada junto al capitán.
—Sí. Le llegó anoche en un mensaje anónimo, similar a los otros que ha
recibido. —Soler parecía especialmente profesional esa mañana, sin un ápice
de burla en su tono—. Se lo hemos pasado a Inteligencia Criminal y lo están
analizando junto al resto del material, aunque de momento no tienen nada.
—Habrá quedado claro que no puede publicarse —dijo Antares con
autoridad.
—¡Claro que no puede publicarse! —exclamó Isabel, que levantó la
cabeza como un muelle.
—Tranquila. —Soler deslizó una mano por el muslo de la psicóloga—. No
se va a publicar. La periodista, además de dispuesta a colaborar, ahora está
muerta de miedo, así que no será un problema.
—Está viva, pero necesitamos apurar los plazos o no llegaremos a tiempo.
—Jess no pudo evitar hacerle una mueca nerviosa a Isabel, que se la devolvió
con el mismo estado de ánimo.
—Sabe que tiene mi apoyo para cualquier acción, Mars. Haga lo que tenga
que hacer, aunque sean medidas desesperadas.
—Gracias, comisario.
—¿Habéis sacado algo nuevo de la detenida o, como Guillermo, es otra
falsa alarma?
Jess pensó en su conversación no oficial con Azucena la noche anterior:
las amenazas, los delirios, la tal Livia… Los desórdenes mentales de la
detenida eran evidentes, pero si quería doblegarla iba a necesitar mucho
tiempo para romper los vínculos y ganarse su confianza. Manuela se hubiera
guardado algún comodín, así que decidió hacer lo mismo.
—Inocente no es, aunque no sabemos aún hasta dónde llega su
participación. Creo que conoce a la asesina y sabe dónde puede estar
Manuela, pero no va a hablar, su relación con ella es patológica. Tiene una
personalidad complicada: infancia difícil, muchos traumas, baja autoestima…
Para que se abra vamos a necesitar un tiempo que no tenemos.
Isabel cogió el teléfono y tecleó algo en él; después, instó a Jess a que
mirara su móvil con un gesto.
—Es una persona solitaria —intervino García, sentado junto a Jess—: sin
familia, sin amigos, casi sin vínculos sociales. Mi teoría es que le pagaron
para colaborar en los crímenes. Si la trama apunta tan arriba como parece,
sería un estorbo del que deshacerse fácilmente. Estamos intentando acceder a
sus cuentas a ver si por ahí llegamos a algún sitio.
—No estoy de acuerdo, David, ya lo sabes —lo detuvo Jess. Se frotó los
manos con nerviosismo.
—También estoy en eso, Jess. Pero es un laberinto: casas de acogida,
denuncias, malos tratos, centros de menores… No está informatizado y es un
trabajo de chinos.
—Soler y yo nos encargamos. —Jess apuntó algo en su cuaderno. El tema
estaba zanjado—. No te preocupes. Sigue con las cuentas y yo intento trazar
su infancia.
—¿De qué estamos hablando? —preguntó Vaamonde, que no entendía
nada.
—Mars no cree que se trate de un encargo por dinero. —Mientras García
explicaba su conversación privada, Jess cogió el teléfono, obedeciendo a los
gestos de Isabel—. Sostiene que es pasional y que puede tener que ver con
posibles lazos de la infancia. Cree que Azucena tiene una relación de
dependencia emocional con la otra autora y que, para romperla, habría que
conocer el origen. Estamos intentando reconstruir su vida, pero la chica dio
tumbos de un lado a otro: casas de acogida, centros sociales, hospitales
psiquiátricos… Es muy complicado.
—Si necesitáis ayuda con los archivos, contad conmigo —afirmó
Vaamonde.
—Perfecto. Entonces estamos seguros de que son al menos dos personas.
—Antares se dirigió a Jess, que estaba ausente, concentrada en el teléfono
móvil.
«Si la pordiosera sabe algo hay que exprimirla. Es nuestra única pista. Hay
que encontrar a Manu». Jess contestó al mensaje de Isabel: «¿Qué crees que
estuve haciendo anoche? Quiero encontrarla tanto como tú». «Lo sé, cariño.
Pero hay que pensar como ella. ¿Qué te ha dicho Peque? Si hay un momento
para saltarse las normas, es este, Jess». Isabel seguía presionándola. «Lo
intento, Isa. La barriada entera está a nuestra disposición, pero no pueden
hacer mucho. La torturaría yo misma si tuviera la garantía de que eso nos
llevaría hasta Manu, pero no la tengo». Jess sabía que era verdad. Sus nervios
desmontaban sus principios minuto a minuto. Haría cualquier cosa con tal de
salvar a Manuela.
—¡Mars! —insistió el Comisario—. ¿Está con nosotros?
Jess dejó el teléfono sobre la mesa y, con un movimiento firme de cabeza,
reconfortó las dudas de Isabel.
—Sí, perdón tenía que contestar. Era importante.
—Claro. Le preguntaba si podemos dar por bueno dos autoras.
—Desde el punto de vista teórico sería la opción más plausible. El perfil
no era concluyente porque no era una sola persona. Con las pruebas que
tenemos son al menos dos, sí, y parece que la que tenemos detenida sería la
menos importante.
—¿Creen que puede tener retenidas a ambas? ¿A López y a la otra mujer
desaparecida?
—Es posible, pero no lo sabemos. De Lorena Ferrer no hay más
información. Tiene una empresa de identidad corporativa, el entorno es
limpio y nadie vio nada. García sigue intentando tirar de ese hilo. —Jess se
esforzó en destensar sus mandíbulas.
—Gracias, Mars. —Antares se incorporó en su asiento con solemnidad—.
Los quiero a todos trabajando en esto, día y noche. Me importa una mierda si
los autores son parte de una trama política o si es una enferma delirante.
López es una de los nuestros y la quiero aquí ya.

Manuela se despertó empapada en sudor, tumbada en el césped bajo un


limonero, en la puerta del lujoso palacete con una hache mayúscula roja en la
puerta. ¿Por qué había vuelto allí? Confundida, observó a un señor que salía
del hospital en una silla de ruedas empujada por una niña. ¿Era su padre?
—¡Venga, Manu! —gritó la niña, cansada—. Vamos a casa o mamá nos
va a castigar.
Manuela contempló a la niña, de unos doce años, que corría hacia ella. La
silla de ruedas había desaparecido.
—¡Manu!
La niña llegó hasta ella, la zarandeó y la cogió de la mano. Manuela se
levantó, pero apenas llegaba al pecho de la niña. Se miró las manos; eran la
mitad de las suyas. Siguió por los pies, que también eran enanos y llevaban
unas botas de agua fucsia de Minnie Mouse. Asustada, corrió hacia la puerta
principal del edificio y se reflejó en el cristal: era una niña de poco más de
siete años, con el pelo negro alborotado y los ojos descomunalmente grandes
para su cara. Se la palpó, extrañada. La niña llegó de nuevo, muy seria, hasta
ella, y con fuerza la cogió por la axila.
—¡Se acabó! —dijo con firmeza—. Nos vamos a casa. No puedo estar
todo el día detrás de ti. —Tiró de su jersey y la arrastró en dirección contraria
a la puerta.
—¿Dani? —preguntó Manuela, extrañada.
—Sí, claro. ¿Quién voy a ser, el coco? —Daniela se agachó a la altura de
una Manuela de siete años y, comprensiva, le hizo una coleta alta con
paciencia, intentando que su melena rebelde se ordenara—. Ya sé que quieres
irte a investigar por ahí, pero hoy no se puede, cachorro. Papa no está y
mamá ya ha visto la que has liado en el jardín.
—Ha sido sin querer, se me ha caído la maceta de barro mientras jugaba
con Dori. —Manuela se sorprendió de responder y se tapó la boca con la
mano izquierda.
—Ya sé que ha sido sin querer. Ya le he dicho que ha sido culpa mía, pero
vamos a intentar no ponerla nerviosa, ¿vale? Ya sabes lo que pasa cuando se
desestabiliza.
Manuela asintió muy convencida.
—Llegamos a casa, cenamos y a la cama, a ver si con suerte vuelve tarde
de trabajar. Si te portas bien, antes de dormir te leo un cuento.
—¿El que yo quiera? —Manuela había hablado, pero tenía la boca tapada
con la mano, no entendía cómo podía ser.
—El que tú quieras.
—¡Trato!
La niña de siete años se abalanzó sobre su hermana, y la Manuela de
treinta y ocho percibió su olor. Agradecida a tantos consejos, cuidados y
culpas, se aferró a su cuello y cerró los ojos.
Cuando los volvió a abrir estaba en una explanada cubierta de hielo.
Mirara donde mirara solo había color blanco, era una recta infinita y no se
veía nada más. Se sentó en el centro y, con el pico de pato que nacía de sus
labios, empezó a picotear el hielo. ¿Era lo correcto? Debía encontrar agua;
tenía mucha sed, pero chupar el hielo le quemaba la lengua. Tenía que
conseguir beber algo. Siguió golpeando el hielo con el pico una y otra vez.
Tras un último picotazo, lo rompió, resbaló y cayó al agua helada. Comenzó
a tiritar, y con las manos se tocó el agua congelada en la cara. ¿Volvía a tener
manos? Abrió los ojos. Sí, su cuerpo estaba empapado en agua. Sacó la
lengua e intentó chupar las pocas gotas que aún le caían por encima. También
se lamió las manos. Tenía la garganta tan seca que le daba la sensación de
que se agrietaría. Con un dolor punzante que comenzaba en la sien y le
atravesaba la cabeza hasta la nuca, como si tuviera un hierro traspasándole el
cerebro, respiró para que la bruma fuera desapareciendo.
La mujer había vuelto a drogarla. ¿Cuánto aguantaría su corazón? Cristina
podría habérselo dicho con exactitud. Pensar en Cristina la hizo sonreír y, de
pronto, la recordó tendida inconsciente en el maletero de su coche. Las
imágenes difusas del Anatómico arrasaron su cabeza. ¿Qué había hecho con
ella? ¿Estaría bien? Si solo la había usado de señuelo y estaba sana y salva en
casa, toda esa locura habría merecido la pena.
—Ayuda. —Oyó un murmulló muy débil que venía de su derecha. Con
cuidado, se volvió hacia Lorena, que la miraba rogando auxilio—. Necesito
ayuda.
Era la primera vez que la veía semiconsciente. ¿Cuánto tiempo llevaban
allí? Sin luz y sin comida era difícil calcular las horas. Lorena sangraba por la
nariz y por una herida en el antebrazo izquierdo. Se habría portado mal y la
Emperatriz había tenido que castigarla. «Deja de pensar así, Manuela», dijo
en voz alta. Se golpeó en la cara con las palmas de las manos. «No dejes que
te meta en su delirio».
—¡Lorena! —murmuró—. Lorena, mírame, ¿estás bien?
—Tengo miedo —contestó con la cara embadurnada en una mezcla de
sangre, llanto y mucosidad.
El hilillo de voz de su compañera de cautiverio apenas era audible.
Manuela intentó girarse hacia ella. Estaba destrozada, hecha jirones en el
sillón, con la cabeza ladeada hacia la izquierda y un poco de baba cayendo
por la comisura de los labios. ¿Por qué estaba consciente? ¿Había algún error
en la dosis de veneno? ¿Era parte de un juego perverso? Manuela, con los
pies en carne viva por los efectos del alambre de espino, suspiró y volvió a
enganchar las piernas alrededor de las patas del sillón orejero, clavándose la
última fila de pinchos en el tobillo. Hizo fuerza con las piernas para, de
costado, estirarse hacia Lorena y rozarle la cara con las manos.
—¡Mírame! —La golpeó con la punta de los dedos el moflete—. Vamos a
salir de aquí.
—No, vamos a morir. —Lorena se echó a llorar desconsoladamente.
—No vamos a morir. —Manuela le sujetó la cara por la barbilla,
colocándole los ojos frente a los suyos—. Vamos a luchar. Ahora,
escúchame: tienes que intentar no comer las bayas que te da de premio.
—¿Qué bayas? No me acuerdo.
—Da igual, no pierdas esfuerzos en eso. —Manuela se detuvo al escuchar
un ruido frente a la puerta. Nada. Falsa alarma—. Tienes que acordarte de no
comer nada de lo que te dé. Finge comértelo, pero no lo hagas. Escóndelo en
la boca y luego veremos.
—Pero si no me acuerdo… —contestó, agobiada.
—Shh. —Manuela se llevó el dedo índice a los labios al reconocer la triple
vuelta de llave en la puerta—. Tranquila, solo intenta acordarte de eso.
Muérdete o hazte una marca en la mano que te lo recuerde: no comas nada.
Con toda la agilidad de la que era capaz se acomodó en el sillón y cerró
los ojos. La trompeta ya había malsonado y los pasos se acercaban. Un nuevo
cubo de agua helada le cayó por encima. Esta vez, abrió la boca y consiguió
beber bastante.
—¡Vamos, despierta, inspectora, que me estoy aburriendo!
Manuela abrió los ojos lentamente y se acomodó al poco resplandor que
entraba por la ventana.
—¿Qué me has dado? —Intentó ver por el rabillo del ojo a Lorena, que
mantenía los ojos cerrados—. ¿Belladona? ¿Burundanga? ¿Alguna otra
mierda de tu catálogo de venenos?
La mujer sonrió tras su máscara con soberbia.
—No mereces tal honor. No eres digna de ella. —Con vigor, recogió la
túnica nacarada que arrastraba por el suelo y se la enganchó al brazo.
—¿No todos somos dignos? —preguntó Manuela con una falsa inocencia.
—Claro que no. Cada uno debe ser juzgado según su clase. Es un básico
de la historia. La justicia nunca ha sido igual para todos, inspectora.
—He estado pensando en tu obra y hay algo que no entiendo.
La mujer, que se había girado para comprobar si Lorena respiraba, le
limpió la sangre de la cara con un pañuelo y se volvió, orgullosa, al oír
aquello.
—Pregunta, no te cortes. Quiero que admires la grandeza de mi trabajo.
Manuela la siguió con la mirada mientras acercaba, de nuevo, la silla
frente a ella.
—¿Las mujeres que asesinaste con Belladona no son parte de la misión?
—¿Aún no lo has entendido, verdad?
—¿El qué?
—En qué consiste la obra. —Con delicadeza cruzó la pierna derecha sobre
la izquierda—. Este mundo está lleno de mediocres y oportunistas que no
permiten que mujeres como tú y yo tomemos el poder. Debemos manejarnos
en las sombras porque nos lo impiden. Tenemos que cumplir todos los
preceptos: esposa, madre, mujer virtuosa y, si nos quedan fuerzas, icono
laboral. —Centrada en sí misma, miraba a Manuela, pero no la veía; solo
alimentaba su propio ego—. No hemos asesinado a hombres virtuosos, no es
censurable acabar con seres mezquinos. Es selección natural: los seres
superiores deben prevalecer.
—Eso lo entiendo. Utilizabais el arsénico para deshaceros de… —
Manuela hizo una pausa voluntaria—, competidores molestos. Pero ¿por qué
matar a mujeres? ¿Por qué todas parecidas?
—Porque eran las elegidas —respondió, convencida.
—¿Elegidas para qué? —Manuela pensó en Arteaga—. ¿Como cortina de
humo para desviar nuestra atención de la misión principal?
—Las causas son diferentes y las acciones también. Igual que un pez y un
reptil no se pueden aparear, no podemos comparar a mi Locusta hermosa y su
obra, orientada a ayudar a su señora, con la sublimación de la composición de
Livia, puro arte, venganza, poesía… La elevación de la justicia a cotas de
divinidad.
Aunque lo intentaba, Manuela era incapaz de leer entre metáforas.
—Pero ¿por qué ellas y no otras?
—Porque solo hay una Araceli, aunque existan muchas. Igual que solo
puede haber una Livia.
Lorena tosió; la mujer se tensó y fue hacia ella.
—¿Cómo estás, pajarillo? —Le alzó la barbilla—. ¿Necesitas algo? —
Lorena no respondió, pero abrió los ojos hacia Manuela—. No te preocupes
que nuestra invitada te va a dejar descansar.
La mujer dio un par de pasos hacia el mueble caoba a medida y cogió una
botella de oxígeno. Al colocarle la mascarilla en la cara, Manuela empezó a
revolverse. La soga se le clavó en el cuello.
—Mejor que no te resistas —dijo con calma. Le sujetó la cabeza por el
pelo enmarañado—. Tienes que descansar.
Manuela intentó no respirar, pero sus músculos se relajaron. Su
consciencia empezó a caer por un túnel profundo, largo y muy negro. Hasta
que llegó al fondo.
28

—Entiendo lo que me dice, pero no me está escuchando bien. —Jess


intentaba no perder la paciencia al teléfono, paseando de un extremo a otro de
la sala de reuniones a grandes zancadas—. Se lo repito. Completamente de
acuerdo en que tiene que respetar la protección de datos, pero le estoy
diciendo que hay dos mujeres secuestradas, y que usted me facilite
información de la familia adoptiva de Azucena Olivares hace treinta años
podría suponer que no acaben asesinadas.
Jess escuchó a su interlocutor con los ojos encendidos.
—¡Dígale a su jefe que se vaya a tomar por culo de mi parte! —
Desesperada, se sentó en una silla y lanzó el teléfono contra la mesa.
Hiperventilaba como un animal enjaulado. Apartó con fuerza los papeles que
tenía frente a ella, que se esparcieron por el suelo—. ¡No tengo orden
judicial, no! Mierda de sistema.
Estaba en un nuevo callejón sin salida se desmoronó sobre sus antebrazos.
Isabel, que había observado la escena desde la puerta, le acarició el cuello.
—¡Eh, rubia! Tranquila. —La psicóloga la abrazó por la espalda y Jess se
dejó querer.
—No sé qué más puedo hacer, Isa. Avanzamos muy poco. Tengo todo el
rato la sensación de que el tiempo se agota y que en cualquier momento
vamos a recibir una llamada que nos avise de que han encontrado su cuerpo
en un contenedor.
—¡Mírame! —Isabel tomó asiento junto a ella—. Eso no lo pienses o te
vas a volver loca. Manuela es terca como una mula, aguantará. —Con
delicadeza le giró la cara hacia ella—. ¿Cuántos días llevas sin dormir, Jess?
—Tengo un máximo de cinco, así que me quedan tres.
—¿Estás segura de que la clave es el pasado? —preguntó Isabel en el
mejor tono posible.
—Segura, no. Es una intuición. Pero ya sabes que este tipo de relaciones
enfermizas se desarrollan sobre todo en la niñez. —Rebuscó entre sus
papeles, que cubrían la mesa de reuniones—. Tengo claro lo que le pasó
desde los doce años, pero en todo lo anterior hay una nebulosa. Un parte
médico por quemaduras, tenía tres años. —Sacó un informe de la carpeta y lo
colocó frente a Isabel—. Otro por traumatismo con cinco años, y el nombre
de la mujer que la llevó en las dos ocasiones.
—¿Quién era? —Isabel intentó leer los informes arrugados.
—Una tal Araceli. No consta en ningún otro puto sitio ni se lee el apellido.
—Jess volvió a golpear los papeles—. Puede que fuera la asistente social que
llevaba su caso, una tutora del centro de menores, una familia anterior. Puede
ser cualquiera.
—¿Has encontrado amigos? ¿Hermanos? ¿Alguna relación recurrente?
—No he encontrado una mierda —se lamentó en un suspiro. Miró
desamparada a Isabel—. Porque no tengo una puta orden, porque no sé lo que
hay que pedir, porque no me dan información porque no tengo una orden y
porque a la puta burocracia le importa una mierda si la encontramos viva o
muerta.
—¡Eh! ¡Ya! Tranquila. —Isabel volvió a frotarle las mejillas con cariño
—. Tengo un amigo que es asistente social, trabaja en la Comunidad. Igual
puede echarnos una mano.
—Todas las que nos presten, bienvenidas son. —Jess volvió a rebuscar en
la amalgama que tenía frente a ella con un objetivo—. Hay una parte que no
acabo de ver y tiene que estar aquí. Azucena es el brazo ejecutor: sin
autoestima, sin capacidad de tomar decisiones propias…
—Tiene que tener una relación fuerte con quien mueva los hilos. Igual
tienes razón y es un vínculo del pasado.
—Estoy segura —murmuró para sí misma. Con energía, cogió la
anotación que había estado buscando y la leyó—. Mira lo que he encontrado:
Livia Drusila, esposa del emperador Augusto, fue la representación de la
mujer romana. Desarrolló una imagen pública virtuosa de moral estricta. Se
la considera la primera Emperatriz de Roma. Consejera de su marido, ejerció
un tremendo poder en la sombra. —Isabel observaba interesada la narración
de Jess—. Algunos historiadores la definen como fría y calculadora, y está
documentado que, para que su hijo Tiberio fuera investido emperador,
recurrió a la esencia de Belladona para eliminar a sus competidores. Se cree
que incluso acabó con su marido.
—Menuda perlita, la tal Livia. ¿También usó arsénico? Era habitual en la
Antigua Roma y mataríamos dos pájaros de un tiro.
—No. El arsénico se usaba, y mucho, pero Livia no lo trabajaba. —Jess
pasó las hojas de su cuaderno—. Las más famosas envenenadoras de la época
fueron: Cuarta Hostilia, Locusta, Canidia o, mucho más adelante, la
mismísima Lucrecia Borgia. Pero no coinciden en el tiempo.
—Es evidente que están recreando una fantasía.
—Para ellas es real. —Jess cerró los ojos y sintió el dolor de cabeza que
llevaba un rato advirtiéndole de su inminente llegada.
—Vamos, Jess, tienes que descansar. —Isabel intentó cogerla del brazo y
levantarla.
—No, estoy bien.
—Jess, no vas a ser de ninguna ayuda si tenemos que ingresarte. Vete a
casa, dúchate y descansa, aunque sean dos horas.
—Estoy esperando a que García y Soler me confirmen unos datos y te
prometo que me voy a casa.
Isabel se acercó a ella y le dio un beso en la frente.
—Voy a intentar localizar al asistente social. Estoy en mi despacho si
necesitas algo. No pienso irme hasta que te vea salir, así que tu verás.

«Manuela se despertó tiritando. Las fuerzas la abandonaban. El


limonero estaba nevado sobre ella y no llegaba a coger los frutos. Se
levantó con dificultad saltó, pero los limones estaban muy altos. Se quedó
mirando la hache mayúscula roja del edificio. ¿Y si la solución era entrar?
No muy convencida, se dirigió a la puerta de cristal y se miró en el
reflejo. Una Manuela rebelde en plena adolescencia le devolvió la mirada
con arrogancia.
»—No pienso entrar ahí, ya te lo digo —comentó el reflejo con
firmeza.
»—Igual es lo que tenemos que hacer —respondió la Manuela de
carne y hueso, indecisa.
»—Tú haz lo que quieras. Yo paso.
»Una chica algo mayor que su reflejo, con el pelo corto y sus mismos
rasgos, salió.
»—¡Vamos! Entra de una vez.
»Manuela recordó con nostalgia la época punk de Daniela. Hacía por
lo menos quince años que su hermana había dejado de llevar el pelo
corto, cadenas y camisetas ajustadas negras con agujeros. Estaba guapa,
aunque soportaba, como siempre, una losa de responsabilidad sobre la
espalda.
»—¡Manu, por favor! Deja ya esta historia y entra —repitió como un
ruego.
»Le tendió la mano y Manuela la cogió. Estaba ardiendo. Subió el
último escalón aferrándola con todas sus fuerzas y entró en el edificio.
Cuando las puertas de cristal se cerraron tras ella, el hall comenzó a girar
sobre sí mismo. Manuela intentó agarrar a Daniela, pero ya no estaba; en
su lugar no había nada; estaba en una habitación que le resultaba familiar,
acorralada por la espalda contra una pared y frente a ella por una mujer
que sujetaba una pistola con ambas manos.
»—No lo hagas —murmuró Manuela, centrada en su mirada
encendida—. No merece la pena.
»—Ahora ya no eres tan soberbia, ¿verdad?
»La mujer le había respondido con desdén, fuera de sí. Manuela
intentó mantenerse firme, sin mostrar sus debilidades. Estaba segura de
que iba a dispararle. Había revivido aquel momento tantas veces… Aun
así, en cada recuerdo, siempre tenía la esperanza de que no lo hiciera.
»—No creo que merezca la pena matar a alguien solo por orgullo. —
El guión siempre se repetía, inmutable en el tiempo.
»La mujer dibujó media sonrisa irónica y, sin dejar de apuntarle, dio
un paso atrás.
»—En eso nos parecemos. —La mujer giró el brazo y se introdujo el
cañón en la boca.
»—¡No! —Manuela se abalanzó sobre ella.
»Antes de que llegara hasta ella, la mujer sonrió, orgullosa de hacer
sufrir a Manuela, y volvió a apuntarle entre los ojos.
»—Te he dicho que no te acerques. No me fío de ti. No me he fiado
nunca.
»El sonido de su voz era cruel, una mezcla de frialdad y altivez que
podía helar la sangre. Manuela comprendió que estaba jugando con ella.
¿A qué?
»—Creía que no intentarías detenerme. —La mujer avanzó hacia ella
con decisión—. ¡Qué desilusión! Ahora me va a costar un poco más
dispararte.
»—No tienes por qué hacerlo. Estamos solas. Coge la puerta y vete.
No se lo diré a nadie.
»La mujer continuó avanzando mientras Manuela reculaba. Cuando
notó, de nuevo, la pared a su espalda, la mujer apoyó el cañón en su
frente. Estaba frío, casi helado. Manuela pensó en sus posibilidades de
sobrevivir si la bala entraba entre los ojos. Ninguna. La muerte sería
instantánea.
»—Claro que no se lo dirás.
»Manuela suspiró y sintió que el miedo la recorría por dentro.
»—¿Qué estás haciendo? —El grito desgarrado de Daniela desde la
puerta no inmutó a la agresora, que mantuvo el cañón en la frente de
Manuela.
»—Daniela, vete de aquí —le rogó Manuela, mirándola a los ojos.
»—Tranquila, no molesta. —La mujer ni siquiera la miró—. Es como
tu padre, incapaz de hacer nada. Ya me ocuparé de ella más tarde.
»Daniela observaba la escena, petrificada. Incapaz de mover un
músculo, empequeñeció hasta arrugarse, encogida en el suelo junto a la
puerta. Manuela la contemplaba preocupada, olvidando el cañón entre sus
ojos.
»—Mama —suplicó con las lágrimas a punto de desbordarse—, por
favor, intenta tranquilizarte y piénsalo bien.
»Su madre la miró con desprecio y quitó el seguro del arma. Manuela
buscó su mirada con pesar. Ella no la rehuyó. En las décimas de segundo
que tardó en decidir si apretaba o no el gatillo, Manuela vio a su padre
abalanzándose por la espalda. Al mismo tiempo que él intentaba
detenerla, Manuela golpeó los brazos de su madre con fuerza, elevando el
cañón del arma hacia el techo, donde impacto la bala cuando disparó.
»—¡No, mamá, no lo hagas!».
Manuela se despertó sudando en el sillón orejero verde botella, con la
máscara romana contemplándola con atención. Tardó un rato en comprender
dónde se encontraba. El sudor que bajaba por su espalda se enfrió y la hizo
tiritar. Cada vez le costaba más olvidarse del dolor de cabeza y eliminar la
confusión después de cada alucinación. Se le estaba acabando el tiempo.
Preocupada, se giró para mirar a Lorena, que dormitaba a su lado, atrapada en
su cárcel particular.
—¿Qué tal el sueño? —preguntó la voz de mujer tras la máscara—.
¿Reparador?
—Los he tenido mejores —contestó Manuela. Se frotó la cara con fuerza
para despejar la neblina.
—¿Hacías las paces con tu madre? ¿La acusabas? ¿O estás muerta de
miedo y necesitas a tu mamá?
Manuela había metido a su madre en la urna donde llevaba años enterrada
y la había guardado en el único sitio de su cabeza en el que no le podía hacer
daño.
—A lo mejor no somos tan distintas tú y yo, inspectora —prosiguió
calmada.
—Créeme, no nos parecemos en nada.
—Somos supervivientes. No se puede juzgar a un niño por sobrevivir.
Cada uno lo hace como puede.
Manuela tuvo que darle la razón: cada uno sobrevive como puede.
—Es curiosa la poca importancia que da esta sociedad a la formación.
Estarás de acuerdo conmigo por tus terrores nocturnos, supongo. Estamos tan
preocupado por nuestros niños… Los sobreprotegemos. Tratamos sus
problemas físicos. Nos inventamos desórdenes psicológicos que expliquen
sus frustraciones. Pero a nadie parece preocuparle el papel de los padres.
¿Existe un carné de padre? ¿Hacen un examen? ¿Alguien se asegura de que
están cuidando bien a sus hijos? —La mujer se levantó y comenzó a pasear
por delante de los sofás mientras reflexionaba—. No. No existe nada de eso.
—Existen mecanismos de control en la sociedad, pero, como todo, nunca
es perfecto.
—¿Mecanismos? —La silueta sonrió con amargura—. Eso es lo que los
políticos cuentan a los tontos que quieren escucharlo. No existen ni
mecanismos ni justicia ni control. Existe la suerte, eso sí. Hay gente que no
tiene que preocuparse por sobrevivir. En su caso es más fácil, claro.
—Puede ser. —Manuela sentía que la mujer necesitaba hablar sin que la
interrumpieran.
—Yo tuve tres madres. ¡Tres! —Se volvió hacia Manuela mostrando tres
dedos de la mano izquierda.
Al acercarse a ella, Manuela vio su reloj en la muñeca, un diseño de plata
de Gucci. Unos quinientos euros, calculó. Como indicaban su voz y sus
maneras, no era una pobre mujer que pasara penurias.
—Ni una ni dos, sino tres veces tuve una madre diferente. Y dos de ellas
fueron un desastre. ¿Cuál es la proporción? Cerca de un setenta por ciento de
fracasos.
—¿Eres adoptada? —indagó con cautela.
—Hace unos días te permitiste juzgarme por mis acciones con mi
pajarillo.
«¿Unos días?», pensó Manuela. Si ya llevaba allí días, en plural, era
normal sentir malestar. Tenía que comer o la deshidratación y las drogas
acabarían por matarla.
—El sistema es una mierda. Y a nadie le interesa arreglarlo. ¿Sabes lo que
he aprendido en estos años? Si no tiene arreglo, lo importante es aprovecharte
de él. Ser más listo. ¿Sabes lo que pasa cuando te adoptan siendo un bebé?
¿O a los cinco años? ¿Lo sabes? —preguntó, acercándose a Manuela en su
paseo.
—No —respondió con sinceridad.
—Que no tienes control. Que te dejan abandonado y que solo te queda la
suerte.

De un volantazo brusco, Jess atravesó dos carriles para coger la salida


hacia la M-40 y abandonar el centro de Madrid. Aunque le había prometido a
Isabel irse a casa, llevaba un rato circulando por las calles dándole vueltas a
la cabeza. No podía permitirse dormir. Estaban cerca de conseguir la clave y
descifrar el rompecabezas, y una hora o un detalle eran la diferencia entre
llegar o no a tiempo. Sin vínculos aparentes con las víctimas, sin información
nueva de Arteaga y su análisis de contenido, sin noticias de la barriada, Jess
sabía que Azucena y su pasado eran la única respuesta. La melodía del
teléfono interrumpió sus razonamientos.
—Mars —contestó con desgana.
—¡Hola! —La voz de Kate y su exceso de alegría le hicieron morderse el
labio inferior—. ¿No conocerá usted a mi hermana favorita? Se hace llamar
Jess y antes de mudarse siempre devolvía mis llamadas.
—Hola, Kate, no puedo hablar ahora. Te llamo.
—Hija, pareces una ministra. ¿No tienes ni un segundo para mí?
—De verdad que no. —Jess se contempló varias veces en el retrovisor,
despistada—. Lo siento.
—Mira, Jess, estás muy rara —dijo Kate en tono firme—. Me debes una
respuesta y necesito confirmarle a mamá, así que o hablas con Manuela o la
llamo yo, no podemos…
—¡Vete a la mierda, Kate! —Jess colgó sin más explicaciones.
Contuvo las lágrimas, agotada y con la mano derecha temblando cuando la
apoyó en la palanca de cambios, y detuvo el coche. Volvió a contemplarse en
el espejo; estaba demacrada: ojeras pronunciadas, ojos brillantes a punto de
desbordarse y pómulos hundidos. Necesitaba calmarse, pero vio un envase
acabado de café frío en la guantera, y fue incapaz de seguir respirando.
Como un robot se bajó del coche y llegó hasta la casa de piedra blanca
dando tumbos. Como si la estuvieran esperando, nada más llamar al timbre la
puerta se abrió.
—¡Por dios, Jess! —exclamó Cristina—. ¿Estás bien? Gracias por venir.
—¿Te ha llamado Isabel? —preguntó sin moverse.
—Sí, está muy preocupada.
Jess se quedó de pie en la puerta observando a Cristina.
—Pasa, por favor —insistió la forense.
De nuevo, movida por una fuerza que no controlaba, con la sensación de
contemplarse desde el exterior de su cuerpo, dio dos pasos y entró en la casa.
Daniela apareció desde el salón, con los ojos enrojecidos. Por un instante Jess
creyó ver a Manuela. Sus piernas tiritaron, el labio inferior comenzó a
temblar y se quedó paralizada.
—Jess —susurró Cristina a su lado. La tomó del brazo.
Cuando sintió el contacto en su piel no pudo aguantarlo más y se
desmoronó, aferrada a Cristina. Las lágrimas dinamitaron la presa y se
precipitaron ansiosas por su rostro. La forense la abrazó con fuerza y también
rompió a llorar.
—¡No sé qué hacer, Cris! —murmuró entre sollozos—. ¡No puedo más,
no sé cómo seguir!
—Tranquila, cariño, no es culpa tuya. —Cristina la rodeó con más fuerza.
—Ni siquiera puedo llorarla sin pensar que estoy perdiendo el tiempo. —
A punto de ahogarse por el llanto, Jess lanzó un hipido.
—Desahógate.
Rebosantes de miedo y dolor, permanecieron un rato junto a la puerta.
Daniela fue hasta ellas.
—¿Mejor? —preguntó. Acarició la cara de Jess que, más tranquila, asintió
—. Vamos al sofá.
Jess y Cristina se sentaron, aún rotas de dolor. Daniela se quedó de pie
frente a ellas.
—Nunca hemos estado de acuerdo en nada y menos en las formas —
comenzó Daniela con solemnidad—, pero necesitáis oírlo, las dos. —
Carraspeó para imitar el tono brusco de su hermana—: «¡Dejad de llorar, que
aún no estoy muerta, y poneos a buscarme!».
—«¡Coño!», añadió Cristina con energía.
—Sí, ella diría un taco, seguro, para darle empuje al mensaje —confirmó
Daniela.
—En esa frase le cabrían hasta un par. —Jess alzó la mirada con una
mueca burlona.
—«¡Venga, no me jodas! —la imitó Cristina, irguiéndose en el sofá—.
Llorar no te va a llevar a ningún sitio. ¡Deja de lamerte las putas heridas, Jess,
y encuéntrame ya!».
Las tres pasaron del llanto a la carcajada desconsolada.
—La echo de menos —concluyó Jess con entereza.
—Y yo. Muchísimo —ratificó Cristina.
—Aún queda tiempo, chicas. —Daniela parecía la más optimista—. Os
parecerá una tontería de mis aventuras místicas, pero siempre he sentido
cuándo mi hermana está bien o mal, y estoy segura de que está bien.
—No es una tontería. —Jess y Daniela entrelazaron las manos—. Me
aferro a que ha pasado poco tiempo y no se va a rendir. Espero.
—Yo estoy muy enfadada con ella —confesó Cristina de repente.
—¿Por Raúl? —se extrañó Jess.
—No. Por mí. —A Cristina se le rompió la voz y derramó las pocas
lágrimas que le quedaban—. ¿Por qué vino a por mí, Jess?
Jess contempló los ojos de Cristina y sintió cómo la tensión que había
acompañado a sus nervios en los últimos días se relajaba ligeramente. Con
cariño, la ayudó a enjugarse las lágrimas y sonrió, más calmada.
—Tenemos que dejar de intentar cambiarla, Cris —afirmó con rotundidad
ante la mirada confusa de sus dos acompañantes—. Fue a por ti por el mismo
motivo que nos mintió sobre los anónimos, y por el que yo no sabía que
existía esta mujer maravillosa. —Daniela alzó sus manos, aún entrelazadas, y
la besó en el dorso—. Por sus silencios, los fuegos artificiales, la sonrisa esa
que te desarma…
—¿Sigue conquistándoos con la sonrisa en dos tiempos? —preguntó
Daniela, incrédula.
Las dos se miraron a los ojos con complicidad y afirmaron, rotundas.
—Desde que tenía dos años hace conmigo lo que quiere utilizando ese
método.
—Por eso fue a por ti, Cris —continuó Jess, dando la razón a Daniela.
—¿Por qué? Hubiera sido más útil buscándome.
—Porque es Manuela —concluyó Jess con entereza—. Para lo bueno y
para lo malo: es nuestra Manuela.
Llena de confianza en sí misma, Jess sintió que había dado con la llave
para entrar en la fortaleza de Manuela. Por primera vez en su relación la
entendió sin condiciones. Se envalentonó, segura de que conseguirían
encontrarla. De repente se sintió agotada, tenía calambres en las piernas y
mucha presión en las sienes. Debía dormir. Si no descansaba, no podría
pensar con claridad, y aún había tiempo. ¡Claro que lo había!
—¿Puedo dormir aquí, Cris?
—Estás en tu casa, cielo.
29

—Todo eso te marca. ¿Cómo no te va a marcar? —La silueta de mujer


seguía paseándose frente a los sillones orejeros entonando su discurso—. Son
los años más importantes de tu vida.
—Claro que te marca. —Manuela intentaba entrar en su historia—. Pero
no podemos pensar que todo en la vida es suerte, lo que nosotros hagamos
tiene su peso también.
—Te pega. No ser determinista. Creer que tus acciones juegan un papel en
tu destino.
—No creo en el destino. —No pudo evitar sonreír.
—¿No? Claro que no. Crees que los actos tienen consecuencias. Que
quien nada, llega a la orilla, y que tienes el control de tu propia vida.
—Siempre hay una elección. —Manuela pensaba en su propia madre
cuando se trataba de elegir: disparar o no era una elección, y sí, tenía
consecuencias—. Ahora mismo, por ejemplo, puedes elegir. Puedes matarnos
a las dos o permitir que vivamos. Puedes torturarme o no. Pero no es el
destino, sino tu misma, quien va a provocar una u otra realidad.
—Buen intento, inspectora. —La mujer tomó asiento frente a ella—. No
me va la psicología barata, pero buen intento.
—Siempre se puede elegir; aunque hayas llegado muy lejos, se puede
cambiar.
—Algunos no tenemos ese privilegio. —Manuela creyó percibir cierto
pesar en su voz—. ¿Te he dicho que tuve tres madres? La primera, una puta
yonqui que no se acordaba ni de cómo había dado a luz. Nos tuvo en un piso
patera durante años, viendo a zumbados puestos de opio tirados en colchones
mugrientos. Cuando los servicios sociales se nos llevaron, pasé seis meses en
el hospital. ¡Tenía tres años y era adicta al opio! ¿Qué elección tuvo esa niña?
Ninguna —concluyó sin emoción.
Manuela trató de conectar con los ojos de su captora. No le daba pena;
todo el mundo tenía sus propios problemas. Pensó en Jess, que habría
empatizado con ella. Si la historia que estaba contando era cierta, tendría toda
una explicación a su comportamiento. Manuela prefirió seguir pensando en
Jess. Se imaginó con ella en el sofá. Percibía su olor; ojalá pudiera abrazarla
solo una vez más.
—¡Eh, inspectora! —La mujer le abofeteó la cara—. Que te duermes.
Manuela volvió a su triste realidad.
—La segunda fue mucho peor. En vez de ignorarnos, nos torturaba.
Premios, castigos, mentiras. «Paula, baja de ahí». —La mujer forzó la voz
para hacer burla a su supuesta madre—. «Paula, ven aquí». «Paula, eso no».
¡Paula! ¡Paula! ¡Paula! —acabó con un grito, delirante, mientras se mesaba el
pelo.
—Siento mucho lo que te pasó, pero no es excusa. Yo también tengo una
madre que no es un ejemplo de bondad y no voy matando a gente por ahí.
Manuela se extrañó de mencionar a su madre ante una desconocida. Era
un tema del que no hablaba. Nunca. Llevaba veinte años enterrando su
trauma y, de repente, toda la tierra que había echado encima se evaporaba. La
mujer se levantó y apoyó los brazos a ambos lados del butacón; acercó la
máscara a un palmo de los ojos de Manuela, que, entre el mareo permanente
y la cercanía, era incapaz de enfocar.
—Ejemplo de bondad… ¿Tu madre te ponía alambre de espino en las
piernas para que no la molestaras? —La mujer se levantó la túnica. Unas
cicatrices antiguas le recorrían las pantorrillas—. ¿Te ataba con una cadena
del cuello, como a un perro, cuando te portabas mal? —Se bajó el cuello de la
camiseta para mostrarle unas quemaduras en la parte alta del pecho—.
¿Echaba agua hirviendo sobre tu hermana porque era un bebé y lloraba?
Manuela se irguió en el sillón y miró sus ojos a través de las aperturas de
la máscara.
—No —respondió, soberbia—, mi madre solo me disparó una bala en la
cabeza, justo aquí. —Con las dos manos atadas señaló el centro de la frente
de la máscara, donde nacían los cuernos—. Porque nunca quiso tener hijos y
eligió borrar la realidad.
La mujer se acercó a la frente de Manuela y la examinó con la mano.
—Pues te quedó bien. Tuviste suerte —comentó sin una pizca de
sentimientos.
—No me dio —respondió Manuela con el corazón desbocado, a punto de
estallar en un ataque de pánico.
—La perdonaste, claro.
Manuela hizo un esfuerzo por no hiperventilar y perder la consciencia.
Quiso contestar que sí, que su madre era una enferma y que la había
perdonado, pero sabía que eso no era cierto. En cualquier otra situación
habría contestado que no, que cada uno era dueño de sus decisiones y que no
la perdonaría nunca, pero su garganta no fue tampoco capaz de emitir ningún
sonido.
—¿No? —preguntó retóricamente—. Lo normal, entonces, cuando te
hacen daño, inspectora. Pudiste elegir y elegiste odiarla.
—No la odio. —Manuela se sorprendió a sí misma de haber dicho esa
frase en voz alta. ¿Seguía en pleno delirio?
—¿Ni un poquito?
—No. Y, sobre todo, no quiero acabar siendo como ella, jodiendo la vida a
la gente que tendría que proteger.
La mujer se separó despacio de Manuela. Cuando ya estaba de pie la
golpeó con la mano en la ceja izquierda. Manuela sintió que la costra que
tapaba la herida se abría y volvía a sangrar.
—Puedes pegarme todo lo que quieras —dijo, desafiante—, pero vas a
seguir sintiéndote una mierda cuando termines.
La silueta cogió un palo de madera recubierto por una tela y golpeó con
fuerza el vientre de Manuela, que, sin resistirse, encajó cada golpe con la
cabeza más alta, hasta que tuvo que doblarse de dolor.

Sobrevivir dos días alimentándose solo de adrenalina no había sido una


buena idea. Tenía que encontrar a Manuela, pero nunca había sido un lobo
solitario. Había mucha gente preocupada y tenía que dejarse ayudar.
Compartir penas con Cristina y Daniela le había permitido dormir casi
cinco horas seguidas. Descansada y remoralizada, afrontaba el día
convencida de su éxito. Con energía, estimulada por la ropa de Manuela que
encontró en el armario de Cristina y que llevaba puesta, aún con su olor,
entró en el despacho de Isabel.
—¡Buenos días!
—Te veo mucho mejor, rubia —saludó la psicóloga aliviada.
—Estás… diferente, Barbie. —Soler, sentado en el sofá del despacho de
Isabel, le guiñó un ojo con camaradería.
—Estoy bien. Gracias por activar tu red de inteligencia, Isa —dijo. Se
sentó junto a al capitán y le agradeció sus palabras con una palmada en el
hombro.
—Para eso estamos. —Isabel se levantó y se acomodó en la silla frente a
ellos—. Cristina es infalible cuando se trata de una preocupación. Y ella
también necesitaba desahogarse.
—Lloramos nuestras penas, eso seguro. Bueno, ¿qué te ha dicho el
asistente social?
—No demasiado, la puta protección de datos va a acabar con nosotros.
Pero lo suficiente para que llenemos algunos huecos.
—Dime. —Jess sacó el bloc de notas del bolso.
—La madre biológica era adicta a la heroína. Le quitaron a sus dos hijas a
raíz del nacimiento de Azucena.
—¿Tiene una hermana? —interrumpió Jess, impaciente.
—Calma, mi amor —intervino Soler—. Hay material suficiente.
—La madre ingresó en la cárcel por varios cargos de posesión y tráfico, y
murió a los pocos meses. Las dos niñas, de tres años y unos meses, pasaron a
la tutela de servicios sociales.
—¿Eso es todo? —Jess los miró a ambos, confusa—. ¿Y las buenas
noticias del mensaje?
—Para eso estoy aquí, cielo. —Soler recuperó el tono de autosuficiencia
—. Para alegrarte el día.
—Ya no me cargas, pero tampoco abuses.
—Veo que el carácter de Nancy viene con la ropita.
Jess lo censuró con la mirada y se permitió un segundo para disfrutar del
aroma de la americana.
—Entendido. Te cuento. No hay como husmear en persona y regalar unas
cuantas amenazas. Sí, Azucena tenía una hermana, Paula. Ninguna de las dos
niñas fue registrada por la madre biológica. Estuvieron unos meses en un
centro médico tutelado en desintoxicación, y ese mismo año pasaron a una
familia de acogida. Nombre de los adoptantes: Araceli Cuevas y Antonio
Olivares. Las niñas tomaron el apellido del padre. —Jess escuchaba el relato,
pensativa, intentando atar cabos y anticiparse al final—. A partir de aquí
empieza el barullo administrativo. Isa me ha dicho que tienes partes médicos
de esa época.
—Sí, uno por quemaduras y otro por traumatismo. En ambos casos
aparece la madre de acogida en el informe. Supongo que fueron accidentes.
—Azucena no se quedó en esa familia. Estuvo un par de años o tres, no
hay forma de cuadrar las fechas, y por algún motivo volvió al sistema de
tutela. Pasó por otras casas de acogida, siempre muy poco tiempo, hospitales
psiquiátricos, reformatorios, piso tutelado… Vamos, el kit completo para
perder a un niño en el sistema.
—¿Por qué estuvo en el reformatorio? —preguntó Jess, que tomaba notas
con rapidez.
—Era menor. Sabes que no hay registros cuando se cumple la mayoría,
rubia.
—Pero no hay como husmear en persona y repartir unas cuantas
amenazas, ¿no?
—Cierto. —Soler sonrió con complicidad—. Aunque esto es todo mérito
del inspector García, que refunfuña mucho pero es un tipo legal.
—Arranca, cariño —exclamó Isabel.
—Sí. Además de comportamiento errático y antisocial, era participante
habitual en peleas, torturas a animales domésticos, ese tipo de cosas de
inadaptados. Nada grave, pero de todo un poco. Un psicólogo le ha dicho a
García que como medida ejemplarizante se suele enviar a estos menores con
trastornos de conducta a reformatorios para separarlos de los otros.
—¿Te cuadraba en ese perfil de crueldad o agresividad juvenil, Jess? —
comentó Isabel mientras revisaba el expediente.
—Para nada. Pero es bueno saberlo. ¿Qué pasó con la hermana?
—¿Paula? —continuó Soler—. Fue adoptada por los Olivares. No hay
documentación, pero uno de los abogados del centro cree acordarse de que
finalmente pasó a otra familia. No he encontrado nada. He buscado a la
chavala, y tampoco. Debió cambiarse el nombre o el apellido porque ninguna
Paula Olivares se corresponde con su historia.
—¿A qué edad las separaron? —Jess no acababa de cuadrar las piezas.
—Pues Paula debía tener unos siete u ocho años. Y Azucena, ¿tres,
cuatro?
—¿Y no volvieron a coincidir?
—No consta, rubia. Vete tú a saber.
—¿Qué piensas, Jess? —preguntó Isabel con atención.
—Es una relación muy temprana como para desarrollar una dependencia
emocional. Quizá siguieron viéndose, aunque no adoptaran a la pequeña, e
idealizó a la hermana. Es difícil sin conocer los grises.
—Me maravilla que podáis acertar todas estas cositas a partir de cuatro
datos. —Soler comenzó a jugar con un cigarrillo apagado en la mano.
—Hay que hablar con los padres. Puede que ellos nos den la clave. —Jess
decidió ignorar al capitán.
—No —se lamentó Isabel—; muertos en un incendio hace veinte años, sin
familia directa.
—Es tan de manual que da miedo —murmuró Jess—. Si no hay padres,
habrá que romperla a ella.
—¿Ves? —Soler se incorporó, impaciente—. Ahora nos entendemos, Jess.

Estaba despierta y era humana, eso era buena señal. Pero el dolor de
cabeza era más intenso que las últimas veces. Los ojos le escocían como si
estuvieran repletos de arena de playa, y estaba entumecida de la posición y
dolorida por la paliza que le había dado su captora.
Comprobar cómo se encontraba Lorena, que dormía con el cabeza
inclinada sobre el pecho. ¿Estaba muerta? Manuela se concentró en ella:
estaba muy pálida, con la camiseta llena de bilis y sangre, pero sin duda
respiraba. Aunque débilmente, veía cómo su tórax se hinchaba cada pocos
segundos.
Se miró los pies y el charco de sangre en diferentes texturas bajo ella. El
vacío en el estómago y los calambres le provocaron una arcada de la que no
salió nada. Muy cansada, se abandonó a la sensación de mareo y se apoyó en
su sillón. La habitación comenzó a dar vueltas. ¿O era su cabeza? Se sentía
igual que cuando se metía en la cama con alguna copa de más. Todo giraba
sin control y se la llevaba envuelta en una espiral oscura.
De repente el negro se fue volviendo verde. Cada vez más intenso. Flotaba
en un todo del mismo color. Era agradable. Una sensación familiar. La
seguridad de encontrarse en casa. Entonces, la olió. Era ella. Su olor era
inconfundible. Le recordaba al verano, un aroma suave a crema solar,
mezclado con una pizca de coco. Se resistió a despertarse. Quería quedarse
allí para siempre con ella.
—No puedes rendirte ahora.
Manuela abrió los ojos y la vio. Con uno de sus jerséis oversize en color
pastel que tan poca justicia le hacían.
—¿En serio has elegido ese modelo hasta para aparecerte en sueños? —
comentó con una sonrisa.
Jess se la devolvió, sincera y tierna, y se acercó hasta ella. Manuela se
acomodó en sus brazos y se relajó. Jess la abrazó con fuerza, aferrándose a su
cuerpo malherido para no perderla.
—Te quiero —murmuró Manuela sin moverse.
—Y yo, por eso tienes que aguantar. ¡Lucha, Manu! No abandones.
Manuela entendía el mensaje, pero no quería salir de aquella pesadilla.
Ahora no. Ahora que podía sentirla, tocarla, tenerla a su lado. Olerla y
descansar sobre su pecho. Prefería pasar el tiempo que le quedara sumida en
esa ensoñación que hablando con la perturbada disfrazada de diosa romana.
—Puedes con ella, Manu. Solo tienes que aguantar un poco más.
Las palabras de Jess se desvanecieron. El dolor en todos sus músculos
entumecidos por la falta de movimiento la avisaron de que había vuelto a
despertarse.
Con los ojos cerrados, estiró cuanto pudo todos los detalles de Jess en su
cabeza. A esas alturas ya estaría histérica, como habría estado ella después de
varios días buscándola. Pero seguro que estaba a punto de encontrarla. Solo
le pedía un poco más de tiempo; tenía que aguantar.
Le hubiera encantado confirmarle que su perfil era correcto, y lo que no
cuadraba se debía a que eran dos personas. Como ella bien había predicho, la
asesina era una mujer: una sociópata asocial de manual, arrogante, segura de
sí misma y con falta de empatía hacia los demás. En el narcisismo se quedaba
incluso corta. La Emperatriz, como ella misma se denominaba, tenía un largo
catálogo de desórdenes mentales y traumas infantiles que harían salivar a
cualquier psiquiatra forense. Había tenido mala suerte, sí, había pasado la
infancia entre abusos, pero para Manuela eso no justificaba su
comportamiento.
Pensó en ella misma y en su madre; otro trastorno claro de personalidad
asocial no diagnosticado. Si hubiera tenido que definir su comportamiento, lo
tendría claro: engaño, irritabilidad, impulsividad y ausencia de culpa o
remordimiento en todos sus actos. Daniela y ella eran así porque se habían
criado en un ambiente cruel, pero a ninguna le había dado por perpetuar ese
comportamiento. Su hermana había lidiado con ello como mejor había
podido, con horas de psicoterapia y una vida en Asia desconectada de la
realidad. En Manuela, su madre había provocado un desierto emocional que
intentaba congelar pero que no podía seguir permitiendo.
En el caso de su captora, la causa-efecto era más que evidente. Pero en el
suyo la procesión iba por dentro; años de traumas no resueltos que creía
olvidados. Si conseguía salir de allí, le pondría remedio. Hablaría. Se abriría.
Dejaría de sepultar sus problemas en lugares remotos que le hacían daño.
Nunca lo había pensado tan fríamente, pero las consecuencias del
comportamiento de su madre en su niñez le habían dejado muchas heridas sin
cerrar.

Su formación tenía que servir para algo. Siempre había sido una
apasionada de la mente humana y sus desviaciones. Al contrario que Soler y
muchos de sus compañeros, Jess creía que los desórdenes tenían un porqué y,
como en cualquier enfermedad, había que abordarlos de la manera correcta.
Sí, seis años de medicina más su especialidad en psiquiatría y muchas horas
de estudios científicos sobre el comportamiento humano tenían que valer para
romper a Azucena.
La observó, pensativa, desde el cristal contiguo. Su comportamiento era el
habitual: encerrada en sí misma, jugueteando inquieta con los dedos sobre la
mesa. Pero ahora tenía información, solo era cuestión de saber utilizarla. Jess
observó la blazer gris marengo sobre sus hombros y tocó la solapa con
ternura. «Lucha, Manu. Estamos a punto. Solo aguanta un poco más», pensó
con una sonrisa amarga. Acarició el tejido de lana mientras pensaba en
Manuela: ella solía alabar la capacidad de Jess en los interrogatorios, su mano
izquierda, los resultados que obtenía desde la empatía. Pero estaba
equivocada, su papel de mala permitía activar unos resortes en los detenidos
que, a su manera, le allanaban el camino hasta los resultados. Sonrió de
nuevo; cuánto la echaba de menos. Se convenció: «Solo tenemos esta
oportunidad. Vas a romperte, Azucena. Cueste lo que cueste».
—¿Vamos o qué? —preguntó Soler, que abría de par en par la puerta de la
sala.
—Necesito que te quedes fuera con García y vayáis comprobando los
datos que nos dé. Algunos serán mentira, muchos parte de su fábula, pero
otros pueden llevarnos a su cómplice.
—No creo que sea buena idea que entres sola, Jess. —Bajó el tono de voz
apenas a un susurro—. Ya lo hicimos a tu modo y mira como acabó, estás
muy implicada.
—No voy a estar sola, ya lo hemos hablado —contestó, agradecida por su
preocupación. Empezaba a cogerle el punto al capitán—. Necesito hacerlo a
mi manera. Encárgate de que esté todo previsto.
Soler asintió, poco convencido, y la palmeó en el brazo cuando se cruzó
con él para entrar a la sala de interrogatorios.
—Hola, Azucena —saludó, especialmente amable—. ¿Cómo te encuentras
hoy?
Mientras Jess tomaba asiento frente a ella, la detenida se refugió en sí
misma: se marchitó en la silla y desvió la mirada.
—Quería pedirte perdón por el incidente del otro día —continuó Jess,
sincera, y observó la herida de su rostro—. No estuvo bien. Lo siento, estaba
muy nerviosa y lo pagué contigo.
Azucena alzó el mentón, agradecida en silencio por sus palabras.
—Necesito tu ayuda. —Jess hizo una pequeña pausa para estudiar su
comportamiento—. Sin ti no puedo hacerlo. Sé que tenemos intereses
contrarios, pero Manuela no te ha hecho nada y, de verdad, necesito
encontrarla.
La apelación a su autoestima llamó la atención de Azucena que, más
tranquila, se recompuso en la silla y buscó los ojos verdes de la inspectora.
—¿Vas a ayudarme? —rogó esta sin parapetos.
—¿Por qué es tan importante para ti encontrarla?
Si quería conectar con ella Jess tenía que desnudarse. Lo sabía. Lo había
planificado. Pero no era fácil.
—Porque es muy importante para mí. —Sintió un escalofrío agridulce—.
Es mi compañera, mi mitad, necesito volver a verla y decirle un montón de
cosas que tenemos pendientes. —Jess se sinceró sin apartar sus ojos de las
pequeñas órbitas hundidas de Azucena—. Ella me hace mejor. Cuando
estamos juntas soy más feliz. Mejor profesional y mucho mejor persona. ¿Tú
has sentido alguna vez algo así?
—Ella también me hace feliz. —Azucena sonrió y las cicatrices de su
rostro quemado formaron una imagen macabra.
—Es muy difícil separarnos de la gente que queremos.
—Sí. Ella siempre me ha ayudado y me ha cuidado. —Azucena se detuvo
y miró al techo—. Por eso no puedo traicionarla.
—Lo entiendo. Pero no te estoy pidiendo que la traiciones.
—Ya.
—¿Quién es ella, Azucena?
La interrogada volvió a contemplar a Jess, pensativa.
—¿Livia? ¿O Paula? —pronunció Jess con cuidado—. ¿O son la misma
persona? —Azucena se revolvió en la silla y retomó su repiqueteo de uñas
sobre la mesa—. ¿Quién es Paula? ¿Tu hermana?
Desconectada de la conversación, inició su canturreo inconexo al ritmo de
la percusión. Jess detuvo el movimiento con la mano.
—¿Tu hermana te ha protegido todos estos años?
—Paula siempre quiso lo mejor para mí.
—Es normal. Eso hacen los hermanos mayores, cuidar de nosotros. —Jess
no pudo evitar pensar en Kate y en cómo la había mandado a la mierda la
noche anterior—. Yo también tengo una hermana. Se llama Kate, y, si te digo
la verdad, no sé qué habría hecho sin ella en mi adolescencia.
—¿Crecisteis juntas? —preguntó con curiosidad.
—Sí. Ella es mi confesora. —Se mordió el labio, planeando la disculpa
que le debía—. Siempre está ahí, aunque no me lo merezca.
—A nosotras no nos dejaron crecer juntas. —Azucena se centró en Jess—.
Era peligroso. Tuvimos que ingeniárnoslas para vernos en secreto.
—¡Qué pena! —reflexionó con falso pesar.
—Sí… Pero Paula es lista y, aunque tuviera otra familia, nunca se olvidó
de mí.
—¿Ella tuvo otra familia?
—Tuvo dos. La querían porque era muy bonita. Y a los padres de acogida
les gusta elegir niños guapos.
—¿Tuvo dos familias?
—Su familia soy yo —contestó con soberbia—. Ellos nunca lo
entendieron, por eso tuvo que cambiar.
—Entiendo que sea muy importante para ti.
—Paula murió. Ya no existe. —Azucena levantó la cabeza con ira—. La
Emperatriz lo decidió.
La cabeza de Jess unía conceptos: otra familia de acogida, idolatría,
posesión, necesidad afectiva… Inquieta, miró de reojo hacia el cristal a su
espalda. ¿Livia, Paula y la Emperatriz eran una sola mujer? ¿O eran varias?
¿Qué papel jugaban en el desorden mental de Azucena?
—¿Querías mucho a Paula? —preguntó al fin sin muchas expectativas.
—Sí. —El rostro de la detenida se iluminó: idolatría—. Ella me ayudó
cuando nadie me quería. Me llevaba al parque. Jugaba conmigo.
—¿Y no te dolió que Paula desapareciera?
—Fue por su bien. Ahora puede ser quien ella quiera. Tiene más poder.
Puede castigar a la gente que no la comprende.
—Sí, ¿pero a costa de qué? De renunciar a tu hermana, que siempre te
había cuidado. —«Me la juego a misma persona», pensó Jess.
—Ella siempre hace lo que cree mejor para mí. Me abraza a pesar de ser
un monstruo.
—No eres un monstruo, Azucena. —Jess volvió a rozar el dorso de su
mano—. Quién te hiciera creer eso te engañó.
—¡Ella me dijo la verdad! No es como los mediocres que mienten para
sobrevivir. Nadie puede quererme porque no lo merezco, y solo ella lo
entiende —exclamó con rabia.
—No es verdad. —Jess continuó su discurso sosegado intentando forzar el
contacto físico—. Todo el mundo merece que lo quieran, sea como sea.
—Para ti es fácil. —Azucena comenzaba a albergar dudas, que combatía
atacando—: Tan rubia, tan lista, tan guapa, tan elegante… Yo no tengo esa
suerte.
—No le perteneces. Ni a Livia, ni a Paula, ni a la Emperatriz. No eres de
su propiedad. El amor nunca debería basarse en una obligación. —Se le cerró
la boca del estómago.
Azucena rio a carcajadas y se deshizo de la mano de Jess con violencia.
—¡Ella me advirtió de que querríais separarnos! ¡Que vosotros, plebeyos
ignorantes, intentaríais mancillar su nombre! Soy un monstruo, pero no soy
idiota, inspectora.
Jess supo que había que pasar al siguiente nivel. Con la angustia
recorriendo juguetona su sistema nervioso, miró de nuevo hacia el cristal. Se
levantó con solemnidad, se dirigió a la cámara situada en la esquina de la
pequeña sala y, bajo la atenta mirada de la detenida, volvió a desconectar el
cable de la corriente.
—¿Vas a volver a pegarme? —preguntó Azucena sin mirarla.
—No, claro que no. —Jess dio varios pasos por la sala y se quedó mirando
al cristal opaco con las manos en los bolsillos—. No voy a hacerte daño. Al
contrario que ella, quiero lo mejor para ti.
—Eso dicen siempre, pero luego…
—Ella no te quiere, Azucena. —Jess se volvió hacia ella con las manos en
los bolsillos—. No quería decírtelo para no dañarte, pero se aprovecha de ti.
Te utiliza para llevar a cabo sus crímenes con total impunidad. No es justo.
—¡Ella me quiere, y todo lo que hace es para que sea mejor para mí! —
exclamó con fuerza para convencerse a sí misma.
Jess negó, tranquila, con la cabeza, y siguió paseando por la sala.
—No, cariño, no es verdad. Solo te utiliza. Si todo lo que dices es cierto,
ya habría liberado a las dos mujeres que tiene secuestradas a cambio de
recuperarte.
Azucena frunció el ceño, confundida.
—Sí. Siento ser yo la que te lo diga, pero se lo ofrecimos hace un par de
días y no hemos obtenido respuesta. Un intercambio: la inspectora López y
Lorena por ti. Lo siento, las ha elegido a ellas.
—¡Mentira! —gritó.
—No te miento. Mira. —Abrió el expediente sobre la mesa y sacó un
documento—. Aquí está el correo. Utilizamos la misma dirección desde la
que ella contactaba con Manuela.
—¿Cómo? —se extrañó, leyendo el papel frente a ella.
—¿No lo sabías?
Azucena alternaba la mirada entre el email y Jess, que seguía paseando
por el cubículo.
—Livia lleva varias semanas intentando contactar con Manuela. Por eso
estoy tan preocupada. Tengo miedo de que pueda haberla elegido para
sustituirte y la aparte de mi lado.
—¡Noooo! —Azucena se desgarró y un par de lágrimas resbalaron por su
ojo derecho.
—Sí. Esa es la verdad. Por eso estaba tan nerviosa el otro día. Livia quiere
una nueva pareja y ha elegido a la inspectora. Compruébalo tu misma.
Jess le lanzó el expediente y se dio la vuelta. Azucena miraba todos los
documentos, encendida.
—¿Me crees ahora?
—Te estás inventando todo esto para salvar a tu novia.
Jess negó con la cabeza y se acercó a su oído.
—No, Azucena. Lo siento, pero no —susurró—. Conozco bien a Manuela
y sé de lo que es capaz. Tú eres un monstruo, como me has dicho. ¿La has
visto a ella? —Con el corazón a punto de detenerse, Jess hizo una pausa
estudiada—. A estas alturas, Livia no recuerda ni cómo te llamas.
Azucena empujó a Jess y golpeó la mesa con los puños, las lágrimas
desbordándose, impotentes.
—¡No! ¡No! ¡No es verdad, pajarillo! —Movía la cabeza sin sentido
aparente y hablaba consigo misma—. Tú lo eres todo, pajarillo. La gente
mala nos quiere separar, Locusta mía. No les haré caso, mi señora.
Cuando acabó de derrumbarse, se levantó y lanzó la carpeta contra el
cristal. Jess cogió la silla frente a ella; dejó que lo que le había contado
madurara, y la colocó junto a Azucena, tomando asiento.
—¿Te utilizaba para matar a sus adversarios con arsénico, Azucena?
—Sí —sollozó, impotente.
—Mientras, ella no se manchaba las manos.
—No. —Azucena, rota de dolor, con su dependencia emocional hecha
jirones, contestaba como un autómata—. Ella me decía: este es nuestro
enemigo. Esta amenaza nuestro amor. ¡Yo solo quería ayudarla!
—Lo sé, cariño. Lo sé. —Jess le acarició el pelo con ternura—. ¿Los
nombres los decidía ella o alguien os los comunicaba?
—Era ella. Siempre ella. Gente que, por su posición, la amenazaba.
Querían hacerle daño para evitar que llegara al poder. Solo quería que
estuviéramos juntas. —La cantidad de llanto casi le provocó una arcada.
—¿No había, entonces, nadie más?
—No. Ella lo decidía todo. Siempre por su gloria. Como pasó con el
militar.
—Tranquila. No fue culpa tuya. ¿Por qué cambiasteis de veneno? ¿Por
qué belladona?
—Todo fue por ella. Necesitaba concluir su obra y ayudar a los indignos.
Tenía un plan.
—¿Cómo se llama, Azucena? ¿Quién es la Emperatriz?
—Mmm… —La interrogada se fue hundiendo en sus propios brazos,
insegura.
—Es la única forma de que volváis a estar juntas. Que las separemos.
—La Emperatriz es inmortal. Se librará de todos nosotros.
—Yo quiero recuperar a Manuela. ¿Tú a Paula? —Jess sostuvo el cuerpo
de Azucena con ambos brazos y la forzó a aguantarle la mirada.
—Paula era muy buena.
—¿Cómo se llama, Azucena? Danos el nombre.
—No, no, no.
—Azucena, déjame ayudarte. Vamos a ayudarnos juntas. Te necesito. Sola
no puedo hacerlo.
La puerta de la sala de interrogatorios se abrió y Soler irrumpió con la cara
desfigurada.
—¡La tenemos, Jess!
—¿Seguro?
—Compruébalo tú misma.
30

Tres vueltas de llave. Crujido de la puerta al abrirse. Sonido de la


trompetilla defectuosa. Anuncio de llegada de la Emperatriz. Quince pasos. Y
allí estaba ella, cubierta de pies a cabeza con su porte engreído y su capa de
diosa romana.
Manuela la observó, desafiante, mientras se entretenía con lo que quedaba
de la pobre Lorena. Quiso ver en sus pupilas algo más de vida. Pero, como
ella misma, era evidente que su cuerpo estaba muy cerca de rendirse. La
Emperatriz la había premiado, castigado, golpeado y curado hasta satisfacer
su fantasía. ¿Quién era Araceli? ¿Su madre adoptiva? Seguramente. Lo que
Jess denominaba construcción de la fantasía no eran sino años planificando
su venganza, la venganza de una niña asustada, que se convirtieron en
delirios de una adulta enferma.
—¿Hoy no tienes ganas de hablar, inspectora? —preguntó cuando terminó
su trabajo, mientras introducía un fruto de belladona en la boca de Lorena.
—No. Ya hemos hablado todo lo que teníamos que hablar.
—¿Esa es tu elección, entonces?
Manuela no contestó, pero siguió mirándola lo más estoicamente que
pudo.
—Entre morir o hablar, eliges morir.
Manuela creyó escuchar la vibración de un teléfono móvil varias veces
bajo su túnica. No lo había oído antes, o no se había fijado. Cuando estaba
con ellas parecía que no existiera nada más allá de aquella habitación de los
años ochenta.
—¿Morir, entonces? —reiteró con soberbia.
—No me hagas partícipe de tus acciones. Decide lo que quieras, pero no
me culpes a mí. Todo lo que haces es responsabilidad tuya.
El teléfono. Sí, era un teléfono sin duda, y seguía vibrando, insistente. La
mujer se detuvo y miró hacia el bolsillo de su pantalón. Manuela también. No
lo cogió.
—Me quitas un peso de encima, la verdad.
Con un movimiento grandilocuente y exagerado, cogió la máscara desde
la barbilla y se la quitó, enseñando al fin su rostro.
—Estaba ya cansada de ir disfrazada. Total, ya no vas a salir de aquí. Ya
todo da igual.
Manuela observó el rostro de la mujer bajo la máscara y se mordió el labio
con rabia. Claro, cómo podía haber estado tan ciega. Había sido tan tonta…
Puta ansia de poder.
Su captora cedió a la curiosidad y miró su teléfono. Manuela apretó las
mandíbulas: sus pequeños ojos apagados se encendían. No eran buenas
noticias.
Sin decir palabra se alejó hacia la oscuridad. Manuela contó los pasos en
su cabeza: catorce, quince, golpe de puerta, tres vueltas de… ¡No! Esta vez
no hubo crujir de cerradura ni llave, siguió oyendo los pasos: dieciséis,
diecisiete, dieciocho… veintidós… Manuela se emocionó en la silla. ¿Había
oído bien? Si su cabeza agotada no la engañaba, la puerta estaba abierta, o, al
menos, no cerrada con llave. ¿Qué había visto en el teléfono para no cumplir
ritualmente sus pasos? Esperó, paciente, alerta, pero no oyó nada más. Solo
había silencio. Lorena la sobresaltó con un par de toses que se convirtieron en
arcada. Casi sin fuerzas, devolvió algo.
—No me lo he tragado. Me he acordado y no me lo he tragado —dijo con
orgullo.
Manuela la miró, aliviada. Era una señal. Era el momento. Tenían que salir
de allí.

No se sentía cómoda con el siguiente movimiento, pero sabía que era lo


que tenía que hacer. Cuando Soler y García le confirmaron el nombre actual
de la hermana de Azucena, el puzle cobró sentido por sí mismo. Sin embargo,
seguían sin tener una sola prueba.
Intranquila, recorría una y otra vez los escasos diez metros desde el inicio
del callejón hasta la reja del fondo, en un pasadizo inhóspito en el mismísimo
centro de Madrid. Aunque llevaba un par de días sin llover, la noche era fría
y cerrada. Soler, apoyado en el edificio de ladrillo, contemplaba sin pensar el
vaivén de Jess.
—Me estás poniendo un poco nervioso —dijo, sacando el paquete de
tabaco del bolsillo y cogiendo un ejemplar directamente con la boca—.
¿Puedes estarte quieta?
—Llega tarde —respondió, sin detenerse, al llegar a su altura.
El petardeo de un motor en la calle principal hizo que los dos giraran la
cabeza hacia allí. Desde el final del callejón, una silueta negra envuelta en
una capa de paño del mismo color llegó hasta ellos y se situó bajo el
parpadeo de la única farola encendida.
—Buenas noches —saludó la sombra con una voz profunda que hizo que
ambos se sobresaltaran.
—Cuánta gilipollez tenéis en Inteligencia —murmuró Soler con desgana.
Jess se quedó inmóvil, a unos pasos de la mujer; los intensos ojos negros
de Patricia Arteaga estaban posados sobre ella. No había tenido el placer de
conocerla, pero sus sospechas se confirmaban una por una: no le gustaba ni
un pelo la comisaria.
—Gracias por venir. —Jess avanzó un solo paso hacia ella y la saludó con
frialdad.
—Un placer, inspectora Mars. Tenía ganas de conocerla.
—¿Ha podido comprobar la información? —Jess quería que aquello
acabara lo antes posible.
—Tutéame, por favor.
—No tenemos mucho tiempo para jugar a los espías, comisaria. —Soler
lanzó la colilla a un charco y de un paso se aproximó a Jess, demostrando en
qué bando estaba—. Necesitamos saber si tenéis información de la
sospechosa.
—¿Cómo llegasteis a ella? —preguntó Arteaga. El tiempo pasaba mientras
ella estudiaba con su mirada profunda cada milímetro del cuerpo de Jess.
—Azucena Olivares, la detenida por la burundanga, nos guió hasta allí. —
Jess, incómoda, cruzó los brazos con aspereza e intentó resumir la historia de
los últimos días—. Son hermanas biológicas. Estuvieron en la misma casa de
acogida después de separarlas de sus padres. Por algún motivo, Azucena no
cuajó en la familia y volvió a la tutela de la Comunidad, pero siguieron en
contacto. Paula, la hermana, fue adoptada unos años, luego pasó a otra
familia y se reencontraron a su mayoría de edad.
—¿Os dio ella el nombre?
—No directamente —respondió Soler, jugueteando con el mechero—. Se
lo cambió al cumplir dieciocho, por eso no las asociamos cuando la
detuvimos. La traqueamos a partir del dato de la segunda familia.
—¿Cumple tu perfil? —Arteaga estaba centrada cien por cien en el cuerpo
en tensión de la inspectora.
Jess suspiró y buscó la complicidad de Soler. Si la tal Patricia apreciaba
tanto a Manuela y quería ayudarla, ¿qué coño hacía perdiéndose en preguntas
absurdas sobre la trama? ¿Era ella, o no? El capitán pareció leerle el
pensamiento porque contestó con una mueca de hastío y las cejas alzadas.
—Inspectora —insistió Arteaga—, hiciste un gran trabajo con el perfil. La
hipótesis era perfecta. ¿La cumple este nuevo hallazgo?
—Si te refieres a la dependencia emocional, sí. —Jess tuvo que morderse
el interior del carrillo para no agredirla.
—¿Y confesó entonces que la trama del arsénico no tenía más cómplices?
—Confesó lo que te enviamos —la cortó Jess con brusquedad, mirando el
reloj—. Todos los asesinatos fueron orquestados por ellas, los del arsénico
con una motivación instrumental: quitarse enemigos de en medio. A partir del
supuesto del asesinato como medio para acceder a un fin, comenzó la fantasía
y evolucionaron a crímenes más pasionales, probablemente basados en la
venganza o en el propio delirio de la existencia de la tal Livia. La pobre
Azucena, culpable, es solo una pieza más en el juego macabro de esa
sociópata. Lo que nos trae hasta aquí —elevó el tono con firmeza—: ¿tienes
información sobre ella? ¿Vas a ayudarnos o no?
Las dos mujeres cruzaron las miradas en silencio, casi en un duelo entre el
verde y el negro. Jess oyó el susurro de Soler en su oído:
—Redondo, Barbie. No he entendido una palabra, pero la pija tampoco.
Espoleada por el comentario, Jess se envalentonó, y el verde avanzó unos
centímetros, irguiéndose orgullosa. La sonrisa espontánea de Arteaga pinchó
la burbuja.
—Entiendo por qué le gustas —reflexionó con una expresión relajada que
desarmó a Jess—. Eres el equilibrio perfecto entre dulzura y carácter. No te
había imaginado así.
Soler contempló a Jess y supo que tenía que echarle un cable mientras se
reponía del comentario.
—A ver, querida Cruella, ¿podemos centrarnos? Porque hace un frío del
carajo y me tenéis hasta los huevos con tanto misterio, la verdad. Mi
compañera te ha hecho una pregunta, ¿crees que podrías contestar a eso y no
abrir un nuevo debate?
Arteaga contempló a Soler con superioridad para devolver su atención a
Jess, aún perdida en Manuela, y habló con un tono más conciliador.
—El nombre siempre estuvo en nuestra lista. Ha ido entrando y saliendo,
pero nunca la ha abandonado del todo. Cuando cayó en nuestras manos el
perfil de la inspectora y nos convenció de que la asesina era una mujer, subió
hasta los primeros puestos y nos centramos en investigarla. —Arteaga sacó
un pendrive del bolsillo, que colocó en la mano de Jess—. Aquí tenéis todo lo
que encontramos: cuentas, posesiones, dirección…
—¿Encontrasteis algo? —Soler seguía observando a Jess preocupado; no
parecía reaccionar.
—Nada. Está limpia, no hemos podido probar nada. Es una persona
importante, estará protegida, no vamos a conseguir nada sin pruebas.
—Me la suda lo que hagan los de arriba. —Jess volvió del inframundo
remoralizada—. Si tiene a Manuela, tenemos que ir a por ella.
—Pero con cuidado, inspectora —le aconsejó Arteaga.
—Mira, Patricia. —Jess dio un paso para colocarse frente a ella bajo la
farola—. He hablado con Patrice y sé que quieres ayudar a Manuela tanto
como yo. Así que, por favor, si tienes alguna idea, el momento es ahora.
—Podemos ponerla a prueba.
—¿Cómo? —preguntó Jess, intrigada.
—Usando sus armas. Soltemos un señuelo.
—Eso ya lo hicisteis, no volverá a tragárselo.
—Depende de lo que quiera pensar. Invéntate una historia atractiva,
coloréala y ¡pum! —Simuló una explosión con la palma de la mano—. Se lo
creerá.
—¿Usando a la prensa? —preguntó Soler.
—Usa lo que quieras: a la periodista, la tecnología o un globo aerostático.
Pero usa, sobre todo, la imaginación.

Con los ojos cerrados y los brazos pegados al cuerpo, Manuela intentaba
concentrar toda la energía que le quedaba en diseñar un plan que les
permitiera salir de allí. Comenzó a mover los dedos de las manos, acorchados
por la posición, para que entraran en calor. Tenía las piernas dormidas de
rodillas para abajo, pero empezó a comprimir la musculatura para intentar
activarlas. Tenía un objetivo. Ignorando el dolor que la recorría desde la sien
hasta las lumbares, se dobló sobre sí misma para llegar a los tobillos. Nada.
La soga que ligaba las muñecas con el cuello no se lo permitía.
Activó el plan B. Mordiéndose el carrillo para no gritar, se puso de pie; las
púas le desgarraron la piel al colocar sobre ellas todo su peso. Cuando
consiguió estabilizarse intentó bajar el tronco, pero la cuerda no le permitía
llegar más allá de la espinilla. Con las plantas de los pies ardiendo, se dejó
caer sobre el sillón.
«Vamos, Manuela, tantas horas de yoga tienen que servir para algo». Sin
apresurarse, pero sin detenerse en lamentaciones, trató de subir la pierna
derecha hacia las manos. Imposible. La puta lazada tenía la longitud justa
para no dejarla hacer nada. Tirando de abdominales y contorsionándose en el
sillón, consiguió tocar una de las cuchillas de la concertina con el dedo
meñique. Era dura, de acero, con bastante filo en uno de los lados. Volvió a
sentarse y contempló a su compañera. Era su única opción. Recordó que Jess
le había dado una disertación teórica sobre el nudo, pero no la había
escuchado. Tomó nota mental de prestarle más atención cuando se detenía en
los detalles. Estudió la lazada entre sus muñecas y decidió que, si deshacía la
de la muñeca derecha, podría soltar ambos brazos. Volvió a mirar a Lorena,
adormilada, y realizó varias respiraciones.
—¡Lorena! —susurró a media voz—. ¿Estás despierta?
—Mmm… —Lo poco que quedaba de ella solo pudo emitir un leve
gemido.
—¡Escúchame! —Hablaba calmada, intentando dar instrucciones precisas
—. Busca todas las fuerzas que te queden y concéntrate. Algo la ha distraído
y se ha ido sin cerrar la puerta. No tenemos mucho tiempo, pero es nuestra
única oportunidad de salir de aquí.
—No, seguro que está la otra y nos castiga.
—Locusta está detenida. —Manuela empezaba a asustarse de usar su
vocabulario—. O lo intentamos o vamos a morir aquí. Confía en mí.
Lorena la miró. Sus enormes ojos marrones la examinaban amables.
Manuela sonrió, llenando la habitación de luz, y Lorena se relajó. Apretó las
mandíbulas y asintió, segura.
—Necesito liberar las manos. No me puedo poner de pie, pero voy a
tumbarme en el suelo e intentar cortar la cuerda contra tu alambre. Tienes que
hacer fuerza. ¿Me has entendido?
—Sí.
—Vale.
Manuela flexionó el cuello a ambos lados, pegó los codos a los costados y
abrió las palmas de las manos. Con cuidado, pero con determinación, se
inclinó hacia adelante hasta casi caerse de cara. Se impulsó y apoyó las
manos en el suelo; así, se quedó sujetando en equilibrio todo su peso. Nunca
habría imaginado que la postura del cuervo, que tanto había practicado en
yoga, la ayudaría en una situación semejante. De esa pasó a la de chaturanga:
estiró con agilidad las piernas en paralelo al suelo, apartó el sillón de un
empujón, y se quedó tumbada boca abajo. «Conseguido el primer paso»,
suspiró eufórica.
—¿Crees que es el momento de ponerte a hacer yoga? —bromeó Lorena
por sorpresa.
Manuela sonrió mirando al suelo.
—Para que luego digan que no sirve para nada. ¡Voy!
Reptando el escaso metro que la separaba de sus piernas, se acercó al
alambre de Lorena y colocó la soga en una de las cuchillas.
—Te va a doler. —Se disculpó con antelación.
—No pienses en eso y dale.
Manuela comenzó a mover la cuerda sobre el acero. Iba a tardar un rato
pero observó con confianza que la soga se deshilachaba con cada pasada.

Con la cara magullada y sangrando abundantemente por la nariz, Tony


salía escoltado de comisaría por dos agentes uniformados: Rivero y el nuevo.
Enloquecido, no paraba de quejarse.
—¡Es un atropello! —gritaba mientras Rivero tiraba de él hacia la puerta
principal, desde el portón de los calabozos en el callejón lateral—. ¿Dónde
está la igualdá? No hay igualdá que valga. El gitano estaba allí, el gitano es
culpable.
Belén Bergantiños, perseguida por su inseparable equipo de cámara, se
saltó el cordón policial. Cuando llegó a él, le colocó el micrófono de Canal 9
en la boca.
—Hemos oído que ha habido una revuelta en los calabozos —dijo
impostando la voz—. ¿Puede usted confirmarnos qué ha ocurrido?
—¿Qué ha ocurrido? —contestó Tony; se resistía a los dos agentes—. Ha
ocurrido lo de siempre, señora. Mire. —Se señaló la nariz frente a cámara—.
Grabe esto: violencia policial. Los picoletos se equivocan y, ala, le rompemos
la nariz a un gitano y le colgamos el mochuelo.
—¿Está usted insinuando que los agentes lo han agredido?
—No está insinuando nada. —Rivero colocó una mano frente al objetivo
—. Aquí no puede grabar. Por favor, colóquense en el perímetro.
—¡Eso! ¡Eso! Tapen la realidá. Mire, ha sido to mu rápido. Había un
menda que parecía peligroso en la celda de al lao. De repente se han empezao
a abrir las rejas. El guardián se ha puesto nervioso y ha sacao el arma. Pim
pam pum, y la chiquilla contrahecha ha caído. A partir de ahí ha sido to mu
confuso. He pasao mucho miedo. —Tony forzó una lágrima y miró a cámara,
compungido—. Estoy feliz de haber salvao la vida, aunque me quieran colgar
la muerta. Lali, mi amor, el Tony está entero. No sus preocupéis.
—Estas han sido las declaraciones de uno de los implicados en la reyerta.
—Belén miró a cámara con solemnidad—. Por lo que hemos podido saber en
exclusiva, a través de fuentes policiales que han preferido no hacer
declaraciones, todo comenzó con una pelea entre dos detenidos de raza
gitana. El motín fue a más, y una bala perdida impactó en Azucena Olivares,
la única sospechosa por los crímenes del Asesino del Collar. —La imagen
mostró un coche fúnebre que salía del callejón lateral de la comisaría con la
voz en off de la periodista—. Como pueden ver, querida audiencia, aunque
fuentes oficiales han desmentido esta versión, hace apenas unos minutos que
hemos podido ver como un coche del Anatómico Forense salía de las
dependencias de la UDEV.
La imagen se congeló en la pantalla de la sala de reuniones y Antares se
levantó furioso, desde su posición en la cabecera de la mesa.
—¡Creo que se les ha ido de las manos, Mars! —exclamó contemplando a
Jess, sentada a su derecha.
—Es la única forma que tenemos de confirmar la autora y encontrar a
Manuela, señor. Usted autorizó medidas desesperadas.
—Igual no me expresé con claridad. —Volvió a tomar asiento, incómodo
—. Por medidas desesperadas no me refería a que se inventaran una película.
—Tenemos la cobertura de la comisaría de Inteligencia Criminal. —Jess
le sostuvo la mirada sin un ápice de arrepentimiento—. Y ellos se han
encargado de obtener el permiso judicial.
—Será legal, no le digo que no, pero no sé si es adecuado. Me parece a mí
que en este caso se han entrelazado demasiados cuerpos.
—A mí me parece un mal menor —dijo Soler, sentado junto a Jess, con su
tono burlesco—. Si encontramos a López, ¿qué más da que la gente piense
que esa pobre chica ha muerto? —Soler encontró la mirada reconfortante de
Isabel—. Además, la periodista es la que va a tener que dar explicaciones: la
UDEV lo ha negado.
—¿Quién lo ha negado? —preguntó Antares.
—Su portavoz, el inspector García. —Miró el reloj, seguro de sí mismo—.
Tiene el comunicado preparado para desmentirlo en el momento que esa
perturbada nos dé una pista definitiva.
—Capitán, sobre usted no tengo jurisdicción, pero, como López, me
parece un inconsciente.
—Por eso lo necesitamos para encontrarla, Antares —susurró Isabel.
—Comisario, a mí también me parece bien. —Vaamonde, a su izquierda
frente a Jess, intentó templar el ambiente—. No es muy ortodoxo, pero lo
más importante ahora es encontrarla con vida. Según los cálculos de Mars,
deberíamos encontrar el cuerpo sin vida de Lorena Ferrer hoy mismo. El de
Manuela en dos días. Se nos acaba el tiempo.
—Está bien —refunfuñó—. Está bien, si todos lo tienen claro… Que no
sea por mí que no lo hemos intentado todo. ¿Siguiente paso, Mars?
Un murmullo creciente en el exterior hizo que todos se sobresaltaran.
Soler cruzó la mirada con Jess. La puerta se abrió y el subinspector Rojo
asomó la cabeza por el quicio.
—Disculpe, comisario. —El barullo aumentaba tras él. Jess oía los
improperios de García en la zona de espera frente a la sala de reuniones—.
Está aquí.
La consejera de justicia, Irene Alcalá, empujó la puerta con brío,
desestabilizando a Rojo y entrando como un torbellino en la sala. Antares se
puso en pie.
—Esto es intolerable, comisario —rugió con furia—. ¿Una reyerta en los
calabozos? Absolutamente intolerable. Los he defendido, los he ayudado, los
he intentado excusar…, pero no sé qué pasa en esta comisaría que cada
semana tenemos un problema nuevo.
Soler golpeó a Isabel por debajo de la mesa.
—La imagen —vocalizó sin hablar, señalando la tele.
Isabel cogió el mando y cambió la entrada del monitor. Una fotografía del
cadáver de Azucena apareció en pantalla.
—Primero detienen a un chico inocente y hacemos el ridículo vendiendo
que es el Asesino del Collar. —Irene trituraba al comisario, ajena al resto de
los presentes—. Siguen las muertes. Después me dicen que han encontrado a
la culpable y la inspectora que lleva el caso es secuestrada. Y ahora,
seguimos sin tener noticias de la inspectora y estamos envueltos es un nuevo
escándalo mediático.
—Disculpe, consejera —se excusó Antares, que temblaba como un flan,
concatenando gallos agudos—. No es lo habitual, se trata de un
malentendido, por supuesto. Deje que le explique.
—¡Eso quiero, sí, señor! ¡Que me explique este despropósito! ¿Cómo
podemos permitir que la prensa se invente que la única sospechosa ha sido
asesinada por uno de sus hombres y quedarnos tan tranquilos? El presidente
está a punto de perder la paciencia, Antares.
—No se trata de una invención, consejera —interrumpió Isabel—. Lo
sentimos mucho, pero ha sido un lamentable incidente.
Antares se volvió y apuñaló a la psicóloga con la mirada. Irene Alcalá
también la contempló pero, a medio camino, su ira se encontró con la imagen
de Azucena, sobre la camilla de autopsias, ocupando por completo las
cuarenta y siete pulgadas del monitor de la sala de juntas. Jess, que no había
dejado de observar a su presa desde que había entrado, comprobó cómo todas
las manifestaciones clínicas del dolor se agolpaban en Irene una a una:
pupilas dilatadas, brillo de sudor en la sien y sobre el labio, rigidez en el
cuello, aumento de la tensión arterial. La consejera tardó unos segundos en
superar la visión de la fotografía. Tras serenarse, se volvió de nuevo hacia
Antares.
—¿Qué ha hecho? ¿Qué coño ha pasado? ¿Dónde está el cuerpo?
Atraída como un imán por su presencia, Jess se acercó a Soler sin perderla
de vista.
—Es ella —susurró. Tuvo que contener el impulso de sacar el arma allí
mismo.
—Tranquila, Barbie, ciñámonos al plan. —Soler apoyó una mano en el
hombro de Jess—. Ya está, la tenemos.
Con las mandíbulas cerradas como un cepo y los bíceps tan tensos que
creía que iban a romperse, Jess se levantó, llevando la mano a la axila. La
mano de Soler se lo impidió con disimulo.
—¡Eh! No. —Cogiéndola de la muñeca, colocó su mano bajo la mesa—.
Le arrancaría yo mismo las tripas para que me dijera dónde está, pero Antares
tiene parte de razón. Vamos paso a paso. Que no se dé cuenta de que lo
sabemos.
31

Un dolor indescriptible le recorría todo el cuerpo, pero le faltaba muy


poco para romper la soga. Tiró con todas sus fuerzas, pero no se rasgó. La
sangre de la pierna de Lorena era ya abundante por la presión y llevaba un
rato sin quejarse.
—Lorena, ¿sigues conmigo? —Manuela siguió frotando la cuerda sin
poder verle la cara—. ¿Lorena?
No respondía. Habría perdido el conocimiento. Aumentó el ritmo; desde el
suelo no podía ayudarla. Quedaba solo una pequeña hebra que se resistía.
Cada tirón le destrozaba el cuello. Cuando consiguió romperla, se quitó los
restos de las muñecas y por fin estiró los brazos. Al hacerlo, sintió una
punzada de dolor, como si fuesen a troncharse por los codos. Aun así, repitió
varias veces el movimiento.
Con las muñecas liberadas y la cuerda colgándole del cuello, se sentó en el
suelo. Fue desenrollando el alambre de sus pies; debía llevar cuidado de no
cortarse las yemas de los dedos. En cada giro sentía un aguijonazo de las púas
que la atravesaban en un punto nuevo. Liberada, se tumbó en el suelo y se
estiró por completo un segundo sin poder evitar una sonrisa.
«Vamos, sal de aquí. No te rindas». Las palabras de Jess, guardadas a
buen recaudo de su último delirio, la espolearon y se levantó de un salto.
—¡Eh! —Se acercó a Lorena y le golpeó la cara—. No me dejes ahora.
¡Vamos! Quédate conmigo.
—No puedo —contestó entreabriendo los ojos con dificultad—. Vete tú.
Déjame aquí.
—De eso nada. —Se apoyó en el mueble de caoba para que el permanente
mareo no la hiciera perder el equilibrio. Rebuscó por las estanterías, a ciegas,
hasta encontrar un vaso de agua—. Cierra la boca y no bebas. —Lanzó el
contenido a la cara de Lorena, que se sobresaltó, más consciente—. Ya estás
aquí. Escúchame, porque no te voy a dejar aquí sola. Te voy a quitar el
alambre de los pies y nos vamos a ir las dos. —Manuela le pasó la mano por
el pelo—. ¡Estamos juntas! ¿Oído?
Lorena sonrió agradecida e intentó erguirse en sofá.
—¡Oído! —dijo con la poca energía que consiguió reunir.
Manuela volvió a sentarse en el suelo y comenzó a desenrollar de nuevo el
alambre.
—Me llamo Manuela, por cierto.
—Encantada, Manuela.
—¿Te hago daño?
—No, sigue.
Manuela consiguió deshacer la mitad más suelta sin cortarse, pero a partir
del tobillo la cosa se complicó. Continuó, concentrada, mientras se
destrozaba los dedos.
—No te duermas. ¿A qué te dedicas?
—Soy diseñadora.
—¿De moda?
—No. Gráfica.
—¡Esto ya está! No tenemos tiempo para soltarte las manos, pero así
puedes andar. Con cuidado. —Manuela se incorporó aturdida, con una
presión desconocida en la nuca—. Voy a buscar una luz. Mueve las piernas
para recuperar el riego y, si puedes, levántate, pero despacio para no
marearte.
Cojeando, con las manos por delante, se internó en la parte oscura de la
habitación hasta llegar a la pared. Palpó a tientas hasta que encontró el
interruptor; dos focos led de techo las deslumbraron. Cuando se acostumbró a
la claridad, Manuela observó la estancia: era estrecha, de unos tres metros, lo
que ocupaban los dos sofás orejeros, pero muy larga, doce o trece metros,
desde la ventana tapiada hasta la puerta. La decoración de los ochenta
acababa más o menos a mitad. Más allá, donde se encontraba, el mueble
rústico de caoba terminaba en una pared lisa que delimitaba un trozo de sala
diáfana con una puerta blanca. Manuela cogió el picaporte y lo bajó. No
habían sonado los tres giros: la puerta estaba abierta. Eufórica, volvió
corriendo hacia su compañera, que intentaba levantarse sin fuerzas para
mantenerse en pie.
—No puedo —sollozó, nerviosa.
—Claro que puedes.
—No, Manuela. De verdad, no tengo fuerzas.
Manuela se agachó para sujetarla con el brazo derecho bajo la axila y la
ayudó a levantarse.
—Ya estamos de pie. Vamos a aguantar aquí un momento. Respira e
intenta contraer los músculos de las piernas.
Lorena siguió sus indicaciones al pie de la letra; por alguna razón, la
fuerza de aquella mujer parecía ayudarla a mover los músculos.
—¿Mejor? —Lorena asintió con la cabeza—. Vale, ahora vamos a salir
muy despacio, paso a paso, hasta donde puedas. Si no puedes, paramos. Con
suerte, en menos de veinte metros encontraremos la puerta de la calle y
alguien en este edificio podrá ayudarnos. ¿Puedes dar veinte pasos?
—Sí.
—Solo veinte. Vamos, empieza por el primero.
Con las plantas de los pies en un calambre continuo, Manuela aguantó
ambos pesos y consiguieron dar el primer paso.

Jess y García observaban la documentación desplegada en la mesa de


reuniones circular del despacho de Manuela.
—Es su única propiedad, Jess. —García colocó la foto de una casa
unifamiliar encima del montón—. Arteaga ha movido cielo y tierra, y su
equipo no ha encontrado nada más.
—La casa era de los primeros padres adoptivos: Araceli y Antonio —leyó
Vaamonde desde su ordenador—. Parece que compró la propiedad tras su
fallecimiento.
—¿Fue la vivienda donde fallecieron? —preguntó García, que tomó
asiento en la silla entre las dos mesas.
—No. —Vaamonde manipuló el ratón para buscar el dato—. Tenían esta
segunda vivienda en la sierra. Fallecieron en un piso cerca de Menéndez
Pelayo.
Jess se giró hacia García contemplando la mesa de Manuela, aún repleta
de vasos de cartón con restos de café y dos pilot abiertos como si se hubiera
levantado un segundo al baño. Avanzó con cuidado, con la sensación de estar
corrompiendo su espacio, llegó hasta su butacón y se sentó. Tenía una
sensación extraña. «¡Vamos, Jess! Estas a punto de verla aquí sentada de
nuevo».
—¿Quién es el propietario de ese piso? —preguntó.
—Una sociedad médica —contestó Vaamonde frente a ella—. Soler lo
comprobó.
—Había un dentista, rubia —exclamó el capitán, recién llegado, desde la
puerta—. No parecía un señuelo.
—¿Miraste todas las habitaciones?
—Miré hasta en los cajones. No hay duda. —Jess le sonrió agradecida
mientras él aireaba un documento en la mano—. ¡Tengo la orden! Cuando
estéis listos, tiramos la casa abajo.
—¿Estamos seguros de que es ahí? —pensó Jess en voz alta—. Si la
cagamos podría ser un error fatal.
—Es el sitio perfecto, Jess —interrumpió García—: chalet individual,
alejado del resto, en zona de segundas residencias con poco movimiento.
Respetable en apariencia.
—Y en la misma urbanización donde está el campo de golf, no te olvides
—añadió Soler.
—Ese dato es fundamental, sí. Se deshizo del primer cuerpo donde mejor
le vino —volvió a pensar en voz alta—. Pero no cuadra con los anónimos y
los vídeos de la periodista. Por las imágenes, me inclinaría más por un piso
en el centro, algo cerca del Mercado de la Cebada, quizá, que también lo ha
usado para captar a las víctimas.
—Tu amiga Arpiaga —Soler le guiñó un ojo y se apoyó en la mesa de
Manuela— dice que sus equipos de analistas dan el visto bueno. Por lo visto,
por la cantidad de luz, la inclinación y no sé cuántas otras variables, la casita
de campo cuadra. Ellos barajan que se trate de un bajo o un primer piso y sin
edificios alrededor, ya que no hay sombras definidas. Según me ha dicho, la
orientación de la parte de atrás sería perfecta.
—La cantidad de tonterías que tenemos que hacer ahora para detener a un
criminal, ¡madre de dios! —exclamó García, escandalizado.
—Completamente de acuerdo, compañero. —Soler alzó la mano para
chocar los cinco, aunque García no se arrancó.
Jess cogió una bola de nieve con un esquiador que Manuela tenía bajo la
pantalla y, dándole vueltas, suspiró.
—La consejera, ¿dónde está?
—Arpiaga también está en ello, amor. Ya nos dirá cuando tengamos a tu
compañera poniéndonos la cabeza del revés.
—¡Es lo único que tenemos, así que adelante! —Jess se levantó con
ímpetu.
—Yuste está avisado y operaciones lista para actuar —confirmó
Vaamonde mirando al capitán—. La operación es de la UDEV.

Dar los treinta y cinco pasos hasta llegar al descansillo no había sido fácil.
Cuando salieron de la habitación se encontraron en otra, esta cuadrada, que
parecía un gimnasio doméstico: cinta de correr, elíptica, colchoneta con pesas
y una televisión de pantalla plana de setenta pulgadas. Se arriesgaron a beber
agua de una botella deportiva medio vacía que había sobre una máquina,
chuparon con ansia los restos de un envase de una barrita energética en la
basura de la esquina y siguieron hacia la siguiente puerta. Al abrirla, un
distribuidor enorme se abrió ante ellas: a derecha e izquierda, una pared
blanca sin adornos. De frente, una puerta corredera cerrada.
Manuela dejó a Lorena descansando y abrió la puerta con sigilo. ¿Estaban
en un garaje a la altura del suelo? Había supuesto que estaba en un piso en
altura, nunca en una casa baja. Comprobando que no había movimiento,
Manuela abrió y encontró un Toyota Verso aparcado junto al hueco vacío de
otro coche. Volvió a por Lorena, aunque ella misma cojeaba cada vez más;
casi sin aliento y con mucho esfuerzo, la llevó hasta allí. Abrió el Verso y
pulsó el mando del garaje. La puerta comenzó a abrirse.
Tras descartar un piso en altura, Manuela rogó estar en una urbanización,
pero cuando la puerta se abrió del todo su mirada se perdió en la nada. Un
campo infinito de trigales de un metro de altura. ¿Dónde coño estaban?
Desesperada, volvió a coger a Lorena por las axilas y cerró la puerta tras
ellas, internándose en los trigales.
—Vamos, hay que salir de aquí.
—No puedo más, Manuela.
—Sí puedes. —Le miró los pies, en carne viva, y no quiso ver los suyos
—. Es solo un esfuerzo más.
Lorena empezó a vomitar y a sufrir espasmos. Cayó de rodillas al suelo. A
Manuela las fuerzas también la abandonaban. ¿Cuántos días llevaban sin
comer?
Se detuvo, sujetando la frente de su compañera para intentar reconfortarla.
El dolor de cabeza era ya insoportable. Lorena, lejos de mejorar, perdía la
consciencia. Manuela la tendió en el suelo.
—Te dejo aquí un segundo. —La ayudó a acomodarse en la tierra mojada
—. Voy a dar una vuelta a ver dónde estamos. Intenta no dormirte. Volveré a
por ti. Te lo prometo.
Manuela la besó en la frente, congelada, y se levantó. Estaban en una
finca. La casa más cercana se encontraba a muchos metros de distancia.
Oculta entre el sembrado, comenzó a rodear la edificación hacia la derecha.
Nada más girar vio la parte trasera de la vivienda principal y otras casas
cercanas. ¿La Emperatriz había construido una casa de invitados para sus
perversiones? Era una mujer de gustos caros. No la hacía viviendo en medio
del monte. Con determinación se dirigió hacia la casa. Un sonido familiar
llegó a sus oídos: pasos huecos, crepitar de radios a volumen muy bajo,
presencias silenciosas…
O estaba delirando a punto del colapso, o estaba en medio de una
operación de los GEO. Con una nueva esperanza apretó el paso hacia la casa.
—¡Aquí! —trató de gritar con la voz ahogada— ¡Estamos aquí!
Mientras corría hacia la casa, todo empezó a dar vueltas. La presión en la
nuca penetró en su columna y se extendió hacia el estómago. Sintió frío. Se
apresuró por el trigal. Ya casi estaba. Frente a ella, a apenas cinco metros,
acababa la plantación; si llegaba hasta allí, sus compañeros la verían. Con los
ojos nublados y la cabeza incapaz de procesar un solo pensamiento más,
avanzaba como un autómata.
La silueta de una mujer irrumpió en su campo de visión. Cuatro metros,
solo cuatro más. La figura se detuvo en el trigal, de espaldas a la casa.
Manuela la miró, ansiosa. Se tropezó y cayó al suelo. La tierra mojada
comenzó a absorberla. No podía levantarse. Estiró el brazo hacia la sombra.
—¡Jess! —murmuró, impotente—. ¡Estoy aquí, Jess!

Soler detuvo la pick up en la entrada de la vivienda, justo donde Yuste y


sus hombres habían montado el puesto de mando bajo una tienda de campaña
de la Policía Nacional. A ambos lados del camino que llevaba a la puerta,
varias furgonas repletas de agentes de operaciones especiales esperaban
órdenes. Frente a ellos, un camino de gravilla gris llevaba hasta un porche de
columnas.
Jess se bajó del coche con el chaleco puesto y comprobó el cargador de su
arma reglamentaria. Soler la siguió.
—¡Yuste! —exclamó Jess cuando llegó hasta él; estaba diseñando la
operación con dos de sus hombres—. ¿Qué tenemos?
—Inspectora Mars —saludó firme con la cabeza—. Hemos hecho varias
visuales y hay una construcción principal y otra más pequeña tras ella, quizá
un garaje, despensa o habitación de invitados. —Desplegó un mapa frente a
ellos y les mostró los lugares con el dedo—. Llevamos unas horas vigilando y
no ha habido movimiento, pero no podemos saber si hay alguien en el
interior. Vamos a desplegarnos frontalmente desde esta posición, e ir
entrando en abanico, la parte de atrás no tiene acceso propio, da a un campo
de trigo.
—Quiero entrar —dijo Jess, percutiendo el cargador de su arma.
—No vas a entrar, Mars. Ni tú ni él ni nadie.
—Necesito entrar, Yuste, prometo no moverme.
Yuste cogió a Jess del antebrazo y la separó del grupo.
—Quiero encontrar a tu compañera como el que más. Y tengo claro que la
prioridad es ella y no la asesina, pero si está aquí, no quiero sorpresas. —Se
quitó el casco para que pudiera verle la cara—. No quiero tiroteos ni héroes.
—Echó un vistazo a Soler—. Ni balas perdidas ni tonterías. Dios quiera que
la encontremos viva y entera, y no quiero tenerla los próximos diez años
encabronada conmigo. —Jess asintió.
—Hecho, entonces. ¡Tú! —Yuste se dirigió a Soler—. Militronchi.
—Dime, rey —respondió con fina ironía.
—No puedo dejarte pasar porque la operación es nuestra. Lo entiendes,
¿verdad?
—Sí, compañero.
—Pues listo.
Yuste se colocó el casco y comenzó a dar órdenes. Un grupo de veinte
efectivos de operaciones especiales avanzaron por el jardín de la vivienda.
Jess se detuvo a observar el entorno; un trigal inmenso rodeaba la finca.
Intentando dejar la mente en blanco, echó a pasear hacia él.
Manuela llevaba cuatro días desaparecida y no se había querido permitir
un momento para pensar en ella. Si lo hubiera hecho, se habría desmoronado,
y no se lo podía permitir. Siguió avanzando hacia el trigal. Con la mano
derecha tocó la bola de nieve que había sustraído de su mesa y sintió a
Manuela junto a ella.
Tenía tantas cosas que decirle. Deseaba abrazarla, lo primero. Y olerla.
Juntar sus mejillas y acariciarle el pelo para que elevara la ceja de esa forma
tan suya al sentir que se estaba despeinando. Necesitaba hablar, explicarle
que había entendido muchas cosas de su relación, que no pasaba nada por sus
introspecciones y que quería pasar toda su vida con ella.
Aunque no les convenciera, lo de cambiar de compañera se estaba
convirtiendo en una urgencia. Trabajar en el mismo sitio, bien, pero la
realidad se había impuesto y estaba claro que no era la mejor idea. Prefería
tenerla solo para ella y trabajar con quien dijera Vaamonde. García era buena
opción. Incluso Rojo le valía si eso suponía volver a verla. Pensó en
Vaamonde asumiendo la noticia de que Manuela volvía a no tener
compañero, y sonrió. Eso iba a ser otra historia. Pero no era asunto suyo. Ella
lo único que quería era gritar a los cuatro vientos cuánto la amaba.
Deteniéndose en su cara supo lo que más deseaba, aunque fuera sola una
vez más: verla sonreír. La sonrisa en dos tiempos, como la había bautizado
Daniela. Con un primer gesto que te sorprendía, atrayéndote hacia ella sin
poder evitarlo, y un estallido posterior, cuando ya te tenía, que hacía que
quisieras derretirte y vivir solo contemplándola. Necesitaba aferrarse a eso.
Necesitaba verla una vez más.
32

Manuela se despertó con el malestar permanente recorriendo el circuito,


ya habitual, de su cabeza. Le dolía todo el cuerpo y tenía calambres en las
piernas. Intentó estirarse. Estaba tumbada, y agradeció poder ejercitar todos
los músculos sin ahogarse. Con los ojos cerrados se tocó la cara. Tenía algún
tipo de ligadura en los brazos, pero se alegró de ser humana y reconocer sus
facciones al tacto. «Volvamos a empezar», pensó abatida, mientras con la
saliva intentaba humedecerse la garganta, completamente seca.
Con cuidado para no deslumbrarse, fue abriendo los párpados. Oyó un
tono intermitente. Eso era nuevo. Tras acostumbrarse a la claridad observó el
entorno. ¿Estaba en un hospital? ¿Lo habían conseguido? Se miró las manos:
tenía yodo en las muñecas y una vía en el brazo izquierdo. ¡Estaba viva!
Sintió una presencia a su derecha y con cuidado giró la cabeza.
Sin ningún control sobre sus actos, los labios comenzaron a estirarse
caprichosos en una sonrisa espontánea. Jess dormitaba en mala postura en el
sillón verdoso junto a su cama. Tenía que ser verde, el puto sillón… La
contempló. Estaba inquieta, se notaba en su respiración entrecortada. El
párpado derecho le temblaba ligeramente. Debía de estar soñando. ¿Todavía
deliraba? La había visto tantas veces en las paranoias de los últimos días que
ya casi no era capaz de distinguir la realidad. No le importaba, verla una vez
más merecía la pena. La puerta de la habitación se abrió y una enfermera se
acercó a la cama.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó, amable, al verla despierta.
—Bien. Estoy bien —contestó Manuela, extrañada.
—¿Sabe lo que le ocurrió?
—En su mayor parte. Me desmayé en el trigal y volví a despertarme no
mucho después, cuando llegó el SAMUR.
—¡Manuela! —la exclamación repentina de Jess le provocó una
palpitación—. ¿Cómo estás?
—Creo que bien —respondió la enfermera—. Las dejo a solas. En un rato
pasará el médico.
La enfermera abandonó la habitación y Jess se abalanzó sobre ella.
Manuela seguía sonriendo, atractiva, aunque mucho se temía que su cara no
sería precisamente de anuncio.
—¿Cómo estás, mi amor? —Jess pegó la mejilla a la suya y Manuela cerró
los ojos para olvidarse del mundo con su calor—. ¿Te encuentras bien?
—Bien —susurró, acariciándole la mejilla y embriagándose con su olor a
playa—. Ahora mismo en el paraíso.
Manuela se rascó el cuello y encontró un apósito donde había estado la
soga.
—¿Te duele? —Jess intentó aliviarla situando su mano sobre la gasa—. Es
del nudo.
—Me escuece. No me duele nada, la verdad. —Manuela se movió en un
intento por evaluar los daños. Más allá de los pies, donde tenía leves
molestias, y una sensación de adormecimiento muscular en el resto de
cuerpo, no había ningún indicio de lo que acababa de vivir—. Los pies, un
poco. Tengo calambres. ¿Me han dado algo?
—No, bastante puesta ibas ya cuando entraste. Te desmayaste por una
bajada de tensión, estás deshidratada. Los médicos dijeron que por no ingerir
agua ni alimentos en noventa y seis horas.
—¿Solo estuve cuatro días? —preguntó Manuela con ironía.
—Sí, les dijimos que sería síndrome de abstinencia por ausencia de
cafeína, pero no coló. —Jess se dejó besar y comenzó ella misma a recorrer
con cariño el rostro de su novia con los labios—. Te están inyectando sueros
para rehidratarte.
—Algo de agua bebí. Ahí me metía la escapamina o la mierda que usara
para drogarme.
—No usó escopolamina. Te drogó con un combinado de alucinógenos y
depresores del sistema nervioso. —Jess se separó un instante para mirarla a
los ojos—. Eso te salvó.
—¿Lorena? —preguntó de repente con un escalofrío.
Jess negó con pesar.
—Lo siento, Manu —dijo. Se sentó a su lado, entrelazando sus manos con
fuerza—. No lo consiguió. Los niveles de alcaloides eran muy elevados.
Tenía una hemorragia estomacal y no pudieron salvarla.
Aunque no conocía de nada a su compañera de cautiverio, Manuela sintió
que perdía una parte de ella. Los ojos comenzaron a escocerle como si les
hubieran entrado kilos de tierra, pero no pudo derramar una lágrima. A
medida que el dolor viajaba por su torrente sanguíneo se fue convirtiendo en
ira, y cuando llegó al estómago era ya un odio visceral hacia la Emperatriz.
Cerró los ojos y las imágenes de su captora pasaron como un vídeo por su
mente: la pantomima, el castigo, la conversación, las torturas a Lorena y, a
cámara lenta, el momento en que se quitó la máscara desvelando su
identidad.
—La asesina es la consejera: ¡Irene! —Manuela soltó la mano de Jess e
intentó incorporarse con los ojos encendidos.
—Lo sabemos. —Jess la detuvo—. Tranquila. Está controlado. En un rato
te pongo al día, ahora eres solo para mí.
Jess la miró con devoción; encontró a su novia tras las ojeras profundas
que le hundían los ojos. Manuela agradeció la pausa. Le devolvió la mirada
con una sonrisa perfecta. Jess se acercó y apoyó suavemente los labios en los
de ella. Manuela entró en calor. La besó varias veces con ternura, casi sin
abrir la boca. El dolor, el malestar y los calambres desaparecieron, y lo único
que quedó fueron las mariposas curando sus heridas. Aunque deseaba que el
momento no acabara nunca, Jess se separó un segundo y Manuela suspiró.
Los delirios de los últimos días se agolparon, de repente, en su cabeza.
—Lo siento, Jess —dijo con la mayor sinceridad con la que había hablado
nunca.
—¿Por qué? —preguntó.
—Por mentirte, por apartarte, por no confiar en ti. Lo siento, de verdad.
Fui una idiota. Me equivoqué.
—Sí que eres idiota, mi amor. De eso no hay duda. Perdóname tú por no
haber sabido entenderte.
—¡Sí! —gritó Manuela de repente con energía, y la cogió de las solapas
para robarle otro beso.
—Sí, ¿qué?
—La respuesta que te debía. ¡Sí! —Le robó otro beso—. ¡Sí! —Otro más
—. ¡Sí! —E incluso un cuarto, para delirio de Jess, que sentía que el corazón
se le desbocaba—. Quiero vivir contigo, envejecer contigo y gritar a los
cuatro vientos que te quiero. Puedo incluso trabajar con algún inútil de
comisaría para demostrarlo.
—Igual no te han acabado de hidratar bien y sigues delirando.
—Te quiero —declaró Manuela con el corazón, entrelazando de nuevo sus
manos— y quiero estar contigo. Todo lo demás lo puedo superar.
—¿Y has necesitado un secuestro para pensarlo? —Intentó hacerse de
rogar, aunque las señales no dejaban lugar a duda.
—No. He tenido que reconciliarme con mi pasado.
—¿Cómo?
—En un rato te pongo al día. —Le guiñó el ojo—. Ahora te quiero solo
para mí.
Tiró de su cuerpo y la acomodó junto a ella en la cama. Volvieron a
fundirse en un largo beso.
—¡Ay, por dios! —Las palabras de Reyes desde la puerta no hicieron que
cambiaran un milímetro su postura—. ¿Sexo hospitalario? ¿En serio? Eso
responde a la pregunta de si estás bien con un neón gigante.
La fiscal se acercó a la cama con decisión. Jess paladeó un último beso y
se incorporó hasta sentarse, aún con la mano de Manuela entre las suyas.
—Una cosita quería decirte, cachorro… —Reyes se inclinó sobre
Manuela.
—Dime.
—Bueno, ahora que te veo, dos. La primera es que estás hecha una
mierda.
—Gracias —aceptó el cumplido, agradecida.
—La segunda. —Endureció el tono, acercándose mucho a su rostro—: No
vuelvas a hacerme esto en la vida. Un disparo, una pierna rota o tonterías
menores, pase. Pero que te secuestre una loca psicópata es demasiado hasta
para ti.
Manuela la contempló en silencio.
—¿Me vas a besar? —preguntó muy seria.
—¡Qué dices!
—Lo estoy deseando. Estoy un poco demacrada, sí, pero mantengo mis
cualidades intactas. —Con la punta de la lengua, lamió la nariz de Reyes.
—No arriesgues, que igual me lanzo.
—Anda, ven aquí, boba. —Manuela abrió los brazos y Reyes se acurrucó
entre ellos.
—Ha sido horrible, Manu. No puedo mantener el barco yo sola: Isa, loca
perdida; Cris, imagínate; aquí, tu novia cadáver…
—¿Dónde están, por cierto? —preguntó Jess entre risas.
—Aparcando —contestó Reyes. Se incorporó y ocupó el otro lado de la
cama.
Manuela se enderezó sobre la almohada, pensando en sus amigas. De
pronto su cabeza, aún entumecida, recordó lo ocurrido en el Anatómico:
Cristina en el maletero, la pistola, la psicópata…
—¡Cris! —exclamó angustiada—. ¿Cómo está? ¿Le pasó algo? ¿Está
bien?
Jess la detuvo con la mano en la frente para intentar tranquilizarla.
—Estoy perfectamente. —Cristina entró con Daniela y, haciéndole una
carantoña a Jess, se acomodó junto a ella—. Gracias a ti.
—Ayyy, Daniela. —Reyes cogió a Dani del brazo y la acercó hacia ella—.
Con tal de alabar a su cachorro no sabe qué hacer. Ya hasta se deja
secuestrar.
—¿Cómo estoy? —Manuela cogió la mano de Cristina y la besó en el
dorso.
—Ahora pasará el médico. —Cristina se inclinó para mirar los puntos en
la frente y revisó las heridas que se escondían bajo las sábanas.
—¿Sobrevivo?
—A estas heridas, sí. A lo que te hagamos después —miró a Jess con
complicidad—, no lo tengo tan claro.
—¿Qué dice mi autopsia?
—Como naciste de pie, nada. El riñón y el hígado, que era lo que más me
preocupaba, funcionan. Supongo que en un rato te dejarán comer sólido y si
lo toleras, ya está. Todo lo demás superficial: magulladuras, tres puntos en la
ceja y alguna herida infectada en la planta del pie.
—Así te la dejamos, Jess. —Daniela golpeó con cariño la mejilla de su
hermana.
—Y no aceptamos devoluciones —añadió Reyes arqueando las cejas.
—¿Cómo está mamá? —preguntó Manuela.
Las cuatro intercambiaron miradas de duda y contemplaron atónitas a la
enferma.
—Bien —contestó Daniela con cuidado—. La operaron la semana pasada
y parece que se recupera.
—Me alegro. Igual cuando salga voy a verla.
Daniela no supo qué contestar y se creó un silencio incómodo que decidió
romper Cristina:
—Raúl y los niños te mandan un beso. He tenido que amenazar a Helena
para que no viniera.
—¿Sigues enfadada con Raúl?
—El pobre no tuvo la culpa de que lo enredaras en tus tejemanejes.
Bastante tiene con el sentimiento de culpa. Estábamos más enfadadas
contigo. Pero luego viniste a salvarme la vida y tuve que perdonarte. ¿Por qué
no esperaste a que llegara Soler?
—Porque se te habría llevado a ti.
—No venía a por mí, te tendió una trampa —dijo, intentando convencerse.
Manuela cruzó la mirada con Jess y tragó saliva; no podía dejar de pensar
en el catálogo de perversiones que había visto sobre Lorena.
—¡Pero si está aquí el casting completo de princesas Disney!
El vozarrón de Soler desde los pies de la cama rompió el momento. Isabel
se adelantó, apartó a Daniela y a Reyes y se lanzó sobre Manuela.
—¡Esta me besa! —le dijo a Reyes con confianza.
Isabel la abrazó con fuerza y después le cogió la cara con ambas manos,
como si fuera a desaparecer, y le dio un pequeño pico en los labios.
—Estará cansada de la monogamia —respondió Reyes, guiñándole un ojo
a su amiga.
—No está acostumbrada —continuó Manuela, con Isabel aún sobre ella—.
Hay que darle tiempo.
—Tú debes de ser la fiscal —dijo con seguridad Soler.
—¿Quién me has dicho que era el cowboy, Manu? Porque no ha pasado un
mínimo control de calidad.
—En cuanto pueda levantarme es hombre muerto. —Manuela censuró al
capitán con la mirada.
—Veo que estás bien, Nancy. Aquí, celebrando, con ese humor tan tuyo.
—¡Llegaste tarde, cabrón!
—No, cielo. —Isabel volvió a su lado—. Te dije que esperaras diez
minutos y, como sueles, decidiste hacerlo a tu modo. Para tener a todos con el
corazón en la boquita.
—¿Dónde está? ¿La cogisteis?
—¿Qué hacemos con ella, Jess? —preguntó Soler con cariño.
—Que sufra un poco, ¿no? —respondió Jess con picardía.
—¿Qué sois ahora, amiguitos?
—Ay, nena, tenemos tanto que contarte.
—¿La tenemos o no?
—La tiene tu otra amiguita. —Jess no quería que Manuela empezara a
hacer preguntas, porque sabía dónde acabaría la conversación.
—¿Arteaga? —Su cabeza entró en funcionamiento.
—Sí. —Soler decidió echarle un cable—. Cuando confirmamos quién era,
Barbie le lanzó un cebo, y la Arpiaga no la ha perdido desde entonces. Está
en Guadalajara con una identidad falsa.
—La quiero para mí —exclamó Manuela con ira.
—Eres tan previsible —contestó Soler— que tu colega la espía te está
esperando.
Manuela intentó levantarse de la cama, pero Cristina y Jess la detuvieron a
la vez, escandalizadas.
—¡Vuelve a tumbarte! —ordenó Jess con autoridad.
—Tienes que descansar —corroboró Cristina.
Un rumor sordo creció en la puerta de la habitación. Parecía que alguien
discutía con algún agente de paisano. Manuela aceptó de mala gana las
órdenes de sus captoras y se centró en averiguar qué ocurría.
—Soldadito, sal y que dejen entrar a Peque antes de que tengamos un
problema.
Soler abrió la puerta e hizo una señal a los dos agentes, que discutían
acaloradamente con Peque y sus dos matones. A la orden del capitán, le
permitieron entrar, y Peque ocupó la habitación, imponente, en dos pasos.
—¡Pues ya estamos todos! ¿No tienes ningún gitano ahí fuera que también
quiera pasar? —Manuela observó a todas las personas de la habitación y se
sintió en casa.
—Tony se rompió la nariz por ti, por cierto —susurró Jess.
—¿Cómo?
—Es una historia muy larga.
—Tu dirás, Peque.
—¿Estás bien? —preguntó con su torrente de voz.
—No me puedo quejar.
—Quería ver cómo estabas y confirmarte que está todo preparado para
cuando salgas de aquí.
—¿Qué? —preguntó confusa.
—Estamos todos listos.
—No te entiendo.
—Creo que la rubia y tú tenéis que poneros al día. Jess, llámame cuando
sea definitivo.
Manuela observó a Jess sin entender nada.
—¿Cuánto tiempo dices que he estado dormida? —preguntó, confusa.
33

Cuando Manuela salió de la nacional y giró hacia el indicado recinto


ferial, se encontró con una explanada mal asfaltada, donde supuso colocarían
los puestecillos de la feria en las fiestas, como en miles de pueblos de
España. Había un Lexus RX color champán aparcado. Redujo la velocidad y
encaró su morro con él hasta que detuvo el coche por completo. Patricia
Arteaga se bajó del vehículo y esperó, apoyada en la carrocería.
—No me gusta nada esta mujer —comentó Jess con apatía.
—¿Otra persona que no te gusta? —Manuela la observó, sonriente,
quitando las llaves del contacto—. Madre mía, cariño, te estoy convirtiendo
en un monstruo.
—Mírala, ahí plantada con ese halo de misterio… Se creerá que está en
una película de cine negro.
—¡Venga! Soler tampoco te gustaba y mira ahora.
—No es lo mismo.
Asegurándose de que la comisaria las observaba con atención, Jess sonrió
coqueta y besó a Manuela en los labios.
—¡Hala! Vamos a jugar a las adivinanzas —se resignó, abriendo la puerta.
Se bajaron del coche y, rodeadas por el silencio rural, se dirigieron hacia
ella. A pesar de que el sol calentaba con timidez, la temperatura era
agradable. Aun así, la comisaria se cubría todo con un poncho de cachemir
hasta las rodillas. Manuela mantuvo el tipo, pero sonrió para sí misma: sí que
parecía un personaje de cine negro.
—Buenos días. —La voz rasgada de Arteaga las saludó con suficiencia.
—Patricia —contestó Manuela con un leve gesto de reconocimiento,
deteniéndose a un par de pasos de su coche—. No te hacía en un paraje tan
apacible.
—No me extraña. Llevó aquí diez minutos y ya me pica todo.
—Eso será la luz del día. Tu piel no está acostumbrada.
—Te veo en forma, inspectora.
—He tenido buenos cuidados. —Manuela giró la cabeza hacia Jess, que se
mantenía un poco por detrás de ella; intentaba no mostrar su catálogo de
muecas de desesperación.
—Te has recuperado bien, desde luego. Las cicatrices te dan hasta un aura
interesante.
Manuela escuchó el quejido de Jess, que había expulsado el aire con
fuerza, y decidió centrar la conversación.
—¿Cómo está mi querida Emperatriz?
—Poca cosa. El pueblo es pequeño, tiene esta parte antigua y un par de
urbanizaciones de veraneo al otro lado. ¿Te imaginas venir aquí de
vacaciones? —Solo de pensarlo Manuela sintió un escalofrío—. Es mutuo —
sentenció Arteaga forzando una sonrisa—. Su casa está en una de ellas.
Vivienda unifamiliar moderna, todas las comodidades, pocos vecinos en esta
época del año. Vino directamente aquí cuando salió de comisaría. La
propiedad está a nombre de Julia Castaño.
—Tiene más identidades que James Bond —comentó Manuela con
sarcasmo—, entre las que falsifica y las que se inventa…
—Mi equipo ha investigado y esta la tiene completita: DNI, carnet de
conducir, tarjetas de crédito… Todo con documentación legal y en regla.
—Cojonudo. ¿Y qué hace todo el día en este pueblucho?
—Como no se siente amenazada, va ganando confianza. Al principio solo
iba a la compra. Ahora empieza a pasear, sale a correr, una tarde estuvo en el
bar del pueblo tomando una cerveza.
—Cuidado, que no es tonta.
—Ni yo —sentenció Arteaga con prepotencia.
—No destacaría esa cualidad de ti, no.
Jess hizo un aspaviento muy poco discreto, porque Manuela sintió
movimiento a su espalda, y Arteaga se cruzó de brazos a la defensiva.
—¿Cuándo llega Operaciones? Pensé que vendrían contigo.
—Cambio de planes, Patricia.
—¿Cómo? —preguntó, insegura tras perder el control.
—Ya me he cansado de todos vosotros. A partir de aquí, vamos a seguir a
mi manera —dijo Manuela con determinación.
Arteaga la observó con sus brillantes ojos negros.
—Puedes entrar, pero la quiero aquí en cuanto termines. —Señaló su
Lexus, aún con la puerta del conductor abierta.
—¿Tú también tienes cuentas pendientes?
—Tengo casi dos años de investigación por su culpa y muchas preguntas,
sí.
—Intentaré devolvértela entera, entonces.
La comisaria se irguió como una cobra delante de su presa, cuadró los
hombros y dio un paso al frente. Manuela le mantuvo la mirada, altiva, sin
mover un solo músculo.
—Aquí en cuanto termines, Manuela —susurró con voz recia,
pronunciando cada sílaba con detenimiento.
—Tranquila. No voy armada.
—Tú no, pero ella sí. —Señaló a Jess con desprecio—. No creo que sea
buena idea que entre contigo.
—Estoy delante, comisaria —murmuró Jess en tono de hastío.
Manuela movió su brazo derecho hacia atrás. Cuando sintió que le rozaba
el abdomen giró la cabeza y sonrió para tranquilizarla. Notó como Jess se
serenaba.
—Ella —Manuela remarcó la palabra cogiendo la mano de Jess y tirando
para ponerla a su altura— va a entrar conmigo. Y unos amigos también.
Levantó el brazo izquierdo y silbó dos veces. De la nada aparecieron dos
Mercedes de color negro que derraparon al entrar en la explanada. El brillo de
los ojos de Arteaga, desorientada ante tanta actividad, iba en aumento. La
confianza de Jess al ver su cara descompuesta, también. El conductor del
modelo más moderno colocó la ventanilla de atrás a su altura y la luna
descendió.
—¿Todo listo, patrón? —preguntó Manuela hacia interior del vehículo.
—A tus órdenes, Manuela. Operación en marcha —contestó Peque con
seguridad.
—La quiero lista en media hora.
—Lo estará. Los gitanos ya están allí.
—Gracias.
El cristal volvió a elevarse y los dos coches desaparecieron por donde
habían venido. Manuela soltó la mano de Jess y se dirigió a la comisaria:
—Siento mucho no haberte avisado. —La voz era sincera—. Pero la
quiero para mí y estoy cansada de complicaciones. No se puede fiar uno de
cualquiera, Patricia.
—Touché —contestó, sonriendo relajada tras asumir la jugada—. La
quiero viva, Manuela. Tiene muchas preguntas que responder.
—Tranquila, cuando conteste a las mías te la llevaré sana y salva a tu
guarida.
—¿Cuánto tiempo necesitas?
—El necesario hasta que me complete la historia. Vamos a hacer un
pequeño viaje, además.
Jess se dio media vuelta; deseaba irse lo antes posible, y Manuela siguió
sus pasos. Arteaga la detuvo del brazo.
—Ten cuidado.
—No puedo prometerte nada, pero lo intentaré.
—Espero volver a coincidir pronto.
—Gracias por todo, comisaria.

Manuela y Jess entraron en el garaje vacío. Los dos Toyota habían sido
trasladados al depósito para buscar pruebas. Lo atravesaron y llegaron al
enorme distribuidor. Manuela lo contempló, reflexiva, y dedicó unos
segundos a recordar a Lorena. Con la mano en el pomo de la puerta, pasaron
al gimnasio, donde la imponente silueta de Peque ya las esperaba.
—¿Todo listo? —preguntó Manuela. Hizo un esfuerzo por no perder la
entereza.
—Como mandó la jefa —contestó confiado Peque señalando a Jess.
—Manda más que yo —bromeó Manuela, animada.
—Y con mejor talante, amiga.
—Muchas gracias. —Manuela golpeó los antebrazos de Peque con cariño
—. Nos encargamos nosotras desde aquí.
—Como prefieras. ¿Jess?
—Mil gracias por todo, Peque, de verdad. Me has ayudado muchísimo. —
Jess le tendió la mano con dulzura y Peque la aprisionó en un abrazo entre
sus gigantescos brazos.
—Tenemos esta tortura en común. Si no sabe ella, tendremos que cuidarla
nosotros.
—Que no entre nadie. —Jess agradeció el abrazo y sonrió a Peque con
complicidad.
—Descuida. —Abrió la puerta de la habitación y, cambiando el tono,
ordenó con brío—: A ver, señoras. Que esto corre prisa. Todo el mundo a
tomar por culo de aquí.
Tony y el Mudo salieron un segundo después por la puerta.
—Una cosita te voy a decir, tenienta. —Se acercó a Manuela susurrando,
aún con un aparatoso vendaje en la nariz—. Desde que la comandanta ha
tomado el mando nos tiene firmes, firmes. Y me quejaba de ti… ¡Madree!
—Anda, tira, que tenemos prisa.
—Siempre igual con la puta prisa. Iba a decirte que te había extrañao,
pero si te pones terca…
—¿La nariz, qué? ¿Soler se pasó de frenada?
—Mira, de eso ni me hables. —Tony comenzó a gesticular muy ofendido
—. El puto Madelman. Ya te dije que no era triguito limpio. Yo creo que me
tenía ganas. ¿A que sí, rubia?
—Fue un accidente, Tony.
—Sí, sí… Él me decía tol rato: hay que ser realista, tiene que parecer
verdá. ¡Menudo capullo, el tintín! ¿A que sí, primo?
—Tenemos que irnos —contestó Mudo, atento a los gestos de Peque, que
ya estaba casi fuera de la vivienda.
—En fin, un placer, como siempre —concluyó Manuela.
—El placer es nuestro, pareja. —Tony se abrazó a Manuela de repente—.
Nos debemos unos chirimbolos tú y yo, tranquilitos.
—Claro que sí. Tira, anda.
Los gitanos abandonaron la habitación y Jess y Manuela se quedaron
solas.
—¿Estás segura de que va a funcionar? —preguntó Manuela mirando el
picaporte frente a ella.
—Segura, no. Pero si aquí gestaba la fantasía, aquí será más fácil que
hable.
Manuela cogió el picaporte y respiró varias veces para tranquilizarse.
Pensó en Lorena haciendo el camino inverso y le temblaron un segundo las
piernas. Jess cogió su mano, helada, en el picaporte.
—Tranquila. Podemos esperar.
—No quiero esperar.
—Si notas que te desestabiliza, paramos.
Manuela contempló el pomo de la puerta un rato. Con el ritmo cardiaco ya
en equilibrio, observó a Jess, preocupada junto a ella, esperando a llevarla de
la mano. Volvió a mirar la cerradura y completó dos respiraciones.
—Tres vueltas de llave —dijo—. Se abre la puerta. Sonido de trompetilla.
—Cogió el instrumento de bronce del suelo y lo tocó. Provocó un ruido
parecido a un estornudo—. Anuncio de llegada. Quince pasos y…
Manuela dio la última zancada, con Jess muy atenta pegada a ella, y se
encontró de frente a su captora. Sentada en el mismo sillón orejero verde
botella que ella había ocupado solo hacía una semana. Observó el otro sillón,
a su derecha, ahora vacío, y el recuerdo de Lorena hizo que un arrebato de ira
le recorriera el antebrazo. Se veía todo muy distinto con luz y bien
alimentada.
Altiva, muy erguida y con una seguridad excesiva, Manuela analizó a la
Emperatriz: las manos esposadas, las piernas atadas y la cabeza bien alta, a la
espera de acontecimientos. Jess acercó dos sillas frente a ella, pero Manuela
no se sentó. Permaneció de pie, disfrutando del momento.
—Vaya, vaya, mi querida Livia, ¡cómo ha cambiado el cuento! ¿Verdad?
—Manuela se acercó a ella lentamente—. ¿O debería llamarte Irene? ¿Paula,
quizá? El que más me gusta es tu nuevo nombre. —La voz se tornó
enigmática—: Julia… Solo he encontrado una Julia en la Antigua Roma:
Julia Domna, la Emperatriz filósofa. He investigado sus crímenes, pero
parece que no le dio por ahí. ¿No te estarás rehabilitando?
—¿Te sorprende? —preguntó su oponente, retándola con calma.
—Un poco, la verdad. Sus hijos se asesinaron por el trono y ella perdonó
al que fue nombrado Emperador para mantener su influencia. No es un
cuento infantil, tampoco. Pero creía que entre la venganza y el poder, tu
prioridad era la venganza. Supongo que me equivocaba.
—¿Has venido a hablar de Historia? —Irene se acomodó en su posición
con serenidad—. Me sigues sorprendiendo, inspectora. Pensaba que habrías
venido a matarme. ¿Tienes ganas? ¿Tendrás valor? ¿O te has traído una
esclava para que te detenga cuando quieras apretar el gatillo?
Manuela dibujó media sonrisa mirando a Jess, sentada junto a ella con las
piernas cruzadas.
—Al contrario que tú, nosotras no establecemos jerarquías. —Manuela dio
un paso hacia Irene—. Trabajamos juntas.
—¡Precioso! —se carcajeó, exagerada—. Precioso, inspectora. Aplaudiría,
pero… —Movió las muñecas, esposadas, con ironía—. Ya hemos hablado de
esto. Te dije por qué tú, te expliqué que si querías podías cogerme. Tú me
contaste tu rollo de las elecciones y el destino de cada uno. Pero no creo que
seamos tan diferentes.
—En eso también te equivocas. No creo que tu psicosis tenga ninguna
justificación. —Manuela se acercó a su oído susurrante—: Pero he venido a
que me cuentes tu historia.
—Tenía que haberte matado —dijo, apartando la cara de los labios de
Manuela con violencia.
—Sí, la verdad. Tendrías que haberlo hecho. —Manuela le aguantó un
instante la mirada, y dándose media vuelta, tomó asiento junto a Jess.
Irene observó a sus dos captoras, tranquilas frente a ella, e interpretó a uno
de sus cientos de personajes.
—Sabes que me encanta hablar. ¡Pregunta!
Manuela giró la cabeza hacia Jess, cediéndole la palabra.
—¿Por qué arsénico? —la interrogó Jess mientras abría su cuaderno.
—Prefiero llamarlo polvo de sucesión —paladeó morbosa la
pronunciación de las palabras—. Parece mentira que algo tan sencillo sea tan
difícil de detectar. Desde la Antigua Grecia hasta los Borgia… incluso ciertos
maestros actuales lo han usado sin ser descubiertos. —Parecía orgullosa de su
gesta—. Es rápido, limpio, desata unos síntomas comunes a cientos de
enfermedades y es muy difícil de descubrir si no sabes lo que buscas. En su
simplicidad está su belleza.
—¿Cómo elegíais a las víctimas? —continuó Jess, muy interesada en todo
su proceso mental.
—Ellas nos elegían a nosotras, inspectora. Como bien dice tu compañera,
la gente sigue sin creer que sus actos tienen consecuencias. Así es en la
naturaleza y así debería ser siempre. ¿Qué le pasa a un león cuando ocupa el
territorio de otro macho? Todos lo tienen claro: se miden, se demuestra quién
es el más fuerte, uno gana y la manada sigue al nuevo líder. Sencillo. Sin
interpretaciones, tonos de voz, presiones o malentendidos. La naturaleza en
estado puro.
—Entiendo que Echauri tenía información comprometida, pero hay otros
que no acabo de relacionar…
—La culpable por esos crímenes ya está detenida. Podéis preguntarle a
ella.
—¿Ahora vas a traicionar a tu Locusta amada? —cuestionó Manuela,
cruzando las piernas con confianza.
—Como dijo Darwin: no es el más fuerte o el más inteligente el que
sobrevive, es siempre el que mejor se adapta. Algunos lo tienen más fácil,
otros solo podemos seguir adelante. Evolución básica de las especies. Sé lo
que piensas, inspectora. Pero ¿y tú? —Miró a Jess con atención—. ¿Siempre
se puede elegir?
—No hemos venido aquí a hablar de mí, Irene —objetó Jess con firmeza.
—Perfecto. Entonces hablaré yo. Supongo que ya te has dado cuenta, pero
no soy muy buena oyente. —Volvió a colocarse erguida en el sillón—.
Cuando se reparten las cartas hay que evaluar. Si te dan una mano mala, toca
sobrevivir. Eso en Roma lo tenían muy claro, por eso me fascina. No había
familia ni amigos ni nadie inviolable. Solo existía el poder, y mi obra es un
fiel reflejo de ello. —Alzó la mirada hacia el techo, pensativa—. Hace
muchos años que tomé la determinación de que nadie volvería a hacerme
daño. Y lo he conseguido.
—Tu madre de acogida te maltrataba. —Jess seguía profundizando en su
paranoia—. Pero el sistema funcionó. A los doce años fuiste a otra familia.
—¡Y estoy muy agradecida! —exclamó con una sucesión de muecas
excesivas—. ¿No habéis hablado entre vosotras? Sí, tuve tres madres, y una
dio en la diana. ¡Viva el sistema! —Tras el alarde de gratitud, fijó sus pupilas
dilatadas en los ojos de Jess y bajó el tono—. La teoría es maravillosa, pero,
para futuros diagnósticos, loquera, no pienses que las atrocidades que uno
vive de pequeño se olvidan así. —Chasqueó los dedos varias veces—.
¿Verdad, Manuela? ¿Qué puedes aportar a esta conversación? ¿Tienes algo
que decir? Veo, en cualquier caso, que la comunicación no es vuestro fuerte,
chicas.
Jess se inquietó ante la mirada oscura y poco definida de su compañera,
ante sus músculos tensos y mandíbula apretada. Finalmente, Manuela sonrió,
hermética.
—No todos tenemos la familia soñada, es cierto —afirmó Jess sin perder
de vista a Manuela—, pero siempre se puede arreglar.
—¡Ay, cielo! ¿Eso pone en tus libros? —Irene volvió a exclamar con la
voz muy impostada y los ojos extremadamente abiertos—. Se nota,
inspectora, que tu compañera viene de una familia muy rubia y no ha vivido
nuestros añorados infiernos de juventud. Tú, por ejemplo, explícale: ¿has
perdonado a tu madre?
Jess seguía estudiando el rostro de Manuela, inmutable en la media
sonrisa. Sabía que la procesión, como siempre, iba por dentro.
—No he venido aquí a hablar de mi madre —proclamó Manuela con
rotundidad.
—Pero sigue protagonizando tus pesadillas treinta años después. Curioso.
—Araceli murió en un incendio. —Manuela mutó el rostro hacia la
inexpresividad—. Fíjate, alguien que lo merecía tan poco como tú acabó
obteniendo justicia divina.
—Si ahora vas a hablar de un Dios, creo que prefiero que acabes conmigo
ya. —Fingió apuñalarse a sí misma con las dos manos unidas.
—¿La consejera de justicia, defensora del fin siempre justifica los medios,
no va a valorar la suerte como elemento variable en la historia?
—Es irónico que metas a Dios en esto. Al César lo que es del César y a
Dios lo que es de Dios. Y ningún Dios ha tenido nunca nada que ver ni
contigo ni conmigo.
—Tuviste algo que ver, claro. —Manuela descruzó las piernas y apoyó los
codos en los muslos, inclinándose hacia delante.
—¡Claro! —exclamó orgullosa—. Creí que habrías unido más hilos estas
semanas. ¿Qué has estado haciendo? —Manuela estuvo a punto de saltar
sobre ella y gritarle: «¡Recuperarme de tus torturas, hija de la gran puta!»,
pero tan solo se removió inquieta en la silla—. Araceli se chamuscó como
una palomita… No sin antes haberla torturado con todas mis ganas, claro. Me
dejé la piel en esa tarea. —Irene se miró las uñas muy concentrada, como si
se le acabara de ocurrir que tenía que ir a hacerse la manicura.
—¿Y tu padre? —preguntó Jess con interés.
—Un daño colateral, pobre. No era un superviviente. Aguantó a esa
demente durante tres décadas mirando hacia otro lado y luego… —Irene hizo
un ruido despectivo—. No merece la pena ni mencionar a ese hombre.
—¿Tienes remordimientos? —Jess estaba encantada de poder hablar con
un sujeto con una patología asocial tan marcada, pero sentía que más allá de
la frivolidad absoluta sobre sus actos, era incapaz de entrar en su mente.
A Irene le molestó la pregunta de la psiquiatra. Miró a Manuela intentando
encontrar complicidad en ella, pero su rostro estoico se la negó. Se inclinó
hacia delante para acercarse a Jess.
—¿Cómo crees que duermen esos niños por las noches? —Su voz se tornó
lúgubre— ¿Soñando con ovejitas y nubes de algodón?
Jess sintió que estaba perdiendo la compostura y también se acercó a ella.
—Sé que no debe de ser fácil.
—¿Fácil, dice? —Evitó la mirada intensa de Jess; paseó los ojos por la
habitación hasta que se encontró con el verde de nuevo—. No, inspectora, ni
siquiera es difícil. Es imposible —pronunció cada sílaba con total lentitud y
la carga de pasión que parecía estar sintiendo—. Yo no soñaba con
unicornios y globos de colores. ¡Soñaba con la venganza! —En un alarido
desgarrado, Irene forcejeó intentando llegar hasta Jess—. Imaginaba su
muerte, lenta y cruel, la sangre, el previo, su dolor… Y solo así era capaz de
dormir día tras día.
Su mirada se mantuvo encendida unos instantes. Manuela observaba a
Jess, que centraba su atención completa en el sujeto de estudio. Su infancia
era el motor de todo el desorden posterior, pensó Jess, empatizando con ella
durante un segundo y dando sentido a todos sus comportamientos. Irene se
tranquilizó de repente y se relajó en el sillón.
—No os disgustéis, todos merecían morir: mis padres, los obstáculos, las
mujeres que parecen Araceli… Hasta mi amada Locusta merece morir —
anunció, convencida.
—¿También tu pajarillo? —se extrañó Manuela.
—Locusta es una esclava que traicionó a su Emperatriz, una asesina
despiadada. ¿Sabes cómo purgó la Locusta original sus pecados? Fue
sentenciada a morir violada por una jirafa. Sí, sí, como os lo cuento, y luego
dicen de la civilización y el derecho romano.
—¡Eres una puta enferma! —Manuela se levantó con violencia—. No
merece la pena seguir con esto. No me importa una mierda por qué has hecho
lo que has hecho. Ya te juzgará por ello el que le toque.
—Ciao, ciao, inspectora. —Irene la despidió lanzándole un beso con
ambas manos.
Manuela pasó ante Jess, que se resistía a levantarse y abandonar la
conversación, y se dirigió hacia la puerta.
—Por cierto, ¿cómo está tu madre, inspectora? —La voz cínica de Irene
detuvo a Manuela en seco.
Jess observó la espalda de su compañera, expectante.
—¿Al final la has perdonado? —Irene disfrutaba del epílogo.
Manuela se volvió y solo vio el rostro de Jess, que se esforzaba por
entender una situación que escapaba a su control.
—Vámonos —dijo Manuela, tranquila—. ¡Qué se pudra en la cárcel!
—Me dejas con la intriga. ¿Has ido a verla? Va a resultar que no somos
tan distintas.
Confundida, Jess cogió la mano que le tendía Manuela y se dirigieron
hacia la puerta.
—Tenía la secreta esperanza de que si al final la perdonabas, me acabarías
perdonando a mí. —Irene elevó el tono de lunática a medida que se alejaban
—. Al fin y al cabo, ella también intentó matarte.
—¿Cómo? —exclamó Jess. Se dio la vuelta.
—¡Ay, cielo! ¿No lo sabías? —Los ojos de Irene se movían muy rápido—.
Tu novia te oculta muchas cosas, ¿no? Ten cuidado, porque puede ser el
principio de un desorden mental, hoy en día puede prender la llama cualquier
detalle insignificante.
Irene volvió a contemplarse las uñas con una sonrisa vanidosa. Jess
alternaba, desconcertada, su mirada entre Manuela, aún de espaldas y
mirando al suelo, y la consejera, satisfecha en su utopía.
—¿Aún seguís aquí? —se interesó. Alzó de nuevo la cabeza—. Manuela,
cielo, te hacía ya dándote cabezazos ahí fuera. Sigamos, entonces, lo que te
cuesta hablar de tu madre y el daño que te hace.
Manuela intentó contener el ácido que le recorría todo el cuerpo. Soltó la
mano de Jess y se concentró en respirar, con el monólogo delirante de Irene
de fondo: «No le hagas caso. Está intentando que pierdas el control. Tres
vueltas de llave. Abre la cerradura. Sonido de trompetilla. Quince pasos. No
eres igual que ella».
—… en fin, tu verás. —Irene seguía intentando desestabilizarla—. Para
mí ya no mereces la pena. Eres un cordero más, encarcelada en tus
pensamientos, bloqueada por el dolor, cuando podrías ser libre.
Jess había dejado de escuchar, centrada en la cara de sufrimiento de
Manuela. Analizó cómo le temblaban las pestañas, se humedecía los labios
compulsivamente, los ojos se le empañaban. Como si las palabras de la
consejera hubieran activado un interruptor en el cuerpo de Jess, cuando
Manuela le soltó la mano, se dio media vuelta y se encaró con ella.
—¿Qué estás buscando, Paula? —le gritó, violenta—. ¿Una paliza?
¿Acabar esto con un tiro?
—¡Vaya! Esto no lo esperaba —expresó sincera y sorprendida.
—Sigues siendo esa niña asustada que Araceli controlaba, incapaz de
reinsertarte en la sociedad. Orgullosa de sus actos perversos, que no
benefician a nadie. ¿Sabes una cosa? No mereces la pena. Ni tú ni tu juego
enfermizo. ¿Quieres hablar? Encuentra un amigo en la cárcel. ¡Buenas
noches!
Con decisión, Jess se dio media vuelta y observó la sonrisa orgullosa de
Manuela, que volvió a tenderle la mano.
—¡Vámonos! —susurró, convencida—. Y no mires atrás, no merece la
pena. El juego y la manipulación son lo único que le queda.
Epílogo

Manuela contempló el limonero a su izquierda, desnudo en esa época del


año, y la hache roja en la puerta del palacete. Tragó saliva varias veces.
Aunque estaba convencida, era incapaz de dar un paso hacia los tres peldaños
de la puerta, que se abrió de repente, y Daniela salió con una mueca de
fastidio.
—Vamos, Manu, por Dios, que parece que estás subiendo el Everest.
—Estoy en ello —contestó, pensativa, intentando que su pierna derecha
subiera el primer escalón.
—Venga, está dormida, no se va a dar cuenta, para una primera
aproximación es suficiente.
Daniela le tendió la mano para que la cogiera y Manuela recordó a la
Daniela punki que hizo lo mismo en su delirio. Sonrió. Suspiró y se frotó la
cara con fuerza. Miró a su derecha y vio a Jess, comprensiva, a su lado. Le
cogió la mano y la entrelazó con la suya.
—¡Vamos! —se animó a sí misma.
—¿Estás segura? —preguntó Jess—. Podemos volver todos los días hasta
que entres.
—No, vamos a entrar a hoy. —Manuela apretó las mandíbulas y buscó la
complicidad de Daniela.
—Miedo me está dando cuando se rompan los diques ahí dentro, Jess —
bromeó su hermana—. Veinte años conteniendo, imagínate.
—Calla, coño —respondió con brusquedad, y volvió a mirar a Jess. El
verde de sus ojos era una de las únicas cosas del mundo que conseguía
relajarla—. Vamos a entrar hoy, Jess.
—Cuando tú quieras, cariño.
—No me sueltes. —Le apretó la mano con más fuerza.
—No lo haré.
—¡Vamos, Manu, coño!
Manuela dio el primer paso y subió el escalón. Quería perdonarla. Quería
cambiar. Quería dejar de guardar secretos. Quería que su puta tara
sentimental se desvaneciera y no acabar como la perturbada de la Emperatriz,
devorada por la venganza. Llegó hasta Daniela, que le cogió la cara con
devoción y la besó en la frente.
—Estoy muy orgullosa de ti, cachorro.

La vibración del teléfono la despertó, aunque tenía la sensación de llevar


durmiendo una semana. Jess balbuceó algo a su lado, se dio media vuelta y la
abrazó con fuerza. Manuela sonrió, disfrutándola. El teléfono seguía
vibrando. Lo buscó a ciegas en la mesilla. Tras tirar un marco de fotos, dio
con él.
—¿Sí? —contestó fastidiada. Bostezó.
—¿Te pillo mal? —Vaamonde acabó por despertarla.
—Me pillas dormida, Paco.
—Es martes y son las once, es demasiado hasta para ti.
—Estoy de vacaciones, capullo.
—Lo sé.
—¿Qué quieres? —Emadin, el labrador de Jess, se desperezó en la cama
y, compartiendo hartazgo con Manuela, se bajó a su cuna en el suelo a seguir
durmiendo.
—Nada, saber cómo estabas.
—Por favor, Vaamonde, que nos conocemos. —Manuela siguió el
ejemplo del perro y, con pesadez, se incorporó hasta sentarse en la cama. Jess
se acomodó, dormida, sobre sus piernas—. Llamadas de cortesía las justas.
¿Qué quieres?
—Con tu secuestro y la recuperación no tuve tiempo de ponerte al día. —
Tosió con nerviosismo—. Sigo atento a las pruebas robadas y…
—¿Y qué? —preguntó Manuela con creciente interés.
—Además de armas y dinero en efectivo, descubrí que también faltaba
droga incautada.
—Sí, ya me lo dijiste, que tenemos un ladronzuelo en la unidad.
—Bueno…
—Vaamonde, me estás poniendo nerviosa y no quiero que me jodas el día.
Por favor, arranca con todo.
—Han robado explosivos, Manuela.
—¿Cuántos?
—Varios kilos de goma, como para reventar un edificio.
—¡Puf! —Se frotó las legañas, pensativa—. Pues definitivamente no tenía
que ver con la perturbada del veneno, ni con Echauri ni con nada del caso.
—Tenemos un problema.
—Lo sé. —Manuela acarició el pelo de Jess sobre sus muslos—. E
importante, pero tendrá que esperar a mi vuelta.
—Estaré encima. ¡Disfruta de las vacaciones y vete pensando en tu nuevo
compañero!
—Prefieres que no haga eso, Paco, créeme. Feliz Navidad.
Manuela colgó el teléfono. Borró las palabras de Vaamonde de su mente y
contempló, enamorada, el pelo de Jess.
—¿Qué quería Vaamonde? —murmuró Jess con los ojos cerrados.
—Molestar —contestó Manuela, acurrucándose junto a su novia.
—¿Dónde vamos a vivir, Manu?
Manuela besar la cara de Jess, concentrada en sus ojos.
—Sé que no te parece importante, pero hay que pensarlo.
—Ahora no.
Manuela se introdujo entre las sábanas para acariciar el cuerpo de Jess,
que sonrió y se desperezó.

—¿Quién quiere champán? —preguntó Arturo tras lanzar el corcho


demasiado cerca de la lámpara, sobre los sofás.
—Yo quiero. —Jess acercó la copa.
—Y yo. —Reyes golpeó ligeramente la suya.
—¿Daniela? —Arturo hacía de sumiller.
—Por qué no…
—¿Manu?
—Yo no. Es un poco pronto. Sigo con cerveza. —Manuela apuró su
botellín de un trago.
—¿Jess no te deja beber, cachorro? —Reyes acabó la copa de un trago y
su marido la rellenó.
—Quiero llegar sobria por lo menos a la cena, para variar. Cristina llevará
días preparando esto. —Manuela besó a Jess en los labios.
—Ya te echo de menos, mi amor. —Reyes, en tono de burla, brindó con
su marido y también lo besó con cariño.
—¡Cada año, más envidiosa eres! —Manuela se levantó y, con los ocho
centímetros de tacón de aguja, se mostró imponente.
—Cada año lo que hay es más gente —contestó Reyes, divertida—. ¡Me
encanta! ¿Te quedas aquí, Dani?
—No. Mi madre se vuelve a Canadá y yo a casa. Voy a esperar a que
pasen las fiestas y abandono a la parejita. Aunque voy a intentar venir más.
—Daniela le guiñó el ojo a su hermana.
—Sí, te vamos a echar de menos. —Jess le cogió la mano con cariño.
—Podéis venir vosotras también.
—Eso dalo por hecho.
—¿Y nosotros? —preguntó Arturo, interesado.
—Estáis todos invitados, pero luego nunca os animáis a cruzar el globo.
Manuela observó a Daniela cogiendo una peladilla de la mesa, repleta de
turrones, velas y adornos navideños, y se sintió bien. Se había reconciliado
con su pasado y estaba encantada de volver a compartir tiempo con su
hermana. Tras su secuestro, habían hablado, reído, llorado… y compartido
sentimientos de aquella funesta noche que nunca habían sido capaces de
expresar. La había echado de menos. Javier, enfundado en un traje que le
quedaba algo grande, bajó enfadado por las escaleras.
—¿Qué pasa, enano? —Manuela lo golpeó suavemente en la cabeza.
—Mamá dice que tengo que bajar a estar con vosotros, pero no me
apetece. Prefiero estar en mi cuarto con mis cosas.
—Ya, hombre, pero es Nochevieja, tendrás que cenar.
—Isabel ni siquiera ha llegado —contestó, cada vez más enfadado—,
Helena está sin vestir, mamá está histérica…
Manuela contempló al preadolescente, intrigada.
—Arturo, habla con Javi, anda, que tiene problemas de hombres —
concluyó sin saber muy bien cómo solucionarlo.
Sonó el timbre de la puerta y Cristina y Raúl vocearon al unísono.
—¡Abrid! —gruñó Raúl mientras subía las escaleras del sótano.
—¡Ya bajamos! —gritó Cristina desde la planta de las habitaciones.
Manuela abrió e Isabel, radiante, con un vestido de noche de terciopelo
verde, se abalanzó sobre ella.
—¡Feliz año, cachorro! —celebró, plantándole un beso en los labios.
—Tarde otra vez —respondió Manuela señalando el reloj—. Desde que
vienes con paquete no llegas ni una vez antes que yo.
—Calla. Ni puto caso —dijo. Miró a Soler, un par de metros tras ella—.
Lleva toda la semana durmiendo aquí, si no, a santo de qué iba a estar esta
maquillada como una puerta a esta hora. ¡Pasa, hijo! No te quedes ahí, que no
muerden.
Isabel entró como un torbellino e hizo una pequeña parada en el salón.
—¡Hola a todos! —Lanzó besos con las manos y se encontró con Raúl,
que subía cargado de bebidas del sótano. Le cogió las dos botellas de vino
que llevaba en la mano derecha y le plantó un beso en la mejilla—. Hola,
amigo. ¿Dónde está tu mujer?
—Arriba, vistiendo a la niña.
Isabel dejó el vino sobre la encimera de la cocina mientras Raúl colocaba
el resto en la nevera, y deshizo el camino hacia las escaleras.
—No bajes, Cris. Que necesito que me prestes unos zapatos —gritó
encarando el primer escalón.
—Qué raro que vengas pidiendo —susurró Manuela aún en la puerta.
—Calla, arpía, que no me he dado cuenta de que estos me hacían daño. —
Isabel despareció escaleras arriba.
—Tú, ¿qué? —Manuela examinó a Soler sujetando aún la puerta de la
calle—. ¿Piensas entrar, o nos quedamos aquí toda la noche?
Soler, impecable, con una camisa negra sin cuello, la barba afeitada y el
flequillo dándole un toque de galán de telenovelas, dio el paso que le faltaba
y entró en casa de Cristina.
—¿No me digas que te da vergüenza, soldadito? —murmuró Manuela
mientras lo besaba.
—No quiero cagarla, la verdad —contestó con timidez.
—No te preocupes, hay mucho nivel en esta fiesta como para destacar. —
Manuela cerró la puerta y se volvió en dirección a la cocina—. Nunca pensé
que acabaría celebrando contigo la Nochevieja, Capitán Trueno.
—¿Hoy de qué vas disfrazada? ¿De Nancy de gala? —El intercambio de
piropos le hacía ganar confianza.
Manuela miró su camiseta lencera de satén negro y sonrió.
—¡Manu! —Raúl llamó su atención desde la nevera, moviendo sugerente
un botellín—. ¿Quieres una?
—Tráete dos, tenemos que probar al nuevo. A ver qué ritmo lleva.
—Tampoco abuséis. —Jess le echó un capote al capitán—. Que lleváis
una semanita…
—Ya sabía yo que lo de la abstinencia, cachorro, tenía trasfondo —
interrumpió Reyes, haciéndose la enterada.
Raúl llegó con los tres botellines a la vez que Isabel y Helena bajaban las
escaleras.
—¡Miradme todos! —Con su vestido de estreno repleto de lentejuelas,
Helena dio varias vueltas por el descansillo—. ¡Estoy espectacular! —Chocó
la mano con Isabel a su lado.
—Estás… No sé ni que decir, pollito. —Manuela la cogió en brazos—.
Ten cuidado, que Isabel a la que te descuides se lleva el vestido para casa.
Isabel puso la mano en la cara de Manuela y la golpeó, simpática.
—Payasa. Que eres una payasa. Díselo a la tía, Helena.
La niña se echó a reír e Isabel se dirigió a los sofás.
—¿Qué bebemos?
—Hay de todo. ¿Qué quieres? —preguntó Raúl.
Cristina bajó, histérica, como bien había anticipado Javi, con los ojos fuera
de las órbitas. Manuela la detuvo por la cintura.
—¡Eh! Tranquila.
—No me da tiempo. Llevo dos horas con los niños, peores que una plaga
son.
—Sí te da tiempo. Siéntate ahora mismo y luego vemos.
—Espera que enciendo el horno y te prometo que me siento. —Cristina se
deshizo de Manuela y siguió hacia la cocina.
—¿Tú quién eres? —preguntó Helena, que llevaba un rato observando a
Soler, que parecía una estatua, aún junto a la puerta.
—Es el novio de la tía Isa. —Manuela cruzó su mirada con Isabel que,
pizpireta, había tomado asiento junto a Jess e intercambiaba confidencias con
ella sin perder de vista a Manuela—. Se llama… Su nombre es… ¿Cómo te
llamas, Capitán Trueno?
—¿No sabes cómo se llama? —Helena volvió a reírse, protegida en los
brazos de Manuela.
—Jaime —respondió el capitán—, aunque puedes llamarme Soler. ¿Tú?
—Yo me llamo Helena, con hache. Aunque puedes llamarme pollo si
quieres.
—¿Qué dices? —exclamó Manuela, escandalizada—. Tú eres mi pollo, no
el de todo el mundo.
—A Jess la dejamos… —respondió la niña, confundida.
—Pero vas a comparar ahora a la tía Jess con este señor de flequillo que
no conocemos de nada. —Manuela se volvió buscando a Raúl—. ¡Oye, Rulo!
A esta niña hay que explicarle unos básicos.
—¡Déjame! —contestó Raúl, apoyado en el reposabrazos del sofá
mientras admiraba las fotos del nuevo coche de Arturo con su hijo.
—¿Quieres jugar conmigo al Quién es quién? —preguntó directa Helena a
Soler.
—¡Claro!
—Bájame, que está allí.
Manuela bajó a la niña al suelo y Helena lo cogió de la mano.
—¡Hala, a jugar con la niña! Helena, Soler va a jugar muy bien porque es
detective.
—¡Hala! —Tiró de su mano, ilusionada, hacia la mesa de la cocina—.
¡Vamos, corre!
—¿Y tú? —murmuró Soler.
—Es un juego de dos, capitán, te va a encantar.
—¿Solos? ¿Y de qué hablo con ella?
—Es una niña, no una asesina psicópata. Creo que sobrevivirás quince
minutos.
—¡Venga, Jaime! ¡Vamos! —Helena seguía tirando de su muñeca.
—Voy, cielo —respondió, incómodo.
Manuela volvió a cruzar la mirada con Isabel, que no los perdía de vista.
—Una cosita más, que no he tenido oportunidad de decirte hasta hoy,
Capitán Trueno. —Manuela se acercó mucho a él. Los dos miraron a la
psicóloga—. Si le haces daño, te mató. Literal.
Sonrió a su amiga y lo empujó hacia el office. Después, siguió hacia la
cocina, donde Cristina trabajaba frenética entre el lavavajillas y el horno.
—El año que viene pedimos un catering y a tomar por culo —dijo
Manuela, enfadada.
—No, si no me importa. En dos minutos estoy.
—Ya, Cris, pero es que al final no disfrutas. —Se apoyó en la barra—.
¿Quieres que te ayude?
—Son dos minutos, de verdad. Dame un poco de palique y vamos al salón.
—Palique significa que quieres hablar de algo a solas.
Cristina se detuvo en seco y, con ambas manos, rodeó la cara de Manuela.
—No —dijo sonriendo—. ¿Tú? ¿Algo que contar?
—No, no. No empieces a preocuparte. Todo bien.
—¿Cómo va la mudanza? —Retomó su frenética actividad de
manipulación de platos.
—No va —contestó Manuela con serenidad—. Aún no hemos decidido
dónde vivir.
—¿No queríais buscar algo? —Cristina colocaba con pulso de cirujana un
huevo de codorniz trufado sobre cada volován de hojaldre.
—Yo no. Dejar el piso de Jess está claro porque es un cuchitril, pero yo
creo que en cuanto se vaya Dani cabremos de sobra en mi ático. Me costó
mucho encontrarlo y me gusta.
—Sí, cariño. Pero igual Jess prefiere encontrar algo que sea de las dos.
—Puede pagar si quiere, pero sabes cómo está Madrid. Lo que te piden
por una mierda de sótano sin ventanas.
Cristina introdujo los hojaldres en el horno, se quitó el delantal, se bebió
de un trago medio botellín de Manuela y la contempló, pensativa.
—Todo esto lo has hablado con ella, ¿verdad? ¿No te has quedado en
silencio mientras ella hablaba ni ninguna otra cosa de esas tan tuyas?
Manuela sonrió cogiendo las manos de Cristina entre las suyas y
besándolas con pasión.
—Sí, Cris. Lo hemos hablado y estamos pensándolo juntas. No te
preocupes.
—Al final me voy a tener que alegrar de que la perturbada esa te
secuestrara. Nos hizo un favor.
—Oye, ¿venís o qué? —voceó Reyes, ya algo achispada, desde el salón.
—¡Vamos! —contestó Manuela, haciéndole burla.
—Libera a Soler, Manu, por favor —añadió Isabel. Lo miraba, sentado en
el taburete de niños con Helena.
—¡Todos al salón, polluelo, que vamos a brindar! —gritó Manuela
mientras, abrazada a Cristina, se dirigían a los sofás.
Helena abandonó al capitán, salió corriendo y se sentó sobre Jess.
—Ya era hora de que acabaras, Cris —dijo Jess. Le tendió una copa de
champán.
—Brindamos y nos vamos sentando, que luego se nos hace tarde para las
uvas.
—¡Venga ya, Cris! —le increpó Reyes lanzándole una peladilla—. Pues
damos las campanadas con una cacerola.
—O a palmas, ni que eso importara —aseveró Isabel.
—Soler, pásame tu copa que vamos a brindar —pidió Raúl.
Manuela dio un paso atrás y observó la postal. Como siempre, cerraba el
año junto a su familia. Jess había propuesto ir a Mallorca, pero la Nochevieja
en familia era sagrada. Jess lo comprendió y lo prefirió. Fueron en
Nochebuena de buen grado. Manuela comenzaba a disfrutar de hablar las
cosas sin tener que guardarse nada.
—¡Venga, por nosotros! —brindó Arturo con energía.
Manuela alzó el botellín y pensó en el último brindis todos juntos en el
cumpleaños de Cristina. Aquella noche, solo tres meses antes, había
empezado la investigación de Echauri, que había precipitado todo lo demás:
los asesinatos en serie, la trama corrupta de Arteaga, su secuestro… Siempre
daba gracias el día treinta y uno por tener a los suyos y poder contarlo, pero
aquel año era aún más especial. Con Cristina aún alrededor de su brazo
izquierdo, apretó un poco más la presión. Su amiga se dejó querer, y la besó
con devoción en la mejilla.
—¡Que se está poniendo tierna! —berreó Reyes.
—¡Por Dios! —Isabel se sumó a la fiesta—. Si es que ha salido blandita
del secuestro, con lo que ella ha sido…
—¡Un brindis por Manu, que se ha pasado este año! —propuso Raúl.
Arturo rellenó todas las copas.
—¡Por Manu!
Todos brindaron y Jess buscó los enormes ojos de Manuela, emocionada.
—¡Qué hable! —Isabel comenzó a aplaudir.
—Sí, sí, ¡que hable! —Daniela se vino arriba.
—¡Que hable, que hable! —Helena, saltando sobre el sofá, se puso a
cantar.
—Habla, pequeña —murmuró Cristina a su lado.
—Dadme una de esas, anda. —Arturo le llenó una copa de champán vacía
y Manuela carraspeó varias veces—: Bueno, al contrario que a Cris, me
encantan estas cosas. Pero este año no sé muy bien qué decir. Ha sido un
poco frenético, la verdad. He tenido tiempo para pensar y, por eso, solo
quiero daros las gracias por estar siempre a mi lado, aunque no pare de
cagarla. —Manuela miró a Jess embelesada—. Por preocuparos por mí, a
veces hasta con motivo. —Achuchó a Cristina, que tuvo que reprimir la
emoción—. Por hacer que me preocupe. —Le regaló una caída de ojos a
Isabel—. Por aguantar mis delirios. —Raúl asintió—. Y, sobre todo, por
hacerme sentir en casa. —Intercambió la mirada de Daniela a Reyes—. Os
quiero mucho.
—¡Yo también te quiero, tía Ma! —Helena saltó de los brazos de Jess a
los de Manuela.
—¡Por nosotros, familia!
Manuela elevó la copa en el aire y se la bebió de un trago. Todos
repitieron el movimiento como un ritual. Jess se abalanzó sobre ella, la rodeó
por el cuello y la besó apasionadamente en los labios.
FIN
Agradecimientos

Escribir "La Puja del Nueve" fue un viaje maravilloso. Cuando me senté a
escribir esta novela, mientras me reencontraba con los personajes, diseñaba
las tramas y me absorbía la historia, fui recibiendo vuestro feedback del
primer capítulo de esta serie, haciendo que lo disfrutara aún más.
Por eso, quiero agradecer a todos lo que habéis leído la novela y os ha
gustado, regalándome comentarios increíbles me han hecho que me esfuerce
en subir un poco el listón. También a los que habéis hecho crítica
constructiva, que de ellos también se aprende. ¡Gracias, gracias, gracias!
Además de a vosotros, sin quienes escribir no tendría mucho sentido,
tengo que agradecer el apoyo de mi "editora". La primera en leer mis locuras
y la que consigue que la historia baje a la tierra y no se convierta en ciencia
ficción. Gracias por aguantarme, relajarme, e intentar que la poca paciencia
de Manuela no sea contagiosa y entienda que las cosas tienen sus procesos.
"Pequeña", ni qué decir sé. Pero como me conoces más que yo a mí
misma, creo que será mejor que no diga nada. Gracias por tener siempre un
comentario audaz, sarcástico y acertado.
Belén y David, mis beta readers favoritos, muchas gracias por
acompañarme y hacerme creer que la novela merezca ser publicada.
Por último, gracias a Isabel, que consigue poner en imágenes mis ideas
más descabelladas y a Maribel, que con su pluma ha conseguido que no me
pierda en los detalles y me centre en lo verdaderamente importante. Gracias a
las dos porque esta novela también es vuestra.
Sobre la autora

Bajo el pseudónimo de Julia Briz (Madrid, 1983), se esconde una escritora


madrileña. Productora de televisión de profesión, sus páginas están
impregnadas de narrativa audiovisual, evocándonos imágenes de una serie
mientras profundizas en la lectura.
Tras el éxito de La Puja del Nueve, primer volumen de la serie, Julia nos
trae Belladona, recuperando a los personajes en una investigación trepidante,
donde nada es lo que parece.
Si quieres estar informado de siguientes publicaciones, novedades, o
compartir tus comentarios sobre la novela, puedes hacerlo en
https://juliabriz.wixsite.com/writer
Si aún no has leído La Puja del Nueve, primer volumen de la serie, puedes
hacerlo en Amazon.com
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Epílogo
Agradecimientos
Sobre la autora

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