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ISBN: 9798775218690
Primera edición: diciembre 2021
Independently published
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Índice de contenido
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Epílogo
Agradecimientos
Sobre la autora
«La curiosa paradoja es que cuando me acepto
tal como soy, entonces puedo cambiar».
Carl Rogers
1
—¡Por Cristina!
El tintineo de siete copas de champán destacó sobre la música, ya
atronadora, del restaurante. La sala, que apenas un par de horas antes parecía
un restaurante tradicional, se había transformado en una discoteca al sonar las
doce, como muchos locales de moda de la capital, y a esa hora las copas y los
cócteles ganaban ya a los rezagados que seguían apurando el postre.
—¡Felicidades, mi amor! —Raúl se bebió de un trago su copa y besó con
ternura a su mujer en los labios.
—Por muchos más —le susurró Manuela al oído mientras la rodeaba con
el brazo.
—¡Que hable, que hable! —Reyes elevó el tono por encima de las
felicitaciones, golpeando su copa con una cuchara.
—No hace falta… —Cristina se sonrojó.
—¡Sí, que hable! ¡No todos los días se cumplen cuarenta y cinco! —
Animó Isabel frente a ella.
—Chicas, de verdad…
—¡Vamos, rubia, no te resistas! —Manuela le guiñó el ojo, cómplice.
Todo el grupo comenzó a golpear la mesa con las manos.
—Vale, vale… —suspiró, dándose por vencida—. Ya sabéis que no me
gustan estos momentos. Muchas gracias a todos por compartir este día
conmigo. Estoy encantada de teneros aquí y no desearía estar en ningún otro
sitio. —Cristina rellenó su copa y la levantó de nuevo—. ¡Por nosotros!
—¡Por nosotros! —Los siete volvieron a brindar.
Sentada frente a su ordenador con las piernas cruzadas sobre la silla, como
si fuera un buda meditando, la inspectora Jess Mars redactaba un informe
para cerrar el expediente de su último caso. Como hacía siempre para
concentrarse, de forma involuntaria, mordisqueaba el palo de plástico para
remover el café de la máquina.
Se había despertado pronto esa mañana, quería cerrar toda la burocracia
pendiente aprovechando la quietud de la comisaría. Absorta en su trabajo, no
se dio cuenta de que sus compañeros iban ocupando sus mesas. El inspector
David García la rescató de su ensimismamiento.
—Buenos días, Jess. Has madrugado.
—Buenos días —respondió, amable—. Sí, tenía que avanzar. Tengo
papeleo para un mes por lo menos.
—Es lo que tiene tener una compañera hiperactiva —comentó,
despreocupado, y se alejó hacia su sitio.
Jess amagó una sonrisa pensando en su compañera, mientras buscaba algo
con lo que recogerse el pelo, aún mojado por la lluvia. Abrió el cajón y
encontró un sobre misterioso con su nombre: «Inspectora Mars». Extrañada,
miró a su alrededor y lo abrió con curiosidad. Además de un puñado de
palitos de plástico para remover el café, encontró una nota: «Buenos días,
inspectora. A falta de otras opciones, espero que al menos estos palitos
puedan disfrutar hoy de tus labios».
Visualizó a Manuela preparando y escondiendo el sobre y fue incapaz de
contener una sonrisa nerviosa. Como cada vez que la veía, la miraba o la
sentía, advirtió el vacío en el estómago, el calor en las mejillas y el placer de
transportarse a otra dimensión, flotando en una nube. Se sonrojó, y tuvo que
taparse la cara con ambas manos y ocultar el mentón bajo el cuello vuelto de
su jersey.
—Buenos días, Jessy. —El subinspector Rojo, siguiendo la tradición,
intentó romper el momento.
Escondida tras sus manos, aún ruborizada y recreándose en todas las
sensaciones que Manuela conseguía hacer aflorar en su cuerpo, le molestó
tener que abandonar su maravilloso torbellino de emociones para hablar con
él.
—Buenos días, subinspector —contestó sin disimular su malestar.
—Le alegra a uno el día verte nada más llegar a trabajar.
—Me alegro. —Continuó mirando su pantalla del ordenador, abstraída en
sus propios pensamientos.
—¿Estás bien, Jessy? Te noto ausente.
—Mmm… —Lo miró, impotente, asumiendo que tenía que abandonar
todos los pensamientos maravillosos que le estaba proponiendo la nota—.
Una cosa —dijo al fin, muy seria—, no me gusta que me llamen Jessy.
—¡Vaya! —Se detuvo, extrañado—. Lo siento. Cada vez te pareces más a
ella. —Dolido, se alejó hacia su sitio—. Te está robando la alegría.
Jess volvió sobre su nota secreta, recuperando la sonrisa de adolescente
que en los últimos meses era incapaz de camuflar. «Si tú supieras todo lo que
me roba…», pensó, adentrándose de nuevo en su mundo imaginario de
placeres.
En la lejanía, procedente del ascensor y amortiguado por la lluvia, creyó
reconocer el inconfundible sonido de un taconeo enérgico. Antes de que se
diera cuenta, la inspectora jefa Manuela López irrumpió en la oficina como
un vendaval.
Vigorosa, con una seguridad insultante, muy erguida y cabeza alta, encaró
el pasillo con su habitual actitud de superioridad, levitando sobre el resto de
los mortales. Se detuvo un segundo en la puerta abierta del despacho de su
amiga Isabel Atienza, psicóloga de la unidad. La pelirroja le hizo un gesto
cariñoso desde su sitio que relajó su expresión. Manuela devolvió el saludo
con una minúscula inclinación de cabeza.
—¿Todo bien? —preguntó la inspectora en un murmullo.
—Todo bien, pesada… —La psicóloga silabeó con exageración la última
palabra.
Jess observaba el momento, transportándose a su primer día en la
comisaría. Solo habían pasado seis intensos meses, pero su vida había dado
un giro de trescientos sesenta grados: cambió de ciudad y, sin apenas tiempo
para adaptarse a su nueva situación, se encontró investigando un caso de
torturas y asesinatos a la carta, con tantas ramificaciones que tuvo que
intervenir la Interpol y que, a la espera de juicio, aún no habían cerrado por
completo. Personalmente, la evolución había sido aún mayor, al dejar atrás su
caótica vida sentimental para enamorarse de su compañera.
Recordó la primera vez que vio a la inspectora López; había entrado en la
comisaría como un huracán, arrogante e inaccesible, repitiendo la liturgia de
esa mañana. Rememoró sus sensaciones contradictorias cuando le
confirmaron que sería su compañera: inquietud, emoción, miedo,
nerviosismo. Las diferentes fases por las que había pasado mientras «la
inspectora López» se convertía en Manuela: indiferencia, desprecio, deseo,
necesidad de conocerla y, por su puesto, placer. No pudo evitar exagerar la ya
sempiterna sonrisa de su rostro al acordarse de su primer beso, fogoso y
delicado a la vez, sobre la mesa de juntas de la comisaría. Acarició de nuevo
su sobre, evocando el último trimestre, y comenzó a mordisquear traviesa uno
de los palitos mientras la observaba.
Manuela endureció la expresión y siguió su camino. Cuando pasó junto a
Jess, que la devoraba en silencio, se detuvo un instante, apenas perceptible, y
llevó la mirada hasta el palito entre sus labios.
—Cinco minutos de tortura y te pongo al día. —Señaló hacia su despacho.
Retomó el paso y le guiñó el ojo con sutileza. Jess notó una convulsión
cuando las mariposas de su estómago enloquecieron. Antes de llegar a la
puerta del despacho, el subinspector Rojo interceptó a Manuela.
—Inspectora López, ¿tiene un minuto?
—Tengo prisa. ¿Qué quieres? —respondió sin apenas reparar en él.
—¿Le han dicho que hemos vuelto a tomar huellas del arma? Parece que
hemos encontrado una parcial…
Manuela, más pendiente de su móvil que del subinspector, se apartó con
menosprecio, reflexionando sobre lo extraño que era aquel hombrecillo
siniestro. Alto, desgarbado, medio calvo, con la mirada perversa y
protagonista de todas las conspiraciones de la comisaría, le generaba
desconfianza. No sabía muy bien por qué, pero le recordaba a Gargamel, el
villano de los pitufos. Se dio cuenta de que seguía describiendo su trabajo de
la última semana y lo detuvo en seco.
—Vamos a ver, Rojo, a ver si consigo que lo entiendas usando solo el
castellano. Te lo he dicho quinientas veces —vocalizó despacio, templando
su tono de voz—: no me interesa que me narres tus gestiones, no reparto
chucherías, ni puntos, ni positivos. Así que ponte a trabajar y deja las intrigas
palaciegas de una puta vez.
Sin esperar respuesta, abrió la puerta de su despacho y desapareció.
Manuela esperaba impaciente a que el comisario Antares terminara de
hablar. Enumeraba casos antiguos sin ningún criterio aparente. Su cadencia
de voz, uniforme y pausada, invitaba a desconectar de la conversación. No
estaba muy segura de dónde quería llegar. Perdida en sus propios
pensamientos, buscó la complicidad en los ojos del inspector Vaamonde, que
fingía atender a las palabras de su jefe.
Antares parlamentaba, con el traje mal planchado y el pelo alborotado,
paseándose entre las dos mesas, en esa frontera invisible que dividía la
estancia en dos mitades contradictorias. A un lado, Manuela y su caos:
expedientes, pruebas y fotografías cubrían por completo la superficie de su
escritorio. Frente a ella, la escrupulosidad de Vaamonde, aseado, ordenado y
perfeccionista. El comisario se sentó entre ambos y siguió con su monólogo.
Manuela buscó, sin éxito, algún resto de café en los vasos desperdigados
sobre su mesa.
—¡Antares! —interrumpió de pronto, falta de cafeína en sangre,
retorciendo con fuerza el capuchón del rotulador que tenía en la mano—.
¿Podemos centrarnos? No tengo todo el día. —Vaamonde disimuló una
sonrisa al observar al comisario, que parecía haberse quedado enganchado
entre dos ideas—. Concluya… —insistió Manuela.
—Sí. Hay mucha gente importante implicada. Quieren respuestas rápidas.
¿Cómo está el caso, López? —preguntó al fin, con la mirada fija sobre ella.
—¡No hay caso! —respondió con voz áspera—. Ya se lo he dicho. Es una
pérdida de tiempo.
—Ha fallecido un compañero, y hasta que se esclarezcan los hechos y yo
lo diga, hay caso. —Intentó elevar el tono para reforzar su argumento—. Y es
un caso prioritario en esta unidad.
—¡Ja! —Manuela colocó los pies sobre la mesa y se relajó en su silla—.
Desde luego no era compañero mío. Era un político, como usted. No hay
ninguna prueba que indique que la muerte no se produjera de manera natural.
Los soldaditos de la UCO están en ello y no están muy contentos con que
andemos husmeando en sus cosas. El señor murió en su cama. Sin autopsia.
Lo enterraron. Unos días después encontraron su coche en una pista forestal y
los políticos se pusieron muy nerviosos. ¡Muy bien! No hay nada de nada.
Caso cerrado.
—El excomisario Echauri prestó cuarenta años de servicio al cuerpo y ha
muerto en extrañas circunstancias, es una prioridad para la dirección y vamos
a investigar por qué. —Antares se encaró con Manuela—. ¿Está claro?
—¿Por qué es una prioridad para la dirección o por qué ha muerto? No me
queda claro, comisario… —Manuela creció varios centímetros en su silla
mientras le aguantaba la mirada.
—Os quiero a los dos en esto. —Antares evitó responder a las
provocaciones, volviéndose de nuevo hacia la puerta—. Es una operación
conjunta con la Guardia Civil y espero colaboración.
—¡Vamos, más recursos, que andamos sobrados!
—Hay una reunión de alto nivel en la Secretaría de Estado pasado
mañana. Os quiero allí a los dos. Os pido cooperación máxima y no quiero
problemas. —Miró de soslayo a Manuela—. ¿Está claro, López?
—Clarísimo —vocalizó en exceso para zanjar el tema.
Manuela era una enamorada de observar a los detenidos a través del cristal
opaco de la sala de interrogatorios antes de tomarles declaración. Le gustaba
observar su comportamiento mientras estaban solos y creían que nadie los
veía. No era una ciencia exacta, pero le permitía hacerse una primera idea de
cómo sería la conversación posterior. La ayudaba a poner sus ideas en orden.
—Guillermo Longo. —Leyendo el expediente, Jess hizo un resumen del
sujeto—: Cuarenta y dos años, cardiólogo en el mismo hospital que la
víctima. Salía con ella desde hace un par de años. ¿Cómo lo ves?
Jess se situó a su altura y también lo estudió a través del cristal. Manuela,
con las manos en los bolsillos, siguió analizando a Guillermo, que, sentado
con una pierna sobre la otra, apenas se había movido.
—Está tranquilo. No se ha movido desde que lo han traído. ¿Comprobaste
la coartada?
—Sí, y tenemos novedades. —Manuela se volvió hacia Jess con
curiosidad—. Estuvo en el congreso y participó en una ponencia y varias
mesas redondas. Voló el 25 de septiembre, pero adelantó el regreso al 29.
Con el cambio horario, llegó a Madrid a mediodía.
—En teoría tuvo tiempo de matarla… —reflexionó Manuela en alto
contando las jornadas en su cabeza.
—Es improbable, pero posible. —Jess releyó sus notas—. Los padres de
Sandra denunciaron su desaparición el 25, pero nadie sabía nada de ella desde
el día anterior. Su cuerpo fue encontrado el 1 de octubre, así que el doctor
habría tenido un día por delante y otro por detrás sin coartada.
—Muy rocambolesco. ¿Quién la cuidó esos cinco días? ¿Cuándo la
torturó? —Manuela seguía analizando a Guillermo. No le parecía un
psicópata.
—¿Qué hacemos con la información?
—Nos la guardamos, de inicio, a ver cómo respira. ¿Te parece?
—Completamente de acuerdo. Vamos, anda. —Jess ya se giraba cuando
Manuela la sujetó por el antebrazo—. ¿Qué pasa?
—No aguanto más —contestó Manuela, muy seria.
—¿El qué? ¿Qué te pasa? —preguntó Jess, alarmada.
Manuela presionó la puerta para que no se abriera, encarcelando a Jess
entre su cuerpo y la salida.
—Tengo que besarte —susurró, humedeciéndose los labios.
—¿Aquí? —Jess sintió un escalofrío y se sonrojó de repente.
—Aquí y ahora. No aguanto más, inspectora Mars.
El corazón de Jess se aceleró. Manuela, aún con la mano presionando la
puerta, la miraba como su posesión más preciada. Se soltó la coleta y, sin
darle tiempo para oponerse, sus labios la acariciaron con ternura un solo
segundo. Sonrió, seductora, miró a ambos lados, apartó la mano de la puerta
y se rehízo la coleta.
—¡Vamos! Que el chico lleva ya un rato esperando.
El viento hacía crujir el Range Rover gris aparcado en doble fila. Dentro
de él, Manuela, enfundada en una gabardina negra y brillante, dejaba que sus
neuronas azotaran sus pensamientos con la misma fuerza. A pesar de las
revelaciones de Patricia Arteaga, su instinto no encontraba motivos para
seguir dedicando tiempo al «no caso» del excomisario Echauri. Entendía el
nerviosismo de los altos cargos, mucha gente podía perder mucho si los
papeles salían a la luz, pero no entendía que se siguieran dedicando esfuerzos
a tratarlo como una investigación criminal. No, la política no le había
interesado nunca.
El cadáver de Sandra Jiménez, sin embargo, sí había conseguido llamar su
atención. Laceraciones en brazos y piernas, ausencia de abusos sexuales, una
semana en paradero desconocido y muerte por sobredosis. ¿Qué había
pasado? ¿Dónde estuvo? ¿Quién se tomó tanto tiempo con la víctima para
luego dejarla en unos contenedores?
La presencia de Jess en el portal reseteó cualquier necesidad de pensar en
el trabajo. La observó anhelante, y sus terminaciones nerviosas sacudieron su
cuerpo. Sonriendo, con la imaginación desbordada, le dio las luces largas.
Jess se dirigió hacia ella, el viento alzó su abrigo dejando ver su vaquero
superslim verde caqui bajo las Hunter gris marengo. Todas las terminaciones
nerviosas de Manuela estallaron de júbilo. Jess abrió la puerta y un rugido
inundó el vehículo.
—¡Qué tiempo es…!
La mirada de Manuela era segura y seductora: Jess sentía que esos
inmensos ojos marrones la desnudaban con deseo, que acariciaban cada
rincón de su cuerpo. Manuela prolongó el momento, anticipando unos
placeres que daba por seguros. Tras la magnética mirada, llegó la sonrisa
explosiva, la que detenía el tiempo, la que llevaba a Jess al éxtasis. Manuela
se mordió el labio y Jess, con temblores desde la nuca al pubis, se abalanzó
sobre ella.
—Está usted espectacular, inspectora Mars —susurró Manuela.
—Te he dicho —respondió Jess, rozando sus labios— que no juegues a las
miraditas conmigo si no quieres quemarte.
Manuela ensanchó aún más su sonrisa.
—¿Y si nos quedamos en casa? —propuso, excitada, al sentir el calor de
su respiración acelerada y los leves contactos de su piel.
—De eso nada, inspectora. —Jess volvió a lanzar su lengua hacia la boca
de Manuela—. Me debe usted una cena.
Manuela la cogió por la nuca y la besó con pasión. Al acercarse a Jess, se
apoyó sobre el claxon, que las sobresaltó y enfrió el momento.
—¿Dónde vamos? —Jess se recolocó el abrigo mientras se acomodaba en
su asiento.
—Es una sorpresa —contestó con fingido misterio.
—Me encanta.
—¿Estás segura de que no quieres quedarte en casa? —preguntó, con la
mano en el botón de arranque.
—Cien por cien —dijo Jess, acercando la boca a su oído y provocándole
de nuevo un escalofrío.
Manuela arrancó, sorprendida por las emociones que Jess era capaz de
provocarle. Antes de girar la esquina, la melodía del teléfono enfrió la
efervescencia que sentía en las mejillas.
—¡López! —descolgó, molesta.
—Hola, chavala.
—¿No sabes vivir sin mí, soldadito?
—Me encantaría que fuera una llamada de placer, pero con este tiempo,
qué quieres que te diga. —El tono burlón de Soler acabó de cabrearla.
—En serio, ¿qué coño quieres? Sea lo que sea, seguro que puede esperar a
mañana. —Observó con deseo a Jess.
—Por mí no hay problema, cielo. Pero tengo aquí a una forense rubia muy
interesante que opina que tienes que venir a ver esto. ¿Qué le digo?
Detuvo el coche en doble fila y solicitó el permiso de Jess, que asintió,
resignada.
—Mándame la dirección —sentenció. Colgó el teléfono—. Lo siento.
—No es culpa tuya.
—Prometo compensarte.
—Ya lo creo, cielo —bromeó Jess tras robarle un beso rápido—. Además,
quiero conocer al gilipollas ese que se toma tantas confianzas con mi novia.
—¿No estarás celosa?
—¿De ese payaso? Por favor, Manu. —Vanidosa, cogió el teléfono de
Manuela del imán de la guantera—. ¿Tienes algo de ropa en el coche con la
que no parezcamos idiotas? Esto está lejos.
Pasados unos minutos, Manuela entró sola en su piso. Había sido incapaz
de contarle nada sobre su hermana. Notó como con cada pregunta de Jess
crecía la muralla en torno a sus sentimientos y se alejaba un poco de ella. Ni
siquiera le había dicho que tenía una hermana. No era fácil dejar salir lo que
llevaba tantos años enterrado.
Se dirigió al dormitorio y volvió al salón con ropa de running. Su hermana
la esperaba con dos cervezas sobre la mesa; también se había cambiado. La
miró mientras se acercaba.
—He supuesto que querrías una. —Daniela señaló el botellín.
Manuela sacó dos vasos, los llenó con hielo y los puso sobre la mesa junto
a una botella de whisky.
—Creo que necesitaremos algo más fuerte. —Rellenó ambas copas.
Dani cogió su vaso y lo colocó frente a ella para brindar.
—Por nosotras, aunque sea cada cinco años.
—Por nosotras, claro que sí. —Manuela levantó su copa y apuró la bebida
de un trago. Volvió a servirse.
—¿Es tu novia? —Dani inició una charla intrascendente.
—Eso parece. Al menos hasta que has aparecido. —Aunque no lo
pretendía, sonó a reproche.
—Lo siento, tenía que haberte llamado. ¿Alicia?
—Está en Asia. En Bali, creo. Gastando mucho dinero y buscándose a sí
misma, como tú.
Por primera vez en mucho tiempo, tenía una relación de amistad con su
exmujer, consistente en apoyarla por correo electrónico mientras encontraba
su destino. Daniela forzó una sonrisa amarga ante el comentario de su
hermana.
—No todos tenemos la suerte de poder compartimentar y enterrar nuestros
problemas.
Manuela le sostuvo la mirada, moviendo la cabeza, unos instantes.
Finalmente sonrió, relajada.
—¿A qué has venido, Dani?
—Mamá está en España.
El rostro de Manuela mutó hacia un gesto sombrío. Sus pupilas se
dilataron e intentó recomponer su máscara de normalidad desviando la vista
hacia la ventana de la terraza, donde el viento azotaba con fuerza la lluvia
contra el cristal. Daniela respetó su silencio mientras servía otra copa.
Manuela, en silencio, trataba de contener sus emociones y poner la mente en
blanco. Volvió a beberse de un trago el whisky.
—No quiero saber más —afirmó, convencida—. ¿Tú cómo estás?
—Manu. —Daniela colocó la mano sobre su rodilla—. Es nuestra madre.
Manuela suspiró. Negó con la cabeza y apretó las mandíbulas, notó como
perdía por un instante la compostura. Inspiró profundamente en un intento
vano por recuperar su equilibrio.
—Lo siento, Dani. No puedo. No quiero.
—Veo que seguimos enterrando los sentimientos.
—Voy a salir a correr. —Le lanzó unas llaves mientras se ponía los
auriculares—. Puedes quedarte todo el tiempo que quieras, pero no voy a
hablar de mamá.
Manuela caminaba sin destino aparente por las calles de Madrid, bajo la
lluvia fina que, partiendo de la niebla y sin notarlo, iba calándola hasta los
huesos. No paraba de pensar en lo que acababa de contarla Vaamonde.
¿Tenían un topo en comisaría? Además de la garganta profunda que se estaba
yendo de la lengua con la prensa. ¿O eran la misma persona? No tenía en
gran estima a sus compañeros, pero la sustracción de pruebas eran palabras
mayores. En la soledad de un Madrid lluvioso y encapotado, repasaba
mentalmente a todos los trabajadores de la unidad. Podía ser cualquiera;
quitando a Jess, Isabel, el inspector David García y Vaamonde, para ella
todos los demás eran sospechosos, incluido el propio comisario. Vaamonde
no tenía que haberle contado sus sospechas.
Llamó a Soler en cuanto salió de la sala de reuniones y se sorprendió al
encontrarlo tomando café con Isabel, entre risas amistosas. Le contó las
novedades y lo reclutó para ayudar a Vaamonde. ¿Por qué le generaba
confianza el Capitán Trueno? Un idiota pretencioso. ¿Le recordaba a ella
misma? No quería reconocerlo, pero el soldadito le parecía, en el fondo, una
persona competente.
Continuó su itinerario errante, el móvil le pesaba como una losa en el
bolsillo trasero del pantalón. La llegada de un tercer mensaje anónimo había
vuelto a hacer que todo su cuerpo se envenenara y tuviera una sacudida
violenta de asco. ¿Era miedo? No quería que esa posibilidad entrara en su
cabeza y podía engañarse todo el tiempo que quisiera, pero dos de las
personas que más quería estaban en el punto de mira, y cada vez que lo
pensaba una sensación aterradora se apoderaba de ella. Las nuevas imágenes
parecían contradecir su teoría de que la periodista estaba detrás y daba alas a
la propuesta de Isabel y Jess. ¿Quería contactar el asesino? ¿La estaba
amenazando? ¿Qué buscaba?
Absorta en sus pensamientos y ya empapada, giró la calle para atravesar el
parque donde habían encontrado a Noelia Sánchez. No había planeado llegar
hasta allí. Su primer impulso fue, como siempre, recurrir a sus clases de yoga
para ordenar su cabeza, pero el paseo sin rumbo la había guiado hasta el
parque. Se detuvo en la fuente, desierta, y contempló la zona de arbustos más
alejada. Cogió el teléfono y volvió a reproducir el vídeo. Su cabeza era
incapaz de distinguir nada que no fuera el verde intenso de los ojos de Jess.
El crujir de una ramita tensó todos sus músculos. Intranquila, salió del parque
y continuó andando por la acera atenta a cada ruido, persona o presencia que
pudiera sentir. Llevaba unos días alerta, se sentía observada, y era increíble la
cantidad de estímulos que uno podía percibir cuando prestaba atención: el
motor de un coche, el chirriar de una puerta de garaje, campanas de una
iglesia cercana, risas de una pareja resguardada en un portal e incluso los
aviones surcando el cielo. La variedad de sonidos era incesante, como un
goteo infinito.
Tras girar la esquina se encontró de frente con el lujoso palacete
presidiendo la calle. De estilo racionalista, líneas geométricas simples y
fachada clásica, la edificación de principios de siglo estaba perfectamente
integrada en el Barrio de Salamanca. Flanqueada por un pequeño jardín, una
discreta hache mayúscula roja en la puerta era el único distintivo que indicaba
que se trataba de un hospital.
Manuela se sorprendió de nuevo de haber llegado hasta allí. Se detuvo
frente a la puerta, sin cruzar la calle, y analizó los ventanales, se preguntó en
cuál estaría su madre: «Siempre te gustó el lujo», vocalizó sin pensar, «eso no
lo abandonaste».
13
—Lo del nudo no sé si nos lleva a algún sitio, la verdad. Lo del boxeo me
parece más prometedor. ¿Qué ha dicho Manu? —preguntó Isabel desde su
sitio, tras lanzar una bolsa de golosinas a Jess.
—Si me cogiera el teléfono… No he conseguido hablar con ella en todo el
día. —Se lamentó sin evitar el tono de reproche—. Eso sí, me ha derivado al
imbécil de Soler.
—Es gracioso. —La psicóloga cogió otra gominola.
—Si tú lo dices, a mí se me hace un poco bola.
—Mira, ahí la tienes. —El sonido enérgico de un taconeo desde la zona
del ascensor anticipó la llegada de la inspectora López—. Si pisa un poco
más fuerte atraviesa el suelo.
Jess se dirigió a la puerta del despacho e Isabel fue tras ella. El retumbar
que generaba cada golpe con el suelo no presagiaba nada bueno. Manuela,
con más vehemencia de la habitual, giró y se dirigió por el pasillo hacia la
puerta de Isabel. Con la cara desencajada y la mirada encendida, parecía un
depredador en busca de su presa. Siguiendo su mirada, la psicóloga descubrió
al subinspector Rojo en su mesa, jactándose con unas agentes de uniforme.
—Párala o lo mata —susurró Isabel, alarmada, al oído de Jess.
Manuela pasó por delante de ellas y las ignoró por completo. Jess intentó
sujetarla por el hombro.
—Manu…
Se revolvió furiosa, se deshizo de ella y aceleró el paso hacia el botín.
Entrecerró los ojos y se humedeció los labios, como si ya pudiera saborearlo.
Todo el personal de la comisaría observaba expectante. La presencia de
Manuela era hipnótica. Llegó hasta la posición de Rojo y se detuvo a un paso
de su espalda.
—¡Fuera! —ordenó sin mirar a sus compañeras de tertulia, que
desaparecieron sin rechistar.
El subinspector Rojo se giró, alertado por el murmullo sordo a su
alrededor. Cuando lo tuvo de frente, Manuela dio un paso más y se colocó
apenas a unos centímetros de su rostro.
—¿Tú quién coño te crees que eres? —dijo con un tono pausado que
avivaba el fuego de sus ojos.
—Disculpe, inspectora, no entiendo. —Rojo intentó aguantarle la mirada,
pero la intensidad de sus pupilas hizo que le temblara la voz.
—¿Responsable de la investigación? —preguntó, retórica—. ¿De qué
coño eres tú responsable?
—Yo… Yo… No dije que… Debió malinterpretarlo, porque…
—Debí imaginar que eras tú el soplón, claro. Un mediocre, un don nadie,
un ser anodino que necesita sus dos minutos de gloria. —Manuela avanzó
hasta casi rozarlo y él retrocedió, atemorizado, hasta quedar encajado contra
la mesa—. Me da mucho asco la gente como tú.
Rojo evaluó sus posibilidades, buscando la complicidad de alguno de sus
compañeros. Todos observaban, expectantes, sin mover un músculo;
esperaban el más que previsible estallido de la inspectora.
—De verdad —continuó, limpiándose el sudor de las manos en el pantalón
—, que es un malentendido. Solo quise aclarar y tranquilizar…
—¿Asesino del Collar? —Se mordió el labio con tanta fuerza que notó el
regusto de la sangre—. ¿En serio? ¿Una fuente policial utilizando el mote
ridículo que usan los medios de comunicación?
—Todos… Bueno… Todos lo usamos para referirnos a él, no tiene
maldad… —El tartamudeo iba in crescendo.
—¡En privado, imbécil! —El alarido de Manuela resonó en toda la planta
y heló la sangre del subinspector. Jess hizo un amago de acercarse a ella, pero
Isabel la retuvo del brazo.
—Manuela, yo… Lo siento.
—Es la última vez que te lo digo: no me llames por mi nombre de pila, no
somos amigos, Rojo —amenazó, retomando el tono pausado e inquietante.
—Sí, inspectora López.
—¿Qué te prometió la periodista? ¿Un asiento es su tertulia? ¿Te puso
ojitos, subinspector? ¿O no conseguiste ni eso?
—No… Solo quería… Belén es amiga mía, solo quiere ayudar y coger a
ese cabrón, como nosotros. —Por un instante, Rojo intento darse
importancia. La mirada de Manuela lo hizo retroceder de nuevo; el filo de la
mesa se le clavó en la parte posterior de los muslos.
Con los ojos inyectados en sangre y el teléfono ardiendo como un metal
candente en su bolsillo, el nombre de la periodista resonaba como un rumor
en su cabeza: «Belén es amiga mía», «Estamos en nuestro derecho de
informar a la ciudadanía», «Belén solo quiere ayudar», «Belén conocía a
Noelia Sánchez». «Estás empezando a estar en todas las salsas, Belén», pensó
Manuela, olvidándose del subinspector, «y me estás tocando mucho los
cojones».
Apretó el puño hasta hacerse daño para reprimir el deseo de coger a Rojo
por el cuello. A continuación, hizo un esfuerzo por bajar sus pulsaciones
inspirando profundamente varias veces.
—Pásate por el despacho del comisario, estás suspendido —dijo al fin con
indiferencia—. Vaamonde te comunicará los próximos pasos.
Patricia Arteaga, embozada en una capa larga de paño que la cubría casi
por completo y solo dejaba entrever unos botines negros de tacón ancho, se
confundía con las sombras de la noche del parque Atenas, desierto a esas
horas. Caminaba pausadamente. Llegó a las coordenadas exactas y se sentó
en el banco. Sacó el teléfono de su bolso y una mano lo interceptó desde su
espalda. La comisaria no se inmutó.
—Tengo predilección por los sitios oscuros, debe de ser deformación
profesional —susurró. Cogió el móvil con delicadeza y lo introdujo de nuevo
en su bolso.
—Hace años me habrías convencido. Ahora intento salir a la luz.
Manuela la rodeó hasta situarse frente a ella. Encendió el mechero que
llevaba en la mano varias veces. Patricia cruzó las piernas despacio, sin darse
importancia.
—Te noto alterada, inspectora.
—No me gusta que jueguen conmigo, y empiezo a tener la sensación de
que cuatro gordos están moviendo sus marionetas sentados en un butacón y
cada vez que tiran de un hilo, yo bailo.
—A mí no me gusta que me sigan, pero cada uno cumple su papel,
supongo.
Manuela observó a la comisaria, incapaz de distinguir nada que no fuera el
blanco alrededor de sus pupilas opacas, a causa de aquella noche sin luna.
Silbó dos veces y ladeó la cabeza, y un murmullo sonó en unos arbustos
cercanos, alejándose.
—Creo que me debes una explicación, Patricia. O varias, si me pongo
estricta.
—Siéntate. No muerdo.
—Estoy bien aquí —contestó Manuela. Se metió las manos en los
bolsillos del abrigo.
—Patrice me advirtió de que te esperara de frente.
—Me conoce bien.
—Sé que has hablado con él.
—Y ese es el único motivo por el que sigo aquí, bailando cuando tiras de
mi hilo.
—Siéntate, por favor, Manuela —rogó, dulcificando el tono.
Dudó unos instantes. Finalmente, se sentó a su derecha, a horcajadas.
—Si quieres que sigamos trabajando juntas, empieza a contarme todo lo
que sabes o ni la Interpol va a hacer que vuelva a cogerte el teléfono. Porque
he hablado con Patrice y solo tiene alabanzas hacia tu persona te voy a dar mi
último voto de confianza, y voy a empezar yo.
Arteaga sonrió. Se relajó sobre el banco y se volvió ligeramente hacia
Manuela.
—A Echauri lo mataron. Pero eso tú ya lo sabías.
—¿Arsénico? —murmuró la comisaria.
Manuela lo confirmó con la cabeza.
—No lo sabía, pero lo suponía, sí. Por eso te pedí que movieras tus cartas
para que la forense fuera de tu confianza. ¿Lo sabe más gente?
—Vamos a ver, Patricia. —Manuela se irguió en el banco, estiró mucho el
cuello y se acercó a la comisaria bajando el tono de voz—. Creo que, o no me
estoy explicando bien, o no quieres entenderme. Estoy dispuesta a trabajar
contigo y contarte todo lo que sé. Estoy incluso dispuesta a jugar a los espías
en parques inhóspitos, pero, o dejas el ajedrez y empiezas a hablar, o me voy
a ir directita al plató del Canal 9 y voy a tirar de la manta.
Arteaga se acercó aún más a Manuela, aceptando el ultimátum.
—Las dos sabemos que no vas hacer eso. —Introdujo una pausa
voluntaria y las dos se aguantaron las miradas. Arteaga la relajó pasados unos
segundos—. Pero estate tranquila, te vas a ir de aquí con toda la información
que tengo.
Manuela cruzó los brazos y se alejó de ella. Su espalda recuperó la
posición en ángulo recto.
—Empieza.
—Hay más casos —reveló mientras sacaba una carpeta del bolso y se la
tendía.
—¿Cuántos?
—Muchos. Confirmados, siete. Dudosos, cuatro más. Está todo ahí,
puedes llevártelo.
—Prefiero que me lo cuentes tú. —Manuela guardó, sin abrirla, la carpeta
en su bolso.
—Llevamos unos catorce meses con esta operación: empresarios,
políticos, personalidades que fallecen de forma natural, sin causa aparente.
Echauri es solo la punta del iceberg. Durante un tiempo pensamos que era
una trama de corrupción, gente que sabía demasiado o algún tipo de
organización clandestina. Ahora mismo no sabemos qué pensar.
—¿Todos envenenados?
—Siete casos confirmados por arsénico. De otros cuatro no tenemos
certeza, y Echauri, que me lo acabas de confirmar tú.
—¿Hay un empresario de basuras en la lista? —Manuela necesitaba
aclarar el caso de Tamayo.
—Si te doy una semana más me cuentas tú las novedades —comentó en
tono jocoso.
—¿Sí o no?
—¿Cómo lo sabes? —Confirmó los pensamientos de Manuela con un
movimiento repetitivo de cabeza.
—Yo también tengo mis fuentes.
—Diversas, por lo que veo —dijo, mirando de soslayo el arbusto a su
izquierda.
—¿Tenéis sospechosos?
—Hemos tenido varios. Echauri lo cambió todo.
—¿Por qué?
—Cumplía el perfil desde el principio, y mi brigada de inteligencia se
quedó el caso, pero cuando encontraron la caravana con el doble fondo, la
UCO se metió por medio, luego vosotros, la Secretaría de Estado… La gente
se puso muy nerviosa, y controlar la información con varios cuerpos es
imposible. Me parece un milagro lo que estáis consiguiendo Soler y tú sin
que haya filtraciones.
—La operación conjunta no forma parte de la investigación, claro.
—Solo el CNI. Ni la Guardia Civil ni Seguridad ni, como bien sabes, la
UDEV.
—Creía que no había nadie del CNI en la reunión. —Manuela se estaba
relajando ante la sinceridad de Arteaga, y el reto empezaba a estimularla.
—Touché, de nuevo.
—¿No tenéis sospechosos claros, entonces?
Patricia prolongó su sempiterna media sonrisa.
—Como te he dicho, Echauri lo cambió todo. Sus miles de archivos dan
una nueva perspectiva al caso. Vamos poco a poco, hay mucha información y
pocas manos, no quiero abrir el equipo. Como a ti, me cuesta fiarme de la
gente.
—El culpable es el que no esté en los archivos, supongo.
—Es mi teoría, sí. Alguien está quitando de en medio a gente que le
molesta envenenándolos con arsénico. Se entera de que existen los archivos
de Echauri y una carpeta a su nombre y lo mata para conseguirla. Es la
opción más lógica y probablemente su único error.
—¿Por qué no llevarte todos los archivos?
—Esa respuesta no la tengo, Manuela.
Manuela miró al cielo negro, sin estrellas ni luna, intentando encajar el
puzle que le estaba contando Arteaga con las piezas que ella misma tenía.
—¿Crees que mi Asesino del Collar tiene algo que ver con esto?
—Te lo dije el otro día, creo que un asesino en serie que monopolice la
información y tenga ocupada a la policía y a la opinión pública es muy
conveniente para el o los que formen parte de la trama del arsénico. Echauri y
los demás no ocupan ni un renglón de la prensa de sucesos. Mírate a ti,
¿cuánto tiempo has dedicado a cada caso?
—¿Tienes algo que me pueda ayudar?
—Puedo ayudarte en lo que quieras, mi comisaría está a tu disposición,
pero no, no tengo información sobre tu asesino.
Tener un asesino en serie era un problema. Tener una trama corrupta que
mataba mujeres para distraer la atención era un problema aún mayor.
—Te cuento lo que yo sé. —Manuela entendió que tenían que colaborar.
—Por favor.
—Entiendo que no quieres que nadie sepa que Echauri murió envenenado,
incluida la comisión de la Secretaría de Estado. —Arteaga afirmó con
firmeza—. Si tu controlas a los de arriba, no tienes de qué preocuparte por
ahora, pero tengo que compartir esta información con algunas personas.
—Yo me fio de ti; si tú te fías de otros, no tengo nada que decir.
—Gracias. De Echauri no tengo mucho; revisando los archivos, mi
compañero Vaamonde se dio cuenta de que se habían robado pruebas de
expedientes antiguos. Algunos tenían que ver con él, pero otros no. En
principio era solo dinero en efectivo; tampoco buscamos nada diferente.
Conociendo la trama, quizá podamos darle una vuelta.
—¿Podemos hablar con él?
—¿Con Vaamonde? Claro, estará encantado. Hemos suspendido a un
subinspector, no por eso directamente, a mí me parece un pobre idiota, pero
si tienes tiempo, podrías investigarlo: José Antonio Rojo.
Arteaga apuntó los nombres en una libreta.
—¿Algo más?
—Sobre Echauri no. Sobre lo otro, seguimos dando palos de ciego, pero
algún golpe tendrá premio.
—Tienes todos mis recursos a tu disposición.
Manuela sintió el teléfono vibrar en el bolsillo y tuvo el impulso de pedirle
ayuda con los anónimos. Estuvo a punto de hacerlo, pero al final contuvo el
impulso en la punta de la lengua.
—Ahora que has salido a la luz, la siguiente, si quieres, puede ser en
público —propuso Manuela, amable.
—Como te he dicho, tengo predilección por los sitios oscuros, inspectora.
Con los ojos rojos por la falta de sueño y un dolor que empezaba a ser
penetrante en la base del cráneo, Manuela compró su sexto café de la noche y
salió por la puerta principal de la comisaría. Encendió un cigarro y giró, unos
pasos más adelante, hacia el callejón que daba a los calabozos, por donde
sacaban a los detenidos camino al juzgado. Concentrada en las caladas a su
pitillo, se sentó sobre unos palés a esperar. De las sombras, con una cadencia
de paso uniforme y pausada, salió la comisaria Arteaga.
—Veo que también conoces algún callejón oscuro —dijo. Llegó hasta
Manuela, y cogió su cigarrillo para apurar la última calada.
—No sabía que fumaras —comentó Manuela, dando un trago a su café de
máquina.
—Lo dejé. Solo en situaciones desesperadas me permito una calada. —
Arteaga dio una segunda expiración al cigarro y lo apagó con la punta de sus
botas de piel—. La prensa ha hecho su trabajo y el video que me diste ya está
en todas partes.
—Lo he visto. Muchas gracias.
—Ahora toca que me expliques por qué quieres boicotear a los tuyos.
—No quiero boicotear a los míos —contestó, sincera, concentrada en las
pupilas negras de Arteaga—. Han detenido a un pobre hombre mientras el
asesino, o la asesina, o quien coño sea, tiene a una mujer retenida y torturada,
y nos quedan menos de cinco días para encontrarla. Estoy cansada de que
jueguen conmigo. Ahora vamos a jugar todos.
—Entiendo por tus ojeras y tu vestuario, bastante descuidado, por cierto,
que llevas toda la noche despierta y varios litros de cafeína en sangre. Pero
son las seis de la mañana y yo me acabo de despertar, así que inténtalo
despacio.
Manuela miró la maxichaqueta de Jess, a la que había recurrido durante la
noche, sobresalir bajo su gabardina negra, y tuvo que darle la razón.
—Llevo un par de semanas recibiendo anónimos en mi e-mail. —Manuela
bajo los ojos, avergonzada—. Al principio pensé que se trataba de algún
idiota que me había visto discutir con la periodista, pero fue a más. Esta
mañana hemos recibido la denuncia de desaparición de una mujer que
cumplía el perfil de víctima, Lorena Ferrer, y esta tarde he recibido el vídeo
que hemos filtrado con las imágenes de esa mujer retenida. El asesino está
jugando conmigo y me envía los anónimos, ya no hay duda.
Arteaga se acercó a Manuela y se apoyó a su lado en el palé.
—¿Tenemos información de esos envíos?
—Eres la primera a la que se lo cuento.
—Eso no es verdad, Manuela.
—Touché, Patricia. Eres la primera fuente oficial a la que se lo cuento.
—Así está mejor.
—Por ahora no tengo nada, pero estoy en ello.
—Mi equipo puede mirarlo, si quieres.
—No quiero que se filtre.
—No se filtrará. —Arteaga dibujó una mueca de autocomplacencia.
—Si tu teoría es cierta y todo esto es solo un señuelo para desviar nuestra
atención, cobra más sentido que utilice a la prensa para su beneficio; parece
que siempre van un paso por delante.
—Enciéndete otro de esos, anda.
Manuela giró la cabeza para observarla y sacó otro cigarro.
—Hoy me ha dicho una amiga que lo importante no es la verdad, sino lo
que la gente cree que es cierto, y tiene razón. —Encendió el cigarro y se lo
pasó a Arteaga—. Ahora todo el mundo sabe que han detenido a un inocente
y que una pobre chica espera a ser asesinada. A partir de ahí vamos a repartir
de nuevo y a ver qué mano nos sale. Tengo la sensación de que es la primera
vez que conseguimos llevar la iniciativa.
—Estás muy segura de que es una mujer. —La comisaria disfrutó de
varias caladas y le devolvió el cigarro a Manuela.
—No lo sé, pero mi compañera está convencida y es muy buena en lo
suyo.
—¿La rubia? —indagó, observando la mano de Manuela.
—Sí, la inspectora Mars.
—Tu compañera —afirmó. Recorrió con la mirada la mano de Manuela
hasta sus ojos.
Manuela notó las pupilas de Arteaga sobre ella y se centró en el muro del
callejón. Concentró la poca energía que le quedaba en imaginar a Jess,
probablemente enfadada a esas horas de la madrugada. Como a Helena, le
había prometido dormir con ella aquella noche y le había fallado. Tenía que
contarle lo de los anónimos, era una parte fundamental del caso y se la estaba
ocultando por miedo a asustarla, a que se sintiera amenazada, a que pudieran
hacerle daño.
Daniela acercó dos cervezas y una botella de vino a la mesa del salón. Se
sirvió una copa de blanco y tomó asiento en el sofá vacío junto a la ventana.
Manuela, que acariciaba con ternura el pelo de Jess, tumbada todo lo larga
que era en el sofá con la cabeza sobre sus piernas, cogió uno de los botellines
y se lo bebió casi entero de un trago.
—¡Estabas seca! —exclamó Daniela, impresionada.
—Hemos estado interrogando a una sospechosa y, la verdad, me ha dejado
mal cuerpo.
—¿Es culpable?
—Ni de cerca —contestó Jess; le hizo un gesto a Manuela para que
siguiera acariciándole la frente—. Es una pobre desagraciada.
—Tan pobre yo no la veo, Jess. A mí me estaba hirviendo la sangre. —
Manuela se acabó el botellín de un segundo trago—. Con esa cara de
gilipollas y jugando con nosotras.
—Jugando tampoco. Yo creo que tenía déficit de atención, algo de
depresión, miedo al rechazo, quizá síndrome de Wendy…
—No empieces con tus explicaciones de loquera, mi amor. —Le dio un
beso cariñoso en los labios—. Escondió mucho.
—Tiene lo justo para pasar el día, Manu. —Jess se incorporó para
acomodarse en el pecho de Manuela.
—Hombre, tu asesina organizada, culta y con inteligencia superior a la
media no es. Eso desde luego.
—Vamos, que no tenéis nada —razonó Daniela.
—Concluyente, no —confirmó Manuela.
—Eres una cabezota. Lo que te cuesta no polemizar… —bromeó Jess.
—Te encanta, di la verdad. —Manuela entró rápidamente en su juego; tiró
de ella para colocar la cabeza a la altura de sus labios—. Estás disfrutando
con el análisis del pérfido comportamiento humano.
—No sé yo, inspec…
Manuela impidió que concluyera la frase al morderle el labio inferior con
pasión.
—¡Ay, por Dios! —exclamó Reyes; volvía de la habitación de Manuela—.
Ya estamos con el empalague. Si lo sé, obligo a Cristina a asistir.
Reyes se sentó junto a Daniela y cogió una cerveza de encima de la mesa.
—¿Cómo está Javi, por cierto? —preguntó Daniela.
—Está perfectamente, tiene un poco de fiebre, pero supermamá está atenta
a cualquier cambio, por si al final es apendicitis, aunque los médicos le hayan
jurado que es una infección de orina —contestó Reyes.
—Pobre, está preocupada. —Jess empatizó con Cristina enseguida—. Es
normal.
—Mira, rubita. —Reyes acabó su cerveza y continuó con la de Jess, que
estaba a medias—. Aquí cada uno tiene lo suyo: tu novia es una gilipollas,
como tú bien sabes; las dos juntas sois un musical romántico insoportable;
Isa, ahora mismo, ni sabemos lo que es; y nuestra amada Cristina, que es
insufrible, tan perfecta, tiende a preocuparse por cualquier cosa. Ahora le ha
tocado al niño; tres semanas va a estar con esa cantinela. No le hace una
ecografía cada diez minutos porque no puede.
—Tiene hora para una segunda opinión mañana —añadió Manuela,
punzante.
—¿Ves? Una perturbada. En este grupo todas estamos para que nos hagas
precio.
Sonó el timbre de la puerta y Manuela se levantó a abrir, entre risas. Isabel
esperaba en la puerta, calada.
—No sabéis cómo llueve. —Isabel se quitó el abrigo antes de entrar para
no mojar el suelo.
—¡Llegas tarde! —le recriminó Manuela. Colocó la cara para recibir un
beso rápido.
—Para un día que no eres la última. —Isabel entró y saludó a las demás
con la mano y siguió, sin detenerse, hacia la habitación de Manuela, donde
abrió los armarios buscando ropa seca—. Te jode no ser la protagonista,
claro.
—¿De dónde vienes? —preguntó Manuela, apoyada en el quicio de la
puerta, mientras la psicóloga se desvestía.
—A ti qué te importa —contestó, haciéndose la interesante—. Te cojo
esto. Cuando es sí, porque sí; cuando es no, porque no. Eres muy pesada
¡Tienes el cielo ganado, rubia! —voceó hacia Jess y salió de la habitación
con Manuela tras ella.
—Sí que me importa, sí. ¿Tienes algo que contar?
Isabel se detuvo bajo la atenta mirada de Reyes, Daniela y Jess, y se dio
media vuelta esperando la llegada de Manuela.
—No especialmente. ¿Quieres preguntarme algo? —dijo a un palmo de su
cara.
—¡Reyes! —exclamó Manuela, sin perder de vista a Isabel.
—¿Intuyo vista preliminar? —preguntó irónica la fiscal, que se incorporó
de rodillas en el sofá.
—Interrogatorio con tortura, por lo menos.
—¿A dos manos? —dijo, poniéndose de pie.
—Sí, señora.
—Sois idiotas…
Isabel se dirigió hacia la nevera. Manuela fue tras ella y la cogió en
brazos. No se resistió mucho, mientras Reyes colocaba uno de los taburetes
en el centro y traía un flexo de la habitación.
—La detenida no puede beber hasta que acabe la vista —dijo Manuela, y
soltó a Isabel sobre el taburete.
—Yo seré la jueza, Manu la fiscal y estas señoras atónitas del sofá el
perfecto jurado inocente. —Reyes encendió el foco contra Isabel.
—¿En serio van a hacer esto? —le susurró Daniela a Jess, pudorosa.
—¿Acaso te extraña? —contestó, mientras contemplaba como Daniela
negaba con la cabeza.
—Bien, comenzamos. —Manuela, con voz impostada, y postura seria, se
puso a dar vueltas en torno a Isabel—. Estamos hoy aquí para llevar a cabo el
interrogatorio de Isabel Atienza y determinar en esta vista vinculante si existe
algún problema o es culpable de enamoramiento prematuro.
—¿En serio? —preguntó Isabel, incrédula.
—La testigo solo puede intervenir cuando se la requiera —añadió Reyes,
de pie frente a ella.
—Vale, pero apaga el puto foco que me estás dejando ciega.
—Bien. En primer lugar, ¿quiere la testigo declarar algo en su defensa?
—Ya te he dicho que si quieres saber, que preguntes.
—Si es lo que quiere… ¿Dónde estuvo usted hace dos noches? —Manuela
colocó las manos a la espalda y siguió su paseo por el salón.
—Cenando en un restaurante.
—¿En cuál?
—En el Xove de Galicia.
—¿Es caro?
—¡Protesto, señoría, dirige al testigo! —Isabel levantó la mano hacia la
juez.
—Se acepta —respondió Reyes—. Acuérdate, cachorro, de que no puedes
testificar tú.
—Menos mal que no ejerzo. ¿Sabría decirnos el precio medio del
cubierto?
—No pagué yo.
—¿Había ido antes al restaurante?
—No.
—¿Lo eligió usted?
—No.
—¿Fue sola?
—No.
—¿Había ya quedado con esa persona con anterioridad?
—¡Protesto! Improcedente.
Reyes ladeó la cabeza fingiendo preocupación.
—Voy a permitir la pregunta a ver dónde quiere llegar, pero con cuidado,
letrada.
Manuela agradeció las palabras con un gesto y se volvió hacia Jess y
Daniela, estupefactas en el sofá.
—Ahora mismo estoy alucinando, Manu —susurró Jess, desconcertada.
—Si supieras cómo preguntó ella cuando empecé contigo, no te daría tanta
pena. Yo soy un corderito a su lado.
—¿Pero tú no estabas muy preocupada por ella? La estáis sometiendo a
escarnio público. ¡Y sin abogado defensor!
—Ese papel lo suele hacer Cris, sí, pero como no ha podido venir… Hoy
no hay juicio justo.
—¡Ya te has ido de la lengua, cachorro! —exclamó Isabel al oír su
conversación con Jess.
—Como todas es este grupo. Para una vez que no soy yo el foco de las
preocupaciones…
—¡Silencio! —Reyes golpeó tres veces la base del foco en el suelo—.
¡Silencio en la sala!
—Se meten un montón en el papel —susurró Daniela, impresionada.
—Están fatal.
—Al siguiente que murmure, incluido el jurado, lo acuso de desacato y lo
saco a la terraza bajo la lluvia. Por favor, letrada López, se acabó el receso.
—¡Protesto! —gritó Isabel entre risas.
—No ha lugar. Seguimos.
—Le preguntaba si había quedado ya con su acompañante
anteriormente…
—Sí.
—¿A cenar también?
—A varias cosas. —Isabel se humedeció los labios.
—Por ejemplo, ¿el pasado dieciocho de noviembre?
—Por ejemplo, aunque no recuerdo las fechas con exactitud.
Manuela hizo un gesto a Reyes para que levantara el foco a los ojos de
Isabel.
—¿Puede decirnos quién es esa persona?
Isabel la miró y se hizo la interesante unos segundos.
—Si ya lo sabes, ¿para qué preguntas?
—Para que me lo cuentes.
—Ya te lo ha contado él, por lo que veo.
—Bajo coacción.
—¿Y qué? ¿Quieres opinar? ¿Que te invitemos a verlo?
—El otro acusado ha declarado varios encuentros fortuitos, varios
planificados y, lo que es más preocupante… —Manuela se acercó mucho a
Isabel, haciendo una pausa dramática—: poco sexo casual y mucha palabrería
nocturna.
—Las pruebas apuntan, sin duda, a enchochamiento —sentenció Reyes
con vehemencia—, veremos si el enamoramiento cae por su propio peso.
—Es increíble —volvió a murmurar Jess, avergonzada.
—Este tribunal quiere saber cómo estás —continuó Manuela.
—¿No lo ves?
Isabel y Manuela fueron subiendo el tono ante la atenta mirada de las tres
testigos.
—¡Lo veo! —exclamó Manuela—. Pero luego me empiezas con lo de
verbalizar, abrirse, compartir, expresar… Es tu momento: ¡verbaliza, Isa!
¡Verbaliza!
Isabel sonrió de repente.
—Estoy genial, Manu.
Manuela la observó, satisfecha, y también sonrió.
—¡Pues eso quiero que nos cuentes, gilipollas! —Se acercó a ella, la
golpeó con cariño en la mejilla y siguió hacia la nevera—. ¡Venga, champán
para todas, que Isabel se nos está enamorando!
—Manu, por favor, no empieces con la boda y los testigos, que nos
conocemos.
Sacó cinco copas, las repartió y las rellenó con champán rosado.
—¿Ese es mi champán? —preguntó Jess muy bajito cuando llegó hasta
ella.
—Es tu champán —confirmó—, pero si Isabel se ha enamorado, es por
una buena causa.
—Te voy a dar yo amor. —La cogió del cuello de la camisa y la besó—.
¡Ven aquí!
—¡A enamoramiento no os gana nadie! Nos queda claro, pero, por favor,
¡dejad de restregarlo! —voceó Reyes, exhausta.
—Hoy la víctima es Isa, a mí déjame en paz —contestó Manuela mientras
seguía besando a Jess.
—Cierto, perdona. Y que alguien se lo cuente a Cris, que luego dice que
no se entera de nada.
Sin escote, pero con una camisa de gasa semitransparente y rojo pasión en
los labios, Jess acabó su copa de vino y miró el reloj con impaciencia. A
Manuela le gustaba llegar tarde, pero no tanto. Cogió el teléfono y marcó su
número: comunicando.
—Hola, mi amor. —Jess se rellenó de nuevo la copa y empezó convencida
su plan de reconquista—. No sé con quién estás hablando, pero te aseguro
que ahora mismo no existe nada más importante en tu vida que venir aquí.
Llegas muy tarde, estoy muy caliente y, aunque estabas a punto de llegar a la
cima, puedes volver al campo base en un segundo. Tu verás. Aquí te espero.
Jess acabó de vestirse con el teléfono en la oreja, seguida por los ojillos de
Isabel, que empezaba a dejarse arrastrar por la preocupación de su amiga.
—¿Qué dice Vaamonde? ¿Están allí? —preguntó según colgó el teléfono.
—No era él. Era Raúl. Cristina salía a las seis y no ha vuelto de la guardia,
tiene el teléfono apagado. No la localiza ni a ella ni a Manuela.
—¿Qué? —Se le hizo un nudo en el estómago—. ¿Qué pinta Cristina con
Manu y Soler?
—No lo sé. Venga, ¡nos vamos!
—¿Dónde?
—Al Anatómico.
Jess conducía, histérica, dando quiebros arriesgados en dirección al
Anatómico Forense. No podía dejar de pensar en Manuela. Tenía que haber
insistido la noche anterior, pero se había dejado convencer por Isabel y ahora
se sentía fatal. ¿Le habría pasado algo? No se acostumbraba a esa afición
suya de ponerse en peligro.
—Tranquila, Jess, seguro que todo esto tiene una explicación —dijo
Isabel, intentando convencerse también a sí misma— y acabamos
cagándonos en todo.
—Quiero creerlo, de verdad. Pero es más propio de ella ponerse en peligro
que no contestar.
—En eso tienes razón. A Soler no lo conozco tanto, pero tampoco tiene
pinta de ser de los que resuelve los casos sentado en su mesa.
—Por eso se caen tan bien. ¿A santo de qué iba a tolerar Manuela a ese
gilipollas si no es porque puede compartir sus delirios con él?
Jess se arrepintió según expresó la idea en alto y miró a Isabel,
avergonzada.
—Lo siento —dijo forzando una mueca.
—No pasa nada —contestó, sin darle importancia—. Tu novia también es
gilipollas y es una de mis mejores amigas.
La tensión se rompió y ambas se echaron a reír a carcajadas. Un coche
hizo una maniobra muy lenta y Jess tuvo que dar un frenazo en seco.
—Con cuidado, rubia, que cuando los encontremos tenemos que estar
vivas para castigarlos. ¡No me gusta nada la acción policial!
—Perdón. —Jess giró el volante y, cansada de hacer maniobras, sacó la
sirena y la puso en marcha. Aceleró de nuevo.
—¿Qué pintará Cris en todo esto? —reflexionó Isabel.
Jess la miró. No sabía si expresar la teoría que llevaba elaborando desde
que le había colgado el teléfono a Raúl.
—¿Qué pasa? —insistió la psicóloga, preocupada.
—¿No has pensado estas semanas que Cristina cumplía el perfil?
—¿Qué perfil? —Isabel se incorporó en el asiento.
—El de víctima.
La palabra se quedó flotando en el aire, e Isabel, que entendió por dónde
iba Jess, tuvo que bajar la ventanilla y reprimir una arcada.
—Creo que las tres lo vimos desde el principio. Las cuatro mujeres tienen
un aire a Cristina: rubia, elegante, mediana edad, complexión media…
—¿Qué me estás diciendo, Jess? —preguntó muy seria.
—Las tres lo vimos y no dijimos nada. Pero dudo que Manuela no hiciera
nada si lo pensó. Es Cristina.
—¡Elabora, Jess, elabora! Que es muy pronto y no he tomado café.
—Es todo una hipótesis, pero quiero suponer que Manuela le encargó a
alguien de la barriada que le echara un ojo. Anoche pasó algo y la llamaron,
¿y ella avisó a Soler?
—¿Antes que a ti?
—Manuela sabe a quién recurrir para según qué cosas.
—Cierto. Avisó a Soler —afirmó, rotunda.
—Y a partir de ahí, vete tú a saber. Las posibilidades son infinitas: o los
cogieron a todos, o están en algún sitio juntos y seguros, pero sin cobertura, o
están en una puta cuneta con un tiro en la cabeza.
—¡No! ¡Eso ni lo pienses! —Isabel tocó con cariño la coronilla de Jess.
—¡Mars! —contestó con brusquedad a la melodía del teléfono.
—¿Jess? Soy García. —El vozarrón del inspector resonó con fuerza en el
interior del vehículo.
—Dime, David.
—Estoy saliendo del turno de noche y me ha dicho Vaamonde que no
localizas a Manuela.
—¿La has visto? ¿La viste anoche?
—No. Anoche entré a las once y ella ya no estaba, pero… —Se hizo un
silencio incómodo.
—Pero ¿qué?
—Su pistola no está en el armero. Por lo visto la cogió ayer, en torno a las
nueve.
—¿Cogió su pistola de comisaría? —Jess buscó, nerviosa, los ojos de
Isabel—. ¿Estás seguro de que fue ella? Ya sabes que nunca va armada.
—Seguro. Rivero estaba de guardia en el depósito de pruebas y lo ha
confirmado.
—¡Mierda!
—Hay más. Acaban de llamar de la UCO, han encontrado a Soler
inconsciente hace un rato. Parece que fue un atropello.
—¿Dónde? ¿Está bien? —exclamó Isabel, removiéndose en el asiento.
—¿Isabel? —murmuró García, extrañado.
—¡Sí, soy yo! ¿Cómo está Soler?
—Parece que está bien. Fuera de peligro al menos. Tiene un golpe en la
cabeza, lo han encontrado en el aparcamiento de empleados del Anatómico.
Está en el hospital.
—¿Solo lo han encontrado él?
—No, también a dos guardias civiles de paisano inconscientes dentro de
su vehículo. Creen que inhalaron algún tipo de sustancia.
—¿No hay rastro de Manuela?
—No, que yo sepa. Pero la científica va para allá; por lo visto, el capitán
vació su cargador.
Jess aprovechó que estaba detenida en un semáforo para frotarse la cara
con las manos, intentando ordenar todas las ideas que se atropellaban en su
cabeza.
—Isabel y yo vamos para el Anatómico también. ¿Puedes acercarte al
hospital? —Pareció conseguirlo porque, al menos, sonó autoritaria.
—Pensaba ir al Anatómico, pero si prefieres ir tú, por mí sin problema.
—Una cosa más, ¿sabes si alguien de la barriada está implicado?
—No tengo ni idea, Jess. Hay que hablar con Soler para ver qué pasó.
Estaba despierta y era humana, eso era buena señal. Pero el dolor de
cabeza era más intenso que las últimas veces. Los ojos le escocían como si
estuvieran repletos de arena de playa, y estaba entumecida de la posición y
dolorida por la paliza que le había dado su captora.
Comprobar cómo se encontraba Lorena, que dormía con el cabeza
inclinada sobre el pecho. ¿Estaba muerta? Manuela se concentró en ella:
estaba muy pálida, con la camiseta llena de bilis y sangre, pero sin duda
respiraba. Aunque débilmente, veía cómo su tórax se hinchaba cada pocos
segundos.
Se miró los pies y el charco de sangre en diferentes texturas bajo ella. El
vacío en el estómago y los calambres le provocaron una arcada de la que no
salió nada. Muy cansada, se abandonó a la sensación de mareo y se apoyó en
su sillón. La habitación comenzó a dar vueltas. ¿O era su cabeza? Se sentía
igual que cuando se metía en la cama con alguna copa de más. Todo giraba
sin control y se la llevaba envuelta en una espiral oscura.
De repente el negro se fue volviendo verde. Cada vez más intenso. Flotaba
en un todo del mismo color. Era agradable. Una sensación familiar. La
seguridad de encontrarse en casa. Entonces, la olió. Era ella. Su olor era
inconfundible. Le recordaba al verano, un aroma suave a crema solar,
mezclado con una pizca de coco. Se resistió a despertarse. Quería quedarse
allí para siempre con ella.
—No puedes rendirte ahora.
Manuela abrió los ojos y la vio. Con uno de sus jerséis oversize en color
pastel que tan poca justicia le hacían.
—¿En serio has elegido ese modelo hasta para aparecerte en sueños? —
comentó con una sonrisa.
Jess se la devolvió, sincera y tierna, y se acercó hasta ella. Manuela se
acomodó en sus brazos y se relajó. Jess la abrazó con fuerza, aferrándose a su
cuerpo malherido para no perderla.
—Te quiero —murmuró Manuela sin moverse.
—Y yo, por eso tienes que aguantar. ¡Lucha, Manu! No abandones.
Manuela entendía el mensaje, pero no quería salir de aquella pesadilla.
Ahora no. Ahora que podía sentirla, tocarla, tenerla a su lado. Olerla y
descansar sobre su pecho. Prefería pasar el tiempo que le quedara sumida en
esa ensoñación que hablando con la perturbada disfrazada de diosa romana.
—Puedes con ella, Manu. Solo tienes que aguantar un poco más.
Las palabras de Jess se desvanecieron. El dolor en todos sus músculos
entumecidos por la falta de movimiento la avisaron de que había vuelto a
despertarse.
Con los ojos cerrados, estiró cuanto pudo todos los detalles de Jess en su
cabeza. A esas alturas ya estaría histérica, como habría estado ella después de
varios días buscándola. Pero seguro que estaba a punto de encontrarla. Solo
le pedía un poco más de tiempo; tenía que aguantar.
Le hubiera encantado confirmarle que su perfil era correcto, y lo que no
cuadraba se debía a que eran dos personas. Como ella bien había predicho, la
asesina era una mujer: una sociópata asocial de manual, arrogante, segura de
sí misma y con falta de empatía hacia los demás. En el narcisismo se quedaba
incluso corta. La Emperatriz, como ella misma se denominaba, tenía un largo
catálogo de desórdenes mentales y traumas infantiles que harían salivar a
cualquier psiquiatra forense. Había tenido mala suerte, sí, había pasado la
infancia entre abusos, pero para Manuela eso no justificaba su
comportamiento.
Pensó en ella misma y en su madre; otro trastorno claro de personalidad
asocial no diagnosticado. Si hubiera tenido que definir su comportamiento, lo
tendría claro: engaño, irritabilidad, impulsividad y ausencia de culpa o
remordimiento en todos sus actos. Daniela y ella eran así porque se habían
criado en un ambiente cruel, pero a ninguna le había dado por perpetuar ese
comportamiento. Su hermana había lidiado con ello como mejor había
podido, con horas de psicoterapia y una vida en Asia desconectada de la
realidad. En Manuela, su madre había provocado un desierto emocional que
intentaba congelar pero que no podía seguir permitiendo.
En el caso de su captora, la causa-efecto era más que evidente. Pero en el
suyo la procesión iba por dentro; años de traumas no resueltos que creía
olvidados. Si conseguía salir de allí, le pondría remedio. Hablaría. Se abriría.
Dejaría de sepultar sus problemas en lugares remotos que le hacían daño.
Nunca lo había pensado tan fríamente, pero las consecuencias del
comportamiento de su madre en su niñez le habían dejado muchas heridas sin
cerrar.
Su formación tenía que servir para algo. Siempre había sido una
apasionada de la mente humana y sus desviaciones. Al contrario que Soler y
muchos de sus compañeros, Jess creía que los desórdenes tenían un porqué y,
como en cualquier enfermedad, había que abordarlos de la manera correcta.
Sí, seis años de medicina más su especialidad en psiquiatría y muchas horas
de estudios científicos sobre el comportamiento humano tenían que valer para
romper a Azucena.
La observó, pensativa, desde el cristal contiguo. Su comportamiento era el
habitual: encerrada en sí misma, jugueteando inquieta con los dedos sobre la
mesa. Pero ahora tenía información, solo era cuestión de saber utilizarla. Jess
observó la blazer gris marengo sobre sus hombros y tocó la solapa con
ternura. «Lucha, Manu. Estamos a punto. Solo aguanta un poco más», pensó
con una sonrisa amarga. Acarició el tejido de lana mientras pensaba en
Manuela: ella solía alabar la capacidad de Jess en los interrogatorios, su mano
izquierda, los resultados que obtenía desde la empatía. Pero estaba
equivocada, su papel de mala permitía activar unos resortes en los detenidos
que, a su manera, le allanaban el camino hasta los resultados. Sonrió de
nuevo; cuánto la echaba de menos. Se convenció: «Solo tenemos esta
oportunidad. Vas a romperte, Azucena. Cueste lo que cueste».
—¿Vamos o qué? —preguntó Soler, que abría de par en par la puerta de la
sala.
—Necesito que te quedes fuera con García y vayáis comprobando los
datos que nos dé. Algunos serán mentira, muchos parte de su fábula, pero
otros pueden llevarnos a su cómplice.
—No creo que sea buena idea que entres sola, Jess. —Bajó el tono de voz
apenas a un susurro—. Ya lo hicimos a tu modo y mira como acabó, estás
muy implicada.
—No voy a estar sola, ya lo hemos hablado —contestó, agradecida por su
preocupación. Empezaba a cogerle el punto al capitán—. Necesito hacerlo a
mi manera. Encárgate de que esté todo previsto.
Soler asintió, poco convencido, y la palmeó en el brazo cuando se cruzó
con él para entrar a la sala de interrogatorios.
—Hola, Azucena —saludó, especialmente amable—. ¿Cómo te encuentras
hoy?
Mientras Jess tomaba asiento frente a ella, la detenida se refugió en sí
misma: se marchitó en la silla y desvió la mirada.
—Quería pedirte perdón por el incidente del otro día —continuó Jess,
sincera, y observó la herida de su rostro—. No estuvo bien. Lo siento, estaba
muy nerviosa y lo pagué contigo.
Azucena alzó el mentón, agradecida en silencio por sus palabras.
—Necesito tu ayuda. —Jess hizo una pequeña pausa para estudiar su
comportamiento—. Sin ti no puedo hacerlo. Sé que tenemos intereses
contrarios, pero Manuela no te ha hecho nada y, de verdad, necesito
encontrarla.
La apelación a su autoestima llamó la atención de Azucena que, más
tranquila, se recompuso en la silla y buscó los ojos verdes de la inspectora.
—¿Vas a ayudarme? —rogó esta sin parapetos.
—¿Por qué es tan importante para ti encontrarla?
Si quería conectar con ella Jess tenía que desnudarse. Lo sabía. Lo había
planificado. Pero no era fácil.
—Porque es muy importante para mí. —Sintió un escalofrío agridulce—.
Es mi compañera, mi mitad, necesito volver a verla y decirle un montón de
cosas que tenemos pendientes. —Jess se sinceró sin apartar sus ojos de las
pequeñas órbitas hundidas de Azucena—. Ella me hace mejor. Cuando
estamos juntas soy más feliz. Mejor profesional y mucho mejor persona. ¿Tú
has sentido alguna vez algo así?
—Ella también me hace feliz. —Azucena sonrió y las cicatrices de su
rostro quemado formaron una imagen macabra.
—Es muy difícil separarnos de la gente que queremos.
—Sí. Ella siempre me ha ayudado y me ha cuidado. —Azucena se detuvo
y miró al techo—. Por eso no puedo traicionarla.
—Lo entiendo. Pero no te estoy pidiendo que la traiciones.
—Ya.
—¿Quién es ella, Azucena?
La interrogada volvió a contemplar a Jess, pensativa.
—¿Livia? ¿O Paula? —pronunció Jess con cuidado—. ¿O son la misma
persona? —Azucena se revolvió en la silla y retomó su repiqueteo de uñas
sobre la mesa—. ¿Quién es Paula? ¿Tu hermana?
Desconectada de la conversación, inició su canturreo inconexo al ritmo de
la percusión. Jess detuvo el movimiento con la mano.
—¿Tu hermana te ha protegido todos estos años?
—Paula siempre quiso lo mejor para mí.
—Es normal. Eso hacen los hermanos mayores, cuidar de nosotros. —Jess
no pudo evitar pensar en Kate y en cómo la había mandado a la mierda la
noche anterior—. Yo también tengo una hermana. Se llama Kate, y, si te digo
la verdad, no sé qué habría hecho sin ella en mi adolescencia.
—¿Crecisteis juntas? —preguntó con curiosidad.
—Sí. Ella es mi confesora. —Se mordió el labio, planeando la disculpa
que le debía—. Siempre está ahí, aunque no me lo merezca.
—A nosotras no nos dejaron crecer juntas. —Azucena se centró en Jess—.
Era peligroso. Tuvimos que ingeniárnoslas para vernos en secreto.
—¡Qué pena! —reflexionó con falso pesar.
—Sí… Pero Paula es lista y, aunque tuviera otra familia, nunca se olvidó
de mí.
—¿Ella tuvo otra familia?
—Tuvo dos. La querían porque era muy bonita. Y a los padres de acogida
les gusta elegir niños guapos.
—¿Tuvo dos familias?
—Su familia soy yo —contestó con soberbia—. Ellos nunca lo
entendieron, por eso tuvo que cambiar.
—Entiendo que sea muy importante para ti.
—Paula murió. Ya no existe. —Azucena levantó la cabeza con ira—. La
Emperatriz lo decidió.
La cabeza de Jess unía conceptos: otra familia de acogida, idolatría,
posesión, necesidad afectiva… Inquieta, miró de reojo hacia el cristal a su
espalda. ¿Livia, Paula y la Emperatriz eran una sola mujer? ¿O eran varias?
¿Qué papel jugaban en el desorden mental de Azucena?
—¿Querías mucho a Paula? —preguntó al fin sin muchas expectativas.
—Sí. —El rostro de la detenida se iluminó: idolatría—. Ella me ayudó
cuando nadie me quería. Me llevaba al parque. Jugaba conmigo.
—¿Y no te dolió que Paula desapareciera?
—Fue por su bien. Ahora puede ser quien ella quiera. Tiene más poder.
Puede castigar a la gente que no la comprende.
—Sí, ¿pero a costa de qué? De renunciar a tu hermana, que siempre te
había cuidado. —«Me la juego a misma persona», pensó Jess.
—Ella siempre hace lo que cree mejor para mí. Me abraza a pesar de ser
un monstruo.
—No eres un monstruo, Azucena. —Jess volvió a rozar el dorso de su
mano—. Quién te hiciera creer eso te engañó.
—¡Ella me dijo la verdad! No es como los mediocres que mienten para
sobrevivir. Nadie puede quererme porque no lo merezco, y solo ella lo
entiende —exclamó con rabia.
—No es verdad. —Jess continuó su discurso sosegado intentando forzar el
contacto físico—. Todo el mundo merece que lo quieran, sea como sea.
—Para ti es fácil. —Azucena comenzaba a albergar dudas, que combatía
atacando—: Tan rubia, tan lista, tan guapa, tan elegante… Yo no tengo esa
suerte.
—No le perteneces. Ni a Livia, ni a Paula, ni a la Emperatriz. No eres de
su propiedad. El amor nunca debería basarse en una obligación. —Se le cerró
la boca del estómago.
Azucena rio a carcajadas y se deshizo de la mano de Jess con violencia.
—¡Ella me advirtió de que querríais separarnos! ¡Que vosotros, plebeyos
ignorantes, intentaríais mancillar su nombre! Soy un monstruo, pero no soy
idiota, inspectora.
Jess supo que había que pasar al siguiente nivel. Con la angustia
recorriendo juguetona su sistema nervioso, miró de nuevo hacia el cristal. Se
levantó con solemnidad, se dirigió a la cámara situada en la esquina de la
pequeña sala y, bajo la atenta mirada de la detenida, volvió a desconectar el
cable de la corriente.
—¿Vas a volver a pegarme? —preguntó Azucena sin mirarla.
—No, claro que no. —Jess dio varios pasos por la sala y se quedó mirando
al cristal opaco con las manos en los bolsillos—. No voy a hacerte daño. Al
contrario que ella, quiero lo mejor para ti.
—Eso dicen siempre, pero luego…
—Ella no te quiere, Azucena. —Jess se volvió hacia ella con las manos en
los bolsillos—. No quería decírtelo para no dañarte, pero se aprovecha de ti.
Te utiliza para llevar a cabo sus crímenes con total impunidad. No es justo.
—¡Ella me quiere, y todo lo que hace es para que sea mejor para mí! —
exclamó con fuerza para convencerse a sí misma.
Jess negó, tranquila, con la cabeza, y siguió paseando por la sala.
—No, cariño, no es verdad. Solo te utiliza. Si todo lo que dices es cierto,
ya habría liberado a las dos mujeres que tiene secuestradas a cambio de
recuperarte.
Azucena frunció el ceño, confundida.
—Sí. Siento ser yo la que te lo diga, pero se lo ofrecimos hace un par de
días y no hemos obtenido respuesta. Un intercambio: la inspectora López y
Lorena por ti. Lo siento, las ha elegido a ellas.
—¡Mentira! —gritó.
—No te miento. Mira. —Abrió el expediente sobre la mesa y sacó un
documento—. Aquí está el correo. Utilizamos la misma dirección desde la
que ella contactaba con Manuela.
—¿Cómo? —se extrañó, leyendo el papel frente a ella.
—¿No lo sabías?
Azucena alternaba la mirada entre el email y Jess, que seguía paseando
por el cubículo.
—Livia lleva varias semanas intentando contactar con Manuela. Por eso
estoy tan preocupada. Tengo miedo de que pueda haberla elegido para
sustituirte y la aparte de mi lado.
—¡Noooo! —Azucena se desgarró y un par de lágrimas resbalaron por su
ojo derecho.
—Sí. Esa es la verdad. Por eso estaba tan nerviosa el otro día. Livia quiere
una nueva pareja y ha elegido a la inspectora. Compruébalo tu misma.
Jess le lanzó el expediente y se dio la vuelta. Azucena miraba todos los
documentos, encendida.
—¿Me crees ahora?
—Te estás inventando todo esto para salvar a tu novia.
Jess negó con la cabeza y se acercó a su oído.
—No, Azucena. Lo siento, pero no —susurró—. Conozco bien a Manuela
y sé de lo que es capaz. Tú eres un monstruo, como me has dicho. ¿La has
visto a ella? —Con el corazón a punto de detenerse, Jess hizo una pausa
estudiada—. A estas alturas, Livia no recuerda ni cómo te llamas.
Azucena empujó a Jess y golpeó la mesa con los puños, las lágrimas
desbordándose, impotentes.
—¡No! ¡No! ¡No es verdad, pajarillo! —Movía la cabeza sin sentido
aparente y hablaba consigo misma—. Tú lo eres todo, pajarillo. La gente
mala nos quiere separar, Locusta mía. No les haré caso, mi señora.
Cuando acabó de derrumbarse, se levantó y lanzó la carpeta contra el
cristal. Jess cogió la silla frente a ella; dejó que lo que le había contado
madurara, y la colocó junto a Azucena, tomando asiento.
—¿Te utilizaba para matar a sus adversarios con arsénico, Azucena?
—Sí —sollozó, impotente.
—Mientras, ella no se manchaba las manos.
—No. —Azucena, rota de dolor, con su dependencia emocional hecha
jirones, contestaba como un autómata—. Ella me decía: este es nuestro
enemigo. Esta amenaza nuestro amor. ¡Yo solo quería ayudarla!
—Lo sé, cariño. Lo sé. —Jess le acarició el pelo con ternura—. ¿Los
nombres los decidía ella o alguien os los comunicaba?
—Era ella. Siempre ella. Gente que, por su posición, la amenazaba.
Querían hacerle daño para evitar que llegara al poder. Solo quería que
estuviéramos juntas. —La cantidad de llanto casi le provocó una arcada.
—¿No había, entonces, nadie más?
—No. Ella lo decidía todo. Siempre por su gloria. Como pasó con el
militar.
—Tranquila. No fue culpa tuya. ¿Por qué cambiasteis de veneno? ¿Por
qué belladona?
—Todo fue por ella. Necesitaba concluir su obra y ayudar a los indignos.
Tenía un plan.
—¿Cómo se llama, Azucena? ¿Quién es la Emperatriz?
—Mmm… —La interrogada se fue hundiendo en sus propios brazos,
insegura.
—Es la única forma de que volváis a estar juntas. Que las separemos.
—La Emperatriz es inmortal. Se librará de todos nosotros.
—Yo quiero recuperar a Manuela. ¿Tú a Paula? —Jess sostuvo el cuerpo
de Azucena con ambos brazos y la forzó a aguantarle la mirada.
—Paula era muy buena.
—¿Cómo se llama, Azucena? Danos el nombre.
—No, no, no.
—Azucena, déjame ayudarte. Vamos a ayudarnos juntas. Te necesito. Sola
no puedo hacerlo.
La puerta de la sala de interrogatorios se abrió y Soler irrumpió con la cara
desfigurada.
—¡La tenemos, Jess!
—¿Seguro?
—Compruébalo tú misma.
30
Con los ojos cerrados y los brazos pegados al cuerpo, Manuela intentaba
concentrar toda la energía que le quedaba en diseñar un plan que les
permitiera salir de allí. Comenzó a mover los dedos de las manos, acorchados
por la posición, para que entraran en calor. Tenía las piernas dormidas de
rodillas para abajo, pero empezó a comprimir la musculatura para intentar
activarlas. Tenía un objetivo. Ignorando el dolor que la recorría desde la sien
hasta las lumbares, se dobló sobre sí misma para llegar a los tobillos. Nada.
La soga que ligaba las muñecas con el cuello no se lo permitía.
Activó el plan B. Mordiéndose el carrillo para no gritar, se puso de pie; las
púas le desgarraron la piel al colocar sobre ellas todo su peso. Cuando
consiguió estabilizarse intentó bajar el tronco, pero la cuerda no le permitía
llegar más allá de la espinilla. Con las plantas de los pies ardiendo, se dejó
caer sobre el sillón.
«Vamos, Manuela, tantas horas de yoga tienen que servir para algo». Sin
apresurarse, pero sin detenerse en lamentaciones, trató de subir la pierna
derecha hacia las manos. Imposible. La puta lazada tenía la longitud justa
para no dejarla hacer nada. Tirando de abdominales y contorsionándose en el
sillón, consiguió tocar una de las cuchillas de la concertina con el dedo
meñique. Era dura, de acero, con bastante filo en uno de los lados. Volvió a
sentarse y contempló a su compañera. Era su única opción. Recordó que Jess
le había dado una disertación teórica sobre el nudo, pero no la había
escuchado. Tomó nota mental de prestarle más atención cuando se detenía en
los detalles. Estudió la lazada entre sus muñecas y decidió que, si deshacía la
de la muñeca derecha, podría soltar ambos brazos. Volvió a mirar a Lorena,
adormilada, y realizó varias respiraciones.
—¡Lorena! —susurró a media voz—. ¿Estás despierta?
—Mmm… —Lo poco que quedaba de ella solo pudo emitir un leve
gemido.
—¡Escúchame! —Hablaba calmada, intentando dar instrucciones precisas
—. Busca todas las fuerzas que te queden y concéntrate. Algo la ha distraído
y se ha ido sin cerrar la puerta. No tenemos mucho tiempo, pero es nuestra
única oportunidad de salir de aquí.
—No, seguro que está la otra y nos castiga.
—Locusta está detenida. —Manuela empezaba a asustarse de usar su
vocabulario—. O lo intentamos o vamos a morir aquí. Confía en mí.
Lorena la miró. Sus enormes ojos marrones la examinaban amables.
Manuela sonrió, llenando la habitación de luz, y Lorena se relajó. Apretó las
mandíbulas y asintió, segura.
—Necesito liberar las manos. No me puedo poner de pie, pero voy a
tumbarme en el suelo e intentar cortar la cuerda contra tu alambre. Tienes que
hacer fuerza. ¿Me has entendido?
—Sí.
—Vale.
Manuela flexionó el cuello a ambos lados, pegó los codos a los costados y
abrió las palmas de las manos. Con cuidado, pero con determinación, se
inclinó hacia adelante hasta casi caerse de cara. Se impulsó y apoyó las
manos en el suelo; así, se quedó sujetando en equilibrio todo su peso. Nunca
habría imaginado que la postura del cuervo, que tanto había practicado en
yoga, la ayudaría en una situación semejante. De esa pasó a la de chaturanga:
estiró con agilidad las piernas en paralelo al suelo, apartó el sillón de un
empujón, y se quedó tumbada boca abajo. «Conseguido el primer paso»,
suspiró eufórica.
—¿Crees que es el momento de ponerte a hacer yoga? —bromeó Lorena
por sorpresa.
Manuela sonrió mirando al suelo.
—Para que luego digan que no sirve para nada. ¡Voy!
Reptando el escaso metro que la separaba de sus piernas, se acercó al
alambre de Lorena y colocó la soga en una de las cuchillas.
—Te va a doler. —Se disculpó con antelación.
—No pienses en eso y dale.
Manuela comenzó a mover la cuerda sobre el acero. Iba a tardar un rato
pero observó con confianza que la soga se deshilachaba con cada pasada.
Dar los treinta y cinco pasos hasta llegar al descansillo no había sido fácil.
Cuando salieron de la habitación se encontraron en otra, esta cuadrada, que
parecía un gimnasio doméstico: cinta de correr, elíptica, colchoneta con pesas
y una televisión de pantalla plana de setenta pulgadas. Se arriesgaron a beber
agua de una botella deportiva medio vacía que había sobre una máquina,
chuparon con ansia los restos de un envase de una barrita energética en la
basura de la esquina y siguieron hacia la siguiente puerta. Al abrirla, un
distribuidor enorme se abrió ante ellas: a derecha e izquierda, una pared
blanca sin adornos. De frente, una puerta corredera cerrada.
Manuela dejó a Lorena descansando y abrió la puerta con sigilo. ¿Estaban
en un garaje a la altura del suelo? Había supuesto que estaba en un piso en
altura, nunca en una casa baja. Comprobando que no había movimiento,
Manuela abrió y encontró un Toyota Verso aparcado junto al hueco vacío de
otro coche. Volvió a por Lorena, aunque ella misma cojeaba cada vez más;
casi sin aliento y con mucho esfuerzo, la llevó hasta allí. Abrió el Verso y
pulsó el mando del garaje. La puerta comenzó a abrirse.
Tras descartar un piso en altura, Manuela rogó estar en una urbanización,
pero cuando la puerta se abrió del todo su mirada se perdió en la nada. Un
campo infinito de trigales de un metro de altura. ¿Dónde coño estaban?
Desesperada, volvió a coger a Lorena por las axilas y cerró la puerta tras
ellas, internándose en los trigales.
—Vamos, hay que salir de aquí.
—No puedo más, Manuela.
—Sí puedes. —Le miró los pies, en carne viva, y no quiso ver los suyos
—. Es solo un esfuerzo más.
Lorena empezó a vomitar y a sufrir espasmos. Cayó de rodillas al suelo. A
Manuela las fuerzas también la abandonaban. ¿Cuántos días llevaban sin
comer?
Se detuvo, sujetando la frente de su compañera para intentar reconfortarla.
El dolor de cabeza era ya insoportable. Lorena, lejos de mejorar, perdía la
consciencia. Manuela la tendió en el suelo.
—Te dejo aquí un segundo. —La ayudó a acomodarse en la tierra mojada
—. Voy a dar una vuelta a ver dónde estamos. Intenta no dormirte. Volveré a
por ti. Te lo prometo.
Manuela la besó en la frente, congelada, y se levantó. Estaban en una
finca. La casa más cercana se encontraba a muchos metros de distancia.
Oculta entre el sembrado, comenzó a rodear la edificación hacia la derecha.
Nada más girar vio la parte trasera de la vivienda principal y otras casas
cercanas. ¿La Emperatriz había construido una casa de invitados para sus
perversiones? Era una mujer de gustos caros. No la hacía viviendo en medio
del monte. Con determinación se dirigió hacia la casa. Un sonido familiar
llegó a sus oídos: pasos huecos, crepitar de radios a volumen muy bajo,
presencias silenciosas…
O estaba delirando a punto del colapso, o estaba en medio de una
operación de los GEO. Con una nueva esperanza apretó el paso hacia la casa.
—¡Aquí! —trató de gritar con la voz ahogada— ¡Estamos aquí!
Mientras corría hacia la casa, todo empezó a dar vueltas. La presión en la
nuca penetró en su columna y se extendió hacia el estómago. Sintió frío. Se
apresuró por el trigal. Ya casi estaba. Frente a ella, a apenas cinco metros,
acababa la plantación; si llegaba hasta allí, sus compañeros la verían. Con los
ojos nublados y la cabeza incapaz de procesar un solo pensamiento más,
avanzaba como un autómata.
La silueta de una mujer irrumpió en su campo de visión. Cuatro metros,
solo cuatro más. La figura se detuvo en el trigal, de espaldas a la casa.
Manuela la miró, ansiosa. Se tropezó y cayó al suelo. La tierra mojada
comenzó a absorberla. No podía levantarse. Estiró el brazo hacia la sombra.
—¡Jess! —murmuró, impotente—. ¡Estoy aquí, Jess!
Manuela y Jess entraron en el garaje vacío. Los dos Toyota habían sido
trasladados al depósito para buscar pruebas. Lo atravesaron y llegaron al
enorme distribuidor. Manuela lo contempló, reflexiva, y dedicó unos
segundos a recordar a Lorena. Con la mano en el pomo de la puerta, pasaron
al gimnasio, donde la imponente silueta de Peque ya las esperaba.
—¿Todo listo? —preguntó Manuela. Hizo un esfuerzo por no perder la
entereza.
—Como mandó la jefa —contestó confiado Peque señalando a Jess.
—Manda más que yo —bromeó Manuela, animada.
—Y con mejor talante, amiga.
—Muchas gracias. —Manuela golpeó los antebrazos de Peque con cariño
—. Nos encargamos nosotras desde aquí.
—Como prefieras. ¿Jess?
—Mil gracias por todo, Peque, de verdad. Me has ayudado muchísimo. —
Jess le tendió la mano con dulzura y Peque la aprisionó en un abrazo entre
sus gigantescos brazos.
—Tenemos esta tortura en común. Si no sabe ella, tendremos que cuidarla
nosotros.
—Que no entre nadie. —Jess agradeció el abrazo y sonrió a Peque con
complicidad.
—Descuida. —Abrió la puerta de la habitación y, cambiando el tono,
ordenó con brío—: A ver, señoras. Que esto corre prisa. Todo el mundo a
tomar por culo de aquí.
Tony y el Mudo salieron un segundo después por la puerta.
—Una cosita te voy a decir, tenienta. —Se acercó a Manuela susurrando,
aún con un aparatoso vendaje en la nariz—. Desde que la comandanta ha
tomado el mando nos tiene firmes, firmes. Y me quejaba de ti… ¡Madree!
—Anda, tira, que tenemos prisa.
—Siempre igual con la puta prisa. Iba a decirte que te había extrañao,
pero si te pones terca…
—¿La nariz, qué? ¿Soler se pasó de frenada?
—Mira, de eso ni me hables. —Tony comenzó a gesticular muy ofendido
—. El puto Madelman. Ya te dije que no era triguito limpio. Yo creo que me
tenía ganas. ¿A que sí, rubia?
—Fue un accidente, Tony.
—Sí, sí… Él me decía tol rato: hay que ser realista, tiene que parecer
verdá. ¡Menudo capullo, el tintín! ¿A que sí, primo?
—Tenemos que irnos —contestó Mudo, atento a los gestos de Peque, que
ya estaba casi fuera de la vivienda.
—En fin, un placer, como siempre —concluyó Manuela.
—El placer es nuestro, pareja. —Tony se abrazó a Manuela de repente—.
Nos debemos unos chirimbolos tú y yo, tranquilitos.
—Claro que sí. Tira, anda.
Los gitanos abandonaron la habitación y Jess y Manuela se quedaron
solas.
—¿Estás segura de que va a funcionar? —preguntó Manuela mirando el
picaporte frente a ella.
—Segura, no. Pero si aquí gestaba la fantasía, aquí será más fácil que
hable.
Manuela cogió el picaporte y respiró varias veces para tranquilizarse.
Pensó en Lorena haciendo el camino inverso y le temblaron un segundo las
piernas. Jess cogió su mano, helada, en el picaporte.
—Tranquila. Podemos esperar.
—No quiero esperar.
—Si notas que te desestabiliza, paramos.
Manuela contempló el pomo de la puerta un rato. Con el ritmo cardiaco ya
en equilibrio, observó a Jess, preocupada junto a ella, esperando a llevarla de
la mano. Volvió a mirar la cerradura y completó dos respiraciones.
—Tres vueltas de llave —dijo—. Se abre la puerta. Sonido de trompetilla.
—Cogió el instrumento de bronce del suelo y lo tocó. Provocó un ruido
parecido a un estornudo—. Anuncio de llegada. Quince pasos y…
Manuela dio la última zancada, con Jess muy atenta pegada a ella, y se
encontró de frente a su captora. Sentada en el mismo sillón orejero verde
botella que ella había ocupado solo hacía una semana. Observó el otro sillón,
a su derecha, ahora vacío, y el recuerdo de Lorena hizo que un arrebato de ira
le recorriera el antebrazo. Se veía todo muy distinto con luz y bien
alimentada.
Altiva, muy erguida y con una seguridad excesiva, Manuela analizó a la
Emperatriz: las manos esposadas, las piernas atadas y la cabeza bien alta, a la
espera de acontecimientos. Jess acercó dos sillas frente a ella, pero Manuela
no se sentó. Permaneció de pie, disfrutando del momento.
—Vaya, vaya, mi querida Livia, ¡cómo ha cambiado el cuento! ¿Verdad?
—Manuela se acercó a ella lentamente—. ¿O debería llamarte Irene? ¿Paula,
quizá? El que más me gusta es tu nuevo nombre. —La voz se tornó
enigmática—: Julia… Solo he encontrado una Julia en la Antigua Roma:
Julia Domna, la Emperatriz filósofa. He investigado sus crímenes, pero
parece que no le dio por ahí. ¿No te estarás rehabilitando?
—¿Te sorprende? —preguntó su oponente, retándola con calma.
—Un poco, la verdad. Sus hijos se asesinaron por el trono y ella perdonó
al que fue nombrado Emperador para mantener su influencia. No es un
cuento infantil, tampoco. Pero creía que entre la venganza y el poder, tu
prioridad era la venganza. Supongo que me equivocaba.
—¿Has venido a hablar de Historia? —Irene se acomodó en su posición
con serenidad—. Me sigues sorprendiendo, inspectora. Pensaba que habrías
venido a matarme. ¿Tienes ganas? ¿Tendrás valor? ¿O te has traído una
esclava para que te detenga cuando quieras apretar el gatillo?
Manuela dibujó media sonrisa mirando a Jess, sentada junto a ella con las
piernas cruzadas.
—Al contrario que tú, nosotras no establecemos jerarquías. —Manuela dio
un paso hacia Irene—. Trabajamos juntas.
—¡Precioso! —se carcajeó, exagerada—. Precioso, inspectora. Aplaudiría,
pero… —Movió las muñecas, esposadas, con ironía—. Ya hemos hablado de
esto. Te dije por qué tú, te expliqué que si querías podías cogerme. Tú me
contaste tu rollo de las elecciones y el destino de cada uno. Pero no creo que
seamos tan diferentes.
—En eso también te equivocas. No creo que tu psicosis tenga ninguna
justificación. —Manuela se acercó a su oído susurrante—: Pero he venido a
que me cuentes tu historia.
—Tenía que haberte matado —dijo, apartando la cara de los labios de
Manuela con violencia.
—Sí, la verdad. Tendrías que haberlo hecho. —Manuela le aguantó un
instante la mirada, y dándose media vuelta, tomó asiento junto a Jess.
Irene observó a sus dos captoras, tranquilas frente a ella, e interpretó a uno
de sus cientos de personajes.
—Sabes que me encanta hablar. ¡Pregunta!
Manuela giró la cabeza hacia Jess, cediéndole la palabra.
—¿Por qué arsénico? —la interrogó Jess mientras abría su cuaderno.
—Prefiero llamarlo polvo de sucesión —paladeó morbosa la
pronunciación de las palabras—. Parece mentira que algo tan sencillo sea tan
difícil de detectar. Desde la Antigua Grecia hasta los Borgia… incluso ciertos
maestros actuales lo han usado sin ser descubiertos. —Parecía orgullosa de su
gesta—. Es rápido, limpio, desata unos síntomas comunes a cientos de
enfermedades y es muy difícil de descubrir si no sabes lo que buscas. En su
simplicidad está su belleza.
—¿Cómo elegíais a las víctimas? —continuó Jess, muy interesada en todo
su proceso mental.
—Ellas nos elegían a nosotras, inspectora. Como bien dice tu compañera,
la gente sigue sin creer que sus actos tienen consecuencias. Así es en la
naturaleza y así debería ser siempre. ¿Qué le pasa a un león cuando ocupa el
territorio de otro macho? Todos lo tienen claro: se miden, se demuestra quién
es el más fuerte, uno gana y la manada sigue al nuevo líder. Sencillo. Sin
interpretaciones, tonos de voz, presiones o malentendidos. La naturaleza en
estado puro.
—Entiendo que Echauri tenía información comprometida, pero hay otros
que no acabo de relacionar…
—La culpable por esos crímenes ya está detenida. Podéis preguntarle a
ella.
—¿Ahora vas a traicionar a tu Locusta amada? —cuestionó Manuela,
cruzando las piernas con confianza.
—Como dijo Darwin: no es el más fuerte o el más inteligente el que
sobrevive, es siempre el que mejor se adapta. Algunos lo tienen más fácil,
otros solo podemos seguir adelante. Evolución básica de las especies. Sé lo
que piensas, inspectora. Pero ¿y tú? —Miró a Jess con atención—. ¿Siempre
se puede elegir?
—No hemos venido aquí a hablar de mí, Irene —objetó Jess con firmeza.
—Perfecto. Entonces hablaré yo. Supongo que ya te has dado cuenta, pero
no soy muy buena oyente. —Volvió a colocarse erguida en el sillón—.
Cuando se reparten las cartas hay que evaluar. Si te dan una mano mala, toca
sobrevivir. Eso en Roma lo tenían muy claro, por eso me fascina. No había
familia ni amigos ni nadie inviolable. Solo existía el poder, y mi obra es un
fiel reflejo de ello. —Alzó la mirada hacia el techo, pensativa—. Hace
muchos años que tomé la determinación de que nadie volvería a hacerme
daño. Y lo he conseguido.
—Tu madre de acogida te maltrataba. —Jess seguía profundizando en su
paranoia—. Pero el sistema funcionó. A los doce años fuiste a otra familia.
—¡Y estoy muy agradecida! —exclamó con una sucesión de muecas
excesivas—. ¿No habéis hablado entre vosotras? Sí, tuve tres madres, y una
dio en la diana. ¡Viva el sistema! —Tras el alarde de gratitud, fijó sus pupilas
dilatadas en los ojos de Jess y bajó el tono—. La teoría es maravillosa, pero,
para futuros diagnósticos, loquera, no pienses que las atrocidades que uno
vive de pequeño se olvidan así. —Chasqueó los dedos varias veces—.
¿Verdad, Manuela? ¿Qué puedes aportar a esta conversación? ¿Tienes algo
que decir? Veo, en cualquier caso, que la comunicación no es vuestro fuerte,
chicas.
Jess se inquietó ante la mirada oscura y poco definida de su compañera,
ante sus músculos tensos y mandíbula apretada. Finalmente, Manuela sonrió,
hermética.
—No todos tenemos la familia soñada, es cierto —afirmó Jess sin perder
de vista a Manuela—, pero siempre se puede arreglar.
—¡Ay, cielo! ¿Eso pone en tus libros? —Irene volvió a exclamar con la
voz muy impostada y los ojos extremadamente abiertos—. Se nota,
inspectora, que tu compañera viene de una familia muy rubia y no ha vivido
nuestros añorados infiernos de juventud. Tú, por ejemplo, explícale: ¿has
perdonado a tu madre?
Jess seguía estudiando el rostro de Manuela, inmutable en la media
sonrisa. Sabía que la procesión, como siempre, iba por dentro.
—No he venido aquí a hablar de mi madre —proclamó Manuela con
rotundidad.
—Pero sigue protagonizando tus pesadillas treinta años después. Curioso.
—Araceli murió en un incendio. —Manuela mutó el rostro hacia la
inexpresividad—. Fíjate, alguien que lo merecía tan poco como tú acabó
obteniendo justicia divina.
—Si ahora vas a hablar de un Dios, creo que prefiero que acabes conmigo
ya. —Fingió apuñalarse a sí misma con las dos manos unidas.
—¿La consejera de justicia, defensora del fin siempre justifica los medios,
no va a valorar la suerte como elemento variable en la historia?
—Es irónico que metas a Dios en esto. Al César lo que es del César y a
Dios lo que es de Dios. Y ningún Dios ha tenido nunca nada que ver ni
contigo ni conmigo.
—Tuviste algo que ver, claro. —Manuela descruzó las piernas y apoyó los
codos en los muslos, inclinándose hacia delante.
—¡Claro! —exclamó orgullosa—. Creí que habrías unido más hilos estas
semanas. ¿Qué has estado haciendo? —Manuela estuvo a punto de saltar
sobre ella y gritarle: «¡Recuperarme de tus torturas, hija de la gran puta!»,
pero tan solo se removió inquieta en la silla—. Araceli se chamuscó como
una palomita… No sin antes haberla torturado con todas mis ganas, claro. Me
dejé la piel en esa tarea. —Irene se miró las uñas muy concentrada, como si
se le acabara de ocurrir que tenía que ir a hacerse la manicura.
—¿Y tu padre? —preguntó Jess con interés.
—Un daño colateral, pobre. No era un superviviente. Aguantó a esa
demente durante tres décadas mirando hacia otro lado y luego… —Irene hizo
un ruido despectivo—. No merece la pena ni mencionar a ese hombre.
—¿Tienes remordimientos? —Jess estaba encantada de poder hablar con
un sujeto con una patología asocial tan marcada, pero sentía que más allá de
la frivolidad absoluta sobre sus actos, era incapaz de entrar en su mente.
A Irene le molestó la pregunta de la psiquiatra. Miró a Manuela intentando
encontrar complicidad en ella, pero su rostro estoico se la negó. Se inclinó
hacia delante para acercarse a Jess.
—¿Cómo crees que duermen esos niños por las noches? —Su voz se tornó
lúgubre— ¿Soñando con ovejitas y nubes de algodón?
Jess sintió que estaba perdiendo la compostura y también se acercó a ella.
—Sé que no debe de ser fácil.
—¿Fácil, dice? —Evitó la mirada intensa de Jess; paseó los ojos por la
habitación hasta que se encontró con el verde de nuevo—. No, inspectora, ni
siquiera es difícil. Es imposible —pronunció cada sílaba con total lentitud y
la carga de pasión que parecía estar sintiendo—. Yo no soñaba con
unicornios y globos de colores. ¡Soñaba con la venganza! —En un alarido
desgarrado, Irene forcejeó intentando llegar hasta Jess—. Imaginaba su
muerte, lenta y cruel, la sangre, el previo, su dolor… Y solo así era capaz de
dormir día tras día.
Su mirada se mantuvo encendida unos instantes. Manuela observaba a
Jess, que centraba su atención completa en el sujeto de estudio. Su infancia
era el motor de todo el desorden posterior, pensó Jess, empatizando con ella
durante un segundo y dando sentido a todos sus comportamientos. Irene se
tranquilizó de repente y se relajó en el sillón.
—No os disgustéis, todos merecían morir: mis padres, los obstáculos, las
mujeres que parecen Araceli… Hasta mi amada Locusta merece morir —
anunció, convencida.
—¿También tu pajarillo? —se extrañó Manuela.
—Locusta es una esclava que traicionó a su Emperatriz, una asesina
despiadada. ¿Sabes cómo purgó la Locusta original sus pecados? Fue
sentenciada a morir violada por una jirafa. Sí, sí, como os lo cuento, y luego
dicen de la civilización y el derecho romano.
—¡Eres una puta enferma! —Manuela se levantó con violencia—. No
merece la pena seguir con esto. No me importa una mierda por qué has hecho
lo que has hecho. Ya te juzgará por ello el que le toque.
—Ciao, ciao, inspectora. —Irene la despidió lanzándole un beso con
ambas manos.
Manuela pasó ante Jess, que se resistía a levantarse y abandonar la
conversación, y se dirigió hacia la puerta.
—Por cierto, ¿cómo está tu madre, inspectora? —La voz cínica de Irene
detuvo a Manuela en seco.
Jess observó la espalda de su compañera, expectante.
—¿Al final la has perdonado? —Irene disfrutaba del epílogo.
Manuela se volvió y solo vio el rostro de Jess, que se esforzaba por
entender una situación que escapaba a su control.
—Vámonos —dijo Manuela, tranquila—. ¡Qué se pudra en la cárcel!
—Me dejas con la intriga. ¿Has ido a verla? Va a resultar que no somos
tan distintas.
Confundida, Jess cogió la mano que le tendía Manuela y se dirigieron
hacia la puerta.
—Tenía la secreta esperanza de que si al final la perdonabas, me acabarías
perdonando a mí. —Irene elevó el tono de lunática a medida que se alejaban
—. Al fin y al cabo, ella también intentó matarte.
—¿Cómo? —exclamó Jess. Se dio la vuelta.
—¡Ay, cielo! ¿No lo sabías? —Los ojos de Irene se movían muy rápido—.
Tu novia te oculta muchas cosas, ¿no? Ten cuidado, porque puede ser el
principio de un desorden mental, hoy en día puede prender la llama cualquier
detalle insignificante.
Irene volvió a contemplarse las uñas con una sonrisa vanidosa. Jess
alternaba, desconcertada, su mirada entre Manuela, aún de espaldas y
mirando al suelo, y la consejera, satisfecha en su utopía.
—¿Aún seguís aquí? —se interesó. Alzó de nuevo la cabeza—. Manuela,
cielo, te hacía ya dándote cabezazos ahí fuera. Sigamos, entonces, lo que te
cuesta hablar de tu madre y el daño que te hace.
Manuela intentó contener el ácido que le recorría todo el cuerpo. Soltó la
mano de Jess y se concentró en respirar, con el monólogo delirante de Irene
de fondo: «No le hagas caso. Está intentando que pierdas el control. Tres
vueltas de llave. Abre la cerradura. Sonido de trompetilla. Quince pasos. No
eres igual que ella».
—… en fin, tu verás. —Irene seguía intentando desestabilizarla—. Para
mí ya no mereces la pena. Eres un cordero más, encarcelada en tus
pensamientos, bloqueada por el dolor, cuando podrías ser libre.
Jess había dejado de escuchar, centrada en la cara de sufrimiento de
Manuela. Analizó cómo le temblaban las pestañas, se humedecía los labios
compulsivamente, los ojos se le empañaban. Como si las palabras de la
consejera hubieran activado un interruptor en el cuerpo de Jess, cuando
Manuela le soltó la mano, se dio media vuelta y se encaró con ella.
—¿Qué estás buscando, Paula? —le gritó, violenta—. ¿Una paliza?
¿Acabar esto con un tiro?
—¡Vaya! Esto no lo esperaba —expresó sincera y sorprendida.
—Sigues siendo esa niña asustada que Araceli controlaba, incapaz de
reinsertarte en la sociedad. Orgullosa de sus actos perversos, que no
benefician a nadie. ¿Sabes una cosa? No mereces la pena. Ni tú ni tu juego
enfermizo. ¿Quieres hablar? Encuentra un amigo en la cárcel. ¡Buenas
noches!
Con decisión, Jess se dio media vuelta y observó la sonrisa orgullosa de
Manuela, que volvió a tenderle la mano.
—¡Vámonos! —susurró, convencida—. Y no mires atrás, no merece la
pena. El juego y la manipulación son lo único que le queda.
Epílogo
Escribir "La Puja del Nueve" fue un viaje maravilloso. Cuando me senté a
escribir esta novela, mientras me reencontraba con los personajes, diseñaba
las tramas y me absorbía la historia, fui recibiendo vuestro feedback del
primer capítulo de esta serie, haciendo que lo disfrutara aún más.
Por eso, quiero agradecer a todos lo que habéis leído la novela y os ha
gustado, regalándome comentarios increíbles me han hecho que me esfuerce
en subir un poco el listón. También a los que habéis hecho crítica
constructiva, que de ellos también se aprende. ¡Gracias, gracias, gracias!
Además de a vosotros, sin quienes escribir no tendría mucho sentido,
tengo que agradecer el apoyo de mi "editora". La primera en leer mis locuras
y la que consigue que la historia baje a la tierra y no se convierta en ciencia
ficción. Gracias por aguantarme, relajarme, e intentar que la poca paciencia
de Manuela no sea contagiosa y entienda que las cosas tienen sus procesos.
"Pequeña", ni qué decir sé. Pero como me conoces más que yo a mí
misma, creo que será mejor que no diga nada. Gracias por tener siempre un
comentario audaz, sarcástico y acertado.
Belén y David, mis beta readers favoritos, muchas gracias por
acompañarme y hacerme creer que la novela merezca ser publicada.
Por último, gracias a Isabel, que consigue poner en imágenes mis ideas
más descabelladas y a Maribel, que con su pluma ha conseguido que no me
pierda en los detalles y me centre en lo verdaderamente importante. Gracias a
las dos porque esta novela también es vuestra.
Sobre la autora