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¿Esto es México?

, reseña a “¡Que viva


México!” de Luis Estrada
POR JOSÉ FELIPE CORIA
En salto del surrealismo al churrealismo, para la escena clave de ¡Que viva México!
(2023), opus 8 para cine de Luis Estrada, Pancho Francisco Reyes (Alfonso Poncho
Herrera) escarba contra toda lógica, a pico y pala, un gigantesco socavón buscando
el tesoro tan estúpidamente enterrado por él mismo y tan difícil de encontrar a
pesar de tenerlo a un palmo de sus narices. Quiere el oro de Una Familia de
Tontos, a ver si dejan de ser Los Olvidados con La Repentina Riqueza de los Pobres
Diablos de Kombach, o de La Esperanza. La verdad, su labor no importa.

En la pobrísima provincia, en perpetuo abandono por la demagogia política,


apenas ayer territorio narco en El infierno (2010), nomás hay una vieja casona,
hogar del auge minero perdido. El oro ya no brilla ni está disponible. O si lo está es
para el eterno masiosare gringo-canadiense saqueador de Nuestras Riquezas, con
Nuestra Bendición. Tan depauperado ámbito se estanca en tiempo impreciso: los
1920, los 1940, o vaya uno a saber cuándo, aunque según es Hoy Mismo. Eso sí,
habitado por el Juan Vargas de La ley de Herodes (1999), el Juan Pérez de Un mundo
maravilloso (2006), el Benny García de El infierno, el Carmelo, también Vargas, de La
dictadura perfecta (2014). Tan proteica presencia, en su quinta reencarnación,
aparece por triplicado como Rosendo/Regino/Ambrosio Reyes (Damián Alcázar en
todos los casos, convertido en Palillo posmoderno pasmado) y condenado a la
eterna compañía de El Cochiloco, también por triplicado como
Rosendito/Reginito/Abuelo (Joaquín Cosío en plan de carnal Marcelo del petatiux,
asimismo posmo en gélido pasmo) Estos triplicados —más un Salvador Sánchez
duplicado, rolling gag de pretendida hilaridad, igual al impertinente mariachi
dizque definitorio de “lo mexicano”—, destacan en este “fresco” “monumental” de
191 minutos tiempo en pantalla con coruscante foto monocromática calidad
Arriflex de Alberto Anaya Adalid. Eternometraje-sampler hecho con los filmes
mencionados, tiene personajes hace 24 años de farsa, luego de caricatura, más
tarde caricatura de la caricatura, ayer copias recicladas y hoy máscaras, ya no
rostros; máscaras deterioradas, muecas hieráticas, no individuales sino colectivas.
Con ellas forma una manada, forzado símbolo de las taras del mexicano (feo o
bonito, rencorosamente pobre o gandallescamente aspiracionista clasemediero),
satirizadas, exhibidas sin compasión ni piedad desde La ley de Herodes, piedra
fundacional de un género personalísimo, el del director, vuelto especie de rito
sexenal denunciatorio de nuestro gatopardismo: cambia el gobierno, pero nada
cambia.
Lo mismo sucede desde el agónico priismo finisecular, el rampante y abortado
panismo neomilenarista, el resurrecto PRI corruptazo y ahora la teocracia
unipersonal cuatroteísta de cuarta, tan hipócrita y transa como los gobiernos
predecesores (discretamente, con temor, se presagia la inminente reelección para
2024-2030 del Supremo Tlatoani Infalible). Tal vez acabe un día el fétido ciclo
“mexicano” y sus agraviantes porquerías existenciales-políticas-sociales-familiares
(más la inmundicia de cagarse en la calle o en la tumba del prócer familiar, quien
nunca explica por qué si tenía tanto oro, no se largó de ese pueblo ni se alejó de
su despreciada familia de parásitos).
Nada cambia en esta “comedia política” de figurones, con enrarecido ambiente
irrespirable. Los personajes se presentan otra vez, de nuevo, una vez más, como
son, como siempre han sido y serán: marionetas de chabacano esperpento; de
grotesco melodramón sobre la herencia dejada por el abuelo a su favorito Pancho
Francisco, morbosa sinécdoque de la canalla familia definida por la codicia.
Seres de ineptitud cósmica, incapaces de hacer algo aparte de esperar cual buitres
una herencia que contendría las primeras monedas acuñadas por Creso, tan
magníficas como la película misma se cree. Saldrían así de su lacerante pobreza
mendicante, ¿para qué? Pancho Francisco pudo huir de ella y su impresentable y
carroñera prole se lo cobra.
La parentela es una colección de animales: rapaces cerdos-perros y cuervos-
buitres. Una piara con pulsiones unidimensionales: el chantaje paternal, el
oportunismo saqueador de la cartera ajena, la sexualidad incestuosa. Definida por
la exacción, el sablazo, esta parvada en espera de sacar ojos a gusto, protagoniza
una única situación de lacerantes y gruesos trazos.
El argumento da para todo tipo de sub o sobreactuaciones como la falsa
desdentada abuela (Angelina Peláez), la alcoholizada Mari (Ana de la Reguera)
asqueada por su familia política; la simplona Lupita (Sonia Couoh), enamorada de
Rosendito; la invariablemente resbalosa cuñada Gloria (Mayra Hermosillo), la
secretaria Normita (Adriana Louvier) primero resistente a los avances del tóxico
patrón sexista don Jaime (José Sefami) y al final permitiéndole la manosee; más el
neoestereotipo del sexualmente explotable hermano(a) travesti Jacinto(a) (Cuahutli
Jiménez) por su agresivo “novio” Lupe (Fermín Martínez).
Vaya, la obscena galería de preciosos clichés ridículos se muestra en crudo (desde
el nieto traicionero a su raíz, al abuelo ojete quien postmortem aún jode vidas), y se
les hacina en la entelequia “México”, sólo concebible en “una película de…”.
La escena del inútil hoyo cavado, quiere significar la sagaz, incisiva, bestial comedia
bufa sobre “lo mexicano”; busca el pertinente oro sociopolítico de
Galindo/Buñuel/Schlöndorff sin siquiera alcanzar la sociología cantinera de
Roberto G. Rivera, ni (a pesar de ostentar deposiciones y pedos) el humor
escatológico subversivo del Güero Castro, menos el erotismo burlesco de El Tal
Gómez Beck. Apenas un chistorete repetido por quinta ocasión igual de gracioso a
esa sepulcral oquedad, la cinta misma: cartilla de mediocres máximas morales a
cargo del charlatán Dr. Rafael Juan de Meraulyock. Pero lo importante está a un
palmo de narices, al lado (en el cine de al lado, pues).

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