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w w w . m e d i a c i o n e s .

n e t

La supervivencia de los
superhéroes en las historietas
norteamericanas

Jesús Martín-Barbero

(en: Poligramas N° 6, Cali, 1976)

« Muerto en la novela y la pintura, el héroe se desplaza y


resucita, o mejor, pervive en la “subliteratura” del
consumo masivo. (...) la facilona respuesta de la mayoría
de los “críticos” ya no nos convence: la industria cultural
no inventa los mitos, una mitología popular no es nunca
impuesta del todo. Si una mitología “funciona” es
porque responde a una cierta demanda colectiva
latente, a ciertas necesidades y esperanzas que el
racionalismo ambiente no ha logrado satisfacer o
arrancar. El gris anonimato y la impotencia social en que
se consumen la mayoría de los hombres que habitan
nuestro Occidente exige, reclama ese suplemento, esa
cotidiana ración de imaginario, para poder vivir. Y así los
héroes, a la vez que significan la posibilidad de
transgredir la trivialidad cotidiana, resultan siendo los
realizadores de todo lo que nos falta. Esas historietas
vienen a aportar la brecha surrealista y el único trozo de
poesía al que muchos hombres y mujeres tienen acceso;
además de la seguridad que da la redundancia y la
esperanza que da la creatividad.»
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Si nosotros podemos soñar nuestra vida, el héroe es


aquel que vive nuestros sueños.
P. Fresnault-Deruelle

Los superhéroes están de vuelta. No solo de moda. Y su


vuelta responde a un salto hacia atrás que es posible apre-
ciar en muchas expresiones de la cultura masiva. Vuelve
Kin-Kong de la mano de Súperman. Y mientras Travolta y
la moda retro nos instan a reencontrar los años pre Vietnam,
las sucesivas batallas de los planetas nos hacen mirar más
allá del siglo XXI. Pues bien, ese doble movimiento está ya
en marcha en las historietas de aventuras de los años trein-
ta, y quizá rastrearlo nos ayude a descifrar el de los tiempos
que corren.

“The Yellow Kid”, la primera historieta, nace en julio de


1895, solo cuatro meses después de que el cinematógrafo
iniciara su aventura del otro lado del Atlántico. Y si el cine
comienza como diversión de feria, como espectáculo de
barraca popular, los cómics nacen también dirigidos a las
muchedumbres semianalfabetas, a los inmigrantes que ape-
nas saben leer inglés. Durante tres décadas las historietas
serán fundamentalmente “cómics”: humor y sátira hechos
imagen dibujada, narración instantánea y completa en cada
tira, sin otra verosimilitud ni lógica que la del chiste tierno o
mordaz; es más, serán incluso antiheróicas. Los héroes na-
La supervivencia de los superhéroes en las historietas...
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cerán más tarde, justamente en 1929, nada más y nada


menos que en el año del crack, de la gran depresión; cuando
la quiebra de cientos de empresas lanza a la angustia coti-
diana y a la más elemental supervivencia a millones de hom-
bres y mujeres en una Norteamérica asolada por la corrup-
ción y la actividad de los gángsters que acompañaron a la
ley de prohibición del alcohol. Es bien significativo que
durante esos duros años el cine y las historietas no solo no
quebraran, sino que alcanzaran algunas de sus tasas más
altas de ganancias. En la primera gran crisis del capitalismo,
el cine y las historietas, las dos formas pioneras de la indus-
tria cultural masivo-popular, van a ser el espacio de des-
pliegue de una nueva mitología... ¡esa misma que los ameri-
canos tratan de resucitar por estos días!

¿A partir de qué materiales y con qué modelos narrativos


fueron fabricadas las historietas de héroes y aventuras? Un
primer substrato hay que buscarlo en las novelas populares
del siglo XIX, tanto en la novela histórica como en la folleti-
nesca y la fantástica. Literatura esta que ya estaba siendo
reescrita en los pulps como Fumanchú, El Zorro, La policía
montada del Canadá, o The Sadow: un pulp escrito por G.
Jenks como respuesta al encargo de unos editores que, se-
gún testimonios de la época, “querían un misterioso perso-
naje que protegiera a los inversores honestos contra los es-
peculadores sin escrúpulos” . Otro ámbito clave para com-
prender el surgimiento de la aventura en las historietas es el
cine, cuyo naturalismo fotográfico lo llevaría en seguida a la
aventura, a través de un lenguaje que desde Melies se hace
argumental. De manera que desde 1920 tenemos ya versión
cinematográfica de novelas populares –El Zorro, de Fred
Niblo, es de 1921–, y algo que es más importante: se ponen
en circulación los “seriales cinematográficos” que trasladan
al cine el modelo de la novela por episodios, por entregas,
como el Fumanchu, desarrollado en quince episodios de
veinte minutos cada uno.

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La publicidad va también a incidir sobre el nuevo tipo de


cómics, con su realismo y sus ya bien probadas capacidades
de sugestión. De la publicidad saldrán algunos de los mejo-
res dibujantes que han tenido los cómics de aventuras, co-
mo Foster y Raymond. Y de la radio vendrán los “dialo-
guistas”; esos profesionales de la “escritura hablada” –la
“más popular”– que, junto con el autor literario y el dibu-
jante, conforman el equipo realizador de la historieta; así,
de la radio viene Lee Falk, el autor de Mandrake y El fantas-
ma. Y pasamos ya a analizar algunos de los representantes
más logrados de la mitología que pone en marcha la histo-
rieta de aventuras –Tarzán, Dick Tracy, Flash Gordon,
Mandrake y Súperman– que además encarnan y tipifican
algunos de los géneros más exitosos hasta el día de hoy.

Del exotismo a la publicidad

Tarzán se hace historieta el 7 de enero de 1929, de la ma-


no de Harold Foster y sobre guión de Rice Burrougs. Pero
existía en folletín desde 1914 y en cine desde 1918, dos me-
dios que lo habían engendrado a su vez a partir de las nove-
las de aventuras exóticas, de los fotorreportajes y los dibujos
de los libros de viaje, en una mezcla del mito de Rómulo y
Remo amamantados por la loba, con El libro de la jungla de
R. Kipling. La mezcla tendrá éxito: 30 novelas, 42 pelícu-
las, 26 volúmenes de historietas y 60 telefilms.

Inicia Foster introduciendo en los cómics el realismo ci-


nematográfico y dejando por fuera todo rasgo caricaturesco.
Con Tarzán la historieta alcanza la impresión de movimien-
to tanto al interior de la viñeta, por la multiplicación de los
planos y las angulaciones, como en la relación de unas vi-
ñetas con otras, que al multiplicarse también en número se
empiezan a enlazar de diversas formas. Es la entrada de la

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épica en la historieta, épica que Hogart, el segundo dibujan-


te –del año 37 al 47– llevará a una puesta en escena
delirante a través de una composición gráfica que tensiona
(y contorsiona) los animales y las plantas, los ríos y los
cuerpos humanos. La página se convertirá en un espacio en
mo-vimiento cuyo modelo habría que buscarlo en el retablo
barroco, mientras los cuerpos y los rostros se hacen impre-
sionistas. Dicen los historiadores de cómics que la censura
no dejó circular los últimos números de la historieta reali-
zados por Hogart, ya que en ellos Tarzán se habría vuelto
“inmanejable”; trastornaba el mito al convertirse en un semi
dios en perpetua cólera, en una fiera siempre al ataque.

Tarzán se ubica en la huida hacia la lejanía y la naturale-


za, dos espacios fundamentales de la mitología que al unirse
en la historieta señalan un nuevo filón: ¡lo lejos que queda
ya la naturaleza! Entendiendo por ésta, claro está, la natura-
leza-madre de toda bondad frente a la ciudad industrial y
corrompida. Tarzán lo sabe bien, él es hijo de un Lord y,
por tanto, es el imposible buen salvaje. En el año 1929 y
siguientes, en pleno colapso económico, los millones de
hombres que luchan por sobrevivir en las ciudades van a
tener en Tarzán un agujero por el que escapar hacia otras
luchas y otras sobrevivencias, y van a recibir de él la coti-
diana ración de imaginario. De este modo el arriesgado
vivir de Tarzán conectará con el arriesgado vivir de sus lec-
tores aportándoles un sentido, un “lugar” desde el cual leer
los acontecimientos cotidianos y, además, un modelo de
virilidad y una prenda de la superioridad de la raza blanca.

Tarzán es el macho blanco, semidesnudo, vestido única-


mente con un taparrabos hecho de piel de tigre –con lo que
ello significa de asunción mágica del poder, la agilidad, la
fuerza y la potencia sexual del animal–, pero es un Tarzán
que habita un más allá, esa selva africana que en su legen-
daria lejanía vuelve todo extraño y fascinante. El dibujo de

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Foster, pero sobre todo el de Hogart, hará visual la leyenda


plasmando en imágenes admirables el esforzado ritmo de
lucha de este moderno deshacedor de entuertos, acosado
por la maldad de los hombres y ayudado siempre por una
madre naturaleza que es ruda y fuerte, que lo sostiene y
alimenta aventura tras aventura. Para el hombrecillo de ciu-
dad que cada día dispone de menos espacio vital la vaste-
dad de las praderas, la enormidad de los ríos, la magni-
ficencia de las plantas, todo ese decorado barroco conecta –
qué duda cabe– con las vetas del sueño... ¡Como la intensi-
dad del vivir de Tarzán conectará con el deseo que atraviesa
impotente la inercia de la vida rutinaria y aplastada del
obrero habitante de la gran ciudad! La publicidad lo sabe
bien, y trabaja ese mito sabia y repetidamente, no solo en la
oposición del campo a la ciudad sino fetichizando cualquier
objeto con la carga mágica, con el poder de “lo natural”,
cada día más lejano y extraño y por ello mucho más fasci-
nante.

La jungla está en la ciudad

Si la naturaleza queda cada día más lejos, la jungla por el


contrario se halla cada vez más cerca: es la ciudad misma
vista desde los “barrios bajos”, la corrupción, las mafias, el
hampa. Inspirada directamente en la crónica de actualidad,
aparece en 1931 –el año de la condena de Alcapone– Dick
Tracy, hecha por Chester Gould. Con él llega a la historieta
el género policiaco, que ya había entrado en el cine desde el
año 27 con Las noches de Chicago de Steinberg, y que en ese
momento alcanza uno de sus niveles más espléndidos con la
“novela negra” de R. Chandler, de J. Caim y, sobre todo,
del El halcón maltés de D. Hammet, aparecida el año ante-
rior. De la novela negra, Dick Tracy va a tomar la temática,
pero invirtiendo por completo su sentido, y también la du-
reza de los rasgos –basta recordar el perfil del protagonista

La supervivencia de los superhéroes en las historietas...


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que abre cada tira–, la fuerte tipificación de los personajes


tanto psicológica como física, los tics caricaturescos y un
cierto sentido del horror que habita la ciudad, que es la
ciudad. Pero a partir de esos rasgos Dick Tracy invierte el
sentido que el terror tenía en la novela negra, ya que en
lugar de caracterizar la corrupción policial, y a través de ella
fustigar la de la clase política –la de los que dirigen, desde
arriba, la violencia de los barrios bajos–, Dick Tracy em-
prende la tarea de rehabilitar las fuerzas del orden volcando
toda la corrupción sobre los delincuentes, convirtiendo a
estos en “ratas demoníacas” y transformando a la policía en
la directa administradora de la justicia.

El nuevo héroe que encarna Dick Tracy no tiene tiempo


para los democráticos procesos de enjuiciamiento de los
delincuentes, y en una figura que devela su carácter fascista,
se arroga el derecho de ajusticiar a quien él decida. Y todo
ello en el mejor “estilo Gould”, es decir, a través de una
estilización metonímica que convierte la defectuosidad físi-
ca del gangster en símbolo de su imperfección moral. Dicho
más llanamente: los malos tienen forzosamente que ser
feos, contrahechos, cojos o con enfermedades visibles. Con-
tagiado de un sadismo bestial el dibujo describe con una
larga y meticulosa complacencia la muerte dolorosa de los
malos, de los delincuentes. Y es que no solo la justicia ven-
ce siempre, sino que el castigo que impone en su venganza
debe ser terrible y siempre estará justificado.

Al estilo Gould hay que reconocerle sin embargo un bien


logrado ritmo, cuasi cinematográfico, conseguido a base de
multiplicar los planos, de las fuertes elipsis, la ruptura de la
linearidad entrecruzando diferentes niveles de acción, y una
efectiva visualización de la violencia. Contra Dick Tracy, en
réplica comercial pero también política, aparece la historieta
Agente secreto X9, escrita por D. Hammet y dibujada por A.
Raimond. En ella el detective Dexter no sólo pone al des-

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cubierto la corrupción policial sino que se enfrenta a las


fuerzas del orden, llegando a actuar al margen de ellas. Sin
emabrgo, Hammet solo duró un poco más de un año como
guionista, pues las presiones de los poderosos sindicatos le
cansaron. Su sucesor, Leslie Charteris –el creador de El
Santo–, convertirá la historieta en una descripción docu-
mental de técnicas policiales.

Se abren las rutas del cosmos

Pionera de las historietas más exitosas hoy día, las de


ciencia ficción, Flash Gordon de Alex Raimond, aparece en
1934. Nace un nuevo héroe, el “héroe del espacio”, de los
cohetes y las arriesgadas misiones por el cosmos; un cosmos
curiosamente teñido de orientalismo: el del planeta Mongo
con sus dragones y los rasgos Ming. ¿Por qué se trabaja el
“espacio” desde ese paradigma que sirve de ubicación tam-
bién al Jungle Jim, el Tarzán de Malasia y su heroína Shan-
gay-Lee, o a la China en que Milton Canif coloca a Terry y
los piratas? Con Flash Gordon la historieta de héroes asume la
forma más clásica de la aventura y emplea una fuerte carga
de lirismo en el dibujo, que adquiere a la vez una calidad
vanguardista indiscutible. El héroe tiene todas las caracterís-
ticas de un Robin Hood, pero lanzado a una epopeya de
corte wagneriano en la que la meticulosidad del trazo en la
descripción de rostros y vestidos sirve de contrapunto a la
grandiosidad de los espacios. No es extraño que Fellini se
sintiera fascinado por esta historieta en la que trabajó como
guionista durante la guerra.

Huidos hacia el futuro, los personajes de Flash Gordon


prefiguran ya la contradictoria proyección de sueño y pesa-
dilla que toda la ciencia ficción presenta hoy. Los mons-
truos que acechan a los viajeros del cosmos guardan la
marca de los terrores ancestrales. Así, en la imaginación de

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su futuro el cosmos es poblado con restos del pasado, con la


memoria de aquello que parece aterrar a la especie. Pero no
solo con eso, ciertamente, también con la primera presencia
significativa de heroínas: por primera vez las mujeres se
insertan en la historieta de aventuras a título de coprotago-
nistas deliciosamente bellas y sutilmente eróticas. En pocas
historietas de ese tiempo el aliento poético ha penetrado tan
expresamente la trama de la historia y la gráfica.

Imaginería y necromancia

En 1940 nace Mandrake, hijo de Lee Falk y del dibujante


Phil Davis, inaugurando para la historieta el rico filón de la
magia negra, que sin duda constituye uno de los más popu-
lares de la literatura popular... la ancha y larga imaginería
de magos y fantasmas, de la necromancia y el espiritismo,
procedente de los relatos de la novela gótica del siglo XVIII.
En ella se mezclan grandes dosis de credulidad popular y de
curiosidad, donde los trucos del ilusionista o las venganzas
de ultratumba producen un tipo especial de placer: el que
engendran la ansiedad y el miedo. De ahí que ese tipo de
relato daba ser obligatoriamente efectista, como los juegos
de manos del prestidigitador. En la historieta de Mandrake,
haciendo honor a la etimología de su nombre –mandrágora–,
domina una fuerte carga onírica, que es la que hace posible
la mezcla de los diferentes mundos que la vigilia mantiene
separados. Se trata del espacio nocturno de la vida, en el
que pueden existir hombres-cristal u hombres-hierba, y en el
que es posible ver “la otra cara” de la luna y viajar sin solu-
ción de continuidad del Egipto de las momias vivientes al
país de los marcianos. Pero para gozar de esos viajes es
necesario que nos guíe Mandrake, es necesario aceptar la
mandrágora que da entrada a ese ámbito donde los mudos
se mezclan y los personajes (sus identidades) se desdoblan.
Como en un truco de ilusionista, esta historieta pone en

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funcionamiento uno de los mecanismos claves del imagina-


rio. Me refiero al desdoblamiento mediante el cual Mandra-
ke asume la parte “alta” y noble de la misión, pues él es el
poseedor de los poderes mentales, mientras el negro –otra
vez un guiño a la superioridad blanca–, fornido y semides-
nudo Lothar asume la parte “baja” y desagradable, la de la
fuerza bruta y la violencia física. Ese mecanismo es impor-
tante a la hora de entender el juego de identificación-pro-
yección que la industria cultural de ese tiempo maneja ya a
perfección.

El mito USA por excelencia

En plenas vísperas de la segunda guerra mundial y proce-


dente del Medio Oeste granjero y conservador –en el que
viven Siegel y Shuster, sus autores– nos llega el gran mito,
el primer verdadero superhéroe, el equivalente de Hércules
o Parsifal: Súperman. Llega, no podía ser menos, rompiendo
el formato de las historietas e inaugurando el cómic-libro,
replanteando el espacio de la página y la periodicidad de la
publicación. Porque este superhéroe viene a cifrar en clave
de historieta nada más y nada menos que el sueño imperial
americano. Únicamente ello puede explicar la necesidad no
solo de dotarle de un origen misterioso, sino de enmarcar su
venida a la tierra en el simulacro más ingenuo, en la réplica
más candorosa del relato evangélico: nacido en el planeta
Kriptón, es cuidado en la tierra por unos padres que ignoran su
verdadero origen, y cuando llegue el tiempo de emprender su
misión ¡será convocado por su verdadero padre en medio de
rayos y truenos y después de un tiempo de desierto y ayuno!

“Hermoso, humilde, bondadoso y servicial”, dotado de


una vista, de un oído y de una fuerza sobrehumanas, Sú-
perman vive entre los hombres bajo la carne mortal de
Clark Kent, un periodista miope, tímido y mediocre, eter-

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namente enamorado de Luisa, quien por su parte adora a


Súperman. Y esa doble personalidad no solo inserta en la
historieta un cierto suspenso de novela policial sino que,
como decíamos más atrás, sirve de enchufe y anclaje al
despliegue cabal del imaginario desde el que sólo nosotros
sabemos nuestra oculta, fascinante y poderosa personalidad
real, pues, como ha escrito Roman Gubert, “cualquier po-
bre tipo alimenta secretamente la esperanza de que un día,
de los despojos de su actual personalidad florecerá un su-
perhombre capaz de recuperar años de mediocridad” .

Ahí es donde trabajo del mito aparece ahora atravesado


por la contradicción que le plantea la estructura narrativa de
la historieta: a caballo entre el desvelamiento del arquetipo
–es de-cir de una ley, de lo siempre previsible– y el incierto
desarrollo de una individualidad, de una libertad personal.
Eco ha analizado espléndidamente la contradicción entre
mito y novela; la que surge de juntar irrepetibilidad y repeti-
ción, esa que explica porque Súperman no puede enamo-
rarse, pues ello entrañaría un paso hacia la muerte. O aque-
lla otra paradoja que mina a Superman: estar dotado de
tanto poder pero incapaz de producir la más mínima altera-
ción en el curso del mundo. Ser capaz de viajar entre las
galaxias y estar reducido, sin embargo –¿absurda o coheren-
temente?– a combatir un solo mal: los atentados a la pro-
piedad privada. En su versión cinematográfica reciente esa
última paradoja ha sido astutamente soslayada: nuestro
héroe libra a su país, o a la tierra entera, de una conflagra-
ción nuclear. Pero las claves continúan siendo las mismas:
el Súperman que vino a levantar la moral de los soldados
americanos y a señalar el despegue fulminante del imperio
del dólar, sigue, ahora en pantalla gigante y sonido estereo-
fónico, siendo el mejor ejemplo de la esquizofrenia entre
una conciencia cívica y una conciencia política.

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Esos héroes que aún necesitamos

Muerto en la novela y la pintura, el héroe se desplaza y


resucita, o mejor, pervive en la “subliteratura” del consumo
masivo. Pero esa permanencia del héroe en la cultura popu-
lar resulta siendo algo más que un dato estético, ella plantea
un problema antropológico. Y es que la facilona respuesta
de la mayoría de los “críticos” ya no nos convence: la in-
dustria cultural no inventa los mitos, una mitología popular
no es nunca impuesta del todo. Si una mitología “funciona”
es porque responde a una cierta demanda colectiva latente,
a ciertas necesidades y esperanzas que el racionalismo am-
biente no ha logrado satisfacer o arrancar. El gris anoni-
mato y la impotencia social en que se consumen la mayoría
de los hombres que habitan nuestro Occidente exige, recla-
ma ese suplemento, esa cotidiana ración de imaginario, para
poder vivir. Y así los héroes, a la vez que significan la posi-
bilidad de transgredir la trivialidad cotidiana, resultan
siendo los realizadores de todo lo que nos falta. Esas histo-
rietas vienen a aportar la brecha surrealista y el único trozo
de poesía al que muchos hombres y mujeres tienen acceso;
además de la seguridad que da la redundancia y la esperan-
za que da la creatividad. De un lado, la estructura iterativa
de los cómics de aventuras es una forma secularizada y
literaria de ritual con su repetición constante de las situa-
ciones –el esperado retorno–, y su tipicidad simbolizante de
los personajes: por más avatares que atraviese, cada cual
acaba siempre siendo lo que es, que no es lo que parece sino
el bueno o el malo, el vasallo o el rey, el sujeto que busca o
el objeto buscado. Y, de otro lado, ahí está la tensión entre
el principio de realidad y el de placer, la fuente de toda
creatividad y toda búsqueda.

Los héroes vienen siempre de otro mundo que el nuestro,


pero tienen la misteriosa capacidad de mediar entre el suyo y
el nuestro como los magos o los ángeles. Y parece que des-

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pués de tanto progreso científico-técnico la mayoría de los


hombres siguen necesitando aún mediadores: si ya no entre
el cielo y la tierra, al menos entre el sueño y la vigilia de la
vida cotidiana. Mediación que en el caso de la historieta
encuentra su caldo de cultivo en la forma especial como su
“economía gráfica” articula las imágenes con el imaginario.
Los héroes de los cómics no envejecen como las estrellas de
cine, están inmunizados contra el tiempo y su implacable
desgaste, tiene la atemporalidad del “fantasma” en la teoría
freudiana. Sin temporalidad que los lleve a la muerte y sin
cotidianidad que los exponga al desgaste, los héroes y las
historietas que ellos habitan trabajan desde la mitología
pero penetran, forman parte de nuestra cotidianidad, y la in-
forman asegurándonos (engañosamente) que nunca pasa
nada en verdad y que si alguna vez llegara a pasar... ahí
estarán Tarzán o Súperman.

Bibliografía

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J. Coma. Los cómics: un arte del siglo XX, Guadarrama, Madrid,
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J.C. Indart. “De cómo una historieta enseña a su gente a pensa”,
en: Lenguajes No. 1, Buenos Aires, 1974.
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