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CENIZAS DEL CIELO

La tarde despertó con el tranquilo viento que recorre las calles de Casa Grande. Y la fuerza
laboral regresaba al descanso después de un día lleno de tareas dentro de la vieja Fábrica de
Azúcar, en una procesión que acompaña el pito de la una y media. Toda la multitud
trabajadora se disipa a esa hora por el Parque Fabrica, rumbo hacia sus casas. Nada
interrumpe, nada debe interrumpir el camino hacia el descanso de estas personas, que día a
día dan todo dentro de esta gran industria productora de aquel dulce insumo tan codiciado
por las personas.

En las calles de Casa Grande se respira un viento fresco a esas horas del mediodía, y un
olor muy peculiar viaja por los alrededores; un olor proveniente de los comedores de los
hogares, que deja su perfume por las callejuelas de esta ciudad. Es algo muy del día a día
que se produce en las calles y que muchas veces se adentra hasta la tarde, con el sonido que
viaja y sale desde dentro de las casas. Ese sonido de las telenovelas o programas de
entretenimiento familiar, que son disfrutados por la gente en horas del almuerzo.

A esas horas, se suma el bullicio lejano de los niños que juegan al trompo, la pelota o a las
canicas, y adornan el ambiente, junto con el viento que viaja por encima de los techos de
las casas. Adorada tranquilidad de la tarde de un día común, en que la gente suele dormir la
pacífica siesta, que despierta con las últimas campanadas de la iglesia, o los primeros
llamados del panadero. Son tiempos de tranquilidad y bienestar en todo el pueblo
casagrandino, que se hacían presentes en estos años, y que ahora se guardan en la memoria
y prevalecen en el tiempo, aunque a veces sea interrumpida por actos de barbarie sicarial.

Muy lejos del poblado, entre la verdura de los campos cubiertos de Caña de Azúcar. La
Tarde se levanta y el tibio viento acaricia las flores del carrizal, llevando sus esporas por los
aires, viajando hacia el cielo. Cuando entre las grandes hectáreas de caña, muy distante de
las urbanizaciones. La tranquilidad es interrumpida por el eco de las voces de dos
adolescentes que se abren camino entre los cañaverales y forraje que también ahí habitan.
Penetran los frondosos campos, cortándose las palmas de las manos por las filosas hojas de
los largos bejucos, exponiéndose los brazos y los dedos a los agresivos vellos punzantes de
las hojas, que entre los tallos nacen y donde también habitan enredaderas. Y al pie como
hierba mala que busca sacar provecho de la sombra y la húmeda de la tierra, distintas
especies de pasto.

Los adolescentes marchan hacia un lugar conocido por los lugareños como El Reservorio:
que es un gran estanque, y que muchos lo utilizan para refrescarse en épocas del verano).
Aquellos muchachos despreocupados, se abren camino por entre los frondosos sembradíos,
para llegar más rápido a ese lagunar.

Camino estrecho se abren sin temor a cualquier eventualidad, ya que no es la primera vez
en que estos rapaces inician tal travesía hacia el gran charco, para poder refrescarse en sus
aguas.

José, el mayor de ellos tan solo por seis meses, sostiene en su mano una vara de carrizo
que cogió en la entrada de la carretera donde se advierte la llegada al pueblo de Lache: un
pequeño anexo de Casa Grande donde se comercializa y cría en grandes corralones
animales para engorde de la especie porcino. José, chico inquieto y vivaracho, siempre de
aventuras y caminos sin fin. Él tiene el arquetipo de aquel muchacho flaco deportista y
jovial de barrio. Audaz en las peleas del colegio y siempre acompañado de la más bonita de
su salón. El otro adolescente que siempre lo acompaña en sus aventuras; era Harold. Un
chico travieso y de la misma estirpe de José, los dos crecieron juntos en el mismo barrio de
la Calle Libertad en Casa Grande. En varias ocasiones, tuvieron que pelear antes de llegar a
ser buenos amigos. Cuando José cumplió los 15 años de edad y cursaba el cuarto de
secundaria, acompañó a Harold a dejar una carta de amor a una dulce niña que vivía en la
nueva Urbanización Víctor Raúl. Al llegar ellos a la puerta de la casa donde vivía aquella
niña, fueron recibidos por el perro de ella, y viéndolos acercarse a la puerta no dudo en
atacarlos. José valientemente se acercó por encargo de su asustado amigo y tocando la
puerta, fue embestido por aquel rabioso can. Tal fue la mordida, que José tuvo que ser
llevado al tópico del Hospital de Casa Grade, para que puedan coser la herida que había
ocasionado la mordida de aquel bravo animal.
Por aquel acto de valentía de José, aquella relación de amistad de los muchachos se hizo
inquebrantable. Y desde ese día, Harold nunca dudo de la palabra de su amigo.

Mientras atraviesan el campo de caña, los palomillas charlan para sentirse más
acompañados. Recuerdan sus anécdotas pisando vigorosamente el pasto que se guarda al
pie del cañaveral, apartando con las manos los tallos, y abriéndose paso por los surcos.

—Es largo el camino… ¿no? —dice Harold, que se adentra tras los pasos de José.

—Sí, pero vale la pena —responde José quitando las hojas afiladas con la vara de carrizo,
que como cuchillas pasan cerca de sus mejillas.

—¿José recuerdas cuando vinimos la última vez?

—Sí, ¿Qué pasó?...

—Divise una bandada de palomas que llegaron a dormitar muy cerca de unos árboles del
“Reservorio”.

—Me hubieras dicho antes, para traer la escopeta de mi viejo, y después de bañarnos, las
esperamos bajo el árbol, y ni más ni menos, sin que se den cuenta, les metemos plomo, para
llevar algo a nuestras casas; ya que siempre mi vieja me resondra por salir tantas horas a la
calle y no hacer nada de provecho.

—Si, a mi igual… —comenta Harold con una sonrisa en el rostro.

Riendo van por el filoso camino, que desde luego se hacía más entretenido por los
comentarios donde a veces confesaban sus más inquietantes travesuras con las chicas del
colegio.

Ya estando ellos muy dentro de aquel frondoso campo de caña. De pronto divisan una
larga llamarada que se alza delante de ellos. José, sorprendido retrocede con una mirada
atónita en su rostro, sin antes maldecir el hecho con un “Carajo”. Tal fue el susto que soltó
la vara de carrizo y cogiéndose la cabeza dijo:

— ¡Harold! ¡Mira ahí!


— ¡Deben estar quemando la caña! —dijo Harold.

— ¡Si, y mira que grandes lenguas de fuego!

— ¡Si, son muy grandes! ¡Debe estar el corte de caña por ahí!

— ¡Vamos, rápido agarremos otro camino! —dijo José con miedo en la voz.

Al darse media vuelta los dos para coger otro camino, también divisa una llamarada que se
alzaba hacia el negruzco cielo que se había rápidamente cubierto de cenizas.

—¡¿Qué está pasando?! ¡¿Dios qué pasa?! —gritó violentamente Harold.

—¡Tranquilo Harold! ¡Hay que salir de aquí pronto! —dijo José, tratando de calmar a su
amigo.

— ¿Y ahora qué hacemos? —pregunto Harold con un tono preocupado.

—¡Calma primero amigo, que de peores cosas hemos salido! —respondió José.

Las cosas para los jóvenes se pusieron muy mal de pronto, y mucho peor cuando
escucharon con estupor el crujir de los tallos de la maleza que ardían y reventaban ante las
feroces llamas.

Sin pensarlo mucho corrieron hacia un lado medio descubierto por las cañas, y tratando de
buscar una salida, los adolescentes se abren en veloz carrera por entre los arbustos
buscando la calle que divide la hectárea donde ellos estaban. Pero se dan con la sorpresa de
que un muro de fuego ardía ante ellos, y que los había acorralado en un lado del terreno
sembrado que ardía vivazmente. Y el humo se acercaba hacia ellos como nubes celestiales
que rápidamente ahogaron a los dos jóvenes haciéndolos corren sin rumbo, impregnados de
pánico y con los ojos llenos de terror. Aquel pánico que se había apoderado de sus mentes,
hizo que la situación en ellos se hiciera más terrorífica y confusa. La tragedia y el horror se
había hecho presente en la vida de estos dos muchachos, ciegos por el humo y los negros
tallos de las cañas, muertos de miedo por la sensación de calor que poco a poco sentían
acercarse a su piel. Y sin esperar, el horror de sus gritos pidiendo ayuda se hizo
indispensable en el momento, y la inmensa propagación de las llamas que hacía más
creciente su temor a la muerte, ante la soledad y la compañía del otro muchacho, que yace
paralizado viendo a todos lados, con los ojos cubiertos de lágrimas y el vacío de su voz.

De repente, José divisa un probable escape de aquel infierno donde se habían metido, sin
querer alguno. Infierno que apareció en la vida de ellos, sin que fueran advertidos que
sucediera, justo en este día, y justo en la zona donde ellos estaban.

José temerariamente salta una valla de fuego, mientras el otro lo sigue con las manos en la
boca y nariz, para no ser víctima de asfixia por el humo. Pero cuando las cosas se
alumbraron para el bien de la vida de estos dos muchachos, el tiempo y la circunstancias,
justo hoy para los dos, se pusieron adversas.

Los adolescentes llegaron a un lugar del siniestro donde todavía no se presentaban las
llamaradas, de pronto corrieron en busca de una salida, pero fueron sorprendidos
nuevamente por un muro dos veces más grande que el anterior, más vivo, más rojo, más
ardiente; que hasta la tierra pareciese hervir por el fuego.

Las llamas cerraban más sus alternativas de salida de aquel tórrido lugar, que se consumía
muy rápidamente, y que hasta los gallinazos circulaban en el cielo con el humo y las
cenizas, advirtiendo más el triste final que también ellos llevarían.

El fuego como voraz bestia los atrapaba poco a poco, mientras ellos con los ojos sollozos se
resignaba a un triste final, lleno de lamentos, lleno de tristes recuerdos, lleno del dolor.
Aquellas llamas que poco a poco consumiría sus vidas. Se les acercaba cada minuto más y
más, haciendo duradero y tortuoso su triste final. Final donde el fuego quemará empezará
quemando sus ropas, ardiendo sus carnes, tostando sus huesos.

Y aquellos muchachos se quedaron con sus lamentos viendo todo esto, suceder ante sus
ojos y todos sus sentidos. Sus mentes aterradas por ese infierno que los había rodeado, se
acercaba lentamente y cerraba más su mundo en llamas.

Aquel lugar donde ellos se habían quedado atrapados, ya no existía la compasión por sus
cuerpos. Sus gritos se hubieron escuchado hasta el poblado más cercano, si no es por el
crujir de la gruesa maleza que reventaba por el fuego. Ni los ejecutores que estaban con sus
lanzallamas, se advertían de la existencia de personas en medio del ardiente incendio que
habían provocado por motivos de la “Fiesta de la Zafra”.

Quizás si hubiera sido el caso, que estos dos adolescentes, no hubieran penetrado tan al
fondo. Se hubieran salvado. Pero no fue así.

Aquellas llamas que parecían salir de la tierra y morían en el cielo, devoraban poco a poco
todo a su paso. Haciendo también que animales salgan despavorido por el fuego y el humo
que invadía el lugar. El crujir del cañaveral, las ratas que corrían hacia un lugar más seguro,
los zorros que abandonan sus madrigueras con la cola chamuscada por el fuego. Y aquellos
muchachos que nunca pensaron en la difícil situación en que se encontrarían este día.

Y así fue como el fuego consumió todo, sin respeto, sin piedad, sin discriminar nada; que
solo los gruesos tallos de las cañas yacían peladas de maleza, junto con las cenizas que se
mezclaron con las de los jóvenes calcinados en medio del campo, y que viajan ahora en los
torbellinos de la desolación de un terreno arrasado por las ardientes llamas. Y para después
vagar con el viento y caer encima de las casas, como negra nieve en un anaranjado ocaso
que se extiende por todo el cielo de esta, Casa Grande.

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