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A Zoila Infante

Te alabaré para siempre

PRIMERA PARTE

Y es el portal abriéndose a la súbita noche de los jardines, de la calle; abriéndose


a las conversaciones, al saludo fugaz de los que pasan, a los gritos de los niños
que se despiden y recogen sus libros, sus juguetes, una camisa, un suéter, un
sombrero. Han cesado las voces inocentes que formaron los coros: reyes y
príncipes depuestos, melancólicas viuditas del conde de Oré , delgadinas cautivas,
doñanas de delicadísimos dedos que despiertan las rosas y cierran los claveles,
pájaras pintarrajeadas que saltan recogiendo flores, gallegas con nombres de
emperatriz rusa, desobedientes y majaderas, soldados aragoneses, rubios y altos,
muertos en batalla, y un negrito gordo y sonriente, comedor de arroz. Coros de un
ingenuo erotismo, que fabulan amores desgraciados e innobles: cantos y danzas,
celebraciones infantiles en la tarde que cae.
La calle es de un gris profundo que, a trechos, iluminan las lámparas que se
encienden, todas a una, en los portales. La calle fragante y húmeda que no
volveríamos a ver hasta la mañana siguiente, pero cuya vida sería comentada,
divulgada, en la mesa y luego en los dormitorios, de una cama a otra, antes de
persignarnos, decir las oraciones y cerrar los ojos, apretando los párpados para
ahuyentar la oscuridad, los muertos, el silencio, hasta que el sueño nos rindiera.
Entonces, los mayores reanudaban sus pláticas en los portales, poblando los
sillones, los bancos, los columpios, los balances, intimando con sus puntuales
referencias del día. Se hablaba del trabajo, de la casa, de la familia, de los amigos;
se narraban historias de muertos, de aparecidos, de viajes irrealizados, de
proyectos por cumplir, de las enfermedades, y, bajando la voz, entre dientes, casi
en un susurro, comentaban una desgracia sentimental ocurrida en la familia, sin
hacer de ello escándalo. A nuestra prima Hortensia le había nacido un niño sin
padre, y Hortensia era la más dulce, generosa y bella de nuestras relaciones. La
pobre, tan joven y ahora tan triste. Comentaban la situación económica de algún
pariente o amigo, sus dificultades, la escasez y la pobreza. Se hablaba de las
personas evitando nombrarlas. Mamá añadía un refrán, siempre a mano, para
concluir un escabroso tema: «Ruin es el árbol que no cobija sus raíces», decía.
Papá comenzaba a historiar el esplendor y las penurias de sus antepasados.
Eramos cubanos, nacidos de padres cubanos, hijos de cubanos nacidos en las
islas, y esa era nuestra gloria. Papá hablaba despacio y con esmero de sus vidas
y sus hazañas con la misma nostalgia con que les oyera a su gente esos viejos
relatos. Sus cuentos adolecen de una atroz monotonía (no voy a repetirlos), pues
era incapaz de recrear un asunto, de completar con rigor un cuadro. Lo importante
en sus relatos no eran las personas, sino los lugares. A ellos dedicaba extensas
descripciones; le gustaba reflexionar sobre una circunstancia dada y sus efectos
dentro de un lugar determinado; los sucesos nunca son iguales en todas partes. El
paisaje influye sobre los acontecimientos. La gente, para él, para nosotros luego,
no importaba mucho; nuestra verdadera pasión se trasladaba a los lugares, ya
fuera para defenderlos o combatirlos. Lo que había que amar y respetar era, para
decirlo en términos familiares, la geografía. Sustentábamos un concepto muy
pobre de la historia; éramos ahistóricos. Lo importante era ser cubano, sentirse
cubano, y eso sólo lo podía determinar nuestra geografía, su clima y naturaleza.
Éramos cubanos porque habíamos nacido aquí y no en otra parte, como los
gallegos eran gallegos, los moros, moros, y los polacos, polacos. Por eso papá
desaprobaba la emigración, cualesquiera que fueran las razones; los viajes, sí,
porque los viajes ilustran; pero para vivir y morir, la Isla. Con él no era posible otra
alternativa; creo que con sus hijos, tampoco. Pero oyéndole hablar de otros
tiempos y otras personas asistíamos a esas presencias en ese tiempo fabulado.
Hablaba de Damián y la Deseada, Bejuquero, Vega de Mano, La Güira, el
Yarey, La Aguada, La Morena, potreros de yerba paraná y guinea, de pangola y
espartillo, manigual que él y una cuadrilla reducida de hombres habían
desmontado, desde la Ciénaga de Virama hasta el litoral del norte, donde el
mangle y las caletas forman un muro contra el mar.
Vino para hacer productivas estas tierras poco generosas. Y hablaba,
disimulando su disgusto, de los bosques de cedros y caobas, palos de firme
corazón, de los algarrobos cuyo fruto azucarado, seco, alimenta el ganado, de la
cuaba que arde sin fatiga, del almácigo de transparente y delicada piel, de la baría
finísima y el granadillo, de la yaya y el jagüey, árboles de regia estirpe,
descuajados para ceder espacio a las cañas de Guinea y de la India, a sus
múltiples variedades aclimatadas y desarrolladas en las Antillas. Y, entonces,
pasaba a decirnos cosas de la industria y las palabras se aligeraban. Y él calla.
Están hablando en el portal, hablando, hablando, hablando simultáneamente en
todos los portales, a la misma hora, meciéndose, fumando, tomando café, mirando
a los demás, oyéndose. Pronto será la noche. Alguien silba, alguien canta y no se
oye la tonada. Se oyen las voces que hablan lentas, apresuradas, alto, bajo, con
pasión o apaciblemente. Yo les oigo, les he oído todos estos años y me deleito y
entristezco. Yo les oigo cuando oscurece y un pájaro y otros pájaros ya no vuelan,
porque no hay viento, salvo calma muerta y llueve mucho.
No sabemos quiénes fueron los primeros en llegar a la Isla. Mamá afirma que su
familia es mucho más antigua. Cuenta la tradición que en sus ancestros figuraba
un arcabucero, el remotísimo peninsular de cuyo nombre nadie puede acordarse,
que vino a Bayamo a las órdenes de Melchor Suárez de Poago, y se instaló en
esa región desde entonces. A este dato, papá le oponía el suyo: su «gente de la
tierra»; bayameses que se opusieron al letrado Poago, se alzaron, huyeron de la
villa, y no regresaron hasta que la audiencia emitió una providencia que ordenaba
a Poago que suspendiera su actuación.
Mamá se ha quedado dormitando en el balance. Cuando alguien reclama su
atención, sacude la cabeza y dice que se «aliviaba» de las fatigas del día. Mamá,
de veras que no nos interesa para nada quiénes estuvieron antes o después. Si
algo nos conmueve y enternece es que estés ahí meciéndote, somnolienta, vaga.
Háblanos nuevamente de tu casa, como si soñaras.

La volanta se ha detenido frente al portal y su abuela y las hijas descienden


comentando la merienda en casa de los Torralba. Dicen que la tardecita ha
refrescado mucho y la abuela le pide a Viviana —que ha salido a recibirlas— un
chal: el negro, que es más doble. Viene Santiago con una palmatoria, protegiendo
con su oscura mano la pequeña llama. Oscurece. Las muchachas ya están de un
salto en el portal. Santiago trae un quinqué. Melampo gira alrededor de las
muchachas, meneando la cola y la lengua. Aleida lo acaricia y Lucinda lo
ahuyenta. Con sus patas puede estropearle el vestido. Hortensia y Clara corren
detrás del perro. Melampo baja los escalones y se echa junto a la rueda de la
volanta. Jaime lo espanta. La casa encendida, ellas entran hablando, fatigadas.
Lucinda trae las manos yertas. Corre a abrigarlas, lanzando el parasol de seda por
el aire. Viviana lo recibe y las mujeres ríen a coro. La sala fragante, del rosado
claroscuro del cedro. El abuelo, taciturno, se frota las manos, las sacude, las
oprime contra sus ojos, contra su frente, y camina despacio entre los muebles. Y
es el portal. Allí se deja caer sobre un balance y fuma. Han venido a reunirse con
él otros señores de la comarca, y hablan en voz baja y alzan la voz y toman del
coñac que sirve Jaime, y se oyen sus palabras rondando las columnas del portal,
rondando las voces que el temor y la duda sostienen y que chisporretean en sus
labios: ha habido un alzamiento en Yara. Melampo ladra, un gallo canta. Es la alta
noche.
Mamá, ¡despierta! Está lloviendo, tiemblas. Papá se queja de tu descortesía
hacia los que te rodean, hablando, hablando, hablando. La yerba era grande, la
yerba era fina y verde y olorosa y llegaba hasta cuasi el agua. Mamá se disculpa:
los días son tan largos y ella no tiene a nadie que la ayude, sus preocupaciones
cada vez son mayores y era tan placentero ver aquellas verduras y arboledas, el
mar que nunca se alza . Se levanta, se despide, arregla un poco los muebles del
portal, se asoma a las mariposas y a los clarines que el sueño desvelan. Entorna
las hojas dobles de la puerta; se la oye decir que está rendida y da, como una
bendición, las buenas noches.
Mamá está en el portal relatando el regreso de su abuela a la casa que ardió, la
casa que ella no conoció, la casa que su tía Lucinda reconstruye en una carta
desde Tampa. Su abuela leyó esa carta a sus hijos antes de morir para que no
olvidaran a la ausente, para que no olvidaran la casa memorable, ni abandonaran
el lugar donde nacieron. Mamá está hablando de su abuelo, vestido de blanco,
consultando el reloj que cuelga de una leontina de oro, frotándose las manos, la
frente, el mentón: «España gobierna a la Isla con un brazo de hierro
ensangrentado, privándola de toda clase de libertades.» Y mamá habla de
Lucinda, que se vio expulsada de su suelo a un clima remoto. Mamá se lamenta
de no haber participado en la conversación donde todos hablaban, porque su
abuela no disfrutó de ese derecho; a ella y a los suyos en su tiempo sólo se les
concedía el recurso de obedecer y callar. «España agota con sus enormes gastos
militares la riqueza pública y privada.» Los hombres nerviosos hablan, cuchichean,
susurran caminando por el extenso portal en penumbra. Las mujeres oyen en sus
habitaciones, sobresaltadas, el grito unánime de «¡Viva Cuba Libre!»

Siempre que mamá hablaba de la casa de sus abuelos nos prometía una visita a
aquel lugar. Yo estuve allí una vez. Seguíamos al atardecer la línea del ferrocarril
que hacía el camino de Bejuquero a la Yaya. A ambos lados se alzaban las cañas
limitadas por herrumbrosas cercas de alambre de púas, mayas y lenguas de vaca.
El incómodo viaje en carretón halado por caballos que respondían a la bronca voz
del viejo Isidro, se hacía más infeliz a medida que avanzaba la tarde. Mamá
sugirió un desvío para cumplir aquella vieja promesa. Isidro la atendía extrañado;
esa trocha era poco frecuentada y demoraba el viaje media hora. Creo que
obedecía con disgusto; los viejos de nuestro país son, en general, supersticiosos y
la trocha abandonada no era un lugar para juegos. Por ahí andan los muertos en
pena, andan vivos, como hace un siglo, a caballo o en quitrín; los negros tenemos
ojos para verlos y oídos para oírles. No es que tengamos miedo, pero los
animales, señora, los animales se espantan y es peligroso. Mamá le pide con
disimulo que calle; los niños no debíamos oír esas cosas. Es un lugar como otro
cualquiera, Isidro, igual, solo que el monte, más espeso, dificulta su entrada y el
ferrocarril inutilizó ese trayecto. ¡Andando!
Yo dormitaba en su regazo cuando los plátanos y las cañabravas alzaron sus
follajes para facilitar nuestro paso. Olía bien y el aire era distinto. Olía a frutas, a
dulce, a maderas húmedas y frescas. Cuando el carretón se detuvo, Isidro ayudó
a mi madre y a su hermana Clara a bajar. Después saltaron al suelo los niños
mayores y yo, medio dormido, me aferré al cuello del viejo. Mamá le dijo que me
pusiera a andar pero que no me soltara la mano. Creo que el rostro duro de Isidro
junto al mío, creo que sus labios húmedos de tabaco me sacaron del sueño. No
sentía miedo.
Tía Clara iba delante recomendando a sus hijas cuidado al caminar sobre el
trillo. La maleza menor lo confundía todo. Me sorprendía el brillo de la luna en los
árboles grandes y descubrí una hilera interminable de cocuyos dormidos sobre la
tierra, que nos miraban titilando. Me agaché para coger uno y me parecieron
monstruosamente grandes y duros y sucios. Isidro se abalanzó sobre mi mano
para retirarla de aquellos objetos enterrados. «¡Cuidado, puedes cortarte, son
fondos de botellas!»
De repente nos hallamos frente a un enorme baldío rodeado de árboles
gigantescos. Un tropel de pájaros sacudió el aire sobre nuestras cabezas,
deteniéndonos. Hortensia corrió a los brazos de su madre, y tía Clara, con su voz
de niña asustada, señaló unos arbustos retorcidos de flores blancas agazapadas
entre las hojas oscuras y lustrosas. Las gardenias estaban florecidas. Nadie se
atrevió a arrancar una sola.
Bajo los árboles se alzaba el ruinoso esqueleto de lo que fue la casa. Columnas
decapitadas de un verde enmarañado, colgante, como las barbas de un anciano
enfermo y andrajoso. Más allá, un colgadizo, no sé por qué milagro conservado,
pendía del cielo sin estar sostenido por la tierra. Y entre horcones derribados y
tejas ennegrecidas, un túmulo de cosas, todas negras, todas verdes, todas
enguirnaldadas por ramas florecidas.
Y aún más allá, el pozo con su arco de hierro carcomido y sus piedras
cenicientas. Y más allá, y allí, y en todas partes, un dulcísimo rumor de piedras y
agua y fronda en el tiempo, apagándose.

«Nosotros creemos que todos los hombres somos iguales; amamos la tolerancia,
el orden y la justicia en todas las materias...» Su voz se hacía cada vez más
vibrante, más firme, más augusta. Don Octavio Alejandro Roble y Castillo había
congregado a su mujer, sus hijos, sus parientes y sus esclavos frente a la casa,
bajo la enorme ceiba que cincuenta años antes señalara el sitio donde se alzaría
la casa principal, cuyo recuerdo ejerce un poder tan desmesuradamente grande
que ha formulado todos los dogmas y supersticiones familiares: sus principios,
ideas y conducta. Allí les declaró que había abdicado de todo su poder y
responsabilidad sobre sus posesiones, incluyendo a la familia, que en aquel
momento de la libertad e independencia de Cuba sólo aspiraba a que, conscientes
de sus deberes, le acompañasen en la larga y difícil lucha que comenzaba. Mamá
llora en silencio. Lucinda fue la primera en arrojarse a los brazos de su padre, y
desde entonces le siguió junto a los hombres que acudieron a ponerse bajo sus
órdenes, libres y libertos. Lucinda le ayudó a cerrar los ojos, lejos de sus tierras,
viejo y enfermo, peleando en Las Villas al mando de tropas que ya se
dispersaban. Habló poco antes de morir, pero con un acento que ella no pudo
olvidar. Después del Zanjón, sola, siguió el camino de La Habana, al exilio, a
Tampa, a Brooklyn, sin volver jamás a su casa, desaparecida. Mamá se sacude
las lágrimas como si fueran gotas de lluvia, las pri meras gruesas y pesadas.
Fuman y hablan, toman agua y café mientras hablan, y es de nuevo la guerra, la
vuelta a la manigua, son otros nombres en el mismo país. Es la reconcentración,
el hambre, las epidemias. Papá camina frotándose las manos, golpeándose la
frente. Su voz se hace dura, nos duele oírla porque su padre, que hizo la Guerra
de Independencia, que perdió la guerra y el país, les dijo que de algún modo,
alguna vez, habría que recuperarlo. No sólo la tierra, sino el espíritu que diezmara
Weyler, que España y los cubanos entregaron a los norteamericanos, a las
aduanas y a los bancos yanquis. Mamá busca en sus bolsillos un pañuelo y llora
por la muerta Lucinda, que escribió todas aquellas cartas; Lucinda enterrada en
Brooklyn bajo una losa que no dice su nombre; el tiempo lo ha borrado. Mamá
entra y se sienta junto al radio para oír la novela, mientras los hombres hablan.

Y a esa hora, a esa misma hora están hablando en todas partes del país otros
hombres y otras mujeres. Hablan de sus pequeñas vidas y la vida mayor de la
República, del mundo, de otros mundos. Y en el puerto se han detenido las
goletas, los barcos, las balandras, los yates, las tartanas, las carabelas, los
vapores, los galeones, las chalupas, los esquifes y las lanchas. Todos vuelven a
tierra. Los pescadores abandonan las nasas y cordeles, las tarrayas y las redes,
para hablar de la pesca, del mar, del Golfo y de los cayos y las islas adyacentes.
Hablan de ellos y el país, de las costas donde los hombres que recogen la sal y el
carbón están hablando junto a las aguas madres y bajo el humo y la ceniza de la
leña que arde sepultada. Hablan del monte, de la sitiería, de la siembra y el grano,
de caballos y aperos de labranza, de la cría y el pasto. Y allá los campesinos
hablan de la tienda, los mandados, de los niños que aún no tienen aula, del
médico que falta, del boticario y el juez del pueblo, del hacendado y el comerciante
que ahora hablan también de sus asuntos: de la cuenta del banco, de sus hijos
internos en las escuelas de las capitales de provincias, o en algún país extranjero.
Hablan del club, de las instituciones civiles y públicas, de las fraternidades
secretas, de hipotecas, seguros, reuniones y seminarios en el país y fuera, de
lugares donde los terratenientes y los banqueros, los hombres del gran comercio y
de la industria pasan sus vacaciones hablando, mientras los obreros en sus
trabajos y en sus casas, en la bodega y el café, en la esquina y los portales hablan
de sus oficios y preocupaciones, de sus luchas y conquistas, de explotadores y
explotados, de vivir la vida encantadamente tomando cerveza y ron, bailando y
cantando, acostándose con todas las mujeres que ven y desnudan con la mirada y
los gestos y las palabras, hablando del descanso retribuido, del diferencial
azucarero, de huelgas y aumentos salariales, de desempleo, zafras y tiempo
muerto, del corte de caña, del rendimiento de la sacarosa, de cogollo y paja, de
pilas y transporte, tachos, centrífugas, condensadores, hornos, calderas, talleres y
hablan del tabaco, de capas y tripas, de tercios y chavetas, de galeras y lectores,
de escogidas y medias ruedas, de anillado y perillas, de cajas y vitolas. Hablando
están los músicos y los artistas, los intelectuales, de un ritmo, de un color, de una
idea; los estudiantes, de matrículas y libros y exámenes; los policías, de
delaciones, confesiones, torturas, homicidios y suicidios y prisiones; y habla el
revolucionario y habla el reaccionario y habla el oficinista y el prestamista y el
seminarista, y habla el delincuente y el superintendente, el ingeniero y el lechero,
el limpiabotas y el viajante, el comecandela, el comebolas y el comemierda, y
habla el soldado y el vigilante y el sereno. Hablando hablando hablando el
hacendado habla de plante y corte y molienda; y habla el industrial del mercado
que afluye, de los diversos productos nuevos para la venta, de la publicidad y las
acciones, de la vida nocturna y las coristas, los cafés y los restaurantes, los night
clubs y los ritmos de moda. Están hablando de política el senador y el
representante, el alcalde y el sargento de barrio. Hablan de elecciones, de cédulas
y votos. Hablan de carros de último modelo, caballos de raza y galgos. Y habla el
religioso y habla el ateo, el presidiario y el fugitivo, el casto y el pervertido y en
todas las conversaciones se habla de las mujeres rubias altas morenas menudas
altas morenas rubias menudas morenas rubias delgadas robustas firmes de
carnes altas y delgadas y robustas y carnes firmes y menudas de mulatas y
negras de moras y gallegas y polacas de vírgenes y adúlteras de señoras y
prostitutas. Y a esa misma hora, en ese momento, las mujeres están hablando de
la casa y la familia y la escuela y los niños, hablando de vestidos y partos,
murmuraciones, enredos, de enfermedades, ambiciones, ilusiones y traiciones, de
vivir encantadas de la vida y de sufrir como mártires y de trabajar como negras y
de esclavitud y liberación y hablan de parties y baby showers y house warmings y
revistas y figurines y telas y hablan de zutanita de tal y menganita de más cual y
esperencejita de tal y cual más de los males. Hablan, hablan, hablan las damas en
sus casas de los barrios residenciales, de los barrios viejos venidos a menos,
hablan de la fortuna que un pariente no supo cuidar y se ha perdido, de los
tiempos que fueron, de lo que se tuvo cuando Marianita las invitaba a una
recepción con gente bien, de sociedad, decente; cuando los vestidos venían de
París, las muñecas de Alemania, la porcelana de Sèvres, los licores de toda
Europa, la cerveza Pale Ale, Stout, Laguer de Inglaterra, las medicinas de Suiza y
las frutas, el aceite, los dulces, las conservas y el vino de España; cuando una se
iba a París, a Londres, a Roma, a toda España en barcos de primera y una era
respetada, mimada por sirvientes, militares y funcionarios del gobierno. «Y una se
iba a Nueva York como quien va a la esquina a encantarse con las tiendas y los
hoteles. Una que era recibida en Palacio y en todas las embajadas. Entonces las
cosas estaban en su sitio, y una misma en el lugar que le corresponde entre la
gente, la gente, la gente de verdad, a quienes una estaba acostumbrada. Una que
oyó cantar a la Bori y a Caruso en un palco y vio a la divina Sarah. —Ah, ¡qué
Camille, tísica y todo, pero bella, elegante, refinada!—; una que siempre tuvo el
primer puesto en los salones y desfiles. El verano en la Riviera y el otoño de París.
Sí, querida, sí, venir a menos, como diría abuela, no significa perder la clase. Con
la última joya no hay que entregar las maneras, las formas, el estilo. Hay que
cubrir las apariencias, cuanto más arruinado más elegante, ¿no te parece? ¡Qué
horror toda esa gente que se va a Miami a comprar en las tiendas de los polacos,
en gangas y quincallas de mala muerte! Nosotras en casa, dedicadas a las labores
de mano, todas bordábamos preciosidades. Todavía conservamos algunas piezas
de suprema excelencia confeccionadas para el ajuar. Escoger un buen
pretendiente siempre se consideró un arte, un gran arte... ¡Ah, no, de ningún
modo, un verdadero escándalo, figúrate todo lo que la gente diría! A nosotros
siempre nos preocupó el que dirán. Eran los tiempos, dicen, pero no es verdad, lo
distinto era la gente. Una nacía para cuidar la casa y la familia. Yo siempre lo he
dicho, la mujer para la casa y el hombre para la calle. ¿A quién puede ocurrírsele
que una dama, una verdadera dama, se ocupe de cosas que no son de su
incumbencia? Agua que no has de beber déjala correr. A esa no la menciones
jamás, hijita, jamás, eso, como la varicela y la rubiola, se pega. Ella, es tremenda,
pero no me gustan los chismes. El caso es que por su culpa se arruinó ese santo
hogar. ¿Será cierto lo que me dijeron? No, no hablemos de esas cosas. Al menos
una fue educada con rigor. Nuestra divisa era el amor y respeto a Dios, a la
familia, a la sociedad y a la Patria. Nunca falta quien critique. Las lenguas
viperinas abundan. En fin, que hay que consolarse, la gente habla sin cansarse,
sin cesar, como si no tuvieran otra cosa que hacer; lenguas ociosas de víboras
que matan. Por hablar son capaces de las peores atrocidades, pero no hay quien
pueda detenerlas. Hablan y hablan y hablan. Lo mejor es callarse como aconseja
el sabio refrán, porque en boca cerrada no entran moscas.»

«Ah, no, de eso nada, no creas que vas a embaucarme con eso, ¡a mí sí que no!
Y a otra cosa... Ya estoy muy cansada, pero muy requetecansada de este
jelengue. ¡A mí plin!, ¿sabes?, y a la madama, ¡plan! ¡Qué va, vieja, allá ellos que
son blancos! Yo encantada de la vida, con coger el Ferry me basta, como dice la
canción, ausencia quiere decir olvido, pero nostalgia, no, de eso nada, nada de
nostalgia, jamás sí. Pero en fin de cuentas, se lo han buscado y luego dicen con
caritas de santicos: ¡qué mala, pero qué mala es la gente! Sí, mi cielo, ella,
tremenda tipa, si la ves con su Jantzen, total que parece un grillo. Mucha fachada
y por dentro nada, nadita. Perdóname, mi amor, se me olvidaba lo más importante,
el acabose, la pillaron comiendo rositas de maíz, como si por ese lugar se
comieran rositas de maíz, a lo mejor ahora le llaman así, el mundo da tantas
vueltas, una más y quedamos. ¿Pero cómo se te ocurre? Pues nada, las cosas
seguirán igual, él yendo a sus negocios y ella al club a comer rositas de maíz.
¿Cómo? Pero si todo el mundo lo sabe y a mí sí que no me humilla nadie. El
Ferry. Después de todo, Miami está más cerca que Santiago de Cuba. Claro que
la comparación no es válida, comparar es como traducir Ten Cents por centén.
No, no me sorprendió. Una sabe que nunca falta un roto para un descosido.
¿Quién puede creer eso? ¿O es que se creen que una es boba? Boba su abuela.
A mí no va a faltarme nada. Manejo la Pitman a las mil maravillas y como tú sabes
mi inglés es de primera, sin acento ni nada, ciento por ciento puro de Pensilvania.
No hablemos de eso más nunca... New York is a wonderful, wonderful, wonderful
town, darling, y a rey muerto rey puesto, pero a mí sí que no. Conmigo, cero.»

Los yanquis también hablan en sus oficinas y en sus mansiones y en sus clubs y
en sus hoteles, hablando, hablando, hablando...
...y las palabras caen de un cielo estrellado, fúlgido, de enero, y caen de un cielo
encapotado y bajo, de diciembre y un suelo de enero a diciembre las recoge. Y
caen sobre los techos y los árboles y los animales y los pastos y las flores y las
piedras mojándolo todo, encharcándolo todo, ensuciándolo todo con palabras.

No puedo dormir. Las voces me desvelan. Las palabras caen. ¿Sabes cuántas
estrellas hay en el cielo? Insondable, inabarcable, inconmensurable como las
ideas y los pensamientos de los muertos, tantas como sus ojos que
infatigablemente vigilan a los que hablan sin misericordia de nuestros oídos, de
nuestro olfato, de nuestro gusto, tacto y vista. Tengo sueño. Si pudiera olvidarles,
callarles para siempre en mi memoria. Quiero oírles cada palabra
irremediablemente fabulosa, envuelta en un aroma de antigüedad que nos permite
creer que somos transportados fuera de nosotros mismos —hacia dónde, no
importa—, aunque lo más probable sea que no logremos llegar más allá de
nuestro propio ser. No sé, no se me ocurre imaginar cuántas palabras rondan en
la noche, pero quisiera, Lila, responderte sin vacilaciones, ahora mismo, al azar,
espontáneamente. Tantas como los muertos de la tierra, como las arenas del
fondo de los mares, como las plumas de cada uno y todos los pájaros que
desconozco, como las estrellas que se repiten cada noche en el cielo de las islas,
como el silencio de sus perros aborígenes o como las gotas de la mucha lluvia que
llovió.
Si yo hubiese perdido el sentido del olfato dormiría como un lirón, pero las
palabras tienen un olor demasiado intenso para que yo pueda disimularlo. Me
intoxica, me asfixia sin que yo pueda identificarlo con alguien o algo conocido. Si
yo hubiese perdido el sentido del gusto, soñaría toda la noche que ayuno, libre del
grosero pecado de la gula, en un país donde la gente medita seriamente sobre su
destino, entregada a las labores más nobles. Pero las palabras me seducen como
el más suculento y elaborado manjar; primero me llenan los ojos, después la boca,
luego el estómago, e inmediatamente ocurre la operación inversa, y escapan del
estómago a la boca, a los ojos avergonzados por el asco y la repulsión. El hecho
es que estoy condenado a olerlas y saborearlas eternamente sin saber con
exactitud qué diablos huelo y saboreo. Condenado a oírlas, a decirlas, a
escribirlas, consciente de que estos ejercicios no me harán jamás un hombre más
inteligente, más prudente, más sabio, más feliz. Y a esa elemental conclusión yo
llamo reflexionar.
Lila, la respuesta no era difícil, la sabía; una adivinanza pueril que puedo
complicar, si así lo quisiese, infinitamente. ¿Cuántas estrellas hay en el cielo? Es
curioso cómo los números pueden confundirnos, aterrorizarnos hasta el punto de
situarnos en los mismos bordes de la más absoluta aberración de la fantasía
poética. Pude contestar con la irresponsabilidad del niño que se ve forzado a
demostrar su ingenio echando mano al repertorio más infeliz de lugares comunes.
La suerte es que a mí nunca me impusieron entretener a las visitas con
recitaciones, bailes, cantos, interpretaciones musicales al piano, al violín, a la
guitarra; esas genuflexiones patéticas que se aprenden entre los dos y los seis
años y que por rabia o vergüenza se recuerdan toda la vida. Pero se trataba de los
números, de un número. Me posee la superstición numérica que no es menos
cruel, menos humillante que las otras, y contestarte sin proponerme por lo menos
una escaramuza, una estrategia convincente, no sería digno de mi superstición
cabalística. En fin, me las arreglé por unos minutos para distraer tu excesiva
impaciencia. Te irritó mi irónica banalidad. Te puse en evidencia, Lila, si querías
burlarte de mi total aburrimiento, tendido boca arriba, desnudo, sofocado por la
violencia del calor, imbecilizado, retorizado, ridiculizado, mirando a las estrellas,
contándolas, atribuyéndoles a cada una de ellas, y de acuerdo con tus arbitrarias
clasificaciones, categoría humana. Aquella, esta, la otra, todas, opacas,
refulgentes, tímidas, soberbias, etcétera, etcétera, etcétera (bien aprendida la
reticencia, la ingenuidad, la pobreza expresiva del melancólico rey de Siam), eran
la identidad astral, absoluta, permanente, de los conversadores incensantes y de
cada una de sus palabras para mi júbilo y satisfacción, ellos expresaban la
voluntad de esos cuerpos remotos, impenetrables, desconocidos: sus
inclinaciones y obligaciones y arbitrio.
Salté de la cama, me asomé a la ventana y grité frené-ticamente: «Ninguna.»
Me sentí libre. Con una palabra gritada al poco aire denso, sofocado, húmedo, de
la noche antillana, y sin miedo al poder infinito de su imagen, creí que acababa de
sepultar a todas las demás. El sueño me rindió finalmente.
2
Dice que ha regresado sólo porque necesita organizar ciertas cosas, pero no se
refiere a ninguna de ellas. Dice «cosas», aunque yo sobrentienda que se trata del
lugar, tal vez de las personas. También dice que mientras impone cierto rigor,
cierto orden a la casa, tratará de pensar. Tampoco dice en qué, en quién, por qué.
Yo no quisiera... me llevo las manos a la nuca, suavemente, deslizando los dedos
desde atrás hacia adelante, hasta la garganta, repetidas veces, como quien se
obliga a recordar, a olvidar. Yo no quisiera tener que recordar por él, porque yo sé
que no va a ser igual. Para mí las cosas son muy distintas, desde el pan
tostándose en la cocina o la camisa tiesa de almidón y blancura, hasta la conducta
de los mayores en las contingencias menos simples. Yo no he vuelto, es él quien
trata (inexplicablemente) de definir su situación, que no es la mía, con la
complejidad de las palabras, aunque no hable.
Me mira con sus grandes ojos sin color y trata de sonreír apoyando su mano
grande en mi hombro. No sé de dónde saca su sonrisa, ni de dónde sus ojos. Está
parado debajo del laurel. Lila ha eliminado del relato este árbol del cual no puedo
recordar nada, pues según ella el ciclón de 1926 lo arrancó con raíces y todo; pero
yo no estoy muy seguro; Aleida alega lo contrario y ambas discuten hasta
pelearse, hasta que mamá, secándose las manos en el delantal, interviene: «Pero
niñas, ¿qué importancia tiene que el laurel ya no esté...?»; Lila se echa a llorar y
corre calle abajo; mamá y Aleida vuelven a la cocina, el pan tiene la corteza un
poco quemada, ¡y era un pan tan excelente...!
Está parado debajo del laurel, recostado con marcada indolencia a la portezuela
cerrada al jardín, y su pelo, con el último sol, pierde los reflejos dorados,
ensombreciéndole el rostro que yo de tanto imaginarlo, de haberlo reconstruido
tantas veces en la memoria, había olvidado. No voy a decirle lo mucho que ha
cambiado. Aún no sé si él es el mismo. Pienso en la inutilidad de su regreso. Dudo
que pueda entender algo, recordar algo. Dudo que pueda pensar como dice. Se lo
impiden su memoria y la proximidad con lo pasado.
No voy a decirle que ha hecho mal en volver. Si al menos Aleida estuviera en
casa, después de llenarle la cara de besos y llanto y de decirle: «príncipe hermoso
y suave, gamo y caballo, roble entre los árboles», le traería adentro para
alimentarle. No voy a decirle que ha hecho mal en volver; después de todo he
pasado años esperándole. Si me he quedado ha sido para recibirle, pero yo no
soy Aleida. A ella se le secaron los ojos y la boca, mirando a la calle, diciéndonos
que el día menos pensado Alejandro doblaría la esquina, llamándola, y ella
correría a su encuentro, y juntos entrarían en la casa, y todo volvería a ser como
antes, y para siempre. No voy a decirle lo mucho que me gusta mirarle a la cara
que le falta y oírle lo que calla.
Siento su mano grande y sus ojos que siguen los míos cuando saludo a los que
pasan murmurando sus tímidos buenos días. Me gustaría decirles a todos quién
es él y a él quiénes son ellos, aunque sea cierto que no les interese. Habla de su
madre y de la casa y dice que son lo mismo. Dice que no es igual oír a mamá en
el patio llamándome para que le ayude a recoger unos anones «que están al
gotear», para servirlos en el desayuno; que no es igual, aunque oigamos su voz
mucho más clara, mucho más cercana, saliendo de nosotros mismos. Porque ni
yo ni él podemos acudir a su llamado. Dice que no es igual mirar al portal y verlo
solo. No se decide a entrar. La puerta no se ha cerrado nunca más, aunque sus
hojas permanezcan juntas. Yo no sé cómo las cosas andan por dentro. Les he
visto salir a todos, uno por uno. Ninguno, ni siquiera Aleida, ha regresado. Parece
que ha llovido mucho porque las ventanas están cerradas. Parece que todos
duermen. Dudo que él quiera quedarse. Todavía no me ha preguntado qué hago,
qué pienso hacer. Me gustaría mucho que me pidiese, antes de irse, que le
acompañe todo el día por el pueblo. No muestra ningún interés en recorrerlo, calle
por calle, casa por casa, familia por familia, como haría Lila. Me gustaría mucho
que me pidiese irme con él. No creo que lo haga.
Dice que todo ha cambiado mucho desde la muerte de su madre. Las cosas han
cambiado desde mucho antes. Han estado cambiando siempre y seguirán
cambiando como el color de sus ojos a la sombra del laurel, como el color de su
pelo en este momento en que el sol declina hundiéndose en el mar... y si no
hubiera mar, ¿dónde caería? Sobre nuestras cabezas. ¿Y si no tuviéramos
cabezas? Sobre nuestros pies. ¿Y si no tuviéramos pies? Entonces el sol no se
caería. El sol sólo se cae cuando tiene algo que aplastar. A nosotros nos aplastó a
todos. ¡Ojalá se lo trague el mar! ¿Y si seca el mar? Mejor. Entonces Alejandro no
podrá retroceder y tendrá que entrar en la casa, y yo con él, tiritando de frío y de
miedo a la oscuridad. Ciegos y fulminados por una tisis galopante, pero en casa.
Sus ojos y su pelo no son los mismos que están en el retrato que hay en su
casa y en la mía. En el retrato grande que está sobre la cómoda del cuarto de su
madre, y en el otro, pequeño y ovalado, pegado a la cartulina negra de un álbum
negro de terciopelo negro en el que se lee Álbum en dorado, con una letra fina y
cuidada, que mi madre guardó con cartas y papeles en la gaveta de su mesa de
noche.
Tal vez estas sean las cosas que —dice— quiere poner en orden consigo
mismo: los muebles, la ropa, documentos, loza, cristalería y plata almacenados en
alacenas y escaparates de la despensa; las prendas de su madre y de su abuela.
Es inútil tratar de recordar por él, pues mi amor por esas cosas es distinto; para mí
son un aroma, un gusto, o el ritmo misterioso de otro pulso que late inconsolable,
el corazón de un pájaro que agoniza en mi mano.
Para Aleida es distinto y más secreto: no está en las prendas que se negó a
usar desde el día de su boda, porque todos habíamos crecido demasiado pronto y
ya no nos servían para jugar. No volvió a verlas hasta el día en que Lila entró por
primera vez al cuarto de mamá. Lila y mamá alborozadas como dos chiquillas.
Mamá se quejó de que sus hijas no apreciaban sus joyas porque habían perdido el
respeto a los recuerdos (Aleida se fingió herida). Lila, sin contradecir a mamá, la
convenció de que la razón estaba de parte nuestra: sólo los niños pueden
disfrazarse sin perder el alma. Mamá, entonces, se rió de tal ocurrencia y guardó
sus joyas, no sin antes acariciarlas con mucha timidez, y con ese modo suyo de
despedirse tan dulce y distante, que tanto nos conmovía a todos; no sin antes
pedirle a Lila que se guardase para ella el bolso de mostacillas azules que
perteneció a su hermana menor que estaba muerta. Lila lo aceptó con mucho
júbilo. El bolso en las manos de Lila aterrorizó a Aleida. Las dos quedaron
mirándose sin saber qué hacer. Aleida no dijo nada y salió del cuarto. Entonces
mamá recitó sin equivocarse su pequeño discurso acerca de las cosas que
sobreviven a las personas, y esa vez no lloró.
Esa tarde Lila añadió otro nombre a sus «seres inanimados». Llovía y nos
recluimos en un rincón de la veranda. Yo tenía miedo y me negué a comenzar el
juego. Yo no quería saber de quién se trataba esa vez. Yo tenía miedo. Lila dijo:
«Mostacillas azules.» Después dijo: «Repitan en voz alta, y seguidas, la primera
letra de estas dos palabras, mostacillas azules, mostacillas azules, mostaci...»
Aleida gritó. Gritó tan fuerte que yo me eché encima de ella, cubriéndole la boca
con las dos manos, cubriéndole la boca con toda mi fuerza, para que no dijera las
letras, oyéndome a mí mismo repetirlas cada vez más alto, cada vez con mayor
desesperación y horror.

Aquí donde nada ha cambiado de lugar, aunque perdieron su lugar hace mucho
tiempo, las cosas esperan, siguen en espera de los que ya no vamos a volver,
aunque Alejandro haya regresado ahora. Yo estoy sentado sobre las lajas del
pasillo, casi a sus pies, con zapatos del mismo color de la pana del pantalón que
se ajusta a sus piernas largas y a su cintura. Miro mis pies descalzos y mi
pantalón recogido a media pierna, que sostiene la camisa amarrada a la cintura, y
pienso en las cosas que me gustaría oírle, en las mil preguntas que me gustaría
hacerle. Pedirle que me hablara en lenguas que conoce (que yo he olvidado),
aunque no entienda. Alejandro ha recorrido todos los mares con sus islas, de allá
viene, pero él fuma con la misma lentitud con que antes hablara.
Temo a los interrogatorios. Como no tengo una gran práctica, todavía no sé
cómo organizar mis preguntas, cómo someterlas a un orden, de modo que sus
respuestas (si accede a contestarme) expongan con claridad y precisión los
móviles que le han traído. Me interesa más su actitud que sus ideas. Si he de
juzgar por mí mismo, pocas veces ejecuto razonablemente la acción a que me
anima una idea. Así mis acciones no se cumplen en virtud de mis ideas, sino de
mis instintos, pero desgraciadamente no poseo otros recursos.
Le he preguntado si se acuerda de cómo eran las cosas aquí antes. «¿Qué si
me acuerdo...?», repuso mirando a su alrededor y no dijo más. Le dije que yo, por
el contrario, sólo puedo evocarlas imaginativamente... Deseé que me
interrumpiera y ante su desaliento añadí: «y sólo en lo que hubieran podido ser».
Calló.
Ha estado amaneciendo hace rato y hay ruidos en la cocina y en el patio. No sé
por qué no me pregunta qué hago levantado tan temprano, meciéndome en el
columpio a una velocidad que me sorprende a mí mismo, o qué hago en pie
cuando llovió toda la noche y no hay plantas que regar en el jardín. Ya pasó el
lechero y el pan se está tostando dentro. Dije algo. Me preguntó qué era. «Algo
que había olvidado», le respondí, y que su regreso a este lugar me devuelve. Con
él aquí, las cosas no son las mismas. Se aíslan para representar algo distinto que
permanece igual en mí, como si no pasara el tiempo.
Su mirada se detuvo. Proseguí con cierta timidez. He querido pensar
conscientemente en todo lo que nos diferencia y separa. Se lo dije. Hizo un gesto
para interrumpirme. Le dejé hablar. Dijo que se trataba de mi memoria, que había
vivido con mayor plenitud que la suya. Pero no es verdad, porque nada de lo que
recuerdo ha pasado. Espero que pase, puesto que algo he de engendrar que no
hayan acumulado las generaciones y el arte. Algo que él mismo no haya pensado,
algo que él no haya hecho. Súbitamente mostró un angustioso interés por mis
palabras. Me preguntó que de dónde había sacado eso. Le respondí que de mi
deseo de vivir sin reflexionar sobre lo pasado. Entonces comprendí que había
caído en su trampa, que hablaba por su boca.
Yo sé que quiere ser mi amigo aunque su mirada se distraiga con las piedras
que dibujan malamente los senderos del jardín, con las ampollas de injerto del
rosal, con la trepadora de hojas más grandes que sus grandes manos, que no son
tan grandes. Pero me sentí ofendido. Para mí las cosas son como son. Se lo dije.
Pregunta, el rostro sereno, la voz alerta: «¿Cuáles?» «Todas», respondo con
insolencia. Sentía cómo su mirada y su voz comenzaban a irritarme. Descubría
que sus ojos eran de un gris muy parecido al de los míos. Descubría que su voz
se diferenciaba muy poco de la mía, sólo que el léxico suyo, más rico, de dicción
más pulcra y expresión más compleja, evidenciaban una mayor madurez y
asimilación de una cultura, que en mí faltaban. Además comprobé que mi
habilidad mimética, ante él, se acentuaba. «Todas —repetí—, como
verdaderamente son, no como ustedes quieren que sean, tú y Aleida, Lila, todos.
Las cosas son así y así las quiero, por eso estoy aquí, por eso me quedo.»
Busqué a mi alrededor algo que confirmara mi convicción. Miré la calle, las
casas dormidas, silenciosas, que el sol comenzaba a despertar, y sentí una infinita
paz.
Las cosas son como son. El batey es como es.
No es como dice Lila, un universo mágico, eterno: la casa del Dueño de los
seres encarnados y desencarnados; el árbol de la vida reproduciendo sin cesar los
frutos de la muerte; la boca como órgano de la palabra divina, hechizadora,
fulminante; el girasol de un rostro inabarcable, morada de lo continuo, revelador y
progresivo: origen de toda existencia. Tampoco es, como él dice, la habitación
transitoria, humana, histórica, divisible en fragmentos que alternan entre lo pasado
y lo presente, falto de porvenir, apenas memoria vitalizadora; hoy, aquí, ahora,
mientras la familia perpetúa sus crisis domésticas. Y, mucho menos es, como dice
Aleida, una comunidad pobre, aburrida, triste, sobreviviendo lentamente a los
largos meses de inactividad industrial, a la superstición, a la incultura, al vacío
moral e intelectual, al crédito del almacén, a los préstamos que por piedad,
compromiso, influencia social o cálculo del garrotero, conservan la aparente
dignidad familiar; a los males endémicos colectivos, al fracaso individual, a la
catástrofe.
Estas raras concepciones acerca del batey hicieron que Lila se instalara en él
desde su fundación en el años de 1911; que Alejandro se empeñara, sin ninguna
razón, en abandonar la casa, en huir de aquí como un ladrón, negándose a vivir
en el batey, a trabajar en el ingenio, donde toda la familia esperaba que trabajara;
y que Aleida se mezclara en toda clase de problemas sociales, huelgas,
asambleas sindicales, insurrecciones, que ella misma consideraba inútiles,
fracasadas.
Todo el tiempo hablé sin escrúpulos, sobrepasando los límites de la decencia de
la naturaleza y el sentido de las cosas. Las «cosas» que le habían traído de vuelta
y que él por orgullo (o modestia) no quiso definir. Más de una vez en el transcurso
de mi hiperbólico sermón, deseé que una palabra de Alejandro o un gesto de su
ensimismado rostro interrumpiera mi elocuente fantasía. Sólo cuando volteó su
mirada sobre el hombro preguntando: «¿Eres tú, Lila?», me detuve. Oí decirle que
hacía una hora que esperaba mirando a la puerta principal, esperando a que
alguien saliera, para comunicarle su regreso. Todo ese tiempo, dijo, la casa y sus
alrededores permanecieron sumidos en tan hondo silencio que los creyó muertos.
Oí preguntarle que si le reconocía. Le oí identificarse, arguyendo que era él
mismo.
—Sí, soy yo, Alejandro. ¿Están en casa? ¿Dónde están? Lila, ¡pareces no
alegrarte! ¿Está mamá en casa? ¿Y Aleida? ¿Y los demás? Dime. Necesito
verles, hablarles. Anda, ve y dile que alguien del puerto desea verles.
Oyéndole volví a sentirme degradado, ofendido. Podía ignorarme si así lo
deseaba, pero consideré su indiferencia como un insulto irreparable.

Y yo quiero ser amigo de sus ojos que me miran como si quisieran sorprenderme
con un juguete o un libro de aventuras, amigo de sus labios que tiemblan, bajo el
bigote limpio y arreglado, con una canción que aprendiera lejos, donde el laurel no
da su sombra ni el sol que ahora desaparece le dora el pelo como a un marino.
Porque antes de que yo pueda intimar con su sonrisa, volverá las espaldas y no
me dirá nada. No me dirá cuáles son las cosas que le trajeron, y yo tengo miedo
de mencionar el nombre de alguien que no haya muerto. Los demás ahora
descansan y yo dudo que algo pueda perturbar la paz en que están; ni yo con mis
preguntas, ni él con su silencio. Y él no va a querer llamarme por mi nombre.
Vino hasta la casa sin mirar hacia las otras, con la mirada fija, determinada al
sitio donde se detuvo. Vino a mirarla desde alguna distancia, sin acercarla. El
techo de dos aguas y tejas ennegrecidas; la madera gris, carcomida, rota. Ahora
faltan los portales laterales, faltan los colores varios de la buganvilla, que nosotros
llamamos zarza florida; faltan los balances y el banco. Faltan las conversaciones y
el sol que atardecía.
Se detuvo sin verme, sin oír mi silbido que imitaba su canto. Una vieja canción
que acaso había olvidado. Yo me adelanté a su gesto, a su mirada que me
encontró siguiendo el vuelo oscuro del sijú, el equilibrio tornasol de alguna
mariposa, la brisa moviendo los plátanos y las cañabravas, porque yo le había
reconocido y no quería buscarle la cara que ya no era la misma.
Después, sin decir mi nombre, apoyó su mano en mi hombro y empezó a hablar
sin permitirme interrupción alguna.
Habla con un jadeo extraño que yo sé del mar y de los libros. Habla para que yo
le entienda un mundo que nadie le conoce. La brisa arreció contra los mangles y
las caletas y olía a salmuera, a cangrejos, a embarcadero. Atardecía. Algo yo dije
para hacerle reír, pero fue inútil. Traía mucha soledad que no comprendo.
Y no es que sea distinto lo que ambos conocemos. Es que nadie vendrá a
recibirnos. Nadie dirá nuestro nombre ni correrá a nuestro abrazo, y él lo sabe. Por
eso no hace preguntas. Su madre murió ayer.
Y habla sin permitirme interrupción alguna.
3
Lila vino a esta región porque había tenido un sueño que dejó conturbado su
espíritu, después de huir de su memoria. Acudió a cuanto hombre y mujer de
ciencia y magia le fueron recomendados para que le expusieran e interpretaran el
sueño olvidado. Consultó brujos, astrólogos, cartománticas y encantadores.
Peregrinó por toda la Isla, de este a oeste, de norte a sur, visitando palacios y
bohíos, deteniendo en los caminos a cuantos encontrara. No faltó quien preparara
respuestas falsas y engañosas, para entretenerla con palabras hasta que el
tiempo pasara y ella, por agotamiento y hastío, olvidara la visión que le arrebató el
alma. Toda la fortuna que heredó de sus padres escapó de sus manos con la
misma velocidad con que escaparon las imágenes de su sueño. Lila se sometió en
cuerpo y alma a todo tipo de genuflexiones de la carne y la imaginación. Pasó
noches enteras al sereno, rompiendo interminables cocos a la luz de la luna
nueva; tratando de descifrar las señales que revelarían los cuatro pedazos al caer,
sus nombres y sus significados; haciendo libaciones con miel, clara de huevo
batida, aceite de semillas de girasol y zumo de hojas aromáticas, que derramaba
después de medianoche sobre su cuerpo desnudo, cada vez más enjuto, mientras
interrogaba a los santos, aprendiéndose de memoria, y sin que faltara una tilde,
las reglas más secretas del rito negro. Invariablemente, la respuesta del santo
resultaba ser ocana sodde.
Durante sus dos años de peregrinaje, consultas e investigaciones, Lila aprendió
los misterios de la adivinación conga y lucumí. Durante ese tiempo de aprendizaje
y búsqueda, yendo de un lado para otro, sola, cuidando de no llevar a su boca
ningún alimento que no fuera antes consagrado a los dioses con quienes
compartía su frugal condumio —preferentemente vegetal— , fue cuando, guiada
por su intuición, aprendió a distinguir el valor profiláctico de las yerbas. Ellas la
protegieron de los peligros más sutiles. Lila, con verdadera ternura, se entregó a
plantar en los bordes de todos los caminos que frecuentaba todas las yerbas de
Ocha, que recogía (con permiso de las agrestes divinidades) para baños,
remedios y azotes en la espalda, la nuca y la frente. También escribió con
suprema sinceridad, devoción y sabiduría algunas oraciones. Una trifulca con un
babalao, que le exigió por un «trabajo» una cantidad de dinero mucho mayor que
la concertada, la condujo frente a los tribunales de justicia. Otra vez una iyalocha
se negó a entregarle unos collares por los cuales ella había pagado un precio
descomunal, alegando que los santos se oponían a la entrega; este encuentro la
condujo al hospital, con perjuicio para sus facultades mentales.

En sus meses de reclusión en el hospital, conoció a una vieja negra, Ma Tanasia,


que en voz baja y en su dialecto serrano, le informó de unas tierras que al norte
iban a ser colonizadas por gente extraña, de afuera, blanca y con mucho poder
material. Su destino estaba vinculado a esta empresa, pero la negra no pudo (o no
quiso) revelarle la cosa que Lila soñó. La mañana que el médico le dio el alta, la
negra le recomendó que no regresara a su casa de la ciudad; por el contrario, que
siguiera el camino hacia el norte, a pie y de noche. Le habló de una cueva, antigua
morada de un ilustre cacique siboney, ahora habitada por murciélagos. Uno de
ellos, al amanecer del séptimo día, siguiendo la línea del ferrocarril, la llevaría
hasta un poblado desierto. Sus pobladores lo habían abandonado al comienzo de
la Guerra Chiquita, internándose en la manigua. Luego olvidaron el camino de
regreso. Sólo un negro, que no hablaba la lengua del país, enfermo y viejo, había
permanecido en el lugar. De él obtendría otras informaciones. Hasta aquí Lila
contaba con minucioso deleite sus correrías. Lo demás era el sueño y la
supersticiosa fundación del «central».

CENTRAL DELEITE

The Cuban-American Sugar Smile Co.


Deleite, provincia de Oriente. Capacidad:
780 000 arrobas de caña cada 24 horas.

Personal Ejecutivo:
Charles Laughton, Presidente y Tesorero; Buck Rogers, Primer Vicepresidente;
Broderick Crawford, Vicepresidente (y Administrador General de Operaciones en
Cuba); Fred Mac Murray y Jeff Chandler, Vicepresidentes; Adolphe Menjou,
Comptroller; Woody Woodpecker, Tesorero Auxiliar.
Las oficinas ejecutivas radican en 1420 Madison Ave., New York, N.Y., y la
oficina principal en Cuba radica en el edificio La Azucarera, 5to piso, Morro 21,
teléf. ML-1511, La Habana, a cargo de Bugs Bunny. Las compras en Cuba se
hacen en la oficina de La Habana, mediante una firma subsidiaria conocida por la
Cuban-American Loaning Corp., con el Llanero Solitario como Jefe de Compras en
Cuba, y Frederick March como Jefe de Compras en la oficina de Nueva York. Las
compras para los ingenios se realizan por recomendación del Ingeniero Jefe, Paul
Douglas, del central Deleite.

Personal de Administración:
Encargado de la Oficina: el Ratón Miquito; Jefe de Maquinaria: Mario Moreno;
superintendente: Huckleberry Hound; Jefe Químico: Walter Pidgeon; Jefe
Departamento de Electricidad: Mighty Mouse; Jefe de Campos: Tito Guízar.
4
Cuando haya anochecido totalmente abriré la portezuela que me separa del jardín,
del portal, de la puerta y la casa donde duermes. Entraré para velar tu sueño.
Entonces, no será necesario hablar y las palabras no podrán interponerse entre
nosotros. ¿Qué hacías levantado, a quién velabas, si estás solo? Pienso en las
cosas que querrías saber que sólo yo conozco. Sin embargo, algo me impulsa a
callarlas. Tendrás que creerlo todo, sin dudas, sin vacilaciones y sin reflexionar en
ello. Será el modo de garantizarme que no vas a perder tu inocencia. Vine a
buscarte, a recuperarte. Tú no tienes historia.
Lamento haber perdido las viejas costumbres. Es un error pensar que un
cambio de lugar sirva para renovarnos. No estoy ligado a cosa alguna y, sin
embargo, todas me retienen. Ha sido inútil tanto andar.
Estoy cansado. Cuando llegamos a casa te secaste la cabeza y los pies, ya no
eres una niña.
—He olvidado cómo empieza. Hazlo tú, Lila —dije.
—Es muy fácil —respondió Lila mirándome a los ojos, y sentí miedo de
desaparecer bajo la luz de su mirada—. No es posible que te hayas olvidado,
Salvador se ofenderá. Eres tú quien lo necesitas, allá tú...
Lila me chantajeaba.
—No —dije con solemnidad—. Sólo he olvidado el primer encuentro. No es que
sea un olvido, lo confundo con los demás... han sido muchos, ¿no?
—Serán tantos como permita tu imaginación —dijo Lila lentamente.
—Querrás decir mi ingenio —murmuré con una expresión burlona en los ojos.
—¡Ambos! —acabó ordenando Lila.
—Pero no me has dicho qué debo hacer para recordar —repuse.
Ella sacó de un bolsillo un paquete de naipes estrujados y sucios; los colocó,
uno a uno, sobre el piso.
—No te impacientes; Aleida, díselo tú.
—Lo he olvidado, perdónenme —dijo Aleida, deslizando suavemente sobre sus
ojos las uñas de sus dedos.
—Pero si es sólo un juego, a nada te compromete —insistió Lila.
—Está bien... y que hagan que al salir de aquí... —farfulló Aleida, pretendiendo
enojo.
—Eso se dice al final. Me irrita tu torpeza —gritó Lila, y a continuación, bajando
la voz y el tono, añadió—: No tienen que jugar si no quieren.
Aleida se movió rápidamente en torno a nosotros.
—Invoco al alma de las cosas que quieran venir a comunicarse con nosotros.
Invoco sus afinidades con nuestras materias. Invoco a los anones de ojos infinitos
que ven el porvenir de los mortales...
De momento nos miramos. Ninguno de los tres comprendíamos. Dentro, una
puerta, al cerrarse violentamente, estremeció los cimientos de la casa. Oímos
algunas voces sin distinguir de dónde procedían. Lila hizo el ademán de recoger
las cartas.
—Hermanos —dijo Aleida—, ¿con quién quieren comunicarse?
Las voces se hicieron más nítidas. Lila recogió las cartas.
—Recen —me apresuré a decir para no interrumpir el juego.
—¡Di una letra, cualquiera, pronto! —exclamó Lila.
—No —susurró Aleida en nuestros oídos situándose en el centro—, digan un
nombre.
—Yo —dije.
—Hazlo con tacto —repuso Lila.
—Un poeta —dije—. ¡Sublime inspiración! Fauno de los bosques, pájaro
crepuscular, adormilado, loco; ángel sin territorio, San Sebastián, Esteban el
mártir, Juan Clemente Zenea...
—Ahora, Aleida —dictó Lila—, cierra los ojos y no hables. Óyeme.
—Me duelen, Lila, me duelen los ojos, déjame hablar con los ojos abiertos —
suplicó Aleida.
—¿Me oyes, Aleida, me oyes? —le susurró Lila.
Aleida no la oía. Su rostro se había transfigurado. De pronto rompió a reír
estentóreamente. Pasó de la risa al llanto con igual rapidez. Gimoteaba como un
chiquillo abandonado, perdido. Las primeras palabras salieron de sus labios
amontonadas, en tropel, indescifrables, más allá de nuestro entendimiento, que
sólo alcanzaba a distinguir algunas sílabas inconexas y un eco en las cavidades
de nuestros oídos, del cerebro, del corazón, del estómago.
Y Aleida dijo:
—Oye mi clamor, atiende a mi voz. Desde los confines de la tierra clama por ti.
He andado mucho y mi ánimo flaquea... «y yo me detuve al doblar de la esquina y
contemplé la fronda del laurel agitándose sobre el techo, y bajando mis ojos vi la
cerca blanca del jardín y los setos de aralias contra ella, y vi los escalones de
piedra subiendo al portal; y en el portal vi a mi padre fumando, recostado en la
baranda; y vi su mano sacudir la ceniza del tabaco y la ceniza no descendió al
suelo: se mantuvo en el aire al nivel de su pecho formando una densa nube que
cubrió el tramo entre su pecho y mis ojos; y quise deshacerla con las manos y la
nube cubrió mi rostro cegando mi mirada. Y la nube desapareció. Mi padre estaba
contra un muro y su pecho sangraba. Y la nube volvió a formarse y esta vez era
de moscas, y las moscas se arrojaron sobre la sangre seca, desprendiéndola con
sus patas que escarbaban vorazmente en el pecho yerto, buscándole el corazón
que aún palpitaba».
Y Aleida dijo:
—La sangre del poeta cubrirá esta tierra hasta la hora de su postrimería... «y yo
estaba sentado sobre una roca y mi cabeza era como una lámpara gigantesca y
una nube de mariposas nocturnas revoloteaba a mi redor, oscureciendo con sus
alas la claridad que brotaba de la lámpara; y las mariposas en coro gritaban: —
¡Apaguemos su lumbre antes que perezcamos todas atraídas por su resplandor! Y
ensordecían mis oídos: —¡Al poeta exterminémosle, porque crea ilusión y su llama
consume nuestro vuelo! Y otras se asomaban a mis ojos: —¡Arranquemos sus
pupilas, porque ven demasiado y descubren nuestras intenciones! Y un grupo de
seis susurraba: —¡Ceguemos su boca que profetiza nuestro fin! Y un grupo de
cuatro, en equilibrio: —¡Tapiemos sus fosas nasales que husmean la
descomposición de nuestros cuerpos! Y un grupo de tres, ceñidas por las alas: —
¡Devoremos sus manos que denuncian nuestras debilidades y temores! Y una
pareja de gemelas, idénticas: ¡Apresurémonos a cerrar sus oídos que oyen todo lo
que nuestras hermanas traman! Y todas: —¡Invadamos la cámara de su cerebro,
invadamos su corazón, hurguemos en sus entrañas. Porque el poeta ve y oye y
dice lo que sabe, y su sabiduría como toda ciencia es dolorosa y arranca de
nuestras almas la esperanza. Al poeta hay que fulminarlo, hay que descuartizarlo,
hay que volatizarlo. A la obra, hermanas, o él o nosotras! Entonces, por encima de
la algarabía, se alzó una voz firme y precisa: —¡Cálmense todas, no será
necesaria tanta violencia! Era una mariposa grande y negra, exageradamente
adornada con piezas de escandaloso brillo. Al oírla las falenas callaron,
impresionadas por el atavío y los modales de la recién llegada. La tatagua se frotó
los ojillos con la punta de sus deslumbrantes alas, sacudiéndose el polvo que la
multitud había dispersado en el aire. Se limpió la garganta, y su voz, con
modulaciones de contralto, rompió el silencio: —Cordura, hermanas, solamente
les pido cordura. Para comenzar, debo aclararles que no me opongo en lo más
mínimo a la decisión tomada por ustedes. Permítanme que las felicite. Nada me
ha parecido jamás tan sensato. Estoy totalmente de acuerdo con que se efectúe
del todo lo tan sabiamente proyectado por ustedes. Hago esta aclaración, nada
inoportuna, para evitar cualquier tipo de malentendido. Seamos francas, cualquier
tipo de sospecha, ¿entendido? Todas frotaron sus alitas. La tatagua aprobó el
entusiasmo de sus compañeras, pero no pudo evitar un mínimo gesto de repudio a
la polvareda que se lavantó ante sus ojos. Con primoroso cuidado volvió a
limpiarse los ojillos y la garganta:
—Gracias, compañeras, muchísimas gracias. Pues bien, estamos ante un caso
sumamente delicado, grave, podría decir sin el menor miedo a exagerar. Es cierto,
compañeras, que esa atroz lámpara es una constante y terrible amenaza para
nuestras vidas... ¡cuántas inocentes hermanitas nuestras se han perdido atraídas
por su perverso fulgor! Ni siquiera me atrevo a conjeturar el más mínimo cálculo,
todos pecarían de inexactitud, pero si bien es cierto que nuestro principal objetivo
ha de ser la total y definitiva destrucción de esa infernal máquina, no es menos
cierto que debe hacerse con la mayor prudencia, es decir, con sumo cuidado.
Todos ustedes estarán, sin duda alguna, de acuerdo conmigo en que ese artefacto
es producto de la civilización. Y por civilización todas entendemos el esfuerzo, la
dedicación, la voluntad inquebrantable de nuestros semejantes por generaciones y
generaciones, durante siglos y siglos, dedicados al estudio, al trabajo, a la
investigación más audaz y temeraria. Como señalé anteriormente, cualquier logro
de la humanidad es nuestro, somos sus herederos. Las alevillas sacudieron sus
alitas frenéticamente, el entusiasmo se generalizó de tal modo que amenazaba
interrumpir el discurso: ¿Y, querrían ustedes, laboriosas y doctas ciudadanas, que
se les considerase como a una turba salvaje, irresponsable, demencial? ¡No,
seguramente que no! ¿Acaso quiere esto decir que debamos cruzarnos de brazos
y abandonar nuestra salvadora empresa? ¡Tampoco, compañeras, de ningún
modo! Vamos a eliminarle ci-vi-li-za-da-men-te, como corresponde a nuestro
desarrollo intelectual, ético y moral. Hermanas mías, qué hermosa oportunidad se
nos ofrece para presentar ante los ojos del mundo un ejemplo —lección
ejemplar— de nuestra civilización y cultura. Todas nosotras sabemos que ese
endemoniado aparato puede también ser, y debe ser, un símbolo de Dios, y como
tal, su significación varía. Razón de más para que ejerza sobre nosotras tan
irracional poder de seducción. En el caso que nos ocupa, no es otra cosa que la
desmesurada cabeza de un poeta. De este hecho nos sobran evidencias: oye, ve,
huele, habla y piensa; riesgos a los cuales no podemos exponernos. Todo lo que
oye, ve, huele y habla, en sus oídos, ojos, nariz y boca, sufre una metamorfosis
tan descomunal que pone en peligro nuestras más inocentes y puras acciones.
Este artificioso mecanismo, que durante siglos sirvi ó a la humanidad para
orientarla en la tiniebla y mostrarle el camino del progreso material y espiritual, en
los tiempos presentes, y a tono con ellos, ha sobrepasado todos los límites de la
razón y, por supuesto, de nuestra paciencia. Ya no se conforma con el ámbito al
que fue destinado, el mundo de las ideas, no importa cuáles fueren sus delirios;
ahora descabelladamente, se propone interferir en nuestro mundo, que ha sido, es
y será el de la acción. En fin, benemérita y benévola audiencia, no he de cansarles
más, y como se dice vulgarmente, si han de permitirme una licencia de franqueza
fraternal, al grano: ¿Qué hacer con este instrumento del enemigo? Exactamente lo
que ustedes habían decidido y que yo apruebo. E-li-mi-nar-lo. ¿Cómo?
Sencillamente: ¡Ignorémosle! Claro que para ello tendremos que promulgar
severas y terminantes disposiciones. La primera debe ser organizar un cordón
sanitario en torno a la roca, que impida cualquier tipo de contaminación.
Escogeremos entre nuestras hermanas a las más firmes y fuertes, de probada e
intachable honorabilidad, ya que será imposible evitar que les alcance alguna
partícula, por muy alejadas que estén, de su vertiginosa luz. Dispondremos de los
instrumentos necesarios para que ni sus ojos ni sus oídos sean afectados por la
voz y la mirada del agente corruptor que tantas desdichas nos ha causado. No
vamos en ningún modo a obstaculizar su discurso. Si quiere hablar, que lo haga; si
quiere vociferar, no vamos a estorbarle su algarada. Ese será su problema, no el
nuestro. Además, los poetas suelen expresarse en un lenguaje figurativo, de modo
que haremos uso de sus metáforas (en caso de que estas lleguen a ser de
dominio público) invirtiendo el sentido de las mismas. Se hará imprescindible
adiestrar un cuerpo de eminentes retóricos. En la peor de las situaciones,
recurriremos a la tan socorrida argucia de la locura congénita del poeta.
Hermanas, como antes dije, no deseo demorarlas más. Ahora, a cumplir tan noble
tarea. Tarea que nos garantizará un futuro radiante, sin zozobras. Ahora, les ruego
que si consideran justas mis palabras, aprueben lo antes por mí formulado y
emprendamos el vuelo. Hagamos del futuro un rotundo presente. Dicho y hecho.
Todas a una agitaron sus alas, cubriéndome de una pátina más adherida y densa
que la sedimentada por los siglos en la costra terrestre, dejándome sumido en la
última y más pavorosa soledad de mi destino».
Y Aleida dijo:
—Te enseñaré y te mostraré el camino que andes, te instruiré, fijando sobre ti
mis ojos... «y yo reunía todas las palabras dichas por Aleida desde que comenzara
a hablar hasta este momento, y habían transcurrido muchos años desde entonces.
Y recordé mi primer encuentro con Salvador y también el último y me dije: “Ahora
soy y soy para siempre.” Y recordé que Salvador había venido temprano, mucho
antes que mamá sirviera el desayuno y la había ayudado a recoger los anones
que ya goteaban, y mamá le pidió que tomase el desayuno con nosotros y
Salvador se quedó. Y estábamos sentados a la mesa y Salvador hablaba con mi
padre, respondiendo a sus preguntas: ¿De qué familia eres? Y Salvador
respondió: —Soy el primogénito de su primo Salvador Enrique, natural de
Sabanas. Y mi padre pareció no recordar a su primo, ni al lugar de procedencia,
pero mi corazón se sobresaltó. Miré a Salvador. Miré sus ojos azules que miraban
a las semillas negras y pulidas y desnudas del anón, y pensé en los ojos de los
muertos y en los ojos de Lila. Salvador sorprendió mi mirada. Le pregunté cuál era
su ocupación. Quise decir trabajo, pero dije ocupaci ón, y me avergoncé de aquella
palabra que repetí tartamudeando. Me dijo que era un jinete. Papá se puso de pie
y disculpándose dijo que se le hacía tarde para el trabajo. Quise pararme, decirle
que a mí también se me hacía tarde para la escuela. Temí que mamá me lo
recordase. Temí quedarme solo con Salvador en la mesa y sin que él me lo
preguntara, le dije que estaba escribiendo una novela. Salvador asintió con un
ligero movimiento del mentón. Le dije que tenía escritas más de cien páginas y
que se trataba de un sueño. Pero yo estaba pensando en que no sabía montar a
caballo, en que no era un jinete y que sólo había hecho un largo viaje con papá, a
las ancas de su caballo. Regresábamos a casa de una visita a mis tíos de Las
Tapas, comenzó a llover, nos mojamos tanto que me resfrié y estuve una semana
en cama. Pensaba que tampoco podía lanzar una pelota con fuerza. En la hora del
recreo los muchachos estaban jugando a la pelota. Ianita me había regalado una
naranja, me disponía a pelarla cuando la pelota vino a dar a mis pies. Miré la
pelota a mis pies, miré la naranja en mi mano. Las dos eran del mismo tamaño y
tenían la misma forma, y ambas, en las manos de cualquier muchacho,
producirían una sensación de entusiasmo vital. Pero para mí eran las cosas más
antagónicas, y enfrentarlas significaba una provocación que podría conducir a las
situaciones más atroces. Preferí, socorrido por mi convicción cobarde, pelar la
naranja para comérmela, y olvidar la pelota, alejándome del lugar. Un muchacho
gritó reclamándola. Me hice el desentendido. Otro muchacho gritó más fuerte
pidiéndome que se la lanzara. A este grito no lo podía eludir, el muchacho era mi
amigo. Recogí la pelota. Todo mi cuerpo se puso en tensión, así que no pude
hacer otra cosa que quedarme allí con la pelota en la mano. Otro grito me dispuso
a caminar hacia ellos para entregarla, cuando un gritillo a mis espaldas, como el
de una gata en celo, maceró mis oídos, estrujándome el corazón y el cerebro. El
anónimo desafío sublevó mi sangre. Sentí una desgarradura en el estómago y otra
en la frente. Se me nubló la vista. Giré en torno mío y con una fuerza superior al
cúmulo de mis sentimientos lancé la pelota para castigar al insolente maullido que
me había llamado ¡Shirley Temple! El azar intervino en favor de la desgracia, la
pelota rebotó contra la frente de un chiquitín que corría detrás de una libélula,
arrojándole, sin sentido, de bruces. Los muchachos se dispersaron. Corrí donde el
chiquillo yacía, lo alcé en brazos, el impacto de la caída le había producido una
herida en el labio inferior. Sangraba copiosamente. Corrí al aula. Dos muchachos
mayores y la maestra me ayudaron a limpiarle la boca, a estancarle la sangre y
devolverlo al sentido. La preocupación por el niño no sofocó la ira irracional que se
acumulaba en mi pecho, en mi garganta, en mis ojos y mis manos. Esa noche y a
la mañana siguiente estuve a ver al niño en su casa y le acompañé a la escuela.
Fue la primera vez, Salvador, que oí tu nombre, y ese nuestro primer encuentro.
Salvador dejó de mirar a las semillas de anón y antes de que yo pudiera decirle
algo más acerca de la trama de mi libro, se puso de pie, tomó cuatro de las
semillas y las puso en el bolsillo de su camisa, caminó hacia donde yo, perplejo, le
extendía la mano, la estrechó con efusión. Le oí despedirse de mi madre; oí los
cascos de su caballo macerando el empedrado de la calle y sentí cómo mi alma se
unía estrechamente a la suya, amándole como a mi propia vida».
Y Aleida gritaba:
—¡No, no quiero verlo! ¡Déjame abrir los ojos, Lila, por favor! ¡Tengo miedo, Lila,
tengo miedo...!
Quise socorrerle, Lila lo impidió.
—¡No la toques, Alejandro! —ordenó.
—Está temblando convulsivamente, puede pasarle algo. —dije enérgicamente.
Lila tomó las manos de Aleida. Ambas sacudieron sus manos en el aire y
volvieron a juntarlas, y volvieron a sacudirlas y a juntarlas y a sacudirlas y,
entonces, sujetas de las manos, alzando los brazos en arco por sobre sus
cabezas, comenzaron a girar de espalda, vertiginosamente.
Y Aleida volvió a hablar y dijo:
—Algo que esperas resolver será resuelto pronto y satisfactoriamente. Algo que
en secreto planeas. Contéstame si es cierto, o si no, dime que estoy equivocada.
No tienes que decir nada que no sea la verdad.
—Sí —respondí.
—Resuelto ese asunto, tu vida cambiará favorablemente...
—¡Que así sea! —dijo Lila.
—...veo una gran ciudad, hermosa y grande y otra vez grande... —decía
Aleida— «y yo estaba en una estación de trenes, abovedada. Decenas de
andenes recibían y despedían otras decenas de trenes, y millares de pasajeros,
con equipajes que triplicaban el número de ellos, se movían de un lado para otro,
apresuradamente. Y recuerdo centenares de soldados jóvenes, y otros tantos
centenares de mujeres de todas las edades, que se arrojaban, unos a los brazos
de otros, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, envueltos en el fragor y la prisa de
los andenes. Y recuerdo a Lila y a Salvador juntos, esperándome, y también
recuerdo que en la abigarrada confusión de ese momento, viéndoles del brazo, la
cabeza de Lila apoyada en el hombro de Salvador, mirándose a los ojos, supe que
aquella sería la última vez que nos veríamos. Y recuerdo que me eché sobre los
hombros el pesado gabán de fieltro, y sobre la frente el sombrero de fieltro, y el
peso del gabán y del sombrero sobre mis hombros y mi frente me ensombrecieron
el ánimo, y eché a andar solo, siguiendo al negro que cargaba mi equipaje. En la
calle, era una lluviosa mañana de primavera, y la oficina de Correos frente a la
estación y el restaurante automático y el puesto de cigarrillos frente al restaurante,
y la pequeña joyería de al lado y los zaguanes en penumbra de algunos edificios
industriales y la mole húmeda y fría, faraónica, del hotel New Yorker, y el
departamento comercial Crawford, y los taxis y la multitud oculta bajo sombreros y
paraguas unánimes en toda la Octava Avenida, me parecieron tan lóbregos y
vagos y descampados como mi destino».
Aleida reía estentóreamente. Aleida lloraba como un niño abandonado, perdido,
balbuceando un montón de sílabas inconexas que yo reunía para constatar, con
gran asombro, el nombre de una mujer, un lugar de cita, el número de un teléfono,
la descripción física de una persona, de una casa, de una ciudad. Y Aleida lloraba
por la loca que mecía a su niño muerto en una cuna imaginaria. Y me dijo que a mi
derecha estaba una mujer alta, de cabellos largos, que los recogía detrás de la
nuca con una cinta negra, y comprobó sus ojos azules y su vestido azul, escotado,
y un libro cerrado en sus manos, y me preguntó si yo la reconocía. Y le dije que sí.
Y Lila dijo: «Gloria.» Y Aleida me preguntó si esperaba un aviso, una carta, o tal
vez una llamada telefónica. Y yo le respondí que alguien me había prometido
hablarle de mí a un amigo que podía ayudarme, y también le dije que mi amigo
tenía una memoria incorruptible, que su memoria me irritaba. Y Aleida preguntó:
«¿Te molesta? ¿Por qué?» Y yo le respondí: «Porque esa cita arruina un designio
mayor. Nuestro encuentro se funda en un hecho esencialmente poético; la
promesa no implica compromiso.» Y Aleida me dijo: «Entonces no se cumplirá,
porque tu destino es más alto y universal.» E inmediatamente tuve miedo y le dije:
«Prefiero las palabras a la acción, es decir, la acción representada en la palabra y
no en el hecho, porque la palabra es más significativa puesto que su valor es
permanente, y el hecho es siempre transitorio.» Y entonces, deseé que el
encuentro se efectuara aun cuando fuera un fracaso, y le dije que si me llamaba
iría, y componiéndome el nudo de la corbata, expresé: «¿Estoy bien vestido, debo
cambiarme de traje?» Y Aleida no respondió. Y Lila dijo: «¡Gloria, gloria a las
almas que nos asisten!» Y después dijo irritada: «Es ella quien tiene que hablar y
no tú.» Y Aleida gritó: «No puedo, no tengo fuerzas, no sé cómo seguir», abriendo
los ojos.
—¡Sigue —ordenó Lila—, cierra los ojos y sigue, tienes que decirle otras cosas!
—Te suplico que sigas —intervine con desesperación—. Aleida, ¿es verdad?
Mira mi mano, mira mis ojos, mira mi cuerpo y dime, repíteme que esa entrevista
no será cancelada, no importa con quién sea, hombre o mujer, ángel o grifo...
—Tengo miedo, ¡déjenme, déjenme! Estoy cansada y tengo sueño... —gritó
Aleida.
—Parece que va a desmayarse —dije temblando.
—Si se desmaya, la haremos volver en sí —dictaminó Lila.
—Por favor, Lila, escucha... tengo miedo... yo también tengo miedo —grité
desesperado.
—¡Ratón, ratón! No te enterarás... —concluyó Lila.
—Alejandro... —balbuceó Aleida.
--¿Qué hago? —pregunté tembloroso y en suspenso.
—¡Cállate! —gritó Lila—. Quiere decir algo, óyela.
—Alejandro, no es verdad, no es verdad, no me creas, no la creas a ella, no
creas a nadie. Lila miente y me obliga a mentir. ¡Me siento estafada! —gritó
Aleida.
—Todavía no has terminado de decirlo todo, ¡imbécil! —Lila la sacudía
violentamente por los hombros, temí que fuera a abofetearla y me interpuse entre
las dos. Aleida se desprendió de Lila, gritando:
—Me siento humillada, degradada, vencida. ¡Me das asco, asco, asco!
Lila se dejó caer sobre una silla:
—Está bien, como quieran...
Aleida temblaba, sollozando, en un rincón.
—No, Lila, no es como nosotros queramos, es como yo me siento. Te has
ensañado en mi debilidad y eso me importa, y no es por mí que estoy dentro del
juego, de este y de todos los juegos. Otra humillación, otro fracaso, en nada
variará mi destino. No, no es por ustedes, ni por mí, que encarnamos la crueldad
como el único principio dentro de la naturaleza humana; es por el poeta. «Lila, sin
tú quererlo ese encuentro se ha realizado fuera del tiempo, para demostrarme que
mi destino es solitario, dolorosamente solitario, sin relación con ninguna causa...
es inútil que permanezca aquí. ¿Pero si me fuera, si dejara esta casa, a ustedes,
quién ocuparía mi lugar en el juego, dejaríamos de jugar?»
—Alguien puede oírnos, si sigues vociferando —dijo Aleida, alisándose los
cabellos.
—Pero, ¿es que hay alguien más en la casa? —pregunté alarmado.
—Lila acaba de llegar —dijo Aleida mirándome a los ojos.
—¿La ves? —pregunté.
—Sí. Es igual al retrato que está en el álbum.
—¿Cómo?
—Igual al retrato que está sobre la cómoda de mamá, un poco más desvaído,
pero igual.
—¿Qué dice?
—Apenas la oigo. No entiendo lo que dice. Parece enojada.
—¿Hasta cuándo va a durar esto, Aleida?
—No sé, si tú lo sabes, dímelo.
—Somos demasiado soberbios o nos falta curiosidad.
Sospeché que esto último no era verdadero. No deseaba acumular nuevas
decepciones.
—No aprendemos las reglas. Sería tan fácil seguirlas en orden.
—¡Obedecerlas! —dije.
—No tenemos otra alternativa. —Estaba sobre la silla, derrumbada, mirándose a
las manos inertes sobre la falda, y ya no era una niña.
—No tienes otro camino, tendrás que irte.
—¿Eso dice?
—¿Quién?
—Lila —respondí sin comprender. Creí que todo había pasado en su
presencia—. Hemos desobedecido una vez más... no tenemos nada que hacer
aquí. ¡Vámonos!
—Déjame secarme los pies...
—¿Cómo te sientes?
—No me siento. Estos viajes me dejan exhausta. Total, nadie se entera de que
hemos vuelto.
—¿Hasta cuándo, Aleida?
—Hasta que salga el último.
—¿Sabes cuándo lo hará?
—No.
—Las dos se pusieron de acuerdo... ¿no?
—No es verdad, Lila no ha vuelto.
—Aleida, es tarde, ¡vámonos!
—¡Vámonos!
Pero, ¿en qué lugar de mi memoria estoy? ¿Se acordará de mí mi alma?
Buscándote, Lila, he tenido que ascender más allá de mi propia memoria y no te
encuentro.
BALDÍO

Si yo te dijera todo lo que significa este baldío para mí. Ahí están los dioses, los
santos, entre la yerba y las piedras. Ahí no se alzará una casa. Las personas
mayores no animarán sus límites. Es un jardín, un bosque, un mundo para niños.
Para jugar nosotros. Aleida, sigue, sigue: no interrumpas el juego. ¿Has jugado,
Salvador, alguna vez a los vidritos?
No sabes lo que son: pedazos, pedacitos trizados de vidrio de todos los colores.
La boca, el fondo de una botella verde, casi negra, o azul, violeta, ocre. Botellas y
pomos de cerveza, conservas, licores, jarabes, píldoras, refrescos; algunas con
imágenes: una letra, una palabra, escrita en nuestra lengua o en otras lenguas del
mundo que han llegado a nosotros; fragmentos de un dibujo.
Esos vidritos son los que Aleida y yo escogemos para jugar, para animarlos y
echarlos a vivir. Estamos solos bajo el piso de casa, debajo de la mata de mango,
debajo de las guásimas, y hemos limpiado con las manos un espacio para que
vivan esas criaturas nuestras que exigen expresarse por nosotros. ¡Oh, Aleida,
cómo ha pasado el tiempo debajo de tus pies y sobre tu cabeza, por la tierra y el
aire que nos ahuyentan del baldío donde viven las ratas infladas y feroces,
dientecillos y ojos llenos de miedo! Por ahí, junto a esa piedra, a ese ladrillo
oscuro, arrastran desperdicios de comidas. Bajo las flores del romerillo y el
aguinaldo, comen.
Yo estoy en otra casa, en la terraza, hierro y granito, mirándolas moverse en
ese mundo santo, inútil y triste. La abeja liba, la mariposa duerme. En ese mundo
estamos, entre las ratas y las flores blancas.
5
¿Tendré que contárselo a alguien más? Porque Aleida no me ha creído. Estuvo un
gran rato recostada en la baranda, sin moverse, casi sin respirar, mirándome a los
ojos para ver si yo no mentía. Me oyó en silencio. Cuando terminé de contárselo
empecé a temblar, pero ya se lo había dicho y no podía hacer otra cosa que
convencerla de que todo eso era verdad. Me dijo que era mejor olvidar esas
cosas, como se olvida un sueño. Pero no es un sueño. Es una realidad tan real
como ella y como yo. Si no me ha creído será porque no supe convencerla de que
aquello no era una mentira mía. Tantas veces, metido en la cama, tapado con la
sábana hasta la cabeza, y mientras aguantaba la respiración, me tapaba los oídos
y apretaba los ojos, hasta olvidarme de que los tenía, quise de verdad quedarme
ciego y sordo como los muertos, para no tener que verla, cuando empieza a
ponerse oscuro y el patio se llena de animales extraños, con unas lenguas
grandes, que andan pegadas a la tierra, lamiéndola, ensuciándola con una baba
asquerosa, apestosa a azufre y a orina. Tenía miedo de que en cualquier
momento, si ella los mandaba, los animales empezarían a lamer la casa y a todos
los que estábamos dentro, hasta que sus lenguas nos chuparan como a un
caramelo. Por eso yo cerraba los ojos hasta que todas esas manchas amarillas
que se mueven desaparecieran, y mis oídos taponeados con las yemas de los
dedos sólo oyeran un ruido de agua que cae sobre la tierra, lavándola.
No quería que amaneciera, porque al otro día, a la misma hora, antes de que
mamá sirviera la mesa y las gallinas se encaramaran en los árboles para dormir,
ella soltaría sus animales en el patio, y la noche menos pensada ella les haría una
seña con su mano, y todos desapareceríamos lamidos por los animales-lenguas.
Sería tan fácil obedecer a Aleida, cerrar la boca y no abrirla hasta que pueda
demostrarles a todos, y no con palabras, que de verdad ella vive en las noches del
patio. Pero eso no puede ser. Me gusta hablar y hablando decir todo lo que siento.
Si fuera mudo... Me da miedo, me da vergüenza que Aleida se lo cuente todo a
mamá. Ya no me aterra verla, ni creo como antes que si me encuentro solo en el
patio, a esa hora en que las gallinas se acuestan, porque yo no le gustara o
porque ella no me quisiera o por aumentar su gran colección de animales
lamedores, pueda convertirme en uno de ellos. En realidad me importa poco ser
cualquier cosa, pues un muchacho, por muy bueno que sea, es casi nada. Pero no
quiero ser un animal. No quiero serlo.
Se había hecho muy tarde para recoger la ropa que Aurora tendió por la
mañana en el patio. Aurora tuvo que acompañar a mamá a visitar una enferma
que «repentinamente se había agravado». Le dijeron a Aleida que recogiera la
ropa. Aleida es exactamente cuatro años mayor que yo, aunque parezca una
mujer, y a lo mejor por eso mismo nunca sale al patio después que oscurece.
Detrás del patio están los potreros de yerba y detrás de los potreros está el río y lo
que hay más allá no se ve. Pero a mamá no le gusta que las mujeres salgan de
noche, solas, a ninguna parte. En casa se dicen tantas cosas, que si uno fuera a
ponerle atención a todo lo que dicen se volvería loco. Los hombres hablan menos,
pero es porque apenas paran en la casa. Eso de no dejar a las mujeres salir solas
de noche, es algo que no entiendo, pues Aurora sale a la oscuridad cuantas veces
quiere y Ianita también. La cosa es que Aleida cogió la canasta de la ropa y
salimos los dos. Ella bajó la vara que aguanta el cordel en el aire, como una
cuerda floja. Daba gusto ver a toda esa gente, sin cabezas y sin extremidades,
meciéndose en el aire. Mujeres que eran sólo mujeres desde los hombros a las
rodillas; otras, todavía más descuartizadas, lo eran de la cintura a las rodillas o de
los hombros a la cintura; algunas tenían brazos, pero les faltaban las manos.
Hombres de la cintura al tobillo, sin pies, y de los hombros a la cintura, con dos
muñones en vez de brazos, o con brazos pero sin manos. Lo más triste era ver a
los niños, pedacitos de cuerpo que daban grima, y entre ellos sábanas sin camas
y manteles sin mesas y toallas demasiado grandes para secar a toda esa gente
descuartizada. Todo el patio era un circo donde el descuartizador de Celia
Margarita Mena exhibía sus mejores piezas.
Aleida empezó a destender a los descuartizados y los iba doblando con mucho
cuidado como hace el Fantasmita, que se dobla como un acordeón cuando quiere
meterse por debajo de una puerta o cualquier otra rendija. Cantando y doblando,
doblando y cantando, sin ver nada de lo que estaba pasando alrededor de
nosotros.
Ella estaba en el fondo del patio, debajo de una guásima, y a una señal de su
mano los animales todos bajaron de las matas y empezaron a avanzar hacia
nosotros. Yo no sé cómo Aleida no sentía aquella peste que se derramaba por
todo el patio y que me ahogaba; cerré los ojos para no ver a las bestias y me tapé
la nariz. Estaba totalmente paralizado. Alguien gritó desde la cocina y Aleida
corrió, dejándome solo, abandonado, y los animales venían con su peste. Abrí los
ojos para correr detrás de Aleida, pero miré al otro lado y la vi recostada al tronco
de la guásima, muy serena y bella. Los animales empezaron a retroceder
trepándose a las matas. El patio estaba limpio de peste y en el oscuro lila del
anochecer, ella y yo nos miramos, pero no me dijo ni una palabra. Ya no le tuve
miedo.
Mamá estuvo discutiendo con papá a la hora del desayuno sobre «la necesidad
de trasladar las vacas y los caballos del traspatio a cualquier otro lugar». Cuando
el viento soplaba del norte, decía mamá, es imposible estar en la cocina. El olor a
bosta y a orina es insoportable. Papá no la contradijo. Al contrario, le dijo que
había hablado con su hermano Sixto para poner los caballos a piso en La Morena;
que dejaría uno, para sus viajes a Deseada. «En cuanto a las vacas, el problema
es más serio, necesitamos las dos de ordeño, aunque ya me las arreglaré para
sacarlas del traspatio. Durante todo el tiempo que dure la zafra y el viento siga
batiendo del norte, seguiremos sufriendo las molestias del hedor, que sale de las
aguas calientes que arrastran la cachaza fermentada y las demás inmundicias del
batey. Habría que cubrir la zanja, y la Administración no va a hacerlo ni a puntas
de bayonetas.»
Le conté a Aleida esa conversación. En aquel momento tuve ganas de decirles
que ese olor que mamá sentía algunas noches no es del mosto del guarapo, ni
viene del estero, ni está en el traspatio. Todas las mañanas, bien de madrugada, y
antes de que salga el sol y la gente empiece a moverse por toda la casa, abriendo
y cerrando puertas y pilas de agua, Secundino recoge en unos cubos la porquería
de los animales y baldea el cemento hasta sacarle brillo. No les dije a qué olía, por
vergüenza. El azufre y la orina huelen a mí, o yo huelo a ellos. Todo mi cuerpo en
la cama, de noche, tiene esos olores. Yo no sé dónde cogí o cómo me salió esa
granazón que me cubrió las piernas. Luego resultó que no era guao, ni mala
sangre, pero Aurora todas las noches me cubría las piernas con una untura de
aceite y azufre para que no me quedara ni una sola mancha. Me curó las piernas,
pero me dejó todas las noches un olor tan fuerte como el de la orina, que ni la
segunda resurrección va a quitarme.
Aleida quiere que me olvide de todo lo que le dije. No quiere que vuelva nunca
más a repetirlo. ¿Tendré que contárselo a alguien más porque ella no me ha
creído? Yo sólo le dije que la había visto una vez, y sólo a ella. Quité de mi cuento
a los animales y al olor que sale de sus lenguas, y creo que hice bien en no
decírselo, no vaya a ser que huela el aire, lo mismo que mamá y todos los demás
y hasta el propio papá, y diga que la peste viene del estero o de la zanja o que
está en el traspatio con las vacas y los caballos, y luego vengan una buena tarde a
decirme que me fije «lo lindas que son las formas de las sombras de los árboles
en la tierra», y se pongan a jugar a los animales-nubes: «Miren aquella, parece un
alazán desbocado, y aquella otra, una ovejita, ¡qué tierna! Y ese triste elefante
caminando al cementerio, ¡pobrecito!» Y sin saberlo, vengan todos a decirme que
me paso la vida inventando cosas. Pero los animales que yo veo están escondidos
sobre las matas y bajan de noche al patio cuando ella los manda. Y yo mismo, si
no fuera porque ella me quiere mucho, más que a nadie, más que a todos, como a
ella misma, bajaría de una mata todas las noches y lamería el patio con una
lengua babosa que huele a orina y azufre.
Lo que yo no puedo decirle a Aleida ni a nadie es que ahora somos amigos, o
más. Tengo mucho miedo a que se acaben las tardes frías un poco nubladas, con
un sol que se va del patio poco a poco y deja un color lila en el aire, tan claro, que
parece que fuera neblina o humo, pero no es nada... es Lila. Y todo es mucho más
bello y está más lejos. Me paso el día entero pensando qué haremos cuando
venga el verano.
¿Dónde podremos irnos? Ella y yo, yendo de un lado para otro por todas partes,
para siempre. Me paso las horas bobas del día en casa o en la escuela esperando
el momento en que, después de la comida, nos reunimos. Si yo dijera la verdad
tendría que decir que siempre estamos juntos, pero eso nadie lo creería, ni yo
mismo.
En casa, cuando terminamos de comer, cada cual hace lo suyo. Aurora va a la
cocina. Mamá y alguna de mis hermanas la acompañan un rato, y le ayudan a
secar la loza y a colocarla en su sitio; si es Honora la que ayuda, tan pronto
termina se mete en el baño como uno más de la procesión, luego en su cuarto, y
sale a la sala arreglada para recibir a Raúl, que viene todos los martes, jueves y
sábados. Si es Aleida, cumple más o menos con las dos primeras «formalidades
del ritual vespertino», como dice mamá (esas tres palabrotas son una fea herencia
de familia, pero como tantas otras cosas, hay que vigilar que se observen
puntualmente), y la tercera formalidad depende de lo que tenga que hacer para la
clase de mañana. A ella por un rato, «que no pase nunca más allá de las nueve»,
se la deja conversar o jugar o sentarse a oír el radio. Los hombres salen del baño
para el portal, toman el café con papá y se van a la calle. En el portal, papá fuma y
conversa con algún familiar suyo o de mamá o algún vecino hasta las once de la
noche. Papá sale poco.
Mamá es la que más se mueve dentro de la casa, y sus «formalidades»
cambian cada noche. Lo único que no cambia es esa media hora en la que, para
«aliviarse de las fatigas del día», se sienta a oír «su novela radial». Sale al portal a
saludar a las visitas de la noche; entra a la sala para darle una vueltecita a los
novios; llega hasta la cocina para servir el café que brinda a las visitas; vuelve al
portal con su bandeja y sus pozuelos; se excusa, con cualquier pretexto para no
perderse «ese capítulo tan interesantísimo, pues cada noche la novela se pone
mejor»; y no se acuesta hasta que Raúl se va. A veces la pobre se queda dormida
en el portal y creo que hasta sueña. Cuando alguien hace un comentario acerca
de «lo muy cansada que debe estar la pobre Leonor», mamá abre los ojos, y como
ella no se ha enterado de lo que se ha estado hablando, con una sonrisa muy
dulce se pone de pie y dice que «el calor la abruma y los mosquitos la
desesperan». Y nunca, pero nunca, acierta, pues si están en la veranda, puede
que haya calor, pero no hay mosquitos, y si están en el portal, no hay calor, pero
los mosquitos pican como diablo. Los otros disimulan esas in-con-gruencias de
mamá, metiéndola en la conversación y le preguntan: «¿No es verdad, querida?»
Y mamá sonríe.
Mis «formalidades» no son importantes, o no lo eran. Como todo el mundo,
salgo de la mesa para el baño. Allí sólo me enjuago la boca y algunas veces me
peino, por si acaso llega alguien a quien deba saludar, y del baño, si no he visto a
ese alguien, voy para el cuarto. Yo hago solo mis tareas de la escuela. A veces
Aleida me repasa las lecciones, si tengo exámenes. Yo creo que soy el único
muchacho que se acuesta antes de las nueve de la noche. Eso era antes. Ahora,
no. Ahora me acuesto, pero no me acuesto. Ahora, desde que ella y yo somos
amigos, pasan muchas cosas. Me gustaría mucho poder contárselo a alguien. Yo
creo que todo el mundo tiene un Gran Secreto.
En mi familia hay un gran secreto, que lo comparten todos, hasta los primos y
tíos y vaya uno a saber cuánta gente más. Es un secreto. Un gran secreto, que
mamá y papá hablan en voz muy baja. Algunas veces mis hermanos mayores
pelean, discuten, insultan, pero yo no sé por quién ni por qué. Es un secreto muy
raro, porque siendo el mismo secreto y sabiéndolo todo el mundo, parece que no
puede decirse delante de mí. Es raro que mamá lo hable con papá y con nadie
más; Ricardo, Honora y Rubén, que son los mayores, lo hablan entre ellos; a
Raciel y a Aleida no les interesa; lo saben, pero jamás lo comentan. Papá,
hablando una noche con su hermano Joaquín en el portal, le dijo que a él eso no
le importaba o algo así, y que se había alegrado mucho de que las cosas fueran
como eran y que ellos estuvieran fuera de ese lío, y que él había prohibido
definitivamente que se hablara del asunto. Mamá, que salió al portal con su
bandeja y sus tacitas, dijo que «agua que no has de beber, déjala correr».
Pero yo quisiera tener a alguien con quien hablar de mi Secreto, alguien que me
creyera de verdad, no como Aleida, que se hizo la que me creía, mirándome a los
ojos, callada, recostada en la baranda, sin mover ni una pestaña, más seria que
nunca; todo eso para luego decirme que esas cosas era mejor olvidarlas y no
decírselas a nadie. Aleida no es la misma. Aleida ha cambiado. Aleida es otra
distinta. Yo no sé qué va a pasarme si todo el mundo sigue cambiando así. Yo no
sé qué va a pasarle al mundo con gente tan distinta. Hasta que yo le dije eso a
Aleida era bueno estar a su lado y partir un dulce o una naranja por la mitad y
comérnosla al mismo tiempo, a ver quién molía más. Lo mismo hacíamos con la
comida cuando yo todavía no me sentaba a la mesa con los mayores. Aleida y yo
nos sentábamos en una mesita en la cocina y Aurora nos servía primero que a los
demás. Aurora era una locomotora, pitando, pitando, pitando; los platos eran los
carros de caña y nosotros los ingenios. Apostábamos a ver quién terminaba la
zafra primero. Aurora nos decía que comiéramos despacio: «Comiendo despacio
la zafra dura más y el tiempo muerto será más corto.» ¡Qué locos! Querer trabajar
todo el tiempo es como querer ir a la escuela todo el año. ¿Y las vacaciones? ¿Y
el mes en la casa de la playa que tiene tía Clara? Bañándonos en el río,
recogiendo piedras pelonas, subiéndonos a matas de tamarindo y mamoncillo,
embarrándonos la cara con semillas de mango. El mango no sólo se come: se
unta en la cara y en las manos hasta que la cara es un girasol y las manos, juntas
por las muñecas y abiertas en los dedos, moviéndolos de mil maneras, son un
crisantemo.
Si Aleida ha cambiado, yo también voy a cambiar. Voy a cambiar más que ella,
más que todos ellos, aunque tenga que morirme. Cambiar es morirse. Ella no lo
sabe, pero cambiar es morirse. Un día Aleida está sentada, muy oronda, con su
vestido de organdí azul y sus lazos en la cabeza y sus zapatos blancos y sus
escarpines blancos con ribete azul. Y parece la muchacha más linda del mundo, y
está jugando al tuntún del diablo, o al perrito goloso o a cualquier otra cosa que
ella sabe o que se le ocurre. Yo estoy con ella, sus amigos y los míos. Nos parecía
lo mejor de la vida estar ahí, cantando y bailando y corriendo y riéndonos de lo
lindo, porque podíamos decir y hacer todo lo que hasta entonces era bueno, o nos
parecía bueno, porque nadie nos había dicho que era malo. A uno siempre le
dicen lo malo: «esto es malo y lo otro es peor y lo demás peor que peor», y
entonces uno cambia. Si uno no es el mismo que era antes, el otro, el que uno
era, debe estar muerto. A la gente le gusta mucho morirse, le gusta mucho que la
maten, siempre se dejan matar. Son unos bobos bobísimos, diciéndose mentiras
todo el tiempo, porque por dentro siguen vivos. Si no, no crecerían. Crecen porque
están vivos. Pero, total, para vivir como si estuvieran muertos, pues casi todo es
malo, y como casi todo es malo, tienen que cambiar todos los días y todos los días
se mueren... «La gente nos permite que nadie viva como quiere.» Eso lo dice
Aurora porque se está poniendo vieja y los viejos no quieren morirse, y los niños
tampoco. Voy a morirme. Voy a cambiar. Voy a morirme de una manera que ni la
misma Aleida va a saber quién soy. No me gusta decirlo, pero Aleida se está
poniendo medio boba. Ya no puede morirse más y ahora se pone boba. Le tiene
miedo a las cosas que uno le dice, que son verdad. Le tiene miedo a la gente, que
siempre dice mentira. Si ella dice una sola verdad, por muy chiquitica que sea, le
parece mal a los demás. Aleida se volverá idiota, diciendo todo lo que los demás
quieren que ella diga y haciendo todo lo que ellos quieren que haga, y todo eso
por la bobería de ser buena. Buena y mentirosa, buena y falsa, buena y miedosa,
buena y estúpida. Buena como una cosa, como un animal. Las cosas son buenas
porque nunca dicen nada y sirven a todo el mundo; los animales también. Son
buenos por gusto. Las cosas se rompen, las rompen. Y a los animales, por muy
buenos que sean, la gente se los come, y a los que no se comen los hacen
trabajar como animales, a punta de garrocha y latigazos. Yo no sé si a Aurora la
ofende la palabra negra. Ella se pasa la vida «con su corazoncito arrugado como
una pasa» llamándolo a uno negrito de mi vida, negrito de mi corazón, negrito
santo, pero si oye decir que Aurora trabaja como una negra, enseguida responde
que ella trabaja como un animal. Ella no tiene miedo a ser un animal. Yo sí. Yo sí.
Ya no seré un animal. Lo sé desde que somos amigos, desde la noche en que
ella se asomó por la ventana y con su voz, más buena que el pan, tan buena como
el agua, igual a mamá, me pidió que la dejara entrar. Entró y se sentó en el borde
de la cama, toda lila, clara como el aire que está y no está; se ve mejor a través de
ella, se ve todo y todo es distinto.

La mata de mango es de estrellas y el techo de la casa de al lado es de cristal. Y


el cielo, que está muy cerca, tan cerca que se ve todo lo que hay en él, es una
playa muy grande con su mar y sus olas y sus caracoles. Eso se ve de cerca, pero
muy lejos hay barcos de todos los tamaños con velas desplegadas al aire, y llenas
de cocuyos. Eso es por un momento el cielo, pero después cambia y es un pueblo
muy grande, tan grande como el batey, más grande, porque en él cabe toda la
familia de mamá y de papá también, cada uno en su casa, comiendo, bebiendo,
cantando, bailando, conversando. Ninguno tiene sueño, ninguno duerme, todos
están despiertos, y a veces se asoman para ver lo que nosotros hacemos, lo que
decimos.
Yo sé cuando uno de ellos va a asomarse. Tan pronto mamá o papá o
cualquiera de los que están en el portal mencionan un nombre, allá arriba, igual
que en la escuela cuando el maestro pasa lista, la persona nombrada responde:
¡presente! Es de lo más diverti do verlos. Parece que allá siempre están de
carnaval. Todos se visten de distinta manera. Son muy cómicos. Hay mujeres con
las faldas hasta los tobillos, infladas como globos, con muchos adornos, y las
blusas son de lo más raras. Hay de todo. Las hay que se cubren hasta el cuello,
muy recatadas, pero otras... si mamá las viera, el susto que se iba a pegar. Son
muy descaraditas, lo enseñan todo, bueno, casi se les ven los senos. Una, nunca
suelta el sombrero, ni los guantes y anda forrada en pieles. Parece que la pobre
siente mucho frío. Otra, a veces camina descalza, en camisón, con una cosa
blanca cubriéndole la cabeza, como Aurora cuando cocina, para que no le caiga
una pasa a la comida, y una vela en la mano. En esa casa es de noche y esa
mujer levantada busca algo que se le olvidó... ¡ah!, una noche la vi sentada en un
orinal con flores pintadas... si ella se entera, se muere. Esa duerme sola, porque
aunque parezca que no duermen, que no tienen sueño, esa gente se acuestan.
Cuando se acuestan acompañados, cierran las ventanas de las casas antes de
meterse en la cama. Lo más que he visto es a las mujeres en camisones y a los
hombres en calzoncillos largos. Un hombre con bigotes como dos tarros de pelos,
peinado con una raya al medio, descalzo y en calzoncillos largos, dando brinquitos
hasta llegar a la ventana porque el suelo está frío, es mejor que cualquier película
de Charles Chaplin. Cuando están acostados en pareja, no hay quien los haga
abrir las ventanas y asomarse para acá abajo, aunque en el portal se cansen de
mencionarlos. Esos se han comido la guásima. Hay que poner una cruz roja junto
a sus nombres. Hay mujeres viejas como Aurora, las hay de la edad de mamá, de
la edad de Honora, como Aleida, y aún más chiquitas que yo. Los niñitos no sé si
son hombres o mujeres, pero hacen las mismas cosas que hacen todos los
bebitos. ¡Cuántas mujeres lindas hay en mi familia! No tienen nada que envidiar a
las artistas de cine. ¡Son lindísimas! Todas esas mujeres saben hacer más cosas
que las que yo conozco, contando las de casa. La que toca el piano y mira a un
joven muy bien parecido que la oye, es la más bella. Yo me maravillo mirándole el
pelo largo y lacio, con un color casi igual al del azúcar turbinada, pero más
brillante. Y su perfil es exactamente igual al de ese retrato que tiene mamá en un
dije, solo que el vestido es distinto. Cuando yo sea un hombre me voy a casar con
una muchacha como ella, así de alta y delgada, tan pálida y fina y que toque el
piano.
Yo no sé por qué me parece que toda esa gente es muy buena, aunque
comparándola con la peor gente del batey, no se quedan atrás.
Hay de todo en ambas familias. Cómo han venido a parar al mismo pueblo es
algo para romperse la cabeza. No veo por qué toda esa gente tan distinta, que no
están de acuerdo en la manera de vestirse, en lo que comen, hacen o deben
hacer, y hasta hablan de un modo diferente (cosa muy rara, son todos gallegos),
tienen que vivir en el mismo lugar. Galicia debe ser el excusado de España (no
hay uno solo que no se ofenda cuando se le llama gallego). Castilla la gran sala
para recibir las visitas y reunirse cuando hay fiesta. Andalucía el patio interior
rodeado de corredores llenos de macetas con flores. Valencia el patio de afuera
con sus árboles frutales. Cataluña el dormitorio principal, el de los padres. Asturias
el comedor. Debe ser así. Una pieza mejor que la otra, más importante, más
necesaria, más agradable y cómoda. Razón por la cual discuten tanto. «Si yo soy
de aquí, si yo soy de allá o más allá.» Y discuten con mucho alboroto y mala
sangre. Yo estoy siempre pendiente del momento en que todos se entren a
golpes. ¡La fajazón va a ser tremenda! Inútil, inútil escarceo, para nosotros son
gallegos, gallegos con gaitas y alpargatas, que hacen las necesidades más sucias
encima de Dios y juran a toda hora por el caballo de Santiago de Compostela.
¡Pobre Santiago, para siempre convertido en un caballo! Tal vez he entendido mal
y Santiago no es un caballo sino una ciudad grande y bella como debe ser La
Habana, con millones de cosas. ¡Qué líos se forman con las fechas! «¡Que hoy es
el día 5 de abril de 1948!» «Pues no lo es, señor, mire usted bien y verá que
estamos a 15 de septiembre de 1576.» «¡Vaya locura, si ayer mismo fue el 22 de
mayo de 1510!» «¿Pero a quién se le ocurrió semejante atrocidad? Perder diez
días. Nada menos que diez días, ¡qué chifladura!, como si la vida fuera a durar
toda una eternidad. Perder así, de golpe, por la lindísima cara del ilustre y
reverendísimo papa Gregorio, diez días. Dios hizo el mundo en siete días, qué no
podrá hacer uno en diez, y ahora los hemos perdido.» Así se pasan todo el tiempo
confundidos con el tiempo, el año y día en que viven. Hay que verlos aguantar la
risa, y cuando no pueden hacerlo, correr afuera para no orinarse o ahogarse,
porque han visto el traje que fulano sigue usando, después de tantos años que
hace que pasó esa moda; hay que oírlos comentar en voz muy bajita, cubriéndose
con la mano un lado de la boca o la cara con un abanico, que se cierra y se abre
con mucha rapidez, en el momento que pasa zutanita, del brazo de esperencejo,
toda ella sombrilla, botas y mitones, pero con un escote que nadie se atrevería a
llevar, ni siquiera una... perdida. Eso lo dice una vieja bajándose las gafas por
debajo de la nariz, prohibiéndole a su hija menor que mire esas cosas. Pero los
hombres, ah, los hombres se frotan las manos, se alisan los bigotes, se halan las
perillas, se relamen los labios, y los ojitos, los pícaros ojitos, se les pierden entre
los párpados. ¡Qué alarma, Dios mío, qué desconcierto, el día que se enteraron
del gravísimo desacato cometido por Su Majestad Católica la Reina de España!
¡Donar sus joyas para que un loco de remate se pierda en el mar buscando una
nueva ruta para llegar a las Indias! «¡Dar sus joyas por ese charlatán, naranjero,
huevero, capaz de decir que se come por salva sea la parte y se defeca por la
boca, es la locura total! La maldición de los moros ha caído sobre España. ¡Nada
podrá salvarla!» Parece que esa noticia, y la otra, que los puso al borde de la
apoplej ía, al saber que el orate genovés estaba de regreso, cargado de oro y
especiería, almáciga y ruibarbo, frutas, guacamayos, un perro mudo y unos
hombres de piel, pelo, facciones y habla nunca antes vistos, y que era recibido por
los reyes; así como una tercera anunciándoles que el barco partiría por la
madrugada, rumbo a las tierras maravillosas del Gran Khan, fueron los únicos
acontecimientos de esa familia. Que hubo de todo, lo hubo: nobles, hidalgos,
caballeros andantes, navegantes, descubridores, conquistadores, comendadores,
misioneros, adelantados y servidores reales en ejércitos, armadas y plazas.
Pero esos están muy lejos, viven tan lejos que sólo se les oye en las noches
muy claras, y después de la una de la madrugada, en tiempo muerto, sin
estruendos del ingenio, ni sirenas que despiertan a los trabajadores a las dos y
media, ni locomotoras pitando, ni carros limando los raíles, ni silbidos de los que
andan solos por la calle, ni voces que van y vienen hablando de tachos y
centrífugas, hornos y calderas, mieles y azúcares. Sí, están lejos, muy lejos, con
sus vidas remotas que nadie quiere recordar, desempolvando sus pelucas,
gorgueras, casacas, jubones, botonaduras, calzones, entorchados, calcetas,
condecoraciones, borceguíes, armaduras, sombreros, armas, escudos y cascos;
sacándolos al aire para que pierdan el olor tristísimo de la vejez, limpiándolos,
frotándolos para sacarles un brillo imposible y luciéndolos en sus reuniones
solemnes en las que se aburren, bostezan y entornan los ojos, sin poder dormirse
jamás: los recuerdos no les permiten el sueño, ni el descanso. De estos infelices
nadie quiere acordarse, y de no ser por los que viven más cerca (no todos) y sus
conversaciones, en las que sin ton ni son sacan a relucir esos antiguos nombres,
para que se sepa de «sus ilustres orígenes y procedencias» (tía Clara debe
pasarse toda la noche en comunicación con esas gentes), estarían
verdaderamente muertos. Yo mismo no les tengo ninguna simpatía. No me
gustan. Me alegro de todo lo que les haya pasado; enterrados en vida y solos
como los muertos. Nadie querrá jamás hacerles una visita ni siquiera de
compromiso, por muy cumplidores que sean. Apoyado en la ventana, con los ojos
fijos, sin mirar hacia ninguna parte, sino a esa, lejanísima, siento unos deseos
rarísimos de profanar sus nombres: Pánfilo, Severino, Sancho, Prudencio,
Cipriano, Lupercio, Hilarión, Sebastián y otros más. Ellos se harán los muy
honorables, los grandes señores, cristianos y todo, pero basta con oírles
cualquiera de las historias que cuentan para saber que fueron los primeros piratas
que vinieron a estas islas. Llegar hasta ellos no es nada fácil. Hay que hacer mil
cosas, casi las mismas que se necesitan para emprender un largo viaje hacia lo
desconocido. Uno nunca sabe qué pueda pasar y se prepara para todo. El mismo
viaje que ellos hicieron. Seguir, noche tras noche, las mismas peripecias de la
travesía, sin añadirles algunas nuevas, es lo más peligroso, uno se aburre y se
queda dormido. No creo que me interese esa clase de aventuras: tempestades
violentas que desmantelan las naves y casi acaban con todos, falta de alimentos,
hambre, enfermedades, desesperación, ciénagas costeras, cocodrilos y
mosquitos. Ese hombrecito despreciable, calvo y con juanetes en los pies
repitiendo cada cinco minutos: «¡hoy es el día 5 de abril de 1498!», cuenta cómo,
después de muchos días de sufrimientos, perdidos en las ciénagas del Camagüey,
fueron recogidos y ayudados por los indios. Él, muy agradecido, le regaló al
cacique una imagen de la Virgen María y ellos «hicieron coplas en su lengua, que
en sus bailes y regocijos que llaman areítos la i letra luenga (pregunté a Aleida
qué quiere decir esa palabra y me dijo que ¡larga! Ese gordito debe tener la lengua
muy luenga), cantaban y al son de las voces bailaban». Dice que los indios eran
mansos y alegres. Y el muy desvergonzado cuenta que puso sus ojos y sus
manos en las mujeres y en las hijas de los indios. Mientras dormían de lo más
campantes, los indios desnudos en cueros, con arcos y flechas, cayeron sobre los
españoles. Ahí termina el cuento, sólo que, dormido como estaba y tan tieso como
un difunto, sintió cuando su hijo lo alzó en brazos, lo puso en un lugar muy
tranquilo y calentico, no muy profundo, pero lo suficiente como para dejar de oír un
galope de mula, un tintineo de cascabeles y la voz y las pisadas sobre las hojas
secas, que por un rato molestaban su sueño. Desde entonces está despierto,
escupiendo de un lado para otro y frotando un escudo mohoso, al que es
imposible sacarle brillo. La otra gente que viven en esa casa, hombres y mujeres y
dos niños, son más agradables a la vista. Hay un joven capitán, rubio y alto, de
voz firme y amable, sin barba, ni bigote, ni mucho pelo en la cabeza tan bien
formada como la de Ricardo, con sus calzones muy ajustados en los muslos y sus
medias largas, estiradas como sus piernas largas, la camisa es blanca con una
botonadura de reluciente oro. Cuando habla a su mujer le rodea el talle con los
brazos y la mira a los ojos y a la boca, y en toda esa casa, ni en ninguna otra de
los lejanos, la hay tan bella de ojos y boca y pelo y talle y sonrisa. Yo los miro a los
dos desde la cabeza a los pies y de pies a cabeza, y son como el cuadro que hay
en la sala con esa muchacha rubia vestida de rosado y el joven debajo del balcón,
cantándole. Es una lástima que no sean los del cuadro para verlos durante el día
también. Me sé de memoria el más mínimo pliegue de su vestido y los hoyitos que
se le hacen en las manos. ¡Cómo les he mirado!
¿Y es buena esta gente, son buenos? No. Yo digo que si no hubieran venido
nunca a estos lugares, que si se hubieran quedado donde vivían y no hubieran
tenido que construir casas y muebles y no hubieran querido vivir como vivían en
sus pueblos y campos y hacer las cosas como las hacen allá, otro gallo cantaría.
Porque, como dice mamá, «lo ajeno llora por su dueño», y ellos no son dueños de
nada, ni lo fueron. Se lo quitaron a los indios, el oro de los ríos y los árboles de los
bosques y los pájaros del aire y los peces, venados, frutas y todo lo demás. Por
eso no se puede andar de noche solo por esos montes que quedan, ni se puede
silbar, ni arrancar una sola hoja de cualquier mata, no por lo que dicen Genoveva
y Ianita cuando se pasan las tardes lilas sentadas en los escalones que bajan al
patio, diciendo que esta mata pertenece a este santo y la otra a otro, y todas al
dueño del monte. Todos esos falsos dueños son ladrones y para robar mataron.
Toda mi familia está llena de criminales de la peor calaña.
Yo quisiera que mamá y papá pudieran ver las cosas que yo veo, saber todo lo
que sé para que no volvieran a abrir la boca mencionando a esa gente. Ellos sólo
hablan de lo que pasó aquí desde la gran guerra hasta el presente y entonces,
parece, a quien tiene que oírlos, que toda la historia de sus familias está hecha por
héroes y mártires, todos valientes, todos honrados, de lo mejor, justos y cabales.
Pero todos los indios están muertos y todos sus ríos sólo ruedan piedras. ¿Y los
árboles? Como no se achicharre uno la cabeza no puede caminar un kilómetro. Yo
nunca he visto un venado. Los perros aquí ladran como locos de rabia. Esto es
una porquería, una reverenda porquería y todo está lleno de sangre. Si uno abre
un hoyito sale un chorro de sangre. Válgannos esos grandes aguaceros que tiran
cubos y más cubos de agua para que la sangre se vaya al mar. Mirando la noche
lila, he visto cómo mi familia mataba a los indios. Cuando empezaron a acabarse
los indios trajeron negros para matarlos y después empezaron a matarse entre
ellos. Y cuando todavía no habían acabado de matarse todos, vinieron los
americanos a matar y siguen matando. Si yo fuera grande, me iba a parar en el
mismo centro del portal y les iba a decir que se dejaran de lamentar tanto y que no
se dejaran matar como los indios. Total, aquí en mucho tiempo van a matar gente.
Lo mejor será que seamos nosotros los que matemos.
Después de ver tantas cosas no tengo ninguna duda de que los indios somos
nosotros. Yo soy indio y Ianita es india. Si yo creo que soy otra cosa porque toda
esa gente que está allá arriba eran españoles y nobles y caballeros andantes y
conquistadores y colonizadores, soy un gran bobo. Si Ianita cree que no es una
india porque sus remotos eran reyes y sacerdotes y magos y mandaban a toda
una tribu muy grande y sabían para qué sirve cada hoja y cada raíz de las matas y
hacer un pilón con sus huesos de cadáveres y sus animales muertos y sus piedras
y sus yerbas secas y tierra del cementerio y de la iglesia y de las cuatro esquinas
de una calle, y porque sembraron toda la caña que hay en el país y la cortaron y la
molieron y aguantaron latigazos y mordidas de perros y cadenas, como un jiquí
aguanta que le claven el machete cuando los cortadores de caña van a descansar,
o un álamo que le corten todas sus ramas para que pase el tendido eléctrico; si
ella piensa que porque su familia cubana peleó en todas las guerras y en todas las
revueltas, grandes y chiquitas; si ella cree que por eso ella no es india, es mucho
más boba que yo. Las cosas nunca volverán a ser como antes, como cuando eran
de los indios, pero nosotros por una vez y para siempre seremos como ellos, todos
indios, sin gallegos, ni polacos, ni moros, ni negros, ni americanos sino indios.
Todos siboneyes, taínos y guanajatabeyes. Y el que no quiera ser indio que se
vaya a donde le dé su realísima gana, pero que nos deje ser indios.
¡Pobre papá! ¡Pobre mamá! Creer papá que sus primeros antepasados,
criollísimos de Bayamo, artesanos, labriegos, pequeños comerciantes, pegados a
la tierra que les vio por primera vez las cabecitas y las nalguitas rosadas, gritando
y agitándose en los brazos de la comadrona: Un varón, tocándole y exhibiéndole a
la familia el pipí; o una hembra, cubriéndoselo para que los hombres de la familia
no lo vieran. «Gente de la tierra», bayameses de pura cepa, aplatanados por un
siglo. Predestinados a correr al combate, mientras la Patria les contemplaba
orgullosa. Eso cree él, eso le dijo su padre que lo oyó decir de su abuelo que le
había dicho su bisabuelo que le contó su tatarabuelo, tataranieto de otro
tatarabuelo bayamés. Siglo XVI ¿Y las tierras que perdió su padre después de la
Guerra de Independencia? Esas se adquirieron trabajando, trabajándolas;
conucos que sostuvieron a la familia y que a fuerza de sudor, sangre propia y
lágrimas, en muchos años fueron extendiendo sus límites, hasta convertirlos en
fincas con algún ganado, pastos y siembras de plátano, maíz, yuca y otros frutos
menores. La guerra arruinó la propiedad, y su padre, que no peleó para sacarle
ningún beneficio propio a la República, sin un centavo para ponerlas nuevamente
a producir y con una familia más numerosa en mujeres que en hombres, tuvo que
venderlas a los americanos. Esa es la historia paterna: laboriosos y humildes
guajiros que lo dieron todo por una tierra que perdieron.
Todo eso es cierto porque es muy reciente y fácil de comprobar: las penurias.
Lo que él llama esplendor no es la riqueza, sino la alegría; la casa colmada de
guajiros que venían a celebrar una boda, un bautizo, la Nochebuena, la fiesta de
San Juan; seis lechones que se asan en púas debajo de un jagüey, ron,
improvisación de décimas controversiales, conversaciones sobre muchachas
honestas y hacendosas, hijas de tal o más cual don; caballos, monturas, corridas
de cinta con sus madrinas del bando azul y el bando punzó. La madre y las
hermanas que hierven viandas en calderos enormes, guisan pollos, mezclan los
frijoles negros con el arroz, un congrí de esos que sólo las viejas orientales han
aprendido a hacer, bajo los ojos desconfiados y tiránicos de una negra de nación,
desgranadito, cada grano de arroz y cada frijol sueltos, con su sabor a especias
bien machacadas y sus pedazos de ají verde, que la candela apenas ha rozado, y
alguna hojita de laurel, por el aroma; gris, el congrí es gris, ni blancuzco ni prieto,
en su punto de color. Y en sartenes donde la grasa chisporretea, haciendo
gorgoritos, saltando como niñas que juegan a la suiza o a los brinquitos, los
tostones que se doran, de un oro parejo que al quebrarse asoman esos ojitillos
negrísimos del esternón del plátano. Y en fuentes de loza o de esmalte, en eso no
hay que fijarse mucho: lechugas rizadas, pepinos resbalosos, rodajas de tomates
verdes, amarillos, rosados y rojos, lascas de pimientos morrones, aceitunas,
frijoles en su vaina, guisantes, rociados con sal, vinagre, limón y aceite. Y para el
lechón, casabe, seco o mojado, a gusto, y yuca con mojo. No hay una buena
comida si no se destapan esos pomos, que guardan cascos de toronja
azucarados, secos, o cascos de naranja agria, en almíbar y canela. La mesa se
sacaba afuera para que todo el mundo comiera a sus anchas, y se comía
hablando, riendo, alabando las prodigiosas manos que crearon aquel milagro. Y la
mamá decía: «Agradézcalo usted a Martina que es una cocinera de primera.» Y
Martina decía: «De no ser por Escarna, esas yucas serían un desastre, pues su
especialidad es hacer un mojo como no hay otro.» Y Encarna se sonrojaba,
bajando los ojos, porque Martín la había mirado de un modo mucho más especial
que todas las especialidades que ella podía hacer en la cocina. Y luego rompían
las guitarras y las claves y el güiro y las maracas, y se olvidaban por unas horas
de que había que recoger la mesa y fregar la loza. A la cocina sólo se volvía para
traer café, porque las botellas de ron y los tabacos andaban desperdigados por
todas partes, al alcance de la mano. Hasta la tardecita, hasta la noche, hasta que
quede uno de ellos sobre la tierra porque la eternidad son esos días, esas horas,
ese minuto en que, reunida la familia y los amigos, el tiempo pasa como un aroma
al que se sigue por todas partes, sin saber nunca que lo llevamos dentro.
Como ella, que está sentada a la cabecera, y me acaricia el pelo y me dice todas
esas cosas, las mismas que ellos hablan en el portal, las mismas que yo oigo en la
calle y en la escuela, en casa de mis amigos y los amigos de mi casa, en el radio,
en el cine, en los muñequitos, todas esas cosas. Pero ella lo dice como si
estuviera cantando... como si fuera una velada de fin de curso. Todos los niños se
aprenden de memoria poesías y canciones y las repiten nerviosos, emocionados,
delante de los otros niños y de sus padres y maestros. Casi siempre les sale bien,
algunas veces se equivocan, pero eso no importa, nadie parece notarlo. Yo me
equivoqué una vez y casi me pongo a llorar, pero me aplaudieron tanto que
todavía me dura la alegría de ese momento. Ella nunca se equivoca. Nunca. Ella
se pone a cantar en mi corazón y cantando me lo cuenta todo. Cuando yo canto lo
que ella me dice, tampoco me equivoco. Es como repetir una poesía, una canción
de la escuela, lo digo de corrido y parece que conozco muy bien todas las
palabras, las más difíciles, las que yo no sé qué quieren decir, y hago las pausas
que dice el maestro se deben hacer para distinguir las palabras. Ya no tengo que
cambiar, ya he cambiado. Ya no soy, ya soy. Cuando se me cierran los ojos, sigo
viendo las cosas que ella me dice, las cosas que dicen los que están en el portal y
no se olvidan, no se me olvida ninguna palabra. Ella habla, ellos hablan, pero
parece que soy yo quien habla callado, pero no soy yo porque no se me enredan
las palabras, porque las digo todas, seguidas, las más lindas y las más difíciles,
las digo viéndolas. Cuando yo sea grande me voy a sentar debajo de una mata y
me voy a poner a escribir todo lo que ahora ella me dice y como me lo dice, sin
miedo a equivocarme, sin miedo a que venga mamá o papá y me diga, niño eso
no se dice. Todo se dice, dice ella , todo se dice bien dicho, cuando uno siente que
debe decirlo. ¿Tendré que decírselo a alguien que no sea Aleida? Me estoy
durmiendo y ella sigue cantando en mis oídos y se mete en mis ojos y veo, veo
dormido. Y no estoy soñando, la estoy oyendo mientras veo lo que me dice...
No, papá, mamá, no, todos no fueron buenos, ni valientes ni honrados. Mamá,
antes del Remotísimo de tía Clara y después de él, hubo muchos animales-
lenguas, lame que lame, chupándolo todo, la tierra, los ríos, los árboles, el mar;
chupando los animales de verdad, los que tenían los indios y los que ellos trajeron,
tragándose como gorgojos todos los granos y picoteando las frutas. Están allá
arriba de lo más confundidos. Ya no sé quién es la gente de papá, ni la gente de
mamá... Yo los miro. El hombre parece que va a llorar de rabia. Parece que va a
romper la mesa de un solo golpe: «Yo no tengo la culpa de ser portugués, vine a
trabajar honradamente, he trabajado en paz, he trabajado. No le he hecho mal a
nadie. Tengo una mujer nacida aquí y tengo hijos nacidos aquí. A nadie le he
quitado nada. No me he metido en nada que pueda reprobar la autoridad. Soy un
ciudadano más. Hombre de honor y trabajo. ¡Esto es una injusticia! ¡Ya la pagarán
el don Álvaro de Luna y Sarmiento y todos los demás, ya la pagarán! Prefiero que
las hormigas me coman la lengua, antes de callarme, van a tener que oírme...
porque yo no me iré. ¡No me iré!... ¿Qué día es hoy?... esta mañana era el 8 de
enero de 1640... pero ahora ¿qué es?» Los hombres están hablando con las
narices casi metidas en la mecha del candil, la mujer retiró los platos y ellos se
han acercado más para hablar más bajo. El de las patillas le ha puesto la mano al
otro en el hombro: «No me queda otra solución. No hubiera querido que pasaran
estas cosas en la familia, pero estos años han sido los peores para el país, es una
plaga. Así no puede haber progreso. En cinco años, Prudencio, desde el 18 de
octubre del 62, los filibusteros han atacado, tomado y saqueado las ciudades más
importantes, Santiago, Sancti Spíritus, Puerto Príncipe y la costa sur. Mansfield,
Henry Morgan y Francisco Nau, han causado la ruina de esas poblaciones. Nos
hemos defendido como se ha podido, a brazo partido, pero todo es inútil. Son
como las hormigas y uno acá abandonado a su suerte y a la suerte de los piratas.
A mí, particularmente, no me queda otra cosa que hacer. Cuidado con lo que
oyes, no quisiera que nadie se enterara, te lo digo porque para algo somos
hermanos. He obtenido un permiso de corso, firmado por el propio Dávila Orejón.»
El otro parece no sorprenderse, parece que estuviera de acuerdo con su hermano.
Y es una ramazón, un colgajo, un racimaje de cabezas que se mueven a diestra y
a siniestra con las lenguas secas, negras, como si alguien se las hubiera halado,
machacándoselas; todas esas lenguas repletas de moscas que escarban con sus
paticas la carne muerta, desgajada, y vuelan a los ojos abiertos y hurgan en las
pupilas fijas, y suben y bajan por todos esos cuerpos que se amontonan sobre un
carretón. Una cabeza de larga barba roja aparece entre una pata de palo y un
zapato con hebilla dorada; un brazo velludo sale de un muslo que ciñe unos
calzones de pana verde; una mano crispada se asoma por debajo de un sobaco
sudado; sobre un pecho ensangrentado, dos pies grandísimos, descalzos, de
cera, apuntan a un cielo sucio, de nubes deshilachadas. Y la horca no para, la
gente a su alrededor grita y patea y aplaude desaforadamente, empinándose
sobre sus talones para no perderse nada, ni un pedacito de las lenguas que salen,
una tras otra, más de trescientas lenguas filibusteras... «todo el mundo anda con
la lengua afuera, con la lengua afuera, con la lengua afuera; todo el mundo, con la
lengua afuera, todo el mundo, con la lengua afuera...» y la gente cantaba y bailaba
palmoteando: «más de trescientas lenguas filibusteras, y las que faltan se las
vamos a arrancar todas, hasta que no quede una sola lengua pirata». Pero los
filibusteros y sus piraterías, sus patas de palo y sus doblones, sus guacamayos de
colorines y sus arcas y baúles y cofres llenos de joyas y oro, saltaban de un barco
a otro, sin distinción de banderas, de las manos de un tuerto, con su trapito negro
sobre el ojo que le falta, a las manos de un mozo rubio de barbas y pelos en el
pecho rubio, con sable y puñal apretados a la cintura, bajo el cuero gris por el
salitre de un cinturón adornado con monedas y medallas y piedras. Y en las
noches, en esas noches en que la luna y las nubes se ponen de acuerdo para
proteger a los fugitivos y a los delincuentes y maleantes y criminales, en esas
noches en que todos los pájaros se acuestan temprano para no hacer ningún ruido
y las hojas de los árboles se quedan quietecitas y el viento no pasa, ni las jutías ni
las iguanas, y el río paraliza sus aguas para que no choquen contra sus orillas y
las deja correr, correr calladitas, hundiendo en su fondo a los troncos y a las
piedras y yerbas que bajan hacia el mar, y todo es calma, Cipriano y Lupercio, en
piraguas tripuladas por negros criollos y mulatos, salían de la boca de los ríos y de
las caletas de la costa para asaltar los barcos mercantes ingleses y efectuar
desembarcos en los lugares más recónditos de la costa jamaiquina, con el solo
propósito de robar esclavos y ganados. Eso no lo sabe papá, mamá tampoco.
Hilarión, que tenía patente del rey para perseguir a los piratas, practicó la piratería
sin ninguna limitación.
Ese cuento de los piratas es muy bonito y de lo más emocionante. Es una lástima
que no se me haya quedado completo en la cabeza. El ingenio está moliendo,
papá está fumando y tomando café. Las vacas en el traspatio están mugiendo.
¿Habrán visto algún animal-lengua? Mamá está hablando de la casa de su abuela,
hecha con maderas preciosas. ¿Por qué hablarán de esas cosas? Mi cuarto es
todo lila como una violeta, como un ramo de verbenas, como las campanillas y los
lirios, las orquídeas y las flores de agua. Las voces en el portal son lilas y el cielo y
los árboles, Aleida es lila y ella sigue hablando.

En el cielo hay cuatro casas, en cada casa hay una familia, cada familia se dedica
a una industria distinta. Están los grandes señores del azúcar, con sus colonias de
caña y sus trapiches y negros. En la tardecita los negros de afuera están cantando
en los barracones, cantando como las tojosas que se pierden en el monte, con
unos lagrimones del tamaño de un garbanzo, en cuclillas, comiendo ajiaco y fufú,
tirados por el suelo de tablas podridas, cantando, con las espaldas llenas de
verdugones rojos y los pies y las manos hinchadas, cantando, con golondrinos en
los sobacos, amarillos, con una puntica ensangrentada, cantando, con las pasas
revueltas y los muslos ardidos, cantando, con un flemón en una muela que supura,
y una mascá de hojas de salvia machacada en mucha sal, metida en la boca para
que el flemón acabe de reventar, antes que le pudra el ojo que ya no puede abrir,
cantando, en un cepo, cantando, las piernas y los brazos mordidos por los perros,
cantando, la fiebre palúdica congelándoles los huesos, los trapos empapados de
alcohol enfriándoles la frente y los pies, el mal enterrándolos en el monte como
entierran las viejas la placenta de una muchacha que acaba de parir, cantando
para que esta tierra no se pudra con el excremento y los orines de sus señores,
para que los árboles donde están sus dioses crezcan y para que el mar no se
trague la Isla una noche, cantando para que el corazón no se les ponga de piedra
como a los blancos ni de polvo como a los indios, porque mientras ellos canten y
bailen para sus santos, la Isla permanecerá viva y llena de música. Los negros de
adentro están sirviendo a los señores. Ella sabe que yo no quiero que me cuente
nada de esa gente, porque es la misma que yo conozco.Y pasamos a la casa
donde está la familia que cultiva el tabaco. Son más humildes y su trabajo es más
delicado y huelen a jazmines de cinco hojas, a la albahaca morada en el sereno
de diciembre y son ligeros como las calandrias, pausados como una guitarra que
se va aquietando dulcemente, cuando la voz del cantor cesa y los cocuyos
parpadean por encima de las hojas verdes. Por ahí sólo se mueven los ángeles,
serafines y querubines indios, inocentones como un dulce de arroz con leche, una
lluvia muy fina de canela en polvo, un río de miel, con ese color de las hojas
secas, igual de dulce y aromado. Podría uno pasar la vida entera en esa casa, tan
elegante, hecha con manos que sirven para tocar el arpa y la porcelana y los
cristales que tañen música cuando uno los roza con las yemas de los dedos o
sopla en sus bordes.
Siempre que empieza a contarme el mundo de los vaqueros, hago que se pare y
me da miedo de que se ponga brava porque la dejo con la palabra en la boca. Un
día le voy a pedir que me lo cuente completo, sin que le falte nada, sin que se le
vaya a olvidar una sola palabra. Un día que ella esté muy contenta y yo también,
que los dos nos sintamos como si fuera el día de Nochebuena, o el día de las
Madres, o el día de mi cumpleaños. Y voy a pedirle que lo haga muy despacio, tan
despacio que entre una y otra palabra pase mucho tiempo, y eso sí, quiero que
sea un sueño de verdad, no como los sueños de mentira de Aleida, un sueño del
que uno nunca despierte y se quede toda la vida como un niño en un jardín donde
haya de todo lo que un niño quiere tener y que todo sea tan bueno que uno no
quiera crecer.
Y yo sé por qué no quiero que sea ahora. Toda esa gente que ha venido de
visita está hablando muy alto, y para oírle el cuento de Sabanas, para entrar en
Sabanas y quedarme con Sabanas dentro, yo quiero estar solo con ella, sin que
todas esas voces se metan en nuestra conversación y cambien el rumbo de lo que
estamos hablando. Tendré que esperar a que pasen las once de la noche y no
haya nadie en el portal. Tendré que esperar despierto como en la noche de Reyes,
y entonces voy a oír toda la historia de Sabanas. Mamá se ha ido a dormir.
Nosotros dos estamos entrando en la casa de maderas preciosas. Esa casa es
como un mueble: un escaparate o una cómoda, pero también es como un barco y
como un palacio. Cuando es un escaparate uno entra y se esconde detrás de la
ropa. Hay dos clases de escaparates, los escaparates hombres y los escaparates
mujeres. Ella siempre los abre. Entramos juntos. Entonces no es un cuento. Ella
no habla. Es una película. Yo estoy viendo la película y no tengo que leer los
letreros. Ya los he leído. También sé todo lo que va a pasar y sé lo que dicen los
vestidos o los trajes. Los vestidos son los que más hablan. Ella los separa con
mucho cuidado, con tristeza. Yo no soy yo, Ella no es ella.. «¿Lucinda, me prestas
tu vestido azul con margaritas en el escote?» «No creo que te sirva, Clara, pero si
quieres puedes probártelo.» «Mamá me dijo que si a ti no te importa que yo lo use
esta noche, ella le recogerá el falso.»
La seda es suave y tersa y huele a violetas. ¿Cuál de las dos es más hermosa,
más bella? Las Roble Contreras son famosas por su belleza, pero entre todas
sobresale Aleida. No hay quien la supere en toda la comarca. Y esa noche toda la
casa, vista desde la guardarraya por donde entran los hombres a caballo y la
volantas que traen a las mujeres, es como el monte en la oscuridad, un rumor de
hojas que vuelan entre cocuyos saltadores. Hortensia y Clara cantan a dúo
acompañándose de guitarras. El piano es para reuniones más solemnes. Y la
noche transcurre «entre un temblor de yuraguanas y un susurrar de dagames,
jocumas que se columpian en la selva peregrina», según dicen las décimas del
Cucalambé. Era una familia de pocas palabras y muchos amigos. Lo de pocas
palabras era una imposición de don Octavio Alejandro a «su familia de mujeres».
Pero la sala está llena de charlas y risas, sonidos de cristales, porcelanas y plata
entrechocados, y el rico y denso olor a coñac, sidra, tabaco, frutas y el sándalo de
los abanicos. El pronunciado escote del vestido de Luncinda, que esta noche luce
Clara, produjo cierta afectada tos a la madre de los Torralba. Su hijo Juan Carlos
no le quita los ojos de encima a esa chiquilla siempre rodeada de galanteadores...
Los encajes huelen a verbenas como la noche de San Juan en que mataron al
novio de Hortensia. Viviana vino con ella para el pueblo. «Desde que no’fuimos a
la manigua, a la niña se le prendió aquella fiebre que la rondaba como una
siguapa persigue el atardecer. No jay un solo remedio que no le jisiéramos, y
como si na. Al muy prinsipio pensamo que la tristura le benía de la separasión del
nobio que se fue a la guerra cuando casi to lo tenía preparao pal matrimonio, pero
dipué le encomensó un juku juku que na ni naide le jasía parar. Pa mí que le
cojieron la sombra. A la doña le costó mucho padecer enliar la cosas y ponerno en
camino. Yo no sé qué mal cayó en la familia. No sólo fue la guerra sino mucha
cosas ma. A mi niña Lucinda no se le bolbió a ber el pelo, dipué se fue pa fuera y
no bolbió jamá. Y a mi niña Hortensita, le cayó la desgracia, se puso como una
bibijagua que no descansa nunca, que no duerme, que anda con el sol y con la
estrellas, trajina que te trajina sin jaser na. Y yo joyendo el mismitico cuento, en la
plasa cuando iba por lo mandao, y en la iglesia a esa bieja santurronas que se
pasan el día con la manos enlasá como majá en palo y tienen a to su muertos en
Boumba, y cuánta beses me beían pasar, el cuchicheo, jasta los kereke de colegio
gritándome que cuánto pagaba por una crus. Naide quiso aorrarle a mi años el
bómito de su lenguas. Cuando al mismo fin de la guerra mi señores estaban
enterrao y la niña Clara y la niña Aleida ya tenían su casas con su críos, quisieron
que la niña Hortensita y yo no’ fuéramo con ellas, pero mi niña se negó y sigue
negá. Esta mismísima mañana llega la mujer que laba la ropa, deja la canasta en
la mesa y se queda alelá, mirando pa donde no lan llamao y me dice: “¿Contó la
ropa, doña?” Y yo le digo que aorita mismito no puedo, que ya la contaré cuando
la reúma me deje la manos y lo pie tranquilisao. Y la mujer se queda pasmá en el
calor del resistero y las moscas cayendo de un sielo de sentella ensendía. To el
aire estaba lleno de ruidos que querían acabarle a uno la cabesa, martillando por
to lo lao, pácata, pácata, pácata, en el centro de la sien. Y entonce me pregunta si
pue esperá, pero no me dice por qué, aunque yo sepa. Me da roña que sean así
no querer na como e, y yo dígole, na ma pa que se acabe de largar: “¿Lo
necesita?” Y ella díseme con una cara de sonsa, que sí. Y yo busco primero en mi
bolsillos y dipués en la alacena, porque se me está yendo la memoria pasito a
pasito como si le diera pena dejarme. Y busqué la plata en la tinaja y la conté y se
la di: “¡Toma!” Pará como una estaca me dise que no quiere ese dinero que ...
porque es mío. La muy cabra de lo sementerios. Y yo le digo que lo tome de una
be y que me deje en pa, y ahí viene la preguntica, jasiéndose la muy buena
educada: “¿Y cómo ja seguido la señorita Hortensia?” “Bien”, le contesto. Y
enseguida: “¡Pobre señorita Hortensia, han pasado biente años y para ella es
como si fuera ayer. Mire, doña...” “Bamo, bamo, mujer, que en esta casa jay
mucho que jasé.” La taba espantando, como a una gallina, a la condenasión de lo
mil demonio. Y se para y me dice: “Parece mentira, jace menos que mi niño murió
y yo me je resignao. Bueno, será porque Dios me lo quitó... Yo fui quien le tapó la
cara al difunto, por poco me cae ensima mío, como aquel que dise. Yo iba a
buscar a mi marido que se jabía quedao jugando a las cartas, dipué de cerrá la
barbería. Esa noche yo estaba miedosa y sola y la barriga me pesaba una tonelá y
yo creía que esa iba a ser la noche. Traía la ropa tinta en sangre que le salía de la
boca y lo oídos. No sé cómo tubo fuersa para llegar hasta la barbería. Cuando
cayó estaba llamando a la señorita Hortensia. Mire, doña, que yo llegué a creer
que me jabía confundío, porque ese hombre me miraba ¡con unos ojos...!” Por do
bece traté de jacerla cerrar esa boca que solo escupe porquería. Y cuando termina
y yo le digo que se largue, me dice: “Bah, ¿y yo qué he dicho?” Una mosca que
casi se me mete en los ojos me obligó a alsar la bista. No supe cuando la mujer se
fue pero mi niña Hortensia estaba detrá de mí con su chal de encaje negro
apretujao a los hombros. “¿Por qué la mandaste a callar, Viviana? Déjalos que
hablen lo que quieran. ¡Qué más da que sea ella! En este pueblo no se habla de
otra cosa y yo podría contársela a todos, sin que les faltara el más mínimo detalle.”
“¿Por qué se lebantó?” No quería oírla. “Hace mucho calor... ¿a qué hora vendrá
esta noche?”, me pregunta y yo no quiero contestarle na y le digo que no sé, que
no e jablao con él. “Es mejor, me alegro, aunque no me guste la manera en que lo
dices...” Y se queda ahí, pará, con su chal negro, con toda la tristura más amarga
del sielo. ¿A quién no se le partiría el corasón por la misma mitá, biéndola ahí, sin
ninguna defensión? Con esta negra bieja que sólo le queda ojo para berla siempre
buscando una cosa cualquiera pa dejar su mirada pegá a lo que sea, queriendo
con toa su probresita alma que eso le sirba de distraimiento. ¿Y si lo muertos
toiticos se negaran a que lo arreglen y bistan como si ellos fueran a una fiesta,
porque un sapato le aprieta en lo pie, o un guante en la manos, podrían jaserlo?
¿Quién podría creer que esta criatura que se ja puesto de la noche a la mañana
como un pollito que se curruca, piando, buscando un ala, y que lo aguanta to, que
la pisotén, que la ensusien, que la pongan como un trapo, es mi niña? Es como si
mi santos se me ubieran birao y no oyeran mi rogatibas, ni me bieran arrodillá de
noche pidiéndole que jagan conmigo comía pa sus animales pero que me la
pongan como era y que me la recojan y no me la dejen andar por ahí de noche
como una bibijagua por toa la calles como el ánima sola cuando la luna alumbra
muy clara y ella sube y baja la calle p’arriba, calle p’abajo, porque pa seguirla en
esa correrías ya me boy quedando sin pie, y tengo que jaserlo sin que ella se
entere de na. ¿O es que esa inocente, como de niña trabiesa, salida son la que
juntas, una noche y otra noche, tejen la muerte? No, no estaremo enterrá mientra
bibamo en este pueblo, mientra un jombre se pudre en la cárses y su jijos en lo
colegios de la capital na saben de to lo que ja pasao. Así debió podrirse el muerto,
pero está bibo, metiéndose en toa casa de besino, disiéndolo to, to, y mi niña se
cre que estamos enterrá y se jan olbidao de nosotra, pero el muerto no no’ deja
tranquilidá. “¿No va a venir?”, me pregunta. Y yo le digo: “¡Allá él, déjalo con su
cru!” “No grites, por favor”, díseme ella. “Yo no estoy gritando, pero que cargue
con su cru como nosotra con la nuestra.” Mi cru es pasar to el tiempo diciendo en
to lo lugares y a to el que me pregunta: “Eso no es berdá, no fue así como la gente
lo cuenta, to eso e una calunia... pero yo sé que e berdá.” “Viviana, ¿sabes?
Cuando se fue a la guerra me dijo: ‘volveré pronto para casarnos... pero si muero,
Hortensia, quiero una piedra, ¿sabes? No me gustan las cruces.’ Por eso, Viviana,
la cruz que le pusimos es de hierro macizo para que nos sobreviva a todos, para
que esté entera cuando nosotras seamos polvo.” “No me gusta que jable de eso,
niña”, le digo, “jablando no se resuelve na.” “Ni tú callando. A mí ni los muertos ni
las cruces me harán callar. Tú tampoco.” “No me gusta que jable así, no me gusta
que to el mundo oiga. Boy a cerrar la bentana.” “¡Dejala abierta, si la cierras, lo
gritaré en la calle!” “¡Déjate estar!” Y ella se está tranquila, sentá en un balance,
apretujá en su chal negro, y yo le traigo un baso de agua que me ja pedío, y le
pido a la birgen que esta noche no salga, que no baya al sementerio a maldecir el
nombre de Felipe, golpeando la cru de hierro. Y le pido a la birgen que toa la
cosas que guarda en el baúl, to lo ajuare que bordó con su manos de entonse,
amarrando letras en la sábanas y la toallas, el comején la separe, porque esa telas
que le jan serbío de mortaja son la causante de to el daño que le jecharon a mi
niña.»

De Felipe Aranda López se sabía poco y nadie parecía interesarse en saber algo
más. Que era de Vuelta Abajo lo evidenciaba el acento más pausado y suave,
aunque su voz era ligeramente ronca. Tenía más de seis pies de altura. Entre los
jóvenes que visitaban la casa, sobresalía por sus espaldas anchas y musculosas,
«un parapeto de carne y huesos». Su fuerza armonizaba con su aspecto y
dimensiones; era moreno, de ojos y cabellos negros, tan oscuros que el bigote
castaño parecía no corresponder a su rostro moreno mate. Se dedicaba a la
compra y venta de ganado. Sus relaciones con la familia no podían ser más
satisfactorias. Don Octavio Alejandro estimaba su franqueza e integridad, y doña
Aleida «su buena sangre, reflejada en la ancha frente, el rojo de los labios y la
nariz bien trazada». Las frecuentes visitas, atraído por la crianza del mejor ganado
que había en todo el país, aumentaron cuando cayó atrapado por los encantos de
la más atractiva de las Roble Contreras, y el entusiasmo que despertó en la familia
sus galanteos hacia Hortensia. Los rumores y los preparativos de guerra fueron
identificándolo más con las opiniones y los propósitos de los señores de la región
que se preparaban para enfrentarse a España. Cuando Felipe Aranda se dirigió a
don Octavio para pedirle la mano de su hija Hortensia, y señalar la fecha de
matrimonio, la fiesta se alargó por tres días con sus noches: bailes, barbacoas,
torneos, giras. Toda la comarca festejó el compromiso, sin preocuparse en lo más
mínimo por el origen y procedencia del «forastero». Aranda era el mejor mozo y el
más temerario, y también el más sencillo y cortés. La primera vez que Aranda vino
a La Reseda, interesado en la compra de unas novillas de la raza Devon, cruzada
con ganado de sangre criolla, vino acompañado por Eugenio, el hermano menor
de don Octavio. Se habían conocido en Holguín, después que Felipe, en la valla,
al no encontrarle contrario a su gallo canelo, apostó al pinto de Eugenio. Ambos
perdieron un Potosí, pero ganaron una franca amistad. Eugenio estaba casado, y
de su matrimonio con Pilar Valverde Guzmán, hija de familia criolla «de lo más
granado de la sociedad holguinera», habían nacido dos varones, «que habrían de
transmitir a futuras generaciones la nobleza de sangre derivada de sus ilustres
ancestros». Los jóvenes intimaron inmediatamente, y desde aquel encuentro se
les veía juntos en todas partes. Prejuiciados como eran los Roble Castillo en
cuestión de linaje, es de extrañar el hecho de que Eugenio jamás inquiriera sobre
«la reservada, misteriosa vida de su amigo Felipe, que cuando menos uno lo
esperaba, después de una larga noche proyectando planes para la semana
entrante, desaparecía sin dejar aviso». La buena acogida que hizo la familia a su
amigo, y el compromiso con Hortensia, estrechó aún más la amistad entre los
jóvenes. Al estallar la guerra, Aranda se alistó bajo las órdenes de don Octavio;
Eugenio, que se había alzado con un grupo de sus amigos, internándose en la
sierra de Gibara, en mucho tiempo no volvió a saber nada de su hermano, hasta
que se enteró por un mulato peón de La Reseda que las tropas al mando de
Octavio maniobraban muy cerca de donde él se encontraba. Supo también que
doña Aleida y sus hijas se habían ido al monte, y que Hortensia, enferma, se
hallaba en Holguín. Con el propósito de reunir las tropas, mandó a su hermano un
recado, pidiéndole concertar una entrevista en algún punto intermedio. Don
Octavio le puso en aviso de que Aranda estaría en Holguín ese sábado por la
noche. La entrevista tendría lugar en casa de un tal Martín Palomo, barbero del
pueblo. La tarde del viernes partió Eugenio hacia Holguín. El encuentro de los
hombres, la muerte de Felipe y aquella mulata de espléndidos ojos verdes,
Manuela Vega, la persecución y la captura del asesino, su prisión y destierro,
fueron por muchos años un gran misterio para la familia, hasta el día en que la
mujer de Palomo le contó a Viviana las visitas nocturnas de Eugenio a Manuela.
«Sa mulata traía la desgrasia metía entre su piernas. Amarró al señorito,
dándole a tomar un brebaje jecho con café y senisas de las uñas de sus pies y
pelos de sus partes, que recogía de las sábanas, cuando él se lebantaba y se iba
a su casa. Secaba a los hombres, lo ponía como pellejo de majá al sol, y cuando
estaban bien secos, trancaba su piernas pa que no bolbieran ma. No sé lo que
pasó esa bes, toabía andaba alebrestá por el señorito Eugenio cuando bio al otro
sentado en el sillón de la barbería, y se lo llebó con sus ojos pa meterlo en la
cama. El otro no le jiso mucho caso, enamorao como estaba de la señorita
Hortensia, y Manuela le dio a beber en aguardiente, agua de su culo... El otro era
ma fuerte y no le jiso mucho caso... Si se encontraron aquella noche en casa de
ella fue porque jabían pasao mucho tiempo en la mala compañía del monte y los
do, sin saberlo, fueron a buscar comía en el mismo plato.»

Es como una gaveta del escaparate y en ella hay un revólver en su funda,


medallas y papeles, todos viejos, y un reloj con su cadena de oro y unos
espejuelos, todos muertos en acción de guerra, batiéndose en la primera línea, de
cara al enemigo, heridos en el pecho o en la frente. Y es como un navío, en el que
todos un día vamos a remontar las misteriosas aguas del Río de la Luna, en busca
de Sabanas.
De Felipe
BALDÍO

Has lavado mis cabellos y sobre tu regazo los peinas. Me cuentas las mañanas de
tu país donde las negras van al mercado con enormes cestas de pañuelos
trenzados, rojos, blancos y amarillos sobre sus cabezas, como las estrellas que he
visto desaparecer. Y los hombres las miran codiciando la generosidad de sus
senos y sus caderas, donde yo duermo.
Y te pido que cierres todas las puertas a mis pasos, que llagues mis pies sobre
el suelo guijarroso.
Me depositas en un lugar de abiertos azules. Adornas mi cabeza para que sea
tan regia como manjar de arcángeles, pero también sagrada como los frutos y
condimentos que depositan los negros de tu tierra ante el altar de sus dioses.
Yo quiero el destino de los crapulosos que se reúnen en tantas partes del
mundo sin despertar envidia, ni rencores, ni celos.
Me vistes de amaranto y armiño, me rodeas de amadores que callan y meditan,
mientras yo asciendo hasta tus pies que son el techo de la eternidad.
Yo corro detrás de ti, llamándote, Ianita mía, Ianita, y tú desapareces.
6
Persiguiendo el inaudible chillido del murciélago que seguía solamente, en la
oscuridad de las noches, un rumor de voces y un sonido de cascos al galope, Lila
cumplió a pie juntillas los consejos de Ma Tanasia. Una madrugada del mes de
marzo, llegaron a un pueblo fantasma, oscuro y desierto, sin ninguna belleza. No
era otra cosa que un llano azotado constantemente por el polvo y el viento, por el
calor y la lluvia, escaso de árboles, excepto a lo largo de las márgenes del río. Lila,
exhausta, se despojó de los zapatos y las medias y hundió los pies en el agua,
hundió las piernas hasta las rodillas, hundió las rodillas hasta los ardidos muslos.
Arrancándose la ropa, decidió hundirse hasta la cabeza y nadar, sumergida, hasta
la orilla opuesta.
Cuando salió a la superficie, vio a través del río a un hombre en cuclillas, de
espaldas a ella, merodeando entre sus cosas. Desde donde estaba, pudo advertir
las alas ripiosas del sombrero de yarey y un jolongo harapiento que le colgaba del
hombro derecho. La llegada del intruso no perturbó su ánimo. En un santiamén
estuvo detrás de él. El hombre pareció no sentir la presencia de Lila a sus
espaldas. Permaneció encorvado, tanteando la tierra con las manos. Lila le gritó.
El hombre pareció no oírla. Volvió a gritar más fuerte. El hombre no respondió.
Cuando estuvo vestida se acercó a él y a voz en cuello le preguntó quién era y
qué hacía. El hombre ni siquiera alzó la mirada. Sus manos escarbaban en la
tierra removida. Entonces Lila, acuclillándose, se le enfrentó.
Amanecía. Aun frente a frente Lila no le distinguió el rostro. Imaginó que tenía
los ojos azules. Le imaginó un rostro pálido y rígido, con la calma necesaria para
confiarse a su mirada. El hombre, sin hacer caso de ella, hundía las manos cada
vez más profundamente en el húmedo agujero. Lila apartó sus ojos del
desconocido. Miró al río y al puente que lo cruzaba. Las aguas y la tierra formaban
cuatro caminos, y el suyo era de tierra, le había dicho Ma Tanasia. Volvió sus ojos
al hombre y le preguntó por cuál debía seguir. Entonces él, sin responderle,
extrajo del agujero el rostro de amasijo que representa al orisha con cara de niño
viejo, un kereke revoltoso que manda en la tierra y en el cielo, sobre el viento y el
agua, dueño de todos los caminos, y lo dejó en las manos temblorosas de Lila.
Salió el sol. En cuclillas, Lila saludó la piedra de Elegguá. El hombre había
desaparecido.
Entró al pueblo. Tres o cuatro calles atravesadas por otros tres o cuatro
callejones, sin alumbrado, llenas de baches, pedregosas, polvorientas. Las casas,
construcciones de madera de líneas rústicas, algunas de dos plantas y todas al
nivel de la calle, eran demasiado viejas para pertenecer a un pueblo fundado más
o menos treinta años atrás, y exhalaban un olor muy parecido al de los
cementerios. El ladrido de un perro orientó a Lila hacia una de ellas; el mismo
ladrido la condujo a otra, y luego a otra, hasta trasponer todas y cada una de las
puertas desvencijadas. Recorrió las habitaciones carcomidas, agujereadas, rotas,
húmedas y frías. Algunas camas, mesas, taburetes y escaparates de hierro y
madera no menos firme, delataban las pocas y austeras actividades de sus
moradores. La alarmó comprobar que en todas las cocinas la ceniza en los
fogones aún estaba caliente, pese a que el musgo y cierta clase de helechos
crecían entre las lajas del piso y sobre los fogones construidos de ladrillos de
adobe. En una de las casas recogió un paquete de naipes que guardó en su seno.
A ratos, oía un tumulto de caballos que recorrían las calles al galope y que,
espantada, la precipitaban fuera, cegándola con la polvareda que alzaban las
patas vertiginosas. Oyó gritos, aplausos, chiflidos y el ritmo tronante de metales y
manos que le recordaban las ferias y romerías populares. Creyó distinguir entre
las voces, una de agrestes acordes que entonaba una tonada campesina de
carácter controversial, sin que hallara entre la multitud de voces, una oponente.
Pensó que aquella gente, de unánimes gustos y pareceres, no se aventuraba a la
discusión. Imaginó un pueblo alegre, activo, prudente, de sumo decoro y gracia.
Un pueblo de inconstantes y perdularios jinetes, extraordinariamente distintos a los
que enriquecían sus memorias del Cauto y el Camagüey. Les imaginó de rostro y
apostura singular, españoles puros o de insolente y recio mestizaje, corteses y
valientes. Gente bien nacida, lo que la inhibía para luchar contra la astucia y el
pillaje de los yanquis (que ya por esa época merodeaban la comarca), pero con
quien nadie osaría meterse, pues era conocida por la audacia de sus acciones,
por el golpe rápido y certero, frente a frente, al contrincante. Soñó un pueblo
oloroso a arreos de cuero virgen, a crines sudorosas, a pastos verdes, resecos o
amarillos, poblado de relinchos, coces y corcoveos, trotes, galopes y chasquidos
de fuetes al aire o contra los flancos de la cabalgadura; y del incesante rechinar de
las espuelas girando con el viento o galopando las piedras de las calles, y deseó
con toda su alma haber sido una de las mujeres de aquellos domadores de bestias
y paisajes.
El mediodía la sorprendió diseñando modelos, confeccionando vestidos y
arreglos florales, preparando platos de exquisita y compleja elaboración, aseando
y organizando la casa; conversando con la familia y los amigos durante los cortos
espacios entre labores o durante las largas veladas nocturnas, recibiendo a los
pretendientes, atendiendo a sus hijos y a su esposo; acudiendo ante un enfermo,
aplicándole sus conocimientos de yerbas y raíces en pócimas y emplastos;
recogiendo a una parturienta; intercediendo en un conflicto sentimental o legal;
asistiendo a bailes y otras celebraciones públicas, y a íntimas reuniones
particulares: una boda, un bautizo, un cumpleaños; organizando clases y cursos
en la escuela de reciente fundación, y en el hospital no menos reciente, métodos
terapéuticos; creando una banda de música compuesta por aficionados. Hacía
falta un parque y un local para actos culturales y de recreo; hacía falta instituir
algunas leyes de protección individual y colectiva; había que instruir a cada
ciudadano acerca de sus deberes y derechos dentro de la colectividad, y había
que transformar en lo posible las relaciones comerciales y de trabajo, o cambiarlas
por otras más eficaces y productivas. Se regocijaba con la prosperidad creciente
del poblado. Aquí y allá se edificaron nuevas casas para nuevas familias y se
abrieron nuevos comercios y centros de entretenimiento, donde los hombres se
concentraban para jugar a los naipes, beber vino y conversar de sus asuntos.
Abolida la discriminación racial, educacional y laboral, no era necesaria la
penitenciaría. Las contradicciones entre vecinos se ventilaban públicamente; el
agredido recibía con plácemes la disculpa del agresor, en los casos menos
graves, y, en los otros, una prudente indemnización. A los héroes se les
reverenciaba con absoluta estima, y el presunto villano era objeto de reeducación.
A los niños se les inculcaba el respeto y el amor a los mayores, a la Patria y a la
colectividad. En Sabanas no había un solo anciano; la mayoría de la población no
pasaba de los treinta y cinco años, edad que se consideraba avanzada para
ciertos cargos y labores. El índice de escolaridad, a todos los niveles, ascendió
notablemente, tanto que en un plazo mucho menor que el programado la
población superó todas las metas de enseñanza, y alcanzó los grados más altos
de la instrucción pública. Considerábase a Sabanas como la región más culta e
ilustrada del país. Por país entendíase a todo el territorio de Sabanas y a la serie
de tierras circundantes, cuya extensión nadie se atrevía a conjeturar, pero que se
extinguía al precipitarse en el mar. La siembra se planificó de acuerdo con las
estaciones, de intempestiva regularidad, y según los colores del suelo, de amplia y
variada gama, extendiéndose desde el blanco casi puro hasta el negro azabache.
Entre estos extremos, se encontraban numerosos tonos y matices del pardo,
rosado, púrpura, amarillo, verde, gris, rojo y azul. Se hablaba del gris «débil» o
«muerto» y del gris «lánguido» o «rico», del rojo brillante, rojo ladrillo, rojo
encarnado, rojo purpúreo, rojo amarillento, rojo pardusco, rojo gualda, rojo fuego,
rojo carmín, rojo carmesí, rojo escarlata, rojo quemado, rojo sangre y rojo
atardecer, y se distinguían los colores «moteados» de los «veteados», y los
«manchados» de los «jaspeados», y a cada uno de ellos se le atribuían cualidades
específicas para ciertos cultivos. En el pasado estos suelos estuvieron cubiertos
por una exuberante vegetación de árboles de madera dura: caobas, júcaros,
sabicúes, yabas y otros; bosques que se utilizaron en la construcción de las casas
y de los muebles, y que, al ser desmontados, cedieron sus terrenos al cultivo de
granos, viandas, legumbres y frutas, incrementando su producción en cantidades
que, satisfecho el consumo local, permitían la exportación a otras comarcas. El
ganado vacuno, caballar y porcino, y las aves de corral aumentaron
prolíficamente. Dentro de sus límites, que abarcaban cinco leguas a la redonda, se
encerraba un emporio de esplendor y riqueza superior a cualquier cálculo de la
voluntad o la imaginación; testigos de ello eran los visitantes, que atraídos por los
grandes progresos del poblado y sus alrededores, acudían a él. Sus logros eran
demasiado fantásticos para ser descritos. Lo cierto es que en un mismo año,
Sabanas añadió a sus famosas talabarterías y herrerías, dos espléndidos hoteles
con sus restaurantes y cantinas, que se abrieron para alojar el tumulto turístico. En
el hotel Luz, atestado de huéspedes y equipajes, se concentraba la masa
abigarrada de profesionales en todas las disciplinas de la técnica, la ciencia y las
humanidades. El hotel Progreso era el centro de reunión de comerciantes que
representaban diversas empresas y llegaban de los lugares más remotos para
ofrecer las ventajas y beneficios de productos industriales de nueva creación (pero
ya acreditados por su prestigio en el mercado nacional) y que pondrían a Sabanas
en contacto con la civilización más actual. Sabanas, con el arribo indiscriminado
de curiosos diletantes y especialistas, comenzó a tener sus apasionados
defensores, apologistas desmesurados que vindicaban cada uno y todos los actos
de la comunidad. También tuvo sus detractores, pero estos en su mayoría lo eran
en tanto consideraban que las cosas siempre podían mejorarse. Sus críticas
impugnaban la estructuración de la nueva sociedad, nunca sus fundamentos. En
realidad ni los unos ni los otros contribuían al desarrollo inminente de Sabanas,
que subía con el laborioso entusiasmo de la espuma. Sin embargo, este alud de
forasteros impuso que se promulgaran leyes que regulaban las entradas y salidas,
complicando el hasta entonces simple decursar de la vida en Sabanas.
Aquí Lila detuvo el incansable fluir de sus conjeturas, temerosa de internarse en
los arabescos de intrincadas estratagemas policiales de ese cuerpo que, como
organización, no había sido reglamentado. Y de un soplo suprimió todas las zonas
tétricas que pudieran oscurecer sus felices lucubraciones. Sabanas era un pueblo
sano, limpio, ordenado, y si estas reglas pueden contribuir de algún modo a la
felicidad, habría que admitir que era un pueblo feliz, o cuando menos encantado
de la vida, como respondían sus habitantes siempre que, en casa o en la calle, se
les preguntaba por ellos o por sus familiares. Y la vida no alcanzaba para tanto
encanto.
El aullido del perro la sacó de sus cavilaciones. El cielo barruntaba tempestad.
Lila sintió frío y sueño y hambre, y un miedo atroz, superior a todo raciocinio,
recorrió su cuerpo. Súbitamente percibió su desamparo, su soledad cada vez más
aislada del aullido inmóvil del perro, que abarcaba todas sus circunstancias,
además de su corazón. Deseó echar a andar, pero no pudo. El declinar porfiado
del sol tramaba la noche. Una noche mucho más oscura y obstinada que la de su
alma, que la de sus pensamientos. La tierra, contra el cielo que ennegrecía, pronto
iba a cerrar todos sus caminos. Deseó, más allá de su alma, recuperar la visión
poética que unas horas antes proyectara en su mente la crónica fabulosa de la
vida en Sabanas, pero el miedo le impedía hacerlo. Deseó sobrepasar los límites
del terror, razonando sobre sus causas. No temía a vivos ni a muertos, en su
miedo no cabía ninguna participación humana, ni encarnada ni desencarnada.
Sabanas era un pueblo sin cementerio, nadie murió en él. Todos sus habitantes
habían desaparecido vivos. Sabanas era un pueblo sin iglesia. Allí Dios no inspiró
a nadie su terror. Comprobó que su miedo no temía a la vida ni a la muerte; no
temía a los hombres ni a Dios. Temía a esas calles y a esas casas vacías,
carcomidas, porosas por la erosión del tiempo, del sol, de la lluvia, del frío, del
calor, del tacto, de la mirada, del olfato. Temía a la eternidad, donde los rápidos y
fugaces procesos históricos de aquel voluntarioso y tenaz pueblo encantado de la
vida, eran una infinitesimal partícula en la inconmensurable tela que el hombre ha
tejido con el solo propósito de ilustrar en ella las incontables hazañas de su
soberbio corazón. Sin recuperarse de su miedo, Lila se internó en la noche.

MISCELÁNEA

Comunicaciones: Telégrafo en la oficina de Correos de Deleite. Teléfono privado.


El F. C. del ingenio enlaza con el Ferrocarril de Cuba en Sabanillar, a 60 km de
distancia.
Abastecimiento de Caña: Obtenido casi exclusivamente de tierras propiedad de
la compañía. El 99% cultivado por colonos y el 1% por Administración.
Equipo de Transporte: 615 km de vía de 36", 35 locos., quemadores de petróleo,
de 15 a 70 t y de varias marcas, pero en su mayor parte Baldwin: 2 077 carros de
caña de acero de 15 t de capacidad; 292 carros planchas de acero para
manipulación de azúcares; 36 carros tanques de acero para petróleo, mieles y
agua.
Manipulación de Caña: 6 viradores laterales, de armazón de acero,
hidraúlicamente accionados (2 para cada tándem), cada uno movido por dos gatos
hidráulicos de 12" de diám. La presión hidráulica la suministran dos bombas de
vapor dúplex de acción directa de 4 X 4-1/2 X 12".
3 conductores de caña horizontales movidos por 3 maquinillas gemelas de 9 X
10". 3 conductores de caña inclinados, cada uno movido por maquinilla gemela de
vapor de 8-1/4 X 10".
7
Esta noche es más lila que nunca y esta noche voy a ver todo lo que me falta por
ver. Mañana, cuando me levante, sabré todas las palabras y sus significados, no
me faltará una sola. Porque primero son las cosas y después las palabras para
nombrar las cosas, y después las palabras que no nombran cosas sino que
expresan los sentimientos, las sensaciones, las acciones y las reacciones. Y esas
palabras lo explican todo mejor que en la escuela, como esos libros grandes que
tiene papá.
¡Mira que sé! ¡Todo lo que voy a saber! Todos van a quedarse pasmados,
cuando digan algo y yo me quede con la boca en punto, sabiendo que no pueden
engañarme. Y después tendré que aprender a saber y no querré que ellos sepan
lo que yo sé. Porque un color, el lila, es como la neblina, y como la última, la más
suave y triste vida de la llama, la primera que asciende en el humo que se va a los
aires, sin arder, pero llena de luz; y tiene un olor secreto, el mismo que tienen las
cosas que mamá guarda en sus gavetas, que está en las cartas, en los retratos,
en los libros viejos, en las frutas que están a punto de pasarse y en algunas
especias que pone Aurora en las comidas, que vienen de muy lejos, de no sé
dónde, cruzando los mares, como los tabacos que fuma papá en el portal y el café
que se toma, las guayabas hirviendo en almíbar y la canela espolvoreada sobre el
arroz con leche. A todo eso huele, y sabe, sabe a todas las cosas, a cualquiera,
cuando uno tiene verdaderos deseos de probarlas, de tocarlas, de oírlas y hasta
de decirlas, a eso sabe, con toda su humildad y su ternura y con un poco de miedo
o de vergüenza por velar todo lo que sabe, lo que está detrás de él, de ella.

Caminamos mucho todo aquel verano. Una conversación entre mamá y papá, que
sorprendí una mañana de junio, me enteró de que aquel año no iríamos a la casa
de la playa. Mamá recogía de la mesa la loza del desayuno. Yo entré apresurado
porque se me hacía tarde para la escuela, y ellos, como si no me vieran,
continuaron hablando del asunto. La casa estaba en litigio. Papá decía que
aunque tía Clara se empecinara en legarla a mamá, ella no debía aceptarla. Esa
casa estaba en el pequeño pedazo de terreno que mamá había heredado de su
padre, pero por no sé qué líos de lindes y deslindes y porque abuelo no había
dejado sus cosas en orden, ella no recibiría ni un centavo por esas tierras. Y tía
Clara insistía en que, aunque la casa había sido construida con madera de la vieja
casa paterna, y correspondía a todos por igual, no obstante, según su criterio (y tía
Clara era la mujer más opinada de la tierra), en el estado en que estaban las
cosas y al no serle posible a mamá sacar provecho de su terreno, lo menos que
podía hacerse sería cederle la casa. A mamá parecía no interesarle para nada
tener o no una casa en la playa, pero por principios, y mientras no se aclarara la
situación, nosotros ese verano no disfrutaríamos del lugar.
En otra ocasión, esa noticia me hubiese desencantado, y hasta creo que
hubiese sufrido. Pero entonces no me importó. Tenía todo el verano para irme con
Lila al potrero, a la estancia de Martinillo, al río. Podríamos recorrer a nuestro
antojo todo el batey y sus barrios. Podríamos pasar las mañanas en la represa y
las tardes en el parque, y las noches en el cine. Y andar de un lado para otro los
dos solos, hablando y hablando y hablando.
Lila no amaba el batey. Casi podría decir que lo odiaba. Era algo que yo no
lograba comprender del todo, pues Lila era la persona más popular y mejor tratada
en toda la vecindad. A Lila se le llamaba constantemente para hacer esto o lo otro
y ella siempre lo hacía con mucho gusto. ¿Qué edad tendría Lila entonces? Yo no
sé, porque Lila debe haber sido siempre vieja, aunque parecía una niña. Lila era
una actriz, una característica como Mary Pickford, una niña como Shirley Temple,
una adolescente como Judy Garland, y era como Carole Lombard o Carmen
Miranda. Eso en el cine, pero en la radio era Sol Pinelli, Asunción del Peso, Adria
Catalá, Xiomara Fernández o Enriqueta Sierra. Lila no era un personaje de los
muñequitos, ni siquiera Aleta de los Mares, porque Lila era una persona, no un
dibujo.
Yo no sé por qué Lila odiaba el batey. Era en lo único que ella y Aleida siempre
estuvieron de acuerdo, en parte. Para Aleida la cerca que rodeaba las grandes
mansiones de los empleados del ingenio, personal ejecutivo y de administración,
casi todos americanos, encerraba su odio. Ella odiaba esas casas y a esa gente.
Lila parecía odiarlos a todos por igual, aunque se mostrase la persona más
simpática y agradable del mundo.
Una tarde bajábamos por la carretera desde la Estación del Ferrocarril a casa;
serían como las cinco de la tarde, tal vez un poco más, pero no mucho más. El
administrador pasó en su buda personal (así lo llamábamos nosotros, no sé por
qué, acaso fuera la marca de fabricación de esos carros de línea, acaso sea una
traducción bastarda de una palabra inglesa). Y Lila me dijo algo acerca del color
del carro, de un anaranjado esplendoroso, que me hizo recordar a tío Joaquín, a
Aleida y a Raciel en una de esas larguísimas conversaciones sobre las clases
sociales, la explotación y el imperialismo. En realidad, el único que hablaba era tío
Joaquín. Aleida y Raciel le oía embobados. Cuando el carro pasó, Lila me dijo:
«Es feo, feo como todo lo que les rodea, como todo lo que hacen, feo y cruel.»
Estuvo pensando por un rato, y después me dijo que eso no le había fallado, que
aquel era su triunfo, su verdadero triunfo. Yo no quería discutir, porque me sentía
muy bien, sentado junto a ella, en un muro frente al departamento Comercial; la
tarde era hermosa y plácida. En el aire las libélulas y las mariposas retozaban
como gatitos, y la gente que pasaba cerca de nosotros y nos saludaba era como la
tarde, plácida y hermosa, y sonreía con mucha dulzura, amistosamente. La casa
de la Capitana (no me pregunten por qué tenía ese nombre), donde vivía la familia
del segundo jefe de Máquinas, se alumbró, y sus hijas estaban en el jardín y todas
me parecieron las muchachas más lindas del mundo. Olía a lirios morados y a
jazmines de cinco hojas, pero también a guarapo y petróleo y a melaza y
cigarrillos rubios.
—¿Por qué, Lila? —le pregunté.
Y ella en voz muy baja me dijo:
—Porque no es nuestro. Nada de esto es nuestro, ni las tierras, ni el ingenio, ni
el batey, ni las cañas, ni siquiera la gente que aspira a ser como ellos y que en
cierta medida lo es.
Y volvió a cerrar los ojos y a respirar los olores de la tarde. Después, como si
hablara dormida, me dijo que esas cosas habían pasado cuando ella perdió la
memoria. Habló de Ma Tanasia y Elegguá y de sus peregrinaciones. Temí oírle
nuevamente ese cuento y aburrirme, y le pregunté:
—¿Cuándo tú llegaste al batey?
Lila me contestó algo como un chiste, como una broma, me dijo que ella
siempre había estado aquí, desde el principio, cuando todo el lugar tenía un solo
nombre: La Finca de las Delicias, que fue nuestra tanto como La Reseda, pero
que después de la guerra última (imagino que se refería a la Guerra de
Independencia) ella padeció aquel letargo, que se hizo éxtasis y blancura de la
memoria.
Me dijo que aquel sueño que huyó de su mente la trajo de regreso a casa, pero
que ya era tarde, porque Las Delicias ya no lo eran. Y ella en venganza y por odio,
que aún no había consumido, había cambiado el lugar.
Hablando conmigo, Lila recordó la noche que llegó a Deleite en un carro de
líneas que hacía el camino desde Yarey, la recogió una cuadrilla de hombres que
ampliaban el ramal hasta el puerto por el norte, hasta Velasco por el este, hasta
Tunas por el sur y hasta Malagueta por el oeste; se entendieron por señales, pues
Lila, desde la noche que dejó Sabanas había olvidado su lengua materna y se
expresaba en una jerigonza que tenía cierto parecido con la que hablaban los
contratistas y administradores yanquis que habían atacado, rendido y conquistado
la zona. Pidió a los hombres que la bajaran del carro antes de llegar al Crucero.
Ellos la habían confundido con una cómica de circo, domadora de fieras,
amaestradora de perros y monos, trapecista, equilibrista, adivinadora del pasado,
del presente y del porvenir, tragaespadas, comefuego, amazona y otras cosas
más. La ayudaron a bajar un baúl metálico, tres valijas de madera y dos jabas de
yarey que depositaron debajo de un algarrobo. ¡Pobre Lila! Era cierto que vivía en
las estrellas, pero todos los vagabundos viven en algún otro sitio distante de
aquellas casas de palma cana y guano, alumbradas por la luz vacilante de los
candiles.
Lila se asomó a una de ellas y llamó. Una voz de mujer le respondió, invitándola
a pasar. La mujer tenía los ojos hundidos y dos semicírculos oscuros le cubrían
parte de las mejillas bajo los ojos. Parecía arrastrarse bajo el agobio de su preñez,
de los escuálidos hombros le colgaba una túnica gris, ripiosa. La mujer le dijo a
Lila que se sentara, alargándole un taburete. Lila temió que su alma reencarnara
en la criatura que estaba a punto de nacer. Desde que salió de Sabanas no se
sentía el alma dentro del cuerpo, y le recomendó a la mujer que se recostara en el
catre que había en la habitación contigua a la sala. Desde donde Lila estaba era lo
único que se veía. La mujer le dijo que eso tenía pensado hacer cuando la vio
llegar. Dijo que esperaba a su marido que estaba trabajando en la construcción,
pues los dolores se hacían más fuertes y seguidos. Lila se brindó para
acompañarla. El tiempo parecía detenerse y Lila se sorprendió de que la mujer
entendiera sus palabras y experimentó una sensación de aturdimiento y turbación
al no saber qué sucedería después.
Una gallina negra cacareó en un rincón del aposento. La mujer la espantó
sacudiendo la falda ripiosa. Le dijo entonces que su sueño estaba por cumplirse.
Lila no respondió, ignoraba lo que podía decir. De súbito le acudió a la memoria el
recuerdo del rostro del amasijo que había recogido a la entrada de aquel pueblo, y
deseó salir de aquella casa y buscar entre sus cosas la cara con boca y ojos de
caracoles.
—¿Tengo miedo? —preguntó a su corazón. Pero no tenía miedo, volvió a
sentarse—. Debo empezar. Tengo que pensar en lo que voy a hacer.
Salió de la casa y se acostó entre sus cosas, debajo del algarrobo; apretando el
rostro de amasijo contra su pecho se durmió y soñó que la mujer había parido en
su presencia a un gigante como una grande estatua, y esta estatua grande y de
elevada altura estaba derecha frente a ella; y su presencia era espantosa: la
cabeza de la estatua era de oro finísimo; el pecho, empero, y los brazos, de plata;
mas el vientre y los muslos, de cobre; y de hierro las piernas; y la una parte de los
pies era de hierro, y la otra de barro; así la estuvo mirando cuando, sin que mano
ninguna la moviese, se desgajó del monte una piedra, la cual hirió la estatua en
sus pies de hierro y de barro, el cobre, la plata y el oro, y quedaron reducidos a ser
como el tamo de una era en el verano, que el viento lo esparce; y así no quedó
nada de ellos; pero la piedra que había herido a la estatua se hizo una gran
montaña, y llenó toda la tierra.
Despertó sobresaltada. Era el día. Buscó con desesperación la casa donde
había estado la noche anterior, temiendo que algo siniestro le hubiese podido
pasar a la mujer en el trance de parir, pero al fondo de la línea se alzaba una
verde extensión, pareja, compacta, infinita; la casa no aparecía por ningún lado.
Supuso que la mujer, la gallina y el parto eran parte del sueño. Lila recordó las
palabras de la mujer: «su sueño está por cumplirse». Lila recordó su nombre,
recordó la antigua casa familiar, recordó los treinta años de guerra, recordó la
primera y la segunda intervenciones norteamericanas. Entonces supo que aquel
era el mismo sueño que había huído de su memoria, y su significación, la larga
historia de su familia. Recordó todos y cada uno de los días de su enajenación y
se encontró sola bajo su torrente de luz blanca, tan cegadoramente blanca como
la demencia, en un mundo verde y fragante de montes rumorosos, agua límpida y
fresca corriendo entre piedras y márgenes de yerbas y helechos, pájaros que
saltaban como su corazón, sin que nada consiguiera retenerle la atención por
mucho rato. Aquel mundo ya no le pertenecía. Treinta años de guerras, exilios,
destierros, fusilamientos, cárceles, victorias y derrotas, sólo habían servido para
que el país pasara de unas manos a otras, mucho más codiciosas. Decidió que los
nuevos usurpadores no deberían disfrutar de aquel mundo verde y blanco, azul,
rumoroso, argentino. Ella les ganaría la última batalla (o por el momento, la
primera). Decidió que habitaba el caos y que su tarea era crear el orden de las
cosas y de sus emociones. Y esta certidumbre fue el principio.
Y crió Lila el abismo, porque la tierra estaba demasiado llena de cosas y todas
esas cosas eran diferentes y sus diferencias producían diversidad de gustos y la
diversidad de gustos multiplicaba las cosas y las cosas cubrían la superficie de la
tierra, y ella no tenía ni el menor espacio donde moverse. Dijo, pues, Lila: «Sea la
sombra», y la sombra fue y vio Lila que la sombra era buena porque ocultaba el
vacío y la uniformidad del abismo e hizo del día y de la noche una sola tiniebla; y
así la tarde aquella y la mañana siguiente resultó el primer día. Dijo asímismo Lila:
«Haya una oquedad que reúna las aguas unas y otras», e hizo Lila la oquedad, y
reunió Lila las aguas que estaban debajo de la oquedad con aquellas que estaban
sobre la oquedad; y quedó hecho así, y a la oquedad llamó Lila vacío, con lo que
de tarde y de mañana se cumplió el segundo día. Dijo también Lila: «Reúnanse en
un lugar lo árido o seco que está encima del vacío y aparezca el elemento
etéreo.» Y así lo hizo. Y al elemento etéreo diole Lila el nombre de Nada y vio Lila
que lo hecho era bueno porque en la Nada no había memoria y la memoria
engendra recuerdos y los recuerdos son los frutos del alma y el alma es la
simiente de la carne y toda carne crea necesidades y las necesidades, cosas. Y
dijo asimismo Lila: «Desaparezca todo aquello que dé simiente y fruto que
contenga en sí mismo simiente.» Y así se hizo. Con lo que desaparecieron los
bosques de maderas preciosas y las plantas fructíferas que daban frutos conforme
a su especie. Y vio Lila que la cosa era buena porque en la Nada nada se
reproducía y el Espíritu de Lila tenía toda la expansión para moverse. Y de la tarde
y la mañana resultó el día tercero. Dijo después Lila: «Apáguense las lumbreras, o
cuerpos luminosos, que flotan en el vacío, que distinguen los espacios del tiempo
en que el vacío da vueltas sobre sí mismo y señalan las partes en que se divide el
tiempo en que el vacío hace su revolución alrededor de la lumbrera mayor, y
calientan y alumbran el abismo; a fin de que oscurezca el vacío y se enfríe la
Nada.» Destruyó, pues, Lila, las grandes lumbreras: la lumbrera mayor que
calentaba la tiniebla y la lumbrera menor que la iluminaba. Y arrojólas a la
oquedad o extensión del vacío. Y vio Lila que la cosa era buena porque en la
tiniebla nada deslumbraba, ni la uniformidad, ni el vacío. Con lo que de tarde y de
mañana resultó ser el día cuarto. Dijo también Lila: «Descompónganse en átomos
todos los cuerpos simples: oxígeno, hidrógeno, nitrógeno y sus combinaciones, de
modo que todo lo que pueda nutrirse de ellos, crecer y multiplicarse, perezca.» Y
vio Lila que lo hecho era bueno porque se extinguieron todos los animales que
viven y se mueven, producidos por las aguas según su especie, y asimismo todo
volátil según su género. Con lo que de la tarde y de la mañana resultó ser el quinto
día. Dijo también Lila: «Puesto que no quedan sobre la faz de la Nada animales
vivientes domésticos o silvestres, borraré de mi memoria y de mi corazón sus
formas, nombres y naturaleza.» Y vio Lila que lo hecho era bueno. Y por fin dijo:
“Destruyamos mi imagen y semejanza.» Y maldijo Lila su nombre, y se dijo:
«Desapareced en soledad.» Y así se hizo. Y no vio Lila todas las cosas que había
hecho: y eran en gran manera buenas. Con lo que de la tarde y de la mañana se
formó el día sexto.
Quedaron, pues, acabados el vacío y la Nada y toda su pobreza. Y completó
Lila la obra que había hecho; y el día séptimo reposó, o cesó, de todas las obras
que había acabado. Y maldijo al día séptimo; y lo aborreció; por cuanto había
cesado en él de todas las obras que crió hasta dejarlas sin acabar porque esa
misma noche supo Lila que no era ella el único dios, ni su universo el único, y su
Espíritu comenzó a gemir en el abismo y su gemido recorría el vacío y la Nada, y
fue tan grande que su estruendo cobró cuerpo como el de una piedra y la piedra
creció en proporción tan descomunal que cubrió el abismo. Y aquel hecho fue
registrado como un acontecimiento sin precedente en la memoria de los dioses de
los demás universos, y acudieron a contemplar el fenómeno que tantos asombros
les producía; y el peso de sus legiones sobre la piedra, la fragmentó, y sus
fragmentos, al desprenderse y chocar unos contra otros, produjeron el fuego, y el
fuego derritió la piedra y de su sustancia crecieron nuevos cuerpos minerales y
gaseosos y de sus combinaciones surgieron nuevamente el agua y el aire y el
elemento árido o seco y cada uno de ellos produjo nueva vida, y las aguas se
llenaron de peces y los aires de aves y lo seco de plantas y animales, y aquel
mundo nuevo necesitó de alguien que lo gobernara y dominara sobre los peces y
aves y bestias y yerbas de la tierra y el cielo.
Y Lila recuperó su imagen y semejanza, pero estaba muy sola y triste y se
aburría sobremanera entre las criaturas de la naturaleza que carecían de
inteligencia y de un lenguaje articulado, y cuya posición no era vertical como la de
ella y no tenían como ella las manos y los pies diferenciados. Y tomó Lila lodo de
la tierra e hizo un amasijo, e inspiróle en el rostro un soplo, o espíritu de vida, y
quedó hecha la mujer viviente con alma racional. Y colocó a la mujer que había
formado en un sitio de delicias, y la mujer pareció no interesarse absolutamente en
nada de lo que la rodeaba. Por el contrario, se pasaba las horas muertas
comiéndose las uñas de las manos y de los pies, sin probar uno solo de los
hermosos anones que goteaban incesantemente de las matas, ni uno solo de los
huevos que una esplendorosa gallina ponía constantemente sobre su enmarañada
y sucia cabeza, y sin sentir ninguna seducción por el arenal de mostacillas azules
que se ensartaban mágicamente ante sus ojos imbecilizados por mirarse
eternamente los pies y las manos, confeccionando preciosos collares, pulseras,
zarcillos, cintas, vestidos, cinturones, bolsos, zapatos y otros miles de objetos
femeninos. Y viéndola en ese estado de total abandono e indiferencia dijo
asimismo Lila: «No es bueno que la mujer esté sola, hagámosle ayuda y compañía
semejante a ella.» Formado, pues, que hubo de la tierra Lila todos los animales
terrestres y todas las aves del cielo, los trajo a la mujer, para que viese cómo los
había de llamar: y en efecto, todos los nombres puestos por la mujer a los
animales vivientes, esos son sus nombres propios. Llamó, pues, la mujer por sus
propios nombres a todos los animales vivientes, a todas las aves del cielo y a
todas las bestias de la tierra, mas no se hallaba para la mujer ayuda, o
compañero, a ella semejante. Por lo tanto Lila hizo caer sobre la mujer un gran
sueño, y mientras estaba dormida le quitó una de sus costillas y llenó de carne
aquel vacío. Y de la costilla aquella que había sacado de la mujer formó Lila un
hombre: el cual puso delante de la mujer. Y dijo, o exclamó, la mujer: «Esto es
hueso de mis huesos, y carne de mi carne: llamarse ha, pues hombre porque de la
hembra ha sido sacado. Por cuya causa dejará la mujer a su padre y a su madre,
y estará unida a su hombre, y los dos vendrán a ser una sola carne.»
Y ambos, a saber, estaban desnudos, y el hombre al ver a la mujer sintió que su
alma le era arrebatada y que su carne se enardecía de tal modo que, sacudida por
un soplo de vida, se hinchaba como un majá, sobresaliendo del resto de su
cuerpo, con tal ímpetu que alcanzó a la mujer, y de solo rozarla la arrojó al suelo, y
llenóla de terror, porque ninguno de los dos sabía cómo calmar la fogosidad de
aquel majá que reptaba por todo el cuerpo de la mujer buscando una cueva que
habitar, y la mujer cerró su boca para que no la ahogara y cerró sus oídos para no
dormirse con el silbido hechizador del reptil que avanzaba decididamente por entre
sus senos, golpeándole dulcemente el vientre y el cuello, ascendiendo moroso por
encima de sus labios hasta cerrarle las fosas nasales. Y su aroma era
embriagador, y cuando tocó a su frente despertó en ella el recuerdo del monte
antiguo de maderas preciosas, y ella estaba tendida sobre una cama de hojas
olorosas y frescas y transparentes como el rocío, y su carne era por dentro limpia
y suave como la pulpa del anón, y por fuera pulida y luminosa como el cristal de
las mostacillas, y todo por encima de su cabeza era azul, igual que los sueños, y
verde como la memoria. Y cerró los ojos para huir de la luz, que es cegadora
como el olvido, y así estuvo un tiempo en el silencio de sus pensamientos. Y alertó
sus oídos para que por ellos fluyera la música de los cuatro ríos y los cuatro
vientos que recorren el monte, y la música era como el trino de todas las aves que
cruzan el espacio, y aprendió a distinguir un trino de otro, y cada trino le traía un
recuerdo distinto y todos los recuerdos eran de diferentes colores. Y abrió los ojos
para verlos, y dejó de temerle al majá, y halló que el animal era hermoso y fuerte
como el más hermoso y fuerte de los palos del monte, y su perfume más grato y
fino, y abrió su boca y supo que los labios también servían para besar, y aquel fue
su primer beso, y su boca sintió el calor de la lumbrera mayor, pero más benigno,
y el gusto de su savia que era más rica y dulce que la miel y la leche, o como
ambas juntas. Y estando en estas delicias, descubrió sin asombro pero con
alegría, que en el mismo lugar en que su compañero exhibía tan bello y deleitable
fruto, ella tenía un estuche tan luminoso como la lumbrera menor, y del cual fluía
agua más inocente y pura que el agua de los ríos. Y se llenó de gozo al pensar
que el estuche estaba en su cuerpo para guardar el codiciable fruto de su
compañero, y se avergonzó de haber confundido al fruto con un reptil y al estuche
con una cueva. Y guió la mirada y el tacto de su compañero hacia el estuche, y su
belleza deslumbró al hombre y su aroma le atrajo con tal seducción que el hombre
acercó su boca, y comprobó que era superior en gusto y fragancia a todas las
frutas del monte, pero que la delicadeza de su pulpa no la hacía comestible. Y
puso su boca en la corteza de la fruta y su lengua en las profundidades, porque
esta fruta peculiar como los anones abre su piel cuando está madura, y cerró los
ojos y recordó un palacio nocturno donde se vagaba por infinitas galerías y
múltiples cámaras, a ciegas, sin tropiezos ni caídas porque se era guiado por un
cordón que está sujeto al centro del palacio, al cual daban todas las galerías y
cámaras y del cual se salía para no volver jamás, perseguido por la nostalgia de
su protectora tiniebla. Y su lengua recorría los más profundos interiores de la fruta,
y su pulpa destilaba un agua dulcísima que hacía la sed más intensa y perentoria.
Y oyó en la sangre de la mujer miles de aves que agitaban sus alas lánguidamente
y luego impetuosamente y luego serenamente, hasta que hubieron recorrido todas
sus venas y vinieron a reposar en su corazón, y asimismo oyó el trinar de esas
aves, lento y leve, grave y agudo, hasta apagarse en su cerebro. Y aquel fue el
primer encuentro entre la hembra y su hombre.
Pero Lila, que estaba oculta entre las hojas de una mata de plátanos, conocía
de sobra la pobreza de la imaginación femenina y lo elemental que podían ser las
imágenes que representan sus emociones y la divirtió mucho observar la habilidad
con que la hembra había hecho uso de la cavidad de su cabeza, adiestrada
solamente en comer uñas de pies y manos, y consideró aquel acto como una
señal de precocidad corruptora en las relaciones de la carne. Y, montada en
cólera, dijo Lila a la mujer: «¿Por qué has hecho tú esto?» Y la mujer le respondió
con otra pregunta: «¿Qué?» Y Lila le dijo: «Poner en tu boca el alimento que
estaba deparado a tus órganos de la generación.» Y la mujer le dijo: «El hombre
que tú me diste por compañero me mostró su fruto, y al verle creí que era la
serpiente antigua que salía de su carne, y huyendo de ella tropecé y caí, y la
serpiente se trepó sobre mi cuerpo y me anduvo desde los pies hasta la frente, y
el golpe que me produjo la caída me atontó y yo quedé como dormida, y en el
sueño mi memoria se despertó, y recordé que el monte estaba lleno de frutos
buenos para comer y bellos a los ojos, y de aspecto deleitable, y perdí mi miedo a
la serpiente antigua, pues con la memoria me sobrevino el hambre y el deseo de
alimentarme de otra cosa que no fueran mis propias uñas, ya que he rechazado
toda clase de carne de animal viviente por temor de la serpiente, y toda clase de
fruto por temor de ella. Y tomé el fruto del hombre y al ponerlo en mi boca
comprobé que estaba hecho de carne y no quise comer de él, mas bebí de él.» Y
Lila supo que la mujer mentía y que era hábil en componer engaños. Y dijo Lila al
hombre: «¿Por qué has hecho tú esto?» Y el hombre le respondió: «Por dos
razones: cuando mis ojos se abrieron y vi a la mujer delante de mí, sentí que mi
alma me era arrebatada y que todo yo no era más que una fuerza animal que
buscaba su reproducción, pero había olvidado cómo se hacía, pues en el abismo
donde estuve perdí la memoria. Mi carne se sublevó y el fruto que tú me diste y
que produce simiente de mi especie se llenó de esa fuerza reproductora y se lanzó
sobre la mujer, que huía de su presencia, y en la persecución de ella creció en
tamaño y fortaleza, derrumbándola, y todos mis demás órganos y sentidos se
sometieron al apetito y la voracidad del gigante, y mientras más crecía, más yo
deseaba que creciera, y subió desde la parte inferior de mi vientre hasta mi
cabeza, y yo estaba echado encima de la mujer y su cuerpo es semejante al mío
en estatura, así es que el animal mío la cubría toda, y la mujer se movió debajo de
mí por encima de mi cabeza, y la cabeza del gigante rozó sus labios y la mujer
abrió la boca y la bestia entró en ella, y cuando hubo vaciado sus legiones de
simientes emprendió la retirada y recuperó su tamaño natural, tal y como se
muestra ante tus ojos. Esta es la una razón, y la otra es que cuando la mujer me
enseñó su fruta, yo me sentía en una grande soledad y desamparo, pero su aroma
y néctar me sedujeron y quise calmar mi sed que la soledad producía, y bajé mi
boca a su fuente y estando allá abajo recordé el abismo donde estuve antes, y
quise regresar a su noche donde no existe la memoria ni los deseos de tenerla y
donde no es posible extraviarse porque uno está sujeto a un hilo que lo conduce
por todas las galerías y cámaras del laberinto, que son muchas y en cada una de
ellas se vive en paz y en mucho silencio.» Y vio Lila que el hombre no mentía,
pero también vio que no sentía ninguna vergüenza de su desnudez. Y ante estos
hechos, dijo asimismo a la mujer: «Multiplicaré tus trabajos y miserias en tus
preñeces; con dolor parirás los hijos, y las partes del hombre serán el deseo de tus
partes, que no se saciarán, y vivirás pendiente de ellas y estarás bajo su potestad
y te dominarán.» Y al hombre dijo: «Por cuanto has recordado a la mujer sólo
como deseo de tu carne, puesto que en el placer que te produjo su boca olvidaste
sus órganos de reproducción y estos sólo te causaron nostalgia del palacio
perdido, y porque estás formado de la tierra, maldita sea la tierra por tu causa: con
grandes fatigas sacarás de ella el alimento, espinas y abrojos te producirá, y
comerás de los frutos que den las yerbas o plantas de la tierra; mediante el sudor
de tu cuerpo ganarás el pan que te alimente hasta que vuelvas a confundirte con
la tierra que te ha formado, puesto que polvo eres y al polvo volverás, pero en todo
el discurso de tu vida las partes de la mujer serán tu obsesión y todas tus obras
estarán destinadas a la consecución de ese efímero goce, y nunca más tu virilidad
alcanzará las proporciones monumentales que sedujeron a la mujer, y esa será tu
preocupación y angustia, y tu placer estará limitado al tiempo en que tu carne
reproductora esté erguida y no así el de la mujer, que te exigirá que satisfagas su
insaciabilidad, y también te superará en gozo.» Y dijo Lila a ambos: «Y ahora,
pues, permanezcan aquí, de modo que alargando la mano tomen del fruto del
árbol de la muerte, y de él coman y no puedan conservar la vida.»
Y Lila les puso en el centro de aquel infierno que llamó Deleite, para que
labrasen la tierra de la que fueron formados. Y colocó delante del infierno de
pesares un ikú con espada de fuego, el cual andaba alrededor del camino que
conducía al árbol de la felicidad. Y la tierra donde quedaron era dura y reseca,
pedregosa, el sol ardía sobre ella todo el día y el día era más largo que la noche.
Y abundaban en aquella tierra, calcinada por la sequía y el calor, las criaturas más
repugnantes y dañinas: el majá y el caimán, la rata y el hurón, la hormiga loca y la
araña peluda, la lagartija y el alacrán, el ciempiés y la bibijagua y centenares de
otras alimañas de variada especie que sería ocioso clasificar, pues, aunque eran
capaces de destruirlo todo, a la mujer y a su hombre temían, y a ellos no se
acercaban. Empero, el aire parecía haberse solidificado, apenas corría, y en los
atardeceres, cuando la respiración del mar se sofocaba, impulsaba un enjambre
de insectos, tan populoso, que cubrían toda la extensión entre la mirada de la
mujer y su hombre y el horizonte, y estos animales no les temían, sino caían sobre
ellos en oleadas de millones y sus nombres que la mujer les dio para conjurar sus
males, eran los siguientes: mosca y mosquito, guasasa y jején, polilla y comején.
Y estos eran los más infecciosos. Los demás eran una peste que atacaba los
sentidos. El grillo alelaba, el chicharrón aturdía, la avispa alucinaba y así
sucesivamente. Para combatirlos la mujer inventó el fuego, pero la madera
escaseaba y el fuego se extinguía rápidamente. Entonces, la mujer descubrió que
los insectos se pasaban todo el tiempo en reiterado coito, y convenció a su
hombre de que el único modo sensato de combatirlos y derrotarlos sería
imitándolos, y dejaron de labrar la tierra y se alimentaban, en los cortos espacios
que alternaban la sucesiva copulación, de raíces y yerbas silvestres. Y ejercitando
constantemente su órgano generador, el hombre burló la maldición de Lila, y vio
con placer cómo su órgano se desarrollaba hasta alcanzar las proporciones
originales. Y esta facultad afirmó su carácter y puso confianza en sus acciones, y
también hizo al hombre presuntuoso de su superioridad. Y el hombre reinó sobre
la mujer, y la mujer se sometió a su mandato. Desde entonces todos los hijos
varones que engendraron eran respetados o humillados, ensalzados u ofendidos
por las dimensiones de su miembro viril, al cual en aquel infierno se le rendía
culto. Y las hembras que engendraron eran poseedoras de rotundos senos y
rotundos traseros que eran la codicia y la inspiración de los hombres.
Y estas fueron las generaciones de la mujer y su hombre, que crecieron y se
multiplicaron en aquella tierra de resolana abrasadora y cenicientas palmas canas.
En la estación de las lluvias el suelo muy llano se cubría de aguas por períodos
largos. Aquí y allá, a través de la llanura, algunas áreas ligeramente elevadas
interrumpían el paso al mar. En la misma medida en que la población humana
aumentaba, la de insectos disminuía, y las reiteraciones del coito fueron
regulándose. La vida en Deleite comenzó, entonces, a organizarse. Las primeras
casas, fabricadas con el tronco y las pencas de las palmas canas, aparecieron
sobre el desolado llano, los campos fueron labrados, y creció en ellos la yuca, el
boniato, la malanga, el ñame, y estos alimentos expuestos directamente al fuego,
o hervidos, nutrieron a las nuevas generaciones, que cultivaron otras plantas
gramíneas y frutales. Nuevas generaciones incluyeron en su alimentación la carne
de los peces y las aves, y otras, la de la jutía y la iguana. Y vio Lila que eran en
extremo laboriosos y de muy buena índole.
Y quiso Lila premiar la laboriosidad y buena conducta de aquella gente, y
derramó sobre ellos su generosidad. Una tarde, mientras los labradores estaban
en el campo roturando la tierra, plantando las semillas, limpiando las sembrados y
recogiendo sus frutos; y los pescadores estaban a la orilla de los ríos y cañadas,
pescando peces; y los cazadores de iguanas y jutías y aves del espacio estaban
en su oficio; y los constructores de viviendas en el de ellos; y las mujeres en las
labores de su sexo, que eran múltiples y variadas; y los niños en sus juegos y
curiosidades; y los ancianos recordando y transmitiendo la historia de las tribus,
ilustrada por preceptos morales, cerró Lila el cielo con magníficas nubes de
extraordinarios colores y las nubes se movían con mucha lentitud y gracia como si
estuvieran paseando en un vergel, y de ellas salía una música y un perfume
hechizador que adormiló a los espectadores de aquel milagro. Y estando ellos
dormidos, ocurrió en el cielo una gran revolución y las nubes contendieron unas
contra otras con gran ruido de voces que mugían y berreaban, relinchaban y
balaban, y en la refriega las nubes empezaron a desmenuzarse, cayendo al suelo
en forma de un copioso aguacero, cuyas gotas al tocar tierra se transformaban en
vacas, toros, caballos, yeguas, carneros, corderos, ovejas y venados y todos con
sus críos. En sueños Lila les reveló los beneficios que podrían obtener de aquellas
bestias para la alimentación, vestido, calzado, transporte y labores agrícolas.
El arribo de este fabuloso cargamento de animales celestes transformó las
costumbres y necesidades de las tribus, enriqueciéndolas. La prosperidad instaló
sus cuarteles en la región, y sus cuarteles la fuerza, y la fuerza el poder y el poder
la explotación y la explotación la miseria y la miseria la lucha y la lucha la guerra y
la guerra el desarrollo de nuevas técnicas y las nuevas técnicas otros productos
nada celestiales y los otros productos terrenales, mayor explotación y
servidumbre. Los ancianos complicaron sus relatos para dar cabida a los viejos y
nuevos acontecimientos y sus relatos se hicieron engañosos, falsos,
supersticiosos. El engaño, la falsedad y la superstición debilitaron a las tribus, que
desesperadas por las cosas que aumentaban, acumulándose a su alrededor,
empezaron a confiar sus negocios a los dioses que moraban en el antiguo monte
de maderas preciosas, olvidándose de su creadora, protectora y guía.
MISCELÁNEA

Planta de Moler: Tres tándemes Fulton de 19 mazas, precedidos por cuchillas


instaladas sobre los conductores de caña inclinados, siendo las cuchillas Farrel,
Ramsay y M-W. Cada juego de cuchillas movido por un motor de 200 cf a 540
rpm.
Cada tándem consiste de dos desmenuzadoras de 34 x 84" y cinco molinos de 36
x 84". Las predesmenuzadoras movidas por máquinas Corliss de 24 x 48"; las
desmenuzadoras, 1er. 2do. y 3er. molinos, por máquinas Corliss de 38 x 60"; y los
4to. y 5to. molinos movidos por máquinas Corliss de 32 x 60”.
Método de Saturación: Aplican del 20% al 25% de agua detrás del 4to. molino. Los
guarapos del 5to. molino se devuelven al 4to.; del 4to. al 3ro. y del 3ro. al 2do.
molino.

Planta de Vapor: 3 calderas CE-VUZ para bagazo, con Spreader Stoker, de 11


793 pc sc c/u con capacidad de 60 000 lb por hora a 160 lb por pulg. cuad. y 520o
F, con tiro forzado Wing; una caldera CE-VAD para bagazo o petróleo, de 12 102
pc sc, capacidad de 60 000 lb por hora, a 160 lb por pulg. cuad. y 520o F, con tiro
forzado Green. Estas 4 calderas C-E usan 3 chimeneas de acero de 7 x 70'; seis
calderas HRT para bagazo de 7’0" diám. x 20’0" largo; seis calderas B & W (3 para
bagazo o petróleo) con 3 330 cf total y 33 330 pc sc; y una caldera F-W para
petróleo solamente que se usa en la planta eléctrica, de 50 000 lb/hr con 160 lb
por pulg. cuad. y 515 o F, de 6 810 ps sc, con chimenea de acero Thermix-Prat
Daniel. Todas las calderas, menos las C-E y la F-W están conectadas a
chimeneas de acero de 10 x 175”.
Planta Eléctrica: 2 turbogeneradores G-E de 1 000 kw con condensadores; un
turbogenerador G-E de 1 500 kw y otro G-E de 2 000 kw, ambos de contrapresión;
1 turbogenerador A-C de 2 500 kw tipo extracción a contrapresión o condensador;
y un turbogenerador G-E de 300 kw de contrapresión.
BALDÍO

Con los ojos entreabiertos siento disminuir los efectos de sus palabras.
Gradualmente la luz de la mañana me devuelve al jardín. Ianita tiene mis fríos pies
entre sus manos. Con un paño húmedo me limpia las plantas terrosas de
hojarasca, me pone las medias y luego anuda mis zapatos. Me apresura para que
beba de un solo sorbo la leche que dejé en el vaso y con una palmada en el
hombro me echa afuera, a la calle, a la escuela.
8

¿Cómo que nos vamos? ¿Quiénes, adónde, cuándo? ¿Todos, ahora mismo?
Tenía tantas ganas de llorar, correr de nuevo a la cama, acurrucarme entre las
sábanas, cubrirme cabeza y todo; a soñar. Hablaban de remontarse, de navegar
toda la extensión fabulosa del Río de la Luna. Esas palabras juntas y separadas
me asustaron, me desagradaron. Temía que cometieran un grave error. Las
personas mayores, al menos las que yo conocía, no se aventuraban a tales
excesos de imaginación. O tal vez oí mal; aún conservaba parte del calambre que
el sueño, el sobresaltado despertar, la modorra matinal, me producían. Estas
palabras, dichas por Lila, hubiesen sacudido mi fantasía, pero oírselas a mamá,
sacudiéndome un brazo, una pierna, la cabeza, besándome la mejilla adormilada,
me desconcertaban, me ofendían. Extraña manera de entusiasmarme para la
habitual asistencia a clases. En casa algo andaba mal irremediablemente (dudo
que alguien de la familia quisiera remediar el mal; al contrario). ¿Así que ahora,
caprichosamente, remontaríamos las aguas imaginarias del Río de la Luna? Todo
esto me parecía una burla en extremo exagerada, y me volteé en la cama tratando
en vano de retomar el sueño.
—Prepárense, niños. Ayúdame, Ignacio, por favor. Ojalá no se olvide nada.
Honora, diles que en esa caja he acomodado toda la loza de la familia. Tengan
cuidado, señores. Gracias, muchísimas gracias.
Por el momento había que dejarla andar de un lado para otro, convencida de
que sus instrucciones eran ejecutadas con exactitud, y que todo, absolutamente
todo, se realizaba acorde con su voluntad.
—Alejandro, hijo, ¿pero qué haces que todavía no te has puesto el sombrero?
Ida, ayúdale... ¡qué criatura! Siempre somos los últimos.
Suplicaba, ordenaba, exigía, yendo de una habitación a otra, ligera, apresurada,
suscitando con sus entradas y salidas un movimiento de atención muy seria,
lamentándose, consolándose, reprimiendo y halagando a cuanto ser viviente se
mostrase a sus ojos.
—Estoy en pie desde las cuatro de la madrugada. Inútil, todo es inútil. No hijita,
no, así no; hala por detrás... ¡qué horror! No puedo más, tengo los nervios hechos
un erizo. ¡Ignacio, Ignacio, Ignacio...! Por ahí, con cuidado, mire para arriba, qué
distracción la suya, un tantico más y es la catástrofe, el desastre, la ruina... ¡qué
horror! En esta casa no hay una sola puerta segura, esos muebles se van a
estropear. Al menos, hay que tener la seguridad de que quedan protegidos.
Su voz se multiplicaba, se extendía al unísono con el rodar de muebles, baúles,
arcas, valijas en todos los tamaños concebibles; con el clavetear airado de los
martillos, el golpear de las puertas y ventanas que se cerraban, dejando las
habitaciones muertas; con el malhumorado farfullar de los hombres que dentro y
fuera de la casa hacían la mudada; con el trepidar de los motores de los
camiones, el rechinar de las gomas y los gritos de los choferes, ruidos todos que
en un abrir y cerrar de ojos desaparecían.
En el portal todos nos miramos sin saber hacia dónde podríamos dirigir la
mirada: no a la calle que pronto dejaría de ser nuestra, no a las otras casas que
ahora nos parecían. (por mucho tiempo no hablamos de otra cosa) más hermosas
y queridas, llenas de gente simpática, amable, generosa. ¡Cómo era posible
dejarles sin despedirnos! Descubrimos, un poco tarde, que nuestro fingido afecto,
es decir, nuestra muestra de simpatía hacia ellos, las más de las veces
externamente expresada (eso de explicar los sentimientos es pura lata), era
sincero y no impuesto por las buenas maneras, la conducta, la educación. Parecía
que mamá había olvidado en un santiamén todas las palabras, todos los gestos,
todas y cada una de esas muchas formas de expresión. En lo sucesivo y
remontando el Río de la Luna, solo viviríamos mirándonos, unos a otros,
desesperados, recordando a los que dejamos detrás; no a la puerta que habíamos
cerrado para siempre. Mamá había perdido toda su vitalidad; papá estaba más
mudo y sombrío que de costumbre; sus hijos nos moríamos de incertidumbre y
miedo, pero no lloramos.
—Ignacio... —Por fin mamá rompía el hielo. Un minuto más y hubiese tenido
que transportar al mil veces imaginario barco un sólido iceberg, o de anticiparse la
salida del sol, un charquito de agua salada. Papá la miró desconcertado...—
¿Estás seguro de que en tu lista no falta nadie? Yo encabecé la mía con el
Remotísimo arcabucero. Por alguien había que empezar, ¿no te parece? Dios me
perdone si olvidé alguno; aunque la culpa no sea mía, me preocupa. Si no crees
que abuso demasiado, ¿me ayudarías a revisar el libro de mis generaciones? Yo
no sé cuántos fueron sus días después que unos engendraron a otros. Estimo que
en esos tiempos la gente casi se eternizaba sobre la tierra. Si consideramos los
estragos que sucesivamente han causado pestes, piratas, ingleses, huracanes,
concentraciones, reconcentraciones, hambre, mosquitos, cimarrones, perros
jíbaros, mambises, funcionarios coloniales y republicanos, alzados, voluntarios,
ejecuciones en masa, pendencias callejeras, sublevaciones, motines, huelgas,
delitos menores y, por supuesto, mayores, incluyendo el posible crimen pasional,
siniestros, catástrofes, accidentes, suicidios, gallegos, negros, polacos, moros,
mesías y redentores, el mismísimo remoto peninsular, enemigo de tu gente, crisis,
ideologías y supersticiones, la debacle... Pese a todo lo conservador, tal vez liberal
es una palabra más apropiada, que una sea, calculo, y eso que evito
constantemente dejarme impresionar por el número de tu parentela, pues he
llegado a admitir por primera vez la posibilidad de que tengas razón y que los
tuyos sean más antiguos en esta tierra que los míos, ¿por dónde iba?, ah, calculo
que somos más que las criaturas que entraron al Arca. Temo, Ignacio, que con
todo el dolor de nuestras almas, nos veremos forzados a realizar la misma
operación que Dios dictó a Noé; de todo ser limpio en nuestras generaciones
tomaremos de siete en siete, macho y su hembra, perdón, varón y mujer; mas de
las personas que no son limpias, dos. ¡Que Dios en su infinita justicia nos ayude a
elegir bien! Pienso que no va a ser tan difícil. A la gente se le conoce por la cara.
Tenemos que estar alerta para no dejarnos seducir por las apariencias. Los ojos
no mienten. Cuídate de esos que nunca miran cuando uno les habla, mosquitas
muertas, hipócritas; oyen pero no atienden. Algo esconden, algo que está en el
alma y se refleja en la mirada. Lo cierto es que la tradición familiar ha velado por
nuestras generaciones. Claro, sería ingenuo pensar que no ha habido su oveja
negra, su hijo pródigo. Para con ellos hay que ser benevolentes, pobrecitos,
víctimas de los engaños y seducciones del Maligno (Dios mío, limpia mi boca de
palabras obscenas y espíritus de perversión). Puedo sentirme satisfecha si he de
atenerme a lo que nuestros padres nos han transmitido acerca de la familia. Hubo
de todo, pero de todo lo mejor. La verdadera dificultad radica en sus nombres.
Imagínate, la nuestra es una familia de mujeres, todas casadas como Dios manda,
con sus únicos y primeros novios, y la viudas, viudas. Eso lo complica todo,
aunque muy juiciosamente he confeccionado mi lista en orden alfabético. Ay,
Ignacio, y ¿si no acuden a la cita? He escrito no sé cuántas cartas, cuántos
mensajes: cables, telegramas, llamadas telefónicas, plegarias, invocaciones,
consultas, transmisiones telepáticas y mediúmnicas. No queda un alma encarnada
o desencarnada con la cual no haya tratado de ponerme en contacto. ¡Oh, Dios,
Dios, abre tus puertas, todas tus puertas y caminos para que ellos puedan acudir
al feliz encuentro! Ilumínales para que ellos traigan solamente lo necesario, lo
imprescindible, que no se les ocurra cargar con todas sus pertenencias (Señor,
qué atrocidad, he dejado dentro la polvera musical de mamá —de abuela— de
todas ellas de mano en mano de generación en generación de pueblo en pueblo
de casa en casa, olvidada, perdida en esta casa que pronto va a desaparecer
como Sodoma por sus mil y una abominaciones). ¡Las nuestras son tantas! ¡Oh,
Dios, junta todos sus huesos, pon en ellos nervios y carne y piel y espíritu y hazles
vivir! No olvides, Señor, al Remotísimo, que no le falte uno solo de sus delicados
huesitos para que pueda enfrentarse nuevamente con decisión y energía al
soberbio don Melchor. ¡Cobarde, cobardísimo Melchor! No salir de su casa en seis
meses. No aventurar el regreso a La Habana ni por tierra ni por mar. Le faltaron
alas al muy cotorrón. Cuarenta arcabuceros, tan aterrados como el pobre Melchor,
le protegían fuera y dentro de la casa, rodeándola noche y día. Contra las órdenes
más severas de la Capitanía General, el licen Melchi procedía de acuerdo con su
pobre e infeliz juicio (perdido), tergiversándolas, desobedeciéndolas. El li Chito
sentenció a muerte y pérdida de bienes a «todo el pueblo», contrabandistas y
herejes; hechiceros, agentes subversivos del demoníaco señor de las pulgas,
guasasas y jejenes. De los sentenciados, sólo pudo arrestar a cinco. Tan pronto
tuvo noticias de que los alzados iban a impedir que fueran conducidos a La
Habana, les suplicó perdón y clemencia y les puso en libertad. El Remotísimo (si
se le ofrece la ocasión) debe estar preparado para cantarle a Ito, sin tartamudeos,
las cien verdades absolutas de la Ley Familiar en los reinos de España. No sabes
cuánto me alarma que todos sus huesitos no se hallen en perfecto estado. Uno
solo que faltare le privará de buena salud y robustez. ¡Arriba, Remotísimo, al
ataque! Como te iba diciendo, el ilustre y nunca bien ponderado Remotísimo, ganó
su primera batalla al li To, al capitán general don Pedro Valdés y a la metrópoli, al
declararse libre de obligaciones, deberes y compromisos para con estos, y huyó al
monte con mil vecinos de la villa. No hay que dudar de que poseía la madera de
un gran héroe. Un jiquí. En el monte. O se convirtió en un triste, desdichado
recuerdo. En el pueblo, sólo de oírle nombrar los ciudadanos sentían revolvérseles
la sangre. Cuando el Remotísimo regresó, triunfante, aclamado por las multitudes,
dueño y señor de la situación, ya había tomado mujer. Dama criolla, hija de un rico
hacendado de la región. Los bayameses, niños y mujeres, al pasar frente a la casa
del desnaturalizado peninsular, acompañándose de latas, cucharas, pitos, cueros,
maderas y chiflidos, hacían burlas del lloroso y taciturno ex asesor letrado del
Capitán General que en su cama, sudoroso, mudo, febril, languidecía, oyendo las
voces que en la calle gritaban:
Poago, Poago,
por cobarde y vago,
no sabe lo que hago;
si cierra los ojos
lo despierta un clavo
y si alza la pata
se quedará cojo
o perderá el rabo.
Detrás de la mata,
por tonto y por vago,
Poago, Poago,
no sabe lo que hago.

Ellos están en el centro, cogidos del brazo, elegantemente ataviados. Mamá


lleva sombrero y guantes grises, zapatos charolados y un bolso de mostacillas
más oscuro que el vestido de encaje y raso. Papá lleva chaleco y sombrero
blancos, ancha corbata que se extiende sobre la solapa del saco corto, ajustado, a
la medida, y tan obscenamente inmaculado como los pantalones y zapatos. Sus
hijos les rodeamos discretamente grises. Yo debo ser el que estoy al lado de
mamá. Me parezco mucho a mí mismo. El traje negro de pantalones cortos y
espléndido cuello marinero, trencillado en blanco y en otro color oscuro, no parece
estar muy bien planchado (tal vez sea la mala posición adoptada, recostado a
mamá, tímido); la correa de la sandalia derecha parece estar torcida o mal
enhebillada, y en la pierna izquierda, en plena espinilla, un tristísimo pedazo de
esparadrapo supera la eucarística blancura de la ropa de papá. También parece
que todos sonríen. Detrás y sobre sus cabezas la proa de la desmesurada
carabela. Se alcanzan a leer una A y una N, separadas por un espacio en blanco.
Mamá tiene en una mano un pergamino enrollado y una flor sujeta al escote. No
creo que pueda ser posible mayor solemnidad, tampoco mayor sentido del
ridículo. Por eso todos parecen mirar al sol, que les golpea la cara con el rabillo
del ojo, maliciosamente.
—Oh, querido, comienzan a llegar. Tengo miedo. Si al menos llegasen en orden
cronológico. Y ese hombrecito? ¿Será de tu familia? Debo aclararte que los tuyos
fueron citados... ¿qué hora es? Atardece. Déjame poner en razón mi pobre
cabeza. De seis a doce mis generaciones, las tuyas después de medianoche en
adelante. Anochece. Cómo quieres que los reconozca si ni siquiera sé a quiénes
de nosotros puedan parecerse. Han transcurrido tantos años, cambios,
evoluciones; cómo quieres que los llame si desconozco el nombre de los primeros.
Los últimos serán los primeros. Esos somos nosotros, los últimos, ¿pero los
primeros quiénes son? ¿Cómo son? Ayúdame, Ignacio, por favor, ayúdame. El
primero en mi lista tiene por nombre de pila Miguel. Es un nombre muy frecuente
en la familia. De algún sitio debió salir, digo, de alguna persona. Miguel, Miguel, no
me atrevo, podría ser Rafael, que es el nombre de mi tataratataratataratatara-
tarabuelo. Pero el nombre de su primogénito es Rubén. ¿Quién engendró a quién?
Si no hubiera ocurrido el incendio, la influenza... pero no importa, al fin me
reconocerán, ¿cómo?
El muelle, a medida que lo invadía el gentío, se ensanchaba, se extendía, en
cualquier momento el tumulto lo haría derrumbarse, caer, desaparecer en las
aguas verdinegras, verdiazules, verdiazulesnegras del río, de la yerba negriverde,
del fango negriazul, del agüifangonegro.
—No puedo hacer ningún tipo de distinción. ¡Idiota, idiota, idiota! Debí
identificármeles con uno de esos cartelitos, dibujaditos, bien escritos (letra clara,
redonda, firme), que se hacen cuando uno tiene que esperar en una estación de
trenes, de guaguas, en el aeropuerto, uno de esos cartelitos Rotarios, Leones,
Caballeros de Colón, Fraternidad Masónica, Iglesia del Séptimo Día, Facultad de
Ciencias Puras, Exactas, Verosímiles, uno de esos cartelitos que se usan cuando
uno tiene que esperar a un desconocido. Pude haberles dicho, escrito, transmitido
el orden exigido para viajar, ¡qué desorganización! No se me ocurrió que hicieran
falta papeles, papeles, papeles... Ya llegan, ¡qué multitud! Nunca imaginé que
fuéramos tantos... Ignacio, ayúdame. Al demonio todo lo demás. Se me ocurre una
idea extraordinaria; cada vez que yo llame algún nombre de mi lista, en voz alta y
clara, tú gritas, hacia Leonor. Yo digo, por ejemplo, Rubén Avila y tú gritas, hacia
Leonor, de modo que todos se dirijan a mí, así sabré quién es de mi familia y
quién no lo es. Estoy aterrada. Nunca faltará un impostor, un «colado», algún
intruso, cualquiera. No debemos arriesgarnos a tales peligros, un infiltrado y, no
quiero pensarlo... En estos casos, te imaginas, cualquier cosa puede suceder. Tal
vez, no sé, tal vez no mantuve el secreto secreto. Todo tengo que decirlo, no
aprendo, no aprenderé, Ignacio, ¿dónde te has metido?
Temblaba. La sombra de los muertos, la sombra de los vivos, la sombra de la
noche rondaban allí, oscureciéndolo todo.
—Ignacio, ¿dónde estás? Noche cerrada . No veo nada. No oigo nada. Me he
quedado sorda y ciega, ¡qué desgracia! Está oscuro como el fango del río, ¡qué
asquerosidad! Oscuro, oscuro, oscuro. A los hombres les gusta eso, la oscuridad.
De repente los recién llegados se iluminaron, una llamarada, otra, otra. ¡Fuego,
fuego, fuego! ¡Bayamo en llamas! El resplandor que emanaba de los cuerpos
borró sus rostros, sus formas. Enloquecida gritó: que comparezca el primero. Una
nube de humo rojo le golpeó el rostro, y ella, frenética, volvió a gritar: que
comparezca el segundo. Una nube color amarillo, sin siquiera rozarla pasó frente a
ella, y una tercera, anaranjada, y una cuarta verde, y una quinta, azul, y una sexta
índigo, y una séptima, violeta. Triunfante, se le iluminaron los ojos animándole la
voz, alegre, fina, dulcísima. Los primeros siete habían embarcado, sin
complicaciones, sin problemas, raudos, alígeros, aéreos. Miro hacia atrás y les vio
sobre el puente de mando, coronando la carabela de proa a popa. Lloró de júbilo,
y pensar que casi perece de espanto. Extendió la mano y alcanzó la de papá, la
estrechó con dulzura, amorosa. Entonces se oyó el ilustre, ilustrísimo nombre del
Remotísimo. Mamá, entusiasmada y al azar, dictó, ya fuera porque tenía los ojos
turbios de lágrimas o porque sin quererlo saltó la línea que le correspondía leer, o
porque el nombre se le impuso como una revelación. Don Lorenzo Cisneros y...
Aria di portamento. Doce varones de distintas edades, figuras, vestidos, épocas,
prestancias y talante, comparecieron ante sus vacilantes ojos. ¡Presente! Aria
all’unisono. Formaron en círculo, de espaldas a los concurrentes y al tribunal, e
inmediatamente entonaron una suerte de salmo que interrumpían a mitad de cada
versículo, bien porque olvidaran el texto o porque no lo conocían. Daban la
impresión de que tanto la melodía como la letra salían de sus bocas,
distorsionadas, atonales, desentonadas. Perpleja, no salía de su asombro. El
mundo entero daba vueltas a su alrededor, rimando vertiginosamente con sus
pensamientos. Rima interna, rima externa, circunstante, circunscrito, circunloquio.
Casi se desmaya; casi cae, arrastrada, dentro de la ronda. Corría, tratando en
vano de verles las caras, alrededor del coro. Papá, entonces, gritó: ¡Leonor,
Leonor! Y, como por arte de birlibirloque, el círculo se rompió, todos se dirigieron
automáticamente hacia donde mamá, descompuesta, jadeante, buscaba la flor
que en la carrera se había desprendido de su escote. Por poco pierde también el
sombrero y, lo que hubiese resultado una verdadera desgracia, el pergamino. Si lo
pierde, adiós ancestros, linaje, abolengo; adiós viaje sobre el Río de la Luna; adiós
agua prometida, Jerusalén fluvial, juicio sumergido, milenio flotante; adiós celeste
abrevadero, acuario de la vida, fuente de la sanidad de las naciones, río limpio de
agua de vida; adiós para siempre jamás Remotísimo Alpha Remotísimo Omega,
adiós, adiós, adiós.
MISCELÁNEA

Clarificación: Once calentadores de guarapo multipaso de 9 426 pies cuad. sc


total, conectados para vapores y vapor de escape. Cuatro clarificadores Dorr de 5
compart, 20' diám. dos clarificadores Dorr de 36' diám. de 5 compt. 121 000 gal.
cap. c/u. Un clarificador Graver de 30' diám. con 5 compart. Un tanque de cachaza
de 9 200 gal. capacidad.
En 1944 se instalaron cuatro filtros para cachaza, Oliver Campbell, 8 X 16'. Para
la zafra de 1945 instalaron dos defecadoras con 17 657 gal. capacidad total, para
defecar el jugo turbio de los filtros Oliver.
Evaporadores: Un prevaporador de 10 000 pies cuad. sc; tres cuádruple efecto
de 22 700 pies cuad. sc c/u. El primer vaso dispuesto de manera que suministre
vapores a los calentadores de guarapo. Un cuerpo de 12 000 pc sc, instalado en
mayo de 1946 para trabajar como primer cuerpo de doble efecto conjunto con el
prevaporador original. Este doble efecto suministra vapores a los calentadores.
Para la zafra de 1951 proyectan instalar un calentador de 969 pc sc para guarapo
clarificado antes de pasar al prevaporador.
Todos los guarapos que pasan por los calentadores son calentados con vapor
del prevaporador.
Tachos: Diez de doble calandria, 1 275 pies cúbicos cap., y 1 775 pc sc c/u.
Equipo de Condensación y Enfriamiento: Usan agua salada para los
condensadores, suministrándola la estación de bombeo situada aguas abajo de
una represa en el Río Chorreto, a poco más de 1 km del ingenio.
Cristalizadores: Cuarenta y dos, cuatro de los cuales están en el piso de los
tachos, usándose para semilla. Nueve de ellos equipados con serpentines de
enfriamiento de 3/4" y 29 con serpentines de enfriamiento. Todos los cuarenta y
dos, son del tipo cerrado y de 1 470 pies cúb. cap.
Centrífugas: Dieciocho máquinas W-L de 40" movidas eléctricamente, para
azúcares de primera, de las cuales cuatro se usan para azúcar blanco, 36
máquinas hidráulicas W-L de 40" para azúcares de baja graduación.
BALDÍO

Dame agua hervida con tallos y hojas de romerillo, fría. Ianita, dame de esa agua
buena para mi cuerpo que envejece. Aún somos niños. Aleida, Aleida, ven; Lila,
vengan las dos. ¿Qué sería mañana sin nosotros? cuantas veces cruzo el baldío
las llamo y no responden. Salto a la furnia, caigo debajo del laurel y no responden.
Huele a podrido, a humedad, a desperdicios de comida, a ropa sucia y vieja; huele
a zapatos que han perdido la suela y los cordones. Y huele a romerillo y a
aguinaldos, ahí.
No seas inocente, no quieras serlo, no muestres ese feo sentimiento de culpa,
no llores, no, no, pero no te rías de esa historia que acabas de contarme.
Si mañana fuera el día que pasó, harías lo mismo. Dime que tú lo harías, igual,
eternamente una niña que juega a los vidritos. Dejémosles ahí, para la lluvia y el
sol. Mañana volveremos.
Cuando nadie nos quiera más, cuando todos hayan dejado de querernos,
vendremos al baldío y aquí hablaremos. Óyeme, déjame hablar. Hagamos un
concurso de recuerdos. Yo tengo más, los tuyos son mejores; ambos perdimos.
Otra memoria gana, la del baldío.
9

De la familia de mamá, tía Clara diez años mayor que ella, era quien nos visitaba
con mayor frecuencia. Sus visitas aumentaban con los años. Tía Clara envejecía
con una vertiginosidad irracional, y buscaba la compañía de su hermana, no por
las razones más obvias —viuda y sola, sus hijos casados, prácticamente, según
su decir, la habían abandonado—, sino porque mamá era, y esto lo decía con
marcado énfasis, su más íntima cercanía con el pasado.
Culpaba de su rápido envejecimiento a la pobreza. Pero no la que le produjo la
viudez, ni la educación extranjera de los hijos, ni las remotas visitas a su prima
Lucinda, poseedora de una villa para turistas del verano en las Catskill, ni la pobre
administración de sus pobres bienes, sino la ocasionada por el procedimiento que
se siguió al distribuir la riqueza de nuestro bisabuelo Octavio Alejandro Roble y
Castillo.
A su hijo Alejandro Delfín correspondieron las tierras de la comarca de
Maniabón hasta los cayos de la costa; a su hija Clara María, casada con Enrique
Torre Véliz, español, las tierras de San Andrés. Su viuda, Aleida Contreras, y sus
tres hijos menores: Hortensia, Lucinda y Aleida (tía Clara, mamá y sus hermanos
Ricardo y Ernesto eran hijos de la menor de las Roble Contreras) heredaron la
extensión que sigue la Sierra de Gibara, tierra rojiza y parda, fértil en el llano y
rocosa, árida, de cavernas y dientes de perro en la sierra, hasta lindar con el
poblado de Punta de Yarey por el este y por el norte hasta el mar. Las otras tierras
pasaron a manos de aparceros y arrendatarios isleños de Canarias y negros y
mulatos libertos.
Dueña de una ilimitada fortuna, dividida, separada por las distancias, entonces
inconmensurables, la familia empobreció, perdiendo su poder. Tía Clara aborrecía
con grandes alardes a los gallegos, bodegueros de aldea; a los moros —sirios y
libaneses—, vendedores de bisuterías; y a los negros, ladrones y holgazanes.
Pero se cuidaba de que Papá, tío Joaquín, el hermano menor de papá, o nosotros,
oyéramos sus «clasificaciones sociales». No quería «herir susceptibilidades».
Tampoco era bueno «que los menores reprodujeran sin distinción de matices, la
opinión de los adultos». Mamá tenía que sufrir con paciencia, aunque le faltasen
ganas de hacerlo, los delirios de grandeza de tía Clara, su fingida irritación y falso
mal genio, sus ataques de melancolía y sus bien administradas emociones.
Tío Ricardo vivía en La Chorra, de un puestecito de viandas y frutas. Había
dirigido la huelga del 25, y de jefe de Maquinaria pasó a un puesto menor en el
piso de azúcar. Pero sus «ideas reformistas» y el contacto con «gente que no era
de su clase», su «irresponsabilidad» y otras cuestiones por el estilo que sólo a tía
Clara le molestaban, hicieron que en el 33 la compañía lo despidiera, dejándolo en
la calle. Tío Ricardo pudo entonces abandonar el central, pero tenía muchos
muertos en estas tierras para abandonarlos y no perdía las esperanzas de ver
convertido este feudo yanqui en un soviet.
—El día que ellos menos lo esperen —decía echando grandes bocanadas de
humo— vamos a prenderles la cadena que divide la carretera entre los dos
centrales. Ese es el símbolo más denigrante de esclavitud y explotación.
La carretera que años atrás estuvo asfaltada y que ahora era de piedras y cocó
hasta Santa Lucía, conservaba en ambos bordes una hilera de añosas y
corpulentas anacahuitas, famosas en toda la región. Pasada Santa Lucía estaba
La Cadena, un crucero del ferrocarril. Una cadena de hierro macizo sostenida por
dos pilares de concreto impedía el tránsito automovilístico, a menos que fuera
abonada una cuota de veinticinco centavos por cada carro y cincuenta centavos
por cada camión.
Tío Ernesto había conservado una pequeña finca, dedicada en parte al cultivo
de la caña, el resto al cultivo de frutos menores y a la crianza de ganado. Vivían
humildemente, él y sus hijos trabajando de sol a sol, pero se permitían algunos
lujos pequeños, como la compra de un auto y la educación de sus dos hijos
menores en una escuela protestante en la provincia de Matanzas.
Mamá había venido al central cuando mis hermanos mayores ya habían nacido.
Papá trabajaba en el ingenio. Su salario era módico pero decente, y nos permitía
vivir con cierta holgura. En el batey no se pagaba alquiler, ni luz, ni agua. Nuestra
casa era cómoda y no le faltaba encanto. La familia de papá era de origen más
humilde, pero casi todos tenían sus pequeños terrenos y no dependían del trabajo
asalariado.
Estas pequeñas vidas tenían su grata compensación en el pasado. Nos
referíamos a aquellos lugares como si aún fueran de nuestra propiedad. Y
constantemente se hacían alusiones al esplendor desaparecido y casi un siglo
atrás, pero que en las conversaciones y en los recuerdos se mantenía presente. A
mí, particularmente, me confundían mucho los nombres de familia. Hice que
Aleida me confeccionara un árbol genealógico para saber con exactitud de quién
hablaban mamá y sus hermanos.
Las generaciones anteriores a mamá (sin hacer caso de los remotísimos
ancestros de tía Clara) comenzaban con la familia de don Octavio Alejandro Roble
y Castillo, casado con doña Aleida Contreras Luján. Su hijo Alejandro Delfín no
había dejado descendencia. Su hija Hortensia tampoco.
Lucinda había emigrado a los Estados Unidos, terminada la Guerra de los diez
años. Casó siendo una mujer ya mayor con un cubano residente en ese país.
Nunca regresaron a Cuba. Lucinda era un personaje legendario. había hecho toda
la guerra junto a su padre. Y en Tampa primero y luego en Nueva York, siguió
firme la obra de su padre. De ella se contaba que estuvo sentada en el estrado de
la Sala Hardman, junto a los próceres de la guerra en la cual ella había combatido
durante diez años, aquel 17 de abril de 1892, cuando fuera confirmada la
proclamación del partido Revolucionario Cubano. A Cuba no le escatimó ni una
lágrima, ni un solo pensamiento, ni un momento de trabajo y sacrificio. Su casa se
abrió a la emigración revolucionaria, en ella, los hombres y mujeres que iban a
iniciar de nuevo la lucha, encontraron apoyo, respeto, ternura e inspiración. No
volvió a Cuba porque su tarea en el exilio era más necesaria y útil, pero no olvidó
en las madrugadas frías del Norte, ni en los mediodías de húmedo y asfixiante
calor, reposar un momento para escribirle a su madre y sus hermanas, aquellas
cartas que pasaron de generación en generación, atadas con cintas punzó y
conservadas en un pequeño cofre de caoba de La Reseda. Cuando se hablaba de
ella en casa, lo cual ocurría con frecuencia, se hablaba con la cabeza baja, por
respeto, y con una voz que sólo la virtud impone.
Clara María y su marido Enrique se trasladaron a España unos años antes del
comienzo de la Guerra de Independencia. Allá vivió ella hasta su muerte. Está
enterrada en Zaragoza, y nuestros primos y tíos gallegos brotan de esa rama que
fue trasplantada e injertada en el árbol de nuestros orígenes.
Nuestra abuela Aleida se casó con Juan Carlos Torralba. Y como en el capítulo
cuatro, versículo primero del Génesis, Juan Carlos conoció a Aleida, su mujer: la
cual concibió y parió a Clara y a Ricardo y a Ernesto y a Leonor. Y como en el
capítulo cuatro, versículo diecisiete, mi padre conoció a mi madre, la cual concibió
y parió a Honora y a Ricardo y a Rubén y a Raciel y a Aleida y a mí. Y estas son
las generaciones por la línea materna.
De toda la familia de mamá, tía Clara era la más cercana a nosotros. Sus hijos
también lo eran, pero, como ella decía: «andan todos desperdigados por los cuatro
puntos cardinales».
—Clara es un caso patético de desconcierto —le decía mamá a Honora,
mientras tejían ambas en el comedor—. No dice jamás lo que siente. Por ejemplo,
se queja del descuido con que Aurora arregla la ropa: no hay un solo calcetín bien
zurcido; las camisas están demasiado almidonadas, como globos; los pantalones
han perdido el filo, etcétera. Aurora ya no sirve. «Debes pensar en una mujer más
joven y ágil, o con mejor gusto para esos menesteres.» Pero no olvida traerle una
naranja, redonda y anaranjada, la mejor para ella, pues «Aurora es la única en la
casa que sabe apreciar un color o una forma definidos. Además la pobre está tan
atafagada de trabajos, ni siquiera puede acompañarla a las visitas. Con Aurora
una sí puede hablar de las cosas auténticas. Tiene una excelente memoria. Es
incapaz de confundir un guipur con un encaje de Bruselas o un encaje gallego.
Sólo las negras bien educadas por buenas familias conservan nuestros gustos».
Dice que Aurora estropea las cremas y los almíbares, pero pasa dos horas en la
cocina preparándole un arroz con leche para que su buena negra no olvide que un
buen postre es superior a cualquier otra delicia del paladar. Se opone a las
relaciones de tu primo Jorge como Nadir. «Es mora.» Pero no comprende cómo a
una chica tan fina, de tan buenos modales y conducta ejemplar, no le permiten
pertenecer a La Colonia. «Después de todo es blanca y católica y esos no se sabe
qué son. No todos, hija, son hijos de Dios y casi todos son blancos de Tunas.
Además todas las gallegas tienen un primo. ¡Qué casualidad! Ninguna ha llegado
a estas tierras sola. Los gallegos son todos ¡tan brutos!, confunden la franqueza
con la mala educación. Claro que aquí todos somos españoles. Bueno, los
blancos. Eso de que el que no tiene de congo tiene de carabalí es una indecencia
de los políticos y los nuevos ricos. España es España, blanca, católica y
aristocrática. El campesino más humilde es un gran señor. Y qué decir de los
americanos. Esa gente no tiene moral, son todos unos degenerados, protestantes
y herejes. Un país con millones de judíos, asesinos de nuestro Señor. Perdón,
olvidaba que el hijo de nuestra prima Lucinda, Ralph, se ha casado con un primor
de muchacha hebrea, limpia, ordenada, ahorrativa. Un ángel, un puro ángel de la
más antigua tribu bíblica. ¡Ay, hija!, si no fuera por los americanos, ¿dónde
estaríamos? Siempre ambicioné irme a vivir a ese enorme país... pero cada vez
que me acuerdo que nos robaron todas nuestras tierras, me siento nazi o fascista
o comunista... les tengo una roña.» Claro, esto que te estoy diciendo, Honora, no
es totalmente así. Quiero decir que Clara no aventaría su discurso, este, de un
solo tirón, ni yo podría oírselo. Clara es una mujer inteligente y se avergonzaría de
sus inconsecuencias. Un día dice horrores contra Aurora, la familia de Nadir, la
raza de la mujer de Ralph, España y los gallegos, y luego, días después, los colma
de virtudes humanas y angélicas. A mí me entristece verla, oírla, es majadera pero
dulce, egoísta pero desinteresada, irritable pero paciente. Además, ha envejecido
y se siente sola y enferma, tolerando una dieta que la consume y extrayéndose
sangre de sus endurecidas venas. No, Honora, Clara no es Clara, liberal que se
finge conservadora, devota que acusa a los fieles de supersticiosos y herejes. Su
generosidad ha cuidado de todos nosotros. Nunca nos faltó su comprensión y
ayuda. Habla porque necesita oírse, tanto que hablaría aunque no tuviera mis
oídos para atenderla. Y siempre dice las mismas cosas. Igual que mamá antes de
morir. No sé qué va a ser de ella si yo le faltara. Sólo a mí habla de sus cosas y se
excusa temblando. «No es que yo sienta envidia ni celos de ti, Leonor. Es curioso
cómo, siendo tú la más pobre, hayas sido la más dichosa. No les faltó a tus hijos
un padre, ni a ti un compañero. Estás rodeada de las mejores criaturas del mundo.
Si tu pequeño Alejandro es distinto, para eso te tiene, para que o l ayudes y
orientes. Es como mi Ernesto. Hombres de firme imaginación, emprendedores,
capaces de devolverle a la familia su antigua jerarquía. Llegará lejos, Leonor,
lejos.» Entonces se pone a reconstruir los viejos tiempos, los días en que la casa
se llenaba de pretendientes. Habla de los matrimonios, los bautizos, las fiestas,
barbacoas, giras, vestidos, sombreros, viajes... y cuando se entristece con tanta
alegría pasada recuerda los lutos de la familia y llorando bendice a nuestros
muertos. Llora hasta que yo la animo enumerando las venturas del presente y el
porvenir que espera a nuestra querida familia. Pero Clara no es la misma. La
entretengo, pero no consigo despertarle ningún entusiasmo verdadero. Está vieja
y enferma, Honora.
Mamá se quita los espejuelos. Se limpia las lágrimas con su pañuelo, y cuenta
las puntadas en cruz que ha puesto en el canevá. Honora la mira dulcemente y no
se atreve a decirle lo que luego le dirá a Ricardo o a Aleida: que no soporta a tía
Clara con sus majaderías de vieja, que detesta sus ínfulas de grandeza, su
intolerancia, que no comprende cómo mamá siempre está dispuesta a oírla.
Termina diciendo que la pobre tía Clara está chocheando. Todos son iguales,
tratándose de la familia... «ruin es el árbol que no cobija sus raíces». Y Aleida
alaba las higueras indias que hacen de sus raíces al aire nuevos troncos que
sostengan sus corpulentas ramas. No es que Aleida sea la más sincera; es la
menos hipócrita.
—Mientras sigamos pensando de ese modo y poniendo parches por todos
lados, no será posible arreglar nada. Un día se nos van a reventar las venas,
aguantando la mala sangre que nos pudre el cuerpo.
Honora le da la razón con un poco de miedo.
—En esta casa sólo se habla de los muertos, ¿cuándo van a poner los ojos en
los vivos?
Eso dice Raciel. No le falta razón, porque en el patio, pelando unas mazorcas
de maíz tierno, Aurora y Genoveva se lamentan de los hijos que Genoveva no vio
nacer y de los achaques que le quedaron después de perderlos. Aurora le manda
que se dé unos baños de rompesaragüey, amansaguapo y albahaca morada, para
que aleje los seres que la perturban. Hasta el más insignificante dolor de muelas
es producto de alguna mala influencia. Hay que rezar mucho. Y entre las mujeres
se entabla una discusión interminable. Porque Aurora culpa de las desgracias que
padecemos a los espíritus oscuros, a los cuales se les amansa con vasos de
agua, flores, velas y oraciones. Hay muchas almas necesitadas. Genoveva culpa a
los santos. Ella los atiende diariamente y celebra sus fiestas, pero se le han virado
y ¿qué puede hacer ella? Cuando Ianita interviene en la conversación se arma la
de San Quintín. ¿Qué tanto santos y seres y niños muertos? Eso debió resolverlo
en la cama, con un hombre como Bob. No hay santos ni seres que valgan. La
pobre Genoveva, ingenuamente, se deja provocar por Ianita, y allá va la larga
historia de sus relaciones sexuales con Bob. Ianita se divierte de lo lindo, haciendo
gesto de una deliciosa obscenidad, riéndose escandalosamente. Una tarde por
nadita se halan las pasas, porque Ianita le dijo a Genoveva en su mismísima cara
que le faltaron los consejos de Violeta. Desde entonces dejaron de hablarse. Lila y
yo salimos de nuestro escondrijo, y cuando las mujeres nos vieron, a una orden de
Aurora, que podía fulminar con la mirada, se callaron. Las mazorcas andaban por
todo el suelo. Genoveva y Ianita las recogían mirándose como perro y gato, a
punto de arañarse y morderse. Pero no corrió sangre.
Lila me estuvo contando, como solo ella saber hacerlo, su llegada a Sabanas. Y
me prometió que un día haríamos todos ese viaje por el Río de la Luna, toda la
familia desde el Remotísimo arcabucero hasta mí. Lo haríamos en una de las
carabelas del navegante genovés, descubridor de la Isla. Iríamos a Sabanas para
no volver jamás al batey. Allí viviríamos en ese pueblo abandonado que las
guerras dejaron en el silencio y el vacío de una noche de cien años. Me prometió
convencer a mamá. ¿Pero cómo sería posible reunir a tantos muertos? ¿Quién iba
a identificarlos?
Cuando Lila iba a empezar el cuento de la supersticiosa fundación del batey, las
mujeres empezaron a gritar, insultándose, y Lila, oyendo decir a Ianita que a esa
metodista, espiritista y santera de Genoveva se las iba a cobrar todas de una sola
vez, se asustó tanto que me sacó de donde estaba y a las mujeres de lo que
decían y querían hacer.
MISCELÁNEA

Almacenaje de Azúcares: Almacenes de capacidad suficiente para las


necesidades de la finca, pudiendo guardar 490 000 sacos para este ingenio
(compartiendo los almacenes con el central La Chorra) en los almacenes de la
compañía en el puerto. Pueden almacenar 50 000 sacos en el batey.
Tanques de Miel: Suficiente tanquería para las necesidades de la finca,
pudiendo almacenar varios millones de galones en el batey y en el puerto.
Tanques de Petróleo: Tanques de capacidad suficiente para las necesidades del
ingenio y de sus ferrocarriles. Hay capacidad para almacenar sobre 1 000 000 de
galones en el ingenio y en el puerto.
Edificios y Construcción: A.C.C.S.I. No. 133. Clase I-(b). Fábrica construida en
1911. Dos plantas, paredes de hierro galv. sobre armazón de acero y parte de
ladrillo. Techo de hierro galvanizado sobre armazón de acero. Pisos de cemento.
Almacenes de azúcares: además del envasadero almacenan azúcares en un
almacén de ladrillo anexo a la casa de calderas, y en un almacén independiente
de acero conocido por Edif. No. 2. También en los almacenes de ladrillo situados
en Juan Carrillo. Otros edificios del batey: mayormente de ladrillo, madera y
hormigón, con techos incombustibles.
10

Toda la culpa ha sido mía, solamente mía. Noche tras noche le pedí a Lila que
convenciera a la familia para hacer el viaje. Lila quería complacerme. No sé por
qué a última hora parecía arrepentida, avergonzada. No sé por qué esperó a que
todos estuviéramos dentro para decirme, ante el horroroso espectáculo que cerró
mis ojos, que ese viaje era disparatado y perverso. No sé por qué, ante el terror de
mi cuerpo que se despedazaba, como el árbol del laurel que desgajó y arrancó el
ciclón, tuvo ella que decirme la verdad. Nosotros nos perdíamos. La familia entera
se perdía para siempre, porque a Sabanas no se llegaba por capricho, o ambición,
o codicia, o por la voluntad de un grupo de individuos, pertenecientes a una familia
exclusivista y pretenciosa. La soberbia había perdido a los antiguos habitantes de
Sabanas. La soberbia nos perdería a todos nosotros.
Sabanas fue fundada en 1868, el mismo día que los cubanos decidieron alzarse
en armas contra España. Algunas familias, que no tenían ni nguna relación con la
nuestra, frente a la disyuntiva de tomar partido por Cuba o por España, optaron
por la neutralidad: no se fueron a la manigua, no permanecieron en el pueblo en
que vivían. Salieron, blancos de pura raza, negros envejecidos, de inquebrantable
lealtad a sus amos, y mulatos obedientes y confiados, en busca de tierras donde
fundar una comunidad que los alejase de las vicisitudes de la guerra. Los negros
viejos fueron muriendo en el camino, los blancos viejos también. A Sabanas
llegaron sólo los jóvenes, los más fuertes y decididos, los más orgullosos y
obstinados.
La región donde acamparon era, como en los orígenes del país, la tierra más
hermosa que ojos humanos pudieron contemplar. Todo era monte de árboles
gigantes, regado por un río de aguas quietas y de lento curso. Los hombres
talaron parte del bosque y construyeron sus viviendas; parte del terreno fue
dedicado a la labranza y parte a potreros de pastos para la crianza de ganado.
Como en el principio de la creación, el que los guió hasta ese paraje organizó a su
gente por oficios y fue entregando a cada cual su herramienta. Y cuando hubo
concluido de entregar las herramientas y nombrar a cada cual por su oficio, un
hombre febril, ensimismado, llegó hasta él, preguntándole: ¿Y yo qué soy? El jefe,
colérico, le contestó: ¿Qué hacías, mientras todos a mi alrededor acogían la
distribución que yo hice del trabajo y sus instrumentos? Y el hombre repuso: Yo
contemplaba tu obra. El jefe, conmovido, le respondió: Tú, siéntate a mi diestra,
pues eres el poeta. Y el poeta introdujo en la vida de aquel nuevo poblado, la
magia, la fantasía, el misterio y la gracia. Y magia y fantasía y misterio y gracia
eran verdaderos, es decir, la verdad. Y junto a él se desarrollaron los hombres de
pensamiento y los inventores y los que formularon las leyes y los que instruían a
los ciudadanos en el orden y el respeto, la sobriedad y la cordura.
Sabanas crecía en número de habitantes y su riqueza se multiplicaba. La vida
en ella se desenvolvía próspera y plácida, en un perenne encanto de estar vivo.
Y mientras allá se construía una bodega y un café, Valmaseda emitió una orden
general que declaraba la guerra sin cuartel.
En Sabanas, los niños asistían por primera vez a clases...
Y en toda Cuba, tanto en el campo como en las poblaciones, comenzaron a
sentirse los terribles efectos de la reacción. A todo hombre de quince años en
adelante que se le encontrase fuera de su finca, como no acreditase un motivo
justificado para haberlo hecho, sería pasado por las armas. Y todo caserío en que
no ondeara un lienzo blanco en forma de bandera, para acreditar que sus
pobladores deseaban la paz, sería reducido a cenizas. Y a toda mujer que se le
hallase fuera de su finca o vivienda o casa de sus parientes, se la reconcentraría
en los pueblos; las que así no lo hicieren serían conducidas por la fuerza.
Sabanas inauguraba con la total participación de sus moradores, adornadas las
calles y casas, un botiquín, un centro de recreo, una fonda.
En Guáimaro se efectuaba la unión nacional de os l insurrectos, Las Villas se
alzaba en armas y en el Camagüey era asesinado Augusto Arango, ex jefe de las
fuerzas revolucionarias; el capitán general Domingo Dulce daba instrucciones para
que toda persona, médico, abogado, escribano o maestro de escuelas, que
contribuyese al fomento de la insurrección fuese fusilado en el acto.
En Sabanas se recogía una cosecha de maíz y frijoles, en cantidades tan
grandes, que sus habitantes le atribuyeron al suelo cualidades prodigiosas, pero
sin asociar sus virtudes a ningún misterio sobrenatural.
En tanto, el Ejército Libertador se depuraba, al huir de él los individuos tibios y
flojos. El número de soldados mambises, mayor de quince mil en los comienzos
de la guerra, quedó reducido a la tercera parte. Los que quedaron en la lucha
aprendieron a atacar y replegarse oportunamente, y hacían uso del machete y del
fusil con tal destreza que despertaron la admiración y el terror de los jefes y
soldados enemigos.
En Sabanas se celebraban fiestas y reuniones, corridas de cintas, banquetes.
Máximo Gómez incorporaba el territorio de Guantánamo a Cuba libre, Juan
Clemente Zenea era ejecutado, ocho estudiantes de medicina caían acribillados
por las balas, ante el regocijo de los voluntarios.
En Sabanas se trazaban nuevas calles.
Y en el Camagüey, Agramonte, mientras inspeccionaba, casi solo, las líneas
avanzadas de sus tropas, formadas para rechazar el ataque de una columna
española, se desplomó de un balazo enemigo en el potrero de Jimaguayú. La
yerba le ocultó, pero los españoles peinaron el lugar, encontraron el cadáver, lo
condujeron al Camagüey, lo incineraron y esparcieron sus cenizas al viento.
Alguien en Sabanas dijo que en el horizonte una nube de finísimo polvo gris
había ocultado al sol mucho antes de que oscureciera.
En Santa María, Calixto García copaba las tropas bajo el mando del teniente
coronel español Gómez Diéguez —El Chato—. Trescientos muertos y noventa y
ocho prisioneros, además de su jefe, muerto por las heridas que recibiera en aquel
combate, costó a los españoles esta derrota.
Sabanas conocía la exaltación jubilosa de las más colosales empresas: un
sistema de regadío para los campos de labranza; un acueducto y alcantarillado
para el pueblo; el cruce de ganado vacuno criollo con sangre de raza extranjera:
Durham, Devon y Herefort, y en la raza caballar, el Sultán, que dio excelentes
potros, de formas esbeltas, pobre de musculatura y tendones pero de un espíritu
formidable, de pasos o aires tan suaves que se comparaba con los afamados
koclanes de la Turcomanía, que mueren bajo el jinete sin haberse rendido.
Nuevitas y Santa Cruz y otras plazas menos importantes eran tomadas por
Máximo Gómez. En el Camagüey ganó dos de los combates más importantes de
la guerra: el de Sacra y el de Palo Seco.
En los portales y en los patios de Sabanas, las familias y los amigos se reunían
para entonar melodías antiguas, algunas de tan remotas, casi olvidadas, otras
nuevas, compuestas por ellos mismos.
Vicente García tomó el fuerte español de La Zanja, de donde sacó doscientos
mil tiros, bastante pólvora y algunos fusiles. Hablando de Palo Seco, Gómez decía
que era imposible describir aquellos momentos: «Donde no hubo un expectador
que pudiese retener el recuerdo minucioso de aquel remolino de hombres, bestias,
machetes y fusiles. Los hombres de memoria y letras habían desaparecido
confundidos entre aquel apretamiento de combatientes. Los Luaces dispararon
pecho a pecho; los Díaz, los Rodríguez, los Mola, los Roa, dejando atrás
enemigos muertos o estropeados... no había quien pudiese dar órdenes y
recibirlas ya; tampoco había órdenes que dar; no había para qué, el clarín
guerrero no se hubiese oído, sólo debía dejarse hacer y concluir...»
En Sabanas se celebraron las fiestas de la Navidad y el Año Nuevo, según la
tradición, con un esplendor que no se veía desde los tiempos pasados.
En una finca en la Sierra Maestra, el envejecido Céspedes, apenas con buenos
ojos para andar entre inválidos y mujeres de la revolución que se habían refugiado
en San Lorenzo, sin protección, pues su escolta había sido retirada al ser
destituido de la presidencia, escribía sus memorias y enseñaba a los niños a leer.
No se podría decir que la gente que le rodeaba no le amara. Tampoco se podría
decir que él no les inspirase el más hondo respeto, la casi veneración. Pero aquel
hombre de mármol, lo mismo que un sol de noche, de pie, el machete en la vaina,
de noche, en la soledad de su hamaca, de su mesita-escritorio, de sus paseos,
cuando el cielo no se puede ver de tan alto y las estrellas bajan a los ojos de un
animal escurridizo —jutía, iguana o jíbaro— o a los ojos de un pájaro que cruza en
un silbido o un grito, solo, para que el monte lo supiera, se repetía, tanteando el
suelo por donde andaba, que por él no se derramaría una gota de sangre en su
tierra. ¡Oh, mármol, dile que sus hijos lloran, que hablan la lengua oprobiosa de
sus rufianes, que comen juntos el podrido pan en la mesa ensangrentada, hasta
que salten de un soplo los hombres de mármol! Hizo frente con su revólver al
enemigo que se le echaba encima y, herido de muerte, por bala de mano
adversaria, cayó por un barranco.
Y en Sabanas ese día 27 de febrero de 1874 conmemoraban la fundación del
Centro Comunal de Gobierno e inauguraban un hospital. Sabanas, fragua, pero
también hierro hirviente, capaz de modelar, pero también de derretir. Yunque y
martillo.
Y la guerra se extendía y se reconcentraba, se consolidaba y se dispersaba.
Victorias y derrotas. Triunfos y fracasos. Las Guásimas, Naranjo y Mojacasabe,
Guano, Loma del Jíbaro, Las Tunas, pero la guerra agonizaba, desfallecía,
fraccionadas las fuerzas en pequeños grupos locales que desconocían o
ignoraban abiertamente al nuevo gobierno constituido, agravándose la situación al
negarse las tropas del mayor general Vicente García a dejar Las Tunas para
operar en Las Villas. La anarquía, el derrotismo, la indisciplina del ejército y la
política pacifista que desarrollaban los jefes españoles subordinados a Martínez
Campos; la falta de parque, zapatos, monturas, medicinas; el hambre, la fatiga del
acoso, las enfermedades desatendidas, el destierro, el éxodo de las familias más
pudientes, los fusilamientos, la rivalidad, el caudillismo y el caos, aumentaron la
desolación entre los insurrectos.
Pero Sabanas, a espaldas de los diez años de lucha que habían desangrado y
arruinado el país, florecía imperturbable, y sus progresos atraían centenares de
curiosos, exploradores, aventureros, oportunistas, arribistas y contrabandistas.
Firmada la Paz del Zanjón; proclamada la Protesta de Baraguá; constituido el
pequeño gobierno provisional por cuatro de los altos oficiales que se opusieron al
pacto; y convencidos estos luego de la imposibilidad e inutilidad de proseguir la
lucha, decidieron conservar la reserva de rebeldía que quedaba en el mayor
general Antonio Maceo. Le sacaron al extranjero en busca de recursos para
proseguir la lucha. Las pocas operaciones militares que siguieron fueron todas de
poca o ninguna importancia. Los españoles respondían a los tiros cubanos dando
vivas a la paz y los mambises prisioneros eran puestos en libertad,
obsequiándoseles con medicinas, ropas y dinero. Las deserciones fueron cada
vez mayores en número. Fracasada la misión de Maceo en Jamaica, el gobierno
provisional optó por acogerse a la paz.
Por todos los caminos que conducen a Sabanas se les vio llegar solos o en
grupos. Venían andrajosos, hambrientos, piojosos, anémicos, palúdicos,
tuberculosos, disentéricos, sucios de sangre coagulada y polvo, apestosos a
excremento y vómitos.
Con la llegada de los primeros invasores, las familias, temerosas al saqueo, a
las plagas, a las violaciones, recluyeron a las mujeres en las casas, y los hombres
salieron a enfrentarse a los asaltantes. Pero una lucha cuerpo a cuerpo con
inválidos, heridos, convalecientes, gente que desfallecían tan pronto se
recostaban a una columna o a un portón, que agonizaban ahogados por la sangre,
reventados por las inflamaciones, podridos por la gangrena, era criminal, baja,
miserable, y los hombres regresaron a sus casas, recogieron a sus familias,
algunas pertenencias —las de imperiosa necesidad—, y al atardecer de un
caluroso día del mes de julio emprendieron el éxodo, igual que el que diez años
atrás les trajo a Sabanas, dispersándose por los caminos y los montes, hasta
encontrar el puerto. Nadie supo jamás adónde habían ido a recalar. Los invasores,
ante el espectáculo de un pueblo vacío, prosiguieron su camino, cargando con los
que estaban próximos a expirar. Nadie pereció en Sabanas. En todos sus
alrededores no se encuentra una tumba, una cruz, una piedra.
Nosotros habíamos sido los últimos en entrar. Mamá y papá y sus hijos
esperamos a que los parientes de papá llegaran, pero ninguno apareció en el
muelle, ni antes ni después de la medianoche. A las doce en punto teníamos que
partir. Mamá esperó, impaciente, hasta las doce y media, y como no llegaron subió
a la carabela lamentándose, culpando a papá y a su familia de orgullo e
incredulidad.
Algo andaba mal dentro. Porque la carabela, que había conservado su tamaño
natural, parecía que podía alojar a cuanto ser viviente habitase la Tierra. Mamá
comentó este hecho con sorpresa y mucha alegría, que no dejó de preocuparla.
Mas de una vez insistió en que papá subiera a bordo, para comprobar si de verdad
era posible que esa innumerable multitud no había muerto por asfixia o aplastada.
Papá le contestó todas esas veces que lo que fuera sonaría.
Yo me apretujé a Lila. Aleida ni siquiera quiso darme la mano. La única vez que
me habló fue para decirme que en cualquier momento desertaba. Aleida lo sabía
todo y si aceptó acompañarnos no fue por obediencia, sino porque deseaba
íntimamente castigarnos. Deseaba que mamá y todas sus generaciones de
«impostores y farsantes» escarmentaran por cabeza propia. Ella sabía que aquello
era el fin, pero se lo tragó con los labios apretados y las manos entrecruzadas, con
la vista fija no sé dónde. También consideró que era justo seguir el destino de la
familia, pues ella sola no podría convencer a tanta gente fanatizada y de principios
tan reaccionarios y primitivos. Si no podía convencer a su familia, sería imposible
convencer a quienes no lo eran. Lila se apretaba a mí. Los dos padecíamos el
mismo terror, la misma angustia.
Yo quise gritar, gritar tan fuerte que mi grito despedazara la embarcación,
volatizándola por los aires. Lo primero que sorprendieron mis ojos me llenó de
espanto. Cerré los ojos hasta sentir que me dolían, hasta no sentirlos. Lo primero
que vieron fue un inmenso corral, repleto de los animales más repulsivos y
degradantes: ganado, reptiles, aves, insectos y toda clase de bestias que
habitaban nuestro país; luego descubrí un estanque lleno de peces. No reconocí a
ninguno. Mamá bien podía ser una vaca o una yegua o una gata; Aleida una
gallina o una tojosa o una mariposa; Honora una jutía o una codorniz o una
iguana. Y todas las Aleidas y Lucindas y Hortensias y Claras; y todos los Robertos
y Ricardos y Migueles y Racieles y Rafaeles; Ernestos y Juanes y Pedros y Pablos
y Mateos y Lucas; y todas las Anas, Marías, Rosas, Cármenes, Jacintas; y los
Guillermos y Oscares y Luises; y las Ineses, Isabeles, Irenes, Inocencias; los
cientos de nombres que mamá había redactado tan cuidadosamente en su
absurdo pergamino, temiendo olvidar algunos, eran todos manjúas, toninas y
rayas; tiburones, serruchos y pargos. Eran perros y toros y caballos todos los
Octavios y Alejandros y Delfines. Y eran moscas y jejenes y guasasas. Eran
ovejas y cabras y mulas. Eran patos y gansos y guanajos. Eran majáes y ciempiés
y alacranes. Eso eran todos en el corral. Pulgas, piojos y chinches. Y eran por los
aires. Guabairos y cacatúas, cotorras y lechuzas. Eran auras tiñosas. Eran en el
estanque de aguas oscuras, verdinegras, densas. Eran manatíes y cocodrilos y
tortugas. Y los volátiles chocaban unos contra otros y contra el techo y las paredes
y caían al suelo agonizantes. Y los reptiles se arrastraban por todas partes, sobre
el piso y el techo y las paredes y los cuerpos de los animales mayores y los
cuadrúpedos berreaban y gruñían y balaban y mugían y relinchaban y maullaban y
ladraban. Y los peces en el estanque movían sus aletas y colas
desesperadamente y miraban con unos ojos tan fijos y fríos que a nadie podían
conmover, mucho menos maravillar. Y babeaban y excrementaban y orinaban
unos a otros. Y las aves soltaban plumas y polvo de sus colas y alas. Y todos olían
a las siete pestilencias que están en las siete copas apocalípticas. Y todos
luchaban entre sí. Embistiéndose, mordiéndose, arañándose, estrangulándose,
sacándose los ojos, despedazándose. Y la sangre y el excremento y la orina y el
sudor y la baba los anegaba. Y yo estaba en un rincón, acurrucado, llorando,
llorando desconsoladamente.
Aleida lo sabía. Su culpa es tan grande como la mía, o mayor. Porque ahora yo
sé que a Sabanas no se puede ir en una carabela remontando el Río de la Luna,
misterioso, fabuloso, maravilloso. A Sabanas no la toman por asalto, ni tampoco
en una excursión, los miembros de una sola familia que quieren para sí, solo para
sí, la tranquilidad y la alegría y la paz, la abundancia y el bienestar. Sabanas es
como un tesoro que guarda la tierra en todos los lugares. Sabanas no es un
pueblo abandonado, vacío, muerto. Sabanas es algo que hay que construir,
edificar, levantar y sostener con la ayuda de todos, con el amor de todos, con la
generosidad y el respeto y la comprensión y la humildad de todos. Porque
Sabanas no es un ideal, no es una promesa, no está en las páginas de ningún
texto divino o humano. Sabanas es una realidad que el hombre tiene que verificar
con sus acciones. Porque Sabanas no es del cielo. Es de la tierra y está en la
tierra, para los hombres vivos que trabajan y meditan, que cantan y lloran, que son
humillados y ensalzados, que sufren y se alegran, que confían y obran con
rectitud. Sabanas no es para aquel que engaña a su corazón diciendo por su boca
lo que no es. Sabanas es ser a plenitud, sin miedos, ni sospechas, ni vergüenza.
Porque Sabanas es Humanitas, Felicitas, Libertas, y aún en ella los hombres son
tristes y se mueren.
MISCELÁNEA

RESUMEN DE LOS RESULTADOS


DE FABRICACIÓN
1949 1950
Comienzo de la zafra Enero 12 Enero 18
Terminación de la zafra Junio 5 Junio 10
Número de días de la zafra 145 143
Arrobas de caña molidas 89 586 603 94 699 324
Arrobas molidas por hora 10 378 10 753
Caña:
% Sacarosa 15,36 14,96
% Fibra 12,01 12,43
Bagazo:
% Sacarosa 3,03 2,86
% Fibra 46,41 47,93
% Humedad 49,72 48,51
Jugo de la desmenuzadora:
% Brix — 21,74
% Sacarosa — 19,04
% Pureza — 87,58
Jugo diluido:
% Brix 17,74 17,15
% Sacarosa 15,04 14,59
% Pureza 84,78 85,07
Extracción jugo normal 78,25 78,02
Extracción sac.
% sac. en caña 94,90 95,04
Maceración % caña 22,76 23,37
Rendimiento azúcar
96o% caña 13,65 13,49
Polarización azúcar 97,40 97,30
Mieles finales:
Brix 89,34 89,92
Sacarosa 34,51 32,86
Pureza 38,63 36,54
Gals. por 100 arrobas
caña a 88o Brix 7,57 6,98
Cuenta sacarosa % caña:
Pérdidas en bagazo 0,79 0,74
Pérdidas en cachaza 0,10 0,07
Pérdidas en mieles
finales 1,24 17,01
Pérdidas indeterminadas 0,13 0,12
Recobrado en azúcar 13,10 12,95
Total sacarosa 15,36 14,96
Destilería: Este ingenio cuenta con una destilería con capacidad para 30 000
gal. de mieles diarias, la cual ha estado en funcionamiento desde noviembre,
1944.
Miscelánea: Las zafras recientes de esta finca han sido como sigue, en saco de
325 lb:
1929...827 378 1936...413 687 1943...437 062
1930...815 741 1937...495 607 1944...820 931
1931...505 335 1938...461 423 1945...554 122
1932...463 611 1939...411 425 1946...627 355
1933...311 248 1940...423 796 1947...982 989
1934...437 970 1941...375 084 1948...954 159
1935...439 135 1942...631 224 1949...937 842
1950...970 419
En 1944 se molieron 11 703 069 arrobas de caña para mieles invertidas,
produciendo 5 322 227 galones, con el equivalente de azúcar de 131 776 sacos.
Observaciones: Las compras se hacen, contra pedido de la Administración,
parte en la oficina de La Habana, Edif. La Azucarera, 5to. piso, Morro 21, teléf.
ML-1511, o por medio de agente de compras en Nueva York, Frederic March, con
oficinas en 620 Wall Street.
La planta de bombeo, situada aguas abajo de una represa en el Río Chorreto,
como a 1 km del ingenio, suministra agua dulce a la fábrica y al pueblo. El agua
dulce es tratada en una planta purificadora que tiene una capacidad de 2 000 000
de gals. cada 24 horas. La estación de bombeo está equipada con bombas
centrífugas movidas eléctricamente con energía suministrada por una línea de
transmisión de alta tensión que parte de la planta eléctrica de Deleite.
Los azúcares de este ingenio y de los otros centrales propiedad de la compañía
en Cuba, se refinan, en parte, en cualquier de las dos refinerías de la compañía,
en Pradera, Cuba, o Gramercy, Louisiana, USA. También se venden crudos en el
mercado de Nueva York.
INFORMACIÓN AGRÍCOLA
Variedades de caña: POJ-2878, 80%; CO-281, 10% Cristalina 5%; Media Luna,
1/2% y el resto en pequeñas cantidades de numerosas variedades.
Abono: No se usa.
Riego: No hay.
Preparación de las tierras: Con tractores Diesel y de gasolina.
Tiro de caña: Carretas tiradas por bueyes y tractores y algunos camiones.
Récord anual de lluvia en pulgadas:
1945.....24,56
1946.....38,39
1947.....44,48
1948.....45,96
1949.....44,97
BALDÍO

Cuando nadie nos quiera más, cuando dejen de querernos, vendremos al baldío y
aquí hablaremos. Óyeme, no olvides los anones, recógelos, acaso sirvan luego
para el desayuno.
Si yo te digo que tengo miedo, atiéndeme, si yo te digo... déjame que te hable
de mí, de ti, de estos años que están para nosotros sólo. Si he vuelto es para
hablar.
Tú no tienes la culpa, no la tiene nadie. Todos somos los elegidos por Lila para
su juego: juega, juguemos.
¡Soñé, soñé que íbamos juntos, cogidos de la mano, y habías envejecido tanto!
Quise besar tu mejilla, rechazaste mi beso porque dices que he dejado de amarte.
No es verdad. Por eso vine anoche. Llovía, o acaso no, llorabas.
Aleida, en algún sitio que hay para nosotros iremos a encontrarnos con los
acróbatas y los mimos, con los bufones y los titiriteros, reunidos todos, juntos,
gentes de circo, gentes del camino. Nadie nos quiere, Aleida, nadie nos quiere
porque no crecimos. Iremos al baldío para jugar de nuevo a los vidritos.
El ciclón ha desgajado nuestro laurel. La llama está ardiendo en su tronco.
Ayúdala a ascender, a consumir el último retoño, la hoja seca. Aleida, ¿qué
recoges? Déjale estar. ¡Cuidado con la zarza! Déjale estar para cuando se vayan
los demás. De noche volveremos a buscarle.
Sí, yo estuve en este sitio. Ella sacaba sus flores, a pasear como a un perrito,
como a un niño, de tarde, al aire puro, para que se durmieran.
Quiero mi alma, la he prestado y quiero recobrarla. Está en su cuerpo. Anoche
en el baldío llovía... ¿o eras tú que llorabas?
11
Para Aleida, ante la indefensión lo natural no era rendirse, sino apelar a la huida.
Pero ella era una mujer joven, dependiente de una familia con exiguos recursos, y
la irreductible obstinación provinciana le exigía otro destino, lo que ella llamaba
otra «esperanza esperanzada»: permanecer en casa, conseguir novio y casarse.
Estos eran los términos impuestos por la tradición familiar para salvaguardar su
porfiada continuidad.
Correspondía a Alejandro huir, y a ella proporcionarle la fuga, a costa de lo que
fuere: soltería esperanzada o matrimonio desesperado o desesperada esperanza.
No iba a escatimar a esta contienda ni un ápice de sus dotes estratégicas ni una
lucha cuerpo a cuerpo hasta el exterminio personal. Alejandro escaparía a cada
una y todas las escaramuzas tradicionales. Podría contar con ella a sabiendas de
que infringir el más sagrado de los principios de familia, vivir y morir en casa, la
condenaría ad eternum.
El propiciar esta sacrílega acción sublevaría contra ella hasta el remoto de sus
antepasados, cuyas cenizas urdirían un complot para retornar a los huesos, que a
su vez conspirarían para volver a tomar posesión de la carne, y este amasijo
combatiría para reconquistar el aliento perdido, venciendo la resistencia sepulcral.
El resucitado —que por línea materna podría ser el Remotísimo arcabucero
peninsular, ilustre
por la mala memoria secular y por la manía de la tía Clara de proporcionarse un
acreditado abolengo, o, por la línea paterna, un criollo de cólera a caballo,
degollador de hombres y animales— tomaría venganza por sus propias manos,
asaltándola, derrotándola, decapitándola. Pero ella en estas cosas, como en otras,
siempre triunfaba en silencio, y nunca hacía evidente el menor recelo sobre la
victoria.
La guerra contra vivos y muertos fue declarada la mañana que le acompañó a la
estación de ferrocarril, le puso en un asiento de un coche de primera clase y se
quedó a su lado hasta que una sacudida, y tras ella dos cortos pitazos, anunciaron
que el tren iba a arrancar. Volvió a besarle repetidas veces las mejillas y bajó sin
decir palabra.
Desde la casa hasta la estación fueron por todas las calles despidiéndose de los
vecinos, de los que pasaban a su lado, de los que salían a los portales o se
asomaban por una ventana, y con mucha alegría, como si fueran ellos los que
iban a partir, les decían adiós, adiós, adiós hasta desaparecer.
Despedirse del batey y de su gente resultaba mucho más doloroso y terrible de
lo que Alejandro alguna vez pudo imaginar. Súbitamente el batey le pareció
amable, generoso, franco. Era jovial, cortés, simpático, desinteresado, solícito,
respetuoso. Digno de ser amado (comenzó a aburrirse de la infructuosa búsqueda
y recopilación de adjetivos y sus significados, que empezaron a aglutinarse en su
mente sublevándole el impaciente corazón: el lugar común degradaba su voluntad
de mostrársele agradecido, reconocido [sinónimo del anterior]; y todas las
palabras le parecieron banales, ingratas, ingratas... un adjetivo más arruinaría la
vehemencia de sus sentimientos).
Sintió la mano de Aleida aferrarse a la suya con dolor. Se distrajo observando
un hato de nubes aborregadas al final de la calle sobre la copa de un enorme
jagüey. Recuperó el hilo de su letanía adjetival y apresurándose concluyó: correcto
conversador, oyente ejemplar; en verdad un carácter armonioso, una naturaleza
agradable. Pero había en él un rugido demasiado similar al de una fiera
hambrienta para hacerlo humano, y eso le arrugó el corazón hasta
empequeñecérselo como una pasa. Lila le había criticado severamente en varias
ocasiones su desmesurada inclinación a la prosopopeya. Él se había defendido
siempre, argumentando que las cosas tenían alma. Lila le refutaba enérgicamente
la validez de esa conjetura por considerarla de una grosera generalización. Las
cosas, decía, tienen alma solo y en el caso de que se produzca una
transmigración de un alma individual a un alma colectiva, y de ocurrir, esa alma se
ubicaría en uno de los tres elementos por ellos reconocidos. Si animal, en una
gallina, por su domesticidad; si vegetal, en un anón, por sus virtudes para
administrar los misterios de la adivinación y de la medicina mágica; si mineral, en
una sarta de mostacillas azules, por su condición industrial. ¿Por qué debía ser
una sarta y no una sola mostacilla? ¿Por qué azules? Esta reflexión lo sumía en
verdaderos abismos, pero nunca se atrevió a preguntárselo a Lila. Se prometió
solemnemente abolir todos los adjetivos y se oyó respondiéndole a alguien que lo
saludaba con la incoherencia de un tartamudo: «días... ¡gracias!»
Como no tuvo tiempo de recorrer todas las calles y casas para despedirse,
pensó que un modo efectivo de comunicación sería repasar mentalmente —con la
misma devoción y exactitud con que repetía las palabras de sus oraciones, una a
una— la totalidad de imágenes que representaban. Cada casa tenía un santo,
cada santo sus hijos y todos estaban regidos por la voluntad de su creador. Lo
más sensato para recuperar esa vertiginosa sucesión de figuras sería proceder
como el cinematógrafo, fotos que se animan y disuelven.
una calle con sus pequeñas casas de maderas pintadas del mismo color y otras
de ladrillos rojos
jardines diminutos, cercados
una portezuela blanca
laureles, acacias y álamos que trazan el ancho de la
calle agitando sus frondas como locos en fila india
niños en los patios y en los jardines
cartel con una inscripción onomatopéyica
no se entiende un letrero que dice: gritería infantil
súbito ocaso que les echa dentro
mesas que las madres sirven más o menos a la misma hora camas
abrigadas, confidenciales, íntimas
niños que duermen o se hacen los que duermen
grupos de personas mayores meciéndose en los
portales
cartel que dice: conversan de asuntos domésticos y
triviales, algunas veces frecuentados por augurios de inexorable fatalidad
hombres que leen un periódico en el que se relata
una guerra de estrategias militares y económicas
que nadie parece entender y que no logra conmoverlos
verdaderamente
nombres de ciudades europeas y asiáticas rotulan la
primera página del periódico
puerta de Brandeburgo, torre Eiffel, Big Ben, Coliseo, Monte Fuji, Casa
Blanca, Golden Gate, Kremlin,
Estatua de la Libertad
ciudades distantes que muy pocos reconocerían en
el mapa, pero que se imponían con otros nombres
extranjeros de generales y estadistas
cartel que dice: ¡Fascismo! ¡Nazis!
mujeres esterilizadas por no ser de una raza pura...
y así sucesivamente
(comenzó a confundir las imágenes con sus circunstancias y le horrorizó
pensar que con esas mujeres se hacía exactamente igual a lo que hace su tío
Jorge con
el ganado de mala cría, conducirlo al matadero)
en el número 258 viven doña Encarnación y sus cuatro hijas, isleñas de
Canarias
hermoso lugar para pasar unas vacaciones, ¿o no lo era?, le hubiese gustado
saberlo, Santa Cruz, La Gomera, Hierro las marcan al rojo vivo para
reconocerlas a la hora de conducirlas a la sala de operaciones
un toro, un caballo, un perro, un cerdo
bañado, peinado, adornado con cintas rojas, azules, amarillas
Carmencita la del número 246 se recoge el pelo con una cinta negra
(pasaron frente al templo masónico, recordó la vez que el conserje dejó la
puerta abierta y él se había asomado y había visto las columnas y la piedra, el
cielo raso pintado de azul como el cielo con nubes y estrellas y la silla roja de
terciopelo del Ven. Maestro sobre el estrado y el ara con su —no recordaba—,
pero el conserje que era muy viejo y vecino de su casa y le había visto nacer,
bueno, así dijo aunque no fuera cierto, a menos que el conserje y la comadrona
fueran la misma persona, no se enfadó cuando lo vio frente al ara, le dejó mirarlo
todo, y recordó que su tío Joaquín era masón y le había dicho que los masones
eran los miembros de una sociedad secreta esparcida por diferentes partes del
mundo, cuyo origen parece deberse a una cofradía de constructores (albañiles)
del siglo VIII; por eso sus emblemas son: el mandil, el compás y la escuadra y sus
grados son: primero, aprendiz; segundo, compañero; y del tercero al 33, maestro,
reunidos en talleres o logias; todo eso le pareció demasiado pueril para ser
importante, y si luego se interesó en la masonería fue porque su maestro le dijo
que desde el siglo XVIII esas logias comenzaron a funcionar en Cuba. El misterio
con que actuaban y los requisitos que exigían a sus afiliados hacían de las logias
terreno propicio para difundir ideas políticas cuya manifestación pública estuviera
prohibida; dondequiera que la libertad estuvo restringida se conspiró al amparo de
logias masónicas; así se empezó a conspirar a favor de la independencia. Y Aleida
había refutado el discursillo del maestro, extraído de un libro de historia para los
grados de la primera enseñanza, diciendo que estos señores eran unos
reaccionarios y unos explotadores, que combatían a los curas, pero que eran
astilla del mismo palo; y enumeró una retahíla de nombres de los miembros de la
logia del batey, todos empleados de plantilla, todos residentes del poblado
«americano», todos auténticos, grausistas, proimperialistas, y fundamentó su
diatriba en el hecho de que tío Ricardo estaba «durmiendo» por sus vínculos con
el Partido y su apoyo a los huelguistas del 33, que le habían ocasionado la
suspensión de empleo y sueldo, la miseria y la enfermedad. Lila insistió en las
virtudes de los masones y Aleida en sus defectos y él prefirió desentenderse de
ellas y averiguar por su cuenta)
congregados, exhibidos, subastados, vendidos
las Rojas del número 255 están en la sala, vestidas de organdí y zapatos
blancos, bordando y tejiendo, sentaditas, arregladitas, decenticas, tejiendo y
rezando, bordando y rezando, esperando, como quien no quiere la cosa, buenos
pretendientes, empleados de plantilla, once meses de trabajo continuo y un mes
de vacaciones ¡linda perspectiva! y un cuarto con su juego de cuarto en casa de
los padres del novio, en el poblado; nadie quiere oír lo que se dice de la menor,
sentadita, arregladita, decentica.
la viuda del 252 ha rechazado los mejores partidos, prefiere vivir sola, quien sola
la hace sola la paga, como Onán, personaje de la Biblia ; ¿entonces el onanismo
es bíblico como la fornicación?
Orlando le preguntó si ya él orinaba dulce, y él le dijo que sí sin pensarlo y los
dos concertaron una cita para ver quién orinaba más, pero la cita no llegó a
efectuarse. Violeta les preguntó, sentada en su banquito, a la puerta de su cuarto
en el barracón de los negros ingleses, que cuál de los dos la tenía más grande, y
Orlando le contestó que averiguara ella si quería saberlo, pero había un olor
demasiado fuerte a pescado frito, a cola, a frijoles con más de un día de hervidos,
y él se puso a mirar por la puerta entreabierta la decoración del cuarto, un extenso
collage que cubría todas las paredes con recortes de fotografías en colores de las
revistas americanas; un frasco de loción de esas que se usan después de
afeitarse, con la impresión de unos labios de mujer, semiabiertos, rojos,
ligeramente agrietados; un Ford verde y blanco en una playa de arenas lila rosa y
una mujer en trusa tendida sobre el carro con los brazos ridículamente arqueados
sobre la cabeza, que le produjo unas ganas íntimas de reírse recordando una vieja
foto de su prima Clarita en la misma posición y con un gato a los pies, solo que
Clara estaba cubierta desde el cuello hasta los tobillos y los puños con muselina y
encajes, cintas y flores; una foto casi añil de una ciudad que podía ser Nueva York
al atardecer porque los edificios apenas se distinguían; y en un pent house
cubierto por un toldo, una elegante pareja sentada a la mesa se miraba sin
atender a los vasos y a la botella de bourbon que les reunía para ilustrar la página
comercial, y barcos, flores, caballos, aeroplanos, árboles, perros, monumentos,
almanaques, artistas de cine, frutas y mil cosas más, unas sobre las otras, porque
Violeta cuando se aburría de mirarlas, recortaba nuevas fotos y las pegaba.
Violeta volvió a preguntarles lo mismo y Orlando volvió a responderle lo mismo y
Violeta estiró la mano y Orlando se echó un poco más hacia adelante y Violeta le
tocó la portañuela y retiró la mano diciéndole que ella lo hacía si él le daba un
medio, y Orlando se echó para atrás y le dijo que si ella era boba, que por un
medio veía una película de guerra con tanques y aviones y ametralladoras y
torpedos y submarinos y con una muchacha rubia que se quitaba primero los
zapatos y después las medias y después el vestido hasta quedarse en interiores y
que se dejaba besar y tocar por el héroe de la película sin pedirle un quilo y que a
él no le costaba nada reproducir la escena en el baño de su casa o en la cama,
pensando que el actor era él, y entonces Violeta le dijo que estaba bien y volvió a
extender la mano, pero el olor a pescado frito o a cola o a frijoles viejos era
demasiado fuerte y ya él se había cansado de mirar a la pared llena de fotografías
y le había dicho a Orlando que era mejor que se fueran y Orlando le había
contestado que sí y Violeta se quedó con la mano extendida, sentada en su
banquito y él sintió unos deseos locos de dejarle en la mano el medio que tenía
para el cine pero no lo hizo por temor a que Orlando creyera que él era un flojo y
los dos salieron del barracón y cuando sacaron las entradas para ver la película,
Orlando se volvió a él y le dijo que tenían que volver otra noche donde Violeta
para ver cuál de los dos orinaba más y él le dijo que sí sin pensarlo
animales de feria, engalanados lujosamente rotulados, encasillados
en el número 257 sólo vive una mujer y es negra y vieja
en el número 249 hay ocho, la abuela, la madre, dos tías solteras y cuatro
jovencitas
plantas sensitivas, mariposas, lotos, gladiolos, demasiado candorosas para
sufrir el ultraje del sol
hacía calor
toros, perros, gatos, ¿se exhiben gatos en las ferias?
estuvo una vez enamorado de Georgina o eso creyó, le regaló una flor y ella se
sonrojó, era muy tímida y a él le había parecido que una flor no era un regalo
verdadero y casi se avergüenza de habérsela dado, pero Georgina se sonrió y él
no supo qué decirle cuando ella le dio las gracias. Esperó a que terminaran las
clases de la tarde para preguntarle si le había gustado la flor, y ella salió del
colegio con un grupo de amigas de su barrio y pasó frente a él conversando con
mucha animación y no lo vio o se hizo la que no lo había visto, y no tenía la flor ni
en el pelo ni en el escote ni en las manos. Las amigas de Georgina miraron hacia
atrás y lo vieron parado en la esquina y una de ellas soltó una carcajada y las
demás la siguieron, riéndose de lo lindo, y él regresó a su casa con mucha rabia y
vergüenza y con unos deseos locos de estrujarle la flor a Georgina en la boca para
que no se riera más nunca, y esa noche no comió pero a la mañana siguiente se
le había olvidado que estuvo enamorado o que creyó estarlo
terneras, gacelas, vacas, ovejas, jirafas, elefantas, lobas
en el número 259 todas son negras y en el 278 son rubias
siervos de los profetas que han corrompido el mundo y amenazan con
exterminarlo borrándolo de la faz del universo
en el número 266 vive su madrina, tiene los ojos azules, aria, de raza pura; los
ojos castaños o negros los tiene cualquiera
las muchachas del 279 y del 252 y del 276 tienen los ojos castaños, color de
alas de cucaracha
Lila tiene los ojos azules, Aleida tiene los ojos amarillos, Ianita tiene los ojos
pardos. Honora tiene los ojos glaucos, ¡qué extraño color!, ¿o es la palabra?, su
madre tiene los ojos ámbar, Violeta tiene los ojos tristes, pedigüeños como los de
Anita la Huerfanita. Redondos y sin pupilas; Georgina no tiene ojos, la soberbia de
su corazón se los puso duros como dos piedras rodadas y si alguna vez llorara,
saltarían de sus cuencas y correrían calle abajo; el alma se refleja en la mirada,
menos en la de los ojos claros; Lila tiene ojos de un azul oscuro, casi violeta, casi
negro
en el número 253 vive Eugenia, que les enseñó a leer a todos, mulata de
Santiago, de ojos verdes y pelo lacio, habla con los muertos y cura con las manos
los dolores de muela
si los nazis invaden el batey no quedará ninguna con ovarios y no habrá nuevas
generaciones aunque el sol siempre salga
sintió sed, sueño y un irrefrenable deseo de hablar, de contárselo todo a Aleida,
pero algo impidió que las palabras se movieran en su boca, y guardó silencio; allí
estaban los millares de personas a quienes conocía tan demasiado bien como
para aburrirse de solo pensar en ellas, pero nunca se cansaba de contemplarlas,
saltaba de una emoción a otra, nada conseguía retenerle la atención por mucho
rato
Aleida le lleva de la mano, y la sujeta tan fuertemente que siente su presión en
el estómago y en el corazón; Aleida está vestida de crepé color rosa viejo,
delicadamente adornado con incrustaciones de raso amarillo que imitan unos
bolsillos que imitan una flor amarilla que imita un girasol o un crisantemo y que
estropean la sencilla elegancia del vestido; Aleida unida para siempre a él y a la
vez para siempre separada, ofreciéndole un camino que ella no podrá seguir y del
cual él no podrá regresar; sus hermanos y algunos amigos van con ellos, pero él
sólo siente la mano de Aleida en la suya, sólo ve los zapatos de charol que su
padre acaba de comprar en el pueblo vecino... una hora a caballo y seis pesos
que dejó sobre el mostrador de la tienda, otra hora a caball o con un cartucho de
confites para él, una caja de polvo para su mamá y unos calcetines para sus
hermanos; Aleida camina con mucho cuidado para no estropear sus zapatos
nuevos de charol... su padre le dio los confites que casi se derriten en el camino, y
un beso; su padre le dio un beso en la frente y le dijo algo que él no acertó a
comprender, le escuchó con la mayor tranquilidad, pero su corazón no lo dejó
oírle; no sentía excitación alguna pero su corazón daba saltos dentro de su pecho;
cuando sintió los labios de su padre sobre su frente, su corazón pareció hincharse
y latir más rápido, amenazándolo con ahogarle
sus sueños eran a veces muy extraños
soñaba que las brujas de la noche quemaban el batey, sin dejar en pie una sola
casa, para que ellos sintieran miedo y no resistieran la ofensiva; habían
abandonado las casas, refugiándose en el monte; el frío era tal que el agua que
transportaban para beber, hacer la comida y bañarse, se helaba en las vasijas;
desde sus puestos en la colina, tiritando de frío, veían arder el batey; despertaba
mojado, humillado, avergonzado. Se veía acompañando a su madre a la consulta
del doctor Sandoval y a casa de Tula la curandera y a otras casas familiares y
amigas, y en todas las casas se comentaba su «defecto» que se hacía notorio
cada mañana cuando Aurora sacaba las sábanas y las frazadas al sol. Su
problema se convirtió en un hecho escandaloso, del cual se derivaban los
argumentos má contradictorios. Su tía Clara lo calificó de sinvergüencería. Su tío
Joaquín de fijación prenatal, pero como él no sabía nada de eso y tenía
confundidas algunas lecturas acerca del subconsciente y sus manifestaciones,
recomendó tratar el caso con un amigo suyo muy conocedor de la psicoterapia.
Honora lo atribuía a razones muy simples: el niño ingiere durante el día y antes de
acostarse enormes cantidades de líquidos; el niño tiene un miedo atroz a la
oscuridad; el niño es demasiado tímido para confiar sus necesidades a un adulto;
el niño, consciente de la gravedad de su acción, evade su responsabilidad
sumiéndose en un sueño de piedra; lo aconsejable sería racionar las cantidades
de líquidos que se le suministran; por ejemplo, suprimir el vaso de café con leche
que toma todas las noches antes de irse a la cama sería un buen comienzo para
seguir un método regenerador. Ianita acusaba a sus enemigos invisibles de esta
desgracia, pues sábana manchada, sábana que iba a parar a la batea y a sus
manos, y devolverle a la tela su blancura original no era trabajo de negra: era
trabajo de bestia, y confundirla con una bestia era lo que sus enemigos tramaban.
Y su padre reducía todas estas especulaciones a la más apremiante de sus
preocupaciones: el inminente colapso de la economía familiar. Pero él pasaba las
noches enteras en la colina, tiritando de frío, mientras el batey en su totalidad
ardía y las brujas volaban por sobre su cabeza, montadas en escobas de ripioso
yarey, formando una gritería solo comparable a la que hacían los indios en las
películas de la conquista del oeste norteamericano. Niños desnudos, hambreados,
enfermos, perseguidos, reconcentrados, exterminados después de largos suplicios
en la noche interminable de las brujas alemanas, verrugosas, flácidas,
esqueléticas (suprimió los últimos adjetivos y añadió uno), crueles. Y las brujas
comenzaron a maldecir, a escupir, a vomitar gases venenosos. El escapó a la
sentencia, a pesar de que no era distinto a los otros niños. Los vio desplomarse,
agitándose en el suelo como pajaritos en agonía. No puede decir de ellos que
fueran cobardes ante el suplicio, ante el exterminio. Tampoco puede decir que
fueran valientes.
Genoveva sale a despedirlo, lo estruja contra su pecho monumental, oloroso a
hojas de colonia maceradas en alcohol. Genoveva le dice que Dios va con él.
Hace tímidos y rápidos gestos de afirmación, y oye a Lila soplarle en los oídos:
«¡Que así sea!» Genoveva es hija de Obatalá, por eso sólo se viste de blanco.
Está casada con Bob, negro corpulento de Barbados, maquinista. Bob conduce la
locomotora No. 21. Esa máquina chillona, que ha pasado más de veinte años
remolcando carros de caña y volcándolos en el trapiche; esa maquinita
caprichosa, petulante, histérica, ha sido la causante de que Genoveva no gozara
un solo crío. Antes de que llegara la tercera luna ya a Genoveva se le habían
vaciado las entrañas, y aquello no era cosa de santos, era cosa de la máquina que
se encelaba de ella y de Bob su marido. Pero Genoveva nunca lo supo, ni Bob
tampoco, y se pasaron años y años esperando un varoncito con las piernas y los
hombros de Bob o una hembrita con la cara y las manos de Genoveva, y no
llegaron. Y todo fue por causa de la maquinita que estaba metida con Bob hasta la
chimenea. La muy egoísta no podía permitir (se moría de rabia) que a alguien o a
algo se le llenaran las tripas con otra vida. Por eso volcaba los carros de caña en
el trapiche, dejándolos vacíos como su mala entraña, y cuando se les volvían a
llenar, volvía la maquinita a volcarlos, y eso lo estaba haciendo desde hacía veinte
años, desde la misma hora en que Bob se le puso encima y la arrebató con su
corpulencia y su olor a tabaco y colonia y desde que ella había comprendido que
sus relaciones con él no pasarían de lo que eran y que ella jamás, pero jamás,
pariría de él; por eso pasaron tantos años durante los cuales Bob iba demorando
su matrimonio con Genoveva sin ninguna razón ostensible, y cuando se casaron,
la muy condenada intervino con sus malas artes para que Bob sólo trabajara en el
turno de siete de la noche a tres de la madrugada, y aunque Genoveva se
quedaba despierta hasta esa hora esperándolo, con el baño preparado, aromado
con hojas de colonia maceradas en alcohol, y las sábanas limpias y planchadas en
justo honor a su madre Obatalá, sin olvidarse de poner un vaso con agua clara a
los pies de la cama, para que las ánimas virgenes que rondaban a su marido se
ahogaran, y aunque pasaban en una sola carne hasta la madrugada, cuando el
lechero pasa y hay que levantarse para poner el pan a tostar, los críos no
empollaron en su vientre y los fue perdiendo uno tras otro. Cuando pasó el primer
año y Genoveva perdió la primera criatura, achacó esta desgracia a su ineptitud
en la cama, pues ella desde su más tierna infancia hasta un año antes de conocer
a Bob, había sido metodista, y sus frecuentes lecturas de la Biblia y la severidad
con que había sido educada por sus santos padres, le habían inspirado una
terrible aversión a la concupiscencia de la carne (de ella sí que no se podía decir
aquello de que no hay mulata señorita, ni tamarindo dulce). Su terror era tal, que la
noche de boda le suplicó a su marido con lágrimas en los ojos que fuera muy
considerado con ella, y para demostrarle su profundo amor a él, antes de que Bob
pudiera evitarlo se arrojó a sus pies y los besó; costumbre que adquirió desde esa
noche, justificándola con la convicción de que en todo el hermoso cuerpo de su
marido no había ninguna otra parte tan favorecida por la naturaleza como sus
lindos pies. Bob era un sujeto excelente, y a pesar de que Genoveva apagó la luz,
corrió los visillos de las ventanas y cubrió con papeles la hendedura entre la
puerta y el piso para que no se colara ni una gota de luz, pasó toda esa noche en
la tiniebla de la cama dando a conocer a su mujer todas las partes de su cuerpo.
Genoveva, como una bebita en su camisón de seda, lo palpaba repitiendo lo que
él le susurraba al oído: «Estos son mis ojos, pardos, almendrados, que se abrieron
a la luz sólo para verte... y esta es mi boca... y esta es mi nariz... y estos son mis
brazos... y estas son mis manos... y este mi pecho... y lo que está dentro mi
corazón... y mi ombligo... y vientre... y muslos y rodillas... y piernas... y tobillos... y
pies...» y todo era de ella y para ella, y el olor de su boca y de sus axilas e ingles,
y cuando Bob la hizo palpar y agarrar su sexo, Genoveva, sobresaltada, despertó
de un sueño dulcísimo, arrullador, melancólico, y la paz en la cual soñaba fue
perturbada por aquella palabra, y el calor y la humedad y los latidos de aquel otro
cuerpo, casi ajeno, al que ella con sus manos había recorrido acariciadoramente, y
del cual Bob decía en sus oídos y en su boca y en su cuello y en sus senos y en
su ombligo, en sus partes, en sus muslos, en sus rodillas, en sus piernas y en sus
pies, que era de ella, sólo de ella y para ella solamente, y lo decía con un jadeo
marino, volcánico, selvático, fluvial, tempestuoso y siempre distante y triste, y al
que ella respondía sí, sí, sí. Y cuando amaneció ella estaba desnuda, abrazada a
él, soñando que era de espuma y que se desvanecía a los pies de una roca. Pero
todas las noches Genoveva apagaba la luz y corría los visillos y cubría con
papeles la hendedura entre la puerta y el piso para que no se colara ni una sola
gota de luz. Un día Bob se estaba bañando y ella estaba en el cuarto preparándole
la ropa interior y las medias. Bob la llamó, pidiéndole que le alcanzara la toalla,
que la había olvidado, y ella corrió con la toalla y cuando abrió la puerta del baño,
vio a Bob bajo el aguacero de diamantes de la ducha, y Bob estaba de pie, todo lo
largo que era, mojada su magnífica corpulencia, mirándolo sintió un deseo,
irracional de secarlo con su propio cuerpo, con su boca. Se quitó la ropa y se
metió debajo de la ducha, abrazada a él, sumergida en sus brazos. Después de
aquella tarde, ocasionalmente leía la Biblia, sin importarle la perversidad de ciertas
palabras, sin aversión ni terror a ellas. Pero ya estaba preñada y atribuyó esta
transformación de sus sentimientos e ideas a la dulzura que le almibaraba el
vientre. Cuando ocurrió el percance y su niño naufragó en la sangre de sus tripas,
Genoveva recurrió nuevamente a las páginas de la Biblia en busca de consuelo.
Esa zafra fue más larga que las habituales y Bob pasó mucho más tiempo con la
maquinita que con su mujer. Las más de las veces hacía dos turnos de ocho
horas, y en esas ocasiones el pitido de la maquinita era más íntimo, próximo y
suave. Cuando terminó la zafra y Genoveva tuvo a su marido como Dios manda
todas las noches y a una hora prudente, convencida de que no sólo iba a perder a
su marido, sino a sus futuros hijos, arrinconó la Biblia en un estante, olvidó de
correr los visillos de las ventanas, cubrir las hendeduras entre la puerta y el piso y
apagar la luz. Y durante un año estuvo dando a conocer a su Bob la geografía de
su espléndido cuerpo: valles, colinas, abras, ríos, abismos, puertos, riberas,
ensenadas, hoyas, bosques, praderas, quebradas, islas, y conociendo la de él. Y
estuvo nuevamente preñada y nuevamente perdió el crío, y esta vez no pudo
culpar a su inexperiencia erótica, pues era capaz en una sacudida de sus caderas
y muslos, de sacarle a Bob el tuétano de los huesos. Su lengua, su vientre, sus
caderas, sus muslos, eran de una destreza impecable, y hacía uso de ellos en
cualquier momento del día y de la noche y siempre a la luz del sol o de una
enorme bombilla eléctrica. El nuevo fracaso de su frustrada maternidad la separó
definitivamente de las páginas sagradas y la aventuró en otras más secretas y
misteriosas, la fe y la práctica, primero de lo espiritual, desarrollando su
mediumnidad, después de lo material, la santería, pero ni las almas
desencarnadas, ni los orishas fecundaron su estéril vientre... Y Genoveva le
abraza, augurándole la compañía de Dios en su camino, con la misma dulzura y
tristeza con que por siete veces se despidió de sus hijos, que no le nacieron, y él
sólo oye el pitido siniestro y rencoroso de la maquinita como una oscura y fatídica
premonición.
Están en el cine, entumecidos de frío, mirando a la noche, mirando a las estrellas
parpadear, apagarse, desaparecer sobre la lluvia que cae confusamente en su
memoria, anegándoles los recuerdos. Allí se empapará todo. Se han quedado
sordos y ciegos, las imágenes en la pantalla se agitan y retuercen en agonía como
los niños envenenados por el gas de los nazis y, como sus cuerpecitos
incinerados, las imágenes se dispersan detrás del agua que cae. El cine no es una
sala ordinaria de proyecciones, es una pantalla colocada a la intemperie en el
campo de pelota. Él está con Orlando.

en las gradas y Aleida y una amiga están en la luneta donde se sientan las
damas como flores debajo del incesante repiqueteo del agua contra el zinc. La
película está plagada de intrigas internacionales: complots, referencias bélicas,
espionaje, persecuciones, delaciones, heroísmo y un romance frustrado; lo único
imprevisible y conmovedor es la voz de un negro cantante de cabaret y la melodía
de su canción. Siente frío y miedo y sueño. La lluvia ha interrumpido la película y
en las gradas y en las lunetas se ha formado tremendo jolgorio. Orlando, que se
ha desencantado con la película, le dice que mejor se hubieran quedado con
Violeta y hubieran salido de la duda de quién orinaba más y más dulce. Violeta,
como Bob, es de Barbados y hace mucho tiempo la gente comentó que eran
amantes y que Violeta era la causante de los extravíos prenatales de Genoveva.
También dijeron que eran hermanos y aunque Bob se avergonzaba de ella, iba a
verla algunas veces impulsado por su buen corazón. Si no escampa pronto no se
reanudará la proyección del film y no se enterarán de lo que pasa al final, aunque
eso es lo de menos, porque él sabe cómo terminan todas esas películas, pero se
perderá oír el tema musical que es la melodía de la canción del negro y perderá
los recuerdos que la música le provocan y que no son recuerdos porque no han
pasado. Espera que pase. Y mientras llueve y Orlando sigue refunfuñando, él oye
en su corazón la melodía del negro que es, como Georgina, dulce y melancólica, y
pálida como la luna. Un día la besará y dejará de suspirar por ella. Eso si la guerra
no se acaba pronto, porque si sigue todos tendrán que ir a la guerra. En el batey
estaban profundamente convencidos (tanto que creían ver todas las profecías
cumplidas) de que aquello era el fin del mundo, pero esa convicción no les
conmovía verdaderamente. «La razón —decía su tía Clara— es lo inmóvil: la fe,
en cambio, es distinta de la razón, todo lo puede, y mueve las conciencias y los
corazones más duros. Recen, recen con mucha fe para que todos seamos
salvados.» Del cielo caerían de punta sobre sus cabezas raíles explosivos del
ancho de la grada donde está sentado, que al explotar derramarían azufre
hirviendo. Los que cayeran sobre sus cabezas caerían sobre sus pies. Todos ellos
tienen cabeza y pies. ¡Nadie se salvará! Y si no hubiera una cabeza o unos pies
donde caer, no derramarían azufre: derramarían los microbios portadores de las
siete pestes que infectan la película. El cielo entero está cayendo sobre su
cabeza, mugiendo, berreando, relinchando, bramando, gruñendo, ladrando,
balando, aullando, en un estruendo verdaderamente infernal. Él cierra los ojos
para no ver cuando empiecen a caer de punta los raíles, y cruza dos dedos de
ambas manos y los mete entre los muslos, como hace Lila cuando está en peligro
o lo presiente. Los ojos cerrados y los dedos en cruz ahuyentan los malos
pensamientos, sentimientos, palabras y acciones propias y ajenas. Cuenta hasta
cinco, cuenta hasta cincuenta y los raíles todavía no caen. Pero el estruendo no
sigue aumentando y ya los ojos le duelen de tenerlos cerrados y los dedos se le
están acalambrando y el estruendo crece y crece... es que las brujas alemanas
acaban de invadir el campo de pelota, las lunetas y las gradas y están
transformando a todos los espectadores en animales con cuernos, hocicos, rabos,
pezuñas, crines, guatacas y alas. Pronto él será un ratón; no se le ocurre que
pueda ser otra cosa con lo medroso que es. Y Aleida será un Ave del Paraíso y
Orlando un burro con cinco patas, la quinta entre las dos traseras; lo malo es que
Violeta no está en el cine y ella nunca se enterará cuál de los dos la tiene más
grande. Piensa en lo afortunado que han sido los críos de Genoveva naufragando
en la sangre de las tripas maternales. Él no va a ser Nganga de ninguna bruja
alemana. Debieron irse cuando Orlando se lo dijo. Él no va a ser Nganga de nadie.
Si quieren una que la busquen en el cementerio o en el monte o donde mejor les
parezca. Él se va a quedar con los ojos cerrados y los dedos en cruz. Debió haber
prevenido a Aleida y a Orlando. Si quieren a alguien de la familia que busquen al
Remotísimo arcabucero peninsular de su tía Clara. ¿Lo harán o no? A las brujas
se las ahuyenta orinán-dolas. ¿Quién estará detrás de él? El estruendo disminuye.
Todos están envenenados con gas. Ahorita los incineran y esparcen sus cenizas
en el campo de pelota. Él no va a ser Nganga de nadie. Huele a gas. Huele a
humo. Huele a cenizas. El negro está cantando melancólica, dulcemente. ¿Para
quién? Orlando le ofrece un cigarrillo. Él lo rechaza. La voz del negro es lo único
imprevisible y conmovedor. Mañana tarareará esa melodía. Mañana y siempre,
mientras el tiempo pase. Él no será Nganga de nadie. Aleida tampoco.
Todas las casas tienen sus santos de la tierra. En algunas se les reverencia y
en otras se les ignora. Por eso hay familias prósperas, salud ables, alegres, y hay
familias tristes, enfermizas, en ruinas. En la casa donde falta un santo, los que la
habitan mueren de repente y sin que se sepa jamás la causa de sus muertes; sus
espíritus sirven de Nganga a los brujos. Los brujos más temibles del batey son los
haitianos, y las brujas, las isleñas de Canarias. Doña Francisquita saca la cabeza
por una ventana y le tira un beso. Doña Francisquita es una bruja buena que paga
los mandados que se le hacen con caramelos y dulces de merengue. Los
caramelos son mejores, sus efectos duran más. A él le gustan los «príncipes» y
los «poetas»; son los más tristes. Un día probó un «guerrero», tuvo que fajarse
dos veces en el aula y una en la calle; llegó a su casa hecho trizas. Estaba lleno
de parches por todas partes. A la mañana siguiente, cuando le llevó a doña
Francisquita sus tabacos de mascar y un real de azúcar blanca, le pidió que le
diera un «campeón de peso completo». No pudo llegar a su casa; lo habían
dejado hecho polvo. Después de esas experiencias sólo aceptó los «príncipes» y
los «poetas».
Doblaron la esquina y su casa desapareció. En la plaza de mercado, Aleida
intercambió con el secretario general del Sindicato unas palabras nada cordiales.
Nueva York era «sangriento y brutal», pero tenía escuelas de enseñanza superior,
museos, salas de conciertos, cines de arte, bibliotecas. Además, el fin justifica los
medios y ella prefería un revolucionario ilustrado a uno ignorante. El hombre le dijo
que uno era producto del medio y el elegido por ella para su hermano no era el
más idóneo. Aleida le dijo que en el batey ponían muchas películas de gángster y
cowboys, y parecía que él se había dejado impresionar por ellas. El hombre le dijo
que también ponían muchas comedias musicales en colores y mucha bazofia
pequeñoburguesa. Aleida concluyó diciéndole que el argumento quedaba en pie y
que volverían a discutirlo. El hombre le dio la mano y le deseó buen viaje. Durante
el resto del camino le asaltaba a ratos una vaga preocupación. No pudo más que
comunicársela a Aleida. Ella le respondió sonriéndole: «Para ellos, Nueva York es
toda la vasta geografía norteamericana.» Dejó de preocuparse.
Pasaron frente al departamento Comercial y frente a la tienda de Pasito, el
comerciante más próspero del batey. Pasaron frente a los carritos de frutas y
frituras, emparedados y batidos. El carro del cayo no había salido y el de Santa
María 5 acababa de llegar. Pasaron frente a La Fonda Grande. Ese edificio de
lagañas pétreas con una costra de bagacillo, negra como el alma de la maquinita
número 21 y un fuerte olor a orina de hombres y azúcares fermentados, húmedo
como las manos pedigüeñas de Violeta y ciego como sus ojos sin pupilas, era el
símbolo total de la irreparable decadencia del batey. Desde que él tenía memoria,
el edificio estaba dedicado al almacenaje de azúcares crudos y se abría sólo dos
veces al año y por una semana cada vez; una para llenarlo y otra para vaciarlo.
Pero La Fonda Grande había sido el orgullo y la gloria de los fundadores del
batey. La inauguraron con un gran baile de máscaras en sus jardines, y vinieron
gentes de toda la comarca, de sus cuatro puntos cardinales (no tiene tiempo para
recuperar el jardín, el baile, las máscaras). No se sabe por qué se le puso ese
nombre. La realidad era que la parte principal del edificio la ocupó un teatro de
butacas forradas de terciopelo y una araña lagrimosa, gemidora. La cortina, al
cerrarse exhibía un gigantesco letrero color oro con el nombre del central. Allí se
estrenaron los films de Pola Negri, Theda Bara, Clara Bow, Mary Pickford, Greta
Garbo y Louise Brooks (información que obtuvo de Aleida, pues La Dama del
Dragón había bautizado con esos nombres a las «internas» de la quinta que ella
dirigía en el puerto). Las otras partes del edificio fueron la verdadera fonda y la
cantina, con mesitas de hierro y mármol y dos ventiladores de aspas que
zumbaban como un moscón de excusado, y un mostrador de maderas pulidas y
barnizadas. Todo eso fue La Fonda, pero ahora no es más que un vejestorio
medio calvo y sin dientes, con el esternón dislocado por el peso de los azúcares
que corregían y orinaban reiteradamente.
Iban por la carretera. A un lado, en el placer donde se instalan el circo y los
caballitos para hacer su zafra, unos muchachos jugaban a la pelota. Del otro lado,
el Boogie Club estaba cerrado, curándose de la continua resaca, y en El Nido un
muchacho barría del piso las colillas y el polvo de las tizas que apuntaron los
tantos de los jugadores de la noche anterior. El parque era el otro monumento
local a la decadencia. Su imagen de otros tiempos figura en las ilustraciones de la
Geografía de Cuba del cuarto grado (autor por él olvidado, cuando regrese
consultará el nombre; promete no olvidarlo para futuras referencias). Sombra de
hoy, maravilla de ayer, reliquia de mañana. Y llegaron al café de las Medina, «el
quiosco», la primera maravilla de este mundo (no sabía mucho de los otros), la
única; sepulcro, pirámide, faro, coloso, jardín, estatua y templo de Oshún, de
celosías, mosaicos y cristales de colores; las celosías son verdes y las cenefas
anaranjadas, los mosaicos del piso amarillos y blancos; los cristales de los
mediopuntos, rojos, azules, violeta, anaranjados, verdes; el techo con aleros de
tejas imbricadas se reproduce a una escala menor en el centro, como una pagoda,
y sus cristales forman un tragaluz cuadrangular. Él había viajado poco, pero
conocía bien Santiago de Cuba, Holguín y Tunas, y en ninguno de esos pueblos
vio nada ni remotamente parecido al quiosco. Es el verdadero centro del batey, la
casa de los espíritus, el palacio de cristal de Oggún. El propio Salomón al verlo se
hubiera muerto de envidia, de celos, de admiración.
Y las Medina se morían una tras otra, jóvenes y bellas, inmaculadas como la
Santísima Concepción, en sus camas de cedro con dosel de púrpura. Nadie supo
de qué morían. Morían de muerte sobrenatural, siempre a la misma hora, siempre
después de medianoche, soñando con príncipes y poetas sin haber comido los
caramelos de doña Francisquita. Tendidas en sus camas, cubiertas por sus
sábanas de puro hilo, limpias como sus cuerpos y como ellos frescas y suaves.
Víctimas de los celos de Obatalá por su blancura demencial; de la envidia de
Yemayá por el azul purísimo y transparente de sus venas; de la rebelión de
Elegguá, que se hastió de custodiar sus puertas y se enredó entre las sábanas
con una «interna» de la quinta de La Dama del Dragón; de los deseos
irrefrenables de Shangó, que pervirtió a Elegguá seduciéndolo con historias
lascivas del «retiro» del puerto, para que abandonara su vigilia y pudiera él
robarse la entrada sin peligros; de las represalias de los Ibeyes, que se pasaban
las santas horas en penitencia por romper esto o extraviar aquello o desaparecer
lo otro; de las intrigas de Oshún, que no toleraba la decencia de las muchachas; y
de la voracidad de Oyá, que sólo era aplacada momentáneamente por la carne de
las doncellas y los recién nacidos. Así acabaron con ellas —versión de los
orishas— en plena salud y juventud.
Oggún se encolerizaba cada vez que las Medina hacían ostentación de la
propiedad del quiosco, lo cual ocurría con frecuencia, pues ellas dependían
enteramente de los ingresos que aquel aportaba y porque era el único varón de la
familia y el mayor. Pero es obvio que no hubiera permitido Oggún semejante
crimen. Eso es cosa de los ikúes y de su dueño Eshu. Si los orishas decían esas
cosas entre ellos era para fanfarronear de guapos y temerarios como Roldán.
Además la verdadera dueña y señora del quiosco era Oshún, la Reina, la flor del
sol, santísima, sacramental, la Isla, la Perla Lunar, la piedra que todo lo atrae,
imán de los caminos terrestres y fluviales, la Palma Real, la Estrella Solitaria,
Siguaraya, Oshún, la favorita de la quinta, la niña mimada de La Dama del
Dragón, la prieta Cari, la que más sabe, la mandamás, arrolladora, abusadora,
engañadora. Cachita, boquita azucarada, cinturita almibarada, papayita
amelcochada. Cachi, negrona, sabrosona, sandungona. Cachumba, caprichosa,
alardosa, jacarandosa. Cacha, brujita, alborotadita, loquita perdidita. Cachún,
engreída, consentida, apetecida. Cachincita, salvajota, barbarota, canibalota.
Sácame el piojito, ricura; dame la lengüita, lindura; cotorrita linda, lindona, lindota.
Cachita, Cachumba, Cachún, Cachona, ¡sabrosona, sabrosona! Cachín,
apetecible, manejable, gozable. Cachonga, increíble, irresistible, imposible.
Cachitica, fenomenal, sobrenatural, inmortal. Cachita, Cachumba, Cachota, el
quiosco es tuyo, solamente tuyo: sepulcro de tus inhibiciones, pirámide de tu
voluptuosidad, faro de tu lascivia, coloso de tu disolución, jardín de tu libertinaje,
estatua de tu sensualidad, templo de tu lujuria. Diosa golosa, apetitosa. Hembra
terrenal, celestial, fluvial, entiérrame en tus carnes monumentales, acógeme en el
Paraíso de tus delicias, sumérgeme en la fuente de tus delirios, mulatona, pero
déjame arder, arder, arder...
Detrás del departamento Comercial, La Fonda Grande, el placer gitano de las
ferias, los circos, los carruseles de la zafra y, en los meses del tiempo muerto,
campo libre para que los muchachos corran y salten y griten mientras crecen y se
enamoran y hacen sus primeras visitas a Violeta y sueñan con la quinta de La
Dama del Dragón y una noche se enredan como Elegguá entre las sábanas con
Pola Negri o Theda Bara o Greta Garbo o Jean Harlow; detrás de las tres áreas
del parque, la primera de césped, la del centro de cemento y la última de gravilla,
está el poblado. Allí las casas son más grandes y están mejor construidas, y las
viven empleados de plantilla y algunos profesionales particulares. Allí están la
escuela de la compañía y los miembros del Club Náutico, y hay garajes en los
patios; las calles están mejor conservadas y los jardines arregladitos, peinaditos,
lustraditos como el Santo Niño de Praga y el Santo Niño de Atocha y los
mariquitas. Y ahí deja él su secreto, el único que no ha compartido con Aleida. Su
secreto y el de Lila.
A la derecha y detrás del establecimiento comercial de Pasito y del Boogie Club,
del hotel y del Nido, de la ferretería y la botica nueva, están las cuarterías de los
trabajadores solteros y los viudos sin progenie y el stadium que todas las noches
come los caramelos «cines» de doña Francisquita, y las cuarterías de ladrillos
rojos para los empleados solteros y viudos sin progenie, pero que están en la
Nómina Fija, y detrás está el extraño mundo de Dick Tracy, porque aunque allí no
se cometen crímenes mayores siempre hay líos con la guardia rural; trifulcas,
pinchaditas, ratería, contrabando de polvos y yerbas que aspiradas, absorbidas o
untadas en ciertas partes muy sensitivas del cuerpo (piensa en el pene) hacen de
Pulgarcito un Supermán y de Benitín un Eneas y de Manteca un Jorge el Piloto y
de Juanita Calamidad una Winnie Winkle y de Rosario la de Popeye una Cuquita
la Mecanógrafa y de Pedro Harapos el mismísimo Popeye el Marino. Ahí viven los
ingleses de Barbados y Antigua, de Jamaica y Trinidad —los ingleses son negros
pero no son muy brujeros—, y algún holandés desperdigado y uno que otro
haitiano, la mata mayor de la brujería, y hay siempre un olor muy penetrante a
pescado frito y a frijoles con más de un día de hervidos, y las paredes están
empapeladas con recortes y fotografías a color de las revistas americanas, y
también huele a Pompeya y a Rum Quinquina de Crusellas, a peines calientes, a
talco Cien Flores, a desodorante Mum, a cutaras de palo húmedas. Huele a
marineros americanos: nicotina rubia, whisky, chiclet, loción Mennen, a jabones
Life Buoy, a kaki del ejército, a tenis U.S. Keds, a mezclilla, a impermeables de
hule, a preservativo y aguas de las palanganas —cómplices, alcahuetes—,
enjuagadura que las mujeres arrojan al callejón, tan pronto terminaban de
ocuparse con los yanquis, y que dejaban en la tierra y en el aire un olor a vaginas
y penes y sus secreciones. El pobre Dick Tracy con su pipa y su lupa rastreando
esos dolores nocturnos de los barracones, que desviaban las pesquisas
confundiendo el olor de los blancos con el olor de los negros, del pescado frito con
la loción Mennen, de los frijoles pasados con la nicotina rubia, de las medias
sudadas con el talco Cien Flores, y le hacían perder la paciencia —paciencia que
le sobra a Chan-Li-Po, el detective chino de las ocho de la noche, siempre en
competencia con Mr. Chang, su rival de las once de la mañana, pero que tampoco
le ayuda a resolver los misterios de los olores invisibles. Allí vivían Violeta y Virgen
y las Tres Divinas Potencias: Flor de Fango, Flor de Insidia y Flor de Abrojos; y la
de fango vestía de blanco y la de insidia de amarillo y la de abrojos de rojo, y se
intercambiaban los colores confundiendo a los clientes que se disputaban el culito
de la primera y las chupaditas de la segunda y las combinaciones alternas de
culito y chupaditas de la tercera; y cada cual tenía su tarifa de acuerdo con el
trabajo que realizara, pero la más solicitada de las tres era la primera, porque la fe
mueve hasta las rocas y resucita al lazarito más muertecito; la segunda ofrecía
mucho pero cumplía poco: pura esperanza; y la tercera era una casa de
beneficiencia: mucha voluntad pero muy pocos recursos.
Y siguiendo el callejón hacia el sur, pasando el garito La Fonda Chica, centro de
las actividades de Dick Tracy, Chan-Li-Po y Mr. Chang, y al lado derecho de la
cerca de alambres de púas, tejidos al crochet (su mamá tenía un chal del mismo
color acerado y con los mismos puntos), que circunvala el ingenio, la plata
eléctrica, la destilería de alcohol, la fábrica de cera artificial que se extrae de la
cachaza del guarapo en cocción y los talleres y almacenes de abastecimiento
industrial, queda La Puya, nombre que reciben dos largos barracones azotados
por el carboncillo que pavimenta el callejón y por el bagacillo de las chimeneas del
central, lóbregos, escuálidos, gangrenosos y de vida tan siniestra como la del
callejón de los ingleses, dejados de la mano de Dios y de los santos; ni siquiera
Babalú-Ayé se interesa en ellos. Y más allá hay huertos de legumbres chinas y
estancias de viandas africanas y algunas casas dispersas entre los huertos y las
estancias, y un colmenar de cera real y miel de flores que linda con un caserío de
tablas y zinc, remedo del batey, que fuera por generaciones la comunidad de una
tribu en extinción. Y todo esto es por el lado derecho, de norte a sur hasta ganar
los campos de cañas y sus confines.
Y por el lado izquierdo de la cerca y de la carretera, a la altura del parque,
coronado el poblado del sur y el barrio Buenavista, donde él vivía, se alzan ocho
mansiones, rodeadas por un césped perenne, jacarandas, framboyanes, palmas
reales, cedros japoneses, acacias amarillas, rosadas, blancas, nísperos, mangos,
marañones; arbustos enanos de cabezas redondas y plantitas de salud delicada
que siguen regímenes severos de alimentación. En esas mansiones viven los altos
empleados de la Administración: Mr. Minute, Mr. Hour, Mr. Day, Mr. Week, Mr.
Month, Mr. Year, Mr. Decade y Mr. Halfcentury. Esas mansiones y sus moradores
son también parte de su secreto y Aleida no lo sabe. En ese mundo de películas
en colores está el fracaso de Lila y el cúmulo de sus rencores y remordimientos.
Aleida se refiere, curiosamente, a esa hilera de pequeñas «Taras» como si a ellas
estuvieran destinadas las profecías del Apocalipsis (el suyo, que ha ido variando la
significación de sus símbolos de acuerdo con el desarrollo de sus ideas). Yendo
por la vereda frente a las residencias de memorable aspecto sureño, Aleida le
explicaba las razones por las cuales La Ramera se había instalado en esos
predios familiares, y culpaba sin ninguna inhibición a la sangre de chirle de sus
decadentes ancestros, que no supieron, como los criollos de ley, reducir a cenizas
el país, o resistir la influencia de la ostentosa caravana: La Ramera y sus vasallos,
codiciosos ladrones de tierra y sacrílegos tiradores de pistola, ¡hijos de perra!,
preconizadores de la Luz de la Técnica y el Progreso Industrial. Y miraba a La
Ramera echada a la sombra de los cedros del Japón y los plátanos de la India y
los cocoteros criollos, y su vergüenza era de odio. Y miraba a La Bestia echada al
sol, roncando, y su odio era de dolor. La Bestia era el engendro calibánico de La
Ramera y un joven currutaco, proxeneta y charlatán de la capital. Aleida miraba a
La Bestia y su dolor rumiado vomitaba piedras de cólera, y miraba al batey y las
piedras de cólera clamaban por venganza. Yendo por la vereda y deteniéndose en
el puente miraba hacia La Bastilla y se quedaba en silencio. Y él le preguntaba la
causa de su silencio y ella no respondía. Pero una vez, mirando hacia La Bastilla,
le dijo: «No pasará en vano este tiempo, no pasará, Alejandro, sin que antes
hayamos arrancado esa cerca y hayamos libertado a los que mueren dentro en
servidumbre.» Y miró a las pequeñas «Taras» y dijo: «Después verás tú,
Versalles, y colgaremos a tus monarcas y a sus servidores de cuanto palo pueble
tus jardines». Yendo del puente al parque, cuando atardece y la vereda huele a
reseda y a jazmines, huele a pasteles de manzana y a pasteles de limón recién
sacados del horno, todavía crujientes, Aleida señaló al Palacio de Invierno y le
dijo: «Su tiempo está al cumplirse. ¡Prepárate Nicolás II!» Y él recordó a su madre
leyendo la Epístola de Santiago «...tus tesoros serán comidos por el orín y la
polilla, oh, ricos, aullarán, porque la voz de los jornaleros ha alcanzado los oídos
del Señor...» y Lila le sopló al oído: «¡Que así sea!»
Y aún no ha recorrido todo el batey, calle por calle, casa por casa, familia por
familia, para despedirse. Y aún no ha pensado en La Esquina Ardiente, ni en El
Tamarindo, ni en La Furnia, ni en La Ría, caseríos que se desparraman como
extremidades abiertas de un cuerpo en agonía. Piensa en los muertos, en todos
los muertos que murieron antes y en todos los muertos que murieron después, y
se alegra de que en el batey no haya cementerio; sus muertos no están
enterrados, ni han desaparecido vivos como los habitantes de Sabanas, no
abandonaron a Deleite en vida: son vivos en un pueblo muerto. Deleite no está, no
es. Venían del velorio de su abuelo Juan Carlos. Le preguntó a su padre: «¿Y a
abuelo dónde van a enterrarlo?» Su padre dijo: «En el cementerio de La Chorra,
con su gente.» Pensó entonces en la poca imaginación que tenía la familia de su
madre; era más divertido hacer el viaje al puerto y pasar las noches en la quinta
de La Dama del Dragón, o tomar un barco mercante y recorrer los siete mares con
sus islas. Pero ellos todos eran «gente de la tierra» y pensar en irse era traición.
Como no hay muertos en Deleite no es necesario que haya Dios. Por eso no
hay iglesia tampoco. A los santos no les gusta la iglesia, les gusta el monte y les
gustan las casas. A los santos no les gustan los muertos, les gustan los vivos para
hacerles bien y hacerles daño, para humillarlos o exaltarlos, para hacerlos
poderosos o débiles y para divertirse con ellos, enemistarlos, enfrentarlos,
enamorarlos, hechizarlos, casarlos, separarlos. Un pleito de palabras entre Luis
López y Pedrito Hernández, que los indujo a irse a las manos, es producto de una
riña entre Shangó y Obatalá; en una discusión acalorada entre Carmencita Pérez
y su hermano Jorge, que termina en llanto y en una reprimenda de sus padres, se
descubrirá, si bien se indaga, que los Ibeyes han estado peleando toda la mañana
por ver cuál de los dos se come el platillo de arroz con leche que queda en la
nevera; en un lío de mujeres, vaya uno a saber por qué causas, se encontrará, si
se escudriña, que Yemayá está muy ofendida con Oshún; travesuras y majadería
infantiles, Elegguá haciendo de las suyas, y las enfermedades ¡madre mía! todas
transmitidas por Babalú-Ayé; las grandes desgracias, la catástrofe, con perdón de
Dios; guerra de los ikúes contra los santos (porque los ikúes son todos nazis y
fascistas por naturaleza)... y así sucesivamente.

La víspera de su cumpleaños —catorce años— Orlando, que es dos años, casi


tres, mayor que él, se ofreció para acompañarlo al puerto. Alejandro tenía algunas
cosas que comprar, y hacía tiempo que quería tener un sombrero. Se encontraron
en el quiosco después de terminado el «Suceso del Día» (Sol Pinelli gritó esa
tarde durante treinta segundos por lo menos. Si Joseíto no ordena a los bueyes a
tiempo que cogieran el trillo y no rompen su voz y los acordes de La
Guantanamera el grito faraónico, con seguridad que Sol en toda una semana no
hubiese podido volver a gritar). Alejandro había arreglado el viaje con un viejo
chofer de alquiler amigo de la casa. El hombre se quedó mirándolo y, pasándose
la mano por la cabeza, le había dicho: «Muchacho, te has hecho un hombre en
tres días; si no me dicen quién eres, no te hubiera reconocido», y el hombre se
empinó un poco sobre sus talones. El propio Alejandro se sorprendió y, con mucho
orgullo, pensó, y pensó burlonamente que, de convertirse en un animal, sería un
caballo semental de pura raza. Cuando Orlando llegó con mucho disimulo, midió
con el rabo del ojo la altura de sus hombros con respecto a los de él, y comprobó
con creciente orgullo que los suyos sobresalían por lo menos dos pulgadas.
En el puerto anduvieron de un lado para otro. Alejandro compró muchas más
cosas de las que tenía en mente. Su entusiasmo adquisitorio ascendía con el
descenso de la tarde. Al anochecer todos sus ahorros de un año habían
desaparecido en las contadoras de El Barco de Oro, La Casa Azul, El Tiburón
Amistoso, la dulcería de Merenguito, la farmacia de Quintana, el estudio del
fotógrafo Roland; se retrató, solo, para regalarle una ampliación de la foto a su
madre, y con Orlando para ponerla en su cartera. Hicieron una visita a la tía de
Orlando y cuando volvieron al centro, Alejandro entregó a Suárez, el chofer, todas
las compras, incluyendo la camisa que compró para Orlando; le dijo que las llevara
a su casa en Deleite, y que le dijera a su madre que ellos iban a quedarse para ver
una película de estreno.
En el restaurante del hotel Guía, Orlando sugirió ordenar una botella de vino. La
comida iba por su cuenta, dijo, y el cine y cualquier otra cosa que se les ocurriera;
mañana era su cumpleaños y él quería convidarlo. Alejandro aceptó con simpatía
la esplendidez de su amigo. Comieron como príncipes y bebieron como poetas.
Orlando poseía un excelente sentido del humor y estaba siempre en disposición
de hablar y discutir acerca de cualquier tema, practicando con elegancia las
sutilezas del humor criollo. Los brindis que Orlando ofrecía impusieron otra botella,
que hiperbolizó los brindis y exigió otra, y la otra, mágicamente, comenzó a
reproducirse en otras más que venían desde la cantina y desde otras mesas, de
manos de amigos y conocidos que se unían a la mesa para festejar su
cumpleaños. Se hacían chistes, bromas, chacotas, burlas, procedían cada vez
más desemba-razadamente siguiendo sus impulsos. La bulla se generalizó de tal
modo que era imposible oír las cosas que decían y decidieron cantar, y el canto
encontró acompañantes de increíble destreza en el manejo de las cucharas y de
los vasos y botellas y de las yemas de los dedos y las palmas de las manos
golpeando la madera de las mesas y de las sillas. Y el ritmo en los oídos impulsó
los pies y, como no era costumbre entre ellos y se hubiese visto mal, no se
arriesgaron al baile, pero la música les recordó un sitio donde se bailaba toda la
noche hasta la madrugada y después que salía el sol. Uno de los participantes en
aquella algazara propuso a otro y este a los demás, una incursión a la quinta de
La Dama del Dragón, y sin pensarlo dejaron el restaurante y emprendieron el
traslado de la alegría al sitio de perenne festividad.
Han llegado a la Estación del Ferrocarril. El edificio es pequeño y claro. Si el
quiosco es el corazón del batey, la estación es su aorta. El parque son los
bronquios; siempre pensó que el batey no tenía pulmones. La estación aloja a la
oficina de Correos y Telégrafo, el salón de espera con sus cuatro bancos de
madera, pintados de un verde Cristal, y la taquilla con su boquita Betty Boop
cantando Siboney. Junto al salón de espera está el cuarto de recibo y despacho
de cargas, repleto de sacos, cajas, cartones, barriles, huacales y garrafones verde
Tropical; mercancías que van y vienen, manejadas por Tongo y por Marcial, que
entran y salen diariamente entre las siete de la mañana y las cinco de la tarde y
recesan sus actividades de once de la mañana a dos de la tarde. Con él están
ahora sus hermanos Raciel, Rubén y Ricardo, que han dejado de trabajar esa
mañana para acompañarlo; están Orlando y Raúl, Mimina y Carlotica. Llegan
otros, Carlos, Raquel, Mauricio, y él es el centro, Brick Bradford listo para partir en
la sonámbula máquina del tiempo. Pronto les verá, a través de la claraboya de su
nave aérea, del tamaño de los carneros y las terneras y los potricos, y del tamaño
de los gatos y las gallinas y Melampo, y del tamaño de las jutías y las iguanas y
los hurones, y del tamaño de las lagartijas y los caguayos y los chipojos, y del
tamaño de las bibijaguas y moscas y mosquitos, y del tamaño de los jejenes y sin
ningún tamaño.
La yerba es alta en los potreros. La yerba es tan alta que alcanza sus hombros.
Se tiende entre la yerba, sobre la yerba, y la separa con las manos y los pies y
mira las copas de los algarrobos sobre su cabeza; y ya no es un niño que olvida
los zapatos debajo de la cama y el cinto colgado de un clavo en la pared. La yerba
le moja la nuca y los pies; primero la nuca, con una lengua multífida y filosa de
animal canceroso. Mamá querrá que él vuelva, cuando los hombres hayan
terminado de cortar la yerba mojada, de maldecir el rocío y el sudor que les
enceguece; mamá querrá que él vuelva cuando el carretón verde y fragante deje
el potrero y suba la colina a los corrales llenos de ganado, bosta y moscas, y ya él
haya terminado de comerse los anones que arrancó en Martinillo y haya escupido
al aire todas las semillas y las escamas granulosas, abultadas y amargas como los
ojos refritos del pescado que comen los ingleses, y haya dejado de pensar en el
cine, en las películas de Betty Davis y Joan Crawford, en Scarlet O’Hara y en
Camille, en el Hermano Orquídea y en Andy Hardy. Cuando todo esto haya
pasado, porque él espera que pase, la yerba seguirá creciendo por encima de sus
ojos y será tan alta como los algarrobos, será más alta, hasta alcanzar el cielo.
Los hombres se han ido a almorzar a sus casas y él todavía no ha crecido tanto
como la yerba. Lila canta para que no haya silencio. Lila canta para que él no
pueda dormirse, pero se ha dormido y sueña. Sueña como todas las criaturas que
pueblan el mundo y todos están en el tiempo pretérito. Todos están en las
cavernas y en los ríos, en los desiertos y en los mares, en los montes y en el
espacio, y están en comunicación con el mundo invisible, los poderes ocultos y lo
absoluto, con lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño: la eternidad. Deja
de soñarlos y despierta asustado. Oye a Aleida llamándole en el patio, imitando la
voz de los seres soñados. Se disculpa del sueño, después de haberlo contado, y
los dos están de acuerdo en que debe evitar esa clase de sueños. Aleida parece
irritada. Sus ojos acusan a los de Alejandro de haber visto los ojos de Lila abiertos
al sol, sin pestañear, duros y fijos como las semillas de los anones. Aleida está
llorando.
El doctor ha diagnosticado. TIFUS. La casa está en silencio y el cuarto oscuro.
Los preparativos para la boda de Honora prosiguen, aun cuando la fecha se ha
pospuesto. En voz baja las mujeres escogen telas, hilos, botones, broches,
encajes y cintas. Sobre la mesa, las primas calcan en papeles de china cestas con
ramilletes de flores y racimos de frutas, monogramas, guirnaldas, para después
bordarlas en sábanas, manteles y toallas. Por todas partes se amontonan y
dispersan hilos de algodón, de lino, mercerizados; piezas enteras de géneros de
algodón, de seda, de lana, randas, blondas, entredoses, alfileres, festones, agujas,
ganchos, tules, felpas, dedales; la máquina suena, las tijeras suenan, los bolillos
suenan. Mamá les prohíbe hablar y reírse en alta voz. Su padre discute «que si
fueron los mangos verdes o el fruto del piñón o los garbanzos»; los vecinos y
parientes preguntan cómo sigue el enfermo que en su cama se avergüenza de
tener un mal oído para los nombres extranjeros de los artistas de cine, y de haber
engañado a Aleida diciéndole que había visto la fotografía de una artista sueca
que ella no conocía, inventándole un nombre que luego confundió con otros que
más tarde olvidó.
Aleida coleccionaba cajitas de fósforos ilustradas con fotografías de artistas de
cine. Él inventó unos nombres. Recordaba que lo hizo sublevado por el fanatismo
enciclopédico de su hermana. Ella sabía de cine más que nadie. Ella lo sabía todo.
Esa tarde ella se desconcertó. ¿Lamentó defraudarla? Por el contrario, gozó como
nunca. Repetía los nombres sin equivocarse: Rose Gardenland, Lana Langensen,
Landa Sear, ah, y su favorita entre todas, la incomparablemente bella,
fantásticamente bella, maravillosamente bella Garden Landrose. Desde el
momento que la vio y para siempre no habría nadie, no existiría nadie jamás para
él que no fuera su Garden. Su pelo era leonado con rayitos atigrados; sus ojos
eran como los de una gata persa y con la agilidad y determinación de una pantera;
sus dientes eran tan poderosos como los de un leopardo y tan blancos como los
de un jaguar. Y todo su rostro era nocturno y cruel y feroz como el de una tigresa.
Y era también mimosa y lenta, robusta y flexible, sensitiva y orgullosa, indiferente,
enigmática y siempre cruel. Toda ella era felina. Aleida abría y cerraba la boca,
miraba de un lado a otro, seguía sus palabras con una cara simpática y humana,
pero nada inteligente. El descubrimiento de su hermano la sumió en verdaderos
abismos. ¿Era realmente así? Le preguntó que dónde la había visto. Y él
respondió que Hortensia había traído a la escuela una cajita de fósforos con la
cara de su bienamada y cruel Garden.
—Esa arti sta no existe —decía Aleida.
—Sí que existe —afirmaba él.
—No es verdad —decía desesperada.
—Sí que lo es, tan verdad como eres tú de verdad —refutaba él.
En su total desconcierto Aleida gritaba:
—No existe, no, no puede ser verdad que exista.
Sus emociones transparentaban tal desolación que hubiesen hecho sangrar a
las piedras. Pasó toda la tarde buscándola en revistas y programas de cine, sin
atreverse a consultar a nadie, y mucho menos a Hortensia. Su erudición
cinematográfica estaba en juego. Esa noche, después de la comida, le dijo,
burlándose de él, que él tenía un oído atroz para los nombres extranjeros. Tal vez
entonces no fuera cierto, pero ahora lo era. Confundía los nombres de los artistas
con los nombres de sus personajes y de las películas con los de las novelas, y a
los artistas del cine con los de la radio, y a todos, artistas y personajes, con los
muñequitos de las tiras cómicas de los periódicos y las revistas. Y también
confundía a los muñequitos con los generales y los estadistas y los héroes que
hacían la guerra: Sir Neville Chamberlain con Pancho el Largo con Gary Cooper;
Hitler con Pedro Harapos con George Raft; John Wayne con Douglas McArthur
con el Mago Mandrake; Tyrone Power con Cuquito con Erwin Rommel; Jorge el
Piloto con Robert Taylor con Gustav Krupp; Orson Welles con el Príncipe Valiente
con Joachim Ribbentrop; Paul Henried con Tarzán con Mussolini; José Stalin con
Charles Boyer con Benitín; Clark Gable con Dick Tracy con Dwight D. Eisenhower;
Eneas con Paul Muni con Bernanrd L. Montgomery; Ronald Colman con Joe
Palooka con Henry Giraud; Franklin D. Roosevelt con Supermán con Spencer
Tracy; Charles Laughton con Winston Churchill con Popeye el Marino; Chiang Kai-
shek con Terry con David Niven; Hermann Göering con el Chico Abner con Dick
Powell; Charles de Gaulle con Brick Bradford con Lawrence Olivier, Wladislaw
Gomulka con Lotario con Joseph Cotten; Joe E. Brown con Manteca con Paul von
Kleist; el emperador Hiroito con Daniel Sesohueco con Guy Madison; Edward G.
Robinson con Ambrosio con Henrich Himmler; Lorenzo con Humphrey Bogart con
Rodion Malinovsky; Sidney Greenstreet con Pulgarcito con el príncipe Fulminaro
Konoye; Tristán Tristón con Don Ameche con George Patton; Akim Tamiroff con
Pancho con Jawaharlal Nehru y Frank Sinatra y César Romero y Pepín y los
pilluelos y el Reyecito y Fulanito.
Se alegra de estar solo, rodeado de juguetes y frascos y cajitas y ámpulas y
termómetros y algodones y colonia, y se pasa las horas en que no puede dormir,
en que no siente sino el silencio de esa cama eterna, sudada, infectada,
deletreando en silencio los nombres de las medicinas, como si pensara. ¿Por qué
uno siempre está hablando con uno mismo sin decir las palabras? ¿Por qué uno
habla con los otros cuando no están con uno? Lila le dice que uno ha estado
pensando. Después dice que, pensándolo mejor, uno apenas piensa, pero
recuerda siempre y algunas veces imagina. Pensar es otra cosa, pensar es algo
más serio y profundo, pero no le dice cómo se piensa. ¿Pensará él alguna vez?
¿Tendrá algo en qué pensar? Su padre entra al cuarto para verle por lo menos
cuatro veces al día, el médico dos veces, su mamá muchas veces. Casi se pasa el
día a su lado. Y todos apenas hablan. ¿Estarán pensando todo el tiempo?
¿Piensan los príncipes, piensan los poetas? ¿Recuerdan, imaginan? Todavía no
se ha convertido en un ratón o una cucaracha o una lagartija pero imagina que
puede pasarle, y recuerda el olor de los anones maduros sobre la mesa del
desayuno, el bolso de mostacillas de su tía que está muerta, las gallinas
cacareando en el corral, un libro que algún día escribirá contándolo todo, todo, sin
que le quede nada por dentro hasta que esté vacío y seco y muerto; las calles
todas, las casas todas, las familias todas del batey, los muebles, la ropa, la loza,
las prendas, los árboles, las flores, las mañanas, el mediodía, las tardes, en esa
noche insomne de la cama sin pensamiento, sin recuerdos, sin imaginación,
oyendo la voz de Aleida rodar por la casa, del portal al patio, del patio al portal
llamándole a comer, a bañarse, a repetir sus lecciones, a hacer sus tareas y para
que se vaya a la cama con sus cuatro pilares y sus cuatro ángeles guardianes:
Juan, Marcos, Lucas y Mateo.
Una mañana su padre entra en el cuarto y le alza en brazos y le besa, y dice
algo que a su mamá le ha parecido despiadado y la ha ofendido. Ha dicho que
aquello no era un niño, que más bien parecía un renacuajo. Pero lo ha dicho con
mucha alegría porque el renacuajo está en sus brazos y ha respondido a su beso.
Su mamá lamenta no poder acostumbrarse a la brutalidad de los hombres. Entre
ella y su niño se han cruzado unas miradas de gratitud y comprensión. El niño lo
mira todo como si viera las cosas por primera vez: la cara limpia del abuelo que ha
perdido su severidad; los ojos de Raciel son negros, pequeños, penetrantes como
los de su madre y lanzan vivos destellos; los ojos de Rubén son claros y dulces
como los de su padre; Ricardo tiene ojos muy adentrados, castaños, bajo muy
anchos párpados. Por el color y la forma de sus ojos se diferenciaban, pues sus
frentes aparecían rodeadas de los mismos cabellos castaños, suaves y lacios, y la
forma de sus huesos faciales y el color de la piel eran muy parecidos, tanto, que
de no ser por los ojos podían ser confundidos el uno con el otro; tenían todos más
o menos la misma estatura y eran jóvenes fuertes, deportivos, francos. Miraba a
sus hermanos con envidia y a Honora, casada, vestida de azul pálido como la
virgen, más serena y hermosa que nunca.
Por la puerta de par en par abierta entra Aleida con su uniforme recién
planchado, la blusa tensa y apretada al busto. Trae el pelo recogido con una cinta
negra como las alas de una tatagua enorme, y sus ojos son infinitos como las
estrellas. Todos le hacen mil preguntas y promesas al mismo tiempo, y él no
distingue unas de otras.
—¿Te gustaría ver un oeste? Irás con nosotros el domingo al cine. ¿O prefieres
ver una película de Tarzán? La semana que viene estrenan en el puerto una, te
llevaremos. Te traeré a casa tan pronto te sientas más fuerte. ¿Te gustan los
batidos de fresa? Ya volverás al quiosco —decían Honora y Raciel, Ricardo,
Rubén y Aleida.
Siente que de pronto, tumultuosos y anhelantes, todos entran en su pecho,
apresuradamente, y le duele el corazón. Cuando despierta, él y su mamá están
solos en casa; ella lo ha traído al sol; están sentados bajo un ciruelo de frutos
rojos y amarillos, y ella le dice suavemente, con una voz que él no podrá olvidar
jamás y mirándole a los ojos con mucha ternura, que Lila le quiere mucho, pero
como él acaba de cumplir ocho años y es casi un hombrecito tiene que
comprender; que Lila así lo quiere. Y lo dice despacio como quien canta mientras
teje y cada punto en el tejido es una nota en su voz y el tejido se extiende en el
tiempo, alejándose de las manos, y la voz vuelve de una distancia mayor que el
mundo que les rodea y él no la oye, no quiere oírla, porque no es verdad, no
puede ser verdad que Lila no va a volver junto a ellos.
En la cocina aurora gritó:
—¡La culpa de todo la tiene la guerra!
Y se dejó caer, fondillo y todo, en una silla, Ianita no le hizo ningún caso, pero
como Aurora volvió a repetir la palabra guerra tres veces y ella le tenía mucho
miedo a todo tipo de conjuro, burlonamente le preguntó:
—¿Cuál?
Y Aurora, que se frotaba un pie contra otro, no le contestó. Para los hombres de
la familia la guerra era esos nombres que entresacaban de las noticias de la radio
y los periódicos, y sus acciones en campos de batallas que se extendían por
cuatro continentes y sus mares (América aún permanecía a salvo por la mano de
Dios y gracias a las oraciones de su tía Clara; válgales a ellos haberla tenido para
conservar sus formas humanas).
No supo jamás de alguien que cambiara simultáneamente de lugar y nombre, o
que poseyera los nombres de todos los lugares y siguiera llamándose guerra, a no
ser que la guerra fuera el mismo Dios, pero Dios sólo tenía un nombre: Dios.
Porque la guerra ayer se llamaba Alemania y al día siguiente se llamaba Polonia; y
al otro día se llamaba Rusia y dos días después Finlandia; una semana más tarde,
Japón y antes de que finalizara el mes, China, y así, omnipotente, omnipresente,
omnímoda; la guerra se llamaba Noruega, Holanda, Bélgica y Francia, y quiere
llamarse Inglaterra y Rumanía tocando a sus puertas. En este incensante juego
del tun tun quién es, la guerra responde:
—Italia.
—Y, ¿qué quieres?
—A Libia y a Somalia.
Y se repite el tun tun y responde Alemania que quiere a Grecia, a Yugoslavia y
Creta.
Con todos estos nombres la guerra cree que puede ganar, y sigue y sigue sin
cesar tocando hasta llegar a Moscú y a Pearl Harbor. Pero la virgen se ha
cansado de darle nombres en papelillos que la guerra mete al horno, y empieza a
pedirle a la guerra que se los devuelva. Y el tun tun se repite a la inversa. Ahora
es la virgen quien está tocando a las puertas de Libia, El Alamein, Trípoli, Túnez y
Sicilia. Y la virgen le pregunta a la guerra:
—¿Cuántos papelillos hay en el horno?
Y la guerra le contesta:
—Veintiuno y uno quemao.
Y la virgen le pregunta:
—¿Quién los quemó?
Y la guerra le contesta:
—Este perrito sarnoso.
E insolentemente echa en el horno a las Filipinas, Singapur, Birmania e
Indochina. Y como la virgen está en Stalingrado, no puede prenderlo por goloso.
Para él y sus amigos la guerra era las películas donde los americanos y sus
aliados eran heroicos e invencibles y los nazis eran los indios o los cuatreros en
los oestes. Y era también los puertos del norte de África y del Mar Báltico, los
caminos que recorren Bing Crosby, Dorothy Lamour y Bob Hope y los recorren
Carmen Miranda, César Romero, Tyrone Power y Alice Faye, las Islas del
Pacífico, las pin-up-girls, Georgina, el quiosco, los viajes a La Chorra y al cayo y al
puerto, su cumpleaños y el recuerdo inconsolable de Jean Harlow ocupada con
Orlando, mientras Pola Negri le confesaba en la cama que siempre la última vez
era la primera, pero con él siempre sería la primera no porque fuera la última sino
porque él era distinto, era especial y único; parecía decirlo con sinceridad y lo
demostraba delirantemente. Pero él pensaba en la otra, en la suicida y felina
Harlow, y aunque Pola Negri nunca se enteró o pareció no enterarse nunca,
cuando se levantó de la cama era un hombre y desde entonces, un hombre triste.
En Aleida, la guerra dejó de ser el cine y su colección de artistas; la escuela, las
labores de mano, las conversaciones triviales con una amiga, las reuniones del
sábado en casa de las Morell, para sumirla en un mundo rarísimo y nuevo, difícil
de comprender. Un mundo raro donde la gente era explotadores y explotados,
proletarios y burgueses, opresores y oprimidos, imperialistas y antimperialistas,
reaccionarios y progresistas; donde todas las cosas eran mercancía y se llamaban
medios de producción y artículos de consumo; los bienes de familia, propiedad
privada; la obstinación en un parecer, subjetivismo, y, por extensión,
individualismo; la falta de parcialidad, objetivismo; el entretenimiento, evasión; los
conflictos, enajenación; y etcétera, etcétera, etcétera, como Ana y el rey de Siam.
Sus actividades eran tan raras como la rara literatura que traía a casa y
devoraba en soledad, el mentón cada vez más metido en el pecho, las rodillas en
alto y apretadas, y los libros, panfletos y revistas pegados al vientre, sobre los
muslos. Tenía su aliado en Raciel y sus prosélitos en gentes que hasta entonces
nunca habían estado en la casa. Pasaban horas enteras de la noche hablando de
la guerra imperialista, de procesos históricos, del inevitable derrumbe del
capitalismo y la destrucción de las potencias totalitarias, de cómo organizar una
célula del Partido en el batey, de las reivindicaciones sociales: el descanso
retribuido y el diferencial azucarero, y las conversaciones pasaron del portal de la
casa al salón del Sindicato y a las asambleas. Hablaba un idioma raro y se
comportaba raramente, pero no le faltó jamás su incorruptible lucidez para hablar y
actuar. Tía Clara parecía ser la única persona que se preocupaba verdaderamente
por las actitudes e ideas de Aleida.
—Esa niña tuya —le decía a su hermana— anda muy mal. Yo no sé de dónde
saca esas cosas. Ahora le ha dado por inventar que hay clases, ¡qué barbaridad!
Y si solo fuera eso, pero hija, ha metido a la conciencia en estas cosas de la lucha
de clases, imagínate. No toda la culpa es suya, en esta casa y en todas partes no
se habla nada más que de la guerra. Yo, de ser tú, la mandaría a alguna parte
donde se le olvide ese berenjenal en que se halla metida. Si sigue como va
terminará convertida en una incendiaria. Pero tú, Leonor, pareces no preocuparte,
has olvidado que los hijos nunca crecen y no se les puede dejar así en las manos
de sus invenciones. Si Aleida sigue inventando y esos atorrantes y holgazanes
amigos de ella la siguen oyendo nos quedaremos sin tierras, sin casas, sin trabajo,
sin orden y sin ninguna moral.
Y para la pobre Aurora la guerra era las colas y la bolsa negra: la carne, la leche
condensada, la manteca, el jabón, escasos, desaparecidos.
—¡La culpa de todo la tiene la guerra!
Y se desploma fondillo y todo en cualquier sitio, repitiendo ¡la guerra, la guerra,
la guerra! Y la guerra era las casas maltratadas por la intemperie y el excesivo
aseo, que iba dejando los pisos y las paredes carcomidos, agujereados, rotos, en
completo abandono por los administradores de la empresa. Y también era el
humillante desayuno escolar que nunca alcanzaba; el cierre de la escuela
americana a causa del impuesto de nueve centavos sobre el saco de azúcar; la
guerra era la falta de libros y libretas y lápices.
Era la bicicleta nueva de Alejandro y sus pantalones largos, que le
responsabilizaban con la vida —eso había dicho su tío Joaquín—, graduándole de
hombre, mientras hundía en la taza de café con leche una rodaja de pan tostado y
comentaba con su padre la masacre de millones de judíos en Europa central.
Pudo en ese momento desaprobar el examen que le confería adultez; se sentía
tentado a preguntarle a su tío si la desobediencia de ese pueblo a su Dios no le
había conducido al genocidio, pero al punto recordó a su tía Clara y su abyecta
aversión por los judíos y los negros y sintió repugnancia, y aún más, asco, por su
fanatismo religioso. Y, excusándose, salió al portal, a la calle, al placer yermo.
La guerra les trajo cierta prosperidad: carros nuevos, motocicletas,
refrigeradores, radios, tocadiscos, juegos de living y un entusiasmo feroz por otras
cosas que siempre habían sido de los más pudientes y de los americanos del
batey. Y trajo al puerto casas modernas y nuevas tiendas y bares nuevos y una
cafetería, y a la quinta de La Dama del Dragón nuevas «internas»; Verónica Lake,
Heddy Lamarr, Betty Grable, Vivian Leigh, Judy Garland, June Allison, Rita
Hayworth y una imponente sueca enormemente atractiva que se llama Ingrid
Bergman.
Y esa canción. Desea recordarla, recordarla siempre, recordarla... as time goes
by. Y desea no olvidar los nombres de los artistas del cine, ni los nombres de los
muñequitos, ni los nombres de los generales y estadistas. Darle un nombre al
soldado desconocido. Darle el suyo. Y no volver nunca más a confundir esos
nombres con el suyo desconocido. Ejercitar su memoria al aire libre de la noche
en la oscuridad de la calle infinita, cuando regresa de ver una película y quiere ser
el héroe de la infantería, de la marina, de la aviación y del servicio de inteligencia;
en esa noche infinita en que canta bésame, bésame mucho y entra a la infinita
oscuridad, última y para siempre.
Están pintando su casa y él quiere que sea de otro color. No podrá decidirlo
pero le gustaría que fuera... no sabe, no recuerda —¿azul, verde, blanco?—, con
la veranda igual a la que tienen las casas de los americanos, toda forrada con tela
metálica y toldos rayados a color, donde leen los periódicos y toman whisky con
soda, Coca Cola y cerveza mientras juegan a las cartas, oyen música o
conversan, servidos por negros ingleses, como si nada hubiera pasado, como si
nada estuviera pasando en el mundo, como si el mundo no fuera a acabarse para
ellos. Servidos por negras que cocinan con un paño amarrado a la cabeza y que
van de compras al departamento Comercial con pamelas de paja y cintas de
colores que han perdido el color, pamelas desechadas por sus señoras. Negras
que hablan repitiendo al comienzo y al final de cada frase dos palabras: mi vida.
¿Y es esto todo, todo? Es lo que él quiere, quisiera que fuese en una calle que
pierde sus casas y sus jardines, polvorienta, calcinada, bajo un sol que todo lo
borra y lo deja blanco, blanco como los ojos sin pupilas de Violeta, como el vestido
y los zapatos blancos de Genoveva, como las sábanas que amortajaron a las
blancas Medina, como la memoria de Lila blanca después del sueño, como los
huesitos del blanco Remotísimo peninsular de su tía Clara, como la pulpa blanca
de los anones, como la cáscara de los huevos blancos y como las cruces blancas
de cascarilla que hace Ianita sobre los cocos secos antes de pasárselos por todo
el cuerpo desde la cabeza a los pies, y blanco como el rayo que mató a Genaro y
lo puso negro como el alma de la maquinita número 21.
Tanta blancura le produjo una espantosa angustia. Súbitamente recordó haber
sufrido grandes desventuras y provocaciones; su modo de vivir, en el batey
polvoriento, lleno de hollín, siempre ruidoso, no era su elemento. Todo el batey le
parecía avaro, egoísta, cobarde, vil, triste, descortés, antipático, estéril, ciego,
grosero, vulgar, huraño, tragón, estúpido, aburrido, perverso (comenzó a
entusiasmarse con el fructífero acopio de adjetivos y sus significados, que
empezaron a segregarse, nítidamente, del tumulto adjetival de su cerebro,
apaciguándole el corazón; el lugar común ennoblecía su determinación de
mostrársele ingrato, desconocido [ignoró la reiteración]; y todas las palabras le
parecieron significativas, legítimas, reveladoras... todos los adjetivos exaltaban la
vehemencia de sus sentimientos).
Aleida le ha dejado las mejillas, la frente y el mentón, húmedos y pegajosos,
salados de llanto. Un hato de nubes aborregadas sobre las cuarterías le distrajo;
recupera el hilo de su letanía adjetival deseando concluirla: chismoso, injurioso,
vicioso; altanero, pendenciero, ratero; abominable, execrable, miserable;
superficial, trivial, animal; depravado, desaseado, descarado; intrigante,
repugnante, ignorante, mentiroso, calumnioso, odioso; nauseabundo, moribundo,
inmundo; insolente, delincuente, indigente; delator, inquisidor, difamador;
insensible, insufrible, horrible; perverso, disperso, adverso; bestial, infernal,
criminal; incivil, vil, servil; clasista, racista, fascista. Pero su corazón y todos sus
recuerdos y pensamientos agradables estaban en el cálido y soleado Deleite. Allí
había aprendido lo poco que sabía y dudaba poder superar esos conocimientos, y
aunque Deleite fuera todo eso, aunque sólo viviera para comer y beber y para
hablar todo el día desde el amanecer hasta la medianoche de la reputación ajena,
sin dejar de ripiar una sola tira del pellejo de sus pobladores, sin el menor respeto
hacia alguien o algo, sin el más mínimo respeto propio, pendiente de lo que
comían o no comían sus vecinos, de lo que compraban en el almacén al principio
de mes, de las deudas que se acumulaban con los moros vendedores de prendas,
con el boticario, el lechero, el carnicero; aunque se pasase la vida imaginando
violaciones, adulterios, relaciones contra natura; refiriéndose a los blancos como lo
hacen los negros: blanquitos sucios, desteñidos, jabaos o blancos de Tunas; como
los blancos catalogando a los negros en ladrones, haraganes, pervertidos y
revoltosos, y como los mulatos diciendo que en todo el país el que no tenía de
congo tenía de carabalí; y aunque se comportara como un fulanito cualquiera
dividiendo a los jornaleros en empleados de plantilla y trabajadores temporales, y
de acuerdo con esa distinción seleccionara a sus amistades, les eligiera
pretendientes, concertara matrimonios; y aunque todo esto fuera cierto, casi nunca
lo había admitido, y sólo una vez lo expresó públicamente con brevedad, pero con
un acento y furia memorables. En aquella rara ocasión sintió una profunda
vergüenza de sí mismo y unos deseos locos de huir, de desaparecer.
Y Aleida le besa, estrujando contra su cara los labios y los ojos ciegos por las
lágrimas, hasta que él siente cómo arden sus besos, y cómo aturden el humo y el
fragor de la locomotora; ella le seca el rostro mojado con su pañuelo pequeño,
blanco, bordado, y le dice que no los olvide, que se cuide de la gente que va a
conocer, que no sea muy confiado, pero tampoco demasiado desconfiado, que
aprenda a mirar que mirando se aprende a distinguir, que lo oiga todo, pero que
conserve sólo lo que pueda repetir sin avergonzarse y hacer sin miedo a
convertirse en una bestia. Le pide que escriba a menudo y que se lo cuente todo,
en detalles, minuciosamente, y como no encuentra un bolsillo donde guardar su
pañuelo, se frota la frente y se oprime la nariz hinchada.
Entonces eran niños y pensaban y sentían como niños y sus padres no eran
menos pueriles, menos inocentes, y como los niños pensaban que, como en el
cine, todo puede suceder hasta hacer cine.
—¡Oh, Dios, que sean así de generosos siempre y para siempre inocentes!
Revélales ahora y en todas las horas el significado de sus obras para que se vean
cumplidos en Ti. Y haz que Aleida descubra su belleza y sea para siempre como
es ahora, pálida de rostro y de ojos firmes para el asombro y la sorpresa, y haz
que yo no olvide su pelo lacio y largo y sus manos y su silencio.
El tren iba a partir. Pensó en dos muchachos del batey que habían tomado dos
años atrás el mismo tren que ahora se alejaba con él hacia el mismo destino;
habían sido enrolados en el ejército norteamericano y participaron, uno en Europa,
en Francia e Italia, y el otro en el Pacífico, en esa guerra que nunca iba a concluir.
Sus madres van a misa todos los domingos a la iglesia del puerto; sus padres
alardean en el parque del valor de sus hijos. Deleite seguía sin iglesia y sin
cementerio, distanciado de Dios y de la muerte. Él aún no les conoce.
Su madre no salió al portal a despedirle. Cree que su padre tampoco. Se quedó
con ella en la sala invadida por algunos familiares y vecinos que comentaban
detalladamente los pormenores de su viaje. Todos, y eso favorecía sus
intenciones, estaban de acuerdo con su decisión y le auguraban un porvenir y un
destino brillantes. Todos súbitamente olvidaron la guerra que aún no había
terminado.
Sus voces ahora le están diciendo: adiós adiós, adiós, y desaparecen.
ENTREACTO

Parece que está muerta o que tiene miedo. Si mis ojos la miran nada pasa, pero si
mis manos la tocan caen sus ramas; de dos en dos, sus hojitas lentamente se
cierran. Yo he visto erguirse sus espinas, pero luego, de puro inofensiva, se
duerme en el momento que la luz desaparece. Dime algo, cualquier cosa que sea
simple, menor. Una de esas tantas cosas que a uno se le ocurren cuando tiene
miedo. Dime algo. ¿Cómo dijiste ayer que se llamaba? Es fuerte; sin embargo, nos
teme como teme al grillo, a la culebra, al pájaro y a los animales más grandes.

—¿Qué piensas hacer cuando seas grande?


—¿Quién, yo?
—Tú mismo.
—No sé...
—Yo sí, seguro que te vas.
—Yo no quiero irme.
—Sí que lo quieres. Quieres irte para no volver.
—Aquí estoy bien.
—No lo estás. No se está bien en ninguna parte.
—¿Cómo lo sabes?
—Yo no sé nada.
—Entonces, ¿por qué lo dices?
—Quieres irte, yo sé que quieres irte.
—¿Para qué?
—Para nada, los que se van, se van para no hacer nada.
—Entonces, ¿por qué se van?
—Porque quieren irse.
—Todo eso es irracional. Debe haber alguien que quiera hacer algo.
—Sí, irse, es lo que todos quieren, irse a cualquier lugar que no sea donde
están.
—Como los muertos.
—No, los muertos no se van, los muertos se quedan, son los vivos los únicos
que piensan en irse.
—Como los gitanos.
—Tampoco, los gitanos van y vienen.
—Como los cometas.
—Sí, como los cometas.
—¿Y para qué irse si siempre se vuelve?
—Para que el tiempo pase.
—El tiempo no pasa.
—Nada pasa, a menos que uno se vaya. Tú quieres irte.
—¿Adónde?
—Si yo lo supiera no te lo diría.
—Todo eso es absurdo.
—No lo es.
—Sí que lo es. Es absurdo porque es un error.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque es inútil.
—Nada es inútil.
—Entonces me quedo.
—Entonces te vas, yo sabía que eso era lo único que querías, irte, lo único que
harás.
—Para volver.
—No, los que se van ni se quedan ni vuelven.
—Entonces lo mejor es quedarse.
—Nada es mejor.

Mirándola, absorto, sueño su efímera existencia, me conmueve su desamparo,


su inocencia de engaño. Déjala, déjala descansar porque ahora no padece. No
hables más de ti. Óyela bien. Atiende a lo que te dice. Cuando amanezca volverá
a levantarse como una diosa que domina las almas, las serpientes. No será
extraño que luego dudes, con toda la tristeza de tu alma, de su existencia real: una
planta que tiembla si tus manos la tocan.

—¿Qué piensas hacer cuando seas pequeño?


—¿Quién, yo?
—Tú mismo.
—No sé...
—Yo sí, seguro que regresas.
—Yo no quiero regresar.
—Sí que lo quieres. Quieres regresar para quedarte.
—Allá no estaré mejor.
—No lo estarás porque no se está bien en ninguna parte.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque sé muchas cosas.
—¿Cuáles?
—Quieres regresar, yo sé que quieres regresar.
—¿Para qué?
—Para hacer algo. Los que regresan, regresan para hacer algo.
—Y si no hay nada que hacer, ¿para qué regresan?
—Porque quieren regresar.
—Todo eso es racional. Pero debe haber alguien que no quiera hacer nada.
—No, todos quieren hacer algo, todos quieren regresar.
—Como los muertos.
—No, los muertos no regresan, los muertos siguen donde están. Son los vivos
los únicos que siempre piensan en la vuelta.
—Como los gitanos.
—Tampoco, los gitanos andan incesantemente.
—Como los cometas.
—Sí, como los cometas.
—Entonces, ¿para qué vuelven, si han de rodar constantemente?
—Para que el tiempo no pase.
—El tiempo pasa.
—Todo pasa, a menos que uno se quede. Tú quieres regresar.
—¿Adónde?
—Si yo lo supiera te lo diría.
—Eso es más sensato.
—Lo es.
—No lo sería si no fuera una realidad.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque es verdad.
—Todo es verdad.
—Entonces no regresaré.
—Entonces regresarás, yo sabía que eso era lo único que querías, regresar, lo
único que harás.
—Para quedarme.
—No, los que regresan ni se van ni se quedan.
—Entonces lo mejor es no regresar.
—Todo es mejor.

¿Qué nos separa ahora? ¿Es acaso tu voz cuando dices «cómo andas», y yo
respondo «ahí»? Mira, ya no te pediré que atiendas mis palabras, ya no hablaré
contigo. De nuevo esa pared entre los dos, donde yo escribo inscripciones que no
puedes leer, donde yo trazo sobre la arcilla con piedras que han caído del cielo:
árboles, ríos, aves que ofrezco como culto a tu cuerpo, a veces animal y otras
veces humano. Esfinge o grifo, olvídame.

—¿Por qué te fuiste?


—Porque quería irme, era lo único que quería.
—¿Para qué?
—Para sentirme como los muertos.
—Pero los muertos no se van.
—Sí, los muertos se van.
—No, los muertos se quedan.
—¿Dónde?
—Se quedan con los vivos.
—No, los muertos son diferentes, son libres.
—¿Y tú?
—Eso quería.
—¿Cómo?
—La libertad no se expresa, se siente.
—¿Dónde?
—En el cuerpo.
—Pero los muertos no tienen cuerpo.
—Si se quedan es porque tienen cuerpo.
—No lo tienen, se quedan en el cuerpo de los vivos.
--Los vivos no tienen cuerpo, son solo alma. El alma les pudre el cuerpo.
—Entonces, ¿no tenías cuerpo?
—No, era sólo alma y quería un cuerpo.
—¿Y por eso te fuiste?
—No, me fui porque quería irme.
—¿Sin cuerpo?
—Los vivos no tienen cuerpo.

Siempre dices lo mismo, después callas. Me dejas la fe del animal que nada
niega. Si alguno de los dos no fuera como es, ¿bastaría esa razón para
encontrarnos? Incomprensible, es cierto, como es incomprensible cualquier
cambio. Mis ropas están limpias cuando me acerco a ti, para que no te ofenda mi
pobreza. Traigo atadas las manos, puedes, si quieres, excederte en tú cólera. Sé
bueno y tierno y dulce. No te temo. Sólo temo a los hombres.

—¿Sabes por qué regresaste?


—Porque quería volver, era lo único que quería.
—¿Para qué?
—Quería sentirme como los vivos.
—Pero los vivos se van.
—No, los vivos regresan.
—No es verdad, los vivos se van.
—¿Dónde?
—Con los muertos.
—No, todos los vivos son iguales, se esclavizan.
—¿Y tú?
—Eso quería.
—¿Por qué?
—Porque tenía muchos recuerdos en el cuerpo y necesitaba un alma que los
sobrellevase.
—Pero los muertos no tienen cuerpo.
—Sí, yo estaba muerto y era sólo cuerpo.
—¿Y por eso regresaste?
—No, regresé porque quería regresar.
—¿Sin alma?
—Los muertos no tienen alma.

Si tú quisieras podrías someterme al equilibrio de la colmena o del hormiguero, y


así perpetuamente me trasladaría del sitio donde estuve al sitio donde voy,
conservando la marcha al ritmo de tu aliento. Pero tú no vendrás, ni querrás que
yo vaya a tu encuentro.
SEGUNDA PARTE

12
El batey no era, ni por la más extensa aproximación, semejante al que Lila,
minuciosamente, describía en sus largas conversaciones. Nos asombraba
comprobar que sus palabras, seleccionadas con excesiva escrupulosidad, eran,
indirectamente, una débil evocación de un sueño. Ni siquiera correspondían a un
recuerdo. Eran algo de una delicadísima impresión que iba confundiéndose,
borrándose, en su boca y en nuestros oídos.
Una calle, una casa, un mueble, cambiaban de sitio, forma y color, con tal
vertiginosidad que ella misma era incapaz de identificarlos cuando se refería a un
hecho —remoto o reciente— casi siempre trivial pero al que ella le confería una
importancia desmesurada. Sus descripciones del lugar alcanzaban cada vez
mayor prestigio, sobre todo cuando servían de fondo a historias de desaparecidos.
Salimos al portal en buscan de la brisa. Todo ante mis ojos era de un espléndido
azul, tan parejo en su continuidad que me llenó de un aterrador silencio. No había
una sola nube, ni una ola, ni una gaviota.
Habíamos venido a la casa de la playa a pasar el cumpleaños de Salvador. Era
el 30 de mayo. Salvador hizo esa mañana una observación que me pareció
fatídica e, inconscientemente, le atribuí una aparente relación con nuestro destino.
—No hay nada bajo el sol que se halle fuera de su vigilancia.
Desde donde estábamos, mirando hacia el mar, no se avizoraba la línea del
horizonte. Mar y cielo eran una infinita totalidad. En esa totalidad él desaparecía
sin decirme adiós. Temeroso de ser arrancado, involuntariamente, del balance
donde estaba sentado, me aferré a los brazos del mueble, y comencé a moverme
desesperadamente. Uno de los dos, a esa hora, en ese lugar, iba a desaparecer.
Quise impedir que él me llamara por mi nombre. Le dije que mi nombre era un
error, que él no debía pronunciarlo jamás, porque de hacerlo, iba a recoger del
balance, en lugar mío, una de las variantes inanimadas de las formas que Lila
atribuía a los muertos.
Para Lila la muerte nunca acontecía como un suceso natural. Nadie moría de su
propia muerte. Era más bien arrancado a la vida por otros muertos, las más de las
veces enemigos. Lila sustentaba esta proposición como verdadera, y ajena a todo
dogma sobre la amist ad.
Se complacía con morosa deleitación en reconstruir detalladamente los
pormenores que hicieron desaparecer a la «víctima». Vivía rodeada y perseguida
por innumerables homicidas invisibles, a los que ella evitaba conjurar, no
invocando sus nombres. Precisada, y esto sólo ocurría en casos extremos, a
mencionar el nombre de su muerto, imprescindible a sus relatos, apelaba a todo
tipo de subterfugios. El «innominado» estaba invariablemente condenado a
adoptar una categoría ajena a su propia naturaleza: animal, vegetal o
manufacturada. Esta extraña nomenclatura variaba de acuerdo con sus
sentimientos, ideas o inclinaciones; de acuerdo con su estado anímico, con
frecuencia ajeno al suyo propio. Ciertas pláticas o lecturas alteraban su ánimo, de
tal modo, que nos era imposible redescubrir el nombre de su «innominado», a no
ser que el tono de su voz enfatizara inconscientemente algunas sílabas.
Si bien esta práctica de la onomancia resultaba al principio divertida, dejó de
serlo a medida que las reuniones se hicieron habituales. Todos sus cuentos
incluían adivinanzas, y estas eran la parte esencial de los mismos.
Si la persona innominada estaba sujeta a sus sentimientos (eran las menos),
Lila le otorgaba la categoría de una fruta, preferentemente la de un anón, que
tiene ojos por dentro y por fuera: blandos y rugosos por fuera; lisos y duros por
dentro. Estos ojos lo ven todo. Es inútil simular ante ellos, carecen de inocencia. Si
participaba en sus ideas, tomaba la forma de un animal: una gallina. Génesis de
todo lo creado. El orbe es femenino, aovado y germinativo. Su contrario, el gallo,
es símbolo de la muerte. Si se manifestaba en sus inclinaciones —el arte, como
comprobación religiosa—, Lila le atribuía poderes mágicos, favorecedores de la
gracia suprema, a una sarta de cuentas de colores, especialmente de mostacillas
azules.
Los deudos no deben llorar por sus muertos porque el dolor acumula dolor, y los
muertos, transfigurados en sus nuevas vidas, lo ven todo, lo oyen todo, lo saben
todo.
Jugábamos con pronósticos, presentimientos y sueños. Nuestra vida habitual
perdía de ese modo su vulgaridad. Nunca conocimos a nadie que se pareciera
tanto a un sueño.
Los sueños y el recuerdo componían el mundo de nuestras visiones: nuestra
única realidad. Salvador, como Lila, se sustentaba del pasado, como ella creía que
toda nueva vida carecía de alma, puesto que es inocente de recuerdos.
Sentí cómo mi voz oscilaba hasta detenerse. Salvador no me había oído.
Estaba de pie, recostado a una columna, con un libro entreabierto en la mano. Un
tropel de gaviotas trazó una línea blanca contra el azul. Me creí salvado. Ese grito
errante, presagio de la muerte y de lo infinito, era una enérgica objeción a los
delirios de mi fantasía.
Yes, call me by my pet-name! let me hear
The name I used to run at, when a child,
From innocent play...
Leía en voz alta, clara y sin entonación. Cerró el libro:
—Imaginas que estando sola (la muchacha que la ayudaba se ha marchado), no
sólo disponga de tiempo para hacerlo todo en la casa, sino que nos haya
sorprendido con un pastel para mi cumpleaños... Pensándolo bien, deberíamos
regresar esta misma noche. ¿Cerraste las ventanas? Tan pronto oscurece, la casa
se cunde de mosquitos.
Por un momento sospeché que iba a hablarme de los sonetos. Un grupo de
impresiones se grabaron instantáneamente en mi imaginación: la cabeza dorada
de un niño, sus ojos azules, un jardín, el canto de un pájaro, el vuelo de una
libélula, una muchacha negra de fuertes pies y manos como estrellas. Deseé que
me llamara por mi nombre del jardín, del patio, mi nombre de las noches
desveladas de un convaleciente, y sentí el miedo de los que, enfermos, piensan,
con deleitación neurótica, en los múltiples rasgos de enfermedades hereditarias, y
se entretienen confeccionándose una vida común a la del genio. ¿Quién no ha
padecido de esas fiebres intermitentes que le amodorran en interminables
cavilaciones? ¿Quién no ha sentido cierta gratitud hacia esas fiebres que le
agudizan la facultad del ensimismamiento? Creí oírle desde muy lejos, tanto, que
apenas reconocía su voz y sólo recordaba las voces que imitaba.
—Y de polillas —respondí—. Cuando quieras entramos, ya oscurece. No creo
que debamos regresar esta noche, nadie nos espera en casa, y prometiste, si mal
no recuerdo, pasar mañana el día aquí con Aleida.
—¿Crees que venga? —preguntó.
—Parecía irritada por tu súbita decisión —repuse.
—Ida hace las promesas más irrealizables. No confío en ellas. Además, le
encanta fingir enojo. Hacía años que deseaba pasar mi cumpleaños a solas...
Yo hubiera preferido quedarme en casa como Dios manda, pero él insistió en
que viniera. Se aburría manejando solo y los caminos estaban desechos. No me
sentía capaz de escribir una sola línea. Había dejado de hablar de mi novela
porque nadie, ni siquiera él, la tomaba en serio. Estaba escribiendo de nuevo, sólo
por refutar la inoportuna declaración de un amigo que me había dicho en público
que yo era un hombre a medias. No me sentí, verdaderamente, ofendido, pero
desde ese momento comencé a verme sentado en un sillón de ruedas, o con un
bastón y unas gafas oscuras.
—...Me angustia ver cómo envejecen —continuó—. ¿Cuántos hijos tienen
Honora, Rubén y Ricardo? ¿Diez?
Sacó el brazo afuera, como si deseara comprobar que estaba lloviendo, o algo
por el estilo:
—El viento ha cambiado de rumbo, va a llover —murmuró.
—No me identifico con ninguno de los personajes, no logro instalarme en sus
mundos.
—No debimos haber venido... —murmuró con voz entrecortada.
—¿Por qué no? —pregunté.
—Creo que tu mamá hubiese preferido tenernos a todos alrededor de la mesa.
—¿Cantando?
—¡Somos unos tontos! —exclamó Salvador de repente.
—¿Por qué? —sentí miedo.
—¿Cierra uno los ojos cuando apaga las velitas?
—No recuerdo, ya no somos niños. ¿Pide uno que se le conceda un secreto
deseo? —pregunté entusiasmado.
—Tampoco somos adultos. Quedarnos en casa, celebrar mi cumpleaños en
familia, hubiese sido una prueba de adultez.
—¿Siempre hablas en serio? A mí me entristecen esas ocasiones; cuando
menos, me parecen ridículas, me producen el mismo sentimiento de lástima que
los niños. (Lila me hubiese corregido: —Eso está mal expresado. No es lástima, es
ternura.) Las reuniones de familia siempre son tristes.
Además, quería evitar tener que decirle a papá por milésima vez que no puedo
afeitarlo. Siempre propongo como una excusa mi miedo a las navajas, pero lo
cierto es que su piel, arrugada en el mentón y en los carrillos, me produce cierta
repulsión. Quisiera poder decírselo, me produce asco. Es obsceno envejecer.
Conozco a pocos hombres viejos que conserven su dignidad física... that is not
country for old men, ¡oh, William Butler Yeats, viejo farsante, cómo sobrevivir a
esa línea ejemplar!... The young / In one another’s arms, birds in the trees / Those
dying generations at their songs... me bastaría con escri bir unas líneas semejantes
a esas para no temer al olvido, a la muerte, a Lila y su demencia, para no fingir
jamás, para no mentir, para no ser generoso ni agradecido, para no sublimizar una
casa que no es nuestra, «un bungalow miserable, gris, podrido, lleno de
cucarachas y guayabitos que vuelan y se deslizan por el suelo y las paredes» y
ese sol enceguecedor. ¿A quién puede ocurrírsele que es sano y alegre? Su única
virtud es su impudor, su inclemencia, su grosera indiscreción. Unas líneas como
esas me bastarían para poder decirte, viejo hermoso, dulcísimo, querido, que me
asquea afeitarte como me puede asquear el vómito, el excremento, la baba, los
mocos; todas las secreciones de un cuerpo que no sea el mío, porque tú no has
querido, ni tú, ni todos los que te antecedieron, han querido mostrarnos la belleza,
la poderosa, buena belleza de los excesos y decesos humanos. Porque yo no
puedo pensar, ni puedes tú, en la belleza de esas oscuras, ruinosas, muertas
deidades de la carne, expulsadas del cuerpo. ¡Oh, Dios, ciega mis ojos ante el
brillo de las cosas limpias y puras y armoniosas! ¡Haz que no vea el mantel blanco
y planchado cubriendo la abusada mesa; haz que no oiga esas voces que cantan
alabando el día que nací; haz, misericordia plena, que al abrir los ojos no sea la
virtud de los que amo, la que me acoja; revela, Señor, a mi corazón tus obras
creadas por desamor, desdén o indiferencia, lo accidental y caprichoso!
—Un día dejan de serlo —grité medio ahogándome.
—¿Qué?
—Las reuniones, todas las reuniones —grité.
—Es verdad.
Lo dijo con una expresión dubitativa. No seré capaz de crear un personaje
verosímil, me falta irrealidad. En la medida que la tenga, lograré la novela o no.
—¿Cómo era esa canción? —susurré.
—¿Cuál?
—Esa que tú cantabas en el colegio... espera, ah, I want to thank your folks. «En
casa nadie ha oído esa canción, nadie habla inglés, nadie lee a Yeats, sólo yo soy
así. ¿Por qué y para qué escribo una novela?»
—Sí, yo la cantaba cuando quería recordarte que fuimos presentados un día de
tu cumpleaños. Yo no quería ir a tu casa, me asustaban tus hermanos, toda esa
gente grande alrededor tuyo.
—No eran tan grandes. Ida sólo me lleva cuatro años, sólo que se fueron
casando muy jóvenes y parecían mayores. ¡Cántala!
—Ahora no.
—¿Quién te trajo a casa?
—Madrina, no quería ir. Ya te dije que tenía miedo.
—¿Y tus cumpleaños, cómo eran?
—¿Puedo hablarte del último?
—No, prefiero alguno de cuando eras niño.
—Realmente lo que más me gustaba de ese día...
—¡Espérate! Quiero oírlo bien, necesito recordarlo, quisiera escribir sobre eso.
Salvador se sentó estirando sus largas piernas
—Si me vuelves a interrumpir no cuento nada... a mí siempre me hacían
muchos regalos... tenía muchos juguetes, todo lo que a esa edad se pueda desear
y un poco más. Pero casi nunca me dejaban jugar con los demás niños; cosas de
mi familia. Creo que estuve enfermo, o algo parecido, porque unos días antes de
mi cumpleaños me sacaron de la cama, prometiéndome una fiesta. Tal vez por
eso, ese día invitaron a todos los niños que conocíamos. No eran muchos, pero
aunque te parezca raro eran niños. Jugué con ellos hasta el momento en que el
último se despidió y desde entonces esperaba mi cumpleaños contando los días.
Después ya era grande y tenía amigos. No volví a cumplir años. Dame un cigarrillo
por favor. Dame un fósforo.
—¿Es eso todo?
—¡Todo!
—Así no me sirve. Debe haber otros detalles que has olvidado, ¿no?
—Ah, los mayores hacían su fiesta, no como en tu casa, sino para ellos.
—Tampoco me sirve.
—Lo siento. No creí que un hecho de realidad tan pedestre te pudiera interesar
para la ficción novelesca.
—Puede, sin embargo, servirme de pretexto para desarrollar otros temas; me
facilita una situación, indiscutiblemente real, algo que cualquiera ha vivido, para
introducir personajes y acciones imaginarias.
—Te pasas la vida teorizando.
—Es que no tengo un asunto rigurosamente definido que tratar, no tengo ni
siquiera un argumento que me permita desarrollar en forma novelesca, mis
experiencias íntimas, vividas. Lo peor del caso es que creo conocer algunas cosas
bien, o por lo menos una que necesita ser dicha por medio de diálogos, o
mediante monólogos, dentro de una estructura que no es precisamente teatral.
Por eso insisto en ese libro que hace años escribo y que corre el riesgo de
desaparecer sepultado por las palabras.
—¡Estupendo! No se me ocurre que haya un modo mejor para enterrar la
literatura.
—Y la conversación —dije malhumorado.
—No exageres. Esta noche añadirás una cuartilla a lo escrito anteriormente.
—No volveré a escribir —dije con una sonrisa.
—¿Ni a conversar?
—Ni una línea más.
—¿Quieres decir que estás a punto de terminar tu novela?
—Quiero decir que será mejor olvidarme de ella.
—¡Vamos!
Tuve la impresión de que la cordialidad de su voz era falsa.
—Lo dije en serio. Novelar es revelar y no creo que haya hecho ningún
descubrimiento. No me siento intérprete o testigo de nada.
—A mí no me importa que te contradigas constantemente. Eso te hace un poco
más real. Pero mi memoria que se ha convertido en una vulgar slot machine, está
por devolverte con creces el nickel que depositaste hace unos minutos: te falta el
argumento, pero conoces profundamente algo que necesitas expresar,
perdóname, por escrito y con palabras.
—¡No jorobes!
—Alejandro, tu afición por las metáforas es obscena.
—Y la de los malos escritores por las malas palabras es pueril.
—De acuerdo.
—¿Otra contradicción?
—¡No jodas! Estábamos hablando y aunque no te golpeaste un dedo con un
martillo, ni te diste un golpe de suegra contra una pared, ni te quemaste la lengua,
mis palabras te irritaron. Si conoces bien un tema, ya sea por experiencia propia, o
a través de la literatura, por muy manoseado que esté, repítelo, nunca será igual.
¿No quieres tomarte un trago?
—Si es posible... Entremos.
—¿Y ese coro de Navidad?
—Hace rato que está sonando. No apagamos el tocadiscos cuando salimos.
—Entremos.
Nos dirigimos hacia la puerta. «¡Oh, si yo pudiera escribir así!»:
Or set upon a golden bough to sing
To lords and ladies of Byzantium
Of what is past, or passing, or to come.
La casa por dentro parecía muerta, barrida, fregada, ordenada, olorosa a flores
blancas, llena de esas voces monásticas y tristes que hice callar, oprimiendo un
botón. Los versos de Yeats me entristecieron. De ese mundo ya no quedan más
que algunos monumentos plagados por las pisadas y el click mecánico de las
cámaras fotográficas de los turistas; la evocación de los artistas y la curiosidad de
los arqueólogos. ¿Qué no pasaría con esta casucha, producto del tan oculto
secreto de mamá? Al través de la tela metáli ca que cubría la ventana vi otras
casas ancladas a la playa, con ventanas abiertas y pequeñas luces como ascuas,
distantes y solas. Estuve parado allí durante un largo rato con la mirada puesta en
la calurosa, densa oscuridad de la noche. «Creo que es la novela una de las
pocas labranzas que aún pueden rendir frutos egregios, tal vez más exquisitos que
todos los de anteriores cosechas...» Hacer de la novela un postulado agrícola,
limitándola al cultivo del terreno, me parecía una brutalidad; enunciarlo con esas
palabras, una pobre simulación.
Salvador preparó unos tragos con ron, hielo, limón , azúcar, yerbabuena.
Bebíamos despacio, pasando de una conversación a otra, sin el menor interés.
Salvador fue a poner unos discos en el tocadiscos y volvió a sentarse. Cuando se
acabó el mojito que él había preparado, empezamos a tomar ron «a la roca». De
algún lado, más allá de mí mismo, y por dentro, me sacudían los acordes de una
tonada que ambos por muchos años recordábamos con cariño, pero que en aquel
momento no conseguía reproducir. Algo dije, porque Salvador apagó el tocadiscos
y, sirviéndose otro trago, me dijo:
—¿Sabes? Esta tarde, mientras leía los sonetos de Elizabeth Barret Browning,
me pareció que por primera vez oía mencionar mi nombre.
—Me gusta que digas eso —repuse.
—No se me ocurrió antes, pero puedo demostrarte que estás en un error.
—¿Por qué? —pregunté un poco alarmado.
—Porque es una experiencia nada agradable. Era como si yo mismo me
estuviera llamado, pero no era mi voz, ni mi nombre. Es una idiotez, pero me
impresionó. A propósito, no te di las gracias por el libro. Sabías que deseaba
tenerlo... es una vieja historia, no voy a contártela. Es un doble regalo. Vi que el
libro está dedicado a ti por madame Castello. ¿Qué se habrá hecho de esa
dama...?
—Debe seguir en Nueva York, en ese edificio extraordinario de Columbus
Circle. Desde sus ventanas, el parque es «un nuevo, sumo nacimiento».
—¿Por qué a tu regreso no la recuperas?
—Es demasiado intransigente, excesiva en sus juicios. Además, hace mucho
tiempo que no la veo, debe haberme olvidado; quiero decir, a lo mejor ni se
acuerda de que yo existo.
—No exageres —dijo con ironía.
—No exagero —sonreí—. Creo que ella no se interesa mucho en nuestro
círculo. —Y agregué—: Ha escrito un buen poema que ahora trato de recordar.
—Te suplico que no me des esa razón para hacerla aceptable.
—Me invitó varias veces a su casa de Platekill.
Salvador sonrió jubiloso:
—¿Aceptaste sus invitaciones? Me parece que es una mujer capaz de ciertas
emociones, a juzgar por su inteligencia.
Apagué con violencia el cigarrillo, e inmediatamente encendí otro, sin
contestarle.
Salvador no comprendía y repitió:
—¿Pero no aceptaste sus invitaciones?
Fruncí el entrecejo pretendiendo molestia, pero sus ojos revelaban una secreta
alegría. Mirándolo de soslayo, dije:
—Sí, frecuenté su cama. No me negarás que posee un rotundo culo, sostenido
por dos poderosas piernas.
Salvador soltó una carcajada y, como yo le miraba sorprendido, dijo:
—Me alegra que al fin te decidas a hablar como un ser humano. Creo que has
malgastado la tarde ingeniándotelas para no decir nada, para reprenderte y
hostigarte como un maestro de escuela a su desaplicado alumno y para hacer
algunas frases, que aunque no estuvieron cargadas de excesiva pedantería,
tampoco fueron muy brillantes. ¿Es así como se escribe una novela?
—No lo sé. Es posible que no. Nadie escribe como habla. Tengo algunas cartas
tuyas que no son nada humanas.
Salvador sacó su reloj, lo miró y lo volvió a guardar:
—¿Quieres decir que escribir es otra cosa? —Y agregó—: Sin embargo, tu
conversación es muy semejante a tu literatura.
—No niego que me falte oído para el habla popular, aunque casi siempre la
atiendo con placer, y me divierte.
—Eres un snob...
—Y un frívolo y un salonier and the court jester...
—¡Basta, basta de tonterías! —dijo Salvador, poniéndose de pie.
—No seas majadero. Lamento de veras que se haya hecho tarde y te aburras.
Si no te molesta, ¿volvemos al temita?
Salvador sirvió dos tragos. Asintió con el mentón.
—En este caso —dije— mi vanidad no tendrá ocasión de ser halagada. No voy
a volver a la facultad. Tan pronto regresé haré otra cosa. Estoy pensando muy
seriamente en conseguirme un empleo y, si es posible, no trabajar durante todo el
invierno. Quiero escribir. Hasta ahora me ocurre que no acierto, pero la culpa en
gran parte es mía: rechazo un tema dado de antemano y, personalmente, dudo
tener una historia que contar.
—En esta incertidumbre, y no quiero excusarme por lo que voy a decirte, ¿por
qué no lo dejas a tu corazón, aunque no puedas regirte por él?
—¡Soy un sentimental!
—Me parece que te preocupas demasiado por lo que eres. Haz uso de esa
manía casi pueril que te posee de referirlo todo a tu persona. El resultado
podría ser saludable. A falta de confesor o psicoanalista, la soledad que
exige escribir te pondrá a cura de ti mismo, o por el contrario te conducirá a ellos.
Te garantizo que tienes una extraordinaria novela río. Bastará con que escribas
las cosas como las cuentas, sin ningún miedo a la retórica convencional ni a lo
melodramático, y, por favor, con sinceridad. En principio, proponte escribir para ti,
como quien escribe una carta que sabe no tiene destinatario, pero que está
dirigida a alguien. Es casi siempre mejor recurrir a los sentimientos inmediatos que
a la memoria. Lo que importa es lo que somos, no lo que fuimos, y mucho menos
lo que los demás quieren que uno sea. Arriésgate a desenmascararlos,
desnudándote. No creo que puedas hacer otra cosa, escríbelo todo, como salga. Y
empieza por escribirte. No conozco a nadie que se hable tan amenamente. A tu
lado jamás me he sentido aburrido. Tienes una capacidad infinita para hacer de un
chisme una historia convincente y, a veces, inteligente. Como ves no te pido
peras, te pido sombra.
Parecía entusiasmado, se sirvió otro trago. En el acto comprendí lo que quería
decirme.
—Con esos materiales no se hace literatura, que es lo que yo me propongo
hacer —dije—. La vida como tal no me sirve, tampoco la imaginación. Es
necesario otra voluntad y a mí me falta. Te juro que no estoy constantemente
metiendo la cabeza en la boca del león, tampoco creo hallarme en un callejón sin
salida. Intuyo una nueva manera, digamos, de tratar los asuntos que me
preocupan. Por ejemplo: el recuerdo como atmósfera, nunca como anécdota.
Tengo esa maldita afición de ennoblecerlo todo, hasta las cosas más infames. Me
obsesionan mi casa, mi familia, el lugar donde viven, incluyendo nuestra relación
menos directa, como el paisaje. Escribir sobre ellos, implicaría ocuparme, casi
exclusivamente, de lo que me rodea, y esa idea limita mi trabajo, me parece
espantosa.
—Ciertamente que lo es, pero si lo considerases como un simple ejercicio, como
una disciplina de tu espíritu, podrías tal vez prepararte para concebir otros
personajes, inventar otras situaciones, reales o ficticias, pero llenos de una vida
nueva, sin la preocupación eterna del cómo se vive, cómo se muere y hasta cómo
sobrevivir y eternizarse. Y esto no quiere decir que necesariamente tengas que
desconocer estos problemas, pero con una absoluta independencia de lo que ellos
significan para ti. Verdaderos personajes ficticios, o de ficción.
Salvador se había puesto muy serio. Miraba a las «rocas» en el vaso,
disolviéndose en el ron. Con aquella frase presuntuosamente lapidaria parecía
haber concluido su discurso o iniciado una nueva valorización de las relaciones
entre el creador y su creación. Casi suelto una carcajada:
—Te has puesto serio, y me conmueven tus reflexiones. Todo buen artista no
hace otra cosa que buscar su liberación, libertando a las criaturas de su
imaginación. No te enojes, pero es que nosotros desgraciadamente siempre
terminamos hablando, o bien con un patético tono profesoral, o en la más absoluta
delirancia. Si no abandonamos el temita, comenzaremos por hacer una lista que
recoja a todos los autores que tengamos en mente, cuyos personajes no son
portavoz de sus ideas, y después de media hora terminaremos diciendo que nadie
va más allá de su propia sombra, y que si esos personajes nos parecen libres, o lo
son, es porque sus autores lo eran y, como Dios, no hicieron otra cosa que
reproducirse a su imagen y semejanza. En fin, que en una hora habremos
devastado toda la literatura, y solo dejaremos en pie, y para nuestra propia
protección, algunos nombres, los menos cercanos, de modo que su influencia no
se haga evidente en nuestras ideas y trabajo. Lo que a mí verdaderamente me
irrita, Salvador, es nuestra retórica actual. No creo que sea necesario aclarar la
nobleza de esa palabra. Me encabrona ese infeliz afán de descubrimiento, de
originalidad, y no en la temática —somos lo suficientemente bien informados para
ignorar que todo está dicho y redicho: diez temas, digamos, eternos, y no hay otra
cosa de qué hablar—,

sino en la mirada, en la intención, apreciadas desde nuestra pupila y raciocinio.


Sin novedad no hay frente, todo es espaldas, y al carajo. Reproducimos
conscientemente un diálogo a la manera del teatro español, pero lo
condimentamos con el cine, el jazz, el arte negro, la novelística norteamericana el
teatro de vanguardia y todos los «ismos» esgrimibles, como dice un amigo
nuestro: estamos up to date, por no decir que estamos a la que se cae. Pero
seguimos en las mismas, con menos plumas que el gallo de Morón pluralizado, y
luego tú, de perdonavidas, concluyes afirmando que entre nosotros se hace
inevitable la presencia del «genio», puesto que la indigencia de nuestras vidas y la
falta de tradición cultural nos condenan a la mediocridad o al fracaso.
—He dicho. Aplauso unánime —exclamó Salvador, poniéndose de pie. Y en un
tono de franca burla—: ¡No te permito que me juzgues...!
—¡Perdón! Hablaba de mí como de costumbre —dije imitándolo.
—Te faltaba sinceridad, te faltaba swing.
—¿Por qué no dices...? Olvidé el ritual
Salvador llenó los vasos.
—Eres un snob...
—Y un frívolo, un salonier and the court jester.
—¡Me has hecho una trampa!
—¡Al psicoanalista! —grité.
—¡Al confesor!
Alzamos los vasos al mismo tiempo, gritando:
—¿Por qué no escribes como hablas?
—Porque no sé, Alzugaray, Premio «Noble», buen esgrimista.
—Nunca le leí. Comencemos de nuevo, Dostoyevski.
—Eres un canalla... ¿pero cómo se escribe un diálogo?
—Hablando. La literatura de la lengua inglesa es un mal ejemplo: Henry James
o Hemingway.
—De acuerdo. Creo que ambos son igualmente pretenciosos. Reproducir,
transcribir una conversación familiar o callejera, o por el contrario, recrear un arte
casi olvidado: la conversación elegante es incurrir en el mismo error; concederle
carácter real a lo que se pretende que sea ficción. Recurrir al chisme o a la
delación, pienso que me degrada.
Salvador me interrumpió:
—Eso último no lo entiendo, a no ser que te refieras al simple apunte, al
comentario...
—No, me refería a esos guiones... pleca es la palabra correcta, ¿no?... que se
intercalan en el diálogo para señalar una actitud, una acción, una reacción, con el
propósito de situar las palabras dentro de un estado psicológico oportuno: «dijo
Juan, mientras se anudaba alegremente una corbata; agregó con exasperación;
dijo él, oprimiéndole el brazo con más fuerza; subían las escaleras con mucho
miedo, etcétera, etcétera, etcétera...»
—Como el rey de Siam...
—Soy un hombre con escaso sentido del humor y, como tú sabes, de una
lentitud pavorosa en mis reacciones. Mira, un diálogo no siempre implica
comunicación.
—¡Vaya descubrimiento! Un trago más y amanecemos. ¿Lo sirvo?
—Sí. Me expresé mal. Lo que yo quería decir es que... ¿hablábamos del
novelista? Bueno, es un problema de lenguaje. He oído a mi familia hablar
eternidades con un mínimo de palabras, digamos, cien, cuando más doscientas, y
te juro que a duras penas lograban entenderse. No sé, también me irritan las
personas muy articuladas, a menos que posean cierto aliento poético, eso que yo
defino como la virtud de delirar sensatamente. Inexplicable, ¿verdad?
—Cualquier teoría es válida si corresponde a una situación real, aunque dudes
que pueda servirte para escribir. ¿Acaso no eres una irrealidad?
—Sí y no. Mi imaginación siempre prueba lo contrario. Sé cómo decirlo pero me
aburro... la fuerza, la violencia, la pasión, no están en las palabras; están, para mí,
en la convicción de mis sentimientos. ¿Qué te parece un libro que excluya toda
banalidad? Lo temporal e inmediato.
—Si es una pregunta, te responderé. Aunque lo temporal e inmediato no
necesariamente tengan que ser banales, la exclusión de «toda banalidad» harían
que ese libro, a mi juicio, se tomara demasiado en serio, y su solemnidad me
produciría un gran aburrimiento... No tienes que explicarte. He sido yo quien
mezcló los términos. Volviendo al asunto de la comunicabilidad con los demás,
permíteme una digresión y una cita. Es de D. H. Lawrence. La cita, por supuesto.
Según él, el hombre es un descubridor, un aventurero del pensamiento, un
aventurero de la vida, un aventurero de la emoción. Un descubridor de sí mismo y
del universo exterior. Y eso también lo aplica a la novela, que es o debería ser una
aventura del pensamiento, si es que ha de ser algo cabal. Pienso que el escritor
debe expresar sus intuiciones reveladoras, sus descubrimientos, ya sean las
aventuras de su corazón o las de su mente, en un lenguaje artístico, literario,
propio, creado a la medida y en función de su sensibilidad, su experiencia
personal y sus gustos estéticos.
—Podría estar de acuerdo contigo enteramente, pero estarlo no variará en nada
mis problemas. Te juro que ni mi sensibilidad, ni mis experiencias personales, ni el
idioma adquirido, elaborado, creado por mí mismo, sirven a mis ficciones. Te dije
que madame Castello tiene un buen culo y unas buenas piernas. Podría añadir
sus tetas. Despojando esas imágenes de sus valores puramente estéticos, su
anatomía quedará reducida a la simple apreciación de mi libido. Madame Castello,
entonces, como tú dices, es una realidad, que en la cama agotaría mi imaginación,
es cierto, pero que a mí particularmente no me serviría para ningún tipo de
recreación con voluntad artística, a no ser que pueda ayudarme para otros fines
extraliterarios, la confesión patética, o la certidumbre de una vigorosa vitalidad. Sé
lo que estás pensando; ella no es otra cosa para mí que un pobre objeto.
La conversación me había reanimado, olvidé el incidente de las gaviotas, el
infinito azul y la observación remota de Salvador. No había que temer, el sol ahora
no nos vigilaba. Me acosté cuando ya amanecía. Salvador estaba escribiendo. ¿Y
los muertos?
JARDÍN

Ciertamente las islas esperaban para hacerse a la mar. Esperaban. Las islas
ancladas al Golfo y al mar de los caribes esperaban. Las islas que servían y
amaban. Las islas que se alzaban en armas, combatían y odiaban esperando en
el Golfo y el mar de los caribes.
Para retribuir, para devolver ira a sus enemigos y dar el pago a sus adversarios,
han zarpado las islas.
Esperaban, esperaban ancladas.
Ciertamente las islas esperaban para hacerse a la mar, sin miedo al huracán, a
las bestias marinas, al furor de las aguas.
El monte como un ramo de olor al aire libre.
¡Ceibas y palmas reales, échense a andar la noche, el sol no se pondrá jamás;
la lumbre es vuestra!
Levántate y resplandece, en lo alto, fidelísima Antilla.
Porque las islas esperaban ancladas a los mares del centro de la Tierra y se
han echado a recorrer sus rutas de norte a sur, desde Oriente a Occidente.
Suenan sus instrumentos, sus ritmos, sus voces suenan con fuerza y brío
porque las islas para su día de gloria y alabanzas, vistieron sus vestidos de
rebeldía, sus colores, zarcillos, sandalias, ajorcas y cintas que ciñen y adornan su
belleza.
Cantan. Sus voces cantan a los muertos que están bajo su suelo, los que eran
de su seno y los que eran de lejos...
Y cantando partieron.
13

Había pasado toda la mañana escribiendo, sentado debajo de una guásima.


Escribía para distraer el malestar que le produjo su conversación con Aleida la
tarde anterior. En realidad no había sido una conversación, sino un intercambio de
monosílabos y algunas frases inconexas, sometidas seguramente al proceso de
un extenso y dramático monólogo interior. No sabría jamás lo que Aleida pensaba.
La soledad —se dijo— siempre prevalece en cualquier relación. Ellos no podían
ser distintos, ¿pero si lo fueran? Los demás parecen estar contentos, casi
satisfechos de sus vidas y de sus relaciones. Las de ellos, vida y relación, estaban
escindidas, tal vez porque ellos eran distintos. Pero, ¿qué sabía él de ella, qué
sabía ella de él? En el juego habían tirado una carta falsa y, conscientes del propio
engaño y ante la propia indefensión, habían retirado sus exiguas apuestas.
Hacia las diez de la mañana, sintiéndose mejor, entró en la cocina para leerle el
poema que había escrito. Entró leyendo en voz alta:
...al desgaste, al silencio:
las flores y la lumbre que entregara
el idólatra a su dios como ofrenda,
en vano, defendiendo
su afición por lo efímero.
Aleida, sin oírle, preguntó:
—¿Cómo es aquello?
—Como estar muerto —repuso sin mirarla.
—Dije aquello.
—Es igual, te digo que es como estar muerto.
Lo miró con severidad.
—Dejemos en paz a los muertos. Dime cómo es Nueva York.
—¿Por qué me preguntas eso?
—Para que me contestes —dijo Aleida mirándolo gravemente.
—Creo haberlo hecho.
—Una generalización tan vaga no puede ser una respuesta sincera.
—Lo es. No sé qué otra cosa pueda añadir después de lo dicho. Estoy
acostumbrado a sentirme en cualquier sitio como en mi casa, y no siento nostalgia
por volver a mis propios dominios.
Mentía, mentía deliberadamente, y mentir siempre le causaba un fatigoso enojo.
¿Por qué esa pregunta y no otra? ¿Por qué Nueva York, y no él?
Recordó la vieja pasión familiar por los lugares y las cosas, y ese vago recuerdo
lo entristeció. La mirada de Aleida se hizo más grave.
Prosiguió:
—Sin embargo, Nueva York me obsesiona, esa ciudad es un estado mental;
sospecho que realmente no está donde parece estar, sino aquí y aquí —repitió la
palabra golpeándose la frente y el pecho. Deseaba variar en lo posible la
definición que hacía Lila de Nueva York: «es un estado del alma», decía ella.
—¿Te sientes muy ligado a sus cosas?
Su tono le pareció más dulce y su mirada también.
—No...
Luego rectificó:
—Allí uno se instala definitivamente, aunque pase la vida trasladándose de un
lugar para otro, espontánea o involuntariamente. Es como estar muerto.
Aleida continuaba examinándolo con severidad:
—¿Lo dices en serio?
—Sí... ¿crees que podría decirlo de otro modo?
—Una nunca sabe.
—Tal vez me expliqué mal. No se trata de una metáfora. Es algo que le oí decir
a un amigo nuestro.
—Te has dejado impresionar por una frase, Alejandro.
—No es una frase, es un sentimiento.
—¿Ajeno o tuyo?
—Mío. Pero déjame explicártelo. Eloy vino a verme con unas cartas tuyas.
Comimos juntos. Esa noche me dijo muchas cosas contradictori as acerca de su
viaje. Me confió los proyectos que le habían traído a Nueva York. Tú los conoces,
más o menos los mismos que animan a gentes de todas partes del mundo para
dejar su casa, su familia, su país, y el propósito de regresar tan pronto se hubieran
cumplido. Pero me dijo que desde el momento de su llegada se sentía como un
muerto y que había perdido todo interés en hacer algo.
—Eso no define nada, mucho menos a una ciudad como Nueva York —dijo
Aleida. Atizó las brasas en el fogón. Puso a hervir la leche.
—Eso crees tú, pero Eloy fue mucho más concreto. Acababa de llegar a una
ciudad donde todo le era extranjero: las costumbres, la lengua, el clima... algo
parecido debe ocurrirles a los muertos. Su único contacto con la vida eran las
cartas que recibía de su familia. Temía que el tiempo y la distancia disminuyeran
la correspondencia hasta el punto de interrumpirla. No le faltaba razón, Aleida, ese
es el primer sentimiento que experimenta un emigrante... pero a mí no me gusta
hablar de esas cosas. Nueva York es, probablemente, el sitio más vital del mundo,
el más dotado de voluntad y energía.
Aleida le escuchaba atendiendo al timbre de su voz para ver si sus palabras, en
algún modo, denotaban amargura. Alejandro prosiguió con ansiedad:
—Podría preguntarte cómo es esto, cómo te sientes aquí, podría también
preguntarte a qué se debe esa pregunta tuya. Apenas hablamos.
—Porque tú no quieres —repuso Aleida humildemente.
—No es verdad. Admito que se me haga difícil una conversación en la que tú
preguntas y yo respondo. Como si fuéramos dos desconocidos. Más o menos lo
que hago cuando conozco a alguien y deseo mostrarle un especial interés. A
veces pienso que hubiera hecho un excelente confesor. No me mires con esos
ojos, por favor, lo digo en serio como lo otro...
--¡No lo repitas!
—Como tú quieras, pero pareces ofendida.
—No lo estoy. Si doy esa impresión de estar siempre a la defensiva es porque
he perdido la costumbre de hablar civilizadamente. Además no creo haber sido
jamás una buena conversadora.
—Eras un orador excepcional!
—Te creo. Tenía juventud y un entusiasmo irracional.
—De lo primero, aún te sobra, de lo otro... bueno.
—¿Qué?
—Nada. Iba a decir una idiotez.
—¡Dila!
—No quiero estropear este primer encuentro.
—Por favor, Alejandro, cualquiera que te oiga creería que en esta casa no se te
atiende debidamente.
—No tienen que oírme, bastaría que te oyeran, acabas de decirlo: no se me
atiende debidamente, como si yo fuera una visita.
—¡Basta de majaderías!
—Perdóname, y esto es lo último que me hubiese gustado tener que decirte. De
acuerdo con un viejo concepto tuyo sobre las relaciones familiares, hay palabras
totalmente proscritas. Palabras que expresan, y eso no es una invención mía,
cortesía, distanciamiento, urbanidad: por favor, perdón, lo siento, gracias y otras
por el estilo. En Nueva York se repiten cada dos o tres minutos. Es la lengua de la
gente civilizada. Te aporrean un pie y allá va el I’m sorry sir!; te hincan el codo
entre las costillas y sin mirarte, sueltan un excuse me, please y te dan las gracias
por cualquier indecencia. Con lo dicho tampoco trato de definir esa ciudad.
—Yo no te pedí una definición, te pregunté cómo era aquello.
—Insistes.
—Sí.
—Está bien, nada es como hubiésemos querido que fuera. Para mí, Nueva
York ha sido muchas cosas. Enumeraré las peores: soledad, fatiga, inestabilidad;
cuartos de hoteles y casas de hospedaje; interminables esperas en agencias de
trabajo para inmigrantes; libros leídos apresuradamente en todas las líneas del
subterráneo; compras en las gangas de las tiendas de segunda clase; escuelas
nocturnas para extranjeros; comidas en cafeterías automáticas y en restaurantes
españoles y latinoamericanos; noches del sábado en el hotel Taft y en el Victoria,
y otras veces en el Ateneo Cubano o el Club Caborrojeño, o en otros. A esto
puedo añadir: reuniones, tertulias, cines de barrio, desempleo, humillaciones,
frustraciones, deudas, créditos, ilusiones, ambiciones y sueños... total, lo mismo
que en cualquier pueblo de las islas de Cuba, incluyendo Deleite, o del mundo.
Mentía, mentía deliberadamente y lo había hecho con cierto tenebroso y
maligno placer. Aleida le escuchaba pacientemente, anonadada. ¿Por qué dijo
todo eso? ¿Qué beneficio obtenía poniéndose al descubierto? Pero Aleida parecía
no enterarse de su resentimiento, parecía no importarle. ¿Deseaba acaso
comprometerla con su fracaso? ¿Por qué lo había hecho? La curiosidad siempre
conduce a la decepción —pensó con dolor—. Deseó continuar pero Aleida se le
anticipó.
—No esperaba que me dijeras otra cosa y aún no respondiste a mi pregunta,
porque Nueva York tampoco es eso. Yo podría decir lo mismo de mi vida aquí,
solo que tendría que suprimir las tres cuartas partes de lo enumerado por ti, o
todo. Con ese material se hace una buena novela y no precisamente radial. No te
falta sentido de lo melodramático, el mérito estará en hacerlo trágico. Cualquier
situación, Alejandro, puede parecernos ridículamente patética, no así sus
implicaciones.
—Ganaste.
—No aposté a nada.
Encendió un cigarrillo. Aleida había comprendido. Nueva York no era igual a
ningún otro sitio, mucho menos al batey. Nueva York era algo que ni remotamente
ella podría imaginarse, era todo lo que ella y él y todos, el mundo entero, no era.
Nueva York era todo lo que falta en otras partes, lo que no es sino «aquí» en su
corazón y en su mente: una pasión. Era demasiado tarde para empezar de nuevo
su enumeración. Hubiese querido decirle qué eran los cafés del Greenwich Village
y de la calle 55, los restaurantes y bares del East Side; los museos, bibliotecas,
salas de conciertos, galerías de arte, tiendas de la Quinta Avenida y la Avenida
Madison, hoteles de lujo, joyerías, bancos, agencias turísticas, boutiques,
delicatessen, librerías, universidades, perfumerías, clínicas privadas, hospitales
públicos, salones de belleza, tonsorial shops, cines de arte, gimnasios, baños
turcos, tabaquerías, bowling alleys, institutos, edificios de apartamentos con
marquesinas, porteros y elevadores, proyectos de viviendas colectivas, parques,
plazas, industrias menores, clubes privados y nocturnos y oficinas: una fabulosa y
monumental botica en la que de verdad se vende de todo como en botica. De todo
lo que no hay en el batey, de todo lo que ella no había visto personalmente y que
en los libros y en el cine son palabras e imágenes, pero nunca cosas. No, ella no
podría jamás concebir de un golpe y como un soplo la expansión, el génesis y el
apocalipsis sucediendo simultáneamente. La memoria es una larga enumeración
de sensaciones que sólo se identifican si es posible nombrarlas, y hacerlo sin
premura, morosamente, con la lentitud venenosa del alcohol, de las drogas y el
sexo; es una perversión civilizadora. De todos los juegos que ellos inventaron con
las palabras: nombrar las cosas por su carácter y naturaleza; adjetivarlas sin
relación a cualidad o accidente; nominarlas adjetival-mente; adjetiverbizarlas,
nomiverbiadjetivarlas, les faltó uno: neoyorquizarlas. Nueva York era un party
privado, sofisticado, glamorizado, neurotizado por el café society, el international
set, y los «In», y era una feria popular, chillona, vital, burda, ingenua y ambas
cosas eran tristes, desoladoras, crueles. Nueva York era sus snobs, sus
intelectuales, sus diletantes, sus poetas, profetas y mesías, sus negras y blancas
profesionales, sus músicos y artistas, sus acróbatas y mimos y cómicos, sus
redentores, idealistas y reformadores, sus alucinados, desesperados, hechizados,
sus revolucionarios y evasivos e indiferentes, sus evangelistas y delincuentes.
¿Pero cómo era, cómo era, cómo era?
Recuerda. Alejandro recordaba.
Vieja ladrona de los cementerios,
de veras y sin tendernos cepos,
cara a cara, eternamente condenados
a disentir, en controversia, ninguno victorioso,
antes de que el sol mude sus límites
y de una vez, hablemos.
Aleida iba echando, lentamente, el arroz, como si contara los puñados,
temerosa de que no fuera suficiente. Sobre el techo comenzó a oírse un manso
resbalar de hojas, o de ratas, o tal vez gatos, que descendía al cemento del patio
ágilmente, en un tic, tic, tic melodioso. Llovía.
—¿Pensabas? —inquirió Aleida.
Recordaba las últimas líneas del poema que escribí esta mañana. Entré para
mostrártelo.
Otra impertinencia:
—Pero a ti no parece interesarte lo que escribo.
Aleida sonrió con simpatía:
—¿De qué se trata? —mostraba interés y sonrió nuevamente.
—Luego lo leerás.
—¿Por qué no ahora?
—Prefiero la conversación. No creo que el poema sea bueno, aunque surgió
espontáneamente. Me paso horas enteras debajo de esa guásima, escribiendo,
esperando el momento en que podamos conversar como Dios manda. Ayer
estuviste más reticente de lo que yo podía recordar.
—Tienes mala memoria.
—Para los nombres extranjeros, ¿no?
Y ambos sonrieron maliciosamente.
Aleida reflexionó:
—Debo ser yo la que tengo muy mala memoria. Me paso el día alelada,
distraída, fuera del mundo. No sabes el esfuerzo que tengo que hacer para
recordar la más mínima cosa.
—Si no lo dices, no me hubiera enterado. Tus cartas son extraordinariamente
prolijas. Podrías escribir un libro —dijo Alejandro.
Aleida lo miró en silencio, se había acostumbrado, por comodidad, a minimizar
las faltas de Alejandro, era la mejor forma de perdonarlas. En otro momento la
hubiera irritado esa desafortunada vocación de su hermano por literarizarlo todo.
Sin duda que sería un buen escritor.
—Te escribo poco y cuando lo hago me parece que tengo miles de cosas que
decirte. Me inhibe saber que vives en Nueva York y que un minuto cualquiera de
tus días vale por una eternidad.
—Basta que hayas dicho unas palabras para darme la razón. Vivo en la
eternidad: es como estar muerto —dijo Alejandro.
—Creí que íbamos a conversar en serio —dijo ella con cierta fingida molestia.
—No deseo otra cosa —repuso Alejandro—. De veras que no haber podido
hablar contigo ha sido espantoso...
—No exageres, ¿cuándo llegaste? Tarde, antes de anoche. Ayer dormiste como
un lirón y esta mañana te pasaste tres horas debajo de esa guásima. El tiempo
que has estado despierto lo hemos compartido.
—He pasado dos noches en vela, diciéndome: tan pronto amanezca, me voy a
sentar con Aleida y vamos a hablar hasta que uno de los dos no tenga nada más
que decir. Pero cuando he estado frente a ti, no sé qué demonios me pasa, o bien
me parece que todo lo que pueda decirte se va a convertir en un diálogo radial, o
que no tengo nada que decirte. Y eso sólo me pasaba antes, cuando te escribía,
nunca cuando hablábamos. A veces en la calle, en un bar, y hasta en una visita,
se me ocurrían mil cosas que deseaba supieras. Tan pronto llegaba a casa, era
como si las hubiera olvidado. Me sentaba frente a la máquina y todas, pero todas
las palabras desaparecían. Me quedaba en blanco, en puro blanco. Era como si
alguien, que por supuesto no era yo, pero que estaba dentro de mí, me impidiera
pensar, recordar, escribir. Me avergonzaba esa absurda idea de pensar que la
gente no habla como yo y me sorprendía a mí mismo en la calle o en cualquier
otra parte, tratando de oír lo que la gente decía. A veces les oía pero sin
entenderles bien. Entonces me pasaba las santas horas recuperando un sonido y
cuando lograba reunir dos o tres o más, para formar una palabra, y tenía la
palabra compuesta, olvidaba su significado. Lo peor de esta situación es que no
podamos hablar.
—¿De dónde has sacado esas ideas? —preguntó Aleida.
—Por Dios, Aleida, no son ideas, es una realidad.
—Pero tiene que haber alguna razón para que te sientas de ese modo.
—Claro que la hay, sólo que yo no sé cuál pueda ser.
—Eso no puede ser cierto. Prefiero pensar que realmente no tienes nada de qué
hablar conmigo —dijo Aleida.
—Si se tratara de ti podría darle una explicación, pero es que me sucede lo
mismo con todo el mundo.
—No sabía que frecuentaras a tanta gente.
Su ironía lo conmovió. Ella no había perdido su ingenuo sentido del humor.
—Yo tampoco.
Estaba sentado y estiró las piernas, cruzándolas. Aleida puso varias cucharadas
de azúcar en el arroz con leche.
—De todos modos —dijo Alejandro, eso de estar pendiente de todo lo que dicen
los demás para someter al propio juicio lo que uno dice, no es cosa de bromas, es
cosa de locos.
Encendió otro cigarrillo. Era el cuarto que se fumaba. Fumas demasiado. Los
recuerdos dolorosos y penitentes. En el San Remo están las negras profesionales
con el pelo algodonoso, alambrado, engrifado: kinky. ¿Qué hacen cuando no
toman whisky o fuman o miran de reojo a los que pasan por su lado? Esa luce
muy bien. ¿Me la presentas? Si quieres, sí. Salvador las conoce a todas. La del
vestido marrón le ha sonreído. Si la Dama del Dragón la viera. Discrimina a las
negras. Le bastaba con Aunt Jemina. Pero esa con la cabeza de estopa es
monumental. ¿Qué diría Ianita? ¿Todavía pasará el peine? Debe mandarle uno de
esos productos más civilizados. Peines calientes y vaselina sólida. ¿Será Peola?
No tanto como Merle Oberon pero deben gustarle los blancos porque le ha
sonreído. Nueva York está toda llena de blancas profesionales. No todas son
blancas pero llevan la cabeza platinada, albina. Blancas de velos y mitones, de
sombreros y parasoles a lo aristócrata del sur de Margaret Mitchell. Prefiere a las
negras. Discriminación a la inversa. Son más variadas. Las hay de todos los tonos.
En cambio, las escandinavas son todas blancas profesionales, de un blanco
lechoso, nevado, alabastrino, oso ruso blanco, mariposas, émulas de Blanca
Nieves y todos los lugares comunes del blanco, incluyendo a Carole Lombard y a
Moby Dick, con el pelo suelto, lacio, bien disimulado el tratamiento Roux, los
enjuagues oxigenados y la laca pulverizada: «Mary, Peggy, Betty, Julie, rubias de
New York.» Gardel se tiró algunas. Abolida la discriminación. Esta noche prefiere
a esa negra que le está sonriendo.
—Ya que no podemos cambiar de ciudad, cambiemos de tema. No sé por qué
nunca creíste en la posibilidad de un viaje a Nueva York. Casi medio batey se ha
dado su vueltecita por allá. Siempre quise que vinieras. Elijamos un tema. Haz-lo
tú, pero por favor, que no sea la literatura.
—Es lo único que realmente te interesa, ¿verdad? —dijo Aleida.
—Sí, pero no ahora. Me gusta servirme de la memoria para otras cosas.
Recurrir a la literatura es un síntoma de perversión primitiva, de retroceso
espiritual...
—Eres un frívolo —dijo Aleida.
—Y un snob y un salonier and the court jester...
—Estás haciendo literatura como ahorita con tu miedo a olvidar las palabras.
—Sí. Selvas y ríos, barbarie y civilización, lo maravilloso, la hipérbole, la
ingenuidad primitivista, el color local, el regionalismo. Todos somos cultos y muy
bien informados...
—¿Quiénes?
—El público lector. Más rápido, Aleida, más rápido...
—¿No serán los escritores?
—¿Quiénes?
—¡No sigas!...
—¿Quiénes, Aleida, quiénes?
—Te esfuerzas en vano, no saldrá , no volverá a salir... lo hemos olvidado...
—A ellos les pasa lo mismo que a mí contigo: complejo de erudición, de
abundancia verbal, de imaginación desmedida... pero ¡basta!
Había encendido otro cigarrillo y lo lanzó afuera. Se puso de pie y caminó hasta
la puerta. Miró hacia el patio, los árboles bajo el aguacero le recordaron un cuento
de ciencia ficción. En Marte la lluvia era azul. Entonces entró la gallina.
—Desde que amanece y pongo los pies sobre el suelo, empiezo a pensar en lo
mismo: cómo es tu vida en Nueva York —dijo Aleida.
—Es como estar muerto —dijo Alejandro, mirándose las manos.
—¡Vaya obstinación!
—Subjetivismo, querida.
Aleida no pudo más que reírse.
—Al fin, te conmuevo...! —dijo Alejandro.
Aleida hizo un mohín.
—Te pareces a Scarlet O’Hara —dijo Alejandro soltando una carcajada.
—No seas cruel, me parezco a Vivian Leigh.
—Aleida...
Sintió un temblor que le oprimía los labios. Estaban jugando a ser artistas de
cine. Alejandro nunca se decidía a tiempo por el actor que él debería ser.
Hortensia le acusó de comportarse como Jack el Destripador, pues Alejandro,
decía, no se conformaba con ser un actor determinado, sino pedacitos de muchos:
—Es un poco Dr. Jekill, un poco Mr. Hyde: el ruiseñor y la rosa .— Y Lila era
Ava Gardner; Hortensia, Olivia de Havilland; Carlotica, Joan Crawford; Mimina,
Shirley Temple, y Aleida, Jean Harlow. Cada una de ellas defendía
entrañablemente a la efigie elegida. Carlotica subrayaba los atributos de su
personalidad. A él no le gustaba mucho ese juego, pues estaban obligados a decir
las razones por las cuales se hacía la selección y a él le parecía ridículo exponer
las virtudes de tal o más cual actor; sobre todo lo indignaba la hipocresía con que
los varones, al parti cipar en el juego, eliminaban las características físicas del
artista, y el lugar de Clark Gable era ocupado por el capitán de Motín a bordo o
Rhet Butler. Todos gritaban al mismo tiempo. Mimina corría de un lado para otro
cantando: «Tú eres Charlie Chaplin, yo soy Shirley Temple; tú eres Shirley
Temple, yo soy Charlie Chaplin.» Alejandro temblaba de ira, quería estrangularla.
Carlotica discutía con Hortensia: «Joan Crawford tiene más personalidad que
Olivia de Havilland y es más bella, más bella y más bella.» Aleida se puso de pie y
desde el centro de la veranda gritó: «Cállate, emperatriz, no todas podemos ser
Joan Crawford.» Y Carlotica le ripostó: «¿Y quién quiere ser Jean Harlow?»
Alejandro temblaba de miedo. Carlotica se retiró del juego diciendo: «Entonces, no
quiero ser nadie, ¡nadie!» Mimina quiso contentarla: «Si quieres te doy a Shirley
Temple. » «No la quiero, quédate con ella, farfulló Carlotica, yo soy Carmen
Miranda.» Y Hortensia fue Mona Maris, y Lila, Loretta Young, y Aleida siguió
siendo Jean Harlow. Alejandro no quería ser nadie y todas le recriminaron su
excesiva vanidad. Se sentía avergonzado y con mucha ira y miedo.
—Me gustaría ser Ashley Wilkes... —dijo Alejandro, y se le ensombreció el
rostro.
Aleida tenía los ojos fijos en el dibujo que las patas fangosas de la gallina
trazaron sobre el suelo. Parecía concederle una especial importancia. La gallina
estaba arrinconada entre la pared y la nevera.
Alejandro entraba al sótano de Macy’s por unos calcetines y unas corbatas,
quería aprovecharse de una Ganga Especial BE THRIFTY, MACY’S THRIFTY.
Nueva York es un estado del alma: una pasión. Si pudiera decírselo, confiárselo.
Nueva York está llena de músicos y artistas epígonos del último «ismo»,
propagadores del presente, precursores del próximo:
—pppppppp
—Dijiste?
—Nada —pensó en la artificialidad del diálogo. Hemingway no hubiese podido
hacerlo parecer más natural. Pero así no habla la gente. La gente habla en un
torrente. Escritura automática.
—Nos pasábamos la vida apostando al que dijera con menos palabras la mayor
cantidad de cosas, ¿recuerdas? —dijo Aleida—. Economía de medios.
Sí —no quería mirarla. La conversación natural es un aluvión como Nueva York.
«¿Qué ángel llevas oculto en la mejilla? » Nueva York era de fango como el primer
hombre, a imagen y semejanza de Dios, como la estatua gigantesca del sueño de
Lila: el esplendor y la decadencia de una sociedad: cabeza de oro, pecho y brazos
de plata, vientre y muslos de cobre, piernas de hierro y pies de hierro y barro. Así
era Nueva York.
En la memoria no acontecen las palabras, sino un alud de imágenes, una
estampida de cosas neoyorquinas, y él no sabe cómo carajo va a sacárselas de la
cabeza, del corazón, son muchas y están todas apiladas, encaramadas sobre su
corazón entenebrecido. Una forma sintetizadora de expresar a Nueva York con
palabras, es decir, con cosas, sería reproducir en su totalidad y de un golpe El
jardín de las delicias de Bosch, como lo haría Lila (era su modo de referirse al
batey): calle por calle, casa por casa, familia por familia. Desde la calle 8 hasta la
calle 242, sería fácil, la cosa se complicaba a partir del Village hasta Battery Park y
el East End. Después de todo Nueva York no era otra cosa que una gigantesca
botica, y el hecho de que él identificara las cosas con personas, situaciones y
palabras, no la haría un ápice distinta: Nueva York era un arsenal de cosas
inanimadas, de alambres muertos, de cristales trizados, de asfalto derretido, de
piedras calcinadas, de hierros retorcidos y concreto y madera derrumbados:
escombros congelados en su memoria, si ella quisiera...
—Aleida, por favor, juguemos...
—¿Jugar? ¿A qué?
—Juguemos a lo que quieras, a los vidritos, a las palabras, a las cosas.
Su desesperación aumentaba en la misma medida en que sufría.
—No podemos —dijo ella con desaliento.
—Sí, Aleida, si tú quisieras...
—¡No sé, no sé!
JARDÍN

Y vamos con las islas.


En el primer momento faltaron los fugitivos.
En el primer momento faltaron aquellos que aún no han regresado... después
faltaron otros. Sin embargo, con ellas vamos todos.
En cada puerta, en cada claraboya, hemos puesto una placa roja y negra que
dice a todos: «Gracias.»
En las primeras horas el barco era una fiesta: besos, abrazos, lágrimas y una
palabra: «Gracias.»
Ianita quiso que esa tarde me estrenara mi traje azul marino con estrellas
blancas y un ancla roja en la pechera. Ianita me peinaba diciéndome que si ella
volvía a verme con el pelo revuelto me iba a pelar al rape. Aurora no quería salir
de su camarote. Estaba limpiando a sus santos, con agua y miel y aceite, a sus
santos de palo. Y a los de yeso los limpiaba con agua de colonia. Tenía que
cocinar para ellos y no le dio la gana de ponerse a cocinar para toda esa gente
que ella no conocía. Aurora, extrañamente, parecía imitar a tía Clara:
—Sabe Dios quiénes son. Por una vez y para siempre quiero que sepan que no
somos todos iguales. Yo no quiero ahorcar a ningún blanco, ni quiero ser verdugo
de nadie.
Aurora se pasaba las horas riéndose de lo lindo, pensando en ese refrán y
sintiendo que por primera vez no se le arrugaba el corazón como una pasa.
Ahora sí llegaremos a Sabanas, eso parece.
La gente parece más gente que nunca.
Todos parecen niños. Se comportan y juegan como niños. Ahora todos pueden
entrar a un parque, eso creo. Es como el día de Reyes, como el día de las
Madres, como el día de mi cumpleaños, como el día que entremos a Sabanas.
Me alegra tanto ser un niño. Me alegra tanto estar aquí. Si alguna vez me
hubiera ido, como soñábamos Aleida y yo, ahora tendría que regresar, y me
hubiera perdido esta fiesta y los cuentos que durante esos años se contaban en
casa. ¡Qué bueno es ser un niño; saber que soy un niño!
—Es como antes, como en el 95 —decía papá.
Y mamá, inmediatamente, subrayaba:
—Es como en el 68. Igual que en el 68. El mismo espíritu...
Y papá:
—Pues no lo es. Esta Revolución es de los hijos, está hecha por los hijos; no
por los padres. Igual, exactamente igual al 95. La han hecho blancos y negros de
la ciudad y el campo.
Y mamá:
—También la hicieron en el 68.
Y papá:
—Era otra gente, estos tienen ideas más radicales, como en el 95. En el 68
nadie hubiera pensado en repartir la tierra.
Y mamá:
—En el 95 nadie hubiera podido ni siquiera pensarlo. No es la gente, son los
tiempos. Ahora se podrá hacer, pero antes no.
Y papá:
—¡Qué más no da, mujer! Lo bueno es que se haga...
Y mamá:
—Lo mejor de todo es saber que desde las doce en punto zarpamos y es como
si estuviéramos todavía en casa. Sin pergaminos, ni documentos, ni equipaje.
Saber que Alejandro mañana irá a la escuela como de costumbre... Y Honora
está en su casa con Raúl y sus hijos... y Rubén y Ricardo están con sus mujeres y
sus hijos en sus casas, y Raciel... y Aleida...
Mamá se ha puesto triste.
—También él, también Sergio y los demás nos acompañan, Leonor. Todos van
con nosotros —dice papá y se mira las manos temblorosas—. Sabanas es de ellos
y por ellos, Leonor, tendremos que edificarla desde sus cimientos... nos la dieron...
con sus vidas nos dieron a Sabanas.
Lo sé, Ignacio, lo sé... Cuando lleguemos a Sabanas levantaremos en el centro
de una gran plaza un monumento con todos sus nombres...
Mamá está llorando. Papá disimula la tristeza, el dolor que le causa oírla. Ella
es como una niña. Mamá se ha pasado la vida coleccionando nombres. Mamá
quiere a la gente, pero parece que sólo la quiere cuando sabe sus nombres. Con
los lugares, los ríos, las montañas, los árboles y las flores le sucede lo mismo.
Mamá es una niña. Quiere a las cosas que conoce y para ella no hay otras, no
puede imaginar que haya otras.
—Ya estaré vieja —dice— cuando termine de aprenderme la historia de sus
nombres, cada uno de ellos, iguales y distintos. Sólo seré feliz cuando sepa
quiénes eran y cómo eran y las cosas que hacían antes y después de ser ellos, el
mismo... me moriré de pena si descubro que me falta uno sólo... ¡y son tantos,
Ignacio, son tantos...!
Y ellas van por los mares cantando...
¡Qué bien se vive en este camarote!
Tío Ricardo parece ser el hombre más feliz de la tierra. Dos veces los rebeldes
se llevaron la cadena al cuartel y dos veces los administradores la pusieron de
nuevo. A la tercera vez, los rebeldes la hicieron pedacitos de hierro. Ya no hay
cadena que divida la carretera entre los dos centrales.
Aleida, siempre activa, no para un minuto en su camarote. Pasa el día y la
noche reunida con gente que nunca vimos antes. Gente de Bayamo y de Trinidad,
de Nuevitas y de Güines, de Jagüey Grande y Los Palacios, de Sancti Spíritus y
Rancho Veloz, de Cienfuegos y Unión de Reyes, de Guantánamo y Guane.
Cuando está en casa dice que en Sabanas vamos a construir veinte mil aulas y
vamos a electrificar todo el país, desde Guanahacabibes hasta Jauco.
El mar está tranquilo. Es todo él un bolso azul de mostacillas de distintos
azules. El barco es verde con manchas amarillas y algunos punticos de colores. El
cielo es como el mar, pero más quieto. Y el aire es suave y lento. Todos, el mar, el
barco, el cielo, están de fiesta, al aire libre; mientras las islas cantan...
14

Arranqué el papel de la máquina de escribir. Encendí un cigarrillo. Fumaba


infatigablemente. Crucé el cuarto y miré hacia afuera. Llovía. Mañana no iré al
trabajo. Esta noche no asistí a clases. Si sigo como voy terminaré arrojándome al
mar por un despeñadero, como los puercos bíblicos. Me siento cansado. Vuelvo a
la mesa, tomo el papel y lo leo con cuidado, contando las palabras. Doscientas
cuarenta y cuatro. Me sobrarán cien. Otras doscientas más para eliminar
cincuenta. ¿Cuándo empezaré a escribir correctamente? Hasta muy entrada la
tarde no me fue posible sentarme y redactar estos párrafos. En ellos comparo
arbitrariamente las cosas más disímiles. Este nuevo fracaso debo atribuirlo al
hecho de haber bebido demasiado anoche. Regresé tarde a casa. No escribo bien
porque no pienso bien. Estuve en el Sweet Loaf & Swam, hablando con Teddy, el
bartender. Oyéndolo se me ocurrió que es necesario restituir a ciertas metáforas
su valor antiguo. Teddy equipara todo lo que se halla a su alrededor, sin hacer
ningún tipo de distinción, con las virtudes de su «favorito», pese a que,
invariablemente, pierde. El Sweet Loaf, en boca de Teddy, se transfigura en un
hipódromo: el Acueduct, el Belmont Park o el Jamaica, según corresponda a sus
diarias apuestas. Se aferra a un vocabulario obstinadamente hípico. Le pido una
cajetilla de cigarrillos Pall Mall y en el momento de entregármela me dice que
estos cigarrillos son como las patas de Free Lance, nunca demasiado fuertes,
nunca demasiado débiles, siempre justos; un trago de Black & White, el whisky
escocés con carácter, posee el brío y la fogosidad de Tattooed Indian; la fortuna,
la fama, la gloria de tal o más cual cliente, la ha ganado «por una cabeza», y la
«raya» es el límite entre la ventura y la desgracia, entre el fracaso y el triunfo. Para
la imagen más remota, más opuesta a su «vocación», encontrará un símil preciso.
Oyéndole anoche empecé a considerar los riesgos que corren algunos poetas
obsesionados por la ilusoria pretensión de originalidad. Por tratar de expresarse
novedosamente caen en los errores más miserables, odiosos y groseros. Teddy
es un hombre discreto, aunque a veces exceda los límites de la prudencia. Dijo
algo anoche que me hizo recordar una canción en la que el amante, antes de
partir hacia tierras lejanas, desea hacerse un rosario con los dientes de su amada.
Imaginé a la doncella anegada en lágrimas de júbilo y gratitud, de fidelidad eterna,
mientras el dentista extrae de sus sangrantes encías cada una de sus marfileñas
piezas; imaginé al mancebo ensartándolas en un doble hilo sintético; luego a la
doncella desdentada despidiéndolo en el muelle y al joven mostrándole el rosario,
prueba de constante devoción y fe hacia ella. Sentí que me salía de la boca un
sonido que en ese momento no logré identificar, pues se confundía con una
carcajada y una arcada. Corrí al Gents.
En la calle me propuse devolverle inmediatamente a la amada sus dientes y al
negro, su cuervo; al blanco, su leche; a la hermosura, su luna; a la claridad, su sol;
a las flores, su fragancia; a los labios, su grana; a las especies, su aroma; a las
aguas, sus arroyos; a los leones, sus guaridas; a los tigres, sus montes; al
sahumerio, su incienso; al amado, su amada, y a Salomón, su viña. El resultado
de aquella reflexión son estos párrafos donde los cabritos son coronas, las gamas,
higos; las calles, palomas; las cabañas, ovejas; las manadas, ríos; las manzanas,
pies; el marfil mirra, y, entre las doscientas cuarenta y cuatro palabras, las
concubinas Amminadab, el amado, la Sulamita, y Salomón, la pequeña hermana
que no tiene pechos.
Afortunadamente no puedo sentir más que cierto grado de indiferencia hacia mí
mismo. ¿Cómo podría de otro modo proseguir mi acostumbrada vida diaria? He
gastado casi seis años oyéndome teorizar, sin poder fijar mis experiencias y
conocimientos en cosa alguna. He esperado con vehemencia la aparición de ese
ángel tutelar que resolviera mágica-mente mis conflictos. Me irritan las palabras, la
sucia luz de la lámpara, el cuarto en desorden, la humedad, el olor a comida
congelada que hay en la cocina, a ropa sudada que hay en el baño, a humo y
nicotina que hay en todas partes, y el compromiso de encontrarme con madame
Castello el viernes para reunirnos con unos amigos y pasar el fin de semana en
Trenton, a tres millas del hospital donde su marido, en una cama, se mira durante
horas las piernas enyesadas. Es una mujer odiosa, pero me gustan sus mimos y la
declaración incestuosa de que le recuerdo a su hermano que vive en Montevideo,
ingeniero civil, casado y con hijos.
Reviso el papel y lo abandono nuevamente, esta vez sobre la cama. Lo leeré
más tarde, cuando el cansancio y el sueño no me permitan pensar en tanto
concepto idiota. Un ideal de decencia al que me elevaría si me fuera posible. Las
cosas no son verdaderas, trascendentes, solo porque se traten con elegancia. El
día se me ha ido entre las sábanas y ese papel con doscientas cuarenta y cuatro
palabras. Mientras haya todavía tiempo no rechazaré ningún ofrecimiento de su
parte. Es inútil toda reflexión, la veré el viernes, este y el próximo. No todo lo que
se corrompe es malo. No puedo desafiar todas las leyes de la naturaleza humana
y conservarme incorruptible. Si Salvador no hubiese insistido tanto en la pobreza
de mi expresión; si no hubiese señalado cada uno y todos los errores que
encontró, errores mayores, escribiría incesantemente. Pienso mal, escribo mal,
como mal, bebo mal, duermo mal, escribo mal. Tendré que cerciorarme el próximo
viernes si fornico mal. Alguna cosa haré‚ bien, ¿no?
No existe ningún modo posible de recuperar las cosas en su totalidad, de
recuperar las cosas perdidas. Uno se sienta en un rincón y enciende la lámpara,
toma un libro para leerlo, lee un párrafo, dos, tres; uno está leyendo, mirando las
palabras reunidas, unas siguiendo a las otras, de lo más obedientes, muy bien
educadas, respetuosas; eso parece, eso cree el papel, pero algunas saltan, dan
un vuelco en el aire, se descarrilan, corren a toda velocidad, precipitándose en no
sé qué abismo de la memoria, del corazón, del estómago. Otras se detienen,
calladitas, meditabundas, tristes, y no hay quien se atreva a moverlas, no hay
quien, ni siquiera a empellones, a latigazos, a mordeduras, bofetadas, trompones,
escupitajos y maldiciones, las haga moverse, sacarlas de sus casillas, irritarlas,
ofenderlas, humillarlas, porque ellas han dejado de interesarse en lo que pueda
pasarles en lo que pueda decirse de ellas, o hacérseles. Así son los recuerdos,
como las palabras, así mismo, fugaces como un relámpago o estáticos como la
piedra del rayo enterrada en el monte. Todo se mueve a su alrededor, los
animales, la yerba, las raíces, las hojas, las pisadas, la misma tierra, menos ella.
Así son los recuerdos, sustentándose de otras vidas, nunca de sus propias vidas.
Un olor, un sonido, una imagen, un gusto, un contacto, el menor, el más efímero e
insignificante, basta para que el cáncer de los recuerdos empiece a desarrollar sus
infecciosas células, a comer por aquí y por acá , todo, absolutamente todo lo que
esté a su alcance y lo que ronda más allá.
Uno está conversando, oyendo las palabras que dice, obedeciendo al impulso
que las saca afuera, desde los lugares más recónditos de la mente, del corazón,
del estómago. Algunas, las más audaces, salen de los testículos; y por debajo,
sumergidas en la sangre, fluyen otras palabras, que representan, o identifican, o
simulan otras cosas, algo que no se ha hecho recuerdo, que está en ese momento
naciendo, creciendo, muriéndose.
Uno está pensando y es como caminar detrás de un carro fúnebre que carga el
féretro donde van muertas todas las palabras. Uno camina despacio, en silencio,
ensimismado y solo, con mucho miedo, atribuyéndoles todas las virtudes
concebibles, disculpándoles sus defectos, negándolas. Otorgándoles lucidez,
coherencia, profundidad, veracidad, exactitud, creyéndolas infalibles, todo espíritu
purificado y purificador. Y uno las cree conciencia de todo lo creado y las recuerda
con gratitud y nostalgia, confiándose a la sabiduría que uno les confiere.
No fue por aprender todas las palabras, conocer sus significados, aplicarlas
correctamente, proveerlas de experiencia y memoria, distinguirlas de acuerdo con
la función, servicio y provecho que prestaran a mis propósitos (ignoro cuáles
pudieron ser entonces), que me fui quedando solo con ellas, oyéndolas,
diciéndolas, leyéndolas, pensándolas. Fue para escribirlas (eso lo sé ahora).
Muchas veces, en el transcurso de una de esas largas peroratas sobre literatura,
en las cuales se embiste a tal o más cual autor por el uso o abuso de las palabras
con una ferocidad que sólo la envidia, el desamor o la inseguridad puede explicar
—no se me ocurren otras razones, tratándose de gente del oficio, versada en esa
disciplina—, he recordado nuestros primeros juegos verbales.
Fue Lila —prefiero pensar que no fui yo— quien inició esos juegos. Aleida
despreciaba, por vulgares, las jerigonzas que los niños en la calle y en la escuela
usaban para ocultar de los demás sus pláticas. Suprimidos por completo los ti
(titutietirestiuntibotibo) y los aguara, emoyer, isimí, ofol, ucuchú
(tucuchuemoyerresfemoveraguara), creamos otros, nada ingeniosos e inútilmente
complicados por la fanática devoción de Aleida a la pureza del lenguaje. Inventar
nuevas palabras correspondía a los poetas, algo que ella respetaba
profundamente. Jugar con ellas debía ser divertido, pero nunca irreverente. Así un
verboadjetivizado, por ejemplo, correr despacio, sería codesrrerpacio, un nombre
verbia-djetivizado era cacodesbarrerpallocio, atendiendo a las palabras caballo,
correr, despacio. La supresión de artículos, preposiciones y conjunciones creaba
dificultades insuperables. La fórmula era exactamente igual a la que siguen las
jerigonzas conocidas; mezclábamos las sílabas en el mismo orden que componían
las palabras. El juego era torpe, aburrido, desesperante. Casi nunca sabíamos de
lo que hablábamos, y pasábamos de una extensa oración incomprensible a
silencios irritantes. Pero nos ejercitábamos en la acción de abolir uno de los
prejuicios más frecuentes: la discriminación a las palabras. El gusto por las
palabras nos expuso a los mayores peligros. Admirábamos un texto no por lo que
decía, ni siquiera por la corrección con que estaba redactado, sino por la cantidad
de palabras utilizadas; mientras más, mejor. Aleida se enfurecía. La aterraba
pensar que pudiéramos sustituir las ideas por las palabras. Lila y yo sosteníamos
que cada palabra representaba una idea viva, independiente, libre.
Tengo miedo a pensar, a sentir, que he perdido para siempre esa alegría, ese
asombro que, a través de las palabras, los sentidos le transmiten al alma. Debo
haberlos perdido; de lo contrario, ahora llenaría cien, mil cuartillas con un millón de
cosas, que me rozan la frente, la boca. ¿Debo o no insistir en vivir como un
artista? No basta mi curiosidad. Me arden los labios, necesito un trago, dos, diez.
Necesito salir, hablar con alguien, repetir cualquiera de los cuentos triviales de mi
casa, repetirlos sin esfuerzo y con entusiasmo. Necesito sentir que la noche no es
esta casa sola, llena de libros, muebles, cuadros, humo, ceniza y colillas. Esta
casa llena de palabras habladas, leídas, pensadas, escritas o por escribir. Yo no
hice esta casa para mí. Se hizo por él y para él, y aquí están todas las cosas que
fue eligiendo, desde nuestro primer encuentro en casa de Lenz. Algunas de estas
cosas han rodado por todo Manhattan desde Bleecker Street hasta Washington
Heights, desde Irving Place hasta Morningside Drive. Las cosas se escogieron por
su confort y belleza, pocas veces porque fueran necesarias. Aquella silla la
compramos porque era una réplica del diseño de Mies van der Rohe para una silla
conchoi-dal, y esa cómoda de caoba early american design porque era una pieza
exclusiva del mueblista John Widicomb, y los demás muebles por idénticas
razones. Y todo por el simple pretexto (cada vez más complicado) de vivir como
un artista.
El viento pasa sobre el puente y no encuentra el río. No creo poseer una
verdadera vocación por las letras. Todo esto pasará con los años, aunque no cese
de soñar. Amo y apetezco, me deleito con las cosas que están en mi memoria. Me
gusta esa mujer, quisiera ser ese hombre. Conversan más de lo justo acerca de lo
que debe ocurrir. El viento pasa sobre mi cabeza y me borra todo pensamiento.
Quisiera ser esa mujer, me gusta ese hombre. Esta situación es más deplorable
que la primera. Todo se mezcla deliciosamente, lo ausente y lo presente.
Supongamos que no entiendo la significación de estos deseos. Supongamos que
no los tengo. Supongamos que los imagino para crearme distintas situaciones.
Pero ese hombre y esa mujer andan en la calle, cogidos por la cintura, a veces
mirándose. Él se inclina y la besa. Ella se levanta sobre sus talones y se deja
besar. Ella también lo besa y sus brazos le rodean el cuello. Mi temor al viento es
pura superstición. El viento pasa y no encuentra qué remover. Mi emoción es
visible, tanto que ambos han vuelto sus rostros hacia el mío. Parecen
complacidos. Si esta pesadilla se desvaneciera. Necesito sentir, como estos
amantes de una noche, que la ciudad está llena de miradas, de sonrisas, de pasos
que vienen hacia mí, de voces que me llaman dándome un nombre,
identificándome con las calles y las casas que el viento hace cambiar de posición,
removiendo sus huesos enterrados. Esos muchachos juegan entre ellos como si
estuvieran en un campo de pelota, se gritan y golpean como los niños y cantan.
Llamaría a Herminia. Debo esperar al viernes. Hace dos años esta situación me
hubiese parecido ridícula, en mí no la hubiera concebido. Ellas venían por su
cuenta y cuando menos uno las esperaba. Una manecita enguantada que toca el
timbre y entra despojándose del sombrero, el abrigo y los guantes. Alguna, tal vez,
vino buscando el calor, la compañía inmóvil, gris, imperturbable del radiador, un
trago de whisky o una taza de coffee. Se descalzaban para sentir en los pies
mojados y fríos la suave, mullida, cálida alfombra, y terminaban desnudas,
transpiradas, el cabello revuelto y los brazos y las piernas enredadas entre la
sábana y mi cuerpo, laxos, indefensos, abandonados, con un olor a saliva y
cosméticos, a saliva y perfume, a saliva y nicotina y whisky, a saliva y desodorante
y sudor; con ese extraño olor mezcla de piñas y mandrágoras. Y con un sabor a
todas esas cosas y otras menos percibibles. Venían a cualquier hora del día y de
la noche, con cualquier pretexto o sin ninguno. Algunas anunciaban por teléfono
sus visitas. Otras, simplemente, llegaban, y más de una vez no pude responder al
insistente timbre de la puerta. Otra ocupaba la cama.
Caminando hacia el Sweet Loaf & Swan, toda esta noche sin estrellas, sin luna,
sin cielo, huele y sabe a ellas. Todas las cosas y los lugares exhalan ese
hechizante olor. Y de todas partes de esa vidriera, de ese anuncio lumínico, de
esa marquesina, de esa cabina telefónica, de los tragantes y el pavimento, de los
carros que pasan y se detienen y siguen con una respiraci ón entrecortada,
anhelante, salen sus suspiros, sus balbuceos, quejas, tímidos ronroneos de gatas,
gritillos y ese inconfundible ay de desvanecimiento y recuperación de los sentidos,
que estremece la cama y rebota contra las paredes y baja al piso alfombrado y
sube al cielo raso y se escapa por la ventana, agitando las frondas de los árboles
del Riverside Drive y las aguas del Hudson, o confundiéndose con los ruidos
humanos, mecánicos y divinos de la multitudinaria Washington Square, o
apagándose en la placidez provinciana del Morningside Drive, o aquietando las
frondas de los árboles del F.D.R. Drive y las aguas del East River, bajo las lluvias
frescas de abril, o el sofocado aliento de agosto, o la aplastante inclemencia de
enero, poblando toda la ciudad de un ritmo armónico, percutivo, íntimo, como el de
la circulación de la sangre y las aguas.
Así debe escribirse, como quien hace bien el amor. Tendríamos escritores
excepcionales, tantos como aquellos que saben hacerlo bien. La literatura toda
estaría hecha por genia-lidades femeninas. Las 29 jornadas de Sodoma y
Gomorra, El cantar de los cantares, Alicia en el País de las Maravillas, Fedra, La
Celestina, Electra, el Decamerón, Madame Bovary, Ifigenia, Ulises (en particular el
monólogo interior de Molly Bloom), Las palmeras salvajes, Camille, Romeo y
Julieta, El amante de Lady Chatterly, Santuario, Yerma, Fiesta, Justine, Cecilia
Valdés, Las mil y una noches, Nadja, Las impuras, Safo, Trópico de Cáncer, Santa
Juana, Ann Christie, Trópico de Capricornio, María Estuardo, Manon Lescaut,
Nana, Teresa Raquin, María, Doña Bárbara, La casa de Bernarda Alba, Carmen,
Amalia, Ana Karenina, Hedda Gabler y Doña Rosita la Soltera. Toda esta lite-
ratura, de haber sido escrita por mujeres, que revelaran cabalmente, sin reservas
ni inhibiciones, las aventuras del pensamiento, las emociones, las intuiciones y
reacciones femeninas, con sus suspiros, balbuceos, quejas, tímidos ronroneos de
gata, gritillos y ese inconfundible ay de desvanecimiento y recuperación de los
sentidos; desnudas, transpiradas, indefensas, en abandono y laxitud total,
enredadas entre las sábanas y las piernas y los brazos del hombre, descubriría en
nosotros, con toda seguridad, ese lado oscuro del alma que nos oculta de
nosotros mismos y del universo exterior.
En el Sweet Loaf & Swan está la gente de costumbre. Teddy, naturalmente,
sirviéndoles de diversión. Acaba de perder, apostando a las patas de su
«favorito», el sueldo de una semana, incluyendo propinas. Pero me habla del
animal, que, evidentemente, mañana sustituirá por otro, como si hablase de una
mujer, de un niño, y relata la carrera con tal precisión de detalles, con tal agudeza
y gracia, que me convence de que no se puede escribir así, de que escribir, pese
a lo que Salvador sugiere, es otra cosa. Entonces, Teddy me brinda un trago de
Black & White, el whisky escocés con carácter. Los dos chocamos los cristales y
él, como yo me he hecho muy familiar a sus relatos, llenos de adornos y sutilezas,
con gratitud extrema, me dice casi al oído:
—Gratchias, chico.
Y no me siento ofendido.
Teddy se ha enfrascado en una larga conversación con un cliente. Decido pedir
el cuarto trago e irme a beberlo solo. El viernes me iré a Trenton con Herminia. No
volveré a escribir una línea.
La separación fue inevitable. Lo estuve esperando varias noches. Salvador
regresó un domingo al anochecer. No quise preguntarle dónde había estado, ni
qué había hecho. Tenía que comunicarle ciertas cosas y esperaba,
pacientemente, el momento de hacerlo. Mientras tanto, me cuidaba de no
parecerle afectado por lo que él, a su modo, intuía. En secreto me alegraba la idea
de que ambos sufriríamos con la separación. Me limité a hablarle de mi libro.
Hablaba con mucho miedo porque mentía.
—Escribo —le dije—, escribo todos los días y el li bro avanza. Para el próximo
mes lo habré terminado.
Salvador me interrumpió, arguyendo que si había esperado tantos años en mi
memoria, no me aconsejaba que lo dijera apresuradamente, en un tiempo tan
limitado.
—Yo sé lo que quiero —le dije—. Por primera vez creo que me atrevería a
decirlo. No tengo miedo, es mi destino, yo no sé, pero no quisiera esta vez
callármelo.
Me dijo que se alegraba de que así fuera.
—No te faltará asistencia —dijo, o algo parecido, entre dientes. Después me
pidió que lo disculpara; tenía que escribirle una carta a su madre.
Su decisión de no proseguir hablando, me tranquilizó. El me evitaba, como yo a
él. Desapareció por una puerta y yo por la otra. Me senté junto a la ventana,
mirando el Hudson fluir, mientras registraba cada uno de los acentos de su voz, su
sonido y ritmo, distribuyéndolos con la misma laboriosidad que pone el poeta en
cada una de las líneas que integran su poema. Desde la ventana no distinguía la
costa de New Jersey. En la tiniebla sólo un ojo terrible parpadeaba. Tuve la
sensación de que iba a desaparecer en una vasta pradera de aguas. Desaparecía
sin despedirme de él, sin decirnos adiós. El rojo anuncio de la AMACO
ensangrentaba el río.
Con gran cuidado, excusándome por interrumpir mis reflexiones y sentándose
junto a mí, me confesó la lectura de unas diecisiete cuartillas mecanografiadas a
dos espacios, que yo había dejado con toda intención sobre la mesa de trabajo y
que, sin lugar a dudas, eran el comienzo de una extensa narración alrededor de
nuestro primer encuentro. Comenzó por elogiar, con visibles reservas, el proceso
reiterativo del relato que, a su juicio, ingenuamente, impide el desarrollo de la
trama. Consideró un acierto esa melancólica indagación del suceso en su origen,
no como verdad histórica, sino como comprobación de lo maravilloso, que permite
al lector, con una pizca de malicia, distinguir entre el hecho y la fábula. La línea de
evocación directa, a la inversa de la que sigue la memoria, siempre ramificada, era
un recurso rudimentario y, como toda técnica primitiva, es efectivo en cierto modo,
porque sus defectos no parecen serlo, excepto como limitaciones perfectamente
naturales. Sus ventajas son obvias. La doble personalidad del protagonista, difícil
de identificar por el lector, oscurecía la trama sin ninguna razón ostensible,
haciéndola caótica, falsa, inverosímil. Dijo que la ficción más «fantástica» debía
producir la impresión, o si se prefiere, la ilusión, de parecer real. Sin esa aparente
realidad no se podía organizar un mundo. Y me reprochó la impuesta limitación del
léxico que frustraba, innecesariamente, los atributos de la prosa. Dijo que podía
extender esta enumeración si considerara otros objetivos de crítica.
Todo ese tiempo yo permanecí en silencio, siguiendo ensimismado sus
palabras, su rigurosa adjetivación, los sustan-tivos no menos puros y los verbos
conjugados con suprema justeza, sin la menor imprecisión de tiempo. No aventuré
ninguna interjección. Al principio lo atendí con gusto. Me sentía comprendido,
acompañado. Creía oír la voz del Hudson fluyendo por los labios de mi amigo.
Imitaba los juegos y habilidades sonoras que el río ejecutaba. Estuve a punto de
arrojarme a sus pies, gozoso, y recitarle de rodillas, con los brazos en alto y voz
burlona, una oda a la soberbia verbal de uno de nuestros profesores, que ambos
habíamos compuesto. Por fortuna, un brusco cambio en su voz evitó que mi
torpeza habitual acarreara mayores infortunios a los que en ese momento (aunque
parezca extraño, inevitable) padecía.
Salvador, desde la oscuridad en la que hablaba, profirió sentencias,
imprecaciones y denuestos hasta hoy para mí indescifrables. Me acusó de las
peores y más bajas intenciones, afirmando resueltamente que nuestro encuentro y
amistad, los años compartidos, mi dedicación casi devota a su persona —siempre
halagada, siempre preferida—, el mimetismo con que yo reproducía, detalle por
detalle, la menos perceptible de las inflexiones de su voz, el menos evidente de
sus gestos, con tan acendrada y paciente perfección, todo obedecía a un plan,
elaborado siniestramente por mí con el propósito de robarle el alma.
Confesó haber visto y descubierto mis intenciones aquel atardecer del día 30 de
mayo en la casa de la playa, mientras yo reconstruía admirablemente, con
exhaustiva precisión, la vida y situación del batey. Calle por calle, casa por casa,
árbol por árbol y persona por persona.
Comenzó por la extensión y anchura de las calles, pedregosas, afiebradas,
polvorientas durante largos meses de sequía; encharcadas, fangosas, feas en los
meses de lluvia, sin pavimentación y sin aceras, separadas de los jardines que les
ceñían ambos flancos por acequias —cubiertas de yerbas y pequeñas plantas—
que malamente servían como desagüe; pero con una vida pública, diligente,
gritona, torrencial.
Y hablando de las casas, describía los materiales de construcción, estructuras y
colores (de un monótono gris por fuera); la disposición de las habitaciones con las
puertas y las ventanas siempre abiertas con el solo objeto de franquearles la
entrada y la salida a los muertos, aún no corporizados por Lila, que andaban a su
libre antojo del jardín al patio, por corredores, cuartos y pasillos. Los muebles,
ornamentos y utensilios domésticos de todos los estilos y épocas parecían haber
sido diseñados y fabricados por sus manos, pues bastaba un gesto de ellas para
que se reprodujeran en el aire. Se detenía con mucha nostalgia, tal y como si les
viese después de un aguacero o calcinados al sol, para informar sobre los tejados,
colgadizos y aleros. Aún andaba por caballetes y azoteas y ya tenía su atención
puesta en los pisos, entarimados a la criolla —pulidos listones de madera—, o de
baldosas en las construcciones de mampostería. Como un cagüayo o una lagartija
se deslizaba por las columnas, celosías y toldos, que en los portales y patios
distribuyen y controlan la luz del trópico. Como los niños, se entretenía
improvisando acertijos, componiendo rompecabezas, jugando a las postalitas y a
la pizpirigaña, en los rincones más agradables y a la sombra. Se extasiaba
contemplando cómo escalan por los enrejados de hierro las vertiginosas
buganvillas, estefanotes, lluvias de oro, jazmineros, madreselvas, campánulas,
parrales, piscualas e hipomeas, siempre verdes, siempre florecidas y fragantes.
Enumeraba raíces, tallos, cortezas, ramas, follajes, por acá espeso, por allá
escuálido; diseños y matices de las hojas, las flores y los frutos; además de
clasificarlos por géneros, familias, especies y variedades, y de identificarlos por
sus nombres, señalando con fanática precisión el lugar donde se alzaban: calles,
plazas, jardines o huertos, sin prescindir de la estación del año.
Sobre las personas, todo lo que se añada a este incesante desfile de
alucinaciones resultaría insuficiente. Más que conocerlas y tratarlas, por hipóstasis
las había encarnado. (Salvador me repetía atropelladamente, de modo que dejé
de ser tú para ser yo. Yo no era yo.) Discurría acerca de sus orígenes y
procedencias, desentrañando los más remotos y vagos parentescos; ya se tratara
de ilustres o de oscuros progenitores, de los distintos medios y caminos que
siguieron para ocupar o perder posiciones dentro y al margen de la sociedad:
pactos, matrimonios, consorcios, conspiraciones, divorcios, traiciones, intrigas,
compromisos de toda índole y carácter. Hablaba de todos y cada uno de ellos con
suma intimidad. Diríase que mis oídos habían servido de confesionario (mi
persona debió inspirarles confianza y agradecimiento) y con la misma avidez y
solemnidad mi boca luego revertía lo confiado, sin consideraciones al buen gusto y
sin piedad alguna hacia los seres que, ya fuera por desesperación o por júbilo,
ingenuamente, habían depositado en mí sus ilusiones o pesares.

La educación, el medio y las costumbres semejantes, no habían influido de un


modo general en la sensibilidad y la inteligencia de esa multitud de personajes que
yo representaba con demoníaca versatilidad, sin excluir el más mínimo detalle,
imitando sus voces, sus ademanes, sus movimientos, ya fueran femeninos o
viriles, ejerciendo sobre ellos —y esto no me comprometía en modo alguno— la
autenticidad que hubiese podido exigir de mí mismo.
Mi empresa capital era demostrar, con exacerbada impiedad, la vulnerabilidad
humana, sin exceptuar el más hondo o frívolo sentimiento (esto explica que
Salvador poseyera una profunda capacidad instintiva). Ni siquiera un mago —y yo
de acuerdo con su juicio, no lo era— hubiese podido ofrecer tal multiplicidad de
dones con tan escasos medios, pues dependía única y exclusivamente de mis
dotes personales. Y así, imprevistamente, modificaba, con la misma destreza de
un animal amaestrado, mis juicios, mis conceptos, mis más queridos ideales. Me
ocupaba de noticiar sus caracteres, historias, fe, conducta, condiciones físicas y
mentales, intelecto, formación, inclinaciones, etc., sin menoscabo alguno.
No quisiera suministrar un índice onomástico, puesto que el santoral cristiano
parecería ridículamente condensado ante la vastedad enciclopédica de nombres,
apellidos, apodos y chiqueos. Pero nada de lo anteriormente expuesto satisfacía
cabalmente mi obsesiva memoria (dudo que la suya fuera menos pródiga), pues
suspendía un relato, una frase, una palabra, por la simple excusa de corregir el
tono de la voz imitada o, sobresaltado, ante la omisión de algo; un cuadro colgado
a una pared, la calidad de un género adquirido por una suma cuantiosa o irrisoria,
el lugar de la transacción, el día, la fecha y la hora. Estas asociaciones me
conducían a extensas descripciones de la forma, aroma y color de una flor, del
plumaje y vuelo de un ave, el sabor y la fragancia de una fruta, la grandilocuencia
de ciertos manjares y licores. Una serie sucesiva de hechos particulares se
entremezclaban y confundían con las más bastas generalidades, y una persona
dedicada, digamos, a las labores más rudimentarias y elementales, participaba en
las complejidades de la política, la religión y la estética, alegando que todo estaba
en todo. Y qué decir de mi mirada fotográfica, almacén de imágenes, y qué de mis
lecturas, devueltas a la menor provocación con la maestría profesional de un
actor. Sin embargo, no me permitía la más ligera digresión, y todo, absolutamente
todo, de súbito, adquiría tal coherencia que superaba toda lógica. Parecía estar
destinado a permanecer toda la vida solo y a actuar desde esa soledad. Yo estaba
plenamente saturado de esta última convicción: simular un estado de ánimo
general para expresar un sentimiento determinado.
Hacia el amanecer distinguí su rostro. Desvanecidas las últimas sombras, vi,
gradualmente, dibujarse con claridad sus rasgos más notables. «No puedes
convencerme de que sientes lo que me haces sentir. No puedo seguirte como no
sea de manera imaginaria. Te me escapas. Adiós. » Aún no estábamos
acostumbrados a la luz cuando Salvador reanudó con mayor violencia su diatriba,
y supe, si he de creer en la veracidad de sus informes, que en mí se habían
desarrollado instintos de crueldad que sobrepasan todo juicio. ¿Quién soy yo y
qué tal he sido? Todo pasa, todo se olvida. Supe que durante todos esos años en
su compañía yo me había ali mentado por su boca o de ella; supe para mi mayor
consternación que no sólo había vestido su ropa desde su cuerpo sino que había
sentido y pensado desde él, librando toda clase de batallas, sin esperanza de
victoria, puesto que no era el mío; supe que había espiado su sueño, soñándolo,
delatado su vida, viviéndola. Todo en un juego de afinidades y contrarios, de
semejanzas y diferencias. Sé lo que él sabe, pero también lo que él no sabe. Todo
lo que él expuso nada tiene que ver con mis apetitos ni con mis intereses
prácticos. No quise defenderme. Permanecí mirando cómo la mañana develaba la
costa de New Jersey, y el ojo siniestro, ensangrentado, de la AMACO,
enceguecía.
JARDÍN

En la escuela hemos cantado hoy la marcha de Radio Rebelde. Yo tengo un


brazalete rojo y negro que me dio Orlando.
Nunca vi gente más hermosa. Esos hombres no parecen de ahora, tienen
barbas y el pelo largo como los hombres de la Biblia, como los hombres de la
historia: David, Sansón, Ulises, Daniel, Darío, Aquiles, Jonathan, Aníbal, Héctor,
Saúl, Escipión, Adriano, Rodrigo, Carlos Manuel, Máximo, Antonio, Ignacio y José
y todos los guerreros y profetas, reyes y príncipes, sabios y poetas. ¡Oh, Lila, qué
hermoso es verlos y saber que son nuestros y que guían y protegen y defienden el
barco!... Si fuera siempre así... si de verdad, Lila, y para siempre, todos nos
quisiéramos como ahora... Si nunca, pero nunca, sintiéramos el miedo de que
alguien no nos quiera... la vergüenza de saber que ellos no nos quieren. Si nos
dejaran, Lila, decir lo que sintamos y hacer lo que queramos, hablando y
trabajando, cantando y trabajando juntos. Yo no quiero llorar. Yo no quiero llorar,
pero de algún modo, porque tú me lo has dicho o yo lo he soñado, de algún modo,
sé que el viaje a Sabanas es muy largo y no todos los que están aquí dentro
quieren hacer el viaje ni todos los que quieren hacerlo llegarán.
Esta mañana, tía Clara entró al salón llorando. Lloraba porque las Sánchez y las
Pereira y las López le han dicho, llorando unas, gritando otras llenas de rabia y
odio; enfurecidas unas, desoladas las otras, que en el primer puerto que toque el
barco se bajan y, si no las dejamos bajar, ellas se arrojarían al mar. Esas mujeres
deben estar locas. ¡Irse de aquí, ahora que todo parece tan alegre, tan lleno de
alegría...! ¡Irse de aquí! Yo no me iré. No me iré. Si ellas quieren irse, sí todos
quieren irse, Lila, tú y yo nos quedaremos, los dos juntos, diciéndonos todo eso
que tú dices y yo repito.
Diciendo:
—El sol es blanco y la luna es blanca y el mar es blanco y la tierra es blanca y el
cielo es blanco.
Tú coges un pincel y yo otro y empezamos los dos a pintarlo todo.
—Este color es mucho más lindo que ese...
—Este es mejor que aquel...
Discutiremos, discutiremos hasta que tú te canses, hasta que yo me canse de
discutir, hasta dejar a los colores solos, pintándose ellos mismos, como debe ser.
Si los colores se pintaran, sobre y bajo nosotros tendríamos un arco iris loco, loco
de colores. Sin franjas. Manchado, sucio, pintarrajeado. Así las cosas deberían
estar pintadas de colores. El azul no es más lindo que el verde, ni uno es mejor
que el otro (ahora lo sé). Los dos son buenos, los dos son malos, los dos son
tristes, los dos son alegres y los dos son un solo color. Yo creo, yo pienso, que los
dos son distintos, pero ambos son el mismo.
Mamá está enfurecida, brava como una tromba marina, como un ciclón, como
un diluvio, como un terremoto. Mamá y tía Clara se gritan mil barbaridades.
Mamá:
—Esto es mejor que lo otro. Lo mejor de todo. Lo único bueno, verdaderamente
bueno. Si esas mujeres y los bobos de sus maridos y los infelices de sus hijos no
saben lo que hacen... es mejor que se vayan. Aquí necesitamos gente que sepan
lo que hacen.
Tía Clara:
—Yo no te digo que sea malo. Te digo que se van y el viaje se hace para todos.
Y mamá:
—Para todos lo que quieren viajar...
Y mamá dice que el barco es como el cielo, ahora, en este momento azul de
mostacillas y el mar es verde como los anones y Sabanas es de oro, de oro que
ciega a quien no pueda mirarlo con los ojos del alma.
Y tía Clara dice:
—Está bien.
Pero sigue llorando.
Y mamá la consuela y sonríen como dos niñas buenas.
Los santos de Aurora están bailando en el teatro. Vestidos como artistas,
cantando y bailando.
Aurora está bailando.
Están bailando para limpiar la tierra. Sus pies limpian la sangre. Limpian las
porquerías, la basura, la peste, la sucia baba de los animales que en las tardes
lamen el suelo.
Lila, dime que esto es verdad. ¡Dímelo!... Ahora, ¿seremos nuestros de verdad?
Nosotros. En la arena, jugando. Buenos como el sol de Pilar. Libres, hasta que
baje la espuma y pasen el tiempo y el águila por el mar. Un aura, un pitirre, un
sinsonte, una bijirita, aunque ellas nunca pasen sobre el mar; yo nunca he visto un
águila. Aquí no hay águilas. Pero las hay. Las hay, Lila, las hay. Y hay leones y
tigres y monos y panteras. Escorpiones y boas que envenenan y se tragan a un
hombre, a un buey entero. Hay elefantes y jirafas y buitres y ballenas. Sí, aquí hay
lobos y hay panteras y hay hienas.
Pero no tengo miedo.
Tú y yo salimos de caza. Me dices cuál es cuál. Cuáles son los peligrosos y
cuáles son dañinos. Cuál puede amaestrarse para el circo y cuál domesticarse
para el juego. Cuál es cruel y cuál es rencoroso. Me señalas al que estrangula,
envenena o devora y también a los que tienen corazón de niño y ojos mansos y
fieles.
Yo los separo y a mi derecha pongo los de sangre inocente y a mi izquierda los
de sangre feroz. Siempre será ellos y nosotros, aunque no lo queramos. Ellos irán
por su lado y nosotros iremos por el nuestro.
¡Qué lío, Lila, qué tremendo lío! Mamá y Clara discuten. Mamá sabe bien lo que
dice y hace. Tía Clara es una niña tonta. Ella cree que esa gente puede servir para
algo. No sirve para nada. Aurora está callada rogándole a sus santos. Ianita
tampoco habla, y las dos sin decirlo dicen lo que quieren decir...

Ahora sí se enlió todo. Las cosas no se harán como dice mamá, tampoco como
dice tía Clara. Se harán como dice papá que deben ser. A cada cual lo suyo:
—Lo ajeno llora por su dueño. Nada aquí tiene dueño. Los verdaderos dueños
están muertos. Muertos.
¡Qué confusión! Yo entiendo. Lo entiendo todo. Si digo que no entiendo es para
que no me mezclen en ese feo barullo.
Ahora todos quieren ser buenos, todos quieren ser santos. Todos se dicen
inocentes. Y este es mejor que aquel y aquel mejor que el otro. No lo son, Lila, no
lo son. Dicen que saben, dicen que comprenden y cantan, cantan, cantan.
Pusieron una bomba en la bodega y por nadita nos dejan sin comida. Mataron a
una mujer y a un hombre. Hay que encontrar al asesino. Hay que buscarlo,
encarcelarlo, juzgarlo, fusilarlo.
Aleida está agitando a la tripulación.
Aleida está agitando a los navegantes.
Aleida dice que hay que salvar el barco y a los que estamos dentro.
Aleida tiene razón.
Si no lo hacemos ahora... si no lo hacemos... si por miedo a matar nos
cruzamos de brazos, el barco entero volará por los aires o se hundirá en el mar.
Y adiós aulas y parques; adiós playas y libros, hospitales y lápices, teatros y
pupitres, puentes y alumnos, represas y pizarras, carreteras y tizas... maestros,
médicos, ingenieros, todo eso que hace falta en Sabanas, adiós, adiós, adiós...
—Hay que ser implacable —dice Aleida. Y su voz es enérgica, clara, precisa y
justa.
Aleida tiene la razón. O ellos o nosotros. No se puede escoger entre volver al
Golfo y al mar de los caribes o seguir adelante.
Tía clara está llorando
Mamá teje y cocina
Aurora está bailando
Ianita canta
Papá está pensando
Honora enseña
Rubén Raciel Ricardo sin cesar trabajan
Aleida p rograma y organiza y agita
Lila me dicta y yo escribo.
15

Sí y no.
Sí, porque nada le hubiese complacido tanto como decírselo a ella, sólo a ella, a
nadie más, sentados en alguna parte: bajo el laurel, o sobre una roca del Central
Park, en el banquito de Aurora en la cocina de su casa, cuando las ollas borbotean
y las tapas suben y bajan y vuelven a subir, y el humo, despacito, sale por la
ventana y baja a las albahacas moradas, o sube hasta la rama del almendro y se
queda allí, hasta la tardecita, para bajar todo hecho lengua y arrastrarse por el
patio, lamiendo la tierra seca; o en el Pierre, en los ratos en que Sarah o Pearl,
Lena o Eartha dejan de cantar, de gemir, de rogar y maldecir, de esperar... y las
mesas se reaniman con las pláticas y el sonido de la plata, los cristales, la loza, en
la pista de baile de La Chansonnette, o en el bar del Sherry Netherland, el Red
Pickle, Sweet Onion, The Menagerie; o en el Boogie Club. El Nido, El Quiosco,
bajando la voz hasta hacerla una queja, un suspiro, silencio... o en cualquier otra
parte, cuando la tarde de un imprevisible verano indio declina y las hojas doradas,
ocres, gualdas, jaldes, caen y ruedan y el mundo es amarillo, como la cabellera de
los dioses del norte, como el sol, la luna, las estrellas; o de regreso a su casa, al
portal, al jardín, a la calle. Decirle a Aleida la verdad de todos esos años, decirla
sin palabras y sin gestos, decirla con la mirada fija en sus grandes y melancólicos
ojos amarillos. Decirle lo que era, exactamente, Nueva York.
No. Porque no eran las mil fotografías que ella repasaba en la soledad del
cuarto de su madre, en aquel álbum negro. Porque no era eso. No lo era. Pero,
¿qué era? Él no tenía ningún derecho a revelar en su totalidad, minuciosamente,
el secreto de aquellas vidas, quiénes fueron y eran las personas que compartieron
sus alegrías y penas; alentándolo, desanimándolo, conduciéndolo al triunfo, a la
derrota. No, él no tenía ningún derecho a decir esas cosas, ninguna razón, ni
siquiera un pretexto convincente para exponer a la curiosidad ajena esas vidas. Y,
sin embargo, de no decirlo, ella jamás entendería lo que eran esas cosas, esa
gente, para él; de callarlo, jamás lo comprendería, pese a todos los esfuerzos de
su voluntad, de su inteligencia y sensibilidad. Pero, ¿qué eran?
Vivió a la deriva, solo, sin la protección de Oshún, sin la defensa de Shangó, sin
la alegría maliciosa e ingenua de los Ibeyes, sin los mimos y la dedicación de su
madre Obatalá, sin la evocadora fantasía de Yemayá y las astutas precauciones
de Elegguá. Distanciado de Lila, a quien vio por última vez en la Pennsylvania
Station, del brazo de Salvador. Ellos, sin despedirse, le dejaron abandonado en
aquella ciudad, a la inclemencia de los elementos, a la indiferencia tumultuosa de
las calles, de los edificios, de los trenes. Y Alejandro creyó que alguna vez, junto a
alguien que no lo conociera, en un bar o en la cama de un hotel, a la hora en que
amanece y los cuerpos en laxitud se reclinan uno contra otro, podría hablar, decir
toda la confusión que le emporcaba los sentimientos y la mente.
Y ahora no tenía tiempo para recuperar esos momentos, para recorrer cada
una de esas calles y volver a las casas que eran en su memoria un sitio donde
comer, dormir y soñar.
Sería mejor imaginar...
Aleida le ha confiado que tiene frío, mucho frío, un frío que le taladra el pecho,
las espaldas, y Alejandro le rodea la cintura, y empuja la puerta del Sweet Loaf &
Swan y le pide a Teddy dos Martinis secos, con cáscaras de limón. Ella se
encarama en una banqueta, se quita los guantes y el pañuelo que le cubría la
cabeza. Se frota las orejas yertas y sopla para ver que de su boca ya no salen las
palabras hechas humo, hechas niebla, y ambos sonríen. Aleida es del color de la
neblina.
Hoy han pasado todo el día en la calle. Aleida quiere verlo, oírlo, saberlo todo...
todo. Y él sabe que para ella este momento será siempre un rasgar de guitarras
en la sala de La Reseda, un murmullo de voces que desaparecen en la calle,
después que la sirena del ingenio ha pitado las dos y media de la madrugada, y en
sus manos el calor de termos de café con leche que Raciel lleva al turno de las
tres de la mañana; eso es, eso será para ella el Martini que le abrasa los labios y
la garganta, el bullicio de los clientes sentados a la barra, alrededor de las mesas
o de pie por todo el bar, y el alarido final de la trompeta en el rutilante Odeón.

Sí, él muchas veces soñó que le contaba este mundo; tantas, que ahora, ante la
necesidad de expresarlo, de comunicárselo, no sabe cómo hacerlo. Y, sin
embargo, sería fácil si él pudiera, espontáneamente, como quien canta solo,
recurrir a esos sitios, a esas habitaciones donde vivió, sintiéndose muerto. Sería
fácil si, fumando, después del tercer trago de Pinch o del cuarto Martini, él pudiera
dejar de oír las voces que hablan en las mesas, en la barra, de pie, y de pensar en
el modo en que puede contarlo... Sería fácil, pero no lo es... no lo es, Aleida, no lo
es, Lila... no.
No. Y él sabe que en esa casa de la calle 86, en la esquina de Amsterdam
Avenue, desde la sala a la cocina, por todas las habitaciones y corredores y en el
baño, día tras día, descubrió los misterios y la ciencia de la quinta de La Dama del
Dragón, lejos de la melancólica y reticente belleza de Jean Harlow, añorada,
soñada en los brazos de Pola Negri, sumergido en su boca, en sus ojos, en su
pelo. Recorriendo aquel cuerpo maduro, sensual, diestro.
Sí. El fue a esperarla al aeropuerto de Idlewild, y Aleida, tan pronto como se
acomodó en el asiento del auto, a su lado, le pidió conocer cada uno y todos los
lugares donde él había vivido. La llevaba de la mano entre la multitud y el tráfico,
señalándole los lugares que ella no conoció en las cartas, en las fotografías, en las
tarjetas. A lo largo de una cuadra y en las esquinas se detenían para admirar o
despreciar, enaltecer o degradar una fachada, un anuncio lumínico, una exhibición
de artículos lujosos o baratos; el buen y el mal gusto, la riqueza o la pobreza
imaginativa de un decorador de vidrieras. Y ese mundo externo, abigarrado,
caótico, absurdo, la desconcertaba, mientras él, fingiendo asombro o aburrimiento
le contaba sus primeras impresiones de la ciudad.
Up Times Square to Columbus Circle lights
Channel the congresses, nightly sessions,
Refractions of the thousand theatres, faces
Mysterious kitchens... You shall search them all.
Le cuenta cómo Broadway, visto desde Times Square, el primer sábado por la
noche que pasó en Manhattan, le había parecido un parque de diversiones para
adultos de poca imaginación, demasiado recargado de bisuterías. Porque él había
imaginado catarata de luces verdes, azules, lilas, resbalando del techo de los
edificios a las aceras; marquesinas exuberantes como la cabeza de Carmen
Miranda neoyorquizada: aves del paraíso, mariposas, liras, flores y estrellas
selváticas, marinas, volcánicas, fluviales, estallando en la noche como sucesivos y
perennes fuegos artificiales; vestíbulos que eran bocas llameantes de dragones;
laberintos refulgentes, tapizados con las mil y una piedras preciosas bíblicas y
cada piedra como el rostro de una beldad del cine desaparecida; aceras de
mármoles vertiginosos, centelleantes, listados, jaspeados, lilas, y sobre ellas, en
coros, ángeles, serafines, querubines y arcángeles adornados salomónicamente.
Pero Broadway es una vulgar y estridente galería de vallas macrocefalopódicas de
la Pepsi-Cola y Gregory Peck, Katherine Hepburn y los cigarrillos Camel, Rita
Hayworth y Canada Dry. Y el macrocéfalo echa por su boca argollas de humo que
suben a un cielo denso y bajo, el macrópodo recorre miles de millas a caza de un
diminuto grano de maní Planters; la imaginada catarata de encajes de la reina y
margaritas gigantes, es un raquítico fluir de aguas plateadas, y todo es de cartón y
hojalata y neón, grosero, torpe, abultado. En el aire, un olor a papas fritas,
hamburguesas y perros calientes, recalentados, fríos, y a pizzas y spaghetti, a
mostaza y col agria y salsa de tomate, a coffee y tostadas con mantequilla, a
cerveza y whisky, ginebra y brandy. Olor que sale de las cocinas y los
mostradores sofocados por el fuego y la calefacción. Y en la calle, un olor húmedo
a ropa y a cuerpos húmedos, a goma de mascar y nicotina rubia, a cosméticos y
tinta y papel periódico, demasiado parecido, para ser nuevo, al olor que persiguen
desesperadamente Dick Tracy, Chan-Li-Po y Mr. Chang en el barrio de los
ingleses. Pero de rato en rato aparece en una esquina una anciana semejante —
por la espalda encorvada o la nariz de garfio— a la bruja de Blanca Nieves, con
una caja colgada de los hombros y repleta de cuchillas de afeitar, cajas de
fósforos, cigarrillos, peines, lápices y cordones de zapatos, que ofrece su
mercancía con la sonrisa de María de Oro; o un hombre-sandwich con la
corpulencia de Lotario o The Mad Angel, anunciando un film, un restaurante, una
ganga comercial o el fin del mundo, en carteles que le cubren el pecho y las
espaldas, desde el cuello a los tobillos; o un trío, o un cuarteto, o un sexteto del
Ejército de Salvación, entonando un viejo himno evangélico; o un vendedor de
castañas humeantes, crujientes, o de magnolias lánguidas, artificialmente
perfumadas. Y mientras tanto el Times Building deletrea las bajas de la guerra, el
triunfo de una acción, el fracaso de una estrategia, y en la pequeña plaza de la
calle 46, sobre el cemento gris, una comunidad de palomas y vagabundos:
borrachos, exhibicionistas y maricas bajan y suben y vuelven a bajar y a subir de
las calles a los urinarios y de los urinarios a las calles. Y en las salas del Astor, del
Capitol y el Criterion, el Forum y el Rivoli, el Victoria y el Warner, el State y el
Trans-Lux-West, el rugido del león de la Metro y la carnal Estatua de la Libertad de
la Columbia Pictures y la montaña estrellada de la Paramount y el monograma de
la Warner Brothers y la placa de la United Artists y el 20th magnífico, prodigioso,
de la Century Fox, cruzado por deslumbrantes reflectores, aparecen y
desaparecen de las pantallas para reanudar, a veces, ingenuamente, otras,
ambiciosa o pretensiosamente, mundos, historias, personajes que las brujas nazis
habían exterminado para siempre, dejando de ellos sólo el fantasma de una
ilusión, de un sueño, muertos...
Some day by heart you’ll learn each famous sight
And watch the curtain lift in hell’s despite;
You’ll find the garden in the third act dead,
Finger your Knees-and wish yourself in bed
With tabloid crime-sheets perched in easy sight.
Y Aleida cierra los ojos y el humo o niebla que sale de su boca huele a ginebra
y limón y las palabras dicen que mañana, mañana, debe enseñarle esa casa de la
esquina de Amsterdam Avenue, como si en ella pudiera encontrar de una vez y
para siempre el secreto de aquel hombre solitario y sensible a la compañía de las
cosas aún inanimadas. Y él la ha llevado de este a oeste, de norte a sur,
mostrándole una ciudad que aún no se ha hecho memoria en su sangre, que no
reposa en sus sentimientos y cuyo olor, fresco, es como un torrente de sangre
hirviendo, animal, bovina.

Y es en la calle 14.
Diversos personajes reinaban en su imaginación sucesivamente, ninguno por
mucho tiempo.
Criaturas de ficción, de ilustración, de fantasía.
El era un rey sin territorio
y un arcángel caído,
Simurg y Valentino.
En las mañanas de invierno, bajo el agobio del sombrero, el sobretodo, la
bufanda, los guantes y galochas que distanciaban su cuerpo de las cosas,
aislándolo de esos olores que agudizaban su memoria, Alejandro saltaba del tren
de la IND para confundirse, bajando y subiendo escaleras, internándose en
túneles y pasillos, oscuros, fríos, iluminados, cálidos, con la multitud que al pasar
corriendo, rozaba su sombrero, bufanda, sobretodo, guantes y galochas,
pidiéndole perdón, pidiéndole permiso, dándole las gracias por algo en lo que él ni
remotamente participaba. Esas subidas y bajadas, carreras, tropezones,
empellones, lo impulsaban hasta el andén del 14th St. Canarsie (BMT), hasta la
Tercera Avenida, hasta la escuela de Irving Place, hasta la clase de Historia,
Lengua Inglesa, Literatura, Álgebra o Biología; hasta sentir que en él se
reproducía la antigua condición de un indenture servant que en el futuro serviría a
la ciudad, al Estado, a la nación para realizar el dirty work que el ciudadano natural
rechazaría.
Y en las tardes del verano, cuando aún el sol oscila entre las márgenes de los
ríos y la respiración eléctrica y mecánica de Manhattan se congestiona y la
multitud y el tráfico se hacen más lentos, más húmedos, más desesperados, él
haría el trayecto desde Irving Place hasta la Octava Avenida caminando,
comparando la calidad de los artículos que exhibían las tiendas de tercera o cuarta
clase —pobres imitaciones de diseños y materiales mejor elaborados en tiendas
de Herald Square o Grand Army Plaza de segunda o primera clase—, pero que en
la calle 14 colmaban de satisfacción y envidia la mirada y las aspiraciones de los
negros, los inmigrantes y ciudadanos de tercera o cuarta categoría. Y si se
demoraba mucho en ese largo y sofocante recorrido, entraba al Baturro o a La
Bilbaína para cenar. Aleida consideraba que el menú de La Bilbaína era un
atentado a la salud y al buen gusto, pero comprendía por qué los norteamericanos
y europeos frecuentan el lugar: un plato extra de comida y un vaso de vino tinto
eran un ofrecimiento nada despreciable, y todo eso por $1,25. No se comía tan
barato en ningún otro sitio de la ciudad, y aquello era comida, comida a la
española: entremés de fiambres y legumbres, sopa, carne, pescado o pollo, arroz,
papas u otro vegetal fresco, ensalada, postre y café. Y esa calle, para él
identificable por La Casa María, donde vivían las muchachas de buena familia
españolas o hispanoamericanas que venían solas a Nueva York, era la antesala a
un mundo de aspiraciones frustradas por la falsedad.
Mimina y Carlotica y una chica ecuatoriana que conoció en un party de los
Salazar y Ñica Oribe que no encontraba el correo central porque buscaba el Office
Post, y había aumentado diez libras comiendo carró, vivían en La Casa María. Las
monjas eran bastante civilizadas y permitían que las muchachas recibieran a sus
amigos los domingos por la tarde. Y en esa calle de camareros, dependientes y
barberos latinos, él era como un dios, una rama de otoño o una llovizna de
aerolitos y espejos. No amó esa calle, no, porque en ella su raza soñaba con
Eldorado de las tiendas caras y los apartamentos de lujo...
No. En Manhattan no hay norteamericanos, no hay yanquis holgazanes; en
Manhattan hay negros, polacos, gallegos y moros, y miles, miles de
puertorriqueños. Manhattan es la capital de Puerto Rico, y de Israel el día que las
tribus guerreras de Jehová regresen a la tierra prometida y Jerusalén sea Santa y
Celestial como las puertas del Palacio Imperial de Pekín. Manhattan es la capital
de cualquier país negro de Africa, negro como la voz de Paul Robeson, Franky
Lane y Mahalia Jackson, Bessy Smith, Al Jolson, Ella Fitzgerald, Judy Garland,
Frank Sinatra y Ma Rainey, y en todos ellos está la voz de Mamie Desdoumes de
New Orleans, «that hustlin’ woman» de Perdido Street, y todos, todos, todos son
negros. Federico lo supo, Federico lo vio con sus ojos de niño asustado.
Manhattan es negra como Ianita y Aurora, pero no es de ellos, no es de nadie, y
vivir en Manhattan es como no vivir, como estar muerto.
Sí. Quiere contarlo todo, todo, como le salga, contando las cosas, cantándolas,
unas tras otras y todas al mismo tiempo, y tal vez, tal vez un día ella comprenderá,
ella sabrá cómo es esta ciudad, esta isla que es de todos los colores como el
blanco y de ningún color como el negro, y entonces, en ese momento lila, Lila se
acercará a su oído y le dirá, en ese momento le dirá, que un día también
Manhattan dejará de ser una congregación de espíritus burlones y se hará a la
mar junto a las islas. Y entonces él sabrá por qué vino, por qué estuvo en sus
calles y en sus casas y en sus hospitales y plazas y en sus restaurantes y fábricas
y almacenes y cines y teatros y bares, y en ese momento él dejará de estar en ella
para siempre y la habrá olvidado, que es recordarla en la sangre, en la respiración,
con todos los sentidos despiertos y sanos para oír y ver y tocar y gustar y hablar y
pensar, y eso es lo que él le está diciendo.
Y él es como Arturo Pérez
es como Monty Cliff
como Eduardo Cisnero
Nikos Nikesphoros León Blitzstein
John Henry West Frankie y Carson McCullers
16

Sabes que lo dijiste en serio, tan seriamente como no hubiese podido decir otra
cosa. Te sorprendió oírte. Para los dos las cosas eran distintas, como no son,
porque podían serlo, debían serlo, distintas. De otro modo, de cualquier modo;
pero nunca iguales a lo que son. Pudo creerte, ¿o acaso no? No lo sabrás. Sí, no
sabes. A veces, esta noche, te conmueve la idea —pensar— de que nada ha
sucedido. Nada de lo que dijiste, de lo que ella te dijo. Y ella dice las cosas como
quien no quiere decirlas. Sabe que nadie oirá sus palabras. Todos, a toda hora, se
le acercan y le hacen mil preguntas distintas, y ella sólo responde lo mismo,
siempre lo mismo: que es como estar muertos. ¿Era eso? Ellos insisten y ella sin
proponérselo, sin remediarlo, seguirá repitiendo lo mismo, primero una frase,
luego una palabra, por último un gesto, tuyos. Igual a aquella tarde, hasta que
todos estén convencidos de una vez y para siempre de que Aleida «está medio
lela».
Si aquella tarde ella hubiera impedido que hablaras, ahora no lo sabría, pero tú,
en un torrente, descargaste contra su indefensión todas tus armas para dejarla
como estar muerta, para dejarla muerta. Y desde entonces ella junta sus palabras
a las tuyas y, seriamente, dice: «Lo digo en serio». Si la oyeras decirlo, si la vieras,
sabrías lo que siente, lo mismo que sienten los demás que saben como tú, que es
como estar muerto.
Un día decides que tienes que irte y te vas, apenas entendiendo las causas o
razones que determinan ese viaje. Algo te ha estado tirando, hasta el punto de
arrastrarte. Sabes que siempre encontrarás una justificación aceptable, y no harás
resistencia: te dices que es lo único que puedes hacer, ya que no hay nada por
hacer.
Te has ido, las cosas, por asalto, se te hacen enemigas: la casa donde vives,
las calles, la gente, no están en tu memoria; la mirada y la voz se te hacen
extranjeras; la comida y el agua, la luz y lo demás. Tú mismo, tratando de sustituir
una cosa por otra, empiezas a sentirte, a saberte como ellas, diferente. No como
son ustedes distintos de los otros, pero como si fueras otro. Ya no eres. Ya no
eres tuyo, ya no te perteneces, ni posees nada que sea verdaderamente tuyo.
Todo lo que puede ser vital, auténtico, importante, eso que amas y entiendes
como tuyo, ha dejado de serlo. Cualquier cosa. Pero no le dijiste cómo era andar
entre los vivos. Los otros no eran tú, no estaban, no se sentían muertos. No
morían de tu muerte.
Pudiste haberle dicho la verdad de tu nocturno, oscuro corazón san juan de la
cruz; de tu melancólica, alucinada cabeza san juan el bautista; de tus dudas,
celos, remordimientos, juan el bienamado, el elegido de nuestro Señor; de tu triple
y única imagen tempestuosa, naufragante, desesperada, juanes de oshún; de tu
caída apocalíptica juan el teólogo, nínive y babilonia y las aguas del hudson que
arrastran todas las deidades muertas de la carne, formando islas más rutilantes
que el star system de madame lucky strike (con permiso del muy saqueado y
saqueador mr. t.s.eliot), la más famosa clarividente de la unión, de costa a costa,
como los a&p, los howard&johnson —leslie y van, ¿cuál de los dos tiene hecho el
tony?—, los white tower (no emplean negros), los chlock-full-o’nuts, los woolworth,
horn&hardart, schrafts, la piedra imán chemical bank new york trust company, la
gallina de los huevos de oro chase manhattan bank, chase your cutty sark with
raingold, lluvia de oro, the golden pot, la ilusión de los sesenta y cuatro mil dólares
and be happy, go lucky, go lucky strike today: «no participe en huelgas, ni mítines,
ni en picket lines contra la guerra imperialista, contra la guerra fría, contra la
guerra de corea, contra el macarthismo; el star system inclina pero no obliga;
hágase inmediatamente su horóscopo —el león y el cangrejo—, el puente entre la
realidad y el sueño; no sueñe, sea realista. whitman lo fue, crane se negó y mire
usted su fin, carne para los tiburones del Golfo.
Pudiste haberle dicho cómo eran ellos y no tú: nocturnos, crueles, felinos;
congregación de descastados, parias, tullidos, elefantiásicos; lotos y mandarinas,
coles, cebollas, apios, la perla venusina y el elixir fálico; dorian gray, hamlet y
lázaro —el hermano de marta y de maría—, moisés, jonás, el joven tobías, el
enemigo público número seiscientos sesenta y seis, la ramera y la bestia y los
clásicos, los humildes, los esperanzados, los inocentes, los rectos y piadosos,
anémonas y miosotis, la balanza y el pez; los que olvidaron que américa se anega
de máquinas y llanto y buscan en el país secreto del búfalo, el salmón, la bellota y
el fauno de los ríos, el camino a Eldorado, la última quimera: el sueño y el engaño
y la mentira de las drogas y la ilusión del sexo; el sexo húmedo y ardiente; el sexo
lento y veloz, sosegado e impaciente, universal y criollo, delincuencial, prometeico,
la rosa de los vientos y las mareas, fulgurante, hermoso, público; el sexo
rabelesiano, rimbaudiano, baudelairiano, a la francesa, edith piaf y la mistinguet,
bardot y bovary; el sexo confidential y times & life magazines, valentino, lancaster,
peck, gable, sinatra, di maggio, whisky, ginebra, vodka; sexo martinis y sexo
manhattan on the rocks, straight, con agua o soda o ginger ale, Rita, Marilyn, Ava,
Carroll, Kim, Liz, soft and low, hot and cool, if you feel like layin’ down, babe, with
me on the floor; hazme un jergón sobre tu piso, hazlo, baby, soft and low, baby,
soft suavecito, low cerquita del suelo, baby, junto a la puerta de la cocina soft and
low, let’s do it the way it comes to us, elegies for the past, blues for the present , el
sexo vistiéndose de lord & taylor y desnudándose de weber & heilbroner; look,
baby, no tricks; look down the road as far as you can see, como Bessie, vuelve la
vista y verás que andas en el camino, pero ahora acompañada, aquí, resbalando
softly precipitándote lowly, así, baby, hasta que el sol entre por la ventana y vuelva
a desaparecer mañana.
Hablarle de su voz, eso debiste hacer, hablarle de su estilo dirty, en la
oscuridad, taking it easy, sola, en olvido todas las noches, detrás del humo y del
olor a whisky y a cerveza, cantando, gimiendo, gritando, sola; ella y su voz
devorándole el pecho, la garganta, los labios, hasta la noche que hundiste tu boca
en su pecho, en su garganta, en sus labios y dejó de estar sola, de recorrer las
tiendas, de comprarse una cinta en b. altman & co. porque no podía comprar un
vestido, de mirar las vidrieras de saks fifth avenue, de pinna, arnold constable y
best & co.; y se iba contigo al río, a los bares, a un parque, a tu cama y a la suya
contigo, ¿y era aquello el amor?, porque aquella pasión dramática, imprevisible,
conmovedora, deslumbrante, la repetiste con judías y alemanas, puertorriqueñas y
sudamericanas; con muchachitas suburbanas, tímidas, pulcras, the wholesome
girl, la muchacha de la casa de al lado: doris day y june allison, susan hayworth
con su traje marrón y su tonto corazón; una bailarina de ballet que vivía en great
neck y una actriz de hoboken.
Pudiste hablar de madame castello y de su amante, un magnate de la pepsi-
cola; poetisa de pacotilla, exuberante, de útero exaltado y «una profunda devoción
por los adolescentes y los fairies que son los verdaderos ángeles que nueva york
oculta en sus mejillas:», maquillados con cosméticos de helena rubinstein, a quien
el propio picasso en persona diseñó las alfombras para su oficina de la quinta
avenida; el sweepstakes de la senectud y los transformistas del moroccan village,
la electrifying gigi con sus espaldas ava gardner y sus senos marilyn monroe, sólo
que eran una ilusión de maquillaje y luminotecnia; naturalmente no podías, no
querías decirle esas cosas, hablarle de rené de los mares, esa loquita tan
ingeniosa que dice que los hombres deberían adorarla como se adora a las vacas
en la india, y esto lo dice subiendo y bajando por times square mientras el edificio
times noticiaba con luces amarillas las bajas en el frente del pacífico y ella se
lamentaba de ese estúpido desperdicio, cuando en la calle 27 y broadway había
ocurrido una desastrosa inflación que la obligaba a hacer dos shows en lugar de
uno, después de todo, decía ceceando, porque le gustaba imitar a los españoles
de madriz, «si han de morirse, que más da que lo hagan en la cama, y nosotras,
aunque tú lo dudes, o quieras negarlo, o lo ignores, hemos contribuido más que
nadie a la cultura universal y al desarrollo intelectual de la humanidad. El único
poeta que ha entendido perfectamente lo que es nueva york es federico»; y seguía
bajando y subiendo por toda la calle 42 y broadway hasta la calle 59 y desde allí
por la séptima avenida hasta la calle 42, que es «como el parque de mi pueblo,
sólo que un poquitín más grande y con más aspavientos», y tú después de oírle
repetir los mismos chistes (en versión o en el original), te aburrías de oírla, y
cuando la encontrabas en la cafetería o a la entrada del subway (entrando y
saliendo constantemente de los urinarios), la saludabas con cortesía, pero
evitabas que te sacara conversación, porque descubriste que pese a todo lo que
dijera madame castello, rené no era un ángel ni un carajo, era una corista más,
una rockette del sexo opuesto, y como ella había miles de miles en todas partes
de la ciudad y del mundo.
Sí, pudiste decir eso y un millón de cosas más, pero sabías que nada de lo que
dijeses hubiera podido cambiar la situación. Te sentías vacío como ahora,
buscando las palabras, hurgando en tu memoria y en tus sentimientos, deseando
que de algún modo ella sepa lo que significan para ti un jam sassion y un western,
un trago de pinch, un solo de trompeta de louis armstrong, la voz de bessie
diciéndote:
I’m a young woman, and I ain’t done running round,
Some people call me a hobo, some people call me a bum
Nobody knows my name, nobody knows what I’ve done.
Porque esa voz, ahora, cuando quisieras transmitírsela, se despide de ti,
señalándote that long, lonesome road... it’s got to end. Igual, siempre igual, todo
termina igual, tú mismo, diciéndole que vives en un apartamento rodeado de cosas
que no son tuyas, las cosas dejadas por el otro. ¿Dónde estará? Y así pasas el
día, te levantas y metes los pies en unas zapatillas ajenas y no dices su nombre,
no lo dirás, no volverás a decirlo mientras vivas, y caminas al baño, te arrastras,
frotándote los ojos con sus manos y te afeitas con su máquina y te secas con su
toalla y te lavas los dientes con su cepillo y vuelves al cuarto y te desnudas y
sabes que ese cuerpo es el suyo y te vistes con su ropa y enciend es un cigarrillo y
otro más y son de él. No tenías ninguna razón para decirlo, no debiste decirlo, y
ahora es demasiado tarde. Y sales a la calle convencido de que todo se confabula
para hacerte pensar que Salvador no alcanzó a comprender jamás cómo el azar
contribuía a verificar que todo, absolutamente todo, obedece a un orden
indeclinable, superior a tu voluntad, a tus propósitos y contra ellos.
La casualidad tiene sus caprichos, pero te complació comprobar que tres
sugestiones vulgares en las páginas de un periódico cambiaban tu proyecto más
inmediato. En la sección OFERTA HOMBRES, encontraste un anuncio:

Mensajeros

trabajo 5 días; inglés necesario


hasta $46 sem: part time $25
Albert Employment Agency
80 Warren St. Cto. 404, N.Y.

En influencias celestes para mañana


lunes 31 de mayo:

Géminis (22 de mayo al 21 de junio):

Los oficios mecánicos aparecen hoy especialmente


favorecidos. Busque un ascenso —quizá un aumento de
salario.
En las tiras cómicas de L. Falk y P. Davis, Mandrake el Mago:
1. PG Mandrake apunta con una pistola al director de una agencia de
empleos. Entre los dos hay una muchacha (presumes que es la
secretaria del Mago).
Secretaria: ¡Lo que hacen en esta agencia de empleos es
criminal!
Director: ¿Por qué?
2. PSC Secretaria: ¡Engañando a esas pobres gentes con la promesa de
salarios fabulosos y reduciéndolas después a átomos ahí...!
3. PANORÁMICA. Azotea de un edificio con una doble antena y un tanque de
agua, al fondo algunos rascacielos.
Secretaria: (Off): ¡Disparándolos a través del espacio y
devolviéndoles su forma en otro planeta...!
4. PSC Director: ¡Pero no les hacemos promesas falsas! ¡Son felices en
nuestro planeta! Les explicaré...

Salvador no te hubiese creído ese súbito y revelador hallazgo. Combinar la


necesidad de encontrar un empleo con predicciones astrológicas desfavorables y
la ciencia ficción lo hubiese atribuido a tu manía de equiparar elementos
coincidentes y a tu falta de interés verdadero por trabajar este verano. Volverían a
discutir la evidente banalidad de tus ficciones. Aun mostrándole el periódico se
hubiese reído a carcajadas. No era posible que pudieses regir tu vida
sometiéndola a esas idioteces. Ningún ser coherente, adulto y sensato le hubiese
prestado atención a las dos últimas sugestiones. La única realidad era que en
Albert Employment Agency se ofrecía una vacante para mensajero. Si de verdad
deseabas trabajar, lo único que tenías que hacer inmediatamente era tomar el
subway del IRT Lines hasta Chambers Street, caminar a Warren St., presentarte
en la agencia y solicitar el trabajo; dos días después dirías que la «pega» era una
reverenda porquería y que mejor te quedabas en casa o te ibas a las bibliotecas,
museos, cines y a las casas de tus amigos a conversar. Eso hubiera dicho él, sin
lugar a dudas, pero para ti era distinto, tenía una significación mayor y más
profunda. La oferta de trabajo podía seducirte, representaba andar, solo, todo el
tiempo en la calle, entregando documentos en consulados, agencias navieras y
oficinas comerciales; en tu caso, el sueldo era lo menos importante; deseabas
sacudirte un poco la caspa intelectual que produce pasar las noches y los días
leyendo libros; simbólicamente, te agradaba servir de mensajero. La lectura de las
influencias celestes, por pura entretención o accidentalmente, te hizo reflexionar
en el uso que se hacía en esa columna de la psicología del inmigrante, sus
necesidades y esperanzas, y en la categoría social en que se le situaba: «los
oficios mecánicos aparecen hoy especialmente favorecidos», y en LEO: «Si
negocia con mercancías al detalle, este puede ser un provechoso día para sus
esfuerzos. Negocios prósperos»; y en VIRGO: «Oportunidades de ganancias
financieras aparecen en su camino. Siga su intuición»; y en LIBRA: «Si es astuto,
puede tomar ventaja de una nueva oportunidad de progreso que se le
presentará»; y en PISCIS: «Planee su porvenir. El camino al éxito aparece amplio
para usted»; y en ARIES: «Demuestre sus habilidades especiales y siga su
intuición cuando haya de tomar ventaja en una oferta inesperada»; y, finalmente,
en TAURO: «Los asuntos en compañía, comerciales o domésticos, presentan su
mejor aspecto ahora. Maneje diplomáticamente los detalles.» Pero mecánicos o
lavaplatos o bodegueros o camareros o ferroviarios o lo que fuesen, eran los
elegidos para hacer el dirty work de la ciudad, de la nación.
El episodio de Mandrake el Mago y el director de la agencia de empleos no
podía ser más convincente... esos hombres atomizados, recuperando sus formas
humanas en otro planeta, confirmaban tu certera convicción de que todo aquello y
lo demás era como estar muerto.

«Querido Alejandro: Mucho he pensado en nuestra última conversación y desde


entonces no hago otra cosa que prometerme una visita a tu casa, un encuentro en
un café o en la calle, en cualquier parte donde podamos reanudar nuestro diálogo.
Hoy es un día infernal, no cesa de llover. Tal vez no sea el día, sino mi ánimo lo
que impide que salga a buscarte. Debo confesarte que lo he hecho. Hace unas
noches volví, no estabas. Hice uso de la llave que no te entregué la noche que
dejé la casa. Me alegra saber que trabajas, que los papeles llenos de palabras se
amontonan sobre tu mesa. Me place saber lo que piensas, lo que sientes respecto
a mi partida. Pronto quedarás libre. Unas páginas más y habré desaparecido para
siempre, aun cuando sepa que la paz no será para mí. Ahora, como antes de
conocerte, la paz no me pertenece, no me quiere para su amistad. En algún sitio
del mundo debe haber un lugar, una mano sincera, unas simples palabras que
conserven su verdadera significación. Pero yo desconozco ese lugar, desconozco
esa mano, desconozco esas palabras. Mi vida jamás tuvo coherencia, jamás tuvo
un orden en el sentido estricto del instinto o las costumbres, y no creo que alguna
vez lo tenga. He visto, día a día, hora tras hora, desaparecer de mí el asombro, la
inocencia, la luz que alumbra ciertos sentimientos. El mundo se me ha ido
revelando como una prueba de violencia, apatía o vulgar interés. Sólo recuerdo
cosas fijas: una lámpara iluminando un rincón de tu sala, una silla cargada de
libros, papeles, ropa, un par de zapatos desperdigado por el suelo, una corbata,
un sombrero, un sobretodo colgando de un perchero y humo y ceniza y lápices por
todas partes, sobre la mesa y la cama y el sofá y el piso. Y afuera, rostros no tan
fijos, miradas y sonrisas que desaparecen detrás de un mostrador, de una puerta,
de una esquina: lugares huidizos, nebulosos... Porque aún hay un sol (dije en
aquella carta errabunda y perdida que no llegó a tus manos), una costa del norte
de Oriente que no he visto, donde me gustaría estar contigo, con el Alejandro que
no conozco, desde la ventana abierta de la casa blanca y azul donde la madre de
Lila nos espera... Mi vida ahora imprecisa... no quiero culparte, es lo que tú no
quisiste que fuera... mis propias visiones. Nada me parece tan inútil como esta
sucesión de horas en las que mi ser se fragmenta... imágenes que no me
corresponden, a ti tampoco. No quiero para mí la ilusión, no quiero ser una pobre
proyección de o l irreal, tampoco deseo sentirme como una realidad hecha a tu
imagen y semejanza. No quiero ser. Perdóname, no volveré a escribirte, no
volveré a verte. Puedo, si quiero, reconstruir en el silencio, en la soledad, cada
palabra, cada gesto, cada mirada tuyos. Ahora siento una rara tranquilidad, un
remanso donde fluyen peces, flores y piedras, ramas y troncos, yerbas y la sonrisa
soñolienta de Lila...»
JARDÍN

Estos tiempos no son para acostarse con el pañuelo a la cabeza, sino con las
armas de almohada, como los varones de Juan de Castellanos: las armas del
juicio, que vencen a las otras. Trincheras de ideas valen más que trincheras de
piedra.
No hay proa que taje una nube de ideas. Una idea enérgica, flameada a tiempo
ante el mundo, para, como la bandera mística del juicio final, a un escuadrón de
acorazados. Los pueblos que no se conocen han de darse prisa para conocerse,
como quienes van a pelear juntos. Los que se enseñan los puños, como hermanos
celosos, que quieren los dos la misma tierra, o el de casa chica, que le tiene
envidia al de casa mejor, han de encajar, de modo que sean una, las dos manos.
Los que al amparo de una traición criminal, cercenaron, con el sable tinto en la
sangre de sus mismas venas, la tierra del hermano vencido, del hermano
castigado más allá de sus culpas, si no quieren que les llame el pueblo ladrones,
devuélvanle sus tierras al hermano. Las deudas del honor no las cobra el honrado
en dinero, a tanto por bofetada. Ya no podemos ser el pueblo de hojas, que vive
en el aire, con la copa cargada de flor, restallando o zumbando, según la acaricie
el capricho de la luz, o la tundan y talen las tempestades; ¡los árboles se han de
poner en fila, para que no pase el gigante de las siete leguas! Es la hora del
recuento, y de la marcha unida, y hemos de andar en cuadro apretado, como la
plata en las raíces de los Andes.
A los sietemesinos sólo les falta el valor. Los que no tienen fe en su tierra son
hombres de siete meses. Porque les falta el valor a ellos, se lo niegan a los
demás. No les alcanzan al árbol difícil el brazo canijo, el brazo de uñas pintadas y
pulsera, el brazo de Madrid o de París, y dicen que no se puede alcanzar el árbol.
Hay que cargar los barcos de esos insectos dañinos, que le roen el hueso a la
patria que los nutre. Si son parisienses o madrileños, vayan al Prado, de faroles, o
vayan a Tortoni, de sorbetes. ¡Estos hijos de carpintero, que se avergüenzan de
que su padre sea carpintero! ¡Estos nacidos en América, que se avergüenzan,
porque llevan delantal indio, de la madre que los crió, y reniegan, ¡bribones!, de la
madre enferma, y la dejan sola en el lecho de las enfermedades! Pues, ¿quién es
el hombre?, ¿el que se queda con la madre, a curarle la enfermedad, o el que la
pone a trabajar donde no la vean, y vive de su sustento en las tierras podridas,
con el gusano de corbata, maldiciendo del seno que lo cargó, paseando el letrero
de traidor en la espalda de la casaca de papel? ¡Estos hijos de nuestra América,
que ha de salvarse con sus indios, y va de menos a más; estos desertores que
piden fusil en los ejércitos de la América del Norte, que ahoga en sangre a sus
indios, y va de más a menos! ¡Estos delicados, que son hombres y no quieren
hacer el trabajo de hombres! Pues el Washington que les hizo esta tierra, ¿se fue
a vivir con los ingleses, a vivir con los ingleses en los años en que los veía venir
contra su tierra propia? ¡Estos «increíbles» del honor, que lo arrastran por el suelo
extranjero, como los increíbles de la Revolución Francesa, danzando y
relamiéndose, arrastraban las erres!
Es un buen conversador, aunque para sustentar una idea, apoya su discurso en
citas de Martí.
17

Sí, es muy simple. No, es muy complicado. Sí, lo es, lo es... Aquí cualquier cosa
puede suceder. Eso que sólo pasa en los sueños, en las ilusiones, en la
esperanza. Eso y más, un poco más, lo imprevisible... cuando uno entra a la
estación del subway, cualquiera, uptown, downtown, upstairs at the downstairs,
downstairs, at the upstairs, up side down; down side up, up and down, down...
alguien que uno nunca ha visto, alguien que mira, alguien a quien mirar que mira
con todos sus ojos, con esos ojos, grandes, luminosos, fosforescentes que tienen
los animales de la noche, los animales asustados y tristes de la noche. Y esos
ojos pueden halarle a uno el corazón y las piernas y uno camina hacia ellos,
camina sin saber por qué, camina, pero camina y encuentra que esos ojos no son
ojos, sino una boca y unos brazos que se enredan entre los propios brazos y
sucumben en la propia boca y ya uno no es uno, es dos que son uno y dos, esos
labios que están recostados, abandonados, inmersos en nuestros labios,
esperando, esperando...
Yo no sé cuándo sucedió, no lo recuerdo, no. Yo salía de la casa y ella estaba
sentada en los escalones con su pelo y su vestido y sus ojos a lo flapper girl
porque habían pasado treinta años desde entonces y ella seguía, unas veces, en
los escalones, durante todo el verano, y otras, pegada al cristal de la ventana,
durante todo el invierno; en la primavera y en el otoño ella no estaba ni en los
escalones, ni en la ventana, estaba en otra parte, en algún sitio que nunca conocí,
pero siempre fuera de la casa, no sé dónde, esperando. Y ella me dijo con esa voz
suya, de ella, esa voz aprendida en algún viejo film hablado, en algún libro o en
otra parte, no lo sé, en cualquier otra parte de esta ciudad a la que vino casi niña y
en la que ha muerto en la ventana, en los escalones, con su vestido negro, azul,
verde, amarillo, listado; con su vestido de noche, de lentejuelas y mostacillas, ese
vestido que su madre compró en Lord & Taylor, en Saks Fifth Avenue, en Macy’s,
en una boutique del Village o de la calle 57, en cualquier parte, ese vestido que
era como un aroma, como otro cuerpo, la yerba y la arena y el agua, ese vestido
con tantos, tantísimos nombres de hombres de todas las nacionalidades,
estaturas, colores, profesiones y gustos; su vestido de reina, su vestido de escolar,
su Gibson Girl Dress su vestido rojo con cuello y puños blancos Anita la
Huerfanita, su vestido Clara Bow y su vestido Pola Negri, sentada allí, me
preguntó qué hacía esa noche. Le respondí que nada, y ella me preguntó si nada
era todo y todo era irnos al cine y a comer y bailar, y yo le contesté entonces que
nada no era una invitación, ni una promesa ni un compromiso, y ella me dijo que
todo era eso mismo. Entró a la casa y salió con una chaqueta que se echó a los
hombros y me dijo que haríamos nada en cualquier parte que no fueran los
escalones y yo le dije que haríamos todo. Entonces ella se rió y me gustó oírla
reírse, me gustaron sus labios finos y sus dientes y la tomé del brazo y salimos a
Broadway y caminamos hasta la calle 83 y nos metimos en el RKO y mirando a la
pantalla, al film, a los actores, sentí su mano que buscaba la mía y su cara
rozando con su perfume la mía y luego, luego sus labios estaban en los míos y
ella temblaba, temblaba entre mis brazos, y dejamos el cine, los dos, y nos fuimos
a un bar y ella pidió su trago. El camarero, sonriendo, le preguntó si el mío era el
mismo y ella le dijo que todavía no lo era, pero que esa noche conmigo iba a
cambiar de trago, y los dos, ella y el camarero esperaron unos minutos y entonces
ella, muy remota y sin confundirse, le dictó la nueva mezcla, y él, sonriendo,
asintió con la mirada, y el mentón, y después le dijo que estaba bien y los dos se
rieron. Y aquel fue nuestro trago desde esa noche y para siempre.

En el bar ella comenzó a relatarle la larga historia de su vida en Manhattan.


Estuvieron en el Danubio Azul y en el Tropic Club. Regresaron muy tarde y esa
noche en la cama, mientras ella decía algunas cosas en sus oídos, que él nunca
comprendió, que no oía, empezó a descubrir los misterios y la ciencia de un
cuerpo diestro, febril, apasionado, que no busca en el amor compañía, ni placer, ni
consuelo, sino el arduo aprendizaje del verdadero conocimiento, de la sabiduría, y
los cuentos de Genoveva con su Bob y las noches de la quinta con Pola Negri le
parecieron pueriles y sentimentales. Ella era la auténtica y asombrosa Pola,
devuelta de las sombras. Sabia y perfecta. Y en noches sucesivas, en meses y
años, él representó, continuamente, cada uno de los amantes que la Negri
despreció después de vencidos o que la abandonaron hastiados de los caprichos
y las exigencias de aquella mujer de implacable voracidad erótica.
No sólo fueron las noches y los amaneceres sobre o bajo aquel cuerpo lo que
iba sometiéndolo, encadenándolo a ella. Fueron los gustos de ella por la ropa de
géneros, corte y confección maestros, por la comida de los restaurantes más
exclusivos, por el póker, donde el azar sólo intervenía en el momento en que las
cartas eran repartidas, por el licor y los amigos, ciertos sitios que están
familiarizados con la delincuencia, las bajas pasiones y la muerte. Padeció sus
celos y aprendió a vencerlos. Se acostumbró al ocio, a las conversaciones y a los
libros, a valorar una opinión o a descartarla por fiel, pretensiosa, falsa o débil.
Junto a ella, de su mano, recorrió el tortuoso camino de los parias, los
descastados, los que viven al margen del raciocinio, de la seguridad y el prestigio
público. Gentes que promulgan y ejecutan una sola ley, animal, selvática. Vivir,
vivir esta noche que se acaba con sus vidas, para recomenzarla mañana a la
misma hora, en el mismo sitio, siempre diferente. Gentes con un dios, una religión,
un credo: la vida como un continuo reto al azar, a la muerte.

Entonces, uno es como un gran oído, sólo oídos, oyendo lo que la gente cuenta
esa última noche de sus vidas. No es como el cinematógrafo, no lo es, ni como los
sueños porque no está en el pasado, ni está pasando, es una sobrevida en la que
sobreviven los despojos de ciertas caricias, miradas, palabras; en la que un gesto
se eterniza en la memoria, en los sentimientos, y es como un narcótico al que se
acude en el desamparo y la indiferencia de otros cuerpos que no son el recordado,
el deseado, el perseguido... Eso supo, las veces en que ella detenía un
movimiento de sus caderas o de su lengua para recuperar un instante pasado, o
cuando ella se quedaba mirándole a los ojos para decirle que eran negros como
algunas pasiones de la carne o que eran azules como la ilusión perdida y
entonces toda su ternura se hacía de piedra, de metal. Y ambos naufragaban en
un silencio aterrador.
Sí, ella reclamaba de él lo que otros dejaron impreso en la fidelidad del mármol, en
la eternidad del bronce y así, en ese deseo de perpetuarse en los demás, él se
hizo cada vez más fiel, más familiar a los recuerdos que ella evocaba y le
transmitía desde aquel cuerpo intransferible. Y él fue Pastor, un muchacho grande
y hermoso que fue a buscarla una noche a la verja del colegio donde ella se
educaba para huir en un tren, en un ómnibus, en un camión, hasta que la madre
de ella los encontró en Siracusa para separarlos. Y él fue Walter, ingenuo y
complaciente, sufriendo el rechazo nocturno de aquellos labios finos y burlones. Y
él fue Jimmy, Germán, Lucio, Gerald, Frantisek, Joe, Stanley, Juan, Roberto,
Sean, Enrico, Horace, Dick, Thomas, Christopher, Gregory, Pedro, Louis, Ernesto,
Iván, Jean, Ken, Art, Buddy, Chico, Arturo, Víctor, Rex, Domingo, Billy, Ben,
Chano, Adrián, Frank, Nat, Romeo, Felipe.
Jehova
with a gray beard
naked & whipped
Now if she walks out she might walk out forever... yelling in rage, dreaming of
death, forever plotting evil...
words should kneel at those trees;
those fragant herbs...
Think for yourself or look or cry... choose that one quickly. They try to imitate us,
to smell like us, to breath & love & dream like us —a last call.
You are going somewhere
& you know you’ll learn.
We are not different...
I asked him... he did not answer... or was his woman who said something that
was not him or you or me... If you go back
deep, fast, back, fast, you
among the truly select, invisible,
you’ll find there was...
deep, back, fast, back,
were you...
Her filthy, wet, adorned hair... with lice
Deserted,
gray bearded
Jehova or you
the same...
She is calling you... names, names, names.
Se llamaba Jemina, para nosotros Jemi, y Dennis Cunnin-gham decía su
nombre de un modo que yo entonces identificaba con la ternura de las viejas
costumbres, de esos objetos que van desde el sótano al desván, a un cuarto de
despojos, a cualquier parte, en baúles y cajas, arrinconados, dispersos, pero que
la superstición o la convicción acerca de sus plenos poderes no nos permiten
desecharlos. Yo encontraba en ese modo de llamarla una significación superior a
todo fanatismo y, a solas, imitaba la voz que la nombraba. Entonces deseé ser
Dennis, que no la conocía, que no había estado en sus labios ni en sus brazos y
que la miraba como se mira a un ser cargado de secretos, de misterio. La historia
de su vida no ha de interesarnos, pero sí sus ojos, sus cabellos antiguos, y sus
vestidos que correspondían a un tiempo que no nos pertenece porque no son de
la vida...
Vivíamos en aquella casa que su madre arregló para hospedar jóvenes solteros.
«Las mujeres, decía, molestan demasiado: lavan, planchan, cocinan, hablan como
cotorras y siempre están enredadas en asuntos sentimentales...»
Doña Jacinta quería a sus muchachos, cuidaba de ellos en caso de
enfermedad, desempleo, crisis de depresión o exaltación neuróticas y no olvidaba
la fecha de un cumpleaños, de una fiesta tradicional para obsequiarles con un
banquete íntimo en la cocina y un presente personal.
Las relaciones entre madre e hija no podían ser más deplorables, pero no le era
posible a la una vivir sin la otra, aunque constantemente se lanzaban a la cara los
sacrificios y renuncias que se concedían mutuamente.
Esa casa llena de juventud, de amistad, de entusiasmo y esperanzas, era el
centro de las conquistas y derrotas de un ser que no envejecía porque sus
memorias y afición a una época la conservaban fiel a un mundo desaparecido,
muerto.
Y ellas rumiaban sus pasiones: amor, desamor, indiferencia, odio. El incidente
más pequeño las volvía enemigas, desconocidas. A doña Jacinta, después de
súplicas e insultos, le correspondía reanudar las relaciones rotas y siempre se las
ingeniaba para seducir a su hija con vestidos, joyas, legítimas o artificiales, un
collar de Tiffany’s o un broche de Coro, paseos, viajes y hasta la conquista de un
nuevo amante, a quien halagaba con la misma asiduidad que a su hija. Las
reconciliaciones favorecían a todos los huéspedes, pues durante una semana la
casa se llenaba de risas, regalos, convites y todas las amabilidades concebibles.
«Ella nos separó por la fuerza. Pastor era demasiado joven y dependía de su
familia. No pudo hacer otra cosa que reanudar sus estudios en la Universidad y
luego regresar a su país... Yo estaba en sus manos, en sus duras manos de mujer
que ha tenido que vérselas hasta con el mismísimo demonio... No sé como he
sobrevivido a su dureza, a su crueldad. Siempre me chantajeó, primero, con el
abandono absoluto, después con la cárcel. Me indujo a ciertos hábitos, tú sabes.
Perdóname que hable así de ella, después de todo es la mejor persona que he
conocido. Creo comprenderla, pero cuando, alguna vez, me mostré tan inflexible
como ella misma, entonces, entonces me amenazó con el suicidio. Después
pasaron los años y era una mujer enferma y vieja y llena de ternura y rencor, llena
de generosidad y crueldad. Ya no era posible liberarme de su egoísmo, de su
cariño. Cuando me casó con Walter le dije que era inútil, que ese pobre idiota no
conseguiría tocarme... Walter era muy hermoso, mucho más hermoso de lo que
está en esa foto de nuestra boda que ella tanto exhibe. Ella quería una hija
respetable y casada... y lo consiguió. Eligió a Walter porque se le parecía a
Pastor... a ella, no a mí... Todo esto es muy cruel. Le hizo creer que yo era virgen.
No creo que a él le importase un comino, pero ella no quería que nadie supiera
que su hija se entregó a un muchacho en un banco de una estación de trenes, en
el andén, bajo una bombilla que tiritaba del frío que nosotros no sentíamos. Yo se
lo pedí, lo obligué, le dije que si no lo hacía en ese momento, no lo haría nunca.
Quería humillarla, quería gritárselo alguna vez, para que se avergonzara de ella,
de mí, del mundo, el de ella, no el nuestro. Pastor no quería. Quería hacerlo en
otro u l gar, en un hotel, no sé, en otro lugar, pero yo le cerré la boca con la mía
hasta que lo hizo, hasta que supo que era su mujer... A Walter no le hubiese
importado, pero lo creyó, lo creyó después de un mes en que su cuerpo se debatía
contra el mío inútilmente, llegó a creer, lleno de soberbia y vanidad, que la culpa
era de su sexo o del mío. Se exhibía desnudo, orgulloso, mostrándome su
virilidad, creyendo seducirme. Eso fue al principio, después fue tierno y suave y
melancólico, y luego, duro, cruel, inhumano... pero yo lo era más salvajemente que
él, más despiadadamente. Llegué a gritarle que se guardara su cosita, que con
esa no lograría otra cosa que hacer frígida a la mujer más ardiente, que ni siquiera
podía compararla con el más infeliz y peor dotado de los hombres que me habían
poseído, a los que deseaba desesperadamente, a los que buscaba... que se
guardara su asqueroso moco de guanajo, que cuando yo quisiera un hombre de
verdad sabía dónde conseguirlo. Walter, enloquecido, se abalanzó sobre mí,
desgarrándome la ropa, las carnes. Después de una batalla en la que no quedó
una sola tira de nuestros vestidos, ni muchos de los objetos que recibimos como
regalos de boda, logró amarrarme a la cama, brazos y piernas, y durante tres días
consecutivos, en la soledad de la habitación y nuestros cuerpos, Walter, con su
sexo erguido me golpeaba los ojos, la boca, los senos, el vientre y la pelvis,
derramándose, infatigablemente, sobre mi cuerpo. En ningún momento mostró el
más mínimo interés en poseerme. Me gritaba: “Perra y cochina puta, negrera,
puerca...” Yo ni siquiera me movía, estaba tensa y yerta, como de piedra. Decía
que su verga era demasiado orgullosa y limpia para entrar a un chiquero donde se
habían revolcado los puercos más indecentes, más sucios... y no lograba
arrancarme una lágrima, ni una queja... Me llamaba excusado para sifilíticos e
impotentes, y yo como si nada, sin miedo, ni vergüenza, ni asco... muerta. Al
atardecer del último día que estuvimos juntos parecía que iba a desfallecer, estaba
pálido y sudado; olía a semen y a saliva, a escupitajos. Le faltaban las fuerzas
para reanudar aquella loca, miserable descarga de vejaciones y esperma. Estaba
parado a mis pies y ya no era un hombre duro, cruel, ofendido. Abrí los ojos para
verlo en la penumbra de la tarde... Walter parecía un ángel, un santo, un dios; toda
la cólera, la humillación y el dolor habían desaparecido de su cuerpo, de su sexo.
Entonces, descubrí su hermosura, su terrible y adorable hermosura. Era como de
mármol, yo no sé, y los vellos en su cuerpo eran de oro, delicados y lacios rayos
de oro... me dio las espaldas, comenzó a vestirse, lentamente, sin mirarme, sin
volver una sola vez los ojos hacia mí. Después descolgó el teléfono y llamó a mi
madre. No sé lo que le dijo. No lo sé, pero su voz era suave y lejana. Colgó el
teléfono y vino hasta donde yo estaba mirándolo, deseándolo, amándolo. Dijo algo
que las lágrimas y un sollozo rompieron en sílabas, en letras, salió de la habitación
y no volvimos a verlo... no volvimos a saber de él. Debe andar en un barco, en un
puerto, en cualquier parte del mundo, mostrándole a las mujeres la belleza de su
cuerpo incomparable, a las mujeres o a los ángeles, en cualquier parte del mundo,
no sé, del cielo, de la tierra, no sé... lo demás tú lo sabes mejor que nadie, mejor
que ella. Vinimos a vivir juntas para siempre en esta casa. Y ella, que es la mejor
persona del mundo, durante estos años, no sé, veinte, treinta, una eternidad, me
insulta y me acaricia, me niega su cariño y me lo da en regalos: vestidos y
muchachos...»
Ahora, que ella no está en los escalones, en la ventana, pienso en sus manos y
en sus muñecas delicadas, capaces de ejercer toda la violencia del mundo sobre
un cuerpo de hombre adolescente, inexperto, inocente. La violencia de su ternura.
Los dedos diestros en recorrer, moviendo las yemas y las uñas, lentamente, un
mentón, un torso, aquellas manos que tejían y destejían un suéter beige mientras
esperaban el regreso del desaparecido.
—Ella me ayudaba a redactar las cartas, las tarjetas que no enviábamos. Mira...
Abrió un arca, que imaginé repleta de vestidos en desuso y mis ojos
contemplaron un cúmulo de cartas en sus sobres, estampilladas. No nos dijimos
nada. Cerró el arca. Comprendí que aquella era la última vez que ella iba a buscar
al otro en mi cuerpo, y quise poder acercarme a sus manos, a sus ojos, al corazón
que apresuraba sus latidos para apagarse con el sol que huía de su ventana.
Aquella noche Jemi se iría al cine, a un bar, a un restaurante y a un night club
con Arturo Pérez. Lo traería a su cama en el momento de su mayor desesperación
e iniciaría con él ese lento y largo ritual nocturno de sus manos, su boca, sus
caderas... y esas palabras que nadie jamás entendería, seguramente, las mismas
que las lágrimas y el sollozo rompieron en la voz de Walter y que ella no oyó, no
conoció.

Arturo Pérez, así se llama, Arturo Pérez, sin otro nombre, aunque Arturo era una
de las criaturas más singulares que yo había conocido entonces. Lo era porque se
parecía mucho a un joven pastor de las islas griegas, pero también a un príncipe;
alguien que yo había visto en un mármol del Museo Metropolitano. Con el mismo
desdén e indiferencia de los que saben que la belleza es un don inalcanzable y se
sumen en la contemplación de algo remoto, ausente, inconquistable. Algo como
ese don que les posee. Algo que es la belleza misma. Yo lo traje a vivir a casa de
doña Jacinta, nos habíamos conocido en la escuela. Cuando él empezó a trabajar
de bus boy en el Waldorf, me ofreció hablarle al head waiter para conseguirme
una plaza similar. Entonces no pude aceptar. Luego trabajamos juntos en el
Delmonico’s y en el Rainbow Grill. Arturo era poco o casi nada instruido. Nos
conmovía su ignorancia, que a veces calificábamos, por su credulidad, de
inocencia. Era como de mármol o de oro. Como de espuma y sal, de sol y arena.
Eso era, pero esa no es la historia. No es la historia de sus amores con Jemi, es
otra.
Yo vine a buscarlo al Blue Cheese, donde él trabajaba entonces. Me acodé en
la barra esperando que él terminara. Arturo servía una mesa en la que se
demoraba un rato cada vez que retiraba los vasos y los reemplazaba por otros. Y
siempre me miraba, mientras yo, acodado en la barra, seguía sus movimientos,
esforzándome en adivinar sus palabras, cuidando de que mi curiosidad no se
hiciera demasiado evidente...
Recuerda que ese cuento siempre lo ha dicho en inglés. Le será difícil decirlo en
español, pero Aleida le escucha atentamente, toda oídos...
Como él aquella noche en casa de esa maravillosa y extraordinaria criatura,
tímida, temblorosa, leyendo las cuartillas mecanografiadas de la versión teatral de
una de sus novelas. La muchacha que lee en un sillón grande y mullido, casi
perdida en el mueble que la aprisiona, sentada sobre las grandes flores rojas y
blancas y amarillas, sobre las hojas verdes de la cretona, hace una pausa cada
vez que uno de los personajes termina de decir sus bocadillos. También repite los
nombres, inútilmente; nadie parece oírla, sino él, y ella lo sabe. Una y otra vez se
han mirado y él la anima para que continúe su lectura. Nadie oye las cosas que
esa niña, ella (no puede ser otra), que es él (tampoco puede ser otro), dice. Nadie
allí los conoce. Nadie sabe quiénes son ni lo que dicen. Les distrae oír los sonidos
del hielo en los vasos, del alcohol en las bocas y en las gargantas, oír la propia
respiración, mirar cómo arden y se apagan los cigarros; seguir el humo, buscar en
sus dibujos una señal, un augurio; oír la impaciente circulación de la sangre y el
viaje fatigoso del oxígeno por la laringe, la tráquea y los pulmones; el apresurado
regreso a la nariz, transformado en un gas venenoso. Oyéndolo todo, menos a ella
que lee con una voz de niña, de niño, de patios y portales, calles y aceras. Todas
esas voces están en la memoria de ella mientras lee y él escucha, como si ambos
oyeran al propio corazón diciéndoles que están solos, muy solos y que nunca,
nunca, a menos que se les permita participar en la boda de su hermano, de su
hermana, de las estrellas y la calle, del jardín y la lluvia, del sol y las aceras, de la
luna y los patios durante aquel verano en que John Henry West ha muerto y
Frankie anda sola con sus doce años y sus pies descalzos por las calles de un
pueblo del sur, que no ve, que no se entera de que los niños crecen sobre sus
calles y aceras, baldíos y jardines, mientras los adultos hablan y hablan y hablan
en los portales y en las cocinas. Eso ella lo sabe, lo que no sabe es que Berenice
se llama Aurora, y Frankie, Aleida y John Henry se llama Alejandro. Está lloviendo.
El agua rueda por los cristales y rueda afuera sobre las paredes y cae sobre el
césped y la tierra, afuera. El agua cae empañándolo todo, la voz que lee y los
oídos que escuchan y sus ojos se miran sin verse...
El caso es que Arturo me presentó a su amigo que era un muchacho de Puerto
Rico, el último vástago (esto acabo de pensarlo ahora, tal vez sea cierto, quizá no
lo sea) de una de las familias más ricas y antiguas del país. El joven me invitó a su
mesa. Conversamos mucho. En un momento quiso que saliéramos del Blue
Cheese y nos fuéramos a cenar a un restaurante cercano. Su amigo vendría a
recogerlo antes de que el bar cerrara. Disponíamos de dos horas. No pude
acompañarlo, era demasiado tarde para cenar, eso le dije. También le dije que no
me gustaba comer cuando había empezado a tomar. Eduardo aceptó mi excusa y
ordenó otros tragos que Arturo sirvió. Dijimos que el próximo sábado nos
encontraríamos más temprano y saldríamos a comer y a tomar. Hice un chiste.
Chirico decía que en ciertos bares uno se transformaba en la Estatua de la
Libertad, con el brazo en alto y el vaso como antorcha. Eduardo parecía reconocer
los bares a los que Chirico se refería y dijo que evitaríamos toda clase de
alucinación genérica. Nos pusimos de acuerdo para encontrarnos allí. No
esperamos por Arturo. Salimos a la calle. Eduardo esperaba a que su amigo
pasara a recogerlo. Esperamos en la esquina. El amigo vino y se fueron, después
que fuimos presentados. Cuando el carro desapareció, perplejo, me repetí en voz
alta el nombre del amigo de Eduardo. Yo había visto ese nombre, lo conocía de
las revistas de cine y las marquesinas de los teatros de Broadway, yo lo conocía,
pero en ese momento me pareció que era imposible porque era absurdo y por eso
mismo podía ser posible. Sentí cómo toda mi sangre fluía a mi pulso, a mis sienes,
acelerándome la respiración, creí que estaba enfermo y que la fiebre me
confundía los nombres y los sentimientos y que aquel nombre era otra de las
ficciones de mi imaginación, pero ya se habían ido y sentí una triste vergüenza, un
vacío muy grande en el estómago. Crucé la calle y tomé el subway. Esa noche me
metí en la cama convenciéndome de que haberlo conocido, al actor, era posible
porque era absurdo, y por eso mismo era imposible. No dije nada a nadie, no
podía decirle que tenía un amigo famoso, nadie me lo hubiera creído, ni siquiera
Arturo...
En la cocina ella se le acerca y como si quisiera invitarlo a un juego triste y
peligroso, como si fuera a decirle que van a bañarse en al aguacero; saltar la
cerca del vecino para robarse unas peras; cortar con una cuchilla la cuerda de la
ropa tendida; asustar a una vieja que reza en un cuarto solo. Cualquiera de esas
cosas que hacen los niños en el batey o en un pueblo del sur, en el verano,
durante las largas y calurosas y húmedas vacaciones. Nada de eso es lo que ella
va a decirle. Le dirá que él es un poeta y para él leía. Quiso decirle algo. No pudo.
Sintió que tenía los ojos empañados como la voz de ella mientras leía. Y le
responde con movimiento de la cabeza, lento, indeciso; le responde que no, que él
no es un poeta.
Afuera, golpeando los cristales y las paredes, resbalando sobre las hojas y
anegando el césped y la tierra, el agua sigue cayendo...
Esperé al sábado. Esperé contando los días, las horas, los minutos, los
segundos. Esperé en silencio, afiebrado, solo. Contaba los latidos de mi corazón y
de mi pulso. Pensaba que nada de eso era verdad, que todo lo había imaginado.
Pero el sábado llegó y esa tarde Eduardo me llamó por teléfono y me dijo que no
podíamos encontrarnos en el Blue Cheese porque él había olvidado un
compromiso anterior que debía cumplir. Diré que no le oía. Diré que su voz y las
palabras que decía, negaban, destruían de un golpe toda la fantasía de mi
corazón. Diré que no sufrí... que entonces supe que estábamos muertos. Él y yo y
todos. Todo el mundo se había muerto a mi alrededor, dentro y fuera de mí. El
mundo entero lo enterraba aquella voz en el teléfono... yo no le respondía y
Eduardo siguió diciendo que si yo lo deseaba ellos pasarían a recogerme para ir a
un party de una amiga de su amigo y me dijo que Monty le había pedido que me
invitara, si yo quería acompañarlos. Y el mundo todo resucitó y el teléfono era
como de oro y su voz como de plata y yo y él y todos éramos de todos los metales
y las piedras preciosas, resistentes y luminosas, y éramos de metales y piedras
que hablan y andan y piensan, y sienten que la vida es mucho más bella que esos
preciosos metales y piedras. Entre otras miles de cosas que pasaron por mi
corazón de hace años y que aún no se han serenado en mi sangre, que no se han
hecho historia, ese momento salta ante mis ojos y recuerdo que nunca antes,
nunca, y eso Aleida, tienes que creérmelo, nunca sentí tanto miedo ni tanta
alegría, pero recuerdo, eso creo, que toda la sangre de mi cuerpo se agolpó en
mis manos y en mis pies y por un momento, en ese momento, yo también era de
mármol y oro y sal y espuma...
Ella se estaba riendo como una chiquilla, sacudiéndose el pelo lacio y largo con
el dorso de la mano, como si deseara espantar de sus recuerdos alguno que no
fuera muy alegre. Con los dedos largos y finos se arreglaba el cerquillo, diciéndole
que le había gustado mucho ver cómo atendía su lectura. Él quiso decirle que esa
historia no era de ella, que era de él, quiso decírselo, pero las palabras se le
confundieron con los sentimientos y se quedó callado. Ella volvió a decirle, no se
sabe por qué, por algo que él dijo, que no dijo, cualquier cosa que no estaba en
las palabras ni en los sentimientos, sino en un silencio que siguió a sus palabras,
un silencio que estaba en los ojos de ella y en los de él, que él era un poeta...
Cuando colgué el teléfono ya no era de mármol ni de espuma, aunque estaba
temblando. Corrí al cuarto de Arturo y me quedé mirándole sin saber qué decir. Le
pregunté si él conocía al amigo de Eduardo. Arturo, sin mirarme, frotando el cepillo
embetunado sobre un zapato, dijo que lo había visto algunas veces en el Blue. Es
un actor de cine, dijo, o algo parecido. Yo le pregunté si conocía su nombre. Arturo
me dijo que Eduardo le llamaba Monty, pero que los bartenders del Cheese y
algunos clientes, sobre todo las mujeres, mirándolo todo el tiempo, lo llamaban por
su nombre del cine. No podía concebir que Arturo lo dijera así, como si hablara de
uno de nosotros, no podía creerlo limpiando sus zapatos, porque mis manos y mis
pies eran, nuevamente, de mármol. Entonces le dije que Eduardo me había
invitado para acompañarlos a un party up-state o up-town... Yonkers, algo así, no
sé, no recuerdo. Arturo me preguntó si había aceptado la invitación. Yo le dije que
sí, le dije que sí, que sí...
En la sala sus amigos hablaban infatigablemente y, cuando ella reapareció,
vinieron a besarla, a tomarle las manos y a decirle que era: darling, just marvelous
& fabulous & beautiful. Ella parecía no oírlos, parecía estar acostumbrada a esas
palabras y a esos gestos. Parecía oírlos sin comprender, sin saber qué decían.
Ninguno abandonaba por un solo momento su vaso con scotch, bourbon, gin o
rye. Hablaban de producción y dirección y reparto. Hablaban de escenografía y
vestuario y luminotecnia. Hablaban de ensayos y estreno. Un hombre con gafas y
bigote sugería nombres de actores. Una mujer menudita y risueña aprobaba,
indiscriminadamente, cada uno de los nombres, con movimientos de cabeza cada
vez más compulsivos y groseros. Tenía las manos y la boca atestadas de maní
tostado y llevaba los maníes de las manos a la boca, meneando la cabeza como
un chimpancé. Una vieja gorda que exhibía el nacimiento de sus enormes senos
manoseaba a Monty sin ninguna inhibición, riendo escandalosamente. Los demás
cuchicheaban, escudriñando entre los libros, las flores, los muebles, repitiendo sin
cesar: It’s Mar-ve-lous. It’s fa-bu-lous. Ss... beautiful, y le besaban las mejillas,
dulcemente, unos; otros lanzaban estrepitosos besos al aire, exagerando su
entusiasmo. Ella recibía todas esas confusas y evidentes demostraciones de
admiración y simpatía, con una melancólica expresión en la mirada y en los labios
y parecía una niña o un niño...
Eduardo y Monty vinieron a buscarme alrededor de las nueve. Eduardo
manejaba el auto y cuando yo quise sentarme en la parte de atrás Monty me dijo
que me sentara a su lado, y bajamos por Columbus Avenue hasta la calle 72 y
tomamos el Henry Hudson Parkway, dejando a Manhattan detrás, y en el camino
Eduardo y yo intercambiábamos algunas frases en castellano y me admiraba de
su buen acento, nada boricua, y me deslumbraba su dicción inglesa nada
neoyorquina y me maravillaba el amable silencio de Monty, muy distante de ser
indiferente o descortés. Esa noche Nueva York era como de alas de mariposas
incrustadas en un lienzo de terciopelo negro y cada ala tenía el color de una de las
mil piedras preciosas bíblicas y cada piedra era el rostro de una beldad del cine,
viva. Y todos esos rostros nos miraban sonriendo. Antes de llegar a la casa de la
amiga de Monty ya no era el mismo, ni volvería a serlo...
Él hubiese querido decirle en la cocina, mientras comían la ensalada de papas,
unas lascas de jamón y queso y galletas saladas, y tomaban un trago largo y
fresco, que él estaba de acuerdo con el mundo de Berenice Sadie Brown, pero
discrepaba en una sola cosa: prefería que el mundo siguiera con gentes de
distinto color, gentes como Ianita y Aurora y el viejo Isidro y Violeta y Genoveva y
Bob y la propia Berenice Sadie Brown. Gente que cantara y bailara, en un mundo
donde nadie se sintiera inferior o humillado durante su vida. Un mundo con sus
dioses negros y sus santos negros y sus espíritus negros: congos, lucumíes,
araraes o carabalíes o de donde les diera la gana ser. También quiso decirle que
la caracola de color lila que Frankie acercaba a su oído para oír el tibio oleaje del
Golfo era de esa Isla verde con palmeras que la estaba llamando para que no
acabara de crecer, ni Berenice se fuera de la casa, ni John Henry West muriera.
Pero no le dijo nada. Cuando creyó que iba a poder decirle todo lo que había
sentido aquella noche, todo lo que estaba en su memoria, Monty y Eduardo se
acercaron para despedirse de ella. Era la hora de regresar. Algo le dijo que no
oyó, pero la noche del estreno de su obra estaba sentado en una luneta, viéndose
en la cocina de su casa con Aurora y Aleida en un tiempo de días dorados y de las
grandes margaritas y las mariposas. Esa noche y durante mucho tiempo, Nueva
York era la cocina de su casa y en ella se sentaba con Monty y Arturo y Eduardo y
Carson a jugar a las cartas y todos eran como niños y niñas que no crecen,
conscientes de que la belleza es un don inalcanzable y entonces se sumían en la
contemplación de un mundo remoto, ausente, inconquistable, algo como ese don
que les poseía. Algo que era la belleza misma.
18

No había en el timbre de su voz el menor rastro de amargura. Dijo aquello como


pudo haber dicho cualquier otra cosa y lo dijo porque le gustaba hacer frases. Eso
de estar como muerto se le ocurrió en ese momento, no me cabe la menor duda.
Alejandro es así. E inmediatamente busca apoyo en la literatura y añade: «como
dijo Walt Whitman», aunque lo haya dicho el carnicero o nadie. Y eso lo hace con
todo. La menor trivialidad adquiere en su boca una importancia suprema y la avala
citando a alguien de su propia invención. Alejandro inventaba casi todos los libros
que dice haber leído, y los inventaba en el momento en que deseaba sustentar
una frase con autoridad. Para él ya todo ha sido escrito de un modo insuperable, y
es mucho más serio repetir con grandeza lo antes dicho por otro que expresar
pobremente las propias reflexiones, observaciones y sorpresas. A él no le gustaba
atribuirse la menor idea. Todo ha sido ya elaborado y comprobado por la mente
humana. Y es un excelente conversador. Es cierto que a él le gusta referirlo todo a
su persona. No conoce mejor a nadie. Eso dice. Pero le irrita que provoquen su
megalomanía. Hablar con él es correr todos los riesgos: la exuberancia verbal o el
más patético mutismo.
Si él lo dijo fue porque se molestó con mis impertinencias. En las primeras
veinticuatro horas que pasó en casa, dos o tres veces, tal vez más, le pregunté por
su vida en Nueva York, violando nuestro viejo pacto, y además porque me negué
al juego. Creo que quiso disimular la evidente devastación que el tiempo ha
causado en nosotros. En mí. Después de besarme mil veces y de alzarme en sus
brazos y de darme vueltas alrededor suyo y de decirme las cosas que sólo él dice
en voz alta y de halarme las orejas y pellizcarme las mejillas, ¡oh loco, loco!, sin la
menor inhibición, imitándose a sí mismo a los cuatro o cinco años, me dijo que si
no jugaba con él se lo diría a mamá, o que se pondría a berrear por toda la casa.
Todos se reían. Mamá y papá lloraban. A mamá le pareció que estaba demasiado
alto y delgado y a mí, trágicamente solitario. No supe fingir alegría. Y él arrojaba
por todas partes, como si lanzara al aire los colores y el estruendo de un cohete,
las cien cosas que trajo para todos. Era agradable ver la confusión que armó con
su regreso. Todos le miraban alelados. Lo admiran (aunque no se atrevan a
confesarlo, ni siquiera a ellos mismos), no como se admira a una persona, sino a
algo distinto. No sé. A Dios. Pero a Dios no se le admira, se le teme, se le ama, se
le niega. La casa volvía a llenarse de adjetivos y de todos los adverbios
terminados en mente y de todas las figuras de retórica imaginables y de su mucha
invención.
Desde la boda de Honora no se había reunido tanta gente en casa, no
podíamos hablar. Esa mañana muy temprano Alejandro se sentó debajo de la
mata de guásima y empezó a escribir un poema. Escribía cuando bajé a ofrecerle
el desayuno. Alejandro eligió una taza de café fuerte y amargo y una mandarina.
Volví al patio a llevárselos. No quise quedarme junto a él, porque escribía y porque
me gustaba verlo solo, dolorosamente solitario. Cuando entró a la cocina yo
estaba espulgando el arroz para hacerle su arroz con leche como a él le gusta:
suelto el arroz, ensopado en crema, espolvoreado con canela, frío. Alejandro leía
en voz alta:
«La fiebre en el silencio que amortaja la lámpara entre muebles e imágenes...»
Yo me volví para oírle en el momento en que él detuvo su lectura. La casa
estaba sola. Mamá había salido con tía Clara y Aurora andaba en la plaza
buscando unas legumbres.
Entonces le pregunté cómo era Nueva York y él me contestó eso de estar como
muerto. Luchamos con las palabras, él con las suyas, buscándolas,
organizándolas en un diálogo sin progreso. Yo retuve las mías. Y Alejandro se
quejó nuevamente de mi reticencia. Y es que yo sólo tenía mente para verlo solo,
fatigado, inestable; luchando contra sí mismo, contra los otros, contra todos;
viviendo sin familia en cuartos de hoteles y casas de hospedaje y en la calle bajo
la nieve; deseando sentir el sol en la cara y las espaldas; deseando sentarse a la
mesa con nosotros, deseando compartir su vida con la nuestra; tomando cerveza
amarga o whisky en una barra húmeda mal iluminada; oyendo la lengua áspera de
los anglosajones; cuidando el acento —¡cuánta humillación!— para no delatar su
origen y procedencia. Después de todo, Alejandro no podía ni debía ser ni era
distinto a los demás, y busqué un espacio para llorar sin que él me viera.
Alejandro me preguntó qué me pasaba. Le contesté que nada, que no me
pasaba nada. Le dije que mis cartas se demoraban porque las iba dejando de un
día para otro con la promesa de escribirle más y mejor. Y cuando habló de su
soledad me dijo que en realidad no había estado totalmente solo porque llenaba
su vida y su casa con recuerdos, que mis cartas mantenían vivos. Todas las cosas
que habían ocurrido en nuestra familia desde que él tenía memoria y todo lo que
oyó de mamá y de papá y de nuestros tíos y abuelos, y todo lo que los vecinos
contaban del batey y de sus vidas mucho antes de la fundación del batey. Todas
las cosas que le ocurrieron a él, todas las cosas que llegaban en mis cartas, que
deseaba comentar conmigo hasta que dejaran de ser noticias. Su casa casi
siempre estaba vacía y él, obsesivamente, la llenaba de libros, de luz, de música,
de conversaciones.
Y yo sabía que todo eso era cierto, pero que no era toda la verdad. Porque lo
otro también era una realidad; sus amigos, sus viajes, sus amores y el éxito
inesperado y súbito de ese raro libro que ha escrito y que los críticos aún no se
cansan de elogiar. Todos aquellos años están fijos en los miles de fotografías que
mamá iba pegando en su álbum negro con letras doradas, y que Honora llenó de
inscripciones con su fina y cuidada caligrafía.
Debajo de cada foto Honora copió lo que él había escrito en el dorso: Central
Park, enero de 1944: Alejandro y unos amigos: la muchacha se llama Esther. Y
Alejandro estaba con gabán y sombrero y una enorme bola de nieve en la mano
enguantada. Esther, abrazada a él, es muy bonita. Los árboles todos parecen de
cristal y todo el fondo es blanco. Y hay otra de ese mismo día en la que Esther
está encima de Alejandro, los dos tendidos sobre la nieve y envueltos en ella. A
mamá esa foto le pareció escandalosa y pasó mucho tiempo antes de que la
pegara junto a las otras. Palisades Park, mayo de 1944: Alejandro y Georgette. El
come un copo de nieve azucarada y ella una manzana envuelta en caramelo.
Georgette es más atractiva que Esther. Agosto de 1944: Far Rockaway Beach:
Alejandro, nuestro primo Ralph y Ruth su mujer. Alejandro, Beba, Carlos, Ángel y
Cecilia en la sala del apartamento del 328 West de la calle 38. Esa fue su primera
dirección. Beben cerveza en latas. A Raciel esto le pareció el colmo de la
extravagancia americana. Septiembre de 1944: Uptown Manhattan: Alejandro en
un party en la casa de un matrimonio puertorriqueño. Alejandro en la boda de
Cecilia Ruiz: de best man. Esa foto es de 1948 y a todos nos sorprendió su
estatura y la elegancia de su porte. Hasta entonces nos parecía un adolescente,
buen mozo, fuerte, saludable, pero a partir de esa foto Alejandro soportó todos los
innobles excesos del ditirambo familiar y amistoso.
Alejandro era el centro de nuestras conversaciones, de nuestros actos, de
nuestras aspiraciones, de nuestros delirios. Nos conmovía su extraordinaria y viril
hermosura. En público, los hombres y a veces las mujeres, constantemente nos
corregíamos expresiones como: «¡qué buen tipo es!» o «¡parece un actor de
cine!», o hacíamos uso de otras menos riesgosas buscando semejanza con unas
de esas arquetípicas beldades masculinas de la familia, casi siempre abstractas. Y
entonces Alejandro tenía los ojos del bisabuelo Octavio y la nariz de los Torralba y
la boca de los Roble y el perfil de los Guerrero, y ambas familias se disputaban la
mejor contribución a su físico. Sus valores morales rompían las hostilidades entre
los Torralba y los Guerrero y la casa ardía hasta que llegaba una carta de él con
igual cantidad de párrafos de la misma extensión para cada familia.
Inmediatamente las relaciones se restablecían y la paz reinaba por algún tiempo.
Las fotos del año 1945 suman unas cuantas decenas y las hay de Coney Island
con dos muchachos dominicanos compañeros de clase. Alejandro en Rockefeller
Center recostado a la baranda del ring de los patinadores: otoño. Lleva un suéter
beige y una bufanda a rayas de múltiples colores, que desciende casi hasta sus
rodillas. Alejandro en el mismo lugar en diciembre; detrás de él se levanta un
enorme árbol de Navidad «regalo de los canadienses a la ciudad de Nueva York».
Alejandro, ese largo verano (lleno de expectación entre la capitulación alemana
del 8 de mayo y la capitulación japonesa el 15 de agosto), envió fotos ante la
tumba de Grant, en mangas de camisa; en la terraza del Empire State Building con
Elio y Mimina: «Tres camaradas.» A Ricardo no le hizo ninguna gracia esa
fotografía; el estreno reciente del film en el batey le había puesto en la cabeza una
fea y recurrente mortificación. Fotos de una excursión a Bear Mountain y otra
alrededor de Manhattan, y estas estaban clasificadas de la siguiente manera:
Hudson River abajo desde la calle 42 hasta Battery Park, y de ahí subiendo por el
East River hasta el Triborough Bridge y por el Harlem River hasta la calle 220, y
cruzando desde ahí frente a Baker Field y el Inwood Hill Park hasta el Hudson, y
bajando el Hudson hasta la calle 42. Y todas esas fotos estaban llenas de luz y
juventud y alegría, y mirarlas era como estar allí tomando cerveza en lata y
comiendo rositas de maíz y emparedados de jamón y queso con su hoja de
lechuga. Y en una foto estaba bailando con una chica bellísima de grandes ojos
claros y pelo muy lacio y largo, en pantalones y suéter como los de él. Esa
muchacha se llamaba Rita y le acompañaba en las fotos de todo ese verano.
En una de esas fotos había un grupo de muchachos negros bañándose en la
orilla del río Harlem. Y esa foto era como oír a Lena Horne cantando Stormy
Weather, y mirarla me hacía recordar la mañana en que Alejandro se fue rumbo a
Georgia y a Tennessee y a Kentucky, y todas sus cartas, cuando eran largas,
estaban llenas de una dulce nostalgia, con un sabor a hot cakes de la tía Jemina
con sirope de arce y mantequilla, a jugo de naranjas de California y a café
americano, desabrido y claro como agua de borra, y entre líneas estaba todo el
mundo triste y doloroso, agudo y desafiante de ciertos blues y spirituals y todo el
horror blanco de la cruz ardiendo y de los negros perseguidos por perros y de los
negros ahorcados que cuelgan de la rama de un sicomoro, como la barba
fantasmal del musgo español, pero meciéndose como un péndulo que anuncia el
fin de siglos enteros de explotación y abandono y fe inútil y esperanza
desesperanzada y crímenes y muertes. Y leyéndolas pensaba en la inocencia de
esos seres que cantan y oran y obedecen. Negros con sombreros y Biblias, con
corbatas y Biblias, con zapatos y Biblias y pianos y trompetas y saxos y Biblias.
Negros con voces que perdieron los ángeles clamando por su Dios. Leyendo esas
cartas que olían a magnolias y azaleas y hortensias y lilas en flor, leyéndolas,
reafirmaba mi convicción de que la Biblia arrancaba de sus negras manos la tierra
prometida. Entonces y sólo entonces deseaba ser la incendiaria que en mí
pronosticaba nuestra envejecida sibila tía Clara. Pero la noche de las cruces
encendidas era demasiado pavorosa y cruel para generalizarla. Había que sustituir
la Biblia por textos de inspiración más eficaz: textos de una Nueva Jerusalén que
armaran las voces tristes y espirituales de una protesta más fulminante y
devastadora. Alimentaba mi pasión política con aquellas cartas y la razón de aquel
viaje se cumplía en mí.
Alejandro dejaba de creer en el maravilloso mundo suburbano del cine y los
muñequitos; en la pequeña casa de dos plantas, con cortinas en las ventanas y
lámparas de pie que se encendían para alumbrar la conversación, la reflexión y los
sueños, sobre sillones forrados en cretona floreada; con una puerta frontal que se
abre para que una mano recoja los pomos de leche y el periódico de la mañana;
con cuartos decorados con gallardetes triangulares luciendo las insignias de un
colegio o un team deportivo, y con retratos de deportistas y artistas de cine; con
jardines y patios, y en los jardines el césped es verde y tierno y mullido como de
lana o de algodón empapados en menta, y con canteros de begonias y petunias y
anémonas y geranios, y en los patios, huertos minúsculos de legumbres bajo la
sombra de un manzano o un peral: el mundo pequeño de Andy Hardy y Cuquito.
Y también dejaba de creer en esas solitarias casonas guarnecidas por columnas
que custodian portales y terrazas de un portentoso blanco en ruinas, a las que se
llega por veredas escoltadas de robles y castaños de un tímido verde primaveral,
de un vigoroso verde estival, de un fulgurante carmesí, dorado, violáceo,
anaranjado otoñal y de un oscuro y desolado esqueleto invernal, pero que no eran
una nostalgia de su corazón. Ver esas mansiones desde la fugaz ventanilla de un
tren que sorprende la calma de los pastos, cuando atardece y el llamado de los
pájaros se hace más quejumbroso, o verlas en la noche como luciérnagas que
parpadean entre el ramaje de un gigantesco rosal, o en la madrugada neblinosa
de azules, siempre solas en la inmensidad de los campos de algodón, arrancaron
de su mente las últimas reminiscencias añorantes de las viejas casas de la familia,
que en treinta años de guerra contra España desaparecieron, incendiadas por las
propias manos de sus dueños, abandonadas para irse a la manigua, derribadas
para construir con los despojos del antiguo esplendor otras más humildes que
cobijaran nuevas descendencias destinadas a recuperar el país.
De ese largo verano es la curiosa foto de Mimina frente a la Estatua de la
Libertad (eso dice, aunque la gigantesca sombra que se proyecta sobre el suelo, y
que parece la de un vampiro, es la de Alejandro). Y otra en Delancey Street junto
a la tarima de un vendedor ambulante de corbatas. Alejandro tiene los brazos
extendidos como un crucificado y de ellos cuelgan docenas de corbatas: una con
el grotesco dibujo de una mano blanca parece estrangularlo: tiene la lengua
afuera. Esa foto también encontró dificultades con la censura familiar. Mamá la
detestaba, pero no se atrevía a hacerla trizas. Y hay otra muy parecida, pero
mucho más ingeniosa: parece un espantapájaros hecho con zapatos Tom McAnn
que le cuelgan de las orejas, el cuello, los hombros, los brazos, la cintura, los
muslos y las piernas: Elegguá aún por decidirse si ha de seguir los caminos de
Tom, de Mac o de Ann. Recomienda a Rubén, Raciel y Ricardo, el uso de
calzados Flor shame on you o Walk-Over and get rid of it, excelentes
psicoanalistas para pies de dudosas inclinaciones. Trabajaba las tardes de ese
lento verano en una sucursal de la firma Tom McAnn en la calle 42, el ombligo del
mundo. Pero la foto verdaderamente deslumbrante es aquella en que aparece
descendiendo las gradas de la Catedral de San Patricio del brazo de una divinidad
hasta entonces por nosotros desconocida. Nunca supimos su nombre y decidimos
llamarla Patricia. En las otras fotos hizo Rita her very successful comeback.
A fines de agosto, terminada la guerra y las novenas a todos los santos, fieles y
mártires de tía Clara, nos sorprendieron dos fotos escandalosamente obscenas.
En una, su imagen se reproduce en un espejo de distorsión. Todo su cuerpo es
una sola pieza, oscura, larga y lineal que se inflama en su parte superior formando
un inmenso globo, como un lápiz con goma desmesurada o un hongo silvestre de
tallo y sombrilla gigantescos. Los hombres identificaron una imagen más primitiva
e indecente: el falo de un senegalés. En la otra, su cara se asoma por un hueco a
la altura de la cabeza de un Trucutú de cartón de proporciones monumentales,
con un espinoso garrote, colocado en una posición muy cochina, que golpeaba la
cabeza de una aterrada mujer cavernaria. Esas dos fotos produjeron un verdadero
escándalo; mamá las puso inmediatamente fuera de circulación y prohibió con
mucha severidad los chistes que los muchachos hacían. Seis meses después
encontramos en su álbum aquellas inverosímiles reproducciones, pero nadie se
atrevió a hacer nuevos chistes o a repetir los viejos.
En el otoño de ese año llegaron las primeras fotos de la ciudad tomadas por
Alejandro. Así nos asomamos por primera vez al deslumbrante y misterioso
mundo de las cosas neoyorquizadas. Alejandro poseía una extraordinaria
habilidad para aislar las cosas del conjunto que las agrupaba, otorgándoles una
universalidad simbólica. Un collar de diamantes, expuesto en una vitrina de la
casa Tiffany’s no era una ronda de estrellas, ni una procesión de espléndidas
gotas de rocío, ni la grosera metáfora lagrimosa de una novela radial muy popular
a las dos y media de la tarde, que mamá oía puntualmente, sino algo que tiene
que ver con lo desconocido, con el tiempo que limita la eternidad urdiendo la vida.
Esas piedras cristalizadas eran, en sucesión, la implacable mirada del omnividente
ojo celestial. Ante ellas, ante su luz de fuego, se develan y evidencian nuestras
intimidades más secretas. No es posible eludir sus imputaciones ni tampoco
recriminarlas, porque esas cosas, y este es sólo un ejemplo trivial, captadas por el
lente de la cámara fotográfica de Alejandro —una vulgar Baby Brownie de la
Kodak—, respondían a su voluntad de dotar de una vida mágica a los seres
inanimados. Un reloj Longines, oprimiendo el pulso de una muñeca que arroja la
mano en un ademán desdeñoso, era una señal admonitoria de la fugacidad de la
vida, y la tablilla de horarios de los trenes suburbanos que entran cada cinco
minutos a las estaciones Grand Central y Pennsylvania, y parten con la misma
puntualidad, era un Lasciate ogni esperanza, voi ch’entrate... La Trinity Church,
cerrando el oscuro callejón de Wall Street...
¿Será misterio?
¿Será revelación y poder?...
Tiene la forma de un búho.

Las cosas dejaban de ser objetos materiales para ser objetos idealizados, y
expresaban la estructura íntima de la mente de Alejandro. Recurría a ellas como
medio de investigación acerca de su ser. Su preferencia por las cosas se basaba,
según él, en que estas tenían que ver con la naturaleza. Eran una pura invención
del espíritu humano. Por lo tanto, estaban más cerca del Ser que los objetos
naturales. ¿Resultado final? Lo familiar se tornaba desacostumbrado, incluso el
propio Alejandro, que en tres años, a partir de 1947, había cambiado más de
veinte veces de dirección, relaciones, gustos. Pasaba de la casa de unos amigos
nuestros, residentes en Estados Unidos desde los años veinte, que vivían en Saint
Albans, Queens, a un apartamento del 410 West End Ave; de una atmósfera y
vida completamente norteamericanas se trasladaba a un ambiente de inmigrantes
latinoamericanos; abandonaba su afición a la fotografía, por seguir a algunos
amigos de su misma edad que se empleaban en bancos y oficinas, aspirantes a
un aumento de sueldo, a un apartamento, a un carro de último modelo y a un viaje
cada dos años a sus respectivos países, empleaba los sábados por la noche en la
conquista ocasional de una muchacha de su misma raza que conocía en el
Broadway Casino o en el Havana-Madrid, y que al día siguiente acompañaba al
Teatro del Mar a ver una película de Cantinflas o de Libertad Lamarque. De esa
época es su profunda amistad con Karl, un joven puertorriqueño (Carlos Martínez),
y otro joven, el chileno Lenz, amistades que mantuvo por muchos años y a través
de todos sus repentinos y sucesivos cambios. Alejandro abandonó sus estudios
universitarios.
Sus cartas eran cortas, casi notas en las que nos informaba de su salud y de los
trabajos que desempeñaba. Eran unas líneas rápidas, nerviosas, «escritas de pie,
en una estación del subterráneo, mientras esperaba el tren que me llevaría al
trabajo o de regreso a casa». Continuó enviando algunas fotos y nunca faltaron los
regalos para la Pascua de Resurrección (Easter’s Day), que en Nueva York se
celebra con un desfile «a la última moda» de ropa, calzado y sombreros de
estreno, extravagantes y lujosos, y las familias y amistades se obsequian
mutuamente; para el día de las Madres, para nuestros cumpleaños y para
Navidad.
En el batey festejamos las bodas de Rubén con María Eugenia y las de Ricardo
con Silvia. En casa nos íbamos quedando Raciel y yo con los viejos, cada vez más
separados de nuestras actividades familiares. Mi filiación al Partido también me
fue separando de algunas amistades. Por primera vez mis ideas políticas, al
hacerse activas, me crearon problemas, pero nunca fue más resuelta mi
convicción en la causa que defendía.
En los primeros meses de 1949, Alejandro escribió sus mejores cartas.
Llegaban semanalmente dirigidas a mí. Escribió otras al resto de la familia, pero
las mías eran extensas, sinceras, lentas, y de una belleza sólo comparable a
algunas páginas de su libro. Vivía en el Village entre «snobs, diletantes, amateurs,
charlatanes y exhibicionistas», pero también entre la gente que en aquella ciudad
de cieno, alambres y muerte habían conservado su inocencia, su ingenuidad y
encanto. Todo aquel Quarter era como una feria, como un circo, el Juego de niños
del viejo Brueghel. Vivía solo, leyendo, oyendo música, yendo al teatro, a las
galerías, a los cines de arte: una vida de «exilio, ocio y conversaciones» en el
Museo Metropolitano de Arte y el Museo de Arte Moderno, los claustros, parques,
cafés, parties, restaurantes, bares, las calles del Bowery y China Town, Harlem y
Sutton Place, y por todo el Riverside Drive cuando florece la forsythia y el Hudson
sigue arrastrando en sus aguas toda la suciedad del mundo y toda la tristeza.
Hablaba poco de sus amores con una negra cantante que se llamaba Letty, pero
aquella pasión y la literatura consumieron los últimos restos del Alejandro en traje
de etiqueta, el best man de la boda de Cecilia Ruiz, que conmoviera tanto nuestra
vida provinciana.
Nosotros nos habíamos acostumbrado a pensar y hablar de Alejandro como si
fuera un dios, y revelar el contenido de aquellas cartas admirables hubiera sido
algo que jamás me hubiesen perdonado. Preferí que su inestabilidad emocional, la
vulnerabilidad de su carácter, fuera considerada por los demás como un sólido
deseo de acumular vivencias. Se admiraban de la rapidez con que él decidía
positivamente sus inclinaciones, con un insospechable dominio de sí mismo.
Preferí quedarme con su intimidad, y que los otros conservaran esa imagen de
equilibrio, integridad y confianza propia que le atribuían. Creo que un escritor tiene
poca o ninguna intimidad. Los despojos de algunos momentos y palabras,
defendidos con gran celo, los pone en el papel y, súbitamente y sin posible
recuperación, pierde la escasa reserva que guardó en su memoria.
No podía creerle aquello de estar como muerto. Cuando lo dijo, me pareció una
más de sus impertinencias de lenguaje, pero en ese momento la gallina entró,
cacareando, y se arrinconó contra la nevera. No quise verla y me volví a atizar las
brasas en el fogón. No quise concederle ningún significado especial a su llegada,
algo que pudiera corroborar la supersticiosa predisposición de Alejandro para
transformar en un acto mágico la más insignificante coincidencia. Entre los dos,
aquel triste animal determinó el curso de nuestra charla. Para él una gallina era el
símbolo de la vida, de la creación. Mirándola, me dijo que se sentía muy solo.
Protesté. Rehusó mi mirada. Mi soledad era mucho más grande que la suya. Y
estábamos tan solos porque los dos sólo servíamos para recopilar hechos
aislados, sin relación y sin sentido. ¿Qué sabía yo de él, qué sabía él de mí? La
soledad siempre prevalece en cualquier tipo de relación, y nosotros no éramos
distintos a los demás.
La gallina nos miraba desde su rincón, como si supiera que esta vez yo no la
espantaría. Podría quedarse allí hasta que escampara. Alejandro sentía una
incomprensible aversión hacia los animales. ¿Por qué ese respeto, casi
veneración, a las gallinas? De niño las alimentaba, las cuidaba, construía casas y
corrales donde alojarlas. Un hombre de pocos dioses, de preferencias limitadas,
pero con una obstinada fidelidad a los recuerdos. Alejandro identificaba las cosas
con sus emociones, casi siempre con las primeras que sintió en la infancia. Su
fruta predilecta era el anón, porque mamá los prefería, y no faltaban en la mesa
para el desayuno tan pronto maduraban. Mamá había perdido una hermana, la
menor, y de la difunta conservaba un bolso de mostacillas azules. No sé cuándo
Alejandro lo vio por primera vez, pero desde el momento que lo tuvo en sus
manos, aquellas diminutas cuentas azules le sedujeron de tal forma que, cuando
se le permitía verlas y tocarlas, pasaba horas enteras ensimismado,
contemplándolas. Como aquel no era un objeto que pudiera interesarle a un varón,
mamá lo dejaba jugar con el bolso sólo cuando insistía, prometiendo hacer todo lo
que se le mandase (y Alejandro era un niño bastante obediente), o cuando estaba
enfermo.
Su otra pasión eran las palabras. No recuerdo a nadie que hiciera mejor uso de
ellas. Confeccionó un diccionario de palabras compuestas por él entremezclando
las sílabas de los sustantivos, adjetivos y verbos. Era una delicia oírle recitar un
poema de Martí, en esa jerigonza inentendible. La religión más difundida y con
mayor cantidad de adeptos en todo el batey y sus alrededores era el espiritismo.
Uno de sus juegos consistía en diseminar por el suelo de la veranda un paquete
viejo y sucio de naipes, cerrar los ojos y leer la buenaventura siguiendo con los
dedos los trazos de las figuras impresas en las cartas, «cosa de gitanos de circo»,
o imitar a un médium en trance, pronosticando el porvenir, pues el pasado era
cosa sabida y a nadie podía interesarle. Jugaba solo, pero en sus juegos yo y
esas obsesiones de su fantasía estábamos siempre presentes.
Mamá estaba con tía Clara en casa de los padres de Sergio, y Aurora en la
plaza. Me hubiese gustado hablarle de Sergio, me hubiese gustado decirle cuánto
nos amábamos y el terror en que vivimos los últimos cinco años. Sergio pudo irse
a la Sierra, pero yo no lo dejé. Lo convencí de que nuestro lugar estaba aquí en el
batey. Si nos íbamos, ¿a quién podíamos responsabilizar con nuestro trabajo? No
se trataba de vender bonos ni recolectar dinero. Ya eso lo habíamos hecho por
años, inútilmente. Se trataba de organizar a los trabajadores, prepararlos para la
hora en que una huelga, un paro general, sirviera para consolidar la lucha y
conducirla hacia donde nosotros creíamos que debía ir. Pero tampoco quise
hablarle de eso, porque Alejandro, en ese tono irónico de su voz, me hubiese
preguntado que si todavía deseaba remontar el fabuloso Río de la Luna en busca
de Sabanas, como él llamaba al mundo de mis «fantasías», y con una ráfaga de
palabras insolentes hubiese resucitado a Stalin, momificado e incinerado, «para
que no queden vestigios de sus huesos crueles».
No pudo ocurrírseme otra cosa que preguntarle por su vida en Nueva York, y él
entendió mi pregunta como un modo de evadir otros temas, mi vida, la situación
del país, mi desinterés por su literatura, por su vida personal, y el silencio en que
dejé sus últimas cartas.
Luis entró sofocado, chorreando agua y yo me apresuré a preguntarle:
—¿Cómo está Sergio, qué han sabido?
No reparé en el temblor que le sacudía la boca y el cuerpo.
—Está mal —contestó.
—¿Y por tu casa?
—Peor —fue su respuesta.
Hubiese querido que Alejandro comprendiese cuánto me dolía ese dolor, pero él
miraba el dibujo que las patas enfangadas de la gallina trazaron sobre el piso. Me
volví a remover el arroz con leche, automática y lentamente.
—Pensé ir por tu casa ahora por la mañana —le dije a Luis—, pero parece que
no quiere escampar.
—Sí —dijo.
—¿Qué dice la carta? —pregunté.
—Que se muere.
Y Luis bajó la cabeza para llorar. Yo no tendría el consuelo de las lágrimas. Me
puse a echar en la fuente el arroz con leche. Cuando volví a mirarle toda la tristeza
y la compasión del mundo estaban en sus ojos, y quise esquivarlas pretendiendo
no haber entendido y a la vez queriendo disculpar su tristeza. No pude ofrecerle el
arroz con leche que todavía humeaba en la fuente y busqué sus ojos que estaban
fijos en la gallina atemorizada. El animal parecía estar muerto. En los ojos de
Alejandro algo se había muerto, algo detrás de las lágrimas, algo en la fijeza con
que miraba la carta que Luis le dio a leer, estrujándola. Algo que fue lo último que
dijo y yo no entendí, porque lo dijo entre dientes, como «sabe Dios», como una
oración, aunque sus ojos no eran los ojos del que ora, eran como otra cosa, como
lo que él dijo entonces y que yo no volveré a repetir.
—¿No vas a comerlo?
Él no me respondió. Apresuré a disculparme:
—Está caliente.
Más que una disculpa, aquello era un ofrecimiento, y sentí que algo me
golpeaba en la frente y el corazón o en cualquier otro sitio donde esté el alma. El
mismo golpe que sentí cuando él dejó en las manos de Luis la carta y, sin
besarme, salió al patio. Me quedé frente al fogón, sintiendo cómo las lágrimas no
me aliviaban, cómo aquel golpe se repetía siempre en el mismo lugar, siempre con
mayor fuerza...
—¿Qué van a hacer?
—Es mejor que se quede allá, estará mejor atendido y no sufrirá —dijo Luis.
La gallina cacareó asustada y echó a correr hacia el patio. Luis salió detrás de
ella. Permanecí frente al fogón, pensando en la inutilidad de todo aquel dolor, en lo
inútil que puede ser la muerte y todo lo demás; pensando que cuando trajeran al
muerto yo podría besarle las manos y la frente, podría llorarlo, podría pensar en él,
ir todos los domingos al cementerio del puerto o de La Chorra, donde estaría
enterrado, podría llevarle flores sabiendo que él estaba allí, bajo la tierra con los
muertos, con todos los muertos de la tierra, bajo una tierra de enero eterno a
diciembre eterno, aquí y allá, en todas partes, donde están los muertos, en el mar
y en el campo, en las montañas y en las selvas, en los ríos y en los desiertos,
como millones de pájaros y flores, de peces y flores, de insectos y flores, de
amapolas y nomeolvides y geranios y siemprevivas y jacintos y nomeolvides y
orquídeas y siemprevivas y vicarias y nomeolvides parasiemprevivo, para siempre,
parasiemprenomeolvidesvivo, vivo en un torbellino de música, de himnos y
banderas, de fusiles y de pólvora, vivo en el monte donde se es libre, donde se
pelea, vivo en el batey parasiempre luchando entre los vivos, sabiendo que estás
aquí y en el cementerio donde yo iré todos los domingos con nomeolvides y
siemprevivas, mientras esté viva para verte, para oírte, para hablar contigo,
Sergio, pero el otro, el que se fue, Alejandro, el vivo, el que escribe esas cartas,
está como muerto y a él no podré visitarle, ni hablarle, ni ofrecerle mi dulce de
arroz con leche.
19

My City, my beloved, my white! Ah, slender,


Listen! Listen to me, and I wi ll breathe into thee
a soul,
Delicately upon the reed, attend me!

Está muy bien que el viejo Ezra haya creído eso y que inmediatamente rectificara
su ditirambo. También ellos necesitan crearse una imagen hermosa del mundo en
que viven. Está bien y es bueno que así sea.

Now do I know that I am mad


For here are a million people surly with traffic;
This is no maid,
Neither could I play any reed if I had one.

...Maid with no breasts... pequeña hermana que no tiene pechos: ¿qué haremos
con nuestra hermana, si de ella se hablare? Arpía y Doncella; mitad ángel, mitad
grifo: sirena. I am mad... this is no maid. Si quieren, pregúntenle a Paquita. Me
duele, me irrita, sufro al decir su nombre. Era una chica inteligente y bella y de no
ser por los ataque epilépticos hubiera sido una mujer de extraordinaria,
incomparable belleza. Pero su mirada había perdido su esplendor y su hermosa
boca había asumido un rencoroso y triste pliegue que le ensombrecía el rostro.
Ella era amiga de la casa y para las fiestas de Navidad y Año Nuevo, el
cumpleaños de doña Jacinta y Easter’s Day, venía cargada de regalos para todos,
discretamente vestida, casi elegante.
Paquita vivía en la calle 78 entre Columbus Avenue y Central Park West. Vivía
en un apartamento que Nikos Nikephoros —Nick— pagaba. Conjuntamente con el
alquiler, Nick pagaba las cuentas del teléfono, electricidad y gas. Desde la cama
atendía sus negocios, controlaba ciertos clientes y distribuía órdenes a sus
muchachos; odiaba la oscuridad y sin cesar solicitaba de Paquita una taza de café
turco, caliente, amargo. Lo demás: ropa, comida, tintorería, cosméticos y las mil y
una necesidades de una casa y una mujer, ella se las procuraba, sentándose en la
barra que está frente a St. Nicholas Arena y saliendo, cuando ya se había tomado
media docena de scotchs on the rocks, con algunos «pretendientes que insistían
en casarse con ella». Nunca supimos cómo Paquita se encontró con Nick. Arturo
nos contó algo, pero eso es otra historia y el mismo Arturo no está totalmente
seguro de que su Nick sea el Nick de Paquita. Dennis dice que no puede ser otro y
Jemi está completamente convencida de que lo es. Quienquiera que sea, Nick era
un gángster. Él la levantó en la barra de St. Nicholas. De eso nadie tiene dudas,
aunque Paquita haga y diga lo indecible, lo inasible por confirmar lo contrario. Lo
cierto es que él pagaba una renta costosísima y otros gastos para pasar un día a
la semana con ella.
Fue Hiram quien obtuvo los datos más exactos. Lizzie nos proporcionó otros
detalles...
«Era un hombre difícil, exageradamente caprichoso. Paquita más de una vez
me contó sus relaciones con él (y Lizzie se quejaba de no tener la suerte de Jemi
—una madre que no escatimaba en proporcionarle todos los gustos—, ni de
Paquita que había dado con ese hombre fabuloso de Nick). Impecable, esa es la
palabra. Ni en las películas los hay como Nick. Y a mí no se me engatusa con una
buena presencia. El traje hará al mono, pero al hombre lo hacen otras
condiciones, las menos evidentes. Un hombre de pies a cabeza. Es una lástima
que las cosas no hayan funcionado como él esperaba. Yo no la culpo, pero
Paquita tiene demasiados remilgos que perjudican, sobre todo a una mujer en su
posición. Complacer a Nick puede considerarse como una deliciosa, encantadora
autocomplacencia. Yo no la critico, ella es como es y qué se le va a hacer. Enliada
en amores de adolescentes. Eso es León, un adolescente, un muchacho grande
que la gamuza de los botines y el suéter de estambre abultado hacen más grande.
Bueno, confieso que siempre la envidié hasta ahora que está en esa cama; la
pobre, desfigurada como un cuadro moderno, futurista, una de esas cosas que
pintan ahora y que se llaman naturalezas muertas o episodios de la guerra. De mí
sí que no podrá tener quejas. Para amiga, yo. Lástima que mi mala suerte
impidiera que yo le hubiese conocido primero. De todos modos, nunca me miró.
En fin, eso que le pasó a ella, a mí jamás, pero jamás me hubiera sucedido.
Cualquier cosa es mejor que tener que fletear en esas barras que huelen a orina,
a colchonetas de un cuarto de hotel de tercera o cuarta clase... está bien, décima
clase, total, da lo mismo, en un buen colchón es posible que se demoren más,
pero también cabe la posibilidad de que se queden dormidos y una pueda zafarse
de la mugre de esos cuerpos que desconocen una bañadera, y escurrirse hasta la
puerta sin despertarlos. En los líos que me metí cuando era una novata, amateur,
esa es la palabra. Entonces yo llevaba interiores completos: panties, ajustadores y
refajo, hasta el día que tuve que correr por un corredor de hotel, helado como la
misma muerte, y soltar en las escaleras todos esos trapos, huyéndole a un italiano
que supuraba como un... cualquier cosa, no importa la metáfora, supuraba... como
una rata bubónica, esa es la palabra, bubónica... Ja, ja, ja... qué tonta era, ¡pero
qué tonta!»
Y uno tenía que aguantarse todas y cada una de las peripecias de Lizzie. Su
larga peregrinación desde Flatbush, cuando era una chica ingenua y decente, de
buena familia, en una casa donde nunca faltaron las cortinas de gasa en las
ventanas, y el linóleum de la cocina, imitando el parquet de la sala, relucía como
un espejo, tanto, que en días de mucho sol se reflejaban sobre su superficie los
muslos de las mujeres; desde allí hasta los bares de la calle 46 y la calle 78. Se
negaba a ir más lejos de esa calle. En Manhattan subir más allá de esa zona era
descender vertiginosamente. Dejaba para la vejez la vuelta a Brooklyn, si antes su
mala suerte no la rendía, internándola en el Bellevue Hospital o en el Medical
Center.
Todo lo demás era territorio que ella se prohibía.
Lizzie demoraba hasta el final de sus rodeos por toda la sala, buscando un
cigarrillo, un fósforo, la pitillera y la boquilla siempre extraviadas, la historia de las
relaciones entre Paquita y Nick, que comenzó siendo el entremés de sus
conversaciones y terminó siendo una demi-tasse de café caliente, tinto y sin
azúcar, después de haber sido el main course y el postre. La última vez que se la
oímos había pasado a ser el coñac, pues no la dijo hasta que, de pie y en la
puerta, nos despedíamos. La de esa noche, por ser la más minuciosa y rica en
detalles y observaciones, es la que mejor recuerdo.
Nikos Nikephoros, por la época en que Paquita lo conoció, tendría unos
cuarenta años, tal vez menos. Era un hombre alto y fornido de hombros y pecho.
Se apreciaba entre sus hombres, compinches, secuaces y clientes, de ser el más
apuesto. Su rostro, bien rasurado, transparentaba una sombra azul que le confería
a la palidez de la mejillas cierta elegante vi rilidad. Sus ojos eran negros y vivaces,
ligeramente oblicuos, sombreados por largas y negras pestañas. Llevaba el
cabello lacio y negro, echado hacia atrás, y su dentadura bien merecía figurar
entre las pocas que sirven satisfactoriamente a un buen anuncio de un dentífrico.
Poseía las maneras de un gran señor y la discreción y el buen gusto de su
atuendo eran impecables, tal vez un poco demasiado convencional para un
hombre que se impone con rigor una total distinción personal. Siempre andaba
acompañado de uno o dos hombres, que le seguían disimuladamente y que jamás
se acercaban a él en público. Olía a lavanda y al incomparable aroma de habanos
expresamente elaborados en La Habana para su consumo individual. Ni siquiera
los más cercanos de sus camaradas, a quienes Nick respetaba sin menoscabo de
su autoridad, compartían este especialísimo gusto. Las excelencias de un buen
habano sólo congeniaban con una personalidad singular. Malgastarlas entre
improvisados diletantes era como arrojar margaritas a los cerdos o algo peor. Sus
manos pulcramente acicaladas lucían un rubí engastado en platino que él sacaba
con extremo cuidado de su anular izquierdo cuando hacía el amor, porque a un
hombre en la cama le basta con sus adornos naturales y él había sido obsequiado
por la naturaleza con excesiva generosidad. Hablaba poco, en voz baja y serena.
Sentía verdadera aversión por los diminutivos y las palabras humildes que, según
él, denotan inseguridad o compasión. Tomaba poco. Un trago era suficiente para
conducir una conversación erótica o cerrar una transacción. Ese era el Nick que
en el Hickory House o en The Improvisation hacía su entrada majestuosamente. El
que Paquita conocía en la intimidad de aquel apartamento de la calle 78 era otro.
Nick sólo venía una vez por semana a verla. Anunciaba su visita con un día de
antelación para que la muchacha arreglara las cosas de acuerdo con sus
instrucciones. Su devoción, casi fanatismo, por ella, descansaba en el simple
hecho de que nadie la aventajaba en disciplina y orden. No conocía a nadie de
disposición tan flexible, ni ánimo tan despierto. Paquita aprendía, inmediatamente
y con una rapidez asombrosa, la lección semanal, que él jamás repetía. Eran
impromptus de su fabulosa imaginación erótica, olvidados tan pronto concluía el
imprevisible ceremonial.
El apartamento era un templo totalmente pintado de blanco. Los muebles, las
alfombras, las cortinas, los utensilios de cocina y hasta el teléfono eran de un
blanco pecaminoso. Las flores y los adornos también lo eran. Paquita lo esperaba
con el baño preparado. El agua templada a una temperatura exacta, que ella
medía con un termómetro, burbujeante de sales perfumadas, en el verano, y en el
invierno perfumado con aceite de rosas. Nick se sumergía en el baño tan pronto
llegaba a la casa. Paquita esperaba delante de la puerta cerrada hasta que Nick,
con un corto y casi inaudible silbido, le pedía la blanca toalla, que ella le entregaba
por encima de la cortina. Luego le ofrecía la bata de seda roja; después, las
chinelas de la misma seda y suelas de badana.
En el cuarto, Nick inspeccionaba las sábanas. No toleraba la menor arruga, ni
una mancha, por muy imperceptible que estas fueran. Y se tendía sobre la cama,
como un rey, como un dios. Antes de llegar a la casa, Nick pasaba por las manos
de su barbero, su manicura y pedicuro. La cama era un altar y en ella él esperaba
toda clase de ofrendas. Otro corto y casi inaudible silbido y ella aparecía,
deslumbrante en sus ajustadores y pantaletas de encaje rojos. Perfumada, el
cabello suelto sobre los hombros. El tampoco había visto jamás a nadie con
aquella piel, que el encaje sonrojaba. Paquita, a un simple movimiento de un pie
de Nick, lo llevaba a sus senos, frotándose los pezones con el talón,
mordisqueándole suavemente los dedos. Nick retiraba el pie y permanecía inmóvil,
distante, indiferente. Inmediatamente, ella comprendía que en esa ocasión sus
manos y su boca deberían permanecer inactivas. Sus senos y sus cabellos serían
la sola ofrenda a ese cuerpo que esperaba impasible. Y ella hacía cuantos
equilibrios le eran posibles para despertar la carne tiránica de aquel varón
implacable, y su pelo fragante se deslizaba sobre el vientre y los muslos del
hombre, en pausado círculo, saltando por encima del sexo que se erguía
desafiante. Otro movimiento de Nick, y correspondía a los senos realizar la
operación anterior, comenzando por colocarle un pezón en el ombligo; esta vez el
trayecto a recorrer se extendía hasta los pies. Nick era sagrado. Eso era su
cuerpo, cada zona, cada porción del mismo, y ella no podía, no debía provocar la
inmediata cólera del macho ensoberbecido; tampoco podía permitir su
indiferencia. Tenía que mantener alertas sus senos y pelo para que no decayera el
interés en la única parte viva y anhelante, de orgullosa testa y cuerpo firme que
vigilaba con su único ojo-boca cada uno de los movimientos rotativos de los
extenuados pezones por la fatiga del lento y largo viaje. Sus cabellos se agitaban,
se confundían, se enmarañaban hasta que un movimiento de Nick le avisaba que
en un momento exacto y sin demora, los senos y la cabellera, conjuntamente
deberían cubrir el airado, frenético, insolente ser que iba a descargar contra ellos
toda su furia, en un torrente de fuego líquido.
Media hora después, cuando ella le había servido dos o tres tazas de café turco,
amargo, y Nick había hecho varias llamadas telefónicas a sus secuaces y clientes,
se reanudaba la acción. Para ella una larga y cruel batalla en la que todas las
partes de su cuerpo tenían que debatirse y rendirse a un solo contrincante en el
cuerpo ajeno. Esa vez Paquita estaba autorizada a usar sus manos, sus pies, sus
muslos, y aún así el combate se hacía más arduo y lento. A la tercera vuelta, a ella
se le permitía el uso total de su cuerpo, exceptuando el sexo. Alguna vez, al
principio de aquellas contiendas, aquel deseó compartir la lucha, pero Nick se lo
impidió con una brutalidad aterradora. Paquita era una experta equilibrista,
trapecista, amazona, tragaespadas, comefuego, maga y vedette, cuyo
adiestramiento la calificaba para participar en el más riesgoso y exigente de los
programas.
Al atardecer de aquel día, el rey parecía rendido, el dios satisfecho, y mientras
tomaba su taza de café turco, amargo, y hacía sus llamadas telefónicas, la
muchacha se bañaba y preparaba el baño para su protector. Nick se despedía sin
besarla, casi sin mirarla. Ella nunca recibió una sola caricia de aquel hombre que
dejaba sobre la mesita de noche un espléndido regalo. Joyas que ella temía usar;
nunca las consideró de su propiedad.
Y cada semana se repetía el mismo, diferente, imprevisto ritual, que Lizzie
relataba con inescrupulosa envidia, con impúdico celo.
«Un hombre como esos que ni las novelas más atrevidas, ni el cine clandestino,
ni las revistas seudocientíficas exhiben. El marqués de Sade le hubiera dedicado
69 jornadas interminables. Pero Paquita, queridos, había nacido en un modesto
hogar de “Meyágues” y eso, guapos, se paga. Lástima que yo sea una mujer que
fascina y enamora a la mala suerte. Un coleccionista de escombros... ruinas es la
palabra. Ruinas. Un obstinado arqueólogo de despojos humanos... esa es la
palabra exacta, despojos. Y ella, una empedernida adolescente, con una
inconcebible pasión por las películas de colores y los cuentos de hadas. Detrás de
un príncipe pobre y mutilado. León no era otra cosa, dulzura, no era más que eso
un gigante con cara y corazón de niño, de niño enfermo. No es que yo quiera
quitarle a la cortesía su valor o viceversa...»
Tan pronto Nikos Nikephoros abandonaba la casa, ella corría escaleras arriba
hasta el último piso y se arrojaba en los brazos, la boca y el sexo del otro, que
durante toda la noche hasta el alba se comportaba como Paquita con Nick, pero
con un Nick apasionado, enloquecido, voraz. La alfombra, los muebles, las
paredes y el cielo raso del apartamento de León eran testigos de las escenas de
amor más enternecedoras y ardientes. Se amaban. De eso, nadie que los viera en
la barra del Fanny’s, en el cine Thalia, a lo largo de la ribera del Hudson por el
lado de Riverside Drive, cruzando el Washington Bridge hasta la costa de New
Jersey, en un restaurante o en cualquier calle del centro, podría dudarlo. Era
hermoso verlos mirarse a los ojos, las manos entrelazadas y la cabecita de aquella
criatura de mágica belleza frotándole el brazo, el pecho, en público, sin
inhibiciones ni exhibicionismo. Esos amantes que se extasían en la mutua
contemplación y sonríen como niños sorprendidos en una travesura, con un poco
de vergüenza y otro poco de miedo. León Bliztein era el tipo de joven intelectual,
ausente pero atento, delicado pero firme, dulce y fuerte. Alto, rubio, de penetrantes
ojos negros en un rostro de huesos bien trazados y piel transparente.
Lizzie no hacía otra cosa que demostrar su profunda y desesperada envidia,
cuando decía que Paquita recurría a León porque Nick jamás le permitió satisfacer
los ardores de su sexo. Y se maravillaba de que Paquita necesitase la compañía
del otro, cuando complacer a Nick era una deliciosa, encantadora
autocomplacencia.
«Es una loca, una loca de remate. No saben ustedes las luchas, las sangrientas
batallas que me costó convencerla de que Dan era el hombre que en tales
circunstancias le convenía, un verdadero príncipe, solvente y todo, con un contrato
permanente con el Gobierno de los Estados Unidos. Vivía en Alexandria, en una
casa de dos plantas, patio y jardín, rodeada de todas las comodidades y algo más,
entre gentes que desconocen que hay un mundo que siempre huele a colchonetas
sudadas, orinadas, enfermas, y a italianos bubónicos, no quiero ni pensarlo,
despreciar esa lujosa oportunidad, lujosa es la palabra, es cosa de locos, de loca
de remate. En fin, hijos, ahora ella es feliz... bueno, exagero... ¿pero a quién con
cuatro dedos de frente se le ocurre
creer en algo tan inmaterial como la felicidad? Loca, hijos, loca... ustedes se
acuerdan cómo llegó a esta casa. Aquello no era mujer, era un retacería. Durante
tres semanas nunca supe por dónde alimentarla, no tenía en la cara, en la cabeza,
un solo orificio que la inflamación no hubiese cegado. Ella podrá ahora ser lo que
es y decir lo que quiera decir, pero para amiga, yo. No es que ella sea ni diga nada
malo, es un decir. Al menos, es una chica bastante agradecida, nos escribe y
cuando pasan por Nueva York no dejan de venir a vernos... ese hombre
enloquecido con ella... Si ustedes supieran, a mí no me gusta mucho juzgar a las
gentes, pero Paquita, sospecho, esto es sólo una sospecha, sabía, quiero decir,
conscientemente fascinaba a los hombres. A Nick con su paciente flexibilidad, a
León con ese aire de desamparo e inocencia que la seguía por todas partes y en
cualquier circunstancia, y a Dan con aquella reticencia y melancolía que le produjo
la convalecencia. Parecía no ser de este mundo, ni de ningún otro, por supuesto.
Siempre he pensado que a mí también me sedujo su dulzura y esa cualidad tan
rara en las mujeres: Paquita es una tumba, las confesiones y los secretos que ha
oído y guarda son un tesoro...»
Pero Paquita era bella, sí, lo era, de una belleza extraña y dolorosa, que
animaban una sonrisa y una voz angélicas. Era alguien a quien la belleza se le
otorgó por añadidura. Si no hubiera tenido los ojos avellanados, como dos
almendras, y las negrísimas pestañas, hubiese sido bella; si no hubiera tenido la
tez mate y límpida, de seda, ni la boca granate, generosa, fresca, ni los dientes
duros y resplandecientes, ni las cejas arqueadas, ni el óvalo de la cara casi
perfecto, ni sus manos, ni sus piernas y pies, ni sus senos, cintura y caderas, si
sus brazos no hubieran sido largos y torneados como sus piernas, y sus muñecas
no hubieran sido finas, ni sus tobillos delicados, si ella no hubiese tenido el color y
la abundancia de una cabellera que se ondulaba grácilmente, aún hubiese sido
bella, porque su belleza era un conjunto de equilibradas proporciones, una luz,
una gracia, un donaire y un espontáneo, natural encanto que la diferencia de todos
los seres imaginados, inimaginados.
Nos quedamos esperándola toda la Nochebuena. Doña Jacinta y Jemi estaban
verdaderamente preocupadas. Paquita jamás faltó a ninguna fiesta familiar,
tradicional, ni siquiera las tantas veces que se sintió enferma, amenazada por los
ataques epilépticos que ya no la sorprendían y que ella, no se sabe por qué rara
facultad de sus nervios, casi controlaba sin correr grandes riesgos. Era como un
aviso, nos decía, y entonces buscaba la compañía de alguien, preferentemente de
Lizzie, Jemi o doña Jacinta. Tampoco apareció por la casa la mañana de Navidad.
Doña Jacinta empezó a desesperarse, maldecía el misterio que rodeaba la vida de
esa pobre criatura. No teníamos un número de teléfono dónde localizarla, tampoco
sabíamos dónde vivía. Lizzie se encontró con Jemi a la salida de RKO de la calle
83 y, comentando la desaparición de Paquita, se enteró de que vivía en la calle
78. Pero Lizzie ignoraba el número del edificio. En el St. Nicholas, Hiram hizo sus
pesquisas, Arturo en el Blue Pidgeon, y Jemi preguntó por toda la calle 78 entre
Columbus Avenue y Central Park West. Nadie la conocía, nadie parecía haberla
visto jamás. Jemi regresaba a la casa defraudada, y la desesperación entre madre
e hija y en nosotros, crecía, ahogándonos la garganta, nublándonos la razón.
«Falta esa casa de ladrillos rojos y ventanas de cristales calobares. Son
apartamentos de lujo. Paquita no podría permitirse esa extravagancia. De todos
modos estuve, pero encontré la puerta de la calle cerrada y el superintendente
andaba fuera.» Eso decía Jemi. Y concluía: «debe estar en el Bellevue Hospital, o
tal vez se ha fugado con alguien...»
Hiram no descansaba. Teníamos que encontrarla. Paquita era una muchacha
enferma, desamparada, sola. No podíamos dejarla a su buena suerte. Un día se
vuelve contra ella y adiós Paquita... para siempre adiós. Llegué a sospechar que
Hiram, en silencio, la amaba. Y no me sorprendí. Sin Paquita nuestras fiestas no lo
eran. ¿Y qué iba a pasar con los pretendientes que siempre quieren casarse con
ella? ¿Acaso alguno la había convencido? Nada sabíamos de la existencia de
León. No pudimos imaginar que Nick Nikesphoros pudiera interesarse por una
chica como ella. Arturo conocía a Nick, de vista, decía, pero nunca se hubiera
atrevido a acercársele. Nick era un hampón.
Fuimos por la tarde. Encontramos al super en su casa. Hiram le describió a
Paquita. El hombre se quedó pensando. Luego dijo que si era un caso de
gravedad, serio, él la localizaría. Nos pidió que por favor no fuéramos a
comprometerlo. Nos dijo que el apartamento estaba arrendado por Mr. Comnenos
y que él no quería líos en su edificio.
El hombre abrió la puerta. La casa estaba vacía, asquero-samente blanca y
vacía, pero en el hall que conduce al dormitorio, encontramos una enorme mancha
de sangre reseca. Recuerdo mi terror. Recuerdo la palidez del rostro de Hiram.
Recuerdo sus palabras. A Paquita le habían matado. Paquita estaba muerta.
Posiblemente enterrada, sin nombre, ni fecha, ni epitafio. Tasajeada, incinerada,
desaparecida. Viéndolo no me cupo la menor duda de su secreto amor por ella.
Entramos al cuarto. Sobre la cama, una grotesca deformidad de carne y pelos,
yacía. El hinchado amasijo respiraba. Nos acercamos horrorizados. Recuerdo que
deseé volver la cabeza para no enfrentarme a aquella odiosa, triste,
ensangrentada piltrafa humana. Hiram, inmediatamente, gritó que había que
llamar a la policía, que había que buscar un médico. El viejo, oyéndolo,
anonadado, logró reunir suficientes palabras como para impedir que Hiram
continuase gritando. El bulto sanguinolento trató de mover la cabeza, de abrir los
bordes de algo que alguna vez fuera una boca, pero no pudo. El viejo le dijo a
Hiram que había que sacarla inmediatamente de su casa. El viejo temblaba de
miedo, Hiram de ira. Creí que Hiram iba a golpearlo. El viejo le suplicaba con los
ojos aguados que por favor no complicara más las cosas. Hiram le dijo que él iba a
hacer lo que creía prudente. Esa mujer estaba aún con vida y había que salvarla.
El viejo le dijo que él tenía que comunicarse inmediatamente con Mr. Comnenos.
Hiram le dijo que al primer gesto de su mano por tomar el teléfono, se quedaba sin
ella. Yo no sabía qué hacer, qué decir. Los hombres estaban discutiendo
acaloradamente en una jerga inentendible cuando Jemi y Lizzie irrumpieron en la
estancia. Jemi corrió hacia donde Paquita se encontraba. Lizzie y el viejo
intercambiaron unas largas miradas y un silencio aniquilador. Lizzie, sin permitir
que nadie dijera otra palabra, nos ordenó a todos alzar aquel bulto humano y
conducirlo hasta su automóvil. Lo demás fue transportarla hasta casa de Lizzie.
Cuando llegamos, ya el Dr. Meyerbeer estaba esperándonos. Al salir del cuarto
nos dijo que hiciéramos absoluto silencio y que la dejásemos descansar. Lizzie y
el médico conversaban en la cocina. Hiram y yo fuimos por las recetas. Paquita,
tal vez (confiábamos en su buena suerte), sobreviviría. Tres meses después se
sentó en la sala. Era la muchacha más dolorosamente triste que habíamos visto
en nuestras vidas, pero hablaba y en su cuerpo no había ni el menor rastro de
aquella grosera, asquerosa deformidad de carne y pelos que encontramos en el
blanco templo de Nick Nikephoros.
Lizzie le tenía prohibido salir. Nosotros pasábamos horas enteras
acompañándolas en esas largas noches en que Lizzie salía a confundirse con el
olor de las colchonetas sucias y la mugre de ciertos cuerpos. Metáfora que ella
usaba para definir su situación. Pero que no era más que eso, una fea y vulgar
metáfora, porque los contactos de Lizzie eran mucho más sofisticados y elegante.
Esto no quiere decir que fueran menos asquerosos, menos degradantes.
«Si no fuera porque siempre hay esa noche en que las estrellas confluyen para
regalarle a una una porción de su luz, y un muchacho joven y hermoso se extravía
en una barra de Times Square o de la calle 72 y una, generosamente, olvidando
que hay que pagar la renta, comprar vestidos y comer, se reconcilia con la vida,
sería mejor ingresar de una vez y para siempre en el Bellevue Hospital. No todas
tenemos la suerte de Paquita.»
Y entonces contaba la historia de la noche en que Nick Nikephoros, uno de sus
compinches que se llamaba Erich y una muchacha griega, llegaron al apartamento
de Paquita, pasada la medianoche. Nick jamás permitió que nadie que no fuera él
entrara en su cegador templo de blancura. A Paquita la sorprendió que Nick la
despertara golpeándole suavemente las mejillas. Era la primera vez que él se
aventuraba a tocar otro cuerpo que no fuera el suyo propio. Le dijo que con él
estaban unos amigos. Paquita se arregló y salió a recibirlos. Nick esa noche lucía
muy raro. Sacó de un gabinete de la sala una botella de vodka, otra de whisky y
otra de ginebra. Fue a la cocina por vasos, hielo y aceitunas. Preparó unos tragos,
vertiendo un poco de cada botella en los vasos, después sacó de un bolsillo una
cajita de metal y puso en cada vaso un polvo blanco. Brindó por muchas cosas y
vació el vaso de un solo trago. Los demás le secundaron, menos Paquita. Sirvió
más y más tragos, y la mínima cantidad de aquel polvo aumentaba en los tragos
sucesivos. Estaban borrachos, endrogados, bestializados. Nick entró al baño y
salió envuelto en su roja bata de seda. Anunció a sus amigos que Paquita iba a
hacer una demostración de sus peculiares habilidades. Ella estaba aterrorizada,
llena de vergüenza y asco. Erich le dijo que después de la primera demostración,
su Daisy, que era un as de espadas, mostraría su aplicación. Paquita rehusó el
primer gesto de Nick para que ella se tendiera sobre la alfombra, Daisy,
rápidamente, comenzó a desnudarse. Erich también. Paquita se aferró a los
brazos del sillón y con la cabeza, los ojos y la boca le dijo a Nick, suplicante, que
no lo hiciera. Nick le arrojó la bata a la cara y le gritó que si ella no empezaba
inmediatamente a desnudarse, Erich y Daisy lo harían por ella, porque él jamás
tocaría esa carne de perra. Paquita se puso de pie. Dijo que iba al baño y
regresaría enseguida, pero sus pasos rápidamente la condujeron a la puerta.
Erich, Daisy y Nick se abalanzaron sobre ella, derribándola. La trajeron al centro
de la sala y Nick le dijo que ya que a ella no le gustaban los machos de verdad,
ahí tenía a Daisy. Los hombres le sujetaron las piernas y los brazos y Daisy
empezó a desnudarla. Paquita forcejeaba inútilmente. Daisy trató de besarle la
boca y Paquita le escupió la cara. Daisy la abofeteó y Erich le pateó el vientre.
Después Nick, Erich y Daisy, los tres simultáneamente, o por separado,
poniéndola de pie, sentándola en un sillón, lanzándola al suelo, hicieron de su
cuerpo todo lo que imaginaban, consultando entre ellos las más viles ocurrencias,
y mientras dos hombres la poseían, Daisy le tiraba del cabello o le hacía cosquillas
en la planta del pie, o le doblaba los dedos de la mano, y la dejaban llena de
saliva, de semen, de contusiones, mordidas y whisky, vodka y ginebra que
arrojaban sobre su cuerpo para lamerlo, riéndose a carcajadas. Terminaron
orinándose y Daisy hizo terribles esfuerzos por defecar sobre ella, sin lograrlo.
Cuando fueron a dejar la casa, los tres se turnaban para proporcionarle el golpe
más duro y donde más doliera.
Nos inquietaba pensar cómo había sido posible que León, viviendo en el mismo
edificio, jamás se hubiese enterado de las relaciones de Paquita con Nick.
«Es como una tumba, incapaz de repetir lo que oye; imposible arrancarle una
confesión. Lo que sabemos de ella es lo que yo, después de quince años de
íntima amistad, he podido sacarle. Me aterra pensar en lo mucho que Dan sufrirá a
su lado, aunque estoy convencida de que él sólo se interesa en el cuerpo de esa
rara mujer que es Paquita, y con las lecciones que obtuvo de Nick, debe ser
insuperable.» Y Lizzie nos acompañaba hasta el elevador y nos decía adiós como
si no fuera a volvernos a ver. Hasta la noche que súbitamente cerró el
apartamento y, sin esperar a que su mala suerte la rindiera, se fue de vuelta a
Brooklyn...
La puerta era, en el momento de su llegada, demasiado estrecha y baja, porque
venían cargados de regalos, los más finos y caros, comprados en las tiendas más
exclusivas de Washington y Nueva York. Detrás de ella, Dan aparecía. Paquita,
con la espalda, hacía sonar el timbre de la puerta y cuando la abríamos soltaba
una carcajada que era un grito, el lamento de un elefante moribundo camino del
cementerio. Pero a nosotros nos parecía el grito de un pájaro en celo, de ágil y
vertiginoso vuelo. Y todo el hall quedaba obstaculizado con el cargamento
santiclausdiano. Ella y Dan saltaban como caballos sobre los obstáculos y caían
en nuestros brazos, llenándonos la cara de besos y palabras felices.
Luego comíamos y tomábamos, hablando todo el tiempo, mientras
esperábamos la Nochebuena, la Navidad, la noche de San Silvestre y la mañana
de San Manuel. Paquita durante esos días, esas horas, esa eternidad
momentánea, cantaba y bailaba y se reía sin cesar, en casa y en la calle, en las
visitas a Lizzie, a Lyn, a Hiram y a Gerald, a Carmela y Gregorio, sus amigos más
viejos y fieles. Algunas veces llegaba hasta el Village, donde Arturo y Eduardo
vivían en un studio apartment lujosísimo. Paquita era como un framboyán boricua,
sus ojos encendidos y la estridencia de su risa, fúlgida, centelleante.
Cuando nos quedábamos solos, en un momento en que su risa y sus ojos y su
voz reposaban, ella nos contaba su vida en Alexandria. Las amistades de Dan:
políticos, diplomáticos, hombres de negocios y algún que otro artista. Los paseos
en auto y a caballo; las compras en las tiendas de lujo, las recepciones y su visita
semanal a Mrs. Dalloway, una viuda millonaria que había perdido a su único hijo
en la guerra. El servicio de plata de la familia Dalloway, el mayordomo augusto y
los criados corteses y discretos. Mrs. Dalloway se pasa la tarde diciéndole que es
la criatura más encantadora y sincera que ella ha conocido. Admiraba la
corrección del vestir, la sencilla elegancia de Paquita, vestida de oscuro, negro o
azul marino; trajes de dos piezas, de líneas rectas, solo adornados por un collar de
perlas o un broche de rubíes, o una pechera de encajes crema o blanca, o de un
tenue azul gris o gris azul.
Y una tarde cualquiera, cuando menos lo esperábamos y sin que nadie lo
notara, porque lo habíamos olvidado o queríamos olvidarlo, Paquita desaparecía
sola y sola regresaba tarde, después que Dan nos había dicho un centenar de
veces que la había buscado por todos los lugares, llamando a todas sus
amistades; fingiendo preocupación, tormento, angustia. Se paseaba por la sala y
los corredores continuamente, diciendo que en cualquier momento lo iban a llamar
del Bellevue Hospital o del Medical Center para informarle que su señora había
sufrido un ataque epiléptico en la calle o en un taxi. Siempre decía lo mismo, pero
no llamaba a nadie, ni salía de la casa, ni tomaba un trago hasta que Paquita
regresaba con la cara y las manos y los pies entumecidos, temblando de pies a
cabeza y se arrojaba en los brazos de «su Dan», sollozando desesperadamente.
A la mañana siguiente, muy temprano y sin despedirse, regresaban a Alexandria
y dos semanas después comenzaban a llegar sus cartas, relatándonos un
siniestro episodio cotidiano. Había encontrado una rata en el sótano, o una
cucaracha en la despensa o un mosquito le había picado en la pierna y convalecía
del envenenamiento que le produjo la picadura.
Dos veces al año, Paquita y Dan nos visitaban y dos veces al año la puerta
reducía su tamaño y el hall se obstaculizaba por los regalos, y nosotros caíamos
en sus brazos y les llenábamos la cara de besos y palabras felices. Dos veces al
año, pasados el día Primero de Año y el cumpleaños de doña Jacinta, Paquita y
Dan desaparecían, siempre de mañana, siempre en silencio y sin despedirse.
20

Cuando se abrió la puerta, tú me señalaste la entrada, haciendo una grotesca


genuflexión, medio humana, medio animal, imitación de saltimbanqui y perrito
amaestrado. Reparé en el asombro, en la consternación que te causó verme
aparecer.
Los otros, a fuerza de atender el juego, habían dejado apagar los cigarrillos, y la
pequeña interrupción que produjo mi llegada les permitió encender otros. De
repente, la mesa se transformó en un momentáneo altar. Cerillas y fosforeras se
apagaron, y el humo de los cigarrillos se extendió por la espaciosa y cálida sala.
Me fijé en todo lo que se hallaba delante de mí, velado por esa capa de vago azul
que ascendía, estacionándose bajo el cielo raso y, en su oportunidad, hablé,
indistintamente, de todas esas cosas, esperanzado en ocultar el nerviosismo que
provocó en mí tu súbita presencia.
El juego estaba muy avanzado para participar en él. Creo que eso fue lo que me
dijiste. Nadie nos presentó. No supe tu nombre hasta que el partido se extinguió y
las cartas quedaron amontonadas en el centro de la mesa. Entonces me vi
obligado a revelar mi intromisión en la sala. Hube de notar que los que estaban allí
reunidos, con excepción de Lenz, no me tenían por conocido.
Fue aquella la primera vez que nos vimos, la primera vez que oí tu nombre.
Aquellas reuniones casi secretas sirvieron para comprobar la confianza que aún
Lenz me tenía, pero nuestra antigua intimidad, perdida, no era recuperable.
Karl me pidió que le acompañara a casa de Lenz. Habíamos sostenido una
larga conversación sobre sus dificultades económicas. Lenz, esa mañana, le habló
del partido de póker, invitándolo a que probara su suerte. Trabajaban juntos hacía
varios años: primero en una fábrica de sombreros femeninos en la calle 38, luego
en un hotel y después en el New York Athletic Club. Debía a Lenz todos sus
ascensos, desde el bus boy a office clerk. Karl necesitaba resarcirse del dinero
que había perdido jugando la noche anterior. Lo animó al juego la esperanza de
aumentar sus ingresos. Las propinas en los últimos meses habían mermado y
acababan de nacerle mellizos idénticos. «Varones», decía, con cierto aire de
superioridad. «No tuve suerte, la muy cabrona es como una mujer que sabe que
uno la busca por necesidad.» Esa tarde había cobrado y en casa de Lenz los
puntos eran fuertes.
Cuando ya estábamos frente a la puerta arguyó que el día le había sido
demasiado adverso para insistir. Sin permitirme reflexionar en su favor, bajó las
escaleras, desapareciendo. Tú estabas en la puerta solicitando mi entrada. Te
seguí sin dirigirnos la palabra. Ya estaba dentro.
Nos sentamos muy cerca el uno del otro. Pronto entablamos amistad. En la
mesa, seis hombres, acodados y silenciosos, seguían las contingencias del azar o
del no menos probable cálculo. Silencio que interrumpían con bruscas y cortantes
palabras: «mi resto», «trío de reinas», «espero», «voy fuera», ¿«qué tienes»?,
«muéstrame lo tuyo, pagué para verlo», o con juramentos dichos entre dientes y
sin ánimo de ofender. Con Lenz había que cumplir las reglas: comer mucho, beber
poco y hablar menos, o de lo contrario, y en esto era terminante, no había juego.
De la mesa surgían, a veces, murmullos que luego se articulaban en palabras y
algunas veces en carcajadas. Lenz hacía uso de su fino sentido del humor. Más
de una vez les vi pasar frente a nosotros camino del baño. Reaparecían con el
rostro fresco y los cabellos alisados, y se nos acer caban para intercambiar unas
palabras, casi siempre las mismas, acerca de los planes para cuando terminara el
juego: «¿Tienes algún party adónde ir?», «¿conoces dos chicas que se aburran en
sus casas?», «¿qué les parece si nos echamos unos cuántos tragos luego?» Se
dirigían a los dos, como si a mí me hubieran conocido de toda la vida. Volvían a la
mesa, de puntillas, como quien entra a una iglesia, a un hospital, a una funeraria o
a una sala de teatro, ya comenzado el primer acto.
Me impresionó mucho oírte decir que emigrar a los Estados Unidos,
cualesquiera que fueran las circunstancias, no tenía nada de extraordinario; que lo
verdaderamente extraordinario hubiese sido quedarse a vivir en nuestros países.
Con esto parecía que dejabas aclarada tu posición. Estarías en Nueva York el
tiempo que considerases prudente, aprovechándote de las mil ventajas y
oportunidades que esta ciudad ofrece (tengo una carta tuya donde refutas estas
posibilidades). Karl había dicho lo mismo un millar de veces, sin resultado práctico.
Hacía diez años que estaba en Nueva York y aunque no se sentía en nada
obligado, comprometido, con la ciudad, mucho menos con el país, sus
responsabilidades de índole personal le sujetaban a ella.
Entablamos una pronta amistad.
—¿Vives solo? —me preguntaste.
—Aún no lo sé, acabo de llegar. He pasado tres meses fuera...
—Yo también llegué anoche —dijiste mirándome—. Esta vez, creo volveré a
vivir solo.
Estas palabras despertaron una dolorosa evocación en mi alma.
—Yo también —dije en un impulso de confidencia.
—¿También?
Nos miramos extrañados. Enrojecí, molesto.
—Conozco bien un centenar de personas, pero necesito hacer algo que exige
soledad. Sin embargo, lo primero que hice al llegar fue salir en busca de Karl,
seguirle hasta aquí y quedarme. No sé qué razón pueda tener para seguir en el
hotel, cuando pude encontrar hoy mismo otro lugar donde alojarme. Tampoco sé
por qué vine si no tenía la intención de jugar.
—Yo tampoco —dijiste y ambos sonreímos.
No sabías qué te trajo a aquella casa de la calle 64 entre Broadway y Central
Park West. Habías conocido a Lenz la noche anterior. Un grupo de viejos amigos
te invitaron a un baile de coronación de la reina de un certamen de belleza
organizado por una sociedad latinoamericana.
No sé qué poderosa convención te obligaba a destacar los atributos peculiares
de la joven dama, y su evidente preferencia hacia tu persona. Yo, lejos de
avergonzarme, de resentirme, me sentía contento, casi feliz de estar a tu lado. Me
hubiese sido difícil imaginar otra persona de tan vigoroso atractivo. Nadie me pudo
haber causado mayor simpatía, ni despertado tanta admiración (estaba temblando
y por un momento mi corazón había dejado de latir). «No he venido para renovar
tu viejo encono, nada tengo en contra tuya. Si de algo me has convencido es de
nuestra amistad concebida como un ideal.» En ese momento había cedido a la
dicha que un joven solitario siente al comprobar que hay otros jóvenes en su
misma situación, y que la soledad es una vieja compañía. En ti no encontré un
sucesor, alguien que continuara mi lucha de aquellos años, sino a un compañero.
Aún hoy pienso que entre nosotros había algo más que la similitud de caracteres,
intereses e inclinaciones, aunque las reiteradas disputas seguidas de arduas
reconciliaciones pudieran basarse en la falta de comunicación, de comprensión
verdadera.
Ignoro por qué al hablar de esa muchacha tratabas de mostrar que en ella había
un interés muy especial hacia ti: ignoro si querías conmoverme o provocarme.
Tampoco sé qué involuntaria distracción me condujo a relacionar tu conversación
con una página de una revista ilustrada que la aeromoza puso en mis manos, tan
pronto despegó el avión rumbo a Nueva York, hacía solo veinticuatro horas.
En la lámina, una muchacha de infatigable voluntad me inducía, lo reconozca o
no, a equiparar mi inestabilidad con la firmeza del azar. «UD. SI PUEDE PASAR
UNAS VACACIONES EN MONTECARLO.» Su atuendo y tocado, propios para la
ocasión, estaban ridículamente afectados por una corona y un cetro de excesivo
brillo y tamaño. El cetro señalaba obscenamente el vórtice de la ruleta. Pensé en
las hadas, y me sobrecogió un sentimiento pueril de identidad con el joven, que, a
su lado, no sin fatiga, codiciaba las inconstancias de la suerte.
«Hada, querida hada, conviérteme en gato... conviérteme en perro...
conviérteme en león... conviérteme en hombre...»
La bolita estaba detenida en una casilla triangular de color rojo con el número
30. Aduje que la confrontación cabalística de hechos y fechas, era el resultado de
una supersticiosa afición por las coincidencias. Podía tratarse de una lápida, cuya
inscripción se había borrado, salvo la fecha de fallecimiento, exactamente la
misma del día y el año en que nací, o de una puerta, cuyo número corresponde a
la fecha en que por primera vez se abre ante mí, o cualquier otra cosa. Pero en
ellas yo creo escuchar una voz que hace de solo y el eco de otras muchas que le
siguen haciendo de coro, y que dicen: «Omnes fugant. Novissima necat.»
«¡Pon! —gritó el gigante, y la gallina puso un espléndido huevo de oro—. ¡Pon
otro! —y cuantas veces el gigante gritaba estas palabras la gallina ponía un huevo
de mayor tamaño y esplendor.» La ruleta giraba y giraba y giraba. Era la noche del
30 de noviembre.
Lo que no se me ocurría eran las razones por las cuales yo permanecía en
aquella reunión, pese a todo lo anteriormente dicho.
Oí con perplejidad los argumentos que expusiste para dejar a tu solícita reina en
su casa y regresar al centro a encontrarte con algunos amigos. Avión azafata,
revista modelo, Nueva York Hada. ¡Ada! No creo haber escuchado a nadie que
hiciera una descripción tan pródiga en detalles: menuda, frágil, a thing of beauty,
¡oh bardos, asístanme!, pálida y secreta, mínima, sí, como las constelaciones y el
azahar, rostro intransferible de Lila cuando anochece y su mentón delicadísimo es
el camino a su boca, a sus ojos grises, verdes, azules, violeta, como el horizonte
de un país infinito que aún no he recorrido, antiguo, melancólico, remoto.
Todos tus argumentos eran, si no falsos, mezquinos. Haber hecho un viaje
desde un extremo a otro de tu país, y luego hasta Nueva York; cumplir con los
requisitos y disposiciones legales de las oficinas de inmigración, cuarentena y
aduana; recoger tu equipaje, cerciorarte de que estuviera en orden; tomar un taxi
que te condujera a un hotel de la ciudad; localizar a unos amigos con quienes
cenaste; acompañarlos luego a un baile; todas las molestias e inquietudes
padecidas a lo largo de ese extenso itinerario cumplido cabalmente eran, en mi
consideración, razones irrefutables para concederle el tiempo, aún por iniciar en tu
nueva vida, a ese encuentro no programado con una muchacha conversadora y
ágil, suave y con deseos de ser grata.
La orquesta sincronizaba adecuadamente su ritmo al que fluía en su cuerpo,
ceñido al tuyo, la cabecita regia en tu pecho, las manos entrelazadas, los pies
siguiendo los pasos que marcabas, lento. Y la voz, contándote un invierno de las
islas, rápido, fragante, en una casa grande que miraba al mar. Los danzantes
fueron disminuyendo con la música morosa del fox, y descubriste que Ada (nunca
sabrás en qué momento) había dejado de ser una reina ocasional, abandonando,
en un rincón cualquiera de la gran sala en penumbra, su corona de falsas piedras
y las sandalias de cristal sintético. Sus afeites se habían borrado con tu cara.
Había dejado de ser una visión. Pudo haberte demorado el amor. Olvido la
búsqueda supersticiosa de las sandalias, olvido tus rodillas temblorosas cuando,
reverente, las calzaste a sus mínimos pies, olvido tus manos abrochándole la capa
que ceñía su cuello en la calle nevada. Pudo haberte demorado el amor, pero
unos amigos te esperaban en el centro y hacia ellos acudiste.
Lo demás era esa sala llena de humo, vasos por vaciar y sobras de comida
grasienta y pastosa con una capa de salsa de tomate helada. No sé qué peligrosa
convención te impulsaba, te obligaba a recrear en aquella sala los pormenores de
la noche en que Ada, inocente, era incluida como una pieza más en un lote al
remate de una subasta de nosotros mismos.
Querías dejarlo todo en claro. A partir de ese momento se harían inevitables
otros futuros encuentros, tal vez más de los necesarios, hasta empujarnos a esas
puertas que se abrían y cerraban para alojarnos en toda la ciudad, y entre cuyas
paredes íbamos a compartir cama, mesa, ropa, alegrías y penas, pero con la
presencia de Ada, conscientemente impuesta en cada uno de nuestros actos.
Querías dejarlo todo bien aclarado. Si Ada estaba junto a nosotros, nos
comprometía a un tratamiento mutuo de amabilidad y convenido respeto que nos
distanciaba elegantemente (tu preocupación por las maneras es casi obscena), sin
que ninguno de los dos se sintiera ofendido. Ada era nuestro ángel de la guarda o
nuestro perro en guardia.
«Todo lo que se sustenta de la Tierra está bajo la vigilancia del Sol.»
Tú elegías la circunstancia y el motivo de cada acción nuestra, dilucidando
previamente su objeto. Porque relacionarse con Ada era algo tan elevado como
estar relacionado contigo, y, por medio de ella, con nosotros.
«Hada, querida hada, conviérteme en tierra, conviérteme en cielo, conviérteme
en Dios.» Y Ada, como un dios colérico, me devolvía a mi elemental condición de
ratón medroso.
No era Ada, Salvador, no era yo; eras tú quien urdías con el rigor de Helena la
red intrincable que nos separaba, atrapándonos, que nos juntaba, disolviéndonos.
Todo eso y lo demás que ahora sabes, yacía oscuramente en ti.
Te oigo exigirme la lengua del réprobo, el testimonio que documente el juicio de
los supersticiosos, la sentencia del crédulo, la condición de los que instituyen el
dogma. Te veo activo convenciéndote de la necesidad de luchar contra los
transgresores donde no queda ley para ti, que aún conservas el espíritu de los
clásicos.
Los jugadores se pusieron de pie, Aria all’unisono, retirándose de la mesa. El
juego había expirado. Lenz me presentó a los demás con su extrema cordialidad,
de tal modo, que olvidé disculpar a Karl, a quien —me enteré luego— habían
esperado hasta muy avanzada la tarde. El anfitrión sobresalía por su talento
humorístico.
El grupo estaba compuesto por jóvenes entre los veinticinco y treinta años,
empleados de oficina en compañías aéreas y navieras, agencias de embarque y
hoteles: de la raza blanca, de evidente ancestro europeo, solteros, clase media
seudoprofesional, de estatura alta, entre los 5 y 10 pulgadas y 6 pies. En conjunto
y por separado formaban una linda estampa...
«he aquí que tú eres hermoso, amigo mío».
La charla se diversificó entre bromas, chistes y confesiones ordinarias. Aria di
bravura.
Hablaron de ir al centro. Aquellos jóvenes insistían en creer que aquí reina la
igualdad. ¿Cómo convencerlos de lo contrario?
En el hotel Taft había un baile con Machito and his Afrocuban Boys. Me
atrevería a decir que no bailaban bien porque les falta instinto. Todos o casi todos
hablaban al mismo tiempo, con voces altas y gruesas y cierto acento lánguido y
cantarino, que yo distingo como rioplatense —montevideano o porteño—, Lenz es
chileno. Mi juicio fue bastante acertado: 2 argentinos, 2 uruguayos, 2 chilenos —
uno nacionalizado.
Primero y en tropel desfilaron junto al teléfono, luego por el baño. Te oigo
hablarle a Ada en voz muy baja, temiendo que alguien se acercara al teléfono
mientras hablabas. Vuelves a mí: «¿Por qué no vienes con nosotros. Haré que te
diviertas, conozco una chica que te va a gustar.»
Tu cara me pareció más familiar. Sentí una sensación nueva, la conciencia de
una relación distinta. Rechacé la invitación al baile. Era más sencillo renunciar que
aceptar la fatiga de una expedición a caza de Beatrices y Julietas. Fingí una
aparatosa urgencia de ver un film que había olvidado y que lo ponían en un cine a
dos cuadras del lugar en que estábamos. Disputaban sobre todas las cosas. Por lo
regular, las discusiones me extenúan, pero hubiese querido, igualmente, protestar
contra la excesiva indecisión.
Comentaste haberte comprometido con Ada, ella te esperaba en el vestíbulo del
hotel. Caminé hasta el cine de Broadway y la calle 66. No recuerdo el título del
film, ilustre por su irrealidad, que años atrás me fascinó. Entré a una sala oscura.
Reconocí en la voz de los protagonistas la propia voz de mi corazón. I must be
going now... What made you think of coming to live here?... I like the house... A lo
largo de la historia hay escenas intencionalmente crueles: los amantes, al
reconocerse, comienzan a ser otras personas, transformándose en otros
totalmente distintos a lo que en realidad eran. Eliminada la monstruosa
deformación facial del héroe, producto de una acción bélica, y la simpleza rústica
de la muchacha que ha descubierto el mundo onírico, doloroso, de su trágico
amante, eran dos criaturas de belleza, sensibilidad e imaginación excepcionales.
«Nosotros no amamos como aman los demás. ¿Qué sentimientos pueden surgir
de seres que han desaparecido?»
I like the house, that’s why I came to live here... Y se entregaban a la ferviente
contemplación de sus nuevos rostros, prefiriendo soñar (¡con qué ilusión!), a una
comprensiva vivencia de los sueños. No creo que ninguno de los dos se tuviera
presente, sino que amaban en sí mismos su propio amor.
Busqué un cigarrillo, busqué un fósforo. Mis dedos encontraron en esa
búsqueda un pedazo de papel, cuidadosamente doblado, con tu nombre, dirección
y teléfono. Recurrí a otras imágenes, no sólo al pasado de aquellos desdichados
personajes, sino al de su ámbito y tradición, y desconfié de las posibilidades
futuras de dicha de ese encuentro fundamentado en el engaño. Lejos de destruir
el oscuro dominio de las apariencias, edificaban un muro que les aislara de la
curiosidad ajena. En esa soledad los dos se deleitaban en la belleza
conscientemente fingida de sus nuevos rostros, que el amor no podría cambiar. En
eso consistía el juego: no admitir la verdad.
Salí del cine sin terminar de ver el film, no niego que un tanto desconcertado. El
amor no podía ser eso, no podía ser así. Anduve sin rumbo hacia Columbus
Circle, hacia Fifth Avenue, bordeando el parque. En aquel ostentoso y casi
ofensivo edificio de la esquina, que tanto me gustaba, vivía madame Costello,
rodeada de amigos distinguidos. Recordé sus frecuentes y suntuosas soirées, la
elegancia, la belleza, el casi exclusivo gusto de sus amigos por las palabras, las
buenas maneras y ese raro don que poseen algunos, la inteligencia. Las luces de
su ventana me llenaron de nostalgia y remordimiento. Recordé su cama y su
cuerpo, la mirada irónica, snob, humana, y su lamentable vocación poética.
Herminia no creía en el amor, al menos en esa clase de amor que auspiciaba el
film. Herminia creía en los cuerpos jóvenes, hábiles o ineptos, pero frescos y
ávidos. Recordé todas las veces que vi entrar la mañana por su ventana abierta,
para que las estrellas, o el sol, o la tiniebla, la lluvia o la nieve participaran en sus
ritos eróticos. No conocí a nadie que se entregara al amor con igual abandono.
Me detuve en la esquina para ver a los que andaban solos. No encontré en todo
el trayecto, desde Broadway hasta la Quinta Avenida, una pareja que me
produjera un entusiasmo irracional, el entusiasmo erótico que pudiera
comprometer mi soledad. Leí el papel repetidas veces. Pensé que te escribiría una
carta. Lenz se había comprometido conmigo para inquirir en su trabajo si había
alguna vacante. Mañana, me dije, volveré a su casa. Tal vez volvería a
encontrarte. De todos modos escribiría esa carta.

«Querido Alejandro: a pesar de no estar hoy en una de las mejores disposiciones


psíquicas (o físicas) para escribirte, lo hago pues es imperdonable ya que deje
pasar un solo momento sin contestarte. Tu carta me dio todavía un poco de tu
presencia, y gústete o no, se la enseñé a cuanto bicho viviente le pudiera interesar
(desde luego, me refiero a personas que no conoces, que no te conocen). ¡Qué
ausencia de respeto para las intimidades, te dirás...! Pero estoy seguro de no
haber actuado mal pues no hago más que continuar, mediante la exhibición de tu
carta, tu propio modo de ser, que es sencillo y directo en cuanto a mostrarte, a
expresarte o producirte tal como eres. Esto no quiere decir que yo opine que no
poseas el pequeño don o arte de la intriga, de la astucia o de la habilidad; pero
eso en ti no es lo esencial. Creo, ciertamente, que eres un individuo realmente
sencillo, que hay en ti naturalmente ingenuidad, un don espiritual de frescura
(acaso de candidez), una genuina vida juvenil que se te sale por los poros, a pesar
de toda tu experiencia, madurez, etcétera. Todo eso, y tu falta de innumerables
prejuicios, hace que seas una persona indefensa, desamparada... No te asustes...
Observo en ti una de las cosas que dice un amigo a distancia, puesto que no me
conoce. Este dice que son los prejuicios «sistemas defensivos», ideas a las cuales
nos agarramos en busca de «seguridad psicológica». Y siendo así, el hombre
carente de ellos es vulnerable, tanto porque él siente más las cosas como porque
está más sujeto a los ataques de la estupidez ajena... Añade mi amigo que «un
hombre que ama es peligroso para la sociedad». Para precisar, la sociedad
basada en «el yo», en la codicia, en el afán de poder, de acaparamiento de cosas,
de sensaciones, de conocimientos, de éxito, la sociedad que compra o arrebata,
que violenta o corrompe —y que está compuesta por nosotros mismos, que es
nosotros mismos—, esa sociedad que se rige por eso (por lo cual en cierto modo
nos regimos nosotros también, mientras no nos liberemos), esa sociedad
considera peligroso al que echa a un lado sus valores reconocidos, aceptados aún
por una mayoría... El que ama no respeta su círculo de noria y de alguna forma
ella lucha por encerrarlo, por encuadrarlo. Cuando no lo hace en un manicomio o
en una prisión, podrá hacerlo en un matrimonio, en una rutina oficinesca, en un
enredo personal... Creo que tú eres un amante de la belleza, es decir, un poeta. Y
que este sentido no te llega sólo a través del libro, de la forma, de lo regimentado,
sea cual fuere la regimentación de que se trate, escuela o tendencia, sino que ese
amor es una cosa profunda en tu vida y que, por ello, tú eres y serás su víctima,
aunque también puedes ser su conductor victorioso... Quizá un día puedas lanzar
el grito del triunfo definitivo, el canto jubiloso de la vida, frente a los bordes mismos
de la muerte... Quizá un día puedas derrotar tu miedo (podamos derrotar nuestro
miedo), trascenderlo, soltarnos de todo lo que es atadura, sistematización, espíritu
mezquino, ilusión... Acabar de darnos cuenta que no somos distintos, ni del aire, ni
del fuego, ni del odio del tigre, que viven en nosotros el rayo puro de la estrella, la
fina seda del ala de los serafines y somos uno mismo con la duradera fijeza del
sol, con el inmenso universo que se alza y se destruye, o más exactamente, que
une y separa sus elementos, que los disuelve y torna a concretarlos, que hace la
forma y destituye la forma, y que siendo solo y uno y eterno y siempre igual a sí, a
través de los millones de cambios y de las a cada instante nuevas
transformaciones, nosotros también somos él, él es nosotros y no podemos
sustraernos a esa terrible y maravillosa existencia. Somos una parte pequeña y
perecedera, pero también acaso infinita y eterna, que a pesar de su aparente
contingencia es esencial porque todas las partículas hacen el Uno y, sin una sola
de ellas, este Uno no podría ser igual a Sí mismo... Nosotros somos una parte
viviente (acaso somos también Un Todo visto limitadamente), una parte que tiene
su propio papel único e insustituible en el juego de El que se desdobla para
conocerse y amarse a sí mismo. Un abrazo, Salvador.»
21

Y tendrían que recordar a Julián López. Es posible que ella no lo haya olvidado.
Aleida presume de una excelente memoria. Además, Julián formaba parte de
nuestros mitos. Julián era un triunfador, un héroe legendario. Alguien a quien se le
admiraba por sus victorias. Había sobrevivido a todas las grandes nevadas, a la
depresión de 1929 y a los angustiosos y renovadores años treinta. Eso de las
grandes nevadas no era un chiste, porque Emilio Ruiz había muerto de una
pulmonía doble en el primer invierno que estuvo en Nueva York. Cosa que causó
gran roña entre la gente de Deleite. Julián era de La Chorra y esto también le
concedía mayor prestigio; averigue usted por qué, pero así era. La Chorra era un
central más antiguo, fundado por cubanos. Puede que sea esta la razón por la
cual ser de La Chorra permitía que sus pobladores se consideraran dotados de
una ciudadanía más legítima; eso para los chorreros; pero nacer y vivir en Deleite
significaba la responsabilidad de luchar constantemente contra la intromisión
extranjera. Si eras de Deleite eras cubano en perenne rebeldía, cubano en
armas...
Julián había emigrado a los Estados Unidos en 1918, casi un muchacho; en su
primera visita al batey trajo un carro de último modelo, una sonrisa de insuperable
satisfacción y la seguridad del conquistador. Entonces se casó con una muchacha
de San Manuel, un poblado ilustre por su soberbia, que prefirió sepultarse en la
leyenda de una pasada prosperidad a ceder sus terrenos a la empresa
norteamericana. Triste ilusión. San Manuel como toda la comarca pasó a manos
norteamericanas, pero su gente se jactaba de ser libre, aunque mendigaba un
salario temporal, de zafra, a la compañía.
En 1940, Julián y su mujer Edelmira regresaron al batey, jubilosos como unas
pascuas, hablando con un raro acento que no era el bastardo decir de los que
debilitan las erres, acentúan impropiamente las palabras o cambian el género de
las cosas. Hablaban con mayor propiedad y lentitud que nosotros. Pronunciaban
todas las eses, como Jorge Negrete y Gloria Marín, aunque no cantaran hablando,
como ellos. Esa vez Julián y Edelmira bajaban y subían a un automóvil
convertible, rojo, con capota crema. No podríamos negar que fueran gente bien,
amables y extremadamente cariñosos. Querían por la ausencia, por las
despedidas y la distancia. Algo que aprendimos luego. Gentes con la memoria en
el corazón.
Vinieron porque el padre de Julián estaba enfermo de gravedad. En su casa las
cosas no andaban muy bien. En el batey, tampoco. Julián tuvo que hacer varios
viajes a Tunas en busca de algunas mercancías que era imposible conseguir en el
batey: la leche condensada escaseaba, las frutas forasteras y la gelatina habían
desaparecido. Julián, hablando con papá, dijo: «Lo cierto, Ignacio, es que
dondequiera que uno se halle, la plata es tan necesaria como la salud...» Esta
observación se nos hacía confusa, tratándose de un hombre que derramaba
prosperidad económica por los mismos poros. Sospechar otra cosa era concederle
proporciones descomunales a nuestra imaginación. Julián simbolizaba el éxito
feliz. Si Edelmira nos parecía un poco deprimida, y esto también era una
sospechosa conjetura, podíamos atribuirlo a sus largos años de matrimonio sin
hijos, o porque, seguramente, vivir separada de la familia le resultaba demasiado
doloroso.
La primera vez que estuve a visitarlos, tuve que subir hasta Hamilton Place.
Vivían entre el Hebrew Orphan Asylum y el College of the City of New York. Un
oasis entre el convulsivo Harlem y el Broadway agónico desde la calle 133 hasta
la calle 145, en el que los López se refugiaban de una algarabía antillana cada vez
más estrepitosa: apuntadores de bolita, tramitadores de affidavits que garantizaran
visas de residentes, garroteros, choferes de ocasión para ir al aeropuerto,
superintendentes de edificios que alojaban ratas y cucarachas con la misma
promiscuidad y en cantidades superiores a los inquilinos de numerosa progenie y
parentela, y que compran los sábados en Delancey Street o en la Marqueta de
Park Avenue, asiduos asistentes a las noches de bingo en las iglesias católicas, al
St. Nicholas Arena, al Teatro del Mar y a las oficinas de Asistencia Social.
Por esa época con los López vivía Albita, hermana de Julián, su marido Miguel
Reyes y sus dos hijas. Durante la cena, Albita no perdió una sola oportuna ocasión
para lamentarse de su vida en Nueva York. Después, en la sala, la conversación
se generalizó sobre ese tópico y Albita, siempre a la expectativa, relató las
dolorosas ordalías a que su marido y hermano la habían sometido. Miguel había
dejado un empleo de plantilla en la oficina del central, con la promisoria idea de
educar a sus hijas, vivir en una sociedad más equilibrada y próspera y pasar los
últimos años de su vida cultivando un jardín primaveral en un suburbio de Long
Island. Dejó su casa, su familia, sus hábitos y comodidades para aventurarse en
aquella ciudad donde sus hijas habían interrumpido sus estudios superiores para
casarse con muchachos muy decentes, cubanos, pero de familias que ella no
conocía. Gente de ciudad, distintas. Ella trabajaba en un taller de confecciones
femeninas en la calle 34, y Miguel en una oficina de exportación en las
inmediaciones de Wall Street. Como en el largo cuento de la lechera que Miguel le
hizo tantas veces en La Chorra y que ella ingenuamente había creído, el cántaro
de leche había rodado por el suelo y adiós educación, seguridad, prosperidad y
jardín primaveral suburbano. Ahora era demasiado tarde para volver. Su hija
mayor esperaba un bebé. Vivirían con su hermano y su cuñada hasta que Dios
quisiera, y Dios no daba señales de cambiar su obstinada voluntad. Julián y
Edelmira, esa noche y siempre, pese a las indiscreciones de Albita, se mostraban
generosos, confiados. Su apariencia y conducta parecían desmentir la pesimista y
desesperanzada visión del mundo de Albita.
No viene al caso precisar cuándo ni cómo los Reyes se mudaron del
apartamento de los López en Hamilton Place, pues yo mismo dejé de visitarles, de
pasar aquellas largas y nostálgicas noches en su compañía, hablando de La
Chorra y Deleite y de sus familias y recuerdos. No volví a esa casa que durante
años cautivó nuestra imaginación provinciana. Nosotros radicábamos a los López
en mansiones señoriales con parques nevados, florecidos, en los que una fuente
de aguas y espumas azules hechizaba a miles de pájaros negros con el pecho
amarillo o carmesí. Atendidos por un mayordomo y una ama de llaves, solícitos y
reticentes; domésticos uniformados, limpios y corteses, que adornan con flores las
estancias y sirven la mesa con servicios de plata florentina, cristales de Baccarat y
loza de Sèvres.
Una noche pasé por el Plaza. Karl me llamó y me pidió que fuera a verle. Me
dijo que él estaría en la cocina, comiendo, entre las diez y las once de la noche.
Me dijo que en la puerta de servicio un amigo de él, que hacía el turno de la
noche, me dejaría pasar. Me demoré con otros amigos, pero a la hora exacta
estaba en la puerta de servicio del Plaza. Karl me necesitaba. Después de
disculparse por la urgencia con que me había llamado, me dijo que su padre
estaba enfermo y que él quería ir a verlo. Necesitaba que alguien lo supliera en su
trabajo durante una semana. Necesitaba conservar el puesto y el sueldo también.
Me presentó al Chef, después que acordamos que yo podía sustituirlo. Karl se
encargaba de limpiar el servicio de plata del restaurante. Después me dijo que la
persona que trabajaba con él y me ayudaría, era un excelente hombre, mayor, de
muy buen carácter y suma responsabilidad en su trabajo. Pasamos al lugar donde
Karl trabajaba. Encorvado sobre un gigante fregadero de lata, estaba el hombre.
Era alto y delgado y con el cabello blanco. Me conmovió verlo de espaldas,
frotando una pieza de plata, con un polvo y un estropajo de hilos negros. El
hombre se volvió a nosotros. Sonrió, se sacudió las manos con un delantal y con
una voz, apenas humana por la fatiga y el hastío, dijo su nombre. «Julián López,
amigo, para servirle.» Se quedó mirándome. No me había reconocido. Confieso
que yo a él tampoco.
Salí del Plaza y esperé en el bar a que Karl terminara su noche de trabajo. Nos
fuimos al Wish Bone. Pasé toda la noche convenciendo a Karl de que se olvidara
de limpiar la plata con la que otros comían lujosamente, que olvidara el Plaza y su
apartamento de la calle 23, que olvidara los años en que pensó conquistar Nueva
York y que no volviera jamás. Karl parecía no comprender, porque en aquella
atmósfera sofisticada, elegante, embalsamada con el perfume de mujeres caras,
remotas, imposibles, y de hombres que se inclinan para hablarle a los oídos, para
rozarle la cara, encenderle un cigarrillo, chocar los vasos en un brindis anónimo,
en aquel mundo lento y neblinoso, bien, de sedas y encajes, bien, de trajes
hechos a la medida y corbatas importadas, bien, de zapatos charolados y de cuero
virgen, bien, de Brooks Brothers y Sarks Fifth Avenue, bien; en aquel mundo
inteligente y decantado, yo sólo recordaba, aspiraba, vivía una imagen remota y
poderosamente evocadora. Yo estaba en la estación del ferrocarril de San Manuel;
el sol abrasaba, calcinando las piedras, las cabezas de los que esperábamos el
tren, agostando la yerba, arrasándola; el sol, que descubría cada partícula de un
aire sofocado y arduo, el sol que reverberaba en los raíles y estancaba el aire
sobre un enjambre de moscas que escarbaban la dura, agrietada masa pardusca
de una bosta de vaca entre los raíles incandescentes. Esa imagen, esa visión
espantosa del mediodía tropical hizo que nosotros, Karl y yo, estuviéramos en
aquel momento, juntos, en el Wish Bone, y esa visión, la misma, de un hombre
que se encorva en su senectud para abrillantar cubiertos y vasijas de plata ajenos,
determinaba mi destino... el tren que me llevaría de regreso a casa, al batey, a mi
vida...

No Aleida, no, Manhattan es una isla sin mitos, sin fábulas, sin leyendas
verdaderas. Manhattan desconoce el misterioso y secreto mundo del búfalo, de la
bellota, el salmón y la espiga... la quimera del oro y el star system no pertenecen a
Nueva York, son de la soleada y verde California; los gangsters de verdad, los
sangrientos carniceros, son de Detroit, viven en Chicago; los cuáqueros que nos
sirven el desayuno de avena en el batey, son de Pennsylvania; las brujas y el
verano indio, y el incendio otoñal, son de Massachusetts; el trigo y el maíz, las
praderas que ondulan bajo un cielo de azules infinitos, son del medioeste; las
calles con casas donde suena toda la noche una pianola cómplice y las
muchachas esperan en un rincón, recostadas a una columna o a una puerta, o
sentadas en mesas solitarias, son de ciudades que perdieron sus sueños: New
Orleans, Jackson-ville, San Antonio, Albuquerque; los bosques de perenne verdor
y frescura están en Oregón y Montana; la fuente de la juventud, Eldorado, están
en la Florida, y los negros, los negros de verdad, los negros que cantan y trabajan,
viven y mueren humillados, ultrajados, perseguidos, linchados, los negros tristes
del blues, los negros convulsos del jazz, los negros inocentes del spiritual, los
negros ladrones, jactanciosos, crueles, los negros negros, son del sur y van desde
Virginia a Texas por montes y praderas, ciénagas y ciudades, huyendo del dolor,
del crimen, de la muerte. Y del sur son las magnolias y el musgo español, los ríos
dinosáuricos, los barcos-espectáculos, las casas de columnas tan regias y
portentosas como las del templo del rey Salomón, los ánades y las libélulas, los
niños y los pobres. Y los vaqueros y el ganado, las guitarras y los sombreros de
diez galones, los ranchos y el cactus y la retama son de Texas. Manhattan es una
isla sin mitos, sin fábulas, sin leyendas verdaderas. Manhattan es de aluminio y
cristal, de fibras sintéticas y asfalto, de cartón y concreto. Manhattan es una feria y
un parque de diversiones para adultos de pobre y lenta imaginación.
22

Y para ambos es un soplo, el mismo que sacude alegremente las caléndulas rojas,
amarillas y blancas entre las yerbas de septiembre y abril; el mismo que trenza los
aguinaldos a las zarzas, el que impulsa los cocuyos de un verde oro, quinqués que
el verano no encenderá, ni apagará el invierno, pero que fijan en la noche contra el
aire el parpadear de las estrellas y los ojos de los animales asustados.
Acaban de enterrar a su madre. Un muchacho despidió el duelo. El cura dijo sus
latines y algunas mujeres de blanco repitieron en coro un amén que concluía la
ceremonia.
Ahora están en el descampado de un café trasnochador, para no decirse que
tienen que ir, para no ir, para no tener que ir con la prisa que les arrastra hacia
ellos mismos.
Y se repite el ¿qué hora es, qué hora es, qué hora es?
Alejandro dibuja su nombre en una servilleta de papel, humedeciéndola,
doblándola, y el otro dice:
—Eso es una bruja, es un guabairo.
Alejandro asiente con el mentón y responde:
—Es tu nombre.
Caminaron detrás del carro fúnebre. En cada calle, al doblar una esquina, en el
parque y la carretera, docenas de personas se sumaban al callado cortejo, hasta
llegar al crucero donde esperaban los automóviles. Aún le fueron presentados
parientes que a caballo o a pie hicieron el camino hasta su casa. Venían con sus
hijos, con sus nietos y otros familiares cercanos. Le apretaban el hombro, la mano,
los más efusivos le abrazaron golpeándole la espalda y repitiendo cosas que, de
remotas, no le conmovían.
Él iba con su padre y sus hermanos en un carro de lujo, negro, lustroso, que la
funeraria había dispuesto para ellos.
Un muchacho demasiado alto para sus años, se identificó como el hijo de su
prima Hortensia y de un golpe olvidó la circunstancia que les reunía, y cuando el
muchacho se despidió para entrar con su madre en otro carro, le siguió con la
mirada, hasta encontrar la de Hortensia, llena de nostalgia.
Y era el portal ganando cobija a los vientos y a la noche.
Coro crepuscular.
Las primas parloteando, menos tímidas, bulliciosas, mientras las telas, agujas e
hilos, descansan. Regocijo pascual. De pronto se entusiasman y cantan.
Rumoreo. Silencio.
Alguna traza con delicadas manos el vuelo de una mariposa.
—No lo haces mal, pero siéntate...
—Ahora le toca a Hortensia.
—No, yo canto —dice Hortensia. Y su voz traspasa el aire ensombrecido,
llenando todas las mansiones del amor.
Luego se oye el trotar del caballo de don Octavio Alejandro Roble y Castillo.
Luego es la noche y un ojo previsor distingue el giro extraviado del guabairo.
Luego se oye el ilustre decir del abuelo que relata haber visto los fuegos de San
Telmo. Y luego, mamá dice:
—Niños ¡es la Luz de Yara...!
Entonces el guabairo cruza la estancia de Manolillo, por encima de los plátanos
y el yucal, sin dejarse oír, y sólo su nombre —dicho por las muchachas— irrumpe
en el oscuro verde. Niño, Alejandro busca el regazo de una de sus primas. Los
hombres en el comedor, están discutiendo la suerte de la República Española y el
ascenso de Franco al poder. Y hablan de la «bestia excepcional, Gerardo
Machado y Mora les». Y Joaquín habla de Mella y Rubén y Trejo. Habla de ellos y
de Guiteras como si les hubiese conocido personalmente. Las palabras
revolucionario y compañero, dictadura, asesinato, hambre, jóvenes, muerte y
héroes, palpitan en su corazón y él promete no olvidarlas y sólo repetirlas cuando
pueda hacerlo como su tío, con igual amor, con igual dolor.
Su tía Inocencia sirve el café.
Sobre una mesa, en el portal, Hortensia abandona el canevá junto al candil, del
cual se sirve para continuar sus labores, después que oscurece. El bordado es
consumido en parte. Niño, Alejandro sabe diferenciar sus miedos: el vuelo del
guabairo y la tela que arde.
El brillo luminoso del quinqué tanteando sobre la quebrada. Su madre y las
primas se persignan:
—¡Alabado sea el Santísimo!
Y si llueve luego, se retiraría al cuarto de su madre que ahora ha muerto. Aquel
cuarto lleno de láminas religiosas, que huele a cera, a madera oscura, talco,
colonia y a sábanas y toallas limpias. Y ese olor va a sorprenderle en una calle
distante, una calle cualquiera de una ciudad, o al entrar en un almacén, en una
ermita. Olor que paladea con un gusto a guayabas y guineos maduros.
Ese olor que le cambia súbitamente la mirada y el gesto y hace que Lila le
pregunte: «¿Qué quieres decir?» Y él acelera el carro y no dice nada, porque no
ha olvidado.
El Santo Niño de Praga, adornado como un niño de ricos, tan compuesto que no
se le permite entrar a los parques. Nadie, ni siquiera su madre muerta podría
convencerle de que este infeliz angelote jugó alguna vez, rodilla en tierra, a las
bolas, ni alcanzó la cima de un jagüey, ni salió al monte a cazar bijiritas, ni recogió
raíces y caracoles en la playa. Se parece a los retratos. Se parece a Bebé. Bebé
es rubio y tiene tirabuzones. Se parece a un rey enano. Y le mueve a compasión
la corona demasiado grande para su cabeza amarilla y el traje largo como de niña
y se siente tentado a gritarle: ¡Shirley Temple! Y salir corriendo al patio, a la calle
donde están los niños de verdad, sucios y rotos, con los codos y las rodillas rojas
de mercuro cromo, donde están los niños que juran y apuestan cualquier cosa.
Este niño de Praga tan parecido a la Santa Cecilia de su tía Clara. ¡La pobre
santa, tan aburrida y seria, junto a su instrumento, como una niña que no puede
aprender a solfear, como Aleida que no tiene oído! Y allí están las divinas trillizas
con caras de gallegas ricas, y el Cristo, con tantísimos nombres y ninguno
verdadero.
Y entre los vasos con flores y la esperma de las velas derretidas y otras
imágenes de nombres olvidados, está el leproso de los perros, y a este sí le teme
de verdad, sin compasión y sin burla, con una repulsión que aun le provoca un
deseo tenaz de rechazarlo, pero le impone un respeto y una fascinación capaz de
hacerle tocar las piernas supurantes y malolientes. Y comprende la devoción que
le tiene Aurora, porque de todos, este, que para ella es Babalú-Ayé, «es el mejor:
prefirió a un alma podrida, un cuerpo enfermo».
Y si ahora lloviera se retiraría a ese cuarto cerrado, para trastear en el
escaparate y las cómodas hasta desenterrar el bolso de mostacillas azules y
violetas y grises y azules, colores que no vio, que no volverá a ver en las
catedrales, ni en los museos, ni en las vidrieras de los departamentos de ropa
femenina.
Aquel bolso de su tía, gemelo al que su madre deshizo para adornar un traje de
fiesta de su hermana Aleida. Aquel bolso que su madre le regaló a Lila y que Lila
conserva como la única joya verdaderamente auténtica que tuvo la familia.
¡Señor, alumbra mis ojos para que no duerman jamás en la muerte, para que
nadie pueda ver mejor y más que yo, para verlo todo sin miedo, ni vergüenza, ni
repulsión!
Las últimas mesas están invadidas de vasos y botellas y voces apagadas a
veces, a veces estruendosas, como un torrente de agua, de agua azul y gris y
violeta, como los ojos de Lila, que se ríen de ellos, como los muertos se ríen de su
angustia, que con la madrugada se hará ternura.
Y no tendrán que preguntarse: ¿qué hora es? ¿pero qué hora es?
¡Señor, haz que su acento sea menos amargo, menos doloroso, al morir en sus
labios! ¡Haz que yo olvide la otra imagen, aquellos ojos amarillos! ¡Haz que no
vuelva a fijar mis recuerdos en ellos! ¡Haz que desaparezcan!
¡Haz que el viaje de la mano del negro cantante en la guitarra sea definitivo, y el
de la hormiga, persiguiendo los bordes del platillo, sea transitorio! ¡Y para nosotros
dos que nos despedimos para no reencontrarnos jamás, sino en esta noche, haz
que todo sea un soplo!
Ella decía que nada era tan conmovedor como ver a un hombre comer. Y
estaba sentada a la mesa, sirviendo los alimentos a su marido y a sus hijos y a los
que siempre llegan cuando aún no se han retirado los platos ni el mantel, y en las
fuentes humeantes hay aún qué servir.
Y él dibuja un zapato y esparce sobre el dibujo la ceniza del cigarrillo apagado.
Y los dos entienden que han andado pesarosos y anhelantes y que es mejor que
no vayan, que no deben ir.
Dice. Dice continuamente que todo ha quedado estático, para que nadie, ni ellos
mismos, puedan removerlo jamás: su nombre y la intimidad de su desnudez, y él,
Alejandro, consentirá, afirmará que sí, que todo está muy bien y más nada y más
nada.
Un soplo mágico. Quizá haya un lugar, un rincón que no hayan visto y que
espere por ellos. Increíble la noche de esa estrella. Imposible olvidarla.
Las tazas vacías estarán repletas de chocolate espeso y dulce y aromoso como
una mañana de Navidad, y entonces ellos habrán vuelto a la cocina buscando el
calor que faltaba en sus voces, en los gestos cada vez más desolados. Los labios,
el mentón, las mejillas azucaradas, grasientas por los buñuelos calientes,
crepitantes, como los cirios y el último sol que alumbró a la difunta.
No vieron cómo descendió al panteón, pero las mujeres iniciaron el regreso
llorosas, y los hombres hablaban con la cabeza baja, mirándose los zapatos
sucios de barro. Y él se alegraba de que no fueran como el Niño Santo. Nadie les
pedirá cuenta en sus casas por regresar con los zapatos sucios.
Mañana no será otro día, jamás volverá a ser otro día, porque es hoy para
siempre hoy y hoy no es ayer, no lo es, aunque ellos quieran imaginar que lo es.
Aunque quieran reír a rienda suelta y sorprendidos quieran refrenar todo su
alborozo. En la cocina estarían a su antojo. Llegada la noche era la pieza más
íntima: azucarados buñuelos y chocolate navideño.
—¿Has visto un nido de sinsontes...?
—¡En el Guayabito!
—Podríamos...
—Recoger anones y chirimoyas en Martinillo.
Y contar cantidades de cocuyos penetrando por la celosía. Y luego mirarse a los
ojos sin que el borde de las tazas alcanzase los labios, sin que el improvisar del
viejo Isidro, entre arreos —desmonte de bestias, hierros golpeteando el suelo del
rancho— y juramentos, les interrumpiese la quietud del rincón, hasta donde no
llegaba el parlotear de las primas que enjuagaban sus manos con agua del aljibe
para sentarse a la mesa. ¡Pero qué sarta, qué racimo inútil de confesiones y
trivialidades entremezclándose con la tristeza, con la alegría que les juntaba las
manos en la labor!
Después de aquel encuentro (sería mejor imaginarlo), viaje a paso de caballo
entre riscos y hondonadas, deteniéndose más de lo convenido a perseguir el vuelo
de una codorniz, a ras de tierra; hundiéndose en los florecidos rabos de zorra, y
reapareciendo a trechos junto a las patas de los caballos.
Inútiles trampas y tiraderas y el andar a rastras, vuelta la cabeza para
convencerse de que eran buscadores de lo mismo y que nadie interrumpía el
impulso que les encontraba, como ahora que Hortensia ha vuelto la cabeza, hacia
atrás, desde el carro que desaparecía entre el polvo rojizo y la hojarasca,
diciéndole con los ojos tristísimos: «Adiós, adiós», para no verla más.
Todo fue inútil. Inútil la sorpresa de las tojosas desde el bejucal. Inútil el
repentino asalto del ocaso que las apresaba en la manigua y el presuroso discurrir
de cada maniobra, de cada ademán, para proseguir hundidos en el agua y el
polvo.
Atardecida romería. Cielo violáceo o azul mezclilla; almácigos, atejes y
quebrachos, bordeando la quebrada. Raíces de jagüeyes. El asalto a hurtadillas
de las huyuyas lagartijas, caguayos lentos, con pasos y olfato de cazador, entre la
yerba y el rocío vesperal.
Pasos de trampa ordenando la caza y disponiendo esta o aquella pieza. Una
pluma, una piedra pelona, un caracol de tierra, una fruta, una herradura mohosa.
Pero siempre hubo un momento, una sorpresa y alegría para cada uno de esos
pequeños tesoros enterrados, escondidos, perdidos.
Y todo está tan lejos, aun lo más próximo y conocido. Nada vendrá. Lo que
esperaban ya los ha rechazado. Y aunque él lo dijera, en alta voz, gritando, nadie
lo oiría.
Y más allá (esto no tendría que imaginarlo, estaba detenido para siempre
consigo, en su aliento y en la tristeza de su voz, de su mirada, de su andar entre
tanto silencio), y más allá de la cerca de púas, de las bayas enhiestas de la piña
de ratón, límite abrupto del terreno que asciende hasta la sitiería, hasta la
despensa tatarabuela, por cada nueva generación cobijada; hasta el matorral, la
voz de Hortensia que le decía:
—A mí no me duele recordarle por mis entrañas, no me duele que me
ensombrezca la frente y la mirada, no me duele, Alejandro, que me haya dejado
todas las tardes esperando en el portal, mientras enlazaba nuestras iniciales, ni
que no quisiera despedirse. A mí me duele pensar que cualquier día pueda volver
y me encuentre como ya no soy, esperándole.
Y él, Alejandro, no quiso responderle. Pensaba que podría quejarse a su vez.
Tendría que admitir, con la reserva que le concedía saber lo que ella ignoraba y tal
vez con la misma impaciencia que Hortensia ponía en las palabras, que todo era
inútil.
Y en ese momento pensó que ni ella ni él sabían nada, pues no esperaban
nada.
Ya andaba demasiado cansado para recuperarse, para dejar de sentir sobre la
nuca el peso de la coyunda que no le permitiría mirar hacia atrás. Aunque él
andaba de la mano de Aleida caminando en la tarde junto a Beluca. Frente a él
estaban las trenzas gilvosas y el eclipse que le manchaba a Beluca la mejilla,
extrañamente realzando su belleza. Y ellos, los tres, en el paseo de esas tardes a
caza de una flor o de un insecto que les ofreciera sus augurios.
Cocuyito, cocuyito,
por la gracia que Dios
te dio, dime...
Creyó que podría trazar otros dibujos. Un guante o un sombrero. Algo parecido
a su nombre. Algo que Salvador identificará con sus sentimientos. Mariposa se ha
acercado a ellos, la guitarra le tiembla en las manos. Alejandro le pide que se
siente. Ordena un trago. Mariposa se limpia los gruesos labios con el puño de la
camisa raída y sucia. Salvador le pide que cante. Mariposa echa la cabeza hacia
atrás, acomoda sus dedos entre las cuerdas y no canta, dice las palabras una a
una, solas, independientes, con una dicción que no empieza en sus labios, ni
termina en ellos, sino en su corazón, y para oírlo, para seguir el destino de esas
palabras, ellos tienen que olvidar que las conocen, que alguna vez las han oído o
dicho, porque Mariposa hace que sean distintas, verdaderamente nuevas y
verdaderas, como no son ellos, ni sus sentimientos. Y Mariposa abre los ojos y les
mira y ellos rehúsan su mirada.
En la noche, cuando la luna prometía serena velada en el cobertizo aledaño a la
casa, acompañados de guitarras y claves, mojados la garganta y el pecho de ron,
con tanta sed que escurrían la botella, los peones y boyeros improvisaban sus
cantares:
Dora de mi corazón,
precioso y lindo alelí,
no me hagas más sufrir,
mira que voy a morir,
no me niegues tu amor.
Y toda la noche espera ese cantar que sube y la aturde y cae. Y él era un niño,
pero entonces como ahora supo que hay un solo modo de cantar y que el canto
solo lo es cuando es tan espontáneo, íntimo y doloroso como una lágrima.
Entonces las voces en el comedor callaron a coro. La tía cesó en la lectura del
periódico, traído desde el pueblo con el correo de la tarde, y los vecinos, parientes
y extraños que estaban allí por los meses de zafra, que nunca eran los mismos, se
informaban de cuanto sucedía en el país, decían las buenas noches y otorgaban
la bendición a los más pequeños, algunos dormidos desde muy temprano en los
brazos de las mujeres que en la sala combatían a duras penas, habla que te
habla, el sueño; y entonces se marchaban.
El pasillo arenoso a un lado de la casa, las aves de corral y el portón sabían
cómo, a un tajo de voz de los guajiros en marcha, concluía la velada.
Pero todo esto no era más que un soplo. El mismo que sacudía las velas y los
mástiles, las aguas y el esplendor otoñal del arce, la encina y el nogal en los
parques a orillas del Hudson, el mismo que empujaba los pájaros al aliento cálido
del sur y los trópicos, el mismo que en Nueva York impulsó su destino, llenando su
soledad de ecos y visiones.
Un soplo y más nada y más nada, porque lo otro era la verdad que él ignoraba y
que naufragaba en alcohol y sueños y humo y se ahogaba en el sudor y en la
saliva y en el perfume y el delirio y la fantasía y el éxtasis de otros cuerpos con
decenas de nombres distintos y una sola imagen verdadera.
Hoy Salvador vino a buscarle más temprano de lo acostumbrado. Y Lila vino a
encontrarle en el patio, a rozarle con sus labios la mejilla y a ofrecerle el
desayuno.
Alejandro eligió una mandarina y una taza de café amargo y dijo que hoy
prefería quedarse en casa.
Porque hoy y para siempre Alejandro sabía que era como estar muerto. Que
estaba muerto.
JARDÍN

La revolución se salva. Le faltaba tesis y orden, y ya tiene una y otro. Se conoce, y


obra. Lo primero es conocerse; porque sin fin fijo y viable, y sin medios
correspondientes a él, sólo se echan y andan los ambiciosos, esos grandes
criminales, y los locos. Era ambiente la revolución y hoy es plan. Era un
sentimiento inútil y cómodo: como corona de adelfas era, y de laurel, que no hay
derecho a arrancarse de la frente para sazonar, con sus hojas ensangrentadas, la
olla de la comodidad: ¡infeliz, en la memoria de los hombres, quien echa el laurel
en la olla! El sentimiento ineficaz es hoy trabajo ordenado y asiduo, que han de
malmirar naturalmente todos los que quieren escapar a sus obligaciones. La
aspiración de ayer es ya sacrificio hoy, que ven con ira, fácil de entender, los que
no se quieren sacrificar. Por sobre eso hay que pasar, y se pasa. Del árabe se han
de tomar dos cosas por lo menos: su oración de todos los días, en que pida a
Allah que le haga ir por el camino recto, y el proverbio aquel que dice que no
llegará al final de su jornada el que vuelva la cabeza a los perros que le salgan al
camino. La ciencia, en las cosas de los pueblos, no es el ahitar el cañón de la
pluma de los digestos extraños, y remedios de otras sociedades y países, sino
estudiar, a pecho de hombre, los elementos, ásperos o lisos, del país, y acomodar
al fin humano del bienestar en el decoro de los elementos peculiares de la Patria,
por métodos que convengan a su Estado, y puedan fungir sin choque dentro de él.
Lo demás es yerba seca y pedantería. De esta ciencia, estricta e implacable —
menos socorrida por más difícil—, de esta ciencia, pobre y dolorosa, menos
brillante y asequible que la copiadiza e imitada, surge en Cuba, por la hostilidad
incurable y creciente de sus elementos, y la opresión del elemento propio y apto
por el elemento extraño e inepto, la revolución. Así lo saben todos, y lo confiesan.
En lo que cabe duda es en la posibilidad de la revolución. Eso es lo de hombres:
hacerla posible. Eso es el deber patrio de hoy, y el verdadero y único deber
científico en la sociedad cubana. Si se intenta honradamente, y no se puede, bien
está, aunque ruede por tierra el corazón desengañado; pero rodaría contento,
porque así tendría esa raíz más la revolución inevitable de mañana. Las
sociedades mueren o viven conforme a su composición y a sus antecedentes: si
se salen de ellas, si viven siglos enteros fuera de su armonía natural, y de la obra
ineludible, por penosa que sea, de su propio desarrollo, al cabo de siglos
reaparecen, cuando se pudre el cuerpo ajeno que viciaron, y recomienzan la labor
interrumpida. Ni hombres ni pueblos pueden rehuir la obra de desarrollarse por sí
—de costearse el paso por el mundo. En este mundo, todos, pueblos y hombres,
hemos de pagar el pasaje... No yerra quien intenta componer un pueblo en la hora
en que aún se le puede; sino el que no lo intenta. Si no se lograse la composición,
se lograría al menos el conocimiento de las causas por las que no podría lograrse,
y eso limpiaría el camino para lograrla mañana. Servimos y amamos, los
revolucionarios de ahora, y no queremos, a pujo caprichoso, afear con un triunfo
pasajero y violento esta efímera vida, que no tiene más dicha que el poco bien y
utilidad que caben dentro de ella. Y así estamos: sirviendo. La revolución es justa,
«pero necesita orden». No es posible, «porque nadie la ordena». Ese era el deber,
y ese cumplimos. A nuestro impulso, firme y respetuoso, se anima y alista el
entusiasmo, antes inútil. Si nuestra Patria lo ordenase, nos depondríamos. No lo
ordena. Por todos sus hijos habla: por su miseria; por sus vicios; por su
desconcierto; por sus esperanzas. La revolución nos salvará. La revolución puede
ser. La revolución crece.

Alejandro es así. E inmediatamente busca apoyo en la historia y añade: «como


dijo Martí», y eso lo hace con todo lo que dice. Para él ya todo ha sido escrito de
un modo insuperable, y es mucho más serio repetir con grandeza lo antes dicho
por otro que expresar pobremente las propias reflexiones, observaciones y
sorpresas. A él no le gustaba que le atribuyeran cosas que no eran suyas, pero
que lo eran de tanto conocerlas. Para él todo ha sido ya elaborado y comprobado
por la mente humana.
23

Ahora me corresponde terminar la noche de anoche es la madrugada ando solo


en un taxi sólo el chofer me habla preguntándome dónde vamos él quiere saber lo
que yo no sé no vamos venimos volvemos cuando amanece tengo sueño no sé no
tengo sueño estoy solo y quisiera decirte algo no vuelvas por favor no vuelvas
nunca más a recordarme que en algún sitio del mundo está diciendo a alguien
para sí mismo solo esta noche en la madrugada de los bares y el puerto está
diciéndole a alguien contándole preguntándose solo en el Village Portobello Road
Saint Michelle M y 17 yo no puedo llorar pero ¿qué es qué es lo que le mueve a
hablarle a decírselo? así amaba yo entonces díselo ¿pero qué es y en qué
consiste? ¿por qué este amor no es igual al que se tiene por uno mismo? recuerdo
haber buscado toda la noche sin hallarlo algo que hemos perdido ¿adónde
vamos? yo no sé por favor no me preguntes yo no sé nada ¿quién justificaría esta
incesante búsqueda? usted guía siga siga no deseche nada no ¿en dónde te
hallaré? es tarde y me pregunto el motivo que pudimos tener para aquellas
demostraciones de alegría voy de prisa no sé cómo pude referirme a tu silencio
está bien hablemos siga siga usted no se detenga por ahí mismo a la izquierda
perdona sí por la izquierda y luego no oigo por los ojos no veo por los oídos
compréndame compréndame todas las imágenes me acosan amontonadas y a la
carrera podencos no galgos no estoy seguro de que la primera intención
prevalezca siga puedo decirle las cosas de menor importancia ambos
coincidíamos en admitir su poder y su magia no era eso puedo caer nuevamente y
enredarme en la historia de esas cosas trampas no me hagas trampas yo no juego
no juego estoy enfermo atormentado no obstante sé apartar de mi memoria los
horrores que me sugieren los recuerdos ¿no has visto nunca una estrella una sola
aislada sola una estrella suspendida sí que te haga retroceder apartarte del
camino detener el paso una estrella? inesperado acontecimiento de esta noche
nos une más de prisa si alguien me preguntara qué querría más seguir o
detenerme respondería sin duda que más querría detenerme y si alguien me
preguntara dónde querría detenerme le respondería sin vacilación que en un lugar
desde donde podamos proseguir pero esta elección la haría con temor por miedo
déjeme decirlo todo esta contradicción está dentro de mí no es suya no siga siga
quisiera fijar otros detalles ponerme de acuerdo con quien dentro de mí y en
contra mía batalla no recuerdo con alegría la pasada alegría no la recuerdo con
tristeza está bien te espero si las cosas son como son como deben ser como han
sido para siempre y desde siempre entonces tú vendrás vendrás ahora esta noche
en que descubro que hay una estrella sola distinta única tuya nuestra no como tú
querrías tampoco sino como es para cumplirnos en ella ascendiendo de grado en
grado pero tan repentinamente como en un cerrar y abrir de ojos titilando mírame
y habla habla así como antes y dile que no cierre que es temprano díselo no creo
que sospeche quiénes somos no se lo digas nunca las cosas de algún modo están
escritas es decir dichas no estés triste te gusta este lugar sí te gusta a mí también
es nuestro claro que para guardar silencio y sin atribuirle misterio a las palabras
ven ven y no dudes no creas ven tiemblas sí yo también tengo frío no tienes que
llorar no llores no estoy muerto tú puedes ofrecerte como el pan como el vino y
otras viandas como se ofrece una manzana o un dulce a los dioses igual que en
África tú puedes llevar a los sepulcros como quien da a los pobres una limosna tu
corazón si pudiera convencerte de las cosas que quiero y cómo las quiero
entonces bastaría con que me mirases a los ojos óyeme amanece el miedo nos
impide cualquier otra emoción todos nuestros esfuerzos no podrán desviar las
primeras intenciones que nos echaron a la calle a esta esquina del mundo es fácil
engañarte ¿qué convicción te impulsa a decirme que sabes? nada sabes nada
admiras porque todo es grande y pequeño para ti yo mismo es la noche por
supuesto y no tú quien acentúa las formas que suprimes ahí están tan grandes
como la distancia que media entre los dos ahí están mirándonos oyéndonos como
en la casa de la playa hace cien años y el camino a Habersham ayer bajo los
puentes donde duermen los vagabundos y en esa sala del batey donde ahora se
reúnen los que perdieron la memoria todos han vuelto y tú desapareces lo has
visto todo y no tienes adónde ir canta y peina tus cabellos déjala hacer el canto
que afirma la existencia incomprensible sin amor y sin belleza con el certero
instinto del pájaro no vayas a decir que tengo miedo no lo digas esto es así
definitivamente podríamos empezar recomenzar podríamos volver ahora que la
calle duerme sola y ni siquiera hay para asustarnos el ruido de un motor los pasos
de otro que no sean los míos síguelos en esta calle que envejece sola fuera de
nuestro mundo a la que debo una fidelidad mayor que nuestras convicciones no
vuelvas a decirlo nunca nadie te cree yo mismo que he perdido la voz y las
palabras mirándote descubro nuestro engaño de la misma manera cualquier
hombre el más crédulo y violento negaría lo imposible no hay dioses en el aire se
han marchado presa de un pánico sobrenatural terror del mundo qué lejos están
ellos de nuestra pesadilla no falta entre nosotros la convicción y sin embargo no
tenemos la menor idea de hacia dónde podríamos dirigirnos piloto y nave
extraviados es la noche y nuestra lucha por conquistar este lugar este espacio del
mundo se ha trocado en recuerdos sin que podamos investigar las circunstancias
que motivaron nuestro encuentro la razón de olvidarlo ahora no me escuches es
tarde ya no era el que soy cuando amanezca se apagarán tus ojos y no has visto
nada detrás de los contornos de esta calle detrás de cada puerta de cada
habitación está el silencio y en el fondo de ese silencio no hallarás nada cuando
amanezca se apagarán tus ojos ¿qué puedes predecir que ya no sea que no fuera
antes que no será? no todo carece de significación aunque no sepas ahora
mañana habremos despertado ese fulgor que anima tus palabras callemos la mía
es otra historia es cierto te diré cuando seamos viejos reunidos en un portal
hablaba de nosotros sí es miedo pero no sé a qué a quién no es miedo esa noche
esta yo vine para decirte que cumplo mi promesa de encontrarte un día te buscaré
entonces yo quería decirte si fracaso si borro si acontece la imagen que te has
hecho hablaba de nosotros esa noche cuando nos despedimos quería que
supieras Lila la verdad ya no era un niño soñé soñé soñé y estábamos en casa
todos para no preguntarme quién era cantaban y yo cerré los ojos hasta dolerme
para no ver para no oír oh son tan pulcros tan sanos tan justos y cabales bañados
limpios bien-peinados tanto hasta aterrarme qué hacían junto a mí conmigo
amándome quise gritarles mi desamor y tuve miedo no a ellos sino a las cosas
que respetaban y protegían miedo al mundo que ellos representaban si viviéramos
en otro lugar en cualquier otro lugar una ciudad el bosque si viviéramos lejos de
sus miradas y sus oídos entonces ni tú ni yo tendríamos que mentir fingiendo ser
como ellos como la muerte y tú bajo las aguas descansarías no tienes que volver
esa noche salí a buscarte por aquella calle que baja al mar cantando me seguía
en silencio la vi volver calle arriba cuando ya había amanecido y no cantabas¿qué
nos hizo distintos? si viviéramos en otro sitio entonces te amaría sería tuyo sin
miedo estoy cansado es tarde Teddy quiere cerrar Jean quiere cerrar Francesco
quiere cerrar Emilio quiere cerrar Wolfgang quiere cerrar es tarde ¿y usted estuvo
alguna vez enamorado? me miraba con ojos generosos y luego respondió que sí
alguna vez muchas veces siempre ya no me tengas miedo mira yo digo esas
cosas para no aburrirme sea cuidadoso con las palabras
¿a qué hora cierran? pero no diga por favor no diga que está diciéndole a alguien
preguntándose solo ¿pero qué es el amor y en qué consiste? ¿adónde vamos?
¿quién justificaría esta incesante búsqueda? ¿en dónde puedo hallarte?
JARDÍN

Sabemos que el barco sigue adelante...


Nada lo detendrá. Nadie lo hará volver a anclar en el Caribe.
Las tierras han sido repartidas como quería Martí. Serán de quienes las trabajen
como querían los muertos que siguieron a Martí, serán para todos.
Porque este es el día de la libertad, el día de la enseñanza, el día de la salud, el
día de la cosecha...
Si tuviéramos que hacer de este día el día de la muerte, el día del entierro, el
día del Juicio Final, lo haríamos. Porque no hay un día para cada cosa. Todo pasa
al mismo tiempo. Un hombre nace y otro hombre muere, ahora, aquí y en el barco,
a la misma hora, en el mismo lugar y en el barco. Un tiempo es todo el tiempo.
Aquí, a esta hora... Ya no será tiempo de nacer, y tiempo de morir; tiempo de
plantar, y tiempo de arrancar lo plantado; tiempo de matar, y tiempo de curar;
tiempo de destruir, y tiempo de edificar ; tiempo de laborar, y tiempo de reír; tiempo
de endechar, y tiempo de bailar, por separado. Todos los tiempos son un mismo
tiempo. Se nace y se muere a un tiempo, se destruye y se edifica a un tiempo; se
llora y se ríe a un tiempo; todo junto y revuelto. Ahora, aquí y en el barco. Un
ajiaco, un congrí, un sopón. Todos juntos y revueltos. Aquí, ahora y en el barco.
Así es y así tiene que ser. Todo a un tiempo. Y cuando se acabe el tiempo,
buscaremos más tiempo y empezaremos de nuevo a revolverlo todo. Y cuando no
haya nada que revolver, revolveremos lo antes revuelto. Todos juntos y revueltos.
Luego, aquí y en el barco. Y todo pasa a la misma hora...
Un hombre siembra una caballería de arroz y otro hombre roba un saco de arroz
y otro hombre compra el saco robado y otro hombre distribuye el arroz a otros
hombres que lo pagan a un precio que no es de arroz, sino de oro. Y estas cosas
pasan al mismo tiempo y todos ellos, el sembrador y el ladrón, el distribuidor y el
consumidor, se relacionan entre sí por medio del arroz. Pero sólo el primero es
hombre de virtud.
Yo no sé Yo sé Yo no sé Yo sé
Yo sé que sé Yo sé que no sé
Yo no sé nada
Yo lo sé todo
Todo y nada Nada y todo
Sí No Sí sí sí
Y a mí no me importa que hayan sacado a cubierta al hombre que puso la
bomba en la bodega y al hombre que incendió la tienda, y en la madrugada,
cuando salía el sol, los hayan fusilado. No me importa. No. Me importa, sí, me
importa que encarcelen al hombre que estaba, distraído, cerca del camarote del
que puso la bomba. Distraído, mirando el color de la puerta, azul, mirando ese
color azul. Distraído, tan distraído que no supo decir lo que hacía en ese
momento. A lo mejor le dio vergüenza decir que miraba una puerta, un color. Que
miraba el azul de una puerta.
Hay que defender el barco, pero por defenderlo no vamos a matarnos unos a
otros. Yo encarcelaría a quien encarceló al distraído, inocente o bobo, o
comemierda, que estaba mirando una puerta azul. Yo encarcelaría también a
quien dictó sentencia contra el miedoso que no puede defender su derecho a mirar
un color. Yo reprendería al miedoso. Le enseñaría a defenderse de aquel que no
tiene ojos para los colores y no permitiría toda esa discusión inútil que se ha
formado en torno a un color y a una puerta, entre el carcelero y el encarcelado. Yo
los pondría a los dos a mirar para siempre un arco iris. Pero hacer estas cosas me
pondría en la misma posición de ambos. Ser mejor ser como un arco iris, tan bello
de colores que los dos no pudieran hacer más que ensimismarse en la
contemplación de la belleza. Si esto fuera posible, los dos se salvarían buscando
sus colores, buscando en ellos mismos el arco iris que todos llevan dentro.
En esta discusión pierden el tiempo.
Todos ahora se miran de la manera más extraña. Nadie dice nada. El barco
parece un gran fantasma, repleto de fantasmas...
No sé de qué sospechan, llamándose hermanitos, mientras piensan en lo que
piensa el otro...

Pero las islas que están en alta mar siguen hacia Sabanas.

Todos dicen que son buenos y limpios y puros y santos. Eso dice cada cual de sí
mismo, pero piensan del otro que es malo y sucio y pervertido y cómplice del
mismísimo demonio. Y no saben qué les hace distintos, porque en su mayoría son
iguales. Si de verdad fueran como dicen que son, sabrían quiénes son diferentes y
quiénes son iguales, y unos se pondrían a nuestra izquierda y otros a nuestra
derecha. Pero se ocupan más en los otros que en ellos mismos.
Y uno le dice al otro:
—Yo soy tu hermano. Ten cuidado con lo que dices porque esos están
esperando a que saques la lengua para cortártela.
Y el otro le responde:
—No te preocupes, yo sé lo que digo y no puedo decir nada que esos no
puedan oír, que ellos mismos no digan.
E inmediatamente va corriendo y le dice a otro:
—Ten cuidado con fulano que es un provocador. Quiere saber cómo uno piensa
y me dijo que están vigilándome...
—Me alegro de que estés claro, hermano, pero ese no sabe lo que hace.
Y el segundo encuentra a un cuarto en la calle.
—¿Sabes? El tercero me dijo que el primero es de esos...
Y los dos al mismo tiempo se golpean el pecho y dicen:
—¡Hay que salvar el barco! ¡Si lo dejamos en manos de esa gente se hunde!
Yo estoy en un rincón oyéndoles. Y Lila me pregunta si estoy triste. Yo le digo
que no lo estoy. Lila se alegra y me dice que no haga ningún caso a esa gente.
Ella es la única que puede saber quién es quién y no le interesa probarlos.
—Porque no pasará mucho tiempo sin que cada cual escoja su sitio. No todos
llegarán a Sabanas, y aquellos que lo sean de verdad entrarán a Sabanas y
Sabanas será de ellos. Los demás se arrojarán del barco como los puercos por el
despeñadero. Por eso, sin hacer alardes de alegría, alégrate, porque las islas que
estaban ancladas han echado a andar y recorren todos los mares y entran en
todos los puertos y salen de ellos y vuelven al mar. No te preocupe que hayan
encarcelado a un inocente, humillado al humilde, mentido al crédulo de corazón,
porque si el inocente y el humilde y el crédulo lo eran de verdad estarán en
Sabanas y ella abrirá sus puertas para ellos y entrarán y cenarán conmigo y yo
cuidaré de ellos. Pero aquel que ha cometido un crimen contra su hermano no
entrará en Sabanas. Sus puertas estarán cerradas para él. Mientras tanto, las islas
se han echado a la mar y navegan... no te preocupes, las aulas se construyen y
por todo el barco, con faroles y flores y cartillas y libretas y lápices y flores y
faroles, en los corredores, en cubierta, en los camarotes y bodegas, en la sala de
máquinas, en la cocina y los comedores, en la piscina y en el teatro, en el salón de
baile y en el bar, de popa a proa, junto al mástil y al radar y al rompeolas, a la grúa
eléctrica y en el puente de mando, los jóvenes y los viejos se reúnen para
aprender y enseñar, unos y otros... y aun esos que enseñan y aprenden no
pueden enseñar ni aprender más de lo que saben, y entre ellos están los que
pueden ayudar a la edificación de Sabanas y están los que no sirven para su
fundación, pero son hombres y Sabanas sin ellos nunca será posible. Sabanas es
de la tierra y ha de hacerse en la tierra.
Todo el mundo está leyendo, leyendo, releyendo y requeteleyendo libros y más
libros que según ellos profetizan el descubrimiento de Sabanas, e instituyen su
conquista, colonización y desarrollo.
Llueve mucho. El viento y las aguas amenazan constantemente la embarcación.
En el peligro, ante la amenaza, hemos decidido, para que no falte nada y para
proteger lo que tenemos, que las cosas sean nuestras. En una gran reunión se
aprobó que todo lo que había, las cosas que producen y sus productos, pasen a
ser propiedad de los tripulantes y pasajeros por igual. Esta disposición colectiva ha
definido a aquellos que andaban juntos y revueltos. Y unos se han situado a
nuestra izquierda y otros a nuestra derecha. Y unos están dispuestos a defender
el barco con sus propias vidas y las de su familia y otros en la noche saltan al mar,
o se escapan en lanchas de salvamento y muchos páraz y pérez y píriz y póroz y
púruz desaparecen. De las cabinas de lujo, de los camarotes de los oficiales, de
los de clase económica y clase turista y aun de los locales para la tripulación,
muchos han huido, desapareciendo en el mar, en los puertos, nadando hasta otras
embarcaciones o suicidándose.
Esta nueva situación ha complicado más la cosa y también la ha simplificado. La
ha complicado porque se ha recrudecido la sospecha entre unos y otros. No falta
quien crea que aquellos que en los últimos treinta años no han probado su
fidelidad a la vida que empieza no deben participar en su destino. La ha
simplificado porque los que defienden la nueva situación lo hacen con mayor
confianza, ya que defienden lo que es de ellos. La ha complicado porque muchos
que no creen en esta situación ni en ninguna otra que no sea la propia, se han
apresurado a prestar juramento de absoluta lealtad y, considerándose fieles y
dignos de toda confianza, han comenzado por tomar la brújula, separando de su
trabajo a los que mejor conocían su oficio. Y no ha faltado quien empujara al mar a
los que se oponían a dejar sus puestos. La ha simplificado porque súbitamente
todos los barcos que cruzaban junto al nuestro y nos suministraban mercaderías
se han retirado de nuestras líneas y los puertos se han cerrado para nosotros. Y
aunque pareza un disparate pensar que esto hace las cosas más simples, no lo
es; en la medida en que nos vayamos quedando más solos y con gente más firme,
podremos trazar más definitivamente la ruta de nuestro destino hacia Sabanas, y
no nos distraerá ese entrar y salir de un puerto a otro y esas rápidas transacciones
de un buque a otro.
Esta soledad en medio del mar podrá quizá devolvernos a nuestros más
remotos orígenes, y desde allí partiremos con más seguridad en nuestros
propósitos.
24

—¿Qué hay? —dijo.


—¿Cómo qué hay? —respondí, y ambos sonreímos—. Bueno, aquí estoy.
—Así parece.
—Y no he cambiado mucho. Creí que habías cambiado.
—¿Lo pasaste bien?
—Sí. Eres la misma... no sé, no sé por qué siempre se pregunta lo mismo.
Parece una broma inofensiva, pero no deja de ser una broma.
—Está bien.
—Quizá se haga necesario revisar nuestros hábitos.
—¿Cuáles?
—Todos, incluyendo el saludo.
—¿Acaso hay otros modos?
—Debe haberlos. De lo contrario, será mejor inventarlos. Eres la misma.
—¿Te extraña?
—Sí, anoche creí que eras una visión, algo que el tacto destruye.
—Pero soy la misma, y me alegro que no me destruyeras, aunque no quiero ser
una visión.
—No lo eres...
De repente comprendí. Era tan simple, tan natural, el alarido de la trompeta en
los labios del negro, como la explosión de un neumático en la calle, el estallido de
una vena que sangra silenciosamente. Quise decir algo más:
—Es increíble.
—¿No lo crees?
—Claro que sí, solo que es tan... increíblemente distinto. Algo que no hemos
soñado.
Era la primera vez en mi vida que le decía a una muchacha que la amaba, y la
primera vez que la muchacha que amaba me amaba sin decírmelo.
—¿Qué quieres que hagamos?
—Cualquier cosa, lo que se te ocurra, con tal de que esta noche no tenga que
abandonar el baile antes de las doce de la noche.
—No temas, el carro es de verdad y yo lo guío.
—¿No es una calabaza, y el motor no es cuatro caballos blancos que son cuatro
ratones?
—No, ni tú eres la Cenicienta...
—¿Quién soy?
—¿Esta noche?
—¿Y mañana...?
—Mañana serás otra, pero ahora eres una nube...
—Me gusta ese nombre.
—Entonces, cenaremos en el Alley Cat y después vamos al Ringo, ¿quieres?
El Alley Cat estaba congestionado, pero Rex nos sentó en una mesa apartada,
pequeña, íntima. Ella apenas probó la comida, que era excelente. Hablaba de su
vida, de su madre, de los años en que había estado sola, viviendo en las
vecindades más desoladoras de la ciudad. Se mudaban con frecuencia. Habían
recorrido todo el East Side, cargando con maletas, baúles, trastos y cacharros.
Cuando el camarero vino con la cuenta, le pidió que le regalara las dos garrafas
vacías del Mateus. El camarero regresó con otra. Cuando nos despedimos de
Rex, le prometió traerle una de las lámparas que ella confeccionaba con esas
garrafas Boxbeutel. Estuvimos en el Ringo y en el Blue Bird. La invité a un trago
en casa. Aceptó con júbilo. Casi de madrugada la traje a su pequeño apartamento
de Morningside Drive.
Ada vivía con su madre en ese barrio de la parte alta de la ciudad, que
cincuenta años atrás tuvo su esplendor. Por allí se fueron instalando los primeros
latinoamericanos que llegaron a Nueva York en los comienzos del presente siglo.
Entonces, las casas, con cierto aspecto residencial, eran amplias y hermosas. No
faltaban árboles en las aceras ni en la pequeña plaza de forma triangular. No creo
que me haya interesado mucho saber cómo fue ese mundo, ni la gente que lo
vivía. Sin embargo, esa pequeña esquina estrecha y curva, esa cuadra que aún
veo sin recordarla, se ha quedado en mis ojos y en mi respiración como algo que
no se borrará, y que súbitamente resbala frío al estómago: las últimas gotas de un
cucurucho lleno de hielo rallado con sabor a fresa y que saben a papel y goma,
mojados; eso sentía cada vez que bajaba del carro y subía las escaleras hasta su
puerta. Cada piso estuvo ocupado por dos apartamentos de grandes ventanas,
pisos entarimados y paredes paneladas de rica madera. En los patios de esos
edificios crecieron algunos plátanos, arces o encinas, y las calles fueron amables y
tranquilas, con un aire elegante de provincia.
Entramos a una de esas múltiples subdivisiones que pasaron a ser los lujosos
apartamentos. La habitación estaba fría y en la penumbra se pobló con una
inimaginada cantidad de objetos de tamaños y formas innumerables, organizados
con la prolijidad que sólo alcanza la pobreza. Olía a vainilla, a cebolla, crema
facial, desodorante, Nescafé, comidas refrigeradas y frutas.
Su madre trabajaba por las noches, limpiando oficinas en Battery Place (eso lo
supimos luego, cuando se hizo indispensable nuestra convivencia. Hasta
entonces, su vida y relaciones estuvieron veladas por un convencional misterio).
La primera vez que la acompañé a su casa, la noche de la coronación de su
belleza, me senté, demudado, en un studio couch cubierto por una frazada de
colores a listas. Supuse que allí dormía su madre.
No recuerdo si, acomodada a su habitual situación, me brindó una taza de
Nescafé y unos bizcochos; no recuerdo qué otras cosas colectó de su pequeña y
disimulada despensa para ofrecérmelas. Recuerdo su pálida ternura y su alegría,
casi infantil. La inocencia de su generosidad me irritó y decidí bruscamente
abandonar la habitación, rozándole los labios con mis dedos.
No sé si fue el couch, o un retrato de una mujer joven y bella con una niña rubia
y triste a su lado, lo que impidió que esa noche hiciéramos el amor. (Fue Lila la
que puso en mi cabeza esas raras ideas acerca de ciertas cosas. Los sofás y las
camas de los hoteles son agentes secretos de la soledad y frustran el amor.) Huí,
dejándola con la taza de Nescafé en la mano. Regresé al centro a encontrarme
con unos amigos.
Ada era una criatura reprimida y hambrienta de amor, necesitada de ilusión, de
engaño.
Me dije que no volvería a esa tristísima casa de Morningside Drive, pero con
una compulsión neurótica regresé al día siguiente y todos los días a compartir la
pobreza de una mujer envejecida que no dormía las horas regulares del sueño,
limpiando pisos; la confesión de unos amores manoseados por el sentimentalismo,
la mentira y la traición, que le dejaron una niña imaginativa, tímida y sola.
Callo la truculencia melodramática de las escenas que se producían a diario
entre madre e hija, entre ellas y yo.
Hablo por él y me avergüenzo de repetir cuidadosamente sus palabras. Está de
más aclarar que siento una muy estimable apreciación por otras menos comunes.
Yo no escribo como hablo. No pienso como escribo. Ni él tampoco.
Ada trabajaba en una tienda de confecciones femeninas. Todas las tardes a la
hora del cierre pasaba a recogerla. Nos íbamos al cine, o a un café, o a casa. Los
sábados por la noche, unas veces porque nevaba, otras porque lovía, hacía
demasiado calor o había bebido demasiado, me quedaba en su casa. Dormía en
aquel couch cubierto por una frazada de colores a listas. Su madre me servía el
desayuno y conversábamos infatigablemente.
La verdadera historia de nuestro encuentro no es la que Salvador cuenta. Él ha
creado varias versiones, algunas de plausible, casi admirable imaginación. No
siempre hace uso de la misma en idénticas situaciones, es decir, antes contaba la
historia de acuerdo con su estado físico o psíquico; ahora no. Cuando está
borracho su cuento es de una lucidez aplastante. Cuando está sobrio, su narración
es caótica, absurda, inverosímil. Lo cierto es que no la vi la noche de la
coronación. Ada no era la reina, No la vi esa noche ni las otras mil recreadas por
Salvador. Nuestro primer encuentro fue telefónico. Ella llamó a Salvador para
invitarlo a un party. Él no estaba en casa. Ella me dijo que no le conocía, pero que
un amigo le había pedido que le invitara. Quería agradecerme saber que él
recibiría el recado. Dejó el número de su teléfono y la dirección de la casa del
amigo que celebraba su cumpleaños. Olvidé averiguar si era el de ella o el de su
amigo. Su voz me pareció extraordinaria.
Salvador quiso que le acompañara. Preferí quedarme en casa escribiendo. Ada
volvió a llamar, esa vez para invitarme. Insistió. A ella le di una excusa más
convencional y verosímil. Le dije que en ese momento salía para el teatro con una
amiga. Creo que prometí ir más tarde, después del teatro.
Salvador regresó al amanecer. Yo me había quedado dormido con la cabeza
apoyada sobre la máquina de escribir. No me rindió el sueño, ni la incapacidad
para poner tres palabras seguidas, coherentemente. Me rindió la botella de whisky
que vacié en dos horas; la voz de esa muchacha que salía de mi propio corazón,
persiguiéndome; el deseo de conocerla y la rabia por haberme quedado en casa
cuando pude estar toda la noche a su lado.
Salvador había bebido mucho. Me despertó sacudiéndome la cabeza y
gritándome a los oídos que había conocido a la criatura más fabulosa de la tierra.
Hacía una escandalosa descripción de su belleza, de su gracia, de su delicadeza.
No lo sabré jamás, no sé por qué lo hice, pero desde ese momento decidí que
esa muchacha era mía. Salvador y ella siguieron viéndose, yo me negaba a
conocerla. Esperaba a que nuestro encuentro se hiciera inevitable, como el de
Salvador conmigo. Mi decisión era inquebrantable. Esa muchacha, fuera quien
fuera y como fuera: grifo o sirena, era mía.
Hablaba de ella sin haberla visto, pensaba constantemente en ella y Ada un día
era rubia y menuda y otro día era alta y morena y era una actriz y una cantante y
una oficinista y una aeromoza y modelo y empleada de una tienda de la Quinta
Avenida, y la encontraba en un bar, en el vestíbulo de un teatro, en la playa, en un
parque, y siempre en casa y conmigo. Hablábamos de ella y ellos de mí. Una
tarde Salvador me dijo que Ada estaba comprometida con un muchacho
norteamericano. Pronto iban a casarse. Antes de salir esa noche me dijo que la
había invitado al cine y, luego, ya en la puerta, me confesó que la amaba y que
esperaba poder declararle su amor esa noche. Ada no amaba a su novio. Si se
casaba con él era por su madre y porque lo conocía desde que eran niños y era
un muchacho amable, buen mozo y con una elevada posición social.
Inmediatamente le convencí de que vinieran a casa. Era el sitio ideal para su
confesión. Salvador aceptó.
Llegaron tarde. Yo había reunido a otras parejas para no hacer demasiado
evidentes mis intenciones. Mentiría si dijera que me impresionó su llegada. Estaba
allí y era lo que había imaginado; una visión. No recuerdo a nadie que se
pareciese tanto a un sueño. Ada se dirigió directamente a mí. No esperó a que
fuéramos presentados.
La música, los tragos, el humo, la timidez de nuestro amigo que no sabía como
declarársele, las miradas retadoras, celosas, crueles, que pasaban de los ojos de
Salvador a los de Ada, de los de ella a los de él y de los de él a los míos, nos
acercaba. Salvador bebía enloquecido, estaba borracho, pero cuidaba sus
maneras con su asquerosa pulcritud formal. Su aire de gran señor, su elegancia y
distanciamiento, me ofendían. Yo era el villano y Ada y él lo sabían, pero los dos
estaban conscientes de que aquello era inevitable. Bailábamos. En un momento,
Salvador quiso interrumpir nuestra intimidad y, situándose en el centro de la sala,
proclamó a Ada reina de belleza. Todos brindamos por ella. Salvador se acercó a
ella, tembloroso, y le rozó con sus labios las mejillas. Yo la besé en la boca.
Los amigos comenzaron a despedirse. El party se extinguía. Descubrí que
Salvador también había desaparecido. La acompañé a su casa. Esa noche la
llamé Isla, y ella a mí, Navegante. Pero aún no la había descubierto. Supo poco de
mi vida anterior a conocerla, porque Ada se negaba a hablar del pasado. Ella,
como Arsenio Rodríguez, decía que la vida era algo en constante fuga, llena de
mentiras e infelicidad. Sus veinte años habían sido veinte desengaños, y ya ni
siquiera aspiraba a ese matrimonio que le garantizaba la seguridad que nunca
tuvo. Íbamos y veníamos por todos los rincones de esa gigantesca ciudad,
hablando, cantando, jugando, besándonos interminablemente, y en todas nuestras
pláticas, canciones, juegos, besos y largas noches entregadas al amor, cuando
ella se llamaba Ave o Sirena o Estrella, siempre estaba presente el otro. Yo iba
llenando cientos de papeles con aquellos días en que estar a su lado,
conquistarla, vencerla, dominarla, era el único objeto de mi vida y él, con una
mano invisible, tenaz, implacable, los borraba. Fingíamos ignorar la situación y por
vergüenza, más que por cualquier otro de los sentimientos que nos relacionaba
con él, repetíamos su nombre constantemente. Dejé de ser yo para ser él y ella
misma ya no era la visión deslumbradora de una noche. Conocía su cuerpo, sin
reservas, bajo o sobre el mío, frente a mí, a mi lado y detrás mío. Sabía cada uno
de los matices de su voz, la morosidad que ponía en sus palabras cuando el
diálogo o el monólogo no respondían a mi voluntad, a mis ficciones; conocía sus
gestos, sus gustos, sus inclinaciones, manejados por mí, pero Ada, a medida que
transcurría el tiempo y su vida se corporizaba en mí, desaparecía. Desaparecía en
las páginas de ese raro libro que él urdía desde su soledad: una historia de amor y
odio, venganza y muerte.
25

¡Qué largos son esos corredores pintados de verde! Ahí falta un bombillo.
SILENCIO
On the air. (Un himno erótico surge espontáneamente de las bocas negras.
Canto que alaba a una deidad guerrera.) Se están iniciando en una secta
prohibida.
—Señorita, ¿para qué hora es este turno?
SILENCIO POR FAVOR
—¿Viaja usted solo?
«Creí que ibas a volver al bar. Te esperé impacientemente. Esperaba ensayar
contigo un diálogo:
»—Cuando seamos más viejos, más viejos, voy a hacerte una confesión...
»—No querrás dejarme con el alma helada. Perdona mi memoria. ¿Y si no
llegáramos a ser viejos?... por qué no lo dices ahora.
«A mí sólo me interesa su reacción. Mostraba interés.»

SILENCIO POR FAVOR


—¿Espera un turno?
CUBANA DE AVIACIÓN ANUNCIA SU VUELO CON DESTINO A LA HABANA.
—Déme su pasaporte. Gracias.
LAS SEÑORAS QUE ESTÁN ESPERANDO PARA SER CONSULTADAS QUE
BAJEN LA VOZ POR FAVOR
—El doctor me espera.
—Siéntese, regresa enseguida, bajó un momento a la morgue.
«Todos ustedes son iguales. Distintos a nosotros.»
CUERPO DE GUARDIA PLEASE FOLLOW THE GREEN LIGHT THANK YOU
ÚLTIMA LLAMADA AL SEÑOR GUERRERO
«Aleida, Aleida. Al = contracción de la preposición a y el artículo el; Ale =
cerveza rubia inglesa; Ida = acción de ir de un lugar a otro.»
(Bohemia —con referencia también a Moravia. Su actividad en el arte de la
música ha sido extraordinaria. El cristianismo se introdujo en este territorio en el
siglo IX. El himno que sigue se canta al inicio de la ceremonia...)
—¿Cuántos hijos tiene?
—Ninguno.
ADMISIÓN
(Félix Blumenfeld nació en el distrito de Kherson, Rusia, en 1863. Su música
para piano es muy popular. Escribió también música de cámara y canciones.)
—¿Le molesta la radio?
—No.
—Una se aburre esperando.
—Sí.
«¿Qué se hicieron aquellas noches de verano tan infinitamente hermosas?»
(Los instrumentos son de pobre sonoridad, tal vez sus dioses no sean
exigentes.)
—Gracias.
«Me gustan sus ojos, la cicatriz levísima en la mejilla. Ella, como yo, espera. No
tendré tiempo de volver a verla antes de que salga el avión.»
DONE SU SANGRE SALVE UNA VIDA SE PROHIBE FUMAR SILENCIO POR
FAVOR
«Visitas veraniegas a la casa de la playa. Huele a hospital. Ojalá que se
equivoque. Esas mujeres hablan sin cesar: —A ella sólo le ha faltado la regla una
luna.»
—Todos ustedes son iguales. Nosotros somos distintos.
«Huele a hospital. —Venga señora. —¿De dónde es usted? —Yo estoy primero,
detrás, usted, luego usted. —Llegué tardísimo, tengo el almuerzo en la boca del
estómago.»
—¿Es este su primer viaje?
—A Cuba, sí.
«Si no fueras tan joven. Antes de entrar en el hospital, mucho antes, perdona mi
memoria, había experimentado esta suerte de alucinación. Desde mi cama miraba
la pared y descubría una mínima mancha que se trasladaba de un lugar a otro,
como una hormiga. Seguía el rumbo incierto del himenóptero avanzando
ligeramente hacia el cielo raso. Mirándola sentía una dolorosa sensación de
soledad, de extravío, de desdicha. Deseaba ayudarle a recorrer su camino;
deseaba seguirle los pasos, sentía un hormigueo por todo el cuerpo. Sobresaltado
abandonaba la cama, derribando los muebles del cuarto que obstaculizaban mi
carrera, hasta alcanzar la interminable blancura de la pared. Alargaba mis brazos,
y olvidaba la hormiga. Corría de vuelta a la cama y me tendía boca abajo y
ocultaba los brazos bajo el cuerpo. Eres demasiado joven para comprender. Eso
nos hace infinitamente distintos.»
—¿Tardará mucho el doctor?
(Para mi cuenta ya estoy... me siento mal... todas las noches creo que la hora
ha llegado. Es el deseo que tiene una de salir... una sabe que es malo, una lo
sabe pero quiere salir pronto del parto. Yo duermo boca arriba. —Yo no puedo
dormir. —¿No duerme? —No duermo... tiro la almohada para acá, después para
allá, luego me siento en la cama, luego me levanto, usted no se puede imaginar
las cosas que se piensan cuando una no puede dormir.)
ÚLTIMA LLAMADA AL SEÑOR GUERRERO
—¿Qué dijo?
—Preguntó por usted y por la niña. Tuve que mentirle, le dije que la niña se
había salvado. Perdóneme. No tengo que decirle que se hizo todo lo que estaba a
nuestro alcance...
—Comprendo...
—Sígame.
—Gracias. ¿No te dijo otra cosa?
—No, sonrió.
«Si no fueras tan joven... te diría que me he cansado. No me preguntes de
qué... son muchas cosas... no es miedo... de tiempo en tiempo me asalta una gran
duda, pero sé que cambiar mi vida por la suya, por la de ellos, no me garantiza la
solución de mis conflictos... tal vez un día todos comprenderemos...»
26

No sé para qué ha regresado. Casi me apena verle y digo casi porque nada me
gusta tanto como verle, como oírle, aunque no entienda todo lo que quiere
decirme y aunque me gusta tanto repetir lo que me ha dicho. No sé por qué no se
decide a entrar; por qué se ha quedado de pie, recostado en la portezuela cerrada
al jardín, hablando. Tampoco sé de dónde ha vuelto. Dice que sólo ha sentido
nostalgia por este lugar, que para él no hay otro. El único lugar en todo el mundo
que ama, el único lugar que es verdadero y para siempre. Aquí nada ha cambiado,
nada cambiará porque todo es distinto. Habla del monte y del río y del mar, del
batey y sus calles y casas, de un modo tan extraño, que yo no lo reconozco.
Nunca habla de la gente, parece que no la ve. Parece que ellos tampoco le ven.
Yo los conozco a todos, sé lo que hacen, lo que piensan y sienten, los conozco a
todos menos a él. Dice que todo está desierto, que sólo él vive aquí, solo. No ha
dicho cuándo se va. Ha perdido el interés en arreglar sus cosas, las cree muy
confusas y complicadas, difíciles.
Y hemos hablado, sin precisar el objeto de nuestra charla. Me conmueve verlo
admirar un paisaje que antes creyó nítido, pero con los días, en todos estos años
de excesiva y minuciosa contemplación, se ha ido enturbiando ante sus ojos. Ya
no me mira mientras hablamos. Sigue el curso de las nubes y las nombra como si
jugara. Este es un nuevo juego que no quisiera compartir con él. Dice que ama las
nubes, y enseguida me hace preguntas vagas e inconexas sobre la naturaleza de
este sentimiento.
La forma de una nube siempre crea para él una imagen sensual, sujeta a algún
recuerdo del amor, a veces obsceno, a veces candoroso, y lo expresa con dichos
comunes para no explicar nada. Ya no me asombra, tampoco me conmueve.
Dudo que quiera irse, pero si lo hace es porque siente la libertad de hacerlo y
nada se irá con él. Se irá solo.
No puedo imaginarle acostado sobre una nube haciendo el amor. Sus manos
grandes, calientes, arrastrándola, poco a poco, hasta su boca, hasta su cuerpo.
Tampoco quisiera tener que oírle sus cuentos, que dice en voz baja, porque sé
que no lo hace para que yo los oiga, sino para acompañar la soledad de su
cuerpo. Por mi parte no se me ocurre, ni remotamente, abandonar su lugar, que es
mío. Más mío que de todos los demás, los que han venido a quitármelo durante
siglos y están todos muertos; y los que quedan van a morirse también. Yo solo
estaré aquí siempre y para siempre. Soy el único dueño, el verdadero. Todo me
pertenece y voy a defenderlo de sus manos y de su mirada. Que nos dejen solos,
que se vayan todos, o que se mueran. Nosotros dos, ella y yo, rodeándonos el
mar, arrullándonos, eternamente, eternamente haciéndonos desaparecer después
de la medianoche, eternamente recobrándonos antes de que salga el sol de cada
día. Todas las noches se borran nuestra historia, nuestros recuerdos. Todas las
mañanas hacemos otra historia sin recuerdos. Nunca crecimos, nunca salimos del
jardín que es el monte, los valles, las montañas, los ríos. Somos eternos y nada
puede compararse con nuestra belleza, con nuestra dulzura y generosidad. Un día
ella y yo vamos a arrojarlos a todos fuera de nuestras bocas, se despeñarán como
puercos, cayendo al mar. Un día haremos que llueva para que no quede una gota
de sangre en nuestra tierra y los ríos vuelvan a arrastrar en sus aguas piedrecitas
doradas, y el jardín vuelva a llenarse de árboles y pájaros y ellos, nosotros,
vuelvan al monte, como fue en el principio. Ella y yo vamos a conservarlo todo
para devolvérselo a ellos, a nosotros: guanahatabeyes, siboneyes y taínos.
Mirándolo bien, nunca antes las cosas fueron mejores. Siempre hubo la
amenaza de una plaga, de una inundación, de un terremoto, de un huracán y
hasta de un incendio. A mí, personalmente, me conmueven más las pequeñas
desdichas humanas que cualquier cataclismo. Siento mayores simpatías por el
vencido que por el fugitivo, aunque sentir así contraríe a Aleida. Aún queda sitio
aquí para alojar a cualquier otro espectador. Él habla, habla, habla inconsolable-
mente, hasta que sus palabras logran en mis oídos el poder de un narcotizante.
No importa que el gato maúlle y el perro ladre. Este incidente nos dará motivos
para una conversación más racional. No es que él haya cambiado mucho, ni yo
tampoco. Por eso se hace tan difícil hablar. Tal vez no tengamos nada nuevo que
decirnos. Esa será y es, creo, la mayor dificultad para seguir hablando. No se trata
de discutir más o menos un asunto, ni siquiera pensarlo. Se trata de recordar a
solas todas las cosas sensibles a la memoria, aunque se hallen separadas y
escondidas.
Él, si quiere, puede convertir las situaciones más crueles en chistosas, hacer
esfuerzos inusitados para ocultar sus sentimientos, sus intenciones. Teme que yo
descubra lo que busco y dice que esta mañana, paseando por la carretera a poca
distancia del pueblo, se detuvo delante de unos árboles amontonados y en tropel,
que en un momento perdió de vista. Yo no me hubiese construido jamás una casa
así como esta. Me parece demasiado típica, en el mal sentido de la palabra, casi
peyorativo, pero el lugar me gusta. Esta casa es el producto del misterioso secreto
de mamá. La herencia que, nadie sabe por qué, no recibió al morir su padre. Si se
sabe, no nos interesa, pero nos quedó esta casa. Esos árboles esbeltos y ágiles
como caballos blancos... ¿estará seguro de todo eso, seguro de que nada malo le
ocurre? Nada de esto puede verificarse de un modo vulgar. Yo mismo creo haber
visto estos árboles tirando del lugar. Este años hemos vuelto a la casa de la playa.
No niego que me guste estar aquí tanto como escribirle a Lila, si escribirle fuera
menos difícil. Lila no ha llegado todavía. Jugo de naranjas, frío y dulce. ¿Cómo se
llama ese actor que hizo Frankenstein? ¡Estupendo! Mire la casa, en ella hemos
vivido cómodamente más de diez años. Permítame rectificar; quise decir que
hemos vivido todos esos veranos, solos, en el patio. Lila se adornaba los cabellos
con flores y follajes. Tenía un gusto tan peculiar en referirlo todo a su persona que
le producía irritación el que un extraño, alguien que no conociera bien la región, no
identificara la melena de un caballo, el follaje de un árbol, con sus cabellos.
Después del baño, antes de la comida, de regreso a casa de un largo paseo al
pueblo para tomar café o comer anones, recogía cuanto yerbajo creciera a los
bordes del camino para ornamentar su cabeza.
—Vigila los anones —dice Lila—, pueden madurar de repente y no nos servirán
mañana para el desayuno. La muchacha dice que tenemos que comerlo todo, o no
comerlo si no queremos, pero que la comida se hizo para nosotros. Es una
manera vulgar de ser hospitalario, pero ellos son generosos y ella me gusta
porque es franca y abierta, pero con esa casi distinción y buen gusto campesinos.
Ella no es de la región, pero se comporta como si lo fuera.
Es inglés, maneja por la izquierda. Yes.
Me sorprende la vegetación y me preocupa.
—¿Hasta dónde llegaremos, digo, iremos, después del tramo de carretera
picada?
Sí. No importa que el gallo cante. Sí, canta.
—¿Despacio?
—Sí.
Los molinos alzando agua. Despacio.
No tiene nada que decirme. Una noche descubrí con horror que ellos eran la
misma persona, y nosotros el mismo.
—¿Y usted qué planes tiene?
—Por el momento ninguno —dije.
—Creí que trabajaba en su libro. Eso oí decir a alguien, no recuerdo dónde,
pero mostró un extraordinario interés en lo que tenía leído. Perdóneme, tal vez le
aburra hablar de sí mismo, de lo que hace. Le invito a cambiar de tema, solo que
le impongo otra molestia: conduzca usted el diálogo.
Me alegré, íntimamente, del cambio de conversación. Dije con júbilo:
—Propongo otra cosa, un paseo hasta el pueblo. ¿Qué le parece?
—Excelente idea. ¿Me acompañaría? —preguntó entusiasmado.
Asentí con la mirada. Parecía agradecer mi consentimiento:
—Por supuesto, no faltara más —una pausa...
—Tengo un tema para reanudar la conversación. Su tema, algo de lo que usted
ha hablado conmigo.
—¿La soledad? —pregunté, fingiendo desconcierto.
—Frío.
—¿La nostalgia?
—Helado.
—¿La muerte?
—¡Cuidado, puede usted congelarse!
—No tema, el clima no lo permitirá. ¿La virtud?
—¡Caliente!
—Ya sé, la inocencia. A menudo medito sobre la misma.
—Ha acertado usted. ¿Jugaba?
—Sí. Si yo lograra escribir este libro que se me atribuye, que ya está escrito
desde tiempos inmemoriales, y que usted conoce, partiría de ese principio. No se
trata de la inocencia del santo consciente, ni la del criminal consciente. Creo...
pienso en la inocencia como un estado inconsciente del alma, que no excluye al
santo ni al criminal. El santo inocente no hace el bien, el criminal inocente no hace
el mal. Son criaturas que viven una vida puramente accidental. Esto, la gratuidad
de sus actos, les hace condenables.
—Por lo visto, usted no cree en el candor humano.
—Tampoco en el candor animal, aunque crea que toda presunción de inocencia
es irracional.
—Entonces, ¿en qué consiste el deseo, la ambición, la necesidad que tiene el
hombre de hacer el bien?
—Permítame otra impertinencia. Por vanidad, simple y sencillamente por pura
vanidad.
—Es usted un hombre lleno de prejuicios.
—Soy un hombre lleno de dudas. Creo que no basta saber quién es uno, sino
cómo es uno. Yo no sé quién soy ni cómo soy. Es como no ser.
—Veo que usted no desea para sí mismo el engaño. Desecha la alegría. Sus
prejuicios, no lo dude, le defienden.
—¿De quién, de qué?
No éramos iguales pero... Huele a ganado, huele a pastos, huele a bosta. Yo
sabía que tú vendrías con una excusa.
—No se apresure, de usted mismo. Sus actos y sus sentimientos responden,
están sujetos, a la presencia de los hechos, presionados por ellos, exigiéndole las
hazañas del acróbata, la versatilidad del mimo, el ingenio del bufón y el heroísmo
del poeta. Usted, amigo mío, si ha de participar en el libre juego de las
circunstancias, quiere hacerlo conscientemente, de modo que pueda recuperar su
añorada inocencia. Los hechos, créame, nunca son tan diabólicamente inflexibles;
la inteligencia y la voluntad pueden y deben cambiar o en último caso modificar
sus designios. Consideremos la inocencia suya como un atributo de su cuerpo al
que no corresponde su intelecto. Si atendemos a la salud de su cuerpo, que usted
considera inocente, en perpetuo azoro, gozoso de ser libre, consintiendo con cada
una de sus exigencias vitales: el canto, la fiesta, el amor; yendo hacia las cosas
que procuran plena satisfacción; rechazando toda meditación que exhorte a
pensar profusamente en los demás, al sacrificio que puedan demandarnos sus
vidas, comprobaremos que usted, conscientemente, falta a ese principio que tanto
le preocupa, puesto que ellos, al igual, están presionados por idénticas
circunstancias y han perdido la inocencia. Devolvérsela, partiendo de su concepto
de lo que es o no inocente, sería condenarles a un desamparo y a una violencia
mayores.
—No es eso —me apresuré a decir, sintiendo que perdía terreno.
—Tampoco es lo otro. Me siento tentado a decirle que no es nada, pero esto
concluiría la conversación o el tema, y no es ese mi propósito. Por el contrario, me
placería mucho oírle enunciar con palabras sus sentimientos. Creí entender que
usted, para defenderse de los prejuicios, generalizaba sobre un hecho concreto:
su encuentro con Salvador y la inutilidad del mismo.
—No es eso...
—Sí que lo es, Alejandro, convénzase de que lo es, y prosigamos.
—Pero...
—Hable.
—No puedo.
—Consiento en ayudarle, soy su amigo. Ese desencuentro ha marchitado en
usted sus posibilidades mejores. Salvador ha escrito un libro al cual usted ha
contribuido, y este hecho le ha independizado a él, obligándole a usted a dividir su
vida en temporadas que transcurren, alternativamente, entre el Olimpo y el
Infierno. Si he de atenerme al relato escrito, Salvador, al instalarse en su verdad,
acepta como irreversible el destino que les enfrenta, y se entrega a su
cumplimiento como una condición de su ser. Él es así y de esa conciencia de sí
mismo parte, excluyendo a Lila de toda intervención en el asunto. Usted, por el
contrario, rechaza de antemano ese destino, puesto que sus inclinaciones y
exigencias son distintas, pero se resiente de la inocencia irracional de Salvador.
Saberse humano le impidió comprender la índole animal, primaria, del otro.
—Oyéndole, no sabía de quién usted hablaba, si de Salvador o de mí. ¿Y si yo
le dijera que todo lo que usted ha dicho acerca de mí es exactamente lo contrario?
Sólo que yo no quiero considerarme inocente...
—Será mejor, entonces, que espere por la publicación de su libro.
—Si logro escribirlo.
—¿Será un libro inocente...?
—No.
—¿Por qué?
—Porque me falta ese entusiasmo irracional que posee Salvador. Sé regular
mis emociones. Ese encuentro es válido en la medida que fabula un hecho, por
demás importante, pero que se empobrece al ser tratado por aquellos que no son
de la misma estirpe. No sé si me explico bien, es nuestro mal aprendizaje de los
principios en que nos instruyera Lila.
—¿Cree usted que Salvador falsificó los hechos?
—No. Simplemente los deformó.
—Creo comprenderle, aunque me parezca su irritación un poco exagerada.
Salvador no puede desear ofenderle.
—Entonces, ¿qué se proponía?
—No sé.
—Tal vez todo carezca de importancia y es mejor que así sea. El tiempo puede
o no darme la razón.
Yo no quería que viniera... y lo quería, por eso no insistí. Era devolvernos a
demasiadas cosas y lugares. Y esta reunión se ha hecho para reencontrarnos.
¿Es contradictorio preguntarle si acaso se efectuó o no el encuentro?
—¿Pero cómo llegaría a creerle que deseaba esa reunión?
—El supuesto de toda mi actitud que resume mis deseos.
—Otra impertinencia: el problema de comunicación entre el sujeto y el objeto; en
este caso, ambos.
—No podría jamás comprobarlo. Las razones en las que se funda mi instinto
son múltiples e independientes.
—¿Pero usted quería verlo, hablarle?
—Sí.
—¿Voy bien?
—Siga derecho, hacia usted, hacia usted. Está bien. No, no, un poco más, un
poco más hacia la izquierda, ¡ayayay!
—Mejor bajamos. Estoy acabando con el carro.
—Siga.
—¿Así?
—Un poco más hacia la izquierda.
—Es una prueba para un chofer.
—Yo no puedo ayudarle, no sé ni siquiera tomar el volante. Yo no sé nada.
—Esas casas, ¿son todas nuevas?
—Todas son nuevas.
—Hace calor.
—Sí, canta. El aire sigue recto del mar al monte, del monte al llano, del llano al
mar. Prefería venir a casa cuando yo no estaba.
—Esto será un canal, ¿no?
—Sí.
No quería verme. No quería verlo. No queríamos vernos. Hablar entre nosotros
se hacía cada vez más penoso y difícil. Me dijo que era la verdad.
—¿Podremos seguir?
—Si no le ocurre nada al carro, sí.
Tú eras el jinete. Te habías criado en Sabanas, rodeado de caballos (formas y
colores de caballos). Recógete el pelo, Lila. Sólo puedo concebirte como
esencialmente simbólica.
—No es eso, no...
—¡Mire esos caballos!
Yo no sé decirlo, han pasado muchos años. El viento casi me ensordece, pero
alivia el calor. Techos rojos de dos aguas.
—Parece que estuvieran esperando por la nieve... Es nuestro modo de
nostalgia, ¿de qué?... De nosotros mismos.
—... un holandés que vivió por los años treinta. El hombre vino al país para vivir
su casa igual a la otra donde nació...
El hombre está muerto. Es una pesadilla. Llegaremos cuando haya anochecido.
No tolero esa casa vacía y oscura. Es de sal como Lila, de sal y nieve.
—El camino mejora al pasar la curva.
—El hombre, como le decía, vino a Cuba hace muchos años, creo que por los
veinte. Su casa desapareció. La pequeña aldea reconstruye su memoria.
—Sí, eso parece. Debe vivirse bien sobre la colina.
—Allí el aire es limpio.
Pero yo odio la naturaleza, la extensión vasta del aire.
—Esa revista, por f avor, ciérrela. El viento terminará por destruirla.
PROHIBIDO ENTRAR EN LA NAVE
EL RESPONSABLE
—No volveremos al motel. Ahora es demasiado temprano para comer otro
bistec y hace demasiado calor para tomar coñac.
Los presos están trabajando. No quedará oculta para Lila la existencia de esos
hombres trabajando bajo el sol, aunque no se les vea desde el camino.
—Es un lindo lugar, Alejandro.
Un dedo que se alza al cielo (imagen del árbol fosilizado). Te dejas ganar por
las palabras, pero es imposible que puedan servirte para algo, ni siquiera para
escribir. Eres tú quien depende de ellas, yo no, yo no. La verdad es que no puedo
contestar ninguna de tus preguntas. Huele a yerba.
—Anoche llovió. Tenía sueño. ¿La pasaron bien?
—Hablamos hasta muy tarde. El ron era excelente. Lila estuvo explicándome
muchas cosas.
—Deme un cigarrillo, por favor. Déme un fósforo.
Estás temblando. Nunca llegaremos a Baracoa (imágenes de indios y
conquistadores).
—Cuando yo era niño me obligaron a montar un caballo. Desde entonces
aborrezco la sola idea de hacerlo. Hay cosas que aborrezco de veras, que me
producen asco. No puedo hablar de ellas.
—Tú me esperabas por otras razones.
—Sí, quiero oírte.
—Me siento viejo.
—No seas tonto, quiero oírte.
Un día querrás emborracharte conmigo, como a mí me gusta.
Te escribiré una carta. Tendré que escribirle a Lila para saber tu dirección. Pero
un día te escribiré una carta. Yo te vi doblar la esquina. Te saludé con la mano y
no quería que me vieras. Te vi luego parado frente al café, al borde de la acera,
mirando, mirando, mirando hacia todas partes, hacia mí, pero no quería verte, es
la verdad. No quería verte.
Esperé a que llegaras, hay cosas que tengo que decirte, si yo no volviera a
verte...
—¿Viajaremos toda la noche?
—Sí.
—Es preferible no tomar nada aunque el vino sea bueno. Pero si no toma no
querrá hablar. Un día nos emborracharemos. Volveremos a vernos siempre...
—¿Cómo le conoció?
—¿A quién?
...Yo te amaba.
—A Salvador.
—En la escuela, siempre dije que nos habíamos conocido en la escuela.
Siempre repito las mismas cosas. Tuve que venir a la Dirección, primero, a una
reunión numerosa; después a una menor. Allí nos vimos. Nunca conocí a nadie
que se condujera tan tímidamente. No recuerdo a nadie tan solitario. Siempre
estuvimos juntos.
—Él nos espera, ¿verdad?
—Sí, creo que sí.
—¿Está avisado de nuestra visita?
—Eso creo.
...Yo te amaba, se lo dije a Lila. Le dije a Lila que te amaba. Pero no es eso, no.
No es verdad, te prometo que desayunaremos juntos.
Cuide bien los anones, se están estropeando. Nos servirán mañana para el
desayuno.
—No se preocupe.
Tú no has matado a un hombre, pero tú has vivido temiendo este momento. No
es ahora, todavía no vamos a separarnos.
—Ojalá nos esté esperando...
—Déme otro cigarrillo, por favor.
Nunca llegaremos a Trinidad (imágenes de lomas, casas coloniales y calles
empedradas). No soy yo quien he cambiado.
—Gracias.
—Lila me dijo que ella lo sabía.
—Sabía ¿qué?
Sabía que volveríamos a hablar alguna vez de nosotros. Yo te vi por primera
vez parado en la acera.
—Fui yo quien primero te vio, Salvador, fui yo. Bajé para dejarla sola, no se
sentía bien. Además me dijo que tú ibas a venir. Me molestó su crueldad en el
teléfono. Me irritaba su voz diciéndote que fueras a dormir al hotel. Cuando tú
llamaste la segunda vez contesté para decirte que vinieras. Desde la cama, ella
me preguntó quién era y yo le dije que eras tú, Salvador.
—Está bien, tú crees que yo la amo. ¿Crees que ella me ama?
—No —contesté con miedo—. Por eso yo me fui, por eso te esperé en la acera.
Esa noche se confundió todo. Si tú no hubieras venido, la noche que era nuestra,
para ella y para mí, habría cambiado nuestras vidas, la tuya y la mía.
—No quise después de esa noche volver a verla. No sé, tal vez fue ella quien no
quiso volver a verme.
—Creo que no hemos hablado nunca de esa noche. Me gustaría oírte contar lo
que pasó, eso que ella te dijo.
Sí, yo le dije que me parecías un tipo formidable y ella me contestó, sonriendo,
que lo sabía. Me dijo: «Salvador, sabía que Alejandro iba a gustarte.» Yo le dije
que te amaba. Bueno, no se lo dije entonces, sino hasta que ella lo supo todo
cuando regresamos de la playa en carro y tú frenaste, señalando a un árbol sin
cabeza, calcinado, con una sola rama vertical que apuntaba al cielo. Estaba
pálida, mirando a su memoria como futuro. «Partamos —dijo— la noche se
avecina y la ciudad está muy lejos.»
Volvíamos de esa suerte de Purgatorio de San Patricio, que comenzó a ser para
nosotros la casa de la playa. Los que regresan de él, no vuelven a sonreír jamás.
Creo que eso fue lo que dijo, mientras miraba al árbol. Creo que lo dijo por mí,
porque bailando esa noche en casa de los Torralba, se reía, sin propósito
aparente, de cuanto se dijo allí y con tal malignidad que llegó a ofenderme.
—Debo prevenirle. A Salvador le entusiasman los chistes crueles. Exagero.
Todo eso lo ejecuta dentro de su memoria. Apenas habla. A su lado siento la
necesidad de un diccionario y agradezco la generosidad de los libros voluminosos.
—Lamento mucho que nuestra estancia sea de tan breve duración. Tengo una
gran curiosidad por conocerlo mejor. Es un autor a quien realmente admiro.
Alguien que alcanza con sus libros mucho más de lo que aparentemente se
propone. Admiro la habilidad con que maneja sus materiales: Es un escritor culto,
cuidadoso de ocultar su erudición.
Nunca llegaremos a La Habana (imágenes de rascacielos, grandes avenidas,
calles tumultuosas, anuncios lumínicos, el Malecón y el mar...)
—Es un escritor capaz de usarlo todo sin piedad. Los materiales más innobles,
los más rebeldes, los somete a su sensibilidad y ya no son lo mismo. Nosotros
tampoco. ¿Por qué me altero de este modo? He soportado todas sus
impertinencias sin que mi afecto hacia él disminuyera. He aprendido a disimular su
crueldad, por respeto a su talento. Siempre creí ser el primero en reconocerlo. Es
un hombre de voluntad incorruptible.
—Creo comprender. Es curioso que un libro de estructura tan compleja plantee
situaciones tan simples. Todo parece estar sacado de sí mismo. El encuentro con
su persona y el recuerdo de la misma y de lo que hizo y en qué tiempo y en qué
lugar lo hizo, y en qué disposición y circunstancia se hallaba cuando lo hizo. Allí
también me encuentro yo a mí mismo. Pienso que es un libro al cual hemos
contribuido todos y cada uno de nosotros... es una memoria incorruptible, como
usted acaba de decir. Sin embargo, confieso que una nueva lectura, después de
este viaje, después de conocerle, posiblemente, varíe, al menos para mí, ciertas
ideas que se habían fijado en mí previamente respecto al país.
—Sería un grave error; Salvador no pudo proponerse un libro histórico, mucho
menos geográfico. Además, sus conceptos sobre la sociedad y la moral son
ciertamente deplorables. No se le hubiese ocurrido jamás un trabajo sociológico.
Pienso que no fue el azar lo que nos reunía, no pudo serlo, no nos buscábamos.
Nuestros encuentros estaban tramados de antemano por otra voluntad ajena a la
nuestra, y más poderosa. Caímos juntos de otro sueño y en la caída se fundían
nuestros cuerpos. Creo que estábamos de acuerdo en que su libro era el libro de
una sensibilidad.
—Ahora no estoy muy seguro.
—No debe precipitarse, aún no le conoce. ¿Conoce usted el país?
—No. Conozco el libro y a usted.
Tratar de separarnos, Salvador, era una mutilación.
—¿Viajaremos toda la noche?
—Como usted quiera. Podremos descansar en el avión, ¿o habíamos decidido
tomar el Ferry? La isla es el único lugar en todo el país donde encontraremos una
tranquilidad absoluta y verdadera. Yo prefiero Santa Fe a Nueva Gerona.
Hoy proseguimos el viaje. Esperar por ti significaba abandonar el propósito
verdadero de nuestro viaje. Concluir la aventura, el sueño, la ilusión, la mentira.
—¿Y Lila, llegará a tiempo?
—Esto dijo, se nos adelantó cinco horas. No sé cómo podrá manejar sin haber
dormido en toda la noche. Ella se mueve a una velocidad increíble.
—Anoche estuvo estupenda. Esa historia de toda la familia desde los tiempos
del Remonísimo arcabucero hasta nuestro días, y el modo especial con que la
narra, es admirable.
—Nadie como ella para el detalle.
—Sí. ¿La cree inocente?
—No sea indiscreto, por favor.
—Usted la ama.
—Nunca nos hemos separado.
—Lo envidio.
—Gracias.
—Me gusta ese árbol. ¿Cómo dijo que se llamaba?
—Es una ceiba.
—Ah, recuerdo...
—Esa es esplendorosa.
—Siempre están solas... las palmas se reúnen. Son más sociables.
—¿Irónico?
—No. Estoy lleno de respeto y admiración por todo. Amo este lugar. Alguna vez
llegaremos, ¿verdad?
—No se impaciente. Si quiere descansamos.
Sería admitir que has cambiado, que no somos el mismo. Aquella noche, en la
casa de la playa, Lila me sacudía por los hombros, me sacaba del sueño donde
caíamos los dos fundidos, me gritaba a la cara que tú estabas muerto, que
estabas muerto.
—Lila es un libro ejemplar, ¿no le parece?
JARDÍN

Nada tan divertido como oír a toda la gente hablar esa nueva, rara lengua, llena de
abreviaturas y palabras que han perdido su verdadera imagen y que, repitiéndolas
y malgastándolas como hacen, no dejarán de ellas ni una sílaba sana. Pero la
gente también está aprendiendo cosas más sabias. No puedo detenerme en eso
de las nuevas palabras, aunque tanto me seduzcan. Nada es superior a las
palabras, ni más hermoso, ni más fuerte, ni más vital, ni más eterno. En el
Principio fue la palabra dicha y en el Fin la palabra escrita, y todo el mundo ha
aprendido a escribir y a leer. Así que nos pasaremos la vida en Sabanas
escribiendo y leyendo, leyendo y escribiendo los libros que cuenten nuestra propia
historia y nuestra propia vida desde el Principio al Fin llenos de palabras.
Hoy me fajé en la escuela. Alguien dijo que Martí no era un verdadero
revolucionario. Martí, dijo, no se planteó la transformación verdadera de la
sociedad, y ya en esa época existían ideas verdaderamente revolucionarias de
verdad. Nos entramos a golpes. Llegué a casa hecho polvo. Aleida tuvo que
remendarme la cara. Decir que Martí era un idealista... y ¿quién no lo es? Bueno,
si nadie lo es o no lo quiere ser, que no lo sea, que sea lo que le dé la gana o no
sea nada. Pero Martí, idealista y todo, porque él quería serlo o porque era así...
Lila, ¿qué es el ideal? EL HÉROE. Eso es Martí... ahora... es ahora que están
atacando el barco por un lado miles de piratas vestidos de un sucio verde y
amarillo, con cascos y botas y armas, miles de armas, y hay miles de barcos
acechando el nuestro. Ahora... que van a caer, ahora que los vamos a exterminar,
que los vamos a hundir para siempre en el fondo del mar... ahora... sin miedo, sin
vergüenza, la verdad, toda la verdad ¿puede un hombre vivir en el miedo, en la
sospecha, en la vergüenza? Aún hay que matar... ¡Cuidado! ¿Puedes matar a un
niño...? No. Puedo matar a esos que vienen a matar. Matarlos, sí ¿por qué no? No
les pedimos que vinieran, no queremos que vuelvan, pero si vuelven vamos a
matarlos a todos estos y a los que vengan después y también a los que están aquí
dentro impidiendo, unos con sus bombitas y otros con sus libritos, y otros con sus
sospechas y otros con sus miedos y otros con sus purezas y sus limpiezas y su
claridad, impidiendo que lleguemos pronto a Sabanas. Esos que han venido van a
quedar... quedaraquedarque-
dandohundidosasímismohundidosparasiempreynosotrosvamosa
terminardeunavezconesoslibritosyesosmiedecitosyesassospechitasy-
todoesoqueimpidequeSabanasseacerqueyMartíesunidea-
listasíyquiennoquieraqueselasaguanteperoeselmás
grandehombredenuestrahistoriayelmásgrandeyotravezgrand-
eysinoquierenquesebusquenotroslibritosyotrosmiedecitosyotraspure-
citasqueseantodololimpioypuroquequieranperonosotrostenemosa-
Martímartímartímartímartí.Suenan las metralletas y los cañones suenan de ese
lado sur del barco suenan martí-martímartímartímartímartí. Y están rodando por el
suelo, rodando por el agua, rodando por el fango, rodando por toda la ciénaga,
rodando rodando rodando, pidiendo agua y comida los muy puercos agua y
comida y lamentándose los muy cobardes de que alguien los embarcó, bueno, no
nos importa que los hayan embarcado pero no en nuestro barco, solo, solo sin
entrar a ningún puerto, sin que otros barcos se detengan junto al nuestro para
ofrecernos ayuda y los que lo
ensabenbienporquelohacenperonosotrostambiénsabemosloquehacemos-
ysicreenquevanacomprarnosconsusayuditasysusideítasbue-
noesoesasuntomíoydeLiladeellaymíoyquenadiehaganingúncaso-
niseasustenisospechenise-pongaatemblarniadecirqueellayyonoestamos-
clarosporqueesunasuntonuestrodeellaymíoyellamedictayyoescriboycomoyono-
séysétodaslaspalabrasysinolaspongoesporquenomedalaganayana-
diecomprometemosconesto. Y las metralletas y los cañones están sonando de lo
lindo y los aviones mejor que en una película y mejor que en los muñequitos y
mejor que en todos los cuentos que nosotros inventamos y que soñamos porque
nos gusta inventar y soñar y porque nos gusta Martímartímartímartímartímartí...
Tienes que conocerlo a un niño a un hombre, hay que conocerlo, hablarle, atender
a lo que dice, oírlo, sí, oírlo siempre sin esas boberías de quién es y qué hace. Un
hombre es un hombre que es un niño que es un hombre niño que le gusta comer y
dormir y trabajar y bailar y cantar y tener una mujer y acostarse con ella y tener
sus hijos y sus libros y su música a otra parte, y un hombre es como quiere ser
como es porque es así y no puede ser de otra forma y quiere a quien quiere a su
mujer o a su amigo, a su padre o a su hijo porque es así y ni ellos mismos pueden
ser de otro modo. Si tú no los oyes, no lo quieres, no eres el mismo, no eres nadie,
nadie y nada y lo pierdes pierdes a ese hombre, a ese niño y en cada hombre que
pierdes pierdes el mundo, pierdes la vida y la inteligencia y la alegría. Pero ahora
yo tengo que hacer sonar la metralleta y los cañones y hacer sonar los aviones por
el aire y las balas por la tierra y en el agua y el fango y la arena y el polvo y todo
todo no quiero que me maten y yo tengo un fusil para matar y he aprendido a
defenderme de cualquiera que quiera matarme y matar mi vida que es mía y de
Lila... Mañana amanecerá y el mundo no se ha acabado con sus cohetes y sus
missilesites y sus radios y periódicos y televisión y cine y nosotros vamos al
colegio hoy que dicen que el mundo se va a acabar y no se acaba nada porque
ellos quieran o no quieran. El mundo es redondo y da vueltas y más vueltas como
un trompo loco y en cada vuelta arroja de sus bordes y de su centro a los que no
sirven. Y nosotros vamos a Sabanas, pésele a quien le pese y gústele a quien le
gusta nosotros vamos a Sabanas, cantando porque queremos cantar y bailando
porque queremos bailar y diciendo lo que creemos. Y creemos que como el
mundo no se acabó nada con tanto papelito escrito y tantas llamadas telefónicas y
tantos barcos que hay que inspeccionar, y que los inspeccionen si quieren pero no
el nuestro que es nuestro y en él vamos a Sabanas por todos los mares,
diciéndole a todo el mundo que se preparen para irse con nosotros a Sabanas
cantando y que nos digan que somos locos o muchachitos que jugamos a los
vaqueros, pero no somos cuatreros, y somos indios y no nos vamos a dejar quitar
nada, ni la tierra, ni los perros mudos, ni las canoas, ni el casabe. Que se vayan
enterando los que están dentro y los que están fuera y que se enteren de una vez
y para siempre si no lo sabían: que nosotros nos vamos para Sabanas arrollando,
arrollando por toda la trocha de Dos Ríos al Cacahual, y nos vamos cantando con
nuestros cantos y defendiendo con las armas las cosas que queremos defender y
que nos hagan piedra o polvo o arena o lo que quieran pero nosotros nos vamos a
Sabanas cantando. ¡Óiganlo bien, los que están dentro y los que están fuera! Y
que también sabemos defender otras cosas... y ya yo sé usar esta arma que tengo
contra los que no quieran o no les guste que yo defienda un libro, un librito, solito,
porque creo que es un gran libro y acompaña al mundo, y un poema y una canción
también que es la vida. Y los que cercan un terreno y meten a los hombres a
trabajar en ese terreno de sol a sol porque ellos creen que pueden hacer eso sin
que pase nada, también están equivocados porque nosotros nos vamos para
Sabanas y en Sabanas no habrá ningún campo con alambres de púas ni hombres
trabajando de sol a sol, ni nada de eso. Y el que se fue porque no quería que lo
llevaran a ese campo está equivocado como los que hicieron el campo con sus
alambres de púas y todo. Y todos los que se equivoquen ya saben lo que les
espera porque esta es una Isla y un barco y un pájaro y un niño y un lápiz y un
poema y es también una rosa, óiganlo bien, una rosa, para que no se equivoquen,
es una perla y un cisne así cisne y todo, y es un totí, muy totí y muy lindo y muy
gracioso y es una jutía, nada de ardilla ni eso, una jutía, y óiganlo bien que esta es
una ISLA y es otra ISLA y muchas ISLAS, ISLAS ISLAS ISLAS y todas Lila, todas
esas islas son como una mañana y una noche y en ellas se canta y se llora y se
alegra uno y sufre uno, tú y yo y todos, y se nos arruga el corazón como una pasa,
pero no la vergüenza, y un hombre con vergüenza es como un lirio, para que se
enteren todos, nada menos que un lirio, blanco y delicado y todo, y es como un
fusil y como una piedra y como un rayo, un rayo que fulmina a quien se le pare
delante. Y nosotros nos vamos para Sabanas encantados de la vida, sí y sí y sí,
encantadísimos, aunque este y el otro tengan muchos problemas y todos
tengamos unos deseos enormes de ponernos a llorar y meternos debajo de la
enagua de nuestra mamá y aunque todos tengamos unos deseos enormes de
ponernos a dormir de verdad sin sobresaltos y aunque todos tengamos unos
deseos enormes de decir lo que queremos y hacer lo que queremos nosotros por
nuestra cuenta, porque yo y tú y él somos nosotros y el que no lo crea está en una
grande pero muy grande equivocación. Y yo quiero que me entiendan muy bien,
pero muy bien con muchas palabras pero todas muy claras y más claras y sobre
todo claras, que esto es así y no es de otra forma, y aquel que se atreva a quitarle
una tilde a todo lo que está escrito en ese libro está muy mal pero muy mal y muy
equivocado de la vida, de su vida, de su pobre y triste vida. Y un hombre con
dignidad es como una tojosa quejándose en el monte, óiganlo bien como una
tojosa y una mariposa en la tarde y con muchos colores en sus alas, como un arco
iris, para que se enteren que un hombre con dignidad es una flor, una flor blanca y
otra vez blanca y blanquísima y un hombre justo es como un roble, sí, señores, un
roble y como un pino, pero también es como una plantita de olor, muy chiquitica y
muy delicadita, óiganlo bien para que se enteren, y que un hombre libre es como
un libro, como un libro con millones de páginas y millones de palabras, todas las
palabras las feas y las lindas, las grandes y las chicas, las gordas y las delgadas,
las enfermas y las sanas, las neuróticas y las lúcidas, las amargas y las dulces y
las tristes porque los hombres son tristes y se mueren y en ese libro está todo
escrito, todo lo que los pequeños oportunistas, los diminutos mentirosos de mierda
y los mínimos buenitos de conducta y corazón y mente, la minucia de los
planchaditos, óiganlo bien, no quieren leer. Ellos que se asustan con las páginas
terribles y maravillosas de ese libro que lo dice todo, todo y todo, y cuando no
tiene nada nuevo que decir las palabras y las sílabas y las letras hacen una
revolución dentro del libro y lo dicen todo de nuevo pero de otra forma, de otra
forma distinta. Óiganlo bien para que se enteren todos los que no quieren
asomarse a ese libro gigante porque tienen miedo y son tan cobardes que lo
destruyen hoja por hoja o lo queman de un golpe, pero para que lo sepan de una
vez y para siempre todo eso es un hombre libre, un libro y un libro difícil y serio y
triste porque los hombres son tristes y se mueren. Y es el libro del pez que es una
nave que es una Isla islas. Y en ella vamos, van los héroes magníficos, hermosos,
eternos, los héroes que luchan, que juzgan y pelean, el brazo en alto, la mano
justiciera y la palabra clara, porque ellos que son la estrella, la luz nueva de un día
nuevo en duelo con las sombras, son el rostro definitivo del país que despierta.
Ellos que andan por tierra y aire, árboles, astros, flores y luciérnagas por todas
partes, siempre amaneciendo. Los fundamentos y la techumbre secular de
Sabanas. Óiganlo bien, hay sangre, hay el dolor del parto, el grito y la sonrisa, el
canto de las armas que sin cesar retumban martímartímartímartí en una plaza
abierta a la palabra, al canto, hasta quedarnos solos, luchando, trabajando y
cantando, sin odio ni vergüenza, sin miedo, como los héroes plenos. Todo aquello
que amamos tiene raíz y canta buscando el día, la hora, un haz de estrellas
blancas, de rosas blancas, de palabras blancas, en que lleguemos a Sabanas. Y
es un arado para labrar la tierra recobrada, una imagen que surca monte y llano, y
es también un caimán en acecho que devora piratas y asaltantes y es el pico de
un pájaro que canta, eso es el barco y en él luchan la luz contra la sombra, al
mediodía, la inteligencia contra la ignorancia, al mediodía, el amor contra el odio,
al mediodía, la verdad contra el engaño, al mediodía. Y estas islas que navegan
de norte a sur, de oeste a este, tienen que deshacerlo todo, decirlo todo, oírlo
todo, hacerlo todo, solas como los niños que juegan en un parque, que estudian
en un aula, que se asoman al surco y ven un grano alzarse a los espacios todos.
Estas islas fieles y verdaderas. Y en ellas desde siempre y para siempre están los
héroes juntos; la mujer que combate y amamanta, que ordena con sus manos la
casa y sale al campo, a la ciudad y canta nanas para las armas y las máquinas, y
su nombre es antiguo y ahora nace, y acompaña a los hombres que luchan y
trabajan y cuida con su voz y su mirada a los hijos que aprenden. ¡Oh Dios, que
sean así, sencillas y de memoria fiel a sus amores! ¡Oh Dios, limpia los cielos de
hurañas tempestades y pon en nuestras obras de la tierra tu voluntad mejor, tu
sabia mano!
Orilé Orilé
Orilerilerilé
Orilé Orilé
Orilerilerilá
La voz del alma. La voz de los sentidos. La voz antigua de la tierra y los cielos;
en coro. Están todos reunidos, en coro, sus voces son altas y profundas. Las
voces de los muertos cantando. Vasto es el paisaje de sus voces. La voz del agua
madre arrullando sus hijos; la voz del árbol madre cobijando sus hijos; la voz lila
del tiempo por los aires cantando. Ellos son una voz. Una voz triste, alegre,
próxima, lejana. Voz de los caracoles, las raíces, la llovizna y el viento; de la luz
que madura los frutos, las semillas. La voz niña y antigua de las islas develando
las cosas, nombrándolas, formando el mundo, el ser.
Voz que despierta al alba, como las aves, como los manantiales. Activa la
mañana, febril el mediodía, la tarde presurosa, la noche de reverente y cariñoso
sueño, cantando, develan nuestro rostro, el país que nos nombra. Rostro y
nombre que esperaron en un rumor de frondas y de alas durante cuatro siglos.
¡Oh, todo lo que amamos es aromoso y canta. Nuestro amor es sonoro y flota
por los aires!
Patria, permítenos mirarte, cara a cara; hablarte cara a cara; andar por tus
caminos saludando los árboles, los pájaros, el agua, las semillas. Haznos como
ellos, que están en ti y son contigo un cuerpo.
Orilé Orile
Orilerilerilé...
Y danos por cabeza la cima de los montes; por cabellos, las raíces, las ramas
de tus bosques; por pecho y vientre, tus sabanas; por pies, tus ríos, y por manos,
tus puertos.
Déjanos ser en ti y para ti.
Tu palabra es amor, tu palabra es justicia, tu palabra es verdad y en ella somos
un solo ser y un cuerpo verdadero.
Y sé para nosotros protección y guía. Corrobóranos en tus obras, en el día de tu
natividad. Déjanos ahora en ti y para siempre.
¿Pero cómo mirarte, ahora, que navegamos en tu dulce vientre? ¿Cómo
hablarte, si hemos de cantarte? ¿Cómo seguir cada uno de tus pasos, si andas
veloz, mostrándonos un paisaje que tu sola mirada transfigura? Oh, todo lo que
amamos es sonoro y tiene alas.
Donde hubo sequedad, será la fuente; el espinoso monte será monte de
arbolado ligero de hoja acuosa, palos de firme corazón, delicados, robustos, o
pastos de forraje para el manso ganado, o vergel de inmemoriales siemprevivas,
de perennes y lilas nomeolvides, eso serán las dunas, el roquedal desierto.
Montes de dagames que fecundan a las mujeres que a su lado pasan; de atejes,
cuya savia borra las cicatrices; de caguairanes, que no conocen palo que los
iguale en fuerza; quiebrahachas purísimos de sangre; júcaros que vencen la
cólera del rayo; almácigos, espantabrujos, médicos de los niños; jaguas,
manantiales que calman la sed de los monteros; güiras cimarronas, güiros criollos,
que atraen a los desamorados y cuyos frutos ahuyentan la tristeza; yaguamas que
conservan la vida, estancan la sangre; yagrumas, guardas del monte, que
transmiten los mensajes siniestros de la muerte; jagüeyes, maridos de las ceibas;
copeyes, dueños del lugar donde nacen, litigiadores que nunca pierden un pleito;
cedros de Oggún, Osain y Ochosi, que hacen temblar la tierra cuando suena su
música; framboyanes que arden y crepitan y queman a los salteadores nocturnos
y a las brujas nazis; les prenden fuego por la cola y, fuiquitín, fuiquitán, las
convierten en un bólido de azufre que se ahoga en el mar. Y millones de ceibas.
La casa principal, La Reseda, todas las casas juntas del batey y en ellas están los
seres encarnados y desen-carnados. La ceiba es la raíz y el tronco familiar, el pan
de cada día y la lumbre. La cobija, el asiento, la mesa. La ceiba es la virtud, mas la
palma es la estrella, el resplandor lunar, la corona, el incienso. La palma es el
orgullo de la raza y la ceiba su trono. Las dos caminan de este a oeste juntas.
Siguen las rutas del país y le acompañan. Ambas son una. Reinas. Y con ellas sus
vasallos, el jiquí, el cedrón, la yaya, el pino santo, la higuera de la lluvia, la baría,
el piñón, el algarrobo, el caimito, el mango, la papaya, la ayúa y la caoba, que es
un palo señor. Todo el monte creciendo, multiplicado y prodigioso. El Monte.
Orilé Orilé
Orilerilerilá
Y Lila dijo:
—En el séptimo mes del año del centenario del nacimiento del Apóstol, su voz
volverá a ustedes. Estén atentos porque ese día los oídos serán despiertos y
aquel que no esté alerta, no le oirá. Y el día está escrito en el libro de las islas, su
hora y el número de elegidos, que es a la inversa el número del día en que nació
el Poeta, y el que tenga oídos, oiga. Y tres años después, pasado ese día, el
monte abrirá su seno y recogerá en él a los que hayan oído la voz del Fundador,
para cumplir sus palabras, y el número de ellos es el número de las perlas que
forman las puertas de la ciudad, y el número de las constelaciones que recorren el
Sol en el espacio de un año, el número apostólico. Los caídos, los que entregaron
su aliento a la tierra, serán el basamento y los pilares de la ciudad; sus verdaderos
y únicos fundadores. Ellos estarán a sus puertas y la primera estará cuidada por
Abel, que es el comienzo de toda nueva vida, y la última por Leba, que es su
consumación. Y todos sus nombres estarán escritos en las calles y en las
fachadas de las casas de Sabanas y Sabanas estará en ellos. Y en el año en que
se cumplan los años de la vida del Hombre, que es el número a la inversa del año
en que murió el Maestro, bajarán del monte y el número apostólico será
multiplicado y solo los múltiplos de ese número habitarán el vientre del gran pez
que es una nave que es Sabanas. Mientras tanto los temerosos e incrédulos, los
homicidas, los idólatras, los mentirosos y los hipócritas serán arrojados del vientre
del navío. Saltarán de proa a la mar. Y el mar no devolverá sus despojos.

Y dijo Lila:
—Cuando todas estas cosas se hallen cumplidas, les daré un rostro y el don de
la palabra. Hagan que el rostro se conserve limpio para que en su frente
resplandezca la estrella, que es la Luz de Yara. Y mirarán el monte que se
esparce por toda la embarcación y la palabra saldrá del corazón y llegará a todos
los confines de este mundo. Cuiden bien la palabra, porque mi palabra es de
acero, hiere. Desenmascara y desnuda. Mi palabra es afilada y cercena donde
una mano o un pie pudren el cuerpo.

Y dijo Lila:
—Y el número de los héroes que coronan el monte ha de ser exactamente igual
al número de templos que iluminen al hombre. Y en ellos sólo tendrán lugar las
ideas y las obras del Mártir. Y su nombre en nuestra lengua es el nombre del
Hombre y antes de que se cumpla el día del centenario de su muerte, Sabanas
será edificada.

Y dijo Lila:
—He aquí que él está sentado sobre un caballo blanco y es llamado Fiel y
Verdadero y juzga con justicia y pelea.
¿Pero cómo alabarte, madre, esposa, hija del mar, sirena de las aguas? ¿Pero
cómo cantarte?
Porque tú eres la parturienta y su criatura.
Eres el árbol y su fruto.
Eres el río y su cauce.
Eso eres. Canto y gemido. Canto y silencio...
Eres esto y eres también lo otro. Sin embargo, hubiésemos querido decir cuánto
es hermoso y eterno y verdadero. Su rostro y su palabra. Aún no es nuestra la voz
que dicta el canto.
Y ellos están en todas partes, con sus zapatos y sus camisas nuevas, sus
blusas y sus cintas, sus sonrisas, su ilusión por estrenar, su fiesta. Ellos que son.
Nosotros que seremos en este tiempo y en el otro, cuando cantar no sea un
entusiasmo, el grito de aquel que ve la luz primera, la transparencia del rocío en la
yerba. Aquel que oye cantar el gallo... y se despierta.
Aquí no ha muerto nadie. Nuestros muertos vigilan y pelean. En el aula, en el
campo, en las fábricas, los hospitales, allí están ellos con su rostro y su nombre
verdaderos. Sus acciones corresponden a las necesidades del día y de la noche.
Aquí se saludan y abrazan y andan juntos el vaquero del Cauto y el minero de
Matahambre; el médico de Ci enfuegos que se gradúa en el monte y atiende a los
vecinos de Las Mercedes, a los niños que trabajan y crean, estudian y crecen en
Minas del Frío; el ingeniero de San Juan y Martínez que construye una represa, un
puente, un acueducto en Tunas y Amarillas y Guane; y el mecánico, el cocinero, el
albañil de Unión de Reyes, de Santa Isabel de las Lajas y Santa Cruz del Sur,
iguales y diversos, juntos. Exaltados, rudos, disciplinados y corteses. La
muchacha de Güira de Melena y el anciano de Rodas, que vinieron a ver las obras
de un astillero, de un taller, de una comunidad que se levanta y crece, y ambos,
mirándose a los ojos, hablan de las cosechas, del plante del café, la recogida de
cítricos y frutos menores. La muchacha le explica cómo la necesidad impuso el
uso de un material para la construcción, hasta entonces desechado, ignorado.
Y están hablando, hablando, hablando, mientras sus manos se adiestran en las
labores. Y todo este nuevo país que navega por los mares del mundo con sus
negros negros y sus blancos blancos y mulatos y jabaos y albinos; todos estos
viejos indios, cobrizos, inocentes, ilusionados, pródigos, esperanzados, perplejos
ante una aurora boreal, ante un sol de aterradora blancura, surcando el mar, los
mares, buscando aquí, encontrando allá, abarcándolo todo: la agricultura y el
manejo de las armas, la medicina y la educación en las bellas artes, las
matemáticas y los fertilizantes, la mecánica y la política; todo este mar de cosas
revueltas que se funde al grito de un pájaro marino, a la canción de un pájaro del
monte, que sube a los cielos grises y bajos, a los cielos altos, azules, infinitos, que
baja a las cocinas y a los portales y se mezcla a las conversaciones, al aroma de
los jazmines, al estallido floral de las acacias y los framboyanes, las buganvillas y
piscualas que rondan las abejas, los cocuyos, las mariposas y las hadas buenas
de la tarde. Y todos somos niños, indiferentes al tiempo, a las edades de la tierra,
de los astros, porque no somos otros que los mismos, los de siempre, los niños
que pelean y se amigan, que lloran y cantan, que juegan y se aburren; los niños
que sueñan con la playa y el bosque, el jardín de las hormigas andariegas y el
acechante sapo. Creemos en las brujas y en los ángeles, en los magos que
transforman pañuelos en palomas y naipes en conejos y nuestras flores se llaman
Artemisa y Manguito, Jatibonico y Flamenco de San Pedro, Bayamo y Alquízar,
Esmeralda y Palmira, Los Palacios y San Luis, San Antonio y Maisí.
No vamos a morir. Aquí no muere nadie. Los muertos andan vivos en las casas
y las escuelas, vivos como la siempreviva y el nomeolvides fieles, en un verano
eterno, de enero a enero, de junio a junio, blancos de rosas blancas para el amigo
y para el enemigo, y unos están a nuestra derecha y los otros están a nuestra
izquierda y no tenemos miedo a la noche de huracanados vientos ni al día de
cegadora luz. Nosotros no tememos, porque nos vamos a Sabanas juntos y
Sabanas nos espera con Abel a su puerta.

Y Lila dijo:
—Por el momento les ha dado un rostro y el don de la palabra. Ahora que son,
despierten a los que duermen en otras latitudes, porque mi palabra es amor, mi
palabra es justicia, mi palabra es verdad y en ella son un ser y un cuerpo
verdaderos.
Orilé Orilé
Orilerilerilé
Orilé Orilé
Orilerilerilá
Y es una Isla, una Isla y otras vez Isla, Islas, óiganlo bien, porque no es, ni será
jamás otra cosa, sino una islita que es muchas islas, y no crea nadie, no lo crea,
que está anclada en el mar de los caribes y en el Golfo, no lo crea nadie. Ella anda
y anda y anda por los mares, por los mares del mundo. Y es de noche y los que
viajan, los que van a Sabanas, no temen a la sorpresa de una noche huracanada,
animal, salvaje. Los que van a Sabanas están ahora, en este momento, ahora
para siempre, construyendo una imagen dolorosa y feliz de la ciudad. Sabanas es
de oro y es también de barro, es de agua y roca, óiganlo bien. La sala encendida.
El tiempo ahora no pasa. El tiempo es hoy, ayer; es hoy, mañana, y en La Reseda
cantan las glorias pasadas de un Bayamo presente. Y es el sinsonte. Rey de los
terrenos desmontados, de las maniguas bravas y sabanas, lanzando al aire sus
canciones, ya fuertes, ya expresivas, imitando el canto de otras aves. El sinsonte
luchando contra el mundo de alas oscuras que quisiera ofenderlo. No permite el
sinsonte que se acerque a su casa quien no sea su amigo. La Reseda encendida
y las hermanas cantan a la mañana en que por las sendas de Mayarí los hombres
se fueron a la manigua, seguidos por sus mujeres. La Reseda y ellas cantan al
rubí, a las franjas blancas y azules y a la única estrella. Y canta el ruiseñor y la
sialia, el cabrero, el canario, el tomeguín, el mayito, la tojosa, el negrito, el zorzal
real y la viudita y con ellos cantan las bijiritas: anaranjadas, candelitas, sylvias
marítimas, sylvias mitratas, gorginegras, mariposas galanas, las dominicas y las
coronatas, las peregrinas, las maculosas y las striatas, las caeruleas, las
hermosas, las señoritas del monte, del manglar, del río, las amarillas y las
atigradas. Y ella, pájaro, arado, caimán, Isla del Golfo, del mar de los caribes, sale
todas las noches, después de medianoche y recorre los mares, el mundo, el
mundo de los mares, ella solita, como un barco, como un barco solo con sus
lanchitas de salvamento encima, a sus lados. Así salen estas islas que es una
ISLA y otra vez ISLAS, ISLAS, ISLAS, y por la madrugada, nada cansada, ni
fatigada, ni extenuada, ni muerta de ninguna de esas cosas, ella amanece en su
lugar, y hace todas las noches lo mismo. Y óiganlo bien los que se han quedado
en el barco y los que están afuera, óiganlo, óiganlo todos, que ella va para
Sabanas y es Sabanas. Y óiganlo bien los perros y los disolutos y los homicidas y
los idólatras y cualquiera que ama y hace mentira y entiéndase bien a quién se
dirigen estas palabras, porque los humildes, los generosos, los firmes de voluntad
y corazón, los que trabajan y cantan, luchan y cantan, aprenden y cantan
cantando, cantando, cantando por toda la trocha desde Dos Ríos al Cacahual,
cantando... llegarán a Sabanas.
Y si alguno se atreviera a añadir o quitar una tilde de este libro, la Isla quitará su
parte del libro de la vida y...
Mientras tanto...
Alejandro escribe, escribe, escribe:
Y es el portal abriéndose a la súbita noche de los jardines, de la calle;
abriéndose a las conversaciones, al saludo fugaz de los que pasan, a los gritos de
los niños que se despiden...

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