El significado de la verdad

El significado de la verdad

William James

Traducción de Ramon Vilà Vernis

Esta obra ha sido publicada con una subvención de la Dirección Genera) de) Li­
bro, Archivos y Bibliotecas del Ministerio de Cultura, para su préstamo público
en Bibliotecas Públicas, de acuerdo con lo previsto en el artículo 37.2 de la Ley de
Propiedad Intelectual.
SUMARIO

1HJ GmW NNGIHO

debikña OCCUUUM
Prefacio........................................................... 9
I La función del conocimiento.......................... 23
II Los tigres de la India........................................ 53
Traducción de Ramón Vilá Vernis III El humanismo y la verdad............................... 59
Diseño de cubierta de Xavier Carbonell
IV La relación entre cognoscente y conocido ... 95
V La esencia del humanismo.............................. 109
VI Unas palabras más acerca de la verdad........... 119
VII La verdad según el profesor Pratt................... 137
r Kdición febrero 2011 VIII La concepción pragmatista de la verdad y
quienes la malentienden................................ 151
Quedan rigurosamente prohibida*, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, IX El significado de la palabra verdad................. 177
bajo las sanciones establecidas, la reproducción rota! o pardal de esta publicación, ni s»
tratamiento informático, «i la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea X La existencia de Julio César............................ 181
electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros medios.
XI El absoluto y la vida enérgica......................... 185
XII El pragmatismo según el profesor Hébert... 189
XIII Abstraccionismo y «relativismus».................. 201
© de la traducción: Ramón Vilá Vernis XIV Dos críticos ingleses........................................ 219
© 2010 dé todas las ediciones en España Marbot Ediciones XV Un diálogo................................................... 229
Pg. Sant Joan, 199, 3-1
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Avda. Can Sucarrats, 91 - 08191 Rubí (Barcelona)
Impreso en Kspaña - Printed in Spain
 Prefacio

El eje central de mi libro titulado Pragmatismo es la des­

cripción de la relación llamada «verdad» que puede darse
entre una idea (opinión, creencia, afirmación o lo que sea)
y su objeto. «La verdad», digo allí, «es una propiedad de
algunas de nuestras ideas. Significa su acuerdo con la reali­
dad, así como la falsedad significa su desacuerdo con ella.
Esta definición es en general admitida tanto por pragma­
tistas como por intelectualistas.
»¿Qué significa esta adecuación cuando nuestras ideas
no copian de forma definida su objeto? (...) El pragmatis­
mo formula su pregunta habitual: “Concedamos que una
idea o una creencia sea verdadera”, dice, “¿qué diferen­
cia concreta supondrá su verdad en la vida real de alguna
persona? ¿Qué experiencias serían distintas de las que se
darían si la creencia fuera falsa? ¿De qué modo se reali­
zará esta verdad? ¿Cuál es, en resumen, el valor contante
y sonante de esta verdad en términos de experiencia?”
Tan pronto como el pragmatismo formula esta pregunta,
ya tiene delante la respuesta: ¡as ideas verdaderas son las
que podemos asimilar\ validar, corroborar y verificar. Las
ideas falsas son las que no. Esa es la diferencia práctica
que supone para nosotros tener ideas verdaderas; y por
lo tanto ese es el significado de la verdad, pues son todas
las formas bajo las cuales podemos conocerla.
»La verdad de una idea no es una propiedad estanca­
da inherente a ella. La verdad es algo que le ocurre a una
10 PREFACIO
idea. Se vuelve verdadera, se hace verdadera a través de
los acontecimientos. Su verdad es de hecho un aconte­
cimiento, un proceso, a saber: el propio proceso de ve­
rificarse, su verificación. Su validez es el proceso de su
validación.1
»Estar de acuerdo con una realidad, en el sentido
más amplio posible, soto puede significar ser guiados
directamente a ella o a sus inmediaciones, o bien esta­
blecer un contacto funcional que nos permita manejarla
a ella o a otra cosa relacionada con ella mejor que si
estuviéramos en desacuerdo. Este manejar mejor puede
ser tanto en términos intelectuales como prácticos. (...)
Cualquier idea que nos permita manejar una realidad
o aquello que va asociado a ella, ya sea práctica o inte­
lectualmente; cualquier idea que no ponga obstáculos a
nuestro progreso; cualquier idea que encaje, en defini­
tiva, y que adapte nuestra vida a esa realidad tomada
en conjunto, estará suficientemente de acuerdo con ella
como para cumplir con el requisito. Será verdadera res­
pecto a esa realidad.
»Lo verdadero, en pocas palabras, no es más que lo
conveniente en el terreno del pensamiento, del mismo
modo que lo justo no es más que lo conveniente en el
terreno de la conducta. Conveniente en prácticamente
cualquier sentido, y conveniente a la larga y en con­
junto, por supuesto; pues aquello que responde de for­
ma satisfactoria a toda la experiencia que tenemos a la
1. Pero la «veriftcabilidadañado, «vale tanto como la verificación. Por cada
proceso verificativo completado, hay un millón más en nuestras vidas en estado
potencial. Todos ellos nos encaminan hacia la verificación directa, hacia las proxi­
midades del ob)ero al que apuntan; y entonces, si sucede de forma armoniosa,
quedamos tan convencidos de que la verificación es posihle que la omitimos, y
todo cuanto ocurre corrobora generalmente nuestro convencimiento.»
WILLIAM JAMFS II
vista no tiene por qué responder de forma igualmente
satisfactoria a todas las experiencias subsiguientes. La
experiencia, como sabemos, encuentra siempre el modo
de desbordar nuestras fórmulas presentes y obligarnos
a corregirlas.»
Esta explicación de la verdad, que va en la línea de
las ofrecidas por los señores Dewey y Schiller, ha dado
pie a un vivísimo debate. Pocos comentaristas la han de­
fendido, es más, la mayoría la han rechazado de plano.
Parece evidente que es un asunto de difícil comprensión,
a pesar de su aparente simplicidad; y es evidente también,
me parece, que su aceptación definitiva marcará un giro
en la historia de la epistemología, y por lo tanto también
de la filosofía en general. Con objeto de hacer más acce­
sible mi pensamiento para quienes estudien la cuestión en
adelante, he recogido en este volumen todos mis escritos
directamente relacionados con la cuestión de la verdad.
Mi primera toma de posición fue en 1884, en el artículo
que abre el presente volumen. Los otros artículos siguen
el orden de su publicación. Dos o tres de ellos aparecen
ahora por primera vez.
Una de las acusaciones que se dirigen más frecuente­
mente contra mí es la de que reduzco la verdad de nues­
tras creencias religiosas al mero hecho de que nos ha­
gan «sentir bien». Lamento haber dado cierta excusa a
esta acusación por el lenguaje descuidado que empleé en
Pragmatismo para referirme a la verdad de la creencia
de ciertos filósofos en el absoluto. Mientras trataba de
explicar por qué yo mismo no creo en el absoluto, aun
considerando que puede proporcionar unas «vacaciones
morales» a quienes las necesiten, ofrecí a mis enemigos
como rama de olivo conciliadora la idea de que en esa
medida al menos sería verdadero (esto es, en el caso de
12 PREFACIO
que unas vacaciones morales fueran algo bueno).2 Pero
ellos, como acostumbra a suceder con esta clase de ofre­
cimientos, pisotearon mi regalo y luego se giraron para
vituperar a quien se lo ofrecía. Confié demasiado en su
buena voluntad: ¡Ah, cuán rara es la caridad cristiana en
este mundo! ¡Y cuán rara también la inteligencia secular
ordinaria! Supuse que sería patente que, entre dos visio­
nes del universo en competencia entre sí que son iguales
en todos los respectos excepto en que una de ellas frustra
alguna necesidad vital humana mientras que la otra la
satisface, la segunda será la escogida por cualquier perso­
na cuerda por la simple razón de que convierte el mundo
en un lugar más racional. Escoger en tales circunstancias
la primera concepción sería un acto ascético, un acto de
autonegación filosófica que no cabría esperar de ningún
ser humano normal. Recurriendo al test pragmático del
significado de los conceptos, mostré que el concepto del ab­
soluto no tiene otro significado que el de algo que da esas
vacaciones, algo que elimina el miedo cósmico. La libe­
ración objetiva que se experimenta al decir «El absoluto
existe» se reduce a lo siguiente, según mostré: que hay
«cierta justificación para experimentar un sentimiento de
seguridad ante el universo», y que negarse sistemática­
mente a cultivar un sentimiento de seguridad supondría
violentar una tendencia propia de nuestra vida emocional
que tal vez debería respetarse como profètica.
Por lo que parece, mis críticos absolutistas no aciertan
a reconocer en este cuadro nada que tenga que ver con
sus propias operaciones mentales, de modo que no me
queda sino ofrecer mis disculpas y retirar mi ofrecimiento.
2. Pragmatismo, p. 520.
WILLIAM JAMCS 13
Así pues, diré que el absoluto no es verdadero en ningún
sentido, y menos aún, de acuerdo con el veredicto de mis
críticos, en el sentido que le había asignado antes.
Mi tratamiento de los conceptos «Dios», «libertad» y
«diseño» era parecido. Al reducir el significado de cada
uno de ellos a su aspecto positivo y experimentable, por
medio del test pragmático, mostré que todos significa­
ban lo mismo, a saber, la presencia de una «promesa» en
el mundo. «¿Hay Dios o no hay Dios?» significa «¿Hay
promesa o no hay promesa?». Me parece que la alterna­
tiva es bastante objetiva, pues se trata de determinar si
el cosmos tiene un carácter u otro, aun cuando nuestra
propia respuesta provisional deba formularse en térmi­
nos subjetivos. Sin embargo, tanto mis críticos cristianos
como los no cristianos me acusan por igual de inducir
a la gente a decir «Dios existe» aun cuando no exista,
dado que en el marco de mi filosofía la «verdad» de esta
afirmación no significa realmente que exista en modo al­
guno, sino solo que decirlo nos hace sentir bien.
La mayor parte del debate a favor y en contra del prag­
matismo gira alrededor de la cuestión de qué debe enten­
derse por la palabra «verdad», y no sobre ninguno de los
hechos relativos a las situaciones en las que se plantea la
cuestión de la verdad: tanto pragmatistas como antiprag­
matistas creen en la existencia de objetos, del mismo modo
que creen en nuestras ideas sobre ellos. La diferencia es
que cuando los pragmatistas hablan de verdad, se refieren
exclusivamente a algo que tiene que ver con las ideas, a sa­
ber, su funcionalidad;* mientras que cuando los antiprag­
* En el original ■•workableness», término que aparece reiteradamente a lo
largo de este y otros libros de James, hajo diversas formas («work», «workings»,
etc.). Ninguna traducción al castellano encaja de forma enteramente feliz en co­
dos los empleos que da James al término, pero su unidad e importancia aconseja
14 PREFACIO
matistas hablan de verdad parecen referirse la mayoría de
las veces a algo que tiene que ver con los objetos. Pero
como el pragmatista, en caso de estar de acuerdo en que
una idea es «realmente» verdadera, también está de acuer­
do en aquello que dice de su objeto, y como la mayoría
de los antipragmatistas ya estaban de acuerdo en que, si
el objeto existe, la idea de que es así es funcional, queda
aparentemente tan poco terreno para el debate que cabría
preguntarse por qué no demuestro mi sentido de los «va­
lores» echando al fuego el resultado de mi participación en
tan nimia disputa verbal en lugar de reimprimirla.
Entiendo la pregunta y daré una respuesta. Estoy in­
teresado en otra doctrina filosófica a la que he dado el
nombre de empirismo radical, y me parece que el estable­
cimiento de la teoría pragmática de la verdad es un paso
de gran importancia para promover el empirismo radical.
Este consiste, en primer lugar, en un postulado; luego, en
una afirmación de hecho; y por último, en una conclusión
generalizada.
El postulado es que las únicas cosas que se pueden de­
batir entre filósofos son aquellas que pueden definirse en
términos derivados de la experiencia. (Las cosas que por
naturaleza no se pueden experimentar pueden existir ad
Itbitum, pero no son materia de debate filosófico.)
La afirmación de hecho es que las relaciones entre las
cosas, ya sean conjuntivas o disyuntivas, pertenecen tan­
to a la experiencia directa y particular como puedan ha­
cerlo las cosas mismas.
mantener un único termino en todos los casos y no cambiarlo según el contexto.
Este término será «funcionalidad», y sus derivados «funcionar», «posibilidades/
operaciones funcionales», etc. 1.a elección se apoya en el uso por parte de James
de «functional possibilities» como equivalente expreso de «workings» en algunos
pasajes del libro. (N. del t.).
W1I LIAM (AMES 15
La conclusión generalizada es que por lo tanto tas dis­
tintas partes de la experiencia se mantienen unidas entre
sí por relaciones que son a su vez parte de esa misma ex­
periencia. En suma, el universo que aprehendemos direc­
tamente no requiere ningún soporte conectivo transem­
pírico, sino que posee por derecho propio una estructura
concatenada o continua.
El gran obstáculo que encuentra el empirismo radical
en el espíritu contemporáneo es la enraizada creencia ra­
cionalista de que la experiencia tal como se da inmedia­
tamente es pura disyunción, y que para convertir toda esa
separación en un mundo unitario hace falta una agencia
unificadora superior. De acuerdo con el idealismo pre-
valente, esta agencia viene representada por el testigo
absoluto que «relaciona» las cosas lanzando «catego­
rías» sobre ellas como quien lanza una red. Tal vez la
más peculiar y singular de estas categorías sea la relación
veritativa, que conecta partes de la realidad por parejas
y convierte de este modo una de las partes en sujeto cog­
noscente y la otra en cosa conocida, pero que carece en
sí misma de contenido experiencial, no es describible, ex­
plicable o reducible a otros términos, y sólo es denotable
mediante la enunciación de la palabra «verdad».
La visión pragmática de la relación veritativa, en cam­
bio, es que posee un contenido específico y que todo cuan­
to forma parte de ella es experimentable. Su naturaleza
puede expresarse íntegramente en términos positivos. La
«funcionalidad» que deben poseer las ideas para ser ver­
daderas significa las funcionalidades concretas, físicas o
intelectuales, actuales o posibles, que puedan establecer
unas con otras en el interior de una experiencia concre­
ta. Si se admitiera esta tesis pragmática, se habría dado
también un gran paso para la victoria del empirismo
16 PREFACIO
radical, pues los racionalistas sostienen que la relación
entre un objeto y la idea que lo conoce verdaderamente
no es en absoluto describible en estos términos, sino que
se sitúa más allá de cualquier experiencia temporal posi­
ble; y esta relación, así interpretada, constituye habitual­
mente el baluarte último y más tenazmente defendido por
el racionalismo.
Por otro lado, las impugnaciones antipragmatistas a
las que trato de dar respuesta en este libro se convierten
tan fácilmente en armas de resistencia en manos de los
racionalistas, no solo frente al pragmatismo sino también
frente al empirismo radical {pues, si la relación veritati-
va fuera trascendente, podría haber otras que también
lo fueran), que veo claramente la importancia estratégica
de refutarlas de forma definitiva y quitarlas de en me­
dio. Nuestros críticos insisten obstinadamente en que por
más funcionalidades que puedan acompañar a la verdad,
ninguna de ellas la constituye. A cada momento insisten
en que la verdad es algo numéricamente añadido a ellas,
previo a ellas, explicativo de ellas y en ningún sentido
explicable por ellas. Así pues, el primer punto que tratan
de establecer nuestros enemigos es que en la verdad de
una idea hay algo numéricamente adicional y previo a
dichas funcionalidades. En la medida en que el objeto es
adicional y usualmente previo a ellas, la mayoría de los
racionalistas se remiten a este y nos acusan abiertamente
de negarlo. Y, puesto que no podemos negar razonable­
mente la existencia del objeto, esa acusación deja en los
observadores externos la impresión de que nuestra expli­
cación de la verdad se ha venido abajo y de que nos han
ganado la batalla. Por más que en varios puntos de este
libro me dedico a refutar la calumnia de que negamos la
existencia real, repetiré aquí una vez más, para mayor én­
WII.I.1AM JAMES 17
fasis, que cuando la idea afirma un objeto de forma «ver­
dadera», la existencia de este es la única razón, en innume­
rables casos, de que la idea funcione satisfactoriamente, en
la medida en que lo haga; y que parece un abuso del len­
guaje, por decir poco, transferir la palabra «verdad» desde
la idea a la existencia del objeto, cuando la falsedad de las
ideas que no funcionan se explica tanto por esa existencia
como la verdad de aquellas que sí lo hacen.
Esta clase de abuso del lenguaje es habitual incluso
entre mis adversarios más competentes. Pero tan pronto
como se restablece el uso verbal debido, a saber, que la
palabra «verdad» representa una propiedad de la idea y
no algo misteriosamente conectado con el objeto cono­
cido, se abre ante nosotros un terreno amplio y fructífe­
ro, en mi opinión, para debatir con justicia los méritos
del empirismo radical. La verdad de una idea significará
pues únicamente sus funcionalidades, o si se quiere aque­
llo que hay en ella que activa dichas funcionalidades en
virtud de leyes psicológicas comunes; no significará ni el
objeto de la idea, ni ningún elemento «saltatorio» dentro
de la ¡dea que no quepa describir a través de términos
extraídos de la experiencia.
Unas palabras más antes de terminar este prefacio.
A veces se establece una distinción entre Dewey, Schiller
y yo mismo, como si la suposición de la existencia del
objeto fuera una concesión mía al prejuicio popular que
aquellos otros autores, por su mayor radicalismo prag­
mático, se negarían a realizar. Hasta donde llega mi com­
prensión de estos autores, los tres estamos absolutamen­
te de acuerdo en admitir la trascendencia del objeto (en
el supuesto de que este sea experimenta ble) respecto al
sujeto dentro de la relación veritativa. Dewey en parti­
cular ha insistido casi ad nauseam en que el significado
18 I’Kt LACIO
de nuestros estados y procesos cognitivos reside entera­
mente en la forma en que intervienen en el control y la
reevaluación de hechos o existencias independientes. Su
concepción del conocimiento no solo es absurda sino que
carece de significado en ausencia de existencias indepen­
dientes de las que nuestras ideas dan cuenta y para cuya
transformación trabajan. Pero en la medida en que tanto
Dewey como Schiller se niegan a hablar de objetos y re­
laciones «trascendentes» en el sentido de completamente
transexperienciales, sus críticos denuncian las frases de
sus escritos donde expresan esta idea como si negaran la
existencia, dentro del marco de la experiencia, de obje­
tos externos a las ideas que declaran su presencia en di­
cha experiencia.3 Parece increíble que críticos instruidos
y aparentemente sinceros encuentren tantas dificultades
para comprender la posición de su adversario.
Es posible que la confusión se deba en muchos casos al
hecho de que los universos de discurso de Schiller, Dewey
y yo mismo son de extensiones diversas, y que aquello
que uno postula de forma explícita el otro lo deja pro­
visionalmente implícito, mientras que el lector lo da por
rechazado. El universo de Schiller es el más pequeño de
los tres, al ser en esencia un universo psicológico. Schiller
parte de un único tipo de cosas, las pretensiones de ver­
3. Es un placer para mí dar la bienvenida al profesor Carverh Read <1 la iglesia
pragmatista, al menos por lo que respecta a su epistemología. Vcasc su vigoroso
libro The Metaphysics of Nature, V edición, Apéndice A (Londres, Black, 1908).
Wbat is Reality?, de Francis Howe Johnson (Boston, 1891), a quien conocí mien­
tras estaba corrigiendo estas pruebas, contiene sorprendentes anticipaciones de
lo que más tarde seria el pragmatismo. F.l recién publicado The Psychology of
Thinking, de Irving E. Miller (Nueva York, Macmillan Co., 1909), es uno de los
documentos pragmatistas más convincentes aparecidos hasta el momento, aun
cuando no use la palabra «pragmatismo» en ningún momento. Y puestos a dar
referencias no puedo evitar mencionar el articulo extraordinariamente penetrante
de H. V. Knox en la edición de abril de 1909 del Quarterly Review.
WILLIAM (AMES
dad, para verse llevado finalmente hasta los hechos ob­
jetivos independientes afirmados por ellas, en la medida
en que la más satisfactoriamente validada de todas las
pretensiones es que tales hechos están ahí. Mi universo
es más esencialmente epistemológico. Parto de dos cosas,
los hechos objetivos y las pretensiones de verdad, y se­
ñalo cuáles de estas pretensiones funcionarán bien como
sustitutos de los hechos —siempre que los hechos estén
allí, claro está— y cuáles no. A las pretensiones de la pri­
mera clase las llamo verdaderas. El universo de Dewey, si
entiendo bien a este colega, es el más amplio de los tres,
pero me abstengo de dar mi propia versión de su comple­
jidad. Baste decir que sostiene tan firmemente como yo la
existencia de objetos independientes de nuestros juicios.
Si me equivoco en este punto, será él quien deba corregir­
me. Rechazo toda corrección de segunda mano.
En las páginas que siguen no pretendo considerar to­
das las críticas dirigidas contra mi concepción de la ver­
dad por los señores Taylor, Lovejoy, Gardiner, Bakewell,
Creighton, Hibben, Parodi, Salter, Carus, Lalande, Men-
tré, McTaggart, G.E. Moore, Ladd y otros, especialmente
no las del profesor Schinz, quien ha publicado una entre­
tenida novela sociológica bajo el título de Antipragma­
tismo. Algunos de estos críticos parecen afectados por
una incapacidad casi patética para comprender la tesis
que pretenden refutar. Imagino que la mayor parte de sus
objeciones estarán respondidas por anticipado en algún
punto de este libro, y estoy seguro de que mis lectores me
agradecerán que no añada más repeticiones al número
ingente de las que ya circulan.
95 IRVING ST., CAMBRIDGE (MASS.)
agosto de 1909
El significado de la verdad
 I
La función del conocimiento1

El siguiente estudio no se dirige a esclarecer el «cómo»

sino más bien el «qué» del conocimiento {por utilizar
una distinción familiar para los lectores de Shadworth
Hodgson). Los actos que llamamos cogniciones tienen
lugar evidentemente a través de lo que llamamos cere­
bro y sus procesos, haya o no «almas» dinámicamente
conectadas con dichos cerebros. Pero este artículo no se
ocupará en absoluto de los cerebros ni de las almas. Sim­
plemente asumiremos de entrada que el conocimiento se
da, del modo que sea, y tan solo nos preguntaremos qué
elementos contiene o qué factores están implicados en él.
El conocimiento es una función de la conciencia. El
primer factor implícito en el conocimiento es por lo tanto
un estado de conciencia donde este tenga lugar. Como
en otros lugares he usado la palabra «sensación» para
designar genéricamente todos los estados de conciencia
considerados subjetivamente, es decir, sin atender a su
posible función, diré pues que más allá de cualquier otro
elemento que pueda haber implícito en el acto cognitivo,
este implica al menos la existencia de una sensación. [Si el

1. Leído ante la Sociedad Aristotélica el 1 de diciembre de 1884 y publicado

P°r primera vez en Mind, vol. x (1885). Tanto este como los siguientes artículos
apenas han sido objeto de una leve revisión, que ha consistido más que nada en la
omisión de redundancias.
24 LA PUNCIÓN Dri CONOCIMIENTO
lector comparte la actual antipatía por la palabra «sensa­
ción»,* tal vez prefiera sustituirla allí donde yo la utilice
por la palabra «idea», tomada en el viejo y amplio senti­
do de Locke, o bien usar la incómoda expresión «estado
de conciencia», o, en último término, decir en su lugar
«pensamiento».J
Ante todo es preciso observar que la humanidad está
de acuerdo en general en considerar que algunas de estas
sensaciones son de carácter cognitivo, mientras que otras
son meros hechos dotados de una existencia subjetiva —
casi habría que decir física—, pero carentes de la fun­
ción autotrascendente que se requeriría para que fueran
cogniciones. Nuestra tarea también será limitada en este
terreno: no se trata de preguntarse «¿Cómo es posible la
autotrascendencia?», sino únicamente de preguntamos
«¿Cómo es que el sentido común asume esa trascenden­
cia no solo como posible sino como actual en un cierto
número de casos? ¿Qué marcas emplea el sentido común
para distinguir esos casos de los demás?» En resumen,
nuestro estudio es poco más que un capítulo dentro de la
psicología descriptiva.
Condillac se embarcó en un estudio parecido al mío
con su famosa hipótesis de una estatua que experimenta­
ba varias sensaciones de forma sucesiva. Se suponía que
la primera debía ser una fragancia, pero para evitar toda
* El lector español podrá añadir a su posible antipatía el hccho de que el
término inglés «feeling» significa tanto «sensación» como «sentimiento», y por lo
tanto suena más natural en el uso genérico que quiere darle James. En la medida
en que solo pretende aludir al aspecto subjetivo de cualquier estado mental, me
parece que en castellano es preferible traducirlo por el primero de estos términos,
aunque sin duda resultará un uso forzado en más de una ocasión. Para evitar
concusiones, emplearé en lo sucesivo «impresión sensible» para traducir d inglés
«sensation». (N. del t.).
WILLIAM IAMES 25
posible complicación con la cuestión de su génesis, no
atribuyamos la posesión de nuestra sensación imaginaria
ni siquiera a una estatua. No la supongamos vinculada
a nada material, ni localizada en ningún punto del espa­
cio, sino flotando w vacuo, por decirlo así, en virtud del
fiat creativo de un dios. Y para evitarnos también todo
embrollo con el asunto de la naturaleza física o psíqui­
ca de su «objeto», no la califiquemos como fragancia ni
como ninguna otra clase determinada de sensación, sino
limitémonos a considerarla como una sensación de q. Lo
que sea cierto de ella bajo este nombre abstracto lo será
Cambien de cualquier versión más particular de la misma
(como una fragancia, un dolor; una impresión de dureza)
que el lector pueda imaginar.
Pues bien, si esta sensación de q fuera la única creación
de nuestro dios, constituiría naturalmente el universo en­
tero. Y si, para escapar a los reparos del nutrido grupo de
personas para quienes semper idettt sentiré ac non sentire
son lo mismo,2 concedemos que la sensación sea de una
duración tan corta como se quiera, dicho universo no tie­
ne por qué durar más que una fracción infinitesimal de
segundo. La sensación en cuestión quedará de este modo
2. Cabe observar que, interpretada en este sentido, la «relatividad del conoci-
niiento» es una de las supersticiones filosóficas más extrañas que se hayan propuesto
jamás. Cualesquiera hechos que se puedan citar en su favor se deben exclusivamente
* las propiedades del tejido nervioso, el cual no soporta un estado de excitación
demasiado prolongado. Los pacientes con neuralgias que se extienden durante días
pueden asegurar que esta ley tiene un margen de aplicación bastante amplio. Pero si
Ai¿ramos físicamente capaces de sostener una sensación eternamente y sin cambio,
¿qué argumento lógico o psicológico podría demostrar que no la experimentaríamos
mientras durara, y además exactamente tal como es? 1.a razón de que perviva el
prejuicio contrario parece ser nuestra resistencia a pensar que una cosa tan estúpida
COlno una sensación pueda llenar la eternidad coa su presencia. Un interminable
conocer algo que no llevara a ningún saber acerca de ello: tal sería ia condición. [Ver
comentarios <ie James en pp. 30-31 y nota del traductor. (N. ¿el t.).]
26 IA FUNCIÓN DF.L CONOCIMIENTO
reducida a su peso en bruto, y cualquier vicisitud cogniti-
va que se le pueda conceder deberá atribuírsele en el bre­
ve instante que constituye su evanescente vida (una vida,
nótese, que no está precedida ni sucedida por ningún otro
momento de conciencia).
Pues bien, ¿puede decirse que nuestra pequeña sensa­
ción, sola en todo el universo —pues podemos prescindir
por hipótesis tanto del dios como de nosotros mismos
como críticos psicológicos—, puede decirse, repito, que
esta sensación posea alguna clase de función cognitiva?
Para que pueda decirse que conoce tiene que haber algo
conocido por ella. Pero ¿qué hay en este universo que
pueda conocerse, de acuerdo con nuestra suposición? Al­
guien podría responder: «El propio contenido de la sen­
sación, q». Pero ¿no parece más adecuado llamar a esto
la cualidad de la sensación, y no su contenido? ¿No su­
giere ya la palabra «contenido» una escisión de la propia
sensación en cuanto acto de su contenido como objeto?
¿Y es lícito asumir tan rápidamente que la cualidad q de
una sensación es lo mismo que la sensación de la cualidad
q} La cualidad <J, por el momento, es un hecho entera­
mente subjetivo que la sensación lleva en sí misma de
forma endógena o, por decirlo así, en el bolsillo. Natu­
ralmente, si alguien quiere dignificar un hecho tan simple
como este con el nombre de conocimiento, nada se lo va
a impedir. Pero propongo que nos quedemos más cerca
del uso común y reservemos el nombre de conocimiento
para la cognición de «realidades», entendiendo por estas
las cosas existentes independientemente de la sensación
a través de la cual sean conocidas. Si el contenido de la
sensación no acontece en ningún lugar del universo dis­
tinto de la sensación misma, y se extingue igualmente con
la sensación, el uso común no consiente en llamarlo una
WILLIAM JAMES 27
realidad y lo considera más bien como un aspecto subje­
tivo de la constitución de la sensación, o como máximo
como un sueño de la sensación.
Así pues, para que la sensación sea cognitiva en sen­
tido específico es preciso que sea autotrascendente; y de­
bemos obligar al dios a crear una realidad externa a ella
para que corresponda con su cualidad intrínseca q. Solo
así es posible redimir a la sensación del solipsismo. Si la
realidad así creada se parece a la cualidad q de la sensa­
ción, yo diría que podemos sostener que la sensación es
conocedora de esa realidad.
Sin duda cabe esperar que esta primera presentación
de mi tesis sea recibida con hostilidad. Pero permítan­
me decir una cosa antes de comenzar a defenderla. He­
mos visto que la «realidad» se ha convertido en nuestra
garantía para considerar cognitiva una sensación; pero
¿cuál es nuestra garantía para considerar que algo es una
realidad? La única respuesta a eso es la fe del crítico o
del investigador en cada caso. En cada momento de su
vida, este se halla ya entregado a la creencia en algunas
realidades, por más que las realidades de este año de­
muestren ser las ilusiones del próximo. Siempre que la
sensación bajo estudio verse acerca de aquello que él mis­
mo considera una realidad, no podrá menos que admitir
que dicha sensación es verdaderamente cognitiva. En este
caso los críticos somos nosotros, y nuestra carga se verá
muy aligerada si se nos permite tomar la realidad en este
sentido relativo y provisional. Toda ciencia debe partir de
una serie de supuestos. Los Erkenntnisstbeoretiker son a
fin de cuentas seres mortales y falibles. Cuando estudian
la función cognitiva, lo hacen por medio de esa misma
función. Y sabiendo que el agua no puede elevarse por
encima del lugar de donde mana, deberíamos confesar
28 LA FUNCIÓN DEL CONOCIMlüNTO
que nuestros resultados en este terreno están sometidos a
nuestra propia capacidad de error. Lo más que podemos
pretender es que cuanto decimos de la cognición puede
considerarse tan verdadero como lo que decimos acerca
de cualquier otra cosa. Si nuestros oyentes coinciden con
nosotros en qué cosas deben considerarse «realidades»,
tal vez también estarán de acuerdo en la realidad de nues­
tra doctrina acerca del modo como son conocidas. No
podemos pedir más que eso.
Nuestra terminología irá en consonancia con estas
consideraciones: negaremos la función cognoscitiva a
cualquier sensación cuya cualidad o contenido no crea­
mos que exista fuera de esa sensación tanto como dentro
de ella. Si queremos, podemos llamar sueño a esa sensa­
ción; más adelante veremos si podemos llamarla ficción
o error.
Volvamos ahora a nuestra tesis. Algunas personas
protestarán inmediatamente: «¿Cómo es posible que una
realidad se parezca a una sensación?». Vemos ahora lo
sabios que fuimos al bautizar la cualidad de la sensación
con la letra algebraica q. Eso nos permite rodear fácil­
mente el problema del parecido entre un estado interior
y una realidad exterior; al dejar al arbitrio de cada cual
postular como realidad cualquier clase de cosa que piense
que puede parecerse a una sensación: si no es una cosa
externa, sea entonces una sensación como la primera, por
ejemplo, la propia sensación q en la mente del crítico. Así
eludida la objeción, pasemos a otra que sin duda surgirá
también.
La objeción procederá de aquellos filósofos para
quienes la vida mental se agota en el «pensamiento»,
en el sentido de un conocimiento de relaciones, y para
quienes una conciencia meramente sensible no es mejor
WILLIAM lAMEi 29
—a veces se diría, a juzgar por sus declaraciones, que
mucho peor— que la ausencia de conciencia. Esa clase
de expresiones, por ejemplo, son comunes en boca de
aquellos que pretenden seguir los pasos de Kant y Hegel
antes que los ancestrales senderos ingleses: «Una percep­
ción separada de las demás, “apartada del montón que
llamamos un espíritu”, se halla fuera de toda relación
y por lo tanto no posee cualidad alguna, es una mera
nada. Para nosotros es tan imposible concebirla como
observar el vacío.» «En sí misma es fugaz, momentá­
nea, innombrable (pues en cuanto le damos nombre ya
se ha convertido en otra), y por esa misma razón in­
cognoscible, la negación misma de la cognoscibilidad.»
«Si excluimos de lo que hemos considerado real todas
las cualidades constituidas por la relación, encontramos
que no queda ninguna.»
Podría multiplicar casi indefinidamente esta clase de
citas, tomadas de los escritos del profesor Green, pero
difícilmente justificarían el esfuerzo de su recolección
dada la notoria falsedad de lo que enseñan. Sea lo que sea
nuestra pequeña sensación hipotética desde el punto de
vista cognitivo, trátese de una cognición o de un sueño,
ciertamente no es un cero psíquico. Es un hecho interior,
positiva y concluyentemente cualificado como tal, con
una contextura enteramente propia. Por supuesto, hay
muchos hechos mentales con los que no se identifica. Si q
es una realidad, entonces conoce q en un sentido mínimo.
No trata de fecharla ni de localizarla. No la clasifica ni
le da nombre. No se conoce a sí misma como sensación,
ni se contrasta con otras sensaciones, ni estima su propia
duración o intensidad. En resumen, y si eso es todo cuan­
to puede decirse de ella, es la cosa más estúpida e inútil
que existe.
30 IA FUNCIÓN l3tL CONOCIMIENTO
Pero si debemos emplear tantas negaciones para des­
cribirla, y si no puede decirnos nada acerca de sí misma o
de ninguna otra cosa, ¿con qué derecho negamos que sea
un cero psíquico? ¿No podría ser que los «relacionistas»
estuvieran en lo cierto después de todo?
La solución del acertijo se encuentra en la palabra
«acerca», de aspecto tan inocente, y debe reconocerse,
francamente, que es una solución bastante sencilla. La
mejor manera de introducirla será una cita de un libro
menos citado de lo que debería, la Exploratio Pbiloso-
phica de John Grote (Londres, 1865), p. 60.
«Nuestro conocimiento», escribe Grote, «puede con­
templarse de dos formas distintas, o por decirlo con otras
palabras, podemos hablar de dos maneras distintas del
“objeto” de nuestro conocimiento. Podemos usar el lengua­
je del siguiente modo: conocemos una cosa, un hombre,
etc.; o bien podemos usarlo de este otro modo: conocemos
tales y cuales cosas acerca de la cosa, el hombre, etc. En
general, el lenguaje, obedeciendo a su genuino instinto ló­
gico, distingue entre estas dos aplicaciones de la noción
de conocer: la primera corresponde a yvnrvai, noscere,
kennen, connaître; la segunda a eïôévcu, serre, wissen,
savoir * En el origen, la primera podría considerarse más
bien como lo que he llamado conocimiento fenoménico,
es decir, el conocimiento en cuanto familiaridad con lo co­
nocido, una acepción que tal vez sea más afín a la comu­
nicación corporal fenoménica, y es de naturaleza menos
* Los términos castellanos correspondientes serían «conocer» en la primera
serie y «saber (acerca)» en la segunda. Los que propone James en inglés son «be
acquainted with» y «know (about)* respectivamente. En aquellas ocasiones en las
que pueda generarse alguna ambigüedad en el uso de los términos, indicaré entre
corchetes el término inglés que traduzco. En la mayoría de los casos, sin embargo,
su sentido queda suficientemente explicado por el contexto. (N. del t.f.
WILLIAM JAMES il
genuinamente intelectual que la otra; es la clase de cono­
cimiento que tenemos de una cosa en virtud de su presen­
tación a los sentidos o de su representación en una imagen
o un tipo, una Vorstellung. La otra es la que expresamos a
través de juicios o proposiciones y se encarna en Begriffe
o conceptos, sin que se requiera ninguna representación
de la imaginación, y es en su origen la noción más intelec­
tual del conocimiento. No hay razón, sin embargo, para
que no podamos expresar de una u otra forma nuestro
conocimiento, sea del tipo que sea, a condición de que no
empleemos ambas confusamente en la misma proposición
o razonamiento.»
De acuerdo con esto, si nuestra hipotética sensación
de q —en caso de ser conocimiento— es solo conocimien­
to del tipo «familiaridad», tratar de extraer de ella algún
saber acerca de cualquier cosa que pueda haber bajo el
sol, aunque fuera acerca de sí misma, vendría a ser como
tratar de ordeñar a un macho cabrío, como dirían los an­
tiguos. Y si al fracasar en nuestra empeño nos giráramos
contra la sensación y la calificáramos de cero psíquico,
estaríamos siendo tan injustos con ella como si tras el
infructífero asalto al macho cabrío proclamáramos el ca­
rácter no lactífero de toda la tribu de las cabras. Sin em­
bargo, todo el tinglado montado por la escuela hegeliana
para tratar de negar el reconocimiento filosófico a la sen­
sación se funda en esta falsa pretensión. Una y otra vez
se recurre a la «mudez» de la sensación, a su incapacidad
de «declarar» nada,3 para negar todo significado a la idea
misma de sensación y para justificar la negación lisa y
llana de su existencia por parte del estudioso del conoci­
3. Véase por ejemplo la Introducción de Creen al Tratado sobre ¡a naturaleza
bunatta de Hume* p. 36.
32 LA FUNCIÓN DFl CONOCIMIENTO
WH1IAM (AMES 33

miento. Se entiende en general que «significar», en el sen­

muelas o alguna sensación más compleja, como la luna
tido de ser el signo de otros estados mentales, es la única
llena nadando en su abismo azul: en primer lugar debe
función de cualesquiera estados mentales que podamos
presentarse bajo esta sencilla forma y ser captada en esta
tener; y una vez hemos reconocido que nuestra pequeña
primera intención, antes de que pueda alcanzarse ningún
y primitiva sensación no tiene ningún significado en este
saber acerca de ella. El saber acerca de ella es ella misma
sentido literal, solo hay un paso para concluir que carece
con un contexto añadido. Elimínenla a ella, y cualquier
de significado, luego de sentido, que es pura vacuidad y
cosa que añadan ya no puede ser un contexto.4
finalmente tildarla de absurda e inadmisible. Pero en esta
Dicho esto, dejemos a un lado esta objeción y am­
liquidación universal, en esta pendiente sin freno que lle­
pliemos nuestra tesis del siguiente modo: si en el uni­
va del conocimiento directo al «saber acerca», hasta que
verso hubiera una q distinta de la q de la sensación, esta
al final no queda nada acerca de lo cual pueda predicarse
última podría conocer una entidad eyectiva respecto a
este saber, ¿acaso no hemos perdido de vista justamen­
ella misma; un conocimiento que en cuanto mera fa­
te toda posible «significación»? Y cuando nuestro saber
miliaridad sería difícil imaginar susceptible de mejora
acerca de las cosas haya alcanzado tan elaborada perfec­
o aumento, siendo completo en su género; y que nos
ción, ¿acaso no debe ir acompañado e inextricablemente
obligaría (en la medida en que no nos neguemos a con­
entrelazado con algún tipo de conocimiento que señale
siderar el conocimiento como una forma de saber) a
de qué cosas versa todo este saber?
decir no solo que la sensación es cognitiva, sino que
Pues bien, nuestra hipotética pequeña sensación pro­
todas las cualidades de la sensación, en la medida en
porciona un qué; y si fuera seguida por otras sensaciones
que haya algo externo a ellas a lo que se parezcan, son
que recordaran a la primera, este qué podría convertirse
Sensaciones de cualidades de la existencia, y por lo tan­
en el sujeto o el predicado de algún «saber acerca», de
to percepciones de hechos externos.
algún juicio que percibiera relaciones entre ella y otros
Se observará que la cuestión crucial para esta atribu­
qués que esas otras sensaciones pudieran conocer. La
ción de una función cognitiva de la primera sensación
hasta ahora estúpida q recibiría un nombre y dejaría de
reside en el descubrimiento de que q existe fuera de sí
ser muda. Pero todo nombre, como saben los estudiantes
misma. A falta de este descubrimiento, no podríamos es­
de lógica, tiene su «denotación» propia; y la denotación
tar seguros de sí la sensación es cognitiva, y si de hecho
siempre significa alguna realidad o contenido, carente de
relaciones ab extra o no analizada en cuanto a sus relacio­
nes internas, como la q supuestamente conocida por nues­ 4. Si cuando A entra, B exclama: «¿No has visto a mi hermano en la escale-
n^*p todos estamos de acuerdo en que A podría responder: «Le he visto, pero no
tra sensación primitiva. No cabe ninguna proposición que ••bí* que era tu hermano»; la ignorancia de esta relación no cancela su capacidad
exprese relaciones si no es sobre la base de un conoci­ « «t Pero quienes sostienen que la falta de relaciones entre los primeros hechos
Conocemos implica que no los conocemos realmente deberían sostener en
miento [acquaintance] previo de esta clase de «hechos» •Wosecuencia que si A no percibió la relación del hombre de las escaleras con B,
talonees es imposible que lo percibiera en absoluto.
o contenidos. Tanto da si q es una fragancia, un dolor de
34 LA FUNCION DEL CONOCIMIENTO
no hubiera nada exterior a ella por descubrir, deberíamos
calificarla de sueño. Pero la sensación no puede hacer el
descubrimiento por sí misma. La única q que capta es la
suya propia; y su naturaleza no se ve alterada en lo más
mínimo por el hecho de que se le otorgue o se le retire la
función cognitiva. Esa función es accidental a ella; sinté­
tica, no analítica; externa y no interna a su ser.
Una sensación siente del mismo modo que un fusil dis­
para. Ambos se descargan aun cuando no haya nada que
sentir o contra lo que disparar, ins blaue binein [al buen
tuntún]. Sin embargo, si algo se pone frente a ellos ya no
sólo disparan y sienten, sino que hieren y conocen.5
Pero con esta idea surge una objeción más grave que
ninguna de las anteriores. Nosotros los críticos miramos
y comprobamos que hay una q real y una sensación de q\
y como una se parece a la otra, decimos que una conoce a
la otra. Pero ¿qué derecho tenemos a decir esto sin saber
si la sensación de q pretende representar esa q en parti­
cular? Supongamos que en lugar de una sola q hubiera
múltiples qs reales sobre el terreno. Si el fusil dispara y
da en alguna de ellas, es fácil comprobar cuál ha sido.
5. Resulta extraño llamar accidental a una función tan importante, pero no
veo cómo se puede evitar. Si paramos de la realidad y preguntamos cómo es posi­
ble que llegue a ser conocida, solo podemos responder invocando una sensación
que la reconstruya a su manera más privada; del mismo modo, si partimos de k
sensación y preguntamos cómo es posible que conozca, solo podemos responder
invocando una realidad que la reconstruya a su manera más pública. En ambos
casos, sin embargo, el dato del que partimos se queda como estaba. Es fácil per­
derse en misterios verbales como la diferencia entre la cualidad de la sensación y
la sensación de la cualidad, entre tecibir y reconstruir el conocimiento de una rea­
lidad. Pero, en último término, debemos confesar que la idea de una cognición real
implica un dualismo no mediado entre el sujeto cognoscente y el objeto conocido.
Véase Metapbysics de Bowne, Nueva York, 1882, pp. 403-412, y diversos pasajes
de Lotze, por ejemplo en Logic, par. 308. («No mediado» no es una expresión
muy acertada. (1909)]
WILLIAM JAMF.S 35
Pero ¿cómo vamos a distinguir cuál conoce la sensación?
Ciertamente conoce la que representa. Pero ¿a cuál repre­
senta? La propia sensación no declara intención alguna
en este sentido. Simplemente se parece a ellas, a todas de
forma indistinta; y parecerse a algo no supone necesaria­
mente representarlo. Un huevo se parece a otro huevo,
pero no por ello se representan o conocen unos a otros.
Y si alguien dice que esto sucede porque ninguno de ellos
es una sensación, sólo tiene que imaginar un mundo que
consistiera únicamente en dolores de muelas: todos ellos
serían, sin duda, sensaciones, y además sensaciones casi
idénticas entre sí. ¿Quiere eso decir que se conocerían
unas a otras?
El caso de que q sea una pura cualidad como un do­
lor de muelas es muy distinto del caso de que sea una
cosa concreta individual. En la práctica no existe ninguna
prueba que permita decidir si la sensación de una cua­
lidad pura pretende representar o no a dicha cualidad.
No puede hacerle nada a la cualidad externa más allá de
parecerse a ella, por la sencilla razón de que una cualidad
abstracta es una cosa a la que no se le puede hacer nada.
Al no tener contexto, entorno o principium individuatio-
nis- al ser una quiddity sin haecceity; al ser; en fin, una
idea platónica, resultaría imposible distinguir incluso du­
plicados de una misma cualidad (en caso de que fueran
posibles), y no podría hallarse ningún indicio ni ningún
resultado que dependiera de si la sensación representaba
a una u otra versión, o de si simplemente se parecía a la
cualidad sin pretender representarla en absoluto.
Si suponemos ahora un genuino pluralismo de versio­
nes de la cualidad q, y asignamos a cada una de ellas un
0OHtexto que la distinga de las demás, podríamos dar una
•Aplicación de qué versión de la misma conoce la sensación
36 LA FUNCIÓN DEL CONOCIMIENTO
por la vía de extender nuestro principio de similitud al
contexto y decir que la sensación conoce aquella q parti­
cular cuyo contexto duplica con más exactitud. Pero en
este punto reaparece la duda teórica, pues ¿acaso la du­
plicación y la coincidencia constituyen por sí mismos co­
nocimiento? El fusil indica contra qué q apunta y dispara
a base de romperla. Mientras la sensación no indique con
un signo igual de flagrante qué q señala y conoce, ¿por
qué no hemos de ser libres de negar que señale o conoz­
ca ninguna de las qs reales, y de afirmar que la palabra
«parecido» describe exhaustivamente su relación con la
realidad?
En verdad, toda sensación actual nos muestra de for­
ma tan flagrante como la pistola hacia qué q apunta; en
todos los casos concretos la cuestión se decide en la prác­
tica apelando a un elemento que hasta ahora hemos igno­
rado. Pasemos de las abstracciones a instancias concretas
y pidámosle a nuestro complaciente deux ex machina que
nos cree un mundo más variado. Pidámosle que me en­
víe, por ejemplo, el sueño de la muerte de cierto hombre
y que cause simultáneamente la muerte de dicho hom­
bre. ¿Cómo decidiría espontáneamente nuestro instinto
práctico si estamos ante un caso de conocimiento de la
realidad o solo ante una coincidencia maravillosa entre
mi sueño y una realidad que se le parece? Casos extraños
como este son justo lo que trata de registrar e interpretar
de la forma más razonable posible la Sociedad de Inves­
tigación Psíquica.
Si mi sueño fuera el único de esa clase que hubiera
tenido en toda mi vida, si el contexto de la muerte en el
sueño fuera distinto en muchos detalles particulares del
de la muerte real, y si mi sueño no me condujera a ningu­
na acción en relación con la muerte del hombre, sin duda
WILLIAM JAMES 37
todos deberíamos considerarlo una extraña coincidencia
y nada más que eso. Pero, si la muerte en el sueño tuvie­
ra un contexto muy completo que encajara punto por
punto con cada detalle que acompañó a la muerte real;
si yo experimentara esos sueños constantemente, todos
con el mismo grado de perfección; y si al despertar tuvie­
ra la costumbre de actuar inmediatamente como si esos
sueños fueran verdaderos y de este modo «me adelanta­
ra» a otras personas más tardíamente informadas, lo más
probable es que admitiéramos que poseía un misterioso
poder de clarividencia, que mis sueños de algún modo
inescrutable significaban justo esas realidades que figura­
ban, y que la palabra «coincidencia» no llegaba al fondo
de la cuestión. Y cualesquiera dudas que alguien pudiera
conservar desaparecerían por completo si resultara que
desde el interior de mi sueño yo tuviera la capacidad de
interferir en la realidad y hacer que siguiera un curso u
otro, según soñara yo que debía hacerlo. En ese caso al
menos sería seguro que mis críticos despiertos y mi yo
dormido se referían a lo mismo.
Así es como los hombres resuelven invariablemente
la cuestión. La existencia de consecuencias prácticas del
sueño en el mundo real y el grado de parecido entre los
dos mundos son los criterios que usan instintivamente.6
6. Un objctor concienzudo podría insistir en su objeción, y aun en el caso de
un sueño que reflejara completamente el universo real, hasta el punto de que todas
las acciones soñadas en él tuvieran su duplicado en el universo, seguiría insistiendo
en que esto no constituye más que una armonía entre ambos, y que sigue estando
muy lejos de quedar claro si el mundo soñado se refiere a este otro mundo que
tan fielmente copia hasta el menor de sus detalles. Esta objeción nos mete de lleno
en la metafísica. No pretendo negar su importancia, y en justicia debo reconocer
que, si no fuera por las enseñanzas de mi colega, el doctor Josiah Royce, no lo
habría comprendido en toda su profundidad ni habría clarificado tanto mi pro­
pio punto de vista práctico y psicológico. En esta ocasión prefiero mantenerme
fiel a este punto de vista; espero, sin embargo, que la crítica más fundamental
 38 LA FUNCION DE!. CONOCIMIFN'I'O
Toda sensación está orientada a la acción, toda sensa­
ción resulta en acción: hoy no hace falta aportar ningún
argumento para demostrar estas verdades. Pero por una
singular disposición de la naturaleza, que cabría con­
cebir que hubiera sido distinta, mis sensaciones actúan
sobre las realidades en el mundo de mi crítico. De modo
que, salvo que mí crítico sea capaz de demostrar que mi
sensación no «señala hacia» esas realidades sobre las
que actúa, ¿cómo puede seguir dudando de que tanto él
como yo conocemos el mismo mundo real? Si la acción
tiene lugar en un mundo, ese debe ser al que se refiere
la sensación; si sucede en otro, entonces debe ser ese
otro el que tiene en mente. Si tu sensación no tiene nin­
guna consecuencia en mi mundo, la consideraré total­
mente ajena a él; la llamaré un solipsismo y consideraré
tu mundo un mundo soñado, Si tu dolor de muelas no
te lleva a actuar como si yo tuviera dolor de muelas, o
ni siquiera como si yo tuviera una existencia separada;
si no me dices «¡Sé cuánto debes sufrir!», ni me indicas
ningún remedio, niego que tu sensación, por mucho que
se parezca a la mía, la conozca realmente. No da ningún
signo de conocerla, y ese signo es absolutamente nece­
sario para que admita que la conoce.
del doctor Royce sobre la función cognitiva vea pronto la luz. [En esta nota me
refería al libro de Joyce: Religiaus aspect of pbiiosophy, entonces a punto de ser
publicado. Este poderoso libro sostenía que la noción de una referencia implicaba
la de una mente inclusiva que contuviera tanto la q real como la q mental, y usara
la segunda expresamente como símbolo para representar la primera. En aquel
momento, yo no estaba en condiciones de refutar esta posición trascendentalista.
Más adelante, en gran medida gracias a la influencia del profesor D.S. Miller
(véase su artículo «The meaning of truth and error» en el Philosophical Review
de 1893, voi. a, p. 403), me di cuenta de que cualquier operación experimentare
de manera concreta podía cumplir tan bien la función de intermediación como las
intenciones de una mente absoluta.|
WILLIAM (AMES
Para que yo pueda pensar que te refieres a mi mundo,
debes influir sobre mi mundo; para que yo pueda pensar
que te representas una parte importante de él, debes in­
fluir de forma importante sobre él; y para que pueda estar
seguro de que te lo representas igual que yo, debes influir
sobre él igual como lo harta yo si estuviera en tu lugar. En
este caso, yo, tu crítico, creeré gustosamente no solo que
pensamos en la misma realidad sino que la pensamos del
mismo modo, y que nuestro pensamiento cubre una parte
importante de su extensión.
A falta de los efectos prácticos de las sensaciones de
nuestro prójimo sobre nuestro propio mundo, nunca
sospecharíamos la existencia de sus sensaciones y, por
supuesto, nunca nos hallaríamos desempeñando el papel
de críticos, como en este artículo. La naturaleza tiene
una constitución muy particular. En el mundo de cada
uno de nosotros existen ciertos objetos llamados cuerpos
humanos que se mueven y actúan sobre todos los demás
objetos que hay en él, y las ocasiones en las que actúan
se parecen a las ocasiones en que lo haríamos nosotros,
si se tratara de nuestros cuerpos. Emplean palabras y
gestos que, en caso de usarlos nosotros, implicarían la
presencia de pensamientos tras ellos, y no meros pen­
samientos uberhaupt sino pensamientos estrictamente
determinados. Pienso que posees la noción de fuego en
general porque veo que actúas en relación con el fuego
de mi habitación igual como lo hago yo: lo atizas, te
arrimas a él, etc. Y eso me obliga a creer que si tienes
la sensación de «fuego», entonces el fuego al que se re­
fiere tu sensación es este. De hecho, jamás descubrimos
la realidad a la cual se refiere una sensación en virtud
efe su «parecido» con ella cuando nos erigimos en críti­
co« psicológicos. Primero comprendemos a qué realidad
40 LA FUNCION DEL CONOCIMIENTO
se refiere, y luego suponemos que debe parecerse a ella.
Nos encontramos mirando los mismos objetos, señalán­
dolos y manipulándolos de diversos modos, y en virtud
de eso confiamos en que nuestras distintas sensaciones
se parecen a la realidad y entre sí. Pero esto es algo de
lo que nunca podemos estar seguros a nivel teórico. En
la práctica, sin embargo, si un rufián le estuviera dando
una paliza a mi cuerpo, sería un caso de grubelsucht que
dedicara mucho tiempo a sutiles especulaciones acerca
de si la visión que tenía este hombre de mi cuerpo se
parecía a la mía, o de si el cuerpo que realmente tenía in­
tención de atacar era en realidad un cuerpo presente sólo
en su mente, en todo distinto del mío. El punto de vista
práctico barre de golpe todas esas telarañas metafísicas.
Si lo que tuviera en mente no fuera mi cuerpo, ¿por qué
llamarlo cuerpo siquiera? En realidad, su mente no es
más que un término inferido por mí al que atribuir las
cosas que ocurren. La inferencia resulta más bien vacía
si, una vez inferido el término, lo desvinculo del cuerpo
que me llevó a inferirlo y lo vinculo a otro que no tiene
nada que ver conmigo. Olvídense del problema metafísi-
co de cómo pueden dos mentes distintas, la del rufián y
la mía, referirse al mismo cuerpo. Dos hombres que ven
sus cuerpos respectivos ocupar el mismo espacio, pisar el
mismo suelo, salpicar la misma agua, llenar de sonidos
el mismo aire, jugar al mismo juego y comer del mismo
plato, no creerán nunca en la práctica en un pluralismo
de mundos solipsistas.
El caso es muy distinto, sin embargo, cuando las ac­
ciones de una mente no parecen tener efecto alguno en el
mundo de otra. Eso es lo que ocurre en la poesía y en la
ficción. Todo el mundo conoce a Ivanhoe, por ejemplo;
pero si nos atenemos al relato puro y simple, sin consi­
WILLIAM JAMtS 41
derar los hechos relativos a su producción, pocas perso­
nas dudarían en admitir que hay tantos Ivanhoes como
mentes diferentes que conocen el relato.7 El hecho de que
todos estos Ivanhoes se parezcan entre sí no prueba en
absoluto lo contrario. Pero si la alteración introducida
por un hombre en su propia versión reverberara inmedia­
tamente en todas las demás y produjera cambios en ellas,
nos pondríamos de acuerdo sin dificultad en que todos
esos pensadores estaban pensando en el mismo Ivanhoe y
en que, más allá de si era o no era una ficción, constituía
un pequeño mundo común a todos ellos.
Llegados a este punto, podemos retomar nuestra
tesis y perfeccionarla un poco más. Si conservamos el
término q para referirnos a la realidad y concedemos
que la sensación del crítico responde por ella, podemos
decir que cualquier otra sensación se entenderá conoce­
7. Esto es, no hay tal cosa como un «Ivanhoe» real, ni siquiera el que existía
en la mente de Sir Walter Scott mientras escribía el relato. Este no es mis que el
primero en la serie de los solipsismos Ivanhoe. Ciertamente, podemos convertirlo
CB el verdadero Ivanhoe si queremos, y luego decir que los otros Ivanhoes lo Co­
nocen o no lo conocen en función de si se refieren y se parecen a él o no. Para ello
a preciso introducir en escena al propio Sir Walter Scott como autor del Ivanhoe
(Cal, y por lo canto construir un objeto complejo a partir de ambos. Este objeto no
Ct, sin embargo, un simple relato, pues posee relaciones dinámicas con el mundo
común a la experiencia de todos los lectores. El Ivanhoe de Sir Walter Scott fue
«apreso en libros que todos podemos manejar y a los cuales podemos referirnos
pon ver cuál de nuestras versiones es la verdadera, es decir, la versión original del
ptopio Scott. Podemos examinar el manuscrito, en suma, podemos remontarnos
ai Ivanhoe en la mente de Scott por muchos caminos y vías distintas del mundo
*#al de nuestra experiencia, algo que no podemos hacer en ningún caso con el
hanlioe o la Rebeca, el templario y el lsaak de York de la historia tomados sim-
mente como tales, y separados de las condiciones de su producción, h'n todos
t casos vamos a parar a la misma prueba: ¿podemos pasar de forma continua de
do* objetos en dos mentes distintas a un tercer objeto que parece estar en ambas
(Untes, pues cada una de ellas siente las modificaciones que la otra imprime en
®coo objeto? Sí fuera así, los dos primeros objetos serían meros derivados, por
decir poco, del mismo tercer objeto, y en caso de que se parecieran el uno al orro
fsJbría sostener que ambos se refieren a una y la misma realidad.
42 LA FUNCION DEL CONOCIMIENTO
dora de q a condición de que se parezca a q y asimismo
se remita a q, esto último en virtud de que modifica
directamente a q o modifica alguna otra realidad, p o
r, que el crítico sabe que es continua con q. En pocas
palabras: la sensación de q conoce cualquier realidad a
la que se parece y sobre la que actúa ya sea de forma
directa o indirecta. Si se parece a ella sin operar sobre
ella, es un sueño; si opera sobre ella sin parecerse a ella,
es un error.®
8. Entre dichos errores figuran los casos en los que nuestra sensación opera
sobre una realidad a ta que se parece parcialmente y a la que, sin embargo, no se
refiere: por ejemplo, cuando tomo el paraguas de otro con la intención de tomar el
mío. No se puede decir que en este caso conozca el paraguas del otro, ni tampoco
el mío, a pesar del mayor parecido que guarda con él mi sensación. Me estoy equi­
vocando respecto a ambos, representando erróneamente su contexto, etc.
Kn el texto me he expresado como si el crítico fuera necesariamente una men­
te, y la sensación criticada otra. Pero la sensación criticada y su crítica pueden ser
dos sensaciones subsiguientes en una misma mente, y en este caso parecería que
podemos descartar la necesidad de cualquier operación para demostrar que el
crítico y lo criticado se refieren a y pretenden representar lo mismo. Creemos tener
una percepción directa de nuestras sensaciones pasadas y tener un conocimiento
inapelable de aquello a lo que se refieren. En el peor de los casos, siempre pode­
mos corregir la intención de nuestra sensación presente y hacer que se refiera a la
misma realidad a la que pudiera referirse cualquiera de nuestras sensaciones pasa­
das. No necesitamos pues ninguna «operación» en este caso para asegurarnos de
que la sensación y su crítica significan la misma q real. ¡Pues bien, mucho mejor!
Hemos tratado el caso más complejo y difícil en el texto, y podemos dejar de lado
este otro más fácil. Lo principal ahora mismo es mantenernos en el terreno de la
psicología práctica e ignorar todas las dificultades metafísicas.
Un último comentario. Se observará que nuestra fórmula no contiene nada
que se corresponda con el gran principio cognitivo establecido por el profesor
Ferrier en sus Institutos of Metaphysic y aparentemente adoptado por todos los
seguidores de Hchte, a saber, el principio de que para que haya conocimiento
debe existir un conocimiento de la mente cognoscenre junto al de cualquier otra
cosa conocida: lo mínimo que he de poder conocer no es solo q, como hemos
supuesto aquí, sino q más yo mismo. Pero no cabe duda de que el sentido común
de la humanidad no se plantea siquiera aplicar principios de este tipo cuando tra­
ta de discriminar entre estados conscientes cognitivos y no cognitivos, de modo
que si el principio de Ferrier posee alguna relevancia será para la posibilidad
metafísica de la conciencia en general, y no para la constitución de la conciencia
cognitiva reconocida en términos prácticos. Por tanto, podemos dejarla de lado
aquí sin más.
WILLIAM jAMíS 4.1
Cabe temer que el lector encuentre esta fórmula insig­
nificante y obvia, apenas merecedora de que se dediquen
a ella tantas páginas, más aún si se tiene en cuenta que los
únicos casos a los que se aplica son las percepciones y que
todo el campo del pensamiento simbólico o conceptual
parece escapar a ella. Siempre que la realidad en cuestión
sea un acto o una cosa material, o bien un estado de con­
ciencia del crítico, puedo copiarla en mi mente y también
operar sobre ella —en el segundo caso de forma indirec­
ta, por supuesto— desde el momento mismo en que la
percibo. Pero existen muchas cogniciones, universalmen­
te reconocidas como tales, que ni copian sus realidades ni
operan sobre ellas.
Se asume universalmente que en todo el campo del
pensamiento simbólico nos referimos a, hablamos de y
alcanzamos conclusiones sobre —en pocas palabras, co­
nocemos— realidades particulares, sin que haya en nues­
tra conciencia subjetiva ninguna materia mental que se
parezca a ellas siquiera remotamente. Se nos informa de
ellas en un lenguaje que no despierta ninguna conciencia
fcn nosotros más allá de su sonido, y solo sabemos de qué
realidades se trata por un atisbo débil y fragmentario
de un contexto remoto de las mismas, no por ninguna
imaginación directa. Puesto que distintas mentes pueden
diferir en este punto, permítanme que hable en prime­
ra persona. Estoy seguro de que mi propio pensamien­
to presente está subjetivamente integrado de forma casi
exclusiva por palabras, las cuales se vuelven inteligibles
en virtud de remitir a una realidad que se encuentra más
allá del horizonte de mi conciencia directa y de la que
sólo soy consciente como un término final que se en­
cuentra en una cierta dirección, al que dichas palabras
Podrían llevar pero al que no llevan aún. El asunto o el
44 LA FUNCIÓN DDL CONOCIMIENTO
tema de estas palabras es usualmente algo situado detrás
de ellas y hacia lo que parezco empujarlas mentalmente,
como si señalara hacia algo con el pulgar por encima
de mi hombro, pero sin girarme a mirar, con la entera
seguridad de que está allí- El resultado o conclusión de
las palabras es algo situado delante de ellas y hacia lo
que parezco inclinar mi cabeza, como si diera mi asen­
timiento a su existencia, aunque mi ojo mental no capte
más que una imagen fragmentaria relacionada con ella,
la cual, sin embargo, solo necesita ir acompañada de la
sensación de familiaridad y realidad para que sienta el
todo al que pertenece como racional, real y por lo tanto
admisible.
Estamos pues ante una forma de conciencia cognitiva
a gran escala, y sin embargo lo que conoce apenas guar­
da ningún parecido con nada. Es preciso pues completar
más la última versión de nuestra tesis, por lo que pasa­
remos a formularla del siguiente modo: una percepción
conoce cualquier realidad a la que se parece y sobre la
que opera de forma directa o indirecta; una sensación
conceptual o pensamiento conoce9 una realidad siempre
que termina de forma actual o potencial en una percep­
ción que se parece a u opera sobre esta realidad, o bien
se halla de otro modo conectada con ella o con su con­
texto. Esta última percepción puede ser una impresión
o una idea sensorial; y cuando digo que el pensamiento
debe terminar en dicha percepción me refiero a que debe
ser capaz en último término de llevar hasta ella, sea a
través de una experiencia práctica, si la sensación final
fuera una impresión sensorial; sea a través de una suge­
9. Es un pensamiento incompleto «acerca» de esta realidad, dicha realidad es
su «rema», etc.
WILLIAM JAMES 45
rencia lógica o habitual, si fuera solo una imagen en la
mente.
Tal vez un ejemplo permita entender todo esto con
más claridad. Abro el primer libro que encuentro y leo la
primera frase sobre la que pongo los ojos: «Newton reco­
noció la mano de Dios en los cielos tan claramente como
k> hizo Paley en el reino animal». Al momento vuelvo
sobre mis pasos y trato de analizar el estado subjetivo
con el que aprehendí rápidamente esta frase al leerla. En
primer lugar, estaba la obvia sensación de que la frase era
inteligible, racional y relativa al mundo de las realidades.
También había una sensación de acuerdo o armonía en­
tre «Newton», «Paley» y «Dios». No había imagen algu­
na conectada con las palabras «cielo», «obra» o «Dios»;
no eran más que palabras. Diría que «reino animal» iba
asociado a una vaga conciencia (posiblemente una ima­
gen de la escalera) del Museo de Zoología de la ciudad de
Cambridge, desde donde escribo. «Paley» iba asociado
a una conciencia también vaga de un librito de cuero;
y «Newton» a una visión bastante nítida de la esquina
inferior derecha de una peluca rizada. Esa es toda la ma­
teria mental que soy capaz de descubrir en mi primera
conciencia del significado de esta frase, y me temo que
hubiera sido menos aún si se tratara de una lectura ge-
nuina y no experimental. Y sin embargo mi conciencia
éra verdaderamente cognitiva. La frase se refiere a «reali­
dades» que mi crítico psicológico —no nos olvidemos de
él— reconoce también como tales, del mismo modo que
»conoce el carácter cognitivo de mi explícita sensación
de que lo son y mi aquiescencia general en la corrección
de lo que leo acerca de ellas.
' ¿Qué justifica tanta indulgencia por parte de mi crí­
tico? ¿Cómo puede estar seguro de que esta conciencia
48 LA FUNCION DIl C:ONOCÍMI£NTO
y en el mismo sentido.10 Si cada uno se aferrara a su pro­
pia percepción como la realidad, estaría obligado a decir
que por más que la percepción del otro se refiera a esta
realidad y que pueda demostrarlo introduciendo modifi­
caciones en ella, en la medida en que no se parezca a ella
es completamente falsa y errónea.11
Si esto es cierto de las percepciones, ¡qué no podrá
decirse de las formas superiores de pensamiento! Es pro­
bable que ya en la esfera de las impresiones sensibles exis­
tan diferencias significativas entre individuos. El estudio
comparativo de los elementos conceptuales más simples
parece mostrar una divergencia aún mayor. Y cuando se
trata de teorías generales y actitudes emocionales hacia
la vida procede decir con Thackeray: «Amigo mío, dos
universos distintos caminan bajo su sombrero y el mío».
Así pues, ¿qué puede salvamos de caer en un caos
de solipsismos mutuamente excluyentes? ¿Cómo pue­
den entrar en comunión nuestras mentes? Sólo a través
del común parecido de aquellas de nuestras sensaciones
perceptivas que poseen la capacidad de modificarse unas
a otras, unas sensaciones que no son más que estúpido
«conocimiento por familiaridad», el cual deberá parecer­
se además a sus realidades si ha de saber algo acerca de
ellas. Todo nuestro «saber acerca» de las cosas termina
necesariamente en este «conocimiento por familiaridad»,
e incluye como parte de su contenido la indicación de
10. Aunque arabos puedan terminar en la misma cosa y ser pensamientos
incompletos «acerca» de ella.
11. La diferencia entre el idealismo y el realismo se diluye en este punto. Lo
que se dice en el texto es consistente con cualquiera de las dos teorías. Una ley en
virtud de la cual mi percepción puede modificar directamente la tuya no es más
misteriosa que una ley en virtud de la cual puedo modificar una realidad física y
que luego dicha realidad modifique tu percepción. Kn ambos casos los dos forma­
mos parte de un mundo continuo y no dos solipsismos.
Wli i lAM JAMES 49
esta terminación posible. Estas percepciones, estos térmi­
nos finales, estas cosas sensibles, estos «asuntos de mera
familiaridad» fmatters-of-acquaintance), son las únicas
realidades que conocemos directamente, y toda la histo­
ria de nuestro pensamiento es la historia de la sustitución
de unas por otras y la reducción del sustituto al estatus de
signo conceptual. A pesar de la condena de ciertos pen­
sadores, estas impresiones sensibles son la madre tierra,
el punto de anclaje, la roca firme, el límite inicial y final,
el terminus a quo y el terminus ad quem de la mente.
Entrar en contacto con esos términos sensibles debería
ser el objeto de todo nuestro pensamiento superior. Con
ellos termina la discusión; contra ellos se rompe la falsa
vanidad del conocimiento; sin ellos no tenemos modo de
acceder a los significados del otro. Si dos hombres actúan
del mismo modo sobre una percepción, creen sentirla del
mismo modo; sí no es así, pueden sospechar que la co­
nocen de modos distintos. Nunca podemos estar seguros
de que comprendemos lo que dice otro hasta que pode­
mos someter la cuestión a esta prueba.12 Este es el moti­
vo de que las discusiones metafísicas se parezcan tanto
a peleas contra eí aíre: no tienen ningún resultado prác­
tico en términos de sensación. Las teorías «científicas»,
en cambio, siempre terminan en percepciones definidas.
Puedes deducir una impresión sensorial posible a partir
12. «No hay diferencia de significado tan sutil que consista en algo más que
posible diferencia en la práctica. (...) Parece por tanto que la regla para al-
Cwuar el grado ¡más elevado] de claridad de aprehensión es el siguiente: consi-
qué efectos, susceptibles concebiblemente de tener repercusiones prácticas,
Concebimos que posee el objeto de nuestra concepción. Nuestra concepción de
dichos efectos es la totalidad de nuestra concepción del objeto.» Charles S. Pcircc:
, *How to make our Ideas clear», en Popular Science Monthly, Nueva York, enero
1878, p. 293.
50 LA FUNCIÓN DEL CONOCIMIENTO
WILLIAM JAMtS

de tu teoría, llevarme a tu laboratorio y demostrarme que
tu teoría es verdadera en relación con mi mundo, pro­
porcionándome dicha impresión sensorial allí y entonces.
Bello es el vuelo de la razón conceptual por las elevadas
esferas de la verdad, y no es extraño que los filósofos si­
gan fascinados por ella y que bajen la mirada con cierto
desdén hacia la tierra de las impresiones sensoriales desde
donde despegó la diosa. Pero pobre de ella si no regresa
junto a lo que le es familiar \its acquaintance]: Nirgends
haften dann die unsicheren Sohten, cualquier ráfaga per­
dida la arrastrará consigo, y se perderá entre las estrellas
como un globo en la noche.
Nora: El lector puede ver con facilidad qué aspectos de
la descripción de la función veritativa que más tarde
desarrollaría en Pragmatismo estaban ya presentes en
este artículo previo, y qué aspectos desarrollé poste­
riormente. En este artículo anterior se afirma de forma
expresa:
1. Que la realidad es externa a la idea verdadera;
2. Que el crítico, el lector o el epistemólogo es el garante de
la existencia de esta realidad en base a su propia creencia;
3. Que el entorno experimentable es el vehículo o el
medio que conecta al sujeto cognoscente con la cosa
conocida, y que hace posible la relación cognitiva;
4. Que señalar a través de este medio hacia la realidad
en cuestión es condición para que se pueda decir que la
conocemos;
5. Que parecerse a y eventualmente influir sobre esta
realidad determina que lo señalado es ella y no otra cosa.
6. La eliminación de la «brecha epistemológica», de
modo que la relación veritativa se agota en las continui­
dades propias de la experiencia concreta y consiste en
una serie de procesos particulares que varían en función
del objeto y del sujeto, y que son susceptibles de des­
cripción detallada.
Los defectos de la descripción ofrecida en este artículo
son:
1. La prominencia posiblemente indebida otorgada al
parecido, que a pesar de ser una función fundamental
del conocer verdadero a menudo no se da;
2. El énfasis indebido que se da al hecho de operar sobre
el objeto mismo, lo cual es en muchos casos decisivo
para determinar que nos referimos concretamente a esc
objeto, pero que a menudo no se da o queda reemplaza­
do por operaciones sobre otras cosas relacionadas con
el objeto.
3. El imperfecto desarrollo de la noción general de la
funcionalidad de la sensación o la idea en cuanto equi­
valente a su adaptación satisfactoria a la realidad par­
ticular que constituye la verdad de la idea. Esta noción
más general, capaz de cubrir especificaciones tales como
señalar, encajar, operar o parecer, es lo que distingue la
visión de Dewey, Schiller y yo mismo en su forma más
desarrollada.
4. Mi tratamiento en la página 49 de las percepciones
como el único reino de la realidad. Actualmente consi­
dero los conceptos como un reino coordinado.
El siguiente artículo ofrece una visión en cierto modo
más amplia del tema por parte del autor.
 LOS TIGRES DF. I.A ÍNDIA1

Hay dos modos de conocer cosas: de forma inmediata o

intuitiva, o bien de forma conceptual o representativa.
Cosas como el papel blanco que tiene usted ante los ojos
pueden conocerse de forma intuitiva, pero la mayoría de
las cosas que conocemos, los tigres de la India, por ejem­
plo, o la filosofía escolástica, solo las conocemos de for­
ma representativa o simbólica.
Para aclarar nuestras ideas supongamos que conside­
ramos, en primer lugar, un caso de conocimiento concep­
tual; y supongamos que se trata de nuestro conocimiento
de los tigres de la India, mientras estamos sentados aquí.
¿Qué queremos decir exactamente cuando decimos que
conocemos los tigres desde aquí? ¿Cuál es el hecho preci­
so por el que este conocimiento en el que tanto confiamos
«se conoce», por usar la expresión poco elegante pero
valiosa de Shadworth Hodgson?*
La mayoría de las personas responderían que nuestra
afirmación de que conocemos los tigres significa que estos,
aun cuando se hallan físicamente ausentes, se encuentran

1. Extractos de un discurso presidencial ofrecido ante la American Psycholo­

gical Association, publicado en Psychological Review, vol. ir, p. 105 (1895).
* Poco elegante en inglés (en el original: «is knoum-as», literalmente «es conocido-
como»), en castellano resulta aún más forzado. He tratado de castellanizar la expre­
sión con la fórmula: «se conoce por (o como)». (N. del t.).
54 LOS TIGRES DE LA INDIA
de algún modo presentes en nuestro pensamiento; en
otras palabras, que nuestro conocimiento se conoce por
una presencia de los tigres ante nuestro pensamiento. Es
habitual envolver en un gran misterio esta suerte de pre­
sencia en la ausencia, y la filosofía escolástica, que no es
más que el sentido común en actitud pedante, la explica­
ría como una forma peculiar de existencia de los tigres en
nuestra mente, llamada existencia intencional. Cuando
menos, la gente diría que conocer los tigres significa que
señalamos mentalmente hacia ellos desde aquí.
¿Pero qué quiere decir señalar en un caso como este?
¿Cómo se conoce este señalar?
Mi respuesta a esta pregunta será muy prosaica y, ade­
más, contraria a los prejuicios no solo del sentido común y
de la escolástica, sino también de casi todos los epistemó-
logos que he leído. La respuesta, en pocas palabras, es la
siguiente: el hecho de que nuestro pensamiento señale ha­
cia los tigres se conoce única y simplemente por un enca­
denamiento de asociaciones mentales y de consecuencias
motoras sucesivas a dicho pensamiento que en caso de ser
seguidas hasta el final llevarían de forma armoniosa hasta
algún contexto ideal o real de los tigres, o incluso hasta
su presencia inmediata. Se conoce por nuestro rechazo del
jaguar, si nos mostraran esa fiera diciendo que era un ti­
gre; y por nuestro asentimiento ante un tigre si nos fuera
mostrado. Se conoce por nuestra capacidad de enunciar
toda clase de proposiciones no contradictorias con otras
que fueran verdaderas de los tigres reales. Se conoce in­
cluso, si nos tomamos muy en serio el asunto de los tigres,
por un encadenamiento de acciones por nuestra parte que
terminarían en la visión directa de tigres, como sería el
caso si viajáramos a la India con el fin de cazar tigres y
traer de vuelta un gran número de pieles de esos picaros
WILLIAM (AMES 55
rayados. Nada de todo esto sugiere una autotrascendencia
de nuestras imágenes mentales tomadas en sí mismas. No
son más que un hecho fenoménico, igual que pueden serlo
los tigres; y el hecho de que señalen hacia los tigres es una
relación intraexperiencial perfectamente común, siempre
que se conceda la presencia de un mundo que permita la
conexión. En pocas palabras, las ideas y los tigres están
tan sueltos y separados, por usar el lenguaje de Hume,
como pueden estarlo cualquier otro par de cosas; y seña­
lar significa aquí una operación tan externa y adventicia
como pueda haberla en la naturaleza.2
Espero que ahora puedan estar de acuerdo conmigo en
que el conocimiento representativo no conlleva ningún
misterio especial, sino solo una cadena externa de inter­
mediarios físicos o mentales que conectan el pensamiento
con la cosa. Conocer un objeto significa llevar hasta él a
través de un contexto aportado por el mundo. Todo esto
fue expuesto de forma muy instructiva en la reunión de
las pasadas Navidades en Nueva York por nuestro colega
D.S. Miller, a quien debo este reconocimiento por refor­
zar mi propia opinión, a veces vacilante.3
Pasemos ahora al conocimiento inmediato o intuitivo
de un objeto, y supongamos que el objeto es la hoja de
papel en blanco que tenemos ante nuestros ojos. En este
caso, el pensamiento y la cosa son indistinguibles por
2. Una piedra que está en un cierto terreno puede «encajar», decimos, en
un agujero que está en otro terreno. Pero mientras nadie lleve la piedra hasta el
agujero, esta relación no es más que un nombre para expresar el hecho de que tal
acto podría producirse. Ocurre algo parecido con el conocimiento de los tigres,
aquí y ahora: no es más que un nombre anticipatorio para el proceso asociativo y
terminativo subsiguiente que podría ocurrir.
3. Véanse los artículos del doctor Miller sobre la verdad y el error, así como
sobre el contenido y la función, en Philosophical Review, julio de 1893 y noviem­
bre de 1895.
56 LOS TIGRES DE LA INDIA
naturaleza, como vimos hace un momento, y no hay nin­
gún contexto de intermediarios o asociaciones que se in­
terponga entre ambos y los separe. No hay «presencia en
la ausencia», no se «señala» nada, sino que el pensamien­
to envuelve totalmente el papel; está claro que esta forma
de conocer no puede explicarse igual que aquel que tenía
a los tigres por objeto. Nuestra experiencia está salpica­
da de estados de conocimiento inmediato como este: en
un momento u otro nuestra creencia reposa en un dato
último como la blancura, la suavidad o la forma cua­
drada de este papel. En este punto no es relevante si es­
tas cualidades son realmente los aspectos últimos del ser,
o solo suposiciones provisionales nuestras a las que nos
aferramos a falta de mayor información. En la medida
en que creemos en ellos nos encontramos cara a cara con
nuestro objeto. ¿Qué significa decir que «conocemos» un
objeto de este tipo? ¿No es esta también la forma como
conoceríamos al tigre si nuestra idea conceptual del mis­
mo terminara por llevarnos hasta su guarida?
Este discurso no debe alargarse demasiado, de modo
que daré mi respuesta en el menor número de palabras
posibles. Permítanme que diga ante todo lo siguiente: en
la medida en que consideremos que la hoja de papel en
blanco o cualquier otro dato último de nuestra experien­
cia forma parte también de la experiencia de otras per­
sonas, y que al conocerlo lo conocemos en la suya tanto
como en la nuestra; en la medida, además, en que se con­
sidere que dicha hoja es una máscara de ciertas molécu­
las escondidas que unos experimentos por el momento
imposibles de realizar sacarán a la luz algún día; en esta
medida, digo, nos encontramos en el mismo caso que el
de los tigres de la India. Siendo las cosas conocidas expe­
riencias ausentes, el conocimiento de las mismas solo puede
WILLIAM (AMES 57
consistir en avanzar sin resistencia hacia ellas a través del
contexto intermedio que el mundo proporciona. Pero si
abstraemos nuestra propia visión privada de cualquier
otro evento, como si constituyera en sí misma el universo
(y perfectamente podría desempeñar ese papel, hasta don­
de sabemos), entonces el papel visto y la visión del mismo
son solo dos nombres para un único e indivisible hecho
que deberíamos llamar por el nombre de datum, fenóme­
no o experiencia. Si el papel está en la mente y la mente
envuelve el papel es porque el papel y la mente son solo
dos nombres que damos posteriormente a una única ex­
periencia, cuando tratamos de establecer sus conexiones
con el mundo más amplio del que forma parte en diferen­
tes direcciones.4 Conocer de forma inmediata o intuitiva
consiste pues en que el contenido mental y su objeto son
idénticos. Esta es una definición muy distinta de la que di­
mos del conocimiento representativo, pero ni una ni otra
implican las misteriosas nociones de autotrascendencia y
presencia en ausencia que constituyen una parte tan esen­
cial de las ideas que mantienen sobre el conocimiento tan­
to los filósofos como el común de la gente.5
4. Esto significa que «la experiencia» puede referirse a dos grandes sistemas
asociativos, el de la historia mental del sujeto de la experiencia o el de los hechos
del mundo que constituyen el objeto de esta experiencia. Forma parte de ambos
sistemas, y puede verse realmente como uno de sus puntos de intersección. Supon­
gamos que una línea vertical representa la historia mental; pero el mismo objeto,
O, aparece también en la historia mental de otras personas, representadas por otras
tantas líneas verticales. De este modo deja de ser la propiedad privada de una ex­
periencia y se convierte, por así decirlo, en una cosa pública o compartida. Ello nos
permite rastrear su historia pública y representarla a través de una línea horizontal.
[El objeto es conocido también en otros puntos de las líneas verticales, tanto repre­
sentativa como intuitivamente, de modo que la línea de su historia exterior debería
describir toda clase de giros y rodeos, pero la dibujo recta para mayor simplicidad.)
En todo caso, sin embargo, la materia que figura en todas las líneas es la misma.
5. [El lector observará que el texto está escrito desde el punto de vista del
realismo ingenuo o del sentido común, y evita entrar en la controversia idealista.)
 Ill
El humanismo y la verdad1

Cuando recibí del editor de Mind unas pruebas del

artículo de Bradley sobre «La verdad y la práctica» com­
prendí que se trataba de una invitación a entrar en la
controversia acerca del «pragmatismo», aparentemente
ya en pleno fragor. Como mi nombre se ha asociado al
movimiento me parece adecuado aceptar la invitación,
tanto más cuanto que en ciertos círculos se me ha dado
más crédito del que merezco, del mismo modo que pro­
bablemente no merezco el descrédito que han proyectado
otros sobre mí.
En primer lugar, en relación con la palabra «pragma­
tismo», debo decir que por mi parte sólo la he usado para
indicar un método para dirimir discusiones abstractas. El
significado relevante de un concepto, dice Peirce, reside
en la diferencia concreta que supone para mí su verdad.
Si se aplicara esta prueba pragmática a todas las cues­
tiones debatidas, evitaríamos toda disputa vana: si de la
verdad de un enunciado u otro no se desprende ninguna
diferencia práctica, entonces son dos formulaciones dis­
tintas de lo mismo; si de la verdad o la falsedad de una

1. Reimpreso con leves revisiones de la revista Mind, vol. xm, N. S., p. 457
(octubre de 1904). Se han realizado algunas interpolaciones tomadas de otro ar­
ticulo de Mind, vol. xiv, «Humanism and truth once more.»
60 EL HUMANISMO Y LA VERDAD
misma tesis no se desprende ninguna diferencia práctica,
entonces la tesis no tiene significado real. Tanto en un
caso como en el otro no queda nada sobre lo que discutir:
podemos ahorrarnos el esfuerzo y dedicarnos a cosas más
importantes.
Así pues, el método pragmático sólo implica que las
verdades deben tener consecuencias prácticas.2 En Ingla­
terra, la palabra se ha usado en un sentido aún más am­
plio, para referirse a la idea de que la verdad de cualquier
tesis consiste en sus consecuencias, y en especial en que
sean buenas consecuencias. En este caso vamos más allá
de las cuestiones de método, y dado que mi propio prag­
matismo y este otro son tan diferentes —y lo bastante
importantes ambos para llevar nombres distintos—, me
parece excelente y digna de ser aceptada la propuesta de
Schiller de dar el nombre de «humanismo» a este prag­
matismo más amplio. Podríamos seguir refiriéndonos
al pragmatismo en sentido más estrecho como «método
pragmático».
En los últimos seis meses he leído muchas críticas hos­
tiles a las publicaciones de Schiller y Dewey; pero donde
escribo no tengo acceso más que a la elaborada impug­
nación de Bradley, y he olvidado en gran parte las otras.
Pienso que un examen libre de la cuestión por mi parte
resultará más útil que un intento de rebatir en detalle es­
tas críticas. Schiller puede hacerse cargo personalmente
de rebatir en particular a Bradley: este se confiesa repe­
tidamente incapaz de comprender los puntos de vista de
Schiller, es evidente que no se ha esforzado demasiado en
hacerlo, y lamento decir que en mi opinión su trabajado
2. («Prácticas» en el sentido de particulares, por supuesto, no en el sentido de
que las consecuencias no puedan ser tanto mentales como físicas.]
WILLIAM )AMES 61
artículo no arroja ninguna luz sobre la cuestión. En con­
junto me parece un caso de ignoratio elenchi, y me siento
libre por lo tanto de pasarlo por alto.
Se trata sin duda de un tema difícil. El razonamiento
de Dewey y Schiller consiste básicamente en una induc­
ción, una generalización que trata de liberarse progresi­
vamente de toda clase de enredos particulares. En caso de
ser válida, supondría una importante reformulación de
las ideas tradicionales. Esta es la clase de producto inte­
lectual que nunca recibe su expresión clásica en su prime­
ra versión. El crítico no debe ser por lo tanto demasiado
duro ni abusar de la lógica al tratar con él, sino consi­
derarlo en conjunto y sobre todo en contraste con las
alternativas. Debe probar de aplicarla primero a un caso
y luego a otro para ver cómo funciona. Me parece que en
ningún caso debe ser tratado como un reo de ejecución
sumaria, bajo el cargo de absurdidad intrínseca o auto-
contradicción, o recurriendo a la caricatura de mostrar el
aspecto que tendría reducido a su esqueleto. El humanis­
mo es más bien uno de esos cambios seculares que tienen
lugar en la opinión pública de la noche a la mañana, por
decirlo así, empujados por mareas «demasiado profun­
das para hacer ruido o espuma», que sobreviven a todas
las crudezas o extravagancias de sus portavoces, y que es
imposible ligar a ninguna tesis absolutamente esencial, ni
matar de una sola cuchillada.
Así han sido también los cambios de la aristocracia a
la democracia, del gusto clásico al romántico, del senti­
miento teísta al panteísta, de las concepciones estáticas
a las evolucionistas de la vida: cambios de los que todos
hemos sido espectadores. La escolástica sigue oponiendo
a estos cambios el método de la refutación por razones
singulares y concluyentes, por la vía de mostrar que la
62 EL HUMANISMO Y LA VERDAD
nueva perspectiva implica una contradicción o que choca
con algún principio fundamental. Es como tratar de de­
tener un río plantando un palo en medio: el agua rodea
el obstáculo y «llega igualmente adonde quería llegar».
Algunos de nuestros adversarios me recuerdan bastante a
esos autores católicos que pretenden refutar el darwinis-
mo diciendo que las especies superiores no pueden pro­
ceder de las inferiores porque minus nequit gignere plus,
o que la transformación es absurda porque implica que
las especies tienden a su propia destrucción y eso violaría
el principio de que toda realidad tiende a perseverar en
su propia forma. El punto de vista es demasiado miope,
demasiado estrecho y cerrado para captar el argumento
inductivo. Las grandes generalizaciones en ciencia siem­
pre se encuentran con esta clase de refutaciones sumarias
en sus inicios; pero siempre las sobreviven y las refutacio­
nes acaban sonando anticuadas y escolásticas. No puedo
dejar de sospechar que la teoría humanista está pasando
ahora mismo por este proceso.
Condición indispensable para entender el humanismo
es adoptar una actitud inductiva, dejar de lado las defi­
niciones rigurosas y seguir la línea de menor resistencia
«en conjunto». «En otras palabras», podría decir un ob-
jetor, «reduce tu intelecto a una cháchara barata». «Pues
eso», respondería yo, «si no estás dispuesto a emplear
una expresión más educada». De acuerdo con su tesis de
que lo «verdadero» es lo más «satisfactorio» (en palabras
de Dewey), el humanismo no puede más que renunciar
honestamente a los argumentos rectilíneos y a los viejos
ideales de rigor y conclusividad. El humanismo consiste
esencialmente en una actitud de renuncia, muy alejada del
escepticismo pirronista. La satisfacción debe medirse por
múltiples criterios, sin que quepa descartar que algunos
WILLIAM (AMES 63
de ellos puedan fallar en el caso concreto; por otro lado,
la más satisfactoria de las alternativas a la vista podría
ser ahora y hasta el final una combinación de ventajas y
defectos, en relación con los cuales solo podemos esperar
que a base de correcciones y mejoras nos aproximaremos
algún día a un máximo de lo primero y un mínimo de
lo segundo. Asumir esta perspectiva inductiva sobre las
condiciones de la creencia supone un cambio profundo
de actitud, una ruptura con las esperanzas absolutistas.
Tal como entiendo el modo pragmático de ver las
cosas, su origen debe buscarse en la crisis de las viejas
verdades científicas que se ha producido en los últimos
cincuenta años. Antes se decía: «Dios es un geómetra»,
y se creía que los elementos de Euclides reproducían li­
teralmente su geometría. Existía una «razón» eterna e
inmutable cuya voz reverberaba supuestamente en Bar­
bara y Celarent. Lo mismo sucedía con las «leyes de la
naturaleza», tanto físicas como químicas, o con las cla­
sificaciones de la historia natural: se suponía que todas
ellas eran duplicados exactos y exclusivos de arquetipos
prehumanos enterrados en la estructura de las cosas, en
los que nos era dado penetrar gracias a la chispa divina
escondida en nuestro intelecto. Se pensaba que la anato­
mía del mundo era lógica, y que dicha lógica era la de un
profesor universitario. Hasta 1850 más o menos, todo el
mundo creía que las ciencias expresaban verdades que
eran copias exactas de un código de realidades no hu­
manas. Pero la rápida multiplicación de teorías de estos
últimos años ha socavado casi totalmente la idea de que
alguna de ellas pueda poseer un mayor grado de objetivi­
dad que las demás. Hay tantas geometrías, tantas lógicas,
tantas hipótesis físicas y químicas, tantas clasificaciones,
todas ellas útiles para ciertas cosas, pero ninguna para
64 EL HUMANISMO Y LA VERDAD
todas, que hemos terminado por comprender que incluso
la fórmula más cierta podría ser un instrumento humano
y no una transcripción literal. Las leyes científicas son
tachadas hoy de «atajos conceptuales», verdaderos en la
medida en que son útiles, pero no más. Nuestra mente se
ha vuelto más tolerante al símbolo que a la reproducción,
a la aproximación que a la exactitud, a la plasticidad que
al rigor. La «energética», ciencia encargada de medir la
mera faz de los fenómenos sensibles para describir en una
única fórmula todos sus cambios de «nivel», es la últi­
ma propuesta de este humanismo científico, que sin duda
deja bastantes preguntas abiertas en cuanto a la razón de
que exista una congruencia tan curiosa entre el mundo
y la mente, pero que en todo caso vuelve más flexible y
amable nuestra concepción de las verdades científicas.
Es dudoso que exista hoy ningún investigador, ya sea
en el campo de la matemática, la lógica, la física o la bio­
logía, que crea realmente estar reeditando los procesos
de la naturaleza o los pensamientos de Dios. Las princi­
pales formas de nuestro pensamiento: la separación entre
sujeto y predicado, la negación, los juicios hipotéticos
y disyuntivos, son hábitos puramente humanos. El éter,
como dijo Lord Salisbury, no es más que un nombre para
el verbo ondular, del mismo modo que muchas de nues­
tras ideas teológicas son reconocidas como humanistas,
incluso por aquellos que las llaman «verdaderas».
Imagino que fueron estos cambios en las nociones al
uso de verdad los que dieron el impulso original al cam­
bio de perspectiva de Dewey y Schiller. Hoy en día flota la
sospecha de que la superioridad de cualquiera de nuestras
fórmulas sobre las demás podría no consistir tanto en su
«objetividad» en sentido literal como en cualidades sub­
jetivas como su utilidad, su «elegancia» o su congruencia
WILLIAM JAMtS 65
con nuestras creencias residuales. Si nos rendimos a estas
«ospechas y generalizamos a partir de ellas, llegamos a
algo muy parecido a la perspectiva humanista: concebi­
mos la verdad no como una duplicación, sino como una
adición; no como una construcción de copias internas de
(calidades ya completas en sí mismas, sino como la cola­
boración con estas realidades para obtener un resultado
más claro. Obviamente, esta perspectiva está al princi­
pio llena de vaguedad y ambigüedad. «Colaborar» es un
término vago; en todo caso, debe incluir concepciones
y estructuras lógicas. «Más claro» es aún más vago. La
verdad debe llevar a pensamientos claros, y a su vez cla­
rificar la vía hacia la acción. Pero el más vago de todos
estos términos es «realidad». La única forma de poner
a prueba un programa de este tipo es aplicarlo a los di­
versos tipos de verdad, con la esperanza de alcanzar un
resultado más preciso. Cualquier hipótesis que exige una
revisión de este tipo tiene un gran mérito, aun cuando
al final resulte ser inválida: mejora nuestro conocimien­
to total del asunto. Pienso, pues, que concederle a esta
teoría tanta «cuerda» como necesite y ver si termina por
ahorcarse con ella es mejor táctica que estrangularla de
entrada con acusaciones abstractas de autocontradicción.
Un esfuerzo decidido por sintonizar mentalmente con el
humanismo sería provisionalmente la más recomendable
de las actitudes para el lector.
Cuando yo mismo trato de sintonizar con el humanis­
mo termino por darle un significado más o menos como
el que sigue.
La experiencia es un proceso que nos ofrece constante­
mente nuevo material para digerir. Gestionamos este ma­
terial intelectualmente a través del conjunto de creencias
66 EL HUMANISMO Y LA VERDAD
que ya poseemos, las cuales nos permiten asimilarlo, re­
chazarlo o reestructurarlo de diverso modo. Parte de las
ideas aperceptoras son adquisiciones recientes, pero en
su mayoría son tradiciones fijadas en el sentido común
de la especie. Probablemente todas y cada una de las tra­
diciones del sentido común que guían hoy nuestras vidas
fueron en su origen un genuino descubrimiento, una ge­
neralización inductiva igual que las más recientes relacio­
nadas con el átomo, la inercia, la energía, la acción refleja
o la aptitud para sobrevivir. Las nociones de un Tiempo
y un Espacio como receptáculos unitarios y continuos; la
distinción entre pensamientos y cosas, materia y mente;
entre sujetos permanentes y atributos cambiantes; el con­
cepto de conjunto y de subconjunto; la separación entre
lo fortuito y las conexiones regulares: sin duda todas ellas
fueron alguna vez conquistas específicas realizadas en fe­
chas históricas concretas por nuestros antepasados en su
intento de dar una forma más compartible y manejable
al caos de sus experiencias individuales en bruto. Demos­
traron ser tan útiles como denkmittel [herramientas inte­
lectuales] que hoy forman parte de la estructura misma
de nuestra mente. Somos incapaces de evadirnos de ellas.
Ninguna experiencia puede contradecirlas. Al contrario,
ellas son las que aperciben todas las experiencias y les
asignan el lugar que les corresponde.
¿Con qué fin? Con el fin de que podamos prever mejor
el curso de nuestras experiencias, comunicarnos con los
demás y guiar nuestras vidas a través de normas. Tam­
bién para conseguir una perspectiva mental más limpia,
clara e inclusiva.
El siguiente logro más importante del sentido común,
después del descubrimiento del Tiempo y el Espacio uni­
tarios, probablemente sea el concepto de cosas existentes
WILLIAM (AMES 67
de forma permanente. La primera vez que cae un sonaje­
ro de la mano de un bebé, este no mira para ver dónde ha
ido a parar. Acepta la no percepción de la cosa como su
aniquilación, en espera de una creencia mejor. Que nues­
tras percepciones representan seres, sonajeros que siguen
ahí los tengamos o no en la mano, constituye una inter­
pretación tan luminosa de lo que nos ocurre que una vez
encontrada nunca se olvida. Se aplica con igual fortuna
a las cosas y a las personas, al reino de lo objetivo y al
reino de lo eyectivo. Por más que la critiquen Berkeley,
Mili o Cornelius, funciona; y en la vida práctica nunca
nos planteamos «dar marcha atrás» en este tema, o leer
nuestras experiencias en otros términos. Ciertamente,
podemos imaginar especulativamente un estado de ex­
periencia «pura» previo a la fijación de la hipótesis de
unos objetos permanentes detrás de su flujo; y podemos
jugar con la idea de que algún genio primordial pudiera
haber dado con una hipótesis diferente. Pero ya no po­
demos imaginar positivamente cuáles podrían haber sido
esas hipótesis diferentes, pues la categoría de una reali­
dad transperceptual constituye uno de los fundamentos
de nuestra vida. Nuestros pensamientos no pueden dejar
de emplearla si pretenden seguir siendo en alguna medida
razonables y verdaderos.
La esencia de la concepción humanista consiste, según
entiendo, en esta idea de algo primero que toma la forma
de una experiencia pura y caótica que plantea las pregun­
tas; en la idea de algo segundo que toma la forma de unas
categorías fundamentales, desde hace largo tiempo ya in­
tegradas en la estructura de nuestra conciencia y práctica­
mente irreversibles, las cuales definen la forma general de
cualquier respuesta que demos; y en la idea de algo terce­
ro que ofrece las respuestas detalladas en la forma más
68 EL HUMANISMO Y LA VERDAD
congruente con todas nuestras necesidades presentes. Di­
cha concepción humanista supone que la experiencia en su
pureza prístina se halla actualmente tan envuelta en pre­
dicados históricamente elaborados que apenas podemos
pensar en ella más que como un otro, un eso con lo que la
mente, según la expresión de Bradley, «se encuentra», y al
estímulo de cuya presencia respondemos con pensamientos
que consideramos «verdaderos» en función de su capaci­
dad para facilitar nuestras actividades mentales o físicas y
para conferirnos poder exterior y paz interior. Pero si este
Otro, el eso universal, posee en sí mismo alguna estructura
interna definida, o si esta estructura, en caso de existir, se
parece a alguno de los qués de nuestros predicados, es una
cuestión en la que no entra el humanismo. Para nosotros,
insiste, la realidad es en cualquier caso una acumulación
de invenciones intelectuales nuestras, y la pugna por alcan­
zar la «verdad» en nuestros progresivos tratos con ella es
siempre un conflicto para introducir nombres y adjetivos
nuevos, alterando lo menos posible los viejos.
Resulta difícil ver por qué la lógica o la metafísica de
Bradley habrían de obligarle a entrar en conflicto con
esta concepción. Podría adoptarla verbatim et literatim,
si quisiera, y simplemente integrarla en su peculiar ver­
sión del absoluto, siguiendo el buen ejemplo del profesor
Royce. En Francia, Bergson y sus discípulos, el físico Wil-
bois y Leroy, son perfectos humanistas en el sentido re­
cién definido. El profesor Milhaud también parece serlo;
y al gran Poincaré apenas le falta un paso. En Alemania,
el nombre de Simmel se ofrece como el de un humanista
de los más radicales. Es preciso clasificar también como
humanistas a Mach y a su escuela, así como a Hertz y a
Ostwald. La idea está en el aire y es preciso examinarla
con paciencia.
WILLIAM JAMES 69
La mejor forma de examinarla sería ver cuál podría
ser la alternativa. ¿Y cuál es esta alternativa? Sus críti­
cos no dan ninguna respuesta expresa, y sólo el profesor
Royce ha formulado algo concreto. Parece pues que el
primer servicio del humanismo a la filosofía será obligar
a quienes se muestran reacios a ella a rebuscar en sus pro­
pias cabezas y corazones. Convertirá el análisis en una
necesidad y lo pondrá en el orden del día. Ahora mismo
parece que todo cuanto hay para contradecirlo es la pere­
zosa tradición de que la verdad consiste en la adaequatio
intellectus et rei. La única sugerencia de Bradley es que
el pensamiento verdadero «debe corresponder a un ser
determinado del que no pueda decirse que sea producto
suyo», lo cual evidentemente no arroja ninguna luz nue­
va sobre la cuestión. ¿Qué significa la palabra «corres­
ponder»? ¿Dónde hay que buscar el «ser»? ¿Qué clase de
cosas son las «determinaciones», y qué significa en este
caso particular «no ser producto»?
El humanismo procede inmediatamente a refinar la
vaguedad de esos epítetos. Correspondemos en algún
sentido con algo cuando entramos en relación con ello.
Si se trata de una cosa, podemos producir una copia
exacta de la misma, o bien simplemente sentirla como
algo existente en cierto lugar. Si es una demanda, pode­
mos obedecerla sin conocer nada más acerca de ella que
su empuje. Si es una proposición, podemos ponernos de
acuerdo en no contradecirla, en dejarla pasar. Si es una
relación entre cosas, podemos actuar sobre la primera
cosa para que nos lleve adonde estará la segunda. Si es
algo inaccesible, podemos sustituirlo por un objeto hipo­
tético que posea las mismas consecuencias y en el que se
encarnarán sus resultados reales. En general, podemos
simplemente añadirle nuestro pensamiento y, si la adi­
70 EL HUMANISMO Y LA VERDAD
ción se sostiene y la situación en conjunto se prolonga y
enriquece armoniosamente, el pensamiento pasará por
verdadero.
En cuanto al paradero de los seres objeto de esta co­
rrespondencia, el humanismo no ve razón para decir que
se encuentran fuera de la experiencia finita, ya estén fuera
del pensamiento presente o dentro de él. Desde el punto
de vista pragmático, decir que son reales significa que nos
sometemos a ellos, que los tenemos en cuenta, nos guste
o no, tal como debemos hacer siempre con las experien­
cias distintas de la nuestra. El sistema completo de todo
aquello con lo que debe corresponder «adecuadamente»
la experiencia presente podría estar en continuidad con
esta misma experiencia. La realidad, entendida de este
modo como experiencia distinta de la presente, podría
ser o bien el legado de la experiencia pasada o bien el
contenido de la experiencia por venir. En todo caso, sus
determinaciones para nosotros son los adjetivos que le
asignan nuestros juicios, y estos son cosas esencialmente
humanistas.
Decir que esta realidad no es «producto» de nuestro
pensamiento significa desde el punto de vista pragmático
que, si nuestro pensamiento en particular fuera aniquila­
do, la realidad seguiría estando allí bajo alguna forma,
aunque esta forma tal vez careciera de algo que nuestro
pensamiento le aportaba. Que la realidad es «indepen­
diente» significa que en toda experiencia hay algo que
escapa a nuestro control arbitrario. Si se trata de una
experiencia sensible, se impone a nuestra atención; si se
trata de una secuencia, no podemos invertirla; si es una
comparación entre dos términos, solo podemos llegar a
un resultado. Hay una presión, una urgencia en nuestra
experiencia frente a la que somos en último término im­
WILL1AM )AMES 71
potentes, y que nos empuja en una dirección que cons­
tituye el destino de nuestra creencia. Que esta deriva de
la experiencia se deba en último análisis a algo indepen­
diente de toda experiencia posible es algo que puede ser
verdad o no. Puede que haya o puede que no haya una
«ding an sich» extraexperiencial que mantenga el balón
en juego, o bien un «absoluto» que permanezca eterna­
mente detrás de todas las determinaciones sucesivas que
ha propuesto el pensamiento humano. En todo caso, el
humanismo dice que dentro de nuestra propia experien­
cia algunas determinaciones se revelan independientes de
otras; algunas preguntas, si alguna vez las planteamos,
solo admiten una respuesta; algunos seres, si alguna vez
los suponemos, debemos suponerlos existentes previa­
mente a nuestra suposición; algunas relaciones, si es que
existen, deben existir mientras sus términos existan.
Según el humanismo, por tanto, la verdad significa la
relación de las partes menos fijas de la experiencia (los
predicados) con otras partes relativamente más fijas (los
sujetos), y nada nos obliga a buscarla en una relación en­
tre la experiencia como tal y algo situado más allá de ella.
Podemos permanecer cómodamente dentro de ella, pues
nuestro comportamiento como sujetos de experiencia
está cercado por todos los lados. Nuestros propios obje­
tos ejercen sobre nosotros fuerzas tanto de avance como
de resistencia, y la idea de la verdad como algo opuesto
al capricho o a la licencia surge de manera inevitable y
solipsista en el interior de todo ser humano.
Tan evidente es todo esto que estoy «harto» de una
acusación muy común contra los autores humanistas.
En un encuentro filosófico donde yo debía hablar de los
Studies de Dewey surgió la pregunta de «¿Cómo puede
72 EL HUMANISMO Y LA VERDAD
discriminar un deweyano la sinceridad de la mentira?»
La objeción del profesor Royce fue la siguiente: «¿Cómo
puede el mero3 pragmatista sentir deber alguno de pen­
sar correctamente?». Bradley por su parte dice que, si un
humanista asume su propia doctrina, «debe sostener que
toda idea, por desquiciada que sea, es verdadera en la
medida en que alguien quiera considerarla así». Final­
mente, el profesor Taylor describe el pragmatismo como
la disposición a creer cualquier cosa que uno guste creer
y llamarlo verdad.
Lo que más me sorprende de estas objeciones es la
estrecha noción que suponen de las condiciones bajo las
cuales tiene lugar realmente el pensamiento humano.
Estos críticos parecen suponer que si abandonamos a su
suerte la barca de nuestra experiencia, sin ningún timón
que la guíe, se vería arrastrada hacia cualquier lado, o
hacia ninguno. Aun cuando hubiera brújulas a bordo,
parecen decir, no tendrían ningún Polo al que señalar. Si
pretendemos llegar a algún puerto, es preciso que haya
rutas absolutas de navegación, insisten, impuestas des­
de el exterior, y una carta de navegación que agregar
al «mero» viaje en sí mismo. Pero ¿no es evidente que
incluso si existieran tales rutas absolutas, bajo la forma
de estándares prehumanos de verdad que estuviéramos
obligados a seguir, la única garantía de que de hecho los
seguiremos residirá inevitablemente en nuestro propio
equipamiento humano. Esa «obligación» sería un mero
brutum fulmen a menos que algo en nuestra experiencia
conspirara con ella. De hecho, incluso los creyentes más
acérrimos en los criterios absolutos deben admitir que a
3. No conozco a ningún «mero» pragmatista, si ello significa, como parece, la
negación de toda concreción en su pensamiento.
WILLIAM JAMES 73
veces los hombres no los obedecen. El capricho existe,
a pesar de todas esas prohibiciones eternas, y por más
realidades que se supongan ante rem, ninguna de ellas
nos pone a cubierto contra la posibilidad de incurrir en
un ilimitado error in rebus. La única garantía real que
tenemos contra la licencia de pensamiento es la presión
de la propia experiencia circundante, la cual nos hace
criar aversión hacia los errores concretos, haya o no
realidad transempírica. ¿Cómo sabe el partisano de la
realidad absoluta qué es lo que esta le ordena pensar?
No puede obtener ninguna visión directa del absoluto,
y, por lo tanto, no tiene medio de adivinar lo que este
quiere de él si no es siguiendo pistas humanistas. La
única verdad que él mismo aceptará en la práctica será
aquella a la que le lleven sus experiencias finitas. Estre­
mecerse ante la idea de un cúmulo de experiencias de­
jadas a su albur y buscar protección en el mero nombre
de un absoluto, como si ese nombre, aun siendo ino­
perante, siguiera ofreciendo una especie de seguridad
fantasmal, es una actitud que recuerda la de esa buena
gente que resopla y se congestiona cada vez que oye
hablar de una tendencia social condenable y finalmente
dice: «El Parlamento o el Congreso debería sacar una
ley contra eso», como si un decreto impotente pudiera
darle algún alivio.
Todas las sanciones de una ley de la verdad residen
en la textura misma de la experiencia. Absoluta o no,
la verdad concreta, para nosotros, siempre será aquella
manera de pensar en la que se combinen de la forma más
provechosa nuestras diversas experiencias.
Sin embargo, objeta tercamente nuestro adversario, el
humanista siempre tendrá un mayor margen para jugar
al escondite con la verdad del que tendrá el creyente en
74 EL HUMANISMO Y LA VERDAD
un reino independiente de realidades que concibe el cri­
terio como algo rígido. Si por este creyente se refiere a un
hombre que pretende conocer el criterio y que lo aplica
a rajatabla, el humanista será sin duda más flexible que
él; pero no más que el propio absolutista si este adopta
(como hacen ya por fortuna los absolutistas de hoy) mé­
todos empíricos de investigación en los asuntos concre­
tos. Considerar hipótesis es siempre mejor que dogmati­
zar ins blaue hinein.
Sin embargo, esta probable flexibilidad de tempera­
mento del humanista ha dado pie a que se le acuse de
toda clase de pecados. De acuerdo con su creencia de que
la verdad reside in rebus y que consiste en cada momento
en nuestra línea de reacción más propicia, le está total­
mente vetado tratar de convertir a sus oponentes, según
he escuchado decir a un instruido colega, pues ¿acaso
no cumple con ese criterio la perspectiva de cualquiera
de ellos, siendo la reacción momentánea más propicia
para ellos? Sólo el creyente en la verdad de la clase ante
rem puede tratar de hacer conversos sin desmentir su
propia tesis. Pero ¿acaso puede haber contradicción en
insistir en alguna concepción de la verdad? ¿Puede la de­
finición contradecir en algún caso el acto? «La verdad es
lo que me apetece decir»: supongamos que la definición
fuera esta. «Bueno, pues eso es lo que me apetece decir,
y quiero que os apetezca decirlo a vosotros también, y lo
seguiré diciendo hasta que estéis de acuerdo conmigo.»
¿Dónde está la contradicción? Cualquier cosa que diga­
mos que es la verdad, esa es justo la verdad que podemos
atribuirnos al decirlo. El temperamento que una cierta
tesis pueda implicar es un asunto extralógico. Tal vez sea
más ardiente en un absolutista particular que en un hu­
manista, pero no tiene por qué ser así en el caso de otro.
WILLIAM (AMES 75
y el humanista por su parte es perfectamente consistente
al remover cielo y tierra para ganar un prosélito, si su na­
turaleza es lo suficientemente entusiasta para intentarlo.
«Pero ¿cómo se puede ser entusiasta de una visión de
las cosas que uno sabe que ha hecho en parte él mismo, y
que podría alterarse dentro de un momento? ¿Cómo pue­
de haber alguna devoción heroica al ideal de la verdad en
condiciones tan mezquinas?»
Esta es otra de esas objeciones que revelan la com­
prensión comparativamente floja de la realidad de la si­
tuación que mantienen los antihumanistas. Si se limitaran
a seguir el método pragmático y preguntaran «¿Cómo se
conoce la verdad?, ¿qué supone su existencia en térmi­
nos de bienes concretos?», se darían cuenta de que su
nombre es el inbegriff de casi todo lo que hay de valioso
en nuestras vidas. La verdad es lo opuesto de todo lo
inestable, de todo lo decepcionante en la práctica, de
todo lo inútil, de todo lo falso o poco fiable, de todo
lo inverificable e infundado, de todo lo inconsistente y
contradictorio, de todo lo artificial y excéntrico, de todo
lo irreal en el sentido de falto de relevancia práctica. Es­
tas son las poderosas razones pragmáticas por las que
deberíamos perseguir la verdad: la verdad es lo que nos
salva de un mundo como ese. ¡Qué extraño que su mero
nombre suscite la mayor lealtad! ¡Qué extraño que to­
dos los pequeños paraísos provisionales de la creencia
del necio resulten despreciables en comparación con su
mera búsqueda! Cuando los absolutistas rechazan el hu­
manismo porque les parece falso, lo que ocurre es que la
inercia total de sus necesidades mentales ha optado ya
por otra visión de la realidad, en comparación con la cual
el mundo humanista no parece más que el capricho de
unos jóvenes irresponsables. Toda su masa aperceptora
76 EL HUMANISMO Y LA VERDAD
subjetiva habla en nombre de las naturalezas eternas y
les ordena rechazar nuestro humanismo, de acuerdo con
su comprensión de este. Lo mismo nos ocurre a nosotros
los humanistas cuando condenamos todos los sistemas
filosóficos que se presentan como templos de nobleza,
exactitud, inmutabilidad, eternidad, racionalidad. Para
nosotros contradicen el temperamento dramático de la
naturaleza, según lo que nos han llevado a pensar nues­
tros tratos con ella y nuestros hábitos mentales. Resultan
extrañamente personales y artificiales, cuando no buro­
cráticos y profesionales hasta extremos absurdos. Nos
apartamos de ellos para lanzarnos a la jungla multiforme
e incontrolada de la verdad, pues así es como sentimos
que está constituida, con la conciencia tan limpia como la
que mueve a los racionalistas a retirarse de nuestra jungla
en sus limpias y ordenadas guaridas intelectuales.4
Esto debería bastar para mostrar que el humanista no
ignora los rasgos de la objetividad y la independencia en
la verdad. Permítanme pasar ahora a lo que sus oponen­
4. [No puedo resistirme a citar como ilustración del contraste entre las acti­
tudes mentales del humanista y del racionalista, en una esfera muy apartada de la
filosofía, los comentarios acerca del «affaire» Dreyfus escritos por alguien que sin
duda no había oído hablar jamás del humanismo o del pragmatismo. «Autant que
la Révolution, “l’Affaire” est désormais une de nos “origines”. Si elle n’a pas fait
ouvrir le gouffre, c’est elle du moins qui a rendu patent et visible le long travail
souterrain qui, silencieusement, avait préparé la séparation entre nos deux camps
d’aujourd’hui, pour écarter enfin, d’un coup soudain, la France des traditionalistes
(poseurs de principes, chercheurs d'unité, constructeurs de systèmes a priori) et
la France éprise du fait positif et de libre examen;—la France révolutionnaire et
romantique si l’on veut, celle qui met très haut l’individu, qui ne veut pas qu’un
juste périsse, fut-ce pour sauver la nation, et qui cherche la vérité dans toutes ses
parties aussi bien que dans une vue d’ensemble. (...) Duclaux ne pouvait pas con­
cevoir qu’on préférât quelque chose a la vérité. Mais il voyait autour de lui de fort
honnêtes gens qui, mettant en balance la vie d’un homme et la raison d’Etat, lui
avouaient de quel poids léger ils jugeaient une simple existence individuelle, pour
innocente qu’elle fut. C'étaient des classiques, des gens a qui l’ensemble seul impor­
te.» La Vie de Emile Duclaux, por Mme. Em. D., Laval, 1906, pp. 243, 247-248.)
WILLIAM IAMES 77
tes quieren decir cuando afirman que para ser verdaderos
nuestros pensamientos deben «corresponder».
En este contexto, la noción vulgar de correspondencia
consiste en que los pensamientos deben copiar la reali­
dad: cognitio fit per assimilationem cogniti et cognos-
centes. Por su parte, la filosofía parece haber aceptado
instintivamente esta idea, sin apenas sentarse a examinar
la cuestión: se entiende que las proposiciones son verda­
deras si copian el pensamiento eterno; se entiende que los
términos son verdaderos si copian realidades extramen-
tales. La teoría de la copia ha animado implícitamente,
en mi opinión, la mayor parte de las críticas que se han
vertido contra el humanismo.
A priori, sin embargo, no es evidente que el único tra­
to de nuestra mente con las realidades deba consistir en
copiarlas. Suponga el lector que él mismo constituye por
un momento toda la realidad del universo, y que posterior­
mente se le anuncia la creación de otro ser que lo conocerá
verdaderamente. ¿Cómo se representaría anticipadamen­
te el lector este conocimiento? ¿Qué esperaría que fuera?
Dudo mucho que se le ocurriera jamás la idea de que se
redujera a la mera copia. ¿De qué iba a servirle una segun­
da edición imperfecta de sí mismo en el interior del recién
llegado? Parecería un desperdicio de una oportunidad de lo
más propicia. Es probable que demandara algo absoluta­
mente nuevo. El lector concebiría más bien el conocimiento
en términos humanistas: «El recién llegado», diría, «debe
dar cuenta de mi presencia reaccionando a ella de un modo
que resulte beneficioso para los dos. Si la copia fuera un
requisito para este fin, que haya copia; en otro caso, que
no la haya.» La esencia del conocimiento en todo caso no
sería la copia, sino el enriquecimiento del mundo previo.
78 EL HUMANISMO Y LA VERDAD
El otro día leí una frase en un libro del profesor Eucken
que me parece muy pertinente en este punto: «Die erbo-
hung des vorgefundenen daseins» [La sublimación de la
existencia dada]. ¿Por qué no podría consistir la misión
del pensamiento en incrementar y elevar la existencia, en
lugar de imitarla y reduplicarla? Nadie que haya leído a
Lotze puede dejar de recordar su sorprendente comen­
tario acerca de la concepción corriente de las cualidades
secundarias de la materia, una concepción que las tacha
de «ilusorias» porque no copian nada de la cosa. Según
Lotze, la noción de un mundo completo en sí mismo, res­
pecto al cual el pensamiento fuera un espejo pasivo que
no añade nada a los hechos, es irracional. El pensamiento
mismo es más bien una parte muy importante del hecho,
y la misión del mundo preexistente e insuficiente de la
materia podría ser simplemente provocar al pensamiento
para que produzca su más precioso suplemento.
En suma, y a falta de una razón en contra que no re­
sulta aparente a primera vista, «conocer» podría ser solo
una forma de establecer relaciones provechosas con la
realidad, esté o no la copia entre dichas relaciones.
Es fácil adivinar de qué clase especial de conocimiento
surgió la teoría de la copia. Lo más importante en nues­
tros tratos con los fenómenos naturales es la predicción.
La inteligencia no significa otra cosa que capacidad de
predicción, para un autor como Spencer. Cuando la «ley
de la inteligencia» de Spencer establece que las relaciones
internas y externas deben «corresponder», quiere decir
que la distribución de términos en nuestros esquemas es­
paciales y temporales internos deben ser una copia exacta
de la distribución de los términos reales en el tiempo y el
espacio reales. A nivel estrictamente teórico, los términos
mentales mismos no tienen por qué responder con los tér­
WILLIAM JAMES 79
minos reales en el sentido de copiarlos uno por uno: bas­
tan los términos mentales simbólicos, a condición de que
se copien las fechas y los lugares reales. Pero en nuestra
vida ordinaria los términos mentales son imágenes y los
términos reales sensaciones, y las imágenes copian tan a
menudo a las sensaciones que fácilmente podemos pensar
que la copia de los términos y las relaciones resume el
significado natural del conocimiento. Sin embargo, buena
parte incluso de esta verdad descriptiva común se expresa
en símbolos verbales. Y tal vez la capacidad de nuestros
símbolos para encajar en el mundo, en el sentido de deter­
minar nuestras expectativas correctamente, se vea incre­
mentada por el hecho de no copiar a sus términos.
Parece evidente que la descripción pragmática de toda
esta rutina del conocimiento fenomenológico es correcta.
La verdad es en este sentido una relación, no de nuestras
ideas con realidades no humanas, sino de las partes con­
ceptuales de nuestra experiencia con las partes sensibles
de la misma. Son verdaderos aquellos pensamientos que
nos guían hacia una interacción beneficiosa con los par­
ticulares sensibles tal como se nos dan, los copien o no
por adelantado.
La frecuencia de la copia en el conocimiento del hecho
fenoménico ha promovido la idea de que la copia era la
esencia de la verdad también en asuntos puramente ra­
cionales. Así, se ha supuesto que la geometría y la lógica
deben copiar los pensamientos arquetípicos del Creador.
Pero en estas esferas abstractas no hay necesidad de su­
poner ningún arquetipo. La mente es tan libre de extraer
figuras del espacio, de elaborar colecciones numéricas, de
definir clases y series, y de analizar y comparar sin final,
que la superabundancia misma de las ideas resultantes nos
80 EL HUMANISMO Y LA VERDAD
hace dudar de la preexistencia «objetiva» de sus mode­
los. Sería claramente un error suponer un Dios cuyo pen­
samiento consagrara las coordenadas rectangulares pero
no las polares, la notación de Jevons pero no la de Boole.
Por otro lado, sin embargo, si suponemos que Dios ha
pensado por adelantado todo posible capricho humano,
su mente termina pareciéndose demasiado a un ídolo
hindú con tres cabezas, ocho brazos y seis pechos, de­
masiado sobredesarrollado y redundante como para que
deseemos copiarlo, y la idea de la copia en general tiende
a evaporarse en estas ciencias. Es mejor interpretar sus
objetos como el resultado de una creación gradual de los
hombres, a medida que los van concibiendo.
Si ahora me preguntaran cómo es posible que conoz­
camos de forma tan inmediata el carácter «eterno» de
relaciones y propiedades como los triángulos, los cuadra­
dos, las raíces cuadradas, los géneros y demás, cuando
no son más que «artefactos» humanos improvisados, la
respuesta humanista sería fácil. Si los triángulos y los gé­
neros son productos de nuestra mente, no hay proble­
ma para mantenerlos invariables. Podemos convertirlos
en «intemporales» con sólo decretar expresamente que
sobre aquellas cosas a los que nos referimos el tiempo
no producirá alteración alguna, que quedan intencional­
mente y tal vez ficticiamente abstraídos de cualquier con­
dición o asociación real corruptora. Pero las relaciones
entre objetos invariables serán a su vez invariables. Di­
chas relaciones no pueden ser en ningún caso un hecho,
pues por hipótesis nada puede ocurrirles a esos objetos.
En el último capítulo de mis Principios de psicología5 tra­
té de mostrar que dichos objetos solo pueden consistir en
5. Vol. n, pp. 641 ss.
WILLIAM JAMES 81
relaciones de comparación. Nadie parece haber reparado
hasta el momento en mi sugerencia, y soy demasiado ig­
norante en matemáticas como para sentirme demasiado
seguro de mi propia propuesta. Pero, si fuera correcta,
resolvería completamente el problema. Las relaciones de
comparación se establecen por inspección directa. Cuan­
do comparamos mentalmente dos objetos mentales, los
percibimos como semejantes o diferentes. Y bajo estas
condiciones intemporales, lo que es semejante una vez
es semejante para siempre, lo que es diferente una vez es
diferente para siempre. Lo cual equivale a decir que las
verdades acerca de tales objetos producidos por el hom­
bre son necesarias y eternas. Solo podemos alterar nues­
tras conclusiones si alteramos primero nuestros datos de
partida.
Todo el tejido de las ciencias a priori puede verse así
como un producto humano. Tal como observó Locke
hace tiempo, tales ciencias no guardan ninguna relación
inmediata con los hechos. Solo si puede humanizarse un
hecho mediante su identificación con alguno de esos ob­
jetos ideales, puede considerarse verdadero de los hechos
lo que es verdadero de dichos objetos. A todo esto, la
verdad en sí misma no es originalmente copia de nada:
no es más que una relación directamente percibida entre
dos objetos mentales artificiales.6
Echemos una mirada ahora a ciertos tipos especia­
les de conocimiento, para comprobar si la concepción
humanista encaja con ellos. No hace falta que nos ex­
tendamos más acerca del conocimiento matemático o
lógico, ni que volvamos sobre nuestro conocimiento
6. Unos objetos mentales que son por supuesto realidades en el mundo mental.
82 EL HUMANISMO Y LA VERDAD
descriptivo de la naturaleza. En la medida en que este
requiere anticipación, y por más que dicha anticipación
pueda requerir un cierto grado de copia, el conocimien­
to en cuestión no tiene por qué implicar mucho más que
un «prepararse» por adelantado, como hemos visto.
Pero nuestras relaciones prácticas con muchos objetos
distantes y futuros son potenciales y remotas en grado
superlativo. No tiene sentido pretender que nos prepare­
mos ahora para la detención de la rotación de la Tierra
por efecto de la marea, por ejemplo; y no mantenemos
ninguna relación práctica con el pasado, por más que
supongamos conocerlo verdaderamente. Aun cuando el
punto de partida original de nuestra búsqueda de des­
cripciones fenoménicas fueran intereses estrictamente
prácticos, es obvio que se ha desarrollado un interés por
la función descriptiva en sí misma. Deseamos descrip­
ciones verdaderas, tengan o no beneficios colaterales. La
función primitiva ha llevado su exigencia hasta el nivel
del mero ejercicio. Esta curiosidad teórica parece ser un
rasgo característicamente humano, y el humanismo es el
primero en reconocer su inmenso alcance. Hoy, una idea
verdadera no solo significa una idea que nos prepara para
una percepción actual. También significa una idea que
podría prepararnos para una percepción meramente po­
sible; o para una percepción que, en caso de ser formula­
da verbalmente, sugeriría posibles percepciones a otras
personas; o para percepciones actuales que el hablante
no puede compartir. El conjunto resultante de percep­
ciones actuales o posibles forma un sistema que resulta
obviamente ventajoso para nosotros que se mantenga
estable y consistente; y aquí es donde la idea de sentido
común de unos entes permanentes encuentra su mejor
uso. Los entes que actúan fuera del pensador sirven no
WILLIAM JAMES 83
solo para explicar las percepciones actuales de este, tan­
to pasadas como futuras, sino también para explicar sus
percepciones posibles y las de cualquier otra persona.
En consecuencia, gratifican de forma suprema y mara­
villosa nuestra necesidad teórica. A través de ellas pasa­
mos de lo inmediato y actual a lo remoto y potencial, y
desde estos nuevamente a lo futuro actual, en virtud de
su capacidad de explicar innumerables particulares por
una única causa. Igual que en esos panoramas circula­
res donde un primer plano de polvo, hierba, matorrales,
rocas y un cañón roto se integra en un cuadro gene­
ral del cielo, la tierra y una batalla en pleno apogeo de
una forma tan ingeniosa que el espectador no consigue
detectar el punto de unión entre ambos, esos objetos
conceptuales se funden completamente con nuestra rea­
lidad perceptual presente en el universo total de nuestra
creencia. A pesar de todas las críticas berkeleyanas, no
dudamos de que estén realmente allí. Aunque nuestro
descubrimiento de cualquiera de ellos sea reciente, no
dudamos en decir que no solo está sino que estaba allí,
en la medida en que tal declaración ayude a que el pasa­
do parezca más consistentemente conectado con el presen­
te tal como lo percibimos. Esto es una verdad histórica.
Pensamos que Moisés escribió el Pentateuco porque si
no todos nuestros hábitos religiosos perderían sentido.
Julio César vivió, o bien nunca más podremos tomarnos
en serio la historia. Hubo un tiempo en que existían los
Trilobites, o bien todo nuestro pensamiento acerca de
los estratos se viene abajo. El radio, descubierto apenas
ayer, tiene que haber existido siempre o bien se rompe
su analogía con otros elementos naturales, que sí son
Permanentes. En todos estos casos, se trata de una parte
de nuestras creencias que reacciona ante otra para pro­
84 EL HUMANISMO Y LA VERDAD
ducir un estado total de la mente más satisfactorio. De
este estado mental decimos que es verdadero, y creemos
en el contenido de sus enunciados.
Por supuesto, si tomamos esta satisfacción en sentido
concreto, como algo sentido por nosotros ahora mismo,
y si por verdad nos referimos a la verdad entendida de
forma abstracta y tal como se verifica a largo plazo, no
hay modo de encajarlos entre sí, pues es obvio que lo
temporalmente satisfactorio es a menudo falso. Y, sin
embargo, en cada momento concreto la verdad es para
cada hombre lo que este «cree»* en ese momento, con
el máximo de satisfacción para sí; de modo parecido, la
verdad abstracta, o la verdad verificada a largo plazo,
coincide con la satisfacción abstracta, o la satisfacción a
largo plazo. En resumen, si comparamos lo concreto con
lo concreto y lo abstracto con lo abstracto, lo verdadero
y lo satisfactorio significan lo mismo. Sospecho que la
reticencia del público filosófico en general a asumir las
tesis del humanismo se debe a cierta confusión en esta
materia.
El hecho fundamental acerca de nuestra experiencia
es que consiste en un proceso de cambio. Al igual que el
área visible para un hombre que camina en la niebla, o
lo que George Eliot llama «el muro de oscuridad que ven
los ojos de los pequeños peces, cuya vista apenas alcanza
un palmo dentro del amplio Océano», la verdad para el
«creyente» es en cada momento un campo objetivo que
será ampliado y a su vez evaluado críticamente por el
momento siguiente, y que puede quedar entonces altera-
* En el original «troweth», un término ya obsoleto en tiempos de James. En el
próximo párrafo se refiere al «trower» (creyente). En ambos casos las comillas se
explican por este motivo. (N. del t.).
WILLIAM [AMES 85
¿jo o bien seguir invariable. El crítico ve tanto la verdad
del primer creyente como la suya propia, las compara
entre sí y las verifica o refuta. Su propio campo de visión
es una realidad independiente de lo que pudiera pensar el
creyente anterior y con el que este debería corresponder.
Pero el crítico no es a su vez más que otro creyente; y si el
proceso de la experiencia terminara en aquel instante, no
habría otra realidad independiente con la que comparar
su pensamiento.
Lo inmediato en la experiencia se encuentra siempre
provisionalmente en esta situación. El humanismo que
tan arduamente me esfuerzo en defender, por ejemplo,
es desde mi punto de vista la visión más completa de la
verdad alcanzada hasta el momento. Pero, puesto que
toda experiencia es un proceso, ningún punto de vista
podrá ser nunca el último. Todos y cada uno son insufi­
cientes e inestables, y deben rendir cuentas ante puntos
de vista ulteriores. Ninguno de ustedes, situados como
están en algunos de estos puntos de vista posteriores en
su propia persona, y creyendo además en la realidad de
otros puntos de vista, estará dispuesto a considerar que
mi punto de vista tiene acceso a la verdad positiva, la
verdad intemporal, la verdad que cuenta, a menos que
puedan verificar y confirmar por ustedes mismos lo que
veo.
Pueden ustedes generalizar todo esto diciendo que
por más satisfactoria que sea una opinión, solo puede
contar como absoluta y positivamente verdadera en la
medida en que esté de acuerdo con algún criterio situa­
do más allá de sí misma; y si luego se olvidan de que este
criterio crece de forma constante y endógena en la tra­
ma de la experiencia, podrían deslizarse sin darse cuen­
ta a la conclusión de que lo que vale distributivamente
86 EL HUMANISMO Y LA VERDAD
para cada experiencia vale también colectivamente para
todas las experiencias, y que la experiencia como tal
y en su totalidad debe su verdad a la correspondencia
con unas realidades absolutas exteriores a ella misma.
Esta es naturalmente la posición popular y tradicional.
El hecho de que las experiencias finitas deban funda­
mentarse unas a otras lleva a los filósofos a concluir que
la experiencia uberhaupt debe necesitar un fundamento
absoluto. El rechazo de esta idea por parte del humanis­
mo explica probablemente buena parte del rechazo que
provoca.
Pero ¿acaso no estamos de nuevo ante el problema del
mundo, el elefante y la tortuga? ¿No debería haber algo al
principio que se fundamentara a sí mismo? El humanismo
está dispuesto a admitir que la experiencia finita se funda­
menta a sí misma. En algún punto el ser tiene que lindar
con la nada. ¿Por qué no podría ser este punto el frente en
perpetuo avance de la experiencia, con sus satisfacciones
e insatisfacciones inmanentes, perfilado contra la negru­
ra inane igual que el orbe luminoso de la luna se recorta
sobre el abismo cerúleo? ¿Por qué debería existir algún
punto absolutamente fijo y acabado en el mundo? Y si la
realidad creciera de forma genuina, ¿por qué no podría
crecer a través de estas mismas determinaciones que se es­
tablecen aquí y ahora?
De hecho, la realidad parece crecer efectivamente a
través de nuestras determinaciones mentales, nunca del
todo «verdaderas». Tomemos por ejemplo la constela­
ción de la «Osa Mayor» o el «carro». La llamamos por
este nombre; contamos sus estrellas y establecemos que
son siete; decimos que ya eran siete antes de que las con­
táramos y también que el vago parecido con un carro
WILLIAM (AMES 87
siempre estuvo ahí, hubiera o no alguien para observar­
lo. Pero ¿qué sentido tiene esta proyección de las formas
de pensar recientes de la humanidad a toda la eternidad
pasada? ¿Acaso queremos decir que un pensador «abso­
luto» echó las cuentas, separó las estrellas así contadas de
las demás e hizo la tonta comparación con la osa? ¿Aca­
so eran explícitamente siete y explícitamente parecidas a
una osa antes de que llegara el primer testigo humano?
Sin duda, no hay nada en la verdad de aquellas atribu­
ciones que nos obligue a pensar algo así. Las estrellas
solo eran todo aquello que decimos de ellas de forma
implícita o virtual, y nosotros los humanos fuimos los
primeros en explicar y hacer «reales» tales atribuciones.
Un hecho preexiste virtualmente cuando se dan todas las
condiciones para su realización salvo una. En este caso,
la condición que falta es el acto de la mente que cuenta
y compara. Pero las estrellas (una vez consideradas por
una mente) dictan por ellas mismas el resultado. El acto
de contar no modifica en absoluto su naturaleza previa,
y siendo lo que son y estando donde están, la cuenta no
puede dar otro resultado. En este sentido, siempre podría
haberse hecho. El número siete nunca podría haber sido
puesto en duda, en caso de plantearse la cuestión.
En este punto estamos muy cerca de la paradoja. In­
dudablemente, el acto de contar introduce algo que no
estaba ahí antes. Y sin embargo este algo siempre fue ver­
dadero. En un sentido lo creamos, y en otro sentido lo
encontramos. Desde el momento en que uno se plantea
la cuestión, no puede menos que tratar la cuenta como si
fuera verdadera de antemano.
Así pues, debemos considerar que nuestras atribuciones
estelares han sido siempre verdaderas, a pesar de lo cual
no dejan de ser genuinas adiciones de nuestro intelecto al
88 EL HUMANISMO Y LA VERDAD
mundo de los hechos. Y no solo adiciones de conciencia,
sino adiciones de «contenido». No copian nada preexis­
tente a ellas, aun cuando sí concuerdan con lo preexistente,
encajan con ello, lo amplifican, lo relacionan y lo conectan
con un «carro», una cuenta o lo que sea. Considero que el
humanismo es la única teoría que desarrolla este caso en
una dirección fructífera, y este caso vale por innumerables
otros casos. En todos ellos, por extraño que pueda sonar,
cabe decir que nuestros juicios son retroactivos y enrique­
cen el pasado.
Está claro, en todo caso, que nuestros juicios cambian
el carácter de la realidad futura en razón de los actos a
los que dan pie. Cuando estos actos expresan confianza,
por ejemplo en que un hombre es honesto, en que nuestra
salud es buena o en que podemos tener éxito en un deter­
minado empeño, pueden constituir incluso un anteceden­
te necesario para que las cosas en que se confía lleguen
a hacerse verdad. El profesor Taylor afirma" que nuestra
confianza es siempre falsa en el momento de otorgarla,
es decir, antes de la acción; y creo recordar que tacha
cualquier cosa parecida a una fe en la excelencia del uni­
verso de «mentira del alma» (lo que convierte en aún más
excelente el papel del creyente dentro de tal universo).
Pero no deberíamos dejar que el patetismo de esta expre­
sión ocultara la complejidad de los hechos. Dudo que el
propio profesor Taylor estuviera a favor de tratar en la
práctica como mentirosos a esta clase de creyentes. El fu­
turo y el presente se entrelazan en estos casos, y siempre
cabe escapar de la mentira mediante el uso de fórmulas
hipotéticas. Sin embargo, la actitud de Taylor sugiere po-
7. En un artículo donde critica el pragmatismo —tal como él lo concibe— pu­
blicado en McGill University Quarterly, Montreal, mayo de 1904.
WILLIAM (AMES 89
sibiüdades tan absurdas en la práctica que me parece una
magnífica ilustración de hasta qué punto puede embotar
el entendimiento una concepción de la verdad como mero
registro de una situación dada. La verdad teórica, la ver­
dad como copia pasiva perseguida por el puro interés de
la copia como tal, no porque dicha copia sea buena para
algo, sino solo porque el copiar debe ser schlechthin, se
antoja como un ideal prácticamente absurdo si uno lo
considera fríamente. ¿Por qué debería existir el universo
en forma de copia cuando ya existe en sí mismo? ¿Cómo
podría siquiera ser copiado en toda su plenitud objetiva?
E incluso si fuera posible copiarlo, ¿qué motivo podría
haber para ello? «Incluso los pelos de tu cabeza están
contados.» Sin duda que lo están, virtualmente al menos;
pero ¿qué necesidad hay de que este número sea registra­
do y copiado, a título de exigencia absoluta? Conocer es
solo una forma entre otras de interactuar con la realidad
y contribuir a ella.
En este punto, mi oponente preguntará: «¿Acaso no
tiene el conocimiento de la verdad ningún valor substan­
tivo por sí mismo, aparte de las ventajas colaterales que
pueda conllevar? Y si admite usted la existencia de las
satisfacciones teóricas, ¿acaso no superan con mucho a
las satisfacciones colaterales, de modo que el pragmatis­
mo se viene abajo en caso de admitirlas?». La fuerza des­
tructiva de estas consideraciones desaparece en cuanto
damos a las palabras un sentido concreto en lugar de abs­
tracto, y preguntamos como buenos pragmatistas cómo
se conocen esas famosas necesidades teóricas, y en qué
consisten las satisfacciones intelectuales.
¿Acaso no se basan todas ellas en la consistencia, en­
tendiendo por ella no la consistencia entre una realidad
absoluta y las copias mentales de la misma, sino una
90 EL HUMANISMO Y LA VERDAD
consistencia actualmente sentida entre juicios, objetos y
hábitos de reacción, dentro del universo de experiencia
de la mente? Y ¿acaso nuestra necesidad de tal consisten­
cia y el placer que encontramos en ella no son concebi­
bles como resultado del hecho natural de que somos seres
que desarrollan hábitos mentales, siendo el hábito en sí
mismo adaptativamente beneficioso en un entorno donde
los mismos objetos, o las mismas clases de objetos, se dan
de forma recurrente y obedecen «leyes»? Si fuera así, en
primer lugar habrían venido los beneficios colaterales del
hábito como tal, y la vida teórica se habría desarrollado
ulteriormente para contribuir a ellos. Esta parece ser la
versión más probable del caso. En el origen de la vida,
cualquier percepción presente podía ser considerada
«verdadera», si es que la palabra resulta aplicable al caso.
Más adelante, cuando las reacciones se fueron organi­
zando, las reacciones se volvieron «verdaderas» siempre
que satisfacían una expectativa. En caso contrario, eran
reacciones «falsas» o «equivocadas». Como una misma
clase de objetos requiere también reacciones de una mis­
ma clase, el impulso de reaccionar de modo consistente
debió establecerse gradualmente, junto a un sentimiento
de decepción cada vez que los resultados frustraban las
expectativas. He aquí un origen perfectamente plausible
para todas nuestras consistencias superiores. Hoy, si un
objeto reclama de nosotros una reacción de un tipo que
solo otorgamos a la clase contraria de objetos, nuestra
maquinaria mental se resiste a ello. La situación es inte­
lectualmente insatisfactoria.
La verdad teórica se encuentra de este modo en la
mente, pues consiste en la concordancia de algunos de
sus procesos y objetos con otros procesos y objetos, una
«concordancia» que consiste aquí en relaciones perfecta­
WILLIAM |AMES 91
mente definibles. En la medida en que nos sea negada la
satisfacción de sentir tal concordancia, sean cuales sean
los beneficios colaterales que parezcan derivarse de nues­
tra creencia, apenas tendrán ningún peso para nosotros,
a condición claro está de que seamos seres altamente or­
ganizados intelectualmente, algo que la mayoría de noso­
tros no somos. El grado de concordancia que satisface a
la mayoría de hombres y mujeres es meramente la ausen­
cia de un choque violento entre sus pensamientos y enun­
ciados habituales y la esfera limitada de percepciones en
el que tienen lugar sus vidas. La verdad teórica que la
mayoría de nosotros pensamos que «deberíamos» alcan­
zar es pues la posesión de un conjunto de predicados que
no contradigan explícitamente a sus sujetos. La mayoría
de las veces lo logramos a base de excluir los demás pre­
dicados y sujetos.
En algunos hombres la teoría es una pasión, igual que
la música lo es para otros. La consistencia interior es per­
seguida mucho más allá de lo que exigen los beneficios
colaterales. Esta clase de hombres sistematizan, clasifi­
can, esquematizan, elaboran tablas sinópticas e inventan
objetos ideales por puro amor a la unificación. Ocurre
a menudo que los resultados, aun resplandecientes de
«verdad» a ojos de sus inventores, parecen patéticamente
personales y artificiales a ojos de otros. Lo cual es como
decir que el criterio puramente teórico de verdad puede
fallarnos tan fácilmente como cualquier otro, y que los
absolutistas, a pesar de sus pretensiones, están «en el mis­
mo barco» que aquellos a quienes atacan.
Soy muy consciente de que este artículo resulta digresi­
vo en extremo. Pero la materia es en sí misma inductiva y
difícilmente se le puede aplicar todavía una lógica estric­
ta. Mi principal obstáculo ha sido además la inexistencia
 92 EL HUMANISMO Y LA VERDAD
WILLIAM JAMES 93

de una alternativa concretamente definida por parte de 6. La verdad que se encarna en la experiencia con­
mis oponentes. Tal vez contribuya a la claridad de este formada puede constituir una adición positiva a la reali­
artículo que recapitule, a modo de conclusión, lo que en­ dad previa, a la que juicios posteriores deben conformar­
tiendo que son los puntos básicos del humanismo. Son se a su vez. Ello no obsta para que fuera verdadera con
los siguientes: anterioridad, virtualmente al menos. Desde el punto de
vista pragmático, la verdad virtual y la actual consisten
1. Toda experiencia, ya sea perceptiva o conceptual, en lo mismo: en la posibilidad de dar una única respuesta
debe conformarse a la realidad para ser verdadera. cuando se plantea la pregunta.
2. La «realidad» no tiene más significado para el hu­
manismo que las otras experiencias conceptuales o per­
ceptivas con las que una experiencia presente pueda verse
mezclada fácticamente.8
3. «Conformarse» significa para el humanismo «to­
mar en cuenta» en un sentido que permita obtener un
resultado satisfactorio a nivel práctico o intelectual.
4. «Tomar en cuenta» y ser «satisfactorio» son tér­
minos que no admiten definición, dada la gran variedad
de formas de cubrir sus exigencias que pueden darse en la
práctica.
5. Vagamente y en general, tomamos en cuenta una
realidad cuando la preservamos en una forma tan inalte­
rada como nos es posible. Pero para resultar satisfacto­
ria no debe entrar en contradicción con otras realidades
externas a ella y que también aspiran a permanecer in­
alteradas. Todo cuanto puede decirse por adelantado es
que debemos preservar toda la experiencia que podamos
y minimizar la contradicción en aquello que preserva­
mos.

8. Con esto solo pretendo excluir cualquier realidad de naturaleza «incognos­

cible», de la que no quepa dar cuenta en términos conceptuales o perceptuales.
Naturalmente, incluye cualquier volumen de realidad empírica independiente del
sujeto cognoscente. El pragmatismo es en este sentido «epistemológicamente» rea­
lista.
 IV
La relación entrk cognoscente y conocido1

A lo largo de la historia de la filosofía, el sujeto y el ob­

jeto han sido tratados siempre como dos entidades abso­
lutamente discontinuas; en consecuencia, se han tenido
que inventar toda clase de teorías para superar la para­
doja de la presencia del segundo ante el primero, o de
la «aprehensión» por el primero del segundo. Las teo­
rías representacionalistas sitúan una «representación»,
«imagen» o «contenido» mental en la brecha, a modo de
intermediario. Las teorías de sentido común dejan la bre­
cha tal como está, y declaran que nuestra mente es capaz
de salvarla en virtud de un salto autotrascendente. Las
teorías trascendentalistas la declararon insalvable para
los sujetos cognoscentes finitos, e introdujeron un abso­
luto para que realizara el acto saltatorio. A todo esto, en
el corazón de la experiencia finita misma encontramos en
toda su plenitud cuantas conjunciones se requieren para
hacer inteligible la relación. Así, cognoscente y conocido
Pueden ser:

(1) la misma experiencia considerada en diferentes

contextos; o bien

1. Extracto de un artículo titulado «A World of Pure Experience», publicado

en Journal of Philosophy, etc., 29 de septiembre de 1904.
96 LA RELACIÓN ENTRE COGNOSCENTE Y CONOCIDO
(2) dos experiencias actuales pertenecientes al mismo
sujeto, conectadas por cadenas definidas de experiencias
transicionales conjuntivas; o bien
(3) lo conocido es una experiencia posible, ya sea
para ese sujeto o para otro, a la que dichas transiciones
conjuntivas llevarían si se prolongaran suficientemente.
Los estrechos límites de este artículo no permiten exa­
minar todas las formas que puede tomar el hecho de que
una experiencia funcione como cognoscente de otra. Tra­
té el caso 1, la clase de conocimiento que recibe el nom­
bre de percepción, en un artículo publicado en el Journal
of Philosophy del 1 de septiembre de 1904, bajo el título
«¿Does Consciousness Exist?» [¿Existe la conciencia?|.
Se trata del caso en el que la mente obtiene un «conoci­
miento» * directo del objeto presente. En los demás casos,
la mente posee un «saber acerca» de un objeto que no
está inmediatamente presente. El caso 3 es siempre reduc-
tible al caso 2, tanto formal como hipotéticamente, de
modo que una breve descripción de este último informa­
rá suficientemente al lector acerca de mi forma de enfocar
la cuestión y le permitirá ver cuáles podrían ser los signi­
ficados reales detrás de la misteriosa relación cognitiva.
Supongamos que me encontrara sentado en mi biblioteca
de Cambridge, a diez minutos a pie del «Memorial Hall», y
que estuviera pensando en este último objeto. Mi mente po­
dría tener ante sí únicamente su nombre, o bien una imagen
clara o tal vez muy borrosa del edificio, pero dicha diferen-
* Ver explicación de William James y nota en pp. 30-31. Téngase presente
también para las siguientes apariciones de estos términos en las próximas páginas.
(N. del t.).
WILLIAM (AMES 97
cja intrínseca de la imagen no supone ninguna diferencia en
su función cognitiva. Lo que confiere su función cognitiva a
la imagen, sea la que sea, son ciertos fenómenos extrínsecos
a ella, ciertas experiencias conjuntivas especiales.
Si alguien me preguntara por ejemplo a qué edificio
se refiere mi imagen, y no fuera capaz de dar ninguna
respuesta; o si no supiera señalar hacia Harvard Delta
ni llevarles hasta donde se encuentra; o si, tras dejarme
guiar por ustedes, no estuviera seguro de si el edificio que
veo es el que tenía en mi mente o no; en todos esos ca­
sos ustedes podrían negar con razón que yo me estuviera
«refiriendo» a ese edificio en particular, por más que mi
imagen mental del mismo se pudiera parecer a él. El pa­
recido no tendría entonces más valor que el de una coin­
cidencia, pues hay toda clase de cosas del mismo tipo que
se parecen entre sí en este mundo, sin que por esa razón
consideremos que se conocen unas a otras.
En cambio, si puedo llevarles hasta el edificio, hablar­
les de su historia y de su uso actual; si en presencia del
mismo tengo la impresión de que mi idea, por más imper­
fecta que pudiera ser, me ha llevado hasta él y ha recibido
de este modo cumplimiento; si los elementos asociados
tanto a la imagen como al edificio percibido corren para­
lelos, de modo que a cada término de uno de estos con­
textos corresponde secuencialmente, a medida que voy
caminando, un término correlativo en el otro; en tal caso
mi alma era profètica y es preciso admitir que mi idea co­
nocía tal realidad, como de hecho se admite comúnmen­
te. Dicha percepción es aquello a lo que yo me refería,
pues mi idea ha llegado hasta ella a través de una cadena
de experiencias conjuntivas de mismidad e intencionali­
dad cumplida. No hay accidentes en el proceso, sino que
cada momento desarrolla y corrobora el anterior.
 98 LA RELACIÓN ENTRE COGNOSCENTE Y CONOCIDO
En este proceso de desarrollo y corroboración, inter­
pretado no en un sentido trascendental, sino como una
sucesión de transiciones concretamente sentidas, reside
todo lo que puede contener o significar el hecho de que
una idea conozca una percepción. Siempre que se den
tales transiciones, la primera experiencia conoce la se­
gunda. Cuando no sea así, o cuando no puedan darse
ni siquiera como posibilidades, desaparece cualquier pre­
tensión de conocimiento. En este último caso, los extre­
mos quedarán conectados, si es que mantienen alguna
conexión, por relaciones de tipo inferior: relaciones de
parecido o sucesión, o por el mero «estar con». El cono­
cimiento de las realidades sensibles sólo cobra vida en el
interior del tejido de la experiencia. Es algo que se hace, y
que se hace en virtud de relaciones que se despliegan en el
tiempo. Siempre que existan una serie de intermediarios
tales que, al desplegarse hacia su término final, produz­
can una experiencia de avance orientado en el paso de
cada punto al siguiente y finalmente una experiencia de
proceso cumplido, el resultado será que el punto de par­
tida se convierta en virtud de este proceso en cognoscente
y el punto de llegada en el objeto significado o conocido.
Esto es todo cuanto puede conocerse del conocimiento
(en el sencillo caso que estamos considerando), en esto
se agota su naturaleza en términos de experiencia. Siem­
pre que la secuencia de nuestras experiencias sea como la
descrita podremos decir libremente que teníamos el obje­
to final «en la mente» desde el principio, aun cuando al
principio no hubiera en nuestra mente más que un peda­
zo de experiencia sustantiva igual que todos los demás,
sin ninguna autotrascendencia, sin ningún misterio más
allá del misterio de existir y de conducir gradualmente a
otros pedazos de experiencia sustantiva conectadas entre
WILLIAM (AMES 99
sí por experiencias transicionales. Esto es lo que signifi­
ca aqul decir que el objeto está «en nuestra mente». No
tenemos ninguna noción positiva de una forma más pro­
funda y real de estar en la mente, y no tenemos derecho a
desacreditar nuestra experiencia actual hablando en tales
términos.
Soy consciente de que más de un lector se rebelará
ante esta idea. «Por más que consistan en sensaciones de
realización continua y progresiva», dirá, «los meros in­
termediarios no hacen más que separar al cognoscente
de lo conocido, mientras que el conocimiento constituye
una especie de contacto inmediato de lo uno con lo otro,
una “aprehensión” en el sentido etimológico de la pala­
bra, un relámpago que salta por encima de la brecha, un
acto en virtud del cual dos términos se funden en uno
aun conservando su distinción. Todos esos intermedia­
rios muertos de los que habla usted son externos unos a
otros, y también externos a sus términos finales.»
¿No recuerdan todas estas dificultades dialécticas el
caso del perro que deja caer el hueso para atrapar su ima­
gen en el agua? Si tuviéramos noticia de alguna forma
más real de unión aliunde, tal vez tendríamos derecho a
tachar de falsas a todas las uniones meramente empíri­
cas. Pero las uniones por transición continua son la única
clase de unión de la que tenemos noticia, ya se trate
de un «saber acerca» que culmina en un «conocer», de
la identidad personal, de la predicación lógica mediante la
cópula «es», o de cualquier otro caso. Aun si existieran
uniones de una naturaleza más absoluta, solo se nos po­
drían revelar a través de resultados conjuntivos de este
tipo. En estos reside todo el valor de tales uniones, ese es
todo el significado práctico que podemos dar a la unión
o la continuidad. ¿No es un buen momento para repetir
100 LA RELACIÓN ENTRI COGNOSCENTE Y CONOCIDO
lo que dijo Lotze acerca de las sustancias, a saber, qUe
actuar como una substancia es ser una substancia? ¿Ñ0
deberíamos reconocer que aquello que es experimentado
como continuo es realmente continuo, en un mundo don­
de la experiencia y la realidad vienen a ser lo mismo? En
una galería de cuadros, un gancho pintado puede servir
para colgar una cadena pintada, un cable pintado para
amarrar un barco pintado. En un mundo donde tanto los
términos como las distinciones entre ellos son cuestiones
de experiencia, una conjunción meramente experimenta­
da deberá ser al menos tan real como todo lo demás. Y si
no disponemos de ningún absoluto transfenoménico que
nos permita negar de golpe la realidad de todo el mundo
de la experiencia, deberemos considerarla «absolutamen­
te» real.
Eso es todo cuanto se puede decir de los rasgos esen­
ciales de las relaciones cognitivas donde el conocimien­
to es de naturaleza cognitiva, o de las formas de saber
«acerca» de un objeto. Tales relaciones consisten en una
cadena de experiencias intermedias (si no actuales, po­
sibles) en progreso continuo y que llegan a su cumpli­
miento cuando se alcanza la percepción sensible en la que
consiste su objeto. La existencia de la percepción como
término final de la cadena de intermediarios no solo ve­
rifica el concepto, es decir, demuestra que su función de
conocer tal percepción es verdadera, sino que crea dicha
función cognitiva. Sea lo que sea el término final de la
cadena, era lo que el concepto «tenía en mente» en la
medida en que demuestre estar ahí.
La enorme importancia de esta clase de conocimiento
para la vida humana reside en que una experiencia que
conoce a otra puede funcionar como su representante,
WILLIAM JAMES 101
no en ningún sentido «epistemológico» cuasi milagroso,
sino en el sentido práctico y concreto de sustituirlo en
operaciones físicas o mentales que nos lleven hasta sus
términos asociados y sus resultados. Experimentar sobre
nuestras ideas de la realidad nos ahorra el trabajo de ha­
cerlo con las experiencias reales que estas representan.
Las ideas forman sistemas interconectados que corres­
ponden punto por punto con los sistemas que forman las
realidades mismas; y si permitimos que un término ideal
nos remita de forma sistemática a sus términos asocia­
dos, es posible que vayamos a parar al mismo término
final al que nos habría llevado el término real correspon­
diente, en caso de que hubiéramos operado sobre el mun­
do real. Todo lo cual nos lleva a la cuestión general de la
sustitución.
¿Qué significa exactamente la «sustitución» de una ex­
periencia por otra, dentro de un sistema de experiencias?
Desde mi punto de vista, la experiencia en conjunto
es un proceso temporal en virtud del cual innumerables
términos particulares quedan atrás y son reemplazados
por otros a través de transiciones de naturaleza disyun­
tiva o conjuntiva, las cuales son a su vez experiencias y
deben ser consideradas tan reales cuando menos como
los términos que relacionan. La naturaleza del evento que
he llamado «reemplazar» depende de la clase de transi­
ción de que se trate. Algunas experiencias simplemente
suprimen a sus predecesoras sin continuarlas en ningún
sentido. Otras se sienten como un aumento o una amplia­
ción de su significado, una realización de su propósito o
un acercamiento a su meta. Tales experiencias «represen­
tan» a las otras y pueden cumplir mejor su función de
lo que podían hacerlo aquellas por sí solas. Pero «cum­
 102 LA RELACION ENTRE COGNOSCENTE Y CONOCIDO
plir una función» en un mundo de pura experiencia solo
puede definirse de un modo. En un mundo así no hay
más acontecimientos que las transiciones y las llegadas
(o terminaciones), aunque se den a través de caminos
muy diversos. La única función que puede cumplir una
experiencia es llevar a otra experiencia; y el único cum­
plimiento del que podemos hablar es la llegada a un tér­
mino final experiencial. Cuando una experiencia lleva (o
puede llevar) al mismo término final que otra, la función
de ambas coincide. Pero el sistema total de experiencias
tal como se da inmediatamente se presenta como un cuasi
caos donde se puede ir en muchas direcciones desde un
término inicial y, sin embargo, ir a parar al mismo térmi­
no final, siguiendo múltiples caminos posibles.
Cualquiera de estos caminos podría ser un sustituto
funcional de otro, y según el caso puede resultar venta­
joso seguir uno u otro. En general, los caminos que tran­
sitan por experiencias conceptuales, es decir, por «pen­
samientos» o «ideas» que «conocen» las cosas hacia las
que llevan, son muy ventajosos. No solo permiten tran­
siciones inconcebiblemente rápidas, sino que gracias al
carácter «universal»2 que a menudo poseen, así como a
su capacidad de asociarse entre ellos para formar gran­
des sistemas, superan las lentas realizaciones de las cosas
mismas y nos llevan hasta el término final de un modo
mucho más rápido y económico que cualquier camino
de experiencias sensibles. Los atajos y las nuevas vías
que abren los caminos del pensamiento son sencillamen­
te maravillosos. Debe reconocerse, sin embargo, que la
mayoría de estos caminos no sustituyen a nada actual;
2. Del que solo hace falta decir aquí que también puede ser visto como fun­
cional, y definido en términos de transiciones, o de la posibilidad de las mismas.
WILLIAM JAMES 103
sU término final se encuentra fuera del mundo real, en
extravagantes fantasías, utopías, ficciones o errores. Pero
cuando consiguen reingresar en la realidad y tener su tér­
mino final en ella, los usamos constantemente como sus­
titutos; y con estos sustitutos pasamos la mayor parte de
nuestras horas.5
Cuando alguien siente que su experiencia es sustitutiva
en el momento mismo en que la experimenta, puede decir­
se que tiene una experiencia que apunta más allá de sí mis­
ma. Desde el interior de su propia entidad, tal experiencia
dice «más» y postula una realidad existente en otra par­
te. Para el trascendentalista, que concibe el conocimiento
como un salto mortal sobre una «brecha epistemológica»,
no hay problema alguno con esta idea, pero a primera vis­
ta parece que podría ser inconsistente con un empirismo
como el que nosotros sostenemos. ¿Acaso no hemos ex­
plicado que el conocimiento conceptual solo es tal en vir­
3. Por esta razón he llamado a nuestras experiencias, en conjunto, un cuasi
caos. Hay mucha más discontinuidad en la suma total de las experiencias de lo
que reconocemos comúnmente. El núcleo objetivo de la experiencia de cada per­
sona, su propio cuerpo, es ciertamente una percepción continua; y lo mismo puede
decirse de la percepción del entorno material de este cuerpo (a pesar de la escasa
atención que podamos prestarle), que cambia en transiciones graduales cuando
el cuerpo se mueve. Pero las partes distantes del mundo físico se hallan en todo
momento ausentes para nosotros, y constituyen objetos meramente conceptuales,
en cuya realidad perceptual nuestra vida solo se inserta en puntos concretos y re­
lativamente raros. Alrededor de sus diversos núcleos objetivos dentro del mundo
físico real, en parte compartidos y comunes, en parte discretos, innumerables pen­
sadores dibujan caminos que se cruzan solo en puntos perceptuales discontinuos
y el resto del tiempo resultan harto incongruentes, siguiendo distintas líneas de
cogitación válidas desde el punto de vista físico; y alrededor de todos estos núcleos
de «realidad» compartida flota una vasta nube de experiencias que son totalmente
subjetivas, que no son sustitutivas de nada, que no tienen siquiera un término final
eventual en el mundo de la percepción: los sueños, las alegrías, los sufrimientos y
los deseos de las mentes individuales. Estos coexisten sin duda entre ellos y con los
núcleos objetivos, pero es probable que en toda la eternidad no se construya jamás
ningún tipo de sistema interrelacionado.
104 LA RELACIÓN ENTRE COGNOSCENTE Y CONOCIDO
tud de la existencia de cosas que se encuentran fuera de la
experiencia cognoscente en sí misma, es decir, en virtud de
experiencias mediadoras y de un término final que les da
cumplimiento? ¿Acaso puede haber conocimiento antes de
estos elementos que constituyen su ser? Y si no hay conoci­
miento, ¿cómo puede producirse una referencia objetiva?
La clave para resolver esta dificultad reside en la dis­
tinción entre conocer como algo completo y verificado, y
conocer como algo en tránsito e incompleto. Si volvemos
al ejemplo reciente del «Memorial Hall», solo cuando
nuestra idea del edificio ha desembocado efectivamente
en la percepción sabemos «con seguridad» que lo cono­
cía verdaderamente desde el principio. Hasta que queda
establecida al final del proceso, su capacidad de conocer
dicho edificio, o, de hecho, de conocer cualquier cosa,
podría ser aún puesta en duda; y sin embargo el cono­
cimiento estaba ahí, tal como lo demuestra el resultado.
Eramos conocedores virtuales del edificio mucho antes
de que se verificara que éramos sus conocedores actuales,
en virtud del poder de validación retroactiva de la per­
cepción. Del mismo modo, somos «mortales» desde el
principio, en razón de la virtualidad del evento inevitable
que nos convertirá en tales cuando se haya producido.
Sin embargo, la mayor parte de nuestro conocimien­
to nunca va más allá de este estadio virtual. Nunca llega
a completarse o remacharse. No me refiero únicamente a
nuestras ideas de objetos imperceptibles, como las ondas
de éter o los «iones» disociados, o de objetos «eyectos»
[ejeets], como el contenido de las mentes de otras perso­
nas; hablo también de las ideas que podríamos verificar
si nos tomáramos la molestia de hacerlo, pero que damos
por verdaderas, aun cuando no las hayamos llevado a su
término perceptual, simplemente porque no hay nada que
WILLIAM jAMES 105
nos diga «no» ni ninguna verdad que las contradiga. Po­
der seguir pensando sin obstáculo es, el noventa y nueve
por ciento de las veces, nuestro sustituto práctico de cono­
cer algo en sentido completo. Toda experiencia funciona
por transición cognitiva con la siguiente, y al no experi­
mentar en ningún momento una colisión con aquello que
damos por verdadero, nos dejamos llevar por la corriente
como si el puerto fuera seguro. Vivimos, por así decirlo, en
la cresta de una ola en constante avance, y nuestra sensa­
ción de seguir una dirección determinada en nuestra caída
hacia delante es todo cuanto sabemos del futuro que nos
espera en el camino. Es como si un cociente diferencial
fuera consciente y se considerara a sí mismo un buen sus­
tituto para una curva perfectamente trazada. Nuestra ex­
periencia, inter alia, consiste en una serie de variaciones de
ritmo y dirección, y habita en esas transiciones más que en
el término del viaje. Las experiencias de tendencia bastan
para definir nuestras acciones: ¿qué otra cosa podríamos
haber hecho en ese momento, aun cuando la verificación
posterior se hubiera completado?
Esto es lo que tengo que responder, como empirista
radical, a la objeción de que la referencia objetiva que
constituye un rasgo tan flagrante de nuestras experiencias
implica una brecha y un salto mortal. No hay ninguna bre­
cha ni ningún salto en una transición conjuntiva positiva.
Al contrario, es el modelo mismo de lo que entendemos
por continuidad y genera un continuo allí donde aparece.
La referencia objetiva es un incidente derivado del hecho
de que buena parte de nuestra experiencia resulta insufi­
ciente y consiste en un proceso y una transición. Nuestros
campos de experiencia no tienen límites más definidos que
los de nuestros campos de visión. Ambos apuntan siem­
pre en el margen hacia un más en constante desarrollo, y
106 LA RELACIÓN ENTRE COGNOSCENTE Y CONOCIDO
que constantemente los reemplaza a medida que la vida
avanza. Hablando en general, las relaciones son tan reales
como los términos mismos, y la única objeción del tras­
cendentalista que podría despertar alguna simpatía en mí
sería la de quien me dijera que pretender de entrada que
el conocimiento consiste en relaciones externas, como he
hecho yo, para luego confesar que nueve décimas partes
del tiempo esas relaciones solo están presentes de forma
virtual, deja la propuesta totalmente huérfana de funda­
mento y hace pasar un sustituto de conocimiento por el
artículo genuino. Solo la admisión de que las ideas son
autotrascendentes y «verdaderas» antes de que se produz­
can las experiencias en las que han de terminar, diría este
crítico, puede devolver la solidez al conocimiento en un
mundo como este, donde las transiciones y las terminacio­
nes solo se dan de forma excepcional.
Me parece que esta es una excelente ocasión para apli­
car el método pragmático. ¿Cómo se conocería esta au-
totrascendencia supuestamente previa a cualquier media­
ción o terminación experiencial? ¿Qué resultado práctico
tendría para nosotros, si fuera verdadera?
Su resultado práctico sólo podría consistir en orien­
tarnos, en poner nuestras expectativas y tendencias prác­
ticas en el camino correcto; y el camino correcto en este
caso, en la medida en que no estemos todavía cara a cara
con el objeto (o que no vayamos a estarlo nunca, como
ocurre en el caso de los eyectos), sería el camino que nos
llevara más cerca del objeto. Allí donde no es posible el
conocimiento directo, lo segundo mejor es el «saber acer­
ca» del objeto, y lo que más contribuye a poner este saber
a nuestro alcance es el conocimiento de todo aquello que
se encuentra alrededor del objeto y más estrechamente
relacionado con él. Las ondas del éter y el enfado de otra
WILLIAM IAMES 107
persona, por ejemplo, son cosas a las que mis pensamien­
tos nunca me llevarán perceptualtnente, pero mis concep­
tos de los mismos sí me llevan hasta sus inmediaciones, a
los márgenes cromáticos, las palabras y los actos ofensi­
vos que son sus efectos inmediatos reales.
Incluso en el caso de que nuestras ideas poseyeran en
sí mismas la postulada autotrascendencia, seguiría siendo
cierto que el único valor contante y sonante de la auto-
trascendencia para nosotros sería su capacidad de poner­
nos en contacto con dichos efectos. Y este valor contante
y sonante, no hace falta decirlo, es verbatim et literatim
lo que ofrece nuestra descripción empírica. Desde princi­
pios pragmáticos, una disputa sobre la autotrascendencia
no es más que logomaquia. Tanto da si llamamos auto-
trascendentes o no a las cosas que poseen una capacidad
eyectiva, en la medida en que no diferimos acerca de la
naturaleza de los frutos que tendría tan exaltada virtud
(los frutos para nosotros, por supuesto, los frutos huma­
nistas).
El trascendentalista cree que sus ideas son autotras­
cendentes únicamente porque descubre que son fructífe­
ras. ¿Por qué habría de pelearse con una descripción del
conocimiento que insiste en dar nombre a este efecto?
¿Por qué no considerar el funcionamiento gradual de la
idea como la esencia de esta autotrascendencia? ¿Por qué
insistir en que conocer es una relación estática e intem­
poral, cuando en la práctica todo parece señalarlo como
una función de nuestra vida activa? Según Lotze, decir
que una cosa es válida es como decir que se hace váli­
da. Si todo el universo parece estar en proceso de valida­
ción, si parece todavía incompleto (y ¿por qué si no este
cambio incesante?), ¿por qué habría de quedar exento
precisamente el conocimiento de tal condición? ¿Por qué
108 LA RELACIÓN ENTRE COGNOSCENTE Y CONOCIDO

no debería estar también el conocimiento en proceso de

validación, igual que todo lo demás? Nada de lo cual im­
pide, por supuesto, que el filósofo empírico pueda poner
sus esperanzas, igual que cualquier otro, en que algunas
partes del mismo se encuentren ya validadas o verificadas v
más allá de toda disputa. La esencia del humanismo1

El humanismo es un fermento que «está aquí para que­

darse». No consiste en una sola hipótesis o teorema, y no
depende de hechos nuevos. Constituye más bien un lento
cambio de perspectiva filosófica que presenta las cosas
bajo un nuevo punto de vista o centro de interés. Algu­
nos autores son muy conscientes de este cambio, otros
solo a medias, por más que haya cambiado de hecho su
propia perspectiva. El resultado es un grado importante
de confusión en el debate, donde los humanistas cons­
cientes a medias a menudo se enfrentan a los humanistas
radicales, como si quisieran pasar por miembros del otro
bando.2
Si el humanismo da nombre realmente a un cambio
así de perspectiva, es obvio que todo el panorama filosó­
fico cambiará en alguna medida si llega a imponerse. El
énfasis, la distribución de elementos en primer y segundo
plano, su tamaño y valor relativos: todo eso se verá

1. Reimpreso de Journal of Philosophy, Psychology and Scientific Methods,

yol. it, n” 5,2 de marzo de 1905.
2. Es el caso, por ejemplo, del profesor Baldwin. Su discurso «Selective Thin­
king» (Psychological Review, enero de 1898, reimpreso en el libro «Development
and Evolution») me parece un manifiesto pragmatista excepcionalmente bien es­

pito. Sin embargo, en «The Limits of Pragmatism» (ibid; enero de 1904), Baldwin
se suma (de forma mucho menos clara) al ataque general.
110 LA ESENCIA DEL HUMANISMO
alterado.3 Siendo tales las consecuencias del humanismo,
queda claro que ningún esfuerzo que puedan dedicarle
los filósofos, en primer lugar para definirlo y después
para desarrollarlo, contrastarlo o guiar su progreso, será
trabajo perdido.
En estos momentos, el mayor mal del humanismo es
que su definición sigue incompleta. Sus defensores más
sistemáticos, Schiller y Dewey, solo han publicado pro­
gramas fragmentarios, y sus implicaciones para muchos
problemas filosóficos vitales solo han sido apuntadas por
sus adversarios, los cuales, oliendo la herejía, han descar­
gado una avalancha de golpes sobre unas doctrinas —el
subjetivismo y el escepticismo, por ejemplo— que ningún
buen humanista considera necesario sostener. La nómina
aún mayor de reticencias de los antihumanistas ha sembra­
do la perplejidad entre los humanistas. Buena parte de la
controversia ha girado alrededor de la palabra «verdad».
En un debate, siempre es bueno conocer de primera mano
el punto de vista de tu adversario. Sin embargo, los críticos
del humanismo nunca definen exactamente lo que significa
la palabra «verdad» cuando ellos mismos la utilizan. Los
humanistas deben adivinar su punto de vista, y el resul­
tado ha sido mucho debate vacío. Añadamos a todo esto
la existencia de grandes diferencias individuales en ambos
3. Los cambios éticos que implica quedan magníficamente recogidos, en mi
opinión, en una serie de artículos del profesor Dewey que no obtendrán la aten­
ción que merecen hasta que sean reunidos en un libro. Por nombrar solo algunos:
«The Significance of Emotions», Psychological Review, vol. n, 13; «The Reflex
Arc Concept in Psychology», ibid; m, 357; «Psychology and Social Practice»,
ibid., vn, 105; «Interpretation of Savage Mind», ibid; DC, 217; «Green’s Theory
of the Moral Motive», Philosophical Review, vol. I, 593; «Self-realization as the
Moral Ideal», ibid; n, 652; «The Psychology of Effort», ibid; vi, 43; «The Evo­
lutionary Method as Applied to Morality», ibid; XI, 107,353; «Evolution and
Ethics», Monist, vol. vrn, 321.
WILLIAM JAMES 111
bandos, y desaparecerá cualquier duda de que lo más ne­
cesario en el actual estado de cosas es que ambos bandos
definan de forma más precisa su punto de vista básico.
Cualquier precisión ayudará a esclarecer qué es qué y
quién es quién. El encargado de proponer esta definición,
sin la cual nadie sabe exactamente qué suelo pisa, puede
ser cualquiera. Si ofrezco aquí mi propia definición provi­
sional del humanismo, es posible que otros contribuyan a
mejorarla o que algún adversario se sienta impelido a de­
finir su propio credo con más precisión en contraposición
con el mío, todo lo cual puede contribuir a acelerar en el
proceso de cristalización de la opinión general.
I
El servicio esencial del humanismo, tal como yo lo en­
tiendo, es haber visto que la experiencia tomada en con­
junto es autosuficiente y no depende de nada, aun cuando
una parte de nuestra experiencia pueda depender de otra
para convertirla en lo que es, en cualquiera de los diversos
aspectos en los que cabe considerarla. Puesto que esta fór­
mula expresa también la tesis principal del idealismo tras­
cendental, hacen falta muchas explicaciones para restarle
ambigüedad. A primera vista parece que se limita a recha­
zar el teísmo y el panteísmo. Pero de hecho no necesita
negar a ninguno; todo depende de la interpretación, y si la
fórmula se convirtiera alguna vez en canónica, ciertamen­
te daría lugar a intérpretes de derechas y de izquierdas.
Yo por mi parte interpreto el humanismo de forma teís­
ta y pluralista. Si hay un Dios, no pienso que sea un ex­
perimentador absoluto, sino simplemente el experimenta­
dor del espectro consciente actual más amplio posible. Así
leído, el humanismo es para mí una religión susceptible
112 LA ESENCIA DEL HUMANISMO
de defensa razonada, aunque soy muy consciente de que
para muchas mentes solo resultará de interés religioso in­
terpretado de forma monista. A nivel ético, la forma plu­
ralista capta mejor la realidad que ninguna otra filosofía
de la que tenga noticia, siendo esencialmente una filosofía
social, una filosofía del «co-», donde todo el trabajo corre
a cargo de las conjunciones. Pero mi razón principal para
defenderlo es que cumple con las exigencias de la econo­
mía intelectual. No solo se deshace de todos los «proble­
mas» que genera el monismo (el «problema del mal», el
«problema de la libertad» y demás), sino también de otros
misterios y paradojas metafísicas.
Por ejemplo, el humanismo permite saltarse toda la
controversia agnóstica, al negarse a asumir la hipótesis
de una realidad transempírica. Elimina la necesidad de un
absoluto de tipo bradleyano (sin duda estéril para fines in­
telectuales) e insiste en que las relaciones conjuntivas que
se dan en el seno de la experiencia son indiscutiblemente
reales. Elimina la necesidad de un absoluto de tipo roy-
ceano (también estéril) gracias a su tratamiento pragmáti­
co del problema del conocimiento. Puesto que los ataques
más furibundos se han dirigido contra la concepción del
conocimiento, la realidad y la verdad que se imputa al
humanismo, es también en relación con estas ideas que
se hace más urgente una clarificación. Procederé pues a
perfilar tan brevemente como me sea posible las opiniones
que atribuyo al humanismo en estas cuestiones.
II
Si se acepta la tesis central del humanismo, impresa
en cursiva unas líneas más arriba, se sigue que en caso
de existir alguna cosa que merezca el nombre de cono­
WILLIAM JAMES 113
cimiento, tanto el sujeto cognoscente como el objeto co­
nocido deberán formar parte de la experiencia. En con­
secuencia, o bien
(1) una parte de la experiencia debe conocer a otra;
en otras palabras, como dice el profesor Woodbridge,4
sus partes deben representarse unas a otras en lugar de
representar realidades externas a la «conciencia», como
es el caso del conocimiento conceptual; o bien
(2) las distintas partes de la experiencia deben existir
en principio como otros tantos qués o hechos fácticos;
solo como complicación ulterior y sin que suponga du­
plicación alguna en su singularidad entitativa, un mismo
qué de la experiencia debería figurar alternativamente
como cosa conocida y como conocimiento de la cosa, en
razón de dos tipos diferentes de contexto en los que que­
da entrelazada en el curso general de la experiencia.'’
Este segundo caso es el de la percepción sensible. Hay
un estadio del pensamiento que va más allá del sentido
común, y al que me referiré más adelante; pero el senti­
do común es un estadio perfectamente definido del pen­
samiento, orientado principalmente a la acción, y en la
medida en que permanecemos en este estadio el objeto
y el sujeto se funden en el hecho de su propia «presenta­
ción», o en la percepción sensible: el bolígrafo y la mano
que veo escribiendo en este momento, por ejemplo, son
las realidades físicas designadas por estas palabras. En
este caso, el conocimiento no implica ninguna autotras-
4. En Science, 4 de noviembre de 1904, p. 599.
5. Es probable que esta tesis resulte oscura en exceso para quien no haya leído
mis dos artículos «Does consciousness Exist?» y «A World of Pure Experience»,
publicados en Journal of Philosophy, vol. i, 1904.
 114 LA ESENCIA DEL HUMANISMO
cendencia. Visto así, el humanismo no es más que una
identitatsphilosophie más fragmentada.
En el caso (1), por el contrario, la experiencia repre­
sentativa sí se trasciende a sí misma cuando conoce a la
otra experiencia que constituye su objeto. Nadie puede
hablar del conocimiento de lo uno por lo otro sin tratar­
los como entidades numéricamente distintas, cada una de
las cuales se encuentra más allá de la otra y es externa a
ella, en alguna dirección e intervalo precisables. Pero si
quien habla es un humanista también ha de poder visuali­
zar esta distancia-intervalo en términos concretos y prag­
máticos, y, por lo tanto, confesar que debe consistir en
una serie de experiencias intercaladas, si no actuales, al
menos posibles. Decir que mi idea actual de mi perro, por
ejemplo, conoce al perro verdadero, significa que el tejido
actual de la experiencia está constituido de tal modo que
dicha idea puede llevar a una cadena de experiencias en­
lazadas hasta terminar en unas vividas sensaciones de sal­
tos, ladridos y un cuerpo peludo. Para el sentido común
estas sensaciones son el perro real, su presencia plena.
Si el hablante imaginario fuera un filósofo profundo, tal
vez no diría que son el perro real pero sí que significan el
perro real, que son sus sustitutos prácticos, al igual que
lo era también la representación; el perro real consisti­
ría, por ejemplo, en un conjunto de átomos o de materia
mental situado justamente allí donde las percepciones se
encuentran tanto en su experiencia como en la mía.
III
El filósofo simboliza aquí el estadio del pensamiento
que va más allá del sentido común; y la diferencia entre
ambos consiste en que el filósofo «interpola» y «extrapola»
WILLIAM JAMES 115
allí donde el sentido común no lo hace. Para el sentido
común, dos hombres distintos ven al mismo perro real e
idéntico. La filosofía, advirtiendo algunas diferencias en
sus percepciones, decreta la dualidad de estas últimas e
interpola algo entre ambas como término más real: en
primer lugar, órganos, visceras, etc.; luego, células; des­
pués, átomos; en último término, tal vez materia mental.
Los términos sensibles originales de los dos hombres, en
lugar de fundirse entre sí y con el objeto «perro real»,
como suponía el primer estadio del pensamiento, perma­
necen según los filósofos separados por unas realidades
invisibles con las que como máximo pueden ser colin­
dantes.
Eliminad ahora a uno de los perceptores, y la interpo­
lación se convierte en una «extrapolación». Para el filó­
sofo, los términos finales sensibles del perceptor restante
no llegan totalmente hasta la realidad. Sólo ha seguido la
cadena de sus experiencias hasta una parada bien seña­
lizada por su valor práctico, situada en algún punto del
camino hacia una verdad absoluta que se encuentra más
allá.
El humanista sigue considerando, sin embargo, que
no hay trascendencia absoluta, ni siquiera en relación
con esas realidades más absolutas fruto de la creencia o
de la conjetura. Las visceras y las células no son más que
percepciones posibles a partir de la percepción del cuerpo
exterior. También los átomos se definen en términos per­
ceptivos, aunque tal vez estén para siempre vetados a la
percepción humana. La materia mental misma se concibe
como una especie de experiencia, y cabe apuntar la hipóte­
sis (ninguna lógica puede excluir estas hipótesis de la filo­
sofía) de que dos sujetos que conozcan una misma materia
mental y esta misma materia «confluyan» en el momento
 116 LA ESENCIA DEL HUMANISMO
en que nuestro conocimiento imperfecto se convierta en
conocimiento completo. También nosotros consideramos
habitualmente que nuestras percepciones del perro real
confluyen, aunque solo de forma provisional y desde el
estadio de sentido común del pensamiento. Si mi bolígra­
fo está internamente constituido por materia mental, no
hay ninguna confluencia actual entre esa materia mental y
mi percepción visual del bolígrafo. Pero es concebible que
llegara a producirse tal confluencia, pues al menos en el
caso de la mano las sensaciones visuales y las sensaciones
internas de la mano, su materia mental por decirlo así, son
tan confluentes como puedan llegar a serlo dos cosas.
No hay pues ninguna brecha en la epistemología hu­
manista. Ya interpretemos el conocimiento como algo
idealmente perfecto, o solo como algo lo bastante ver­
dadero como para pasar el test de la práctica, hay una
total continuidad en el planteamiento. La realidad, por
remota que sea, se define siempre como un término final
dentro de las posibilidades generales de la experiencia; y
aquello que la conoce se define como una experiencia que
la «representa», en el sentido de ser sustituible por ella en
nuestro pensamiento porque lleva a los mismos términos
asociados, o bien en el sentido de «señalar hacia ella» a
través de una cadena de otras experiencias que pueden
intercalarse o no.
La relación que mantiene aquí la realidad absoluta con
la impresión sensible es la misma que mantiene esta con
la conceptualización o la imaginación. En ambos casos se
trata de términos provisionales o finales, siendo la impre­
sión sensible únicamente el término final al que llega ha­
bitualmente el hombre práctico, mientras que el filósofo
proyecta un «más allá» en forma de una realidad más ab­
soluta. Estos términos finales son autosuficientes, tanto
WILLIAM JAMES 117
para el estadio práctico como para el estadio filosófico
jel pensamiento. No son «verdad» de ninguna otra cosa,
simplemente son, son reales. No «se apoyan en nada»,
como decía mi fórmula en cursiva. Más bien al revés, es
el tejido total de la experiencia el que se apoya en ellas,
del mismo modo que el tejido total del sistema solar, que
incluye multitud de posiciones relativas, depende para su
posición absoluta dentro del espacio de todos y cada uno
de los astros que lo constituyen. De nuevo obtenemos una
nueva identitatsphilosophie en formato pluralista.
IV
Si he logrado introducir alguna claridad en esta cues­
tión (aunque temo que la brevedad y la abstracción me
hayan impedido alcanzar este objetivo), el lector se dará
cuenta de que la «verdad» de nuestras operaciones men­
tales debe ser siempre un asunto intraexperiencial. El sen­
tido común sólo da por válida una concepción cuando
puede conseguir que le lleve a una impresión sensible. La
impresión, que para el sentido común no es tanto «verda­
dera» como «real», es tenida por provisionalmente ver­
dadera por el filósofo en la medida en que cubre (lleva a
u ocupa el lugar de) una experiencia más absolutamente
real, en la posibilidad de la cual el filósofo tiene razones
para creer, aunque diferida a algún experimento remoto.
Entretanto, lo que de hecho cuenta como verdad para
cualquier creyente individual, sea filósofo u hombre co­
mún, es siempre el resultado de sus apercepciones. Si
una nueva experiencia, conceptual o sensible, contradice
demasiado nuestro sistema preexistente de creencias, el
noventa y nueve por ciento de las veces es tratada como
falsa. Solo cuando las experiencias viejas y las nuevas
 118 l.A ESENCIA DEI. HUMANISMO
son lo bastante congruentes como para apercibirse y mo­
dificarse mutuamente, se produce lo que consideramos
un progreso hacia la verdad. No hay ninguna necesidad
sin embargo, de que la verdad consista en una relación
entre nuestras experiencias con algo arquetípico o tran-
sexperiencial. Si algún día alcanzamos experiencias ab­
solutamente terminales, experiencias en las que todos
estuviéramos de acuerdo, que no pudieran ser superadas
por continuaciones revisadas de las mismas, no serían
verdaderas, sino que constituirían lo real, simplemente
serían, y se convertirían en los ángulos, las esquinas y
los ejes de toda realidad, sobre los cuales reposaría la
verdad de todo lo demás. Las únicas otras cosas que ca­
bría considerar «verdaderas» serían las que nos llevaran
hasta estas a través de conjunciones satisfactorias. El úni­
co significado de la palabra verdad sería algún tipo de
conexión satisfactoria con esta clase de términos finales.
En el estadio de sentido común del pensamiento, las pre­
sentaciones sensibles hacen las veces de estos términos.
Nuestras ideas, conceptos y teorías científicas solo pasan
por verdaderas en la medida en que nos devuelven armo­
niosamente al mundo de los sentidos.
Confío en que muchos humanistas suscribirán este in­
tento de esbozar los rasgos más esenciales de esta forma
de ver las cosas. Estoy casi seguro de que Dewey y Schi-
11er así lo harán. Si quienes la atacan también toman nota
de ella, es posible que la discusión recupere algo del tino
que le ha faltado hasta ahora.
vi
Unas palabras más acerca de la verdad1
Mi fracaso en el intento de ganar adeptos para mi con­
cepción de la verdad parece casi completo a juzgar por
lo que oigo decir. Un filósofo ordinario se dejaría desani­
mar por una recepción como esta, y un pecador colérico
maldeciría a Dios y luego caería muerto. Pero en lugar
de aceptar los consejos de la desesperación, me esforza­
ré por variar mis explicaciones, con la leve esperanza de
que la persistencia termine teniendo su premio y que mis
fórmulas parezcan menos oscuras si van acompañadas de
mayor «masa» aperceptiva.
Para no comprometer a otros pragmatistas, sean quie­
nes sean, me referiré a la concepción que trato de volver
inteligible como propia. La publiqué por primera vez en
1885, en el primer artículo reimpreso en este libro. Las
tesis esenciales de este artículo recibieron el respaldo in­
dependiente del profesor D.S. Miller en 1893 y 1895,2 y
fueron repetidas por mí durante un discurso presidencial
sobre «The knowing of things together» [Conocer las
cosas conjuntamente] en 1895.' En un artículo publicado
en el Journal of Philosophy, etc., titulado «A naturalistic
1. Reimpreso del Journal of Philosophy, 18 de julio de 1907.
2. Philosophical Review, vol. n, p. 408, y Psychological Review, vol. n, p. 533.
3. Las partes relevantes del cual se publican arriba, p. 53.
 120 UNAS PALABRAS MÁS ACERCA DE LA VERDAD
thcory of the reference of thought to reality» [Una teo­
ría naturalista sobre la referencia del pensamiento a la
realidad],4 el profesor Strong llamaba la atención sobre
«la teoría James-Miller de la cognición» y según entendí
se adhería a la misma. Sin embargo, resulta tan difícil
escribir con claridad sobre partes tan íntimas de la fi]0.
sofía que todos estos respetados colegas me informan en
privado de que la concepción de la verdad que ofrezco
ahora —que para mí sólo es una versión más completa
de aquella formulación anterior— es en su opinión insu­
ficiente y pierde de vista la esencia de la auténtica cog­
nición. Y si puede haber desacuerdos entre colegas tan
próximos como nosotros, ¿qué puedo esperar de otros
más distantes, por no hablar de los críticos abiertamente
hostiles?
Sin embargo, estoy tan convencido de que la culpa
debe residir en mi torpe manera de expresarme y no en
mi doctrina, que voy a probar una vez más de darle ex­
presión.
i concreto, mientras que la otra solo describe sus resulta­
¿No les parece que será mejor ponernos de acuerdo
de entrada sobre unas cuantas distinciones generales? El
profesor Strong distingue entre lo que llama relaciones
«saltatorias» y «ambulatorias». La «diferencia», por
ejemplo, es una relación saltatoria, pues como si dijé­
ramos salta inmediatamente de un término a otro, pero
la «distancia», ya sea en el tiempo o en el espacio, está
formada por una serie de partes intermedias de expe­
riencia por las que pasamos sucesivamente. Hace años,
4. Voi. i, p. 253.
WILLIAM )AMES 121
cuando las ideas de T.H. Green estaban en boga, tuve
muchos problemas con sus críticas del sensacionalismo
inglés. Uno de sus discípulos en particular siempre me
decía: «¡Sí! Es muy posible que los términos tengan un
origen sensible; pero las relaciones, ¿qué son sino actos
puros del intelecto que se imponen a los términos des­
de arriba y poseen una naturaleza superior?». Recuerdo
bien el repentino alivio que supuso para mí darme cuenta
un día de que las relaciones espaciales eran en cualquier
caso homogéneas con los términos entre las que media­
ban. Los términos eran espacios, y las relaciones eran, a
su vez, espacios intermedios.5 Si para los seguidores de
Green las relaciones espaciales eran saltatorias, para mí
se convirtieron a partir de entonces en ambulatorias.
La forma más general de contrastar mi concepción del
conocimiento con la concepción popular (que es también
la de la mayoría de los epistemólogos) es llamar a mi
concepción ambulatoria y a la otra saltatoria; y la forma
más general de caracterizar las dos concepciones es decir
que la mía describe el conocimiento tal como se da en
dos tomados de un modo abstracto.
Temo que la mayoría de mis lectores recalcitrantes
no se dan cuenta de que algo ambulatorio tomado en
concreto puede parecer saltatorio tomado en abstracto.
La distancia, por ejemplo, se convierte en algo abstracto
cuando la vaciamos de todo cuanto pueda haber de parti­
cular en los intervalos concretos. De este modo la reduci­
mos a una mera «diferencia», una diferencia de «lugar»,
lo cual es una distinción lógica o saltatoria, una «relación
pura» según se las llama.
5. Véanse mis Principios de psicología, voi. n, pp. 148-153.

122 UNAS PALABRAS MÁS ACERCA DE LA VERDAD
Lo mismo puede decirse de la relación llamada «cono­
cer», en virtud de la cual una idea puede quedar conec­
tada con una realidad. Mi concepción de esta relación es
enteramente ambulatoria. Digo que conocemos un obje­
to por medio de una idea siempre que ambulamos hacia
el objeto bajo el impulso que nos comunica la idea. Si
creemos en las llamadas realidades «sensibles», la idea
no solo puede llevarnos hasta su objeto, sino que pue­
de ponérnoslo en la mano, convertirlo en una impresión
inmediata para nosotros. Pero si, como opinan la mayo­
ría de las personas reflexivas, las realidades sensibles no
son realidades «reales», sino solo sus apariencias, nuestra
idea nos lleva entonces cuando menos hasta estas, nos
pone en contacto con las apariencias y sustitutos más au­
ténticos de la realidad. En todo caso, la idea nos avecina
al objeto, ya sea en sentido práctico o ideal, nos hace
entrar en algún tipo de comercio con él, aumenta nues­
tro conocimiento [acquaintance] del mismo, nos permite
preverlo, clasificarlo, compararlo, deducirlo: en resumen,
tratar con él de un modo que nos estaría enteramente
vetado de no disponer de la idea.
Así pues, funcionalmente considerada, la idea es un
instrumento que nos permite relacionarnos mejor con el
objeto y emprender acciones a propósito de él. Pero tan­
to la idea como el objeto son partes del tejido general
de la realidad en sentido amplio; y cuando decimos que
la idea nos lleva hasta el objeto solo significa que nos
empuja por una serie de caminos intermedios de esa rea­
lidad hasta la vecindad del objeto o al menos hasta sus
asociados, ya sean sus vecinos en sentido físico o solo sus
congéneres lógicos. Así llevados hasta su vecindad, nues­
tra situación respecto al objeto mejora en todo lo relativo
al conocimiento [acquaintance| y la conducta; y decimos
WILLIAM JAMES 123
que gracias a la idea ahora conocemos \ know] mejor o
más verdaderamente el objeto.
Mi tesis es que el conocimiento en este caso consiste en
la ambulación por las experiencias intermedias. Si la idea
no nos llevara a ninguna parte, o nos alejara del objeto
en lugar de acercarnos a él, ¿acaso podríamos decir que
posee alguna cualidad cognitiva? Sin duda no, pues solo
cuando la tomamos en conjunción con las experiencias
intermedias establece un vínculo con ese objeto en parti­
cular más que con ninguna otra parte de la experiencia.
Tales intermediarios determinan la particular función
cognitiva que desempeña la idea. El término hacia el que
nos guían nos dice qué objeto «significa», los resultados
que nos proporcionan la «verifican» o la «refutan». Las
experiencias intermedias constituyen pues un fundamen­
to tan indispensable para una relación cognitiva concreta
como puede serlo el espacio intermedio para una relación
de distancia. Tomada en un sentido concreto, la cogni­
ción significa siempre una determinada «ambulación», a
través de una serie de intermediarios, desde un terminus
a quo a o hacia un terminus ad quem. Como los inter­
mediarios son distintos de los términos y se conectan con
ellos a través de los lazos asociativos usuales (ya sean de
naturaleza «externa» o lógica, esto es, clasificatoria), no
parece que haya nada específicamente único acerca de los
procesos cognitivos. Se enmarcan completamente dentro
de la experiencia, y para describirlos no necesitamos re­
currir a categorías distintas de las empleadas para descri­
bir otros procesos naturales.
Pero no existe ningún proceso que no podamos consi­
derar también de forma abstracta, que no podamos des­
tripar hasta encontrar sus esqueletos o estructuras esen­
ciales; y cuando tratamos de este modo los procesos de
124 UNAS PALABRAS MÁS ACERCA DE LA VERDAD
conocimiento nos sentimos inclinados a verlos como alg0
totalmente único en la naturaleza. La razón es que prime-
ro hemos vaciado la idea, el objeto y los intermediarios
de todas sus particularidades con el fin de retener sólo un
esquema general, y luego hemos considerado este esque­
ma según su función de dar un resultado, y no en su ca­
rácter de proceso. Así considerados, los intermediarios se
ven degradados a meros espacios de separación, mientras
que la idea y el objeto sólo conservan la distinción lógica
de ser los términos finales separados. En otras palabras,
los intermediarios que en su particularidad concreta for­
man un puente se evaporan idealmente para dejar tan
solo un intervalo vacío, convirtiendo así en saltatoria la
relación entre los términos finales y dejando vía libre para
que comience el festival de la Erkenntnistheorie, sin tener
que preocuparse ya de ninguna consideración concreta.
Para poder «significar» un objeto que se encuentra se­
parado de ella por una «brecha epistemológica», la idea
ejecuta lo que el profesor Ladd llama un «salto moríale»;
al conocer la naturaleza del objeto «trasciende» la suya
propia. El objeto pasa a estar «presente» allí donde en
realidad está ausente, etc.; hasta que el esquema final está
plagado de tan sublimes paradojas que para explicarlo
haría falta poco menos que un «absoluto», al menos en
la opinión de algunos.
Esta versión abstracta y saltatoria de la relación entre
la idea y el objeto es contrapuesta a partir de entonces,
como algo previo y más esencial, a su propia realidad
ambulatoria, mientras que la descripción más concreta
es tildada de falsa o bien insuficiente. El puente de inter­
mediarios actuales o posibles que en cualquier caso real
define y hace posible el conocimiento es tratado como
una complicación circunstancial, que potencialmente no
WILLIAM IAMES 125
tendría ni por qué estar ahí. Creo que esta vulgar fala­
cia de oponer una descripción abstracta a la descripción
concreta de la que ha sido abstraída está en la base de
lo insatisfactoria que resulta para muchos mi concepción
del conocimiento, razón por la cual me extenderé algo
más sobre esta tesis general.
Si abstraemos cualquier vehículo de conjunción de
todas sus particularidades, no nos quedará más que la
disyunción original que permitía superar. Pero para esca­
par a la conclusión de que la autocontradicción resultante
es una hazaña dialéctica solo tenemos que restaurar algu­
na parte, por pequeña que sea, de lo que hemos quitado.
En el caso de la brecha epistemológica, el primer paso ra­
zonable es recordar que dicha brecha estaba llena de algún
material empírico, ya sea de naturaleza sensible o ideal, el
cual realizaba alguna función de puente y nos evitaba el
salto mortal. Al restituir pues un modicum indispensable
de realidad al asunto de nuestra discusión, descubrimos la
genuina utilidad de nuestro tratamiento abstracto. Evita­
mos enredarnos en casos especiales sin caer al mismo tiem­
po en paradojas gratuitas. Ahora podemos describir de un
modo universal los rasgos generales del conocimiento y
decir lo que en conjunto hace por nosotros.
Debemos tener presente que toda esta investigación
acerca de la naturaleza de la verdad tiene lugar a un nivel
reflexivo. En cualquier caso real de conocimiento, lo que
hacemos es pensar en nuestro objeto, no en la forma en
que lo conocemos en aquel momento. En este caso resulta
que tenemos el conocimiento mismo por objeto; pienso,
sin embargo, que el lector estará de acuerdo conmigo en
que su conocimiento actual de tal objeto sólo está conte­
nido en abstracto y por anticipación en los resultados que
pueda obtener. Lo que tiene concretamente ante la mente
126 UNAS PALABRAS MÁS ACERCA DE LA VERDAD
al razonar es alguna instancia supuestamente objetiva de
conocimiento, tal como concibe que tiene lugar en otra
persona o tal como lo recuerda de su propio pasado. En
calidad de crítico ve que tal instancia contiene tanto la
idea como su objeto, así como una serie de procesos a
través de los cuales el sujeto cognoscente se ve guiado de
una a otro. Ve que la idea está apartada de su objeto, pero
que con o sin intermediarios guarda genuina relación con
él. Ve, pues, que la idea actúa más allá de su ser inmediato
y enlaza con una realidad remota: salta, se trasciende a sí
misma. Hace todo esto con ayuda externa, sin duda, pero
siempre que ha contado con esa ayuda lo ha hecho y el
resultado es seguro. ¿Por qué no hablar pues únicamente
de los resultados, sin tener en cuenta los medios? ¿Por qué
no tratar la idea como algo que simplemente aprehende
o intuye la realidad, que posee de algún modo la facultad
de propulsarse más allá de la naturaleza, hasta la trastien­
da, para conocer desde allí las cosas de forma directa e
inmediata? ¿Por qué nos empeñamos en arrastrarnos a lo
largo de puentes? Con eso sólo logramos poner trabas a
nuestro discurso.
Esta manera tan abstracta de hablar acerca de los resul­
tados del conocimiento resulta sin duda muy conveniente,
y no solo eso sino también legítima en la medida en que
no olvidemos o neguemos positivamente todo aquello que
ignora. En ocasiones podemos decir que nuestra idea siem­
pre significó ese objeto en particular, que nos llevó hasta él
porque se refería intrínseca y esencialmente a él. Podemos
insistir en que su verificación deriva de esa virtud cogniti-
va original suya, etc., y no haremos con ello ningún daño
mientras sepamos que todo eso no son más que atajos de
pensamiento. Hasta donde alcanzan son descripciones po­
sitivamente verdaderas de los hechos, pero dejan vastos
WILLIAM IAMES 127
sectores de los hechos fuera de su descripción, unos sec­
tores que deben ser restituidos para que las descripciones
sean literalmente verdaderas de cualquier caso real. Pero
si no solo ignoramos pasivamente los intermediarios, sino
que negamos activamente6 que sean siquiera requisitos po­
tenciales para obtener los resultados que tanto nos impre­
sionan, nuestra epistemología se dirige hacia un desastre
seguro. Estamos tan perdidos como lo estaría un historia­
dor que, rendido de admiración ante el poderío personal
de Napoleón, ignorara a sus mariscales y a sus ejércitos,
y nos acusara de caer en un error cuando decimos que las
conquistas de aquel fueron realizadas con la ayuda de es­
tos. Tal es la clase de abstracción y unilateralidad de la que
acuso a la mayoría de mis críticos.
En la segunda conferencia del libro Pragmatismo usé el
ejemplo de la ardilla que da vueltas alrededor del tronco
de un árbol para ocultarse a la vista de un hombre que la
persigue: ambos dan vueltas alrededor del árbol, pero ¿da
vueltas el hombre alrededor de la ardilla? Todo depende,
decía allí, de lo que queramos decir con «dar vueltas alre­
dedor». En un sentido de la expresión, el hombre «da vuel­
tas alrededor» de ella, en otro no. Resolvía allí la disputa
distinguiendo ambos sentidos pragmáticamente, aunque
también decía que algunos de los participantes en la dis­
puta habían considerado que mi distinción no era más que
una forma de evadir la cuestión e insistían en lo que lla­
maban «dar vueltas alrededor en inglés llano y honesto».
En un caso tan simple, pocas personas se opondrían a
la traducción del término en disputa a equivalentes más
6. Esta es la falacia que bauticé como «intelectualismo vicioso» en mi libro Un
universo pluralista, Longmans, Green &C Co., 1909.
128 UNAS PALABRAS MÁS ACERCA DE LA VERDAD
concretos. Pero la cuestión es distinta cuando se trata de
una función compleja como nuestra actividad cognitiva
Mi concepción ofrece una completa traducción práctica
y concreta de las ideas relativas al conocimiento en to­
dos los casos que soy capaz de imaginar, a pesar de lo
cual mis críticos insisten en que mi descripción no recoge
lo que es «conocer en inglés llano y honesto». Escriben
como si mi descripción fuera la más pobre y la suya la
más completa.
En mi opinión, la esencia de la cuestión es que por más
que el conocimiento pueda ser descrito en términos tanto
abstractos como concretos, y por más que las descripcio­
nes abstractas resulten a menudo de lo más útiles, todas
ellas quedan absorbidas y subsumidas sin residuo en las
más concretas, y no contienen nada de naturaleza esen­
cialmente distinta o superior a las descripciones concretas
que pueda considerarse con justicia ignorado por estas.
Conocer es un proceso tan natural como cualquier otro.
Por otro lado, no hay ningún proceso ambulatorio cuyos
resultados no puedan describirse en términos saltatorios,
si así preferimos hacerlo, o que no puedan representarse
en una formulación estática. Supongamos, por ejemplo,
que decimos que un hombre es «prudente». En términos
concretos, eso significa que toma precauciones, asegura
sus apuestas, mira antes de saltar. ¿Acaso tales actos cons­
tituyen la prudencia? ¿Acaso son el hombre en cuanto
prudente? ¿O tal vez la prudencia es algo en sí misma
y con independencia de ellos? En la medida en que sea
un hábito constante en este hombre, un tono permanente
de su carácter, resulta conveniente llamarlo prudente ha­
ciendo abstracción de cualquiera de sus actos, llamarlo
pues prudente en general y sin especificaciones, y decir
que sus actos derivan de esta prudencia preexistente. Hay
WILLIAM JAMES 129
una serie de peculiaridades en su sistema psicofísico que le
hacen actuar con prudencia; y hay tendencias asociativas
en nuestros pensamientos que apuntan en unos casos a la
verdad y en otros al error. Pero ¿sería prudente el hom­
bre en ausencia de todos sus actos? ¿O serían verdaderos
los pensamientos si no contuvieran tendencias asociativas
o impulsivas? Sin duda no tenemos derecho a oponer de
este modo las esencias estáticas a los procesos vivos en los
que se hallan imbricadas.
Mi dormitorio está encima de mi biblioteca. ¿Significa
este «estar encima» algo distinto de los espacios concre­
tos por los que debo moverme para ir de uno a otro? Tal
vez dirán ustedes que significa una relación topográfica
pura, una especie de plan arquitectónico entre esencias
eternas. Pero eso no es el «estar encima» en su plenitud,
no es más que un sustituto abreviado que en ciertos casos
puede ayudar a mi mente tratar de forma más verdade­
ra, esto es, más plena, con el «estar encima» real. No es
un «estar encima» ante rem, es un extracto post rem del
«estar encima» in rebus. Ciertamente podemos hablar a
ciertos efectos como si el esquema abstracto fuera pre­
vio; podemos decir: «Debo subir por causa del esencial
estar encima», del mismo modo que podemos decir que
el hombre «realiza actos prudentes por causa de su pru­
dencia innata», o que nuestras ideas «nos guían de modo
verdadero por causa de su intrínseca verdad». Pero esto
no debería impedirnos en otros casos usar descripciones
más completas. Un hecho concreto se mantiene siempre
idéntico bajo cualquier descripción, como cuando deci­
mos de una línea unas veces que va de izquierda a dere­
cha, otras que va de derecha a izquierda. Todo eso no son
más que maneras de nombrar un mismo hecho, una más
útil en unos casos, otra en otros. Los hechos completos de
 130 UNAS PALABRAS MÁS ACERCA DE LA VERDAD
la cognición, sea cual sea nuestro modo de hablar acerca
de ellos, incluso cuando lo hacemos de forma extremada­
mente abstracta, se mantienen inalterables en las actuali­
dades y las posibilidades del continuo de la experiencia.7
Sin embargo, mis críticos tratan mi manera más concreta
de hablar como si esta fuera la forma que peca de insufi­
ciencia y como si algo quedara fuera de ese continuo.
Una forma muy extendida de oponer una descripción
abstracta a una concreta consiste en acusar a los que pre­
fieren la última de «confundir la psicología con la lógica».
Nuestros críticos dicen que cuando nos preguntan qué
significa la verdad, respondemos diciendo únicamente
cómo se llega hasta ella. Pero si un significado es una rela­
ción lógica, estática, independiente del tiempo, prosiguen,
¿cómo puede identificarse con la experiencia concreta de
algún hombre, la cual perece en el instante mismo de su
producción? Todo esto suena ciertamente profundo, pero
discuto que lo sea realmente. Desafío a cualquiera a seña­
lar alguna diferencia entre la lógica y la psicología en este
punto. La relación lógica es a la relación psicológica entre
la idea y el objeto lo mismo que la abstracción saltatoria
a la concreción ambulatoria. Ambas relaciones requieren
un vehículo psicológico; y la relación «lógica» es simple­
mente la «psicológica» destripada de su plenitud y reduci­
da a un mero esquema abstracto.
Hace algún tiempo un preso intentó asesinar al juez
que le había condenado a su liberación. Aparentemente
había logrado concebir al juez de forma intemporal, lo
7. El objeto o término último de un proceso cognitivo puede hallarse en cier­
tos casos más allá de la experiencia directa del sujeto cognoscente particular, pero
por supuesto debe existir como parte del universo total de la experiencia cuya
constitución, incluida la cognición, está examinando el crítico.
WILLIAM JAMES 131
había reducido a un mero significado lógico, el de ser su
«enemigo y perseguidor», a base de suprimir todas las
condiciones concretas (como el veredicto del jurado, el
deber del cargo, la ausencia de enemistad personal, in­
cluso su posible simpatía hacia él) que daban su pleno
carácter psicológico a la sentencia como un acto de un
hombre particular en el tiempo. Ciertamente la sentencia
era hostil al reo; pero ¿qué idea de la misma es la verda­
dera, esa austera definición lógica o su plena especifica­
ción psicológica? En coherencia, los antipragmatistas de­
berían defender la perspectiva del criminal sobre el caso,
tratar al juez como su enemigo lógico y suprimir todas las
demás condiciones como otras tantas cuestiones psicoló­
gicas inesenciales.
II
Sospecho que hay todavía otro obstáculo que dificulta
la aceptación de mi descripción. Al igual que Dewey y
Schiller, me he visto obligado a decir que la verdad de
una idea está determinada por su carácter satisfactorio o
no. Pero satisfactorio es un término subjetivo, igual que
lo es el término idea; y la verdad es generalmente vis­
ta como algo «objetivo». Incluso los lectores que admi­
tan que el carácter satisfactorio es la única marca de la
verdad para nosotros, el único signo que poseemos para
reconocer este precioso artículo, seguirán diciendo que
mi descripción pasa por alto la relación objetiva entre la
idea y el objeto hacia el que apunta la palabra «verdad».
Temo también que la asociación de mi pobre nombre con
la «voluntad de creer» (una «voluntad» que, pienso, no
debería jugar parte alguna en esta discusión) trabaja en
contra de mi credibilidad en ciertos sectores. Ha fornicado
132 UNAS PALABRAS MÁS ACERCA DE LA VERDAD
con esa cosa sucia, pensarán tal vez mis adversarios
cuando el genuino amante de la verdad debería hablar
sobre esta cuestión con huxleyana grandilocuencia y sen­
tir que la verdad, para ser la auténtica verdad, debería
conllevar la sentencia de muerte de todas nuestras satis­
facciones. Tales divergencias demuestran ciertamente la
complejidad de la materia bajo discusión; pero, en mi
opinión, también su postura se funda en malentendidos,
y para disiparlos al menos en parte (aunque mi esperanza
de éxito sea escasa) daré algunas explicaciones más.
En primer lugar, pediré a mis objetores que definan
exactamente qué clase de cosa tienen en mente cuando
hablan de una verdad absoluta, completa y objetiva; y
luego les desafiaré a que me indiquen algún asiento con­
creto concebible para una verdad de este tipo, que no sea
en los términos de mi descripción. Afirmo que su respues­
ta caerá enteramente dentro de mi análisis.
Para empezar, dicha verdad debe darse entre una idea
y una realidad que sea el objeto de la idea; y, en cuanto
predicado, debe aplicarse a la idea y no al objeto, pues
las realidades objetivas no son verdaderas, al menos no
en el universo de discurso en el que nos movemos en este
momento, porque en este se asume que simplemente so»,
mientras que las ideas son verdaderas de ellos. Pero po­
demos suponer una serie de ideas que sean sucesivamen­
te más y más verdaderas del mismo objeto, y podemos
preguntar cuál es el grado máximo de aproximación a la
verdad absoluta que puede alcanzar la última idea.
La máxima verdad concebible en una idea parecería
ser la de llevar a una fusión actual de nosotros mismos
con el objeto, a una completa confluencia e identificación
entre ambos. En el plano de la creencia de sentido común,
esto es lo que se supone que tiene lugar realmente en la
WILLIAM (AMES 133
percepción sensible. Mi idea de esta pluma se verifica a
través de mi percepción; y se entiende que mi percepción
es la pluma en este momento, pues el sentido común trata
las percepciones y las realidades físicas como idénticas,
pero la fisiología de los sentidos ha terminado por echar
de la sala al sentido común, y ahora se cree que la plu­
ma «en sí misma» se halla más allá de mi percepción del
momento. Sin embargo, la idea antes sugerida de aquello
en que podría consistir un conocimiento \acquaintance\
completamente consumado de una realidad sigue siendo
válida para nuestros propósitos especulativos. El límite
absoluto de la verdad sería una confluencia total de la
mente con la realidad, pues no podría haber conocimien­
to mejor o más satisfactorio que este.
No hace falta decir que dicha confluencia total se halla
ya explícitamente contemplada, como posibilidad, en mi
descripción de esta materia. Si una idea nos llevara algún
día no solo hacia, o hasta, o contra una realidad, sino tan
cerca de ella que nosotros mismos y la realidad terminá­
ramos por fundirnos, se convertiría desde mi punto de
vista, en virtud de este mismo hecho, en absolutamente
verdadera.
De hecho, los filósofos dudan que esto ocurra jamás.
Lo que ocurre, piensan, es que nos acercamos cada vez
más a las realidades, cada vez más al límite de la satis­
facción total; y la definición de lo que sea una verdad
completa y objetiva en sentido actual, en cuanto distinto
de meramente imaginable, solo puede corresponder a la
idea que nos lleve tan cerca del objeto como sea posible
de acuerdo con la naturaleza de nuestra experiencia, lite­
ralmente al lado de él, por ejemplo.
Supongamos ahora que existiera una idea que cum­
pliera este requisito respecto a cierta realidad objetiva.
 134 UNAS PALABRAS MÁS ACERCA DE LA VERDAD
Supongamos que no fuera posible ninguna aproximación
ulterior, que no quedara nada entre la idea y la realidad
que el siguiente paso nos llevara directamente dentro de
la realidad en cuestión; tal resultado, al ser lo más próxi­
mo posible a la confluencia, haría verdadera la idea en
el máximo grado que puede suponerse alcanzable en un
sentido práctico en el mundo que habitamos.
Pues bien, no hace falta que explique que ese grado de
verdad se halla también contemplado en mi descripción
de la materia. Y si las satisfacciones son la marca de la
presencia de la verdad, cabe añadir que cualquier sus­
tituto menos verdadero de tal idea verdadera resultaría
ser también menos satisfactorio. Probablemente termina­
ríamos descubriendo que no nos había llevado al lado
mismo del término final. Y nuestro deseo de conseguir
mayor proximidad no nos dejaría descansar hasta con­
seguirlo.
Por supuesto, al decir todo esto estoy postulando una
realidad independiente de la idea que la conoce. También
estoy postulando que las satisfacciones aumentan parale­
lamente a nuestra aproximación a dicha realidad.8 Si mis
críticos objetan a este último postulado, les respondo con
el primero. Cualquier noción que podamos tener de una
realidad independiente toma la forma de un límite ideal
de una serie de términos hasta los que nos han llevado y
seguirán llevándonos sucesivamente nuestros pensamien­
tos. Cada término revela su carácter provisional por la
insatisfacción que deja en nosotros. La idea más verdade­
ra es pues la que nos lleva más lejos, y en ningún momento
8. Digamos, si se prefiere, que las insatisfacciones disminuyen paralelamente a
tal aproximación. La aproximación puede ser de cualquier tipo: en el tiempo, en
el espacio o bien en el tipo, lo que en lenguaje corriente se conoce como «copiar».
WILLIAM JAMES 135
dejamos de avanzar atraídos por la noción ideal de un
término último completamente satisfactorio. Yo por lo
irienos obedezco y me someto a esta noción. Me resul­
ta imposible concebir ningún contenido objetivo para la
noción de una verdad perfecta e ideal que no consista
en la penetración en un término final de este tipo, como
tampoco puedo concebir que esta noción hubiera surgido
jamás, o que se hubiera distinguido jamás entre las ideas
verdaderas y las falsas u ociosas, como no fuera por la
mayor suma de satisfacciones, intelectuales o prácticas,
que traían consigo las más verdaderas. ¿Acaso podemos
imaginar que un hombre absolutamente satisfecho por
una idea y por todas las relaciones de la misma con sus
demás ideas y experiencias sensibles no considerara su
contenido una descripción verdadera de la realidad? La
materia de la verdad es pues absolutamente idéntica a
la materia de la satisfacción. Puede usted optar indife­
rentemente por cualquiera de las dos palabras al hablar;
en cambio, si rechaza usted cualquier noción de un fun­
cionamiento o una guía satisfactorios (la esencia de mi
concepción pragmática) y define la verdad como una re­
lación lógica estática, independiente incluso de cualquier
tipo de guía o satisfacción posible, me parece que siega la
hierba bajo sus propios pies.
Temo que siga siendo todavía demasiado oscuro para
algunos. Sin embargo, imploro respetuosamente a quie­
nes rechazan mi doctrina porque no consiguen dar sen­
tido a mi torpe lenguaje que respondan según su propio
criterio —\und zwar de la forma más concreta y articula­
da!— cómo se constituye u establece esa verdad real, ge-
nuina y absolutamente «objetiva» en la que tan profun­
damente creen. No podrán responder señalando hacia la
«realidad» misma, pues la verdad no es más que nuestra
136 UNAS PALABRAS MÁS ACERCA DE LA VERDAD
relación subjetiva con las realidades. ¿Cuál es la esencia
nominal de esta relación, su definición lógica, sea o no
alcanzable «objetivamente» por los mortales?
Cualquiera que sea su respuesta, tengo la fe más firme
en que mi descripción demostrará haber dejado margen
para ella e incluirla anticipadamente como un caso posi­
ble más. En resumen, no hay margen para ningún grado
ni tipo de verdad fuera del marco del sistema pragmático,
fuera de esa jungla de acciones y guías empíricas, de tér­
minos próximos o lejanos, acerca de los que parece que
he hablado de un modo tan torpe.
La verdad según el profesor Pratt1
i
El artículo publicado por el profesor J.B. Pratt en el Jour­
nal of Philosophy del 6 de junio de 1907 está tan brillan­
temente escrito que su errónea presentación de la posi­
ción pragmatista parece exigir doblemente una respuesta.
El profesor Pratt afirma que para un pragmatista la
verdad no puede ser una relación entre una idea y una
realidad externa y trascendente respecto a dicha idea,
sino que debe residir «totalmente dentro de la experien­
cia», donde no precisará de «ninguna referencia a nada
distinto de ella para justificarse» (ninguna referencia al
objeto, entiendo). El pragmatista debe «reducirlo todo a
la psicología», es más, a la psicología del momento inme­
diato. En consecuencia, no puede afirmar que una idea
que obtiene su verificación psicológica era ya verdadera
antes de que se completara el proceso de verificación; y
tampoco puede tratar una idea como provisionalmente
verdadera en la medida en que crea únicamente que po­
dría verificarla cuando quisiera.
No sé si existe algún pragmatista de esta estirpe, pues
nunca me he topado con ninguno. Sin duda, podemos
1. Reimpreso de journal of Philosophy, etc., 15 de agosto de 1907 (vol. IV,
P- 464).
138 LA VERDAD SEGÚN EL PROFESOR PRATT
dar a los términos la definición que queramos, y si esta es
la definición de un pragmatista para mi amigo Pratt, no
puedo menos que concurrir con su antipragmatismo. Sin
embargo, el profesor cita palabras mías para caracterizar
a tan curioso bicho, de modo que optaré por exponer
una vez más mi propia concepción de la verdad, no fuera
que algún lector quisiera clasificarme junto a un ser tan
supino.
La verdad es esencialmente una relación entre dos co­
sas, una idea, por un lado, y una realidad externa a la
idea, por el otro. Esta relación, al igual que todas las re­
laciones, tiene a su vez un fundamento, a saber, la matriz
de circunstancias experienciales, tanto psicológicas como
físicas, en las que se encuentran imbricados los términos
correlacionados. En el caso de la relación entre el «here­
dero» y su «herencia», tal fundamento es el mundo donde
antes había un testador y donde ahora hay un testamento
y un albacea; en el caso de la relación entre la idea y el ob­
jeto, es un mundo donde las circunstancias que rodean y
se interponen entre los dos términos permiten un proceso
de verificación satisfactorio. Pero del mismo modo que
un hombre puede ser llamado heredero y tratado como
tal antes de que el albacea haya dividido el patrimonio,
también una idea puede ser calificada de verdadera antes
de que se lleve exhaustivamente a término el proceso de
verificación (basta con la existencia de una masa de cir­
cunstancias que permitan la verificación). Siendo tantos
los casos donde la potencialidad cuenta como actualidad,
no se ve muy bien por qué no debería ser así en este. No
solo llamamos benevolente a un hombre por los buenos
actos realizados, sino por su disposición a realizar otros;
tildamos una idea de «luminosa» no solo por la luz que
ha arrojado, sino por la que esperamos que arroje más
WILLIAM JAMES 139
adelante sobre oscuros problemas. ¿Por qué no debería­
mos confiar del mismo modo en la verdad de nuestras
propias ideas? Vivimos a crédito en todos los asuntos, y
usamos nuestras ideas mucho más a menudo para apelar
a cosas vinculadas con sus objetos inmediatos que para
apelar a los objetos mismos. Noventa y nueve veces de
cada cien el único uso que daríamos al objeto mismo,
en caso de que nuestra idea nos llevara hasta él, sería
convertirlo en un medio para acceder a esas otras cosas
vinculadas. Por eso constantemente abreviamos los pro­
cesos de verificación y damos por buena nuestra creencia
de que son posibles.
Afirmo pues que lo que constituye la relación conoci­
da como verdad no es más que la existencia en el mundo
empírico de este fundamento de circunstancias alrededor
del objeto y de la idea que permiten tanto tomar un atajo
como recorrerlas por completo. En la medida en que tal
fundamento exista y permita un paso satisfactorio entre
el objeto y la idea, dicha idea será y habrá sido también
verdadera de dicho objeto, se haya llevado a cabo o no
una verificación plena. La naturaleza, la posición y las
afinidades del objeto juegan, por supuesto, un papel cru­
cial en hacer posible ese paso en particular, al igual que la
naturaleza y las tendencias asociativas de la idea; luego
es absurdo pensar que la verdad pueda residir totalmen­
te en el interior de la experiencia privada del pensador
y ser puramente psicológica. La relación veritativa debe
buscarse entre la idea y el objeto, e implica a ambos tér­
minos.
Sin embargo, la posición «intelectualista», si entiendo
correctamente al señor Pratt, consiste en que por más que
Podamos usar este fundamento, esta masa de experiencia
•ntermedia, para comprobar la verdad, la relación verita-
140 LA VERDAD SEGÚN EL PROFESOR PRATT
tiva en sí misma es algo distinto. En palabras del señor
Pratt, significa meramente «algo tan simple como que el
objeto en el que uno piensa es tal como uno lo piensa».
Me parece que la palabra «como», que califica en este
caso la relación y soporta toda la carga «epistemológi­
ca», es cualquier cosa menos simple. Lo primero que su­
giere es que la idea debería ser parecida al objeto; pero la
mayoría de nuestras ideas, siendo conceptos abstractos,
no guardan prácticamente ningún parecido con sus ob­
jetos. Diría pues que el «como» debería interpretarse en
términos funcionales, en el sentido de que la idea debe
llevarnos a las mismas regiones de la experiencia a las
que nos llevaría el objeto. La experiencia no se detie­
ne en ningún punto, y tanto los objetos como nuestras
ideas de los objetos pueden llevar a las mismas metas.
Las ideas serían en este caso atajos con los que susti­
tuimos progresivamente a sus objetos; y por lo general
pasamos por alto la comprobación de cada una de ellas
cuando pasan por nuestra mente, pues si una idea nos
guía como lo haría el objeto, podemos decir, en palabras
del señor Pratt, que en esa medida el objeto es como lo
pensamos, y que la idea, verificada en esta medida, es
suficientemente verdadera.
Sin duda, el señor Pratt aceptará la mayor parte de
estos hechos, pero negará que su defensa caracterice al
pragmatismo. Por supuesto, cada uno es libre de tener
sus propias definiciones, pero yo, por mi parte, no me he
referido nunca a nada distinto de lo que describo ahora
al hablar de la concepción pragmática de la verdad; y en
la medida en que mi uso del término fue anterior al de
mi colega, pienso que debería tener precedencia sobre el
suyo. Sospecho, sin embargo, que la tesis del profesor
Pratt no se refiere únicamente a lo que uno debe pensar
WILLIAM JAMES 141
para ser llamado pragmatista. Estoy seguro de que ali­
menta la creencia de que hay algo más en la relación veri-
tativa que el mero fundamento que según mi descripción
bastaría para dar cuenta de ella. Aun siendo útil para
comprobar la verdad, piensa el señor Pratt, la matriz de
circunstancias no puede fundar la relación veritativa in
se, pues esta es transempírica y «saltatoria».
Pues bien, tomemos un objeto y una idea y supon­
gamos que la segunda es verdadera de la primera, tan
eterna y absolutamente como se quiera. Concedamos que
el objeto sea «como» la idea lo piensa hasta donde sea
posible que una cosa sea «como» otra. Le pido formal­
mente al profesor Pratt que me diga en qué consiste este
«ser como» en sí mismo —pues entiendo que no debe­
ría quedarse en un puro misterio, sino consistir en algo
asignable y describible—, y prometo que si es capaz de
asignarle cualquier determinación, del tipo que sea, que
yo no pueda remitir satisfactoriamente a alguna especi­
ficación de lo que en el presente artículo he llamado el
fundamento empírico, confesaré alegremente mi propia
estupidez y nunca más volveré a publicar una sola línea
sobre la cuestión de la verdad.
ti
El profesor Pratt ha respondido a mi requerimiento
con un libro entero,2 que por su claridad y cordialidad
merece reemplazar al resto de la literatura antipragmática.
2. J.B. Pratt, What is Pragmatism. Nueva York, The Macmillan Company,
1^09. Los comentarios aquí publicados fueron escritos en marzo de 1909, con
Posterioridad a algunos de los artículos que aparecen más adelante en el presente
libro.
142 LA VERDAD SEGÚN EL PROFESOR PRATT
Yo por lo menos desearía que así fuera, pues el autor
admite todas mis tesis esenciales y simplemente distingue
mi concepción de la verdad, en calidad de pragmatismo
«modificado», de la concepción de Schiller y Dewey, que
califica de pragmatismo «radical». De acuerdo con mi
propia comprensión de Dewey y Schiller, nuestras con­
cepciones están totalmente en sintonía, a pesar de nuestra
diferente manera de expresarlas; pero ya tengo suficien­
tes problemas para mí solo sin tener que salir a defender
a mis amigos, de modo que los dejaré provisionalmente
a la tierna merced de las interpretaciones del profesor
Pratt, por más erróneas que me parezcan. En lo que a
mí respecta, la respuesta puede ser muy breve, pues pre­
fiero quedarme únicamente en lo esencial y el libro del
Dr. Pratt en conjunto apenas va más allá de lo que había
planteado ya en el texto al que respondo en la primera
parte del presente artículo.
El profesor Pratt repite la fórmula del «como», dando
por sentado que yo y los demás pragmatistas la recha­
zamos,3 cuando lo único que he hecho ha sido pedir a
todos aquellos que insisten en su importancia que hagan
algo más que limitarse a pronunciar la palabra: que la
expliquen y nos digan, por ejemplo, en qué consiste su
tremenda importancia. Por mi parte, estoy perfectamente
dispuesto a admitir que para que una idea sea verdadera
del objeto, este debe ser «como» la idea declara que es,
pero explico el «ser como» en términos de la verificabili-
dad de la idea.
Ahora bien, puesto que el doctor Pratt no niega nin­
guna de estas «posibilidades funcionales» verificadoras, y
únicamente insiste en su incapacidad para servir de fun-
3. Op. Cit., pp. 77-80.
WILLIAM JAMES 143
¿amento de la relación veritativa, parece que no diferimos
realmente acerca de nada en el terreno de los hechos, y
que nuestras diferencias se reducen a la cuestión de hasta
qué punto la noción de funcionalidad o verificabilidad es
una parte esencial de la noción de «verdadez»* (pues este
es el nombre que da el doctor Pratt actualmente al carác­
ter de «ser como» de la idea verdadera). Sostengo que
esta noción de «ser como», o la noción de verdad, queda
totalmente vacía de significado si no se hace referencia a
una posibilidad funcional concreta por parte de la idea.
Tomemos un ejemplo en el que no existe ninguna po­
sibilidad funcional. Supongamos que tengo una idea que
expreso mediante el vocablo «skrkl», y sostengo que es
verdadera. ¿Quién puede decir que es falsa} ¿Por qué no
podría haber en las profundidades insondadas del cosmos
algún objeto con el que «skrkl» pudiera concordar y res­
pecto al cual pudiera atribuírsele verdadez en el sentido
del doctor Pratt? Por otro lado, ¿quién puede decir que es
verdadera? ¿Quién puede poner la mano sobre un objeto
y mostrar que este y ninguno más que este responde al
significado de mi palabra? Y por demás, ¿quién podría
contradecir a alguien que negara cualquier correlación
entre mi palabra y otra realidad, y la tratara como un
puro hecho de mi mente desprovisto de toda función cog-
nitiva? Una de estas tres alternativas deberá ser predicada
de mi idea. Si no ha de caer en la irrelevancia (o revelarse
de naturaleza no cognitiva), es preciso aportar un objeto
* En el original «trueness», una derivación atípica del término empleada por
Pratt con la única intención de distinguir su noción de verdad de la que entiende
como propia de los pragmatistas. La solución por la que he optado resulta aún
Wás forzada en castellano que la original en inglés, pero creo que cumple adecua­
damente la función. (N. del t.).
144 LA VERDAD SEGÚN EL PROFESOR PRATT
de algún tipo al que pueda referirse. Suponiendo que se
hubiera aportado tal objeto, la cuestión de si «skrkl» es
verdadero o falso en relación con él no depende, según
el profesor Pratt, de ninguna condición mediadora. L.a
verdad o la falsedad está ya presente ahí de forma inme­
diata, absoluta y positiva.
Yo, en cambio, reclamo un entorno cósmico de algún
tipo capaz de establecer cuál de estas opciones es la válida
antes de proclamar su irrelevancia.4 Afirmo por tanto, en
primer lugar, que a menos que exista algún tipo de camino
natural entre «skrkl» y ese objeto, distinguible de los in­
numerables caminos que recorren todas las realidades del
universo enlazándolas promiscuamente entre sí, no hay
nada que pueda constituir siquiera la posibilidad de que
se refiera a tal objeto y no a cualquier otro.
Es más, afirmo que a menos que poseyera algún tipo
de tendencia a seguir tal camino, no hay nada que pueda
constituir su intención de referirse al objeto en cuestión.
Por último, afirmo que a menos que el camino estuviera
sembrado de estímulos o frustraciones posibles, y ofrecie­
ra algún tipo de satisfacción o contradicción final, no hay
nada que pueda constituir su acuerdo o desacuerdo con tal
objeto, como tampoco el «ser como» (o el «no ser como»)
en que pretendidamente consiste la verdad (o la falsedad).
4. Curiosamente, el doctor Pratt despacha este postulado básico de toda la
epistemología pragmática diciendo que el pragmatista «rinde inconscientemente
su posición al colar a hurtadillas la idea de un entorno condicionante que determi­
na si la experiencia en cuestión puede funcionar y que no puede identificarse con
la experiencia ni con ninguna parte de ella» (pp. 167, 168). La «experiencia» sig­
nifica aquí, por supuesto, la idea o la creencia; y la expresión «colar a hurtadillas»
resulta sumamente divertida. Si algún epistemólogo puede pasarse sin un entorno
condicionante, debería ser el antipragmatista, con su verdad inmediata y saltato­
ria, independiente de toda funcionalidad. El camino intermedio que proporciona
el entorno es la esencia misma de la explicación del pragmatista.
WILLIAM JAMES 145
Pienso que el doctor Pratt debería hacer algo más que
repetir la palabra «verdadez» en respuesta a mi patética
pregunta de si hay algo que constituya tan importante
relación. No es preciso que en cada caso se experimen­
te plenamente este camino, esta tendencia, este progreso
que corrobora o contradice, pero si nada de eso figura
entre los mobiliarios posibles del universo, no se me ocu­
rre qué otro material lógico puede quedar para definir la
verdadez de mi idea. Si los contiene, en cambio, no hace
falta otro material lógico que ellos.
Me deja perplejo la superior importancia que el doc­
tor Pratt atribuye a la verdad abstracta respecto a la veri-
ficabilidad concreta de una idea, y desearía que estuviera
más inclinado a dar alguna explicación de ello. Cierta­
mente la verdad abstracta es previa a la verificación, pero
también lo es la verificabilidad que defiendo, del mismo
modo que la «mortalidad» de un hombre (que no es sino
la posibilidad de su muerte) es previa a su muerte, y re­
sulta difícil pensar que tan obstinado debate tenga por
motivo la mera prioridad abstracta de toda posibilidad
respecto al hecho correlativo. Me parece probable que el
doctor Pratt esté pensando vagamente en algo más con­
creto que todo esto. La verdadez de una idea tiene que
significar algo definido en la medida en que determina
su tendencia a funcionar, y a hacerlo en relación con este
objeto en lugar de hacerlo en relación con ese otro. Sin
duda, hay algo de este tipo en la idea, del mismo modo
que hay algo en el hombre que explica su tendencia a la
muerte, y algo en el pan que explica su tendencia a ali­
mentar. En qué consiste este algo nos lo dice la psicología:
la idea posee una serie de asociaciones peculiares, tanto
motoras como ideacionales; por su naturaleza y ubicación,
tiende a hacer realidad estas asociaciones; y su aparición
 146 LA VERDAD SEGÚN EL PROFESOR PRATT
sucesiva es lo que llamamos el «funcionamiento» de la
idea. La verdad o la falsedad de la idea dependerá de la
naturaleza de las mismas. Estas tendencias poseen a su
vez condiciones previas que la biología, la psicología y
la biografía pueden elucidar en términos generales. Toda
esta cadena de condiciones causales naturales produce un
estado de cosas resultante en el que pueden encontrarse
o bien introducirse nuevas relaciones, no únicamente de
naturaleza causal; a saber, las relaciones que estudiamos
nosotros los epistemólogos: relaciones de adaptación, de
sustituibilidad, de instrumentalidad, de referencia y de
verdad.
Aunque no podría haber conocimiento de ningún tipo,
ni verdadero ni falso, sin tales condiciones causales pre­
vias, estas no son más que un asunto preliminar respecto
a la cuestión de qué hace verdaderas o falsas a las ideas
una vez que se han obedecido sus tendencias. Tales ten­
dencias deben existir bajo una forma u otra, y sus frutos
son, según el caso, la verdad, la falsedad o la irrelevancia.
En ningún caso son «saltatorias», pues evocan sus conse­
cuencias de manera contigua, sobre lo que tienen al lado;
y solo cuando aparece ante la mente el resultado final de
toda la secuencia asociativa, actual o potencial, podemos
sentirnos seguros de cuál puede ser su relevancia episte­
mológica, si tiene alguna. En resumen, el verdadero co­
nocimiento no se encuentra contenido substancialmente
en la idea en sí misma o «como tal», del mismo modo
que la mortalidad como tal tampoco está contenida en
el hombre, ni el alimento como tal en el pan. Hay algo
previo a eso que en la práctica se orienta hacia el cono­
cimiento, hacia la muerte o hacia la alimentación, según
el caso. Ese algo es la «naturaleza» del primer término,
ya sea la idea, el hombre o el pan, la cual opera para ac­
WILLIAM JAMES 147
tivar la cadena causal de procesos que una vez completa­
da constituye el hecho complejo al que damos el nombre
funcional que mejor conviene al caso. Otra naturaleza
implica otra cadena de funcionamientos cognitivos; en
cuyo caso el resultado será o bien otro objeto conocido o
bien el mismo objeto conocido de otro modo.
El doctor Pratt me deja perplejo también cuando pa­
rece atribuir a Dewey y a Schiller5 (no estoy seguro de lo
que me atribuye a mí) una concepción de la verdad que
admitiría la inexistencia del objeto de la creencia, aun
cuando la creencia fuera verdadera. «Puesto que la ver­
dad de una idea», escribe, «significa meramente el hecho
de que la idea funciona, tal hecho es todo cuanto significa
decir que la idea es verdadera» (p. 206). «Decir que la
idea es verdadera»: ¿quién habla aquí, el crítico o el cre­
yente a quien aquel está describiendo? El problema del crí­
tico en este punto parece fundarse en que toma la palabra
«verdadero» en sentido no relativo, mientras que para el
pragmatista siempre significa «verdadero para aquel que
experimenta los funcionamientos». «Pero ¿es realmente
verdadero o no el objeto?», parece preguntar el crítico,
como si el pragmatista tuviera que proponer una ontolo-
gía entera además de su epistemología y decirnos qué clase
de realidades existen de forma indudable. «Cada cosa a su
tiempo», parecería la respuesta adecuada en este punto.
El doctor Pratt plantea otro problema que merece la
pena examinar. Tiene que ver con la «trascendencia» del
objeto. Una vez que nuestras ideas nos han llevado has­
ta el objeto, una vez que estamos pegados a él, «¿cuál
5. Página 200.
148 LA VERDAD SEGÜN EL PROFESOR PRATT WILLIAM JAMES 149

es nuestra relación con el objeto?, ¿ambulatoria o salta­ universo hipotético puede llamarse una idea «verdade­
toria?», pregunta el doctor Pratt. Si mi objeto fuera tu ra». Si tan solo podría salvarla, pero no llega a hacerlo, o
dolor de cabeza, «mis experiencias terminan donde co­ se limita a construir un puente que se dirige reconocible­
mienzan las tuyas», escribe el doctor Pratt, lo cual «es mente hacia el objeto, no deja de poseer a ojos del prag­
un hecho de gran importancia, pues bloquea el sentido matista lo que el profesor Pratt llama «verdadez». Pero
de transición y compleción que constituye un elemento preguntar al pragmatista si en un caso como este, donde
tan importante en la descripción pragmatista del cono­ ja idea no logra fundirse físicamente con el objeto, cabe
cimiento, esto es, el sentido de compleción derivado del considerar que el dolor de cabeza es realmente verdadero
paso continuo desde la idea original hasta el objeto co­ o posee una verdadez real —en otras palabras, si el dolor
nocido. Si tal resultado se da en alguna medida cuando de cabeza en el que el pragmatista supone creer, y en el
conozco tu dolor de cabeza, ciertamente el objeto no va que supone que cree también el pensador que supone a
incluido en el resultado, pues sigo claramente en mi lado su vez, es un dolor de cabeza real o no— es salir de este
de la “brecha epistemológica”. La brecha sigue ahí por universo hipotético de discurso para entrar en un mundo
trascender», (p. 158). donde rigen unos hechos naturales totalmente distintos.
Naturalmente es posible que algún día, o incluso aho­
ra mismo en algún lugar del universo, los dolores de ca­
beza de distintos hombres confluyan unos con otros o
sean «co-conscientes». Aquí y ahora, sin embargo, los
dolores de cabeza se trascienden sin duda unos a otros,
y cuando no se sienten solo pueden conocerse concep­
tualmente. Supongamos que pienso que tienes realmente
dolor de cabeza: mi idea funciona bien con lo que veo
en tu expresión y con lo que te oigo decir; pero nada
de eso me pone en posesión del dolor de cabeza mismo.
Estoy todavía a un paso de distancia, el dolor de cabeza
me «trasciende», aun cuando no sea trascendente en nin­
gún sentido respecto a la experiencia humana en general.
La pequeña «brecha» que encontramos aquí es la que
la epistemología pragmatista reconoce desde el principio
al decir que debe haber un objeto y una idea. Y la idea
no salva inmediatamente la brecha, solo trabaja paso a
paso con el fin de salvarla, ya sea de forma completa o
aproximada. Si lo logra, en la visión pragmatista de este
 Vili
La concepción pragmatista de la verdad y QUIENES LA
MALENTIENDEN1

La concepción de la verdad ofrecida en mi libro titula­

do Pragmatismo sigue suscitando una incomprensión tan
persistente que estoy tentado de dar una breve réplica
final. Es bien posible que mis ideas merezcan una refu­
tación, pero no puede haber tal refutación hasta que no
sean comprendidas de la forma debida. La exageración
de los malentendidos actuales demuestra hasta qué punto
resulta extraño el punto de vista concreto que asume el
pragmatismo. Las personas que están familiarizadas con
una concepción se mueven por ella tan fácilmente que en­
tienden al otro a la menor indicación, y pueden conversar
entre ellas sin necesidad de atender ansiosamente a las Ps
y Qs de cada cual. Debo admitir, a la vista de los resul­
tados, que hemos dado por supuesta una comprensión
demasiado rápida, y en consecuencia usamos en demasia­
dos puntos un lenguaje excesivamente descuidado. Nun­
ca deberíamos habernos expresado de forma elíptica. Los
críticos se han quedado perplejos ante cada palabra que
dejara algún margen para la perplejidad, y se han negado
a atender al espíritu en lugar de la letra del discurso. Todo

ello parece indicar una genuina extrañeza en el punto de

1. Reimpreso de Philosophical Review, enero de 1908 (vol. xvn, p. 1).

152 LA CONCEPCION PRAGMATISTA DE LA VERDAD
vista adoptado. También indica que el segundo estadio
de la oposición, que ha comenzado ya a manifestarse
con la frase tópica de que «lo nuevo no es verdadero,
y lo verdadero no es nuevo», es insincero en el caso del
pragmatismo. Si no hemos dicho nada nuevo en ningu­
na medida, ¿por qué ha costado tanto entender lo que
decíamos? La culpa no puede atribuirse únicamente a la
oscuridad de nuestra expresión, pues con otras personas
sí hemos logrado hacernos entender. Pero resulta indeli­
cado entrar en recriminaciones y, al menos en mi caso,
estoy seguro de que algunos de los malentendidos de los
que me quejo se deben a que en aquel libro de conferen­
cias populares mi doctrina de la verdad iba acompañada
de muchas otras opiniones no necesariamente conectadas
con ella, de modo que es razonable que haya terminado
confundiendo al lector. En esto la culpa es enteramente
mía, como también en la omisión de ciertas matizaciones;
las páginas que siguen compensarán ahora, al menos en
parte, dicha omisión.
Primer malentendido: el pragmatismo no es más que una
reedición del positivismo
Este parece ser el error más común. El escepticismo, el
positivismo y el agnosticismo coinciden con el racionalis­
mo dogmático ordinario en la presuposición de que todo
el mundo sabe lo que significa la palabra «verdad», sin
necesidad de explicación ulterior. A continuación, dichas
doctrinas proceden según los casos a sugerir o declarar
que la auténtica verdad, la verdad absoluta, es inaccesible
para nosotros, y que debemos aprender a convivir con
una verdad relativa o fenoménica como sustituto más
próximo. Para el escepticismo, este es un estado de cosas
WILLIAM JAMES 153
insatisfactorio, mientras que tanto el positivismo como
el agnosticismo se felicitan por él, ningunean la auténtica
verdad y consideran que la verdad fenoménica es más
que suficiente para todos nuestros fines «prácticos».
De hecho, nada podría estar más lejos de lo que el
pragmatismo tiene que decir acerca de la verdad. Su tesis
es de todo punto previa a todo esto. Termina allí donde
todas esas otras teorías comienzan, pues su único objeto
es llegar a una definición satisfactoria de la palabra ver­
dad. «Da igual si alguna mente en el universo posee la
verdad o no», lo que pregunta es: «¿Qué significa ideal­
mente la noción de verdad?». «¿Qué clase de cosas serían
los juicios verdaderos en caso de existir?». La respuesta
que ofrece el pragmatismo pretende cubrir tanto la ver­
dad más completa concebible, la verdad «absoluta» si
se quiere, como la verdad en su versión más relativa e
imperfecta. La pregunta acerca de cómo sería la verdad
si existiera pertenece obviamente a un terreno de investi­
gación puramente especulativo. No es una teoría acerca
de ningún tipo de realidad, o acerca de qué clase de cono­
cimiento es posible actualmente; se abstrae enteramente
de todos los términos particulares y se limita a definir la
naturaleza de una relación posible entre dos de ellos.
Del mismo modo que la pregunta de Kant acerca de
los juicios sintéticos había eludido a los filósofos pre­
vios, también la pregunta pragmatista es lo bastante sutil
como para haber eludido toda atención hasta entonces;
más aún, tan sutil que incluso ahora que ha sido plan­
teada sigue eludiendo la comprensión de dogmáticos y
escépticos por igual. Según dicen (cito a un crítico real),
el pragmatista insiste en que «los mayores problemas son
•nsolubles para la inteligencia humana, que nuestra nece­
sidad de conocer es en realidad artificial e ilusoria, y que
154 LA CONCEPCIÓN PRAGMATISTA DE LA VERDAD
nuestra razón, incapaz de alcanzar los fundamentos de la
realidad, debe orientarse exclusivamente a la acción». £[
malentendido no puede ser mayor.
Segundo malentendido: el pragmatismo es primariamen­
te una llamada a la acción
El nombre «pragmatismo», tan ligado a la idea de
acción, ha resultado una elección desafortunada, debo
admitirlo, y ha contribuido a este error. Pero ninguna pa­
labra podía proteger a la doctrina de unos críticos tan
ciegos a la naturaleza de la investigación que cuando el
doctor Schiller habla de ideas que «funcionan» sólo sa­
ben pensar en su funcionamiento inmediato en el entor­
no físico, en su capacidad para hacernos ganar dinero
u obtener alguna ventaja «práctica» parecida. Sin duda,
las ideas poseen esta clase de funcionamiento, ya sea de
modo inmediato o remoto; pero una parte indefinida de
su funcionamiento tiene lugar en el interior del mun­
do mental. Nuestros críticos se niegan a concedernos el
crédito de tan rudimentaria intuición, por lo que ven el
pragmatismo como una concepción solo apta para in­
genieros, doctores, financieros y hombres de acción en
general, necesitados de algún tipo de weltanschauung de
usar y tirar, pero que no tienen tiempo ni ingenio para es­
tudiar filosofía de verdad. Usualmente, el pragmatismo es
descrito como un movimiento característicamente ameri­
cano, una especie de esquema de pensamiento abreviado
ideal para el hombre de la calle, naturalmente reacio a la
teoría y ávido de beneficios inmediatos.
Es cierto que una vez respondida la refinada cuestión
teórica de la que parte el pragmatismo, se siguen de ella
algunos corolarios de tipo práctico. La investigación
WILLIAM (AMES 155
¡nuestra que las realidades previas no son las únicas
variables independientes en la función llamada verdad.
Muestras ideas, siendo también realidades, son asimismo
variables independientes hasta cierto punto, y del mis­
ino modo que las ideas derivan de otras realidades y se
adaptan a ellas, también la realidad deriva de las ideas
y se adapta a ellas en cierta medida. Cuando acceden
al ser, las ideas redefinen en parte lo existente, de modo
que la definición de la realidad en conjunto parece in­
completa si no se las tiene también en cuenta. Al señalar
nuestras ideas como elementos complementarios de la
realidad, esta doctrina pragmatista abre una gran ven­
tana para comprender la acción humana (en la medida
en que nuestras ideas instigan nuestra acción), así como
una gran licencia para la originalidad de pensamiento.
Naturalmente, pocas cosas pueden ser más estúpidas que
ignorar el edificio epistemológico previo donde se abre
la ventana, o hablar como si el pragmatismo empezara
y terminara en esa ventana. Esto es, sin embargo, lo que
hacen nuestros críticos, casi sin excepción. Ignoran tanto
nuestro paso principal como el motivo que lo anima, y
convierten en primaria la relación con la acción que no
es más que nuestro logro secundario.
Tercer malentendido: los pragmatistas se niegan el dere­
cho a creer en realidades eyectivas
Según los críticos, los pragmatistas se ponen en esta
situación al pretender que la verdad de nuestras creencias
consiste en su verificabilidad, y la verificabilidad en su
funcionalidad para nosotros. El profesor Stout, en su por
lo demás admirable y alentadora recensión de Schiller para
el Mind de octubre de 1897, considera que esto debería
156 LA CONCEPCIÓN PRAGMATISTA DE LA VERDAD
llevar a Schiller (si pudiera darse cuenta sinceramente
de las consecuencias de su propia doctrina) a la absurda
consecuencia de no poder creer genuinamente en el dolor
de cabeza de otro hombre, aun cuando tal dolor de cabe­
za existiera. La razón es que sólo podría «postularlo» en
nombre del valor funcional que tuviera el postulado para
él mismo. Ciertamente, el postulado guía algunos de sus
actos y lleva a consecuencias ventajosas; pero en cuanto
comprendiera plenamente que el postulado es verdadero
solo (!) en este sentido, cesaría (o debería cesar) de ser
verdad para él que otro hombre tiene realmente dolor de
cabeza. Todo cuanto da valor al postulado se evaporaría:
su interés en su compañero «se convierte en una forma
velada de autointerés, y su mundo se torna frío, aburrido
y despiadado».
Tal objeción trastoca de forma curiosa el universo
de discurso del pragmatista. Dentro de tal universo, el
pragmatista encuentra a una persona con dolor de cabeza
o con cualquier otra sensación, y a otra que postula tal
sensación. Al preguntar de qué depende la «verdad» del
postulado el pragmatista responde que, al menos para el
postulante, solo es verdad en la medida en que creer en
el dolor de cabeza produce en la persona la mayor suma
de satisfacciones. ¿Qué es lo satisfactorio aquí? Sin duda
creer en el objeto postulado, esto es, en la sensación real­
mente existente del otro hombre. Pues ¿en qué sentido
podría ser satisfactorio para él (especialmente si el pos­
tulante fuera un pragmatista consecuente) no creer en tal
sensación, si tal como dice el profesor Stout eso tornara
el mundo «frío, aburrido y despiadado»? La incredulidad
parecería estar descartada en tal situación, sobre bases
estrictamente pragmatistas, a menos que el carácter des­
piadado del mundo fuera ya una conclusión probable por
WILLIAM JAMES 157
razones independientes. Y como la creencia en el dolor de
cabeza, verdadera para el sujeto supuesto en el universo
de discurso del pragmatista, es también verdadera para
el pragmatista que con fines epistemológicos ha asumido
ese universo entero, ¿por qué no ha de ser verdadera en
tal universo en términos absolutos? ¡El dolor de cabeza
en el que ambos creen es una realidad allí, no hay una
sola mente que deje de creer en él, ni la del crítico ni la de
su sujeto! ¿Acaso pueden ofrecernos nuestros oponentes
una versión mejor de la verdad en este universo real?2
Queda así respondido el tercer malentendido, que no
es sino una especificación del siguiente, más amplio.
2. Veo aquí una oportunidad de responder anticipadamente a una crítica que
algunos podrían dirigir a la Conferencia III de Pragmatismo, donde decía (pp. 96-
100) que «Dios» y la «Materia» podrían verse como términos sinónimos en la
medida en que no pudiera deducirse de ellos ninguna consecuencia futura distinta.
El pasaje fue transcrito de mi discurso ante la Unión Filosófica de California,
reimpreso en el Journal of Philosophy, vol. I, p. 673. Tan pronto como termi­
né mi discurso advertí un fallo en esa parte; pero he dejado el pasaje inalterado
desde entonces, porque ese fallo no malograba su valor ilustrativo. El fallo se me
hizo evidente cuando pensé, como caso análogo al de un universo sin Dios, en lo
que llamé una «novia automática», es decir, un cuerpo sin alma que fuera abso­
lutamente indistinguible de una soltera espiritualmente animada, una novia que
reiría, hablaría, se sonrojaría, nos cuidaría y desempeñaría todas las actividades
femeninas con tanto tacto y delicadeza como si hubiera un alma en ella. ¿Acaso
alguien la consideraría un equivalente pleno? Ciertamente no, y ¿por qué? Porque
de acuerdo con nuestra constitución, nuestro egoísmo aspira por encima de todo
a la empatia y el reconocimiento, el amor y la admiración. El trato exterior es
valorado principalmente como expresión, como manifestación de la conciencia
acompañante en la que creemos. Pragmáticamente, pues, la creencia en la novia
automática no funcionaría, y de hecho nadie la trata como una hipótesis seria. Pa­
saría algo muy parecido con el universo sin Dios. Aun cuando la materia pudiera
hacer externamente todo cuanto hace Dios, su idea no funcionaría de modo tan
satisfactorio porque lo que el hombre moderno busca principalmente en Dios es
Un ser que le reconozca internamente y le juzgue con empatia. La materia frustra
es(a aspiración de nuestro ego, de modo que Dios sigue siendo la hipótesis más
verdadera para la mayoría de los hombres, y sin duda hay razones pragmáticas
concretas para justificarlo.
158 LA CONCEPCIÓN PRAGMATISTA DE LA VERDAD
Cuarto malentendido: ningún pragmatista puede ser un
realista en epistemología
Ello se sigue supuestamente de su afirmación de que la
verdad de nuestras creencias consiste en general en su ca­
rácter satisfactorio. Por supuesto, la satisfacción es per se
una condición subjetiva, de donde deducen que la verdad
reside enteramente en el interior del sujeto, el cual puede
por tanto manufacturarla a su gusto. Las creencias ver­
daderas se convierten así en preferencias caprichosas, sin
responsabilidad alguna en relación con las demás partes
de la experiencia.
Resulta difícil excusar una parodia como esta de la
opinión pragmatista, que ignora todos los elementos de
su universo de discurso a excepción de uno solo. Los tér­
minos en que consiste positivamente tal universo vuel­
ven imposible toda interpretación no realista de la fun­
ción de conocimiento que se define allí. El epistemólogo
pragmatista asume una realidad y una mente con ideas.
Y luego pregunta: ¿Qué puede hacer verdaderas a esas
ideas de esa realidad? Un epistemólogo ordinario se con­
tenta con la vaga declaración de que las ideas deben «co­
rresponder» o «concordar»; el pragmatista insiste en ser
más concreto y pregunta en qué puede consistir en deta­
lle tal «concordancia». En primer lugar, comprueba que
las ideas en cuestión deben apuntar hacia o llevar hasta
aquella realidad y ninguna otra, y luego que tal apun­
tar o llevar debe producir satisfacción como resultado.
Hasta aquí, el pragmatista apenas es menos abstracto
que el perezoso epistemólogo ordinario; pero a medida
que progresa en su definición, va ganando en concre­
ción. Todo el diferendo con el intelectualista se reduce
al asunto de la concreción, pues el intelectualismo sostiene
WILLIAM JAMES 159
que la descripción más vaga y abstracta es en este caso
|a más profunda. El pragmatista atribuye este apuntar y
llevar concretos al trabajo de otras partes del mismo uni­
verso al que pertenecen tanto la realidad como la mente,
fragmentos de experiencia intermediarios y verificadores
que conectan la mente, en un extremo, y la realidad, en
el otro. La «satisfacción» a su vez no es ninguna satis­
facción abstracta ueberhaupt, experimentada por un ser
inespecífico, sino que se asume que consiste en la clase
de satisfacciones (en plural) que los hombres concretos
existentes encuentran actualmente en sus creencias. De
acuerdo con nuestra constitución fáctica, los seres huma­
nos encontramos satisfactorio creer en la mente de otros
hombres, en realidades físicas independientes, en hechos
pasados, en relaciones lógicas eternas. Encontramos sa­
tisfactoria la esperanza. A menudo encontramos satis­
factorio dejar de dudar. Por encima de todo, encontra­
mos satisfactoria la consistencia, esto es, la consistencia
entre la idea presente y el resto de nuestro equipamiento
mental, incluido el orden entero de nuestras impresiones
sensibles, así como el de nuestras intuiciones de parecido
y diferencia, y todo nuestro stock de verdades previa­
mente adquiridas.
Siendo él mismo un hombre, y no pudiendo imaginar
en general ninguna línea contraria de creencia más ver­
dadera que la suya acerca de la «realidad» que ha situa­
do en la base de su discusión epistemológica, el pragma­
tista no ve problema para tratar nuestras satisfacciones
como guías posiblemente verdaderas a dicha realidad, y
no solo para nosotros. Parecería que corresponde a sus
críticos mostrar de forma mínimamente explícita por
qué el hecho de ser sensaciones subjetivas impide que di­
chas satisfacciones nos guíen a la verdad «objetiva». Las

160 LA CONCEPCIÓN PRAGMATISTA DE LA VERDAD
creencias a las que acompañan «postulan» tal realidad-
«corresponden», «concuerdan» y «encajan» con ella de
formas perfectamente definidas y asignables a través de
la subsiguiente cadena de pensamientos y acciones que
constituyen su verificación, de modo que insistir mera­
mente en usar esas palabras de forma abstracta en lugar
de concreta no sirve para ganarle la mano al pragmatis­
ta, cuya descripción más concreta incluye virtualmente
la de su crítico. Si nuestros críticos tienen alguna idea
definida de la verdad dotada de un fundamento más ob­
jetivo que el propuesto por nosotros, ¿por qué no lo
muestran de forma articulada? En su posición actual,
me recuerdan a uno de los sujetos de Hegel que quería
«fruta», pero rechazaba las fresas, las peras y las uvas
porque no eran fruta en abstracto. Les ofrecemos una
botella llena, y ellos exigen la botella vacía.
Pero casi me parece oír a un crítico responder lo si­
guiente: «Si las satisfacciones son todo cuanto se necesita
para que haya verdad, ¿qué decir del hecho notorio de
que los errores son a menudo satisfactorios? Y ¿qué de­
cir del hecho igualmente notorio de que ciertas creencias
verdaderas pueden causar la más amarga insatisfacción?
¿Acaso no es claro que no es la satisfacción que produce
la creencia, sino la relación que mantiene esta con la rea­
lidad lo que la convierte en verdadera? Supongamos que
no hubiera tal realidad, y que las satisfacciones, en cam­
bio, siguieran existiendo: ¿acaso no llevarían a falsedades
en tal caso? Y siendo así, ¿cabe destacarlas expresamente
como la piedra y el mortero de la verdad? Lo que nos
produce la satisfacción propia y específica de la verdad
es la relación inherente de una creencia con la realidad,
en comparación con la cual toda otra satisfacción resulta
totalmente vacía. La satisfacción de conocer verdadera-
WILLIAM (AMES 161
friertte es la única que el pragmatista debería haber consi­
derado. Como sentimiento psicológico, el antipragmatista
no tiene problema en concedérselo, pero solo en cuanto
concomitante a la verdad, no como constituyente. Lo que
constituye la verdad no es el sentimiento, sino la función
puramente lógica u objetiva de conocer correctamente la
realidad, y el fracaso del pragmatista en su intento de re­
ducir esta función a valores inferiores es patente».
Esta clase de antipragmatismo me parece una sarta
de confusiones. Para empezar, cuando el pragmatista
dice «indispensable» lo confunde con «suficiente». El
pragmatista dice que las satisfacciones son indispensa­
bles para la construcción de la verdad, pero siempre
he dicho que eran insuficientes a menos que llevaran
también incidentalmente a la verdad. Si la realidad
asumida fuera cancelada del universo de discurso del
pragmatista, este llamaría directamente falsedades a las
creencias restantes, por más satisfactorias que fueran.
Para el pragmatista, al igual que para el crítico, no pue­
de haber verdad si no hay nada acerca de lo cual ser
verdad. Las ideas son mera superficie psicológica a me­
nos que alguna clase de materia reflejada les conceda
lustre cognitivo. Por eso me he tomado tanto cuidado
como pragmatista en postular la «realidad» ah initio, y
por eso me he mantenido como un realista epistemoló­
gico a lo largo de todo el debate.3
El antipragmatista es culpable aún de otra confusión,
a saber, la de imaginar que al tratar de ofrecerle una
3. No hace falta que recuerde al lector que tanto las percepciones sensibles
como las percepciones de relaciones ideales (comparaciones, etc.) deberían clasi­
ficarse entre las realidades. La mayor parte de nuestro «stock» mental consiste en
verdades acerca de esos términos.

162 LA CONCEPCIÓN PRAGMATISTA DE LA VERDAD
descripción del significado formal de la verdad asumimos
también la carga de ofrecerle una garantía de la misma
en el sentido de tratar de definir las ocasiones en las que
puede estar seguro de estar materialmente en posesión
de ella. Esta ingenua expectativa queda frustrada por el
hecho de que hagamos depender la verdad de una reali­
dad tan «independiente» que cuando se da, hay verdad,
y cuando no se da, no hay verdad, razón por la cual juz­
ga insatisfactoria nuestra descripción. Sospecho que bajo
esta confusión se oculta la confusión aún más profunda
de no discriminar suficientemente entre dos nociones, la
de verdad y la de realidad. Las realidades no son verda­
deras, simplemente son; y las creencias son verdaderas de
ellas. Pero sospecho que en la mente del antipragmatista
las dos nociones intercambian atributos en ocasiones. La
realidad en sí misma es tratada, me temo, como si fuera
«verdadera», y a la inversa. De donde concluye que cuan­
to se dice de una debe poder decirse también de la otra; y
por lo tanto una idea verdadera debe ser en cierto modo
la realidad que posee cognitivamente, o cuando menos
producirla sin ayuda externa.
A esta pretensión idealista absoluta el pragmatismo
opone únicamente su non possumus. Para que pueda ha­
ber verdad, afirma el pragmatismo, deben conspirar tan­
to las realidades como las creencias; pero si realmente
hay tal cosa como la verdad, o de qué modo puede estar
alguien seguro de que sus propias creencias están en po­
sesión de ella, es algo que nunca pretende determinar. La
satisfacción específica que produce la verdad y que puede
teñir a una creencia insatisfactoria en otros aspectos que­
da fácilmente explicada como el sentimiento de consis­
tencia con las verdades, o las supuestas verdades, que la
experiencia pasada nos ha legado.
WILLIAM (AMES 163
Pero ¿acaso no están todos los pragmatistas convenci­
dos de que su propia creencia es correcta?, preguntarán
sUs enemigos en este punto; lo cual me lleva al
quinto malentendido: lo que dicen los pragmatistas es in­
consistente con el hecho de que lo digan
Uno de mis corresponsales plantea la objeción del si­
guiente modo: «Cuando usted dice a su audiencia: “El
pragmatismo es la verdad acerca de la verdad”, la primera
verdad es distinta de la segunda. En relación a la primera
no admite desacuerdo entre usted y ellos; no les está dan­
do libertad para aceptarla o no en función de si les resulta
satisfactoria o no para sus usos privados. Sin embargo, la
segunda verdad, que debería describir e incluir a la prime­
ra, afirma esta misma libertad. Así pues, la intención de su
declaración parece contradecir su contenido».
El escepticismo en general siempre ha recibido esta re­
futación clásica. «Para expresar la posición escéptica»,
dicen los racionalistas a los escépticos, «es preciso que
adoptéis una posición dogmática; de modo que vues­
tra vida contradice vuestra tesis.» Cabe suponer que la
impotencia de un argumento tan vetusto para hacer la
menor mella en la cantidad de escepticismo que hay en
general en el mundo haya llevado a algunos racionalistas
a dudar de la eficacia de esta clase de refutaciones lógicas
instantáneas para liquidar actitudes mentales vivas. El es­
cepticismo general es la actitud mental viva de negarse a
llegar a conclusiones. Consiste en una permanente apatía
de la voluntad que se renueva en detalle ante cada una
de las tesis que se ofrecen sucesivamente, y es tan poco
vulnerable a la lógica como pueda serlo la obstinación o
una broma. Esta es la razón de que el escepticismo resulte
164 LA CONCEPCIÓN PRAGMATISTA DE LA VERDAD
tan irritante. Un escéptico consistente nunca convierte su
escepticismo en una proposición formal: simplemente lo
adopta como hábito. Se echa atrás provocadoramente
cuando lo más fácil sería asentir con los demás, pero su
actitud no es ilógica ni estúpida, al contrario, a menudo
nos sorprende con su superioridad intelectual. Este es el
escepticismo real al que deben responder los racionalis­
tas, y su lógica no hace ninguna mella en él.
Igual de impotente es la lógica ante el comportamiento
del pragmatista: su acto de enunciación, lejos de contra­
decir el contenido enunciado, lo ejemplifica fielmente.
¿Cuál es el contenido enunciado? En parte, el siguien­
te: que la verdad, considerada de modo concreto, es un
atributo de nuestras creencias, y que nuestras creencias
son actitudes derivadas de satisfacciones. Las ideas al­
rededor de las cuales se acumulan las satisfacciones son
primariamente meras hipótesis que desafían o apelan a
la creencia para que las haga suyas. La idea de la verdad
que se hace el pragmatista es un reto de esta clase. Le
parece ultrasatisfactorio aceptarlo, y define su postura de
acuerdo con él. Pero siendo gregario por naturaleza, el
hombre siempre persigue difundir sus creencias, desper­
tar la imitación, contagiar a otros. ¿Por qué no habrías
de encontrar tú también satisfactoria la misma creen­
cia?, piensa el pragmatista, e inmediatamente se pone
a la tarea de convertirte. En tal caso, los dos tendréis
creencias parecidas; ambos sostendréis el extremo del
sujeto de una verdad, la cual se convertirá en objetiva
e irreversible si la realidad sostiene a su vez el extremo
del objeto con su presencia simultánea. Confieso que soy
incapaz de ver dónde está la autocontradicción en todo
esto. La conducta del pragmatista me parece, al contra­
rio, una admirable ilustración de su fórmula universal;
WILLIAM |AMES 165
y de todos los epistemólogos es tal vez el único que es
irreprochablemente consistente consigo mismo.
Sexto malentendido: el pragmatismo no explica lo que es
la verdad, solo cómo llegar hasta ella
De hecho dice ambas cosas: dice lo que es incidental­
mente al decirnos cómo se llega hasta ella. Pues ¿adonde
se llega sino a aquello que la verdad es? Si os digo cómo
llegar hasta la estación de tren, ¿acaso no os informo
implícitamente acerca del qué de la estación, acerca del
ser y la naturaleza del edificio? Es bastante cierto que
la palabra abstracta «cómo» no significa lo mismo que la
palabra abstracta «qué», pero en este universo de hechos
concretos no hay modo de mantener separados los cómos
y los qués. Las razones por las que me resulta satisfacto­
rio creer que tal idea es verdadera, el cómo llego a dicha
creencia, pueden estar entre las razones de que la idea sea
verdadera en realidad. Reto al antipragmatista a explicar
de forma articulada la imposibilidad de que sea así.
El problema del antipragmatista parece surgir prin­
cipalmente de su persistente incapacidad de compren­
der cómo es posible que una declaración concreta tenga
tanto significado, o sea tan valiosa, como una abstracta.
Antes dije que la principal diferencia entre nosotros y
nuestros críticos era el enfrentamiento entre concreción
y abstracción. Ha llegado el momento de desarrollar algo
más esta idea.
En la cuestión que nos ocupa, los enlaces experiencia-
les subsiguientes a una idea, aquellos que median entre
ella y una realidad, forman —y para el pragmatista son—
la relación veritativa concreta que puede darse entre la
•dea y dicha realidad. Para el pragmatista, estos enlaces
166 LA CONCEPCIÓN PRAGMATISTA DE LA VERDAD
—u otras cadenas de verificación similares— son todo lo
que significa nuestra afirmación de que la idea «apun­
ta» hacia dicha realidad, que «encaja», «corresponde»
o «concuerda» con ella. Tales eventos mediadores hacen
«verdadera» la idea. La idea en sí misma, en la medida
en que exista, es también un hecho concreto: el pragma­
tismo insiste en que la verdad en singular no es más que
un nombre colectivo para una serie de verdades en plural,
consistentes siempre en una serie de hechos concretos; y
aquello que el intelectualismo llama la verdad, la verdad
inherente de cualquiera de estas series, no es más que el
nombre abstracto de su veracidad en acto, del hecho de
que las ideas llevan efectivamente a la realidad que supo­
nen de un modo que consideramos satisfactorio.
El pragmatista no tiene nada propiamente en contra
de las abstracciones. Con fines elípticos y «para abreviar»
confía en ellas tanto como cualquier otro, y encuentra
innumerables ocasiones en las cuales su vaciedad com­
parativa las convierte en útiles sustitutos de la sobresa­
turación de los hechos a los que se enfrenta. Pero nunca
les atribuye un grado superior de realidad. Para el prag­
matista, la plena realidad de una verdad es siempre algún
proceso de verificación en el cual la propiedad abstracta
de conectar ideas con objetos de forma verdadera se halla
funcionalmente encarnada. En todo caso, siempre resulta
útil poder hablar de las propiedades de forma abstracta
y con independencia de su funcionamiento, encontrarlas
iguales en innumerables casos, trasladarlas «fuera del
tiempo» y tratar sus relaciones con otras abstracciones
parecidas. De este modo construimos universos enteros
de ideas platónicas ante rem, universos in posse, aunque
ninguno de ellos tenga más existencia efectiva que la que
posee in rebus. Ahí fuera se dan incontables relaciones que
WILLIAM JAMES 167
nadie experimenta como tales, del mismo modo que en el
universo eterno de las relaciones musicales, por ejemplo,
las notas de Aennchen von Tharau fueron una melodía
maravillosa mucho antes de que nuestros oídos mortales
las escucharan. Del mismo modo, la música del futuro se
halla ahora dormida, en espera de ser despertada. O, si
nos fijamos en el mundo de las relaciones geométricas,
el milésimo decimal de «pi» espera ahí dormido, aunque
nadie haga siquiera el intento de computarlo. O bien, si
tomamos el universo del «encajar», incontables abrigos
«encajan» en incontables espaldas, e incontables bo­
tas «encajan» en incontables pies, sobre los cuales, sin em­
bargo, no han sido encajados en la práctica; incontables
piedras «encajan» en agujeros de las paredes en los que
nadie trata actualmente de encajarlos. Del mismo modo,
incontables opiniones «encajan» con realidades, e incon­
tables verdades son válidas, aun cuando ningún pensador
las piense jamás.
Para el antipragmatista, todas estas relaciones previas
e intemporales están presupuestas en las relaciones con­
cretas, y poseen una dignidad y un valor más profundo.
Los funcionamientos actuales de nuestras ideas en los
procesos de verificación no valen nada en comparación
con las «valideces» de esta verdad descarnada que ocul­
tan en su interior.
Para el pragmatista, por el contrario, toda verdad des­
carnada es estática, impotente y relativamente espectral,
mientras que la verdad plena es aquella verdad que trans­
mite energía y da guerra. ¿Acaso supone alguien que la
cualidad durmiente de la verdad hubiera sido abstraída
alguna vez o hubiera recibido algún nombre, si las verda­
des hubieran permanecido eternamente almacenadas bajo
las arcadas de las «concordancias» esenciales e intempo-
168 LA CONCEPCIÓN PRAGMATISTA DE LA VERDAD
rales, y nunca se hubieran encarnado en ninguna esforza­
da lucha de las ideas vivas de los hombres por verificarse?
Sin duda que no, del mismo modo que la propiedad abs­
tracta de «encajar» tampoco habría recibido un nombre
si en nuestro mundo no hubieran existido espaldas, pies o
agujeros en los que algo pudiera encajar actualmente. La
verdad existencial es incidental respecto a la competición
actual de opiniones. La verdad esencial, la verdad de los
intelectualistas, la verdad sin que nadie la piense, es como
el abrigo que no encaja en la espalda de nadie y que nadie
se ha probado jamás, como la música que ningún oído
ha escuchado. Es menos real que el artículo verificado,
no más; y atribuirle un grado superior de gloria parece
poco más que un caso perverso de adoración de la abs­
tracción. Del mismo modo que un lápiz podría insistir en
que el contorno es lo esencial en cualquier representación
pictórica y reprobar al pincel y a la cámara por omitirlo,
olvidando que las imágenes obtenidas por estos no solo
contienen el contorno completo sino cien otras cosas más,
también la verdad pragmatista contiene toda la verdad
intelectualista y cien otras cosas además. La verdad in-
telectualista no es pues más que verdad pragmatista in
posse. Nadie atribuye más importancia que el pragmatista
al hecho de que en innumerables ocasiones los hombres
recurren a la verdad in posse o verificabilidad en lugar de
a la verificación o verdad en acto: es más, el pragmatista
insiste en la utilidad práctica de hacerlo así. Pero no por
ello considera que la verdad in posse —una verdad que
no posee vida suficiente para ser afirmada, cuestionada,
o contradicha— sea metafísicamente previa, y que las
verdades en acto sean subsidiarias y tributarias de ella-
Cuando los intelectualistas plantean esto, el pragmatismo
les acusa de invertir la relación real. El único significado
WILLIAM IAMES 169
de la verdad in posse son las verdades en acto, razón por
la cual insiste en que estas últimas deben precederla tanto
en el orden de la lógica como en el orden del ser.
Séptimo malentendido: el pragmatismo ignora el interés
teórico
Este malentendido no parecería más que una calumnia
sin sentido si no fuera por la excusa relativa que le propor­
cionan las afinidades lingüísticas de la palabra «pragma­
tismo», así como ciertos hábitos informales de expresión
nuestros que suponen demasiada generosidad en nuestro
lector. Cuando dijimos que el significado de las ideas con­
siste «en sus consecuencias “prácticas”», o en las dife­
rencias «prácticas» que nuestras creencias suponen para
nosotros; cuando dijimos que la verdad de una creencia
consiste en su valor «funcional», etc.; nuestro lenguaje fue
evidentemente demasiado descuidado, pues se ha interpre­
tado casi unánimemente que por «práctico» entendemos
lo opuesto a lo teórico o lo genuinamente cognitivo, y se
ha extraído puntualmente la consecuencia de que una ver­
dad para nosotros podría no guardar relación con ninguna
realidad independiente, o con ninguna otra verdad, o con
nada en absoluto aparte de los actos que nosotros pudiéra­
mos fundar en ella o las satisfacciones que estos pudieran
reportarnos. Se ha pretendido que la mera existencia de
una idea, sin más, bastaba para conferirle plena verdad
en nuestra absurda epistemología pragmática, a condición
únicamente de que sus resultados fueran satisfactorios. La
solemne atribución de semejante basura a los pragmatistas
se veía alentada por otras dos circunstancias. En primer
lugar, las ideas son útiles en sentido práctico estrecho; a
veces ocurre con ideas falsas, pero la mayoría de las veces
170 LA CONCEPCIÓN PRAGMATISTA DE LA VERDAD
ocurre con ideas que podemos verificar en virtud de la
suma de todo aquello adonde nos llevan, y la realidad de
cuyos objetos puede considerarse establecida más allá
de cualquier duda. La condición misma de que sean úti­
les en este sentido es que sean verdaderas por adelantado
y con independencia de dicha utilidad, en otras palabras,
que sus objetos estén realmente allí; unos objetos tan im­
portantes que vuelven importantes también a las ideas que
los sustituyen. Tal utilidad subsiguiente fue el aspecto que
resaltó en primer lugar la bondad de las verdades a ojos
de los hombres primitivos; y sigue estando ahí, enterrada
entre todas las demás posibilidades funcionales positivas
que caracterizan las creencias verdaderas.
La segunda circunstancia que ha contribuido al malen­
tendido ha sido el énfasis de Schiller y Dewey en el hecho
de que no lleva a ninguna parte insistir en una verdad a
menos que esta sea relevante para el problema que tenemos
delante, esto es, a menos que sea afín a la situación «prác­
tica», en sentido harto concreto. En esas circunstancias, no
responde a nuestros intereses mejor que una falsedad. Pero
desearía que nuestros críticos explicaran por qué el proble­
ma no puede ser de naturaleza teórica tanto como práctica
en sentido estrecho. Los críticos asumen simplemente que
ningún pragmatista puede admitir un interés genuinamen-
te teórico. Cuando en cierta ocasión empleé la expresión
«valor contante y sonante» de una idea, un correspon­
sal me imploraba que lo cambiara «pues todo el mundo
piensa que se refiere únicamente a los beneficios y pérdi­
das económicos». Habiendo afirmado que lo verdadero es
lo «conveniente en nuestro pensamiento», otro instruido
corresponsal me refutaba del siguiente modo: «La palabra
conveniente no tiene otro significado que el del autointerés.
La persecución del mismo ha llevado a la cárcel a algunos
WILLIAM (AMES 171
empleados de los bancos nacionales. Una filosofía que lleva
a tales resultados debe estar equivocada.»
La palabra «práctico» es usada habitualmente de un
modo tan vago que cabría haber esperado mayor indul­
gencia. Cuando uno dice que un hombre enfermo está
prácticamente recuperado, o que una empresa práctica­
mente ha fracasado, quiere decir generalmente lo contra­
rio de lo que significa es palabra en sentido literal. Lo
que uno quiere decir es que, aun siendo falso en sentido
práctico estricto, lo que uno dice es verdadero en teoría,
verdadero de forma virtual, destinado a ser verdadero.
Por otro lado, por lo práctico la gente se refiere a menudo
a lo reconociblemente concreto, lo individual, lo particu­
lar y efectivo, en cuanto opuesto a lo abstracto, lo gene­
ral e inerte. Yo por lo menos siempre tenía eso en men­
te cuando insistía en la naturaleza práctica de la verdad.
«Pragmata» son las cosas en su pluralidad; y en aquella
conferencia temprana de California en la que describí el
pragmatismo como aquella doctrina según la cual el sig­
nificado de toda proposición puede siempre concretarse
en alguna consecuencia particular en nuestra experiencia
práctica futura, ya sea pasiva o activa, añadía expresa­
mente las siguientes palabras como matiz: «lo importante
aquí es que la experiencia sea particular y no tanto que
sea activa» (entendiendo por «activa» una experiencia
«práctica» en el sentido literal y estrecho del término).4
4. La ambigüedad de la palabra «práctico» quedó bien recogida recientemente
en las palabras de un supuesto recensor de nuestras opiniones: «El pragmatismo
« una reacción anglosajona contra el intelectualismo y el racionalismo propio de
la mente latina... El hombre, cada hombre individual, es la medida de todas las
cosas. Sólo es capaz de concebir verdades relativas, esto es, ilusiones. El valor de
'ales ilusiones no le es revelado por la teoría en general, sino por la práctica indivi­
dual. El pragmatismo, que consiste en experimentar tales ilusiones de la mente y en
obedecerlas llevándolas a la práctica, es una filosofía sin palabras, una filosofía de

172 LA CONCEPCIÓN PRAGMATISTA DE LA VERDAD
Pero las consecuencias prácticas pueden ser perfectamente
de naturaleza teórica. Cada hecho remoto que inferimos
de una idea es una consecuencia teórica particular para
la que nuestra mente trabaja en la práctica. La pérdida
de opiniones previas que reconocemos que se derivaría
de la verdad de cierta opinión nueva es una consecuencia
particular tanto teórica como práctica de la misma. Des­
pués del interés en respirar sin impedimentos, el mayor
de los intereses del hombre (en la medida en que nunca
remite ni fluctúa, como hacen la mayoría de sus intere­
ses físicos) es su interés en la consistencia, en sentir que
sus pensamientos de ahora encajan con sus pensamien­
tos de otras ocasiones. Con este único fin comparamos
incansablemente unas verdades con otras. ¿Se contradice
el candidato actual a la creencia con el principio número
uno? ¿Es compatible con el hecho número dos? Y así su­
cesivamente. Los funcionamientos particulares a los que
nos referimos aquí son las operaciones puramente lógicas
de análisis, deducción, comparación, etc.; y por más que
puedan usarse términos generales ad libitum, el funciona­
miento práctico satisfactorio de la idea candidata consiste
en la conciencia generada por cada una de sus consecuen­
cias teóricas sucesivas. Es pues simplemente estúpido re­
petir que el pragmatismo no toma en consideración los
intereses puramente teóricos. Lo único que hace es insistir
en que su verdad en acto consiste en una serie de verifi­
caciones, y que estas son siempre particulares. Incluso en
asuntos exclusivamente teóricos, insiste en que la vague­
dad y la generalidad no sirven para verificar nada.
gestos y actos, que abandona lo general y sólo se aferra a lo particular.»
en el Journal des debats, octubre 89,1907).
WILLIAM (AMES 173
Octavo malentendido: el pragmatismo está abocado al
solipsismo
Ya he dicho algo acerca de este malentendido bajo el
tercer y cuarto epígrafes anteriores, pero tal vez sea útil
aportar algo más. La objeción puede muy bien vestirse
con las siguientes palabras: «Pretende usted que la ver­
dad consiste en cualquier valor excepto el valor cognitivo
propiamente dicho; siempre deja a su sujeto cognoscente
unos pasos antes (o cuando menos un paso antes) de su
objeto real; lo mejor que puede hacer es dejar que sus
ideas le lleven hacia el objeto; pero este permanece siem­
pre exterior a él», etc.
Pienso que la levadura que está actuando aquí es la
arraigada convicción intelectualista de que, para cono­
cer una realidad, la idea debe poseer o ser dicha realidad
en algún sentido inescrutable.5 Para el pragmatismo, esta
clase de coalescencia es inesencial. Por lo general, nues­
tras cogniciones no son más que procesos mentales des­
equilibrados y en movimiento hacia un término final real;
y la realidad de dicho término final, en la que creen los
estados mentales en cuestión, solo puede ser garantizada
por un sujeto cognoscente superior.6 Pero si no queda
5. Sin duda, las impresiones sensibles pueden poseer sus objetos o fundirse
con ellos, tal como supone el sentido común; y las diferencias intuidas entre con­
ceptos pueden fundirse con las diferencias objetivas «eternas»; pero para simpli­
ficar nuestra exposición podemos hacer abstracción de estos casos tan especiales
de conocimiento.
6. El idealista trascendental piensa que, en algún sentido inexplicable, los es­
tados mentales finitos se identifican con el sujeto omnisciente transfinito que se ve
obligado a postular para ofrecer un fundamento para la relación cognoscitiva tal
como la concibe. Los pragmatistas pueden dejar abierta la cuestión de tal identi­
dad; pero del mismo modo que necesitan una realidad, tampoco pueden pasarse
(Bourdeau, sin el sujeto cognoscente superior si pretenden probar alguna instancia de conoci­
miento. Ellos mismos desempeñan el papel de sujeto omnisciente para el universo

174 LA CONCEPCIÓN PRAGMATISTA DE LA VERDAD
razón alguna en el universo para dudar de ellas, las creen­
cias son verdaderas en el único sentido en que algo puede
ser en cualquier caso verdadero: a saber, son práctica y
concretamente verdaderas. No necesitan ser verdaderas
en el sentido místico y mestizo de alguna Jdentitatsphi-
losphie, ni hay razón inteligible por la que debieran ser
verdaderos en un sentido distinto del práctico y verifica-
ble. Corresponde a la realidad poseer su propia existen­
cia; es tarea del pensamiento entrar en «contacto» con
ella a través de innumerables vías de verificación.
Temo que los desarrollos «humanistas» del pragma­
tismo generen problemas en este punto. Solo llegamos a
una verdad a través del resto de verdades; y la realidad,
siempre postulada como aquello con lo que debe mante­
nerse en contacto nuestra verdad, tal vez no nos sea dada
nunca salvo en la forma de una verdad distinta de la que
estamos poniendo a prueba en cada caso. Pero, puesto
que el doctor Schiller ha mostrado que todas nuestras
verdades, incluso las más elementales, vienen marcadas
por un coeficiente humano derivado de la herencia de la
especie, la realidad per se podría aparecer ante nosotros
únicamente como una especie de límite; de este modo,
cabe decir, quedaría reducida meramente al espacio para
un objeto, mientras que lo conocido podría no ser más
que la materia con que nuestra psique llena tal espacio.
de discurso que les sirve de material para sus tesis epistemológicas. Ellos son los
garantes de la realidad en tal universo, así como del conocimiento verdadero del
mismo por parte del sujeto. Pero si lo que ellos mismos dicen acerca de ese uni­
verso en conjunto es objetivamente verdadero, esto es, si la teoría pragmática de
la verdad es realmente verdadera, es algo que no pueden garantizar: solo pueden
creer en ella. A sus oyentes, solo pueden proponérsela, al igual que la propongo
yo a mis lectores, como algo que debe verificarse m ambulando, o en la medida en
que puedan confirmarla sus consecuencias.
WILLIAM (AMES 175
Debe reconocerse que el pragmatismo, desarrollado
en este sentido humanista, es compatible con el solipsis-
mo. Enlaza sus manos de este modo con la parte agnós­
tica del kantismo, con el agnosticismo contemporáneo y
con el idealismo en general. Pero así desarrollado es una
teoría metafísica acerca del contenido de la realidad, y va
mucho más lejos del modesto análisis de la naturaleza de
la función cognitiva que se propone el pragmatismo, un
análisis que puede encajar también de forma armoniosa
con concepciones menos humanistas de la verdad. Uno
de los méritos del pragmatismo es su calidad puramente
epistemológica. Debe asumir realidades, pero no prejuz­
ga nada en cuanto a su constitución, y las metafísicas más
diversas pueden usarlo como fundamento. En todo caso,
no guarda especial afinidad con el solipsismo.
Al repasar lo que he escrito, me da la extraña sensa­
ción de que buena parte de ello no hace más que expresar
lo obvio de un modo tan condescendiente que tal vez al­
gunos lectores se rían de mi pomposidad. Es posible, sin
embargo, que una concreción tan radical como la nues­
tra no sea tan obvia como parece. Toda la originalidad
del pragmatismo, su base misma consiste en la adopción
de una perspectiva concreta. El pragmatismo parte de la
concreción, regresa a ella y se agota en ella. Los dos as­
pectos «prácticos» de la verdad según el doctor Schiller:
(1) relevancia para la situación y (2) utilidad subsiguien­
te, no hacen más que llenar hasta el borde la copa de la
concreción. Una vez que se ha bebido de esa copa, ya no
hay modo de malentender el pragmatismo. Se diría que
la capacidad de imaginar el mundo de manera concre­
ta podría haber estado lo bastante extendida como para
permitir que nuestros lectores nos comprendieran mejor,
176 LA CONCEPCIÓN PRAGMATISTA DE LA VERDAD
que podrían haber leído entre líneas y a pesar de todas
nuestras torpezas de expresión haber adivinado de forma
algo más correcta lo que teníamos en mente. Pero por
desgracia no era esto lo que el destino nos tenía progra­
mado, de modo que solo podemos pensar, de acuerdo
con la cancioncilla alemana:
Es waer’ zu schoen gewesen,
Es bat nicbt sollen sein.*
* Hubiera sido demasiado hermoso / No pudo ser. (N. del t.).
IX
El. SIGNIFICADO DE LA PALABRA VERDAD1
Mi concepción de la verdad es realista y se atiene al dualis­
mo epistemológico del sentido común. Supongamos que
les digo: «La cosa existe». ¿Es verdad o no? ¿Cómo pue­
den saberlo? Solo si desarrollo ulteriormente su significa­
do quedará determinada mi afirmación como verdadera,
falsa o enteramente irrelevante desde el punto de vista de
la realidad. Pero si ahora me preguntan: «¿Qué cosa?», y
respondo «Una mesa.»; si me dicen «¿Dónde?», y seña­
lo hacia un lugar; si preguntan «¿Existe materialmente, o
solo en la imaginación?», y yo digo «materialmente.»; si,
por último, digo «Me refiero a esa mesa» y luego muevo
con las manos una mesa que ustedes ven acorde con mi
descripción, estarán dispuestos a decir que mi afirmación
es verdadera. Pero en este caso nuestras posiciones respec­
tivas son intercambiables; podemos cambiar las tornas, y
del mismo modo que ustedes pagan la fianza por mi mesa,
yo puedo ofrecerme a pagar la fianza por la suya.
Esta noción de una realidad independiente de cualquie­
ra de nosotros, tomada de la experiencia social corriente,
se encuentra en la base de la definición pragmatista de la
verdad. Cualquier declaración debe concordar con alguna
1. Comentarios realizados en la reunión de la American Philosophical Asso­
ciation, Universidad de Cornell, diciembre de 1907.
178 EL SIGNIFICADO DE LA PALABRA VERDAD
realidad de este tipo, si quiere ser tratada como verdade­
ra. El pragmatismo define «concordar» como ciertas for­
mas de «funcionar», ya sean actuales o potenciales. Así,
para que mi afirmación de que «la mesa existe» sea ver­
dadera de una mesa que ustedes reconozcan como real,
es preciso que me permita mover su mesa, explicarme
con palabras que sugieran la mesa que hay en su mente,
realizar un dibujo que sea como la mesa que ustedes ven,
etc. Solo en esta clase de términos tiene sentido decir que
concuerda con esa realidad, solo así se me permite ob­
tener la satisfacción de oírles corroborar mi afirmación.
Los elementos constitutivos de la definición de cualquier
afirmación mía como «verdadera» son, pues, la referen­
cia a algo determinado y alguna clase de adaptación a
este algo que merezca el nombre de concordancia.
Tanto la referencia como la adaptación son imposibles
sin recurrir a la noción de posibilidades funcionales. Que
la cosa es, qué es y cuál es (entre todas las cosas que com­
parten el mismo qué) son extremos que solo pueden de­
terminarse recurriendo al método pragmático. El «cuál»
significa una posibilidad de señalar, o de aislar de otro
modo el objeto especial; el «qué» significa una elección
por nuestra parte de un aspecto esencial del objeto a tra­
vés del cual concebirlo (lo cual es siempre relativo a lo
que Dewey llama nuestra propia «situación»); y el «que»
significa la asunción por nuestra parte de una actitud de
creencia, una actitud de reconocer una realidad. Es in­
dispensable aludir a estas posibilidades funcionales para
comprender lo que significa la palabra «verdadero» apli­
cada a una afirmación. En caso contrario, tanto el sujeto
como el objeto de la relación cognitiva quedan flotando,
sin duda en el mismo universo, pero de forma vaga e ig­
norante y sin ningún contacto o mediación entre ellos.
WILLIAM [AMES 179
Sin embargo, nuestros críticos consideran todo esto
inesencial. Dicen que las posibilidades funcionales no
«hacen» verdaderas a nuestras creencias; estas son verda­
deras de forma inherente, positiva, «verdaderas» por na­
cimiento igual que el Conde de Chambord nació siendo
«Henri-Cinq». El pragmatismo, por el contrario, insiste
en que los enunciados y las creencias verdaderas de esta
forma inerte y estática lo son solo por cortesía: pasan por
verdaderas en la práctica; pero nadie puede definir lo que
significa llamarlas verdaderas sin aludir a sus posibilida­
des funcionales. Son estas las que confieren un contenido
lógico a la relación de una creencia con la realidad a la
que asignamos el nombre de «verdadera», pues de otro
modo la relación es apenas de coexistencia o de un mero
«estar con».
Las tesis anteriores reproducen en lo esencial el conte­
nido de la conferencia sobre la verdad de mi libro Prag­
matismo. Tanto la doctrina del «humanismo» de Schiller
como los «Estudios en teoría lógica» de Dewey y mi pro­
pio «empirismo radical» presuponen esta noción general
de la verdad como «funcional», ya sea de forma actual o
concebible. Pero la enmarcan como un detalle más dentro
de teorías más amplias que pretenden en último término
determinar la noción de aquello en que consiste en gene­
ral la «realidad», en su constitución y naturaleza últimas.
 X
La existencia de Julio César1

Mi concepción de la verdad es puramente lógica y no se

refiere más que a su definición. Sostengo que no es posi­
ble decir lo que significa la palabra «verdad», en cuanto
aplicada a un enunciado, sin invocar el concepto de las
posibilidades funcionales de dicho enunciado.
Asumamos, para fijar nuestras ideas, un universo com­
puesto únicamente por dos cosas: el César imperial muer­
to y convertido en polvo, y yo, diciendo «César existió
realmente». La mayoría de personas dirían ingenuamen­
te que la afirmación es, pues, verdadera, y que por una
suerte de actio in distans había establecido una relación
directa con el otro hecho.
Pero ¿acaso mis palabras han denotado con tanta
certeza a ese César? ¿O connotado con tanta certeza sus
atributos individuales? Para dar la medida completa de
lo que el epíteto «verdadero» puede significar idealmen­
te, mi pensamiento debería establecer una relación di­
recta, totalmente determinada y sin ambigüedades, con
su objeto propio y particular. Pero en el universo ultra-
sencillo imaginado, tal referencia no queda certificada.
Si hubiera dos Césares, no sabríamos de cuál estábamos
hablando. Las condiciones de verdad parecen pues in-

1. Publicada originalmente bajo el título «Truth versus Truthfulness» [ Verdad

frente a veracidad] en Journal of Philosophy.

182 LA EXISTENCIA DE JULIO CÉSAR
completas en este universo de discurso, lo que obliga a
ampliarlo.
Los trascendentalistas lo amplían invocando una men­
te absoluta capaz de correlacionar soberanamente todos
los hechos, en la medida en que los contiene todos. Si está
en la intención de tal mente que mi enunciado se refiera
a tal César específico, y que los atributos que tengo en
mente signifiquen sus atributos, tal intención basta para
hacer verdadero mi enunciado.
Yo por mi parte amplío el universo admitiendo una
serie de intermediarios finitos entre los dos hechos ori­
ginales. El César tuvo efectos y mi afirmación los tiene
también; y si tales efectos están de algún modo en con­
sonancia entre sí, obtenemos un medio y un fundamento
concretos para una relación cognitiva determinada que
como pura actio in distans parecía flotar en una vague­
dad e ininteligibilidad excesivas.
El César real, por ejemplo, escribió un manuscrito del
que veo una reimpresión real y digo: «El César al que me
refiero es el autor de eso». Las operaciones funcionales de
mi pensamiento determinan de este modo más plenamente
tanto su significado denotativo como connotativo. Ahora
ya no se define como irrelevante en relación con el César
real, ni como falso en relación con lo que sugiere de él. La
mente absoluta, al verme avanzar hacia el César a través de
estos intermediarios cósmicos, podría muy bien decir: «Ta­
les operaciones no hacen más que especificar en detalle lo
que yo mismo quería decir al declarar verdadera la afirma­
ción. Decreto que la relación cognitiva entre los dos hechos
originales signifique que tal cadena concreta de intermedia­
rios existe o puede existir.»
Sin embargo, la cadena contiene hechos previos al
enunciado cuyas condiciones lógicas de verdad estamos
WILLIAM (AMES 183
examinando, así como hechos subsiguientes al mismo; y
esta circunstancia, combinada con el empleo vulgar de los
términos «verdad» y «hecho» como si fueran sinónimos,
deja abierta mi concepción a malentendidos. «¿Cómo es
posible —se pregunta confusamente— que la existencia
del César, una verdad que tiene ya 2000 años de historia,
dependa para su verdad de algo que ha de ocurrir aho­
ra? ¿Cómo puede mi reconocimiento de la misma hacerse
verdad en virtud del propio reconocimiento? Los efectos
pueden ciertamente confirmar mi creencia, pero la creen­
cia era ya verdadera por el hecho de que el César existió
realmente.»
Sea, pues si no hubiera ningún César, no podría ha­
ber naturalmente ninguna verdad positiva acerca de él.
Pero sigue siendo necesario distinguir entre «verdadero»
en cuanto positiva y completamente establecido como
tal, y «verdadero» en cuanto establecido sólo de forma
«práctica», elíptica y por cortesía, en el sentido de no ser
positivamente irrelevante o falso. Y es preciso recordar
también que el hecho de la existencia pretérita del César
puede volver falso o irrelevante un enunciado presente,
del mismo modo que puede volverlo verdadero, y que
en ninguno de estos casos tiene por qué alterarse en sí
misma. Una vez dado el hecho, que se den también la
verdad, la falsedad o la irrelevancia del enunciado depen­
de de algo que procede del enunciado en sí. La tesis del
pragmatismo es que no es posible definir adecuadamente
este algo si se deja fuera de la descripción la noción de
las posibilidades funcionales de la afirmación. Dado que
la verdad significa concordancia con la realidad, el modo
de esta concordancia es un problema práctico que sólo
puede resolver el término subjetivo de la relación.
 LA EXISTENCIA DE JULIO CÉSAR
Nota: Este artículo iba seguido originalmente por un
par de párrafos de conciliación con la oposición intelec-
tualista. Puesto que tanto aprecio tenéis por la palabra
«verdad», y tanto desprecio por las posibilidades fun­
cionales concretas de vuestras ideas, decía yo, conser­
vad la palabra «verdad» para la relación saltatoria e
incomprensible que tanto os preocupa, y de los pensa­
mientos que conocen sus objetos en un sentido inteligi­
ble diré que son «veraces» [truthfuí].
Como ocurre con la mayoría de ofrecimientos, el mío
fue desdeñado, de modo que lo retiro, arrepentido de
mi generosidad. En un libro reciente, el profesor Pratt
llama «verdad» a cualquier estado objetivo de hechos,
y utiliza la palabra «verdadez« en el sentido de «ver­
dad», tal como yo propongo. El señor Hawtrey (véase
abajo, página 222), utiliza la palabra «corrección» en
el mismo sentido. Más allá de lo indeseables que son
en general los vocabularios ambiguos, toda esperanza
estará perdida si la palabra «verdad» es despojada ofi­
cialmente de su estatus de propiedad de nuestras creen­
cias y opiniones, para ser reconocida como un sinónimo
técnico de «hecho».
XI
El. ABSOLUTO Y LA VIDA ENÉRGICA1
En el Journal del 15 de agosto, el profesor W.A. Brown
aprueba mi pragmatismo por conceder que la creencia en
el absoluto puede dar unas vacaciones al espíritu, pero
me echa en cara lo pobre de esta concesión y muestra con
ejemplos sorprendentes el poder que puede llegar a tener
esta misma creencia para promover la vida enérgica.
No tengo ninguna crítica que oponer a su excelente
artículo, pero sí me gustaría explicar por qué las «va­
caciones morales» fueron el único don del absoluto que
quise subrayar. El objeto principal de mis conferencias
era contrastar la creencia de que el mundo está todavía en
proceso de construcción con la creencia de que hay una
edición «eterna» del mismo ya lista y completa. Mi pro­
pio pragmatismo se inclinaba por la primera creencia, de
carácter «pluralista». Ambas creencias confirman nues­
tras actitudes enérgicas. El pluralismo de hecho las exige,
pues hace depender la salvación del mundo de la energi-
zación de sus partes, entre las que figuramos nosotros. El
monismo las permite también, pues podemos justificar
por adelantado incluso las más furiosamente enérgicas de
nuestras actitudes pensando que habrán sido expresiones
de la vida perfecta del absoluto. Escapar a nuestras per-
1. Reimpreso de Journal of Philosophy, etc., 1906.
 WILLIAM )AMES 187
186 EL ABSOLUTO Y LA VIDA ENÉRGICA

En la última conferencia de mi libro admitía honesta­

cepciones finitas apelando a la concepción del todo eter­
mente esta inferioridad del pluralismo. Simplemente ca­
no permite consagrar en realidad cualquier tendencia. El
rece de la profunda indiferencia del absolutismo, razón
absoluto no dicta nada, al contrario, sanciona cualquier
por la cual defraudará inevitablemente a muchas almas
cosa una vez se ha producido, pues todo aquello que se
enfermas, las cuales encontrarán sin duda consuelo en
presente tendrá que ser considerado parte integral de la
el absolutismo. No parece, pues, una táctica demasiado
perfección del universo. El absoluto permite, pues, tan­
acertada por parte de los absolutistas restar importancia
to el quietismo como el arrebato. Quienes tengan ten­
a esta ventaja. Las necesidades de las almas enfermas son
dencia a la inercia pueden abandonarse a su resignada
sin duda las más urgentes, y los creyentes en el absoluto
pasividad; quienes posean un exceso de energía pueden
deberían incluir entre los mayores méritos de su filosofía
dejarse llevar aún más por ella. La historia muestra que
su especial capacidad de responder a ellas.
tanto quietistas como fanáticos han tomado inspiración
El pragmatismo o pluralismo que defiendo no puede
del modelo absolutista con la misma facilidad. Vale tanto
menos que asumir una cierta dureza última, una cierta
para almas enfermas como para almas enérgicas.
disposición a vivir sin seguridades ni garantías. Para las
No puede decirse lo mismo del pluralismo. Su mun­
mentes dispuestas a vivir de acuerdo con posibilidades y
do es siempre vulnerable, pues cualquiera de sus partes
no certezas, la religión quietista, segura de la salvación en
puede irse al traste; y al no contar con la garantía de nin­
cualquier caso, tiene un regusto a molicie degenerada que
guna edición «eterna» de sí mismo, sus partisanos siem­
le hizo ganarse cierta antipatía incluso dentro de la Igle­
pre deben sentirse inseguros en alguna medida. Si como
sia. ¿Acaso alguien puede decir quién está en lo cierto?
pluralistas nos concedemos unas vacaciones morales, no
En el marco de la religión, la emoción puede muy bien
pueden ser más que una parada provisional para tomar
aliento, dirigida a recuperar fuerzas para el combate de ser tiránica; pero la filosofía debe premiar la emoción que
mejor se alia con el edificio completo y la tendencia gene­
mañana. Esto constituye una inferioridad permanente del
pluralismo desde el punto de vista pragmático. No ofrece ral de las verdades disponibles. Desde mi punto de vista,
ningún mensaje salvador para las almas incurablemente tal premio corresponde a la emoción de tipo más enérgi­
enfermas. El absolutismo, en cambio, sí incluye este men­ co; pero debo admitir que su incapacidad para estimular
saje, y es el único modelo que lo incluye necesariamen­ raptos quietistas es una grave deficiencia de la filosofía
te. En ello reside su principal superioridad y es la fuente pluralista que profeso.
de su fuerza religiosa. Esa es la razón por la que, en mi
deseo de hacerle justicia, di tanto valor a su capacidad
de conceder unas vacaciones morales. Sus cualidades en
este terreno son únicas, mientras que sus afinidades con
la vida enérgica son menos acusadas que las del modelo
pluralista.
 XII

El pragmatismo según el profesor Hf.bf.rt 1

El profesor Marcel Hébert es un pensador singularmente

erudito y liberal (antiguo sacerdote católico, según tengo
entendido) y un escritor inusualmente directo y claro. Su
libro Le Divin es uno de los repasos más competentes
de la filosofía religiosa en general que se han publicado
en los últimos años; y en el librito cuyo título figura más
arriba tal vez haya hecho más esfuerzos para no ser in­
justo con el pragmatismo que ninguno de sus numerosos
críticos. Sin embargo, el malentendido habitual y fatal
respecto a las intenciones de partida del pragmatismo vi­
cia toda su exposición y su crítica. Su texto me parece
un buen gancho, por decirlo así, en el que colgar otro
intento más de explicarle al lector qué significa realmente
la concepción pragmatista de la verdad.
M. Hébert entiende que significa lo mismo que piensa
la mayoría de la gente, a saber, la doctrina de que cual­
quier cosa que demuestre ser subjetivamente conveniente
en el terreno de pensamiento es «verdadera» en un sen­
tido absoluto y sin restricciones, ya corresponda a un es­
tado objetivo de cosas externo a nuestro pensamiento o
no. Asumiendo que tal es la tesis pragmatista, M. Hébert

1. Reimpresión de una recensión de Le Pragmatisme et ses Diverses Formes

Anglo-Americaines, de Marcel Hebert (Paris: Librairie critique Emile Nourry.
1908. pp. 105.), publicada el 3 de diciembre de 1908 en Journal of Philosophy.
190 EL PRAGMATISMO SEGÚN EL PROFESOR HÉBERT
se explaya en su crítica. Un pensamiento que demuestre
ser conveniente en este sentido puede tener toda clase de
valores para el pensador, dice, pero no posee por ello nin­
gún valor cognitivo, ningún valor representativo, ningún
valeur de connaissance proprement dite; y siempre que
existe un grado elevado de utilidad general, este deriva
de su valor previo como representación correcta de obje­
tos independientes que poseen una influencia importante
sobre nuestras vidas. Solo esta clase de representación
verdadera de las cosas nos permite cosechar frutos útiles.
Pero los frutos son el resultado de la verdad, no la cons­
tituyen; por esa razón M. Hébert acusa al pragmatismo
de decirlo todo acerca de la verdad excepto lo que esta
es esencialmente. Ciertamente admite que el mundo está
hecho de tal modo que cuando los hombres poseen ideas
verdaderas de las realidades se siguen de ello abundan­
tes consecuencias útiles, y pienso que ninguno de nues­
tros críticos ha mostrado una sensibilidad tan concreta
hacia la variedad de tales utilidades; a pesar de lo cual
reitera que estas utilidades tienen un carácter secundario,
frente a nuestra insistencia en tratarlas como primarias,
así como que la connaissance objective de la que extraen
todo su ser es totalmente ignorada, excluida y destruida
por nosotros. Es perfectamente posible, dice, que el valor
utilitario y el valor estrictamente cognitivo de nuestras
ideas estén en perfecta armonía —de hecho, admite en
general que tal armonía existe—, pero ello no implica
que sean lógicamente idénticos. Admite que los intereses,
los deseos y los impulsos subjetivos pueden incluso osten­
tar una «primacía» activa en nuestra vida intelectual. La
cognición solo despierta bajo su estímulo y obedece a sus
indicaciones y objetivos; pero una vez despertada actúa
como cognición objetiva y no es simplemente un nombre
WILLIAM IAMES 191
más para referirse a la satisfacción de las tendencias im­
pulsivas. El propietario de un cuadro atribuido a Corot
se inquieta cuando su autenticidad es puesta en duda.
Comprueba su origen y se tranquiliza. Pero su inquietud
no vuelve falsa la proposición de que Corot fue realmen­
te el pintor, del mismo modo que su tranquilidad no la
vuelve verdadera. El pragmatismo, que según M. Hébert
sostiene que nuestros sentimientos definen la verdad y la
falsedad, nos obligaría a concluir que nuestras mentes no
realizan ninguna función cognitiva genuina.
Esta interpretación subjetivista de nuestra posición
parece tener su origen en una frase que escribí en cierta
ocasión (sin considerar necesario explicar que me refería
a la cognición tomada únicamente en su aspecto subjeti­
vo), a saber, que a la larga lo verdadero es lo conveniente
en el terreno del pensamiento. Habiendo escrito previa­
mente que la verdad significa «concordancia con la rea­
lidad», e insistido en que el aspecto principal de la con­
veniencia de cualquier opinión es su concordancia con el
resto de verdades reconocidas, no imaginaba que pudiera
dar pie a una lectura exclusivamente subjetivista de mis
intenciones. La noción de referencia objetiva ocupaba mi
mente hasta tal punto que nunca soñé siquiera que mis
oyentes pudieran olvidarse de ella; y la última acusación
que esperaba oír era que al hablar de las ideas y sus sa­
tisfacciones estaba negando las realidades exteriores. Mi
única sorpresa ahora es que mis críticos hayan juzgado
digno de refutación explícita a un personaje tan estúpido
como el que debí parecer a sus ojos.
El objeto es para mí una parte tan integral de la reali­
dad como pueda serlo la idea. La verdad de la idea es una
relación de la misma con la realidad, del mismo modo
que lo son su fecha y su lugar. Las tres relaciones consisten
 EL PRAGMATISMO SEGÜN EL PROFESOR HÉBERT
192
en una serie de partes intermedias del universo que pue­
den ser catalogadas y asignadas en cada caso particular, y
que difieren en todas las instancias de verdad, al igual que
difieren las fechas y los lugares de todas ellas.
La tesis pragmatista, tal como la defendemos el doctor
Schiller y yo —prefiero dejar que el profesor Dewey ha­
ble por sí mismo—, es que la relación llamada «verdad»
es definible en términos concretos. El nuestro es el único
intento articulado en este terreno de decir positivamente
en qué consiste actualmente la verdad. Quienes nos de­
nuncian no tienen literalmente ninguna alternativa que
oponer a ella. Para ellos, cuando una idea es verdadera,
es verdadera, y ahí termina el asunto; la palabra «ver­
dadero» es por tanto indefinible. La relación de la idea
verdadera con su objeto, siendo única de acuerdo con
su concepción, no puede expresarse en términos de nada
distinto a ella, y solo su enunciación permite a los de­
más reconocerla y comprenderla. Es también invariable
y universal, la misma en todas las instancias particulares
de verdad, por más diversas que puedan ser las ideas, las
realidades y las demás relaciones que existan entre ellas.
Nuestro enfoque pragmatista, por el contrario, sostiene
que la relación veritativa es una relación experimenta ble
de forma definida, luego susceptible de ser descrita ade­
más de nombrada; una relación que no es única por na­
turaleza, ni tampoco invariable ni universal. Decimos que
la relación con el objeto que hace verdadera a una idea
en cada caso particular se encarna en los detalles interme­
dios de la realidad que llevan hasta el objeto, los cuales
varían en cada caso, y que en cada caso pueden rastrearse
de forma concreta. La cadena de operaciones funcionales
que pone en marcha una opinión constituye la verdad,
la falsedad o la irrelevancia de la opinión, según el caso.
WILLIAM (AMES 193
Toda idea que tenga un hombre opera ciertas consecuen­
cias sobre él, ya sea en forma de acciones corporales o de
otras ideas. A través de estas consecuencias se modifican
las relaciones del hombre con las realidades circundantes.
Se acerca a algunas de ellas y se aleja de otras, tiene unas
veces la sensación de que la idea ha funcionado satisfac­
toriamente, y otras veces que no. La idea le ha puesto en
contacto con algo acorde con su intención, o no.
Este algo es el objeto del hombre, primariamente.
Puesto que las únicas realidades de las que podemos ha­
blar son objetos de creencia, cuando el pragmatista dice
la palabra «realidad» se refiere en primera instancia a lo
que pueda contar como tal a ojos del hombre mismo,
lo que este cree en cada momento que es tal realidad. A
veces la realidad es una presencia sensible concreta. La
idea en cuestión puede consistir, por ejemplo, en que una
cierta puerta da a una habitación donde se puede comprar
un vaso de cerveza. Si abrir la puerta nos lleva a la visión
y a la degustación de cerveza, el hombre dice que la idea
es verdadera. Pero su idea puede consistir también en una
relación abstracta, pongamos que entre los lados y la hi­
potenusa de un triángulo, una relación que, por supuesto,
es tan real como el vaso de cerveza. Si la idea de tal re­
lación le lleva a dibujar líneas auxiliares y a compararlas
entre sí, es posible que la percepción de una igualdad tras
otra le lleve finalmente a ver la relación, con una visión
tan particular y directa como lo fuera la degustación de
la cerveza. En tal caso, dice que esa idea también es ver­
dadera. En todos estos casos, su idea le ha aproximado a
una realidad que en aquel momento le ha parecido que
verificaba exactamente la idea. Cada realidad verifica y
valida únicamente su propia idea; y en cada caso la veri­
ficación consiste en las consecuencias en último término
194 EL PRAGMATISMO SEGÚN EL PROFESOR HÉBERT
satisfactorias, ya sean mentales o físicas, que la idea fue
capaz de producir. Estas «operaciones funcionales» di­
fieren en cada instancia particular, nunca trascienden la
experiencia, consisten en particulares, ya sean mentales
o sensibles, y admiten una descripción concreta en cada
caso individual. Los pragmatistas no consiguen ver qué
significado puede tener que alguien llame verdadera a una
idea, a menos que signifique que entre ella como terminus
a quo en la mente de alguien y alguna realidad particular
como terminus ad quem se dan o podrían darse esta clase
de operaciones intermedias. La dirección que toman estas
operaciones constituye la referencia de la idea a tal reali­
dad, su carácter satisfactorio constituye su adaptación a
ellos, y ambas cosas juntamente constituyen la «verdad»
de la idea para su poseedor. A falta de tales porciones in­
termedias de experiencia real concreta, el pragmatista no
ve materiales a partir de los cuales construir la relación
adaptativa llamada verdad.
La posición antipragmatista es que las operaciones no
son más que evidencias de la presencia previa e inherente
de la verdad en la idea, y que cabría borrar de la existen­
cia la posibilidad misma de estas operaciones y la verdad
de la idea seguiría siendo tan sólida como siempre. Pero
es claro que esto no es una teoría de la verdad que pueda
oponerse a la nuestra. Es la renuncia a cualquier teoría
articulada. No es más que la reivindicación del derecho a
llamar verdaderas a ciertas ideas en cualquier caso; a eso
me refería antes cuando decía que los antipragmatistas
no ofrecen ninguna alternativa real y que nuestra des­
cripción es literalmente la única teoría positiva existente.
¿Qué significado puede tener la verdad de una idea, sal­
vo su poder para adaptarnos mental o físicamente a una
realidad?
WILLIAM (AMES 195
¿Cómo es posible, pues, que nuestros críticos nos acu­
sen tan unánimemente de subjetivismo, de negar la exis­
tencia de la realidad? La razón, pienso, es el necesario
predominio del lenguaje subjetivo en nuestro análisis.
Por más independientes y eyectivas que sean las realida­
des, solo podemos hablar de ellas como otros tantos ob­
jetos de creencia al formular nuestras descripciones de la
verdad. Pero el proceso de la experiencia lleva a los hom­
bres a reemplazar continuamente sus objetos anteriores
por nuevos objetos en los que les resulta más satisfactorio
creer, de modo que la noción de una realidad absoluta
surge inevitablemente como grenzbegriff [concepto-lími­
te] de un objeto que nunca será reemplazado por otro, y
la creencia en el cual será endgueltig [definitiva]. En este
sentido, a nivel cognitivo vivimos de acuerdo con una
especie de regla de tres: del mismo modo que nuestros
conceptos privados representan los objetos sensibles a los
que nos llevan (los cuales son realidades públicas inde­
pendientes del individuo), estas realidades sensibles
pueden representar a su vez realidades de orden hiper-
sensible, como los electrones, la materia mental, Dios y
demás (los cuales poseen una existencia independiente de
todos los pensadores humanos). La idea de tales realida­
des últimas, el conocimiento de las cuales sería la verdad
absoluta, es un producto subsidiario de nuestra experien­
cia cognitiva al que no escapan ni los pragmatistas ni los
antipragmatistas. Constituyen un postulado regulativo
inevitable para el pensamiento de todos. Nuestra idea de
los mismos es la más abundantemente sugerida y satis­
fecha de todas nuestras creencias, la última en caer bajo
la duda. La diferencia es que nuestros críticos usan esta
creencia como paradigma exclusivo y acusan a cualquiera
que hable de realidades humanas de negar toda legitimidad
196 EL PRAGMATISMO SEGÚN EL PROFESOR HÉBERT
a la idea de una realidad «en sí». Y sin embargo la rea­
lidad en sí, en la medida en que ellos mismos hablan de
ella, no es más que un objeto humano: ellos la postulan
tanto como la postulamos nosotros, y si nosotros somos
subjetivistas ellos no lo son menos. Las realidades en sí
mismas pueden estar ahí fuera para cualquiera, ya sea
pragmatista o antipragmatista, a condición únicamente
de que crea en ellas; a su vez, la creencia en ellas se apo­
ya únicamente en que sus nociones parecen verdaderas,
y sus nociones parecen verdaderas únicamente porque
funcionan de forma satisfactoria. Más específicamente,
satisfactoria para los fines particulares del pensador. Nin­
guna idea es la idea verdadera de nada. ¿Quién posee la
idea verdadera del absoluto? O por retomar el ejemplo
de M. Hébert: ¿cuál es la idea verdadera de un cuadro
propiedad de usted? Sin duda, la idea que responde más
satisfactoriamente a sus intereses actuales. Esos intere­
ses pueden ser la ubicación del cuadro, su antigüedad,
su «tono», su tema, sus dimensiones, su autoría, su pre­
cio, su mérito, etc. Si la autoría de Corot fuera puesta
en duda, lo que satisfaría el interés despertado en usted
en aquel momento sería ver confirmada su pretensión de
poseer un Corot; pero si la suya es una mente humana
normal, llamarlo meramente un Corot no satisfará otras
pretensiones de su mente en aquel mismo momento. Para
satisfacer a estas, lo que descubra acerca del cuadro debe
encajar limpiamente con su conocimiento del resto del
sistema de realidad del que formó parte el Corot real.
M. Hébert nos acusa de sostener que las satisfacciones
patrimoniales por sí solas bastan para hacer verdadera su
creencia y que, por lo que a nosotros respecta, no hacía
falta que existiera ningún Corot real. No tengo idea de
por qué nos habrían de estar vetadas las satisfacciones
WILLIAM JAMES 197
intelectuales, pero sea cual sea la naturaleza de las satis­
facciones, ya sean intelectuales o patrimoniales, pertene­
cen al aspecto subjetivo de la relación veritativa. En estas
satisfacciones se fundan nuestras creencias; estas creen­
cias se refieren a realidades; si las realidades no están ahí,
nuestras creencias son falsas; pero si las realidades están
ahí, los pragmatistas no logran imaginar cómo pueden
llegar a ser conocidas si no son previamente creídas; o
cómo pueden llegar a ser creídas si no es porque tenga­
mos previamente ideas de ellas que funcionan satisfacto­
riamente. Tampoco logran imaginar qué es lo que vuelve
más creíble la certeza dogmática, «ipse dixit», de los anti­
pragmatistas acerca de la realidad, que la convicción ba­
sada en verificaciones concretas de los pragmatistas. M.
Hébert probablemente estará de acuerdo con todo esto,
así formulado, de modo que no logro ver en qué consiste
nuestra inferioridad respecto a él en la cuestión de la con-
naissance proprement díte.
Algunos lectores dirán que aunque yo tal vez pueda
creer en las realidades externas a nuestras ideas, el doc­
tor Schiller en todo caso no cree en ellas. Se trata de un
gran malentendido, pues la doctrina de Schiller y la mía
son idénticas, solo que nuestras exposiciones de la mis­
ma siguen direcciones distintas. Él empieza por el polo
subjetivo de la cadena, el individuo con sus creencias,
como el fenómeno más concreto e inmediatamente dado.
«Un individuo afirma que su creencia es verdadera»,
dice Schiller, «pero ¿qué entiende por verdadera, y cómo
prueba su afirmación?» Estas preguntas nos introducen
en una investigación psicológica. Ser verdadero, para ese
individuo, significa al parecer funcionar satisfactoria­
mente para él; pero ni el funcionamiento ni la satisfacción
198 EL PRAGMATISMO SEGÚN EL PROFESOR HÉBERT WILLIAM JAMES 199

admiten una descripción en términos universales, pues idea del otro hombre le lleva no solo a creer que la rea­
varían entre un caso y otro. Lo que funciona es verdad lidad está ahí, sino a usarla como sustituto temporal de
y representa una realidad para el individuo implicado. esa realidad, permitiendo que suscite en él pensamientos
Si el individuo es infalible, la realidad está «realmente» y actos adaptativos parecidos a los que suscitaría la rea­
allí; si se equivoca, no está allí, o no como él la piensa. lidad misma, entonces es verdadera en el único sentido
Todos creemos cuando nuestras ideas funcionan de for­ inteligible, verdadera por sus consecuencias particulares,
ma satisfactoria; pero no sabemos todavía quién de no­ y verdadera tanto para él como para mí.
sotros es infalible, de modo que el problema de la verdad Mi versión tiene más de definición lógica; la de Schiller
y el problema del error son ebenbürtig [equivalentes] y tiene más de descripción psicológica. Ambas tratan acer­
se plantean en las mismas situaciones. Schiller permane­ ca de una experiencia absolutamente idéntica, solo que
ce al lado del individuo falible y trata únicamente acerca explorada en sentidos opuestos.
de la «realidad para él», razón por la cual muchos de sus Tal vez estas explicaciones satisfagan a M. Hébert,
lectores tienen la impresión de que ignora enteramente la cuyo librito, aparte de la falsa acusación de subjetivismo,
«realidad en sí». Pero eso es porque sólo pretende decir­ ofrece una descripción razonablemente instructiva de la
nos cómo se llega a las verdades, no cuál será el conteni­ epistemología pragmatista.
do de esas verdades una vez alcanzado. Es posible que la
creencia en realidades transubjetivas sea la más verdade­
ra de todas. Ciertamente parece la más verdadera, pues
ninguna creencia rival es tan notoriamente satisfactoria,
y es muy probable que el doctor Schiller crea también en
ellas; pero no necesita profesar esa creencia para su pro­
pósito inmediato. Menos aún está obligado a asumirla
por adelantado como base de su discusión.
A la vista de la actitud de los críticos, yo adopto una
táctica distinta. Parto del polo del objeto de la cadena
idea-realidad y lo sigo en dirección opuesta a la seguida
por Schiller. Anticipando los resultados de los procesos
verificadores generales de la humanidad, parto de la no­
ción abstracta de una realidad objetiva. La postulo y pre­
gunto por mi cuenta, ofreciéndome como garante de esta
realidad, ¿qué podría convertir la idea de la realidad de
otro hombre en verdadera tanto para él como para mí? Y
no llego a ninguna respuesta distinta a la de Schiller. Si la
 XIII
Abstraccionismo y «Relativismus»

Los conceptos abstractos, como la elasticidad, el volu­

men o la desconexión, son aspectos salientes de nuestras
experiencias concretas que nos resulta útil destacar. Útil
porque nos recuerdan otras cosas que presentan esos mis­
mos aspectos, y si tales aspectos conllevan consecuencias
en esas otras cosas, podemos volver a las primeras espe­
rando que se reproduzcan esas mismas consecuencias.
Cualquier ayuda en la anticipación de consecuencias
es siempre una ganancia, y siendo esta la clase de ayuda
que nos ofrecen los conceptos abstractos es obvio que
solo cumplen su cometido cuando volvemos a sumer­
girnos gracias a ellos en el mundo de los particulares,
conservando aquellas consecuencias en la mente, y en­
riquecemos de este modo nuestra noción de los objetos
originales.
Sin conceptos abstractos que nos ayuden a gestionar
los particulares encontrados en la percepción, somos
como hombres saltando a la pata coja. Cuando usamos
conceptos además de particulares, nos convertimos en
bípedos. Lanzamos nuestro concepto por delante, pes­
camos una consecuencia, enganchamos la cuerda a ella
y extraemos una percepción, todo lo cual nos permite
viajar dando saltos por la superficie de la vida, a mucha
más velocidad de la que alcanzaríamos si simplemente
tratáramos de abrirnos camino en la espesura de los par-
202 ABSTRACCIONISMO Y ‘RELATIVISMUS’
ticulares tal como la casualidad quiso que llovieran sobre
nosotros. Los animales no tienen más remedio que hacer
esto, pero los hombres sacan la cabeza por encima de
esa espesura y respiran libremente en el aire conceptual
superior.
Resulta fácil comprender la inmensa estima que pro­
fesan todos los filósofos por el pensamiento conceptual.
Desde los tiempos de Platón se ha dicho que son nuestra
única avenida hacia la verdad esencial. Los conceptos son
universales, inmutables, puros; sus relaciones son eter­
nas; son espirituales, mientras que los particulares con­
cretos que nos ayudan a manejar están corrompidos por
la carne. Son pues preciosos en sí mismos, más allá de su
uso original, y confieren una nueva dignidad a la vida.
No hay nada que reprochar a este sentimiento hacia
los conceptos, mientras la admiración no termine en­
gullendo y echando a perder su función original. Dicha
función es por supuesto extender mentalmente nuestras
experiencias del momento al añadirles las consecuencias
concebidas; pero por desgracia los filósofos no solo olvi­
dan demasiado a menudo esa función en sus razonamien­
tos, sino que muchas veces la transforman en su opuesto,
es decir, en un medio para reducir la experiencia original
por la vía de negar (implícita o explícitamente) todos sus
rasgos excepto el que hemos abstraído especialmente.
Esta es también una forma muy abstracta de formular
mi queja, y es necesario que la redima de su oscuridad
ofreciendo unos cuantos ejemplos de lo que quiero decir.
Algunas creencias muy valiosas para mí han sido some­
tidas por mis críticos a esta forma de abstracción vicio­
sa. Una de ellas es la que se conoce como la «voluntad
de creer»; otra es el indeterminismo de ciertos futuros;
una tercera es la noción de que la verdad puede variar
WILLIAM (AMES 203
en función del punto de vista del hombre que la sostiene.
Creo que el abuso perverso de la función abstractiva en la
manera de tratar estas doctrinas ha llevado a mis críticos
a construir argumentos falsos, y a sus lectores a extraer
conclusiones falsas también. En la medida en que esté en
mi mano, me gustaría tratar de reconducir la situación
con algunas observaciones.
Permítanme dar el nombre de «abstraccionismo vi­
cioso» a la forma de emplear los conceptos que podría
describirse del siguiente modo: concebimos una situación
concreta al resaltar algún aspecto destacado o importan­
te de ella y la clasificamos de acuerdo con él; luego, en lu­
gar de añadir a sus rasgos previos todas las consecuencias
positivas de la nueva forma de concebirlo, optamos por
utilizar nuestro concepto de forma privativa y reducimos
un fenómeno originalmente rico a las meras sugerencias
de aquel nombre abstracto, tratándolo como si no fuera
«nada más» que ese concepto y actuando como si to­
dos los demás aspectos entre los cuales hemos abstraí­
do el concepto hubieran desaparecido.1 Aplicada de este
modo, la abstracción se convierte más en un obstáculo
que en una ayuda para el pensamiento: mutila las cosas,
crea obstáculos, descubre imposibilidades, y estoy con­
vencido de que más de la mitad de los problemas que los
metafísicos y los lógicos encuentran en las paradojas y
los enredos dialécticos del universo pueden remontarse a
este origen relativamente simple. Esto es, estoy convenci­
do de que el empleo viciosamente privativo de los rasgos
1. Ruego al lector que no confunda la falacia aquí descrita con inferencias
negativas legítimas como las que se realizan en el modo «celarent» de los libros
de lógica.
204 ABSTRACCIONISMO Y ‘RELATIVISMUS'
abstractos y de los nombres de clase es uno de los grandes
pecados originales de la mente racionalista.
Para dejar paso inmediatamente a los ejemplos con­
cretos, echemos una mirada a la creencia en la «liber­
tad», recientemente desarmada con razones dudosas por
la hábil pluma del profesor Fullerton.2 ¿A qué se refiere
un hombre corriente cuando dice que su voluntad es li­
bre? Se refiere a que hay bifurcaciones en su vida en las
que dos futuros le parecen igualmente posibles, pues am­
bos hunden igualmente sus raíces en su presente y en su
pasado. Ambos serían consistentes con sus motivos, su
carácter y sus circunstancias previas si llegaran a reali­
zarse, y no supondrían ninguna interrupción en las pul­
saciones de su vida personal. Pero a veces es incompatible
con la naturaleza física que se den ambos conjuntamente,
y entonces el observador ingenuo considera que ha rea­
lizado una elección entre los dos en el presente, y que la
cuestión de qué futuro va a hacerse realidad no se decidió
en el origen del mundo sino que se decide en cada uno
de esos momentos fugaces de los que parecen brotar los
hechos de forma viva, y en los que una posibilidad pare­
ce girarse hacia un acto concreto y excluir de este modo
todas las demás.
Es muy posible que quien toma las cosas tal como se le
presentan esté equivocado en este punto. Tal vez confunda
muchas veces su ignorancia privada de una predetermi­
nación existente con una auténtica indeterminación de lo
que ha de ser. Sin embargo, por muy imaginaria que pue­
da ser su visión de la situación, no parece que introduzca
2. Popular Science Monthly, N. Y., vols, Lvm y ux.
WILLIAM JAMES 205
ningún corte entre el pasado y el futuro. Un tren no deja
de ser el mismo tren, sus pasajeros los mismos pasajeros,
su inercia la misma inercia, sea cual sea la posición de la
agujas que determinan la dirección que ha de tomar. Para
el indeterminista hay siempre suficiente pasado para dar
razones a todos los diferentes futuros que cabe anticipar,
y a más futuros aún que no anticipamos, de modo que
cualquier futuro que venga se deslizará desde ese pasado
tan cómodamente como lo hará el tren junto a la aguja.
El mundo, en pocas palabras, es tan continuo consigo
mismo para los creyentes en la libertad como para los
deterministas más rigurosos, solo que estos últimos son
incapaces de creer en la existencia de bifurcaciones enten­
didas como puntos donde se da un equilibrio realmente
indiferente, o que contengan cambios de vía que dirigen
los movimientos existentes —y que lo hacen en ese punto
únicamente, no antes— sin alterar su volumen total.
Los deterministas rigurosos piensan que, si existieran
tales puntos de indiferencia, el futuro y el pasado esta­
rían absolutamente separados, pues tomada de forma
abstracta la palabra «indiferente» sugiere únicamente
desconexión. Aquello que es indiferente no guarda rela­
ción con nada y está aislado de todo. Tomen ustedes el
término en su sentido escrito y comprobarán, nos dicen,
que si hubiera un solo punto de indiferencia en la ancha
avenida que va del pasado al futuro, no podría haber
ningún tipo de conexión entre ellos, ninguna inercia
continua, ningún pasajero idéntico, ninguna intención
ni agente en común, a uno y otro lado del cambio de
vía o de las agujas que allí se manipularan. Aquel lugar
sería una brecha insuperable.
Tal como escribe señor Fullerton (las cursivas son
mías):

206 ABSTRACCIONISMO Y ‘RELATIVISMUS’
«En la medida en que mi acción sea libre, cuestiones
como lo que he sido, lo que soy, lo que siempre he hecho
o pretendido, lo que más intensamente deseo, lo que es­
toy resuelto a hacer en este momento, no pueden guardar
más relación con su realización futura que si no existie­
ran en absoluto... Se trata de una posibilidad temible, e
incluso el más ardiente de los defensores de la libertad me
perdonará sin duda —si contempla la situación con fran­
queza— por confiar en que, si soy libre, no lo sea dema­
siado, y por conservar una esperanza razonable en que
haya algún grado de consistencia en mi vida y mis accio­
nes... Supongamos que he dado un dólar a un mendigo
ciego. ¿Puedo decir propiamente que he dado ese dinero,
si se trata de un acto libre? ¿Quiere eso decir que lo he
dado porque soy un hombre caritativo, etc., etc.?... ¿Qué
tiene que ver todo esto con los actos libres? En la medida
en que son libres, no deben estar condicionados por nin­
gún tipo de circunstancia antecedente, ya sea la miseria
del mendigo o la piedad de quien pasa frente a él. Deben
carecer de causa, no estar determinados por nada. De­
ben ser actos caídos del cielo, pues desde el momento en
que se pueda dar cuenta de ellos ya no son libres.»5
Dios me guarde de verme atrapado aquí en una con­
troversia acerca de los pros y los contras de la cuestión
de la libertad en general; sólo trato de ilustrar el abstrac­
cionismo vicioso en la conducta de uno de los adversarios
de esta doctrina. Los momentos de bifurcación, tal como
cree experimentarlos el indeterminista, son momentos
tanto de reorientación como de continuación. Pero vien­
do las dudas —el «o esto o lo otro»— que acompañan al
3. Loe. Cit., vol. Lvm, pp. 189, 188.
WILLIAM IAMES 207
momento de la reorientación, el determinista abstrae este
pequeño elemento de discontinuidad de las superabun­
dantes continuidades de los que está plagada la experien­
cia y cancela en su nombre todos sus aspectos conectivos.
En lo sucesivo, la elección significa para él desconexión
pura y simple, una indeterminación previa en todos los
aspectos, razón por la cual una vida de elecciones ha de
ser un caos delirante, en el que no tendría sentido tratar­
nos como el mismo hombre en dos momentos distintos.
Si Nerón hubiera sido «libre» en el momento de orde­
nar el asesinato de su madre, nos asegura el señor Mc-
Taggart,4 nadie habría tenido derecho a llamarle por ello
mala persona en otro momento, pues entonces sería un
Nerón absolutamente distinto.
Un polemista no debería dedicarse únicamente a
destrozar a su víctima. Debería esforzarse un poco por
hacerle entender su error, tal vez no lo suficiente para
convertirle, pero sí para hacerle sentir mala conciencia
y restar energía a su defensa. Esta clase de caricaturas
violentas de las creencias de los hombres solo despiertan
en ellos desprecio por la incapacidad de sus autores para
apreciar las situaciones de las que emergen los proble­
mas. Pretender que el carácter negativo de un elemento
tomado en abstracto anula todos los aspectos positivos
con los que coexiste no es forma de cambiar la perspecti­
va de ningún indeterminista, aun cuando logre arrancar
algunos aplausos de la galería.
Pasemos ahora a algunas críticas dirigidas contra la
«voluntad de creer» que sirven también para ejemplificar
4. Some Dogmas of Religión, p. 179.

208 ABSTRACCIONISMO Y “RELATIVISMUS"
el uso vicioso que se hace actualmente de la abstracción.
Quienes comprenden ciertas situaciones humanas en su
concreción defienden el derecho a creer en cosas acerca
de cuya verdad no se dispone aún de pruebas objetivas.
En esas situaciones la mente se enfrenta a alternativas
tan vastas que la evidencia plena para demostrar una u
otra no está disponible, y sin embargo son tan importan­
tes que simplemente esperar a la obtención de la prueba
y dudar mientras dura la espera podría equivaler en un
sentido práctico a optar por el lado negativo. ¿Merece
la pena vivir? ¿Hay algún sentido detrás de todos estos
accidentes cósmicos? ¿Hay algo permanente que ganar a
cambio de tanto sufrimiento? ¿Es posible que haya una
experiencia transmundana en el Ser, algo correspondiente
a una «cuarta dimensión», capaz de compensar en parte
la zerrissenheit [fragmentación] de este mundo y hacer
que las cosas resulten más racionales de lo que parecen a
primera vista, si tuviéramos acceso a ella? Esa es la clase
de preguntas frente a las cuales tenemos derecho a tomar
partido en sentido práctico, defendemos algunos, mien­
tras otros sostienen que hacer tal cosa es metodológica­
mente inadmisible y nos convocan a morir profesando
nuestra ignorancia y proclamando el deber de todos y
cada uno de nosotros de negarnos a creer.
No diré nada acerca de la inconsistencia personal de
algunos de estos críticos, cuyas palabras impresas ofrecen
exquisitas ilustraciones de la voluntad de creer, a pesar
de sus denuncias de la misma como expresión y recomen­
dación. El señor McTaggart, que tomaré de nuevo como
ejemplo, está convencido de que «la realidad es racional
y justa» y «destinada sub specie temporis a alcanzar el
bien perfecto»; su pretensión de que tal creencia es el re­
sultado de una necesidad lógica no ha engañado sin duda
WILLIAM |AMES 209
a ningún lector acerca de su génesis en la mente del talen­
toso autor. La humanidad está hecha siguiendo un patrón
demasiado uniforme como para que ninguno de nosotros
logre escapar con éxito a los actos de fe. Tenemos una
visión muy viva de lo que cada perspectiva del universo
supondría para nosotros. Su idea nos reconforta o nos
produce escalofríos, y tales sentimientos recorren toda
nuestra naturaleza lógica y animan sus operaciones. No
puede ser eso, sentimos; tiene que ser esto. Tiene que ser
lo que debe ser, y debe ser esto; y luego buscamos cual­
quier razón, buena o mala, para convertirlo en eso que
tan profundamente debe ser, para hacer que parezca lo
más probable objetivamente. Demostramos que los argu­
mentos en contra son insuficientes, de modo que podría
ser verdadero; extendemos su poder de apelación a toda
nuestra naturaleza, y no solo a una escuálida facultad de
prueba silogística. Lo reforzamos recordando la amplia­
ción de nuestro mundo que supuso la música, pensando
en la promesas que sugieren las puestas de sol y en los im­
pulsos que despiertan en nosotros los bosques vernales.
Y cuando el individuo arrastrado por el conjunto de esa
experiencia dice finalmente «creo», la esencia que expre­
sa es la intensa concreción de su visión, la individualidad
de la hipótesis que tiene ante sí, y la complejidad de los
diversos motivos y percepciones concretos que le animan.
Ved ahora cómo trata el abstraccionista esta rica e
intrincada visión de que cierto estado de cosas debe ser
cierto. Acusa al creyente de razonar de acuerdo con el
siguiente silogismo:
Todos los buenos deseos deben cumplirse;
El deseo de creer en esta proposición es un buen deseo;
Ergo, esta proposición debe ser creída.

210 ABSTRACCIONISMO Y 'RELATIVISMUS'
El abstraccionista sustituye el estado mental concreto del
creyente por esta abstracción, le atribuye su patente absur­
didad y demuestra con la mayor facilidad que quienquiera
que le defienda debe ser el mayor estúpido que el mundo
haya conocido. ¡Como si algún creyente real hubiera segui­
do una línea tan ridicula de razonamiento, o como si algún
defensor de la legitimidad de las formas concretas de razo­
nar de los hombres hubiera usado alguna vez la premisa
abstracta y general: «Todos los deseos deben cumplirse»!
Sin embargo, el señor McTaggart se dedica desde la sección
47 hasta la 57 del libro antes citado a refutar solemne y
laboriosamente este silogismo. En ellas demuestra que no
existe ninguna conexión establecida en el diccionario entre
los conceptos abstractos «deseo», «bondad» y «realidad»;
e ignora todas las conexiones que el creyente siente y perci­
be en el caso concreto, particular. A lo cual añade:
Cuando la realidad de una cosa es incierta, el argumento
nos anima a suponer que nuestra aprobación de una cosa
puede determinar su realidad. Y una vez establecida esta
conexión impura, obtenemos la retribución correspondien­
te. Pues cuando la realidad de la cosa se confirma de forma
independiente, debemos admitir que la realidad de la cosa
debería determinar nuestra aprobación de la misma. Me
resulta difícil imaginar una posición más degradada.
Uno se siente tentado de citar irónicamente la famosa
equiparación hegeliana de lo real con lo racional en ho­
nor de su discípulo inglés, que termina su capítulo con las
heroicas palabras:
A aquellos que no rezan, todavía les queda la voluntad
de no dejar que ni el dolor de la muerte ni el dolor de la
vida les empuje, mientras sus fuerzas se lo permitan, a
buscar consuelo en lo que consideran falso, ni a negarse el
consuelo [¿la angustia?] de lo que consideran verdadero.
WILLIAM (AMES 211
¿Cómo es posible que un autor tan perspicaz no vea
cuán lejos del blanco van todas sus flechas? El señor
McTaggart, quien por su parte cree que el universo está
gobernado por la energía dialéctica de la idea absoluta, no
vive su insistente deseo de que el mundo sea así como un
ejemplo más del deseo en general, sino como una peculiar
pasión inspiradora a la que, al menos en este caso, sería
estúpido no ceder. Obedece a la singularidad concreta de
su deseo, no a su mero rasgo abstracto de ser un «deseo».
Su situación es tan particular como la de una actriz que
decide casarse y dejar el escenario, la de un sacerdote que
abandona los hábitos o el de un político que renuncia a la
vida pública. ¿Qué hombre razonable trataría de refutar
las decisiones concretas de tales personas remitiéndolas
a premisas abstractas como que «todas las actrices de­
ben casarse», «todos los clérigos deben dejar los hábitos»,
«todos los políticos deberían renunciar a sus cargos»? Y
sin embargo esta es la clase de refutación que desarrolla
el señor McTaggart a lo largo de muchas páginas de su
libro, a pesar de su ineficacia a efectos de ganar conversos.
En lugar de nuestra abundancia de razones reales pone
una única y estrecha idea. En lugar de las probabilidades
reales ofrece una abstracción esquelética en la que ningún
hombre se ha sentido jamás tentado de creer.
En mi próximo ejemplo la abstracción es menos sim­
ple, pero sigue siendo igual de impotente como arma
ofensiva. Los empiristas piensan que la verdad en general
se destila de las creencias de los hombres particulares; y
los llamados pragmatistas «van un paso más allá» y tra­
tan de definir en qué consiste ese proceso. Tal como he
explicado en otros lugares, consiste en un funcionamiento
por parte de las creencias que permite al hombre estable­
cer relaciones satisfactorias con los objetos hacia los que
212 ABSTRACCIONISMO Y ‘RELATIVISMUS"
dichas creencias apuntan. Tal funcionamiento consiste
por supuesto en un funcionamiento concreto dentro de la
experiencia actual de seres humanos, entre sus ideas, sen­
timientos, percepciones, creencias y actos, así como entre
las cosas físicas de su entorno, y las relaciones a las que
me refiero pueden ser tanto posibles como actuales. En el
capítulo dedicado a la verdad de mi libro Pragmatismo
me esforcé por defender este enfoque con toda la energía
de que fui capaz. Pero se han dado extraños malentendi­
dos entre sus enemigos, que han sido muchos. Entre los
ataques aparentemente más formidables a mi intento de
introducir alguna concreción en nuestra idea de lo que
significa la verdad de una idea hay uno que se ha lanza­
do desde numerosos frentes, según el cual pretender que
la verdad crece en algún sentido a partir de la opinión
humana no es más que repetir la doctrina de Protágoras
de que el hombre es «la medida de todas las cosas», una
doctrina que, según la opinión unánime, Platón habría
liquidado definitivamente hace dos mil años en su inmor­
tal diálogo Teeteto. Los dos valedores más inteligentes
de esta objeción, los profesores Rickert y Münsterberg,
escriben en alemán5 y dan el nombre de «relativismus» a
la herejía que se esfuerzan por proscribir.
El primer paso en su campaña contra el «relativismus»
es totalmente infundado. Acusan a los relativistas —y
nosotros los pragmatistas somos relativistas típicos— de
adoptar unos principios que les despojan no solo del pri­
vilegio de todo filósofo racionalista de creer que sus pro­
pios principios son la verdad absoluta e impersonal, sino
de la posibilidad misma de formarse la noción abstracta
5. El libro de Münsterberg acaba de publicarse en versión inglesa: The Eterna!
Valúes, Boston, 1909.
WILLIAM )AMtS 213
de tal verdad, ni siquiera en el sentido pragmático de una
opinión ideal en la que todos los hombres pudieran po­
nerse de acuerdo y que ninguno deseara cambiar jamás.
Ambas acusaciones erran el blanco. Yo mismo, como
pragmatista, creo en mi concepción de la verdad tan fir­
memente como pueda creer cualquier racionalista en la
suya. Y creo en ella precisamente porque concibo esa
idea de verdad que mis instruidos adversarios sostienen
que ningún pragmatista puede concebir. A saber, espero
que cuanto más plenamente sea debatida y examinada
mi concepción, tanto mayor será el acuerdo en que enca­
ja y tanto menor el deseo de cambiarla. Sin duda cabe la
posibilidad de que mi confianza sea prematura y que la
gloria de la verdad absoluta y final recaiga sobre alguna
revisión y corrección posterior de mi concepción, la cual
será, por tanto, juzgada como falsa más adelante en la
medida en que se aparte de esa formulación finalmente
satisfactoria. Admitir, como hacemos los pragmatistas,
que nuestra concepción es susceptible de ser corregida
(aun cuando no esperemos que lo sea) implica el uso por
nuestra parte de un criterio ideal. A veces, los propios ra­
cionalistas son lo bastante escépticos a título individual
como para admitir la posibilidad abstracta de que sus
opiniones presentes sean en alguna medida corregibles y
revisables, de modo que no resulta fácil explicar por qué
la mera noción de un criterio absoluto es tan importante
en su caso y tan poco en el nuestro. Sin duda, tendría
la mayor importancia para ellos si además de la noción
de un criterio pudieran reclamar su garantía exclusiva
para sus impugnaciones presentes. Pero los absolutistas
como Rickert admiten abiertamente la esterilidad de esta
noción, incluso en su caso. La verdad es lo que debemos
creer, dicen, aun cuando ningún hombre haya creído o
214 ABSTRACCIONISMO Y ‘RELATIVISMUS’
vaya a creer jamás en ello, y aun cuando no tengamos
forma de alcanzarla salvo los usuales métodos empíri­
cos de contraste de nuestras opiniones entre sí y con los
hechos. Desde un punto de vista pragmático, pues, esta
parte del debate es ociosa. Ningún relativista que haya
caminado sobre la faz de la Tierra6 ha negado el carác­
ter regulativo de su propia concepción de una verdad
absoluta. Lo que cuestionan los relativistas es cualquier
pretensión de haber descubierto en cualquier momento
dado aquello en que consiste la verdad. Puesto que los
mejores absolutistas están de acuerdo en esto, y admi­
ten que la proposición: «Hay una verdad absoluta» es la
única verdad absoluta de la que pueden estar seguros,7
cualquier debate ulterior es trivial desde el punto de vista
práctico, de modo que podemos pasar al siguiente cargo.
Este cargo es el que pone más en evidencia el abstrac­
cionismo vicioso. Al postular una verdad absoluta, el an­
tipragmatista se niega a dar ninguna explicación de lo que
puedan significar sus palabras. Para él son autoexplicati-
vas. El pragmatista, por el contrario, define articulada­
mente su significado. La verdad absoluta, dice, significa
6. Por supuesto, el espantajo que aparece en los libros de lógica bajo el nom­
bre del «escéptico», ese que afirma dogmáticamente que ninguna afirmación, ni
siquiera la que está formulando en aquel momento, es verdadera, no es más que
un blanco artificial para la galería de tiro racionalista —si aciertas dará una vol­
tereta— por más que sea la única especie de relativista que mis colegas parecen
capaces de imaginar.
7. Compárese con Rickert, Gegenstand der Krkentniss, pp. 137, 138. La ver­
sión de Münsterberg de esta primera verdad es que «Es gibt eine Welt»; véase su
Philosophie der Werte, pp. 38 y 74. En último término, ambos filósofos confiesan
que la verdad primaria cuya negación consideran tan irracional por nuestra parte
no es propiamente ninguna revelación, sino un dogma adoptado a voluntad y
que cualquiera puede rechazar con sólo ignorarlo. Pero si todo se reduce a «Ia
voluntad de creer», ese privilegio corresponde tanto a los pragmatistas como a
sus críticos.
WILLIAM (AMES 215
un conjunto ideal de formulaciones hacia el que cabe es­
perar que todas las opiniones converjan. Con esta defi­
nición de la verdad absoluta no solo postula que existe
una tendencia hacia tal convergencia de opiniones orien­
tada a un consenso último, sino que postula igualmente
los demás factores de la definición, tomándolos prestados
por anticipado de las conclusiones verdaderas que se es­
pera alcanzar. Postula la existencia de opiniones, postula
la experiencia que ha de filtrarla y la consistencia que tal
experiencia exhibirá. Justifica tales asunciones diciendo
que no son postulados en sentido estricto del término sino
simples inducciones extraídas del pasado y extendidas al
futuro por analogía; e insiste en que la opinión humana
ha alcanzado ya un equilibro bastante estable en relación
con ellas, y que, si su futuro desarrollo no las altera, la
definición anterior, incluidos todos sus términos, formará
parte de esa verdad absoluta por ella definida. En resu­
men, la hipótesis habrá cerrado con éxito el círculo y ha­
brá demostrado su capacidad de autocorroborarse.
Sin embargo, el antipragmatista la emprende inmedia­
tamente con la palabra «opinión», la abstrae del universo
de la vida y la usa como un puro sustantivo de dicciona­
rio para negar el resto de asunciones con las que coexiste.
El diccionario dice que una opinión es «lo que alguien
piensa o cree». Esta definición admite que la opinión pue­
da ser autógena, es decir, que no guarde relación con lo
que pueda pensar cualquier otro o con lo que pueda ser
la verdad. En consecuencia, prosigue nuestro abstraccio-
nista, debemos concebirla como esencialmente ajena a
tales relaciones, de modo que aun cuando mil millones
de hombres sostuvieran la misma opinión, y sólo uno di­
firiese de ella, no podríamos admitir ninguna circuns­
tancia colateral que pudiera aumentar presuntivamente
 ABSTRACCIONISMO Y "RELATIVISMUS’
216
la probabilidad de que fuera él, y no los demás, quien
estuviera equivocado. La verdad, dicen, no se resuelve
contando cabezas, ni es otro nombre más para referirse
al voto mayoritario. Es una relación previa a la experien­
cia entre nuestras opiniones y un algo independiente que
la descripción pragmatista ignora, una relación que, aun
cuando las opiniones de los individuos pudieran negarla
durante toda la eternidad, seguiría calificándolas como
falsas. Hablar de opiniones sin hacer referencia a este
algo independiente, asegura el antipragmatista, es repre­
sentar Hamlet suprimiendo el papel de Hamlet.
Pero cuando el pragmatista habla de opiniones, ¿aca­
so se refiere a tales abstracciones aisladas e inmotivadas
como las que se suponen aquí? Por supuesto que no, se
refiere a las opiniones de los hombres de carne y hue­
so, tal como las han forjado realmente por sí mismos,
unas opiniones rodeadas de sus fundamentos y de las in­
fluencias que reciben y ejercen, y juntamente con todo el
entorno de comunicaciones sociales de los que forman
parte y de las que emergen a su vez. Es más, la «expe­
riencia» que la definición pragmática postula es ese algo
independiente que el antipragmatista le acusa de ignorar.
Existe ya la opinión unánime entre los hombres de que
tal experiencia trata «de» una realidad independiente,
cuya existencia deben reconocer todas nuestras opinio­
nes para ser ciertas. Existe ya el acuerdo de que a la larga
es inútil resistir a la presión de la experiencia; que cuanta
más experiencia tiene un hombre, más cerca está de la
verdad; que algunos hombres, por haber tenido más ex­
periencia, poseen más autoridad que otros; que algunos
son también más inteligentes por naturaleza y más capa­
ces de interpretar su experiencia; que comparar observa­
ciones, debatir y seguir la opinión de los mejores forma
WILLIAM JAMES 217
parte de tal sabiduría; y que cuanto más sistemática y
exhaustiva es tal comparación y ponderación de las opi­
niones, más verdaderas son probablemente las opiniones
resultantes. Cuando el pragmatista habla de opiniones, lo
que tiene en mente son las opiniones tal como existen de
forma concreta, viva, interactiva y correlativa; y cuando
el antipragmatista trata de tumbarle porque la palabra
«opinión» también puede tomarse en sentido abstracto
y fuera de todo contexto, simplemente ignora la base de
todo el debate. Sus armas solo cortan el aire y nunca dan
en el blanco. Nadie sale herido en la guerra contra las
caricaturas de creencias y los esqueletos de opiniones en
que consisten los ataques alemanes contra el «relativis-
mus». Sólo hay que negarse a usar la palabra «opinión»
en abstracto, mantenerla dentro de su contexto real, y el
pragmatismo saldrá del enfrentamiento sin despeinarse.
Que existen hombres que se aferran indebidamente a
sus opiniones* es un hecho que lamentablemente es pre­
ciso admitir, sea cual sea la noción de verdad que uno
sostenga en general. Pero que este hecho vuelva imposible
que la verdad se desarrolle de forma viva y auténtica a par­
tir de la opinión es algo que ningún crítico ha demostrado
aún. La verdad puede consistir perfectamente en ciertas
opiniones, y ciertamente no consiste en otra cosa que en
opiniones, aunque no toda opinión tiene por qué ser ver­
dadera. Ningún pragmatista necesita afirmar dogmática­
mente que el consenso de opinión futuro será correcto,
sólo necesita postular que probablemente contendrá más
verdad que la opinión actual de cualquier persona.
* La letra del original es: «Que existen hombres '‘opinionated", en el sentido
de que se aferran indebidamente a sus opiniones...». Como no hay un término
equivalente en castellano, me ha parecido oportuno omitir esta mención. (N. del t.).
 XIV
Dos CRÍTICOS INGLESES

El artículo del señor Bertrand Russell titulado «Verdad

transatlántica»1 posee toda la claridad, sutileza dialécti­
ca e ingenio que cabe esperar de su pluma, pero adopta
un punto de vista totalmente erróneo para interpretar
nuestra posición. Cuando decimos, por ejemplo, que una
proposición verdadera es aquella cuya creencia produ­
ce consecuencias buenas, asume que nos referimos a que
cualquiera que crea en la verdad de una proposición debe
haber esclarecido previamente que sus consecuencias son
buenas y que su creencia debe referirse primariamente
a este hecho. Lo cual es obviamente absurdo, pues tal
hecho es el contenido de una nueva proposición harto
distinta de la primera, además de ser en general un he­
cho muy difícil de verificar, siendo «mucho más fácil»,
como acertadamente dice el señor Russell, «resolver la
mera cuestión de hecho: “¿Han sido siempre infalibles
los papas?” que resolver la cuestión de si los efectos de
considerarlos infalibles son buenas en conjunto».
Nosotros, sin embargo, no afirmamos nada tan tonto
como lo que supone el señor Russell. No convertimos las
buenas consecuencias en un signo, marca o criterio se­
guro a través del cual se establezca habitualmente la pre-

1. Albany Review, enero de 1908.


220 DOS CRITICOS INGLESES
sencia de la verdad, aunque ciertamente pueden servir en
ocasiones como tal signo; las señalamos más bien como
el motivo que se oculta detrás de toda pretensión de ver­
dad, ya sea consciente de ello el «creyente» [trower\, ya
se trate de una obediencia ciega por su parte. Las pro­
ponemos como causa existendi de nuestras creencias, no
como su premisa lógica, y menos aún como su contenido
objetivo. En ellas reside el único significado práctico in­
teligible que puede tener aquella diferencia entre nuestras
creencias implícitas en nuestro hábito de llamarlas verda­
deras o falsas.
Nadie que afirme una verdad tiene por qué ser cons­
ciente del papel que juegan las consecuencias en su men­
te, a excepción del propio pragmatista, e incluso este sólo
es consciente de ello de forma abstracta y general, y es
muy posible que no lo tenga muy presente en todo mo­
mento en relación con sus propias creencias.
A continuación, el señor Russell se une al ejército de
quienes informan a sus lectores de que según la definición
pragmatista de la palabra «verdad», la creencia de que A
existe puede ser «verdadera» incluso aunque A no exis­
ta. Se trata de la calumnia clásica repetida por nuestros
críticos hasta la saciedad. Olvidan que en cualquier des­
cripción concreta de lo que denota la palabra «verdad»
en la vida humana, solo cabe usar dicha palabra en re­
lación con un creyente en particular. Así, puedo sostener
como verdadero que Shakespeare escribió las obras que
llevan su nombre y puedo expresar tal opinión ante un
crítico. Si el crítico es a un tiempo pragmatista y baco-
niano, se dará cuenta inmediatamente —en calidad de
pragmatista— de que las posibilidades funcionales de mi
opinión la convierten en perfectamente verdadera para
mí, de acuerdo con mi condición, mientras que —en ca­
WILLIAM |AMES 221
lidad de baconiano— seguirá creyendo que Shakespeare
nunca escribió las obras en cuestión. Pero la mayoría de
los críticos antipragmatistas toman la palabra «verdad»
en un sentido absoluto y luego explotan fácilmente la
predisposición de sus lectores a tratar sus propias ver­
dades como absolutas. Si el lector al que se dirigen cree
que A no existe, se burlan fácilmente de la ingenuidad de
nuestra posición —a saber, que si la creencia en la exis­
tencia de A funciona satisfactoriamente para alguien, este
la considerará siempre verdadera—, pues ¿no está claro
en este caso que la creencia en cuestión es «verdadera»
aun cuando que aquello que declara no posee existencia
alguna, como el lector bien sabe? El señor Russell califica
nuestra tesis como «un intento de deshacerse de los he­
chos» y naturalmente la considera «un fracaso» (p. 410).
Tras lo cual añade que «la vieja noción de la verdad re­
aparece», siendo esa noción, por supuesto, que cuando
una creencia es verdadera, su objeto existe.
Por supuesto, los principios pragmáticos bien enten­
didos requieren la existencia del objeto. Los conceptos
significan consecuencias. ¿Qué diferencia introduce en el
mundo para mí que conciba una opinión como «verda­
dera»? En primer lugar, es preciso que se pueda hallar un
objeto presente (o signos seguros de que tal objeto ha de
estar presente) que coincidan con la opinión. En segundo
lugar, tal opinión no debe verse contradicha por ninguna
otra cosa de la que yo tenga conocimiento. Pero a pesar del
obvio requerimiento pragmatista de que cuando digo la
verdad al afirmar que algo existe, este algo debe existir, la
calumnia que Russell repite goza de la mayor aceptación.
Personalmente, el señor Russell es un razonador de­
masiado atlético e ingenioso como para repetir la calum­
nia dogmáticamente. De acuerdo con sus tendencias ma­

222 DOS CRÍTICOS INGLESES
temáticas y lógicas, debe probar la acusación secundum
artem y declararnos culpables no tanto de cometer un
error como de caer en un absurdo. He hecho un esfuer­
zo sincero por seguir las evoluciones de su mente en tal
procedimiento, pero por mi vida que lo único que soy
capaz de ver en todo ello es otro ejemplo más de lo que he
llamado abstraccionismo vicioso [ver arriba, p. 203], El
señor Russell se siente tan cómodo en el mundo abstracto
de las matemáticas y la lógica pura que está convenci­
do de que quienes describimos las funciones de los he­
chos concretos debemos referirnos también a términos y
funciones matemáticos rígidos. Un término matemático,
como a, b, c, x, y, sin., log., es autosuficiente, y una vez
establecida una equivalencia entre tales términos pueden
sustituirse unos por otros sin error en series intermina­
bles. El señor Russell, al igual que el señor Hawtrey, de
quien hablaré a continuación, parecen pensar que cuan­
do nosotros empleamos términos como «significado»,
«verdad», «creencia», «objeto», «definición», también
los entendemos como autosuficientes, sin ningún contex­
to de relaciones cambiantes sobre el que merezca la pena
preguntar. Lo que una palabra significa se expresa en su
definición, ¿correcto? La definición pretende ser exacta y
adecuada, ¿correcto? Luego puede sustituirse por la pala­
bra —dado que las dos son idénticas—, ¿correcto? Luego
dos palabras con la misma definición son intercambiables
entre sí, ¿n'est-ce pas? Lo mismo ocurre con dos defini­
ciones de la misma palabra, ¿nicht wahr?, etc., etc., hasta
que al final resultaría harto extraño que no se pudiera de­
clarar culpable a cualquiera de contradicción y absurdo.
La particular aplicación de este tratamiento rigorista a
mi pequeña descripción de la verdad como funcionamien­
to parece ir del siguiente modo. Yo digo que la «verdad»
WILLIAM (AMES 223
de nuestras ideas significa que «funcionan», y lo llamo
una definición. Pero puesto que los significados y las co­
sas significadas, las definiciones y las cosas definidas, son
equivalentes e intercambiables, y nada ajeno a su defini­
ción puede entrar en el significado de un término al ser
usado, se sigue que quien llama verdadera a una idea, y se
refiere con esa palabra a que funciona, no puede aludir a
nada más ni creer en nada más aparte de que funciona, y
en particular no puede implicar ni conceder nada acerca
de su objeto o su contenido. «Según los pragmatistas»,
escribe Russell, «decir “es verdad que existen otras perso­
nas” significa “es útil pensar que existen otras personas”.
Pero en tal caso esas dos frases no son más que formas
distintas de poner en palabras una misma proposición;
luego cuando creo una creo la otra.» (p. 400). [La lógica,
dicho sea de paso, parecería exigir que el señor Russell
creyera ambas a la vez, pero él ignora esta consecuencia
y considera que «existen otras personas» y «es útil creer
que existen aunque no existan» deben ser proposiciones
idénticas y por lo tanto intercambiables en boca de los
pragmatistas.]
Pero ¿acaso no es posible, pregunto yo, que los térmi­
nos reales incluyan accidentes no expresados en sus de­
finiciones? Y ¿acaso no reaparecen todos esos accidentes
cuando un valor real ocupa finalmente el lugar del resulta­
do en una serie algebraica de definiciones sustituidas? Las
creencias poseen un «contenido» objetivo además de su
verdad, y la verdad posee unas implicaciones además de
sus posibilidades funcionales. Si alguien cree que existen
otros hombres, su existencia de hecho es tanto un conte­
nido de su creencia como una implicación de su verdad.
La lógica de Russell parecería excluir «por definición»
accidentes como los contenidos, las implicaciones y las
224 DOS CRÍTICOS INGLESES
asociaciones, y pretendería que nuestra posición consiste
en la traducción de todas las creencias a una suerte de
creencia —no se lo pierdan— en el pragmatismo en sí. Si
digo que un discurso es elocuente, y explico el significado
de «elocuente» como su capacidad de funcionar de cierto
modo en relación con la audiencia; o si digo que un li­
bro es original, y defino «original» como ser diferente de
otros libros, la lógica de Russell parecería condenarme,
si entiendo algo en todo ello, a considerar que el discurso
trata acerca de la elocuencia, y el libro acerca de otros
libros. Cuando llamo verdadera a una creencia, y defino
su verdad como sus posibilidades funcionales, ciertamen­
te no me refiero a que la creencia sea una creencia acerca
de las posibilidades funcionales. Es una creencia acerca
del objeto, y quien habla de las posibilidades funcionales
es otro sujeto, situado en un universo de discurso distin­
to al del creyente cuyo pensamiento concreto pretendo
describir.
La proposición social «existen otros hombres» y la
proposición pragmatista «es útil creer que existen otros
hombres» proceden de universos de discurso distintos. Es
posible creer la segunda sin estar lógicamente obligado a
creer la primera; alguien puede creer la primera sin ha­
ber oído hablar jamás de la segunda; o bien puede creer
ambas. La primera expresa el objeto de una creencia, la
segunda habla de una condición para el mantenimiento
de dicha creencia. No hay identidad alguna entre ambas,
salvo que el término «otros hombres» es común a ambas
proposiciones; y tratarlas como intercambiables, o insis­
tir en que debamos intercambiarlas, es renunciar total­
mente a tratar con realidades.
El señor Ralph Hawtrey, que parece servir también bajo
la bandera de la lógica abstraccionista, declara culpables
WILLIAM (AMES 225
de absurdo a los pragmatistas con argumentos similares a
los de Russell.2
Como deferencia hacia nosotros y por mor del argu­
mento, el señor Hawtrey abandona la palabra «verdad»
a nuestras fauces y concede que no signifique más que
el hecho de que ciertas creencias son convenientes; y usa
la palabra «corrección» (así como el señor Pratt usa la
palabra «verdadez») para designar un hecho acerca del
objeto de la creencia y no acerca de esta creencia, a sa­
ber, que el objeto es tal como la creencia declara que es.
«Así», escribe, «cuando digo que es correcto decir que
César está muerto, me refiero a “César está muerto”. Esto
debe entenderse como la definición de la corrección.» A
continuación el señor Hawtrey procede a machacarme
amparándose en el conflicto entre definiciones. Lo que es
«verdad» para el pragmatista no puede ser lo que es «co­
rrecto», afirma, «pues las definiciones no son lógicamente
intercambiables; o bien, si las intercambiamos, llegamos a
una tautología: “César está muerto” significa “es conve­
niente creer que César está muerto”. Pero ¿qué es lo que
conviene creer? Cómo no, “que César está muerto”». Sin
duda, una magnífica definición de «César está muerto».
La conclusión del señor Hawtrey parece ser que la defi­
nición pragmática de la verdad de una creencia no implica
en absoluto... ¿qué? ¿Que el creyente crea el contenido de su
propia creencia? ¿O que el pragmatista que habla de él crea
tal contenido? Los dos casos son bastante distintos. Para el
creyente, no cabe duda de que César debe existir realmente;
para el crítico pragmático no tiene por qué existir, pues el
contenido pragmático pertenece, como acabo de decir, a un
2. Vcase The New Quarterly, marzo de 1908.
226 DOS CRITICOS INGLESES
universo de discurso enteramente distinto. Cuando se ar­
gumenta por la vía de sustituir definición por definición, es
preciso mantenerse siempre dentro del mismo universo.
El gran salto entre universos se produce en esta discusión
cuando trasladamos la palabra «verdad» del reino subjetivo
al reino objetivo, y lo aplicamos unas veces a una propiedad
de las opiniones y otras a los hechos afirmados por dichas
opiniones. Algunos escritores, como el propio señor Russell,
el señor G.E. Moore y otros, tienen clara preferencia por la
desafortunada palabra «proposición», que parece expresa­
mente inventada para propiciar esta confusión, pues hablan
de la verdad como una propiedad de las «proposiciones».
Pero al enunciar proposiciones es casi imposible no usar la
palabra «que». Que el César está muerto, que la virtud es
su propia recompensa, son proposiciones.
No digo que no pueda ser útil para ciertos fines lógicos
tratar las proposiciones como entidades absolutas, dota­
das en cada caso de una verdad o una falsedad interna
a ellas, o convertir un complejo como «que-César-está-
muerto» en un único término y llamarlo una «verdad».
Pero ese «que» posee una ambigüedad muy oportuna
para quienes desean crearnos problemas a los pragma­
tistas, pues unas veces significa el hecho de que y otras la
creencia de que... César ya no está vivo. De este modo,
cuando digo que la creencia es verdadera, me responden
que la verdad significa el hecho; y cuando afirmo también
el hecho, me responden que mi definición ha excluido el
hecho, al referirse únicamente a una cierta peculiaridad
de la creencia. El resultado es que al final no me queda
ninguna verdad de la que hablar.
El único remedio frente a esta ambigüedad intolerable,
me parece, es ser consistente en el uso de los términos.
«Realidad», «idea» o «creencia», así como «la verdad de
WILLIAM (AMES 227
la idea o creencia», que son los términos que he estado
empleando de forma consistente hasta aquí, parecen li­
bres de toda objeción.
Cuando alguien abstrae los términos de su contexto
natural, los identifica con definiciones y trata estas últi­
mas more algebraico, no solo se arriesga a confundir uni­
versos, sino también a caer en falacias que el hombre de la
calle detecta fácilmente. Demostrar «por definición» que
el enunciado «César existe» es idéntico a un enunciado
acerca de la «conveniencia» de ello, en razón de que uno
de los enunciados es «verdadero» y el otro versa acerca de
«enunciados verdaderos», es como demostrar que un óm­
nibus es un barco porque ambos son vehículos. Un caba­
llo puede ser definido como un animal que camina sobre
las uñas de sus dedos centrales. Siempre que vemos un ca­
ballo vemos un animal de estas características, del mismo
modo que siempre que creemos una «verdad» creemos
algo conveniente. Si los señores Russell y Hawtrey fueran
consistentes con su lógica antipragmatista, deberían decir
en este caso que al ver un caballo vemos que es un animal
de este tipo, un hecho que notoriamente no ve nadie que
no sea un anatomista comparativo.
La posibilidad de escapar a tanto abstraccionismo casi
lo reconcilia a uno con el hecho de no ser ningún lógico.
El señor Russell, por su parte, cae en el peor de los abs­
traccionismos en su intento de decir positivamente lo que
significa la palabra «verdad». En su tercer artículo acerca
de Meinong, publicado en Mind, vol. xm, p. 509 (1904),
trata de realizar esta hazaña limitando la discusión a tres
términos únicamente: una proposición, su contenido y un
objeto, abstrayéndose totalmente del contexto de reali­
dades asociadas que rodea a dichos términos en todos
los casos de conocimiento actual. Posteriormente somete
228 DOS CRÍTICOS INGLESES
a estos términos, tomados así en vacío y convertidos en
puras entidades lógicas, a todas las permutaciones y com­
binaciones posibles, los tortura hasta que no queda nada
en ellos, y después de toda esta gimnasia lógica llega a
la portentosa conclusión que expongo a continuación
acerca de lo que cree que es «el enfoque correcto: que la
verdad y la falsedad no plantean problema alguno, que
algunas proposiciones son verdaderas y otras falsas, del
mismo modo que algunas rosas son rojas y otras blancas,
que la creencia es una cierta actitud hacia las proposi­
ciones, la cual recibe el nombre de conocimiento cuando
estas son verdaderas, y de error cuando son falsas». ¡Y
parece pensar que llegados a este punto la cuestión puede
considerarse cerrada para siempre!
A pesar de la admiración que siento por la capacidad
analítica del señor Russell, la lectura de este artículo me
lleva a desear que el pragmatismo, aunque no sirviera
para nada más, tuviera como resultado avergonzarle a él y
a otros hombres de parecido talento por haber empleado
sus capacidades para abstraerse de este modo de la reali­
dad. El pragmatismo nos salva en cualquier caso del abs­
traccionismo enfermizo del que dan prueba esas páginas.
P.S. Después de escribir esta respuesta apareció un ar­
tículo sobre el pragmatismo en la Edimburg Review de
abril de 1909 que creo fue escrito por el señor Russell. En
lo concerniente a su examen del problema de la verdad,
y a pesar de sus evidentes esfuerzos por ser justo, no me
parece que haya mejorado sus argumentos anteriores en
ningún aspecto esencial. No añadiré pues nada más a lo
que ya he dicho, y me limitaré a remitir a los lectores que
puedan sentir curiosidad a las páginas 272-280 del men­
cionado artículo.
XV
Un diálogo
Tras corregir las pruebas de todo lo anterior imagino
un cierto estado residual en la mente del lector que po­
dría impedir que se diera por convencido, y que tal vez
sea mi deber tratar al menos de disipar. Quizá logre ser
más breve si pongo lo que tengo que decir en forma dia­
logada. Dejemos que hable primero el antipragmatista:
Antipragmatista: Dices que la verdad de una idea está
constituida por sus posibilidades funcionales. Suponga­
mos un cierto estado de cosas, como por ejemplo la his­
toria planetaria antediluviana, respecto al cual se pueda
plantear la siguiente pregunta: «¿Sabremos alguna vez la
verdad acerca de ello?». Y supongamos (dejando a un
lado la hipótesis de un absoluto omnisciente) que todos
asumimos que tal verdad no va a saberse nunca. Yo te
pregunto, hermano pragmatista, si desde tu punto de vis­
ta puede decirse que existe alguna verdad en relación con
este estado de cosas. ¿Hay o no hay verdad en aquellos
casos en los que nunca será conocida?
Pragmatista: ¿Por qué me haces esta pregunta?
Antipragmatista: Porque creo que te plantea un grave
dilema.
Pragmatista: ¿Cómo es así?
Antipragmatista: Pues porque si optas por decir que
hay una verdad, renuncias a toda tu teoría pragmatista.
Según esa teoría, la verdad requiere ideas y posibilidades

230 UN DIÁLOGO
funcionales; pero en este caso se supone que no hay su­
jeto cognoscente, y consecuentemente no puede haber ni
ideas ni posibilidades funcionales. ¿De qué puede estar
hecha tu verdad?
Pragmatista: ¿Acaso querrías obligarme a construir la
verdad con la realidad misma, como tantos otros enemigos
míos? No puedo: la verdad es algo conocido, pensado o di­
cho acerca de la realidad, y en consecuencia algo numérica­
mente añadido a ella. Pero probablemente tus intenciones
sean distintas; luego antes de decir qué cuerno del dilema
escojo, te pido que me digas en qué consiste el otro.
Antipragmatista: El otro cuerno es el siguiente: si op­
tas por decir que no hay verdad en las condiciones asu­
midas, al no haber ni ideas ni posibilidades funcionales,
chocas con el sentido común. Pues ¿acaso no cree el sen­
tido común que todo estado de cosas debe ser enunciable
en algún tipo de proposición, aun cuando de hecho la
proposición no pueda ser enunciada jamás por ningún
alma viviente?
Pragmatista: Sin duda esto es lo que cree el sentido
común, y lo mismo creo yo. Ha habido innumerables su­
cesos en la historia de nuestro planeta que nadie ha sido
ni será capaz jamás de describir, y sin embargo puede
decirse en abstracto que solo una descripción puede ser
verdadera de ellos. La verdad acerca de cualquier suceso
de este tipo se encuentra pues genéricamente predeter­
minada por la naturaleza del suceso y, en consecuencia,
puede decirse con perfecta buena conciencia que preexis-
te virtualmente. El sentido común acierta pues en su po-
sicionamiento instintivo.
Antipragmatista: ¿Es este pues el cuerno del dilema
que escoges? ¿Dices que hay verdad incluso en los casos
en los que no será conocida jamás?
WILLIAM JAMES 231
Pragmatista: Ciertamente, a condición de que me per­
mitas ser consistente con mi propia concepción de la ver­
dad y no me pidas que renuncie a ella en nombre de algo
que encuentro imposible comprender. ¿Acaso no crees tú
también que hay una verdad, incluso en los casos en los
que no será jamás conocida?
Antipragmatista: Claro que sí.
Pragmatista: Te pido pues que me informes de aquello
en que consiste la verdad acerca de lo desconocido.
Antipragmatista: ¿Consiste? ¿Qué entiendes por «con­
siste», por favor? No consiste en nada más que en sí mis­
ma, o más estrictamente, no tiene ni consistencia ni exis­
tencia, sino que se da, se cumple.
Pragmatista: Y bien, ¿qué relación mantiene con esta
realidad acerca de la cual se cumple?
Antipragmatista: ¿Qué quieres decir con «qué rela­
ción»? Por supuesto, se cumple en relación con ella; la
conoce, la representa.
Pragmatista: ¿Quién la conoce? ¿Qué representa?
Antipragmatista: La verdad; la verdad la conoce; o no
exactamente, sino que todo aquel que posee la verdad la
conoce. Cualquier idea verdadera de la realidad represen­
ta la verdad en relación con ella.
Pragmatista: Pero yo pensaba que habíamos acordado
que no debíamos suponer ningún sujeto cognoscente, ni
ninguna idea que la representara.
Antipragmatista: ¡Sin duda!
Pragmatista: Entonces te pido que me vuelvas a de­
cir en qué consiste en sí misma esta verdad, este tertium
quid intermedio entre los hechos per se, por un lado, y
todo conocimiento acerca de ellos, actual o potencial,
por el otro. ¿ Q u é aspecto tiene la verdad en este tercer
estado? ¿De qué material, mental, físico o «epistemoló-

232 UN DIÁLOGO
gico», está hecha? ¿En qué región metafísica de la reali­
dad habita?
Antipragmatista: ¡Qué preguntas más absurdas! ¿Aca­
so no basta con decir que es verdad que los hechos son
así, y falso que sean asá?
Pragmatista: Es verdad * que los hechos son así y no
asá. No cederé a la tentación de preguntarte qué es ver­
dad; pero sí te pregunto si tu expresión «es verdad que»
los hechos son así significa realmente algo adicional al
mero ser así de los hechos en sí mismos.
Antipragmatista: Me parece que significa algo más
que el mero ser de los hechos. Es algo así como un equi­
valente mental de los mismos, su función epistemológica,
su valor en términos noéticos.
Pragmatista: ¡Una especie de doble espiritual o fantas­
ma de los mismos, se diría! En tal caso, ¿puedo pregun­
tarte dónde se encuentra esta verdad?
Antopragmatista: ¿Dónde? ¿Dónde? No hay ningún
«dónde», simplemente se cumple, se cumple absoluta­
mente.
Pragmatista: ¿No está en la mente de nadie?
Antipragmatista: No, pues acordamos que no debíamos
suponer ningún sujeto cognoscente actual de la verdad.
Pragmatista: Ningún sujeto cognoscente actual, estoy
de acuerdo. Pero ¿estás seguro de que no hay ninguna no­
ción de un sujeto cognoscente potencial o ideal implícita
en esta idea tuya tan extrañamente elusiva de la verdad
de los hechos?
* En el original, James entrecomilla y pone en cursiva el sujeto de la frase:
«“/í” is true that...». Como en castellano no es posible construir la frase con
sujeto explícito —«“Ello” es verdad que...»—, el detalle se pierde inevitablemente
en la traducción. (N. del t.).
WILLIAM JAMES 233
Antipragmatista: Por supuesto, si hubiera una verdad
acerca de los hechos es la que conocería el sujeto cognos­
cente ideal. En esa medida no cabe mantener separadas
la noción de tal verdad y de tal sujeto cognoscente. Pero
no es primero él y luego ella; es primero ella y luego él,
en mi opinión.
Pragmatista: Sigo en la mayor de las confusiones acer­
ca del estatus de esto que llamas verdad, a medio camino
entre la tierra y el cielo, fundada en la realidad y sin em­
bargo numéricamente adicional a ella, y al mismo tiempo
antecedente a la opinión de cualquier sujeto cognoscente
y enteramente independiente del mismo. ¿Es realmente
tan independiente del sujeto cognoscente como supones?
Eso me parece terriblemente dudoso, da más bien la im­
presión de corresponder a una contraposición entre un
conocimiento potencial de la realidad y uno actual. ¿No
podría ser tu verdad simplemente lo que cualquier suje­
to cognoscente que tuviera éxito en su empeño debería
conocer en caso de existir? Y en un universo donde no
pudieran concebirse siguiera tales sujetos, ¿podría existir
una verdad acerca de los hechos como algo numérica­
mente distinguible de ellos? Para mí, esa verdad no sería
únicamente inexistente, sería también inimaginable, in­
concebible.
Antipragmatista: Pensé que habías dicho hace un rato
que hay Lina verdad acerca de los hechos pasados, aun
cuando nadie los conozca jamás.
Pragmatista: Sí, pero debes recordar que también lo
condicioné a que pudiera definir la palabra a mi manera.
La verdad de cualquier suceso, ya sea pasado, presente o
futuro, no es para mí más que otro nombre para el hecho
de que si el suceso llegara a ser conocido en algún mo­
mento, la naturaleza de tal conocimiento se halla ya en

234 UN DIÁLOGO
alguna medida predeterminada. La verdad que precede
al conocimiento actual de un hecho no significa más que
lo que cualquier sujeto cognoscente posible del hecho se
verá obligado a creer finalmente acerca de él. Es preciso
que crea algo que le permita establecer relaciones satis­
factorias con él, algo que demuestre ser un sustituto men­
tal aceptable del mismo. Lo que sea este algo se halla, por
supuesto, parcialmente prefijado ya por la naturaleza del
hecho y por su esfera de asociaciones.
»Me parece que este es el único significado claro que
puede tener tu afirmación de que la verdad preexiste al
conocimiento. Es un conocimiento anticipado, meramen­
te en forma de posibilidad.
Antipragmatista: Pero ¿qué conoce el conocimiento
cuando llega? ¿Acaso no conoce la verdad? Y siendo así,
¿no debe ser esta verdad distinta tanto del hecho como
del conocimiento?
Pragmatista: Yo diría que lo que conoce el conoci­
miento es el hecho mismo, el suceso, o cualquiera que
sea la realidad en cuestión. Allí donde tú ves tres entida­
des distintas, la realidad, el conocimiento y la verdad, yo
veo solo dos. Y veo también cómo se conoce* cada una
de mis dos entidades, pero cuando me pregunto cómo se
conoce tu tercera entidad, es decir, la verdad, no encuen­
tro nada distinto de la realidad por un lado y las formas
en que puede ser conocida por otro. ¿No es posible que
te haya confundido el lenguaje común, el cual consideró
conveniente introducir un nombre híbrido, que unas ve­
ces significa un tipo de conocimiento y otras una realidad
conocida, y puede aplicarse indistintamente a ambas? ¿Y
* Ver explicación de William James y nota en la página 53. (N. del t.).
WILLIAM |AMtS 235
tiene algo que ganar la filosofía con la perpetuación y
consagración de tal ambigüedad? Me parece que todos
los problemas desaparecen si llamas al objeto de conoci­
miento «realidad» y a la manera de conocerlo «verdad»,
entiendes además que esta es conocida en ocasiones par­
ticulares y de forma diversa por seres humanos particu­
lares que mantienen relaciones distintas con ella, y si te
atienes consistentemente a esta nomenclatura.
Antipragmatista: ¿Quieres decir que crees haber esca­
pado a mi dilema?
Pragmatista: Sin duda; pues si la verdad y el conoci­
miento son términos correlativos e interdependientes,
como sostengo, siempre que el conocimiento es posible,
la verdad es posible; y siempre que el conocimiento es ac­
tual, la verdad es actual. Por tanto, cuando me encaras
con el primer cuerno, pienso en la verdad actual y digo
que no existe. Y ciertamente es así, pues por hipótesis no
hay sujeto cognoscente, ni ideas, ni posibilidades funcio­
nales. Estoy de acuerdo, sin embargo, en que puede existir
una verdad virtual o potencial, pues cabe la posibilidad de
que nazca un sujeto cognoscente; y la verdad en cuanto
concebible ciertamente existe también, pues en abstracto
no hay nada en la naturaleza de los hechos antediluvianos
que vuelva inconcebible la aplicación del conocimiento a
los mismos. En consecuencia, cuando tratas de empalar­
me con tu segundo cuerno, pienso en la verdad en cues­
tión como una mera posibilidad abstracta, de modo que
digo que sí existe y me pongo del lado del sentido común.
»¿No te parece que estas distinciones me permiten elu­
dir cualquier problema? ¿Y no te parece que te serían
útiles a ti también?
Antipragmatista: ¡Jamás! ¡No quiero saber nada de tus
abominables sutilezas y sofismas! La verdad es la verdad,
236 UN DIÁLOGO

y nunca la degradaré identificándola con viles particula­

res pragmáticos como los que me propones.
Pragmatista: Bien, mi querido antagonista, no tenía
mucha esperanza en convertir a un eminente lógico e
intelectualista como tú; disfruta pues mientras vivas de
tu inefable concepción. Tal vez la próxima generación
se habrá acostumbrado más que tú a esa interpretación
concreta y empírica de los términos en los que consiste
el método pragmático. Tal vez se pregunten cómo es po­
sible que una concepción de la verdad tan inofensiva y
natural como la mía pudo encontrar tantas dificultades
para entrar en la mente de hombres mucho más inteli­
gentes de lo que puedo esperar a ser jamás, pero atados
por la educación y la tradición a una forma de pensa­
miento abstraccionista.