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COMUNISMO ÁCIDO

(INTRODUCCIÓN INCOMPLETA)
Por Mark Fisher

“El espectro de un mundo que podría ser libre”

“[Pero] mientras más cercana está la posibilidad de liberar al individuo de las


restricciones justificadas en otra época por la escasez y la falta de madurez, mayor
es la necesidad de mantener y extremar estas restricciones para que no se disuelva
el orden de dominación establecido. (p. 95)

[…]

[…] A cambio de las comodidades que enriquecen su vida, los individuos venden no
sólo su trabajo, sino también su tiempo libre. La vida mejor es compensada por el
control total sobre la vida. La gente habita en edificios de apartamentos —y tiene
automóviles privados con los que ya no puede escapar a un mundo diferente—.
Tienen enormes refrigeradores llenos de comida congelada. Tienen docenas de
periódicos y revistas que exponen los mismos ideales. Tienen innumerables
oportunidades de elegir, innumerables aparatos que son todos del mismo tipo y los
mantienen ocupados y distraen su atención del verdadero problema —que es la
conciencia de que pueden trabajar menos y además determinar sus propias
necesidades y satisfacciones. (p. 100)”

- Herbert Marcuse, Eros y Civilización.

La afirmación de este libro es que en los últimos cuarenta años 1 se ha tratado de exorcizar
“el espectro de un mundo que podría ser libre”. Adoptar la perspectiva de un mundo así
nos permite revertir el énfasis de una lucha de izquierda reciente. En vez de enfocarnos en
superar el capital, deberíamos enfocarnos en lo que el capital debe siempre obstruir: la
capacidad colectiva de producir, cuidar y disfrutar. Nosotros en la izquierda lo hemos
interpretado mal por un tiempo: no es que seamos anticapitalistas, es que el capitalismo,
con todos sus policías con viseras protectoras, sus gases lacrimógenos y todas las sutilezas
1
La escritura de Comunismo Ácido fue interrumpida en el 2017 por el inesperado suicido de su autor. Se
trataba de lo que sería su último proyecto consistente en pasar del diagnóstico al planteamiento de
horizontes emancipatorios posibles en nuestra cultura. Resulta, por supuesto, profundamente irónico que
Fisher hubiera decidido acabar con su vida justo cuando comenzaba su proyecto más esperanzador. Quizás
por esto mismo, la idea de Comunismo Ácido ha inspirado a muchos otros, como es el caso aquí, a explorar y
expandir el proyecto en busca de aquellos horizontes que nos permitan dimensionar aquellos nuevos
espacios de libertad y nos permitan, quizás, escapar a la avalancha de sobresaturación paralizante a la que
Fisher creyó no poder escapar más. (N. del T.)
teológicas de su economía, está configurado para bloquear el surgimiento de esta
Abundancia Roja2 (libro de Francis Spufford). La superación del capital debe basarse
fundamentalmente en la simple revelación de que, lejos de tratarse de “creación de
riqueza”, el capital siempre y necesariamente bloquea la producción de riqueza común.

El principal, aunque no el único, agente involucrado en exorcizar el espectro de un mundo


que podría ser libre es el proyecto llamado neoliberalismo. Pero el verdadero objetivo del
neoliberalismo no era su enemigo oficial- el monolito decadente del bloque Soviético y los
desmoronados pactos de la socialdemocracia y el New Deal, que colapsaban bajo el peso
de sus propias contradicciones-. En cambio, el neoliberalismo se entiende mejor como un
proyecto dirigido a destruir -al punto de hacerles impensables- los experimentos de
socialismo democrático y comunismo libertario que florecían en los sesentas y el inicio de
los setentas.
La mayor consecuencia de la eliminación de estas posibilidades es la condición que he
llamado Realismo capitalista3- la aquiescencia fatalista en la opinión de que no hay
alternativa alguna al capitalismo-. Si hubo un evento fundacional del realismo capitalista,
tendría que ser la destrucción violenta del gobierno de Allende en Chile por el golpe de
Estado de Pinochet, apoyado por Estados Unidos. Allende se encontraba experimentando
con una forma de socialismo democrático que ofrecía una real alternativa al capitalismo
tanto como al estalinismo. La destrucción militar del régimen de Allende, y la subsecuente
encarcelación masiva y torturas, son tan sólo el más violento y dramático ejemplo de qué
tan lejos tuvo que ir el capital para mostrarse como la única forma “realista” de organizar
la sociedad. No se trató solamente de que una nueva forma de socialismo hubiera sido
destruida en Chile; el país también se convirtió en un laboratorio en el que las medidas
que serían luego impuestas en otros centros del neoliberalismo (desregulación financiera,

2
“Abundancia Roja, sueño y utopía en la URSS” de Francis Spufford (Turner, 2011); libro de relatos
ficcionales a través de los cuales Spufford reconstruye los años cúlmenes de la economía planificada de la
Unión Soviética durante los años 50 y 60, así como su caída en la corrupción y la inefectividad, y que Fisher
parece retomar acá para señalar el sentido nostálgico de “futuro perdido” que genera el ambiente de
optimismo y entusiasmo que impregnaba a aquella generación de Soviéticos que realmente se perfilaban
como potencia y alternativa al primer mundo capitalista, un segundo mundo luminoso que fue capaz en
pocos años de pasar de ser un gigantesco país de campesinos feudales a ganarle la carrera espacial a Estados
Unidos. Un nuevo mundo -o futuro- cuya caída fue tan estrepitosa como su ascenso y que pareciera ya
irrecuperable. (N. del T.)

3
“Realismo Capitalista, ¿no hay alternativa?” Mark Fisher (Caja Negra, 2017). Libro donde Fisher, siguiendo
la idea de Frederich Jameson según la cual “es más fácil imaginarse el fin del mundo que el fin del
capitalismo”, explora cómo el capitalismo neoliberal se ha erigido como la única alternativa posible de forma
de vida, en especial después de la caída del bloque soviético y lo que Fukuyama llamó “el fin de la historia”
en tanto fin de las ideologías o alternativas políticas a cambio de un crudo realismo tecnocapitalista. (N. del
T.)
la apertura de la economía a capital extranjero, privatización) fueron probadas. En países
como Estados Unidos y el Reino Unido, el realismo capitalista fue un asunto mucho menos
sistemático, involucrando incentivos y seducciones tanto como represión. El efecto final
fue el mismo: la extirpación de la idea misma de socialismo democrático o comunismo
libertario.
El exorcismo del “espectro de un mundo que podría ser libre” fue una cuestión cultural
tanto como medianamente política. Pues este espectro, y la posibilidad de un mundo más
allá de la fatiga, se elevó con más potencia en la cultura- incluso, y tal vez especialmente,
en la cultura que no se pensaba necesariamente a sí misma como orientada
políticamente-.
Marcuse explica por qué éste es el caso; la disminución de la influencia de su trabajo
cuenta su propia historia. El hombre unidimensional, libro que enfatiza el lado más
sombrío de su trabajo, se ha mantenido como punto de referencia, pero Eros y civilización,
como muchos otros, ha estado largo tiempo fuera de impresión. Su crítica de la
administración total de la vida y la subjetividad por parte del capitalismo continúa
resonando; mientras que su convicción de que el arte constituía “el Gran Rechazo,
protesta contra aquello que es” vino a ser vista como Romanticismo pasado de moda,
cuantitativamente irrelevante en la época del realismo capitalista. Aun así, Marcuse ya
había anticipado este tipo de crítica, y la que él realiza en El hombre unidimensional tiene
empuje porque viene de un segundo espacio, una dimensión estética radicalmente
incompatible con la vida cotidiana bajo el capitalismo. Marcuse argumentaba que, de
hecho, “las imágenes tradicionales de alienación artística” asociadas al Romanticismo no
pertenecen al pasado. En cambio, afirmaba que, en […] formulación, lo que ellas “recogen
y preservan en la memoria pertenece al futuro: imágenes de una gratificación que
disolvería la sociedad que la suprime” (Unidimensional, p. 90)(sic.).
A lo que el Gran Rechazo se oponía era, no sólo al realismo capitalista, sino también al
“realismo” en tanto tal. Hay, escribía, “un conflicto inherente entre el arte y el realismo
político” (la dimensión estética). El arte era una alienación positiva, una “negación
racional” del orden existente de las cosas. Su predecesor en la Escuela de Frankfurt,
Theodore Adorno, había valorado igualmente la alteridad intrínseca del arte experimental.
En su trabajo, sin embargo, somos invitados a examinar sin fin las heridas de una vida
dañada bajo el capital; la idea de un mundo más allá del capital es despachada a una
utopía lejana. El arte tan sólo marca nuestra distancia de esta utopía. Por contraste,
Marcuse evoca vívidamente, como prospecto inmediato, un mundo totalmente
transformado. Fue sin duda esta característica de su trabajo lo que permitió que fuera
asumido con tanto entusiasmo por elementos de la contracultura de los sesenta. Había
anticipado el reto de la contracultura a un mundo dominado por el trabajo insignificante.
Las figuras políticamente más significativas en la literatura, afirmaba en El hombre
unidimensional, eran aquellos “que no se ganan la vida, o al menos no lo hacen de un
modo ordenado y normal” (p. 89). Tales personajes y las formas de vida con las que
estaban asociados vendrían a estar en el primer plano de la contracultura.
De hecho, por más que el trabajo de Marcuse estuviera en sintonía con la contracultura,
su análisis también anticipaba su fracaso e incorporación. Uno de los principales temas en
El hombre unidimensional era la neutralización del desafío estético. Marcuse se
preocupaba por la popularización del avant-garde, no porque sintiera una ansiedad
elitista de que la democratización del arte corrompería su pureza, sino porque la
absorción del arte en el espacio administrado del comercio capitalista barrería con su
incompatibilidad con la cultura capitalista. Ya había visto a la cultura capitalista
transformar al gánster, al beatnik y al vampirezco o vamp de “imágenes de otra forma de
vida” a “raros o tipos de la misma [forma de] vida” (p. 89). Lo mismo le sucedería a la
contracultura, dentro de la cual muchos preferían autodenominarse conmovedoramente
freaks.
En cualquier caso, Marcuse nos permite ver por qué los sesenta continúan fastidiando al
momento presente. En los últimos años, los sesenta han llegado a ser vistos tanto como
un profundo pasado tan exótico y distante que no podemos imaginarnos viviendo en él,
como un momento más vívido que ahora- un tiempo cuando la gente realmente vivía,
cuando las cosas realmente sucedían-. Aun así, la década atormenta no por una
confluencia de factores irrecuperables e irrepetibles, sino porque las potencias que
materializó y comenzó a democratizar -la posibilidad de una vida libre de trabajos
penosos- debe ser constantemente suprimida. Para explicar por qué no nos hemos
movido hacia un mundo más allá del trabajo, debemos mirar un vasto proyecto social,
político y cultural cuyo objetivo ha sido la producción de escasez. Capitalismo: un sistema
que genera escasez artificial para producir escasez real; un sistema que produce
verdadera escasez para generar escasez artificial. La escasez real -de recursos naturales-
ahora espanta al capital, como lo real que su fantasía de infinita expansión debe
subsecuentemente trabajar por reprimir. La escasez artificial -que es fundamentalmente
una escasez de tiempo- es necesaria, como diría Marcuse, para distraernos de la
posibilidad inmanente de libertad. (La victoria del neoliberalismo, por supuesto, dependió
de la coaptación del concepto de libertad. Libertad neoliberal, evidentemente, no es
libertad del trabajo, sino a través de él).
Tal como Marcuse predijo, la disponibilidad de más bienes de consumo y aparatos en el
Norte global ha oscurecido la manera en que esos mismos bienes han funcionado cada vez
más para producir una escasez de tiempo. Pero quizás ni Marcuse pudo haber anticipado
la capacidad del capitalismo del siglo XXI para generar exceso de trabajo y administrar el
tiempo por fuera del trabajo pago. A lo mejor sólo un mordaz futurólogo como Philip K.
Dick habría podido predecir la ubicuidad banal de las comunicaciones corporativas de hoy
día, su penetración en prácticamente todas las áreas de la conciencia y la vida cotidiana.
“El pasado es mucho más seguro”, observa el narrador de la sátira distópica de Margaret
Atwood, Por Último, el Corazón4, “porque lo que sea que haya en él ya ha sucedido. No
puede ser cambiado: así que, en cierto sentido, no hay nada qué temer”. Contrario a lo
que el narrador de Atwood piensa, el pasado nunca “ha sucedido ya”. Debe ser
continuamente re-narrado, y el objetivo político de las narrativas reaccionarias es suprimir
las potencialidades que aún aguardan, listas para ser despertadas de nuevo, en tiempos
pasados. La contracultura de los sesenta es ahora inseparable de su propia simulación, y la
reducción de la década a imágenes “icónicas”, a “clásicos” de la música y a reminiscencias
nostálgicas, ha neutralizado las verdaderas promesas que estallaron en aquel entonces.
Aquellos aspectos de la contracultura que podían ser apropiados han sido reutilizados
como precursores del “nuevo espíritu del capitalismo”, mientras que aquellos
incompatibles con un mundo de trabajo excesivo han sido condenados como garabatos
ociosos, que en la lógica contradictoria de la reacción resultan a su vez peligrosos e
impotentes.
El sometimiento de la contracultura parece haber confirmado la validez del escepticismo y
la hostilidad contra el tipo de posiciones que Marcuse desarrollaba. Si “la contracultura
conducía al neoliberalismo”, mejor que jamás hubiera sucedido. De hecho, el argumento
opuesto es más convincente: que el fracaso de la izquierda después de los sesenta tuvo
mucho que ver con su repudio de, o su rechazo a relacionarse con, los sueños que la
contracultura había liberado. No existía una inevitabilidad sobre la nueva toma y
unificación de estas corrientes nuevas por parte de la derecha a su proyecto de
individualidad imperativa y exceso de trabajo. ¿Qué tal si la contracultura fue tan solo un
comienzo tambaleante, en vez de ser lo mejor a lo que podíamos aspirar? ¿Y si el éxito del
neoliberalismo no fue un indicio de la inevitabilidad del capitalismo, sino el testamento de
la magnitud de la amenaza que representaba el espectro de una sociedad que podía ser
libre?
Es en el espíritu de estas preguntas que este libro habrá de volver a las décadas de 1960 y
1970. El auge del realismo capitalista no podría haber sucedido sin las narrativas que
fuerzas reaccionarias contaron sobre aquellos años. Volver a esos momentos nos
permitirá continuar con el proceso de deshilar las narrativas que el neoliberalismo ha
tejido a su alrededor. Más importante aún, nos permitirá la construcción de nuevas
narrativas.

4
Por Último, el Corazón, de Margaret Atwood (Salamandra, 2015). Distopía de un futuro cercano
en el que una pareja, arrinconada por la crisis económica, acepta participar de un experimento
social en el que pueden habitar por un mes una casa amoblada con todas las comodidades a
cambio de pasar el otro en una prisión bajo trabajo forzado, mientras otra pareja pasa de la prisión
a la casa. Un sistema cuya efectividad depende de un profundo entramado tecnocapitalista de
vigilancia, supervisión y control que lleva a los protagonistas de neuróticas obsesiones en medio
de la producción de robots sexuales a cuestionarse por la relación de su identidad con los flujos
sociales y económicos que les determinan (N. del T.)
En muchos sentidos, repensar la década de 1970 es más importante que revisitar la de
1960. Los setenta fue la década en que el neoliberalismo comenzó un auge que narraría
retrospectivamente como irreversible. Sin embargo, trabajos recientes sobre los años
setenta han insistido en que la década no consistió sólo en el drenaje de las posibilidades
que habían surgido en los sesenta. Los setenta fue un periodo de lucha y transición, en el
que el significado y el legado de la década pasada constituían uno de los campos de
batalla cruciales. Algunas de las tendencias emancipatorias que habían emergido durante
los sesenta se intensificaron y proliferaron durante los setenta. “Para muchos británicos
politizados”, Andy Beckett escribía, “la década no fue la resaca después de los sesenta; fue
el punto en que la gran fiesta de los sesenta realmente había comenzado” 5
La exitosa Huelga Minera de 1972 fue testigo de una alianza entre los mineros y los
estudiantes que hacía eco de convergencias similares en la Paris de 1968, con los mineros
usando el campus de Colchester de la Universidad de Essex como su base anglicana
oriental.
Yendo más allá de la simple historia de que “los sesenta condujeron al neoliberalismo”,
estas nuevas lecturas de la década nos permiten aprehender la bravura, inteligencia, feroz
energía e imaginación para improvisar de la contrarrevolución neoliberal. La instalación
del realismo capitalista no fue de ningún modo la simple restauración de un viejo estado
de cosas: el individualismo obligatorio impuesto por el neoliberalismo consistía en una
nueva forma de individualismo, uno definido en oposición a las diferentes formas de
colectivismo que clamaron los sesenta. Este nuevo individualismo fue diseñado para
sobrepasar y hacernos olvidar las formas colectivas. De modo que rememorar estas
múltiples formas de colectividad es más un acto de desolvidar que de recordar, un contra-
exorcismo del espectro de un mundo que podría ser libre.
Comunismo ácido es el nombre que le he dado a este espectro. El concepto del
comunismo ácido es una provocación y una promesa. Es un tipo de broma, pero una con
un propósito muy serio. Apunta a algo que, en cierto momento, parecía inevitable, pero
que ahora se muestra como imposible: la convergencia de la conciencia de clase, la
concientización socialista-feminista y la conciencia psicodélica, la fusión de nuevos
movimientos sociales con un proyecto comunista, una estetización sin precedentes de la
vida de todos los días.
El Comunismo ácido se refiere al desarrollo histórico en cuanto tal y a una confluencia
virtual que aún no se ha realizado. Las potencias influyen sin ser actualizadas. Las
formaciones sociales reales son moldeadas por las formaciones potenciales cuya
realización buscan impedir. La impresión de “un mundo que podría ser libre” puede
detectarse en la estructura misma de un mundo capitalista realista que imposibilita la
libertad.

5
Andy Beckett, When the Lights Went Out: Britain in the Seventies , (Faber and Faber, 2010), p. 209
El crítico cultural tardío Ellen Willis aseguró que la transformación imaginada por la
contracultura habría requerido “una revolución social y psíquica de magnitudes casi
inconcebibles” (ref.). Es muy difícil, en nuestros tiempos desinflados, recrear la confianza
de la contracultura en que semejante “revolución social y psíquica” podía no solamente
suceder, sino que además ya estaba en proceso. Pero necesitamos regresar ahora a un
tiempo en que la promesa de liberación universal parecía inminente.

No más mañanas miserables, los lunes

Comencemos por un momento tanto más evocativo por su aparente modestia:


Era julio de 1966 y acaba de cumplir 9 años. Habíamos viajado de vacaciones al
[Parque Nacional] The Broads y mi familia recién se había hecho del hermoso crucero
de madera que habría de ser nuestro hogar flotante por las siguientes dos semanas. Se
llamaba La Constelación y, mientras mi hermano y yo explorábamos sin cansancio las
camas gemelas y los ojos de buey incrustados en el arco del bote con sus cortinas, la
promesa de lo que esperaba más allá vio irradiar de nosotros la fuerza de la vida como
los rayos de un sol de caricatura. […] Me hice camino hacia arriba a través del bote
para tomar posición en la pequeña área de la popa. Tomé en el camino el pequeño
radio de transistores rosado y blanco de Sharon y lo encendí. Miré hacia el claro cielo
azul de la tarde. ‘River Deep, Mountain High’ de Ike y Tina Turner estaba sonando y
una suerte de trance extático descendió sobre mí. Desde el cielo azul sin límites miré
abajo hacia la agitada estela de picos de cristal que nuestro bote iba creando, y en ese
momento, “River Deep” dio paso a la que era sin dudas mi canción favorita de la
época: ‘Bus Stop’ de los Hollies. Mientras la paródica guitarra flamenca que marca su
inicio florecía y se elevaba sobre el profundo burbujeo del motor del Constelación,
miré hacia las aguas que caían y dije en voz alta, pero a mí mismo, “Esto está pasando
ahora. ESTO está pasando ahora”.

Este testimonio sale de Ir al mar en Tamiz, las memorias del escritor y locutor Danny
Baker. Sobra aclarar que esto no fue más que una instantánea, una imagen saturada de
sol de un período que contenía más que suficiente miseria y horror. Los sesenta no fueron
una utopía realizada, así como las oportunidades abiertas para los Baker no estaban
disponibles para la mayoría de las personas de la clase trabajadora. Igualmente, sería fácil
descontar las reminiscencias de Baker como nostalgia por la niñez perdida, el tipo de
memorias doradas que prácticamente cualquiera de cualquier periodo histórico o
trasfondo social podría tener.
Y aun así hay algo específico de este momento, algo que implica que sólo pudo haber
acontecido en ese entonces. Podemos enumerar algunos de los factores que lo hicieron
único: una sensación de seguridad existencial y social que le permitía a las familias de la
clase trabajadora tomar vacaciones; el rol que nuevas tecnologías como los radios de
transistores protagonizaron al conectar grupos con el exterior y permitirles deleitarse en
el momento, un momento que era de algún modo exorbitantemente suficiente; la manera
en la que música genuinamente novedosa -música inimaginable unos meses antes y
menos años atrás- podía cristalizar e intensificar toda esta escena, imbuirla con una
sensación de optimismo casual mas no complaciente, la sensación de que el mundo
estaba mejorando.
Esta sensación de exorbitante suficiencia podía escucharse en “Sunny Afternoon” de los
Kinks, que bien pudo haber escuchado Baker en su transistor aquel día, o en “I’m only
Sleeping” de los Beatles, que saldría un mes después; o en lanzamientos como “Lazy
Sunday” de Small Faces. Estas canciones aprehendían la fatiga del sueño ansioso de la vida
cotidiana desde una perspectiva que flotaba al lado, sobre o más allá de ella: ya fuera la
calle concurrida observada desde la alta ventana de un desvelado, cuya cama pareciera un
bote de remos reposando amablemente; la niebla y escarcha de una mañana de lunes
abjurada de la tarde soleada de un domingo que no necesita acabar; o las urgencias de
negocios despreocupadamente despreciados del nicho de una serpenteante pila
aristocrática, ahora ocupados por soñadores de la clase trabajadora que jamás marcarán
su hora de llegada de nuevo.
“I´m Only Sleeping” (quédate en cama, flota corriente arriba) era la gemela de la canción
intencionalmente más psicodélica del Revolver, “Tomorrow Never Knows” (“desconecta tu
mente, relájate y flota corriente abajo”). Si la letra de “Tomorrow Never Knows”,
ligeramente adaptada de La Experiencia Psicodélica: Un Manual Basado en el Libro de Los
Muertos Tibetano (referencia), parece un tanto simplona, la música, el diseño de sonido,
conservan el poder de transportarnos. “No se parecía a nada de lo que hubiéramos
escuchado antes”, John Foxx recuerda de “Tomorrow Never Knows”,
pero de algún modo parecía inmediatamente reconocible. Claro, las
palabras eran algo sospechosas, pero la música, el sonido -electricidad
orgánica, transmisiones desintegradas, estaciones de radio perdidas, misas
católico/budistas de un universo paralelo, lo que debería ser el estar
trabado/drogado/elevado -liviana, eterna revelación, moviéndose sobre
novedosos paisajes luminosos en serena velocidad-. Comunicaba, innovaba,
infiltraba, fascinaba, elevaba, era un mapa para el futuro. (ref.).

Estos “novedosos paisajes luminosos” eran mundos más allá del trabajo, donde su penosa
repetitividad dio paso a vertiginosas exploraciones de extraños terrenos. Escuchadas
ahora, estas canciones describen las condiciones mismas necesarias para su propia
producción, es decir, acceso a cierto tipo de tiempo, uno que permite una profunda
absorción.
El rechazo del trabajo era también el rechazo a internalizar el sistema de valoración que
afirmaba que la existencia propia es validada por el trabajo pago. Es decir, era el rechazo a
someterse a una mirada burguesa que medía la vida en términos de éxito en los negocios.
“Yo no venía de un trasfondo social donde las personas tuvieran ‘carreras’”, escribe Danny
Baker. “Ibas a trabajar, tenías diferentes trabajos en diferentes momentos, pero todo
sucedía al mismo tiempo. No te definía o determinaba el curso de tu vida, y gracias a Dios
por eso”. Baker dejó la escuela en el sureste de Londres sin calificaciones. Aun así, es
cuidadoso en no mostrar su picaresco recorrido de asistente de tienda de discos a
productor de fanzines, periodista musical y presentador de televisión y radio, como la
historia de un gran golpe de suerte o el resultado del trabajo duro. No lo cuenta como la
narrativa pequeñoburguesa de “mejoramiento/superación”, sino como la de la
imprudencia recompensada. Esta “imprudencia” venía de la sensación de que la
satisfacción no era de ser esperada del trabajo, y de una inmensa confianza, que le
permitía consistentemente evitar los imperativos y ansiedades burguesas. Los dos
volúmenes de las memorias de Baker exponen con gran claridad los factores que
permitieron que esta confianza creciera: la relativa estabilidad del empleo del padre, en
prósperos muelles que parecían que permanecerían en el corazón de la vida económica
británica por siempre; la pertenencia de la familia a una red de la clase trabajadora que
suplementaba los salarios con “bonos” y su adquisición de un apartamento municipal con
jardín completamente nuevo. Su propio paso a la escritura y a la locución fue facilitado no
por un impulso emprendedor, sino por una nueva esfera pública emergente -constituida
de partes de televisión, radio y medios impresos- en la que las perspectivas de la clase
trabajadora eran validadas y valoradas. Pero esta no era una clase trabajadora que
pudiera ser comprendida según los protocolos del “Relato de la clase obrera” (Kitchen-
sink realism6) o del realismo socialista, más de lo que estaba limitada por la caricatura que
de ella hacía la clase dominante. Era una clase trabajadora que ya no conocía su lugar, que
se había vuelto arrogante. Hasta los viejos reductos de la burguesía ya no estaban a salvo.
En los sesenta, Ted Hughes se había convertido en uno de los poetas principales de
Inglaterra, Harold Pinter en uno de sus más recientes y excitantes dramaturgos, ambos
produciendo obras que reflejaban experiencias de la clase trabajadora en formas
desafiantes y difíciles, y llevándolas -a través de la televisión- a la sala de una audiencia
masiva.
En todo caso, estamos lejos de la desaparición de la clase que sería luego proclamada por
los ideólogos neoliberales. Los acuerdos a los que había llegado el trabajo y el capital en
sociedades como la estadounidense o la británica, tomaban a la clase como un elemento
permanente de la organización social. Asumían que existían diferentes intereses de clases
que debían ser reconciliadas, y que cualquier gobernanza efectiva de la sociedad, por no
mencionar justa, tendría que involucrar a la clase trabajadora organizada. Los sindicatos

6
Movimiento cultural británico de los 50 y 60 enfocado en representar los dramas de los furiosos jóvenes de
la clase trabajadora (N.T).
eran fuertes, envalentonados en sus demandas por el bajo desempleo. Las expectativas de
la clase trabajadora eran altas; se habían logrado ganancias, pero seguro se lograrían más.
Era fácil imaginar que las incómodas treguas entre el trabajo y el capital terminarían, no
con una resurgencia de la derecha, sino con la adopción de políticas más socialistas, o
incluso del “comunismo total” que Nikita Krushchev pensó que estaría en pie para 1980.
Después de todo, o así parecía, la derecha se encontraba en desventaja, desacreditada y
quizás herida fatalmente en los Estados Unidos por el prolongado y horrible fracaso de la
Guerra de Vietnam. El “establecimiento” ya no comandaba deferencia automática; en
cambio, llegó a parecer exhausto, fuera de tacto, obsoleto, esperando sin fuerzas a ser
arrastrado por alguna o todas las olas culturales y políticas recientes que iban erosionando
las viejas certezas.
Allí donde la nueva cultura no estaba siendo conducida por aquellos que venían de la clase
trabajadora, parecía serlo por renegados de su clase como Pink Floyd, jóvenes de familias
burguesas que habían rechazado los destinos de su clase social y se identificaron “hacia
abajo”, o hacia afuera. Querían hacer lo que fuera, menos entrar a los negocios o a un
banco: campos cuya subsecuente libidinización habría dejado aturdida a la mente
expandida de los sesenta.
Las aspiraciones de la clase trabajadora no significaban movilidad de clase, donde la
dudosa recompensa era una aceptación gradual y de mala gana de parte de quienes se
veían como “mejores”. En cambio, la nueva bohemia parecía apuntar a la eliminación de
la burguesía y sus valores. Ciertamente, la convicción de que esto era inminente fue una
de las áreas de encuentro entre la contracultura y la izquierda revolucionaria tradicional,
quienes parecían no estar muy de acuerdo en otros respectos. Ellen Willis sentía
claramente que las formas dominantes de la política de izquierda eran incompatibles con
los deseos y ambiciones provocados y transducidos por la música. Mientras que la música
que ella escuchaba hablaba de libertad, el socialismo parecía tratarse de centralización y
poder Estatal. La política de la contracultura podía oponerse al capitalismo, pensaba
Willis, pero esto no implicaba un rechazo absoluto de todo lo producido en el campo
capitalista. Su “polémica contra las nociones estándar de la izquierda sobre el avance del
capitalismo” rechazaba, a lo mucho a medias, las ideas según las cuales “la economía del
consumo nos hace esclavos de sus productos, que la función de los medios masivos es
manipular nuestras fantasías, de modo que igualemos satisfacción con comprar los
productos del sistema” (ref). La cultura de masas, y la musical en particular, era un terreno
de batalla más que de dominio del capital. La relación entre las formas estéticas y la
política era inestable y rudimentaria: las formas estéticas no “expresaban” simplemente
una realidad capitalista ya existente, anticipaban y de hecho producían nuevas
posibilidades. La mercantilización no era el punto en que esta tensión sería siempre
resuelta inevitablemente en favor del capital; en cambio, los productos podrían ser ellos
mismos medios a través de los cuales corrientes rebeldes podían propagarse:
los medios masivos ayudaron a expandir la rebelión, y el sistema
publicitaba atentamente productos que la incitaban, por la simple razón de
que podía hacerse dinero de rebeldes que también eran consumidores. De
algún modo la revuelta de los sesenta fue una ilustración sorprendente de
aquella frase de Lenin según la cual el capitalista nos venderá la soga con la
que lo colgaremos. (14ref).

En Inglaterra, Stuart Hall sentía una frustración similar con gran parte de la izquierda
existente; frustraciones más intensas en su caso pues se consideraba a sí mismo un
socialista. Pero el socialismo que Hall deseaba, uno que pudiera comprometerse con los
anhelos y sueños que escuchó en la música de Miles Davis, aún no existía, y su llegada fue
obstruida tanto por figuras de la izquierda como de la derecha.
La primera figura obstructiva de la izquierda fue la complaciente administración de los
sindicatos de la Guerra Fría o la socialdemocracia: retrógrada, burocrática, resignada a la
“inevitabilidad” del capitalismo, interesada en preservar el ingreso y estatus del hombre
blanco más que en expandir la lucha por incluir…, esta figura es definida por el
compromiso y eventual fracaso.
La otra figura, que quisiera llamar el Superego Leninista Severo, se define por su rechazo
absoluto al compromiso. De acuerdo a Freud, el superego se caracteriza por la naturaleza
cualitativa y cuantitativamente excesiva de sus demandas: hagamos lo que hagamos,
nunca será suficiente. El Superego Leninista Severo demanda una ascesis militante. El
militante estará completamente dedicado al evento revolucionario, e
inquebrantablemente comprometido con los medios necesarios para realizarlo. El
Superego Leninista Severo es tan indiferente al sufrimiento como es hostil al placer. La
repuesta fóbica de Lenin a la música resulta ilustrativa aquí: “No puedo escuchar música
con mucha frecuencia. Afecta mis nervios, me provoca deseos de decir cosas agradables y
estúpidas, y de acariciar la cabeza de personas que, viviendo en un infierno vil, pudieron
crear semejante belleza” (ref)7.
7
Al parecer esta frase de Lenin, usada tanto por detractores como por críticos más o menos benévolos de
izquierda para dar a entender cierto carácter frío e indolente del bolchevique, ha sonado con un eco
diferente en cada oído en que ha rebotado, variando tan sólo el tono en que se acerca al estereotipo del
hombre severo y sin sentimientos cuyos ideales valdrán siempre más que cualquier vida o sentimiento
humano. Una versión de la que Fisher hace aquí también eco. Algunas menos benévolas, por ejemplo,
cambian el final después de “acariciar la cabeza de personas” por “pero ahora hay que apalearles la cabeza,
apalearles sin piedad” (La revolución rusa: 1891-1924, de Orlando Flages). Una versión un poco más
completa, y que brinda un mejor contraste, sería ésta de cuenta de su amigo y escritor Máximo Gorki, que al
salir de un concierto donde se interpretaba la Appasionata de Beethoven, le oyó decir a Lenin: “No conozco
nada mejor que la Appassionata. Podría escucharla todos los días. ¡Qué música asombrosa, sobrehumana!
Me hace sentir orgulloso, ingenuamente, de que la gente pueda crear tales milagros. Pero no puedo
escuchar música a menudo; me altera los nervios. Me dan ganas de decir cosas amables y estúpidas, y de
dar palmaditas en la cabeza a la gente que, viviendo en este sucio infierno, puede crear tanta belleza”. A lo
Mientras que los complacientes líderes sindicales se encontraban inmersos en el statu
quo, el Superego Leninista Severo lo apostaba todo a un mundo absolutamente diferente
a éste. Sería este mundo posrevolucionario el que redimiría a los leninistas, y era desde la
perspectiva de este mundo que se juzgaban a sí mismos. Entre tanto, es legítimo y además
necesario cultivar una indiferencia hacia al sufrimiento actual: podemos y debemos pasar
sobre los indigentes, porque ofrecer caridad sólo obstruiría la llegada de la revolución.
Pero esta revolución tenía poco en común con la “revolución social y psíquica de
magnitudes casi inimaginables” que Ellen Willis creyó ver en los sueños de la
contracultura. Como ella la concebía, la revolución sería a su vez más inmediata, trataría
fundamentalmente sobre cómo los acuerdos domésticos estaban organizados, y de más
alcance: el mundo transformado sería inimaginablemente más extraño que lo que el
marxismo-leninismo había proyectado. La contracultura creía estar ya produciendo
espacios donde esta revolución podía ser experimentada.
Para tener una idea de cómo eran esos espacios, lo mejor que podemos hacer es escuchar
“Psychedelic Shack” de los Temptations, lanzada en diciembre de 1969. El grupo
interpretaba el papel de incansables chicos ingenuos que acababan de regresar de alguna
clase de mundo maravilloso: “Luces estroboscópicas parpadeando hasta después del
anochecer… No hay tal cosa como el tiempo… incienso en el aire…”.
A pesar de toda la familiaridad de estos significantes, escuchar a “Psychedelic Shack”
ahora puede hacernos detener de repente. Invitados a pensar sobre lo psicodélico,
nuestras primeras asociaciones pueden ser con el retiramiento solipsista (la letra de
canciones como “Tomorrow Never Knows” invitan a ello). Aun así, “Psychedelic Shack”
describe un espacio que es definitivamente colectivo, que bulle con toda la energía de un
bazar. Sin embargo, a pesar de todas sus salidas carnavalescas de la realidad cotidiana, no
se trata de una utopía remota. Se siente como un espacio social real, uno que se puede
imaginar realmente existiendo. Es tan probable que te topes con un loco o un vendedor
de poca monta como con un poeta o un músico, ¿y quién sabe si el loco de hoy no
resultará siendo el genio de mañana? Es también un espacio igualitario y democrático, y
cierto afecto preside sobre todo lo demás. Hay multiplicidad, pero pocas señales de
resentimiento o malicia. Es un espacio para la camaradería, para encontrarse y hablar
tanto como para dejarse sorprender. “Si no hay tal cosa como el tiempo”, porque la
iluminación suspende la distinción entre el día y la noche, porque las drogas afectan la
percepción del tiempo, entonces no eres víctima de las urgencias que hacen de la mayoría
del día de trabajo un gran peso. No hay límite a qué tanto deban durar las conversaciones

que seguidamente añadió: “Pero actualmente no se puede acariciar a nadie. Te podrían arrancar la mano de
un mordisco. Hay que golpear esas cabezas sin piedad. Aunque, idealmente, estemos en contra de cualquier
clase de violencia. Sí, tengo un trabajo endiabladamente difícil”. En contexto, lo dicho por Lenin brinda una
imagen más compleja que la del villano frío de fábula, dejándolo en el limbo de lo que pareciera más una
frialdad que sentía pragmáticamente necesaria perseguida por una empatía que parecía no cuadrar con el
mundo que la inspiraba (N del T).
ni manera de predecir a dónde podrían llevar los encuentros. Eres libre de dejar tu
identidad pública atrás, te puedes transformar a ti misma de acuerdo a tus deseos, deseos
que ni sabías que tenías.
El elemento crucial y definitorio de lo psicodélico es la pregunta por la conciencia y su
relación con lo experimentado como la realidad. Si lo más fundamental de nuestra
experiencia, como nuestro sentido del tiempo y el espacio, puede ser alterado, ¿no
significa esto acaso que las categorías a partir de las cuales vivimos son plásticas,
mutables? Entendido en términos individuales, esto lleva rápidamente al relativismo fácil
y al voluntarismo ingenuo que los Temptations habían atacado en su primero sencillo de
soul psicodélico, “Cloud Nine”. Claro, puedes ser todo lo que quieras ser, pero sólo
estando a un millón de kilómetros de la realidad, sólo dejando atrás todas tus
responsabilidades. Esta apelación superegoica pudo ser apoyada tanto por conservadores
como por cierto tipo de radicales: conservadores que querían que todos se pusieran a
trabajar, militantes que demandaban compromiso con la revolución, que -aseguraban-
implicaba poner atención a los horrores del mundo, y no un escape rápido de lo real.
Aun así, la afirmación de que los estados alterados de conciencia te llevaban “a un millón
de kilómetros de la realidad” rogaba ser explorada. Excluía la idea de que estos estados
podían ofrecer una percepción de los sistemas de poder, explotación y ritualistas que
antes era más lúcida, y no menos que la conciencia ordinaria. En los sesenta, cuando la
conciencia fue crecientemente sitiada por las fantasías e imágenes de la publicidad y el
espectáculo capitalista, ¿qué tan sólida era la “realidad” de la que escapaban los
psicodélicos, en todo caso, realidad que no era el estado de conciencia más susceptible al
espectáculo sumido en el sonambulismo que alerta o consciente?
En retrospectiva, una de las características más notables de la cultura psicodélica de los
sesenta fue la forma en que popularizó este tipo de preguntas metafísicas. Lo psicodélico
no era nuevo -muchas sociedades precapitalistas habían incorporado visiones psicodélicas
y el uso de alucinógenos en sus prácticas ritualistas-. Lo nuevo fue la separación de lo
psicodélico de espacios y tiempos ritualizados particulares, y del control de ciertos
practicantes como chamanes y brujos. El experimentar con la consciencia estaba ahora en
principio abierto para todos. A pesar de todo el misticismo y la pseudoespiritualidad que
siempre acompañó a la cultura psicodélica, había de hecho una dimensión desmitificadora
y materialista en ella. La extensa experimentación con la consciencia prometía nada más
que la democratización de la neurología misma: una nueva y extendida consciencia del rol
del cerebro en la producción de lo que era experimentado como realidad. Aquellos en
viajes de ácido estaban externalizando el funcionamiento de su propio cerebro, y
aprendiendo potencialmente a usarlo de maneras distintas.
Con todo, las experiencias psicodélicas no estaban confinadas a aquellos que tomaban
drogas. Los medios masivos que popularizaron conceptos psicodélicos junto a la Guerra de
Vietnam eran ellos mismos un experimento masivo de alteración de la consciencia. Con la
televisión, la fractura de la distinción entre sueños y vida real que el cine había iniciado
ingresaba ahora al espacio doméstico “privado”. La televisión se encontraba en el centro
de un paisaje mediático que estaba apenas ensamblándose, que nadie comprendía pues
nada parecido había existido antes. Los Beatle lanzaron su primer álbum apenas unos
meses antes del asesinato de John F. Kennedy. La televisión fue un canal para el contagio
(¡Beatlemania!), trauma e histeria tanto como para mensajes paternalistas o charlatanería
comercial. Nadie había sido tan famoso durante su vida como los Beatles, porque la
infraestructura para esta fama apenas estaba siendo creada, y los Beatles en sí mismos
jugaban un papel en su construcción, como si -al mismo tiempo- el mundo se hubiera
convertido en una extensión de su propio sueño electrónico, y ellos los personajes de los
sueños de todos los demás.
Se podría decir que el giro psicodélico de los Beatles fue un intento por convertir todo
esto en un sueño lúcido. Esta es la cualidad de “A Day in the Life” del Sgt. Pepper, que
pone en juego la diferencia entre la calma del sueño lúcido de Lennon y las urgencias de la
vida laboral (los interminables viajes al trabajo de McCartney, quien apenas logra alcanzar
su bus). Aun así, el escape de la urgencia está siempre dolorosamente próximo: una vez en
el bus, el personaje inmediato de McCartney cae en un sueño. Lennon se escucha
desapasionado más no ajeno; hay humor más no una brusca familiaridad. Su voz parece
insinuar que la somnolencia ordinaria de los días de trabajo sólo puede ser aprehendida
desde una perspectiva accesible desde un tipo diferente de trance. ¿O es más bien que
una voz desconectada de los imperativos de la vida laboral/ordinaria se escucha
catatónica? Las canciones nos muestran lo interior visto desde afuera, en tanto Lennon
nos lleva por un viaje a través de las diferentes formas en que la consciencia es mediada
electrónicamente (por periódicos, películas o la televisión): “Leí la noticias hoy, oh Dios”.
Este contraste entre urgencia y lucidez estaba siempre presente en la adaptación
televisiva de Alicia en el País de las Maravillas de Jonathan Miller, que salió al aire por la
BBC en diciembre de 1966, y reflejaba la influencia de los Beatles aun cuando también los
influenciaría a ellos de vuelta. Filmada en blanco y negro, la película tiene un estilo visual
extrañamente sobrio, casi austero, libre de efectos especiales o imágenes floridas. Esto
cuadra con su innovación más sorprendente, su representación de los personajes no como
animales, sino como seres humanos. “Una vez les quitas la cabeza de animal”, le dijo
Miller a la revista Life, “empiezas a ver de qué se trata todo. Un pequeño niño, rodeado de
gente afanada y preocupada, pensando: ‘¿es así como es ser un adulto?’”.
La película está permeada por una atmósfera de lasitud, de languidez y catatonia que
parece a veces inclinarse hacia el pánico y la desesperanza repentina. De nuevo Miller: “El
libro, al disfrazar las cosas en ropas de animales, presenta una charada doméstica oculta
-un ocultamiento onírico-. […] Todos los niveles de autoridad y mando y obediencia son
reflejados” (ref 15). El mundo ordinario se presenta como un tejido de Sinsentido,
incomprensiblemente inconsistente, arbitrario y autoritario, dominado por extraños
rituales, repeticiones y automatismos. Es en sí mismo un mal sueño, una suerte de trance.
En la solemne y autista irascibilidad de los adultos que atormentan a Alicia, vemos la
locura de la ideología como tal: un trabajo onírico que ha olvidado que es un sueño, y que
busca que nosotros también lo olvidemos al arrastrarnos a sus urgencias, al dejarnos
perplejos con su lúgubre demencia, o al aterrarnos con su repentina, impredecible e
insaciable violencia.
La risa que esta Alicia provoca -a veces incómoda, otras estruendosa- es una risa que
viene de afuera. Es una risa psicodélica, una que -lejos de confirmar o validar los valores
del status quo- expone la extrañeza, la inconsistencia, de lo que había sido tomado por
sentido común. ¿No es esta la risa que Michel Foucault describe en un conocido pasaje de
Las Palabras y las Cosas, un libro originalmente publicado el mismo año en que la versión
de Alicia de Miller salió al aire? Foucault se refiere a un cuento de Borges donde:
“[Ese] texto cita ‘cierta enciclopedia china’ donde está escrito que ‘los
animales se dividen en a] pertenecientes al Emperador, b] embalsamados,
c] amaestrados, d] lechones, e] sirenas, f] fabulosos, g] perros sueltos, h]
incluidos en esta clasificación, i] que se agitan como locos, j] innumerables,
k] dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, l] etcétera, m] que
acaban de romper el jarrón, n] que de lejos parecen moscas’.* En el
asombro de esta taxonomía, lo que se ve de golpe, lo que, por medio del
apólogo, se nos muestra como encanto exótico de otro pensamiento, es el
límite del nuestro: la imposibilidad de pensar esto.” (Las palabras y las
cosas, p. 1)

Esta perspectiva, esta risa exterior, hace eco a través de todo el trabajo de Foucault. A
pesar de su intricada naturaleza, de su densidad y opacidad, el trabajo más importante de
Foucault desde la Historia de la Locura a principios de los Sesentas, en el… (sic) a los libros
sobre la sexualidad que publicaría después de su visita al Valle de la Muerte 8, parecen
tratar repetidamente sobre una introyección fundamental, o extroyección… la
arbitrariedad y contingencia de todo sistema, su plasticidad.
Si esta visión exterior estaba en consonancia con la consciencia psicodélica, en el caso de
Foucault no tenía su origen en las drogas. Él no consumiría LSD hasta una década después,
cuando fue al Valle de la Muerte y tomó ácido en Zabriskie Point, la locación de la película
de Michelangelo Antonioni sobre la contracultura9.
8
Ubicado en California, donde Foucault probó por primera vez LSD en 1975 junto a dos amigos
https://www.talkingdrugs.org/es/la-experiencia-con-lsd-del-filósofo-michel-foucault-en-su-viaje-al-valle-de-
la-muerte
9
Zabriskie Point, un fracaso comercial de 1970 de Michelangelo Antonini que, sin embargo, con el paso de
las décadas ha ido siendo reivindicada en los nichos de los connoisseur del cine por su retrato de la
Foucault, rara vez cómodo consigo mismo, estaba siempre buscando una fuga de su
identidad. Había afirmado memorablemente que escribía “para no tener un rostro”, y sus
prodigiosos ejercicios de un academicismo picaresco e invención conceptual, los
laberintos textuales que ensamblaba meticulosamente a partir de innumerables fuentes
históricas y filosóficas, eran una forma de huir del rostro. Otro camino era lo que llamó
una experiencia límite, una de cuyas versiones fue su encuentro con el LSD. La experiencia
límite fue paradójica: era una experiencia en y más allá de los límites de la experiencia
“ordinaria”, una experiencia de lo que no puede ser experimento en modo alguno. La
experiencia límite ofrece una suerte de hackeo metafísico. Las condiciones que hacían
posible la experiencia ordinaria podían ahora ser descubiertas, transformadas y
abandonadas –al menos temporalmente-. Aún así, por definición la entidad que pasara
por esto no podría ser el sujeto ordinario de la experiencia: tendría que ser, en cambio, un
anónimo X, un ser sin rostro.
Mucha de la música que salió de la contracultura le dio voz a esta entidad externa, y el
giro de Foucault hacia la experiencia límite hacía eco de experimentaciones populares con
la consciencia. “El problema”, diría Foucault en una de la entrevista recogidas en Sobre
Marx:
“no es recuperar nuestra identidad ‘perdida’, liberar nuestra
naturaleza aprisionada, nuestra más profunda verdad; en cambio, el
problema es moverse hacia algo radicalmente Otro. El núcleo,
entonces, parece encontrarse aún en la frase de Marx: el hombre
produce al hombre. […] Para mí, lo que debe producirse no es el
hombre idéntico a sí mismo, tal cual lo hubiera diseñado la
naturaleza o de acuerdo a su esencia; por el contrario, debemos
producir algo que no existe aún y de lo que no podemos saber cómo
ni qué será” (ref)

En un comentario sobre el escrito de Foucault, Michael Hardt argumenta que “el


contenido positivo del comunismo, que se corresponde con la abolición de la propiedad
privada, es la producción autónoma de la humanidad- un nuevo ver, una nueva escucha,
un nuevo pensar, un nuevo amar” (ref).
Una nueva humanidad, un nuevo ver, un nuevo pensar, un nuevo amar: esta es la
promesa del comunismo ácido, y era la promesa que se podía escuchar en “Psychedelic
Shack” y la contracultura que la inspiró. Sólo cinco años separaban a “Psychedelic Shack”
del primer hit representativo de los Temptations, “My Girl”, pero ¿cuántas nuevas
palabras no habían nacido para entonces? En “My Girl”, el amor permanece
contracultura norteamericana del momento (N. del T).
sentimentalizado, confinado a la pareja, en “Psychedelic Shack”, el amor es colectivo, y
orientado hacia el exterior.
Con “Psychedelic Shack”, los Temptations llevaban un año con el nuevo sonido que el
productor Norman Whitfield había desarrollado persuadido por el líder no oficial del
grupo, Otis Williams. Whitfield se había resistido en principio a cambiar el sonido de los
Temptations más su eventual conversión llevaría a algunas de las producciones más
sorprendentes en la historia de la música popular: producciones construidas sobre la
promesa que “Tomorrow Never Knows” evocaba, pero que los Beatles mismos pocas
veces honraban. Whitfield entró en tal trance debido al paisaje sonoro en el que trabajó
en el estudio, que empujaría a los Temptations a lanzar canciones que duraran ocho y
nueve minutos, con espacios para extendidos pasajes instrumentales. Formó el grupo
Undisputed Truth específicamente como un laboratorio donde probar estas producciones
lisérgicas de largo formato. Los experimentos de Whitfield con el estudio entendido como
herramienta de composición se asemejaba a lo que Lee “Scratch” Perry se encontraba
haciendo en Jamaica con el dub. Los espacios sónicos que ellos abrieron trataban también
sobre una experiencia particular del tiempo: un tiempo distendido, un tiempo que estaba
al mismo tiempo despojado de y habitado por un audio extraño ajeno a las formas
(revisar), que atraía al oyente hacia una profunda inmersión en el momento, aún cuando
nos envolvía en patrones rítmicos y pulsaciones. Este nuevo espacio-tiempo sería luego
retomado y renovado por nuevos exploradores como Tom Moulton, Lary Levan y Walter
Gibbson: los inventores de la pista de dance extendida, que a su vez formaría las bases
para géneros psicodélicos como el house, el techno y el jungle.
La plantilla para el nuevo sonido de los Temptations había sido Sly and the Family Stone,
con rastros de James Brown y Jimi Hendrix: una matriz febril, compuesta de elementos
que ya se encontraban interactuando entre ellos. El cambio de sonido fue más que un
cambio de estilo; era también una respuesta a las nuevas demandas y expectativas sobre
lo que podía ser la música. Ya no más confinada a las baladas de amor o al optimismo de
un buen rato, la música popular podía ser ahora comentario social; aún mejor, podía
alimentarse de y alimentar a las transformaciones sociales que disolvían las viejas
certezas, prejuicios y supuestos. Pudo perfilar su horizonte de la confianza, la rabia y la
asertividad que rebosaba del movimiento por los Derechos Civiles, y pudo poner en
práctica un nuevo set de relaciones sociales que dio una embriagante prueba de cómo
luciría el mundo una vez el movimiento alcanzara el éxito. Esto fue lo que Greil Marcus
escuchó y vio en Sly and the Family Stone, como expreso en su ensayo “El Mito de
Staggerlee”:

El verdadero triunfo de Sly es que la tenía por ambos lados. Cada


matiz de su estilo, del ruidoso jugueteo de sus rasgueos (?) a la
originalidad de su música, dejaba claro que él era su propio hombre.
Si la esencia de su música era la libertad, nadie era más
agresivamente libre que él. Sin embargo, había también espacio para
la América hecha de negros y blancos, hombres y mujeres, que
cantaban ‘different strokes for different folks’ 10 y estaban allá sobre
el escenario para mostrar lo que una idea de independencia como
esa significaba. (ref)

Sly and the Family Stone sí parecían tenerla por todos lados: con un sonido que era de
alguna manera destartalado, improvisado, y aún así sinuosamente bailable; una música
que no era sentimental, ni moralizante, sino humorística y seria a morir al mismo tiempo.
La carcajada de Alicia, la libertad lúdica y el atrevimiento encarnados por Sly and the
Family Stone: podrían haber sido realizadas por un guardian avanzado, pero no había
necesidad de que quedaran confinadas a una élite. Por el contrario, la pregunta que su
presencia en la radio y televisión insistentemente hacía era: ¿por qué no debería esta
bohemia estar abierta a todos?

A pesar de la sordera y la hostilidad hacia estas corrientes del lado de gran parte de la
izquierda tradicional, la contracultura sí tuvo un impacto en el lugar de trabajo, en luchas
conducidas por un nuevo tipo de trabajador. “Es una generación diferente de
trabajadores”, explicaba J.D. Smith, tesorero de un sindicato en la planta de Chevy Vega
en Lordstown, Ohio. “Ninguno de estos chicos vino del viejo campo, agradecidos por
cualquier trabajo que pudieran conseguir. Ninguno había pasado por una depresión
[económica]. Han sido expuestos -al menos por la televisión- a todos los movimientos
juveniles de los últimos diez años y no ven la vergüenza que significa estar desempleado”
(ref).
El 1972, la planta de Lordstown se encontraba envuelta en una lucha por las condiciones
laborales que reflejaban la nueva intolerancia hacia el abuso laboral y el autoritarismo.
“Los trabajadores de Lordstown”, escribe Jefferson Cowie,
Se convirtieron en un símbolo colectivo nacional para la nueva generación
de trabajadores y en un emblema del sentimiento extendido de alienación
ocupacional. Las personas gravitaban hacia la visión fresca de juventud,
vitalidad, solidaridad interracial ocultada al público tras personajes de

10
Proverbio norteamericano que significa algo como “cada cual tiene gustos diferentes”.
televisión como Archie Bunker11, el liderazgo sindical a favor de la guerra, y
la creciente política reaccionaria de la clase obrera. (ref)

Lordstown fue parte de una oleada de activismo en la que esta “nueva generación de
trabajadores” luchaban por mayor control democrático de sus mismos sindicatos y de los
lugares en los que trabajaban. Visto bajo la luz de esta lucha, el espacio social igualitario
proyectado en “Psychedelic Shack” no puede ser descartado como un una fantasía pasiva
o una distracción de la actividad política real. Más bien, música como esta era un sueño
activo que surgió de composiciones sociales y culturales reales, y que alimentaban nuevos
y potentes colectivos, así como una nueva atmósfera existencial que rechazaba tanto al
trabajo penoso como al resentimiento. “Los trabajadores jóvenes negros y blancos se
agradan”, decía el presidente local de Lordstown Gary Bryner, “Se entienden. El chico con
el Afro, el chico con el rosario (?), el chico con la chivera, no le importa si es negro, blanco,
verde o amarillo”. Este nuevo tipo de trabajadores -quienes “fumaban yerba, socializaban
entre razas, y soñaban con un mundo en el que el trabajo tuviera un sentido” (ref)-
querían control democrático de su lugar de trabajo tanto como de sus sindicatos.

Algo del mismo fermento surgía en Italia, donde un nuevo tipo de trabajador se hacía cada
vez más visible. “Esta nueva generación de trabajadores no tenía mucho que ver con la
vieja tradición de partidos obreros”, cuenta Franco Berardi de la situación en la Turín de
1973. “Ni con nada relacionado con la ideología socialista de un sistema de la toma de
poder estatal. Un masivo rechazo de la tristeza del trabajo fue el elemento central tras sus
protestas. Esos trabajadores jóvenes tenían mucho más que ver con el movimiento hippy;
y con la historia del avant-garde” (ref).
Para 1977, toda una nueva mixtura social, un “avant-garde de masas”, acontecía en
Boloña. Fue allí, quizás más que en cualquier otra parte, donde un comunismo ácido llegó
realmente a formarse. La ciudad hervía con la energía y confianza que irrumpe cuando
nuevas ideas se fusionan con nuevas formas estéticas.
“La universidad estaba llena de terroni (gente que veía del sur), alemanes,
comediantes, músicos y caricaturistas como Andres Pazienza y Filippo
Scozzari. Los artistas ocupaban casas en el centro de la ciudad, y
administraban espacios creativos como Radio Alice y la Traumfabrik.
Algunos leían libros como el Anti-Edipo, otros recitaban poemas de

11
Personaje de una serie de televisión o Sitcom estadounidense de los años 70´s, All in the Family, y su
secuela Archie Bunkr’s Place. Representaba una caricatura del hombre blanco conservador norteamericano,
apegado a la familia, cristiano, veterano de guerra y con una serie de prejuicios hacia minorías o expresiones
de un mundo que cambia más rápido de lo que logra entender, pero a los que logra sobreponerse lenta y
dificultosamente a pesar de su obstinada visión del mundo.
Majakovski y Artaud, mientras escuchaban la música de Keith Jarrett y los
Ramones, e inhalando substancias que inducían sueños” (ref)

Por lo menos hasta Febrero, A/traverso, el zine producido por Berardi y otros jóvenes
militantes, produjo una serie llamada “La revolución es justa, posible y necesaria: mira,
compañero, la revolución es posible”:
Queremos expropiar todos los bienes de la Iglesia Católica
Cortar las horas de trabajo, aumentar el número de empleos
Subir el salario
Transformar la producción y ponerla bajo el control de los trabajadores
Liberación de la gran cantidad de inteligencia desperdiciada por el capitalismo:
La tecnología ha sido usada hasta ahora como medio de control y explotación.
Quiere ser convertida en una herramienta para la liberación.
Trabajar menos es posible gracias a la aplicación de la cibernética e
Informática.
Cero trabajo por ingresos.
Automatizar toda la producción
Todo el poder al trabajo vivo
Todo el trabajo al trabajo muerto.

En 1977, tales demandas parecían no sólo realistas sino inevitables –“Miren, compañero,
la revolución es posible”-. Por supuesto que sabemos que la revolución no ocurrió. Pero
las condiciones materiales para este tipo de revolución se encuentran más presentes en el
siglo XXI que lo que estuvieron en 1977. Lo que ha cambiado más allá del reconocimiento
desde entonces ha sido la atmósfera existencial y emocional. Poblaciones enteras se
resignan a la tristeza del trabajo, aún cuando se les dice que la automatización está
haciendo desaparecer sus empleos. Debemos recuperar el optimismo de aquel momento
de los Sesentas, tanto como debemos analizar cuidadosamente todas las maquinarias que
el capital ha desplegado para transformar la confianza en abatimiento. Comprender cómo
este proceso de deflación de la conciencia ha funcionado es el primer paso para revertirlo.

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