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Mindfulness y neuroteología

¿Qué es la neuroteología?

La neuroteología, también conocida como bioteología o neurociencia espiritual es el estudio de las


actividades neuronales relacionadas con experiencias subjetivas de espiritualidad, ofreciendo un
conjunto de hipótesis que explican este fenómeno, en lo que se distingue por ejemplo de una
disciplina afín, la Psicología de la religión. Quienes sostienen estas ideas afirman la
correspondencia de bases neurológicas y evolutivas con una amplia gama de experiencias
subjetivas, tradicionalmente categorizadas como experiencias religiosas.
La neuroteología se define como la búsqueda en el cerebro de los fundamentos de la fe y de la
actitud religiosa. Algunas investigaciones han demostrado que los lóbulos frontal y parietal
presentan una mayor actividad durante experiencias espirituales. A lo largo de los años, la
neuroteología ha pasado desde unos modelos en exceso simplificados hasta una explicación
individual y social de la experiencia religiosa. El término neuroteología ha sido definido de diversas
maneras, por lo que será necesario, en primera instancia, examinar sus diferentes acepciones (al
menos las más relevantes), como así también las razones por las que diversos autores lo rechazan;
y en segunda instancia, justificar su uso y delinear un concepto más preciso. La génesis del término
neuroteología es estrictamente literaria y tiene lugar en la obra de Aldous Huxley. El primer
trabajo en que el autor insinúa la creación de esta disciplina es una novela de juventud titulada
Antic Hay (1923). Allí se dice de uno de sus personajes que ha estudiado teología, y se añade:
“Pero si teología y teosofía, entonces, ¿por qué no teonomía, teotrofía, teotomía, teogamia? ¿Por
qué no teofísica y teoquímica?” (Huxley 1948, 7). Mucho tiempo después, en la novela Island
(1962), se referirá, ya de manera explícita, a la neuroteología. Algunos años más tarde,
concretamente en 1970, el Premio Nobel en Medicina Francis Crick publica en la revista Nature un
artículo titulado “Molecular Biology in the Year 2000”. En dicho artículo, el científico dice sentirse
en la obligación de sugerir el desarrollo de un nuevo campo “en el cual prácticamente no se ha
hecho ningún trabajo hasta ahora, y propongo para su consideración la teología bioquímica
(biochemical theology)” (1970). En opinión de Crick, esa nueva teología debería emprender el
estudio ⎼a nivel de la biología molecular de la sinapsis y la organización global del sistema
nervioso⎼ de asuntos como, por ejemplo, la eficacia de la oración. En tal sentido, Crick reconoce la
pertinencia de la propuesta huxleyana y la cercanía de su teología bioquímica con la teoquímica.
Con todo, fue James Ashbrook quien en la década de 1980 comenzó a utilizar el vocablo
neuroteología con fines estrictamente científicos, concretamente, en su artículo de 1984 titulado

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“Neurotheology: The Working Brain and the Work of Theology”. Dicho término no alcanzó mayor
popularidad hasta la aparición de los trabajos de Eugene d’Aquili y su discípulo Andrew Newberg.
Desde entonces, y especialmente en los últimos 15 años su uso fue incrementándose
considerablemente. Según Ashbrook (y otros como Michael Persinger, Vilayanur Ramachandran,
Willoughby Britton, Osamu Muramoto y Michael Gazzaniga), la neuroteología se define como el
intento de averiguar si existe o no un específico lugar de Dios (God spot) en el cerebro.
Manual para meditar el cerebro
La forma más clásica de registrar la actividad de diversas áreas del cerebro es el
electroencefalograma (EEG), que, pese a haber sido desarrollado en los alegres años veinte, sigue
siendo muy utilizado para estudiar cambios bioeléctricos en pedacitos de cerebro. Nos permite
saber muy bien cómo cambia esa actividad a lo largo del tiempo, o en respuesta a determinados
estímulos, aunque su resolución espacial no es maravillosa: si el objetivo es ir a buscar el centro de
Dios (o de la moral, o lo que sea) en el cerebro, apuntará en la dirección correcta pero no nos
llevará a la casa, número, piso y departamento donde se alojan dichas percepciones. Aun así, el
EEG es el método ideal para determinar cambios globales en la actividad cerebral, como por
ejemplo los que ocurren durante la vigilia o los sueños.
El asunto es entonces poder medir la actividad (o inactividad) de áreas específicas o pequeñas del
cerebro. El truco es disfrazarse de sangre, de oxígeno o incluso de neurotransmisor (las sustancias
que utilizan las neuronas para comunicarse entre ellas) para poder colarse en el metabolismo del
cerebro. La lógica es que si un área cerebral está más activa, necesitará más oxígeno y, por ello,
mayor flujo sanguíneo; así, si la sangre o el oxígeno o alguna otra sustancia (como la glucosa, uno
de los alimentos favoritos de las neuronas) están “pintados” (con alguna pintura que pueda
observarse en una pantalla, por ejemplo, un marcador radiactivo), podremos ir viendo cómo se
prenden o apagan regiones discretas del cerebro. Entre estas técnicas hay siglas para todos los
gustos, algunas más útiles para ver estructuras y otras para determinar si se encuentran activas,
como la PET (tomografía por emisión de positrones), la SPECT (tomografía computarizada por
emisión de fotones únicos) o la fMRI (imágenes de resonancia magnética funcional). Imaginen, por
ejemplo, que es posible medir las partes del cerebro que reciben más sangre dado que aparecen
con otro color en una pantalla mientras ustedes están cómodamente acostados en una camilla
dentro de un tubo. Así, si se les pide que lean, o hagan cuentas, o reconozcan una serie de caras, o
simplemente vean u oigan algún estímulo, irán encendiéndose las áreas del cerebro responsables
de cada una de esas acciones.

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En realidad, no es tan simple: todo el tiempo el cerebro es un hervidero de actividades, por lo que
casi más importante que obtener las imágenes es poder procesarlas matemáticamente, de manera
de filtrar el ruido que inevitablemente vaya produciéndose. Podríamos, por ejemplo, pedirle a una
persona que rece o medite mientras está dentro de un escáner y registrar qué cambios específicos
se dan en el metabolismo de su cerebro.
De entre todas estas técnicas, tal vez las imágenes SPECT son las que mayor información han dado
sobre las experiencias trascendentales o religiosas. De estos experimentos parece emerger un
patrón común: se activa el área prefrontal, que está relacionada con la atención focalizada en
algún objeto, y, en general, también se observa algún tipo de activación temporal. En particular si
la activación temporal se produce sólo en uno de los hemisferios cerebrales, puede interpretarse
como la sensación de una presencia superior.
Pero se agrega un hecho bastante peculiar: hay un área del cerebro que consistentemente se
apaga durante estas sensaciones, un grupo de neuronas en el lóbulo parietal superior, un área de
asociación del cerebro, o sea que recibe información de diversas fuentes –el tiempo, el espacio, la
orientación corporal. Tiene que ver con los límites del cuerpo, el espacio físico en el que existimos.
Si esta área se lesiona, puede complicarse el manejo del cuerpo, de las distancias y la forma de
maniobrar; en cierta forma, se desdibujaría el límite entre nosotros y no-nosotros. En suma: un
interesante candidato para albergar alguna noción de trascendencia en el cerebro. En las
religiones con rituales de tipo repetitivo, rezar es una de las principales maneras de sentirse parte
de una comunidad. Sea en el idioma propio, en latín, hebreo o árabe, o simplemente con un
“ommmm” colectivo. No cabe duda de que el rezo conjunto es una experiencia muy poderosa
que, desde el principio de los tiempos (religiosos), ha servido para sentirse perteneciente a un
rebaño de iguales. Si nos entregamos por completo a la oración, podremos ir aplacando el mundo,
apagándolo, dejar de sentir el bombardeo de estímulos que nos llega permanentemente, casi
como en un estado de meditación profunda. Justamente la meditación puede ser un excelente
modelo para comprender qué le pasa al cerebro cuando alcanza estados alterados de conciencia.
Sin ir más lejos, podemos considerar el concepto de “iluminación” en sentido literal: hay
meditadores que describen que, cuando alcanzan cierta práctica meditabunda, ven una luz. Un
trabajo de 2014 trata de explicar esta percepción lumínica desde una perspectiva neurocientífica.
Allí investigan la aparición de formas lumínicas en los practicantes meditativos bajo la hipótesis de
que la meditación es una forma de deprivación sensorial: se sabe que, cuando se eliminan los
estímulos visuales y auditivos, el cerebro puede estar hipersensible, y las neuronas saltan por nada

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ante la menor provocación. Y, de paso, como la deprivación sensorial también tiene el potencial de
remodelar algunos circuitos cerebrales, la meditación podría ser capaz de inducir cambios en las
neuronas y sus conversaciones.
Uno de sus primeros estudios acerca de este tema se ocupó de la actividad cerebral de monjes
tibetanos en estado de meditación profunda. Cuando los sujetos alcanzaban tal estado, debían
tirar de un piolín para que los investigadores estuvieran al tanto, inyectaran el marcador radiactivo
y comenzaran a registrar qué le pasaba al cerebro.
La meditación exige una concentración absoluta en la respiración, en un mantra, en una imagen
visual, y eso tiene su correlato cerebral: se activan las áreas que se deben enfocar, como por
ejemplo la parte frontal y temporal. Pero lo curioso fue que aquí comenzó a observarse una menor
actividad en la zona parietal, que, como dijimos, asocia diversas sensaciones que tienen que ver
con la conciencia del “yo”. La interpretación de Newberg es que, cuando se llega al estado de
meditación profunda, se diluye esta sensación de “yo” –lo cual cuadra demasiado bien con los
textos que describen estas técnicas, aunque es cierto que, en las imágenes del cerebro
meditabundo, puede observarse el fenómeno que describen–. Sin duda, ayuda que las técnicas de
meditación tiendan a eliminar la entrada sensorial a la corteza cerebral, que, en cierta forma, tiene
permiso para vagar por donde se le dé la gana. Cuando Newberg y sus amigos registraron la
actividad cerebral de un grupo de monjas franciscanas durante sus rezos, encontraron más o
menos lo mismo: activación frontal y temporal e inhibición parietal derecha (y resultados similares
se obtuvieron en un estudio de monjas carmelitas en Montreal, Canadá). Como era de esperar,
también se activaron las áreas del cerebro que generan y procesan el lenguaje hablado (al fin y al
cabo, estaban rezando en voz alta o en su cabeza). Los estudios anteriores corresponden al
cerebro funcionando; son, justamente, medidas de la actividad de ciertas áreas cerebrales en
respuesta a un estímulo, una emoción o, en ese caso, un fenómeno religioso. Pero vayamos un
paso más allá: ¿será posible que la experiencia religiosa modifique no sólo la función, sino también
la anatomía misma del cerebro?
Eso se preguntó un grupo de investigadores de los Institutos Nacionales de la Salud de los Estados
Unidos, que partió de la hipótesis de que la religiosidad podía medirse como una variabilidad en el
volumen de la corteza cerebral. Y sí: el sentimiento de una relación íntima con Dios se asoció con
un aumento de volumen de la corteza temporal, mientras que el temor a Dios se relacionó con
una disminución de otras áreas cerebrales, como el precúneo (parte de la corteza parietal) y la
corteza orbitofrontal (una región del lóbulo frontal). Por supuesto, esto no necesariamente apunta

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a una causa; perfectamente podría ser una consecuencia del uso o desuso de ciertas áreas
cerebrales. Vale la pena repetirlo: parece que la religiosidad puede achicar ciertas regiones del
cerebro. Otra investigación, en este caso de la Universidad de Duke y publicada en 2011, da cuenta
de una mayor atrofia en el hipocampo de personas mayores que, a lo largo de su vida, se
identificaron con pensamientos religiosos crónicos. Atención: el hipocampo tiene que ver con la
memoria y con el procesamiento de las emociones. Es más: en aquellos que experimentaron un
fenómeno de “renacimiento espiritual” en algún momento de sus vidas, se vio una disminución
aún más marcada del volumen del hipocampo. Tal vez estos cambios tan profundos generen un
estrés en las personas que se ve reflejado en modificaciones anatómicas; en fin, las variaciones en
el cerebro asociadas a los sentimientos espirituales son reales, pero también insondables. En todo
caso, no hay “un lugar de Dios en el cerebro”, sino que, como corresponde, Dios está en todos
lados, o al menos en varios: diversas áreas se activan o inhiben en forma simultánea durante una
experiencia mística. Por ejemplo, parece haber una región en el cerebro que funciona como un
seguro contra las alucinaciones. Efectivamente, el cíngulo anterior derecho (que estaría por detrás
de la corteza frontal) se enciende cuando se alucina algún tipo de estímulo –una voz, un sonido–
pero no cuando uno imagina dicho estímulo. Así, esta región le pone una etiqueta al estímulo:
viene de afuera o de adentro. Cuando se activa en ausencia de un verdadero estímulo o lo
imaginamos… estamos en problemas. Al mismo tiempo, la dimensión emocional de toda
experiencia religiosa se manifiesta en la activación del sistema límbico, que está en la base de toda
emocionalidad que se precie –miedo, rabia, éxtasis– y nos enciende nombres tan poéticos como la
amígdala, el hipocampo e hipotálamo.
Este es un sistema muy antiguo en cuanto a la evolución del sistema nervioso, una serie de
estructuras que se activan en determinados contextos emocionales, aparentemente en la mayoría
de los vertebrados. De todas formas es importante tener en cuenta que, como en casi todos los
estudios de análisis funcional de imágenes cerebrales, distintos investigadores encuentran cosas
diferentes.
Pero volvamos a los humanos: así como Newberg sugiere que un punto en común es la
disminución de la actividad en la corteza parietal derecha, otras investigaciones, como la de Nina
Azari en la Universidad de Dusseldorf, encuentran una activación en el circuito que va de lo frontal
a lo parietal. El experimento de Azari consistió en la lectura de canciones infantiles, de
instrucciones de una tarjeta telefónica o de un salmo bíblico a un grupo de creyentes y a otro de
escépticos. En los creyentes se activó este circuito frontoparietal con el salmo, mientras que los

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escépticos estuvieron más interesados en las canciones de infancia. Por el momento, no parece
haber nadie cuyo cerebro se haya excitado con las instrucciones de la tarjeta telefónica, pero es
sólo cuestión de esperar: hay gente para todos los gustos. Llegamos a todas estas conclusiones
desde dos frentes: el estudio de pacientes a los que sin previo aviso se les encienden sin control
áreas del cerebro y, por otro, el análisis de sujetos con experiencia en cuestiones de fe, de
meditación o en los rituales que acompañan a estas actividades. ¿Pero esto le pasa a cualquiera?
Es posible predecir que no, que no cualquiera va a sentir las experiencias religiosas ni su cerebro
va a mostrar los patrones particulares que ya mencionamos. Hay una característica fundamental
de nuestro sistema nervioso: que cambia, todo cambia, y todo el tiempo. Ver a una persona por
primera vez implica un cambio en las charlas y circuitos neuronales, que hace que nunca más la
veamos de la misma manera. Cuando una imagen religiosa –una cruz, el sonido del shofar, el
adhan o llamado a la oración en una Mezquita, la campana Mindfulness– genera una sensación
espiritual, las áreas de asociación visual o auditiva conectan estas señales externas a las
emociones que se hayan experimentado a lo largo de la vida. Recordar, asociar, leer y cualquier
otra actividad van a suscitar estos cambios, algunos más sutiles y otros más drásticos: es lo que se
denomina “neuroplasticidad”, y que nos permite ir adaptándonos a lo que vaya pasando en
nuestro mundo. Así, quienes experimenten lo sobrenatural en cerebro propio y, por lo tanto,
exhiban cambios en la actividad de este cerebro, seguramente ya tienen una estructura
psicológica propensa a estas experiencias (una educación religiosa, una frondosa imaginación, una
historia familiar que ayude a darles sentido a voces, visiones o auras). Una doctrina religiosa exige
la creencia sin pruebas, y es ese cerebro el que estará más dispuesto a encontrar las necesarias
como para reforzar la fe. Así como Luis Pasteur aseguraba que “la fortuna sólo favorece a las
mentes preparadas”, podríamos decir que Dios sólo visita a los cerebros que de antemano sean
más sensibles a su presencia –siempre y cuando no haya habido algún tipo de modificación de la
actividad cerebral (como una lesión o un foco epiléptico)–.
Aplicaciones prácticas de la neuroteología
En principio, no es indispensable que un área de conocimiento determinada posea aplicaciones
prácticas para ser considerada ciencia. A pesar de eso, es posible detectar en la neuroteología al
menos dos ventajas desde el punto de vista pragmático. En primer lugar, aporta elementos para
un examen en profundidad de los beneficios terapéuticos mejorativos de la religiosidad y las
prácticas que esta incluye (meditación, oración, ejercicios espirituales, ascetismo/frugalidad en el
vivir, etc.). En esta línea van los estudios realizados en el Laboratory for Affective Neuroscience de

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la University of Wisconsin, que han aportado evidencias de que los enfermos crónicos pueden
mejorar la sintomatología y la calidad de vida, practicando técnicas meditativas (Lutz, Slagter,
Dunne y Davidson 2008). Se cree que los enfermos podrían echar mano del vasto arsenal de
recursos que ofrecen las religiones sin necesidad de dar crédito a sus creencias y doctrinas. Es
decir, se podría practicar una religiosidad de corte puramente psicológico e incluso de base
agnóstica o atea con fines estrictamente terapéuticos, del mismo modo en que muchos
occidentales practican el Yoga o el Tai Chi Chuan sin adherir al Hinduísmo ni al Taoísmo (sus
doctrinas de base). Aquí surge una pregunta insoslayable: ¿cuán efectiva puede resultar la
aplicación de una técnica religiosa si se prescinde de una adhesión real a sus hechos fundantes?
Los efectos terapéuticos de unos ejercicios espirituales, ¿pueden ser los mismos en quien tiene fe
que en quien no la tiene? Parecería que no. Luego, si fuese necesaria la adhesión a una
determinada fe, ¿puede esto hacerse al sólo fin de obtener un beneficio terapéutico? Y
suponiendo que esto fuera posible, ¿no sería una hipocresía, una instrumentalización de la fe?
¿Qué tan factible sería obtener beneficios para la salud con una religiosidad vivida bajo esas
condiciones? Muchas son las preguntas que aquí se disparan y difíciles las respuestas. Sin
embargo, hay un hecho que parece innegable y que otorga a las investigaciones en neuroteología
un alto valor práctico: desde el punto de vista terapéutico-mejorativo (tanto a nivel psíquico como
físico), la religiosidad y las prácticas meditativas pueden aumentar la calidad de vida de las
personas. Un sustancial número de estudios realizados sobre la relación entre meditación y
mortalidad aporta pruebas que relacionan esta con la longevidad. A nivel físico, por ejemplo,
favorece una mejor recuperación de enfermedades (por ejemplo, incrementa las posibilidades de
supervivencia en pacientes con trasplante de corazón). Y a nivel psíquico, previene contra el abuso
de sustancias (alcohol y drogas), como así también contra los trastornos de ansiedad y depresión,
entre otras patologías (George, Larsons, Koeing y McCullough 2000). En segundo lugar, como se
dijo antes, la neuroteología puede ofrecer una mirada original de las experiencias religiosas, lo que
sin duda contribuye al logro de un conocimiento más exhaustivo e integrador de la naturaleza
humana, puesto que la organización social y política, la educación, los valores y criterios de
convivencia y la relación del hombre con el ecosistema, son algunas de las esferas en las que
nuestra concepción del ser humano y del fenómeno religioso tiene una implicancia decisiva.
Ciertamente, un considerable número de científicos afirma que la religiosidad es apenas un
epifenómeno de la conciencia, un subproducto del cerebro, un error, un emergente fallido del
devenir evolutivo. El mentado Richard Dawkins (2006) es uno de los más acérrimos defensores de

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esta idea. Si esto fuera cierto, la religiosidad sería un error que ha dado sentido a la vida de miles
de millones de seres humanos y que ha jugado un papel determinante en la historia humana, pues
no hay individuo, clan, pueblo o civilización, cuya historia pueda narrarse fidedignamente sin
considerar las implicancias del hecho religioso. Es así que la hipótesis de Dawkins (y otros) encierra
una sorprendente paradoja: define a la religión como un fenómeno periférico e irrelevante en
términos evolutivos aunque, concomitantemente, constituye el fenómeno con mayor impacto en
la historia humana. Es por eso que la explicación de la religiosidad en términos de error evolutivo
crea más problemas de los que soluciona, y viola flagrantemente el principio de parsimonia –tan
indispensable en la práctica científica–, pues de ninguna manera parece la respuesta más simple,
entendido esto en los términos en que lo propone dicho principio. Ante tales planteos resuena la
atinada e irresuelta pregunta de Rhawn Joseph: “si no hay una entidad divina en el mundo, ¿por
qué nuestro cerebro se ha adaptado para percibir y experimentar lo que supuestamente no
existe?” (2001). La neuroteología no puede ofrecer una respuesta total a la pregunta de Joseph,
pero sus investigaciones pueden aportar evidencias y teorías significativas en esa línea, además de
brindar elementos para la formulación de nuevas preguntas. Ciertamente, al problema de la
demarcación aquí planteado se le podría juzgar de anacrónico dadas las aporías que entraña y el
limitado interés que suscita dentro del ámbito científico. Sin embargo, su supuesta obsolescencia
teórica no parece afectarlo desde el punto de vista práctico. Esto se debe a que la demarcación
(ciencia-pseudociencia) es puesta en práctica cotidianamente: quienes se dedican a la gestión de
la educación incluyen en los programas de estudios a la química, pero excluyen a la alquimia, las
fundaciones y comisiones de investigación científica adoptan criterios que permiten obtener
fondos a los físicos pero no a los psíquicos o a los astrólogos, y los editores de revistas
especializadas rechazan aquellos artículos de sospechoso estatuto científico (Gieryn 1983). Luego,
una disciplina que no fuera reconocida como científica en estos ámbitos, una disciplina que fuera
relegada a la esfera de lo paraeducativo, no tiene futuro. Por eso resulta urgente analizar los
estudios neurocientíficos de la religión desde el punto de vista de la demarcación,
independientemente de los desacuerdos existentes con relación a la validez del problema. Las
razones esgrimidas en el párrafo anterior son estrictamente prácticas, por supuesto, pero no por
ello menos significativas en orden a la supervivencia y desarrollo de la disciplina. Hecha esta
aclaración, podría decirse que la neuroteología, aún con las lagunas e inconsistencias propias de
una ciencia todavía emergente, reúne las condiciones necesarias para que se la reconozca como
tal. Su objetivo en tanto que disciplina científica es ciertamente problemático, tanto por la

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complejidad del fenómeno que se propone estudiar, como por las dificultades inherentes a su
método y la consiguiente facilidad con que los investigadores pueden saltarse fuera de los
márgenes que éste les establece. De manera que si un neurocientífico desea inmiscuirse en el
debate sobre la relación cerebro-religión, debe hacerlo con el convencimiento de que su disciplina
no puede agotar el problema, sino sólo aportar elementos para un análisis que ha de realizarse en
un nivel de reflexión más inclusivo que aquel dentro del cual se desarrolla su ciencia.
Aquí terminamos con el nivel de mindfulness y neuroteología. Nuestro objetivo para este nivel es
que comprendas los efectos que tiene la meditación en el cerebro. Aunque en varias partes del
texto se mencione la religiosidad y la oración, a funciones cerebrales, tiene la misma connotación.

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