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DIOS Y JUSTICIA EN LA RETÓRICA DE SAN AGUSTÍN DE HIPONA

DR. MIGUEL ÁNGEL GRANADOS ATLACO

Si bien algunos autores la han catalogado como una época oscurantista, se ha


identificado a la Edad Media por constituir una etapa histórica en la que la religión
predominante en el mundo occidental fue el Cristianismo, lo cual generó a su vez
una condición hegemónica de la Iglesia, con el consabido control del conocimiento
y de la ideología.
Es en este contexto que se presenta una reconsideración acerca de la
retórica, cuya primera calificación atendía a una esencia pagana (basta recordar
que se cree tiene en Homero su origen prístino), que empuja a los autores
cristianos a una denostación prima facie, la cual se traduce más adelante en una
revaloración de la retórica, entendida como la “ciencia del habla”.
No obstante esa visión desdeñosa, se puede situar la presencia de la
antigua retórica en los grandes predicadores del siglo IV (San Basilio, San
Gregorio, San Juan Crisóstomo) quienes son considerados como verdaderos
discípulos de los sofistas.1
La historia de la retórica medieval se ha ubicado en el siglo V, a partir de la
publicación de la obra agustiniana intitulada De doctrina christiana, texto a través
del cual el Santo pretende cristianizar a la retórica; junto a este libro, es coyuntural
para el surgimiento de la retórica del Medievo el trabajo de Marciano Capella, De
nuptiis Philologiae et Mercuri, donde se exaltan las artes liberales.
Como ya hemos señalado, es de destacarse en el surgimiento de la retórica
la presencia de una pugna insoslayable entre cristianismo y paganismo, al no
existir en principio uniformidad entre las autoridades eclesiásticas respecto de los

1 Cfr. Ernst Robert Curtius, Literatura Europea y Edad Media Latina, México, Fondo de Cultura
Económica, 1975, p. 105. Cabe destacar que la valoración de la sofística ha quedado condicionada
a la influencia platónica, misma que ha permeado a lo largo del tiempo, llegando a nuestros días,
sin dejar de reconocer algunos intentos serios por desvirtuar esta viciosa situación. Existe una
desacreditación de la labor sofística que ha llevado incluso a calificarles como pseudofilósofos, o
como los llamó Platón, “imitadores de sabios”.
1
métodos idóneos para la propagación de la palabra de Cristo, ya que los jerarcas
no se limitaron sólo a defender contenidos, sino también pensaron en la forma que
debían adoptar predicadores y catequistas para su tarea difusora.
Es el poder engañoso de la palabra que los primeros padres le ven a la
retórica, instrumento de culto distorsionado y excesivo a favor de lo que no está en
el mundo de los divino, San Cipriano de Cártago en el siglo IV y más adelante el
obispo de Hipona.
Podemos advertir que en dos aristas se da la anatemización de la retórica;
por una parte, en el campo de lo jurídico-dialéctico, en la locuacidad de los Padres
de la Iglesia; por otra, en el campo de la comunicación, al reconocer en la
artificiosidad del recurso retórico una contraposición al lenguaje sencillo, llano y
asequible de las Sagradas Escrituras.
Afortunadamente no hubo una cerrazón irracional en el tema, ya que
algunas voces desde el seno de la Iglesia no veían con esos ojos flamígeros a la
retórica, verbigracia, San Ambrosio, quien nota en el ornato retórico una utilidad
considerable en algunas cicrunstancias, o el caso de San Jerónimo, quien muestra
evidencias contradictorias en sus textos, a veces reprobando y otras aceptando
los recursos y procedimientos retóricos, pero que a través de su ingente labor
traductora incorpora interesantes elementos filológicos en el medio cristiano.
Mas es en San Agustín de Hipona (354-430) donde encontramos el inicio de
un camino firme hacia la aceptación de la “ciencia del habla” (dado su
entendimiento de que todo el trabajo cultural debía ponerse al servicio de la fe), a
través del establecimiento de criterios para la adopción de la retórica en el campo
de lo sagrado, considerando elementos tanto de fondo, como de forma. Esta tarea
la lleva a cabo a través de su obra De doctrina christiana.
Agustín nace en la ciudad de Tagaste, ubicada en el continente negro,
África; durante su juventud siguió las tendencias maniqueístas, mas se convirtió al
cristianismo gracias a la influencia ejercida por San Ambrosio, cambio a partir del
cual el futuro obispo de Hipona se convierte en un irrestricto defensor de la fe y se
erige en lapidario enemigo tanto de las herejías como del paganismo.

2
A este santo se le reconoce el mérito de haber llevado al campo de la
filosofía cristiana la discutible teoría platoniana de las ideas, al igual que la visión
heracliteana en torno a la existencia de una ley universal.
En De doctrina christiana viene a mostrar su visión de la retórica
cristianizada. Si bien en sus Confesiones, este autor evidencia un rechazo y una
abominación por el arte retórico, al considerar que está plagado de perniciosidad y
falsedad, en De doctrina christiana lo concibe como un medio idóneo para acceder
a la Verdad revelada, ese sentido cristiano de la elocuencia convierte a la retórica
en un instrumento de inconmensurable valía para propagar, difundir y glorificar la
palabra de Dios.
Se trata de una palabra que no busca legitimarse en lo verosímil de las
cosas, sino que a partir de la fe preconiza la verdad, que llega a través del orator
al corazón de los hombres fieles.
Este ejemplo de la prolífica obra agustiniana, nos sirve para ilustrar el valor
reconocido al tema de la retórica, presente no sólo en los textos del representante
máximo de la patrística, sino también en la reconceptualización de lo pagano, al
entenderla como instrumento insoslayable para propagar, sostener y explicar la
palabra de Dios.
Es la magia de la palabra presente en los textos agustinianos y en el
ejercicio hermenéutico sobre las Sagradas Escrituras, sustentada dicha magia en
el eje de las ideas cristianas del Medievo temprano y en la convicción de que las
figuras retóricas deben ser sugestivas, pero jamás suplantadoras de la verdad.
Tal es la fuerza de la apreciación retórica, que incluso los detractores de la
Iglesia cristiana y del propio Agustín, buscaban en sus textos y en las afirmaciones
de los padres de la Iglesia la manera de dar un sesgo interpretativo que abonara a
las ideas que daban sustento a las herejías y a los movimientos contrarios al
cristianismo, tal y como lo describe Darrin M. McMahon, al referirse al tema de la
“doble predestinación”:
Escoto…señalaba en una carta dirigida a Hincmar, arzobispo de
Reims y personaje destacado en la corte de Carlos II, que habían
surgido nuevas supersticiones y una perjudicial doctrina de la

3
predestinación, cuyas voces estaban propagando interpretaciones
peligrosas. Según la carta, estas voces, apoyándose en la autoridad
de Agustín defendían que la predestinación de Dios es aplicable por
igual a buenos y malos.2
Como consecuencia de lo anterior, debemos destacar que en su momento
histórico no escapó a Agustín la importancia de cuidar el discurso, de evitar en la
medida de lo posible la ambivalencia o la polivalencia de un texto o de la
disertación; las palabras se convierten en una peligrosa arma de dos filos, por un
lado el sentido auténtico y por otro, el que le quieran dar los intérpretes torcidos o
acomodaticios (como puede ser el caso de Celestio, que revisaremos más
adelante).
Sensible a esta posibilidad, Agustín construye su teología del pecado
tomando en cuenta el equilibrio irreductible que debía manifestarse entre libre
albedrío y gracia, entre el poder divino y la acción del hombre.
A mayor abundamiento respecto del obispo de Hipona, Ernst Robert Curtius
señala puntualmente lo siguiente:
Es necesario, sin embargo, considerar también la posición de
San Agustín frente a la retórica desde otro punto de vista. San
Agustín no es sólo un pensador profundo, sino además un gran
escritor. Sus Confesiones son, en todos sentidos, uno de los más
grandes libros de occidente. Su estilo es… prosa artística antigua.
Los medios de la retórica antigua entran aquí al servicio del nuevo
mundo espiritual cristiano.3
Es en este marco de la retórica que buscamos ilustrar también lo que
representan Dios y la justicia en la visión filosófica de San Agustín, siendo el
Eterno el eje innegable de toda su posición, trascendiendo a todos los órdenes de
la vida social, política y religiosa de los albores de la Edad Media.
En una de sus obras más sobresalientes, Las Confesiones (400 d.C.), el
obispo de Hipona describe a detalle su experiencia y la crisis espiritual por la que

2 Darrin M. McMahon, Una historia de la felicidad, México, Taurus, 2005, p. 122.


3 Ernst Robert Curtius, op. cit., p. 115.

4
cruza durante años, antes de ser acogido por la religión cristiana, en donde
encuentra respuesta a todas aquellas inquietudes que lo hicieron peregrinar por
clases disímbolas de posibilidades religiosas.
Agustín destaca la importancia de acercarse a la gracia divina a través de
una conducta recta y una vida austera; su libro es de suma trascendencia para
generar una condición ejemplar frente a los cristianos de la época, es una forma
de decirle al pecador que siempre hay la esperanza de la salvación, asume una
actitud paradigmática que permite ver el lado humano del cuasi santo, no es
debilidad, es la empatía con el pecador para que asuma la posibilidad de su
perfectibilidad en Cristo.
En este importante texto, Agustín ofrece diferentes elementos que nos
permiten contar con una caracterización de Dios.
Las Confesiones representan a su vez un manifiesto religioso y devoto en el
que se pretende glorificar a Dios, utilizando como medio de expiación la
humillación, exaltada por la miseria humana, que muestra una evidente impotencia
para el bien, sin contar con la gracia de Dios.
Esa humildad de reconocerse como un pecador redimido, le da un valor
peculiar a los primeros nueve libros de esta obra, al describir de manera
pormenorizada el proceso de evolución de Agustín, hacia la condición de gracia
que gozaba cuando escribe sus Confesiones.
La palabra juega un papel ineluctable en la construcción del pensamiento,
porque fuera de la lengua no podemos construir cosa alguna. Ante ese rol
preponderante, es obligado identificar un problema de ingentes dimensiones que
se genera a partir del ejercicio hermenéutico.
La palabra se regodea y se exhibe en un millón de formas, es la dueña de
todo lo que se dice y de lo que no pudo decirse, es elíxir y veneno, nirvana y
averno, es un oxímoron natural. Del hombre cristiano depende despojarla de las
aberraciones paganas, para convertirla en caricia divina, en maná. Parte del
esfuerzo en la obra de Agustín está dirigido a desdeñar la palabra pagana,
corruptora del hombre y encubridora de la verdad divina.

5
Cuando Hugo de San Víctor afirma que la sabiduría ilumina al hombre,
como nos dice Iván Illich, “traducción y exégesis entran de nuevo en conflicto, y
las palabras castellanas escogidas corren el riesgo de velar fácilmente el sentido
que la interpretación puede revelar.”4
Así, no se debe entender con el mismo alcance la idea de iluminación en
nuestros días, ya que desde nuestra perspectiva no corresponde a lo pretendido
por Hugo, quien expresa la idea en el sentido de destacar cómo la sabiduría
provoca que el hombre se encienda, sea un ser radiante.
Lo mismo sucede con la retórica agustiniana, cuando por ejemplo genera
una correlación con la tierra y las personas desconocedoras de la gracia de Dios o
de su existencia; a esto se puede agregar el valor de la palabra reconocido por
Agustín cuando explica la relación de la misma con las cosas:
…de las palabras, puestas en varias frases y en sus lugares y oídas
repetidas veces, iba coligiendo yo poco a poco los objetos que
significaban y, vencida la dificultad de mi lengua, comencé a dar a
entender mis quereres por medio de ellas. Así fue cómo empecé a usar
los signos comunicativos de mis deseos con aquellos entre quienes
vivía y entré en el fondo del proceloso mar de la sociedad, pendiente de
la autoridad de mis padres y de las indicaciones de mis mayores.5
Para el helenista Marcel Detienne, representante de la Escuela Sociológica
Francesa, la trascendencia de la palabra es tal, que encuentra en la confrontación
palabra mágico-religiosa vs. palabra-diálogo el origen de un antes y después para
la filosofía.
Incluso, la palabra representa en la Grecia antigua uno de los privilegios
para los guerreros, cuando deja atrás su condición mística y se le considera como

4 Illich, Ivan, En el viñedo del texto. Etología de la lectura: un comentario al “Didascalicon” de Hugo
de San Víctor, México, Fondo de Cultura Económica, 2004, p. 28
5 Agustín, Las Confesiones, España, Editorial BAC, 1946, p. 339.
6
“una palabra que precede a la acción humana, que es su complemento
indispensable”.6
Otro pasaje que ejemplifica la apreciación de la palabra y el denostamiento
de los tiempos de corrupción y concupiscencia que el Santo vivió, lo encontramos
en el sentido metafórico manejado en el capítulo XVI del Libro primero, al siguiente
tenor:
No condeno yo las palabras, que son como vasos seleccionados y
preciosos, sino el vino del error que maestros ebrios nos propinaban
en ellos, y del que, si no bebíamos, éramos azotados, sin que se nos
permitiese apelar a otro juez sobrio.7
Una vez destacada la importancia de lo retórico, ahora nos referiremos a la
visión agustiniana acerca de Dios, de quien nos dice lo siguiente:
Pues, Dios mío, ¿qué ser es el vuestro?, ¿qué es lo que Vos
sois sino mi Dios y Señor? Porque ¿qué otro Señor hay sino este
Señor mismo?, ¿o qué Dios sino el Dios nuestro? Vos sois, Dios
mío, un soberano Ser, altísimo, perfectísimo, poderosísimo,
omnipotentísimo, misericordiosísimo y justísimo, ocultísimo y
presentísimo, hermosísimo y fortísimo; tan estable como
incomprensible; inmutable y que todo lo mudáis; nunca nuevo y
nunca viejo; renováis todas las cosas, y dejáis envejecer a los
soberbios sin que lo reconozcan; siempre estáis en acción y
siempre quieto; recogiendo y no necesitando; lleváis, llenáis y
protegéis todas las cosas; las criáis, aumentáis y perfeccionáis
todas. Buscáis sin que os falte cosa alguna; tenéis amor y no
tenéis inquietud; tenéis celos y estáis seguro; os arrepentís y no
tenéis pesadumbre; os enojáis y tenéis tranquilidad; mudáis
vuestras obras sin mudar de parecer.

6 Detienne, Marcel, “El proceso de secularización”, en Detienne, Marcel, Los maestros de verdad en la
Grecia arcaica, México, Editorial Sexto piso, 2004, p. 151.
7 Agustín, Op. cit., p. 353.

7
Recibís también lo que halláis, sin haber jamás perdido cosa
alguna; nunca sois pobre y os alegráis con las ganancias; nunca
avariento y nos pedís usuras; en obras de supererogación os
damos algo de más, y Vos os constituís nuestro deudor; pero todo
eso que os damos, ¿de quién sino de Vos lo recibimos?, ¿ni quién
tiene cosa alguna que no sea dádiva vuestra? Finalmente, pagáis
deudas sin deber a nadie; y perdonáis lo que os deben sin perder
nada de lo que os es debido.8
De la cita anterior se desprende la concepción que de Dios tenía nuestro
autor en estudio. Un ser perfecto, plenamente virtuoso, lleno de bondad y de una
misericordia única. En su descripción destaca las posibilidades de entender a Dios
como acto y potencia, despojando de la esencia de lo que podrían parecer
defectos, su condición contraria a la virtud; así, los celos no son inseguridad en
Dios, o el enojo no implica la pérdida de la ecuanimidad.
No obstante, a pesar de esta proverbial adjetivación, San Agustín sostiene
que hay una imposibilidad manifiesta de explicar con exactitud la perfección y la
magnificencia de Dios.
A esto se suma la idea de un Dios omnicomprensivo, que todo lo abarca y
que todo lo ocupa, ya que San Agustín sostiene a manera de pregunta: “¿no es
más cierto que todo Vos estáis en todas partes y que ninguna cosa hay que os
abarque ni comprenda todo?”9
Para Agustín, Dios es el alma del alma, por ello la razón se convierte en el
instrumento idóneo para llegar a Dios, al permitir una interiorización en un nuestro
yo, lo cual aunado a la fe y a la predicación, habrían de permitir al hombre existir,
ya que la presencia de Dios en el hombre es lo que le da precisamente la
existencia al hombre mismo. (“Luego es verdad, Dios mío, que yo no existiría ni
tendría ser alguno si Vos no estuvierais en mí.”10)

8Agustín, Las Confesiones, en Obras completas, Tomo II, España, Editorial BAC, 1946, pp. 327,
329.
9 Ibidem, p. 327.
10 Idem.

8
El Dios agustiniano es el creador de todo, en el Señor están permanentes e
inmutables las causas y principios de todas las cosas; en Él viven inalterables y
eternas las ideas y razones de todas las criaturas temporales y destituidas de
razón.
Destaca también la intemporalidad de Dios, al señalar que Él es el único
que siempre vive y en quien nada muere, su existencia se da antes del principio
de los siglos y precede a todo lo que pudiera decirse antes.
El tiempo no existe para Dios, sus años no pasan, no se acaban, se trata
entonces de un día presente siempre continuo. Dios es siempre el mismo; todo lo
que existirá mañana y los días subsecuentes está hecho en el hoy divino que es
continuo y sin tiempo, al igual que todo lo que fue en algún momento, por remoto
que sea.
Dios lo puede todo y es intrínsecamente bueno, Agustín considera que lo
existente es suficiente para entender que así es el Señor, cuya omnipotencia se
refleja en los modos y diferencias de cada criatura, la belleza de las cosas no es
más que consecuencia de la propia belleza divina. Se trata de un Dios
omnipotente, cuya capacidad rebasa el poder del hombre para pedir o pensar, Él
puede hacer mucho más de lo que nosotros alcanzamos a imaginar o vislumbrar.
Todo lo creado se gobierna a través de leyes impuestas por Dios, las cuales
califica el obispo de Hipona como “justísimas”, en Él los justos y los rectos de
corazón son felices.
Dios es grande y excelso por encima de todo lo existente. El Señor es el
único a quien se le debe rendir tributo, merecedor de gloria eterna, no así los
hombres que ambiciosos buscan honor y gloria.
Agustín de Hipona resalta otras virtudes de Dios en esta obra, tales como
su omnisciencia, el amor, la caridad, la belleza, su sencillez e inocencia, la plenitud
y abundancia, la magnificencia y su dote justiciera:
También la crueldad de las potestades quiere ser temida; pero
¿quién lo debe ser más que Dios, de cuyo poder ninguna cosa
hay que pueda librarse ni escaparse?, o ¿cuándo, en dónde, por
quién, ni cómo puede? Las halagüeñas delicias de la sensualidad

9
incitan a que las amen, pero no hay cosa alguna más deliciosa
que vuestro amor y caridad, ni que se ame más útil y
saludablemente que vuestra verdad, cuya belleza y resplandor no
admite comparación alguna. La curiosidad parece que intenta
saberlo todo, cuando sois Vos el único que lo sabe
perfectísimamente. Hasta la ignorancia, tontería y necedad quiere
cubrirse con el nombre de sencillez e inocencia; pero así, como
nada hay más sencillo que Vos, tampoco puede haber cosa
alguna más inocente que Vos, pues aun a los malos pecadores
nada les hace mal y daño sino sus malas obras. La pereza
pretende tranquilidad y quietud, pero ¿qué quietud hay cierta
fuera del Señor? La superfluidad y lujo quiere tener el nombre de
hartura y abundancia, pero Vos sois solamente la plenitud y
abundancia indefectible de eternas suavidades. La prodigalidad y
profusión aparenta y quiere ser un bosquejo de la liberalidad; pero
Vos sois verdaderamente el único dador liberalísimo de todos los
bienes. La avaricia quiere poseer muchas riquezas, siendo Vos
quien las posee todas. La envidia solicita excelencia y
singularidad, y ¿qué cosa puede haber tan excelente como Vos?
La ira pretende venganzas, pero ¿quién se venga más justamente
que Vos? El temor hace al hombre que se espante con los
acontecimientos repentinos y extraordinarios, cuando éstos son
contrarios a las cosas que ama, y cuya seguridad desea; pero
¿qué cosa hay nueva o extraordinaria ni repentina o imprevista
para Vos?, o ¿quién tiene poder para quitaros lo que amáis?, o
¿en dónde sino en Vos está la verdadera e indefectible
seguridad? 11
La importancia de Dios es evidente también en la concepción agustiniana
respecto del alma humana, a la cual califica como “delincuente” cuando se separa
de Dios, en la búsqueda de cosas mundanas y pretenden ser como el Señor, en

11 Ibidem, pp. 381, 383.

10
un afán perverso y atentatorio a la dignidad divina; al ser Dios el creador de todo
cuanto hay, es imposible que esos detractores escapen al ojo divino.
Dios representa también la paz eterna para los hombres, en Él están
inalterables el descanso y la vida perpetua. Entrar a esta paz, representa vivir en
la alegría de Dios, con lo que desaparecen en el hombre todo vestigio de
incertidumbre, temor o malestar; ya no se desea nada, al hallarse en el Bien sumo.
Agustín proclama que a Dios se le debe obediencia, si Dios manda algo
contrario a la costumbre popular, se debe acatar lo que Dios manda, potestad a la
que debe someterse toda autoridad humana, obedecerle no es contra las leyes de
la sociedad, antes bien lo sería el dejar de obedecerle, al ser Dios “el rey universal
de todas las criaturas”, como superior a todos, debe ser obedecido por todos sin
excepción.
Dios es la luz verdadera, ilumina a todo hombre en este mundo.
Uno de los dilemas resueltos por Agustín de Hipona en sus Confesiones, es
el relativo a la corporeidad o incorporeidad de Dios, particularmente cuando se
refiere al tema del amor al Señor. Nos dice que al amar a Dios, no se trata de un
sentimiento derivado de una belleza material o por su bondad transitoria, sino que
al amar a Dios:
…amo una cierta luz, una cierta armonía, una cierta fragancia, un
cierto manjar y un cierto deleite cuando amo a mi Dios, que es luz,
melodía, fragancia, alimento y deleite de mi alma. Resplandece
entonces en mi alma una luz que no ocupa lugar; se percibe un
sonido que no lo arrebata el tiempo; se siente fragancia que no la
esparce el aire; se recibe gusto de un manjar que no se consume
comiéndose; y se posee estrechamente un bien tan delicioso, que
por más que se goce y se sacie el deseo, nunca puede dejarse
por fastidio. Pues todo esto es lo que amo cuando amo a mi
Dios.12

12 Ibidem, p. 717.

11
Dios es también la verdad, el conocimiento de la misma sólo es factible a
través de la influencia iluminadora de Dios, quien es la luz del alma humana,
aclarando Agustín que no se trata de que veamos las cosas a través de Dios.
Saber y naturaleza son obra de Dios. La iluminación que nace del Señor y
que se inocula en nuestra mente tiene un carácter reflexivo, representa una
imagen de la luz eterna que se aloja en el fondo del espíritu humano, el alma se
vincula con la verdad, mas no tiene la capacidad de identificar la esencia de las
ideas inteligibles, sólo accede a un reflejo, del que no queda exenta la esencia
divina.
Por último, también trasciende la idea de Dios al campo de la política, ya
que para nuestro autor no puede existir mejor gobernante que el cristiano, porque
la idea de la república sólo puede actualizarse a través de un gobierno albergado
en el manto del cristianismo, como un acto volitivo de Dios.
En cuanto al reconocimiento de Dios como justiciero, el obispo de Hipona
señala que la justicia es producto de la ley rectísima dada y establecida por Dios,
es la justicia interior y verdadera, misma que no parte de la costumbre, sino de la
voluntad del todopoderoso.
La visión agustiniana de la justicia se complementa con su obra La
perfección de la justicia del hombre, texto divido en dos partes, la primera de ellas
denominada “Las preguntas de Celestio” y la segunda debatiendo en torno al
contenido de las Sagradas Escrituras y la interpretación de las mismas, en ambas
sostiene diversas ideas, las cuales desarrollaremos a continuación.
Es menester señalar que esta obra constituye una respuesta puntual y de
suma importancia en su momento histórico a las ideas pelagianas sostenidas por
Celestio, abogado que a fines del siglo IV y a principios del siglo V fue un fiel
seguidor de Pelagio y se dedicó a propagar su doctrina por el mundo occidental
antiguo, agregando algunos matices personales.
Por lo que hace a la primera parte de la obra de mérito, ante la afirmación
de Celestio de que cuando el hombre no puede evitar el pecado, eso no debe
llamarse pecado, Agustín señala que el pecado se puede evitar a través de la
sanación que da la gracia de Dios, el pecado tiene un origen en la corrupción de la

12
naturaleza, siendo insuficiente el libre albedrío para evitarle; el pecado es para el
Santo un acto, nunca una sustancia, el alma sí es sustancia, se renueva por la
gracia divina, pero el pecado es una cualidad mala de esa sustancia.
A la pregunta relativa a si el hombre debe estar sin pecado y de si Dios
quiere que el hombre esté sin dicho mal, el obispo de Hipona afirma que se le ha
mandado al hombre caminar con rectitud y ante el impedimento de hacerlo cuenta
con la ayuda de la gracia divina; es evidente su pretensión, Dios quiere que el
hombre esté sin pecado, dado que envió a su Hijo sin pecado “para sanar a los
hombres de sus pecados. Pero esto se realiza en los que creen y progresan, por
la renovación del hombre interior de día en día, hasta alcanzar la perfecta justicia
como curación completa.”13
A lo anterior agrega puntualmente Agustín: “hay justicia plena cuando hay
curación plena, y hay curación plena cuando hay caridad plena. Por eso, la
caridad es la plenitud de la ley. Habrá caridad plena cuando le veamos tal cual es.
Porque nada habrá ya que añadir a la caridad cuando la fe se convierta en
visión.”14
El hombre está en pecado debido a su libre albedrío, por tanto el hombre se
causa a sí mismo el mal, ya que Dios lo ha hecho bueno, de esto se desprende a
su vez que el hombre no puede estar sin pecado, es por la voluntad humana que
se ha llegado a esa necesidad, de la que no es capaz por sí mismo de liberarse el
hombre.
Ya en la segunda parte de la obra que nos ocupa, San Agustín al referirse al
tópico de cómo se consigue la justicia en esta vida con la oposición de la carne,
manifiesta que no se trata tanto de debatir si el hombre se encuentra obligado a
estar sin pecado, sino la posibilidad de cumplir con ello cuando el hombre enfrenta
la fuerza de la carne opuesta a la del espíritu.
De este cuerpo mortal no se ve libre todo el que muere, sino el
que haya recibido la gracia en esta vida, y, para no recibirla en

13Agustín, La perfección de la justicia del hombre, en Obras completas, Tomo II, España, Editorial
BAC, 1946, ap. 7.
14 Op. cit., ap. 8.

13
vano, fructifique en obras buenas. Porque una cosa es morir, lo
cual obliga a todos los hombres el último día de su vida, y otra
cosa es ser librado de este cuerpo de muerte, lo cual sólo lo
concede a sus santos y fieles la gracia de Dios por medio de
nuestro Señor Jesucristo. Además, después de esta vida se
otorga un premio completo, pero solamente a aquellos que lo han
merecido. Porque nadie alcanzará la plenitud de la justicia,
cuando haya salido de este mundo, si no ha corrido hacia ella con
hambre y sed cuando estaba en él. Dichosos, en verdad, los que
tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán
saciados.15
Para el Santo, estar lejos de Dios nos obliga a ser guiados por la fe, el
hombre justo logra vivir por su fe, la cual representa la justicia del hombre en tanto
que se encuentre desterrado del Señor; es en función de esa justicia que el
hombre se muestra ansioso, busca lo justo, está sediento y con hambre de ella,
pretende la perfección y la plenitud de la justicia para saciar en la misma su
avidez.
Se apoya en la palabra del Señor para sostener lo anterior, al recuperar del
Evangelio la máxima siguiente: “Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de
los hombres para ser vistos por ellos…” lo anterior con el objeto de que los seres
humanos no pensemos en la justicia como algo que nos vanaglorie, porque de esa
forma se perdería la verdadera pureza de lo justo.
A lo anterior suma San Agustín la concepción de que en la justicia campean
tres cosas: el ayuno, la limosna y la oración. El primero implica la mortificación del
cuerpo en su totalidad; en cuanto a la limosna, se le asocia con la benevolencia
total y la beneficencia de dar y de perdonar; por último, la oración queda aparejada
a las reglas del deseo de perfección. En la visión agustiniana, a través de la
mortificación del cuerpo se limita la concupiscencia, misma que no sólo debe ser
frenada, sino erradicada de la vida del hombre.

15 Op. cit., ap.17.


14
Por ello, no es posible acceder a un estado perfecto de la justicia en el cual
no es admisible la presencia de pecado alguno.
Porque incluso en el uso de las cosas permitidas y lícitas manifiesta
muchas veces su inmoderación; hasta en la misma beneficencia, por
la cual el justo atiende al prójimo, se hacen algunas cosas que
perjudican creyendo que aprovechan; incluso a veces por debilidad,
bien cuando se atiende de modo insuficiente a las necesidades de
otros, bien cuando se saca poco provecho de ello; y, al derrochar
bondad y sacrificio, cunde el desánimo, que oscurece la alegría,
siendo así que Dios ama al que da con alegría; y tanto más cunde
cuanto menos aprovecha cada uno, y tanto menos cuanto mayor es
su progreso.16

A manera de conclusión y con base en todo lo ya expuesto, podemos


afirmar que nuestro egregio autor enfatiza en su momento histórico en lo valioso
que resulta contar con un instrumento como la retórica, no sólo para explicar sino
también para propagar la palabra de Dios conforme a la fe cristiana.
Adicionalmente, debemos afirmar que la visión agustiniana de Dios es
lapidaria en sus concepciones acerca del Eterno; exalta su figura y la enaltece a
través de una caracterización única, reconociendo que el Señor es virtuoso en
todo rubro e identifica en Él una perfección inasequible a la simpleza natural de la
mente humana.
Por último, respecto de la justicia, San Agustín nos muestra dos caras de la
misma, por un lado, la faceta del producto humano e imperfecto que tiende a
cumplir los designios divinos, por otro lado, esa condición perfecta que Dios
aproxima a sus hijos, entendiendo al hombre como justo en la medida que se
despoja de la idea del pecado y soslaya la concupiscencia.

16 Idem, ap. 50.

15
BIBLIOGRAFÍA
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