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El rico Epulón y el pobre Lázaro (1570)

Leandro Bassano

Visión trascendental de la vida

La vida es un camino que el ser humano recorre desde que


nace hasta que muere. Se trata de un caminar y seguir
siempre adelante, a pesar de todo, hacia la plenitud de la
vida que se encuentra únicamente en Cristo Jesús. Sin
embargo, continuamente, haciendo mal uso o abuso de su
libertad, el ser humano se desvía del camino, de lo esencial
de la vida, y se detiene en realidades superficiales de sí
mismo, del mundo, de la historia e, incluso, de Dios.

En medio de esta realidad existencial de la persona, la cuaresma es


una oportunidad que la Iglesia ofrece a todos los seres humanos para
salir de lo ordinario, lo frívolo y lo rutinario, es decir, de aquellos
sentimientos y comportamientos bajos que habitualmente tenemos,
de aquella forma de ser y de vivir ligera, veleidosa e insustancial que
continuamente manifestamos en este mundo, y de aquellos hábitos
desordenados que nos impulsan a obrar de manera espontánea e
inconsciente contra la dignidad humana, incluyendo la nuestra, y
contra el proyecto salvífico de Dios.

La cuaresma se nos ofrece como un tiempo para analizar nuestra


vida; reflexionar sobre nuestras actitudes; reconocernos tal como
somos a fin de andar en la verdad que nos hace libres; descubrir la
necesidad de abandonar una vida precaria y hasta carente del
verdadero y profundo sentido de vida humana y cristiana;
determinarnos a elevar nuestro espíritu a su nivel originario;
comprometernos con decisión firme a salir de todo aquello que nos
aniquila como seres humanos, a fin de abrirnos a Dios, el origen de
nuestro ser; y ‘volvernos convertidos’ a Él y transformados para gozar
la plenitud que amorosamente quiere darnos a nosotros sus hijos.

Este ‘volver convertidos’ a la realidad humana y a la comunión con


Dios, en continua relación amorosa con él, es la finalidad y el
propósito, el desafío y la tarea de la cuaresma. Se trata de un
‘arriesgarse’ a vivir nuestra existencia desde la plenitud que Dios nos
ofrece, por pura bondad, y que nosotros continuamente anhelamos
desde lo más hondo de nuestro ser, aunque no siempre vivimos, en la
práctica de cada día, en sintonía o coherencia con nuestro deseo más
hondo. Por eso, muchas veces no correspondemos al don de Dios,
que nos mueve a la integración personal y existencial.

Para realizar estos objetivos, que posibilitan recuperar la dignidad


primera de ser imagen y semejanza de Dios, alcanzar la calidad
humana y vivir como hijos de Dios la vida en abundancia que Cristo
nos ofrece, es preciso optar por la realización de algunos actos
concretos o pasos específicos del proceso espiritual-integral, para
corresponder a la gracia que actúa a través de las prácticas
cuaresmales en la Iglesia.

Detenernos para vivir en lo esencial durante cuarenta días

Vivimos en un mundo de mucho movimiento, a veces incluso


vertiginoso, que nos lleva a dedicarnos a tantas realidades y
actividades superfluas; a olvidarnos y descuidarnos de lo esencial de
nuestra existencia humana: aquello que nos hace bien y que aporta a
nuestra realización en este mundo. La cuaresma es una oportunidad
para detenernos y vivir en lo esencial de la reconciliación-comunión
con Dios. He aquí una condición indispensable para entrar en el
espíritu de la cuaresma cristiana, puesto que vivimos en un mundo y
en una cultura que nos llevan a la deriva, al compás de su ritmo
fulminantemente acelerado, hasta tal punto de que, en esa corrida,
ya no podemos ver dónde ni qué pisamos, ni situarnos – con
equilibrio emocional y espiritual, con estabilidad sentimental y
racional, con armonía interior y sensatez en los actos y juicios –, en
las diferentes circunstancias que nos toca afrontar o vivir en el día a
día.

Es necesario pararse a considerar la propia vida, bajar la aceleración


con la que generalmente actuamos, o hacemos las cosas o queremos
lograr los objetivos; porque la velocidad extrema con la que
generalmente nos movemos, nos lleva a una ansiedad e impaciencia
que nos empujan a querer todo de modo inmediato, a exaltarnos
cuando no conseguimos lo que nos gusta, y a maltratar al otro
porque no se comporta como nuestra voluntad apetece.

Detenernos, a lo largo de estos cuarentas días, para no pasar de


largo tantas realidades profundas o detalles que resultan ser partes
muy importantes de la vida, de nosotros mismos, de nuestra relación
con Dios y con los demás, como solemos hacer normalmente. Para
detenerse un momento a considerar nuestra vida, para concedernos
el tiempo oportuno y darnos cuenta de nuestra propia realidad
existencial, para entrar en el dinamismo del proceso que encierra la
conversión integral, desde la verdad y la profundidad, es preciso
frenar esa prisa interior que nos mantiene en continuo movimiento,
que continuamente nos agota, nos estresa, nos desanima, nos
deprime o nos exalta, nos vuelve agresivos y que, así, nos destruye.

Detenerse es una necesidad existencial en esta época de extrema


aceleración e instantaneidad, de apuro interior, de agitación
desorientadora y desasosiego angustiante, para contener las
pasiones desordenadas, para descansarse de tantos activismos
deshumanizantes, para desapegar el corazón de tantas realidades
insignificantes, para fijarse en lo primordial de la dignidad humana y
de la vida cristiana, para centrarse en lo fundamental de la
existencia y encaminarse hacia la verdadera realización humana que
sólo se encuentra verdaderamente cuando se llega a la altura del
Hombre Nuevo: Cristo Jesús. Por eso, es necesario aprovechar bien
estos cuarentas días para salir de nuestra mediocridad humana, para
renunciar a una forma de ser y de vivir anti-cristiana,
lastimosamente dentro de la misma Iglesia, que tanto necesita de
nuestra conversión permanente y de nuestro testimonio.

Detenerse para escuchar la voz de Dios que siempre nos llama a la


conversión, para recapacitarnos y reconocer que lejos de la casa del
Padre no hay vida, sino hambre de sentido y de entusiasmo, hambre
de paz y estabilidad, hambre de amor y felicidad; detenerse para
abrirnos al misterio revelado en Jesucristo en la plenitud de los
tiempos, para descubrir la voluntad divina que no quiere nuestra
muerte, sino que anhela amorosamente que volvamos al único Él, que
es el único Dios verdadero, vivamos en comunión con Él y
alcancemos la vida en abundancia en este mundo.

Es urgente que nos detengamos deseando y dejando que Dios cambie


nuestro corazón empedernido y empecatado, para abandonar muchos
comportamientos oscuros y confusos que no condicen con lo humano
ni con el Evangelio proclamado por Jesucristo, para dejarse sanar por
el enviado de Dios de tantas heridas sicológicas y de tantas parálisis
espirituales y morales que nos llevan a vivir en permanente estado
de modorras y enajenamientos de lo esencial en nuestra vida
cristiana, sin el compromiso con las bienaventuranzas que exige el
seguimiento de Jesús. Detenernos para convertirnos y centrarnos en
el evangelio que es Cristo, es el primer desafío de nuestra vida
humana y cristiana para este tiempo de cuaresma.
Solo deteniéndonos abriremos espacio para Dios en nuestro corazón,
y viviremos la cuaresma tal como nos pide la Iglesia por medio de la
liturgia de la palabra que ella nos propone en este tiempo oportuno
de salvación, es decir, tanto del propio conocimiento a la luz de
voluntad divina y de su realización en medio de las diversas
realidades cotidianas como del conocimiento experiencial del Padre
y de su enviado Jesucristo por la fuerza del Espíritu Santo, en la vida
de cada día.

Conocerse desde lo profundo

El conocimiento propio es la tarea primordial de todo ser humano y


es un ejercicio permanente que cada persona ha de realizar a lo
largo de su propia historia en este mundo; es el punto de partida, la
base de todas las buenas relaciones humanas, de todas las oraciones
cristianas, de todos los serios proyectos humanos. Sin embargo,
hemos de reconocer que, muchas veces, nos ocupamos más de
conocer las realidades que nos envuelven o a las otras personas con
las que continuamente nos encontramos, y, de esa manera, nos
olvidamos de nosotros mismos. Y de poco nos servirán todos los
conocimientos que tengamos, si ignoramos nuestra propia, profunda
y misteriosa realidad personal.

De ahí que el conocimiento propio es el punto de partida para asumir


la propia realidad humana con firmeza y mantenerse con estabilidad
en las diferentes situaciones de la vida, sobretodo en las adversas. Al
mismo tiempo, es el punto de arribo, el puerto dichoso de la madurez
humana y de las exigencias cristianas. Es la puerta para abrirse al
misterio más profundo de nuestro ser y estar a la altura del Hombre
perfecto, Jesucristo, puesto que Dios es la medida del conocimiento
humano, ya que, como expresa muy bien Santa Teresa de Jesús,
jamás nos acabamos de conocer si no procuramos de conocer a Dios;
mirando su grandeza, acudamos a nuestra bajeza; y mirando su
limpieza, veremos nuestra suciedad; considerando su humildad,
veremos cuán lejos estamos de ser humildes (1M 2, 9).

Conocernos exige que analicemos con moderación y santo realismo


nuestras actitudes negativas y positivas, nuestras debilidades y
fortalezas, para asumirlas y trabajarlas. Es aceptar con tranquilidad y
sin victimismo los errores, los fracasos, las sombras, las
frustraciones, los pecados, las esclavitudes morales y espirituales en
las que generalmente se hallan las personas alejadas de Dios. A la
vez, es un camino de reconocimiento y liberación de todos los vicios,
actitudes a las que continuamente nos aferramos; así nos
esclavizamos y caemos en obsesiones y manías que nos hacen
permanecer en una vida con máscaras, en el aburrimiento, en la
tristeza, en la cobardía, en la agonía, en el vacío, en la
despersonalización y deshumanización, en fin, en una vida sin vida y
sin sentido, que es lo más triste que puede experimentar el ser
humano.

Conocernos es, asimismo, alegrarnos con prudencia y agradecer a


Dios por los aciertos, los logros, las luces y las esperanzas, por los
grandes valores que anhelamos vivir siempre en nuestra existencia
cotidiana, por los gestos pequeños y escondidos, los detalles que,
muchas veces, nos asombran, nos alegran, y, otras tantas, se escapan
de nosotros. Conocernos es aceptar con humildad las grandes
capacidades personales, cualidades espirituales y talentos
intelectuales con los que Dios ha llenado y adornado nuestro ser y
nuestra vida en este mundo.
Conocernos conlleva asumir desde la fe sin preocupación estéril e
inútil, sino con paciencia y confianza, tanto la fragilidad y la
limitación como la fortaleza y la grandeza de uno mismo. Esta actitud
realista, que acarrea consigo el auto-conocimiento, permite al ser
humano actuar con equilibrio y mantenerse en el auto-dominio, es
decir, ser dueño de sí mismo en todos los momentos y
circunstancias. Para llegar a este conocimiento propio y a este
equilibrio que trae consigo la integración personal, es preciso
ejercitase en los cultivos del arte que encierra la profundidad
existencial-espiritual y realizar las condiciones que conlleva todo
auto-conocimiento en la verdad, tales como:

1. Entrar en la dinámica de la oración contemplativa, en el silencio


profundo para escuchar la voz del misterio que re-vela la verdad más
profunda de la vida, de la persona, de la vocación humana, de las
realidades sociales e históricas que suceden y nos circundan, para
vivir todos los acontecimientos desde Aquel que con inmenso amor
nos ama siempre primero y que todo lo puede. Esta entrada en el
silencio es para escuchar a Dios, que nos habla de manera definitiva
en su único Hijo Jesucristo, porque, como expresa San Juan de la
Cruz, una palabra habló el Padre, que fue su Hijo, y ésta habla
siempre en eterno silencio, y en silencio ha de ser oída del alma (Av.
2, 21). Una condición indispensable para escucharnos a nosotros
mismos, a Dios y a los demás consiste en silenciarnos en todas las
dimensiones de nuestra vida. No se trata sólo de acallar las palabras,
sino también los ruidos mentales y emocionales, los recuerdos y las
imaginaciones. El silencio es necesario para el ejercicio de la oración
tal como nos presenta Jesús y nos propone la Iglesia para el tiempo
de cuaresma (Mt. 6, 6, 5-8).
2. Buscar el momento oportuno para encontrarse y tratar de
amistad ‘a solas con Él solo’, para dedicarle y dedicarnos nuestro
tiempo, para penetrar más adentro en la espesura del misterio divino
y poner los ojos en el Amado que nos mira con amor, para aprender
de Él a mirarnos misericordiosamente, con un corazón manso y
humilde como el suyo. Solo desde la soledad con Dios es posible
aprender de Él, conocerlo verdaderamente, porque solo en soledad
de todas las formas, interiormente, con sosiego sabroso (el alma) se
comunica con Dios, porque su conocimiento es en silencio divino (Av.
1, 28).
3. Mantener una atención amorosa a lo interior de uno mismo: Es
mirar y cuidar el movimiento de la propia interioridad. Es velar por lo
que surge en las entrañas del propio corazón y de la propia mente.
Estar atento a uno mismo para darse cuenta de qué imaginación, qué
emoción, qué sentimiento, qué pensamiento surgen dentro, en este
momento y en este lugar. Conocerlos y aceptarlos así como vienen
desde el centro humano, desde lo profundo, desde la interioridad.
Atender a lo interior es para ver la intensidad y buscar la forma de
contener y comprender, dominar y orientar todos los movimientos y
las realidades internas. Esto exige la superación de la dispersión para
llegar al máximo grado de concentración hacia lo más profundo de
uno mismo, hasta llegar al más entrañable auto-conocimiento, capaz
de conquistar el más estable auto-dominio y la más íntegra unidad
interior, para gozar de la paz divina y de la comunión festiva con Él
en la propia interioridad.

Reorientarse en la vida humana

Los cuarentas días que la Iglesia nos ofrece como preparación para
la celebración de la Pascua son para ir dando los pasos por el nuevo
camino del hombre. Exige el reconocimiento de que estamos
descarriados, perdidos en el propio egocentrismo narcisista, a la
deriva en la desorientación existencial, confundidos en la
comprensión de la realidad humana y divina, personalmente
desestructurados y desintegrados, dispersos de lo esencial en el
proceso espiritual. Este humilde reconocimiento de la propia
situación existencial puede disparar en nuestra vida el proceso de la
transformación humano-espiritual que quieren posibilitarnos las
prácticas cuaresmales.

Entrar en este proceso de desandar el camino, de reestructurar la


propia forma de ser y de vivir, de renovación espiritual-integral,
exige la confesión de los pecados y la necesidad de volver al camino
del Señor, al cumplimiento de la voluntad divina, a las prácticas
diarias de la Palabra de Dios, que, en el origen de este tiempo
cuaresmal, nos invita con insistencia: conviértanse y crean en el
Evangelio (Mc. 1, 15).

El camino de la conversión es un proceso de la reorientación


existencial. Reorientarse en la vida comienza con la disposición de
ordenarse hacia la verdad del evangelio para volver al Dios
encarnado en la historia humana y se realiza en la firme decisión o
en la determinada determinación por los valores del Reino. Es
renovar y realizar, de algún modo, en la propia vida la experiencia del
llamado hijo pródigo, quien, analizando su situación existencial y
recapacitando sobre su equivocación y pecado, decidió volver al
abrazo con el Padre (Lc. 15, 17-18); o de los discípulos de Emaús,
quienes habían huido con decepción y cobardía, sin fe y sin
esperanza de la comunidad eclesial. Pero después de encontrarse en
el camino con el Señor, de dialogar dejándose enseñar por Él y de
descubrirlo en el gesto del amor partido, volvieron con alegría y
entusiasmo a testimoniar la experiencia del encuentro con el
Maestro en la comunidad de la fe (Lc. 24, 13-25).

Reorientarse en la vida para favorecer la transformación espiritual y


el crecimiento integral supone abandonar el camino del pecado y de
la muerte que nos aniquilan y nos destruyen, de la soberbia que nos
lleva a vivir en permanente auto-engaño de creernos más de lo que
somos y, por ende, aparecer lo que no somos. Asimismo, conlleva
superar la avaricia y la envidia que nos descentran y renunciar a la
lujuria que nos roba la auténtica alegría de vivir.

Reorientarse en la vida es abandonar los vicios de la mentira que nos


lleva a la malsana inquietud y continua preocupación; del
individualismo caracterizado por el egoísmo, el egocentrismo y el
egolatrismo, que son actitudes des-personalizantes y destructivas de
lo verdaderamente humano; de la arrogancia que nos lleva a
comportarnos con altanería infravalorando continuamente a los
otros; de la violencia que nos pone en permanente agresividad de
palabras, obras y gestos con los demás.

Reorientarse en la vida es decidir por renovarse, por nacer de lo alto,


e iniciar o comenzar de nuevo el proceso espiritual, para vivir la
Palabra de Dios y cumplir su voluntad en la vida de cada día, tal
como exige la vida cristiana según las enseñanzas de la Iglesia, que
precisamente nos orienta a vivir la comunión con Dios, desde lo
profundo de Él y en docilidad a Él.

Renovarse en el espíritu cristiano


La renovación espiritual, como sinónimo de cambio
personal-teologal, desde la perspectiva tanto de San Pablo como de
San Juan de la Cruz, aparece como una peregrinación siempre hacia
adelante, una tensión permanente entre la vida terrena que nos ata
al pasado, es decir, a las realidades terrenas que nos esclavizan, y el
futuro-vida divina que nos espera. Esta tensión existencial, espiritual,
conlleva una permanente lucha entre las obras según la carne y las
obras según el Espíritu (Rm. 8, 1-13), entre los deseos de la carne y
los frutos del Espíritu (Gál. 5, 16-26).

Para renovarse, cambiar el estilo de vida y llegar a la transformación


humano espiritual, es preciso despojarse del hombre viejo,
caracterizado por San Pablo como el ser humano dominado por sus
pasiones desordenadas que paulatinamente lo van destruyendo (Ef.
4, 22), para alejarse de las actitudes concretas que marcan la vida
del hombre viejo y estrenarse en el espíritu cristiano, renovándose
en el espíritu desde dentro y para revestirse del hombre nuevo, el
hombre según Dios, creado en la justicia y santidad (Ef. 4, 23-24).
De toda la exhortación de San Pablo, se colige que la renovación
cristiana es una transformación humano-espiritual total en la forma
de ser y de vivir, que requiere de nuestra parte un ejercicio continuo
para responder a la gracia de la conversión. Se trata de remar
contracorriente, de un no adaptarse a este mundo y una
transformación de la mentalidad (μετάνοια – metanoia = Rm 12, 2),
porque la innovación como el crecimiento humano requieren una
actitud nueva. Se trata, por tanto, de una vida nueva a ejemplo de
Cristo, el Hijo de Dios, encarnado para la salvación del mundo y de la
humanidad, y a imitación de Dios Padre, que tanto nos ha amado en
Cristo Jesús, a quien ha enviado no para condenarnos, sino para
salvarnos. Esta es una renovación integral, es decir, de toda la
persona, pero que puede verse en diferentes dimensiones de
renovación en cada persona, como por ejemplo:

1. Renovarse en la forma de pensar: Para cambiar el modo de


pensar, hay que reconocer que el ser humano, en la actualidad, se
forma frecuentemente una manera de pensar ligera, que no le
permite vivir en paz consigo mismo, ni con los demás, ni con su Dios.
Por eso, esta forma de pensamiento débil, versátil y voluble necesita
una profunda renovación, es decir, una transformación radical que
permita al ser humano pensar de otro modo más profundo y más
abierto a la realidad del ser humano y del ser divino, para no
relativizar ni reducir la misma realidad de Dios y la del hombre. En la
forma del pensar actual se concentra un vago eclecticismo. Pero no
es un problema el hecho de que sea un pensamiento ecléctico, sino
la superficialidad, frivolidad y la barata ideología con que trata de
acercarse a las realidades de la vida, del ser humano, del mundo, del
misterio, etc. Entre las muchas formas del pensar que existen y
condicionan al ser humano,y le imposibilitan el desarrollo pleno e
integral de su capacidad abierta al misterio divino, encontramos los
pensamientos deterministas y fatalistas, negativos en tanto
demoledores de lo humano, individualistas en sus más diversos
aspectos. Son formas de pensar que necesitan ser cambiadas, para
que la persona entre en un dinámico proceso de transformación y
viva su existencia en plenitud creciente, desde una integración
personal cada vez más humanizante.
● Determinismo-fatalismo: Si bien el determinismo y el
fatalismo constituyen dos orientaciones o doctrinas
filosófico-científicas, opuestas entre sí, salen desde las diferentes y
distintas trazas y estructuras y conformaciones culturales que
marcan y caracterizan una forma de pensar y actuar concretos. Y
ambos poseen en común el hecho de no pertenecer, en lo fáctico, a
un proceso de razonamiento lógico, libre y voluntario, en el ser
humano. Sin embargo, ambos están condicionados por un pre-juicio,
o por un proceso mental pre-lógico o mítico. En cuanto pre-juicio, el
determinismo y el fatalismo componen una obstinada y fanática
suposición acerca de los acontecimientos o realidades de la vida.
Esta mera suposición desvirtúa la realidad y no posibilita un
conocimiento profundo de la misma. Según la mentalidad
determinista, sucede una historia y acaecen unos acontecimientos
en el mundo y en la vida, causados por unos condicionantes
inevitables, por una ley predeterminada anterior e inmediatamente,
pero que no da cabida al uso y al desarrollo de la libertad humana en
tanto que el ser humano no puede transformarse ni modificar su
realidad. La forma de pensar movida por el determinismo reduce al
ser humano en su capacidad de ser actor y escritor de su propia
historia, puesto que, según su consideración, todo lo que sucede en
su vida es motivado por algo o alguien que condiciona
determinantemente su propio actuar. No lejos de esta mentalidad
determinista se encuentra el fatalismo, el cual afirma que todos los
acontecimientos ocurren de modo incierto e indeterminado, fortuito
o accidental, porque simplemente no hay remedio: nada ni nadie de
los seres humanos puede hacerles frentes, porque son regidos por
una fuerza que actúa como desgracia inexorable. Se trata, pues, de
un poder azaroso y casual, que no está ni controlado ni influido por la
voluntad de los individuos. Es decir, todo ocurre por fuerza del azar o
eventual casualidad, impredecible e indomable, porque debe ser, sí o
sí, de esa manera y nadie puede evitarlos. El fatalismo es una forma
de pensar que determina al ser humano, sea éste consciente de ello
o no, y, siempre, le limita a manifestarse y obrar desde la libertad y
la responsabilidad [asimismo, concomitante al determinismo y
fatalismo, pero en oposición especialmente a éste, aparece el
causalismo o pre-destinacionismo (único o doble), donde el eterno
destino en cuanto fin de una persona viene preestablecido por la
inmutable voluntad o ley de Dios]. Basadas en estas formas de
pensar, surgen, por lo general, afirmaciones que marcan y expresan
actitudes concretas de la persona, tales como: yo ya soy así, ya no
puedo cambiar, ya no hay remedio, esto pasó porque iba a pasar o si
va a pasar, va a pasar, nadie puede evitarlo, es imposible luchar
contra ello, etc. Tanto el determinismo como el fatalismo no le
posibilitan al ser humano vivir su fe cristiana con anchura y plenitud,
y en continuo crecimiento, porque ellos se oponen esencial y
directamente tanto a la providencia divina, que constituye una
realidad básica de la revelación divina, puesto que, en la historia de
esa manifestación de Dios, él se da a conocer como un ser
providente, como a la libertad humana que no solo es condicionada,
sino determinada en ambos casos.
● Negativismo: Así como el determinismo y el fatalismo reducen
la cualidad humana y privan al ser humano de la posibilidad de
escribir una fascinante historia personal, el negativismo, en cuanto
forma de pensar, frena y destruye la iniciativa humana, disminuye la
creatividad como capacidad de sobreponerse a lo negativo,
manifiesta la baja autoestima o heridas interiores no sanadas, y
condiciona el lenguaje en tanto que la mentalidad negativa se
expresa en lenguajes negativos, sean éstos verbales o no verbales. La
mentalidad negativa se fundamenta en una percepción dañina de un
mundo de vida, tanto que solo posibilita el descubrimiento de las
sombras que ocultan las luces. También es productora de un
modo-humano negativo, y hasta pesimista, de ser y de vivir en el
mundo, de relacionarse con Dios, con los demás, con uno mismo, con
el mundo y con la vida. A su vez, ella es el resultado de dicha
percepción y relación del ser humano con la múltiple forma de la
realidad. Esa forma de pensar es generadora de la cobardía con
expresa característica de prejuicio que falsifica la comprensión de la
realidad, de baja autoestima que condiciona negativamente la
relación interpersonal y circunstancial; y lleva a la persona a huir de
la realidad que debe afrontar o realizar. Como resultado, la
mentalidad negativa despierta en el ser humano una fuerte creencia
en la imposibilidad de todo. Esa creencia generalmente se constituye
en un prejuicio negativo que imposibilita el crecimiento humano; en
una actitud negativa, una forma de ser que se manifiesta,
concretamente, con el lenguaje humano, como: para qué luchar, si
esto no va a cambiar; para qué voy a estudiar, si después no voy a
conseguir trabajo; yo nunca podré…, nada se puede hacer, sin ni
siquiera intentar algo, es imposible…, etc. Además, la característica
de la persona que piensa negativamente es la continua y tenebrosa
lamentación de todo lo que acontece. Nada de lo que ocurre le
parece que está bien. Su visión es sombría y pesimista como su alma
y su futuro. En su percepción de la vida no hay posibilidad de triunfo
ni motivación para el esfuerzo. Así, la persona vive sin ánimo cada
momento, sumida en profunda tristeza y en amargo vacío,
extendiéndose como una anodina víbora que existe culebreando
entre el aburrimiento y el sinsentido de la vida. Este negativismo que
abunda en la actitud del hombre actual, no permite a la persona
entrar en un proceso de crecimiento humano ni desarrollar en
plenitud sus talentos y cualidades, porque se trata, en el fondo, de un
pesimismo destructor de la dignidad humana. El ser humano
pesimista es un obsesivo por la desgracia y los problemas, por las
sombras y la muerte, pues lleva dentro la semilla del mal, con
abierta posibilidad de desembocar incluso en la depresión y el
suicidio, que se oponen radicalmente a la fe y la esperanza del ser
cristiano. De ahí la necesidad de cambiar esta forma de pensar en
este tiempo cuaresmal, a fin de vivir más nuestra existencia cristiana
desde la dimensión teologal: la confianza en Dios que nos fortalece
para hacer grandes cosas; el abandono en su mano poderosa que nos
pacifica y nos anima; la aceptación de la voluntad divina que
acrecienta nuestra paciencia de esperar que Dios actúe en el
momento oportuno; la apertura a un crecimiento humano en la
comunión con el prójimo; la imitación de Dios que nos mentaliza y
nos estructura en los valores humanos y evangélicos; la
conformación con Jesucristo que pasó por este mundo haciendo el
bien, con actitudes concretas de amor, humanizantes y divinizantes,
etc.
2. A raíz de todo lo dicho, renovarse en el espíritu cristiano, según
la mentalidad, conlleva una exigencia de cambio radical en la forma
de pensar que no condice con el pensamiento divino y hace
imposible el cumplimiento de la voluntad de Dios. Para lograr el
cambio de mentalidad, la metanoia, es preciso no acomodarse en el
modo propuesto por este mundo, según su propia representación,
sino discernir la voluntad de Dios (Rm. 12, 2), ejercitándose en la
lectura orante de la palabra de Dios, de manera que el pensamiento
humano esté ilustrado por ella, y la palabra de Dios habite en la
conciencia humana, la ilumine, la informe, la dirija, y la adentre en el
conocimiento racional y espiritual de Dios (Col 3, 16-17).
3. Renovarse en la forma de sentir: Para cambiar el modo de
sentir, es preciso reconocer que, desde muchos aspectos, el
sentimiento humano también está dañado. Hoy día abundan en las
personas los sentimientos de inferioridad, de superioridad, de
susceptibilidad, de irritabilidad, de odios, que no les permiten vivir
con paz y alegría, con realismo y con equilibrio la existencia en este
mundo. Los sentimientos heridos generalmente viven en el interior
de la persona como duendes desconocidos, como fantasmas
perturbadores, como monstruos crueles y perversos, como
saboteadores de la realidad humana. Consciente o, más de las veces,
inconscientemente, condicionan la actitud del ser humano en su
relacionamiento consigo mismo, con los demás y con Dios.Los
sentimientos heridos, en sus múltiples formas: sentimentalismo
como inmadurez afectiva, la sensiblería como efecto de la herida
sentimental-pasional, la obsesión-dependencia afectiva o el desgarro
emocional agresivo que se expresa como resentimiento doloroso en
sus diferentes facetas: bronca, rabia, enojo, ira, rencor, odio,
indiferencia, no permiten a la persona ser y vivir desde lo más
profundo de sí mismo, de su identidad creatural, ni a buscar el bien
para el cual fue creada: el bien de la íntegra y verdadera comunión
amorosa y santa con Dios, con los demás y consigo mismo. De ahí la
necesidad de cambiar la forma de sentir: aprender de Jesús a ser
manso y humilde como Él, para obrar y servir a la humanidad y a la
Iglesia con un sentimiento transformado, renovado por el espíritu del
amor y de la gracia que nos ha concedido Jesucristo, cuando pasó
por el mundo haciendo el bien, y con el cual estamos llamados a
configurarnos, es decir, a propagar y manifestar los mismos
sentimientos de Jesucristo en nuestro vivir cotidiano. Se trata de
reflejar en nuestro comportamiento habitual los sentimientos de
bondad, de paz, de amor, de compasión, de ternura, de misericordia,
con los que Jesucristo se ha acercado benevolentemente a los seres
humanos. Solo si cambiamos nuestra manera de sentir, si nos
transformamos espiritualmente, podremos renovar también nuestra
forma de amar y cumplir, así, el mandamiento principal de Jesús:
ámense los unos a los otros como yo los he amado, es decir, hasta
dar la vida por los demás en lo pequeño de cada día, que exige poner
por obras las características del amor descritas por San Pablo en 1
Cor. 13, 1-13.
4. Renovarse en la forma de hablar: Cuando Dios transforma
interiormente, renueva nuestra manera de pensar y de sentir,
también cambia nuestra manera de hablar y de tratar a la gente. Es
signo de que necesitamos una transformación humano-espiritual
cuando nuestras palabras profieren quejas, murmuraciones,
groserías, violencias, malicias, etc. Hemos de reconocer que, normal
y asiduamente, tenemos estas maneras negativas, groseras y
violentas de hablar. En algunos casos, constituyen una forma de vivir
contestataria ante la realidad que no se puede cambiar o que supera
a las personas. En otros, expresa una debilidad humana, un vicio
destructor, o un mecanismo de defensa. Transformar nuestra forma
de hablar consiste en renunciar a estos modos de lenguajes verbales
habitualmente negativos y suplantarlos por otras maneras de hablar
que sean positivas y proactivas.
● Quejas: Hay personas que se quejan de todo y, de esa manera,
expresan el disgusto y descontento que llevan dentro contra una
realidad, hechos o personas. La queja es una actitud de protesta, de
frustración o de rebeldía. Es un reclamo que expresa una
inconformidad, insatisfacción y resentimiento contra algo o alguien.
La queja puede también expresar la irresponsabilidad ante la
circunstancia en la que se vive, como, por ejemplo, en el mismo
paraíso (Gn. 3, 12-13). Nos referimos a las quejas excesivas. Hay
personas que tienen la costumbre de vivir quejándose hasta de sus
quejas. Esa actitud representa una visión negativa de la realidad, de
la vida, de la historia. Es una actitud tóxica que roba la paz interior,
disminuye la claridad del pensamiento y la bondad del corazón e,
incluso, puede disparar un sentimiento de impotencia, de victimismo
o de rebelión agresiva. Quejarse es una actitud muy propia del
hombre descontento y muy antigua tal como puede verse en la
biblia.La queja fue la respuesta del pueblo de Dios a su experiencia
en el desierto: El pueblo profería quejas amargas a los oídos de
Yahveh (Núm. 11, 1; Cfr. Ex. 16, 1-3). Toda queja es una expresión
amarga y amargante. Quizás por eso, san Pablo expresa: Tampoco
debemos quejarnos como algunos de ellos lo hicieron. Por eso el
ángel de la muerte los mató. Todo eso le sucedió a nuestro pueblo
para darnos una lección (1Cor 10:10-11). Aprender la lección es
aprender a no quejarse ni a murmurar. Es lo que dice san Pablo:
Háganlo todo sin quejas ni discusiones, para que sean irreprochables
e inocentes, hijos de Dios sin tacha en medio de una generación
tortuosa y perversa, en medio de la cual están brillando como
antorchas en el mundo (Flp. 2, 14-15).
● Murmuración: Esta actitud negativa consiste en hablar a
espalda de alguien, generalmente de manera falsa, despectiva,
jocosa, chismosa y, por ende, se vuelve destructiva. Si la queja
expresa un resentimiento, la murmuración ya puede surgir de una
malicia del corazón o de intención y puede pasar de una simple
habladuría y chisme a una difamación y calumnia, que destruye la
buena fama de las personas. La murmuración, que comúnmente
practicamos en nuestra convivencia cotidiana, conlleva,
implícitamente, la exageración y la falsificación de la realidad, y, por
ello mismo, es destructora de una relación interpersonal sana,
aunque las personas que comparten el gusto y el vicio de la
murmuración crean lazos de comunicación social. Pero estos lazos
generalmente resultan superficiales, dúctiles, frágiles, hasta
hipócritas. La murmuración es una actitud negativa muy antigua en
el ser humano. Leamos algunas citas de la biblia que nos ayuden a
reflexionar sobre el tema: En el desierto todos los israelitas
murmuraron contra Moisés y Aarón (Nm. 14, 2). Sueltas tu lengua
para el mal, tu boca urde el engaño. Te sientas y hablas contra tu
hermano; calumnias al hijo de tu propia madre (Sal. 50, 19-20). El
hombre perverso provoca contiendas, y el chismoso separa a los
mejores amigos (Prov. 16, 28). De las discusiones y contiendas de
palabras, nacen envidias, pleitos, blasfemias, malas sospechas (1Tim
6, 4). Hermanos, no hablen mal los unos de los otros. El que habla
mal de un hermano o juzga a su hermano, habla mal de la ley y juzga
a la ley; pero si tú juzgas a la ley, no eres cumplidor de la ley, sino
juez. Uno es el legislador y juez… tú, ¿quién eres para juzgar al
prójimo? (St. 4, 11-12). Hay hombres cuyas palabras son como golpes
de espada; pero la lengua de los sabios es medicina (Prov. 12, 18).
Desechando la mentira, hablen con verdad cada cual con su prójimo,
pues somos miembros los unos de los otros… No salga de la boca de
ustedes palabra dañosa y des-edificante, sino la que sea conveniente
para edificar según la necesidad y hacer el bien a los que os
escuchen… (Ef. 4, 25. 29).
● Groserías: Una de las formas habituales que caracterizan
nuestro hablar, conversar y compartir con los demás consiste en el
uso de las groserías. Las tenemos tan adentradas en nuestro
lenguaje que, muchas veces, no las tenemos presente y ni siquiera
nos damos cuenta de que en nuestras conversaciones manifestamos
una falta de atención y respeto al otro o una falta de afabilidad o de
finura. La rusticidad o descortesía se manifiesta en palabras muy
sencillas como por ejemplo: pendejo (pectiniculus, vello púber) que
hace referencia a algo insignificante y obsceno a la vez; lo mismo
podemos decir cuando decimos: amargado, carajo, cochino, estúpido,
güevón, idiota, imbécil, puta, etc. La grosería es el vehículo
lingüístico por el que se expresa tanto la bajeza humana, la
vulgaridad y la villanía, como la soberbia, la tosquedad y la rudeza, o
la frustración, la ira, el dolor, etc. Generalmente se utiliza como un
insulto, injuria y humillación, para achicar al otro, para violentarlo o
simplemente para manifestar la abundancia de chabacanería u
obscenidad que hay dentro de la persona. En este sentido, la grosería
va más allá de una simple palabrota, indica una actitud y lo que se
lleva en lo interior del corazón y de la mente, un pensamiento, un
sentimiento, una emoción, una reacción, etc. De hecho, de lo que
abunda en el corazón habla la boca, dice la palabra de Dios (Lc. 6,
45). Por eso, San Pablo aconseja: La fornicación, y toda impureza o
codicia, ni siquiera se mencione entre vosotros, como conviene a los
santos. Lo mismo de la grosería, las necedades o las chocarrerías,
cosas que no están bien (Ef. 5, 3-4). Hay que dejar todas las
groserías porque son palabras indecentes (Col. 3, 8). Y que vuestra
conversación sea siempre amena, sazonada con sal, sabiendo
responder a cada cual como conviene (Col. 4, 6). Todo es porque
Jesús ha dicho que en el día del juicio todos tendrán que dar cuenta
de cualquier palabra inútil que hayan pronunciado. Pues por tus
propias palabras serás juzgado, y declarado inocente o culpable (Mt.
12, 36-37).
● Violencia: Sabemos que la violencia se manifiesta tanto en las
palabras, en los gestos y en los actos. La palabra no fue dada al
hombre para expresar violencia y maldad. Por eso, Dios reclama:
vuestros labios hablan mentira, vuestra lengua murmura maldad (Is.
59, 8). Nada de maldad ni de violencia en las palabras, porque son
obras de la carne, las cuales son: inmoralidad, impureza, sensualidad,
idolatría, hechicería, enemistades, pleitos, celos, enojos, rivalidades,
disensiones, sectarismos, envidias, borracheras, orgías y cosas
semejantes, contra las cuales les advierto, como ya se lo he dicho
antes, que los que practican tales cosas no heredarán el reino de
Dios (Gál. 5, 19-21). Las palabras violentas expresan los sentimientos
agresivos y las emociones impulsivas que dominan a la persona,
como los que rechaza san Pablo: Toda acritud, ira, cólera, gritos,
maledicencia y cualquier clase de maldad, desaparezca de entre
vosotros (Ef. 4, 31). Dios rechaza la violencia en la tierra de los vivos:
Y la tierra se había corrompido delante de Dios, y estaba la tierra
llena de violencia. Y miró Dios a la tierra, y he aquí que estaba
corrompida, porque toda carne había corrompido su camino sobre la
tierra. Entonces Dios dijo a Noé: He decidido poner fin a toda carne,
porque la tierra está llena de violencia por causa de ellos; y he aquí,
voy a destruirlos juntamente con la tierra (Gn. 6, 11-13). Por tanto,
No envidies al hombre violento, y no escojas ninguno de sus caminos
(Prov. 3, 31).
5. Para cambiar la forma de hablar, San Pablo – y toda la palabra
de Dios – propone, en el fondo, una renovación integral del ser
humano. Es necesario renovarse en la forma de pensar y de sentir,
para transformar la manera de hablar y de actuar.
6. Renovarse en la forma de actuar: Creo que San Pablo ha
presentado muy bien lo que implica la renovación en nuestra forma
de actuar y de vivir. Basta que leamos dos textos suyos, donde
aconseja él una renovación de vida, de actitud, para comprender en
qué consiste esta transformación humano-espiritual que nos piden
las prácticas cuaresmales. Despójense del hombre viejo con sus
obras, y revístanse del hombre nuevo, que se va renovando hasta
alcanzar un conocimiento perfecto, según la imagen de su Creador,
donde ya no hay griego ni judío, circuncisión e incircuncisión;
bárbaro, escita, esclavo, libre, sino que Cristo es todo y en todos.
Revístanse, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de
entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre,
paciencia, soportándose unos a otros y perdonándose mutuamente,
si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor los perdonó,
perdónense también ustedes. Y por encima de todo esto, revístanse
del amor, que es el vínculo de la perfección. Y que la paz de Cristo
presida sus corazones, pues a ella han sido llamados formando un
solo Cuerpo. Y sean agradecidos (Col. 3, 9-15). Si es que han oído
hablar de Cristo y en él han sido enseñados conforme a la verdad,
despójense, en cuanto a vuestra vida anterior, del hombre viejo que
se corrompe siguiendo la seducción de las concupiscencias,
renueven el espíritu de vuestra mente, y revístanse del Hombre
Nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad… El
que robaba, que ya no robe, sino que trabaje con sus manos,
haciendo algo útil para que pueda hacer partícipe al que se halle en
necesidad… Y sean más bien buenos entre ustedes, entrañables,
perdonándose mutuamente como los perdonó Dios en Cristo (Ef. 4,
21-24. 28. 32).

Creo que si logramos esta transformación humano-espiritual, en este


tiempo de cuaresma, podremos crecer como personas en madurez y
en santidad de vida, que son condiciones necesarias para la
auténtica realización y plenitud humana que todas las personas
desean en su corazón.

Muchas gracias.

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