Está en la página 1de 10

HISTORIA DE LA FILOSOFÍA.

BLOQUE III: LA FILOSOFÍA MODERNA.


TEMA 8. LA FILOSOFÍA POLÍTICA
MODERNA. LOCKE Y ROUSSEAU.

RESUMEN. Tratamos en este tema de filosofía política, es decir, del problema de la


legitimidad del poder. En la época moderna se enfrentan dos teorías: la que establece la
legitimidad del poder en Dios (la teoría del derecho divino de los reyes), característica del
antiguo régimen, y la que establece la soberanía en los derechos individuales y en el pacto o
contrato entre individuos (la teoría contractualista). Esta última, que está en la raíz de nuestro
propio ordenamiento político, y que está relacionada históricamente con el ascenso social y
político de la burguesía, fue defendida durante los siglos XVII y XVIII por pensadores como
Thomas Hobbes y, sobre todo, por John Locke y Jean-Jacques Rousseau. Veremos lo que tales
autores pensaban en cuanto a (a) el origen y necesidad de la ley y el poder político a partir de
una cierta concepción de la naturaleza humana; (b) los principios en que se fundamentan y
legitiman el poder y las leyes; (c) la forma en que ha de instituirse el Estado; y (d) la
organización del Estado y la sociedad que resulta de su propuesta. Veremos, también, alguna
otra perspectiva en teoría política, tal como el pragmatismo o “realismo político” de
Maquiavelo, un autor renacentista que podría ser considerado como el maestro de algunos de
los políticos actuales.

ÍNDICE DEL TEMA.

• Introducción.
• La teoría del derecho divino. La política del “antiguo régimen”.
• La teoría de la soberanía popular y el contractualismo en Hobbes, Locke y Rousseau.
• El “realismo político” de N. Maquiavelo.

• Introducción.

El principal asunto que ha de resolver una teoría política es el de la legitimidad del poder. Es decir:
el de establecer quién tiene el poder o la soberanía (para organizar la sociedad, dictar leyes, dar
órdenes, etc.) y por qué.
En la Edad moderna europea conviven durante un tiempo dos teorías políticas muy distintas, de las
que poco a poco se va a ir destacando e imponiendo la segunda: (1) la teoría del derecho divino de los
reyes, que sustenta al llamado “antiguo régimen” 1, y (2) la teoría de la soberanía popular y el
contractualismo, elaborada por filósofos como Hobbes, Locke o Rousseau, y que está en el origen de
nuestras democracias actuales.

Ambas teorías coinciden en que la naturaleza defectuosa del hombre (egoísta, violento o, como
menos, corrompible por pasiones que enturbian la cooperación pacífica con los demás), justifica la
necesidad de leyes y de un Estado con poder como para instituirlas y hacerlas cumplir. Esta necesidad
natural de la ley y el poder estatal (sin los que la convivencia sería casi imposible) es el fundamento
primero del poder político. Ahora bien, falta por justificar quién ha de ejercer ese poder y por qué.

Para la teoría del derecho divino, el hombre no puede fiarse de sí mismo, ha de confiar en un
dominio externo, que es Dios. Todo poder y ley provienen de Dios, quién delega su poder en el rey (y
en los estamentos superiores: la nobleza y el clero). En el extremo (el de las monarquías absolutas de
los siglos XVII y XVIII), el rey tiene un poder absoluto semejante al poder absoluto de Dios. Su
voluntad es la ley. Y sus súbditos han de conformarse a este poder sagrado tal como la harían ante el
mismo Dios.

Desde el siglo XVII surge una teoría política distinta, en buena medida ligada a los intereses y la
mentalidad de la burguesía europea. Según esta teoría el hombre tiene la capacidad racional para ser su
propio dueño y establecer las leyes políticas más adecuada a sus propios fines. Así, la fuente de todo
poder es el propio individuo, que lo ejerce legítimamente en la defensa de su vida, en el ejercicio de su
libertad, y en el dominio de lo que es suyo. Todos poseen por igual este poder o soberanía. Pero para
asegurar la paz y la seguridad, estipulan unas leyes comunes y un Estado o gobierno, al que se todos se
comprometen (mediante pacto o contrato) a obedecer, cediendo todos parte de su poder y libertad, en
vistas al bien común.

Veamos ahora todo esto con detalle. Tened en cuenta que cada doctrina o teoría política atiende al
problema de la legitimidad del poder en orden a estos cuatro aspectos:

• El origen y necesidad de la ley y el poder político a partir de una cierta concepción de la naturaleza
humana.
• Los principios en que se fundamentan y legitiman el poder y las leyes.
• La forma en que ha de generarse o instituirse el Estado.
• La organización del Estado y la sociedad que resulta de su propuesta.

• La teoría del derecho divino. La política del “antiguo régimen”.

• El origen y necesidad de la ley y el poder político a partir de la naturaleza humana.

El primer paso para legitimar o justificar el orden político consiste en justificar la necesidad de que
lo haya. En la línea del pensamiento cristiano propio a la Edad media, el origen de la sociedad y la
política está en la defectuosa naturaleza humana (contaminada por el pecado). Se afirma que una vez
expulsado del paraíso (una especie de estado de naturaleza idílico donde los hombres eran
autosuficientes y buenos, y no necesitaban ni la sociedad ni las leyes políticas), los hombres se ven
obligados a vivir en sociedad y trabajar juntos para procurarse lo necesario y protegerse mutuamente,
pero también a disponer leyes y gobierno para

1 El sistema político, en parte heredado de la Edad media, que caracteriza a la Edad moderna en la mayoría de las naciones, al menos hasta el
siglo
XVIII. Su forma más típica es la monarquía absoluta.

evitar la discordia fruto de sus impulsos egoístas2.

• Principios de la legitimidad del poder y las leyes.


La fuente de legitimidad política característica del antiguo régimen, y heredada de la Edad media,
es el poder y la ley de Dios. El hombre es una criatura incapaz de gobernarse a sí misma correctamente,
por eso ha de confiar (tener fe) en un dominio externo, en un “otro” que le imponga la ley (esto
significa “heteronomía”). Esta fuente externa de gobierno es, en última instancia, Dios. Él es quién nos
da las leyes y quién sustenta la autoridad o legitimidad del Estado. Se supone que estas leyes están
dadas por Dios, explicita o implícitamente, en las Escrituras y en su interpretación por parte de la
Iglesia. Ahora bien, todo esto es muchas veces más simbólico que efectivo. En la realidad, el poder
divino está delegado o transferido a emperadores, reyes y nobles que, por este orden, la ejercen en
nombre suyo. La Iglesia (con el papado a la cabeza) también se erige como poder político, a menudo
enfrentado al emperador y los reyes, pero pocas veces va a mantener un poder comparable al de éstos.
¿Por qué el poder divino se delega en algunos hombres (emperadores, reyes, etc.) y no en otros? La
respuesta es que Dios ha creado a los hombres desiguales por naturaleza: unos pocos poseen la virtud y
el valor necesario para gobernar (nobleza y clero), y otros, la mayoría, solo pueden ser gobernados
(plebeyos o vasallos). Dios también ha dispuesto que, entre los gobernantes, unos gobiernen respecto
del alma (el clero), y otros respecto a los asuntos terrenales (la nobleza, de la que proceden los
emperadores y reyes). Dado que esta desigualdad es natural es, por ello, hereditaria, de manera que el
poder divino delegado en los nobles es transmitido a sus descendientes (formalmente, a través de
títulos nobiliarios hereditarios como el de príncipe, duque, etc.). Esta teoría del derecho divino de los
reyes llega a su máxima expresión con los reyes absolutos de la Europa del XVII y XVIII, cuyo poder
era, precisamente, absoluto (como absoluto es el poder de Dios)3.

• Institución del poder del Estado.

La institución del poder en el antiguo régimen casi se limita al rito de entronización de reyes y
emperadores. En estos ritos el papel de la Iglesia es fundamental, ya que han de dejar patente, con todo
el aparato simbólico de la liturgia, la delegación de poder que se efectúa entre Dios y el emperador o
rey. Así, el que corona al rey es la autoridad eclesiástica (a veces, el papa), simbolizando con ello la
cesión de poder de Dios (representado por la Iglesia) al rey. Esta cesión es permanente, en tanto dure la
vida del rey, y pasa a sus herederos, que serán coronados de idéntica manera.

• La organización del Estado y la sociedad

La sociedad del antiguo régimen está dividida en tres estamentos: los plebeyos o campesinos, el
clero, y la nobleza encabezada por el rey. La pertenencia a uno de estos tres grupos estaba determinada
por Dios y la naturaleza: se suponía que por naturaleza unos tenían el valor y la virtud para ser nobles,
otros la capacidad espiritual y la sabiduría para ser clérigos, y otros la fuerza y habilidad para trabajar.
Esta capacidad, por ser natural, era también hereditaria, de manera que el hijo del campesino solo podía
ser campesino y el hijo del noble solo podía ser noble. Los miembros de cada estamento tenían sus
propios derechos y obligaciones, si bien es claro que la inmensa mayoría de los derechos y privilegios,
incluidos los políticos, solo los tenían los dos estamentos superiores: el clero y la nobleza. Los
plebeyos o campesinos, que agrupaba a la mayoría de la población, apenas tenía más derechos que el
de administrar los escasos bienes fruto de su trabajo (una vez descontados los tributos pagados al clero
y la nobleza). Carecían del poder o derecho de decidir libremente dónde vivir y en qué trabajar (estaban
adscritos a las tierras de un determinado señor), el señor (fuese nobiliario o eclesiástico) decidía en
ocasiones con quién debían de contraer matrimonio y tenía, incluso, el derecho de vida o muerte sobres
sus siervos. Por descontado, los campesinos carecían de todo poder político, y no podían acceder a la
propiedad de la tierra (incluso aunque tuvieran medios para comprarla). En cuanto a la estructura
política, aunque a veces había algo lejanamente parecido a parlamentos en los que todos los

2 De manera más racional (y menos pesimista) teólogos como Tomás de Aquino establecen que el ser humano es, por definición y condición
un ser social y que, por tanto, la sociedad y la vida política son naturales para el hombre.
3 Hasta aquí la teoría. En la práctica la clase nobiliaria (y secundariamente el clero) poseía, durante la Edad media y hasta los comienzos de la

Edad moderna, casi toda la riqueza (sobre todo tierras y ganados) y la fuerza militar en Europa. Ahora bien, esto solo explica en parte su
inmenso poder político. No hay soldados ni riquezas suficientes para reprimir o sobornar constantemente a una inmensa mayoría (recordad
que nobleza y alto clero representaban un porcentaje mínimo de la población). El reconocimiento del poder absoluto de unos pocos por parte
de la mayoría se debía fundamentalmente a la profunda creencia en la divinidad de los reyes y en el orden establecido por Dios. A esto ayuda
(y no poco) la casi completa ignorancia en que vivía el grueso de la población, cuya única fuente de información era la Iglesia.

estamentos estaban (desigualmente) representados, estos no tenían casi ningún poder frente a los
nobles y al rey. A comienzos de la Edad moderna las monarquías absolutas, por ejemplo en Francia y
España, acumulan todo el poder (incluso el atribuido tradicionalmente a la nobleza) e instituyen
grandes y poderosos Estados centralizados en torno a la figura del rey.
La burguesía y la crisis del antiguo régimen.
Desde los siglos XIV y XV surge con fuerza un nuevo grupo social, la burguesía urbana y comercial, que no encuentra fácil
acomodo en este orden estamental (a pesar de ser cada vez más ricos, los burgueses no tienen acceso a los privilegios, ni a la
propiedad de la tierra, ni al poder político). Durante los siglos XVI y XVII, la burguesía apoya económicamente a los monarcas
para que éstos defiendan sus intereses, opuestos a los intereses de la nobleza. Fruto de este apoyo burgués a los reyes son las
monarquías absolutas características de esta época, en las que los reyes adquieren un enorme poder político frente al resto de
los nobles,gracias a la financiación económica de los burgueses que, a cambio, reciben ciertos privilegios y compensaciones
económicas (cargos políticos, creación de mercados internos y externos, proteccionismo frente a la competencia de productos
extranjeros, etc.). Ahora bien, desde finales del siglo XVII y durante todo el siglo XVIII, se va generando un movimiento
intelectual y burgués que pretende, primero en Inglaterra y luego en Francia y otros lugares de Europa, inaugurar un nuevo
orden político y social basado en la razón. A estos filósofos, la monarquía absoluta de origen nobiliario y sancionada por Dios
comienza a parecerles injustificada (y seguramente inútil ya para la defensa de sus intereses). En su lugar se proponen
regímenes políticos basados en la igualdad natural de los hombres, la ausencia de privilegios para ningún grupo, la libre
distribución de la riqueza en base a la riqueza y los méritos individuales, y la adscripción del poder político (la soberanía) a los
ciudadanos, la nación o el pueblo, el cual la ejerce a través de representantes escogidos, y en vistas al bien común. A esta
filosofía política denominada, en general, contractualismo, la acompañan fenómenos históricos decisivos durante la Edad
moderna como son: la “revolución gloriosa” en Inglaterra que, en 1688, pone fin a la monarquía de los Estuardo y establece
una monarquía parlamentaria; la revolución norteamericana que, en 1787, proclama la primera constitución de la historia y en
la que se consignan los principios políticos modernos; y la revolución francesa de 1789, que abre un nuevo periodo histórico en
la Europa continental. La conjunción entre estos acontecimientos y sus secuelas históricas, de un lado, y el pensamiento
político que los inspira y acompaña, de otro, conforman la base histórica y doctrinal de nuestras actuales democracias No
olvidamos mencionar aquellos regímenes y teorías políticas que, como el despotismo ilustrado, defienden el poder del Estado
monárquico como ejecutor y garante del nuevo orden social basado en la igualdad natural de los hombres, en la razón y el
progreso. Esta práctica y teoría política surge durante el siglo XVIII en países que, como la Prusia de Federico II el Grande, la
Rusia de Catalina II la Grande, la Austria de José II o incluso la España de Carlos III, carecen de una burguesía fuerte que
lidere el proceso de cambios.

• La teoría de la soberanía popular y el contractualismo. Hobbes, Locke y Rousseau.

Presentamos ahora la teoría contractualista, concebida por filósofos como Hobbes, Locke o
Rousseau. El pensador inglés Thomas Hobbes (1588-1679) representa una suerte de transición entre el
absolutismo monárquico y el contractualismo. En el Leviatán (1651), que es su obra más famosa y en
la que expone su teoría política, Hobbes defiende la legitimidad de un Estado absolutista (con poder
absoluto y permanente), pero no lo justifica en el orden divino, como era habitual, sino en un pacto o
contrato social por el que los individuos deciden libremente, y en vistas a sus intereses, ceder, para
siempre, todo su poder al Estado.

La teoría política del filósofo inglés John Locke (1632-1704) está expuesta en sus Dos tratados
sobre el gobierno (publicada en 1690, tras la “revolución gloriosa” de 1688 que puso fin a la
monarquía de los Estuardo y establecía una monarquía parlamentaria). En el primero de estos tratados
critica la teoría absolutista del derecho divino del monarca; en el segundo formula su propia versión,
muy distinta de la de Hobbes, de la teoría contractual. Frente a la perspectiva absolutista de Hobbes,
por la que el individuo se subsume en el Estado, Locke representa la perspectiva liberal, en la cual es el
Estado el que está por entero al servicio del individuo.

Finalmente, el ginebrino Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) expone su teoría política en varias


obras: dos discursos para la Academia de Dijon (Discurso sobre las ciencias y las artes, y Discurso
sobre la desigualdad entre los hombres, en 1749 y 1758 respectivamente) y, sobre todo, en su obra
titulada El contrato social (1762).

(a) El origen y necesidad de la ley y el poder político a partir de la naturaleza humana.


Los tres autores parten de la idea de un hipotético “estado de naturaleza” (sin leyes ni política) 4 y
de la concepción del hombre como un ser imperfecto (necesitado de los demás, con dificultad para
cooperar o fácilmente corrompible por el egoísmo) que se ve naturalmente obligado a “salir” de la
naturaleza y crear un
4Entiéndase que ese estado natural es más una especie de artificio teórico (para justificar la necesidad de la política) que una realidad histórica
comprobable.

Estado político. La diferencia con la época medieval es que ya no se alude al pecado como causante de
esa imperfección humana (el hombre es como es por naturaleza), ni a la providencia divina como causa
de la aparición de las leyes (el paso del estado de naturaleza al Estado es por necesidad natural o
racional). Veamos esto más en detalle en cada uno de lo autores.
Según Hobbes, en un hipotético estado de naturaleza cada individuo tendría todo el poder que le
permitiera su fuerza y astucia, sin restricción social o política alguna (regiría la ley natural del más
fuerte). Y aunque por naturaleza los hombres tienen una cierta tendencia a ser justos y considerados
con sus semejantes, en ellos prima más la pasión, no menos natural, de la codicia y el egoísmo (“el
hombre es un lobo para el hombre”, dice Hobbes) 5. Así, dado que por su igualdad natural todos los
hombres tendrían similar fuerza y astucia, el “estado de naturaleza” sería un estado de perpetua guerra
de todos con todos, sin que nadie dominara nunca del todo a los demás. La vida humana en este estado
sería, según Hobbes, insufrible, debido al miedo constante a perder la vida y los bienes 6. Ante esta
situación, la propia ley natural (es decir, racional) lleva al hombre a buscar la paz y la seguridad
mediante la institución de leyes convencionales que limiten el derecho y poder natural de cada uno, y
de un Estado con suficiente poder para obligar con la fuerza a respetar dichas leyes. Sólo un poder
común –afirma Hobbes— puede refrenar las voluntades y dirigir las acciones hacia un beneficio
común. Surge, así, el Estado y la sociedad civil que, a diferencia de la natural, es aquella que está sujeta
a leyes convencionales y es, por tanto, de carácter político y no natural.

Locke tiene una visión mucho más amable del hombre en estado natural 7. Según él, el hombre es
naturalmente racional, sociable y cooperador. La razón natural le enseña que sus semejantes son iguales
a él en derechos naturales (derecho a la vida, la libertad y la propiedad) y que, por tanto, nadie puede
hacer de un semejante un mero instrumento para sus fines egoístas. Ahora bien, aunque en el hombre
suele vencer la razón sobre las pasiones egoístas, la propia razón persuade a los hombres de que sus
derechos están aún más protegidos en un Estado político regido por leyes positivas (convencionales) y
por la autoridad de unos gobernantes.

El caso de Rousseau es más complejo. Según el, los hombres en estado natural se reconocen
como iguales, son independientes o autosuficientes, pero también buenos y compasivos con los demás;
llevan una vida sencilla, virtuosa y pacífica, sin necesitar para nada de las leyes y la política. Pero por
un mal uso de su libertad (que le permite ir más allá de lo natural), se dejan seducir por la ambición y
comienzan a acumular propiedades, conocimientos y técnicas, volviéndose cada vez más desiguales
unos de otros (en riqueza, en la posesión del conocimiento) 8. Esta desigualdad (sobre todo entre ricos y
pobres) dará lugar a la violencia y, así, a la aparición de las leyes y los Estados, cuyo objetivo será
proteger la propiedad de los más poderosos y contener la ira de los pobres. El progreso de la cultura, la
ciencia y la técnica no servirá, por otra parte, más que para justificar con hipocresía y “buenas
palabras” la desigualdad reinante9 y para corromper aún más a los hombres, convirtiéndolos en amantes
del lujo material y en personas artificiosas y orgullosas, alejadas de Dios 10. Esta sociedad enferma y
pervertida es, según Rousseau, la propia sociedad moderna 11. Esta claro, pues, que, según Rousseau, el
derecho natural del hombre a la igualdad y la libertad están por encima del derecho a la propiedad y
que, por tanto, todos los Estados de la época son ilegítimos y no tienen derecho a existir. Toca así
constituir un nuevo Estado legítimo fundado en la verdadera naturaleza humana.
(2) Principios de la legitimidad del poder y las leyes.
5 Hobbes es muy pesimista con respecto a la naturaleza humana (a diferencia de Locke y, sobre todo, de Rousseau, como veremos). Y
seguramente tenía motivos, pues la redacción del Leviatán coincide con años de anarquía y guerras civiles entre el rey y el Parlamento inglés.
6 En este estado, dice Hobbes, la vida humana sería “(...) una vida solitaria, pobre, horrible, embrutecida y breve”.
7 También aquí influye, quizás, el contexto histórico: Locke no publico su obra inmerso en una guerra civil, como Hobbes, sino en un periodo
de paz y estabilidad en Inglaterra tras la victoria de los defensores del Parlamento.
8 La visión de Rousseau de un hombre natural puro y bueno que hace mal uso de su libertad y escoge la ambición y el alejamiento orgulloso

de Dios se asemeja a la visión cristiana del hombre primigenio (Adán y Eva) corrompido por el deseo de ser como Dios. Hay que recordar
que Rousseau está muy influido por el calvinismo (Calvino era ginebrino como él). Aunque en su imaginación de una “edad de oro”, en la que
el hombre era bueno y sencillo, está también la influencia de la cultura clásica.
9 Así, dice Rousseau, la ambición y la mentira generan la elocuencia del orador, la avaricia del comerciante produjo la aritmética, la

superstición produjo la astronomía, etc.


10 Es cuando menos paradójico que dijera esto uno de los colaboradores de la Enciclopedia y famoso intelectual de la época, ganador de los

premios de la Academia de Dijon por sus Discursos.


11 Rousseau es uno de los primeros críticos reconocidos de la civilización occidental y, en cierto modo, un precursor del romanticismo.

El punto fuerte de las teorías de Hobbes, Locke y Rousseu es el nuevo planteamiento en torno al
principio de soberanía. Si para la teoría política del antiguo régimen la soberanía reside en Dios y, por
delegación suya, en el rey, para la nueva teoría política la soberanía reside en todos y cada uno de los
individuos por igual (soberanía popular) y, por delegación suya (tras deliberación racional y mediante
un pacto o contrato), en un Estado o gobierno representativo. Esta teoría parte del ideal de autonomía
racional del hombre. Frente a la concepción heterónoma típica de la teoría del derecho divino (el
hombre “no puede fiarse de sí mismo” y ha de confiar en un poder superior a él), renace una
concepción clásica del hombre, según la cual éste tiene plena capacidad para gobernarse a sí mismo.
Esta capacidad le viene dada por la razón. Con la razón descubrimos las normas que deben guiar
nuestra vida y también las que deben regular la convivencia. Pero
¿qué normas descubre la razón?

En primer lugar, la razón reconoce una serie de hechos y valores que pertenecen a la esencia o
naturaleza humana (son universales o comunes a todos) y que guían necesariamente nuestra vida. El
primero de ellos es la igualdad: todos los hombres se reconocen naturalmente como iguales en tanto
seres humanos. El segundo es la vida: todo ser humano se distingue por el afán de conservar su vida. El
tercero es la libertad: todo ser humano es, por definición, un ser consciente y capaz de tomar sus
propias decisiones y, como tal, es ajeno a la naturaleza humana obrar contra la propia voluntad. El
cuarto (y el más discutido) podría ser la propiedad: todo ser humano se expresa y realiza a través de la
posesión y el dominio de ciertos bienes.
Así, el poder es legítimo no solo en cuanto reside en los individuos sino, más aún, en cuanto se
justifica en una determinada concepción (racional y universal) de la naturaleza humana, de sus
necesidades y de su dignidad. En suma: en cuanto refiere, promueve o protege los “derechos naturales”
del individuo: igualdad, vida, libertad y propiedad.12

Ahora bien, la razón también reconoce el hecho inevitable del conflicto entre los individuos. Es
fácil que la libertad y el derecho a la propiedad de unos se oponga a la libertad y el derecho a la misma
propiedad reclamada por otros. Dado que los derechos de todos no se pueden hacer efectivos en una
situación de conflicto generalizado, la razón reconoce la necesidad de establecer unas leyes comunes y
un gobierno o Estado que las administre, además del compromiso (pacto, contrato) de todos con
respecto a la obediencia debida a tales leyes. Este compromiso o pacto supone una cesión de derechos
por parte del individuo que renuncia, en parte, a su libertad de decidir, o de defender por sí mismo su
vida o sus propiedades, otorgándole tales derechos a las leyes y el gobierno (que podrán limitar la
libertad de acción de los individuos, y que serán los únicos que puedan “hacer justicia”). Importa
subrayar que la legitimidad del poder del Estado consiste en el poder que le prestan los ciudadanos, por
lo que el Estado también se compromete a cumplir su función como garante de la seguridad de todos, y
a no ejercer su poder en perjuicio de los derechos de esos mismos ciudadanos. Veamos todo esto con
más detalle en cada uno de los autores.

Para Hobbes, todos los hombres tienen naturalmente derecho o poder con respecto a su vida, a
decidir por sí mismos, y a poseer y administrar sus bienes (derecho a la vida, a la libertad y a la
propiedad). En el estado de naturaleza estos derechos o poderes son, además, inseparables de la fuerza
(cada hombre tiene tanto derecho o poder como fuerza para imponerlo y defenderlo), lo cual, dada la
natural igualdad de los hombres, conduciría a una guerra continua. Para evitar esto, lo razonable es que
todos los individuos otorguen parte de su derecho a decidir y a defender su vida a un Estado que ponga
orden e imparta justicia (cediendo a dicho Estado el monopolio de la fuerza). Solo así puede
garantizarse la vida y la propiedad de todos.

También Locke afirma que para que todos los hombres ejerzan sus derechos (a la vida, la libertad,
la propiedad) con seguridad, lo racional es ceder (mediante pacto o contrato) parte de estos derechos
(sobre todo, al de defenderse por uno mismo) a un poder o Estado que represente a todos y cuyo fin sea
asegurar que todos los individuos ejercen, en igualdad de condiciones, su derecho a vivir, a elegir todo
aquello que no comprometa la libertad y la seguridad de los demás, y a poseer y disfrutar de sus
propios bienes.

Rousseau mantiene la misma idea, solo que anteponiendo unos derechos a otros. Así, afirma que
todos los hombres tienen por naturaleza legítimo derecho o poder para decidir por sí mismos (libertad),
para exigir igualdad en el trato, para defender su vida, y para desarrollar sus virtudes naturales
(honestidad, sinceridad,

12Estos “derechos naturales”, ampliados durante la Revolución francesa (en la que se promulgan los “Derechos del hombre y del ciudadano”),
son el primer precedente moderno de lo que luego serán los “Derechos humanos”.

piedad, humildad, trabajo, etc.). Nótese que Rousseau no incluye el derecho de propiedad, origen de
todos los males, según él. Ahora bien, lo razonable es que todos los hombres cedan voluntariamente
parte de su libertad a favor de un Estado o gobierno que sea expresión de la voluntad general de todos
y que imponga las leyes necesarias para que tales derechos puedan hacerse efectivos en paz y
seguridad.

• Institución del poder del Estado.

Como hemos dicho, la propia razón impulsa al individuo a ceder parte de su poder a un Estado capaz
de resolver los conflictos entre los derechos de cada individuo y asegurar la paz y el orden. Esto
significa básicamente:

 Que todos convengan unas leyes comunes y la organización de un Estado que se ocupe
de administrarlas y hacerlas cumplir (juzgando a quiénes no lo hacen). Esto
equivale a lo que pronto será denominado una “Constitución”.
 Que todos los individuos se comprometan a cumplir esas "reglas de juego" (leyes
fundamentales) y a obedecer al gobierno que las administra, cediéndoles parte de su
soberanía (de su poder para actuar libremente). Este compromiso es un “contrato” de
todos los individuos entre sí, voluntariamente suscrito, que los convierte en ciudadanos
del Estado creado por ellos mismos y al que ellos libremente se someten.
 Qué entre los ciudadanos y los gobernantes se estable también un “contrato” por el que
éstos se comprometen a cumplir con eficacia su misión de salvaguarda y promoción de
los derechos individuales.
Veamos ahora esto con más detalle en cada uno de los autores.

Para Hobbes, la propia ley natural (es decir, racional) lleva al hombre a buscar la paz y la
seguridad mediante la institución de leyes convencionales que limiten el derecho y poder natural de
cada uno, y de un Estado con suficiente poder para obligar con la fuerza a respetar dichas leyes. Sólo
un poder común –afirma Hobbes— puede refrenar las voluntades y dirigir las acciones hacia un
beneficio común. Surge, así, el Estado y la sociedad civil que, a diferencia de la natural, es aquella que
está sujeta a leyes convencionales y es, por tanto, de carácter político y no natural. El Estado y la
sociedad civil son, por tanto, el fruto de una convención (pero hay que recordar que tal convención
resulta necesaria desde la propia ley natural). La institución de ambas cosas, las leyes políticas y el
Estado, se ha de realizar mediante un pacto o contrato (“el consenso del pueblo reunido”, dice
Hobbes). Mediante este pacto los individuos deciden de común acuerdo (y tras el cálculo racional
acerca de la mejor forma de asegurar la conservación de sus vidas) ceder su propio poder individual al
Estado, formado por un solo hombre o por una asamblea, que constituirá, a partir, de entonces, el único
poder legítimo. Al ceder su poder al Estado el individuo renuncia a todos sus poderes y derechos,
excepto el derecho a la vida (no se olvide que la salvaguarda de este derecho es, justamente, lo que
legitima la cesión de todos los demás derechos al Estado). Este pacto de cesión es, para Hobbes,
definitivo e irrevocable.

Según Locke, a pesar de que el estado de naturaleza, regido por la razón natural, no es un estado
de guerra, la misma razón persuade a los hombres de que sus derechos naturales (a la igualdad, la vida,
la libertad y la propiedad) pueden estar mejor salvaguardados mediante el establecimiento de una
sociedad civil o comunidad política regida por leyes positivas y por la autoridad de un Estado. Como
en Hobbes, la institución de las leyes y del Estado es originada por un contrato social o acuerdo
colectivo, si bien las condiciones de este pacto son muy diferentes de las que propugna Hobbes. En
primer lugar, el contrato social, según Locke, no supone la renuncia del individuo a todos sus derechos
menos la vida, como quería Hobbes, sino sólo del derecho natural a tomarse la justicia por su mano (es
decir: a ejecutar la ley natural y juzgar su incumplimiento con respecto a lo que a él mismo le afecta);
todos los demás derechos naturales (a la vida, la igualdad, la libertad y la propiedad) los sigue
conservando el individuo sin que el Estado pueda conculcarlos o apropiarse de ellos. En segundo lugar,
el pacto por el que se cede el poder al Estado no es definitivo ni irrevocable, como en Hobbes; el poder
reside permanente y fundamentalmente en el pueblo, quien posee derecho de resistencia y de
deposición del gobierno cuando éste no respete o no haga lo suficiente para garantizar los derechos
naturales individuales.

Rousseau propone volver a fundar la sociedad y el Estado para acercarlos lo más posible a sus
ideales políticos13 Tales ideales han de lograrse en una sociedad fundada en la ley o derecho natural (a
la vida, la igualdad, la libertad) a partir de un contrato social. Mediante este contrato los hombres se
asocian y entre todos aprueban una ley a la que se someten voluntariamente. Alrededor de esta ley se
forma la república, sociedad civil o cuerpo político. En el contrato social de Rousseau el individuo cede
parte de su derecho a la libertad y la igualdad a favor del Estado, pero lo hace voluntariamente, de
manera que lo que hace es someterse a sí mismo, por lo que ni la libertad ni la igualdad las pierde
realmente (pues el individuo se subordina a las leyes que él mismo ha contribuido a instaurar). El
acuerdo de todas las voluntades individuales genera una voluntad general que tiene derecho a imponer
el cumplimiento de las leyes (y, por tanto, de sus propios compromisos) al individuo que no las cumple.
De nuevo aquí, como en Locke, el Estado y la ley deben tener su origen, justificación y límite en la
promoción de los derechos naturales (sobre todo la igualdad) y de la vida virtuosa que Rousseau cree
propia a la naturaleza humana.

• La organización del Estado y la sociedad


Según Hobbes, el poder del Estado, para que sea realmente efectivo, ha de ser absoluto e
indiscutible, esto es, no limitado por ningún otro poder (que vuelva, así, a generar la conflictividad
social que se quiere precisamente evitar). Ningún súbdito puede objetarle nada 14. Ninguna otra
institución social puede contravenirle. Hobbes piensa aquí, sobre todo, en la Iglesia: la religión como
institución social no puede ser distinta del Estado, pues éste no puede tolerar un poder con relevancia
social distinto de él mismo (habría entonces dos poderes y estallaría el conflicto entre ambos). Se
impone, entonces, una religión civil dirigida por el Estado. El poder absoluto del Estado se manifiesta,
así, en todos los ámbitos: crea y ejecuta las leyes, juzga y castiga al que no las cumple (no hay división
de poderes en Hobbes), dirige la educación del pueblo, establece el culto religioso oficial, decide la
política exterior, etc. El Estado sólo tiene un límite, que es, justamente, el tener que servir siempre al
objetivo para el que ha sido creado: la preservación de la paz y la seguridad suficiente como para que
los individuos no teman por su vida. Ante todo esto, el individuo sólo es libre fuera del Estado, en
cuanto a su fe interior y en el “silencio de la ley” (es decir, para poder decidir con respecto a todo
aquello que no está determinado por la ley).

El Estado que defiende Locke no es, como en Hobbes, un Estado absolutista que concentre de
manera unitaria todos los poderes. En primer lugar, ha de haber una división básica de poderes en el
mismo Estado: el poder legislativo y el poder ejecutivo. El poder legislativo es el más importante y
reside en el pueblo; el pueblo es el que, directamente o por delegación, y en condiciones de igualdad y
libertad (deciden todos los miembros del cuerpo social varones y propietarios) establece las leyes. El
poder ejecutivo (el Estado o gobierno propiamente dicho) debe limitarse a poner en práctica dichas
leyes y a vigilar su cumplimiento. Este doble poder político, legislativo y ejecutivo (que luego
Montesquieu convertirá en tres, distinguiendo, además, el judicial), asegura que en el Estado una parte
(la de los representantes del pueblo) controle a la otra (el gobierno), evitando situaciones de abusos de
poder. En cuanto a otros poderes sociales, el Estado se mantiene neutro siempre que aquéllos no
amenacen la seguridad y la paz interior. El caso más claro es el de la Iglesia 15. Para Locke, el Estado no
debe controlar a las instituciones religiosas, ni mucho menos crear él mismo una religión civil, como
pensaba Hobbes, sino que debe ser un Estado laico que permita a los ciudadanos practicar libremente la
religión que quieran (tolerancia religiosa) 16, siempre que dicha religión no se transforme en un poder
que genere discordia social ni intolerancia hacia otras religiones o creencias.17

Aunque ni mucho menos como Hobbes, el Estado de Rousseau es más poderoso e intervencionista
que el de Locke, sobre todo en el tema de la propiedad. Según Rousseau, el Estado ha de convertirse,
en principio,

13 Los ideales de Rousseau están inspirados tanto en las antiguas virtudes democráticas y republicanas de griegos y romanos como en las
virtudes cristianas (libertad, igualdad ante la ley, espíritu de sacrificio, valor y amor a la patria, sinceridad, austeridad, amor al trabajo,
humildad...).
14 El Estado encarna la voluntad y el juicio de todos los hombres, por lo que no se le puede reprochar nada que no se pueda, al mismo tiempo,

reprochar cada súbdito a sí mismo.


15 No olvidemos que durante toda la Edad Moderna se suceden interminables y sangrientos conflictos civiles e internacionales que tienen

como pretexto la lucha entre religiones –sobre todo entre católicos y protestantes, pero dentro de éstos últimos, entre luteranos, calvinistas y
otros grupos sectarios—.
16 La tolerancia religiosa de Locke (que no es total, pues excluye a los ateos –Locke pensaba que éstos, por su negación de Dios disolvían los

principios que subyacen a la sociedad civil—), era sobre todo una garantía de paz interna. Como dijo Voltaire, en sus Cartas filosóficas (1734),
alabando la filosofía de Locke y comparándola con la situación en su país, Francia: “ Este [Inglaterra] es el país de las sectas. Un inglés, como
hombre libre, va al Cielo por el camino que más le acomoda (...). Si no hubiese en Inglaterra más que una religión, sería de temer el
despotismo; si hubiese dos, se cortarían mutuamente el cuello; pero como hay treinta, viven en paz y felices”.
17 Locke se refiere, sobre todo, a los católicos, que por obedecer a poderes ajenos al Estado, como el Papado, suponen una amenaza para aquél.

en el dueño de todas las propiedades para, luego, devolvérselas a los hombres como una propiedad ya
legitimada por la voluntad general (Rousseau no aclara en base a qué criterio se da a unos hombres una
propiedad y a otros otra). En general, Rousseu parece entender que el derecho del propiedad del
particular está subordinado al derecho que la comunidad tiene sobre ésta con el fin de garantizar, en lo
posible, la igualdad económica entre los hombres. De cualquier modo, la soberanía o poder legislativo
está siempre (de forma inalienable e indivisible) en el pueblo, expreso como voluntad general a través
de las leyes y el gobierno. (A diferencia de Locke y Montesquieu, Rousseau no admite una división
tajante de poderes; aunque admite la distinción entre legislativo y ejecutivo, firma que la soberanía es
indivisible y que el verdadero y único poder es el legislativo – mientras que el ejecutivo, propio al
gobierno, ha de limitarse a administrar y hacer cumplir las leyes--).

• El “realismo político” de N. Maquiavelo.

Nicolás Maquiavelo (1469-1527) nace en Florencia en 1469, de familia noble, y recibe una
educación esmerada. Participa activamente en la vida política hasta los 44 años, dedicándose entonces
a la teoría política. Su obra más importante es "El Príncipe".

Maquiavelo se interesó fundamentalmente por presentar la mecánica del gobierno, prescindiendo


de las cuestiones morales, y formulando los medios por los cuales el poder político puede ser
establecido y mantenido. En la medida en que el fin del Estado es garantizar la seguridad y el bienestar,
el gobernante tiene derecho a valerse de medios inmorales para la consolidación y conservación del
poder.

El pensamiento de Maquiavelo está dominado, pues, por el realismo político: se ha de analizar el


acto político puro, sin connotaciones trascendentes o morales. Este acto sólo es válido si resulta eficaz.
Mediante este análisis pretende alcanzar las leyes inmutables y necesarias que rigen la historia del
hombre, puesto que ésta se repite inexorablemente, pudiendo deducirse así lo que será la historia futura
de la humanidad.

En este contexto, le resulta especialmente interesante el análisis de la personalidad del político. El


político ha de ser una persona hábil, capaz de manipular situaciones valiéndose de cualquier medio; ha
de poseer destreza, y una equilibrada combinación de fuerza y tesón, además de intuición para sortear
los obstáculos que se le presente y una carencia total de escrúpulos. Ha de ser además capaz de actuar
según los cambios momentáneos, buscando apoyos o forzando traiciones según las circunstancias. En
consecuencia, el político no debe poseer virtud alguna, pero ha de estar en condiciones de simular
poseerlas todas, lo que supone actuar con absoluta indiferencia ante el bien y el mal (amoral) con
absoluto despotismo.

Respecto a las formas de gobierno, Maquiavelo considera la República como la mejor forma de
gobierno posible, lo que parece difícilmente conciliable con su doctrina del despotismo político
anteriormente expuesta. No obstante, el despotismo estaría justificado sólo como paso previo a la
ordenación del Estado sobre el que se establecería la República. El despotismo político sería entonces
un mal menor que conllevaría la posibilidad de establecer un gobierno republicano, es decir, un
gobierno de la mayoría. El gobernante es bueno, es decir, justificable, por su eficacia, no por sus
connotaciones ético-religiosas. No se trata de describir estados ideales, sino de gobernar estados reales.
En definitiva, la "modernidad" de Maquiavelo parece radicar en el énfasis que puso en el Estado como
un cuerpo soberano que mantiene su vigor y unidad mediante una política de fuerza, aunque no elaboró
ninguna teoría sistemática e ni se preocupó tampoco nunca de hacerlo.

También podría gustarte