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Jean-Jacques Rousseau.

Conceptos previos a la lectura del Contrato social

En nuestro seminario ya hemos dedicado algunas clases al pensamiento de Thomas Hobbes


(1588-1679), puntualmente a su libro Leviatán (publicado en 1651). Ahora comenzaremos a
estudiar a otro filósofo moderno que también sostiene una teoría contractualista del gobierno
político, es decir, una teoría basada en el concepto de contrato o pacto como “la única
posibilidad de legitimar el pasaje de la libertad a la obediencia”, según las palabras de Jorge
Dotti en su artículo “Pensamiento político moderno”. Se trata de Jean-Jacques Rousseau (1712-
1778). Nosotros leeremos el libro Del contrato social (publicado en 1762), su obra política más
importante. Sin embargo, antes de introducirnos en ella, conviene tener presentes algunos
conceptos que Rousseau desarrolla en otro de sus famosos libros, el Discurso sobre el origen
y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres (publicado en 1755). Se trata de una
obra escrita en ocasión de un premio otorgado por la Academia de Dijon a quien mejor pudiera
responder la siguiente pregunta: “¿Cuál es el origen de la desigualdad entre los hombres, y si
está autorizada por la ley natural?” (es decir, una especie de “concurso literario” como los
actuales, pero organizado por una academia y en relación con temas filosóficos, no literarios).
Rousseau, que ya había ganado ese premio unos años antes, con su Discurso sobre las ciencias
y las artes, envía también su trabajo en esta segunda ocasión. Esta vez no gana el premio, pero
su trabajo, de todos modos, se convirtió en un clásico del pensamiento político occidental.
Repasemos la pregunta que la Academia de Dijon hace a quienes quieran competir por el
premio: cuál es el origen de la desigualdad entre los hombres y si esa desigualdad está
autorizada por la ley natural. Podemos notar en esta inquietud un problema típicamente
moderno. Quien se pregunta por el origen de la desigualdad entre los hombres de algún modo
presupone que esa desigualdad no es “natural” o que no es algo que va de suyo. Si la
desigualdad fuera natural, no tendría sentido preguntarse por su origen (en todo caso nos
preguntaríamos directamente cuál es el origen de la naturaleza -quizás, por ejemplo, al modo
de Platón: cuál es el fundamento de toda la realidad- o cuáles son las razones por las cuales los
hombres son desiguales, pero no por el origen específico de la desigualdad). Preguntarse por
el origen (“origen” no en sentido histórico, sino en sentido conceptual, como si dijéramos la
raíz de la desigualdad) de la desigualdad entre los hombres implica que la desigualdad en sí
misma tiene algo que merece ser explicado. Puntualmente ella tiene que ser explicada con
argumentos que se refieran a ese problema, más allá de cómo sea el resto del mundo (ya sea
que exista Dios o que no exista, ya sea que el mundo sea mera materia o también haya espíritu,
etc.). Por supuesto, un filósofo moderno también puede apelar a Dios para explicar la

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desigualdad humana, pero en todo caso esa respuesta ya no es obvia; de ahí que haya que
preguntarse por el origen de la desigualdad. Como explica Dotti, el mundo moderno es un
mundo que por sí mismo ya no da respuestas a los problemas ético-políticos del hombre. La
ciencia moderna conoce cada vez más el mundo, pero la matemática, la física, la química, la
biología, etc., no dicen cómo hay que vivir. Es decir, la “realidad” -ni la realidad de las Ideas
ni la realidad de la naturaleza política humana- ya no es fundamento de la vida ético-política;
este fundamento ahora va a estar en un artificio, en una creación o convención, en una
“ficción”, como diría Hobbes, en algo que se agrega a la realidad por medio de un acto de libre
consentimiento, es decir, en un acto que nosotros llamaríamos voluntario.
Rousseau, en este punto, va a ser un completo moderno. Por naturaleza, los hombres nacen
libres. No están sometidos a ningún poder externo. Escribe Rousseau en el Discurso sobre el
origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres:

Concibo en la especie humana dos clases de desigualdad: una, que yo llamo natural o física,
porque se halla establecida por la naturaleza, y que consiste en la diferencia de las edades,
de la salud, de las fuerzas del cuerpo, y de las cualidades del espíritu o del alma; otra, que
se puede llamar desigualdad moral o política, porque depende de una especie de
convención, y se halla establecida, o al menos autorizada, por el consentimiento de los
hombres. Consiste ésta en los diferentes privilegios de que algunos gozan en perjuicio de
otros, como el de ser más ricos, más respetados, más poderosos que ellos, o incluso el de
hacerse obedecer.
No puede uno preguntarse cuál es la fuente de la desigualdad natural, porque la respuesta
se hallaría enunciada en la simple definición de la palabra. Menos se puede aún buscar si
habría alguna vinculación esencial entre esas dos desigualdades, porque eso sería preguntar
en otros términos si quienes mandan valen necesariamente más que quienes obedecen, y si
la fuerza del cuerpo o del espíritu, la sabiduría o la virtud, se hallan siempre en los mismos
individuos proporcionadas al poder o a la riqueza [...].1

Hay dos desigualdades entre los seres humanos: una natural y otra moral o política. La
natural no puede explicarse, justamente porque su origen está en el mero azar de la naturaleza.
La naturaleza no nos da un orden, sino una distribución azarosa de cualidades: a unos los hace
más fuertes, a otros más altos, a otros más inteligentes, a otros más rápidos, a otros más lindos,
a otros más astutos, a otros más tenaces, etc. Ese azar no tiene lógica política. Hoy diríamos
que quizás es posible explicar todo eso por medio de la genética (como mi papá era alto, yo
soy alto, o como mi mamá era inteligente, yo soy inteligente), pero por suerte seguimos
pensando, al modo moderno, que todas esas desigualdades naturales no significan nada
políticamente. Nadie tiene derecho a mandar por el hecho de ser inteligente o fuerte o astuto.

                                                                                                     
1
Rousseau, Jean-Jacques, Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, en
id., Del contrato social. Discurso sobre las ciencias y las artes. Discurso sobre el origen y los fundamentos de la
desigualdad entre los hombres, trad. Mauro Armiño, Madrid, Alianza, 1980, pp. 205-206.

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Los hechos, la realidad, no significan nada en términos políticos. Para que haya desigualdad
política (alguien que manda y alguien que obedece) tiene que haber, según dice Rousseau, una
autorización por medio del consentimiento de los hombres. Acá aparece una palabra que ya
vimos con Hobbes. Sin embargo, Rousseau considera que Hobbes (al igual que otros
pensadores) se “apuró” un poco en su teoría filosófica, fue demasiado rápido, y se olvidó de
“pensar en el tiempo que debió transcurrir antes de que el sentido de las palabras autoridad y
gobierno pudiera existir entre los hombres”.2 Esto es: Hobbes encuentra muy rápido el concepto
de autoridad como “derecho de hacer cualquier acción” (Leviatán, capítulo XVI) y lo introduce
ya en la descripción del hombre natural (el capítulo XVI del Leviatán pertenece a la primera
parte del libro, llamada “Del hombre”, y recién la segunda parte, que comienza con el capítulo
XVII, se llama “De la república”). Rousseau le reprocha a Hobbes y a otros filósofos haber
“transferido al estado de naturaleza ideas que habían cogido en la sociedad. Hablaban del
hombre salvaje y pintaban al hombre civil”.3 Hobbes, según Rousseau, comete el error de tomar
al hombre civilizado como el hombre natural. Ese hombre hobbesiano que persigue un montón
de bienes aparentes, que está preocupado por el futuro, que está dispuesto a la lucha ante la
más banal ocasión, en realidad no es el hombre natural. Según Rousseau, ese hombre es el
hombre de las ciudades europeas del siglo XVII o XVIII, es decir, alguien que está muy lejos
de la naturaleza. Hobbes introdujo “inadecuadamente en el cuidado de la conservación del
hombre salvaje la necesidad de satisfacer una multitud de pasiones que son obra de la sociedad
y que han hecho necesarias las leyes”.4 Quizás simplificando un poco la visión de Rousseau,
podríamos decir lo siguiente: Hobbes tiene razón en todo lo que dice, pero lo que dice se aplica
al hombre civilizado (mal civilizado, civilizado a medias), no al hombre natural. El hombre
civilizado vive en constante agitación, persiguiendo bienes inútiles, queriendo dominar a
cuantas personas pueda, siempre con el deseo de destacarse… Nada de eso hace el hombre
natural; más bien hace todo lo contrario. El hombre natural, según Rousseau, no tiene el uso de
razón que se requiere para semejantes actividades, pero tampoco las necesita. El hombre natural
de Rousseau es “un animal menos fuerte que unos, menos ágil que otros, pero en conjunto
organizado más ventajosamente que cualquiera de todos ellos. Le veo saciándose bajo un roble,
apagando su sed en el primer arroyo, encontrando su lecho al pie del mismo árbol que le ha
proporcionado su comida, y ya están sus necesidades satisfechas”.5 Esta imagen del hombre

                                                                                                     
2
Ibid., p. 207.
3
Ibidem.
4
Ibid., p. 234.
5
Ibid., p. 210.

3  
 
natural se conoce habitualmente con el nombre del “buen salvaje”. Quizás no sea la expresión
más afortunada para entender qué quiere decir Rousseau (de hecho, para él el hombre natural
no es ni bueno ni malo), pero es posible que les suene esa manera de referirse a una visión más
o menos pacífica de un supuesto hombre natural que prefiere el reposo antes que la asfixia del
trabajo. Recordemos, con todo, que nada de esto pretende ser una descripción histórica de cómo
era realmente el hombre antes de entrar en sociedad. Es un modelo de la naturaleza humana.
El ser humano no es necesaria o naturalmente como terminó siendo: agresivo, inquieto,
enloquecido por tonterías. Todo lo que nos llevó a ser como somos es, según Rousseau, un
“funesto azar que, en bien de la utilidad común, no hubiera debido ocurrir jamás”.6 Es decir,
un azar de la acción humana, una serie de hechos fortuitos que podrían no haberse dado.
Cuando Hobbes toma el resultado de ese azar como la naturaleza humana, está tomando el final
por el principio. El problema, por supuesto, no es meramente que Hobbes se equivoque al
describir el hombre natural, que en realidad nunca existió. El problema es que ese error tiene
consecuencias políticas. Por ejemplo, a los fines del concepto de nuestro seminario, Hobbes
toma el derecho de hacer cualquier acción, el derecho de hacer lo que consideramos
conveniente para nuestra conservación, como la definición de “autoridad”. De ahí el tipo de
autoridad política que Hobbes piensa y que hemos visto en las clases anteriores. Rousseau le
replicaría: “Hobbes, te estás olvidando que la autoridad moderna necesita del consentimiento.
El derecho a hacer cualquier acción, en cambio, no necesita ningún consentimiento. Por lo
tanto, tener derecho a hacer cualquier acción no es tener autoridad. Para pensar la fuente de la
autoridad hay que remontarse siempre a una primera convención”. Hobbes, por supuesto,
podría responder que la autoridad se hace efectiva recién cuando hay autorización, es decir,
cuando todos consentimos dejar en el soberano el derecho natural a fin de que pacifique la vida
en común y nos permita desarrollar nuestras actividades, o en otros términos: la autoridad
soberana implica renuncia voluntaria a nuestro derecho natural. De lo contrario, habría tantas
“autoridades” que seguiríamos en guerra.
El hombre hobbesiano, para Rousseau, en realidad es producto de un “funesto azar”. Como
buen moderno, e incluso en este aspecto radicalmente moderno, Rousseau ve en la historia una
serie de eventos azarosos, que en sí mismos no dicen nada sobre la naturaleza humana. Más
bien cabría decir que todos esos eventos azarosos terminaron destruyendo la naturaleza
humana, llevándola a una situación de violencia generalizada y de desigualdades
injustificables. El hombre civilizado, para Rousseau, es un hombre politizado a medias: vive

                                                                                                     
6
Ibid., p. 257.

4  
 
en un Estado, pero todavía está dominado por pasiones inútiles, en busca de bienes siempre
nuevos y mayores, todavía demasiado preocupado por ser el centro de todo lo que sucede. Es
decir, no es un verdadero ciudadano (citoyen) porque es demasiado burgués (bourgeois).
“Burgués” hay que entenderlo no en el sentido de la clase social a la que hoy podríamos llamar
“burguesía”, sino en el del ser humano particular, que busca a toda costa su beneficio privado.
Un obrero, en este sentido, también puede ser un burgués. Lo que Rousseau entonces comienza
a pensar es la necesidad de una transformación de la voluntad humana, una transformación
total. Así como el ser humano pudo, por un “funesto azar”, dejar de ser un animal salvaje y
convertirse en un burgués, así también puede dejar de ser un burgués y convertirse en un
ciudadano, politizándose por completo y asumiendo de lleno la convención o artificio que es el
contrato social. Si quisiéramos contraponerlo al modelo aristotélico, podríamos decir lo
siguiente: el ámbito de la casa, en Aristóteles, se continuaba naturalmente en la aldea y
finalmente en la pólis o ciudad; entre lo “privado” de la casa y lo “público” de la pólis había
una gradualidad natural (“privado” entre comillas porque es un concepto moderno, no aplicable
exactamente al mundo antiguo). De hecho el jefe de la casa lo era casi por las mismas razones
por las que era ciudadano. Para Rousseau, el ámbito privado moderno (nosotras/os en tanto
médicas/os, obreras/os, profesoras/es, albañiles, empresarias/os, que buscamos constantemente
nuestro beneficio particular) está desligado de lo público, y hay que volver a conectar esas dos
instancias. O en todo caso la conexión existe, aunque de un modo muy débil, y hay que
reforzarla. Pero ya no puede hacerlo al modo aristotélico, apelando a la naturaleza y a la
desigualdad natural para, de esa manera, volver a unir lo privado con lo público. Rousseau tiene
que fundamentar la vida pública de una manera tal que le permita integrar al individuo en un
todo superior, y tiene que hacer eso por medio del contrato o convención, es decir, por medio
de un acto libre y voluntario que permita establecer quién manda y, a la vez, permita sostener
de algún modo la libertad que los hombres no quieren perder. Es, por eso mismo, una tarea que
presupone un cambio de la naturaleza humana (en este sentido no muy distinto de Hobbes):
pasar del individuo aislado a un cuerpo político que lo contenga como parte. En el Contrato
social, en el capítulo VII del Libro II, dedicado a la figura del legislador, Rousseau escribe:
Quien se atreve con la empresa de instituir un pueblo debe sentirse en condiciones de
cambiar, por así decir, la naturaleza humana; de transformar cada individuo, que por sí
mismo es un todo perfecto y solitario, en parte de un todo mayor, del que ese individuo
recibe en cierta forma su vida y su ser; de alterar la constitución del hombre para reforzarla;
de sustituir por una existencia parcial y moral la existencia física e independiente que todos
hemos recibido de la naturaleza.7

                                                                                                     
7
Rousseau, Jean-Jacques, Del contrato social, en op. cit., p. 46 [p. 64 de la edición disponible en Dropbox].

5  
 
Este segundo cambio de la naturaleza humana (primero el hombre dejó de ser un “buen
salvaje”, y ahora tiene que dejar de ser un mal burgués) es el que puede hacer legítima la
desigualdad política, necesaria para el orden social. Este es el tema del libro que veremos
en el curso, el Contrato social: “El hombre ha nacido libre, y por doquiera está
encadenado. Hay quien se cree amo de los demás, cuando no deja de ser más esclavo que
ellos. ¿Cómo se ha producido este cambio? Lo ignoro. ¿Qué es lo que puede hacerlo
legítimo? Creo poder resolver esta cuestión”.8 Veremos en las próximas clases cómo
resuelve Rousseau este problema.

                                                                                                     
8
Ibid., p. 10 [p. 26 de la edición disponible en Dropbox].

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