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CUANDO LAS MARCAS TIENEN APELLIDO

Recibimos un nombre cuando nacemos. Con él van a llamarnos, retarnos y querernos.


Podemos conservarlo, ser reducidos a un diminutivo o inclusive condenados a un
apodo. Con el tiempo, y a medida que vamos creciendo, le agregamos ciertas
características personales, unas naturales, otras adquiridas, que van haciendo que los
otros nos conozcan, que tengamos amigos, que nos enamoremos, que nos contraten,
que nos reconozcan.

Es un proceso a través del que nuestro nombre se va asociando a ciertas cualidades que
van conformando nuestra identidad. Cada vez que nuestro nombre se pronuncia,
evoca a un determinado individuo. O al menos, eso quisiéramos…

Tener un nombre impuesto es inevitable, pero darle una personalidad singular e


inconfundible es una construcción. Nadie se relaciona con objetos anónimos. Por eso
los chicos bautizan a sus juguetes y muñecos. Para poder establecer un vínculo afectivo
con ellos. De ahí que le atribuyan virtudes y defectos.

Eso es ni más ni menos que una marca. Nosotros, lo queramos o no, somos marcas.
Cuando nos presentamos y vestimos de cierta manera, buscamos que el otro nos
reconozca. Que sepa quiénes somos. Que no nos olvide.

Un historiador sugirió alguna vez llamar al siglo XX como “la era de las marcas”.
Aunque no logró que su propuesta se aceptara, está en lo cierto. No solamente porque,
a partir de la revolución industrial y la producción en serie la empresas decidieron
adoptar un nombre para que sus productos fueran diferenciados de los de la
competencia. Junto con eso, hubo una toma de conciencia del valor que tiene el
concepto de marca para los individuos mismos. Políticos en campaña, artistas en gira,
muchos empezaron a hacer un uso intensivo de su nombre como marca para lograr
mayor adhesión y ampliar la convocatoria.

Pero si bien es un hecho que las marcas están indisolublemente ligadas a la evolución
de las empresas no hay que olvidar que muchas invenciones en ciencias y técnicas
recibieron en origen el nombre propio de su creador, como la pasteurización para sólo
mencionar un ejemplo.

El culto a la personalidad, el afán de figuración, la globalización y el vértigo de la


competencia por el poder económico, tan característicos de la época en la que vivimos
hacen cada día más generalizada la conciencia del valor del nombre propio concebido
como marca comercializable.

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Aquí hay que diferenciar dos casos. El primer caso es clásico. Una personalidad
destacada, un deportista, una figura del espectáculo, puede prestar su nombre para
transferirle su propio prestigio al de un producto de consumo. El uso de celebridades es
una práctica muy habitual y generalizada en la publicidad para respaldar una marca.
Algunas veces sólo actúan como portavoces de la empresa recomendando su compra a
través de la credibilidad que su notoriedad inspira en el público. Unos pocos,
aprovechan sus quince minutos de fama para lanzar una línea de perfumes o una
colección de corbatas, aportando su cartel para alguna empresa del rubro y cobrando
derechos sobre su uso.

Muchos de aquellos que tuvieron exposición pública, al percibir la oportunidad de


generar nuevos negocios vinculados con su área de acción, lograron prolongar su vida
útil aprovechando su nombre propio como nueva marca. Es el caso de los boxeadores
y las casas de deportes y las modelos y sus colecciones de lencería.

Todos estos ejemplos confirman la eficacia de capitalizar un nombre propio


masivamente reconocido y convertirlo en una marca rentable.

El segundo caso parece más infrecuente, y de hecho, es más laborioso. El de iniciar un


emprendimiento personal para transformarlo en un negocio con marca propia.

Tampoco es nuevo. Las inmigraciones trajeron una raza de fundadores de industrias


familiares a las que le dieron su propio nombre y apellido, no sólo como sentido de
propiedad sino también como garantía de responsabilidad frente a su clientela. Algunos
pocos llegaron hasta nuestros días, convertidos en grandes empresas que cotizan en
bolsa. La mayor parte, en cambio, sufrió la devastación de la última década del siglo y
fueron vencidos por la concentración económica, la competencia desigual y la falta de
regulación de un estado cómplice.

Sin embargo, el espíritu emprendedor no resultó tan fácil de matar. Las buenas ideas
no se matan. Y nuestro mercado cuenta con un número interesante de
emprendimientos personales que nacieron de la nada y que hoy son nombres propios
con sello de marca comercial. Habrá un secreto para el éxito ?

Probablemente no hay un secreto sino una conjunción de secretos. Casos como el de


Marta Harff, creadora de una singular línea de cosmética, o Martha Katz, fundadora de
una empresa de servicios de alta cocina, son, como ellas mismas han revelado, el
resultado de experiencias muy personales. Pero más allá de las particulares
circunstancias que dieron origen a estos emprendimientos que hoy representan marcas

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comerciales, estos casos son especiales porque no resultaron de una diversificación
profesional ni nacieron del ámbito mediático.

Sin capital inicial, sin formación académica ni experiencia comercial previa, llevaron
adelante sus sueños con esa extraña mezcla de talento, tenacidad, visión, audacia y
sentido común.
Son auténticos “hacedores”. Se construyeron a si mismos hasta transmutar su nombre y
apellido en marca comercial generadora de ganancias.
Sin saberlo, estos creadores hacían marketing genuino.

Su conocimiento y oficio en una materia específica fueron su plataforma de ingreso.


Concibieron una idea nueva. Intuyeron un nicho en el mercado. Y aplicaron
consistentemente la perseverancia y el rigor en su actividad. Puesto en términos
técnicos, se fijaron objetivos y plazos. Entendieron en qué consistía lo que
seguramente ni siquiera imaginaron. Una afición doméstica alcanzó la escala de un
negocio competitivo.

Entusiasmo y pasión por su trabajo. Compromiso con el cliente. Creatividad.


Sensibilidad para percibir los cambios y atreverse a evolucionar y tomar riesgos
evaluando consecuencias.

Y, principalmente, aceptar que debían convertirse en marcas. Sin prejuicios. Sabiendo


que habían dado a luz un negocio que, como los hijos, necesitan sus propias alas y
levantar vuelo. Pudieron tomar distancia de sus personalidades individuales y
renunciaron a los caprichos y a su propio ego para poder crecer. No tuvieron
inconveniente en delegar la gestión comercial, que es operativa, pero mantuvieron su
liderazgo, convicción en la dirección y confianza en la fuerza de su propia marca en
desarrollo.

Estas marcas con apellido ponen en evidencia la materia de que están hechas. Tienen
el impulso creador de los pioneros. La firmeza para ser leales al concepto de producto
que idearon y que es necesaria para pretender la fidelidad de sus clientes. Y la
flexibilidad para aprender de la propia experiencia con el viejo y siempre eficaz
método de la prueba del ensayo y el error. Para no repetirlo.

Construir una marca es una tarea que requiere infinita paciencia. Descubrir el
concepto a comunicar, posicionarlo claramente, orientarse a un segmento preciso de
mercado. Y mantenerse atento a las expectativas cambiantes de una demanda cada vez
más conocedora y exigente.

Estos espíritus emprendedores demuestran que no es imposible convertir su nombre


propio en una marca reconocida. Aprender durante el proceso, sustituir recursos

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limitados con imaginación y fundamentalmente, preservar la identidad que como
marca encarnan. Y que constituye la razón de ser de su éxito comercial.

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