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CULTURA E IDENTIDAD NACIONAL

LEONEL PADILLA

A lo largo de este trabajo se sostiene que la cultura y la identidad


política de los pueblos son susceptibles de transformaciones, en parte
significativa, debidas a la voluntad de los actores sociales mismos.
Después de una referencia somera a algunos autores clásicos, se de-
fiende la idea de Ernesto Garzón Valdés y de Fornet Bethancourt
de que un principio de universalidad transcultural es indispensable
para una correcta interpretación, de la formación de una cultura
nacional y para la conducción acertada de las luchas y la defensa de
las minorías culturales oprimidas.

0. Introducción

Hay varias aproximaciones que pueden hacerse al tema de


la identidad personal, nacional y cultural de individuos y pue-
blos. En una perspectiva filosófica la indagación suele encami-
narse a precisar los rasgos comunes de la naturaleza humana, las
propiedades ontológicas del ser del hombre en cuanto tal. Así
Heidegger caracterizó al ser humano como temporalidad, como
transcurso de tiempo abierto hacía futuro que además se en-
cuentra en una situación dada que no fue buscada ni propuesta
por él mismo, arrojado en una contingencia radical, capaz de
afrontar su condición con diversas acentuaciones de un temple
emocional que va desde el tedio hasta la angustia, desde el dejar-
se llevar por la colectividad hasta la asunción con responsabili-
dad del propio destino, en aceptación y conciencia de la muerte
como fin ineludible; otros filósofos ponen de manifiesto otras
características que a su parecer son mas apropiadas. Entonces,
según su formación, su preferencia, su temperamento y su cultu-
ra, los filósofos destacarán uno u otro rasgo del humano vivir y

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lo presentarán como el rasgo por excelencia definitorio de la


humanidad. Por lo demás, cuando la atención filosófica se en-
camina al estudio de otras dimensiones de la experiencia puede
escoger, por ejemplo, la historia como rasgo fundamental del
existir humano, es decir, el transcurrir temporal y la huella que
va quedando de generaciones pasadas y es transmitida al presen-
te como herencia cultural institucional. En ese caso el hombre se
define como ser histórico y su identidad va a depender de los
plexos de sentido particulares e irrepetibles de una circunstancia
específica. O bien se selecciona la racionalidad, como ha sido
tan frecuente, y en ese caso será la capacidad de razonar con-
forme a principios de congruencia, claridad, orden y estabilidad
semántica los que pondrán de manifiesto la esencialidad busca-
da. Si se destaca la innata predisposición a sucumbir embeleza-
dos ante el gran relato mítico, el gusto por el cuento y la inven-
ción imaginativa que adquiere con frecuencia el carácter de rela-
to sacro, entonces el hombre se define como hacedor de mitos,
por su capacidad de mitopoiesis, contador de relatos y seguidor
de fábulas sacras.
Otra cosa sucede cuando se trata del enfoque científico
del hombre; aquí, diversas ciencias humanas compiten por la
comprensión de las prácticas y propiedades de nuestros seme-
jantes y de nosotros mismos. Así, la psicología nos enseña cómo
adquirimos y reforzamos hábitos, esquemas comportamentales y
actitudes, nos ilustra también sobre el desarrollo sicoafectivo, la
función onírica y la conformación emocional del carácter en
función de su gestación en los grupos familiares y en la confron-
tación con las figuras dominantes del entorno inmediato a lo
largo de los años formativos. Todo esto tomando en cuenta el
manejo diferencial que se hace de las necesidades innatas según
la confrontación cultural entre satisfacción del placer y punición.
La sociología, por su parte, despliega el cuadro de los intercam-
bios sistémicos o las correlaciones estructurales entre prácticas
del trabajo, de la producción del saber simbólico, de la consoli-

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dación de estructuras de dominación, la génesis y estabilización


del poder. La antropología es quizá la ciencia que más se acerca
al espíritu de la búsqueda filosófica de alcanzar una compren-
sión radical. Así, Clifford Geertz después de enumerar y dejar de
lado los intentos de sus colegas por dar con una definición abar-
cadora de las características propias de nuestra naturaleza y de
balancearse en la cuerda floja del relativismo más extremo, ter-
mina por sostener que el hombre se define por la cultura y que
ésta a su vez puede ser entendida como un conjunto de símbo-
los cuya codificación, decodificación e interpretación son los
que marcan el sentido, la direccionalidad, la significación y la
posibilidad de comprensión de las formaciones sociales huma-
nas y de la interacción entre individuos, instituciones, mitos,
ideologías y política.
Ante el abigarrado panorama de conceptos traídos al azar
que se acaban de mencionar lo menos que se puede sostener es,
con Edgar Morín, que estamos forzosamente ante la necesidad
de recurrir al pensamiento complejo, ―la complejidad es la incer-
tidumbre en el seno de los sistemas ricamente organizados‖95,
quizás el fenómeno antropológico sea el terreno de la hiper-
complejidad. Ya que inevitablemente el tratamiento de la cultura
y la identidad nos remite a esos campos saturados de significa-
ción, de ricas y complejas teorías onto-antropológicas que no
obstante están inconexas unas con otras.
En el presente estudio me dedicaré a: 1. Examinar los
principios éticos para una hermenéutica transcultural propuestos
por Luis Villoro; 2. Precisar la conformación de la identidad
personal inserta en la permanente interacción con el medio so-
cial que la circunda; en el apartado 3 me ocuparé de la identidad
nacional según la ideología liberal de la revolución francesa; en
el cuarto abordaré someramente la naturaleza de algunos tipos

95 E. Morín, Introducción al Pensamiento Complejo. Gedisa, Barcelona 1997.


p. 60.

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de colectividad y su relación con la noción de cultura. En las


consideraciones finales se tocan algunos aspectos de la proble-
mática multicultural, del reclamo por una identidad diferente. El
propósito de este trabajo es dar algunos elementos de juicio para
valorar las tradiciones culturales y saber discernir en ellas la al-
mendra racional de la carga inútil a prescindir. Es mi intención
igualmente argumentar que algunos elementos éticos deben te-
ner validez transcultural en contra del relativismo y el alegato de
racionalidades inconmensurables.

1. Ética para una hermenéutica transcultural

Aunque la cultura, como veremos mas adelante, es parte


de la naturaleza humana, y como tal proporciona las prescrip-
ciones morales para el comportamiento en general, partiendo
del factum de la diversidad cultural, y particularmente del carác-
ter multicultural de Guatemala, es deseable contar con algunas
sugerencias éticas para evaluar las culturas mismas. Marcelo
Dascal ha dicho que en todo examen de asuntos transculturales,
pero particularmente en la circunstancia Indoamericana, hay una
regla preciosa cuya observancia debemos tener siempre presen-
te: evitar la comparación denigrante. Esta formula me parece
enteramente correcta. Dascal afirma que en la comparación per-
petrada por la mayoría de intelectuales orgánicos de las poten-
cias neo-imperiales, su etnocentrismo los condujo en el siglo
XIX a manejar un esquema muy similar al que se usa en biolo-
gía para comparar al hombre con el resto de los animales. Te-
niendo en cuenta todo ello, más las observaciones de Clifford
Geertz sobre el miedo y el síndrome de alarma que puede gene-
rar la divulgación de las costumbres de otros pueblos, es im-
prescindible que esos razonables escrúpulos morales no nos
conduzcan a renunciar a nuestras facultades criticas, ni a abdicar
de nuestros valores, cayendo en un rampante relativismo. Por

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ello pasaré a presentar sumariamente la propuesta ética de Luis


Villoro.
¿Qué formas culturales son preferibles? ¿Cuáles son más
valiosas?, se pregunta Luis Villoro; las respuestas sólo pueden
provenir de la Ética, que a su vez, ―sólo pueden referirse a com-
portamientos y disposiciones conscientes e intencionales‖96. Por
ello nos propone tres tipos de cometidos culturales que pueden
ser objeto de apreciación ética meta-cultural. Estos criterios
pueden aplicarse tanto a rasgos de la cultura propia, en actitud
post-convencional, como a elementos de culturas extrañas, (con
las que no estamos forzosamente en situación de opresores po-
tenciales, dicho sea de paso). Los elementos a someter a examen
ético-crítico son: ―Las creencias, esto es, las maneras como la
voluntad incide en la justificación, la adopción y el rechazo de
las creencias‖97. ―Las actitudes; aquí nos preguntamos por los
valores a los que debería dar preferencia la cultura y una ética de
las intenciones, de los fines que deben fijarse para una cultura.‖98
De esto se desprenden deberes y derechos de las perso-
nas para con la propia cultura y frente a otras culturas. Así Luis
Villoro propone cuatro principios orientadores para esos propó-
sitos. El principio de Autonomía, de Autenticidad, de Sentido y
de Eficacia. Una descripción de cada uno de ellos puede ir como
sigue. El principio de autonomía se refiere al poder para imple-
mentar medios y propósitos para obtener el bien común. Una
cultura tendrá esas capacidades si y sólo si tiene la capacidad de:
seleccionar metas, establecer prioridades y determinarse por sus
preferencias. La autonomía también significa libertad para la
aceptación o rechazo de creencias. El principio autenticidad alu-
de a la consistencia con los deseos, propósitos y actitudes de sus

96 L. Villoro, ―Aproximaciones a una ética de la cultura‖, en León Olivé


(comp.). Ética y diversidad cultural, México: UNAM, 1993.
97 L. Villoro, ―Aproximaciones a una ética de la cultura‖.
98 L. Villoro, ―Aproximaciones a una ética de la cultura‖.

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integrantes, pero en función de sus necesidades, a la veracidad


con la que se lucha por alcanzar los cometidos manifiestos. Una
cultura tendrá como rasgo de autenticidad ―si y sólo si es expre-
sión de las disposiciones reales de los miembros de una comu-
nidad‖99.
El principio de sentido se refiere a la capacidad de una
cultura para brindar elementos simbólicos modelos de compor-
tamiento, relatos ideológicos para orientar la vida; alude a la ca-
pacidad integradora, para dar sentimiento de pertenencia y segu-
ridad. Finalmente, con el principio de eficacia, Villoro pone de
manifiesto que los pueblos necesitan que sus culturas les permi-
tan alcanzar no sólo sus fines de supervivencia, sino sus metas
económicas de prosperidad y sus fines de integración, identidad,
calidad de las creencias y en suma, disposición de los medios
adecuados para alcanzar con libertad la consecución de sus fina-
lidades: ―podríamos llamarla condición de racionalidad instru-
mental‖100.
Villoro aclara que puede presentarse conflicto de valores
entre estos principios solamente cuando el contacto intercultural
que obliga a una comunidad a tomar decisiones, lleva aparejado
una voluntad de dominio que impone temor, desconfianza y
etno-resistencia. El conflicto entre uno u otro objetivo se va a
presentar siempre que hay extrema asimetría de poder pero no
hay incongruencia entre el derecho a la autodeterminación, a la
eficiencia, a dotar de sentido a la vida y a dar respuesta a las ne-
cesidades sentidas. En circunstancias de respeto mutuo en el
intercambio cultural la eficacia buscada no riñe con la autode-
terminación o las aspiraciones con los marcos normativos. Con
la ayuda de estos principios se podría superpar el supuesto erró-
neo de que integración es sinónimo y equivale a homogeniza-
ción forzada, permitiendo una solución política a la necesidad de

99 L. Villoro, ―Aproximaciones a una ética de la cultura‖.


100 L. Villoro, ―Aproximaciones a una ética de la cultura‖.

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integración sin caer en el autoritarismo del pasado que se quiere


dejar atrás. La política cultural, dice Villoro, ―se enfrenta a un
dilema: la integración a la cultura nacional conduce a la destruc-
ción de las culturas minoritarias; pero el respeto a sus formas de
vida mantiene su atraso‖101. Para superarlo la estrategia de las
partes involucradas debe atacar el atraso pero conjuntamente
con la violencia estructural que apuntala regimenes de injusticia
social; esto porque solamente una situación exenta de domina-
ción ―podría conducir a una cultura universal, diferente a la uni-
versalidad impuesta por la dominación de Occidente‖102.

2. Identidad personal

Desde un punto de vista filosófico es inevitable que, con-


trariamente al proceder de los científicos sociales, proceder a
contemplar las características comunes que tenemos los seres
humanos en cuanto tales. Por más que los relativistas culturales
insistan en destacar la diferencia, y siendo éstas reales y por do-
quier presentes, hay características propias del homo sapiens, como
una variedad de primate diferenciado en el transcurso de la evo-
lución de las especies. Así como poseemos una anatomía y un
componente de ADN propio, también estamos dotados de una
diferencia específica con relación al resto de los animales. La
mejor forma de aludir a ella es siguiendo a Lorenz, destacar la
diferencia entre el comportamiento instintivo y el comporta-
miento aprendido. Todos los seres vivos a excepción del hom-
bre, tienen un programa innato prefijado de respuestas conduc-
tuales, apoyadas secundariamente en algunos casos por el
aprendizaje. En el ser humano ocurre todo lo contrario: la iden-
tidad se construye educativamente, en procesos de aprendizaje
culturales que terminan dando la pauta de una línea de una tra-

101 L. Villoro, ―Aproximaciones a una ética de la cultura‖, p. 153.


102 L. Villoro, ―Aproximaciones a una ética de la cultura‖, p. 152.

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yectoria de vida. Lorenz señala, no obstante, que ese programa


abierto de comportamiento llega a cerrarse de forma bastante
rigurosa por la cultura. Esta adscribe un sistema de roles y res-
puestas que son puestas a la disposición para complementar y
cerrar los ciclos comportamentales. Naturalmente esto no po-
dría entenderse de forma literal, pues tendría la descorazonante
implicación de que una vez alcanzada la edad adulta el conjunto
de actitudes que conforman una personalidad sería prácticamen-
te inmodificable. Afortunadamente se pueden hacer innovacio-
nes e introducir cambios en los esquemas de aprendizaje con-
ductuales y actitudinales. Así la identidad personal es la resultan-
te de la socialización temprana en el seno de los núcleos familia-
res, pero a la vez es la resultante del conjunto de hábitos y de las
decisiones que sostienen una direccionalidad en los diversos
empeños existenciales.
La identidad se entiende mejor recurriendo a la forma
verbalizada del sustantivo, identificarse con; al poner énfasis en
la actividad, se aprecia, que alguien no sólo puede ser, metafísi-
camente, sino que puede llegar a ser, puede escoger su identi-
dad y llegar a convertirse en lo que quiere ser. Así, se puede
desear ser un deportista en forma, un intérprete instrumental
que alcance la excelencia estética, etc.
Los seres humanos incorporamos en nuestra individuali-
dad rasgos provenientes del oficio, de la forma de trabajo para
ganarse la vida, del entretenimiento proporcionado por los me-
dios de comunicación masiva y eventualmente también del ima-
ginario de una tradición literaria, estética, filosófica e ideológico-
política. Así ante un cuestionamiento sobre nuestra identidad
podemos anteponer una peculiar ideología, una creencia religio-
sa, una profesión o una voluntad de reconocimiento por parte
del otro, que puede asumir diversas estrategias de diferenciación
o integración voluntariamente asumidas.

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En una aproximación analítica, el filósofo hindú Muhanti


se refiere a distintos estratos de identidad personal, que delimita
con los conceptos persona, yo, ego y sujeto. Asigna al concepto
de yo todo lo proveniente de la interacción con el medio social,
aquellos aspectos de nuestra identidad que son resultado del
medio social, lo que los griegos llamaban la mascara, esto es, el
conjunto de roles y respuestas actitudinales a los diversos circui-
tos de pertenencia.
El siguiente estrato sería el del Ego. En tanto que egos,
somos un flujo de experiencias mentales, una conciencia capaz
de memoria y de pretensión hacia el futuro, un fluir de imágenes
y recuerdos que alterna entre la vida onírica y la asociación de
ideas conciente.
También somos sujetos y en calidad de tales, correlato de
los objetos, capaces de actos intencionales cognitivos y volitivos,
de proyectar y ser afectados en lo emocional por nuestro mundo
de relación. Finalmente, dice Mouhanti, somos personas. La
persona es una función de síntesis y coordinación de las otras
facetas, con un componente trascendental y quizás también tras-
cendente.
Por su parte, León Olivé sostiene que las personas son
enteramente construcciones sociales y usa como argumento un
experimento mental (procedimiento predilecto de los filósofos
analíticos). Este simpático acertijo llamado ―el barco de Teseo‖
tiene como conclusión que ningún artefacto puede entenderse
como una realidad objetiva independiente de los marcos con-
ceptuales bajo los cuales se la perciba. De ese impecable razo-
namiento procede a hacer la extrapolación al mundo social, lo
cual se torna dudoso, y llega a afirmar que los seres humanos
somos construcciones sociales de cabo a rabo, que el cambio
cultural se produce cuando un marco conceptual es substituido
por otro. Pero cual sea la dinámica que insufla movimiento a
esos marcos es algo que no se sabe. Los marcos conceptuales en

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cuanto tales podrían muy bien quedarse en sus lugares, como las
montañas de Tito Monterroso cuando no son conmovidas por
imprudentes actos de fe.
Muhanti en cambio, pone el acento en la capacidad de
distanciamiento frente a los roles y funciones obligantes. Re-
cuerda la posibilidad de incompatibilidades que conduzcan a la
disidencia, como la expresada en el drama de Antígona, casos de
crisis de identidad originada en conflicto de valores, ―mi identi-
dad, debo sin embargo añadir, no se agota con mi yo social. Yo
no soy un mero punto de intersección de innumerables relacio-
nes sociales; puedo reflexionar con criterio sobre el origen social
de mis creencias e interpretaciones lo que implica cierto distan-
ciamiento, cierto rechazo a sumergirme yo mismo en mis rela-
ciones sociales‖103. Y continua diciendo Muhanti, ―soy una uni-
dad altamente compleja de conciencia unificada por su estructu-
ra intencional‖104. Inserto ciertamente en un plexo de roles y
exigencias sociales, pero mi ser no se agota en esto último. La
estructura formal de la identidad como persona puede contra-
ponerse pues, según Muhanti, al componente actitudinal adapta-
tivo al ámbito social. ―En la identidad de yo se expresa la para-
dójica circunstancia de que —sostiene Habermas—, en cuanto
persona el yo es, por antonomasia, igual al resto de las personas,
mientras que en cuanto individuo es, por principio, distinto de
todos los otros‖105; o, en términos Hegelianos, ―el yo es absolu-
tamente general y también, inmediatamente, individuación abso-
luta‖106.
Moviéndonos hacia la esfera del poder, es conocida la dis-
tinción entre hombre y ciudadano, entre persona con dignidad y

103 Mouhanti, ―Capas de Yoidad‖, en León Olivé y Fernando Salieron (edito-


res), La Identidad Personal y la Colectiva (México: UNAM, 1990), p. 80.
104 Mouhanti, p. 86.
105 J. Habermas, La reconstrucción del materialismo histórico (Madrid: Taurus,

1985), p. 88.
106 J. Habermas, La reconstrucción del materialismo histórico.

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sujeto de derechos y deberes políticos. Habermas por su parte,


hace descansar su propuesta ética procedimental en el supuesto
según el cual el ser humano puede asumir una actitud post-
convencional frente a algunos de los componentes de su propia
tradición. Cuando se trata de tender vínculos de solidaridad con
otros, afirma, ya no podemos descansar, en la mitología como el
hombre de las sociedades arcaicas, cuya identidad estaba dada
por el juego de espejos en la doble práctica imaginaria de antro-
pomorfizar la naturaleza y entenderse como una criatura natural
entre las otras. Tampoco podríamos asignar a las religiones la
función de dotar de identidad para la obediencia civil a los pue-
blos.
El proyecto de Hegel de hacer que la filosofía reemplace a
la religión en esa tarea resulta impracticable hoy. De modo que
el único camino que queda, según Habermas, es troquelar una
faceta de identidad personal que pueda armonizar con un mun-
do de vida social-político, post-nacional; creando un campo de
eticidad que constituya un imaginario en el cual pueda integrarse
un yo con un nosotros moralmente orientado hacia el bien co-
mún, en niveles compatibles de universalidad.
Se puede sostener entonces que la identidad personal se
articula con una identidad colectiva por medio de la ideología y
de una ética universalista, como veremos en el próximo aparta-
do.

3. Identidad nacional

La identidad de una nación, suele afirmarse, es dada por


su cultura. Esto puede interpretarse de diversas formas; una sig-
nifica que la acción educativa impulsada por el Estado y otros
aparatos de control social, conduce a una asimilación de rasgos
comunes que terminan por dar forma a un conjunto de valores,
creencias y actitudes que permiten un reconocimiento de seme-

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janzas en niveles de escolaridad, de habilidades para el trabajo,


de acatamiento al orden de una autoridad política, con matices
idiosincrásicos en el manejo de una lengua, lo cual va dando
como resultado una forma de vida en común. Al interior de esta
colectividad, de este ―nosotros‖ se da un reconocimiento de sta-
tus, posiciones sociales y pertenencia. Esta vida nacional se ca-
racteriza por la coexistencia entre extraños, entre habitantes des-
conocidos que viven en los grandes conglomerados que forman
las naciones contemporáneas. En ellas, los individuos entran en
relaciones funcionales de trabajo recíprocas, con una disposición
a la cooperación, incluso para acciones bélicas.
Desafortunadamente no abordaré los contenidos que
pueda adquirir una cultura nacional resultante de la acción con-
ciente de educadores, tales como Fichte y Herder en Alemania o
Samuel Ramos y Leopoldo Zea en México. Ramos abogó por
un nuevo humanismo, una asimilación creativa del patrimonio
clásico de la filosofía política. Zea ha propuesto que las naciones
latinoamericanas deben reconocer su doble pertenencia, a la cul-
tura occidental y a las tradiciones prehispánicas, para alcanzar
una identidad cultural autentica, entendida como la que da res-
puestas al ser propio y permite avanzar en la creatividad sin caer
en la alienación, de imitar instituciones del poder neo-colonial
opresor. La reflexión de estos filósofos permitiría comprender el
sentido benigno en el que la identidad nacional puede levantarse
a partir de valores universales.
Ernest Gellner sostiene que los modos de producción de
las sociedades industriales modernas, es decir del capitalismo,
requieren de una amplia labor educativa que produzca el conjun-
to de destrezas complementarias a la innovación tecnológica y a
la introducción de la revolución industrial, de tal suerte que es-
tos procesos de modernización vayan generando una identidad
cultural vinculada a sistemas productivos modernos, que a su
vez creen y reproduzcan formas identitarias nacionales relativa-
mente homogéneas. De esta premisa Gellner infiere que sólo las

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formaciones sociales pre-capitalistas pre-modernas coexisten y


se reproducen conservando y aun estimulando una gran hetero-
geneidad cultural; en tanto la modernización obliga a crear con-
diciones igualitarias, a dotar de habilidades comunes a contin-
gentes de población que, por esa vía adoptan un nuevo patrón
de identidad nacional. La educación se torna de primordial im-
portancia, adquiere valor de supervivencia en el nuevo y cam-
biante contexto laboral.
En los estados con marcados componentes multinaciona-
les en situación post colonial, su población está dividida en cul-
turas y etnías sub-nacionales, encontrándose en escalas econó-
mico-sociales acentuadamente diferentes. Por tratarse de forma-
ciones sociales de clase agrarias, con enclaves modernos en un
contexto englobante de atraso estructural crónico, la cuestión de
la identidad nacional sólo surgirá de un pacto social, y sólo po-
drá edificarse a partir de un proyecto compartido de nación, ca-
paz de crear un futuro de bienestar que rompa las barreras de la
exclusión. La estrategia tradicional de la reavivación de leyendas,
mitos o grandes relatos históricos no daría buenos resultados en
este contexto.
La historia no puede funcionar como factor identitario
cuando revela traumas de gran magnitud, poco edificantes de
reconciliación. Renan dijo que las identidades colectivas requie-
ren de una buena dosis de amnesia, de una ignorancia profunda
sobre sus orígenes; los pueblos deben hacer tabula rasa de mu-
chos componentes de su pasado. Así, por ejemplo, en la actual
Francia que estaba habitada por los pueblos celtas y galos, se
terminó adoptando el nombre de una tribu invasora minoritaria,
los Francos.
En lo tocante pues a las entidades colectivas, en estos
tiempos es mejor, a mi parecer, buscar apoyo en Habermas,
quien es un firme partidario de un tipo de identidad post-
nacional que tenga como base de sustento el constitucionalismo

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CULTURA E IDENTIDAD NACIONAL

democrático universalista. Esto debe entenderse forzosamente


así en los estados multinacionales modernos, tales como Suiza y
en el contexto del proyecto de la Unión Europea que apunta
notoriamente en esa dirección.
Regresando al contexto de los estados post-coloniales en
Indo-América, Luis Villoro se pronuncia a favor del reconoci-
miento pleno del derecho que asiste a los pueblos indígenas a
toda la autonomía que tengan la voluntad y sean capaces de
asumir conjuntamente con una ciudadanía igualitaria que sea el
vínculo identitario con la sociedad nacional englobante.
Las comunidades nacionales para identificarse en un Es-
tado común con otras naciones requieren de una definida volun-
tad política para proponérselo y lograrlo. En caso contrario, la
autoridad estatal nacional no debe ofuscarse por el temor a la
secesión y las colectividades que se consideren con los recursos
y las competencias requeridas pueden resolver instaurar su pro-
pia autoridad política estatal, es decir, su independencia, si con-
sideraran con ello adquirir alguna ventaja notable. La disolución
del Imperio Soviético puede enseñarnos algo a este respecto,
pues hemos asistido al nacimiento de estados independientes, en
muchos casos de forma pacífica —Eslovenia, Chequia, Ucra-
nia—. La población francesa de Québec en un referéndum so-
bre la independencia, estuvo muy cercana del empate, lo que
pudo traer la consecuencia de un nuevo mapa político en Amé-
rica del Norte.
En cualquier caso una cosa es cierta: el estado étnicamente
homogéneo es una quimera impracticable revestida de una ideo-
logía peligrosa: todo Estado debe forzosamente apegarse a prin-
cipios universalistas y debe otorgar ciudadanía por nacimiento y
residencia en el territorio y no atendiendo a criterios genealógi-
cos para evitar minorías excluidas o, peor aún, ―limpieza étnica‖.
Lo que parece ponerse de manifiesto entonces, cuando
surge la cuestión de la identidad nacional es, no algo sobre he-

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chos, de realidades sociales, sino más bien un reclamo a un im-


preciso de descentralización autonómica de creación de oportu-
nidades para un etno-desarrollo autosustentable, u otras seme-
jantes.
Retomando la cuestión de la identidad nacional, conside-
remos brevemente para cerrar este apartado, la reflexión de Ha-
bermas. No me referiré a sus textos actuales, sino sólo a una
conferencia pronunciada con ocasión de recibir el premio Hegel,
en 1974 que lleva por título la sugerente pregunta: ―¿Pueden las
sociedades complejas adquirir una identidad racional?‖.
Habermas no alcanza a dar una respuesta satisfactoria a
esa pregunta. Se limita a hacer un boceto de respuesta aludiendo
principalmente a su conocida tesis según la cual serán las volun-
tades concertadas en democracia, en deliberación compartida las
que resolverán sobre su definición de identidad. A lo sumo, lo
que se atreve a afirmar en esa ocasión, es la conveniencia de fa-
cilitar la creación de los espacios públicos apropiados para lograr
que los pueblos tomen conciencia de su condición y lleguen a
proponerse un proyecto de vida buena compartida que puedan
implementar progresivamente: ―a la luz de un futuro que no
prefigura sino un espectro de perspectivas de planificación, no
podría desarrollarse algo así como una identidad; ahora bien: en
la conciencia de oportunidades generales e iguales oportunida-
des de participación, en los procesos de aprendizaje generadores
de normas y valores, contemplamos nosotros la base de una
nueva identidad‖107. Esta sería una democracia radical que cla-
ramente descansa todavía en el horizonte utópico, pero algunos
atisbos están ya presentes en algunas colectividades. Habermas
examina dos respuestas viejas y caducas, sólo para desentender-
se de ellas considerándolas inviable una e inadmisible la otra.
Una es la de Hegel, la otra la de Marx. De Hegel, podríamos re-
tomar esa noción de identidad y extrañamiento del espíritu, la

107 J. Habermas, p. 85.

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enorme autoestima en la empresa humana y sus instituciones,


sus indagaciones sobre la posibilidad de reconocimiento y re-
conciliación. En lo tocante a Marx me es imposible pasar por
alto su crítica a la sociedad de clases. Pero si bien Hegel puede
considerarse un ideólogo de la nación, Marx lo es del partido de
la clase revolucionaria, y tanto la identidad nacionalista como la
identidad clasista revolucionaria condujeron a la opresión totali-
taria. Habermas contrasta su posición finalmente contra el so-
ciólogo inspirado en la teoría de Sistemas de Von Bertalanfly,
Lumman. Según esta teoría, al considerar como sistemas auto-
rregulados a las instituciones humanas, la necesidad de una iden-
tidad colectiva es trasladada a los requisitos funcionales de las
organizaciones, las cuales pueden efectuar su función integrativa
prescindiendo de mitos, ideologías, religiones y morales.
Esta tesis de Lumman es inquietante y a Habermas le asis-
te razón cuando, contra viento y marea, insiste que las socieda-
des complejas deben ser capaces de auto-instituir su direcciona-
lidad, inventar y propiciarse un futuro que sea resultado de su
elección.
―Tengo la sospecha —afirma— de que la cuestión de las
posibilidades de una identidad colectiva se podría plantear
de una forma distinta: al buscar un sucedáneo para una
doctrina religiosa que integre la conciencia normativa de
toda una población, suponemos que también las socieda-
des modernas constituyen todavía su unidad en forma de
imágenes del mundo que prescriben materialmente una
unidad común. De semejante premisa ya no podemos par-
tir nosotros. Una identidad colectiva podemos en todo ca-
so encontrarla anclada en las condiciones formales bajo
las que se generan y transforman las proyecciones de iden-
tidad… lo que sucede es mas bien que lo individuos mis-
mos toman parte en el proceso de formación, de forma-
ción de la voluntad, de una identidad sólo esbozable en
común. La racionalidad de los contenidos de la identidad

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se mide entonces sólo en base a la estructura de ese pro-


ceso de generación esto es: a las condiciones formales de
la realización y comprobación de una identidad flexible,
en la que todos los miembros de la sociedad puedan reco-
nocerse y respetarse recíprocamente‖108.
Una cosa se destaca en esta posición habermasiana y es
que se niega a considerar la noción de identidad nacional, por
estimar que no es deseable ni conveniente una nación con filia-
ción dominantemente étnica, pero básicamente por estimar que
después de la guerra europea ya no es posible invocar despreo-
cupadamente los valores de la sangre y de la tierra. El constitu-
cionalismo democrático es la única respuesta viable y Habermas
elimina de un plumazo, por ese motivo, la deseabilidad de invo-
car una identidad nacional alimentada por costumbres, raza, per-
tenencia étnica. Esta posición de Habermas es pertinente para
los estados multinacionales o simplemente multiculturales como
Guatemala, con las notables diferencias que les son inherentes,
por ejemplo, estos estados necesitan una ―lengua franca‖ cuyo
uso no debe ser tomado a la ligera por imposición neocolonial.
Pero el constitucionalismo democrático parece ser, si no la única
ideología factible, al menos la más importante para la coexisten-
cia en democracia.
Naturalmente también se puede tomar en consideración
una posición no tan drástica, como la Tugendhat quien distingue
entre formas malignas y benignas de nacionalismo. Esta última
es la identificación inspirada en la moral universal, ―la identifica-
ción con el propio país o la propia minoría no tiene que ser algo
agresivo; no tiene que incluir ningún desprecio de los otros‖109.
No podemos ignorar la importancia especial que aun le toca ju-
gar al sentimiento de pertenencia nacional a los pueblos que as-

108 J. Habermas, p. 100.


109 E. Tugendhat, ―Identidad Personal, Nacional y Universal‖, en Ideas y valo-
res. Revista de la Universidad Javeriana (Bogotá, Colombia), p. 14.

96
CULTURA E IDENTIDAD NACIONAL

piran a autodeterminarse por un Estado. Para hacer efectiva la


responsabilidad ética se requieren procesos psicológicos de iden-
tificación, los cuales deben recaer en los desconocidos que for-
man la propia nación. ―Para esta parte positiva de la moral uni-
versal, la responsabilidad, la identificación con las diferentes co-
lectividades particulares, concéntricamente estructuradas, parece
indispensable‖110. De esta suerte, tomando en cuenta una orien-
tación ética, es posible es posible escapar del dilema presentado
por Voltaire. En lo tocante a las formas intransigentes de nacio-
nalismo autoritario belicista Tugendhat sostiene que filosófica-
mente puede ser refutado por su incompatibilidad con la racio-
nalidad mas amplia, comunicativa, exigible a todo responsable
de sistemas institucionales; ―el nacionalismo anti-universal no
puede tener un sentido ético moderno‖111. Así entendidas las
cosas hay una coincidencia de este autor con Habermas al sub-
rayar ambos la especial atención que debe prestarse a las normas
democráticas integrativas.
Los estudios de Clifford Geertz sobre países pobres y no
occidentales parecen tener también gran pertinencia para el caso
de Guatemala, pero no puedo examinarlos ahora; muestran que
la ideología, con diversos contenidos, sigue jugando un papel
esencial en la conformación de las respectivas identidades colec-
tivas. Paul Ricoeur destaca tres funciones claras de la ideología:
integrar, simplificar —eventualmente deformando— y dar mo-
delo de comportamiento social. En los países ex-coloniales que
no son en lo absoluto modernos, las clases dirigentes tienen cla-
ramente dos opciones que pueden dosificar con distintos énfa-
sis: revitalizar una tradición autóctona o escoger el progreso, o el
«signo de los tiempos», es decir la modernización. La ideología
sigue siendo en estas latitudes una fuente primordial de identi-
dad por vía de la integración social.

110 Tugendhat, p.15.


111 Tugendhat, p.16.

97
LEONEL PADILLA

4. La forja de identidades colectivas

Tal y como ocurre con el perfil individual de personalidad,


la identidad colectiva es el resultado de una tradición cultural y
de la voluntad conciente de agentes políticos. La identidad pro-
viene de la interacción comunicativa entre los integrantes de una
colectividad, de suerte que la tesis contractualista e individualista
del sujeto aislado que preexiste al grupo, es sólo una ficción cuya
utilidad radica en que, de hecho, pueden darse muchas circuns-
tancias en las que se observa la necesidad o conveniencia de
asociarse voluntariamente, o de conservar o ampliar un pacto
político.
De cualquier forma las unidades colectivas humanas no
han sido siempre las mismas, lo que hace que nos preguntemos
sobre su procedencia y su relación con el imaginario cultural e
ideológico, especialmente cuando se dan circunstancias de cues-
tionamiento a un orden institucional o por la irrupción de mo-
vimientos etno-nacionalistas. Veamos pues sumariamente algu-
nas ideas al respecto.

Nación

Según Gellner hay que prestar más atención al factor inte-


grativo que para las naciones europeas fue un tipo acentuado de
división del trabajo, a saber: la que se produjo con la introduc-
ción del maquinismo en los procesos productivos, la llamada
revolución industrial. Volveremos sobré esta tesis más adelante.
Ahora prestaré atención brevemente a la historia ideológica.
Los Estados contemporáneos se empeñan, mediante sus
sistemas educativos, en obtener la conversión de aquellos que
caen bajo su dominio jurisdiccional en ciudadanos o súbditos,
bien dispuestos a acatar la ley y a practicar la obediencia civil. La

98
CULTURA E IDENTIDAD NACIONAL

historia de estas políticas podemos remontarla hasta la revolu-


ción francesa. Svetlan Todorov ha señalado que la identidad na-
cional puede comprenderse bajo dos esquemas interpretativos,
la cultura nacional y el aparato político de dominación. La pri-
mera sirve, desde la revolución francesa y la difusión del repu-
blicanismo liberal, como instancia de legitimación de los poderes
públicos. La nación —entendida como el conjunto de habitantes
que comparten una lengua, un territorio, un relacionamiento
económico y una cultura—, se convierte en el nuevo sujeto his-
tórico, fuente de adhesión y de sentimiento de pertenencia. La
segunda acepción se refiere a la categoría de ciudadano; en cuan-
to tales, las personas adhieren al patriotismo, es decir, a la causa,
sea cual fuere ésta, de sus gobernantes. ―Así a partir del momen-
to en que la nación, en el sentido del conjunto de ciudadanos, se
ha convertido en el espacio del poder, cada uno de sus miem-
bros puede considerar al Estado como su Estado‖112. Así estará
dispuesto a luchar ya no en nombre de Dios o del rey, sino en
nombre de la patria. Es curiosa, por cierto, esta distinción que
hace Todorov entre nación interna y nación externa, haciendo
recaer una aceptable igualdad y homogeneidad en la primera y
en cambio la cancelación del universalismo cuando la nación
mira hacia afuera. Este dilema de la incompatibilidad entre par-
ticularismo y universalismo, no se ha resuelto hasta nuestros
días ―legitimarse mediante la nación es una forma de preferir al
propio país —dice Todorov— en detrimento de los principios
universales. La pertenencia cultural, irrefutable, inevitable, ha
pasado a justificar una reivindicación, la de la coincidencia entre
entidades culturales y políticas‖113.
Esta nueva instancia que se ofrece para la adhesión de
simpatías, sentimientos y voluntades es, pues, una construcción
moderna que no existió en el mundo antiguo y tampoco existe
en las sociedades contemporáneas no occidentales, aunque co-
112 S. Todorov, Nosotros y los otros (México: Siglo XXI).
113 S. Todorov.

99
LEONEL PADILLA

mo lo precisan los estudios de Clifford Geertz éstas se hayan


empeñado y continúen haciendo esfuerzos por levantar una
dominación política siguiendo ese modelo, tan lamentablemente
inserto en la contradicción entre la adhesión a la patria y el hu-
manismo ecuménico, cosmopolita. Voltaire ya lo señaló: ―es tris-
te que para ser buen patriota se tenga que ser enemigo del resto
de los hombres (…) tal es pues la condición humana: desear la
grandeza del país de uno es desearles el mal a los vecinos‖114.
Las naciones modernas han tenido como origen campañas
militares, surgieron de movimientos políticos armados conduci-
dos por caudillos que sometieron a señoríos feudales y ciudades
autónomas; la unificación se hizo en los campos de batalla; la
parte vencedora impuso su mandato sobre los vencidos. Por ello
los nuevos poderes van a requerir de una constante aceptación
del orden institucional que regula la nueva vida nacional. Los
estados nacionales requieren que su autoridad deba descansar en
esa aceptación voluntaria a la que Renan le llamó el plebiscito de
todos los días.
De gran importancia es también el problema abierto por
la irrupción del nacionalismo, en tanto que vínculo ideológico de
los espíritus promulgado por el Estado que quiere suplantar sin
más a la nación, promulgando el militarismo como única fuente
de identificación.

Cultura

Los académicos marxistas en la tradición del materialismo


histórico consideran a las formaciones sociales conforme a dos
categorías: la estructura y la superestructura. La primera abarca
el trabajo, la producción, la circulación de bienes y mercancías;
la segunda la ideología, y otros subproductos: el arte, la religión,

114 Voltaire, Tratado de la Tolerancia.

100
CULTURA E IDENTIDAD NACIONAL

las creencias, la «super-estructura». Este marco teórico se ha


aplicado in extenso al estudio de las formaciones sociales en Amé-
rica Latina. Sin embargo, este marco es altamente insuficiente
para comprender la cultura. Por ejemplo, no hay modo de pro-
ducción material que pueda funcionar sin el sistema de comuni-
cación y la direccionalidad del trabajo que forman parte de una
mentalidad que responde a un sistema de símbolos, de tal suerte
que la diferencia y la presunta causalidad de la infraestructura
económica no puede preexistir a la cultura sino que la presupo-
ne. Como afirma Ricoeur, ―desaparece por completo la distin-
ción de súper estructura e infraestructura, porque los sistemas
simbólicos pertenecen ya a la infraestructura, a la constitución
básica del ser humano‖115. Por lo demás, muchos asertos de esa
doctrina han sido retomados y reelaborados por pensadores cu-
yos planteamientos tienen mayor fuerza explicativa, por ejem-
plo, la teoría de la acción comunicativa de Habermas o las tesis
del materialismo cultural de Marvin Harris. Pero como mi pro-
pósito no es hacer un estudio de la estructura social, no me de-
tendré en estos planteamientos. Intentaré tan sólo prestar aten-
ción al vínculo entre cultura e identidad.
Pensando en el papel de la cultura en la evolución de
nuestra especie homo sapiens, nosotros, como ya se precisó pági-
nas arriba, tenemos la facultad única de valernos de instrumen-
tos extracorporales para asegurar la supervivencia; a diferencia
de otros seres vivientes, que dependen de la variación morfoló-
gica que es resultado de la evolución. Ha sido la capacidad del
hombre de almacenar y transmitir información como conoci-
miento objetivado, la que le ha permitido inaugurar un tipo de
transformaciones del todo diferentes de las que se producen en
la evolución natural de las especies, a saber, la producción, re-
producción, transmisión e innovación cultural y civilizatoria. Por
eso, la cultura, es la creación simbólica, característica central de

115 P. Ricoeur, Ideología y Utopía (Barcelona: Gedisa, 1997), p. 271.

101
LEONEL PADILLA

la existencia humana, a tal punto que se puede afirmar que el ser


del hombre se define por su cultura. Según Jiménez podemos
entender por cultura ―el conjunto de formas simbólicas, esto es
comportamientos, acciones, objetos y expresiones portadores de
sentido, inmersos en contextos históricamente específicos y so-
cialmente estructurados‖116. La cultura así entendida posee tres
formas de existencia ―objetivada en forma de instituciones y de
significados socialmente codificados y preconstruidos, subjeti-
vada en forma de hábitos por interiorización y actualizada por
medio de prácticas simbólicas puntuales‖117. Por su parte Clif-
ford Geertz, tocando aspectos más profundos y ontológicos,
sostiene que la cultura ha tenido que ver con la misma evolución
filogenética de la especie humana; por ello no podría ser nunca
un adorno súper estructural sino nada menos que uno de los
factores responsables de nuestra propia naturaleza ―al someterse
al gobierno de programas simbólicamente mediados para pro-
ducir artefactos, organizar la vida social o expresar emociones, el
hombre determinó sin darse cuenta de ello, los estadios culmi-
nantes de su propio destino biológico‖118. Esto quiere decir que
hay una imbricación entre pensamiento y fisiología, entre pro-
ducción imaginaria y la génesis misma de nuestra corporidad; ―la
frontera entre lo que está innatamente controlado y lo que está
culturalmente controlado en la conducta humana es una línea
mal definida y fluctuante‖119. Es así porque, en la habilidad hu-
mana de producir instrumentos extrasomáticos, esta de por me-
dio la capacidad de pensar y producir sistemas de signos comu-
nicativos, que eventualmente pueden proyectarse al exterior en
forma de lenguajes escritos codificados. Geertz se propone ha-
cer un tipo de trabajo interpretativo del sentido de las formas

116 G. Jiménez, ―Comunidades primordiales y modernización en México‖, en


Modernización e Identidades Sociales (México: UNAM, 1994), p. 158.
117 G. Jiménez, p. 158.
118 C. Geertz, La interpretación de las culturas, (Barcelona: Gedisa, 1997), p. 54.
119 C. Geertsz, p. 55.

102
CULTURA E IDENTIDAD NACIONAL

culturales, por eso sostiene que la cultura no es nada sustancial


sino tan sólo el campo generado por la interacción comunicati-
va; así, la cultura es entendida como ―un sistema de signos in-
terpretables (símbolos). La cultura no es una entidad, no es algo
a lo que puedan atribuirse de manera causal acontecimientos
sociales, modos de conducta, instituciones‖120. Aunque por ser
proclive al relativismo y sentir que el consensus gentium sobre las
características universales de la cultura hacen perder la riqueza
de lo particular y de lo específico, Geertz sostiene que, ―cuando
se la concibe como una serie de dispositivos simbólicos para
controlar la conducta, como una serie de fuentes extra somáticas
de información, la cultura suministra el vínculo entre lo que los
hombres son intrínsicamente capaces de llegar a ser y lo que
realmente llegan a ser‖121. Esta afirmación permite atisbar en
Geertz una apertura al cambio y al desarrollo cultural, aunque
sus consideraciones sobre la comunicación transcultural sola-
mente se quedan en expresar vagamente una voluntad de con-
versar con el otro. No es el caso de Raúl Fornet Betancourt, cu-
yas preocupaciones son muy diferentes, pues se encuentra en los
antípodas de Geertz, al proponerse sentar las bases filosóficas
para una comunicación intercultural sostenible, aunque Betan-
court se refiere a culturas quizás en geografías menos extrañas.
Afirma:
―la cultura no significa una esfera abstracta, reservada a la
creación de valores espirituales, sino el proceso concreto
por el que una comunidad humana determinada organiza
su materialidad en base a los fines y valores que quiere
realizar (…). Hay cultura ahí donde las metas y valores
por los que se define una comunidad humana tienen inci-

120 C. Geertz, p. 55.


121 C. Geertz, p. 57.

103
LEONEL PADILLA

dencia efectiva en la organización social del universo con-


textual material que afirman como propio‖122.
Tenemos así, una noción de cultura que dentro de su
comprensión enfatiza la inseparabilidad entre el ser y el hacer,
entre la disposición vacía y la forma específica y variable de do-
tación de realidad por invención; ―llegar a ser humano es llegar a
ser un individuo y llegamos a ser individuos guiados por esque-
mas culturales, por sistemas de significación‖123. Por eso Ricoeur
sostiene interpretando a Geertz que la cultura en su versión
ideológica es como un mapa que ayuda a dar orientación en te-
rreno desconocido. Castoriadis subraya este momento subjetivo
pero para referirse a la complejidad propia de las sociedades
modernas; así dice de la cultura que es ―todo lo que en el espa-
cio público de una sociedad, trasciende lo puramente instrumen-
tal y presenta una dimensión invisible, o mejor, imperceptible,
positivamente catexcizado por los individuos de tal sociedad,
dicho de otro modo, aquello que en la tal sociedad se refiere a lo
imaginario‖124. El termino catexis, tomado del psicoanálisis, sig-
nifica investir símbolos con una fuerte carga emocional; la cate-
goría de imaginario, acuñada por el mismo Castoriadis, describe
el campo ideológico, que como bien lo precisa Ricoeur, defor-
ma, legitima e integra simultáneamente dando así cohesión a las
sociedades.
Por su parte León Olivé sostiene que la persona humana
está socialmente constituida. Esto querría decir que lo que so-
mos dependerá de los marcos conceptuales conforme a los cua-
les nos auto-interpretamos y bajo los cuales somos conceptua-
dos por nuestros semejantes. Esta afirmación es tal vez muy ex-
trema, pero en varios sentidos con relación a rasgos de la identi-

122 R. Fornet-Betancourt, Transformación intercultural de la filosofía (Bilbao: Des-


clée de Brouwer, 2001).
123 C. Geertz, p. 57.
124 C. Castoriadis, Los dominios del hombre, (Barcelona: Gedisa, 1989).

104
CULTURA E IDENTIDAD NACIONAL

dad colectiva y personal, puede sostenerse como verdadera. So-


mos constructos sociales en las destrezas profesionales, en las
creencias y moral convencionales adquiridas en nuestros grupos
de adscripción, referencia y pertenencia, en nuestro actuar en los
sistemas de roles en los que desempeñamos funciones, nos ubi-
camos en un status, etc. Pero si la cultura nos proporciona ese
conjunto básico de referenciales identitarios, con los cuales nos
adaptamos a la estructura social englobante, también por los
llamados procesos de individuación, podemos aprender a guar-
dar distancia frente a esas estructuras más o menos sistémicas
que nos circundan y de las que formamos parte y ensayar la in-
novación, la creatividad, el tráfico transcultural o la moral post-
convencional como veremos mas adelante.
¿Qué relación guarda la cultura de la formación social, con
la estructura identitaria de las personas?
Podemos entender por identidad social, siguiendo a Gil-
berto Jiménez, ―la auto percepción de un nosotros relativamente
homogéneo en contraposición con los otros, con base en atribu-
tos o rasgos distintivos subjetivamente seleccionados, que a la
vez funcionan como símbolos que delimitan el espacio de la
mismidad identitaria‖125. Estos grupos tienen conciencia de su
ámbito común, su permanencia en el tiempo y voluntad de re-
conocimiento.
Dado que las configuraciones de poder y autoridad se al-
canzan con la institucionalización de prácticas vinculadas a tra-
diciones que casualmente eran las que portaban los grupos ven-
cedores, la cultura va a tener siempre un componente arbitrario,
de ahí que no sea conveniente sacralizarlas. Además, como ilus-
tra la historia, muchas veces los vencedores asimilan y se apro-
pian la cultura de los vencidos, cuando esta es superior a la que
ellos tenían. Una cultura dominante es el resultado de una histo-

125 G. Jiménez, p. 158.

105
LEONEL PADILLA

ria político militar que alcanzó una dominación relativamente


estable pero contingente con respecto a las formaciones rivales
que disputaban el poder. De esta suerte, las culturas, entendidas
como estructuras simbólicas que dan sentido a la acción, son la
resultante de contiendas cruentas, de la lucha por imponer una
visión del mundo, una ideología, una religión. Por ello las enti-
dades colectivas que ha destacado la filosofía social o la antropo-
logía, tales como el grupo étnico, la comunidad, el imperio, la
nación, el pueblo, la sociedad moderna, son tipos ideales para
caracterizar formas de identidad colectiva diferentes. Si bien es
cierto que a la especie homo sapiens se sobrepone una segunda
naturaleza cultural, tan rigurosa y coercitiva como la propia de la
corporeidad, se puede albergar la esperanza que el ser humano
es capaz de salir de los marcos simbólicos heredados, cuando los
considera estrechos, para levantar otros mejores. Puede aprove-
char las oportunidades para producir invención, desplegar crea-
tividad y libertad. De ahí que en las culturas se encuentre la uni-
dad y la multiplicidad y estén abiertas las puertas para encuen-
tros no destructivos entre tradiciones diferentes. Esto significa
también la posibilidad de transitar de una forma identitaria co-
lectiva a otra. Por ejemplo, de comunidad a sociedad compleja,
de nación a confederación de naciones, de imperio a reinados
feudales, aunque también de civilización a barbarie.

Grupos Étnicos, Minorías Nacionales y Estado Nación

El uso que se da a estos vocablos en ciencias sociales y en


la arena de las confrontaciones políticas varía ampliamente.
Ahora sólo quiero referirme a ciertas características señaladas
por Kimlicka. En la perspectiva de este autor, un estado como
Guatemala debería caracterizarse más que como multicultural,
como un estado multinacional. Bajo un mismo estado pueden
habitar además de las personas que comparten una cultura he-

106
CULTURA E IDENTIDAD NACIONAL

gemónica y que se identifican plenamente con su estado-nación


con sus derechos y obligaciones ciudadanas, otras colectividades
que cayeron bajo su dominación por efecto de la conquista y
colonización. Estas pueden ser propiamente las minorías nacio-
nales. Se caracterizan por su historia común, por haber tenido
en el pasado remoto instituciones completas, es decir, incluyen-
do las políticas, el conjunto que se hace cargo de la superviven-
cia societal.
Los grupos étnicos, en cambio, deben entenderse según
Kimlicka, como los asentamientos humanos procedentes de mi-
graciones. En el caso de Guatemala esta definición tal vez no es,
muy conveniente pues, en nuestra perspectiva, un grupo étnico
responde más bien a la definición de Jiménez: ―se trata de uni-
dades social y culturalmente diferenciadas, constituidas como
grupos involuntarios que se caracterizan por formas tradiciona-
les de solidaridad social y que interactúan en situación de mino-
ría dentro de sociedades más amplias y envolventes‖126. No obs-
tante puede añadirse al significado del término el desplazamien-
to de una geografía inicial. Así en esta categoría entrarían espe-
cialmente los migrantes internos que se encuentran fuera de su
comunidad de origen, kekchies, mames, quichés, residentes en
diversas ciudades, en la capital y en el extranjero, así como tam-
bién la migración china, coreana o salvadoreña. Los grupos étni-
cos pueden tener mayor o menor voluntad de integración a sus
nuevos contextos societales, en tanto que las minorías naciona-
les, que cuentan con una memoria histórica precolombina y que
han conservado una lengua y una tradición, darán una mayor
muestra de voluntad de autonomía y reconocimiento, son pro-
piamente minorías nacionales insertas en un estado-nación abar-
cador. Sea como fuere, ya hablemos de minorías etno-nacionales
o de grupos étnicos sin mas para ambas categorías es válida la
afirmación de Díaz, ―la identidad étnica representa un caso par-

126 G. Jiménez, p. 158.

107
LEONEL PADILLA

ticular de las múltiples identidades disponibles y utilizables por


los sujetos sociales. Como tal, es desarrollada, exhibida, impues-
ta, manipulada, pasada por alto de acuerdo con ciertas demandas
en contextos particulares‖127. De esta suerte el pueblo maya in-
tegrado por esas minorías, algunas entno-nacionales, da carácter
no sólo multicultural sino multinacional a este país. Quizás po-
demos pensar unas cuantas comunidades que podrían tener el
carácter de minorías nacionales, los mam, los keqchíes, los qui-
chés, los kaqchiques y alguna otra, pero difícilmente puede sos-
tenerse con propiedad que en conjunto forman una comunidad
integrada «mayoritaria» pues sostenerlo, es una abstracción me-
ramente cuantitativa que hace injusticia a la gran cantidad de
habitantes de este país que voluntaria o involuntariamente, han
abandonado sus comunidades rurales de origen y pasaron a ser
sólo guatemaltecos. Algunos de estos pueblos precolombinos
ostentan diferencias en sus estrategias de acomodación al en-
torno y en su historia, conflictos y desavenencias como todos
los pueblos del planeta, que una descripción de la realidad na-
cional no puede omitir. Por ello, se trataría de una mayoría
fragmentada que alude a una común descendencia de los prime-
ros pobladores, pues salta a la vista que no es ésta (aún) una ma-
yoría política-democrática, ya que son justamente esos pueblos
los que plantean la mayor demanda de formación ciudadana,
dada la carencia de homogeneidad en el acceso y disfrute de re-
cursos con los que si cuenta una parte del resto de integrantes
del país.
El vocablo pueblo se usa indistintamente para referirse al
conglomerado humano que integra una nación contemporánea,
es decir a las personas que comparten un origen histórico, ocu-
pan una geografía se entienden para fines económicos de super-
vivencia, reproducen instituciones y cuenta con una cultura

127R. Díaz Cruz, ―Pluralidad lingüística y Educación Bilingüe‖, en León Oli-


vé (editor), Ética y Diversidad Cultural. Sección de obras de Filosofía. Instituto
de Investigaciones Filosóficas (México: UNAM, 1993).

108
CULTURA E IDENTIDAD NACIONAL

compartida, aunque sea en retazos y con deficiencias. Se puede


decir, que la diferencia entre pueblo y nación, mas allá de lo
convencional, podría muy bien ser que las naciones son las que
cuentan con una cultura societal, en el sentido de Kimlicka, es
decir, el pueblo que dispone de instituciones de autogobierno,
así como todas las requeridas para cubrir de manera mediana-
mente aceptable necesidades importantes de la colectividad de
que se trate y, lo que es más importante, de una representación
política que cuente con reconocimiento internacional.
La protesta de las agrupaciones políticas pan mayas, su
estrategia de lucha, como bien lo ha definido Oswaldo Salazar,
se formula en un discurso con un doble registro: ―tenemos dos
instancias de incompatibilidad. En primer lugar está la idea de
que el ladino oprime al indígena con sus instituciones y pensa-
miento. Y en segundo lugar, la convicción de que la reivindica-
ción debe darse dentro de las instituciones y pensamiento del
ladino‖128, por una parte la tesis de no romper con el orden insti-
tucional del Estado guatemalteco, de suerte que las propuestas
se encausan en el marco constitucional de la república, y por la
otra, la contestación radical, que desconoce a la nación, descali-
fica al Estado aduciendo que sólo es propiedad de la etnia «ladi-
na», manejando un discurso confrontativo en lo lingüístico, lo
jurídico, lo educativo, en suma contra todas las clases sociales
que hablan español.
Esta doble estrategia en principio podría deberse a que los
portavoces del movimiento pan-maya, que sostienen el ―discur-
so indianista‖, la dirigencia maya, estima que en la actual cir-
cunstancia solo es factible una estrategia en el marco del Estado-
nación, más amplio circundante: Guatemala. Este sería el ca-
mino sensato para alcanzar sus metas, y que esto supone partici-
par activamente en el proyecto ampliado de estado multicultural

128O. Salazar, Historia moderna de la etnicidad en Guatemala. La visión hegemónica:


1994 al presente (Guatemala: URL, IIES, 1996). p.64.

109
LEONEL PADILLA

—Estado multi-nacional con ―cultura societal‖ en la terminolo-


gía de Kimlicka—.
El discurso de la reivindicación indianista, que ahora con
más propiedad debemos llamar maya, retoma en diversas gra-
dientes la lógica de liberación de la opresión. Así, en palabras de
Oswaldo Salazar, ―podemos decir que la ordenación de las series
enunciativas del indianismo sigue la lógica de la denuncia (…).
Las premisas básicas de esa dinámica son, somos distintos, no
hay justicia, somos pobres, no tenemos tierra, nos han oprimido,
tenemos derechos, nuestro idioma es un valor que debemos
conservar, nunca se ha hablado de lo que realmente somos,
nuestras tradiciones son valiosas, esta tierra es nuestra‖129. La
historia y las ciencias sociales regionales dan testimonio sobre lo
correcto y justo de esas reclamaciones. Pero en lo tocante a la
estrategia para llevar adelante una política que las atienda satis-
factoriamente ha privado mas bien la desorientación; Carlos Ra-
fael Cabarrús estima que la ideología pan-maya es muy conve-
niente, ―en la lucha del indígena por el poder se combinan dos
fuerzas: la fuerza económica que ha dado el mismo capitalismo y
la fuerza de la ideología étnica‖130. En una sociedad de clases el
pequeño y mediano propietario indígena podría ayudar a la cau-
sa de su cultura pero desafortunadamente lo que ha prevalecido
en mayor grado ha sido el proceso de la simple expansión cuan-
titativa de las familias, debido a la carencia de acceso a los recur-
sos de planificación; quizás inconsciente estos pueblos, como lo
precisa Cabarrús, ven en ellos su única salida, ―para el grupo ét-
nico la fuente estratégica de poder la constituye la población
(…), pero la población en si no es poder, la etnicidad es lo que
puede configurar a una población indígena para organizarlo, y el
elemento que puede cohesionarla y mantenerla activa‖131. El

129 O. Salazar, p. 60.


130 C. R. Cabarrús, ―Lo maya: ¿una identidad con futuro?‖ en La conquista del
ser (Guatemala: CEDIM, 1998).
131 C. R. Cabarrús.

110
CULTURA E IDENTIDAD NACIONAL

crecimiento demográfico es quizás una forma de defensa que


proviene del inconsciente atávico de los pueblos pues como es
sabido, en la guerra antigua, la cantidad de combatientes en un
ejército era el factor decisivo para la victoria. Afortunadamente
como lo ha señalado Salazar, el discurso indianista ha incorpo-
rado también otros elementos provenientes de las ciencias socia-
les, de la doctrina de los Derechos Humanos y del Liberalismo.
La cuestión importante entones será la de reformular el discurso
incorporando con mayor decisión los derechos económicos so-
ciales de los pueblos además de los derechos de la persona y del
ciudadano, como veremos a continuación.

5. Consideraciones finales

Antes de concluir deseo hacer unas cuantas referencias en


torno a la agenda para el diálogo intercultural y sus implicacio-
nes en la reforma del Estado, y al cambio de actitudes requerido
para encontrar el entendimiento nacional. Podría ser convenien-
te un cambio de estrategia por parte de los movimientos india-
nistas nacionales e indoamericanos siguiendo la definición de
estrategia foucaultiana de Salazar —entendida como un tema
formado por ciertos agrupamientos de objetos, tipos de enun-
ciación y organizaciones de conceptos132—, esto es, el conjunto
de significados, su reordenamiento discursivo para inaugurar un
nuevo régimen de objetos temáticos, que sirva para que pueda
alzarse una voz nueva, haciendo surgir un orden del discurso,
que, con otras definiciones, de apoyo a la práctica emancipativa.
El filósofo argentino Ernesto Garzón Valdez proporciona
un esclarecimiento de valores de gran significación para esta
problemática, al sugerir que el universalismo filosófico bien en-
tendido no tiene porque confundirse con la lógica de domina-

132 O. Salazar, p. 63.

111
LEONEL PADILLA

ción de los pueblos opresores y que contrariamente a lo que ha


sido usual no es en el relativismo si no en la doctrina de los de-
rechos humanos y en el constitucionalismo democrático donde
debe buscarse la ideología emancipativa. Se aproxima al discurso
etno-nacionalista y lo somete a crítica proponiendo la inclusión
de importantes postulados éticos, que pueden operar como dis-
positivos teóricos transculturales. Pone de manifiesto como los
derechos ciudadanos liberales pueden incidir de sobre la reduc-
ción de la exclusión y las luchas por la conquista de derechos
colectivos en un marco institucional democrático. A continua-
ción comento algunas de sus ideas. Una de las más importantes
se refiere a la democracia y a la necesidad de que un ordena-
miento político de esa naturaleza requiere un nivel de homoge-
neidad cultural compartido por todos sus integrantes. ―Mi pro-
puesta de sociedad homogénea es la siguiente: una sociedad es
homogénea cuando todos sus miembros gozan de los derechos
directamente vinculados a la satisfacción de sus necesidades bá-
sicas.‖133 Es muy interesante considerar que la observación es-
tricta de este principio en democracia impide que la regla de la
mayoría se convierta en opresión de la mayoría, nos dice Garzón
Valdez (entendiendo por mayoría, claro es la mayoría política no
demográfica), ya que el mismo en su carácter de principio cons-
titutivo no está sujeto a la negociación y constituye un ámbito
garantizado por las diversas constituciones, incluida la de Gua-
temala. Es constitutivo de la vida en democracia que todos los
habitantes de esa sociedad gocen de este derecho. Por eso resul-
ta tan inauténtica la imagen de una sociedad de clases con abis-
mal desigualdad en condiciones de vida que se reclame «demo-
crática».
Tomar en serio este derecho democrático implica que las
luchas por el reconocimiento de los pueblos, por la cultura no
debe ser indiferente al régimen político que prive en el estado-

133 E. Garzón Valdez, ―El problema ético de las minorías étnicas‖.

112
CULTURA E IDENTIDAD NACIONAL

nación englobante. En otras palabras cuando haya, aunque sea


sólo un proyecto democratizador, el comportamiento estratégi-
co no puede ser igual que ante un régimen de colonialismo in-
terno. Ese mínimo de los pueblos que se proponen vivir en
democracia consiste entonces en la disposición de recursos para
atender necesidades básicas, entendiendo por tales, aquellas cul-
turalmente requeridas en una circunstancia histórica. Algo seme-
jante a lo que el pensador salvadoreño Alberto Masferrer apuntó
con su llamado a alcanzar para todos el mínimo vital. Una vez
logrado que el conjunto de individuos dispongan de esa capaci-
dad, se puede pensar una segunda condición, una faceta del ac-
cionar hacia lo público dotada de identidad democrática; esas
condiciones cumplidas (la que puede ser una larga transición
para abatir la pobreza), se podrá contemplar el surgimiento de
una voluntad racional. Esa homogeneidad compartida no debe
por tanto confundirse con intención oculta alguna de poder.
En lo tocante a la polémica del relativismo, Garzón Val-
dez propone la opción por el universalismo, como estrategia
emancipativa. La defensa de la identidad cultural se ha conside-
rado la única forma de lucha para combatir la opresión, ―el úni-
co medio de supervivencia de un grupo sometido a una compe-
tencia desigual‖134, pero Garzón Valdez estima que es falso tener
por única vía semejante posición; ―son las condiciones de esta
competencia las que hay que modificar, pero no postulando el
relativismo ético-cultural, sino justamente al revés: partiendo de
la necesidad de aceptar principios de convivencia universalmen-
te válidos que impidan la instrumentalización de los técnica y
económicamente mas débiles‖135. De esta forma nos acercamos
más a la correcta hermenéutica tanto de la propia cultura como
del intercambio cultural, aún en la condición indeseable de asi-
metría extrema, no es aceptable entender a las culturas en cuan-
to tales, como criterio último de valor, validez y perfección mo-
134 E. Garzón Valdez.
135 E. Garzón Valdez.

113
LEONEL PADILLA

ral, entre otras razones porque como ya fue señalado atrás, las
culturas deben valorarse en su dinamismo y en su capacidad de
construir un futuro, ―la conciencia de un pueblo no es sólo una
recuperación del pasado sino la valorización de aquellas formas
tradicionales o de relativamente reciente adquisición que el gru-
po haya asumido como propias‖136. Toda cultura, recuerda tam-
bién Fornet Betancourt, está compuesta de una pluralidad de
tradiciones, alberga en su interior interpretaciones divergentes y
en conflicto, razón por la cual debemos estar dispuestos, cuando
el caso lo requiera, a practicar la desobediencia cultural, lo que
en la propuesta de Habermas significa abrir el discurso a la ar-
gumentación para encontrar en la propia cultura el rasgo univer-
salizable.
En conclusión podemos afirmar que las formas de vida
culturalmente estabilizadas sólo tienen valor en la medida en que
permiten a sus integrantes construir un futuro mejor apoyándo-
se en la expansión y consolidación de los derechos básicos de
sus miembros individuales.
En Guatemala existen claramente dos opciones: continuar
siendo una sociedad agraria dominantemente preindustrial pre-
capitalista, con un sector feudal fuerte que por bloquear con éxi-
to el advenimiento de la modernidad, tolera una acentuada di-
versidad lingüístico-cultural, y por excluyente genera y reprodu-
ce pobreza. En él, las clases subalternas estiman que el creci-
miento demográfico es la única estrategia de supervivencia. La
otra alternativa es adoptar una estrategia de desarrollo endógeno
sostenible, que incluya políticas de población, manejo racional
de recursos, levantado de infraestructuras físicas y energéticas
para industrializar y modernizar en general todos los sectores.
Dentro de esta dicotomía se puede enmarcar la cuestión de la
identidad como nación. Para ello tenemos otras dos alternativas:
concebirnos como una nación unificada, o bien en calidad de

136 M. A. Bartolomé., citado por Garzón Valdez.

114
CULTURA E IDENTIDAD NACIONAL

articulación de pueblos con ciudadanías diferenciadas o con re-


gímenes autonómicos acentuados en el contexto de una ciuda-
danía universal igualitaria (Villoro). En todo caso el objetivo
primordial es alcanzar un nivel común de homogeneidad en el
acceso a satisfactores económicos que abra paso a una democra-
cia operante.

Leonel Padilla
Iripaz
iripaz@itelgua.com

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