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Trans-identidad histórica en la modernidad post-ilustrada. Ensayo sobre el


concepto de identidad en Jorge Larraín

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Fernando José Vergara Henríquez


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TRANS-IDENTIDAD HISTÓRICA EN LA MODERNIDAD POST-ILUSTRADA.
ENSAYO SOBRE EL CONCEPTO DE IDENTIDAD DE JORGE LARRAÍN1

Fernando J. Vergara H.

«Es un error suponer que la verdad de una teoría es lo mismo que su fecundidad. Muchos, sin
embargo, parecen pensar exactamente lo contrario. Creen que una teoría tiene tan poca
necesidad de encontrar su aplicación en el pensamiento que, en general, es mejor que
prescinda de ello. Toman toda afirmación en el sentido de una profesión de fe definitiva, de
una orden o de un tabú. Quieren someterse a la idea como a un dios, o bien la atacan como a
un ídolo. No tienen libertad frente a ella. Pero es esencial a la verdad el estar presente como
sujeto activo. Uno puede oír proposiciones que en sí son verdaderas, pero sólo captará su
verdad pensando y repensando en ellas.»

M. HORKHEIMER y Th. W. ADORNO, Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos Filosóficos, p.


290.

INTRODUCCIÓN

La contemplación de las ideas no es suficiente, y la tradición tanto filosófica como


sociológica lo ha entendido así en estos últimos años. La practicidad transformante se ha
enmohecido y con ella la razón utópica se ha oxidado presa del enceguecimiento teórico con el
cual ha operado canónicamente la racionalidad desnaturalizadora.
Hoy presenciamos transformaciones que interpelan a la humanidad: crisis económicas,
excesos de poder, violencia, hambruna producida por intereses ideológicos, económicos y
religiosos, muertes incalculables, violaciones a los derechos humanos, pérdida de control de
las estructuras políticas y de gobierno, debilitamiento simbólico de las culturas representado
en lo perentorio de lo material en las sociedades en virtud de la imagen abriendo abismos entre
los hombres que excluyen, aíslan e individualizan a las culturas enfrentadas a la pluralidad, al
multiculturalismo de corte ciudadano, a la contaminación mediática de las comunicaciones
que mezcla lo simbólico con lo material, lo virtual con lo real.
Nuestra actualidad se concibe a sí misma a partir de la corrosión de la crítica de la
llamada “post-modernidad”, del debilitamiento ideológico y de la autovalidación de la ciencia
y tecnología traducida en transacción material con todo su aparataje progresista, ingredientes
de una fórmula fatal que da ciudadanía a procesos fantasmales que recorren y cubren el
mundo: el comunismo en palabras de K. Marx, el nihilismo en sentencia de F. Nietzsche o el
fin de la historia según F. Fukuyama o el advenimiento de la sociedad de red para M. Castells.
Al interior de éstos, situamos a la identidad como problema desde su perspectiva de
desafío multidimensional para las sociedades contemporáneas, sean complejas o simples,
primeras o tercermundistas, desarrolladas o subdesarrolladas, agrarias, industriales o post-
industriales, globalizadas o alternativas.

1
Publicado en Revista Praxis. Revista de Psicología y Ciencias Humanas. Facultad de Ciencias Humanas y
Educación, Universidad Diego Portales, Santiago-Chile, Año 3, Nº 5, 2003, pp. 10-31.
2

La identidad en tanto que problema, se convierte en el campo de contienda donde se


lidian teorías filosóficas, sociológicas, comunicacionales, psicológicas, éticas, etarias,
religiosas, de género, étnicas, artísticas, medioambientales, políticas, etc., tejiendo una
compleja red donde, a veces, se pierde el punto de inicio y el sentido del entramado, pues el
concepto de identidad se resiste a los intentos reflexivos por definirlo, delimitarlo,
establecerlo, controlarlo y, de alguna manera, acabarlo o darlo por terminado. En su interior
opera una “resistencia" o “tenacidad” que manifiesta una densidad reflexiva importante, un
espesor que engruesa las capas del concepto haciéndolo a veces impenetrable, inasible,
inaprensible. Interrogación de mutuas renuencias que esperan decir algo del otro, desplegados
en el horizonte de la diferencia y del reconocimiento.
¿En qué radica esta problemática? En que presenta tendencias contradictorias, que van
desde expresiones como las de “ser nacional” o “espíritu del pueblo” de inclinación metafísica
atribuyendo caracteres esenciales a los sujetos individuales y colectivos hasta sus versiones
antropológicas referidas a la aculturación hegemónica de una sociedad autoconcebida y
autovalidada como adelantada sobre otras menos complejas y desarrolladas, categorizaciones
que entran en crisis con los planteamientos identitarios formulados antes del advenimiento de
la globalización económica, de la llamada revolución conservadora de los años ochenta e
incluso antes de la implantación del neoliberalismo y el advenimiento de la post-modernidad.
Los espacios emergentes que surgen con los nuevos contextos de multidimensionalidad
electrónica e informatizada, crean la necesidad de nuevas experiencias y abren disímiles
espacios de interrelación, configurando novedosas formas de aproximación sensorial referidas
a los modos de vida tanto individual como colectiva, inventando nuevas maneras de hacer
sociedad y conformando la construcción de nuevas identidades o modos de concebirse a sí
mismos. Surge un dinamismo identitario en el cual se mezclan: sensibilidad del imaginario-
simbólico, comprensión de los procesos de interacción diversidad-diferencia y la necesidad de
participación solidaria-disciplinada, con la posibilidad de inserción-desconexión, desde las
cuales los sujetos contemporáneos articulan su existir particular y social, como también su
proyección en el tiempo histórico enfatizando el presente personal por sobre el futuro
colectivo.
Esta situación emplaza otro modo de reflexionar sobre los procesos socio-históricos, lo
que supone asumir los actuales tiempos de evanescencia y vaciamiento, pero también
corresponder a las acciones de reivindicación identitaria cultural con aquella articulación de
significados de presencialidad y creatividad en la invención de referentes frente a la diversidad
de territorios mediatizados en una red de relaciones debilitadas, fragmentadas y descentradas
entre las oleadas globalizadoras de nuestra época transitiva.
La identidad zigzaguea entonces, actualmente, entre la emancipación de la diferencia, la
radicalización de lo multicultural y la hegemonía de la universalidad.
Y en este vaivén, cabe preguntarse: ¿de qué manera el sujeto contemporáneo se
identifica si ha perdido soporte en una viga central que lo aguante en su individualidad y
colectividad? ¿Hablar de identidad no es hablar sobre autoconocimiento y reconocimiento?
¿Cómo hablar de identidad si el sujeto contemporáneo se define a partir de fragmentos y
retazos? Si la identidad es un proceso en constante construcción, ¿cómo es posible establecer
un discurso de la identidad coherente con los procesos de globalización cultural
preponderante? En definitiva, ¿qué tipo de identidad reflexionar en el enmarque cultural post-
metafísico, post-ideológico, post-Dios? ¿A partir de qué procesos se articulan y conciben los
patrones identitarios en nuestros tiempos?, ¿Qué escenario identitario se forja a partir de esta
desgarradura histórica?
3

Nuestra posición apunta a considerar el fenómeno de globalización como motor


transformativo de la matriz ilustrada y ordenador de la actual experiencia subjetiva de existir y
de la práctica objetiva de la vida social. Sostenemos que la post-modernidad es el resultado de
una des-acoplación o des-coordinación entre los procesos de Modernidad y Modernización y
se alza subsidiaria de este proceso al interior de la Modernidad histórica, que maniobra una
radicalización y exaltación de tal desorganización entre lo valórico y lo práctico, entre lo
racional y la des-racionalización de los ámbitos culturales propios de la Modernidad. La post-
modernidad manifestaría la dimensión teórica, cultual y valórica de esta desacoplación, y la
globalización revelaría la dimensión material más cercana a la modernización en su faceta
transformativa de la cultura.

MODERNIDAD POST-ILUSTRADA: OCASO Y REDENCIÓN DE LA MODERNIDAD

La plataforma teórica de “Modernidad Post-Ilustrada” desde la cual se aborda el


“problema de la identidad” del sujeto contemporáneo en vista de la conceptualización
identitaria de Jorge Larraín, acuña una categoría histórica de apariencia moderna, pero carente
de la energía teórica, valórica, cultural, económica y política que movilizaron a la misma,
desgastada tanto por la detracción post-moderna como por aquellos procesos incubados en la
misma modernidad, representados en las experiencias subjetiva-individual y objetiva-social,
encarnadas en una reconfiguración de los des-mitificados, des-valorizados y des-politizados
fundamentos modernos ilustrados a partir de una progresiva reificación del modelo económico
y una creciente secularización del existir moderno.
Los rasgos característicos de la modernidad, según R. Follari, se pueden concentrar en
tres que le son fundamentales: «final de la legitimación teológica del poder; aparición de la
vida urbana como centro económico y cultural; desplegamiento de la noción de razón en todos
los campos de la existencia social» sustentándose en los grandes descubrimientos de la física,
de la explosión demográfica, de los sistemas masivos de comunicación, de la industrialización
de la producción, de la automatización y racionalización del sistema productivo y
administrativo y del surgimiento del mercado capitalista.
Tal gráfica instrumental está compuesta por los procesos teóricos de
modernidad/modernización/post-modernidad/globalización, los cuales sostienen una estructura
que altera la dirección prevista por la Modernidad Ilustrada, siendo los acontecimientos de
post-modernidad y de globalización resultantes de la des-acoplación entre Modernidad y
Modernización desviando la dirección, el cometido y sentido del Programa o Proyecto de la
Modernidad.
Esta desgarradura dibuja un peculiar estado o temple de ánimo de la cultura occidental
hiperracionalizada, develando nociones que la promulgan tales como fragmentación,
pluralismo, irreductibilidad, dispersividad, homogeneidad, proliferación de la diferencia y
radicalización de los márgenes, particularismo y privatización del existir. De tal forma, el
prefijo –post designaría una hipótesis sobre nuestra cultura y su dinámica, sobre la
reconfiguración progresiva del carácter, estilo, subjetividad, sensibilidad y temple del sujeto
histórico.
4

La modernidad adolece en su historicidad, vale decir, en la disolución del sentido con


que la modernidad cargó la historia, «pues […] ha respondido a una lógica profunda de
destitución de todo sentido como sentido trascendente, a un deseo de afirmar en cuanto sentido
al propio proceso de la historia. Ello implica un doble movimiento: la negación de la
trascendencia como lugar desde el cual se funda y se da el sentido y, al mismo tiempo, la
retención del “efecto” de fundación y donación del sentido al interior del espacio histórico, o,
mas bien, precisamente en el límite dinámico de este interior, caracterizado como el no-lugar
de lo nuevo.»2
Además, la modernidad es un proceso creciente y excesivo de racionalización en el cual
las estructuras sociales vienen determinadas por la empresa capitalista y el aparato estatal
burocrático. Sus características centrales serían el proceso de objetivación de las categorías de
la racionalidad instrumental que conduce al “desencanto del mundo” webereano natural y la
progresiva racionalización de la sociedad; la secularización que se refleja en la disyunción de
los procesos de diferenciación social y los procesos de diferenciación sistémica; el surgimiento
y consolidación de esferas independientes de producción de saber especializado guiadas por
criterios autorreferenciales; y la emergencia de la noción de subjetividad y la consolidación de
procesos de individuación sobre la base de la subjetividad.
La modernidad internaliza la dinámica de cambio como ley fundamental y condición
definitoria de la vida social; por ende, la comprensión de esta mecánica es capital a la hora de
comprender la sociedad contemporánea y su mutabilidad. No debemos olvidar que la
modernidad no es sólo una expresión de cambio, sino que la misma modernidad cambia. Y
aquí justamente radica nuestra hipótesis que nuestra contemporaneidad histórica tiene formas
más superadoras de la Ilustración que de la Modernidad y que en estas transformaciones el
“problema de la identidad” cobra inminentes urgencias de ser revisado y pensado.
En definitiva:
«[La] modernidad se caracteriza como a) la época […] del abandono de la visión sacra
de la existencia y de la afirmación de esferas de valor profano; en suma, se caracteriza por la
secularización; b) el punto clave de la secularización en el plano conceptual es la fe en el
progreso (o la ideología del progreso) que se constituye en virtud de una readopción de la
visión judeocristiana de la historia, en la cual se eliminan “progresivamente” todos los
aspectos y referencias trascendentes, puesto que precisamente para escapar al rasgo de teorizar
el fin de la historia (que es un riesgo cuando no se cree ya en otra vida en el sentido predicado
por el cristianismo), el progreso se caracteriza cada vez más como un valor en sí; el progreso
es tal cuando se encamina hacia un estado de cosas en el cual es posible un ulterior progreso;
c) la secularización extrema de la visión providencial de la historia equivale simplemente a
afirmar lo nuevo como valor fundamental.»3
Mientras la modernidad es el desarrollo de la racionalidad normativa que apunta a la
autodeterminación política y moral, la modernización es el desarrollo de la racionalidad
instrumental que apunta al cálculo y al control de los procesos sociales y naturales. De tal
forma, supone el tránsito desde una sociedad tradicional a una moderna, suponiendo un
“antes” y un “después”, resonando los ecos de una transformación que se desarrolla sobre los
vehículos tecnológicos-instrumentales. Su especificidad radica en la difusión y amplia
aplicación en la cotidianeidad práctica de la vida de los seres humanos de los descubrimientos

2
OYARZÚN, P. La Desazón de lo Moderno. Problemas de la Modernidad, Escuela de Filosofía Universidad
ARCIS/Editorial Cuarto Propio, Santiago de Chile, 2001, pp. 85-86.
3
VATTIMO, G. El Fin de la Modernidad, Gedisa, Barcelona, 1986, p. 92 ss.
5

científicos a partir de la revolución científica. De ahí la simultaneidad entre asimilación y


aplicación de los conocimientos, como también una interiorización de los valores transmitidos
por este desarrollo.
Además, la modernización se define como un proceso de adaptación de las instituciones
tradicionales de una sociedad que realizan las funciones rápidamente cambiantes, permitiendo
el manejo o control del hombre sobre su medio ambiente; por lo tanto, modernización
supondrá una necesaria acoplación a las funciones tanto intelectuales como tecnológicas
desarrolladas globalmente. De ahí que los mecanismos de la modernización son la
“aceleración” y la “masividad” de los descubrimientos científicos posibilitados por una
racionalidad determinada, y la aplicación de métodos y técnicas a los asuntos humanos. De tal
forma, las expresiones más propias de la modernización son el mercado y el desarrollo
científico-tecnológico como mecanismos de integración transnacional, y como expresiones
identitarias de la modernidad son el Estado democrático y sus políticas sociales integradoras.
Modernidad entonces es «aquel marco de valores legitimantes a los cuales se suele
apelar para justificar o fundamentar el proceso de modernización, pero también desde los
cuales se puede mantener un control crítico de ese mismo proceso, en la medida en que la
modernización no refleje los principios articuladores que se reconocen en los discursos
decisivos de la modernidad, sobre todo a partir de la Ilustración: la universalidad, la
socializad, la libertad, etcétera. Si el concepto de modernización tiene que ver con la
racionalidad instrumental, y con su criterio inmanente, esa especie de seudolegitimación
preformativa, que es el principio de la eficacia, la modernidad sería una dimensión cultural,
valórica. Sin embargo, […] presentar así los términos de “modernización” y “modernidad”
podría resultar un poco unilateral, es decir, podría no verse hasta qué punto hay una relación
inherente entre ambos, en el sentido de que los problemas que la modernización pueda traer
para los principios de la modernidad, no son problemas ante los cuales la modernidad sea
ajena, sino que más bien tiene una responsabilidad bastante fuerte […]. En este sentido, la
modernidad se puede concebir como la instauración de un “fuero interno” que define la
autonomía de los sujetos humanos, su capacidad de proyectarse históricamente. Con ello se
establece el lugar desde donde se articula la realización histórica del proyecto moderno y
desde el cual puede ella ser razonada y enjuiciada. La modernización se referiría al
componente de dominación fáctica que es requerida por esa realización, y el riesgo esencial
que entraña para el proyecto es que se organiza como una conquista del “fuero interno”, no
tanto para suprimir la autonomía de los sujetos, pero sí para inducir en ellos la facultad de
suspender, reprimir, interrumpir su proceso reflexivo y judicativo, cada vez que el proceso de
la modernización lo requiera.»4
De tal forma, el binomio modernidad-modernización representa una sucesión de
proyectos inacabados que todavía están en desarrollo: la modernidad como “espíritu de una
época” y la modernización como “tecnología de la transformación” de ese espíritu,
revolucionan no sólo las capacidades de producción material, sino que también las
capacidades de producción de conocimiento y significación sobre estas mismas
transformaciones.
Transformaciones que apuntan a un conjunto de elementos culturales que ha cambiado el
nombre con el cual definimos post-modernidad, entendiéndola como el producto de tal des-
coordinación o des-acoplación entre los procesos de modernidad y modernización. La
radicalización de la razón moderna, la des-organización entre la razón matemático-funcional y

4
OYARZÚN, P. op. cit., pp. 399-400.
6

la práctica valórica-cultural, posibilitó el escenario contemporáneo en el cual se lidian los


debates filosóficos y sociológicos más interesantes sobre la identidad. Entre los ámbitos
teórico-valóricos y los instrumentales-materiales se produce una suerte de “enceguecimiento”,
con el cual se pierde dirección proyectiva, dando como resultado la crítica corrosiva,
paradojalmente impulsada por la misma modernidad.
El trabajo de J.F. Lyotard, inauguró un intenso debate sobre el estado de la sociedad en
su despliegue histórico, postulando el abandono de la modernidad y de su idea de Progreso en
la historia. Esta negación de la idea de un progreso lineal y la posibilidad de la verdad de los
metarrelatos, se constituyó en la afirmación o, más bien dicho, en la auto-afirmación de la
crítica descarnada de la post-modernidad. Además, siguiendo los argumentos de la Escuela de
Frankfurt, la misma modernidad incubaba su muerte: la racionalidad moderna y su
consecuente proceso de racionalización, han terminado por disolver la potencia del progreso
material sobre la base de la razón científico-tecnológica, la emancipación a través de la
organización cívico-política, y por tanto, la posibilidad de una existencia modelada valórica,
política, económica y culturalmente en “libertad”, “igualdad” y “fraternidad”: «Hay un cuadro
de Paul Klee que se llama “Angelus Novus”. En él se representa a un ángel que parece como
si estuviera a punto de alejarse de algo que le tiene pasmado. Sus ojos están
desmesuradamente abiertos, la boca abierta y extendidas las alas. Y este deberá ser el aspecto
del ángel de la historia. Ha vuelto el rostro hacia el pasado. Dónde a nosotros se nos
manifiesta una cadena de datos, él ve una catástrofe única que amontona incansablemente
ruina sobre ruina, arrojándola a sus pies. Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y
recomponer lo despedazado. Pero desde el Paraíso sopla un huracán que se ha enredado en sus
alas y que es tan fuerte que el ángel no puede ya cerrarlas. Este huracán le empuja
irreniblemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que los montones de ruinas
crecen ante él hasta el cielo. Este huracán es lo que nosotros llamamos progreso» nos describe
W. Benjamin en Discursos Interrumpidos.
El eterno, infinito, omnipresente, inmensamente bueno y todopoderoso progreso, ese
gran dios de las ideologías modernas ha mostrado su doble faz: por una parte manifiesta la
capacidad racional y espiritual del ser humano, y por otra, todo lo inhumano que ha
significado tal demostración, cayendo en descrédito la fe en el progreso, deslegitimándose
como garante universal de sentido.
Los resultados desastrosos e inhumanos del progreso son presentados como “efectos
colaterales” por parte de la racionalidad científica y como “efectos externos” del crecimiento
económico. Efectos que en la realidad significan: precariedad de recursos humanos y
materiales, problemas urbanos, lluvia ácida, efecto invernadero, agujero en la capa de ozono,
mutaciones climáticas, residuos contaminantes, explosión demográfica, desempleo masivo,
ingobernabilidad, crisis internacional de endeudamiento, corrupción, problemas
tercermundistas, subdesarrollo humano y material, escalada armamentista, terrorismo,
fanatismo y fundamentalismo de corte religioso, ideológico y ciudadano, xenofobia, muerte
atómica, crisis económicas, excesos de poder, violencia, etc. No es difícil deducir que la actual
sociedad de progreso amenaza el futuro de la humanidad y a la vez, aseguran su sentido y
puesto en la realidad, produciendo una paradojal condición.
En este sentido, J.F. Lyotard concibe a la post-modernidad como el resultado o producto
originado por la des-acoplación de la modernidad con un tipo peculiar racionalidad que apunta
al cálculo científico-matemático en aras del progreso, dando paso a la modernización
instrumental del saber. La misma modernidad surgió bajo la forma de pensamientos
inarticulados que no hacen otra cosa que hablar “post-modernamente” de la sociedad y de la
7

condición del saber. Articula su estudio sobre la base de la condición del saber en las
sociedades desarrolladas, y a esta condición la denomina “postmoderna”, pues grafica el
estado de la cultura posterior a la crisis de los relatos. El autor nos explica:
«Al desuso del dispositivo metanarrativo de legitimación, corresponde especialmente la
crisis de la filosofía metafísica y de la institución universitaria que dependía de ella.»5

La tesis central versa sobre la transformación del estatuto del saber acorde a la entrada de
las sociedades en la era post-industrial y la cultura en la edad postmoderna. Ejemplo de lo
anterior es la transformación del estatuto del saber científico al interior de la era de la
información. Manifiesta es la constatación de que el saber pierde su función transmisora de
conocimientos, exteriorizándose respecto del sujeto pensante y que la adquisición del saber es
indispensable de la formación del espíritu, perdiendo su “valor de uso” por el “valor de
cambio”, trasladándose desde la sapiencia a la mercancía informacional del dato.6
El ocaso de los metarrelatos representa el colapso del ideal social moderno y del
creciente individualismo de las sociedades complejas desvinculadas de proyectos políticos y
utópicos. El “poder” del relato se desdibuja, se desvanece y se traslada desde el ámbito
político-partidista al económico-empresarial. El colapso de los metarrelatos omni-explicativos
y vinculantes y del lazo social garantizador de la participación cívica, da lugar al dominio
nihilista del “sí mismo” de un sujeto tensionado entre las redes de comunicación, deslizándose
paradojalmente entre mensajes que lo alejan de sí, pero que le aseguran la permanencia en el
mundo.7
¿Qué es pues, la post-modernidad? Una “asombrosa aceleración” de un peculiar estado
al interior de la modernidad. No es el fin de la modernidad sino, por el contrario, sería su
principio gestacional intra-modernidad el que operaría paradojalmente como el nacimiento y
no el ocaso de la misma modernidad. Siguiendo a R. Follari, «rebasamiento de lo moderno, no
su superación, lo posmoderno no es lo contrario de lo moderno, ni tampoco su continuación
homogénea, es la culminación de la modernidad donde ésta, a través de su propio impulso, se
niega a sí misma.» Castro Gómez indica que la post-modernidad no es lo que viene después de
la modernidad, sino la asunción de la conciencia de crisis que caracteriza a la modernidad
misma. Se trata de un retorno reflexivo de la modernidad sobre sí misma y no de su
rebasamiento epocal. «La crisis de la que hablamos es la de cierta autoimagen de la
modernidad, a saber, la concepción ilustrada que suponía una especie de “armonía
preestablecida” entre el desarrollo científico-técnico, ético-político y estético-expresivo de la
sociedad.» E. Sabrovsky concibe que la postmodernidad no es más que la modernidad que se
ha vuelto consciente de sí misma y, por ello, termina volviéndose contra sí misma: «El
posmodernismo es la modernidad autoconsciente y por ello exacerbada, volcada
autorreflexivamente sobre sí misma; una modernidad que, una vez consumada en lo esencial
su tarea de disolución de los mitos, enfoca sus poderes corrosivos contra sí misma, advirtiendo
que el virus mítico se aloja también en el intento de dar un significado a la propia existencia
moderna.»
Lyotard afirma al respecto:
«La modernidad se desenvuelve en la retirada de lo real y de acuerdo con la relación
sublime de lo presentable con lo concebible, en esta relación se puede distinguir dos modos

5
LYOTARD, J.F. La Condición Postmoderna. Informe sobre el Saber, Cátedra, Madrid, 1984, p. 10.
6
Ibíd., pp. 13-14.
7
Ibíd., pp. 35-37.
8

[…]. Se puede poner el acento en la impotencia de la facultad de presentación, en la nostalgia


de la presencia que afecta al sujeto humano, en la oscura y vana voluntad que lo anima a pesar
de todo. O si no, se puede poner el acento en la potencia de la facultad de concebir […],
puesto que no es asunto del entendimiento que la sensibilidad o la imaginación humanas se
pongan de acuerdo con aquello que él concibe; y se puede poner el acento sobre el
acrecentamiento del ser y el regocijo que resultan de la invención de nuevas reglas de juego.»8

En este sentido, la post-modernidad operaría como el resultado de una serie de


innovaciones en las tradicionales “reglas del juego” aportadas por la matriz moderna ilustrada.
En otras palabras, significa la ruptura de aquellos juicios dominantes expulsados en una época
determinada en categorías espacio-temporales o históricas diferentes. «La post-modernidad
sería comprender según la paradoja del futuro (post) anterior (modos)»9, un gran movimiento
de deslegitimación de la modernidad.
Es preciso hacer notar que la nueva manera de comprender el despliegue histórico que
contiene la crítica postmoderna, especialmente en aquellas categorías fundantes del saber y del
hacer no es nueva, sino que se articula desde los inicios de la historia del ser humano en una
zigzagueante operación de superposiciones de épocas superadoras, a veces transformativas de
la anterior. Lo “nuevo” estribaría más bien en la idea de pérdida de legitimidad o «decadencia
o declinación en la confianza frente al progreso lineal de la humanidad» 10 y en la des-
referencialidad de la función del sujeto al interior de ese mismo progreso.
La post-modernidad, en definitiva, representa la fractura al interior de la modernidad con
aquellos elementos unificadores y garantizadores del proyecto en manos del progreso
ilimitado de la humanidad a partir de su racionalidad científico-matemática; encarna el quiebre
de la estabilidad política y económica sobre la base del capitalismo y la democracia;
manifiesta la fisura en la confianza en el poder del lenguaje y la significación de los antiguos
relatos; representa la desintegración de los edificios teóricos erigidos por siglos en los ámbitos
filosóficos, éticos, metafísicos y teológicos.11
Al decir de F. Jameson, en nuestro tiempo existe una dominante cultural, donde el
individuo o sujeto, es el principal protagonista. Las características de esta “dominante
cultural” serían: una nueva superficialidad (se relaciona a una nueva cultura de la imagen,
estética y simulacro); un tipo nuevo de emocionalidad (“intensidades” basadas en lo individual
hedonista y placentero); un consecuente debilitamiento de la historicidad tanto en relación con

8
LYOTARD, J.F. La Postmodernidad (explicada a los niños), Gedisa, Barcelona, 1987, pp. 23-24.
9
Ibíd., p. 25.
10
Ibíd., pp. 91-93.
11
S. Hall, por ejemplo, designa a esta época como „postfordista‟, considerándola un estadio posterior del
capitalismo, resultado de una profunda transformación en los modos de trabajo mediatizada por la tecnología, en
los productos y esencialmente en su comercialización y consumo. La sociedad contemporánea está atravesada por
«...la existencia de una gran fragmentación y pluralismo social, el debilitamiento de viejas solidaridades
colectivas y de las identidades concebidas como „bloques‟ ante la emergencia de nuevas identidades.» (Véase
HALL, S. “Nuevos Tiempos”, en DELFINO, S. (ed.). La Mirada Oblicua. Estudios Culturales y Democracia,
Buenos Aires, La Marca, 1993, p. 94.)
S. Lasch sostiene que el «posmodernismo es estrictamente cultural. Es sin duda una especie de paradigma
cultural... un „régimen de significación‟.» (Véase LASCH, S. Sociología del Posmodernismo, Amorrortú Editores,
Buenos Aires, 1997, p. 20.) Para G. Lipovetsky, la cultura postmoderna mediante un “proceso de
personalización” con marcado sesgo narcisista y hedonista acentúa un individualismo cerrado y desvinculante.»
(Véase LIPOVESTSKY, G. La Era del Vacío. Ensayos sobre el Individualismo Contemporáneo, Anagrama,
Barcelona, 1996, p. 114.)
9

la historia pública como privada y la profunda relación entre los rasgos antes mencionados,
que a su vez constituye la materialización de un sistema económico internacional nuevo.12
La noción moderna de “sujeto” individuado-secularizado que protagoniza el proceso de
la modernidad, es el sujeto dueño de la razón y centro del universo que gestado en el
Renacimiento, tiene su arranque en la teoría del conocimiento racionalista de R. Descartes que
hace del “cogito” el punto de partida de todo conocimiento, alcanza su madurez teórica con la
Ilustración y despliega su hegemonía histórica tras las revoluciones burguesas, en las
sociedades capitalistas y liberales del siglo XIX, en la filosofía idealista y en el positivismo
europeo, en la ciencia moderna de la naturaleza, en los procesos de racionalización del Estado,
del derecho y de la economía y en las utopías del Progreso y de la Historia. En palabras de
Habermas, la modernidad «encuentra uno de sus principios determinantes en la razón centrada
en el sujeto: una razón objetivante, homogeneizadora, totalizadora, controladora y
disciplinadora.»
La noción post-moderna de sujeto, por su parte, se funda a partir de una radical
“voluntad de reconstrucción”, de descentramiento, desaparición, diseminación,
desmitificación, discontinuidad, dispersión y diferencia, articulando un rechazo ontológico del
“cogito” racionalista y de los pilares sostenedores del relato moderno ilustrado: progreso en
libertad, progreso en igualdad y progreso en fraternidad. Foster argumenta que la post-
modernidad «asume “la muerte del hombre” no sólo como creador original de artefactos
únicos, sino también como el sujeto centro de la representación y de la historia». Jameson, es
quien introduce una nota sociológica y limita así, el alcance de la supuesta muerte del sujeto.
No se trataría tanto de la muerte del sujeto en general como de «el fin de la “mónada”, del ego
o del individuo autónomo burgués», que se caracterizó por «una subjetividad fuertemente
centrada, en el período del capitalismo clásico y la familia nuclear», que «se ha disuelto en el
mundo de la burocracia administrativa», arrastrándola consigo […] la «soledad sin ventanas
de la “mónada” encerrada en vida y sentenciada en la celda de una prisión sin salida», la de su
propia autonomía.
J.F. Lyotard y, especialmente F. Jameson al relacionar “post-modernidad” con
“materialización de un sistema económico nuevo” y “nuevas reglas del juego” inclinándose
por lo económico, no hacen otra cosa que situar a la primera como la plataforma o escenario
posibilitador de la globalización. Sin embargo, creemos que la globalización13 se manifiesta
como un proceso histórico-cultural de magnitudes impensadas hasta el momento que apunta,
en un primer aspecto, a un fenómeno económico que se define por el intercambio de bienes y
servicios en un mercado de carácter mundial. La actividad económica de los países ya no es
posible en términos de autonomía cerrada en vista de un mercado interno, pues su crecimiento
exige intercambios cuya envergadura sólo puede darse en la apertura a otros mercados. De esta
manera se teje una red dinámica de interdependencia entre los diversos mercados y una
tendencia a la integración en regiones que constituyen sistemas en recíproca competencia
obligatoria e interdependencia, pues germinalmente durante la década de los noventa y,
específicamente, en la actualidad, la transformación de las estructuras sociales se debe

12
JAMESON, F. El Posmodernismo o la Lógica Cultural del Capitalismo Avanzado, Paidós, Buenos Aires, 1992,
p. 162.
13
Por “globalización” entendemos una red de actividades económicas estratégicas caracterizada por su forma de
organización en redes, por la flexibilidad e inestabilidad del trabajo y su individualización, por una cultura de la
virtualidad real construida mediante un sistema de medios de comunicación omnipresentes, interconectados y
diversificados, y por la transformación de los cimientos materiales de la vida, el espacio y el tiempo, mediante la
constitución de un espacio de flujos y de un tiempo atemporal.
10

fundamentalmente a la globalización como concretización material del espíritu de la


modernidad y la manifestación material de la modernización, interactuando entre sí en el gran
proceso de interconexión dependiente de la economía multinacional a escala mundial.
La globalización, en su segundo aspecto, se configura como un proceso homogeneizador
al interior de la cultura, aunque las tendencias teóricas no parecen esclarecer un escenario
difuso en su significación. La influencia de los medios de comunicación parece homogeneizar
la cultura es su transmisión masiva, “desterritorializando” la cultura e insertándola en un
esquema global de corte electrónico sin geografía específica.
J. Larraín afirma que esta «nueva cultura global de masas se sostiene sobre los avances
tecnológicos de las sociedades occidentales desarrolladas, especialmente de los Estados
Unidos, y se manifiesta más que nada en la televisión y el cine. La televisión por cable y por
satélite es la avanzada de esta dimensión de la globalización. Su idioma universal es el inglés
que, sin desplazar a las otras lenguas, las hegemoniza y las usa. Las formas de entretención y
ocio en todo el mundo están crecientemente dominadas por imágenes electrónicas que son
capaces de cruzar con facilidad fronteras lingüísticas y culturales y que son absorbidas en
forma más rápida que otras formas culturales escritas. La cultura cada vez más va a romper
con los límites nacionales y espacio-temporales y se va a internacionalizar. Las artes gráficas y
visuales, especialmente a través de los computadores, televisores y juegos electrónicos,
reconstituyen la vida popular y sus entretenciones en todas partes.»14
Al respecto, B. Subercaseaux afirma que «el hecho de encontrarse con el mismo
videoclip, la misma señal por cable, la misma comida rápida, la misma música en lugares tan
distantes como Katmandú, Sao Paulo, Belfast, Monterrey y Santiago, ha llevado a hablar de
una cultura estereotipada y de uniformación transnacional de la cultura, de una dinámica
homogeneizadora que menoscaba la idiosincrasia y la identidad de cada nación […]. Se
advierte un predominio de la massmediatización, la internacionalización y la organización
audiovisual de la cultura, terreno en que ejerce su dominio la cultura del “entertainment”,
controlada, en gran medida, […] por las industrias transnacionales.»15
No obstante, la globalización de la cultura no es un proceso definitivo ni menos
reduccionista a una forma exclusiva y hegemónica, pues «la globalización cultural no es un
fenómeno teleológico, es decir, no se trata de un proceso que conduce inexorablemente a un
fin que sería la comunidad humana universal culturalmente integrada, sino que es un proceso
contingente y dialéctico que avanza engendrando dinámicas contradictorias […]. Crea
comunidades y asociaciones transnacionales, pero también fragmenta comunidades existentes;
mientras por una parte facilita la concentración del poder y la centralización, por otra genera
dinámicas descentralizadoras; produce hibridación de ideas, valores y conocimientos, pero
también prejuicios y estereotipos que dividen.»16
La globalización no ha producido una conciencia de un mundo como unidad, de un
universo planetario, sino más bien un multi-universo en el que países, regiones y sistemas de
regiones se enfrentan y compiten entre sí desde perspectivas que fragmentan la totalidad.
Globalización alude, en definitiva, a una red dinámica de intereses de corto y mediano plazo,
la que si bien cubre el planeta lo hace de manera externa a él, esto es, sin constituirse ella
misma en globo.
14
LARRAÍN, J. “Globalización e Identidad Nacional”, en Revista Chilena de Humanidades. Facultad de Filosofía
y Humanidades Universidad de Chile, N° 20, Año 2000, p 25.
15
SUBERCASEAUX, B. Nación y Cultura en América Latina. Diversidad cultural y Globalización. LOM
Ediciones, Santiago de Chile, 2002, pp. 10-11.
16
LARRAÍN, J. op. cit., 2000, p. 26.
11

Las trasformaciones y acontecimientos transnacionales que fuerzan a la cultura en su


función productora de símbolos y hacedora de materiales, pone en jaque la construcción de
identidades, desplazándola de lugar y virtualizándola a través de la información en red,
configurando “identidades errantes” en la contemporaneidad globalizada, más que “des-
identidades” como sostiene M. Hopenhayn.17

II

NIETZSCHE Y EL ABANDONO DE LA MATRIZ MODERNA DE IDENTIDAD

La matriz moderna ilustrada de identidad

La Modernidad engendró un tipo peculiar de identidad o núcleo identitario tanto


individual como social, a saber, el eje de la “subjetividad”. Subjetividad entendida como un
corte transversal en el patrón identitario medieval: la comunidad, la iglesia y la fe dan paso a
la sociedad, al Estado y a la razón matemático-instrumental. La armoniosa relación entre los
sujetos fue reemplazada por la funcionalidad de los pivotes de la industria, la política y el
mercado. Relación universalista, integradora y centralizadora de las subjetividades en un plano
unitario. La modernidad supuso en su promesa del progreso la universalidad de su proyecto
sin visualizar los fenómenos que engendraría, comenzando a operar un proceso de auto-
corrosión o auto-mutilación de los fundamentos teóricos y prácticos con los cuales se
programó a sí misma.
El autocercioramiento y la autoconcepción moderna a partir de los resortes racionales
impulsados por los ciegos anhelos progresistas, nublaron la configuración identitaria del
sujeto, des-realizándolo y des-personalizándolo en su conexión con la realidad en el sentido de
su progresivo alejamiento en la toma de decisiones en el plano del sentido y significado, como
asimismo en el de la practicidad cívico-política y ético-moral.
La consistencia de la identidad moderna descansa en la confianza en la capacidad
racional del ser humano desplegada al infinito, por tanto historia y pertenencia al programa
ilustrado encontraban resonancia interna en un sujeto que “creía” y “concebía” a la razón
como única y exclusiva herramienta para acceder al conocimiento de lo que antes quedaba en
el misterio y en la revelación a través de la fe como clave cognoscitiva. Empieza a operar
eficazmente el proceso de desplazamiento de la figura divina como garante de la consistencia
identitaria, y a su vez, comienza a operar eficientemente la sustitución de las cualidades
internas de corte metafísico por las de corte epistemológico, alejando la fuente teológica que
había donado de patrones identitarios durante toda la Edad Media (incluso hasta hoy),
salvaguardando al sujeto de lo desconocido.
La identidad moderna gravitará sobre la base de la libertad a toda costa y sobre la razón
hasta las últimas consecuencias, haciéndola su principio operatorio y estableciendo las

17
Véase HOPENHAYN, M. Globalización y Cultura: cinco miradas para un solo texto. Ponencia para el XX
Congreso de LASA, Guadalajara, México, 17 al 19 de abril de 1997.
12

categorías formales de la razón individual. La modernidad ilustrada elaborará una identidad


fundada en la «unidad trascendental de la conciencia respecto de la particularidad de las
acciones y de las percepciones de los cuerpos en el “ordo geometricus”. De R. Descartes a E.
Husserl la conciencia de sí deviene fundamento y sujeto del programa de la identidad. Es una
conciencia que, reconstruyendo los principios abstractos que organizan las particularidades de
lo real, se descubre a sí misma como identidad de lo real.» 18 En un tipo peculiar de
racionalidad o en otras palabras, en una utilización peculiar y no exclusiva de la razón
humana.
De tal forma, la modernidad configuró la identidad del sujeto sobre la base de “otra
creencia” (una nueva creencia sustitutiva de la trabajada por la cristiandad medieval), en la
existencia esencialista de un “sí mismo” concebido como eje de la interioridad del sujeto
concreto y fijado inherentemente a través de la historia. «Este sí mismo, podía concebirse en
términos de una substancia metafísica que piensa (R. Descartes, G.W. Leibniz) o en términos
de la capacidad de memoria de un sujeto material que siente (J. Locke, filósofos ilustrados),
pero en todo caso mantenía un sentido de interioridad.» 19 Esta consideración sobre la
interioridad de la consistencia del sujeto, encuentra su exteriorización y su relación con el otro,
en el pensamiento de K. Marx, estableciendo como principio identitario al “conjunto de las
relaciones sociales”, excluyendo cualquier filtración abstracta o substancialista.
Sin embargo, estas posiciones teóricas de manera conjunta, entienden por identidad
como un «proceso que se desarrolla en la interacción social. El carácter social de la identidad
posee una doble dimensión. Primero, los individuos se definen a sí mismos en términos de
ciertas categorías sociales compartidas. Segundo, la identidad implica una referencia al “otro”.
Al formar su identidad personal los individuos comparten ciertas afiliaciones, características o
lealtades grupales culturalmente definidas tales como religión, género, clase, etnia, sexualidad,
nacionalidad que contribuyen a especificar el sujeto y su sentido de identidad.»20
La modernidad hizo de este proceso su estructura identitaria; la historia que inaugura la
modernidad ilustrada posiciona al sujeto en una dimensión categorial diferente, en el sentido
de superación a partir de la autoconcepción racional interna, haciendo funcionar la “sustitución
de creencias” de la consistencia interna de la identidad, pues supone la existencia de un
soporte o principio trascendente del ámbito por delimitar, rebasando su eje central,
posicionándose como fundamento de sentido que se inserta en el orden histórico: la «historia
de la identidad es una historia del fundamento del sentido de los órdenes históricos.»21
La identidad moderna es entonces, la tematización del proceso de autocercioramiento del
sujeto ilustrado sobre la base del fundamento racional y la garantía que este proceso es trans-
histórico, es decir, desplegado ilimitadamente en el tiempo, garantizado por la autonomía y lo
heterónomo en lo moral y religioso, como también en la independencia y prepotencia de la
ciencia técnico-matemática.

18
GÜELL, P. “Historia cultural del programa de la identidad”, en Revista Persona y Sociedad, Vol. X, Nº 1, abril
de 1996, p. 24.
19
LARRAÍN, J. “El postmodernismo y el problema de la identidad”, en Revista Persona y Sociedad, Vol. X, Nº 1,
abril de 1996, p. 58.
20
Ibíd., p. 60.
21
GÜELL, P. op. cit., p. 27.
13

La obsolescencia de la matriz de identidad moderna ilustrada

El pensamiento de Nietzsche (1844-1900) encarna la crítica al sujeto moderno


extraviado en los laberintos de la religión, la filosofía, la metafísica y la ciencia; pero, sobre
todo, extraviado en sus propios laberintos. Para Nietzsche, el hombre es un desconocido para
sí mismo, pues jamás se ha buscado por falta de valentía y voluntad para enfrentar todo lo
humano que hay en él en una vida trágica y no dramática, vale decir, el proceso de
identificación es imposible sobre los postulados que la racionalidad moderna ha fundado.
Nietzsche desarrolla un tratamiento interrogativo de cuestiones fundamentales que el
mismo sujeto debe enfrentar, tales como las de “sentido”, “autoconocimiento”, “superación”,
“voluntad” y otras. La clave “autoconocimiento” contiene una experiencia de afirmación
básica de lo que el sujeto “es”, como también el momento preciso de la toma de conciencia de
los acontecimientos cardinales que protagoniza el sujeto en su existir. Por su parte, la clave de
“superación” cierra el ciclo de movimiento vital en función de un “sentido” que es su fuente
motora y vitalizante. Dicho “sentido”, en cuanto integra un mundo común, constituye el
fundamento de la condición esencial del existir humano, es decir, de la capacidad de entropía
o introspección en pos de una reformulación de la existencia nueva, sanada, recuperada,
superada. De esta forma, estos enclaves coinciden en un objetivo determinado: averiguar cuál
es la pregunta que nos plantea Nietzsche sobre aquella experiencia re-formuladora de la
identidad de un sujeto extraviado en la experiencia desnaturalizadora de la racionalidad.
Para Nietzsche toda metafísica, religión y moral desde el punto de vista de la cultura
judeo-cristiana occidental, encarnan las grandes expresiones del racionalismo teórico
inaugurado por el racionalismo cartesiano y perpetuado por el criticismo kantiano, que se
traducen en prejuicios (en terminología nietzscheana equivalentes a valores, a verdad) de la
actitud práctica propia de una determinada moralidad de vida. Estos prejuicios originan una
civilización o cultura.
Si desmontar es reducir una civilización a sus prejuicios o instrumentos de dominio, y
estos últimos reflejan la actitud práctica del hombre frente al mundo, entonces la tarea de
Nietzsche es “ética” de principio a fin: en el caso concreto de su obra, su tarea es someter a
juicio los “prejuicios” de nuestra civilización, por “inmorales”. Sobre la base de este
desmontaje, Nietzsche encuentra su proyecto positivo, superador de la “dècadence”: el
superhombre, en quien la voluntad de poder alcanza su plenitud, su “salud”. ¿Son la moral, la
religión, la metafísica, útiles para la salud del hombre? ¿Son ellas útiles para el ser del
hombre? Más claro aún, ¿posibilitan y fortalecen tal “salud” y “ser”?
La respuesta que da Nietzsche apunta a mostrar que la moral, la religión y la metafísica
tienen su origen en la negación de la vida, surgen de la enfermedad, y por ello no son útiles, no
tienen “valor”. Toda pregunta por el valor es siempre una pregunta por la utilidad moral; en
otras palabras, se trata de explicar la salud del hombre y de prescribir los medios para aquella
salud. En todo caso, la “gran salud” no es un presupuesto ni una realidad histórica, sino
simplemente un punto de vista o “perspectiva” para contemplar la vida humana: es el punto de
vista de su “plenitud”.
El pensamiento de Nietzsche no se desarrolla sobre la base de argumentos, sino de
“hipótesis instrumentales” destinadas a situarnos en una determinada perspectiva A partir del
método utilizado por Nietzsche es “genealógico”, “histórico” y no “metafísico”. Camino que
tiene como objetivo central establecer lo que el objeto es (sea verdad, lenguaje, conceptos
morales, etc.) “a partir de sus orígenes”. El hombre y la moral son hechos “históricos”. Por
esto, buscando sus orígenes históricos es posible comprender la realidad de cada uno, obtener
14

la clave que permita interpretar su decadencia o estado enfermo. La crítica de Nietzsche tiene
la marca de despedida del pasado: lo revisa para reaccionar ante él y “despedirse” de él. Por
ello, la crítica debe terminar en un embarcarse en un futuro, en el que hay un “nuevo hombre”.
Para Nietzsche, el “conocimiento” es la suma de todas las perspectivas respecto de un
objeto que no se unifica “en” el objeto, sino en la “voluntad de poder”. Ello sucede en virtud
de la caída no sólo de la apariencia, sino también de la realidad; ésta última cae, en efecto,
porque para Nietzsche ella es “incognoscible”. En Sobre Verdad y Mentira en sentido
Extramoral, aborda el problema de la incapacidad de la ciencia, de la metafísica y de todo
constructo racional por acceder al conocimiento de la “cosa en sí”, de la “esencia”, o de la
estructura sostenedora de la realidad.
Nietzsche formula un “diagnóstico” de nuestra civilización, como resultado del cual nos
propone una civilización “enferma moralmente”, escindida entre el elemento racional y las
raíces terrenales o sensibles de la vida misma en cuanto voluntad de poder.
¿Cómo se originó este problema? Una vía para dilucidar esto es desandar en busca del
origen de los conceptos “bueno” y “malo”, retroceso expuesto en La Genealogía de la Moral,
que muestra que ambos conceptos fueron originariamente estamentales, no gregarios. Estos
conceptos básicos no se refirieron a valores de una forma de vida, sino que sirvieron a un
estamento o clase para identificarse a sí mismo y diferenciarse de aquéllos inferiores. ¿Qué
sucedió entonces en este estado primitivo? Nietzsche considera que el hombre es naturalmente
enfermo; esto lo condena a la experiencia del vacío de sentido: se sufre sin sentido, y ello
potencia al sufrimiento. Surge en este punto un resentimiento, dirigido primero hacia ese
vacío, hacia la nada, pero invertido luego por el sacerdote asceta y dirigido contra el propio
individuo. Se dice: el hombre ha pecado, y debe por ello expiar. Con esto no se “da un
sentido” al sufrimiento, por mucho que la expresión sea en sí misma negadora de la vida. Por
cierto que este remedio es una cura monstruosa que enferma y perpetúa aún más al sufriente;
pero obsérvese sin embargo que tal negación es en el fondo ocasión de una voluntad de poder.
Debe comprenderse, en todo caso, que el propósito de Nietzsche no es, como podría
parecer en una consideración superficial, dirigir su cuestionamiento a “Dios”, al
“cristianismo” o a los “sacerdotes”, ya que todos éstos configuran recursos para situarnos en la
perspectiva respecto de su verdadero blanco: la razón teórica metafísica, y más precisamente
la metafísica misma desde Parménides hasta G.W.F. Hegel, pero encarnada en el idealismo
realista platónico. Recordemos que Nietzsche definió su “filosofía” como un “platonismo al
revés”.
Por tanto, ¿qué entiende por identidad Nietzsche en este panorama post-metafísico? El
problema se desplaza hacia la tensión entre crítica de la “subjetividad moderna” y afirmación
de la “autonomía”. Nietzsche rechaza la identidad entendida sobre la base de un sujeto
sustancial, pero reconoce el valor de que es capaz de darse a sí mismo su propia ley, y este es
para él el “individuo” y el “otro”. Ahora bien, la dificultad que genera el perspectivismo
individualista es el relativismo. R. Ávila plantea buscar un “principio de objetividad” como
algo “absolutamente necesario” que nos permita, partiendo del relativismo, superarlo y
apuntar a una auténtica comunidad humana. El relativismo en Nietzsche es un relativismo
pragmatista, fundado en un perspectivismo pragmático en el que la referencia a la vida como
valor supremo y como “voluntad de poder” constituye ese fondo común que evita la pura
arbitrariedad y nos abre a la tolerancia. Para Nietzsche la comunicación es una necesidad vital,
15

puesto que el lenguaje conceptual es una necesidad biológica para establecer la relación con el
otro. 22
Entonces, Nietzsche concibe la noción de identidad a partir de una multiplicidad de
“yoes” presentes en uno mismo, en un mismo cuerpo. A partir de la fragmentación de la
subjetividad y de la diferencia, Nietzsche desde un principio se aleja de la moderna noción de
identidad, es decir, desmiente toda metáfora de corte metafísico de la identidad, toda
encapsulación y concentración de la identidad en un nombre o idea cerrada de corte
racionalista. Para Nietzsche, la identidad se asemeja a esa máscara trágica de la multiplicidad
de personajes que fuerzan al cuerpo ser hombre.
La noción de “sí mismo” configura la identidad en el entrecruzamiento: no el yo cerrado
en sí mismo, sino el yo que es también los otros de sí mismo y del nos-otros. Es en el “entre”
donde se juegan las fuerzas propias-desapropiadas con las fuerzas de los otros-nosotros y de
todo aquello que tradicionalmente se consideraba como exterioridad de una supuesta
interioridad: el adentro y el afuera, el deseante y lo deseado, el actuante y lo actuado se
entretejen en esa red en el que se asume que el yo no sólo se “dice” sino que también se
“constituye” de maneras diversas y múltiples.
El cuerpo como conglomerado de fuerzas, es el “sí mismo” y el “yo” que se
constituyeron como términos de ordenamiento de ciertos aspectos de la misma corporalidad.
Frente a la disyuntiva alma-cuerpo, la propuesta nietzscheana no pasa por una reubicación en
el cuerpo de todo lo que el alma es o se supone que es, sino por una aceptación “pragmática”
del concepto de alma unida a un reconocimiento de la necesidad de forjar múltiples conceptos
de la misma. Tanto el alma como el cuerpo pertenecen al ámbito de la interpretación, de la
construcción; entonces, ¿por qué no crear otros conceptos de alma y de sujeto? El hombre que
quiso ser todos los hombres con la idea de máscara, esa posibilidad de asumir la subjetividad
desde la pluralidad, posibilidad que se halla en estrecha relación con su idea de la voluntad de
poder como conjunto de fuerzas. Si el hombre es voluntad de poder, y la misma se caracteriza
por las diversas configuraciones que implican una constante tensión de los elementos
aglutinantes y disgregantes que la conforman, la subjetividad es lo que se constituye en el
entrecruzamiento de fuerzas que supone una especial atención a todo aquello que la filosofía
moderna había desdeñado como “constituyentes” del hombre, implica el abandono del
binomio sujeto-objeto, tanto como modelo cognoscitivo como modelo vomitivo, veritativo y
como estatuto epistemológico de la razón moderna.
La idea de máscara apunta el rechazo de la noción de sujeto moderno y a la asunción del
sí mismo como configuración de fuerzas. Esta idea ha de suponer que la “identidad” posible es
la de la “pluralidad”, identidad en la que ningún plano de “realización”significa una
afirmación o negación de un supuesto centro o núcleo identitario. Roto el esquema sujeto-
objeto, se abre el camino a una economía plural, en la que tanto el “sujeto”, el yo, como la
identidad no son más que conceptos que sirven para caracterizar el “punto” de mayor densidad
de las fuerzas, “punto” que no necesariamente es “real” en la vida cotidiana, sino que su
“realidad”, al estar emparentada siempre con el concepto de máscara y ficción, es la de las
diversas arquitecturas posibles desde el cruce de fuerzas.

22
Véase ÁVILA, R. Identidad y Tragedia. Nietzsche y la Fragmentación del Sujeto, CRITICA, Barcelona, 1999,
pp. 246-256.
16

La noción Identidad de J. Larraín al interior de la Modernidad Post-Ilustrada

El tema de la identidad es problemático por la resistencia conceptual que contiene,


trasladándose desde una temática intelectual a una problemática existencial y vivencial al
interior de la cultura.
La “modernidad post-ilustrada” y la “globalización cultural”, operan como procesos
transformativos de las matrices culturales modernas que ha gestado el sujeto. En este sentido,
globalización es un instante más, determinante, pero un momento o etapa en la cual el
problema de la identidad se despliega con mayor urgencia y precipitación. Sostenemos que la
globalización tiende a las “trans-identidades” en un plano histórica dinamizante y no a las
“des-identidades”, pues este término supone de soslayo la existencia de un núcleo identitario
que se está disolviendo, deshaciendo, dejando de ser lo que era antes. Término de corte
esencialista metafísico que el concepto de identidad incorpora con demasiada facilidad.
El concepto de identidad supone un conjunto de bienes o productos culturales, valores,
significaciones y categorías que permiten diferenciar un sujeto de otro y cuyo origen y
desarrollo es preferentemente histórico: identidad se entiende como la posesión de una
mismidad intercambiable, comunicable y compartible, modificable y alterable desplegada en
el tiempo histórico.
Lo propio de una identidad, sea ésta personal, cultural, nacional o continental, ha sido el
producto del cultivo de relaciones sociales que imprimen signos en los que los sujetos se ven y
se reconocen como miembros de una comunidad, dotados de una conciencia histórica. Tal
identidad emana y se proyecta desde y a partir del mismo sujeto y de las relaciones que
establece, como propiedad exclusiva que nace de un autorreconocimiento de la pertenencia a
un grupo humano en particular y de toda la herencia cultural en general.
Esta constitución puede referirse a una suerte de “esencia” o “interioridad” que atesora el
secreto de lo que somos en verdad. Sin embargo, sin dejarse embaucar por teorías o versiones
hegemónicas de la identidad (tanto filosóficas, como sociológicas o psicológicas), nos
aventuramos al preguntar: ¿bajo qué condiciones es posible hablar de “esencia” en estos
tiempos post-metafísicos del proyecto racional-instrumental de la modernidad? ¿Cómo es
plausible una mismidad conocible, re-conocible y diferenciadora en medio de la globalización
económica, informática y massmediática que expulsa, aísla, uniformaliza, atomiza, desintegra,
enlaza un multi-universo universal, siendo que la tradición ha concebido la identidad como un
universo autónomo, coherente y cerrado a influencias exteriores? Es imposible reivindicar una
concepción de identidad como una serie de relatos, objetos por rescatar y conservar, raíces
definidas, ritos y símbolos fijados de una vez y para siempre, como un núcleo o eje identitario
sostenedor del sujeto individual y social.
Uno de los fundamentos que cruza la mayoría de las teorías que versan sobre la
identidad, la conciben como aquella responsable o garante de la constitución interna del sujeto
y aseguradora de la proyección hacia la sociedad: la identidad contiene tanto una carga
cognoscitiva como normativa, es decir, afirma “lo que se es” como “lo que se debería ser”.
Los otros, la sociedad, la cultura, la época otorgan una suerte de marco o mapa identitario. 23
Aportan los dispositivos identitarios desde los cuales el sujeto se diferencia y se concibe a sí
mismo en su individualidad y en su objetividad social o cultural. La interacción entre los

23
Véase VERGARA E., J. y VERGARA DEL SOLAR, J. I. “La Identidad cultural latinoamericana. Un análisis crítico
de las principales tesis y sus interpretaciones”, en Revista Persona y Sociedad, Vol. X, Nº 1, abril de 1996, pp.
77-95.
17

ámbitos subjetivos (individuales) y objetivos (sociales), resulta ser el eje del cual gravitará la
noción de sujeto contemporáneo. Sin embargo, frente a una aparente certeza de esta
constitución o estructura, la post-modernidad ha arrojado la incertidumbre de aquello que
aseguraba la consistencia interna del sujeto, trasladando esta constitución de subjetividades e
identidades a “otros lugares”. En este sentido se debaten actualmente las identidades de los
sujetos, denominándolas “nómades”, lo que nosotros denominamos “identidad errante” del
sujeto contemporáneo.24
En este sentido, la identidad tiene lugar en la frontera del otro. Nos remite al
polimorfismo del ser y a su permanente reconstrucción. Esto tiene un buen fundamento en la
noción de que la identidad es una relación dialéctica entre el “Yo” y el “Otro”. No hay
identidad sin el Otro. Por consiguiente, al hablar de la identidad propia hay que considerar
también la identidad ajena. La identidad personal es básicamente producto de la(s) cultura(s)
que nos socializan, mientras que la identidad cultural se fundamenta por el sentido de
pertenencia a una comunidad en específico.
Creemos que la discusión sobre la identidad está marcada por una suerte de “obsesión
ontológica”, pues es concebida como un “ser” o algo que verdaderamente “es”, que tiene un
contorno preciso, pudiendo ser observada, delineada, determinada en uno u otro sentido. Por
eso la identidad necesita de un centro a partir del cual se irradie su territorio, esto es, su
legitimidad.
La identidad en tanto construcción simbólica dice relación a un referente, es decir, a la
cultura, a la nación, a una etnia, a un color o a un género determinado. En rigor, tiene poco
sentido buscar la existencia de “una identidad”, sería más correcto pensarla en su interacción
con “otras identidades”, construidas según otros puntos de vista posicionados en el horizonte
temporal de la historia.
Para J. Larraín, el proceso de construcción de identidad (cultural, nacional), se debe
entender como un “proceso discursivo”, el cual presenta una multiplicidad de versiones y que
no deben asentarse en una época determinada; proyecto que se construye día a día sin recurrir
a esencias elementales, sino como una superposición de tradiciones, pensamientos e ideologías
provenientes de distintas partes del mundo, aportando una perspectiva sintética de las teorías
programáticas sobre la identidad.25
El concepto de identidad larrainiano se entiende desde la perspectiva histórica en toda su
amplitud, es decir, como historia, como proto-historia, como genealogía, como presente y
futuro. La identidad trans-histórica, es una conformación en el tiempo, en la cual participan
diversas versiones, elementos configuradores, conectándose dinámicamente desde la
fragmentación a la unidad, desde la fijación hacia la integración, a partir de la constatación de
que “el ser” o el “como se es” es una cuestión que se juega en la mecánica siempre viva de la
realidad inserta en la historia.
Creemos que tal concepción tiene insinuaciones más post-modernas que modernas: la
imagen fragmentada o “versionada” del sujeto anti-esencialista concuerda con los actuales

24
El debate en torno a la noción de sujeto, se ha caracterizado por la separación entre construcción de sujetos y
subjetividades como entidades propias de la modernidad. Las especulaciones desde K. Marx hasta M. Foucault,
se han esforzado en perfilar aquellos determinismos de corte económico, sociológico, físico-biológico, filosófico,
epistemológico o simplemente cultural que ingieren sobre el individuo y la sociedad. En la actualidad, el intento
teórico se ha desplazado hacia una síntesis de las antiguas posturas, es decir, realzan el proceso de constitución y
autonomía del sujeto reconociendo los determinismos sociales.
25
Véase LARRAÍN, J. Razón, Modernidad e Identidad en América Latina, Editorial Andrés Bello, Santiago de
Chile, 1996 e Identidad Chilena, LOM Ediciones, Santiago de Chile, 2001.
18

tiempos post-metafísicos inaugurados por el pensamiento nietzscheano y la crisis del sujeto


como núcleo racional secularizado post-esencialista. La identidad como dimensión subjetiva
de los sujetos sociales, no es un atributo o propiedad del sujeto en sí mismo, sino que tiene un
carácter intersubjetivo y relacional. La identidad es una estructura de relaciones y
representaciones y, como tal, no es algo esencial fijo e inmutable, sino un proceso activo,
dinámico y complejo, resultante de conflictos, resoluciones, aspiraciones y negociaciones. De
ahí su radicalidad, plasticidad, variabilidad o versionalidad, su reacomodamiento y
modulación interna. Por tanto, la identidad emerge y varía con el tiempo, es instrumentalizable
y permutable, se retrae y se expande, se integra y se desintegra en el proceso histórico. La
identidad es una actitud colectiva, una cualidad, una orientación cognitiva y afectiva bajo un
cierto sistema de valores culturalmente compartidos. Por tanto, la identidad se definiría a partir
de procesos dinámicos e históricos, en los cuales se pactan los significados que dan sentido a
las prácticas que van construyendo las relaciones sociales en un determinado espacio cultural.
La identidad es determinada por la historia y la historia es comprobada por la identidad y su
estructura.
Para J. Larraín se distinguen tres concepciones alternativas de identidad: la
“constructivista”, que da una importancia clave al discurso y a cómo ellos crean sujetos; la
“esencialista” que la considera un hecho acabado, un conjunto ya establecido de experiencias
comunes y de valores compartidos que se constituyó en el pasado, y la “histórico-estructural”
que la define como un proceso en permanente construcción contextual. La posición teórica de
J. Larraín se fundamenta como figura crítica a los estudios esencialistas de la identidad, las
cuales sostienen que la problemática de la identidad encuentra su resolución con una vuelta o
retorno a los valores y prácticas de comunidades indígenas o mestizas en su encuentro con el
cristianismo transmitido por los españoles en su llegada a América. Estas teorías argumentan
la idea de que existe una esencia o matriz cultural sepultada que hay que recuperar, congelada
en el mundo indígena o bien en una fusión mestiza originada en el Barroco americano del
siglo XVII.
La idea central consiste en que existen períodos en los cuales el tema de la identidad
aflora con inusitada relevancia, detectando cuatro momentos: Conquista y Colonización de
América; Surgimiento de los estados nacionales a principios del siglo XIX; El período de
entreguerras (1914-1930); Fines de la década de los sesenta y fin de los regímenes populistas
en América Latina. Actualmente, nos encontraríamos ingresando a una quinta etapa de
cuestionamiento sobre la identidad. Etapa sellada por los procesos de modernización acelerada
que ha vivido nuestro Continente desde fines de los años ochenta (neoliberalismo, democracia,
redefinición del Estado, etc.) hasta hoy. Es en esta etapa cargada de elementos contradictorios
y paradójicos, donde situamos nuestro trabajo.
Concebimos nuestra situación histórica presente, enmarcada en lo que denominamos
modernidad post-ilustrada, concepto instrumental que salva la situación histórica temporal de
la modernidad, pero que sin embargo delata el abandono de los pilares teórico-valóricos que
impulsaron la llamada Modernidad “clásica” o Ilustrada. La modernidad post-ilustrada
encarna, en definitiva, el ocaso de los pilares modernos ilustrados con los cuales el sujeto
definía su puesto en la realidad, dirección y sentido histórico, como asimismo, simboliza la
redención de la misma modernidad como época histórica no cerrada y menos superada por la
crítica de la vanguardia post-modernista. Modernidad Post-ilustrada es la liberación de la
finalidad negativa impuesta por el pensamiento post-moderno y supone sólo el fin ilustrado de
su programa, es decir, de su ámbito libertario, fraterno y equitativo, pero no “moderno”.
19

La post-modernidad no puede atribuirse la capacidad de configurarse a sí misma como


una Época Histórica, pues ella sólo es un producto más de esta desorganización al interior de
un tipo peculiar de racionalidad matemático-científica y su programa moderno. La post-
modernidad es sólo la constatación de que el proceso histórico del sujeto es imparable, y que
ella es una época transitiva, pero no definitiva como los apocalípticos, nihilistas y finalistas
han querido explicar y vaticinar.
La situación del problema de la identidad se refiere a la condición irrenunciable del
problema y a su inaprensibilidad; tal estado se debe a que el problema de la identidad se ha
abordado desde la perspectiva conceptual, entendida como “abstracción de cualidades
determinantes” de un grupo social determinado aplicable a un sujeto en particular. Sin
embargo, creemos que el problema de la identidad debe ser abordado entendiéndolo como un
“fenómeno o proceso de cualidades determinantes”, es decir, como un suceso inscrito en el
devenir histórico tanto individual como colectivo, capacitado en la contingencia siempre
recurrente de la historia, la cual incorpora y desecha elementos incrustados en el tiempo.

Identidad moderna post-ilustrada: apostasía y autofagia

A los griegos corresponde la honra de haber hecho dos experiencias fundantes de la


cultura occidental: una, la condición ético-política, el “ethos” no asimilable, independiente y
exclusivo de la naturaleza; la segunda, la razón teórica y técnica desplegada en su ámbito
propio, la “physis”. Relación que conlleva la “autonomía” de un ámbito respecto del otro y la
“unidad” o “coherencia” entre ambos.
Sostendremos que la distinción entre la dimensión teórica y técnica, por una parte, y la
práctica por otra, así como la que aísla la “physis” y el “ethos”, no responde a una experiencia
originaria. El existir humano es en su totalidad dinamismo o vitalidad en función de un sentido
que es su fuente dinamizante y vitalizante. Dicho sentido, en cuanto integra un mundo común
y posibilita su proyección en el tiempo como destino histórico, constituye el fundamento de la
condición esencial del existir humano: su relacionalidad.
La pérdida de la dimensión de sentido y en consecuencia de la relacionalidad como
dimensión fundante del existir, está a la base de la versión moderna de la separación y que da
a estos el carácter contingente de meros hechos históricos, y consecuentemente de la
concepción de “sujeto” en relación con “otro sujeto”.
Originariamente, en la experiencia griega del mundo hay comunidad con lo divino. Esto
trae consigo, negativamente hablando, la condición esencialmente vaga del límite entre lo
divino y lo humano, si bien no se ignoran ciertas diferencias, que son en último término de
grado, pero no de esencia. De este modo, no se constituyen en ámbitos auto-nomos y los
dioses son dioses de la ciudad y combaten junto con ella la ciudad enemiga y sus dioses,
aunque su denominación sea la misma.
Así tampoco hay una naturaleza como realidad autónoma, tanto de lo divino como del
hombre. El proceso de disociación y diferenciación tiene que ver con la conquista de formas
de vida política y económica que concretizan al ideal de la autarquía, a cuya experiencia es
esencial la del poder como auto-dependencia. Esto trae consigo la des-divinización del existir
humano: la “polis” y una naturalización de lo divino que corresponde al proceso de
racionalización política y económica. Así, se seculariza progresivamente tanto lo humano
como lo divino, originándose la distinción entre “ethos” y “physis”. Como quiera que se dé la
20

experiencia de la unidad originaria y de la comunidad entre lo humano y lo divino, cabe


observar que en ella siempre el sentido del existir se experimenta como destino por parte de
los dioses: la filiación divina pasa a ser un rasgo que sella la propia cotidianidad.
La autonomía como autodependencia lleva a tener que enfrentar la vida y la totalidad a
partir de sí mismo, de las propias “facultades” que se han constituido en connaturales al
hombre, en franca independencia de los “dioses” con dirección radicalmente secularizadora.
Lo que está a la base de la gestación de la modernidad es un cambio antropológico que
ya articula N. Maquiavelo y que en el siglo siguiente sistematiza a partir de un nuevo
horizonte conceptual T. Hobbes. Cambio que obedece a una constelación de condicionantes
que van desde la imagen secular que de sí misma presenta la Iglesia, del afianzamiento de la
idea de Estado en torno a monarquías fuertes, asociadas a los intereses del capitalismo y, al
quiebre de la imagen medieval del mundo no sólo a partir de la ciencia físico-matemática.
En los pensadores de la Ilustración europea, la autonomía se presenta como disolución
de las condiciones que hacen posible el existir como relación. La autonomía moderna, es
propiedad del individuo que existe desde sí y para sí, como autonomía privada o privatización
de la subjetividad.
La fuga de ese horizonte común deja al sujeto sin el nexo que hace del existir un vínculo
intersubjetivo. Es esta fuga del horizonte común el que hace de condición del cambio que
consiste en que la vida misma se privatiza como transmutación de ella misma. La
privatización tiene el carácter de una experiencia de la vida que hace de ella propiedad de un
sujeto consistente en subjetividad autónoma. Para tal sujeto, radicalmente arrelacional, el
“otro” es eminentemente una realidad exterior a él, ya que al desaparecer la relacionalidad se
obstruye la posibilidad de comunicación, de intimidad con él en y a partir de lo común. En tal
exterioridad el otro se manifiesta como objeto corpóreo vivo, en otra subjetividad
autorreferente inaccesible, sujeto ante todo de carencias y aspiraciones en el ámbito material.
En la base de tal competencia está no sólo la escasez de bienes, sino ante todo la igualdad o
equivalencia de un sujeto respecto de los demás por lo que toca a su naturaleza, aspiraciones
materiales y eventualmente poder.
La “percepción del otro” como “exterioridad corpórea” viva en tanto que otro
identificador, tiene como correlato la experiencia de sí mismo con las mismas características.
No es extraño que el extremo de la privatización de la vida como subjetividad autorreferente,
sea la reducción de la vida a corporalidad biológica como sujeto de carencias signadas por las
sensaciones de placer y dolor. En efecto, la sensación se agota en su experiencia interna y es
un fenómeno por definición subjetivo en sentido restrictivo, esto es, incomunicable e
incomunicante, supuesta la ausencia o carencia de relacionalidad por parte de la subjetividad
en su dimensión afectiva. Cortar los nexos relacionales es cortar los nexos y ejes
identificatorios del sujeto, pues hay identidad en tanto que hay otro. Platón en uno de sus
Diálogos, Alcibíades 26 se refiere al símil del iris del ojo, el cual relata que el
autoconocimiento, el conocerse a sí mismo se juega en el reflejo en el ojo del prójimo,
supeditando tal conocimiento al encuentro con el otro desde la perspectiva de conocimiento.
Lo anterior se ve confirmado por el lugar central que ocupa en la modernidad la
subjetividad como sensibilidad; su importancia se da no sólo en el plano de la filosofía teórica,
sino también en la filosofía práctica o ético-política. Ahora bien, es a partir de esta
subjetividad privatizada, que se va a definir la nueva forma de relacionalidad y con ella de lo
humano: es la relacionalidad consistente en la contractualidad utilitaria entre individuos

26
Véase PLATÓN, Alcibíades, Editorial Dionysos, Santiago de Chile, 1979, 132b-133c.
21

equivalentes e iguales en naturaleza, aspiraciones y eventualmente en poder. Este es el punto


de partida de la nueva experiencia de la sociedad y el Estado, pero también y ante todo de la
autonomía del existir.
Pese a todo el desarrollo moderno del término subjetividad, y de todo el esfuerzo por
circunscribir la hegemonía de la razón en lo puramente humano, tuvo como resultado falaz:
descentramiento y errancia, desvinculación y azarosa vida en el horizonte de sentido como
encuadre posibilitador de la identidad del sujeto moderno.

Conclusión

Un delgado hilo cruza nuestro trabajo, y es la constatación de la idea de que la identidad


se juega en el plano fenoménico de la historia y no en la abstracción de cualidades situadas en
el tiempo. La identidad al interior de un movimiento teórico que claramente tiene problemas
de “identidad” en su presentación teórica y práctica, contiene elementos que ratifican que el
sujeto de la modernidad post-ilustrada se identifica a partir de dos ejes centrales: “autofagia” y
“apostasía”.
El concepto de identidad, lo entendemos como aquel garante de la constitución interna
del sujeto y certificador de la proyección hacia la sociedad, ya que contiene tanto una carga
cognoscitiva como normativa, es decir, afirma “lo que se es” como “lo que se debería ser”: los
“otros”, la “sociedad”, la “cultura”, la “historia” otorgan una suerte de marco o mapa
identitario desde el cual el sujeto se concibe a sí mismo y se diferencia en su individualidad y
relacionalidad socio-cultural.
La errancia de la identidad del sujeto contemporáneo, se articularía a partir de estos
puntales, en el sentido de re-configuración de los patrones identitarios donados por la
Modernidad y todo el aparataje teórico, valórico, político y cultural integrados en la idea de
progreso; en el sentido de huida de la promesa inconclusa de estabilidad y consistencia interna
del sujeto autónomo desde la racionalidad moderna como nuevo garante universal.
Es entonces que empieza a configurarse una nueva noción de identidad que remite a los
siguientes aspectos: informatización massmediática de las concepciones de lo humano y sus
relaciones sociales; aprehensión de la realidad como diversa, en constante mutabilidad y
paradojal; idea de unidad en la diversidad más allá de barreras étnicas, geográficas o sociales,
ampliándose a la identidad de género, juvenil, política, nacional, etc.; desdogmatizada y
metanarrativa; requerimiento de autoafirmación desde la coparticipación en el poder y el
consumo; impulso hacia un activo proceso de humanización y democratización cargado del
prefijo –anti; e idea de transitividad al interior de la historia.
Además de implicar un reconocimiento de la mismidad y la alteridad, de la tradición y la
continuidad junto con la ruptura y el cambio, la visión renovadora sobre la identidad apunta a
una síntesis superadora de los planteamientos arbitrarios tanto del populismo fundamentalista -
que presupone la existencia de masas o culturas indígenas- como de la adscripción a modelos
exógenos del progreso material infinito y la modernización cueste lo que cueste.
En definitiva, representa un enfoque acerca de la identidad como el conjunto de ideales
reguladores y directrices que emanan de una intrincada construcción histórica. Los procesos
conformadores de la identidad están determinados por las negociaciones o aspiraciones en
función de las expectativas, del planteamiento de ciertas interrogantes, de la evaluación crítica
y de la concepción de un futuro posible.
La identidad como dimensión subjetiva de los sujetos sociales, no es un atributo o
propiedad del sujeto en sí mismo, sino que tiene un carácter intersubjetivo y relacional. La
22

identidad, es una estructura de relaciones y representaciones, y como tal no es algo esencial


fijo e inmutable, sino que es un proceso activo, dinámico y complejo, resultante de conflictos,
resoluciones, aspiraciones y negociaciones. De ahí su radicalidad, plasticidad, variabilidad o
versionalidad, su reacomodamiento y modulación interna. Por tanto, las identidades emergen y
varían con el tiempo, son instrumentalizables y permutables, se retraen y se expanden, se
integran y desintegran en el dinamismo del proceso histórico y la cultura. La identidad es una
actitud colectiva, una cualidad, orientación cognitiva y afectiva bajo un cierto sistema de
valores culturalmente compartidos.
La identidad es también lugar propio de la competencia discursiva o dialéctica. La
identidad individual y la identidad colectiva es una distinción analítica, pues la identidad
individual es el resultado de las múltiples pertenencias a las identidades colectivas. De tal
forma, toda identidad individual es multidimensional e integradora, que se inserta en una
dimensión mayor que es la cultura, y ésta en la historia.
Por tanto, la identidad, se definiría a partir de los procesos dinámicos e históricos, en los
cuales se acuerdan los significados que dan sentido a las prácticas que van construyendo las
relaciones sociales en un determinado espacio cultural. Además, la identidad es determinada
por la historia y la historia es comprobada por la identidad y su estructura. Por tanto, desde
esta reciprocidad e interdependencia, situamos nuestros dispositivos propuestos, pues directa o
indirectamente, inciden en la configuración de la identidad en tanto que autoconcepción y
concepción del otro en nuestra contemporaneidad. La Ilustración se caracteriza o mejor dicho,
se caracterizaba fundamentalmente por una confianza plena en la razón humana, en la ciencia
y en la educación, cuyo objetivo era, por una parte, mejorar la vida humana, y por otra, aportar
una visión optimista de la vida, de la naturaleza y de la historia, inscritas dentro de una
perspectiva de progreso de la humanidad, junto con la difusión de posturas de tolerancia ética
y religiosa y de defensa de la libertad del hombre y de sus derechos como ciudadano. La
importancia de la razón crítica, que es pensar con libertad, y que ha de ser la luz de la
humanidad. Todo cuanto se oponga, como rincón oscuro y escondido, a la iluminación de la
luz de la razón -las supersticiones, las religiones reveladas y la intolerancia- es rechazado
como irracional e indigno del hombre ilustrado. I. Kant con la frase “Sapere aude!”: ¡atrévete a
saber!, expresa acertadamente la labor que cada ser humano ha de ser capaz de emprender y
llevar a cabo por propia iniciativa, una vez alcanzada ya, por historia y por cultura, la mayoría
de edad del hombre. Las ideas ilustradas constituyen el depósito conceptual sobre el que se
funda la manera moderna de pensar, y por tanto, la manera de concebirse el sujeto, su puesto,
función y destino.
El componente de hiper-racionalización que incorpora la Ilustración, se inscribe como el
patrón identitario que cruza y define a la modernidad ilustrada, otorgando sentido y
significación a la existencia, combinando aleatoriamente autonomía y subjetividad,
secularización y compromiso, individualidad y civilidad, libertad y deber, pertenencia y
diferenciación. En otras palabras, la razón ilustrada otorgaba aquel elemento amalgamador o
armonizador de los componentes de la identidad moderna, haciéndola comprensible y propia:
nueva identidad para un sujeto nuevo de los nuevos tiempos modernos.
Sostenemos que las bases gestacionales del descentramiento de la noción moderna de
sujeto y de su proceso de construcción de identidad, se hallan en el pensamiento nietzscheano,
al privilegiar el conocimiento práctico, intuitivo, sobre el conocimiento de las representaciones
vinculadas a la actividad racional del sujeto, al concebir al individuo como la objetivación de
la voluntad de vivir y sometido a sus impulsos, al establecer que la voluntad de vivir de cada
individuo no es sino emanación de una voluntad universal, sin “objeto” más allá de sí mismo.
23

Nietzsche concibe un sujeto cuya razón y sus productos desconoce o enmascara los
verdaderos impulsos que trabajan dentro de él y a veces contra él: «El que conoce camina
entre los hombres como entre animales, sentencia Zaratustra, Mas, para el que conoce, el
hombre mismo se llama: el animal que tiene las mejillas rojas», y exclama: «Vergüenza,
vergüenza, vergüenza -¡esa es la historia del hombre!»
La idea misma del hombre como sujeto de una razón con la que se autorregula y regula
la naturaleza, resulta para Nietzsche una fábula: el conocimiento mismo está motivado por la
voluntad de poder, expresa el deseo de dominar una cierta zona de la realidad para ponerla al
servicio de esa voluntad. La voluntad de saber es en realidad voluntad de poder y el objetivo
del conocimiento no es saber por saber sino saber para controlar. La realidad es un devenir.
Nosotros somos quienes la transformamos en ser, imponiéndole normas, fórmulas, esquemas,
orden, forma y lo hacemos sólo para poder controlarla. Exactamente igual hacemos con
nosotros mismos: el concepto del “yo”, del “sí mismo”, es la ficción que imponemos a nuestro
devenir moderno: «Todo nuestro ser moderno, en la medida en que no es debilidad, sino poder
y conciencia de poder, resulta pura “hybris” (orgullo sacrílego) e impiedad; pues todo lo
contrario a lo que hoy veneramos es precisamente lo que, durante un tiempo largísimo, ha
tenido a la conciencia en favor suyo y a Dios como guardián. “Hybris” es hoy toda nuestra
actitud hacia la naturaleza, el hecho de que la forcemos merced a las máquinas y a la inventiva
tan imprudente de nuestros técnicos e ingenieros; “hybris” es hoy nuestra actitud para con
Dios, es decir, para con toda araña hecha de finalidad y de moralidad colocada por detrás de la
gran red que teje la causalidad [...]. “Hybris” es nuestra actitud hacia nosotros mismos, pues
hacemos experimentos con nosotros que no nos permitiríamos realizar con ningún animal, y,
con satisfacción y curiosidad, nos sajamos el alma en carne viva: ¿qué nos importa ya la
“salvación” y la “salud” del alma?”»

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