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RESUMEN REFLEXIÓN FILOSÓFICA

FILOSOFÍA DE LA EDUCACIÓN. ALGUNAS PERSPECTIVAS ACTUALES- WALTER COHAN

La filosofía de la educación es un campo minado de polémicas. Con esto quiero decir que no puede
definirse sin controversia lo que ella es. Más aún, las controversias no sólo tienen que ver con la
definición o concepto de filosofía de la educación, también alcanzan sus problemas, sus métodos,
sus finalidades y funciones, su campo de pertenencia, en fin, su propia especificidad frente a otros
campos afines.
Señalo este carácter polémico para proponer algunas ideas a ser consideradas en la configuración
de un espacio propio.

I. LA FILOSOFÍA DE LA EDUCACIÓN ES UNA PRÁCTICA FILOSÓFICA


Como una de aquellas "filosofías de", en principio, la filosofía de la educación comporta la
especificación de un objeto de estudio particular —la educación— por parte de la filosofía.
Distinción entre el filósofo y el profesor de filosofía, entre un supuesto creador de la filosofía y un
no menos supuesto divulgador de esa filosofía creada por otro.
Existirían tres maneras básicas de enseñar la materia. Una primera posibilidad consiste en afiliarse a
una corriente filosófica ya constituida en relación con la educación y enfocar la materia desde esta
lente. Una segunda posibilidad reside en asumir una postura ecléctica. Según esta línea, enseñar
filosofía de la educación supone no afiliarse a una corriente sino tener en cuenta todas las
corrientes posibles, al menos un número significativo de ellas. Existe una tercera posibilidad
consistente en organizar programas monográficos, organizados alrededor de un tema o de una
pregunta, desarrollados en forma de seminarios.
Estas tres alternativas comparten, según Saviani, un mismo defecto en su abordaje: por una parte,
colocan el énfasis en la palabra filosofía y la educación aparece como un apéndice, una mera
consecuencia. Por otra parte, la filosofía se muestra como algo ya constituido, algo externo al
sujeto, profesor o alumno de filosofía de la educación.
Frente a este cuadro de situación, Saviani propone concentrar nuestra atención en la problemática
educacional y desatar ante ella una actitud filosófica. En efecto, es preciso desarrollar un proceso
de reflexión sobre los problemas educacionales de nuestro tiempo. Es imposible enseñar la filosofía
como algo acabado y externo a quien la enseña; resulta ilusorio enseñar la filosofía sin practicarla,
sin vivirla. En palabras ya conocidas, no se enseña filosofía sino a filosofar.
Entonces, una primera afirmación fuerte que nos importa hacer en torno de la filosofía de la
educación es que, como área o territorio de la filosofía sólo puede ser práctica reflexiva y
problematizadora de la realidad educacional contemporánea. Enseñar filosofía de la educación es
practicarla. Cuando la filosofía es concebida como práctica colectiva, practicar filosofía de la
educación también comporta enseñarla.

I I. LA FILOSOFÍA DE LA EDUCACIÓN FS UNA PRÁCTICA FILOSÓFICO-HISTÓRICA CON UNA HISTORIA


PROPIA DE MÁS DE VEINTICINCO SIGLOS EN OCCIDENTE
En este segundo punto quiero subrayar el carácter histórico de toda filosofía de la educación. Que
la filosofía de la educación es una práctica histórica significa que su propia comprensión, sus
métodos, sus problemas y preguntas, aquello que constituye un "auténtico problema de filosofía de
la educación" se construye y varía de acuerdo con el contexto histórico. Significa también que sólo
en su historicidad pueden ser cabalmente traídas al presente las diversas filosofías de la educación.
Así como no existen problemas o preguntas filosóficas a priori, tampoco existen filósofos de la
educación fuera de un marco que dé significación y sentido a su reflexión.
Ser un filósofo de la educación —en lo que hace a la historicidad de nuestro tema— comporta
aprender a dialogar y debatir con una tradición de investigación sobre los problemas educacionales.
No reconocer su historicidad empobrece la búsqueda, limita los caminos a recorrer, reduce las
alternativas, estrecha, al fin, las posibilidades de pensar los problemas actuales de la educación

III. LA FILOSOFÍA DF. LA EDUCACIÓN ES UNA PRÁCTICA TEÓRICA


Por una parte, la filosofía de la educación es una práctica en la medida en que es la actividad del
filosofar, el vivir o practicar la filosofía, lo que la constituye más propiamente. Al mismo tiempo, es
una práctica teórica en tanto esa práctica está sustentada en fundamentos teóricos que legitiman
ese desarrollo y que contribuyen a realizar sus funciones y finalidades. Ahora bien, la expresión
"práctica teórica" adquiere un sentido más fuerte cuando concebimos la dimensión teórica desde
una óptica filosófica. Esto comporta significarla como Lina tarea constante de descubrir, exponer y
valorar las ideas, creencias y saberes que están presupuestos en y se siguen de las prácticas
educacionales.
Es necesario que la filosofía se produzca o recree en el mismo contexto en el que se la enseña y que
el profesor de filosofía de la educación se vuelva un filósofo de la educación. Además, es preciso
que los alumnos sean considerados sujetos activos y partícipes del proceso colectivo de crítica y
reflexión sobre la realidad educacional.
El valor de una filosofía de la educación estriba, en buena parte, en tanto pueda convertirse en un
filosofar en la educación. Así, la educación deja de ser objeto externo e inerte de la teorización
filosófica y se vuelve realidad práctica que origina, alimenta y da sentido al movimiento filosófico.

IV. LA FILOSOFÍA DE LA EDUCACIÓN TIENE UNA FUNCIÓN DE RESISTENCIA Y LIBERACIÓN.


G. Avanzini15 ha propuesto tres funciones para una filosofía de la educación: epistemológica,
elucidadora, propositiva. La función epistemológica consiste en identificar el carácter de los saberes
circulantes sobre la educación y evaluar su validez y condiciones de pertenencia. En este sentido, la
filosofía de la educación tendría una función vigilante sobre los saberes producidos por las "ciencias
de la educación”. La segunda función reside en discernir y exponer los valores que, explícitos o no,
se encuentran en los distintos sistemas educativos. Finalmente, la filosofía de la educación
propondrá "finalidades legítimas e inteligibles" a partir de una reflexión sobre los principios y fines
que deben guiar una práctica o un sistema educativo. Estas funciones, se proponen mantener la
atención sobre los problemas de sentido y ayudar a ver qué querer, a qué aspirar y por qué hacerlo.
En efecto, la función epistemológica puede conectarse con una tradición crítica que reivindica para
la filosofía de la educación el papel de vigilar y alertar sobre los valores, prácticas y saberes
dominantes en la educación. La función elucidadora puede vincularse a una tradición analítica, que
asigna a la filosofía de la educación el papel de echar luz sobre las teorías o conceptos
educacionales. Finalmente, la función propositiva puede relacionarse con las más diversas
propuestas de intervención en educación.
La propuesta de Avanzini también resulta interesante en tanto remarca que toda filosofía de la
educación precisa pensar y practicar sus funciones. En este sentido, valiéndonos de unas categorías
propuestas por M. Foucault, vamos a sugerir otra función, que se entrecruza con las funciones
propuestas por Avanzini.
Para Foucault la palabra sujeto contiene una significación doble: somos doblemente sujetos, en
tanto estamos sometidos a otro por el control y la vigilancia y también en tanto estamos atados a
nuestra propia identidad a partir de la consciencia y el conocimiento que tenemos de nosotros
mismos18 . En los dos sentidos, la palabra sugiere una forma de poder que subyuga y sujeta: el
poder pastoral que, según Foucault, se seculariza a partir del siglo XVI en instituciones como la
escuela. ¿Cómo se especifica ese poder pastoral que sujeta en la escuela? A través de prácticas que
totalizan e individualizan al mismo tiempo, prácticas como las reglas de comunicación, la clausura,
la vigilancia, un sistema de premios y castigos, el examen, la jerarquía piramidal.
La situación no se ha modificado sustancialmente en las instituciones educativas contemporáneas.
Entonces, los sujetos son triplemente sujetados, a otros por el control y la vigilancia, a sí mismos
por el conocimiento de sí, y a la propia institución educativa por las prescripciones que avalan y
refuerzan a través de ella aquellas dos formas originarias de sujeción.
¿Cuál es el sujeto que las instituciones educacionales en nuestros días coadyuvan a conformar?
Como filósofos en la educación, la pregunta se vuelve una interpelación a nuestra práctica y a
nosotros mismos: ¿Qué sujetos coadyuvamos a conformar en nuestra práctica de profesores de
filosofía de la educación? La pregunta abarca a nosotros y a los "otros", a profesores y alumnos, a
todos los partícipes de una experiencia educacional.
Ciertamente, no es suficiente hacer estas preguntas en forma individual y aislada. Antes bien, la
dimensión social de la filosofía nos lleva a proponer esta actividad en el colectivo de la sala de aula.
Es preciso que estas preguntas sean pensadas colectivamente por alumnos y profesores.
Se trata de generar condiciones para que cambien las formas de relación, para que de nuestra
práctica educacional puedan emerger nuevas formas de subjetividad, relaciones creativas de
existencia política, prácticas educacionales más reflexivas de libertad.
En los problemas que una filosofía de la educación considere relevantes, tiene estas dos funciones,
ayudar a comprender las prácticas educacionales contemporáneas y a liberarnos de aquello que
nos tiraniza en esas prácticas. Liberación quiere decir proceso colectivo de creación y ejercicio de
libertad política.

EL VALOR DE EDUCAR “CARTA A LA MAESTRA – SAVATER

Actualmente coexiste el hábito de señalar la escuela como correctora necesaria de todos los vicios
e insuficiencias culturales con la condescendiente minusvaloración del papel social de maestras y
maestros. La opinión popular (paradójicamente sostenida por las mismas personas convencidas de
que sin una buena escuela no puede haber más que una malísima sociedad) da por supuesto que a
maestro no se dedica sino quien es incapaz de mayores designios, gente inepta para realizar una
carrera universitaria completa y cuya posición socioeconómica ha de ser necesariamente ínfima.
Todo esto es un auténtico disparate. Quienes asumen que los maestros son algo así como
«fracasados» deberían concluir entonces que la sociedad democrática en que vivimos es también
un fracaso. Porque todos los demás que intentamos formar a los ciudadanos e ilustrarlos, cuantos
apelamos al desarrollo de la investigación científica, la creación artística o el debate racional de las
cuestiones públicas dependemos necesariamente del trabajo previo de los maestros. En el campo
educativo poco se habrá avanzado mientras la enseñanza básica no sea prioritaria en inversión de
recursos, en atención institucional y también como centro del interés público.
Está muy extendido cierto fatalismo que asume como un mal necesario que la enseñanza escolar
fracasa siempre. En tal naufragio generalizado, cada cual sale a flote como puede. Este pesimismo
educativo (complementado por la fe optimista en que quienes lo merezcan se salvarán de un modo
u otro) trae en su apoyo aliados de lujo: ¿no fue el propio Freud quien aseguró en cierta ocasión
que hay tres tareas imposibles: educar, gobernar y psicoanalizar?
Sin duda el esfuerzo por educar a nuestros hijos mejor de lo que nosotros fuimos educados encierra
un punto paradójico, pues da por supuesto que nosotros —los deficientemente educados—
seremos capaces de educar bien. En cualquier educación, por mala que sea, hay los suficientes
aspectos positivos como para despertar en quien la ha recibido el deseo de hacerlo mejor con
aquellos de los que luego será responsable. La educación no es una fatalidad irreversible y
cualquiera puede reponerse de lo malo que había en la suya, pero ello no implica que se vuelva
indiferente ante la de sus hijos, sino más bien todo lo contrario.
Cuando el número de preguntas y su radicalidad arrollan patentemente la fragilidad recelosa de las
respuestas disponibles, quizá sea hora de acudir a la filosofía. No tanto por afán dogmático de
poner pronto remedio al desconcierto sino para utilizar éste a favor del pensamiento: hacernos
intelectualmente dignos de nuestras perplejidades es la única vía para empezar a superarlas.
Por supuesto, he afrontado la educación del modo más general y yo diría que más esencial que me
ha sido posible (siempre con especial hincapié en sus estadios básico y primario): no me dedico a
comparar planes de estudio o legislaciones sobre enseñanza pero quisiera haber sido juntamente
intemporal e históricamente válido, como suele pretender la filosofía.
En un capítulo de otra obra mía (Ética como amor propio) he explicado la actitud de pesimismo
ilustrado que considero más cuerda y a la que los despistados suelen llamar «optimismo». Pero
bueno, qué más da. En efecto, no soy amigo de convertir la reflexión en lamento. Mi actitud, nada
original desde los estoicos, es contraria a la queja: si lo que nos ofende o preocupa es remediable
debemos poner manos a la obra y si no lo es resulta ocioso deplorarlo, porque este mundo carece
de libro de reclamaciones. Por otra parte, estoy convencido de que tanto en nuestra época como
en cualquier otra sobran argumentos para considerarnos igualmente lejos del paraíso e igualmente
cerca del infierno. Ya sé que es intelectualmente prestigioso denunciar la presencia siempre
abrumadora de los males de este mundo pero yo prefiero elucidar los bienes difíciles como si
pronto fueran a ser menos escasos: es una forma de empezar a merecerlos y quizá a conseguirlos...
Como individuos y como ciudadanos tenemos perfecto derecho a verlo todo del color característico
de la mayor parte de las hormigas y de gran número de teléfonos antiguos, es decir, muy negro.
Pero en cuanto educadores no nos queda más remedio que ser optimistas, ¡ay! Y es que la
enseñanza presupone el optimismo tal como la natación exige un medio líquido para ejercitarse.
Porque educar es creer en la perfectibilidad humana, en la capacidad innata de aprender y en el
deseo de saber que la anima, en que hay cosas (símbolos, técnicas, valores, memorias, hechos...)
que pueden ser sabidos y que merecen serlo, en que los hombres podemos mejorarnos unos a
otros por medio del conocimiento. De todas estas creencias optimistas puede uno muy bien
descreer en privado, pero en cuanto intenta educar o entender en qué consiste la educación no
queda más remedio que aceptarlas. Con verdadero pesimismo puede escribirse contra la
educación, pero el optimismo es imprescindible para estudiarla... y para ejercerla.

“IGNORANCIA FUNDANTE”: LA CUESTIÓN DE LAS PREGUNTAS EN LA CLASE - BRAILOVSKY Y


MENCHÓN
Es necesario desarrollar una pedagogía de la pregunta. Siempre estamos escuchando una
pedagogía de la respuesta. Los profesores contestan a preguntas que los alumnos no han hecho
La gestualidad de la clase será entendida como aquél conjunto de permisos, habilitaciones para la
palabra, el cuerpo y el saber que rigen en el encuentro pedagógico dentro del aula.
Las preguntas de indagación son aquellas en las que quien pregunta no presupone que la persona
interrogada conozca la respuesta: cualquier respuesta por venir no señala el cierre de la discusión
sino los comienzos de una indagación ulterior. Las preguntas de indagación se distinguen de las
preguntas corrientes (usadas en situaciones en las cuales queremos información, indicaciones,
etcétera) y las retóricas, que no son preguntas genuinas dado que quien las plantea ya posee la
respuesta. Para entender el valor y los efectos de la pregunta en la clase, entonces, parece
necesario indagar también qué escenarios se abren para la pregunta en el contexto de la
micropolítica de una clase. Los aspectos micropolíticos de una clase refieren a aquellos elementos
ligados a las relaciones de poder, a los juegos de intereses, a las agrupaciones y tensiones
interpersonales que se dan entre los sujetos que protagonizan el encuentro pedagógico áulico en
cualquier nivel de la enseñanza.
Situando la pregunta en su tonalidad filosófica, es un rasgo a destacar que desde los inicios de la
filosofía la pregunta se constituye como herramienta primordial: la pregunta permite desnudar y
ver el revés de la trama, lo que hay por detrás de las supuestas verdades, lo que subyace o lo que se
oculta. Da cuenta de lo dinámico, de lo incompleto de toda sabiduría humana. Ante un mundo
respondido, hace falta adentrarse en un mundo preguntado. Incluso desde una perspectiva
puramente comunicativa, el asunto reviste gran importancia3
Desde lo pedagógico, las reflexiones sobre la pregunta y el saber invitan a retomar la preocupación
de Rancière (2007): ¿es necesario entender? La secuencia “explicarentender”, ¿es necesaria para
que tenga lugar la enseñanza? ¿Hay acaso otros recorridos que la experiencia de ayudar a aprender
pueda recorrer para llegar a (algún) destino? Si la explicación se pone bajo un manto de sospecha
por ser terreno propicio para la imposición, y el entendimiento se presenta como emblema de la
alienación, ¿cómo sostener un diálogo no exclusivamente explicativo, cómo enseñar sin alienar? La
pregunta, en este contexto, parece tener buenas probabilidades de propiciar un diálogo basado en
secuencias de otro orden.
Una de las referencias más destacadas sobre la pregunta y la relación con el conocimiento reside en
los desarrollos de Paulo Freire y sus ideas sobre la pregunta como emblema de una nueva
pedagogía. La concepción de Freire reconoce en la pregunta una triple oportunidad, una triple
virtud. En primer lugar, claro, de carácter político: la pregunta es liberadora porque sirve para
poner en evidencia el necesario carácter dialógico de la educación. La enseñanza de un mismo
contenido por medio de una exposición ordenada y meticulosa o por medio de una pregunta o
serie de preguntas, ofrece dos escenarios distintos. De un lado, la rapidez y la eficacia de la
transmisión; por otro lado, el objeto de saber puesto allí en bruto para ser interrogado ofrece una
guía eficaz para la curiosidad y sugiere una apropiación más profunda y genuina, más auténtica,
pero menos controlable y predecible. El segundo punto fuerte de la pregunta en Freire es su lugar
en la construcción específica del conocimiento. Lo que se opone a la pregunta, en este caso, es la
mera recolección y acumulación de información, desamparada y ciega sin la guía de la
interrogación. Finalmente, la pregunta es vista como un acto profundo de enseñanza. No ya un
recurso o una herramienta, sino un acto de enseñanza. La cuestión radica “en la comprensión
pedagógico-democrática del acto de proponer”, donde el educador no puede negarse a proponer,
pero tampoco puede rehusarse a la discusión acerca de lo que propone, por parte del educando.
Desde esta perspectiva, la pregunta se vuelve una herramienta ineludible a la hora de generar un
vínculo más activo de los estudiantes con el conocimiento y una actitud menos directiva por parte
de los docentes en relación al mismo.
Distinción inicial entre la pregunta como proposición del lenguaje, estructura universalmente
reconocible dentro del universo arbitrario de la lengua, y el acto de preguntar, que es situado y se
inscribe en el escenario del enunciado. Dicho acto es variable, se diversifica en distintos contextos,
se instala en tradiciones y modos de hacer, se vuelve funcional o disruptivo en relación a las normas
institucionales y a los lugares instituidos para la subjetividad. Desde la perspectiva de la cultura
escolar y la gestualidad en la clase, la pregunta puede entenderse como un elemento clave en la
definición de las reglas básicas del encuentro pedagógico.
Hablar de la pregunta como insumo posible (aunque no obligatorio) de la gestualidad del alumno
en la clase hace oportuno pensar en los distintos climas del aula que habilitan la pregunta, y los que
la bloquean.
Foucault resalta un aspecto, una vivencia propia de la práctica docente: habitualmente existe un
silencio tras la clase, los estudiantes no preguntan. No se constituyen como un canal de retorno. El
dispositivo educativo que moldea a sujetos que no preguntan, entonces, entra en diálogo con
cuestiones de la cultura escolar y académica, vinculadas entre otras cosas a las relaciones de poder
que circulan en el seno de la clase, tales como el prestigio que otorga autoridad a los docentes y a
la vez los aísla del entorno dialógico, y las prácticas concretas que estimulan o refuerzan la actitud
pasiva o el “miedo a no saber”.
Para organizar y profundizar en este conjunto de asuntos que se disparan al discernir entre la
pregunta como hecho del lenguaje y el acto de preguntar en el marco del dispositivo de clase, se
demanda especificar el sentido que otorgamos a la cuestión de la “gestualidad de la clase”: ese
conjunto de “permisos” acerca de cómo pueden sentirse, o hablar, o moverse, los maestros y los
alumnos dentro del aula. Estas piezas son el resultado de una reducción a lo esencial de infinidad
de movimientos, palabras, consignas, conflictos. Estos son: decir y mostrar, para el maestro,
resumidos en las ideas de “explicar y dar consignas”; atender y trabajar, para los alumnos,
desagregados en los gestos de mirar, escuchar, leer y escribir. ¿Cómo hacer compatibles estos
gestos, estos procedimientos de clase, estos materiales del aula, con las posibilidades que abre la
pregunta como herramienta de enseñanza y de aprendizaje?
Exigimos de los estudiantes una actitud activa y cuestionadora, lo enunciamos desde los objetivos
de nuestros programas, pero no enseñamos a preguntar en tanto práctica específica y compleja: no
solemos ejercitar a los estudiantes en una actitud epistémico-dialógica y movilizada por la
curiosidad. En ese marco las preguntas y las respuestas en las aulas de la formación parecen
ubicarse, más que en un espacio de indagación genuina por todos los miembros de la clase, en un
juego de simulacros -ligados al discurso de lo “políticamente correcto”- donde el acento está
puesto, aunque de manera solapada, en el control de saberes y en la acreditación formal de las
materias. Preguntar es un ejercicio de la curiosidad. Pero no un ejercicio en el sentido escolar del
término, sino en tanto acción de ejercer: en la pregunta se halla la superficie del acto de indagar y
el deseo de saber. Preguntar demanda ordenar algunas cosas que ya se saben para usarlas como
puente hacia lo que no se sabe.
En la pregunta un buen ejemplo de práctica educativa abierta, reflexiva y emancipatoria. En el
primer caso, porque la pregunta otorga un lugar activo (concreta y visiblemente activo) al sujeto en
la construcción del conocimiento, en el segundo porque al ser operacionalizable en estrategias
didácticas, la pregunta ofrece un dispositivo eficaz de intervención.
En la explicación, que es más o menos pansófica, se supone que se distribuye un saber
equitativamente (tal es el fundamento de la instrucción simultánea) mientras que las preguntas
evidencian la diversidad entre los alumnos: el acto de preguntar es también, en ese sentido, un acto
de repartir y de redistribuir la palabra.

HACIA UNA PEDAGOGÍA DE LA PREGUNTA - PAULO FREIRE


Para un educador en esta posición no hay preguntas bobas ni respuestas definitivas. Un educador
que no castra la curiosidad del educando, que se inserta en el acto de conocer, jamás es
irrespetuoso con pregunta alguna. Porque, asimismo cuando la pregunta para él pueda parecer
ingenua, mal formulada, no siempre lo es para quien la hace. En tal caso, el papel del educador,
lejos de ser el que ironiza al educando, es de ayudarlo a rehacer la pregunta con lo que el educando
aprende, en la práctica, cómo preguntar mejor.
Y estamos de acuerdo en que todo comienza, como ya lo decía Platón, con la curiosidad y, unida a
la curiosidad, la pregunta la primera cosa que debería aprender aquél que enseña es a saber
preguntar. Saber preguntarse, saber cuáles son las preguntas que nos estimulan y estimulan a la
sociedad. Preguntas esenciales que partan de la cotidianeidad, pues es en ella donde están las
preguntas. Insistiría en que el origen del conocimiento está en la pregunta, o en las preguntas, o en
el mismo acto de preguntar. Lo importante, sobre todo, es unir, siempre que sea posible, la
pregunta y la respuesta a las acciones que hayan sido practicadas o a las acciones que pueden llegar
a ser ejecutadas o re hechas. Lo necesario es que el educando, al preguntar sobre un hecho, tenga
en la respuesta una explicación del hecho y no una descripción pura de las palabras ligadas al
hecho. Es preciso que el educando vaya descubriendo la relación dinámica, fuerte, viva entre
palabra y acción, entre palabra-acción-reflexión.
La tarea de la filosofía y del conocimiento en general no es tanto resolver, sino preguntar y
preguntar bien. Vuelvo a insistir en la necesidad de estimular permanentemente la curiosidad, el
acto de preguntar, en lugar de reprimirlos.
Si le enseñáramos a preguntar, él tendría la necesidad de preguntarse a sí mismo y de encontrar
por sí mismo respuestas, creativamente. O sea: participar de su proceso de conocimiento y no
simplemente responder a una determinada pregunta con base- en lo que le dijeron. Una educación
de preguntas es la única educación creativa y apta para estimular la capacidad humana de
asombrarse, de responder a su asombro y resolver sus verdaderos problemas esenciales,
existenciales, y el propio conocimiento.
La fuerza de lo negativo en el conocimiento es parte esencial del conocimiento; a esto se le llama
error, riesgo, curiosidad, pregunta, etcétera.
En verdad, cuanto más se embrutece la capacidad inventora y creadora del educando. Tanto más él
es apenas disciplinado para recibir "respuestas" a preguntas que no fueron hechas, Cuanto más se
adapta el educando a tal procedimiento, tanto más irónicamente se piensa que ésta es una
educación productiva.

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