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La violencia del derecho

y la nuda vida
Adriana María Ruiz Gutiérrez

La violencia del derecho


y la nuda vida

Filosofía
Editorial Universidad de Antioquia®
Colección Filosofía
© Adriana María Ruiz Gutiérrez
© Editorial Universidad de Antioquia®
ISBN: 978-958-714-558-8

Primera edición: marzo de 2013


Diseño de cubierta: Carolina Velázquez Valencia, Imprenta Universidad
de Antioquia
Diagramación: Luisa Fernanda Bernal Bernal, Imprenta Universidad
de Antioquia
Coordinación editorial: Larissa Molano Osorio
Impresión y terminación: Imprenta Universidad de Antioquia

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Ruiz Gutiérrez, Adriana María


La violencia del derecho y la nuda vida / Adriana María Ruiz
Gutiérrez. -- Medellín : Editorial Universidad de Antioquia, 2013.
134 p. ; 21 cm. -- (Colección filosofía)
Incluye bibliografía e índice.
1. Filosofía del derecho 2. Derecho natural 3. Justicia I. Tít.
II. Serie.
ISBN 978-958-714-558-8
340.1 cd 21 ed.
A1385655

CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango


Contenido

Introducción....................................................................... xi

1. Fuerza, poder o violencia: el fundamento oculto


de la justicia como derecho.......................................... 1
El derecho como justicia................................................ 1
El derecho como fuerza................................................. 7

2. La violencia en el origen del derecho positivo........... 17


El estado de naturaleza.................................................. 20
La violencia implícita en la ficción positiva del pacto... 26
La obediencia al poder coactivo de las leyes................. 36
El monopolio estatal del poder coactivo
como garante del derecho............................................. 41

3. Crítica a la violencia del derecho: la nuda vida.......... 48


Presupuestos de la crítica a la violencia del derecho..... 50
La violencia creadora y conservadora del derecho........ 56
La violencia mítica......................................................... 66
La violencia divina y la nuda vida ................................. 75
viii /

4. La nuda vida: entre una simbólica de la sangre


y una analítica del biopoder........................................ 80
Hacer morir o dejar vivir................................................. 84
Hacer vivir y dejar morir................................................. 88
Hacer sobrevivir.............................................................. 95

Bibliografía......................................................................... 105
Primaria......................................................................... 105
Secundaria..................................................................... 107

Índice analítico.................................................................. 113


La ley de oscilación se basa en que, a la larga, toda violencia conservadora
de derecho indirectamente debilita a la fundadora de derecho en ella
misma representada, al reprimir violencias opuestas hostiles. Esta situación
perdura hasta que nuevas expresiones de violencia o las anteriormente
reprimidas, llegan a predominar sobre la violencia fundadora hasta
entonces establecida, y fundan un nuevo derecho sobre sus ruinas.
Sobre la ruptura de este ciclo hechizado por las formas de derecho míticas,
sobre la disolución del derecho y las violencias a las que subordina
y a las que está a la vez subordinado, y en última instancia encarnadas
en la violencia de Estado, se fundamenta una nueva era histórica

W. Benjamin, Para una crítica de la violencia: 45


Introducción

E n tiempos de evidente agitación el tema de la violencia y, par-


ticularmente, de la violencia jurídica sobre la vida se revela,
además de apremiante, bastante complejo. Examinar el uso de la
violencia como medio del derecho parece expresar no solo una sos-
pecha en su capacidad de respuesta a la guerra y a la injusticia social,
sino también una disposición a destruir las instituciones jurídicas
en general. Por otro lado, sin embargo, negar la posibilidad crítica
a la violencia parece aceptar sin más la condena de una sociedad
apática a todo tipo de fuerza bien sea jurídica, social, política; lo
cual reproduce y perpetúa indefinidamente aquella guerra e injus-
ticia que no encuentra otra respuesta sino a través de la “violencia
legítima”, que por ello no deja de ser violencia y, en consecuencia,
condena, detiene, expulsa, excluye, mata o simplemente abandona.
El asunto de la violencia se ha vuelto pues inevitable, sea que
se trate de la violencia detentada por el Estado y las instituciones
jurídicas modernas, y empleada por estas para mantener la autori-
dad de las leyes y la consistencia de las instituciones estatales, o sea
que se refiera a la contra-violencia, a la violencia contra la violencia
legítima, a la violencia revolucionaria de las fuerzas sociales que
se enfrentan al régimen jurídicoestatal dominante en nombre de
un Estado alternativo, verdaderamente justo y pacífico (Bolívar,
2011: 309). Históricamente, el diálogo entre la filosofía y el dere-
cho ha obedecido, en gran medida, a la pregunta por la compleja
xii / La violencia del derecho y la nuda vida

relación entre la violencia y la justicia legal y, posteriormente, entre


la violencia jurídica y la vida. De manera que estas consideracio-
nes habrán cumplido su cometido si son capaces de actualizar
el encuentro entre ambas disciplinas a propósito del nexo entre
la violencia del derecho y la nuda vida desde los aportes de las
distintas tradiciones de la filosofía del derecho, a saber: derecho
natural, derecho positivo, filosofía histórico-crítica.
El filósofo contemporáneo Walter Benjamin se sirve de la ex-
presión nuda vida para señalar la vida humana que soporta el nexo
entre la violencia y el derecho: la vida que reduce su sentido al
impuesto por el orden jurídico. Este presupuesto crítico, unido a
otras reflexiones de filósofos y juristas de diverso orden, nos per-
mite analizar el fundamento de poder, fuerza y autoridad que, de
un lado, funda y conserva la ficción jurídica, y de otro, le permite
al derecho disponer legítimamente de la nuda vida, al punto de
suprimirla. En este sentido, el referente crítico para los estudios
de la filosofía del derecho (teoría de la justicia, teoría del poder,
sociología e historia del derecho) ha pasado a ser el de la nuda
vida. Esto implica que la tarea de la filosofía del derecho hoy no es
ya únicamente la de considerar la mejor teoría de la justicia, sino
reivindicar formas de vida humana entendidas en toda su virtuali-
dad, en su posibilidad de vivir siempre y sobre todo como potencia.
Simultáneamente a la concepción de otras formas de vida debemos
asumir, por supuesto, otras formas de organización inaccesibles a
la violencia del derecho o del Estado, esto es, aquellas basadas en la
“cultura del corazón” (Benjamin).
La tarea de Benjamin en el ensayo titulado Para una crítica
de la violencia (Zur Kritik der Gewalt, 1921) consiste en exponer
la relación de la violencia con la justicia y, al mismo tiempo, de
la violencia con el derecho. Benjamin encuentra estas relaciones
en dos tradiciones de la filosofía del derecho que corresponden
al derecho natural y al derecho positivo, respectivamente. La
tradición del derecho natural juzga la aplicación de la violencia
como medio únicamente en función de los fines justos o injustos
que persigue, lo cual impide criticar la violencia en sí misma;
mientras que la tradición del derecho positivo juzga la violencia
únicamente a partir de la crítica de sus medios y en virtud de
Introducción / xiii

las transformaciones históricas, distinguiendo entre las formas


de violencia legítima, sancionada como poder, y violencia ilegítima,
no sancionada. El reino de los fines y, por tanto, el criterio de la
justicia del derecho natural quedan excluidos de la investigación
crítica de Benjamin. La tradición positivista, en cambio, ocupa,
en principio, el centro de su crítica. Pero lo que Benjamin pre-
tende, más allá de juzgar el criterio de aplicación de la violencia,
es juzgar al derecho positivo mismo, dada su íntima y compleja
relación con la violencia. Por supuesto, Benjamin no encuentra
este fundamento crítico en la concepción iusnaturalista, ni en la
iuspositivista, sino en la histórico-filosófica del derecho, en la cual
localiza definitivamente su crítica.
Para Benjamin, los fines y los medios jurídicos en tanto funda-
mentos de la crítica a la violencia, y en sentido propio, a la violencia
del derecho, coinciden con los tres problemas fundamentales de
la filosofía del derecho: la justicia, la validez y la eficacia. La justicia
constituye el campo problemático de todas aquellas investigaciones
que tratan de comprender los fines supremos hacia los cuales tiende
el derecho con su conjunto de reglas y de instituciones; de aquí
nace la filosofía del derecho como teoría de la justicia o teoría del
derecho natural. El problema de la validez determina el núcleo de
las reflexiones sobre el derecho como medio o instrumento obligatorio
y coactivo para el logro de los fines jurídicos; de allí la filosofía del
derecho como teoría general del derecho o teoría del derecho
positivo. La eficacia como problema se refiere a la aplicación de las
normas jurídicas, a partir de los comportamientos e intereses de
los hombres en sociedad, y de las reacciones frente a la autoridad;
del mismo modo, examina la vida del derecho desde sus orígenes,
desarrollos y transformaciones sociales e históricas. De aquí nace
el aspecto de la filosofía del derecho que lleva al realismo jurídico
con la escuela histórica del derecho, la sociología del derecho y la
concepción realista (Bobbio, 2007a: 25).
Según Norberto Bobbio, estos tres problemas de la filosofía
del derecho constituyen aspectos de una sola cuestión: la mejor
organización de los hombres asociados; pero también determi-
nan un problema central en la historia de las ideas jurídicas: el
de la definición del derecho en relación con el poder, la fuerza o
xiv / La violencia del derecho y la nuda vida

la violencia y, en última instancia, respecto a la vida de los hom-


bres. En efecto, el problema del derecho respecto a la violencia
ha constituido un campo progresivo de reflexión jurídica en la
filosofía del derecho, ya sea como teoría de la justicia o derecho
natural, ya sea como teoría del derecho o derecho positivo, ya
sea en la historia y la sociología del derecho que, análogamente
a sus diversas tradiciones, obliga al cruce histórico por algunos
nombres de filósofos y juristas como Píndaro, Protágoras, Gorgias,
Trasímaco, Critias, Calicles, Hippias, Antifonte, Aristóteles, Pablo
de Tarso, San Agustín de Hipona, Santo Tomás de Aquino, Jean
Bodino, Nicolás Maquiavelo, Blas Pascal, Michel de Montaigne,
Thomas Hobbes, Baruch Spinoza, John Locke, Jean-Jacques
Rousseau, Baron de Montesquieu, Immanuel Kant, G. W. F. Hegel,
Karl Marx, Friedrich Nietzsche, Jeremy Bentham, John Austin,
Rudolf Von Ihering, Karl Olivecrona, Alf Ross, Hans Kelsen, Carl
Schmitt, Gustav Radbruch, Norberto Bobbio, y especialmente,
Benjamin como un pensador que es necesario releer a la luz de
la filosofía del derecho contemporáneo. Pero Benjamin no solo
juzga la relación entre la violencia y el derecho como problema
tradicional de la filosofía del derecho, ni la relación entre los fines
y los medios como criterios de la investigación crítica que, a su
vez, constituyen el núcleo problemático de la tradición filosófico-
jurídica, sino que avanza a juzgar el derecho positivo y, por tanto,
la teoría del derecho, en tanto medio de violencia autorizada en
relación con su objeto: la vida humana.
El tránsito con Benjamin por la filosofía del derecho conduce,
en efecto, a la conclusión de la íntima conexión entre la violen-
cia y el derecho y, en consecuencia, a la relación entre la violencia
del derecho y la vida. Sin embargo, este no ha sido el enfoque
tradicional en el pensamiento jurídico. La clásica oposición entre
la teoría iusnaturalista y la teoría iuspositivista obedece, en gran
medida, a una postura distinta respecto a la relación entre fuerza,
derecho y poder. Para la concepción clásica del derecho natural
—término que, algunas veces, designa el iusnaturalismo escolástico
y el influido por él, y otras veces, señala estrictamente la orienta-
ción aristotélica-tomista—, la fuerza no es un elemento esencial en
la definición del derecho que, en cambio, se funda en la justicia,
Introducción / xv

como es el caso de Santo Tomás de Aquino. En contraste, la con-


cepción moderna racionalista del derecho natural, de la cual se
derivan los primeros presupuestos dogmáticos del iuspositivismo,
establece la íntima conexión entre el derecho como justicia legal y
la fuerza, tal como lo formulan inicialmente Blas Pascal, Thomas
Hobbes y Baruch Spinoza.
De esta manera, el idealismo naturalista —fundado en la
pretendida sujeción del derecho positivo al derecho natural—
fue desplazado gradualmente por la racionalidad del derecho
positivo que define el derecho en relación con el poder, con in-
dependencia de la justicia como criterio extrajurídico. Este giro
en el pensamiento jurídico conducirá finalmente a la supremacía
del positivismo y el realismo jurídico, y por supuesto, a la sucesiva
reducción de la justicia legal a la fuerza. No hay derecho sin fuerza:
el derecho es poder, fuerza o violencia. El positivismo jurídico
en sus orígenes ofrece esta forma de relación entre el derecho
como fuerza y ley. Esta línea se extenderá al pensamiento jurídico
anglosajón con Bentham y Austin, al continental con Ihering, y
contemporáneamente a otros juristas como Kelsen, Olivecrone,
Ross y Bobbio.
Justamente, el origen, la transformación y la eliminación de
las distintas corrientes en la filosofía del derecho acontecen debi-
do a la sustitución de la relación esencial entre derecho y justicia
por el reconocimiento sucesivo del vínculo entre la justicia legal
y la fuerza. Aquí se pretende, por tanto, un esquema que transita
por las distintas corrientes, sin tratar de reivindicar el derecho
positivo ni el derecho natural, para mostrar en cambio que el
derecho natural, especialmente el racionalista o moderno, sienta
ya las bases del derecho positivo y constituye, por tanto, el origen
de la definición del derecho como poder, fuerza o violencia. La
justicia que identifica la concepción del derecho natural medieval,
y el poder que gobierna la idea del derecho positivo moderno
no son excluyentes; al contrario, se suceden gradualmente en la
crítica a la violencia del derecho. Se procura, por tanto, avanzar
de la crítica pascaliana al iusnaturalismo teológico tomista y al
positivismo jurídico que, sin desconocer sus distintas corrientes
(formalismo, estatismo, voluntarismo, imperativismo, legalismo)
xvi / La violencia del derecho y la nuda vida

y transformaciones a lo largo del devenir histórico, considere los


aportes de Hobbes, Bentham, Austin, Ihering en la concepción
moderna del derecho positivo como mandato que ordena la vida
social imperativa y coactivamente, y cuya posesión y monopolio
le corresponde únicamente al Estado.
Pero el problema de la conexión entre la violencia y el dere-
cho avanza a uno mayor, a saber: que la violencia como medio
del derecho ha conducido desde su origen al sometimiento y a la
aniquilación de la vida. En este sentido, los aportes de Walter Ben-
jamin y de algunos filósofos contemporáneos como Simone Weil,
Hannah Arendt, Jean-Paul Sartre, Michel Foucault, Jacques Derrida,
Jean-Luc Nancy, René Girard, Giorgio Agamben, Enzo Traverso,
Roberto Esposito son necesarios para una filosofía del derecho que
pretenda juzgar auténticamente la relación crítica e histórica entre
el derecho y la vida. En este caso, la recuperación de la filosofía del
derecho, que fue dominio exclusivo de los filósofos hasta mediados
del siglo xix, desplazados luego por la teoría del derecho propia
de los juristas positivistas, muestra que en el siglo xx los efectos del
totalitarismo no solo fueron devastadores para la existencia de los
Estados-nación europeos, sino también para la vida legítima del
derecho en tanto control violento y selectivo de la vida humana.
En este punto, las reflexiones de Benjamin unidas a las de
Foucault permiten avanzar críticamente sobre el nexo entre la
violencia jurídica, la nuda vida y el biopoder. El vínculo entre
estas tres figuras permite no solo revelar el fundamento oculto del
derecho como poder, violencia y autoridad, sino también proponer
formas de vida justas o comunes, distintas a las administradas por el
orden jurídico y político, restituyendo para la filosofía del derecho
su vocación práctica. El filósofo italiano Giorgio Agamben sitúa
la categoría de nuda vida como el punto de intersección entre el
modelo jurídico-institucional (soberanía) y el modelo biopolítico
del poder, o lo que es lo mismo, entre las perspectivas histórico-
críticas de Benjamin y Foucault. El resultado que arroja el nexo
entre estas investigaciones es, exactamente, que los análisis jurídico-
institucionales y los de la biopolítica se complementan unos a
otros y que no pueden separarse cuando se intenta comprender
el vínculo que une al derecho con la vida humana. De hecho, la
Introducción / xvii

formación del biopoder puede ser abordada desde la teoría del


derecho soberano, concretamente, partiendo de los juristas de
los siglos xvii y xviii que plantearon la transferencia de derechos
naturales como el acontecimiento fundacional de la sociedad
civil, y con esta, el derecho del poder soberano sobre la vida y la
muerte de los súbditos.
Los análisis histórico-críticos de Benjamin y Foucault reve-
lan justamente el tránsito del poder jurídico de normalización
disciplinaria a la regularización biopolítica de la nuda vida. El
viejo poder soberano que podía verter legítimamente la sangre
de sus súbditos se extiende al biopoder que hace morir a las
razas inferiores con el fin de dejar vivir a las superiores. En
ambos modelos, la nuda vida, la vida biológica, la vida en cuan-
to tal, sigue confinada al poder como símbolo de la sangre que
puede ser vertida en cualquier momento. El poder soberano y
el biopoder se fundan bajo la causa de proteger la nuda vida,
y sin embargo, se conservan mediante su eliminación. Tal es la
paradoja del poder que, en este caso, resulta insoslayable. La vio-
lencia de la espada soberana y los mecanismos del biopoder han
pasado, por tanto, a entrelazarse de manera tan íntima y compleja
que impiden ser analizados con facilidad. A la nuda vida y a sus
avatares en el mundo moderno (la vida biológica, la sexualidad,
la salud, la felicidad, etc.) también le es inherente una opacidad
imposible de clarificar si no se cobra conciencia de su producción
jurídico-política.
1
Fuerza, poder o violencia:
el fundamento oculto
de la justicia como derecho

Por esto es por lo que nuestros reyes no han buscado estos disfraces. No se
han enmascarado con vestiduras extraordinarias para parecer tales;
se han hecho acompañar de guardias, de alabardas. Estas tropas armadas
que no tienen manos y fuerza sino para ellos, las trompetas y los tambores
que les preceden, y estas legiones que les rodean, hacen temblar a los más
firmes. No tienen solamente ropaje, sino fuerza. Haría falta tener una
razón muy depurada para considerar como un hombre cualquiera al
Gran Señor rodeado en su soberbio serrallo de cuarenta mil jenízaros.

Pascal, Pensamientos [frag. 82. Imaginación]: 39

El derecho como justicia

E l derecho natural es una realidad múltiple que contiene dis-


tintas doctrinas, en ocasiones profundamente opuestas entre
2 / La violencia del derecho y la nuda vida

sí. Sus dos grandes modelos históricos son los llamados teológi-
co y mecanicista, es decir, el iusnaturalismo clásico-cristiano o
aristotélico-tomista, y el iusnaturalismo racionalista protestante
de los siglos xvi y xvii, cuya importancia data hasta el siglo xviii
(Cfr. Bobbio, 2007a; Kaufmann, 2006; Peces-Barba, 1993; Ruiz,
2002; Truyol y Serra, 1982; Villey, 1979).1 Con todo, y a pesar de
sus diferencias históricas, estos modelos participan correlativamente
del debate sobre la justicia legal con respecto al poder, ya sea para
afirmar, ya sea para negar su dependencia. Sin embargo, estas
posturas que han generado desarrollos notables en el pensamiento
jurídico, especialmente en la concepción aristotélica-tomista del
derecho como justicia, y posteriormente en la moderna-racionalista
del derecho como poder, contienen nombres y momentos precisos
de crítica a la positividad del derecho con relación a la fuerza. Y así
como en el iusnaturalismo racionalista, Pascal, Hobbes y Spinoza
ponen juntas la justicia legal y la fuerza, así también en el iusnatu-
ralismo clásico dicha relación fue expresamente anticipada por los
sofistas-políticos.2

1 El iusnaturalismo incluye también modelos más antiguos desarrollados en


Grecia durante el siglo v a. C.: el modelo cosmológico-antropológico, desde los
presocráticos hasta Platón; el ético de Aristóteles y el cínico-estoico. También
se puede sumar a estos el modelo cristiano desarrollado en Roma, que coexiste
con el estoicismo romano. En estos modelos, y en general, en sus inicios, la
historia de la filosofía del derecho coincide con la historia de la doctrina del
derecho natural o teoría de la justicia.
2 Con la expresión “sofistas políticos” nos referimos al tercer periodo de la
sofística, de acuerdo a la clasificación propuesta por Giovani Reale y Dario
Antíseri, quienes distinguen cuatro tipos de sofistas: 1.“ Los grandes y famosos
maestros que no estaban del todo al abrigo de reparos morales y a los que el
mismo Platón consideró dignos de respeto: Protágoras, Gorgias y Pródico”. 2. Los
Ergotistas, que llevaron hasta la exasperación el aspecto formal del método,
perdieron el interés por los contenidos y además el reparo moral que caracte-
rizaba a sus maestros: Eutidemo. 3. Los Sofistas-políticos, que utilizaron ideas
sofistas en sentido hoy diríamos “ideológico”, es decir, para fines políticos, y
cayeron en excesos de varios géneros, precisamente, teorización de la inmor-
talidad: Critias, Trasímaco, Calicles. 4. La corriente naturista que contraponía la
ley positiva a la natural, privilegiando esta última y relativizando la primera:
Hippias de Eliade, Antifonte (2007: 115-129). Nos interesan aquí los argumentos
de Critias, Trasímaco y Calicles, quienes aplicaron el arte de la dialéctica a
la praxis política y a la conquista del poder. Estos se valieron de la distinción
griega entre physis y nomos, entre naturaleza y ley, entre lo sustraído al arbitrio
Fuerza, poder o violencia: el fundamento oculto... /3

Con el modelo iusnaturalista teológico, que determinó el


mundo antiguo y medieval, culmina la tradición del derecho na-
tural como teoría de la justicia. Santo Tomás de Aquino, el mayor
filósofo católico y el más importante de la Edad Media, asimiló
de la obra de Aristóteles dicha concepción, integrando a su vez
el derecho como justicia particular, la justicia del evangelio y la
justicia del derecho romano. Esta doctrina es representativa de lo
que comúnmente se denomina iusnaturalismo medieval o teológico,
cuyo postulado es que la ley injusta se convierte en ley inicua y,
en consecuencia, ya no es ley, sino más bien violencia.
Santo Tomás se refiere al derecho en el Tratado sobre la virtud
de la justicia, en el que inicia preguntándose por el objeto jurídico:
¿Es el derecho el objeto de la justicia? (1990: 470, C. 57 a 1). Luego
de exponer las objeciones según las cuales no lo es, el Aquinate
propone como solución: “El objeto de la justicia, a diferencia de
las demás virtudes, es el objeto específico que se llama lo justo.
Ciertamente, esto es el derecho” (1990: 470, C. 57 a 1), y unifica la
justicia y el derecho, porque identifica el ius —derecho— como el
obiectum iustitiae, el objeto de la justicia (Cfr. 1990: 470, C. 57 a 1).
Este objeto se distingue de las demás virtudes cardinales —pru-
dencia, templanza y fortaleza, cuyos actos tienen por beneficiario
al mismo agente, y cuya norma, al depender de las disposiciones
subjetivas del agente, le es interna y además variable—, en tanto
virtud social, política o relacional cuyas características permiten,
al mismo tiempo, definir lo justo o el derecho, a saber: la alteridad
y la igualdad entre los hombres.
Asimismo, Santo Tomás distingue entre el derecho natural y
el derecho positivo, distinción que retoma de la justicia política de
Aristóteles (1998 [1134b] 20-1135 a 15). El derecho existe bien
por disposición natural, o bien por acuerdo entre particulares, por
disposición del pueblo o del príncipe; en el primer caso, se trata del
derecho natural o de lo justo natural, como cuando alguien da tanto
para recibir otro tanto; en el segundo caso, se trata del derecho positivo
o de lo justo legal, donde el criterio de justicia es establecido por

humano y lo que depende de él, para derivar una concepción del derecho
vinculada al poder y no a la justicia.
4 / La violencia del derecho y la nuda vida

común acuerdo (Cfr. 1990: 471, C. 57 a 2). En aquellas cosas que


por sí solas no contrarían de ninguna manera a la justicia natural,
el derecho positivo puede convertir algo en justo, pero de ninguna
manera la voluntad humana puede hacer justo algo contrario al
derecho natural, como si se estableciera, por ejemplo, que es lícito
robar o adulterar (Cfr. 1990: 472, C. 57 a 3). Así pues, la relación
entre el derecho natural y el derecho positivo se determina por la
superioridad del primero en relación con el segundo. De esta ma-
nera, las normas positivas, para ser propiamente derecho, deben
derivarse de manera directa o indirecta del derecho natural. Con
razón esta concepción se denomina iusnaturalismo ontológico, por
cuanto el ser o la esencia del derecho es lo justo natural, mientras
que el derecho positivo es tal en tanto se identifica con lo justo
natural, o por lo menos, lo desarrolla sin oponerse a él.
Santo Tomás identifica, pues, el derecho con lo justo, y a la vez
como virtud que está ordenada por las leyes. Al hacerlo, honra el
iusnaturalismo aristotélico distinguiendo la ley como cierta recta
razón del derecho, distinta, por tanto, del derecho mismo (Cfr. 1990:
471, C. 57 a 1). En efecto, la ley es una regla y medida de la razón
que ordena obrar o dejar de obrar, destinada a orientar todos los
actos humanos —y en general toda la comunidad del Universo,
ya sea el mundo físico y los animales, ya sea el mundo humano y
social— a su fin que es la virtud (Cfr. C. 90 a 1; C 91 a 1; C 93). La
ley es, por definición, un concepto amplio que comprende las leyes
eterna, natural, humana y divina (C. 90 a 1; C 91); el derecho, en
cambio, se restringe a dos grandes grupos de leyes: la ley natural
y la ley humana (Cfr. C. 94; C 95, 96, 97, respectivamente). Aquí el
Aquinate define la ley natural como una ordenación racional que
comprende todo aquello a lo que el hombre se siente naturalmente
inclinado a obrar en consonancia con la forma. Y siendo la forma
propia del hombre el alma racional, “todo hombre se siente natu-
ralmente inclinado a obrar de acuerdo con la razón. Y esto es obrar
virtuosamente” (2006: 734, C. 94 a 3).
La ley natural es una participación de la ley eterna en virtud
de la cual el hombre se encuentra inclinado a los actos y fines de-
bidos. Sin embargo, Santo Tomás afirma que la razón humana no
puede participar plenamente de la razón divina, sino solo de modo
Fuerza, poder o violencia: el fundamento oculto... /5

imperfecto: “El hombre participa naturalmente de la ley eterna


en cuanto a algunos principios generales, mas no en cuanto a la
ordenación peculiar de cada una de las cosas singulares, por más
que esa ordenación se contenga también en la ley eterna” (2006:
712, C. 91 a 3). Pues según el Aquinate: “La ley natural, en cuanto
a los primeros principios universales, es la misma para todos los
hombres, tanto en el contenido como en el grado de conocimiento”
(735, C. 94 a 4). Así mismo ocurre con ciertos preceptos particulares,
que son como conclusiones derivadas de los principios universales,
aunque puede haber algunas excepciones: “Ya sea en cuanto a la
rectitud del contenido, por algún impedimento especial, ya sea en
cuanto al grado de conocimiento, debido a que algunos tienen la
razón oscurecida por una pasión, por una mala costumbre o por
una torcida disposición natural” (735, C. 94 a 5).
Las leyes humanas se originan por la ley natural mediante dos
caminos diferentes: bien sea como una conclusión de los princi-
pios generales de la ley natural, a la manera en que el precepto
“no matarás” se deriva como conclusión de aquel otro que manda
“no hacer mal a nadie”; bien sea como una determinación de algo
indeterminado o común, a la manera en que la ley natural establece
que quien peca sea castigado, pero que se le castigue con tal o cual
pena es ya una determinación añadida a la ley natural (2006: 742,
C. 95 a 2). Según Santo Tomás, este segundo modo se asemeja a la
producción artística, donde el constructor determina unos planos
comunes reduciéndolos a la figura de esta o aquella casa, mientras
que el primero se parece al modo como se elabora una ciencia, cuyo
procedimiento resulta de las conclusiones demostrativas inferidas
de los principios (Cfr. 742, C. 95 a 2). La ley positiva se origina de
ambas maneras. Pero mientras en el primer modo la ley positiva
mantiene su fuerza de ley natural, en el segundo, en cambio, no
tiene más fuerza que la de la ley humana, cuya validez se supedita
a la ley natural.
La ley humana tendrá fuerza de ley únicamente en la medida en
que sea justa. Y una cosa es justa cuando es recta en función de la
regla de la razón. De manera que, si en algo la ley positiva está en
desacuerdo con la razón, ya no es ley, sino corrupción de la ley: “La
ley tiránica, por lo mismo que no se conforma a la razón —en tanto el
6 / La violencia del derecho y la nuda vida

tirano no busca el bien de los súbditos, sino su propio provecho— no


es propiamente ley, sino más bien una perversión de la ley” (2006:
742, C. 95 a 2). Las leyes deben ser justas por razón del fin, esto es, el
bien común de todos los ciudadanos; por razón del autor, porque no
exceden los poderes de quien las instituye; y por razón de la forma,
en tanto distribuye las cargas entre los súbditos con igualdad pro-
porcional y en función de la utilidad común (Cfr. 705, C. 90 a 1; C.
96 a 4: 750). En tales términos debe ser entendida la afirmación del
jurisconsulto Justiniano cuando dice: “Lo que place al príncipe tiene
fuerza de ley” (703, C. 90 a 1). En efecto, para que la voluntad del
príncipe respecto de los medios que conducen al fin tenga valor de
ley es necesario que su querer esté regulado por la razón. Y en este
sentido se comprende aquello de que la voluntad del príncipe tiene
fuerza de ley: “De lo contrario, la voluntad del príncipe, más que ley,
sería iniquidad” (705, C. 90 a 1).
De acuerdo con este planteamiento, la validez del derecho se
identifica con la justicia; es decir que el derecho positivo, para ser
derecho, tiene que corresponder necesariamente con el derecho
como derecho natural. La ley injusta, en cambio, se opone al de-
recho al quebrantar el bien común, por tres razones: en razón del
fin, cuando el gobernante impone a los súbditos leyes onerosas en
atención a su interés particular; en razón del autor, como ocurre con
la promulgación de una ley que sobrepasa los poderes que tienen
encomendados los gobernantes; o en razón de la forma, cuando las
cargas se imponen a los ciudadanos de manera desigual, aunque
sea mirando el interés general (C. 96 a 4: 751).
Las leyes también pueden ser injustas cuando se oponen al bien
divino, como las leyes de los tiranos que inducen a la idolatría o
a cualquier otra cosa distinta de la ley divina. En este caso, no es
lícito cumplirlas, porque: “Hay que obedecer a Dios antes que
obedecer a los hombres” (C. 96 a 4: 751). Citando a San Agustín
(I De lib. Arb a), Santo Tomás dice que tales disposiciones tienen
más de violencia que de ley: “La ley si no es justa, no parece que sea
ley” (C. 96 a 4: 751).3 De modo que si la ley humana se aparta de

3 Agustín de Hipona escribe, en efecto, que non videtur ese lex quae iusta non fuerit,
esto es, no parece que sea ley la que no es justa: “Pues, desterrada la justicia
Fuerza, poder o violencia: el fundamento oculto... /7

la recta razón, esto es, de la justicia, se convierte en ley inicua y,


como tal, ya no es ley, sino más bien violencia (Cfr. C. 93 a 3: 725).
Por tanto, dice Santo Tomás, “estas leyes no obligan en el foro
de la conciencia, a no ser que se trate de evitar el escándalo o el
desorden, pues para esto el ciudadano está obligado a ceder su
derecho” (C. 96 a 4: 751).

El derecho como fuerza

En la historia de las ideas jurídicas, el modelo tomista del derecho


natural será sustituido por el iusnaturalismo racionalista,4 lo que
generó un cambio radical en la forma de concebir el derecho en
su relación con la justicia. Con una potencia crítica similar a la que
siglos después ejercerán Georges Sorel y Walter Benjamin, Pascal
(1981: 377, frag. 298) será el primer racionalista en mostrar la
necesaria y compleja relación entre la justicia legal y la fuerza:
“Hay pues, que poner juntas la justicia y la fuerza, y para ello
hacer que lo que es justo sea fuerte, o que lo que es fuerte sea
justo”. La crítica de Pascal contra el iusnaturalismo tradicional o
escolástico, según el cual el derecho natural es el conjunto de los
primeros principios éticos y la justicia legal materializa aquella

¿qué son los reinos sino grandes bandas de ladrones? y las mismas bandas la-
drones, ¿qué son sino pequeños reinos? […] Con tanta elegancia como verdad
respondió un pirata apresado por Alejandro Magno. Pues como le preguntara
a este hombre qué le parecía el haber infestado el mar, él le respondió con libre
orgullo: “Lo que a ti el haber infestado la superficie de la tierra; pero como yo
hago lo mismo en un pequeño barco me llaman loco, mientras que a ti, con
tu gran ejército, te llaman Emperador” (Civitas Dei, IV, 4). Santo Tomás matiza
la expresión agustiniana, y escribe magis sunt violentiae quam legis o non lex sed
corruptio legio, es decir, son más violencia que leyes, no es ley sino corrupción
de la ley: “La ley es el designio o razón por el cual los actos son dirigidos a un
fin”. Por consiguiente, toda ley, en la medida en que participa de la recta razón,
se deriva de la ley eterna. Por eso dice San Agustín (I De lib, arb.), que nada hay
justo y legítimo en la ley temporal que no hayan tomado los hombres de la ley eterna.
4 El modelo iusnaturalista racionalista, sin desconocer sus distintas corrientes
y matices, se caracteriza por su laicización con respecto a la teología; el des-
cubrimiento de sus reglas naturales a través de la razón; el paso del derecho
natural a los derechos naturales, expresión del subjetivismo e individualismo
característico de la cultura moderna; y su vinculación con el contractualismo,
con las doctrinas del contrato social (Peces-Barba, 1993: 222, 223).
8 / La violencia del derecho y la nuda vida

justicia como virtud general proveniente de la razón divina y de la


razón natural, se funda en que la justicia legal se encuentra en las
costumbres, y por tanto, complejamente relacionada con el poder.
Así, a la concepción del derecho natural universal, inmutable y
justo en todos los tiempos, le sucede la comprensión del derecho
mutable como consecuencia de su vínculo con el poder soberano,
la autoridad legítima y legalmente constituida, independiente-
mente de las apreciaciones morales.
En el modelo iusracionalista, el derecho natural se reduce
al derecho positivo, y se desprende de todo concepto esencial del
derecho. Por esta razón, en los propios planteamientos del iusna-
turalismo racionalista “están los elementos que van a conducirle a
su destrucción. Son los caballos de Troya que llevarán al positivismo
y al historicismo” (Peces-Barba, 1993: 218-219). En el iusnaturalismo
racionalista, a diferencia del iusnaturalismo aristotélico-tomista,
se encuentra la crítica moderna a la positividad del derecho: El
derecho puede ser válido sin ser justo, y por ello no deja de ser derecho.
En esta nueva dirección aparece la crítica moderna y racionalista
de Pascal al derecho natural al reconocer la relación de intimidad
entre el derecho y la fuerza.
Como lo destaca Sorel (2005: 76), Pascal supo emanciparse
de la tradición del derecho natural medieval como derecho justo:

He pasado una gran parte de la vida —dice Pascal— creyendo que había
una justicia y en esto no me equivocaba, porque la hay tal como Dios nos
la ha querido revelar, pero yo no lo tomaba así y es en lo que me equivo-
caba, porque creía que nuestra justicia era esencialmente justa y que yo
tenía con qué conocerla y juzgarla (1981: 518, frag. 375).

Por eso, y después de muchos cambios de juicio, relativos a la


verdadera justicia, escribe Pascal: “[…] he reconocido que nuestra
naturaleza no era sino un continuo cambio” (frag. 375, 2009: 97;
1981: 518). Puesto que todos los países y todos los hombres son
mudables, se sigue que la justicia no se encuentra en las leyes
naturales conocidas en todo lugar —pues no existe una sola ley
humana que fuera universal—, sino en las costumbres (Cfr. frag.
294, 2009: 85; 1981: 367). Esta determina, pues, los cambios en
las leyes y en las constituciones, y asimismo, establece arbitraria-
Fuerza, poder o violencia: el fundamento oculto... /9

mente las cargas de los súbditos y las prerrogativas de los reyes:


“Así como la moda crea los adornos, también crea la justicia” (1981:
369, frag. 309). Según Sorel (2005: 77, 78), estas observaciones
le demostraron a Pascal lo absurdo de la teoría del derecho natu-
ral, pues si esa teoría fuera exacta habría unas leyes universales
admitidas, contra lo cual la evidencia prueba que ciertas acciones
consideradas crímenes han sido contempladas en otros tiempos
como acciones virtuosas (y a la inversa). Lo que antes era justo
pasa a ser injusto: “el latrocinio, el incesto, el asesinato de hijos,
y de padres, todo ha sido reconocido entre las acciones virtuosas”
(frag. 294, 2009: 85; 1981: 367).
Sostener, por el contrario, que la justicia no se encuentra en las
costumbres sino que reside en leyes naturales universales, conduce
a una grave confusión: “Sucede que el uno dice que la esencia
de la justicia es la autoridad del legislador, el otro, la comodidad
del soberano, otro la costumbre presente”. Esta última es lo más
seguro, pues “nada es justo en sí según la sola razón, todo vacila
con el tiempo. La costumbre constituye toda la equidad, sin más
razón que la de ser recibida” (frag. 294, 2009: 85; 1981: 368).
La costumbre es, pues, la que determina el valor de las acciones:

Tres grados de elevación hacia el polo echan por tierra toda la jurispru-
dencia, un meridiano decide la verdad; a los pocos años de ser poseídas,
las leyes fundamentales cambian; el derecho tiene sus épocas, la entrada
de Saturno en la casa del león señala el origen de un crimen. En todos los
Estados del mundo, y en todos los tiempos, nada hay justo o injusto que no
cambie de cualidad cambiando el clima (frag. 294, 2009: 85; 1981: 367).

De esta manera, la creencia popular sobre la justicia eterna e


inmutable del orden político resulta rebatida. El común de las per-
sonas, sin embargo, considera que las convenciones positivas que
los gobiernan, arbitrarias y pasajeras, encarnan la justicia divina y
universal. Pero el orden jurídico no sostiene una relación esencial
con una justicia pura que, en cambio, se gesta mediante la fuerza
y se conserva mediante la costumbre. En palabras de Pascal, la
jurisdicción en ningún caso se da para el jurisdiciante, sino para
la juridicidad misma (1981: 369-370, frag. 879). De todas formas,
esta verdad del derecho no debe enseñársele al pueblo, ya que
10 / La violencia del derecho y la nuda vida

este observa las leyes en tanto las considera justas: “[…] obedece
a la justicia que imagina, pero no a la esencia de la ley: está todo
ello reconcentrado en sí: es la ley y nada más” (frag. 294, 2009:
86; 1981: 368). El pueblo se somete voluntariamente a las leyes
humanas y, en lugar de destruirlas o de transformarlas, coopera
obedientemente con ellas en virtud de la justicia básica que les
atribuye. Del mismo modo que ocurre con las leyes, así también
sucede con el poder, la fuerza o la autoridad del soberano:

La costumbre de ver a los reyes acompañados de guardias, de tambores, de


oficiales, y de todas las cosas que inclinan a la máquina al respeto y al terror,
hace que su rostro, cuando se hallan a veces solos y sin este acompañamien-
to, imprima en sus súbditos el respeto y el terror, porque no separamos en
nuestro pensamiento sus personas de sus séquitos que suelen verse juntos.
Y el mundo que no sabe que este efecto procede de esa costumbre, cree
que viene de una fuerza natural. Y de ahí vienen estas palabras: “el carácter
de la divinidad está impreso en su rostro” (frag. 308, 1981: 358; 2009: 88).

La multitud da naturalmente por supuesta la justicia de las


leyes y la legitimidad de sus gobernantes: considera la antigüe-
dad de las leyes razón suficiente de su legitimidad; entrega sin
más su obediencia y sumisión a los varones nacidos de reinas y
emperadores; le bastan los atributos físicos de estos para que
linajes enteros gocen de las riquezas y de las altas dignidades es-
tipuladas en el derecho natural. Asimismo, el pueblo acepta —por
ignorancia o por vanidad— la desigualdad en la que nace y en la
que permanece respecto al poder soberano, y la juzga como un
reflejo justo de la virtud de algunos hombres. Lo mismo ocurre
con ciertas profesiones tales como el derecho y la medicina, que
suscitan la admiración y reverencia de la multitud en virtud de
sus formas y vestidos:

[…] La imaginación con frecuencia desmonta completamente a la razón.


Nuestros magistrados han conocido bien ese misterio. Sus vestiduras
rojas, sus armiños, con los cuales se disfrazan como gatos forrados, los
palacios en que juzgan, las flores de lis, todo ese aparato augusto que era
muy necesario; y si los médicos no tuvieran togas y mulas, y los doctores
no tuviesen birretes cuadrados y amplias hopalandas, jamás hubiesen
seducido al mundo, que no puede resistir a tan auténtica demostración.
Fuerza, poder o violencia: el fundamento oculto... / 11

Si aquéllos poseyeran la verdadera justicia, y si los médicos poseyeran el


verdadero arte de curar, no necesitarían fabricar birretes cuadrados; la
majestad de sus ciencias sería ya suficientemente venerable por sí misma.
Pero al no poseer sino ciencias imaginarias, hace falta que echen mano de
estos instrumentos que impresionan a la imaginación para la que están
hechos; y con ello, en efecto, atraen el respeto. Los únicos que no se han
disfrazado de esta manera son las gentes de guerra, porque efectivamente
su cometido es más esencial; se establecen por la fuerza y los demás por
la astucia (2009: 38, frag. 82).

Contra la creencia ciega de la multitud, las leyes no son justas en


sí mismas, sino que lo son por ser leyes. Su reconocimiento se funda
en la costumbre presente en virtud de la cual el pueblo se confía
a su gobierno y le tributa obediencia y sujeción: “La justicia es lo
que está establecido; y así, todas nuestras leyes establecidas serán
necesariamente consideradas justas sin previo examen, puesto que
están establecidas. Es el fundamento místico de su autoridad” (1981:
542, frag. 312).
Con la expresión fundamento místico de la autoridad, Pascal se
refiere a Michel de Montaigne, quien en su ensayo sobre La expe-
riencia (1580) en efecto escribió:

Las leyes mantienen su crédito no porque sean justas, sino porque son leyes.
Éste es el fundamento místico de su autoridad, no tienen otro, lo cual les conviene
mucho (…) A menudo están hechas por necios, las más de las veces por gente
que, por odio a la igualdad, carece de equidad, pero siempre por hombres,
autores vanos e inciertos (…) Nada es tan grave, extensa y habitualmente
falible como las leyes. Quien las obedezca porque son justas, no las obedece
justamente por el motivo correcto (2007: 1601-1602).

Montaigne, al igual que Pascal, distingue el derecho —como


justicia legal— de la justicia. La justicia legal, la justicia del derecho,
la justicia como derecho, no es justicia. Las leyes no son justas en
tanto que leyes y, por consiguiente, no se las obedece porque sean
justas, sino porque tienen autoridad. Pero el pueblo las sigue por
la única razón de que las cree justas (frag. 325, 2009: 90; 1981:
519). En palabras de Jacques Derrida (2002: 25-29), en su notable
comentario a esta cuestión, la autoridad de las leyes solo reside
en la credibilidad que se les otorga: simplemente se cree en ellas;
ese es el fundamento místico de su autoridad.
12 / La violencia del derecho y la nuda vida

Pero esta verdad no puede enseñársele al pueblo. A diferencia de


Montaigne, quien creyó que al pueblo se le podía decir que las leyes
positivas fundadas en la costumbre no son necesariamente justas
y, aun así, conminarlo a su respeto, Pascal considera sumamente
peligroso decir al pueblo que las leyes no son justas porque no las
obedecería (2009: 91, frag. 326). El pueblo está siempre dispuesto
a rebelarse en cuanto se le muestre que las leyes no valen nada, lo
cual puede evidenciarse de todas ellas considerándolas desde cierta
perspectiva (frag. 325, 2009: 90; 1981: 519). Por eso conviene más
conminar al pueblo a que obedezca las leyes y las costumbres porque
son leyes, y nada más: “[al pueblo] hay que decirle que [obedezca]
a las leyes porque son leyes, como hay que obedecer a los superio-
res no porque son justos, sino porque son superiores. Con ello se
previene la sedición, que es propiamente la definición de justicia”
(2009: 91, frag. 326).
Para el derecho, en cambio, es claro que “no hay ninguna
ley humana verdadera y justa, en tanto no conocemos nada y,
por lo tanto, tenemos que limitarnos a seguir las leyes recibi-
das” (frag. 325, 2009: 90; 1981: 519). Lo que introduce el justo
vínculo entre los gobernantes y gobernados no es otra cosa que la
relación de poder, y por consiguiente, de dominación y violencia,
entre la facción de los oprimidos y de sus amos que experimentan
dicha relación como algo habitual, pacífico y extraordinariamente
necesario. Pero quien retrotraiga esta relación legal a su origen
la destruye. La destrucción del orden jurídico estatal consistirá,
por tanto, en mostrar el fundamento oculto de la autoridad de
las leyes:

Quien la refiere a su principio, la aniquila. Nada tan falso como estas


leyes que rectifican las faltas; quien obedece a ellas porque son justas,
obedece a la justicia que imagina, pero no a la esencia de la ley: está toda
ella reconcentrada en sí; es la ley y nada más. Quien quiera examinar su
motivo, lo encontrará tan débil y ligero que, si no está acostumbrado a
contemplar los prodigios de la imaginación humana, admirará el que un
siglo le haya otorgado tanta pompa y reverencia. El arte de criticar, derro-
car los Estados, consiste en hacer tambalear las costumbres establecidas,
sondando hasta su fuente, para poner de relieve su falta de autoridad y
de justicia (frag. 294, 2009: 86; 1981: 368).
Fuerza, poder o violencia: el fundamento oculto... / 13

Para comprender este fundamento místico de la autoridad, Derrida


propone seguir la semejanza establecida por Montaigne (2007:
799) entre un artificio de mujer y la ficción del derecho:

Así como las mujeres usan dientes de marfil cuando les faltan los suyos
y, en lugar de su verdadera tez, se forman una con materia extraña; se
hacen muslos de paño, y se añaden carnes con algodón, y, sabiendas de
todos, se embellecen con una belleza falsa [...] nuestro derecho tiene,
según dicen, ficciones legítimas sobre las que funda la verdad de su justicia.
Nos ofrece como respuesta y nos hace presuponer cosas que ella misma
nos enseña que son inventadas.

Derrida se apoya en esta analogía entre el suplemento de


ficción legítima, destinado a fundar la verdad de la justicia, y el
suplemento de artificio necesario originado por una deficiencia de
la naturaleza, para considerar que la ausencia de derecho natural
requiriere el suplemento del derecho histórico o positivo, esto es,
un suplemento de ficción.
Del mismo modo que Montaigne, Pascal advierte cómo la ima-
ginación fabrica no solo la belleza sino también la justicia y la feli-
cidad; basta “ver un abogado con toga y birrete [para] formarnos
una opinión favorable de su suficiencia”. Pero “un abogado bien
pagado de antemano, ¡cuánto más justa encuentra la causa que
defiende!; su gesto audaz, ¡cuánto mejor la hace ante los jueces,
engañados por esa apariencia!” (2009: 37-38, frag. 82). Empero,
Pascal llega más lejos que el propio Montaigne y demuestra,
además, cómo lo justo legal depende esencialmente de la fuerza:

Es justo que lo que es justo sea obedecido; es necesario que lo que es más
fuerte sea obedecido. La justicia sin la fuerza es desobedecida, porque
siempre hay malos. La fuerza sin la justicia es discutida. Hay pues, que
poner juntas la justicia y la fuerza, y para ello hacer que lo que es justo sea
fuerte, o que lo que es fuerte sea justo (1981: 377, frag. 298).

La justicia legal reclama el recurso a la fuerza. Ella está con-


tenida en lo justo de la justicia, en el sentido del derecho, pues
mientras “la justicia está sujeta a discusión, la fuerza es fácilmente
reconocible y no admite discusión” (1981: 377, frag. 298). Por
consiguiente, agrega seguidamente Pascal: “Al no poder hacer
14 / La violencia del derecho y la nuda vida

que lo justo sea fuerte, se ha hecho que lo fuerte sea justo […] No
tenemos más. Si tuviéramos algo no tomaríamos como regla de
justicia seguir las costumbres de nuestro país” (1981: 377, frag.
298). O acaso, “¿Por qué se obedece a la pluralidad? ¿Porque
tienen más razón? No, sino más fuerza” (1981: 553, frag. 301).
La fuerza contenida en lo justo legal exige por ello, y a la vez,
la obediencia de la multitud. De ahí que, la sumisión a las leyes y
las costumbres introducidas como consecuencia de la fuerza sean
respetadas por el pueblo que las cree justas. La gran mayoría
sometida cesa, por tanto, de experimentar la fuerza contenida en
el orden político, cuyo poderío aumenta mediante la obediencia
voluntaria de la multitud. Pero la justicia y la fuerza son distin-
tas, puesto que: “la fuerza no se deja manejar como uno quiere,
porque es una cualidad palpable y, en cambio, la justicia es una
cualidad espiritual de la cual uno dispone como quiere” (2009:
218, frag. 878,). En consecuencia, la justicia ha sido puesta en
manos de la fuerza, y por ello se llama justo lo que es obligatorio
observar.
De aquí proviene el derecho de la espada, puesto que la espada
otorga un verdadero derecho a la autoridad sobre la multitud. De
otro modo, se vería la violencia por un lado y la justicia por el otro.
Por esto reyes y emperadores no han buscado el respeto a su poder
simplemente en adornos y disfraces: “se han hecho acompañar
de guardias, de alabardas”. Ellos no poseen únicamente ropaje,
sino fuerza. Y sus tropas armadas tienen fuerza solo para ellos,
de modo que “las trompetas y los tambores que les preceden, y
estas legiones que les rodean, hacen temblar hasta los espíritus
más firmes” (2009: 38, frag. 82). La fuerza siempre manifiesta o,
en todo caso, contenida en la justicia como derecho, está también
dispuesta a hacerse obedecer; por ello es dura y cruel sobre la
multitud.
De esta manera, mientras San Agustín y Santo Tomás ponen
juntas la justicia y el derecho, Pascal pone juntas la justicia como
derecho y la fuerza, y hace de la fuerza una especie de predicado
no accidental, sino esencial de la justicia. Esto recuerda siempre
que la justicia no puede convertirse en justicia legal o en derecho
si no posee, o mejor dicho, si no apela a la fuerza desde su primer
Fuerza, poder o violencia: el fundamento oculto... / 15

instante, desde su primera palabra. Según Derrida, en el prin-


cipio de la justicia habrá habido lógos, lenguaje o lengua, lo que
no estaría necesariamente en desacuerdo con otro íncipit que
indicara: “En el principio habrá habido fuerza” (2002: 25). Porque
la ley existe en virtud de la aplicabilidad y, al mismo tiempo,
su aplicabilidad preexiste en tanto coexiste con la fuerza, sea
esta directa o no, física o simbólica, exterior o interior, brutal
o sutilmente discursiva —o incluso hermenéutica—, coercitiva o
regulativa (2002: 16-17).
Más allá de la comprensión de la ley como un “poder enmas-
carado” —la moral cínica de El lobo y el cordero de La Fontaine
(2009: 28), según la cual “la razón del más fuerte es siempre la
mejor”—, en lo más íntimo de la crítica pascaliana se esconde una
estructura esencial: la del origen mismo del derecho. El aconteci-
miento instituyente, fundador y justificador del derecho no es un
acontecimiento claro y distinto inscrito en el tejido de la historia:
implica siempre e inevitablemente el ejercicio de una fuerza que
en su origen no es justa ni injusta, legal ni ilegal, en tanto que
ninguna justicia ni ningún derecho anterior y fundador podría
garantizarla, contradecirla o invalidarla (Cfr. Derrida, 2002:
31-33). La operación que consiste en crear, instituir el derecho,
hacer la ley, no pudo haber sido autorizada por una legitimidad
anterior; tiene más de un acto de fe, ni lógico ni ontológico, sino
místico. En este caso, escribe Derrida (2002: 25, cfr. p. 30), “[…] el
derecho no estaría al servicio de la fuerza, como un instrumento
dócil, servil y por tanto exterior del poder dominante, sino que
el derecho tendría una relación más interna y compleja con lo
que se llama fuerza, poder o violencia”. Y porque, en definitiva,
el origen de la autoridad, la fundación o el fundamento, la posi-
ción de la ley, solo puede, por definición, apoyarse en sí misma y
constituye una violencia sin fundamento. En el silencio encerrado
en la estructura violenta del acto de fundación o de institución de
la justicia legal consiste, pues, lo que Montaigne y Pascal llaman
el fundamento místico de la autoridad.
Sorel y Derrida advierten en Pascal, y particularmente en el
pasaje que pone juntas la fuerza y la justicia, la crítica al derecho
natural y, en general, al derecho, al equiparar la justicia legal y la
16 / La violencia del derecho y la nuda vida

fuerza en una relación de íntima necesidad: “En Pascal y Montaig-


ne podemos hallar las premisas de una filosofía crítica moderna,
de una crítica de la ideología jurídica, una desedimentación de las
superestructuras del derecho que esconden y reflejan los intereses
económicos y políticos de las fuerzas dominantes de la sociedad”
(Derrida, 2002: 32).
2
La violencia en el origen
del derecho positivo

La violencia en caso de necesidad puede existir sin el derecho y ha


ofrecido efectivamente prueba de ello. El derecho sin la fuerza es
un nombre vacío, sin realidad alguna, pues tan sólo la violencia,
que realiza las normas de derecho, hace del derecho lo que es y
debe ser. Si la violencia no hubiese trabajado antes que el derecho,
si no hubiese roto con su puño de hierro la voluntad reacia y
no hubiese habituado a los seres humanos a la disciplina y a la
obediencia, quisiera saber cómo habría podido fundar su reino el
derecho; lo habría edificado sobre arena movediza

Ihering, El fin en el derecho: 186

F rente a la concepción aristotélica-tomista, en la concepción


iusracionalista se invierte la relación entre el derecho natu-
ral y el derecho positivo. Mientras que el derecho natural hace
posible la aplicación del derecho positivo en tanto fundamenta
su legitimidad, el derecho positivo hace posible la aplicación del
derecho natural en tanto asegura su efectividad. En el primero,
18 / La violencia del derecho y la nuda vida

el derecho es todo natural salvo en el mecanismo de la coacción;


en el segundo, es todo positivo, salvo en el procedimiento de la
legitimación (Bobbio, 2007a: 78). En la historia de la filosofía del
derecho esta concepción representa el paso del iusnaturalismo al
positivismo jurídico, como una forma novedosa de concebir el de-
recho como derecho positivo, independiente del derecho natural,
y además de justificar la existencia del poder soberano del Estado
como fuente única de producción normativa y coactiva. En este
punto, se concreta el estrecho vínculo entre el derecho positivo y la
autoridad soberana que asume el monopolio absoluto de la fuerza.
El Estado moderno es el sustrato político en el que se desarrolla
el iusnaturalismo racionalista, con el que comienza el positivismo
jurídico. Y pese a que el Estado moderno nació aproximadamente
dos siglos antes que el iusracionalismo, por tensiones históricas
que parten de la Edad Media, dicha doctrina estuvo orientada
ideológicamente a lograr la consolidación del Estado (Ruiz,
2002: 170). A diferencia del iusnaturalismo clásico o medieval, en
el que la relación entre poder y derecho no poseía el significado
que alcanzó a partir del tránsito de la modernidad, aquí el conte-
nido de la reglamentación jurídica se encuentra exclusivamente
determinado por el legislador humano, la autoridad constituida,
el poder soberano. En estos términos, Bobbio (2007a: 78) explica
que “la función del derecho natural es dar un fundamento de
legitimidad al poder del legislador humano, prescribiendo a los
súbditos la obediencia a todo aquello que ordena el soberano”.
La ley natural, así concebida, tiene por destinatarios únicamente
a los súbditos.
Siguiendo el análisis crítico de Benjamin (2001b: 109), la dife-
rencia del derecho natural frente al derecho positivo estriba en que
para el primero la violencia es algo tan justificado y escasamente
problemático como el derecho del hombre a dirigir su propio
cuerpo hacia la meta deseada. Para esta corriente, la violencia es
un dato natural, cuyo empleo no presenta en principio problema
alguno, excepto en los casos en que se utilice al servicio de fines
injustos. Aun más, dice Benjamin que en la teoría del derecho
natural las personas renuncian contractualmente a la violencia en
beneficio del Estado sobre la base del supuesto —expresamente
La violencia en el origen del derecho positivo / 19

enunciado por Spinoza en su Tratado teológico-político— de que,


antes de la celebración de dicho contrato regido por la razón, el
individuo practica libremente toda forma de violencia de facto y
también de iure (2001b: 110).
Esta referencia crítica corresponde, en sentido justo, a una
de las varias tendencias del iusnaturalismo: el iusnaturalismo
moderno o concepción racionalista del derecho natural, cuyos re-
presentantes más notables son Thomas Hobbes y Baruch Spinoza,
quienes formularon una interpretación inmanente del derecho a
partir de la idealización del concepto de poder. En consecuencia,
se formó una ambigua y contradictoria relación del iusnaturalismo
con la fuerza y la necesidad física que, posteriormente, daría lugar
a la subordinación del derecho natural de los individuos al derecho
propio de los Estados. Por ello, aunque Benjamin se refiere especí-
ficamente a Spinoza, la crítica a la violencia en el derecho moderno
transita necesaria y fundamentalmente por la doctrina política de
Hobbes como uno de los iniciadores de la concepción moderna
racionalista del derecho natural, y por tanto, como fundador del
positivismo jurídico. Ambos pensadores, sin obviar lógicamente
sus diferencias, identifican el derecho natural con el poder, la fuerza
o la potencia física que posee el hombre para conservarse en su ser,
lo que servirá de fundamento original a la concepción del derecho
como orden coactivo. Pero a diferencia de la concepción clásica
que considera a la razón como criterio y fuente de derecho, esta
nueva concepción subraya que aquellos que no poseen razón o
su uso también conservan derechos, especialmente el derecho de
aplicar la fuerza en el estado de naturaleza.
Los pensamientos de Hobbes y Spinoza pertenecen a la teoría
del derecho natural racionalista y, de la misma manera, actúan
eficazmente en la teoría del derecho positivo y del Estado legal
positivista. Ambos teóricos atendieron a la pregunta fundamental
de la teoría positiva del derecho, a saber: ¿De dónde puede extraer
el soberano una autoridad sin la que su poder apenas sería sino fuerza o
violencia desnuda? O, en términos de Derrida (2002: 17-18), por
supuesto equivalentes: “¿Cómo distinguir entre la fuerza de la ley de
un poder legítimo y la violencia pretendidamente originaria que debió
instaurar esta autoridad y que no pudo haber sido autorizada por una
20 / La violencia del derecho y la nuda vida

legitimidad anterior, si bien dicha violencia no es en ese momento inicial, ni


legal, ni ilegal, ni justa, ni injusta?”. Hobbes y Spinoza respondieron
a esta cuestión desde sus enfoques contractualistas, ofreciendo así
los fundamentos racionales a la autoridad soberana y a la obe-
diencia al soberano. En Hobbes, es la autoridad, y no la verdad,
la que hace la ley. Por tanto, en Hobbes y Spinoza esa violencia,
fuerza, poder o potencia de los individuos, adecuada prácticamente
solo a fines naturales en el derecho natural, adquiere por ello, tal
como acusa críticamente Benjamin, una legitimación jurídica en
el derecho positivo y en el Estado legal.

El estado de naturaleza
Hobbes observa que la condición natural del hombre es la guerra: una
guerra tal que es la de todos contra todos, en la cual cada uno está
gobernado por su propia fuerza e invención, y sin un poder ni ley
común que los atemorice a todos (2006: 102, 106; 2010: 137-138).
Durante este periodo en el que cada hombre es un enemigo de los
demás, y cada uno no teme más que al poder singular de otro, los
hombres viven en una condición o estado denominado de guerra
o de naturaleza, y en consecuencia, de desconfianza mutua y de
temor recíproco a la muerte violenta. En Hobbes (2010: 137), el
tiempo de guerra es aquel en el que la voluntad de contender por
la fuerza es suficientemente declarada con palabras y hechos. Pues
así como la naturaleza del mal tiempo no radica en uno o en dos
chubascos, sino en la propensión de llover durante varios días, así
también, dice Hobbes, la naturaleza de la guerra no consiste sola-
mente en la acción actual de combatir y vencer, sino en la voluntad
o disposición manifiesta de luchar (2006: 102). Y esta voluntad de
lucha está en todos en el estado de naturaleza y perdura durante
todo el tiempo en que no hay seguridad; el tiempo restante se llama
paz (2010: 133).
En semejante estado, no existe para ningún hombre, por fuerte
o sabio que sea, la seguridad de vivir durante todo el tiempo que
normalmente la naturaleza le permite (2006: 106-107), porque,
según Hobbes, la naturaleza ha hecho a los hombres tan iguales en
las facultades del cuerpo y del espíritu que, si bien un hombre es, en
La violencia en el origen del derecho positivo / 21

ocasiones, más fuerte corporalmente o más sagaz de entendimiento


que otro, cuando se los considera en conjunto, la diferencia entre
hombre y hombre es insignificante. De ahí que, “cuán fácil es para
el más débil matar al más fuerte, ya sea mediante secretas maquina-
ciones o confederándose con otro que se halle en el mismo peligro
en el que él se encuentra” (2006: 100; 2010: 133). Los hombres son
iguales entre sí por naturaleza, y no existe, pues, razón para que un
hombre, al confiar en sus propias fuerzas, se considere superior a
los demás, ya que: “son iguales los que pueden hacer cosas iguales
unos contra otros. Y los que pueden hacer las mayores cosas, sin
duda matar, pueden hacer las mismas cosas” (2010: 133).
De esta igualdad en las capacidades naturales del hombre pro-
cede la igualdad en la consecución de los fines. De ahí que si dos
hombres desean la misma cosa, y no pueden en modo alguno ni
disfrutarla en común ni dividirla, se vuelven enemigos, y en el ca-
mino que conduce al fin, que es principalmente la conservación de
su propia vida y solamente a veces su delectación, tratan de matarse
o sojuzgarse uno a otro (2006: 101; 2010: 134). Dada esta situación,
no existe, según Hobbes, ningún otro procedimiento tan razonable
para que un hombre se proteja a sí mismo como la anticipación,
esto es, el someter por medio de la fuerza o de la astucia a todos los
hombres que pueda durante el tiempo necesario, hasta que ningún
otro poder sea capaz de sojuzgarlo o matarlo. Esto no es otra cosa
sino lo que quiere su propia conservación, y es generalmente per-
mitido. Y puesto que el fin de todo hombre es subsistir, este posee,
por tanto, y en virtud de la naturaleza, el derecho a todos los medios
para logar el derecho al fin. Porque, dice Hobbes “lo que no es contra
la recta razón se hace con y justo derecho” (2006: 101; 2010: 134).
En efecto, antes de que los hombres se hubieran ligado por algún
pacto, era lícito para cada uno hacer lo que quisiera sobre quienes
quisiera, porque cada uno conserva su derecho primevo1 de precaverse

1 En este sentido, Hobbes comparte la terminología latina de los juristas al


emplear el ius primaevum (el derecho primevo). El derecho natural es lo que
la naturaleza les enseñó a todos los animales, dice el jurista francés Petrus de
Bellapertica (citado en Rodríguez, 1998: 146-147). El autor distingue entre el
ius naturale y el ius primaevum, que es propio de todos los seres animados, y el
ius gentum, exclusivo de los hombres. Reconoció que la naturaleza humana es
22 / La violencia del derecho y la nuda vida

de cualquier modo, en virtud de la naturaleza; esto es, el derecho


sobre todas las cosas o derecho de guerra (2010: 135). Luego, no es
absurdo, objetable o contra la razón si el hombre hace cualquier
cosa para conservar su propio cuerpo y sus miembros, y defenderlos
de la muerte y de los dolores en el anómico estado de naturaleza
(Hobbes 2006: 101; 2010: 134). En este sentido, Hobbes define el
derecho de naturaleza —lo que los escritores llaman comúnmente
ius naturale— como la libertad que tiene cada hombre de usar su
propio poder como quiera y, por ende, hacer uso de todos los me-
dios y realizar todas las acciones sin las cuales no puede existir ni
conservarse (2006: 106; 2010: 134). Esta comprensión del término
derecho (ius) como derecho subjetivo2 evoca, entonces, la permisión
que concede la naturaleza o la libertad ilimitada sobre cualquier
cosa (ius omnium in omnia).
En Hobbes right y law, ius y lex, derecho y ley, son términos opues-
tos: difieren entre sí como la libertad y la obligación (2006: 106). El
derecho natural consiste en la libertad ilimitada de hacer u omitir;

más fuerte y perfecta que la de los animales, por lo que el derecho que emplean
los hombres es más adecuado a la naturaleza de las cosas y, por ser exclusivo
del hombre, se llama derecho de gentes. Bellapertica, al interpretar a Ulpiano,
consideró que existen importantes diferencias entre hombres y animales por
cuanto los primeros poseen naturaleza racional, una diferencia fundamental
para comprender el derecho natural.
2 En Hobbes aparece una significación novedosa de la palabra derecho como derecho
subjetivo, escasamente advertida por los filósofos e historiadores del derecho (Villey,
1979: 162-166). El término derecho subjetivo data del siglo xix. No obstante, la
noción de derecho concebido como el atributo de un sujeto (subjectum juris) y que
no existe más que en provecho de este sujeto, se remonta aproximadamente al
siglo xiv. A diferencia del término ius del derecho romano clásico que el Digesto
define como aquella parte justa que se le asigna al individuo con relación a los
otros, y al mismo tiempo, como la distribución de las cargas que le corresponden
hacia la colectividad, el derecho subjetivo en el estado de naturaleza indica la
permisión (licentia) o la libertad (libertas) que posee el individuo de usar todo
su propio poder para hacer, poseer, disfrutar y usar de cuanto quiere y puede.
Posteriormente, en el pandectismo alemán del siglo xix, se define el derecho
subjetivo como Willensmacht: poder de acción libre, potencia de voluntad del sujeto,
o como provecho del sujeto, la “protección jurídica de su interés”. Apoyados en
estas ideas, estos escritores separaron los conceptos de derecho y moral: la moral
imponía al individuo sobre todo deberes, mientras que el derecho le otorgaba
poderes de acción. Es esta una distinción que, tras afianzarse de modo progresivo
en la Escuela de Derecho Natural, culminará con las obras de Kant y Fichte.
La violencia en el origen del derecho positivo / 23

mientras la ley, ya sea natural, ya sea civil, es un mandato que


prescribe y determina una cosa. En efecto, la ley de naturaleza es
un precepto o norma general, establecida por la razón, en virtud
de la cual se prohíbe a un hombre hacer u omitir lo que puede
destruir su vida o privarle de los medios para conservarla lo más
duradera que sea posible3 (1979: 210; 2006: 106; 2010: 135, 163);
mientras que la ley civil del Estado manda y determina de palabra
o por escrito o con otros signos manifiestos, para que cada súbdito
emplee tales preceptos en distinguir lo justo de lo injusto, esto
es, para establecer lo que es contrario y lo que no es contrario a
la ley en el estado civil (2006: 217; 2010: 268-271).4 En el estado
de guerra, en cambio, el hombre es soberano y no se determina
por la ley natural, ni por la ley civil, sólo por su derecho natural a
usar ilimitadamente la fuerza y el fraude que él mismo juzga como
necesario o no para la conservación de su vida, pues es contra la
recta razón que del peligro propio juzguen otros (2010: 134-135).
Por lo anterior, en esta guerra de todos contra todos nada
puede ser injusto: “Las nociones de derecho e ilegalidad, justicia
e injusticia están fuera de lugar: donde no hay poder común, la
ley no existe; donde no hay ley, no hay justicia” (2006: 104). El
nombre de injusticia —denominada también injuria— equivale en
el estado civil a la acción u omisión transgresora del pacto o de la fe
dada. Solo hay injusticia o injuria cuando se actúa fuera del dere-

3 Al respecto, afirma Hobbes en su obra Elementos de derecho natural y político (1979:


210): “[…] No puede haber más ley natural que la razón, ni otros preceptos de
derecho natural que los que nos conducen por los caminos de la paz, cuando
puede conseguirse, y de la defensa cuando no puede lograrse” (Cfr. 2010: 139).
Seguidamente, advierte Hobbes: “Por recta razón no entiendo, como muchos,
una facultad infalible, sino el acto de razonar, es decir, el razonamiento propio
y verdadero de cada uno acerca de las acciones propias que puedan redundar
en la utilidad o en el provecho de otros hombres” (2010: 140).
4 Hobbes entiende la ley civil como el enunciado que determina a cada uno las
cosas que se deben hacer; definido por la voluntad de aquel, sea un hombre,
sea una asamblea, que ha sido provisto de autoridad soberana en el Estado,
(2010: 269). En efecto, “[…] los hombres para alcanzar la paz y, con ella, la
conservación de sí mismos, han creado un hombre artificial que podemos lla-
mar Estado; así tenemos también que han hecho cadenas artificiales, llamadas
leyes civiles, que ellos mismos, por pactos mutuos han fijado fuertemente, en
un extremo, a los labios de aquel poder soberano, y por el otro extremo, a sus
propios oídos” (2006: 172).
24 / La violencia del derecho y la nuda vida

cho, puesto que quien hace u omite la acción ya había transmitido


el derecho a otro, ya sea a un hombre, ya sea a una asamblea de
hombres (2008: 150). Las palabras justo e injusto, así como justicia
e injusticia, son equívocas, pues denotan algo distinto cuando son
atribuidas a las personas o a las acciones. Cuando son atribuidas
a las acciones, justo significa lo mismo que hecho con derecho, e
injusto significa lo mismo que hecho con injuria. En este sentido,
el hombre justo es quien realiza acciones justas debido al precepto
de la ley, y las acciones injustas no las realiza sino por debilidad;
injusto es quien realiza las acciones justas debido a la pena adjudi-
cada en la ley, las injustas debido a la inequidad del ánimo. Aquel
hombre que hace algo justo es llamado inocente, no justo; y aquel
que hace algo injusto es culpable, no injusto (2008: 152).
Análogamente a Hobbes, Spinoza entiende por derecho natu-
ral —y correlativamente por ley natural— las reglas o leyes de la
naturaleza en virtud de las cuales cada individuo tiene el máximo
derecho a existir y a obrar conforme a la ley suprema de la natu-
raleza y no de otro modo. Y justamente porque todas las cosas de
la naturaleza necesitan del poder eterno de Dios para comenzar a
existir y para continuar existiendo, y porque el poder natural por
el que existen y actúan no es otro que el mismo poder de Dios,
y a la vez, el poder de todos los individuos en conjunto, se sigue
que cada cosa natural tiene tanto derecho como poder para existir y
para actuar (2004: 335; 2008: 90). Para Spinoza, la regla universal
de la naturaleza dispone, en efecto, que ninguna cosa puede ser
privada de su existencia, sino que: “Cada cosa se esfuerza, cuanto
está a su alcance por perseverar en su ser” (2007, Proposición VI:
203; 2008: 335). Por ejemplo, dice Spinoza, los peces están natu-
ralmente determinados a nadar y los grandes a comer a los chicos;
en virtud de un derecho natural supremo, los peces disponen del
agua y los grandes se comen a los pequeños (2008: 334).
Por consiguiente, cada hombre posee el derecho natural a desear
todo cuanto le parezca útil para conservarse en su ser, ya se guíe por
la razón, ya por el solo ímpetu de la pasión. Y como los hombres, por
lo general, están más sometidos a las pasiones, y así, por su propia
constitución a la ira, la venganza, la envidia o cualquier afecto del
odio, son enemigos por naturaleza, se enfrentan unos contra otros y
La violencia en el origen del derecho positivo / 25

se esfuerzan cuanto pueden en oprimirse (2004: 86; 2007: 192). Por


tanto, agrega Spinoza (2004: 98), “[…] hay que temerlos tanto más
cuanto más poder tienen y por cuanto son más perspicaces y astutos
que los demás animales”. Porque si dos hombres se unen, tendrán
más poder, y por ende, también más derecho sobre la naturaleza
que cada uno por sí solo. En consecuencia, cuanto mayor sea el
número de hombres que acuerden unir sus fuerzas, más derechos
sobre la naturaleza tendrán en conjunto (2004: 97-98).
Mientras los hombres viven conforme al mandato de la na-
turaleza, privados de la sana razón, y cada uno posee el derecho
natural sobre todas las cosas, no existe diferencia entre los hombres
y los demás individuos de la naturaleza. Según Spinoza, los tontos,
los locos, los ignorantes o débiles de espíritu poseen el máximo
poder y el derecho de dirigir sus vidas según lo que les aconseja
el apetito, a vivir y perseverar de conformidad con las leyes del
apetito, así como los sabios o sensatos tienen el absoluto derecho
a todo lo que les dicte la razón o a vivir según las leyes de la razón
(2004: 91-92, 101; 2008: 335-336), puesto que el hombre, sea sabio
o ignorante, es una parte de la naturaleza, y todo aquello por lo que
cada individuo es determinado a actuar debe ser, a la vez y por ello
mismo, atribuido al poder supremo de la naturaleza (2004: 91). El
derecho natural de cada hombre no se determina, entonces, por la
sana razón, sino por el deseo y el poder (2008: 336). Y como el derecho
natural se determina por el deseo y se extiende hasta donde llega
la potencia, la fuerza o el poder de cada hombre, por ignorante o
pusilánime que este sea, posee todo el derecho y el poder de usar
libre y lícitamente la fuerza, el engaño, las súplicas o el medio que
le resulte más fácil y provechoso para existir y perseverar en su
ser, según las leyes del solo apetito (2004: 94-95; 2008: 334-335).
Por derecho natural, en efecto, nada es prohibido, excepto lo que
nadie puede realizar, (2004: 100; 2008: 336). Ningún hombre está
obligado ni a obedecer a otro, ni a considerar bueno o malo sino
aquello que, según su criterio personal, juzga como tal. De manera
que ni las riñas, ni los odios, ni la ira, ni los engaños, ni en absoluto
lo que el apetito aconseja es prohibido (2008: 336).
Asimismo, como en el estado natural no existen ni ley civil ni
religión, no existe injuria, injusticia o pecado —entendido como
26 / La violencia del derecho y la nuda vida

delito—; o si alguien peca, es contra sí y no contra otro (2004:


100; 2008: 336, 349), puesto que, afirma Spinoza, no existe ningún
pecado antes de la ley (Cfr. 2004: 100; 2008: 336).5 El pecado es
aquello que no puede hacerse o está prohibido, lo cual solamente
se concibe en el Estado como poder de la multitud, ya que en
este se determina, según un derecho común, qué es bueno y qué
es malo, y nadie hace nada con derecho en el Estado sino cuan-
to realiza en virtud de una decisión o acuerdo unánime (2004:
99, 102), puesto que allí donde los hombres ostentan derechos
comunes y todos son guiados por una sola mente, es cierto que
cada uno posee tanto menos derecho cuanto los demás juntos son
más poderosos que él; es decir que ese hombre no posee realmente
sobre la naturaleza ningún derecho, fuera del que le concede el
derecho común, y que además, cuando se le ordena por unánime
acuerdo, tiene que cumplirlo o puede ser forzado a ello (2004: 99).
Lo mismo que el pecado y la obediencia, en sentido estricto,
también la justicia y la injusticia solamente son posibles en el Estado
(Cfr. 2004: 104). En la naturaleza no existe la justicia ni la injusti-
cia, puesto que todas las cosas son de todos y todos tienen derecho
natural para reclamarlas entre sí. En el Estado, por el contrario, el
derecho común determina qué es de cada uno, y se dice en conse-
cuencia justo a quien tiene una voluntad constante de dar a cada
uno lo suyo, e injusto, en cambio, a aquel que se esfuerza en hacer
suyo lo que es de otro (2004: 104). Spinoza define, por tanto, la
justicia como la permanente disposición de ánimo a atribuir a cada
uno lo que le pertenece por derecho civil, y la injusticia como la
sustracción a alguien, bajo la apariencia de derecho, de lo que le
pertenece según la verdadera interpretación de las leyes (2008: 345).

La violencia implícita en la ficción positiva del pacto

Según Hobbes, el hombre, aunque miserable por obra del estado


de naturaleza o estado de guerra, tiene una posibilidad de superar

5 Spinoza hace referencia a la Carta de San Pablo a los Romanos (VII, 7): “La ley,
ocasión de pecado. ¿Qué diremos, pues? ¿La Ley es pecado? ¡De ninguna manera!
Pero yo no conocí el pecado sino por la Ley” (Cfr. Spinoza, 2008: 336, 349).
La violencia en el origen del derecho positivo / 27

semejante condición, en parte por sus pasiones, en parte por su


razón (2006: 104-105; 2010: 140). El miedo a la muerte, el deseo
de las cosas que son necesarias para una vida confortable y la
esperanza de obtenerlas por medio del trabajo son las pasiones
que inclinan a los hombres a buscar la paz. Entre tanto, la razón
sugiere adecuadas normas de paz a las cuales pueden llegar los
hombres por acuerdo mutuo. Estas normas de paz son llamadas
también leyes naturales que, derivadas de la regla general de la
naturaleza, establecidas con cierto artificio por la razón, ordenan
a los hombres todo cuanto favorece la preservación e integridad
de su vida y, al mismo tiempo, prohíben todo cuanto pueda des-
truirla o privarla de los medios para conservarse. De aquí resulta
la ley primera y fundamental de la naturaleza: “Cada hombre debe
esforzarse por la paz, mientras tiene la esperanza de lograrla; y
cuando no puede obtenerla, debe buscar y utilizar todas las ayudas
y ventajas de la guerra” (2006: 106; Cfr. 2010: 140).
La primera fase de esta regla contiene el fin: “buscar la paz y se-
guirla”. La segunda comprende el medio: “defendernos a nosotros
mismos por todos los medios”. De esta ley primera y fundamental
de la naturaleza se desprenden todas las demás, y lógicamente
la segunda: “No se ha de retener el derecho de todos a todas las
cosas, sino transferir ciertos derechos o renunciar a ellos” (2010:
141; Cfr. 2006: 107). Esta regla ordena al hombre despojarse de su
derecho al fin y, por ende, transferir el derecho a los medios, mientras
esté bajo su dominio (2006: 113). Y como resulta imposible que un
hombre transmita a otro el derecho a todas las cosas que poseía ya
en virtud de la naturaleza, quien transfiere su derecho declara que
ya no es ni lícito ni conveniente servirse de la propia voluntad de
resistir o de impedir la acción de los demás (2010: 141,175; Cfr.
1979: 211; 2006: 108). De este modo, lo que hace un hombre al
transferir su derecho en el estado natural equivale simplemente a
una declaración de la voluntad de soportar que otro se beneficie,
sin oposición ni resistencia. Y quien adquiere un derecho transferido
sólo lo hace para poder disfrutar seguramente y sin justo ni lícito
impedimento de su derecho primevo (2010: 175).
La mutua transferencia de derecho es lo que los hombres
llaman contrato, que Hobbes distingue del pacto (2006: 109;
28 / La violencia del derecho y la nuda vida

Cfr. 1979: 213; 2010, p 143). Todos los contratos, o bien las partes
los perfeccionan inmediatamente y cumplen con su prestación,
de modo que adquieren recíprocamente la certeza y la seguridad
de disfrutar de lo convenido —así cuando compran, venden o
permutan—; o bien una parte cumple su prestación en el mo-
mento y confía en la promesa de la otra —como en la venta bajo
promesa—; o bien ninguna de las partes cumple con su prestación
en el momento, sino que confían entre sí (1979: 213; 2006: 109;
2010: 143). Cuando en verdad se cree en una o en ambas partes,
y aquella en la que se confía promete la ejecución de la prestación
después de transcurrido un tiempo determinado, el contrato se
llama pacto (1979: 214-215; 2006: 109; 2010: 143).
De la segunda ley de la naturaleza, en virtud de la cual el hom-
bre está obligado a transferir a otros hombres aquellos derechos
que, retenidos, turban la paz de la multitud, se colige para Hobbes
(2006: 118) una tercera regla, a saber: “Que los hombres cumplan
los pactos que han celebrado”. Sin ello, los pactos son vanos, y
no contienen más que palabras vacías, y conservando el derecho
natural de todos los hombres a todas las cosas, estos continúan
en estado de guerra o de mera naturaleza, que es una guerra de
todos contra todos. En semejante condición, observa Hobbes que
los hombres no pueden pactar en la mutua confianza por temor
a la traición, codicia o cualquier otra pasión del contratante, te-
niendo en cuenta la predisposición depravada de la mayor parte
de los hombres a aprovecharse de cualquier cosa para su propio
beneficio. En este caso, tales pactos en el estado de naturaleza no
surten efecto, pues no hay razón para cumplirlos si la otra parte
no va a ejecutarlos después (1979: 214-215; 2010: 144-145).
En el estado civil, por el contrario, donde existe un poder co-
mún y coercitivo capaz de compeler a las partes, tales convenios
son efectivos considerando que quien cumple primero con la
prestación no tiene razones para temer que el otro no cumpliera,
pues si no lo hace puede ser obligado por el temor al castigo
(1979: 214-215; 2006: 112, 118, 137; 2010: 144). Justamente,
tales convenios obligan en la medida en que se imponen a los
hombres mediante la fuerza y el miedo. Dice Hobbes (1979: 216;
Cfr. 2010: 145): “No existe razón para que lo que hagamos por
La violencia en el origen del derecho positivo / 29

miedo obligue menos que lo hecho por codicia. Pues tanto uno
como otra hacen voluntaria la acción”. Y agrega: “Los pactos que
no descansan en la espada no son más que palabras, sin fuerza
para proteger al hombre, en modo alguno” (2006: 137, Cfr. 1979:
214-215). Es lícito, por ejemplo, prometer la propia vida y la en-
trega de cualquier cosa, incluso a un ladrón al que se teme (2010:
145-146). Porque si no tuvieran ni validez, ni obligatoriedad los
convenios originados por el miedo a morir, no podrían existir con-
diciones de paz entre los enemigos, ni tendrían fuerza de obligar
las leyes, particularmente las civiles, las cuales se obedecen debido
a ese temor al castigo, consistente en la muerte, las lesiones o las
flagelaciones, los encadenamientos, las heridas y otras penalidades
corporales no mortales, la ignominia, la prisión, el destierro o las
penas pecuniarias (1979: 216, 257).
En efecto, pregunta Hobbes (1979: 216): “¿Quién perdería la
libertad que le ha dado la naturaleza para gobernarse según su pro-
pia voluntad y poder sin el temor a la muerte en caso de conservar
aquélla? ¿En qué prisionero de guerra podrá confiarse que, en vez
de matarle busque su rescate, si no se sintiera atado con la garantía
de su vida a cumplir su promesa?”. Pero después de implantarse la
policía y las leyes, pueden alterarse las circunstancias;6 en tal caso, si
la ley proscribe el cumplimiento de un convenio tal, entonces quien
promete algo a un ladrón no solo puede, sino que tiene que rehusar
ejecutarlo; en cambio, si la ley no prohíbe la ejecución, sino que la
deja a voluntad del que promete, el cumplimiento sigue siendo le-
gal; por tanto, el convenio sobre cosas legales es obligatorio incluso
respecto a un ladrón (1979: 216; 2010: 145-146).
En síntesis, el fin o designio de los hombres es el cuidado de su
propia vida y, asimismo, en virtud del derecho de naturaleza, el
deseo de superar esa miserable condición de guerra, bien por sus

6 En efecto, el Estado moderno y la moderna Policía han nacido juntos, y la


institución más esencial del Estado de seguridad hobbesiano es la Policía
(Cfr. Hobbes, 1979: 216; Schmitt, 2002: 22; Benjamin, 2001b: 117, 118) Al
respecto, afirma Schmitt (2002: 29-30): “Es altamente curioso que Hobbes,
para caracterizar el estado de paz obtenido por medio de la policía, utiliza la
fórmula de Bacon de Verulamio y dice que en ese estado el hombre es para el
hombre un dios: homo homini deus; mientras que en el estado de naturaleza
el hombre es para el hombre un lobo: homo homini lupus”.
30 / La violencia del derecho y la nuda vida

pasiones, bien por su razón (2006: 137). La ley natural, que es un


dictado de la razón que exhorta a la preservación e indemnidad de
la propia vida, preceptúa como cosa necesaria que cada hombre
transfiera ciertos derechos suyos, y cuantas veces se transfiera algo
en el futuro se le llamará pacto. Empero, las leyes de la naturaleza
ni pueden conocerse públicamente, ni pueden constreñir a los
hombres durante todo el tiempo en que perduren sus pasiones
de codicia, sensualidad, cólera, miedo, ambición, avaricia, vana-
gloria y otras perturbaciones de la mente que impiden a cada
uno advertir y obedecer los preceptos de la naturaleza (2006:
137; 2010: 159).
Hobbes es enfático en demandar que sea una la voluntad de la
multitud acerca de las cosas necesarias para la paz y la defensa, y
esto mediante convenio o pacto, en el cual muchas personas na-
turales, por el miedo y por el afán de conservar su propia vida, se
someten y obligan a no resistir a la voluntad de un hombre o de un
Consejo de hombres y, en consecuencia, a transferirle todo su poder
y toda su fuerza; y porque nadie puede transferir de modo natural
su fuerza, esto no es otra cosa que haber renunciado a su derecho a
resistir justa y lícitamente a la violencia (2010: 178; 1979: 256; 342-
347). Luego, cada hombre de la multitud declara para sí y con los
otros: “Autorizo y transfiero a este hombre o asamblea de hombres
mi derecho de gobernarme a mí mismo, con la condición de que
vosotros transferiréis a él vuestro derecho, y autorizareis todos sus
actos de la misma manera” (2006: 141; 2010: 200). Hobbes deno-
mina la sumisión total de todas estas voluntades, unión; y la unión así
constituida la llama Estado o sociedad civil (civitas) (1979: 258-259;
2006: 141; 2010: 179).
Según Hobbes, en todo Estado se dice que tiene autoridad sobe-
rana, poder soberano o dominio aquel hombre o Consejo de hombres
—Señor supremo del Estado o Consejo supremo— a cuya voluntad se
han sometido todos los individuos, y donde cada hombre subor-
dinado se denomina súbdito de quien tiene la potencia soberana o
absoluta (2006: 141; 2010: 180). Hobbes llama absoluto al máximo
poder que puede ser conferido con derecho por los hombres a
otro hombre, o el mayor poder que algún mortal puede tener en
sí mismo, y por consiguiente, sin otro límite que las mismas fuer-
La violencia en el origen del derecho positivo / 31

zas de los súbditos en su conjunto (2010: 191). De manera que la


autoridad soberana tiene con derecho absoluto tanto poder sobre
el cuerpo, la vida y la muerte de los súbditos como cada hombre
posee sobre sí mismo en el estado de guerra o de naturaleza (2010:
147, 198; 2006: 148, 257). De ahí que: “en el estado civil, el dere-
cho de la vida y muerte y todas las penas corporales pertenecen
al Estado” (2010: 147). Por tanto, afirma Hobbes, este soberano
y absoluto derecho sobre los súbditos es la primera señal infalible
de la absolutez del poder (1979: 266).
De lo anterior se desprende que ninguna persona distinta al
soberano, hombre o asamblea de hombres, en ejercicio pleno de
la soberanía, posee el derecho a castigar a sus súbditos. El único
poder que tiene plena potestad para definir lícita y legalmente las
penas a una transgresión de la ley, con el fin de lograr la absoluta
disposición de los hombres para la obediencia, la conservación
de la paz y la defensa de todos, no puede ser otro en ningún lu-
gar del mundo que la autoridad soberana, sea un hombre o una
asamblea de hombres, la cual, por lo mismo, es la encargada de
hacer las leyes, directamente ella misma o a través de sus ministros
y magistrados. En el Diálogo entre un filósofo y un jurista y estudios
autobiográficos (2002), el primero relata al segundo la historia de
Natán, que presentó al rey David el caso de un hombre rico que
tenía en su casa a un extranjero, y para agasajarle, ahorrándose
su propia oveja, se llevó el cordero del hombre pobre. Para ese
caso el rey emitió la siguiente sentencia: “Ciertamente el hombre
que ha hecho esto ha de morir” (Samuel, 12, 1-6). “¿Qué pensáis
de esto? ¿Fue la sentencia de un rey o la de un tirano?”, pregunta
el filósofo al jurista. Y este responde: “[…] castigar con la muerte
sin una ley previa puede parecer un duro modo de proceder con
nosotros, a quienes no nos gusta oír hablar de leyes arbitrarias, y
mucho menos de castigos arbitrarios” (Hobbes, 2002: 114-115).
Justamente porque las leyes civiles son parte del derecho polí-
tico o civil que corresponde a quien tiene el poder exclusivo de la
espada, mandan a cada súbdito para que las utilice en distinguir
lo justo de lo injusto, es decir, para establecer lo que es contrario y lo
que no es contrario a la ley, no puede ser juzgado injusto lo que
no sea contrario a ninguna ley del Estado (2006: 217). De ahí que:
32 / La violencia del derecho y la nuda vida

Un mal infligido por la autoridad pública, sin pública condena precedente,


no puede señalarse con el nombre de pena, sino de acto hostil, puesto
que el hecho en virtud del cual un hombre es castigado debe ser prime-
ramente juzgado por la autoridad pública, para ser una transgresión de
la ley (Hobbes, 2006: 255).

En efecto, cada individuo en el estado civil se encuentra


privado de su derecho a protegerse por sí mismo, es decir, de
hacer uso de su poder, potencia o voluntad de resistir o impedir por la
violencia la acción de otros. Esta falta de resistencia hace absoluto
al poder soberano. En esto estriba, según Hobbes, el derecho
a castigar que es ejercido por el Estado (Cfr. 2006: 254). Basta
recordar que los súbditos, al despojarse de su derecho natural
a todas las cosas y a hacer lo que consideren necesario para su
preservación, sojuzgando, dañando o matando a otros hombres,
robustecen el poder del soberano para que lo use a favor de
la conservación vital de todos ellos; así que no fue un derecho
otorgado, sino dejado únicamente a él (2006: 255).
Ahora bien, en vista de que cada hombre ha transferido ya el
uso de su fuerza a la persona o personas que tienen la espada de
la justicia (sword of justice), se deriva que el poder de defensa, esto
es, la espada de la guerra (sword of war) está en las mismas manos
que la de la justicia; en consecuencia, esas dos espadas constituyen
una sola, y de este modo son inherentes al poder absoluto del so-
berano por la institución misma del Estado (1979: 259, 261; 2010:
186-187). Y porque aquel que tiene derecho al fin lo tiene también
a los medios, corresponde como derecho a la autoridad soberana
juzgar los medios de paz y de defensa, y de igual forma, los obs-
táculos e impedimentos que se oponen a los mismos, así como
cualquier cosa que considere necesario para conservar la paz y la
seguridad de todos (2006: 145). Por tanto, la autoridad a la cual se
ha comisionado para lograr la paz y la seguridad de todos, puede
hacer soberanamente lo que quiera: redactar leyes, juzgar litigios,
infligir castigos, utilizar a su arbitrio las fuerzas y los recursos de todos, y
todo esto sin limitación alguna y con pleno derecho (2010: 198).
Al igual que en Hobbes, en Spinoza los hombres se esfuerzan
todo cuanto pueden en vivir con seguridad y sin miedo, pero
esto es irrealizable mientras cada uno posea derecho a todo y no
La violencia en el origen del derecho positivo / 33

se conceda más derechos a la razón que al odio y a la ira. Puesto


que ningún hombre sin ayuda mutua, por fuerte o sabio que sea,
vive confiado y tranquilo en medio de enemistades, odios, iras y
engaños, mientras cada uno viva gobernado por su propio apetito
y su mente esté tan ocupada en la avaricia, la gloria, la envidia, la ira,
la delectación; no queda, pues, espacio para el cultivo de la razón
y los hombres permanecen en la miseria (2008: 337, 340). Así que
los hombres, empujados por las leyes de la razón que ordenan a
cada uno todo cuanto es útil para vivir seguros y lo mejor posible,
y no por los consejos del apetito, acordaron reunir sus esfuerzos
en un pacto, en el cual cada hombre transfirió su derecho y poder
natural a todas las cosas, para que lo tuvieran todos colectivamente,
y que en adelante ya no estuviera determinado según la fuerza y el
apetito de cada individuo, sino en virtud del poder y la voluntad
de todos a la vez (Cfr. 2008: 337-338).
Y aunque los hombres prometan con sus palabras ser fieles,
con indudables signos de sinceridad, nadie puede estar seguro de
la lealtad de otro, a menos que se añada otra cosa a su promesa,
puesto que por derecho de naturaleza, según el cual cada uno está
determinado únicamente por su propio poder, todo el mundo
puede actuar con engaño y nadie está compelido a cumplir los
pactos si no es por la esperanza de un bien mayor o por el miedo
de un mayor mal (2008: 340). Por derecho de la naturaleza, en
efecto, cada uno posee el derecho y, por ende, el poder de pactar
con dolo cuanto desee el otro. Así que si un hombre, constreñido
por la fuerza, promete entregarle a un ladrón todos sus bienes
cuando este desee, puede no obstante librarse de él mediante
engaños, fraudes o cuantas maquinaciones dolosas le permite su
poder. Y porque la naturaleza le permite a cada hombre el poder
de elegir entre dos males el menor, posee, por ende, el máximo
derecho a romper sus compromisos y a dar lo dicho por no dicho
(2008: 339). De ahí que, enseña Spinoza, cuán necio es solicitar
de un hombre la fidelidad de su promesa si, entretanto, no se
logra obtener que a quien rompa el pacto contraído se le siga, en
consecuencia, más daño que utilidad (2008: 339).
Para Spinoza, la reunión de los individuos autónomos que
constituyen la multitud se denomina sociedad o pueblo. Su formación
34 / La violencia del derecho y la nuda vida

depende, pues, de la transferencia a la sociedad del poder que cada


uno posee, de suerte que ella preserve el máximo derecho de la
naturaleza a todo, es decir, la potestad suprema a la que todo el
mundo tiene que obedecer, ya por propia iniciativa, ya por temor
al castigo (2008: 340). Según Spinoza, este derecho supremo que se
define por el poder y el derecho de la multitud (multitudinis potentia)
se llama Estado (imperium) (2004: 98, 105). El cuerpo íntegro del
Estado se denomina sociedad ­(civitas), y los hombres que gozan de
todos los derechos de la sociedad son llamados ciudadanos, y súb-
ditos en cuanto están obligados a obedecer a los estatutos o leyes
de la sociedad (2004: 105). Quien posee el derecho sobre todos,
sin ninguna restricción, es quien detenta, por unánime acuerdo, el
poder estatal y está encomendado de los asuntos públicos, esto es,
de establecer, interpretar y abolir los derechos, fortificar las ciuda-
des, decidir sobre la guerra y la paz, entre otros (2004: 100, 105).
Ahora bien, considera Spinoza, en la medida en que los hom-
bres transfieran parte de su poder a otro, ya sea porque la nece-
sidad los obligó, ya sea porque la razón los aconsejó, cederán por
ende y al mismo tiempo, parte de su derecho. Por consiguiente,
poseerá el máximo derecho sobre todos quien tenga el poder
supremo, con el cual puede compelerlos a cumplir el pacto por
la fuerza o contenerlos por el miedo al suplicio que todos temen
sin excepción (2008: 340). Y únicamente conservará ese derecho
en cuanto mantenga el derecho de hacer cuanto quiera; de lo
contrario ordenará en precario, y ninguno que sea más fuerte
estará obligado a obedecerle si no quiere (2008: 340). De donde
se sigue que la potestad suprema debe ser obedecida en todo:
todos los súbditos, en efecto, pactaron tácita o expresamente esta
obediencia cuando le transfirieron al soberano todo su poder de
defenderse, y con ello, todo su derecho (2008: 341).
Y puesto que le corresponde solamente a la suprema potestad
evitar los absurdos del apetito y mantener a los hombres, en la
medida de lo posible, dentro de los límites de la razón, con la
intención de que vivan en paz y concordia, incumbe a los súbdi-
tos, en efecto, obedecer incondicionalmente a todas sus órdenes
y no reconocer otro derecho que el proclamado por la suprema
autoridad, a menos que cada súbdito quiera ser enemigo del Es-
La violencia en el origen del derecho positivo / 35

tado y obrar contra la recta razón, pues la razón manda a cumplir


dichas órdenes a los hombres con el fin de que opten por un mal
menor (2008: 341-342, 344). Porque si quisieran conservar algo
para sí, deberían haber previsto cómo podrían defenderse con
seguridad; pero como no lo hicieron, ni podían haberlo hecho sin
dividir ni, por tanto, destruir la potestad suprema, se sometieron
incondicionalmente, ipso facto, al arbitrio de la suprema autoridad
(summa potestas o summae potestates) (2008: 341).
La suprema potestad del Estado posee todas las funciones, así
como todos los medios necesarios, con el fin de que los súbditos
acaten sus mandatos: “Porque lo que hace al súbdito no es el mo-
tivo de la obediencia, sino la obediencia misma” (2008: 354). Por
eso quien comete o intenta pecar contra los preceptos de la suprema
autoridad lesiona la majestad y es justamente condenado. Así que
si la suprema potestad ha declarado a alguien reo de muerte o
enemigo suyo, tanto si es ciudadano como si es un extraño, un
particular o alguien con autoridad sobre los demás, no está per-
mitido que alguien le preste auxilio. Fue así como los hebreos,
aunque se les había dicho que cada uno amara a su prójimo como
a sí mismo (Levítico, 19, 17-8), estaban obligados a denunciar ante
el juez a quien había cometido una falta contra los preceptos de
la ley (Levítico, 5, 1; Deuteronomio, 13, 8-9) y a ejecutarlo, si era
juzgado reo de muerte (2008: 404).
Lo mismo que cada individuo en el estado natural, también
la suprema autoridad, que es el cuerpo y el alma de todo Estado,
posee tanto derecho como goza de poder y, por lo mismo, cada
súbdito o ciudadano posee tanto menos derecho cuanto la propia
sociedad es más poderosa que él. En consecuencia, cada ciudadano
ni hace ni tiene nada por derecho, fuera de aquello que puede
defender en virtud de un decreto común de la sociedad (2004:
107). La suprema potestad tiene, en cambio, y por supuesto, el
derecho de decidir qué es bueno y qué malo, qué es inequitativo
y qué inocuo, es decir, qué deben hacer u omitir los súbditos,
individual o colectivamente. Por ello, corresponde a la autoridad
suprema dictar las leyes, interpretar y decidir los litigios acorde
con el derecho, declarar la guerra o establecer condiciones de paz
o aceptar las ofrecidas, juzgar las acciones individuales, castigar
36 / La violencia del derecho y la nuda vida

las infracciones, solicitar cuentas a los súbditos e imponer multas


a los culpables (2004: 120-121, 124-125).
Así pues, de las doctrinas de Hobbes y Spinoza se concluye
claramente que no hay derecho sin fuerza: el derecho es mandato,
poder, fuerza, autoridad, entendiendo por derecho “facultad” y
“ley”. Al establecer así la definición del derecho como mandato
y poder coactivo del Estado, Hobbes y Spinoza habrán ofrecido
los presupuestos fundamentales del positivismo jurídico. Ambos
filósofos rompen con toda la tradición del iusnaturalismo vigente
al identificar al derecho con el derecho de la espada estatal, esto
es, con la autoridad revestida del máximo poder y facultada para
la creación normativa. Esta línea se extenderá a todas las vertien-
tes del positivismo jurídico anglosajón y continental (Bentham,
Austin, Ihering), en las que el signo distintivo de la soberanía
representada en el poder del Estado será la producción de las
normas coactivas, la obediencia y el predominio de la ley escrita.
Con la superación del punto de vista naturalista, el positivismo
como fenómeno histórico tendrá efectos definitivos para la cultura
jurídica en su vínculo con la realidad del poder.

La obediencia al poder coactivo de las leyes


Jeremy Bentham desarrolla la doctrina hobbesiana al identificar el
derecho con los mandatos provenientes de la autoridad de quien
tiene mayor fuerza material. El origen del Estado no es un pacto.
El poder del Estado es un poder de hecho que deriva del que tiene
mayor fuerza. Según Bentham —en su interpretación de William
Blackstone, defensor del Common Law—, un Estado es un cuerpo
colectivo compuesto de una multitud de individuos, unidos para
su seguridad y conveniencia, que se proponen obrar juntos como
un solo hombre movido por una sola voluntad uniforme (1985:
158). Y dado que las comunidades políticas están compuestas por
muchas personas naturales, cada una de las cuales tiene su parti-
cular voluntad e inclinación, estas diversas voluntades no pueden
ser unidas, atemperadas y dispuestas en sólida armonía por una
simple unión natural, incapaz de dar nacimiento y constitución a
esa voluntad uniforme de la totalidad. Pero, dice Bentham, como
La violencia en el origen del derecho positivo / 37

no es posible ensamblarlas como si se tratase de las piezas de un


mueble, el único procedimiento factible para ello es una políti-
ca, es decir, el consentimiento de todos para someter su propia
voluntad privada a la voluntad de un hombre, o de una o más
asambleas a las que se confíe el poder supremo (1985: 158, 164).
Esta voluntad singular a la que se someten las de todos los demás
es la voluntad de las personas que ejercen el supremo poder; y
esta voluntad, ya se trate de un hombre o de una asamblea, es el
derecho (1985: 158).
Dondequiera que resida la suprema autoridad en un Estado,
corresponde a este el derecho de hacer las leyes. En efecto, dice
Bentham, cualquier persona en quien resida la suprema autoridad
del Estado es (o tiene) el poder o el derecho de dictar las leyes (1985:
162, 190). En lo que se refiere al derecho del poder supremo de
esta persona o asamblea de personas de dictar leyes, existe además
un deber correlativo: ser obedecidas en todo momento (1985: 164).
Porque, según Bentham, “el campo de la autoridad del supremo
gobernante, aun cuando no es infinito, es necesariamente ilimitado,
salvo que esté limitado por convención expresa” (1985: 174). Y puesto
que cada miembro del Estado tiene la obligación de someterse
a la voluntad de este, es conveniente que reciba directrices del
Estado que declaren cuál es esta voluntad. Según Bentham, así
debe entenderse la expresión de Blackstone cuando emplea la
proposición de que la legislatura tiene el deber de hacer accesible
el conocimiento de su voluntad al pueblo (1985: 196).
Jhon Austin continúa progresivamente el pensamiento de
Hobbes y Bentham al concebir el derecho como mandato fijado
por la autoridad del soberano, fuente suprema del poder con
competencia para aplicar el orden legal, la fuerza. Para Austin,
el objeto de la jurisprudencia —derecho— es el derecho positivo: “La
jurisprudencia tiene por objeto el derecho positivo —o leyes posi-
tivas—: el derecho simple y estrictamente así llamado” (2002: 33).
El propósito de Austin es, justamente, distinguir las leyes positivas,
objeto de la jurisprudencia, de aquellos objetos que yacen en sus
confines y que las rodean, bien por semejanza, bien por analogía,
por su nombre común de leyes y con las que, por consiguiente,
se mezclan y confunden en el campo de lo jurídico motivando
38 / La violencia del derecho y la nuda vida

especulaciones confusas (2002: 26). Las leyes positivas se rela-


cionan por semejanza o por analogía próxima o remota con los
siguientes objetos: por semejanza: 1) con las leyes de Dios, 2) con
las reglas de la moral positiva que son leyes propiamente dichas;
por analogía próxima o fuerte: 3) con las reglas de la moral posi-
tiva que son simplemente sentimientos u opiniones mantenidos o
sentidos por los hombres con respecto a la conducta humana; y por
analogía remota o débil: 4) con las leyes simplemente metafóricas
o figuradas (2002: 55, 141, 197).
Según Austin, el concepto ley designa, en sentido amplio y ge-
neral, “la regla para guiar la conducta de un ser inteligente puesta
por otro ser inteligente que tiene poder sobre él” (2002: 33). La
ley incluye, a su vez, los siguientes objetos: “las leyes puestas por
Dios a sus criaturas humanas y las leyes puestas por los hombres a
otros hombres” (2002: 33). Las leyes divinas y positivas son leyes
propiamente dichas. La ley de Dios o divina, también denominada
ley de la naturaleza o derecho natural, contiene la totalidad o una
parte de las leyes puestas por Dios a los hombres revestidas de
sanciones humanas. Las leyes humanas, que son impuestas por
los hombres a sus semejantes, se dividen en tres clases:

1. Las leyes imperativas, propiamente dichas, son mandatos es-


tablecidos por los superiores políticos, esto es, por personas
que ejercen un poder (government) supremo y subordinado en
naciones o en sociedades políticas independientes.
2. Las reglas morales, comúnmente denominadas leyes, pero que
son impuestas de manera impropia por la simple opinión, esto
es, por las opiniones mantenidas o sentimientos sustentados
por los hombres en relación con la conducta humana: “la ley
del honor” o “las leyes de la moda”.
3. Las leyes metafóricas o figuradas son leyes impropiamente dichas,
observadas por los animales inferiores, o leyes que regulan el
crecimiento o deterioro de los vegetales, o las leyes que deter-
minan los movimientos de las masas o de los cuerpos inani-
mados. Empero, donde no existe voluntad sobre la que pueda
imponerse la ley, ni deber que pueda estimular o restringir,
en tanto no existe inteligencia o no se puede asumir el término
La violencia en el origen del derecho positivo / 39

“razón”, es demasiado limitado concebir el propósito de una


ley (2002: 36).

Según Austin, las leyes o reglas, en sentido amplio, son especies


de mandatos:7 Los mandatos son manifestaciones de deseos que,
distintos a otras expresiones de deseos, contienen el poder y la
intención del emisor de infligir un mal o un daño en caso de que
el deseo no sea satisfecho (2002: 36, 37). Luego, la manifestación
de un deseo no es un mandato, aunque se exprese de manera im-
perativa, si quien emite el mandato no quiere o no puede infligir
el daño a quien se dirige en caso de incumplimiento, y correlati-
vamente, si aquel a quien se manda no se encuentra expuesto a
un daño en el caso de que no cumpla con el mandato. De manera
que la existencia de un mandato siempre implica la obligación o
sujeción a un deber de obedecer. Y puesto que mandato y deber son
términos análogos, siempre que se expresa un mandato existe la
imposición de un deber que, sancionado o aplicado coactivamen-
te, contiene la posibilidad de sufrir un daño. Por consiguiente,
quien está obligado a obedecer por un mandato de otro, lo está
en virtud de la previsión de un daño o castigo, ya que “lo que no
causa temor no se interpreta como un daño o (en otros términos)
no es un daño previsto” (2002: 38).
Entonces en la definición de “mandato” se encuentran inse-
parablemente relacionados los términos “sanción” o “imposición
coactiva” (enforcement) y “deber”, “obediencia” u “obligación”;
igualmente, están vinculados a esa definición los términos “supe-
rior” e “inferior”: es superior aquel hombre que, comparado con
otras personas, sobresale en rango, riqueza o virtud (2002: 45-46).
No obstante, en el campo de lo jurídico es superior quien puede
obligar a otro a cumplir sus deseos, tanto como alcance su capaci-
dad, y es inferior quien está sujeto a la amenaza del daño con ese
mismo alcance (2002: 46). Las leyes y los demás mandatos proceden

7 Según Austin (2002: 41, 43, 45), existen dos clases de mandatos: unos son leyes,
otros son reglas o mandatos ocasionales o particulares. Los primeros obligan
generalmente a una o varias personas a seguir determinadas acciones u omi-
siones de una clase; los segundos, en cambio, imponen o prohíben ocasional o
particularmente ciertas acciones que se determinan específica o individualmente.
40 / La violencia del derecho y la nuda vida

de superiores y obligan o se imponen a inferiores. En efecto, Austin


define la superioridad como el poder (might) de obligar a otros, en
virtud del miedo al castigo, a adecuar su conducta a los deseos de
uno, así como Dios tiene el poder o la facultad ilimitada e irresistible
de infligir daño al hombre y de forzarlo a cumplir su voluntad, y
del mismo modo como el soberano para un conjunto limitado, ya
se trate de una persona o de varias, es el superior de los súbditos o
ciudadanos, o también el amo de sus esclavos o criados, o el padre
de sus hijos (2002: 46). Por tanto, concluye Austin, “decir que las
leyes emanan de los superiores a los inferiores es una proposición
idéntica, pues el significado que se quiere dar a entender está ya
contenido en su sujeto” (2002: 47).
Además, las leyes positivas se definen en relación con los térmi-
nos “soberanía”, “sujeción” y “sociedad política independiente”
(2002: 27, 142, 198). Estas características constituyen la diferencia
esencial de una ley positiva respecto de otra no positiva. Austin
define la ley positiva, o una ley estrictamente así llamada, como
el mandato establecido por una persona o un cuerpo soberano
supremo para los miembros de la sociedad política independien-
te; o, en otras palabras, como el mandato que, creado por una
asamblea soberana o por un monarca, obliga a una persona o más
en estado de sujeción con relación a su autor (2002: 142, 198).
Luego, aquellos mandatos que no son dictados por el soberano o
cuerpo supremo sino por hombres que no son —como soberanos
o súbditos— miembros de ninguna sociedad política —en virtud
de la relación de sujeción o sometimiento—, son creados en si-
tuación negativa denominada estado de naturaleza o anarquía, por
oposición al estado llamado político (state of goverment) (2002: 146).
Estos mandatos son imperativos en el estado de anarquía, por
ausencia de un autor soberano o supremo, y dado que los hom-
bres no pueden crearlos en la condición de soberano, no son leyes
positivas estrictamente sino meras reglas de moralidad positiva.
Según Austin, toda ley positiva es derecho positivo, en sentido
propio, debido a la existencia del soberano en su condición de
superior político. De manera que “[…] si tomamos prestado el
lenguaje de Hobbes, el legislador no es aquel por cuya autoridad
se hace la ley en primer lugar, sino aquél por cuya autoridad con-
La violencia en el origen del derecho positivo / 41

tinúa siendo ley” (2002: 327). El derecho positivo es el producto


del soberano efectivo en virtud de su poder y autoridad; y a su vez,
este derecho se encuentra respaldado por las sanciones apropiadas
que le son esenciales y, como tal, es imperativo. Por eso, en quienes
recae un deber o se impone el derecho están necesariamente suje-
tos a la sanción que refuerza el deber y el derecho (2002: 327); en
otras palabras, todo derecho propiamente dicho es impuesto por
un superior armado con la fuerza a una parte o partes inferiores
a las que alcanza esa fuerza. De manera que, si aquel o aquellos
para quienes se crea el derecho no están afectados por la fuerza
del soberano como autor de la ley que, a su vez, refuerza la sanción
jurídica, este simplemente manifestaría un deseo o preferencia,
pero no impondría una ley imperativa y propia (2002: 330), por-
que la ley es fuente de autoridad, sumisión y coacción.

El monopolio estatal del poder coactivo como garante


del derecho
En el pensamiento iuspositivista continental, Rudolf Von Ihering,
jurista alemán, autor y fundador de la sociología del derecho, es
el pensador que avanza más explícitamente en la relación entre el
derecho y la fuerza. Para Ihering, el derecho es una idea práctica
que indica un fin, y como toda idea de tendencia, es esencialmente
doble porque guarda en sí una antítesis: el fin y el medio (1881: 1).
Según Ihering, el derecho debe siempre, y en todo caso, ofrecer
una solución a estas dos cuestiones; por eso, “no basta investigar el
fin, se debe mostrar el camino que a él conduzca” (1881: 1). Este
pensador plantea, en consecuencia, de modo similar a Hobbes y
Spinoza, la reflexión sobre el fin con respecto al medio, esto es,
la relación entre el derecho y la fuerza o la violencia: “Pero el fin
a que sirve la violencia en el animal es el mismo que en el mun-
do humano: la conservación y la afirmación de la propia vida”
(2006: 178). En sus obras centrales, La lucha por el derecho (1881;
1957) (Der Kampf ums Recht, 1872) y El fin en el derecho (2006) (Der
Zweck im Recht, 1877 y 1883), Ihering se propone rectificar una
falta por omisión de la que se acusa a la teoría jurídica —y no solo
a la filosofía del derecho, sino también a la jurisprudencia positi-
42 / La violencia del derecho y la nuda vida

va— al desconocer que la lucha es de la misma esencia del derecho.


Formulada en forma de principio, la lucha está en la esencia del
derecho, así como el trabajo lo está en la propiedad (1881: 6).
Según el autor, el fin del derecho es la paz, y el medio para
ello es la lucha. La vida del derecho es la lucha de los pueblos, del
poder de los Estados, de los estamentos o clases, de los individuos.
La lucha no es un elemento extraño al derecho; antes bien, es una
parte integrante de su naturaleza y una condición de su propia
idea como derecho (1881: 2). Según Ihering, todo derecho en el
mundo debió ser originado por la lucha; todo precepto jurídico
importante debió ser impuesto por la fuerza a los que se resistían,
y por tanto, defendido y afirmado por el individuo y el pueblo. Por
esto, en Ihering el derecho no es una mera idea lógica, sino una
idea de fuerza viviente: “He ahí por qué la justicia, que sostiene
en una mano la balanza donde pesa el derecho, sostiene en la otra
la espada que sirve para hacerlo efectivo” (1881: 2; 1957: 9). De
modo análogo a Pascal, quien pone juntas la fuerza y la justicia,
Ihering vincula estrechamente la fuerza y el derecho: “La espada
sin balanza es la violencia bruta, la balanza sin la espada es la
impotencia del derecho”. Por eso el estado jurídico perfecto reina
“sólo allí donde la fuerza con que la justicia mantiene la espada,
equivale a la pericia con que maneja la balanza” (1957: 9; 1881: 3).
Las consideraciones de Ihering se ocupan del derecho bajo
su lado real o social, como idea de fuerza, más que del derecho
bajo su lado racional o científico, como un tejido de principios
abstractos que “ha impreso un carácter que no está muy en armo-
nía con la amarga realidad” (1881: 6). Según él, en la lucha como
medio del derecho, ya sea en sentido objetivo —entendido como
la suma de los principios jurídicos manipulados por el Estado,
el orden legal de la vida—, ya sea en sentido subjetivo —como
la expresión concreta de las reglas abstractas en la persona—, el
derecho siempre encuentra resistencias qué vencer y en ambas
direcciones debe triunfar o mantener la lucha (1881: 7). Para
Ihering resulta claro que la realización del derecho por parte del
Estado depende de la lucha continua contra la anarquía que le
ataca. Pero la cuestión varía de aspecto si se estudia el origen del
derecho bajo la perspectiva histórica (el derecho primigenio de
La violencia en el origen del derecho positivo / 43

la humanidad, el derecho del pasado), cuyos principales repre-


sentantes son Friedrich Karl von Savigny y su discípulo Georg
Friedrich Puchta; o bajo la perspectiva del derecho en eterno
devenir, del derecho en constante cambio, que se renueva sin cesar
por razón de la supresión de instituciones existentes, tal como lo
plantea Ihering, para quien es necesario considerar la abolición
de preceptos jurídicos existentes por otros nuevos (por ejemplo,
la supresión de la esclavitud, la libertad de la propiedad de la
tierra, de la industria, de la creencia, etc.) (1881: 12; 1957: 10-11).
Contra Savigny y Puchta, Ihering considera que el devenir del
derecho está supeditado a la misma ley que sujeta toda existencia:
“Todas las grandes conquistas que la historia del derecho tiene
que señalar han tenido que ser logradas tan sólo por ese camino
de la lucha más violenta, continuada a menudo durante siglos, y
no raramente con torrentes de sangre” (1957: 11; 1881: 12). El
desarrollo histórico del derecho presenta, pues, la imagen de la
lucha: en una palabra, de los más penosos esfuerzos. El derecho,
en tanto que es fin, “se encuentra en medio de esos confusos en-
granajes donde se mueven todas las fuerzas, y donde convergen
todos los diversos intereses del hombre” (1881: 13).
La teoría de Savigny y Puchta sobre el nacimiento del derecho
está, según Ihering, soportada bajo una verdadera idealización
romántica que representa el pasado original del derecho bajo un
falso ideal, sin trabajo, sin dolor, sin esfuerzo alguno, sin acción:
“así como las plantas nacen en los campos”; pero “¡la triste realidad
nos convence de lo contrario!”. El derecho se define a partir de la
idea de fuerza, de poder (1881: 15; 1957: 11, 12), y su formación
ocurre después de un combate de los más encarnizados. Esto basta
para decir, en palabras de Ihering, que “el nacimiento del derecho
es siempre como el hombre, un doloroso y difícil alumbramiento”
(1881: 17; 1957: 12).
En su obra El fin en el derecho, Ihering prolonga específicamente
su reflexión sobre la relación entre el derecho y la violencia. Según
él, la historia del egoísmo es la historia de la violencia en la tierra.
Antes de que aparezca el derecho, cada particular se lanza a la
persecución de su propio fin, de su apetito de subsistencia y de do-
minación sobre los demás hombres. En este punto, Ihering también
44 / La violencia del derecho y la nuda vida

aplica el modelo darwiniano —tan objetado por Benjamin— que


solo reconoce a la violencia como medio primario y adecuado de
selección para los fines de la naturaleza. Este conflicto, como resultado
de los intereses rivales de los particulares, crea el derecho. El derecho es,
por tanto, una lucha violenta entre las fuerzas contradictorias de los
individuos (Der Kampf ums Recht) (2006: 181). Para Ihering, en el
principio era la violencia, sin ningún otro motivo que el del propio
interés del hombre egoísta; es luego, en el curso del tiempo, que
el sentimiento egoísta cede su lugar al sentimiento moral, creando el
derecho. La forma en que se manifiesta aquí el derecho es la paz:
la supresión de la lucha por el establecimiento de un modus vivendi,
que las partes enfrentadas reconocen como obligatorio. En este
sentido, Ihering sostiene que la violencia se pone una medida que
quiere observar, reconoce una norma a la que quiere someterse,
y esta norma aprobada por ella misma es el derecho (2006: 182).
Este origen del derecho desde la violencia es histórico, así como
su desarrollo. Ahora bien, para Ihering la cuestión que tiene que re-
solver el egoísmo consiste en reunir los dos factores que constituyen
el concepto del derecho: la norma llega a la violencia; la violencia llega
a la norma (2006: 183), y menciona dos de los muchos caminos que
conducen al egoísmo desde su esfera inicial al reino de lo moral: el
primero es la autorregulación de la violencia en la sociedad: el interés
de todos en el establecimiento del orden origina la norma, y el
predominio de los medios de poder de la comunidad sobre los del
particular les asegura el poder necesario para su afirmación contra
la oposición del individuo; el segundo es la fuerza reducida al derecho:
primero es el poder y luego la norma: el poder de los más fuertes
sobre los más débiles, que se limita a sí mismo en interés propio
por la norma (2006: 183-184). En este segundo caso, empero, la
violencia no cesa como violencia a favor del derecho, sino que man-
tiene su puesto y añade el derecho como un elemento accesorio de
sí misma (2006: 184). Según Ihering, esta condición es opuesta a
la actual, “que denominamos imperio del derecho; aquí la violencia
constituye el elemento accesorio del derecho”. Sin embargo, en
esta etapa de evolución del derecho se invierte la relación entre
ambos: “la violencia anuncia la obediencia al derecho y establece
por sí misma un nuevo derecho” (2006: 184).
La violencia en el origen del derecho positivo / 45

En los periodos más tempranos y brutales de la humanidad,


la función de la violencia con respecto al derecho consistió en
condicionar la voluntad de los hombres al sometimiento de una
voluntad superior. En efecto, “si la violencia no hubiese trabajado
antes que el derecho, si no hubiese habituado a los seres humanos
a la disciplina y la obediencia, quisiera saber cómo habría podi-
do fundar su reino el derecho; lo habría edificado sobre arena
movediza” (2006: 186); porque, según Ihering, los déspotas y los
jefes inhumanos, que han castigado a los pueblos con latigazos
y disciplinas sangrientas, han hecho tanto por el derecho como
los sabios legisladores que erigieron después las tablas de la ley:
aquellos hubieron de existir antes, para que estos pudieran aparecer
después (2006: 186). La violencia era, pues, algo tan natural y
comprensible por sí mismo en el período salvaje, que los pueblos
“han tenido la comprensión instintiva de que se requería el puño
de hierro, para obligar a la voluntad reacia a la comunidad de la
acción, para domar los lobos por los leones”, y en consecuencia,
“no les ha parecido nada fuera de lugar que aque­llos devorasen
a las ovejas y los corderos” (2006: 187).
La violencia era, pues, “la única capaz de resolver la tarea que
importaba entonces: la de quebrantar la indomabilidad de una
voluntad individual y educarla para la vida en común” (2006: 186).
Tan solo después de que acaeció el sentimiento moral en los pue-
blos, el derecho se apar­tó de la violencia (2006: 189). Los pueblos
salvajes soportaban la violencia sin el “cartabón moral” que tiene
para la época actual provista de un fuerte sentimiento moral y
humano. En efecto, dice Ihering, “nuestra interpretación actual,
nuestra repulsión contra la violencia, habría parecido justamente
incomprensible, como prueba de debilidad senil. Pero si ellos [los
pueblos salvajes] no habrían podido comprendernos, nosotros
podemos comprenderlos a ellos” (2006: 188). La violencia ha
tenido un papel distinto en la fundamentación de cada orden so-
cial, así como en la conformación del estado jurídico que ha sido
contemplado y juzgado también de modo distinto por los pueblos.
Para Ihering, “el derecho no es lo más sublime en el mundo, no
es fin en sí mismo, sino simplemente medio para el fin, el objetivo
final del mismo es la existencia de la sociedad”. Por esta razón, si
46 / La violencia del derecho y la nuda vida

el derecho no es capaz de ofrecer ayuda a la sociedad existente


interviene la violencia y hace lo que imponen las circunstancias,
pues: “en la crisis de los pueblos y de los Estados, el derecho cesa,
como la vida del individuo” (2006: 184). En este punto, Ihering se
refiere a la constitución romana que, por ejemplo, consagraba en
tiempos de crisis la designación de un dictador, la supresión de las
garantías de la libertad civil, y la aplicación de la violencia militar
ilimitada a la que el derecho cedía su lugar. En el periodo actual, se
proponen medidas análogas, tales como la proclamación del estado
de sitio y el establecimiento de leyes provisorias sin el concurso de
los estamentos que, por las vías del derecho de necesidad o emer-
gencia, hacen posible la acción del Estado (2006: 184). Con todo
y a pesar de esa histórica condición política de emergencia, dice
Ihering: “por encima del derecho está la vida” (2006: 184).8
En este punto, Ihering se aparta de la interpretación filosófica
y jurídica tradicional, en virtud de la cual el derecho domina la
violencia que, subordinada meramente como servidora de aquel,
recibe sus órdenes y las ejecuta ciegamente. Según él, este cálculo
omite la compleja relación del derecho con la violencia, puesto que
el derecho sin la fuerza es un nombre vacío, sin ninguna realidad.
Solo la violencia, que realiza las normas de derecho, hace del
derecho lo que es y debe ser. En cambio, en caso de necesidad, la
violencia puede existir sin el derecho, como efectivamente ocurre
(2006: 186). La violencia no es, pues, “una criatura tan carente
de voluntad como tendría que ser, ella sabe lo que es y se siente
en consecuencia, exige del derecho la misma consideración que
éste exige de ella. No es la relación entre el amo y el criado, sino
entre dos esposos la que tienen que asumir mutuamente para vivir
en armonía” (2006: 186).
Pero, más allá de la reducción del derecho a la violencia,
Ihering avanza en el orden conceptual de la estatalidad del dere-
cho, en la medida en que privilegia al Estado como instrumento
máximo de la violencia para calificar normativamente la vida
social, como fin supremo del derecho: “La exigencia absoluta

8 Esta afirmación es preparatoria para los análisis de Benjamin y Agamben en


relación con el derecho y la nuda vida.
La violencia en el origen del derecho positivo / 47

de la violencia del Estado, dada por el fin del Estado mismo, es


la posesión de la violencia suprema, superior a todo otro poder
dentro del territorio del Estado” (2006: 221). El Estado es, pues,
el único detentador de la violencia. Esto significa que “el Estado
es la única fuente del derecho, pues las normas que no pueden
ser impuestas por aquel que las estatuye, no son principios de
derecho” (2006: 221).
3
Crítica a la violencia
del derecho: la nuda vida

En el ejercicio de vida y muerte el derecho se confirma más que en


cualquier otro acto jurídico. Pero en este ejercicio, al mismo tiempo,
una sensibilidad más desarrollada advierte con máxima claridad algo
corrompido en el derecho, al percibir que se halla infinitamente lejos
de condiciones en las cuales, en un caso similar, el destino se hubiera
manifestado en su majestad. Y el intelecto, si quiere llevar a término la
crítica tanto de la violencia que funda el derecho como la que lo conserva,
debe tratar de reconstruir en la mayor medida tales condiciones.

Benjamin, Ensayos escogidos: 117

E l filósofo italiano Roberto Esposito sostiene que “quien pensó más


que ningún otro el derecho como forma de control violento de la
vida fue Walter Benjamin” (2005: 46). Para Benjamin, en efecto, toda
violencia es, como medio, poder que establece y mantiene el derecho.
A diferencia de la tradición realista —de Píndaro a Nietzsche pasando
por Tucídides, Maquiavelo, Pascal, Hobbes y Spinoza— que destaca
el apoyo que la fuerza presta al derecho y, que el derecho presta a la
Crítica a la violencia del derecho: la nuda vida / 49

legitimidad de la fuerza, la originalidad de Benjamin reside, según


Esposito, justamente en reconocer la violencia y el derecho como
modalidades de una misma sustancia: “no hay dos historias —la del
derecho y la violencia—, sino una sola: la del derecho violento y de
la violencia jurídica” (2005: 48). Para Benjamin, según la afirmación
de Esposito: “La violencia no se limita a preceder al derecho ni a
seguirlo, sino que lo acompaña —o mejor dicho, lo constituye— a
lo largo de toda su trayectoria con un movimiento pendular que
va de la fuerza al poder y del poder vuelve a la fuerza” (2005: 46).
Es en este curso cíclico que se localiza el núcleo mítico del derecho,
el cual consiste en el retorno violento de cualquier acontecimiento
pasado a su estadio inicial: en el aplastamiento de todo desarrollo
histórico sobre el calco de su propio origen no histórico. Pero este
núcleo remite también al objeto sobre el cual el derecho ejerce su con-
trol coactivo: la vida, la cual, por definición, tiende irresistiblemente
a hacerse más que mera vida, a ir más allá de su horizonte natural de
vida biológica, o en palabras de Benjamin, de vida desnuda o nuda vida
(bloß Leben) y que, en lugar de ello, tiende a hacerse en una “forma
de vida”, como podría ser una “vida justa” o una “vida común” (Es-
posito, 2005: 49). Sin embargo, esta hendidura al interior de la vida
amenaza la existencia misma del derecho que pretende colmarla, y
la hace volver a los límites biológicos: “sólo de este modo —vetando
toda autotrascendencia, todo desgarro de sí misma— puede tener
bajo control todos sus infinitos casos” (Esposito, 2005: 49).
De la misma manera, Derrida propone en Benjamin una inter-
pretación activa del momento originario, instituyente y fundador
del derecho, el cual implica siempre y necesariamente una fuerza
efectiva, y por tanto, interpretativa. Esta vez no en el sentido de
que el derecho estaría al servicio de la fuerza, como un instrumen-
to dócil, servil, y por tanto, externo al poder dominante, sino en
el sentido de que el derecho tendría una relación más interna y
compleja con lo que se llama fuerza, poder o violencia (2002: 25).
No hay derecho sin fuerza. La fuerza se encuentra esencialmente
coimplicada en el concepto mismo de la justicia como derecho. De
esta manera, la aplicación del derecho mediante la fuerza reviste
una condición esencial de su definición, en ningún caso exterior
o accidental.
50 / La violencia del derecho y la nuda vida

También Giorgio Agamben se refiere a Benjamin como el


filósofo que expuso sin reservas el vínculo irreductible entre la
violencia y el derecho, y análogamente, entre la violencia jurídica y
la nuda vida. Esta figura, que permanece hasta ahora impensada,
constituye, según Agamben, “la premisa necesaria, y todavía hoy
no superada, de cualquier indagación sobre la soberanía” (2006:
84), y asimismo, de cualquier revisión crítica sobre los orígenes, el
sentido y los límites del derecho. En este sentido, la crítica benja-
miniana muestra que el dominio del derecho sobre lo viviente se
extiende hasta la nuda vida y cesa con esta, y además, que la vida
natural resulta culpable, mas no en verdad de una culpa, sino del
derecho mismo (2006: 87). Este nexo entre la violencia legal y la
vida no solo pone entredicho el dominio de aquel sobre esta, sino
también del derecho mismo.

Presupuestos de la crítica a la violencia


del derecho
En el ensayo de Walter Benjamin titulado Para una crítica de la vio-
lencia (Zur Kritik der Gewalt, 1927), el término “crítica” no significa
juicio negativo, reproche o condena de la violencia, sino juicio,
examen, evaluación de los medios para juzgar la violencia. En sen-
tido exacto, la palabra alemana Gewalt se traduce como violencia,
pero también denota para los alemanes poder legítimo, autoridad
justificada, fuerza pública (así Gesetzgebende Gewalt es el poder legis-
lativo, Geistliche Gewalt el poder espiritual de la Iglesia, y Staatsgewalt
la autoridad o el poder del Estado). Luego, la llamada violencia
natural o física —como causa de un fenómeno de la naturaleza
o de un dolor corporal, entre otros— no permite una crítica del
concepto de violencia, puesto que no se trata de una Gewalt que
dé lugar a un juicio. La violencia pertenece, por tanto, y a su vez,
a la esfera simbólica de lo jurídico, lo político y lo moral, a todas
las formas de autoridad o de autorización, o al menos de voluntad a
la autoridad (Derrida, 2002: 18, 83). Únicamente en la esfera de
estas relaciones se comprende la crítica al concepto de violencia.
Al respecto explica Benjamin (2001b: 109): “La tarea de una crítica
de la violencia puede definirse como la exposición de su relación
Crítica a la violencia del derecho: la nuda vida / 51

con el derecho y la justicia, sobre todo en lo que respecta al primero


de estos dos conceptos”.
Según Benjamin, la crítica tiene una conexión con el derecho prin-
cipalmente, porque los criterios para la evaluación de la violencia
pueden encontrarse en el reino de los fines y de los medios, y esta
es, justamente, la relación fundamental y más elemental de todo
orden jurídico: tanto del derecho natural como del derecho positivo
(1991: 23, 2001b: 109). El derecho natural encuentra en el reino
de los fines el criterio para evaluar la violencia; en este caso, basta
considerar si la violencia, en casos específicos, sirve como medio a
fines justos o injustos. Pero no es así. Benjamin acusa estos funda-
mentos de servir tan solo como criterios de definición en los casos
de aplicación de la violencia en un sistema de fines justos que, ade-
más de llevar el problema de la violencia a un casuismo sin fin, no
conduciría a la crítica de la violencia en sí misma, como medio justo
o injusto, moral o inmoral (Benjamin, 1991: 24-25; 2001b: 110;
Cfr. Derrida, 2002: 18, 83). Por tanto, la cuestión de si la violencia
es en general moral, aun cuando sea un medio para fines justos,
permanecería, entonces, sin respuesta (Benjamin, 1991: 23, 2001b:
109). Benjamin, en consecuencia, propone otro criterio para la
evaluación de la violencia misma como principio: una distinción en
la esfera de los medios, independientemente de los fines a los que
sirven: “La violencia, para comenzar, sólo puede ser buscada en el
reino de los medios y no de los fines” (2001b: 109).
Y dado que la justicia es el criterio de los fines, y la legalidad es el
criterio de los medios, en Benjamin la tesis del derecho natural de la
violencia como simple dato natural es diametralmente opuesta a
la posición del derecho positivo que considera la violencia en su
devenir histórico. De ahí que el derecho natural pueda considerar
juicios críticos de la violencia sobre todo derecho existente, solo en
vista de sus fines, y que el derecho positivo pueda obtener juicios
de la violencia sobre todo derecho en vías de su transformación,
únicamente a partir de la crítica de sus medios (1991: 24; 2001b:
110). Así como el derecho natural está ciego respecto al condi-
cionamiento de los medios, el derecho positivo lo está en materia
de la incondicionalidad de los fines (1991: 25; 2001b: 110). No
obstante, y sin obviar las oposiciones, ambas teorías comparten un
52 / La violencia del derecho y la nuda vida

dogma fundamental: que los fines justos pueden ser alcanzados


por medios legítimos y, a la par, que los medios legítimos pueden
ser utilizados al servicio de fines justos. Por consiguiente, el dere-
cho natural aspira a “justificar” los medios por la justicia de sus fines;
y el derecho positivo, en cambio, intenta “garantizar” la justicia
de los fines por la legitimación de los medios (1991: 24; 2001b: 110).
Esta antinomia, no obstante, resulta insoluble cuando medios
legítimos y fines justos se encuentran mutuamente en irreconci-
liable contradicción y es, por lo mismo, justamente, que la verdad
del dogma común entre el derecho positivo y el derecho natural
podría ser falseada. Pero dice Benjamin: “[…] nunca se logrará
llegar a esta comprensión mientras no se abandone el círculo y
no se establezcan criterios independientes para fines justos y para
medios legítimos” (2001b: 110. Cfr. 1991: 24, 39; 2001b: 123).
Benjamin, por tanto, descarta de su crítica el reino de los fines, y con
ello, también la cuestión de un criterio de la justicia; por el contrario,
ubica hipotéticamente en el centro de su investigación el problema
de la legitimidad de ciertos medios que constituyen la violencia (1991:
24, 25; 2001b: 110). En efecto, la tradición positiva del derecho
se constituye en el punto de partida de su investigación crítica
porque, además de conservar el sentido de la historicidad del
derecho, promueve una distinción básica entre las distintas formas
de violencia reconocida —independientemente de los casos de su
aplicación—. A saber: la violencia legítima, sancionada como poder
y la violencia ilegítima, no sancionada (1991: 25; 2001b: 110-111).
Benjamin indica, sin embargo, que el sentido de esta distinción
entre violencia legítima e ilegítima no se deja aprehender inmedia-
tamente. Para ello, además de rechazar el malentendido causado
por el derecho natural, para el cual dicho sentido se reduciría a la
diferencia entre fines justos e injustos, es fundamental considerar
que la tradición positiva del derecho exige a todo poder docu-
mentar históricamente el nacimiento de cada forma de violencia
que justifique, bajo condiciones determinadas, su legitimación, su
sanción o reconocimiento (1991: 26; 2001b: 111). Según Benjamin,
esto no significa, sin embargo, que la violencia sea ordenada y
apreciada según haya sido o no sancionada, puesto que en la crí-
tica a la violencia no se trata meramente de juzgar la aplicación
Crítica a la violencia del derecho: la nuda vida / 53

del criterio de la tradición positiva del derecho, sino de criticar,


al mismo tiempo, el sentido mismo del derecho positivo a partir
de las consecuencias de la posible existencia de tal criterio o dife-
rencia respecto a la violencia. Por tanto, Benjamin sugiere que la
distinción establecida por el derecho positivo como legitimación
de la violencia solo puede ser analizada a partir de su sentido, así
como la esfera de su aplicación debe ser juzgada a partir de su
valor (1991: 25; 2001b: 111).
Este criterio, sin embargo, no se encuentra ni en la tradición
positiva del derecho, ni en la tradición del derecho natural y, por
tanto, Benjamin (1991: 25; 2001b: 111; Cfr. Derrida, 2002: 85) pre-
tende exceder ambas tradiciones al localizar su investigación crítica
en una consideración histórico-filosófica del derecho, con el fin de no
depender ni del orden jurídico, ni de la interpretación interna de
la institución jurídica. Y dado que la máxima evidencia de reconoci-
miento de la violencia legal se representa en la forma más concreta
mediante la obediencia pasiva, sin ningún impedimento a los fines
jurídicos, la presencia o ausencia de reconocimiento histórico gene-
ral a los fines del derecho sirve como fundamento hipotético de la
subdivisión de los diversos tipos de violencia. Los fines que carecen
de este reconocimiento histórico se denominan fines naturales, y los
otros fines de derecho (1991: 26; 2001b: 111).
Para Benjamin, la función diferenciada de la violencia —según
sirva a fines naturales o a fines de derecho—, se aprecia con mayor
nitidez sobre las condiciones de cualquier sistema de relaciones
jurídicas determinadas (1991: 26; 2001b: 111). Por esta razón,
Benjamin se propone juzgar las condiciones legales posteriores
a la Gran Guerra y a la preguerra en Europa,1 especialmente en

1 Al respecto, Derrida (2002: 78, 79) explica cómo el análisis benjaminiano de


la violencia refleja la crisis del modelo europeo de la democracia burguesa,
liberal y parlamentaria, y en consecuencia, del concepto de derecho que es
inseparable de aquella: “La Alemania derrotada es un espacio de concentración
extrema para esa crisis, cuya especificidad depende también de ciertos rasgos
modernos como el derecho de huelga, el concepto de huelga general. Es tam-
bién el momento inmediatamente posterior de una guerra y de una preguerra
que ha visto desarrollarse pero fracasar en Europa el discurso pacifista, el
antimilitarismo, la crítica de la violencia, incluida la de la violencia jurídico-
policial, cosa que no tardará en repetirse en los años siguientes. Es también el
54 / La violencia del derecho y la nuda vida

Alemania, cuyo principio general puede formularse así: “todo fin


natural de las personas individuales colisionará necesariamente
con fines de derecho, si su satisfacción requiere la utilización, en
mayor o menor medida, de la violencia” (1991: 26; Cfr. 2001b:
112). Bajo dichas condiciones y en lo que respecta a las personas
individuales —como sujetos de derecho— Benjamin indica que
la tendencia europea se opondría a los fines naturales de las per-
sonas en todos los casos en que para satisfacerlos pudieran hacer
uso de la violencia. Esto significa que en todos los ámbitos en los
que fines personales podrían satisfacerse mediante la violencia,
el orden legal tendería a oponerse estableciendo fines de derecho
que únicamente lograrían ser ejecutados por el poder jurídico uti-
lizando la violencia legal (1991: 26; 2001b: 112). Según Benjamin,
este orden legal limita también aquellos ámbitos en que los fines
naturales gozan de gran libertad, como ocurre en la educación,
al establecer fines de derecho con un exceso de violencia, por
ejemplo en las leyes que delimitan las competencias de castigo y
penalización educativa (1991: 26; 2001b: 112).
En suma: “el derecho considera la violencia en manos de la
persona aislada como un peligro o una amenaza de perturbación
para el ordenamiento jurídico” (2001b: 112; Cfr. 1991: 26). Pero,
¿este riesgo tan sólo se reduce a que fines naturales puedan frus-
trar los fines y las ejecuciones de derecho? De ninguna manera,
porque de ser así no se condenaría la violencia en general, en sí
misma, sino solo aquella que se opone a los fines de derecho (1991:
26; 2001b: 112). En cualquier caso, un sistema de fines jurídicos
solamente logrará conservarse allí donde fines naturales puedan
ser perseguidos de forma violenta. Pero eso, planteado así, no es
para Benjamin más que un mero dogma: “será necesario consi-
derar la sorprendente posibilidad de que el interés del derecho
por monopolizar la violencia de manos de la persona particular
no exprese únicamente su intención de defender sus propios fines

momento en que las cuestiones de la pena de muerte y del derecho de castigar


en general conocen una dolorosa actualidad. La mutación de las estructuras
de la opinión pública por la aparición de nuevas potencias mediáticas, como
la radio, empieza a poner en cuestión ese modelo liberal de la discusión o de
la deliberación parlamentaria en la producción de las leyes, etc.”.
Crítica a la violencia del derecho: la nuda vida / 55

de derecho, sino mucho más: salvaguardar al derecho mismo” (Cfr.


1991: 26-27; 2001b: 112). Porque si la violencia no es detentada
y ejecutada por las correspondientes instancias de derecho, lo
amenaza, no tanto por los fines que procura alcanzar, sino por su
simple existencia fuera del derecho (1991: 26-27; 2001b: 112).
Según Esposito (2005: 47), justamente “lo que amenaza al
derecho no es la violencia, sino su afuera: el hecho de que exista
un fuera-del-derecho”. Así que, en la ubicación, más que en el
contenido, reside la ilegitimidad jurídica de la llamada violencia
fuera de la ley. La violencia se opone al orden del derecho sólo
mientras esté en su exterior, de modo que: “basta desplazarla del
afuera al adentro para que no sólo cese su enfrentamiento con
la ley sino inclusive termine coincidiendo con ella” (2005: 47).
En este sentido, el derecho se define mediante el procedimien-
to de introspección de aquello que permanece exterior a él: su
interiorización. La violencia del afuera es atraída al adentro del
derecho sin dejar, por tal razón, de ser exterior: es interiorizada
en una forma que a la vez suprime y mantiene la exterioridad de
la violencia en el interior del orden jurídico (2005: 47). Entiéndase
que el ejercicio del poder legal de la coacción, del poder soberano
de la espada, coexiste con el afuera, con la exterioridad origina-
ria de la violencia, el carácter extrínseco a la ley. De forma tal que
la legalidad coactiva y la extralegalidad de la violencia, el orden
del derecho y el afuera de la ley convergen hasta coincidir en un
término idéntico: derecho violento, violencia jurídica.
Benjamin destaca dos funciones de la violencia como medio para
fines de derecho: la primera función de la violencia es creadora de
derecho, pues una vez fundado, el derecho tiende a monopolizar
toda otra violencia que le sea exterior; la segunda función de la vio-
lencia es conservadora de derecho, pero dicha conservación no puede
ser realizada más que a través de una violencia legal a la violencia
natural por el control de la violencia general (1991: 30; 2001b:
115). En este sentido, dice Benjamin: “la violencia como medio es
siempre, o bien fundadora de derecho o conservadora de derecho.
En caso de no reivindicar alguno de estos dos predicados, renuncia
a toda validez” (1991: 30; Cfr. 2001b: 115). De aquí, justamente,
se desprende que toda violencia empleada como medio, incluso en
56 / La violencia del derecho y la nuda vida

el caso más favorable, participa de la problematicidad del derecho


en general (1991: 30; 2001b: 115), porque, según Benjamin, el
derecho aparece con una luz moral tan ambigua que surge, por sí
misma, la pregunta de si no existirían otros medios no violentos
para regular intereses humanos en conflicto. Esta cuestión conduce
en principio a comprobar que de un contrato de derecho no se
deduce nunca una resolución de conflictos sin recurso alguno a
la violencia (1991: 32; 2001b: 118).

La violencia creadora y conservadora del derecho


El derecho positivo prohíbe y condena la ejecución de la violen-
cia por fuera de su propio dominio, porque dicha exterioridad
representa una amenaza, un peligro para su constitución. En este
sentido, pregunta Benjamin (1991: 27): “¿Cuál es la función que hace
de la violencia algo tan amenazador para el derecho, algo tan digno de
temor?”, y remite este cuestionamiento a la figura del gran criminal
quien, más allá de sus fines y de la tipología de sus crímenes, suscita
la fascinación y la admiración del pueblo en contra del derecho,
haciendo posible su emulación. El gran criminal representa una
eventualidad estremecedora para el pueblo, y especialmente, para
el orden del derecho, pues además de desafiar su ley y desnudar
su violencia, amenaza con fundar un nuevo derecho. Un ejemplo
de esto puede ser Michael Kohlhaas, el héroe y protagonista del
gran escritor del romanticismo alemán Henrich Von Kleist, quien
se rebela contra la imagen del orden imperial de las alianzas y los
ejércitos, y se levanta definitivamente contra la concepción romana
del Estado. Él combate la Ley del Estado en nombre de la justicia y
la libertad, rehúsa la disciplina dócil y servil arriesgándose como un
hombre suicida ante la violencia del poder, no sin antes desafiar el
Imperio del príncipe de Hamburgo. Ciertamente, Goethe y Hegel,
pensadores románticos del Estado, ven en Kleist un monstruo, y
Kleist ha perdido de antemano (Deleuze & Guattari, 2001: 271).
Sin embargo, la modernidad literaria está de su lado. ¡Oh Kleist!
diría Nietzsche: “El hombre libre es guerrero” (2001: 121).
Pero la función de la violencia aparece igualmente temida y
peligrosa para el derecho positivo justamente allí donde todavía le
Crítica a la violencia del derecho: la nuda vida / 57

es permitido manifestarse lícitamente en virtud del ordenamiento


legal. Benjamin subraya cuatro realidades de esta cuestión: el de-
recho a la huelga, el derecho a la guerra, el servicio militar obligatorio,
la pena de muerte. El Estado teme a las clases sociales cuando lo
fuerzan a concederles el derecho a la huelga, o cuando potencias
exteriores lo obligan a otorgarles el derecho de hacer la guerra,
por ser violencias fundadoras de derecho, y por tener que recono-
cerlas como tales. Pero, más allá del carácter fundador de derecho
propio de la violencia, es preciso avanzar a otra tarea suya más
demoledora: la conservación del derecho y del Estado. Esta doble
función de la violencia es característica del militarismo. Pero la
policía revela de forma todavía más aterradora la coimplicación
de la fundación y la conservación del orden. En los regímenes
democráticos es ilegítima la presencia violenta de la policía, en
tanto aplica y crea el derecho.
Benjamin distingue entre dos tipos de huelga general, defi-
nidos en principio por Georges Sorel. Sorel contrasta la huelga
general política, destinada a reemplazar el poder de un Estado
por otro poder, y la huelga general proletaria, orientada a suprimir
la violencia del Estado. Según Benjamin, ambas son totalmente
antitéticas, incluso en relación con la violencia. Mientras que la
huelga general política expresa violencia por cuanto condiciona la
reanudación del trabajo suspendido a las concesiones exteriores y
a la modificación de condiciones laborales convenidas, la huelga
general proletaria, en cambio, no puede considerarse violenta,
sino productiva y creadora, ya que expresa la decisión de recom-
poner por completo la concepción del trabajo ahora liberado de
las disposiciones normativas del Estado. La primera concepción
de la huelga es fundadora de derecho, la segunda es anárquica
(1991: 37; 2001b: 122). Para Benjamin, la concepción soreliana de
la huelga general proletaria es profundamente ética y claramente
revolucionaria, sin que se la pueda censurar como violenta, so
pretexto de sus posibles consecuencias. Pues, “no debe juzgarse
la violencia de una acción según sus fines o consecuencias, sino
sólo según la ley de sus medios” (1991: 38; 2001b: 122). Con todo,
dice Benjamin, resulta obvio que la violencia del Estado se oponga
a este tipo de huelga atribuyéndole un carácter violento, y que
58 / La violencia del derecho y la nuda vida

admita en cambio las huelgas parciales aún con su expresión ma-


nifiesta de un comportamiento extorsivo (1991: 38; 2001b: 122).
El proletariado, organizado bajo la forma del derecho a la
huelga, y también el Estado, son los únicos sujetos jurídicos que
tienen derecho a la violencia para imponer ciertos fines. Uno y
otro comparten, por tanto, el monopolio de la violencia (1991: 28;
2001b: 113). En principio, según Benjamin, el poder jurídico-estatal
concede a las asociaciones de trabajadores el derecho a la huelga
bajo el modelo de la no-violencia, entendido como violencia pasiva,
como sustracción, distanciamiento o aversión respecto a la violencia
patronal. Desde el punto de vista del derecho o del Estado, la abs-
tención de actuar, de no hacer determinada labor constitutiva de
la relación laboral no significa, sin embargo, hacer un uso activo
de la violencia. En abierta oposición, Benjamin advierte que la
violencia pasiva del derecho a la huelga, por ser pasiva, no deja de
ser violencia, lo que se confirma en el momento de la extorsión,
esto es, cuando los huelguistas exigen condiciones significativas
para reanudar la labor interrumpida con respecto al patrón y sus
máquinas. En este sentido, dice Benjamin, el derecho a la huelga
representa una violencia-contra-violencia: la violencia de los traba-
jadores contra la violencia del Estado o sus patrones, con el fin de
conquistar determinados propósitos (1991: 28; 2001b: 113).
La tensión que suscita la contradicción de objetivos entre el
Estado y los trabajadores abre paso a la huelga general revoluciona-
ria, que se produce cuando el Estado acusa a los huelguistas de
abusar y malinterpretar su derecho y, por consiguiente, declara la
ilegalidad de la huelga, la cual por su parte, a medida que persis-
te, se convierte en una lucha revolucionaria que los trabajadores
amparan en su propio derecho a la acción violenta, reconocida ya
en el derecho a la huelga, y por tanto, autorizada en la ley. Esta
confrontación, según Benjamin, ilustra la contradicción práctica
del Estado de Derecho que reconoce, en principio, una violen-
cia cuyos fines naturales le son indiferentes, pero ante la cual,
en los casos graves de la huelga general revolucionaria, desata
su manifiesta hostilidad (1991: 28; 2001b: 113). De acuerdo con
Benjamin (2001b: 113), esta situación permite afirmar, aunque
paradójicamente, que “un comportamiento es violento aun cuando
Crítica a la violencia del derecho: la nuda vida / 59

resulte del ejercicio de un derecho”. En este punto, Derrida (2002: 89)


advierte la identidad entre el derecho y la violencia que expresa
“la violencia como el ejercicio del derecho y el derecho como
ejercicio de la violencia”. Aquí, la violencia es activa en tanto se
ejercita un derecho para derribar el orden jurídico del cual deriva
su fuerza (2001b: 113).
La violencia activa del derecho a la huelga, cuyo fundamento
se deriva del reconocimiento jurídico, puede, no obstante, des-
truir el orden del derecho. En este caso, conviene preguntar con
Derrida (2002: 89): “¿Cómo interpretar esta contradicción? ¿Es
sólo de facto y exterior al derecho, o bien inmanente al derecho
del Derecho?”. Porque si la violencia no fuera más que un medio
para satisfacer un fin determinado, sería incapaz de amenazar el
ordenamiento jurídico. Pero no es así. La violencia del derecho a
la huelga es, en efecto, capaz de destruir el orden jurídico-estatal
mediante la creación o modificación de relaciones de derecho
respecto a otras relativamente consistentes en el tiempo. Así que
la violencia que hace peligrar el orden del derecho le pertenece
ya al derecho como fuerza que se aloja en su interior, y que en
ningún caso le sobreviene de forma extraña o exterior. Pero la
contradicción jurídica se agudiza en términos prácticos mediante
la oposición violenta del derecho del Estado a la violencia de los
huelguistas. Por tal razón, dice Benjamin, el Estado teme más que
a ninguna otra cosa, a la violencia de la huelga, ya sea activa, ya
sea pasiva, en tanto violencia fundadora capaz de crear, justificar,
transformar o legitimar nuevas relaciones de derecho distintas a
las establecidas (1991: 28; 2001b: 113).
El derecho a la guerra refleja la misma contradicción práctica
del derecho a la huelga. En este caso, unos sujetos de derecho
declaran lícitamente la guerra con vistas a la satisfacción de los
fines naturales, de modo que “el otro quiere apoderarse de un territorio,
de bienes, de mujeres; quiere mi muerte, y yo lo mato” (Derrida, 2002:
100). Esta violencia guerrera, que se presenta de forma similar a
la violencia pirata o de robo, se encuentra fuera de la ley. Como
ejemplos claros de esta situación, Benjamin describe las sociedades
primitivas privadas de cualquier noción del Estado de derecho,
donde el guerrero vencedor asume una posición que resulta ya
60 / La violencia del derecho y la nuda vida

inamovible respecto a los vencidos, y que concluye finalmente


en la ceremonia simbólica de la paz. En esta, la paz denota la
instauración de un nuevo “derecho” reconocido al ganador con
independencia de todos los demás guerreros. Aquí es preciso re-
cordar a Hobbes y Spinoza, exponentes del derecho natural a la
guerra como violencia originaria y arquetípica (ursprüngliche und
urbildliche), que de facto es siempre fundadora de derecho (rechtset-
zende) (Cfr. Benjamin, 1991: 29; 2001b: 114; Derrida, 2002: 100).
Por tal razón, el moderno derecho del Estado teme y prohíbe al
sujeto individual todo derecho activo a la violencia, por ser fuente
creadora de derecho, y por reconocerlo como tal.
Pero, más allá del carácter fundador de derecho de la violencia,
Benjamin avanza en su crítica a otra tarea suya más demoledora:
la conservación del derecho. Esta doble función de la violencia es,
según Benjamin (1991: 29; 2001b: 114), característica del milita-
rismo, que sólo pudo constituirse como tal con el establecimiento
del servicio militar obligatorio. Durante la Primera Guerra Mundial,
la crítica de la violencia militar significó el comienzo de una eva-
luación incluso tanto o más apasionada que la utilización de la
violencia en general. Por lo menos algo quedó claro, dice Benjamin
(1991: 30): “la violencia no se practica ni tolera ingenuamente”. El
militarismo es un concepto moderno que supone una explotación
del servicio militar obligatorio, mediante el empleo forzado de la
fuerza, la coacción o la violencia como medio del servicio al Estado
y de sus fines legales —completamente distintos a los fines natu-
rales—, ya que la sumisión de los ciudadanos a las leyes, en este
caso, la ley de servicio militar obligatorio, es un fin propiamente
jurídico-estatal. La evaluación eficaz a la violencia militar coincide
con la crítica a la violencia del derecho en general, es decir, con
la violencia legal o ejecutiva. No obstante, el desconocimiento
teórico y filosófico de la compleja coimplicación de la violencia
y el derecho hace que las críticas habituales al militarismo sigan
siendo ingenuas y superficiales respecto a la esencia jurídica de
la violencia, al “orden del derecho”.
En efecto, dice Benjamin, el servicio militar obligatorio es más
complejo de aquello que conciben los activistas, pacifistas y antimi-
litaristas al desconocer el carácter legal e inatacable de esa violencia
Crítica a la violencia del derecho: la nuda vida / 61

conservadora del derecho (Cfr. Benjamin, 1991: 31; 2001b: 114;


Derrida, 2002: 102). Benjamin (1991: 30) acusa de “anarquismo
infantil” aquellas declaraciones que pretenden rechazar todo com-
promiso coactivo del individuo bajo la consigna: “lo que apetece es lo
permitido”. Todavía más insuficiente a la crítica resulta la remisión
del derecho positivo al imperativo categórico kantiano —“actúa de
tal manera que trates, tanto a tu persona como en las de las otras,
a la humanidad también como fin y nunca sólo como simple me-
dio”—, ya que moralmente resulta tan injustificado como impotente
al juicio. Pues el derecho positivo pretende reconocer y defender
sin más dicha humanidad como fin en cada individuo particular,
mediante el establecimiento de un ordenamiento jurídico coactivo
fatalmente necesario. El carácter violento del derecho se reduce
aquí, de modo impotente, a una simple referencia informal a la
“libertad”, es decir, a una libertad puramente formal, como forma
vacía (Benjamin, 1991: 30; 2001b: 115).
Pero la impotencia de la crítica es completa cuando se elude la
discusión sobre la validez del orden de derecho en su totalidad, para
centrarse en aplicaciones o en leyes aisladas, como si estas fueran
las garantes de la fuerza del derecho. Según Benjamin (1991: 30;
2001b: 115; 2002: 103), una crítica eficaz a la violencia alcanza to-
talmente el cuerpo del derecho, con su cabeza y sus miembros, con
las leyes y los hábitos particulares, que luego el derecho toma bajo
la custodia de su poder (Macht). El orden del derecho consiste en
que hay un solo destino, y que justamente lo que existe pertenece
irrevocablemente a su poder. El poder que conserva no tiene el
sentido de intimidación ni el de la disuasión: es una amenaza del
derecho sobre la vida.
El significado más profundo de la indeterminación de la amena-
za jurídica se encuentra en el campo de las penas, especialmente, la
pena de muerte. Benjamin indica que los críticos de esta sintieron,
sin lograr fundamentarlo, que sus impugnaciones no se dirigían
a objetar una medida de castigo o alguna ley determinada, sino el
derecho mismo en su origen, en su orden mismo (1991: 32; 2001b:
116). La violencia constituye el origen del derecho, una violencia
coronada por el destino, que se manifiesta más pura y aterrado-
ramente en el ejercicio supremo de la pena de muerte, así que
62 / La violencia del derecho y la nuda vida

“abolir ésta no es tocar un dispositivo entre otros, es desautorizar


el principio mismo del derecho” (Derrida, 2002: 105). Pues, “en
el ejercicio de vida y muerte el derecho se confirma más que en
cualquier otro acto jurídico”. La pena de muerte corrobora, por
tanto, “algo corrupto en el derecho, por saberse infinitamente
distante de las circunstancias en las que el destino se manifestara
en su propia majestad” (Benjamin, 2001b: 116); ella testimonia
y debe testimoniar que el derecho es una violencia contraria a la
naturaleza (Derrida, 2002: 105).
La institución moderna de la Policía refleja de forma todavía más
“antinatural” y “monstruosa” la presencia combinada, casi espectral,
de dos violencias heterogéneas: la conservadora y la fundadora de
derecho. La Policía es un poder para fines de derecho, con derecho
a la libre disposición y también con derecho de mandato para orde-
nar tales fines jurídicos dentro de amplios límites. Esta institución
representa la fuerza de la ley y, simultáneamente, tiene fuerza de
ley: conserva la ley mediante el ejercicio activo de la violencia, pero
todavía más, funda y publica normas con fuerza de ley. La Policía
concentra como ninguna otra autoridad la violencia, en función de
conservar y fundar el derecho, dejando ver para pocos lo innoble e
infame que resulta su autoridad (Benjamin, 1991: 32; 2001b: 117).
Solo algunos, dice Benjamin, advierten que los poderes jurídicos de
esta institución ocasionalmente justifican las vejaciones más brutales,
ya que se dirigen ciegamente contra los sectores más vulnerables y
contra quienes son abandonados por las leyes del Estado. De ahí
que, para Derrida (2002: 107), “La policía moderna, la violencia
policial es estructuralmente repugnante, inmunda por su esencia
dada su hipocresía constitutiva”.
Según Benjamin (1991: 32; 2001b: 117), los fines de la violen-
cia policial no son idénticos, ni siquiera están relacionados con los
demás fines del derecho. El “derecho” de la policía revela el punto
en que el Estado, por impotencia o por los contextos inmanentes
de cada ordenamiento jurídico, se siente incapaz de garantizarse
los propios fines empíricos que persigue a todo precio. Allí, jus-
tamente, donde existen innumerables casos con vacíos legales, la
Policía interviene ocupándolos en nombre de la seguridad, sin recurso
alguno a fines de derecho, inventando preceptos normativos, in-
Crítica a la violencia del derecho: la nuda vida / 63

fligiendo vejaciones al ciudadano durante toda una vida ordenada


legalmente, o bien vigilándolo solapadamente. Las dos violencias
se requieren una a otra en el interior de la Policía: la conservación
del derecho promueve tanto la creación sucesiva de enunciados
legales con fuerza de ley, como la aplicación duplicada del control
y la represión violenta sobre la vida social. La violencia policial
está siempre presente en el orden social, invisible a veces, pero
siempre eficaz en la conservación de la ley. Y a pesar que esta no
promulga la ley, según Derrida (2002: 107), “se comporta como
un legislador en los tiempos modernos, por no decir como un
legislador de los tiempos modernos”.
La presencia de la ley consiste en su disimulación: “asedia las
ciudades, las instituciones, las conductas y los gestos; se haga lo
que se haga, por grandes que sean el desorden y la incuria, ella
ya ha desplegado sus poderes” (Foucault, 1997: 21). Y sin embargo,
dice Foucault (1997), la ley en su perpetua manifestación es inaccesi-
ble, pues está en el afuera de su mutismo; ni siquiera la transgresión
asegura su aparición. La Policía es inseparable de la ley, está presente
allí donde haya fuerza de ley. Es la ley misma, su manifestación
espectral. Pero, según Benjamin (1991: 32; 2001b: 117), el derecho
como ley es distinto a la institución policial; mientras el derecho
reconoce en la “decisión” local y temporal una categoría metafí-
sica que exige la crítica, la Policía no se funda en nada sustancial.
La Policía entonces aparece como violencia espectral, informe,
inasible y difusa por doquier; es fuerza activa, generalizada y
monstruosa en la vida del Estado civilizado (Cfr. Benjamin, 1991:
32; 2001b: 117). Las Policías son todas iguales. Y sin embargo, no
se puede dejar de reconocer que su presencia es menos destructiva
allí donde encarna la violencia del soberano absoluto, en el que
se conjugan la unión del poder legislativo y ejecutivo, pero en los
regímenes democráticos, a causa de la separación de poderes, el
ejercicio de la violencia policial testimonia la máxima degenera-
ción, pues en lugar de aplicar la ley, hace la ley (Cfr. Benjamin,
1991: 32; 2001b: 117; Derrida, 2002: 115).
En síntesis, la violencia empleada como medio es siempre o
bien fundadora de derecho, o conservadora de derecho. Y en
caso de no pretender alguno de estos dos atributos, renuncia
64 / La violencia del derecho y la nuda vida

por sí misma a toda validez (Benjamin, 1991: 32; 2001b: 117).


El derecho es, pues, inseparable de la violencia. De tal manera,
una institución de derecho se debilita cuando ignora la presencia
latente de la violencia que la habita (Benjamin, 1991: 33; 2001b:
118), y las instituciones jurídico-políticas-policiales existen, consi-
deradas tanto en sus orígenes como en sus fines, gracias a órdenes
de derecho armados de violencia.
Toda representación jurídica de soluciones a los conflictos
humanos es, en principio, irrealizable sin recurrir en absoluto a
la violencia. Benjamin (1991: 34; 2001b: 119) excede esta com-
prensión del derecho al proponer otros medios, medios puros,
alternos al poder y exentos de violencia. Él señala que una unión
entre personas privadas sin violencia es posible allí donde la cultura
del corazón pone a disposición de los hombres los medios puros
del “mutuo entendimiento”, o sea, el lenguaje. Esto confirma que
precisamente en el ámbito privado o de la intención personal de
un convenio, existe una legislación completamente inaccesible a
la violencia. Sus precondiciones subjetivas son cortesía sincera,
afinidad, amor a la paz, confianza y todo aquello que permita ser
incluido en este contexto.
En esta misma dirección, y a la vez, desde el mismo origen
judío, Simone Weil plantea una justicia completamente distinta
al derecho. Esta oposición entre los términos se debe a la relación
de cada uno respecto a la fuerza. Weil considera al derecho como
algo fundamental en la estrategia del que impone la fuerza. No
siendo un límite para la fuerza, se convierte ahora en una máscara
de la fuerza, que obliga coactivamente a obedecer el mandato de
la autoridad suprema que se pretende legítima (Greco, 2010: 11,
12). Weil también propone superar la tradición jurídica a través de
la asunción del otro. El principio fundamental de la justicia pasa,
entonces, por el amor sobrenatural que impide ejercer el dominio
sobre los demás. Entre el amor y la justicia existe, pues, una íntima
relación, que debe ser explorada en relación con la justicia y el
lenguaje expuesta por Benjamin.
Sin embargo, la aparición objetiva de los medios puros se en-
cuentra determinada por la ley, que los concibe únicamente como
soluciones mediatas, no inmediatas, para la resolución de los conflic-
Crítica a la violencia del derecho: la nuda vida / 65

tos humanos respecto a los bienes, y nunca respecto a los conflictos


entre hombre y hombre. Por esta razón, de los medios puros, la
conversación es la técnica más propia y el medio más concreto de
acuerdo civil. En la conversación, no solo el acuerdo no violento es
posible, sino que la exclusión de la violencia se debe expresamente
a una circunstancia significativa: la no penalización de la mentira
(Benjamin, 1991: 35; 2001b: 119). En un principio, ni el derecho
romano, ni el antiguo derecho germánico, penalizaban la mentira.
El orden del derecho, confiado en su potencia victoriosa sobre otras
formas de poder, se limitaba a rechazar la violencia ilegal allí donde
se presentara. Y como el engaño o la estafa eran medios carentes de
violencia, por consiguiente, se encontraban exentos de toda puni-
ción según el postulado ius civile vigilantibus scriptum est, o bien “ojo
por dinero”. El derecho de épocas posteriores, empero, receloso de
su propia violencia, y a diferencia del anterior, se declaró incapaz
de repeler y vencer toda violencia extraña (1991: 35; 2001b: 119).
La desconfianza en su propia fuerza y el temor a la fuerza exterior
constituyen la amenaza al carácter mismo del orden jurídico que,
desde sus orígenes y sus fines, es siempre violento.
Por tanto, dice Benjamin (1991: 35; 2001b: 120), el derecho
moderno se vuelve contra el engaño al imponerle un castigo,
no por consideraciones morales, sino por temor a las reacciones
violentas que pueda desencadenar entre los engañados. Dicha
tendencia contribuyó igualmente a la admisión estatal del dere-
cho a la huelga, en tanto retarda y aleja acciones violentas a las
que el derecho teme oponerse. Antes de concederlo, en efecto,
los trabajadores recurrían al sabotaje y prendían fuego a las fá-
bricas. El derecho conservador teme las acciones violentas de las
víctimas o de los huelguistas, ya que son fundadoras de derecho,
por consiguiente las limita rápidamente por otra violencia: la
violencia del orden jurídico. La prohibición jurídica al engaño o a
la huelga general proletaria reduce los medios puros enteramente
no violentos a la violencia del derecho, y anuncia, por lo demás,
el inminente proceso de decadencia del orden jurídico (1991:
35; 2001b: 120), puesto que el control punitivo del Estado sobre
la mendacidad de los discursos excede los límites entre la esfera
propia de lo privado y el ámbito de las relaciones públicas, y revela
66 / La violencia del derecho y la nuda vida

como ninguna otra cosa el signo de decadencia jurídico-estatal


(Derrida, 2002: 121).
Antes y más acá de todo orden de derecho existe, después de
todo, un motivo eficaz para considerar que incluso la mentalidad
más renuente preferirá muy a menudo medios puros y no violentos
para alcanzar soluciones pacíficas a los intereses humanos en dis-
cordia. Esto por temor a las desventajas comunes que resultarían
de un enfrentamiento de fuerza, sea cual fuere el vencedor (1991:
35; 2001b: 119). De otro modo, dice Benjamin, ocurre cuando
el litigio afecta a clases y naciones. Aquí, el orden superior que
amenaza tanto al vencedor como al vencido, permanece oculto
para los sentimientos y opiniones de casi todos. No obstante, “la
búsqueda de semejantes órdenes superiores e intereses comunes
que se derivan de ellos, y que constituyen el motivo más persis-
tente a favor de una política de los medios puros, nos llevaría
demasiado lejos” (1991: 35; 2001b: 119). Benjamin pretende,
pues, un orden de medios no violentos en las relaciones privadas
y en las públicas que sustraigan la violencia del derecho, tal como
ocurre en la huelga general proletaria, que no pretende fundar ni
un nuevo Estado, ni un nuevo derecho, sino pura y simplemente
otra forma de trabajo. Las relaciones diplomáticas y el arbitraje
empleados en la política también constituyen medios puros, no
violentos, análogos de aquellos utilizados en el acuerdo pacífico
de personas privadas. La diplomacia regula sin violencia las
relaciones estatales en virtud de los acuerdos celebrados, y solo
ocasionalmente modifica los ordenamientos jurídicos. Del mismo
modo, el arbitraje resuelve pacíficamente los litigios, “pues se
cumple más allá de todo ordenamiento jurídico y por lo tanto de
toda violencia” (Benjamin, 2001b: 122).

La violencia mítica
Para Benjamin, la violencia y el derecho convergen hasta coincidir
en un único término: derecho violento, violencia jurídica. Las violencias
previstas por las teorías del derecho natural y del derecho positivo
gozan indistintamente de la ya mencionada problematicidad de
la violencia legal. Una y otra comparten un dogma común funda-
Crítica a la violencia del derecho: la nuda vida / 67

mental: fines justos pueden ser alcanzados por medios legítimos,


medios legítimos pueden ser utilizados al servicio de fines justos. No
obstante, la verdad de este dogma de derecho resulta gravemente
cuestionada cuando los medios y los fines están en irreconcilia-
ble oposición. En este caso, se muestra evidente la tan singular y
desalentadora experiencia de que los problemas de derecho son
insolubles (1991: 38; 2001b: 123). En palabras de Derrida (2002:
125), tan audaces, necesarias y peligrosas como las de Benjamin,
en la crítica a la violencia del derecho se trata de pensar una justicia
sin derecho, “una justicia de los fines que no esté ya ligada a la posi-
bilidad del derecho, en todo caso a aquello que se concibe siempre
como universalizable”. El orden jurídico concibe tozudamente
que los fines justos son fines de un derecho posible, no solo como
universalmente válidos en virtud del atributo de la justicia, sino
también como universalizables, lo cual contraría dicho atributo;
porque los fines generalmente válidos y universalizables en una
situación no lo son para ninguna otra, pese a sus similitudes (1991:
38-39; 2001b: 123).
Por tal razón, Benjamin excede y al mismo tiempo desplaza su
crítica de la violencia jurídica y su problemática relación con los
medios y los fines, a otras formas de violencia opuestas a la teoría
jurídica. De esta forma, se opone a la violencia del derecho, a la
tendencia intensiva de su propia efectuación. Su propósito es limi-
tar la prisa y la impaciencia del derecho por ocupar el mundo en su
totalidad (Bojanic, 2010: 146). Al efecto, pregunta: ¿Es posible una
violencia que pueda abstraerse completamente del derecho? ¿Es pensable
una violencia de otro tipo que, por ello, no pueda ser el medio legítimo
ni ilegítimo para fines justos? Aún más, cuestiona Benjamin: ¿Qué
sucedería si una violencia ligada al destino empleara medios legítimos
en insalvable contradicción respecto a fines justos? (1991: 38; 2001b:
123). En este pasaje interviene el concepto enigmático de destino,
que se hallaría en una relación completamente diferente respecto
a la pareja medio/fin. Mientras que la violencia fundadora tiene
carácter de medio, la violencia mítica tiene carácter de destino.
Según Benjamin (1991: 38; 2001b: 123), la cólera es ejemplo
de una manifestación violenta no mediada, extraña a toda es-
tructura de medio/fin. La violencia de la cólera no es un medio,
68 / La violencia del derecho y la nuda vida

sino una manifestación pura, sin vistas a un fin. Tal violencia


se encuentra en el mito griego como pura manifestación de la
voluntad divina. Al respecto, evoca el mito de Níobe como el
mejor ejemplo: Níobe había engendrado siete hijos y siete hijas.2
Desmesuradamente feliz y orgullosa de sus hijos, Níobe declaró
un día que era superior a Leto, madre únicamente de Apolo y
Artemis. Las mujeres tebanas temieron la cólera de la diosa Leto
y de sus hijos y, por tanto, quemaron incienso y se adornaron el
cabello con ramas de laurel. Pero Níobe, nieta de Zeus y Atlante,
temida por los frigios y reina de la casa de Cadmo, interrumpió el
sacrificio y preguntó airadamente por qué Leto, madre de una hija
hombruna y un hijo afeminado, era preferida a ella. Leto escuchó
y ofendida pidió a sus hijos que la vengasen. Ambas divinidades,
armadas con sus arcos de plata y sus flechas, mataron a los hijos
de Níobe: Artemis a las mujeres, y Apolo, a los varones. De estos,
únicamente se salvaron una hembra y un varón. En la versión
de la leyenda tal como se cuenta en la Ilíada, los hijos de Níobe
permanecieron tendidos en su sangre durante nueve días y nueve
noches; al décimo, los propios dioses celestiales los sepultaron; y
ella, en su dolor, huyó al monte Sípilo junto a su padre Tántalo,
en el cual fue transformada en piedra por los olímpicos. Pero sus
ojos siguieron llorando (Cfr. Homero, canto 24, versos 605-617;
Graves, 2007: 344-346; Grimal, 2008: 381, 382).
Se podría decir, entonces, que Níobe conjura su propia fatali-
dad, no tanto por ofender el derecho, sino por desafiar al destino
a una lucha, cuyo resultado engendra un nuevo orden de derecho.
Según Benjamin (1991: 39; 2001b: 123), las acciones violentas de
Apolo y Artemis son algo más que un mero castigo a la transgresión
de un derecho: su violencia establece más bien un nuevo orden de
derecho. Los castigos divinos tenían en efecto poco de derecho
conservador y, en cambio, más de derecho fundador entre los
humanos. Sin embargo, esta violencia que proviene del destino y
se agita sobre Níobe es profundamente ambigua en tanto funda

2 Existen distintas versiones de esta leyenda: Homero dice que Níobe tuvo
doce hijos; Hesíodo, veinte; Herodoto, cuatro; Safo, dieciocho; Eurípides y
Apolodoro, catorce: siete hijos y siete hijas (Graves, 2007: 346).
Crítica a la violencia del derecho: la nuda vida / 69

pero no destruye, ya que preserva la vida culpable de la madre


pese a derramar la sangre de sus hijos. Níobe será, por tanto,
más culpable que antes, debido a la muerte de su estirpe, hasta
convertirse en depositaria eterna y muda de esa culpa, límite entre
humanos y dioses.
Según Benjamin, el destino se presenta cuando se considera
una vida como algo condenado, que luego se convierte en culpable
(2001b: 134; 2010c: 180). Y esta es justamente la función que el
derecho hereda del mundo demónico que lo precede y lo deter-
mina en sus procedimientos violentos: la de condenar la vida a una
perpetua culpabilidad (Cfr. Esposito, 2006: 50). Esta no se juzgará
por ser culpable, sino que se la hará culpable para que pueda ser
juzgada y condenada. Así que la violencia del derecho se encuentra
íntimamente asociada al destino por cuanto aplasta la vida con-
tra la pared desnuda de este. Benjamin (2001b: 133; 2010: 179)
justamente acusa al derecho de elevar las leyes del destino —la
infelicidad y la culpa— como criterios de la persona, pues, según
él, sería falso suponer que en el orden del derecho se encuentra
sólo la culpa, cuando toda culpa jurídica no es más que una des-
gracia. El derecho condena a la culpa más que al castigo: “El juez
puede ver el destino donde quiere; en cada pena debe infligir el
destino” (2001a: 134). Y el destino es, con ello, el plexo de culpa
de todo lo viviente. De este modo, la culpa no es el motivo, sino el
resultado de la condena. Benjamin evoca las palabras de Goethe
para decir: “Hacéis convertir el pobre en culpable”.3
Clitemnestra también desafía con bravura y dignidad al
destino. El desplazamiento del régimen lunar, lo femenino, por
parte del régimen solar, lo masculino, constituye el punto nodal
en las Euménides de Esquilo. En los tiempos más arcaicos el de-
recho materno o ginecocrático regía la vida de los dioses y los
hombres. Originalmente, la diosa Afrodita gobernaba la vida en
plena simbiosis con lo femenino de la naturaleza. La tierra era la

3 Benjamin se refiere a la obra de Goethe Los años de aprendizaje de Wilhelm


Meister, Libro II, cap. 13, verso 6. El poema dice: “Quien comió sin llanto su
pan/ quién, en noches llenas de espanto/ nunca roto se despertó/ ése no te
conoce, Cielo/ Tú decides nuestro vivir/Tu haces deudor [culpable] al pobre/
pues le procuras dolor/ y penitencias en la tierra” (Goethe, 2006: 258, 259).
70 / La violencia del derecho y la nuda vida

Gran Madre. El derecho natural prevalente en el mundo mítico


se funda en la fecundidad de la tierra, en la capacidad creadora
de sus frutos. En un segundo momento brilla la diosa Deméter.
El derecho femenino acepta la mediación del matrimonio en el
plano social, y la agricultura es la forma esencial en una constante
unidad con la naturaleza. Finalmente, triunfa Apolo, el dios solar
y resplandeciente. Y el derecho masculino comienza a desplazar
el derecho femenino, regente de la vida mítica y social. Aquí se
produce el tránsito de lo matriarcal hacia la nueva forma cultural
dominada por los valores patriarcales: lo racional, la individua-
lidad, la guerra y la autoridad de un dios celeste, solar, que se
ejerce sobre el resto de las divinidades (Bachofen, 1987: 33). El
pasaje de lo femenino a lo masculino tendrá lugar en el mundo
griego mediante la religión apolínea, y se consolidará definitiva-
mente en Roma gracias a la instauración de las ideas de Estado
y derecho positivo.
El régimen patriarcal se ve amenazado por un momento en
la trilogía trágica de la Orestiada, cuando Clitemnestra asesina al
atrida Agamenón. Esta transgresión de lo masculino ocasiona la
muerte de Clitemnestra a manos de su propio hijo Orestes, quien
venga la muerte de su padre, tal como lo dispuso el celeste Zeus.
En palabras más amplias, se propina la muerte de lo femenino,
físico, material, corpóreo, por parte de lo masculino, metafísico,
inmaterial, espiritual. Las Erinias, divinidades violentas y justicie-
ras que han nacido de las gotas de sangre con las que se impregnó
la tierra con la mutilación de Urano, acusan a Orestes e intentan
matarlo amparándose en el antiguo derecho matriarcal y en la
antigua costumbre. Apolo, que ha purificado al matricida de la
sangre derramada, sostendrá en cambio su defensa. La diosa
Atenea instaura entonces el primer tribunal por sangre vertida,
constituido por los más notables ciudadanos que juzgarán el liti-
gio contra Orestes.4 En la figura de Orestes se anudan, pues, dos
acontecimientos: la institucionalización del areópago y el declive
del derecho materno. El juicio comienza y las partes se disponen
a informar sobre sus razones. Las hijas de la noche apelan al

4 Este es el primer tribunal que conoce la historia del derecho.


Crítica a la violencia del derecho: la nuda vida / 71

derecho de sangre y de la materia que el hijo recibe de la madre,


en contraste con el dios solar que hace valer el derecho de quien
engendra.5 Aquellas representan el antiguo derecho materno,
ctónico, de las potencias subterráneas, y este el nuevo derecho
patriarcal, del celeste Zeus Olímpico. Los jueces empatan en el
número de votos a favor y en contra, pero Atenea decide y absuelve
al matricida. Y las hijas sin prole gritan al unísono:

¡Ay, dioses demasiado jóvenes! ¡Habéis pataleado la antigua ley y me habéis


arrancado de las manos a Orestes! ¿Debo llorar? ¿Qué debo hacer? ¡Se han
reído de mí! ¡He padecido algo insufrible en presencia de los ciudadanos!
¡Ay de las muy desgraciadas hijas de la noche, víctimas del sufrimiento
por la pérdida de su honor! (Esquilo, 1986a [Euménides]: v. 780-790).

Las diosas antiguas de la venganza y la destrucción de los


mortales, cuya misión justiciera como destino fue hilado por la
inflexible Moira, amenazan con odiosa cólera esterilizar los cam-
pos e impedir el crecimiento de los frutos en los vientres. Pero
las palabras tranquilas y hechizantes de la divina Atenea logran
atraerlas al nuevo derecho: “Calma ya ese negro oleaje de amarga
rabia, pues puedes ser acreedora de augustos honores y compa-
ñera mía de morada. Cuando tú tengas las primicias de esta vasta
tierra, las ofrendas por los nacimientos y sacrificios rituales con
ocasión de los matrimonios, alabarás mis consejos” (v. 830-835).
Las divinas madres de la noche, ahora transformadas en Eu-
ménides, potencias de luz, aceptan con agrado ser guardianas de
la paz y los vínculos de los amantes que en adelante las adoran
con honores y sacrificios. Orestes, el matricida, proclama el nuevo
derecho del celeste Zeus, impuesto por su virgen hija Atenea: “Oh
Palas, oh salvadora de mi casa! Algún griego dirá: Este varón es
de nuevo argivo y vive entre las riquezas que fueron de su padre,
gracias a Palas, a Loxias, y a un tercer Salvador, la deidad de
quien todo depende” (v. 755-760). Porque fue el divino Zeus, dice

5 Aquí se muestra claramente la primacía de la semilla del padre a la que se le


debe rendir “tributo”. En adelante, el desplazamiento del antiguo régimen
matriarcal será inminente.
72 / La violencia del derecho y la nuda vida

Orestes: “Quien, en atención a la muerte de mi padre, me salvó, al


ver que éstas [Erinias] eran las defensoras de mi madre” (v. 760).6
Todo el fundamento jurídico de la humanidad ha sido abati-
do y un nuevo derecho ocupa su lugar. La sublime paternidad,
revestida de la pureza de la naturaleza apolínea, ha surgido en la
ciudad de Atenea, hija de Zeus y sin madre. El derecho materno, el
régimen lunar, la entrega a la naturaleza, el don libre de la madre,
ha sido desplazado hacia el régimen solar y con él a la razón, la
violencia, la conciencia, el tiempo (Bachofen, 1987: 57). La huma-
nidad transita hacia nuevas épocas e ideologías que eliminan las
antiguas creencias y costumbres. El derecho de la madre se sitúa
en un periodo en el que se concibe la tierra como la más segura
sede de la fuerza material, ctónica y telúrica. El derecho paterno,
en cambio, se sitúa en un estadio de progreso civilizatorio que se
ampara en la fuerza del intelecto, racional y dialógico, de modo
tal que el vínculo físico entre la madre y el hijo se disuelve a favor
del hijo con el padre y de la patria. El hombre se sitúa en una
condición jurídicamente superior respecto a la mujer, la cual se
sujeta dócilmente a la administración y cuidado del padre, del
marido o de los hijos mayores. La institución matrimonial intuida
por Hera es elevada a una dignidad equivalente al derecho pater-
no y, en consecuencia, la familia y el Estado alcanzan un soberbio
poderío jurídico-institucional. Finalmente, los sangrientos sacri-
ficios humanos de las Erinias son reemplazados por el tribunal y
la expiación de la divina razón de Atenea.
Los héroes también luchan contra el destino aunque con suerte
diversa, pues conservan la esperanza de que algún día puedan
entregar a los hombres un nuevo derecho. Aquí Benjamin apela
al Titán Prometeo, quien desafió al celeste Zeus robando algu-
nas semillas de fuego en la rueda del sol para donárselas a los
hombres, a quienes el Juez Supremo del Olimpo había querido
eliminar. Mientras la gloria de Zeus reside en haber conquistado

6 En la versión moderna de la Orestiada, el destino de Orestes concluye de modo


completamente diferente. En la obra titulada A Electra le sienta el duelo de Euge-
ne O’Neill (1931), Orestes (Orin) se suicida y Electra (Lavina) se encierra en la
completa desesperación. Los personajes, al igual que Níobe, son abandonados
a la culpa sin ninguna esperanza.
Crítica a la violencia del derecho: la nuda vida / 73

violentamente el poder supremo, la gloria de Prometeo se en-


cuentra en haber ofrecido por amor a los hombres el fuego, la
esperanza y las técnicas (García Gual, 2009: 116). Este Titán suscita
la misma fascinación que despierta el gran criminal en el pueblo
al querer fundar un orden de derecho distinto al establecido. El
enfrentamiento mítico entre el tirano y el rebelde representa la
escena distintiva del poder: la obediencia dócil al mandato del
más fuerte con tal de conservar la paz. En este sentido, es preciso
acatar el nuevo orden y someterse con absoluta prudencia. Pro-
meteo recuerda en cambio a los rebeldes titanes hijos de Urano
y de Gea, que lucharon con extraordinaria violencia contra los
hijos de Crono hasta que fueron sometidos a tremendos castigos,
pero de singular grandeza (Hesíodo, 2005 [Teogonía]: 620-885;
García Gual, 2009: 90). El héroe evoca las acciones de los divinos
Atlante y Tifón, los feroces adversarios de Zeus, hermanos brutales
de Prometeo y compañeros en el dolor. En suma, la intervención
es clara en afirmar el desacuerdo entre el Titán insurrecto y el
poderoso Zeus en términos de sometimiento del castigado al
opresor (García Gual, 2009: 90).
Zeus irritado por la acción del rebelde ordenó que fuera
amarrado al Cáucaso, y mandó águilas a beber la sangre de su
hígado perpetuamente renovado. Según Benjamin, esta violencia
demuestra en un sentido arcaico que los castigos divinos, más allá
de conservar el derecho, pretendían fundar un nuevo orden de
poder. El nuevo mundo regido por Zeus está colmado de hechos
de absoluto poder que se acometen por violencia y con violencia (Prós
bían o bíai). Por tal razón, Poder (Krátos) y Violencia (Bía) acompa-
ñan a Hefesto, el herrero divino y manipulador del fuego, en el
suplicio que se impone sobre Prometeo. Los primeros aparecen
como los fieles representantes del soberano de los dioses: Poder se
presenta de un modo inconmovible, frío y cruel, mientras Violen-
cia se muestra como un personaje mudo, un Kophòn prósopon, pero
siempre en acto. En el comienzo de la escena trágica se escuchan
los ruidos y los golpes de la ejecución. Hefesto, también operador
de las órdenes del Supremo, se muestra profundamente conmo-
vido ante el Titán: “¡Ay, Prometeo, gimo por tus penas! ¡Ay, oficio
mío! ¡Cuánto te odio!” (Esquilo, 1986b [Prometeo encadenado]: v. 45,
74 / La violencia del derecho y la nuda vida

65). Pero estos lamentos son inexplicables para Poder y Violencia,


justamente porque no entienden, no sienten, sino que ejecutan los
mandatos de violencia proferidos por el tirano: “¿Por qué tardas
y te apiadas en vano? ¿Por qué no aborreces al dios más odiado
por todos los dioses, al que entregó a los mortales tu privilegio?
¿Andas vacilando y profieres gemidos por un enemigo de Zeus?
¡Ten cuidado, no sea que un día gimas por ti mismo!” (v. 35, 65).
Seguidamente se escuchan las órdenes absolutas de Poder:

Date prisa, entonces a encadenarlo, para que tu padre no vea que andas
reacio.
Cuando le hayas atado los brazos, dale al martillo con toda tu fuerza
y déjalo clavado a las rocas.
Golpea con más fuerza. Apriétalo bien. No lo dejes flojo por ningún
lado, pues es astuto para hallar salida incluso cuando es imposible.
Asegura este otro codo también, para que aprenda que a pesar de ser
sabio es más torpe que Zeus.
Ahora, con fuerza, clávale el pecho de parte a parte con la fiera man-
díbula de una cuña de acero.
¡Baja ahora aquí! Colócale un chincho en torno a los flancos.
Sujétale las piernas con anillos.
Golpea ahora con fuerza esos grilletes bien apretados, que es muy
severo el juez de tus trabajos (35, 85).

García Gual (2009: 88) describe a los personajes Poder y


Violencia “como mascarones, sin un trasfondo o interioridad,
meros autómatas policiales, los servidores ideales del tirano”; de
modo que el odio de Poder hacia Prometeo no solo representa
el que siente el justo contra el malhechor, sino también el rencor
sordo del autómata hacia aquel que, en su transgresión al orden
imperante, proclama su libertad para desobedecer las órdenes
del Tirano. Así lo ratifican las últimas palabras de Hefesto hacia
Poder: “Conforme a tu figura, habla tu lengua” (v. 75).
Luego se marchan Hefesto, Poder y Violencia, y Prometeo
solloza abandonado sobre su roca:

¡Mirad con qué clase de ultrajes desgarradores he de luchar penosamente


por un tiempo de infinitos años! ¡Tal es la infame condena que inventó
contra mí el nuevo jefe de los felices! ¡Ay, ay! ¡Me lamento por el presente
y futuro dolor! ¿De qué modo algún día debe surgir el fin de estas penas?
Crítica a la violencia del derecho: la nuda vida / 75

¿Pero qué digo? Sé de antemano con exactitud todo el futuro, y ningún


daño me llegará que no haya previsto. Debo soportar del modo más fácil
que pueda el destino que tengo asignado, porque conozco que es inven-
cible la fuerza del Hado. Pero no me es posible ni callar ni dejar de callar
este infortunio, pues —¡desgraciado de mí!— por haber facilitado un
privilegio a los mortales, estoy bajo el yugo de estas cadenas (v. 95-110).

Estas palabras resuenan en el coro de las vírgenes oceánidas


que entonan el canto de la lamentación por la pasión del rebelde.
Este canto compasivo y quejumbroso es altamente sobrecogedor, y
uno de los más bellos fragmentos líricos del drama antiguo, pues
presenta la compasión no solo por el Titán, sino también por todos
los hombres que viven en torno al Cáucaso, y luego por toda la na-
turaleza en su conjunto (De Romilly, 2010: 44; García Gual, 2009:
90). De esta manera, las Oceánidas representan en el drama y en la
crítica benjaminiana una forma de relación no jurídica, y por tanto
no violenta, fundada en la cultura del corazón, en la sympátheia
cósmica —cuya traducción castellana derivada de la versión latina
compassio, refleja el sentido fuerte del término griego que significa
“sufrir con”, “compartir el dolor con”—. Justamente, las jóvenes
ninfas abatidas ante el nuevo orden de violencia y de injusticia,
elijen sufrir el mismo dolor con el Titán antes que abandonarle
y acatar las órdenes del tirano. Ellas se dejan tragar por el mar
junto a Prometeo (García Gual, 2009: 90).
La violencia sobre el divino Prometeo es objeto de una grave in-
dignación entre las ninfas y los humanos debido al ejercicio cruento
del poder y la violencia del nuevo tirano. El poder del amo sobre los
dioses y los hombres es reciente e irregular. Su dominio no se encuentra
todavía afianzado, lo cual demanda prácticas de sujeción y de violen-
cia severas y ejemplarizantes. Pues la violencia mítica como creación
de poder es creación de derecho, y también es un acto de inmediata
manifestación de la violencia (Benjamin, 2001b: 124).

La violencia divina y la nuda vida


Según Benjamin, la función de la violencia en la creación jurídica
es doble. Por una parte, la fundación de derecho tiene como fin
ese derecho que pretende implantar a partir de la violencia como
76 / La violencia del derecho y la nuda vida

medio; por otra parte, una vez establecido el orden jurídico no


renuncia sin embargo a su inmunidad e independencia respecto
a la violencia, sino que se liga íntima e inmediatamente a ella en
nombre del poder. El poder es, pues, el principio de toda instaura-
ción mítica del derecho, del cual derivan todas las prerrogativas de
reyes y poderosos. Así que la igualdad entre hombres y Estados no
existe desde la perspectiva de la violencia que solo puede garanti-
zar el derecho. En el mejor de los casos, escribe Benjamin (2001b:
124-126, 1991: 40-41), existen violencias igualmente grandes. Y
mientras exista el derecho, esta verdad no solo de índole histórico-
cultural, sino ante todo metafísica, perdurará mutatis mutandis. En
suma, la manifestación mítica de la violencia inmediata, lejos de
fundar una esfera más pura, se muestra profundamente idéntica a
la violencia del derecho. Y en consecuencia, la violencia mítica se
torna tan corrupta como el derecho respecto a su función histórica,
por lo que su destrucción se convierte en una tarea.
En este momento de la crítica, Benjamin opone la violencia
divina —de impronta judía— a la violencia mítica —griega—
idéntica a la violencia jurídica que, a su vez, crea y conserva el
derecho. Por oposición a la violencia mítico-jurídica, el principio
de toda instauración divina de un fin es la justicia; el poder, en
cambio, es el origen y el fin de toda creación mítica del derecho.
Así como Dios y el mito se enfrentan en todos los ámbitos, se
oponen también ambas violencias. La violencia de Dios es capaz
de paralizar a la violencia mítica: destruye el derecho en vez de
fundarlo; arrasa fronteras en lugar de constituirlas; es redentora
y no expiatoria; golpea en lugar de amenazar, y lo más esencial:
en lugar de hacer morir por la sangre, hace morir sin verter la
sangre. La violencia mítica es violencia sangrienta sobre la vida
desnuda, en nombre del poder, mientras que la violencia divina
lo es sobre todo lo vivo y por amor a lo viviente, en nombre de la
justicia (2001b: 126, 1991: 43). En este punto, Benjamin ejempli-
fica el juicio de Dios con el castigo a la tribu de levitas de Coré,
Datán y Abirón (Números, 16, 1-35), quienes fueron tragados por
la tierra sin previa amenaza y sin derramar su sangre. El juicio de
Dios recae sobre los más nobles de los levitas, pero de un modo
no sangriento, sino incruento y redentor.
Crítica a la violencia del derecho: la nuda vida / 77

En la sangre se define, pues, la oposición entre la violencia mítica


y la violencia divina. Y es que la sangre, dice Benjamin, es el símbolo
de la vida desnuda, de la vida pura y simple, de la vida en cuanto
tal. La violencia jurídica confisca la vida desnuda porque puede
derramar su sangre en cualquier momento. La violencia divina
destruye los bienes, el derecho, la vida y similares, pero nunca de
modo absoluto en relación con el espíritu de lo viviente (2001b: 126,
1991: 43). Esta violencia, según Benjamin, no se manifiesta única-
mente en las tradiciones religiosas, sino también en una expresión
sacralizada de la vida cotidiana: el mandamiento “no matarás”.
Benjamin evoca este imperativo divino que ordena el respeto del ser
vivo, más allá del derecho, más allá del juicio (Derrida, 2002: 129).
La persona o la comunidad deben observarlo incluso en las situa-
ciones más extremas o excepcionales. Así lo entendió el judaísmo
que rechaza, por ejemplo, el asesinato por legítima defensa, ya que
concibe la vida en su totalidad como algo sagrado. Para Benjamin,
esta sacralidad de la vida hay que entenderla en tanto vida justa,
distinta de la mera vida natural. Porque la vida hombre no coincide
de ningún modo con su vida desnuda, ni con la mera vida biológica
que le asiste, ni con cualquier otro de sus estados o cualidades, y ni
siquiera con la unicidad de su persona corporal. Lo que es sagrado
en la vida del hombre no es su mera vida, sino la potencialidad, la
posibilidad de la justicia, la justicia de su vida.
La violencia del más fuerte “es lo que hace del hombre una
cosa en el sentido más literal, pues hace de él un cadáver” (Weil,
2005: 15). La fuerza que mata hace del hombre una piedra, tal
como aconteció con Níobe transformada en risco, cuya figura
parece llorar cuando los rayos del sol inciden en su capa de nieve
invernal, o con Prometeo quien, en la versión contemporánea
de Kafka, aguijoneado por el dolor de los picos desgarradores
del águila, se fue hundiendo en la roca hasta compenetrase con
ella. Así también ocurrió con el musulmán de Auschwitz, quien
no vio nada ni conoció nada, quien tocó fondo y se convirtió en
“no-hombre”, “cadáver ambulante”, “muerto vivo”, “hombre
momia”. El musulmán se presenta a través de una figura separada
de cualquier posibilidad de testimonio, una suerte de cosa que,
en su aislamiento, permite la asignación de cualquier identidad
78 / La violencia del derecho y la nuda vida

demográfica, étnica, nacional o política (Agamben, 2004). Pero no


solo en el mito o en los campos de concentración alemanes, sino
desde siempre, se muestran hombres y mujeres despojados de su
condición. Ellos al nacer están destinados a sufrir la violencia de
la exclusión, el hambre, el frío. De manera que la vida es reducida
a la mera vida natural no únicamnete cuando se vierte la sangre,
sino también cuando se somete la vida al estado de excepción. La
vida es desnudada y convertida en cadáver antes de ser tocada
incluso por la armadura de la violencia del derecho.
En la octava de las Tesis sobre el concepto de Historia, Benjamin
(2001c: 46) justamente escribe: “La tradición de los oprimidos nos
enseña que el ‘estado de excepción’ en el que vivimos es la regla. El
concepto de historia al que lleguemos debe resultar coherente con
ello”. Esta comprensión benjaminiana de la historia tiene un ca-
rácter verdaderamente subversivo respecto al poder, pues destruye
el canon de las plausibilidades vigentes y de las supuestas norma-
lidades de nuestro mundo vital. A la luz de la memoria, el poder
social, político y jurídico no pueden justificarse sin más, pues deben
preguntarse hasta qué punto son los causantes de la opresión y el
sufrimiento de aquellos que han vivido en un estado de excepción
permanente. En efecto, afirma el teólogo J. B. Metz que existen
evocaciones del pasado peligrosas y desafiantes para el orden del
presente. Son como tribulaciones amenazantes e imprevisibles que
vienen del pasado con contenido de futuro: “No por casualidad la
destrucción del recuerdo es una típica medida de todo gobierno
totalitario” (Metz, 1979: 120), pues la reducción de la vida a la
mera vida natural comienza mediante el despojo de sus recuerdos.
Toda dominación tiene ahí su principio. Y toda resistencia contra
la opresión se nutre de la fuerza subversiva del sufrimiento evocado
(1979: 121). La justicia, más allá de la violencia del derecho, per-
mite rememorar el sufrimiento de los oprimidos, de los vencidos,
de los sojuzgados de la historia. Es una especie de anti-historia que
pone su acento en el sufrimiento y en la vida lograda y digna de
ser vivida como vida justa.
Precisamente, Benjamin (2001b: 128) advierte una nueva épo-
ca histórica que se levanta por encima de las formas de derecho
míticas encarnadas en la violencia del derecho de Estado y sobre
Crítica a la violencia del derecho: la nuda vida / 79

la destitución del orden legal. Allí donde la violencia limpia y


pura toma el lugar de la violencia mítica, se deduce la existencia
posible de la violencia revolucionaria como manifestación de pura
violencia. De nuevo, dice Benjamin, “están a disposición de la pura
violencia todas las formas eternas que el mito ha bastardeado con
el derecho” (2001b: 129). La violencia fundadora de derecho y la
violencia conservadora son igualmente reprobables. La violencia
divina, en cambio, es insignia y sello —nunca medio— de sacra
ejecución. La violencia mesiánica adopta aquí la forma de lo re-
dentor, de lo salvífico o, dicho de otro modo, el lugar donde se
suspenden los terrores de un derecho y una política fundados en
la violencia figurada en el estado de excepción y en la reducción
de la vida justa o común a la mera vida natural, a la vida desnuda.
De este modo, lo mesiánico revelará que la violencia como medio
del derecho ha conducido desde su origen al aplastamiento de la
vida. Y al mismo tiempo, lo mesiánico permitirá disolver el vín-
culo entre la violencia jurídica y la sacralidad de la vida, dejando
emerger su fuerza pura como violencia revolucionaria.
4
La nuda vida: entre
una simbólica de la sangre
y una analítica del biopoder

La puissance absolue et perpétuelle, que define


el poder estatal, no se funda, en último término, sobre
una voluntad política, sino sobre la nuda vida, que es
conservada y protegida sólo en la medida en que se somete
al derecho de vida y muerte del soberano o de la ley. Éste
y no otro es el significado originario del adjetivo sacer
referido a la vida humana.

Agamben, Medios sin fin: 15

E n los umbrales de la modernidad, la vida natural del hom-


bre empieza a ser incluida en los mecanismos y cálculos
del poder estatal, y la esfera jurídico-política se anuda con el
biopoder. Foucault (1991: 173) sintetiza en una formulación
ejemplar este proceso mediante el cual la vida biológica pasa a
ser el centro de la política: “Duran­te milenios el hombre siguió
La nuda vida: entre una simbólica de la sangre... / 81

siendo lo que era para Aristóteles: un animal viviente y además


capaz de una existencia política; el hombre moderno es un
animal en cuya política está puesta en entredicho su vida de ser
viviente”. Justamente, una de las orientaciones más constantes
en el pensamiento Foucault es el decidido abandono de la teoría
clásica de la soberanía y de sus tres elementos cardinales, a saber:
relación política entre sujetos, establecimiento de la unidad del
poder y búsqueda de la legitimidad de dicho poder —modelos
jurídico-institucionales—.
De esta manera, la analítica del poder ya no recae directamente
en la soberanía, sino en la regularización de la vida a partir de
distintos operadores. La investigación foucaultiana asume dos di-
rectrices: por una parte, el estudio de las técnicas políticas —como
la ciencia de la policía— por medio de las cuales el Estado asume e
integra en su seno el cuidado de la vida natural de los individuos.
El individuo, en cuanto simple cuerpo viviente, se convierte en el
objeto y objetivo del poder soberano, como “gobierno de los hom-
bres”. Por otra, las tecnologías del yo o procesos de subjetivación que,
en el tránsito del mundo antiguo al moderno, llevan al individuo
a objetivar el propio yo y a constituirse como sujeto, vinculándose,
al mismo tiempo, a un control exterior.
Coetáneamente a Foucault, Hannah Arendt había analizado
el proceso que conduce al homo laborans, y con él a la vida bio-
lógica como tal, a ocu­par gradualmente el centro de la escena
política del mundo moderno: la transformación y decadencia
del espacio público en las sociedades modernas situaba primor-
dialmente la vida natural como objeto de la política (Agamben,
2006: 12). Los estudios de Arendt dedicados a la totalización
de las estructuras del po­der moderno en la segunda posguerra,
establecen la conexión entre el dominio totalitario y esa parti-
cular condición de vida que es el campo de concentración: “Los
Estados totalitarios aspiran constantemente, aunque nunca con
completo éxito, a lograr la superfluidad de los hombres —me-
diante la selección arbitraria de los diferentes grupos enviados a
los campos de concentración—, mediante las purgas constantes
del aparato dominador y mediante las liquidaciones en masa”. Por
ello el gigante aparato administrativo de la muerte en masa resulta
igualmente superfluo: “[…] si fuesen capaces de decir la verdad, los
82 / La violencia del derecho y la nuda vida

gobernantes totalitarios replicarían: el aparato parece superfluo sólo


porque sirve para hacer superfluos a los hombres” (Arendt, 2010a: 613).
De esta manera, los análisis de Arendt y de Foucault coin-
ciden y resultan complementarios, pese a que el diálogo entre
ambos nunca tuvo lugar. Según Agamben, los análisis biopolíticos
de Foucault carecen de remisión a los lugares por excelencia de
la biopolítica moderna: los campos de concentración nazis y la
estructura de los Estados totalitarios del siglo xx. A su vez, los
penetrantes estudios de Arendt sobre el totalitarismo carecen de
la perspectiva biopolítica y, en consecuencia, pasan por alto la
inserción de la política moderna en el espacio de la nuda vida, a
pesar de su reflexión sobre los campos alemanes de concentración
como espacios de dominación total del hombre. En Agamben, la
doble perspectiva entre Foucault y Arendt, y, a su vez, entre estos
y Benjamin, se entrelaza y remite a un punto en común: la trans-
formación radical de la política moderna en espacio de la nuda vida. La
politización de la nuda vida como tal, la inclusión de la simple
vida natural en la esfera de la polis, la implicación de la nuda vida
en la vida políticamente cualificada, constituye el acontecimiento
decisivo y fundacional de la modernidad biológica: “Sólo por-
que en nuestro tiempo la política ha pasado a ser integralmente
biopolítica, se ha podido constituir, en una medida desconocida,
como política totalitaria” (Agamben, 2006: 152).
Agamben evoca a Karl Löwith como quien se refirió original-
mente a la expresión politización de la vida, para denotar el carácter
fundamental de los estados totalitarios y la contigüidad de estos
con la democracia. Más allá de una transformación de regímenes
políticos imprevista o impetuosa, nuestro siglo transcurre, según
Agamben (2006: 155), en el cauce de la biopolítica, que arrastra
consigo la nuda vida. Todo acontecimiento decisivo cobra un
carácter paradojal: los espacios, las libertades y los derechos que
los individuos reivindican en su lucha con los poderes centrales,
preparan en cada ocasión, simultáneamente, una tácita pero cre-
ciente inscripción de su vida en el orden estatal, ofreciendo así un
nuevo y más temible asiento al poder soberano del que querían
liberarse: “De aquí también su aporía específica, que consiste
en aventurar la libertad y la felicidad de los hombres en el lugar
La nuda vida: entre una simbólica de la sangre... / 83

mismo —la “nuda vida”— que sellaba su servidumbre” (2006: 19,


155). El “derecho” a la vida, al cuerpo, a la salud, a la felicidad, a la
satisfacción de las necesidades, al derecho más allá de las opresiones
y alienaciones, a decidir sobre la propia vida, fue la réplica política
a todos esos nuevos procedimientos del poder. En las democracias
burguesas, el hecho es que una misma reivindicación de la nuda
vida conduce a la prevalencia de lo privado sobre lo público y de
las obligaciones individuales sobre las colectivas; mientras que en
los Estados totalitarios se convierte, por el contrario, en el criterio
político decisivo y en el lugar por excelencia de las decisiones sobe-
ranas (2006: 155). La decadencia de la democracia parlamentaria
y su progresiva convergencia con los Estados totalitarios en las
sociedades posdemocráticas y “espectaculares”, y la transposición
de los Estados totalitarios, casi sin solución de continuidad, en
democracias parlamentarias, solo puede comprenderse porque la
política se había transformado en biopolítica: la vida biológica con
sus necesidades se había convertido en el criterio político supremo,
en el cual lo que estaba en juego consistía ya exclusivamente en
determinar qué forma de organización resultaría más eficaz para
asegurar el cuidado, el control y el usufructo de la nuda vida.
Los análisis de Foucault permitieron la distinción entre el bio-
poder moderno y el poder soberano del viejo Estado terri­torial
mediante el enlace de dos fórmulas simétricas. La primera de ellas,
hacer morir y dejar vivir, compendia la divisa del viejo poder sobera-
no, que se ejercita sobre todo como derecho de matar; la segunda,
hacer vivir y dejar morir, es en cambio la enseñanza del biopoder, que
hace de la apropiación de lo biológico y del cuidado de la nuda
vida su objetivo primario. Agamben (2005: 163) sugiere una tercera
fórmula en la que la nuda vida queda indefinidamente ligada a la
sobrevivencia. En términos del autor, “el carácter más específico
de la biopolítica del siglo xx consiste no ya en hacer morir ni ha-
cer vivir, sino en hacer sobrevivir”. No la vida ni la muerte, sino la
producción de una sobrevida modulable y virtualmente infinita: “La
ambición suprema del biopoder es producir en un cuerpo humano
la separación absoluta del viviente y del hablante, de la vida natural
y la vida cualificada, del hombre y del no-hombre: la sobrevida del
musulmán” (2005: 163).
84 / La violencia del derecho y la nuda vida

Hacer morir o dejar vivir

En el capítulo 5 de la Historia de la sexualidad 1-La voluntad de saber


(Histoire de la sexualité 1: la volonté de savoir), titulado “Derecho de
muerte y poder sobre la vida” (Droit de mort et pouvoir sur la vie), y
también en Defender la sociedad (Il faut défendre la société), clase del
17 de marzo de 1976, Michel Foucault expone el paso del poder
de la soberanía al poder sobre la vida —biopolítica—, del hombre/
cuerpo al hombre/especie. Entre los derechos del soberano se
encontraba, entre otros privilegios, el derecho de vida y muerte
sobre los súbditos. Foucault sitúa esta prerrogativa en la arcaica
figura romana de la patria potestas en virtud de la cual el pater fami-
lias podía disponer legítimamente de la vida de sus hijos, así como
de la de sus esclavos. Este derecho encuentra su fuente de legiti-
midad en el poder que la naturaleza le otorga al padre respecto a
los hijos varones, y en el poder civil con relación a los esclavos.1 El
derecho de vida y muerte propia de la teoría clásica se encuentra,
sin embargo, visiblemente atenuado en la modernidad: “Desde el
soberano hasta sus súbditos, ya no se concibe que tal privilegio se
ejerza en lo absoluto e incondicionalmente, sino en los únicos casos
en que el soberano se encuentra expuesto en su existencia misma”
(Foucault, 1991: 163).
Análogamente a Benjamin, Foucault menciona tres ejemplos
que corresponden a este derecho soberano: el derecho de guerra, el
servicio militar a favor del Estado soberano, la pena de muerte. En estos
casos, el orden jurídico otorga al soberano el derecho de dejar vivir o
hacer morir derramando la sangre de sus súbditos. Justamente, esta

1 Las Instituciones de Justiniano indican, en efecto, dos clases sometidas al poder


de otro: los esclavos y los hijos. Estas especies de poderes recibían el nombre de
potestas, el poder del amo. El cabeza de familia era, en efecto, el propietario de
sus hijos —únicamente de los varones, no de las mujeres— y esclavos, y tenía
derecho sobre sus personas y sobre sus bienes. Sobre las personas, derecho
de vida y muerte: derecho de exponerlos, venderlos, abandonarlos en repa-
ración de un perjuicio o matarlos. Los derechos del padre sobre el hijo eran
tan amplios como los que poseía sobre sus esclavos. Los hijos no tenían nada
que no fuese del padre, ni podían adquirir cosa alguna que no fuera para él
mismo. Asimismo podía tener peculio, aunque gozaba de él precariamente
(Ortolan, 1847: 212-217).
La nuda vida: entre una simbólica de la sangre... / 85

violencia fundadora y conservadora del poder jurídico es violencia


sangrienta sobre la vida biológica, o en términos de Benjamin, sobre
la mera vida o la vida desnuda.
Para Foucault, el nexo entre el derecho y la violencia se expresa
particularmente en el ámbito de la guerra. Según el autor, la teo-
ría filosófica jurídica yerra al considerar el origen de la estructura
jurídico-estatal cuando cesa el fragor de las armas. La sangre y
el fango de las batallas no solo presiden este acto de fundación
jurídica, sino que permanecen aun después. Desde luego, no se
trata de las guerras o las rivalidades imaginadas por los filósofos o
los juristas, bajo la ficción de un estado de naturaleza: “La ley no
nace de la naturaleza, junto a los manantiales que frecuentan los
primeros pastores” (Foucault, 2001: 55-56). El orden legal es ajeno
a la pacificación, bien como origen, bien como destino. La guerra
que anticipa su creación, y por tanto, su legítima justificación, es
el motor que vehiculiza sus instituciones y sus procedimientos:
“La ley nace de las batallas reales, de las victorias, las masacres, las
conquistas que tienen su fecha y sus héroes de horror; la ley nace
de las ciudades incendiadas, de las tierras devastadas; surge con
los famosos inocentes que agonizan mientras nace el día” (2001:
55-56). Foucault exige, de modo similar a Pascal y a Benjamin,
encontrar el fundamento que oculta la estructura jurídico-estatal
basada falazmente en un orden ternario: “[…] Hay que reencontrar
la guerra que prosigue, con sus azares y peripecias. Hay que reen-
contrar la guerra: ¿por qué? Pues bien, porque esta guerra antigua
es una guerra permanente” (2001: 56). Del mismo modo ocurre
con la remisión benjaminiana al estado de excepción permanente
que oprime a los vencidos o sojuzgados de la historia.
Las guerras que fundan la institución jurídico-estatal crean al
mismo tiempo la asimetría entre los vencedores y los vencidos, quie-
nes se encuentran sometidos a los primeros. Los vencedores, desde
luego pueden matar a los vencidos, pero si los matan la soberanía
desaparece, porque esta se da por el mantenimiento de ellos. Si los
vencedores, al contrario, deciden conservar la vida de los vencidos,
se presentan dos posibilidades: que los vencidos reanuden la guerra
sublevándose contra los vencedores o que los vencidos acepten
el dominio de los vencedores. En este último caso, los vencidos
86 / La violencia del derecho y la nuda vida

erigen a los vencedores como sus representantes soberanos. Aquí,


dice Foucault, reside el significado jurídico-político de la relación
soberana hobbesiana, distinta, en todo caso, a la esclavitud. Desde
el momento en que los vencidos afirman la vida como rechazo
a la muerte violenta aceptan incondicionalmente el derecho de
dominio que otro u otros ejercerán sobre sus personas, cuerpos y
bienes. La renuncia al miedo, esto es, la renuncia a los riegos de la
vida, funda el acto jurídico-político de instauración de la soberanía,
y con este, de la constitución de un soberano con poder absoluto
(Foucault, 2001: 91-92). Sin embargo, la guerra que funda la institu-
ción jurídico-estatal permanece como un estado de guerra indeterminado
en el tiempo. En el estado de guerra, a diferencia de la guerra como
asimetría de fuerzas físicas en combate y temporalmente definidas,
no existen batallas, sangre o cadáveres, sino simplemente una re-
lación de temor a la muerte y, por consiguiente, de temor al otro
como potencia amenazante para la propia vida, temporalmente
indefinida. La guerra es, pues, no solo el medio de establecer la
soberanía, sino también de mantenerla y, por tanto, un modo de
ejercer el derecho a dar la muerte.
Este estado de guerra virtual o efectivo, que existe aun después
de la constitución de la máquina jurídico-estatal que amenaza y
está presente de modo permanente, otorga un derecho de guerra
al soberano del cual se deriva un poder indirecto de vida y muerte
sobre sus súbditos. Según Foucault, el soberano puede efectuar
legítimamente la guerra contra sus enemigos exteriores emplean-
do a sus propios súbditos, quienes deben defender el territorio,
la población y la soberanía del Estado. De este modo, el soberano
expone lícitamente, y, aunque sin proponérselo directamente, las
vidas de sus súbditos (1991: 163). Sin embargo, el poder como
derecho sobre estos se presenta ya sea como una facultad relativa
y limitada por la defensa y la supervivencia del soberano, ya sea
directamente como derecho a dar muerte cuando alguno de los
súbditos intenta subvertir el orden soberano. De esta manera, en
la acción de matar y de morir se revela el derecho soberano so-
bre la vida. Foucault (1991: 164) sintetiza esta facultad jurídica de
supresión de la vida mediante la muerte bajo la fórmula soberana
de hacer morir o dejar vivir. Esto significa que la vida y la muerte no
La nuda vida: entre una simbólica de la sangre... / 87

son, en modo alguno, fenómenos naturales, exteriores o ajenos al


poder político. Al soberano le corresponde decidir sobre la guerra,
la paz y la seguridad, pero además sobre la vida y la muerte de sus
súbditos. Y es en la guerra donde se revela, como en ningún otro
caso, la potestad soberana de matar legítimamente.
La pena de muerte constituye otra realidad del derecho de
espada. El soberano declaraba el castigo capital a quien atacaba su
persona, su voluntad o su ley (Foucault, 1991: 166). En este punto
es preciso recordar que la esencia del pacto de institución del Estado
moderno radica justamente en la prohibición para los súbditos de
resistir lícitamente al soberano. En Hobbes y Spinoza, a diferencia
del contractualismo clásico, el pacto de creación jurídico-estatal
faculta al soberano de un poder absoluto que no se encuentra
condicionado al cumplimiento de obligaciones —ni siquiera al
cumplimiento de los fines por los cuales se instituyó el Estado—.
Los súbditos, por su parte, renuncian a su derecho primevo sobre todas
las cosas a favor del soberano o asamblea de hombres, a cuya volun-
tad se obligan de modo absoluto. Esto significa, en sentido exacto,
que los hombres se han despojado de su derecho natural a resistir
al poder de otro hombre. De manera que, una vez perfeccionada
la operación jurídica de intercambio contractual que da origen a la
soberanía política y a la sociedad civil, los hombres ya no podrán
oponerse legítimamente al soberano, puesto que la oposición, ya sea
de un hombre particular o de una multitud de hombres, se reputará
por sí misma como ilegítima y podrá ser eliminada por el soberano.
La pena de muerte refleja el fundamento del soberano sobre la vida.
En este sentido, el poder soberano consiste en el derecho absoluto
de hacer morir o dejar vivir (2001: 218).
La sangre confirma, pues, el valor esencial del derecho sobe-
rano sobre la vida y la muerte. Al lado de la ley, de la muerte, de
la transgresión, de lo simbólico y de la soberanía se encuentra,
por supuesto, la sangre. Según Foucault, esta constituye un papel
fundamental en los mecanismos, las manifestaciones y los rituales
del poder. Su precio se define en virtud de su carácter instrumental
respecto a la potencia soberana, como derecho a poder derramar la
sangre, pero también en virtud de su papel funcional en el orden
de los signos, como cuando se trata de poseer determinada sangre, lo
88 / La violencia del derecho y la nuda vida

cual otorga el derecho, el poder y la autoridad para verter la san-


gre de quienes no poseen el mismo linaje. Esta función simbólica
incluirá el hecho de ser de la misma sangre, en sociedades en cuya
estructura sociopolítica predominan el linaje, las castas, los órdenes
y los privilegios, lo cual a su vez cualifica para aceptar arriesgar la
sangre, en este caso, la sangre del pueblo derramada en las batallas
en defensa de la sangre del soberano y su casta, a los que se debe
irrestricto fervor y obediencia, e incluso cuando se trata de enfrentar
otras violencias como las enfermedades que hacían inminente la
muerte de los menos favorecidos. Justamente, y por esta razón, es
que el poder habla de iure y de facto a través de la sangre (Foucault, 1991:
178). Esta remisión foucaultiana a la sangre como representación
simbólica de la vieja potencia del soberano concuerda, al mismo
tiempo, con la mención benjaminiana de la sangre como símbolo
de la vida desnuda, de la pura o simple vida natural producto de la
violencia del derecho. En ambos pensadores, la sangre corre por el
derecho y la soberanía como potencias armadas de muerte.

Hacer vivir y dejar morir


El poder de hacer morir o dejar vivir era, pues, el poder de captación
sobre la vida que “culminaba en el privilegio de apoderarse de ésta
para suprimirla” (Foucault, 1991: 164). El privilegio de matar en
nombre del soberano se desplaza históricamente, sin embargo, al
derecho del cuerpo social para asegurar su existencia, mantenerla
y desarrollarla. Las guerras, por tanto, “ya no se hacen en nombre
del soberano al que hay que defender, se hacen en nombre de la
existencia de todos; se educa a poblaciones enteras para que se
maten mutuamente en nombre de la necesidad que tienen de
vivir” (Foucault, 1991: 165).
Desde el siglo xix, los distintos regímenes políticos han puesto
en marcha los formidables procedimientos de matanza incluso
contra sus propias poblaciones. Las sangrientas aniquilaciones en
nombre de la vida y la supervivencia de las naciones, los cuerpos y
la raza han hecho posible la muerte de millones de hombres. Las
guerras, las prácticas de guerra, los procedimientos institucionales
de guerra administran progresivamente la vida y la muerte de los
La nuda vida: entre una simbólica de la sangre... / 89

individuos, a quienes de modo cada vez más infrecuente se ve des-


filar hacia el cadalso. La pena de muerte como pena habitual en el
Medioevo fue desplazada desde que el poder se arrogó la función
de administrar, asegurar, reforzar, multiplicar y ordenar la vida, a
partir de ciertas lógicas y estrategias. De ahí que la pena capital
solo pueda justificarse a partir de la monstruosidad del criminal,
más que en la enormidad del crimen, y siempre en función de la
conservación de la sociedad (1991: 167). En suma, el tránsito del
poder soberano a la biopolítica supone que la potestad de matar
legítimamente se ampara en el peligro biológico que algunos in-
dividuos representan para la especie.
El derecho de matar (droit de glaive) en cuanto poder soberano
de hacer morir, transita ahora a la administración de los cuerpos
y el control vital de las poblaciones. De este modo, el poder se
desplaza a la anatomopolítica del cuerpo humano, introducida
durante el siglo xviii, cuyo objeto reside en el cuerpo individual,
considerado como una máquina, y de esta a la biopolítica de la
especie humana, que aparece en el siglo xix, destinada a la ad-
ministración del cuerpo-especie, del hombre vivo, del hombre en
cuanto ser viviente (1991: 169; 2001: 220). En palabras de Foucault
“se inicia así la era del biopoder” (1991: 169). Esta nueva técnica
de poder “ya no tiene que vérselas sólo con sujetos de derecho,
sobre los cuales el último poder del poder es la muerte, sino con
seres vivos” (1991: 172, 173; 2001: 222).
Foucault aborda la formación del biopoder en una doble pers-
pectiva: de un lado, en las teorías del derecho; de otro, según los
mecanismos, las técnicas y las tecnologías del poder. En el primer
caso, se apoya en la teoría clásica de la soberanía desarrollada por
los filósofos de los siglos xvii y xviii, especialmente en lo referente
al derecho de vida y de muerte. La vida es, en efecto, el objeto
inicial, primero y fundamental del contrato que da lugar a la so-
ciedad política y al Estado. Una vez que el soberano mata, ejercita
su derecho sobre la vida. Sin embargo, dice Foucault, este derecho
soberano de hacer morir o dejar vivir es complementado con un
nuevo derecho, “que no borraría el primero pero lo penetraría, lo
atravesaría, lo modificaría y sería un derecho o, mejor, un poder
exactamente inverso: poder de hacer vivir y dejar morir” (2001: 218).
90 / La violencia del derecho y la nuda vida

Con este tránsito se abre la segunda perspectiva, en la cual


se ubica Foucault: la constitución del biopoder puede ser com-
prendida desde los mecanismos, las técnicas y las tecnologías
del poder. Durante los siglos xvii y xviii, las técnicas de poder se
centraban en la distribución espacial y, por tanto, disciplinaria
del cuerpo individual: separación, alineamiento, puesta en serie,
ubicación en un campo permanente de visibilidad y vigilancia.
Asimismo, dice Foucault, se trataba de las técnicas bajo las cuales
estos cuerpos eran sometidos a la supervisión y al incremento
de la fuerza útil mediante el adiestramiento, el ejercicio y, even-
tualmente, el castigo. Estas técnicas de racionalización y econo-
mía, que debían gestionarse del modo más económico a través
de un sistema complejo de vigilancia, jerarquías, inspecciones,
escrituras, informes, se conocen como la tecnología disciplinaria
del trabajo. En el siglo xviii, en cambio, aparecen otras técnicas
de poder que engloban, modifican y se incrustan en las técnicas
disciplinarias y, al mismo tiempo, avanzan a otro nivel, ya que
poseen superficies de sustentación e instrumentos completa-
mente distintos (2001: 219). Esta nueva técnica está destinada a
la multiplicidad de hombres en tanto masa global afectada por
procesos de conjunto asociados a la vida, tales como: el naci-
miento, la muerte, la producción, la enfermedad, la vejez, etc.
(2001: 220); en suma, se dirige a la gestión de la vida humana
considerada como población.
De esta manera, “el poder es cada vez menos el derecho de
hacer morir y cada vez más el derecho de intervenir para hacer
vivir” (2001: 224). Más allá, por tanto, del poder absoluto, sombrío
y terrible de la violencia soberana, que hacía verter la sangre de sus
súbditos mediante procedimientos, suplicios y verdugos, se erige
una tecnología del biopoder que hace vivir y deja morir a la pobla-
ción. La muerte es, pues, el ocaso del derecho soberano: “El poder
ya no conoce la muerte”, simplemente la abandona (2001: 224). El
derecho que se refiere al poder de la espada, que siempre debe estar
armado, y cuya arma por excelencia es la amenaza de la muerte o
la muerte efectiva, ya no tiene que poner a jugar la muerte en el
campo de la soberanía mediante la definición del hostis, del enemigo
público. De ahí que, dice Foucault (1991: 174), la ley como derecho
La nuda vida: entre una simbólica de la sangre... / 91

funciona cada vez más como una norma, y las instituciones judiciales
se integran cada vez más a los aparatos médicos, administrativos,
sociales cuyas funciones son fundamentalmente reguladoras de
la población. En este sentido, el campo jurídico como actividad
permanente y profusa de leyes ha ingresado sin embargo a una
fase de regresión y, esto no debe inducirnos a engaño, pues “son
las formas que tornan aceptable un poder especialmente norma-
lizador” (1991: 175).
El tránsito de una simbólica de la sangre al sistema de norma-
lización disciplinaria de la sociedad, o mejor, del sistema jurídico
de la soberanía a la biopolítica, es teóricamente complejo. En
la sociedad de normalización se cruzan, según una articulación
perpendicular, la norma de la disciplina, centrada en los cuerpos,
con efectos de individuación y manipulación del cuerpo como
foco de fuerzas que hay que hacer útiles y dóciles, y la norma de
la regularización, centrada en la vida, con efectos colectivos y de
preservación del conjunto mediante el control de los riegos que
puedan producirse en la masa (Foucault, 2001: 225, 229). La
norma es una noción que se encuentra asociada a la disciplina y,
por tanto, es ajena al derecho y a la ley definida como efecto de
la voluntad soberana (Revel, 2009: 105, 106).
Entre los siglos xviii y xix, las disciplinas —las ciencias huma-
nas y el saber clínico, distintas al campo teórico del derecho y la
jurisprudencia—, desplazan el modelo jurídico de la sociedad y
definen un código que no es el de la ley sino el de la normalización.
La norma toma posesión de la vida en general, desde lo orgánico
hasta lo biológico, desde el cuerpo que se quiere disciplinar hasta
la población que se quiere regularizar. Según Foucault, esta forma
de poder, de biopoder, se encuentra asistida por un aparato mé-
dico, con organismos de coordinación de los cuidados médicos,
descentralización de la información, normalización del saber,
higiene y medicalización aplicado a la población (2001: 221). Esta
estructura de intervención colectiva se ocupa, más allá del enfermo
y la enfermedad, de la administración médica y del control de la
salud, la sexualidad, la procreación, la natalidad, la demografía,
la morbilidad, la higiene y la alimentación. Es un saber/poder de
normalización que distingue y clasifica la normalidad o anorma-
92 / La violencia del derecho y la nuda vida

lidad de las conductas y las existencias, el trabajo y los afectos de


la población (Foucault, 2001: 221, 228; Revel, 2009: 105).
Foucault menciona otro campo de intervención de la biopo-
lítica proveniente de las diversas incapacidades biológicas, bien
sea universales, como la vejez, bien sea, accidentales, como la
invalidez, las anomalías, los incidentes que, análogos a las prác-
ticas de medicalización, incluyen consecuencias de incapacidad,
inactividad, marginación, neutralización de los individuos, etc.
En este caso, la biopolítica además de introducir determinadas
instituciones asistenciales, vincula mecanismos más sutiles, más
racionales económicamente que la asistencia general: técnicas de
aseguramiento, de ahorro individual y colectivo, de seguridad
(2001: 221). Foucault explica, en síntesis, que la biopolítica aborda
diversos mecanismos de regularización sobre la población tenien-
do en cuenta su duración y diversos acontecimientos aleatorios
inherentes a los seres vivos, con el fin de asegurar su equilibrio
y mantener su promedio. La normalización, a diferencia de la
disciplina, no trata de adiestrar al individuo mediante un trabajo
sobre el cuerpo mismo, sino de asumir la vida general, los proce-
sos biológicos del hombre/especie, y de asegurar en ellos estados
globales de regularidad. En este caso, se propone modificar y bajar
la morbilidad, alargar la vida, estimular la natalidad, controlar
los accidentes, evitar los riesgos y las deficiencias de la vida, en
síntesis, es un poder de hacer vivir (2001: 222-223).
Pero el biopoder, como poder sobre la vida, es también poder
sobre la muerte. Consiste no solo en hacer vivir, sino también en
dejar morir, ya sea ejerciendo nuevas formas de exterminio ma-
sivo insospechadas en las anteriores épocas de la historia, ya sea
poniendo en práctica un poder sobre la vida comprendida desde
la dimensión de una lucha por la existencia, que acarrea nece-
sariamente procesos de selección biológica.2 Mientras el antiguo

2 Con toda razón, el filósofo africano Achille Mnembe (2011: 1-2) utiliza la
expresión necropolítica en lugar de la noción foucaultiana de biopoder. En la pre-
sentación de su obra se lee “[…] en el ensayo Necropolítica, seguido del artículo
Sobre el gobierno privado indirecto, se desvelan nuevas formas de dominación,
sumisión y tributo, en particular en el continente africano. No obstante, este
análisis se aplica al conjunto del tercer mundo y es, asimismo, extensivo al
La nuda vida: entre una simbólica de la sangre... / 93

poder soberano mataba a millones de hombres en virtud de su


derecho de espada, el biopoder aniquila mediante la producción
y el empleo de bombas atómicas, armas bacteriológicas y campos
de concentración. En este caso, según Foucault, el biopoder no
solamente mata a millones de seres humanos, sino que mata a
la vida misma. En este punto, Foucault expone la paradoja que
envuelve el biopoder, ya que es un poder de asegurar la vida, y al
mismo tiempo de suprimirla y, por consiguiente, de suprimirse con
ella (2001: 229). Esta paradoja tampoco es estrictamente ajena al
poder de soberanía, puesto que los hombres transfieren a un cuer-
po soberano su poder natural de hacer la guerra en procura de su
conservación, y no obstante, el soberano puede matarlos en virtud
de su propia integridad. En todo caso, ambas formas de poder son
ahora distintas en relación con la muerte. Foucault lo explica del
siguiente modo: el poder soberano puede extender su derecho
de matar mediante el uso de la bomba atómica, pero en este caso
no se trata propiamente del biopoder como poder de asegurar la
vida, tal como acontece en el siglo xix. En cambio, un hombre que
ostenta política y técnicamente las posibilidades de disponer de
la vida, de multiplicarla, de fabricar lo vivo, lo monstruoso —y en
el límite, virus incontrolables y destructores—, excede y por tanto
desplaza el poder soberano al ámbito del biopoder. En este caso,
el poder “ya no es del derecho soberano sobre el biopoder sino
del biopoder sobre el derecho soberano” (2001: 229).
En estas condiciones, el biopoder puede dejar morir aunque
tiene el objetivo de hacer vivir. Es un poder que reivindica la vida,
la realza, la multiplica, la prolonga y, al mismo tiempo, reclama la
muerte no solo de sus enemigos sino también de sus ciudadanos.
En suma, el biopoder también mata. En este sentido, pregunta
Foucault (2001: 230, 231) “¿Cómo ejercer el poder de la muerte,
cómo ejercer la función de la muerte, en un sistema centrado

cuarto mundo, es decir, a aquélla población perteneciente a nuestro primer


mundo que, sin embargo, vive en un estado de absoluta precariedad; parias
que no han sido expulsados de la sociedad de bienestar, sino que ocupan los
márgenes de ésta; seres invisibles que habitan no lugares (la calle, los aero-
puertos, las estaciones del tren, los hospicios, etc.) cuya vida se halla en manos
del necropoder”.
94 / La violencia del derecho y la nuda vida

en el biopoder?”. La función mortífera de un aparto estatal que


funciona en la modalidad de biopoder se revela en el racismo. En
términos de Foucault, el racismo entendido como cesura en el con-
tinuum biológico de la especie humana es plenamente compatible
con el biopoder, pues permite fragmentar a la población/especie
en una mezcla de subgrupos o razas diferenciadas, jerarquizadas
y clasificadas como superiores e inferiores, buenas y malas. De
estas, algunas deben morir y otras deben vivir. El racismo se sitúa
entonces en una relación de poder acorde con el ejercicio del bio-
poder, según la cual “cuanto más mates, más harás morir”, “cuanto
más dejes morir, más, por eso mismo, vivirás” o “si quieres vivir, es
preciso que otro muera” (2001: 230, 231, 233). Sin embargo, dice
Foucault, esta correspondencia de vida y muerte entre las razas no
es propiamente militar, guerrera o política sino biológica: “cuanto
más tiendan a desaparecer las especies inferiores, mayor cantidad
de individuos anormales serán eliminados, menos degenerados
habrá con respecto a los individuos y yo —no como individuos
sino como especie— más viviré, más fuerte y vigoroso seré y más
podré proliferar” (2001: 231).
En este sentido, la máxima schmittiana en virtud de la cual la
estructura jurídicopolítica se define a partir de la distinción entre
amigo y enemigo, y por tanto, de la eliminación del adversario
político potencialmente amenazador para un conjunto análogo, es
reemplazada, o mejor, complementada por la fórmula del biopo-
der según la cual es preciso suprimir los peligros biológicos de la
población para la conservación y el fortalecimiento de la especie o
la raza. Según Foucault, el racismo, más allá de una vieja ideología
o tradición, es una tecnología del biopoder que hace aceptable la
función mortífera en una sociedad de normalización (2001: 231,
233). En palabras del autor: “El racismo es la condición gracias a
la cual se puede ejercer el derecho de matar”. O en otros términos:
“La raza, el racismo, es indispensable como condición para poder
condenar a muerte a alguien, para poder condenar a muerte a los
otros” (2001: 231). De este modo, tanto el viejo derecho soberano
de hacer morir como el biopoder deben pasar simultáneamente por
el racismo con el fin de poder matar. El Estado se encuentra, pues,
obligado a servirse de la raza, de su eliminación y purificación en
La nuda vida: entre una simbólica de la sangre... / 95

el propósito de ejercer su derecho/poder soberano sobre la vida


y la muerte (2001: 231, 233).
En el racismo confluyen la vieja simbólica de la sangre propia
del poder soberano y el nuevo mecanismo de regulación y dis-
ciplina del biopoder. El Estado nazi, según Foucault, ha sido el
ejemplo más claro del poder mortífero de un Estado que combina
las técnicas disciplinarias y las técnicas del biopoder:

El Estado nazi hizo absolutamente coextensos el campo de una vida que


ordenaba, protegía, garantizaba, cultivaba biológicamente y, al mismo
tiempo, el derecho soberano de matar a cualquiera, no sólo a los otros,
sino a los suyos. En los nazis se produjo la coincidencia de un biopoder
generalizado con una dictadura a la vez absoluta y retransmitida a través
de todo el cuerpo social por la enorme multiplicación del derecho de
matar y la exposición a la muerte (2001: 234, 235).

En efecto, el poder soberano y el biopoder que atraviesan el


Estado nazi en virtud del fervor de una raza alemana superior
implicó no solo el genocidio sistemático de otras razas inferiores,
sino también el riesgo de exponer a la propia raza a un suicidio
total: “Estado racista, Estado asesino, Estado suicida” (Foucault,
1991: 180; 2001: 235). En la solución final —con la que se pretendió
matar legalmente, a través de los judíos, a otras razas, incluso la
propia—, el nazismo revela claramente la coimplicación entre el
derecho soberano de matar y los mecanismos del biopoder.

Hacer sobrevivir
El principal objetivo del derecho penal nazi era “la protección
de la sociedad alemana que se lograría eliminando los individuos
degenerados o aquellos de otro modo perdidos para la sociedad
y permitiendo a los autores de delitos leves que todavía pudie-
ran cumplir funciones sociales útiles expiar sus culpas” (Scheffers
Grundriß Strafprozeßrecht, 1943 citado en Müller, 2009: 115). Este
principio concentraba dos áreas fundamentales: el desarrollo de
un poder disciplinario para el ciudadano alemán que incumpliera
su deber y la reunión de los medios necesarios para la destrucción
del enemigo, el otro desviado y el delincuente degenerado. La
96 / La violencia del derecho y la nuda vida

meta de este derecho protector era “purgar la sociedad de individuos


inferiores subrayando que la obligación particular del derecho
penal es frente al lado negativo, defensivo, de la protección. Su
última función es exterminar” (Müller, 2009: 115). En la función
de matar se revela pues el ordenamiento legal ario: se contem-
plaba, por ejemplo, que los prisioneros políticos eran traidores
para el Estado y la comunidad, y por ello debían ser tratados con
absoluta severidad, incluso con la muerte. Los penalistas nazis
desarrollaron un sistema de penas capitales similares al sistema
de las faltas disciplinarias contempladas para los servidores pú-
blicos y los miembros de las fuerzas armadas, basadas en el buen
o mal comportamiento, en el deber y la lealtad debida al Estado
y a sus dirigentes:

El derecho penal nacionalista debe basarse en el derecho de lealtad del


Volk: la lealtad es el deber más elevado del Volk y por tanto constituye un
deber moral en el pensamiento nacionalsocialista y alemán. En el pen-
samiento alemán hay una armonía entre los valores morales, un sentido
del deber y un sentido de la justicia. De acuerdo con estos principios,
una violación del deber de lealtad conduce necesariamente a la pérdida
del honor. Es tarea del Estado nacionalsocialista exigir justa expiación del
carente de lealtad, del que por su deslealtad ha renunciado a ser miem-
bro de la comunidad. El justo castigo sirve para fortalecer, proteger y
salvaguardar a la comunidad, pero sirve también para educar y mejorar
al delincuente perdido para la sociedad (Reichsrechtsamt der NSDAP, citado
en Müller, 2009: 117).

La raza se convirtió en un asunto de derecho racial, y por tanto,


en un tema crucial para los juristas nazis. En las primeras jornadas
jurídicas celebradas en septiembre de 1933, poco después de que
los nazis llegaran al poder, “el profesor de Tübiengen, Heinrich
Stoll, relató el consenso del conjunto de los juristas en el sentido
de que el concepto de raza estaba estrechamente vinculado al
concepto de derecho, y que por ello precisamente el derecho no
es obra humana, sino que es el orden sagrado de Dios” (Müller,
2009: 135). La protección racial del pueblo alemán se convirtió en
el objeto y objetivo de las discusiones legales y jurisprudenciales
del Tercer Reich. Por eso, y después de largos debates en justo
derecho, se anunció ante la Conferencia de la Libertad del Partido del
La nuda vida: entre una simbólica de la sangre... / 97

Reich, celebrada en Nuremberg el 15 de septiembre de 1935, la


aprobación y promulgación por parte del Reichstag de tres leyes:
La ley de la Bandera del Reich, que disponía la bandera cruz ga-
mada (svástica) como el emblema nacional; la Ley de ciudadanía,
que privaba de sus derechos ciudadanos a todos aquellos que no
poseyeran sangre alemana —que representaba la muerte civil de los
judíos, mucho antes que la muerte física—, y finalmente, la Ley para
la Protección de la Sangre Alemana y del Honor Alemán, que constituyó
la ley fundamental del Estado nacionalsocialista. Esta disposición
legal prohibía las relaciones sexuales, el estupro y los matrimonios
entre personas de sangre alemana y personas de sangre judía o
de raza de color —comunidades raciales extranjeras—, y en caso de
violar esta prohibición, se ordenaba el decomiso de los bienes, la
deportación y el presidio. A diferencia de estas penas, la de muer-
te no estaba consagrada típicamente; sin embargo, fue aplicada
eventualmente a quienes “deshonraran la raza”. Para justificar la
imposición de la muerte fue preciso entonces combinar los delitos
sexuales raciales con otros preceptos normativos, tales como la Ley
Sobre Delincuentes Habituales Peligrosos, promulgada en 1933, y los
Decretos Sobre Elementos Antisociales y Sobre Delincuentes Violentos. El
concepto de identidad racial fue extremadamente vago e indeter-
minado. En dicha noción, los tribunales alemanes combinaron
una suerte de factores religiosos, civiles, científicos y jurídicos.
Pero la pureza de la sangre alemana, además de vehiculizar un
número importante de mecanismos jurídicos y de policía a través
de leyes, decretos, decretos reglamentarios, sentencias, circula-
res, etc., dispuso de una serie de mecanismos de normalización
(biopoder) para el cultivo de la sangre alemana y la conservación
de su pureza. La salud genética de la población se constituyó en
un asunto relevante de la política nazi, que se tradujo inmediata-
mente en la Ley para la Prevención de las Enfermedades Hereditarias,
promulgada el 14 de julio de 1933. Dicha ley consagraba la este-
rilización obligatoria en casos de desórdenes genéticos, practicada
incluso en los niños. La persona involucrada debía comparecer
voluntariamente y, en caso de renuencia al procedimiento, con la
ayuda de la Policía, o de ser necesario, mediante la fuerza. Los
autores de esta disposición normativa subrayaban su contenido
98 / La violencia del derecho y la nuda vida

e importancia para la población: “Para preservar la debida salud


genética y racial del pueblo alemán, la meta es contar siempre con
un número suficiente de familias genéticamente sanas con mucha
prole de alto valor racial. La médula de una raza sana está en la
noción de la crianza que tenga el pueblo alemán” (Gütt y Rüdin,
citado en Müller, 2009: 180). Entre las enfermedades genéticas de-
claradas bajo el significado de ley se encontraban la debilidad física,
la esquizofrenia, la enfermedad maníacodepresiva, la epilepsia,
la corea, la ceguera y la sordera genética, las deformidades físicas
graves y el alcoholismo severo. Las Cortes de Sanidad Genética
consideraban a su vez otras deformaciones físicas genéticas, tales
como: hemofilia, labio leporino, fisura palatina, distrofia muscular
y enanismo. Así mismo, clasificaban otras enfermedades bajo la
categoría de debilidad mental moral, como ocurrió con la mayoría
de las decisiones sobre delitos sexuales raciales.
De esta manera, en los médicos y en los juristas nazis recaía la
responsabilidad de matar a centenares de seres humanos que esta-
ban asociados con algún tipo de incapacidad física, mental, moral y
antisocial. En el nacionalsocialismo se revela, pues, el poder soberano
del Führer para matar y, al mismo tiempo, el biopoder gestionado
por la medicina. Pero esta coimplicación entre la profesión jurídica y
la médica respecto a la idea de matar a las personas que constituían
un peligro para la raza, es anterior al nazismo. En 1920, el jurista
alemán Kark Binding y el psiquiatra Alfred Hoche habían escrito un
texto titulado Autorización para destruir las vidas de quienes no merecen
vivir (Die Freigabe der Vernichtung lebensunwerten Lebens). Al iniciar la
guerra, esta idea empezó a practicarse en el Estado nazi mediante
el Programa T-4 de Eutanasia. En principio, los pacientes indignos
de vivir asignados a los hospitales públicos fueron trasladados a otras
instituciones y, posteriormente, asesinados con inyecciones o cámaras
de gas. Posteriormente, el programa de muerte masiva fue legalizado
en virtud de un decreto del Führer, en el cual se autorizaba sin ninguna
reserva dicho proyecto. Este programa permaneció activo oficialmente
hasta 1942; sin embargo continuó operando extraoficialmente y dejó
más de ciento setenta mil personas asesinadas. El personal de euta-
nasia fue trasladado entonces a los campos de exterminio en Polonia
(Müller, 2009: 187-189).
La nuda vida: entre una simbólica de la sangre... / 99

Los campos de concentración y de Estado (Staatliche Konsentra-


tionslager) se apoyaban en la base jurídica de la custodia protectora
con la idea de salvaguardar la seguridad del Estado. En principio
fueron creados como espacios adicionales de concentración debido
al aumento de prisioneros en penitenciarías y cárceles. Durante
1933 se construyeron los primeros Campos de Emsland —en el
distrito de Emsland y el condado de Bentheim—, que incluían
los de Borgemoor, Esterwegen y Neusüstrum, en los cuales se re-
cluyeron a cuatro mil prisioneros políticos-intelectuales de origen
alemán (Müller, 2009: 135). Posteriormente, el sistema concentra-
cionario se amplió complejamente mediante la creación de otros
campos de concentración, trabajo y exterminio.3 Estos campos
fueron abiertos para los extranjeros, y las razones de seguridad
que antes animaban su constitución se modificaron por razones
económicas. Por eso, los campos de prisioneros cedieron su paso
a los campos de trabajo y exterminio. Los detenidos debían traba-
jar para distintas empresas, bien fueran de propiedad de la SS, o
bien fueran de propiedad privada. Los cuerpos de los prisioneros
también sirvieron para que los nazis, en asocio con distintas firmas
farmacéuticas, efectuaran todo tipo de experimentación médica:4
ablación de los músculos, castración y esterilización, creación de
llagas infectadas, quemadura por aplicación de fósforo, entre otras
(Federación Nacional de Deportados e Internados Resistentes y
Patriotas, 2005: 128). Finalmente, los detenidos morían debido a
las duras condiciones o eran exterminados en ejecuciones, cámaras
de gas o centros de eutanasia.

3 El Estado nacionalsocialista disponía, en efecto, de una compleja estructura


concentracionaria constituida por diversos tipos de campos, con funciones y
prisioneros diferenciados.
4 En la correspondencia intercambiada entre la Bayer y un comandante de Aus-
chwitz se lee: “Le estaríamos muy agradecidos, caballero, si pusiera a nuestra
disposición cierta cantidad de mujeres con vistas a unos experimentos que
deseamos hacer con un nuevo narcótico […] Acusamos recibo de su respuesta.
El precio de 200 marcos por mujer nos parece exagerado. No podemos dar
más de ciento setenta marcos por cabeza. […] Experimentos realizados: todas
las mujeres han muerto, no tardaremos en pasarles otro pedido” (Archivos del
proceso de Nuremberg, N°. 7184 citado en Federación Nacional de Deportados
e Internados Resistentes y Patriotas, 2005: 128).
100 / La violencia del derecho y la nuda vida

En las formas de hacer morir a unos y dejar vivir a otros conflu-


yen finalmente los análisis de Foucault, Hannah Arendt y Giorgio
Agamben. En los Orígenes del totalitarismo (The Origins of Totalita-
rianism, 1951), Arendt describe agudamente el proceso mediante
el cual la estructura jurídicopolítica totalitaria hace superfluos a
los hombres: “La experiencia de los campos muestra que los seres
humanos pueden ser transformados en especímenes del animal
humano y que la ‘naturaleza’ del hombre es solamente ‘humana’
en tanto que abre al hombre la posibilidad de convertirse en algo
altamente innatural” (2010a: 610). Esta cesura entre el hombre y
el animal, entre la nuda vida, meramente biológica, y la vida civil,
políticamente cualificada, se prolonga infinitamente en los campos
de exterminio. Estos campos se concibieron no solo para derramar
la sangre del hombre y para matar la vida física, lo que es familiar
en el ámbito soberano del hacer morir o dejar vivir, sino también
“para transformar al hombre en una cosa, en algo que ni siquiera
son los animales: porque el perro de Pavlov había sido preparado
para comer no cuando tuviera hambre, sino cuando sonara una
campana, era un animal pervertido” (2010a: 590). En este punto,
lo que debe comprenderse es que “el verdadero espíritu puede
ser destruido sin llegar siquiera a la destrucción física del hom-
bre; y que desde luego el espíritu, el carácter y la individualidad,
bajo determinadas circunstancias, sólo parecen expresarse por
la rapidez o la lentitud con la que se desintegran” (2010a: 593).
Al inicio de la dominación nazi, los campos fueron construi-
dos para custodiar a los sospechosos alemanes, que eran políticos-
intelectuales disidentes del régimen. Siguieron los campos de
trabajo que se constituyeron en centros de explotación humana
donde el número de cadáveres era extraordinariamente elevado. Y,
finalmente, los campos de aniquilación, donde los prisioneros eran
asesinados sin verter necesariamente su sangre, sino mediante el
hambre, el frío, la enfermedad y la ausencia de cuidados. Según
Agamben, los campos son, incluso, antes que lugares de muerte,
espacios en que el deportado se transforma en cadáver viviente-
ambulante, hombre momia: “En Auschwitz no se moría, se producían
cadáveres. Cadáveres sin muerte, no-hombres cuyo fallecimiento
es envilecido como producción en serie. Según una interpreta-
La nuda vida: entre una simbólica de la sangre... / 101

ción posible y muy difundida, es justamente esta degradación de


la muerte lo que constituye el ultraje específico de Auschwitz, el
nombre propio de su horror” (2005: 74). Justamente, la estruc-
tura concentracionaria conduce a un proceso de degradación y de
desintegración humana que es continuo y cada vez más acentuado
y perfeccionado. De esta forma, “el no ario se transmuta en judío,
el judío en deportado, el deportado en internado, hasta que, en el
campo, las cesuras biopolíticas alcanzan su límite último. Este
límite es del musulmán” (2005: 88).
Según Agamben (2005: 45), el término “musulmán” remite al
significado literal del término árabe muslim, que designa al que
se somete incondicionalmente a la voluntad de Dios, y está en
el origen de las leyendas sobre el presunto fatalismo islámico,
bastante difundido en las culturas europeas a partir de la Edad
Media. No obstante, mientras la resignación del muslim reposa
en la convicción de Alá, que está presente en todo momento, el
musulmán de los campos de concentración, por el contrario, se ha
convertido en no-hombre. El musulmán era el deportado que perdía
en el campo la conciencia de sí mismo, y sólo le quedaban su piel y
sus huesos. El musulmán es un pseudo-cadáver ni vivo, ni muerto
que, sin embargo, sobrevive al deportado asesinado convertido en
humo y ceniza. En palabras de Sucasas (2001: 199), el musulmán
revela una forma in-humana, en la cual “no sólo estamos más acá
de lo humano, sino incluso más acá de la mera animalidad, pues
de él se ha ausentado hasta la pulsión de supervivencia”. En este
sentido, el límite ya no es entre la vida y la muerte, sino entre el
hombre y el no-hombre (Agamben, 2005: 56).
En Si esto es un hombre (Se questo e un uomo, 1958), Primo Levi
describe así la figura del musulmán:

Todos los “musulmanes” que van al gas tienen la misma historia o, mejor
dicho, no tienen historia; han seguido por la pendiente hasta el fondo,
naturalmente, como los arroyos que van a dar a la mar. Una vez en el
campo, debido a su esencial incapacidad, o por desgracia, o por culpa de
cualquier incidente trivial, se han visto arrollados antes de haber podido
adaptarse; han sido vencidos antes de empezar, no se ponen a aprender
alemán y a discernir nada en el infernal enredo de leyes y de prohibicio-
nes, sino cuando su cuerpo es una ruina, y nada podría salvarlos de la
102 / La violencia del derecho y la nuda vida

selección o de la muerte por agotamiento. Su vida es breve pero su número


es desmesurado; son ellos, los Muselmänner, los hundidos, los cimientos
del campo; ellos, la masa anónima, continuamente renovada y siempre
idéntica, de no-hombres que marchan y trabajan en silencio, apagada en
ellos la llama divina, demasiado vacíos ya para sufrir verdaderamente.
Se duda en llamarlos vivos: se duda en llamar muerte a su muerte, ante
la que no temen porque están demasiado cansados para comprenderla.
Son los que pueblan mi memoria con su presencia sin rostro, y si pudiese
encerrar a todo el mal de nuestro tiempo en una imagen, escogería esta
imagen, que me resulta familiar: un hombre demacrado, con la cabeza
inclinada y las espaldas encorvadas, en cuya cara y en cuyos ojos no se
puede leer ni una huella de pensamiento (2005: 120, 121).

Así mismo, Elie Wiesel se refiere a esta figura en su obra La


Noche (La Nuit, 1958):

Akiba Drumer nos abandonó, víctima de la selección. En los últimos tiem-


pos, vagaba entre nosotros, perdido, con los ojos vidriosos, comunicándole
a cada uno su agotamiento: “No puedo más... Todo ha terminado...”.
Imposible levantarle el ánimo. No escuchaba lo que se le decía. No hacía
más que repetir que todo había terminado para él, que no podía afrontar
más esa lucha, que no tenía ya fuerzas ni fe. Sus ojos, vacíos de pronto, no
eran más que dos llagas abiertas, dos pozos de terror (1975: 79).

Agamben prolonga la reflexión de Foucault y Arendt hasta la


imagen del musulmán. Según Agamben, en el momento en que el
internado se convierte en musulmán, o en cadáver viviente (Arendt),
la biopolítica del racismo se extiende más allá de la raza y penetra
en un umbral en el que ya no cabe establecer cesuras. En este
punto, el poder de disposición sobre la nuda vida se transforma en
un poder de producción en masa de musulmanes (2005: 89). Este
proceso de producción de cadáveres vivientes se logra, justamente,
debido a la combinación efectiva, casi ininteligible, entre el viejo
poder soberano de matar acompañado de sus poderes normati-
vos, de sus guardias e instituciones disciplinarias, y el moderno
biopoder de regularización de la vida colectiva, con sus procesos
de medicalización y de control demográfico, sanitario, nutricional,
etc. El no-hombre, el muerto-viviente revela pues la coimplicación
de los distintos modelos de poder que se expresan mediante la
aplicación extraordinaria de la fuerza sobre la nuda vida.
La nuda vida: entre una simbólica de la sangre... / 103

En Benjamin, la sangre simboliza la nuda vida que es usufruc-


tuada y, al mismo tiempo, aniquilada por la violencia del derecho.
Pero más allá de esta forma del poder soberano, nuestro tiempo
ha demostrado que el biopoder contemporáneo reduce la vida
a la sobrevida biológica, y produce sobrevivientes. La sobrevida
del musulmán constituye en su forma última el símbolo del poder
de matar. Pero es precisamente porque el muerto-vivo excede los
campos de concentración alemanes, y porque se lo encuentra ya
en la creciente masa de desarraigados, marginales, desposeídos
y anónimos que deambulan por las ciudades del mundo, que el
poder jurídico-político ya no tiene necesidad de matar a través de
las armas, pues logra hacerlo con igual eficacia mediante el em-
pobrecimiento, el hacinamiento, el hambre y el abandono: todo
aquello que conduce a la sobrevivencia biológica del hombre hasta
su agotamiento, y finalmente, su aniquilación. “De Guantánamo a
África, eso se confirma día tras día” (Pelbart, 2009: 36). En palabras
de Agamben (2005: 56), ahora “lo que está en juego es, pues, seguir
siendo o no un ser humano, convertirse o no en un musulmán”.
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Índice analítico

A ciudadanía, 6, 34, 40, 60, 70, 71,


93, 97
Agamben, Giorgio, 46, 50, 78, contrato, 7, 19, 27, 56, 89
81-83, 100-103 v. t. pacto
anarquía, 40, 42, 57 convenio v. pacto
Arendt, Hannah, 81, 82, 100, 102
Austin, John, 36-40 D
autoridad, xii-xvi, 8-15, 18, 19, 23,
30-32, 34-37, 40, 50, 62, 64, 70, 88 delito, 26, 95, 97, 98
soberana, 18, 20, 23, 30-32, 35, 64 derecho, xii-xvi, 1-4, 6-15, 17-19,
21-38, 40-46, 48-56, 58-73, 75-
B 78, 83-96
civil, 26
Benjamin, Walter, xiii, xiv, 7, 18-
común, 26
20, 29, 44, 46, 48-69, 72, 73,
fines del, 42, 53-55, 62
75-78, 82, 84, 85, 88, 103
natural, xii-xv, 1-3, 6-10, 13,
Bentham, Jeremy, 36, 37
15, 17-19, 21-26, 28, 32, 38,
biopoder, xvi, xvii, 80, 83, 89-95,
51, 52, 53, 60, 66, 70, 87
97, 98, 102, 103
v. t. ley(es) natural(es)
v. t. racismo
positivo, xii, xiii, xiv, xv, 3, 6, 8,
biopolítica, xvi, xvii, 82-84, 89,
17, 18, 19, 37, 40, 51, 52, 53,
91, 92, 102
56, 61, 66, 70
Blackstone, William, 36, 37
v. t. ley(es) positiva(s)
primevo, 21, 27, 87
C soberano, 36, 87, 93
castigo, 28, 31, 32, 34, 35, 39, 41, subjetivo, 22
52, 54, 61, 65, 68, 69, 76, 87, transferencia de un, 30, 34
90, 96 v. t. pacto
114 / La violencia del derecho y la nuda vida

violencia del, xii-xv, 50, 53-55, 59- J


62, 64-67, 69, 76, 78, 88, 103
v. t. violencia justicia, xii-xv, 2-4, 6-15, 19, 21,
Derrida, Jacques, 11, 13, 15, 19, 23, 26, 27, 31, 32, 42, 49, 51,
49-51, 53, 59, 61-63, 66, 67, 77 52, 56, 64, 67, 74, 76-78, 96
deseo, 25, 27, 29, 39, 41 v. t. injusticia
desobediencia, 87
disciplina, 45, 56, 91, 92, 95 L
legalidad, 51, 55
E ley(es), xv, 2-6, 8, 10, 12, 15, 18-20,
22-32, 35, 36, 38, 40, 43, 45, 55-
Esposito, Roberto, 48, 49, 55, 69
57, 58-64, 71, 85, 87, 90, 91, 97
estado
civil(es), 23, 25, 29, 31
de excepción, 78, 79, 85
divinas v. ley(es) natural(es)
de guerra, 23, 26, 28, 31, 86
humana(s), 5, 10, 38
de naturaleza, 19-22, 26, 28,
imperativa(s), 38
29, 40, 85
metafórica(s), 38
de sitio, 46
moral(es), 38
Estado, xii, 18, 19, 23, 26, 29-32,
nacimiento de la(s), 85
34-37, 42, 46, 56-60, 62, 63, 65,
natural(es), 4-6, 8, 9, 18, 23,
66, 70, 72, 78, 81, 83, 84, 86,
24, 27, 30, 38
87, 89, 94-99
positiva(s), 12, 37, 40
origen del, 36
v. t. derecho
lucha v. violencia
F
facultad v. derecho M
Foucault, Michel, 63, 80-95, 100, mandato, 23, 25, 36, 37, 39, 40,
102 62, 64, 73
fuerza, xii-xv, 2, 5, 7-11, 13-15, v. t. poder
18-21, 23, 25, 28, 30, 32-34, 36, miedo, 20, 27-30, 32, 33, 34, 39,
37, 41-44, 46, 48-50, 59-66, 72, 40, 56, 65, 66, 86
74, 75, 77-79, 90, 97, 102 a la muerte v. muerte, miedo
pública, 50 a la
militarismo, 57, 60
H Montaigne, Michel de, 11-13,
15, 16
Hobbes, Thomas, 2, 19-24, 26-30, muerte
32, 36, 37, 40, 41, 48, 60, 86, 87 miedo a la, 27, 29, 86, 90
v. t. estado de guerra
I pena de, 54, 57, 61, 84, 87, 89
Ihering, Rudolf Von, 36, 41-46
N
injusticia, 9, 23, 25, 26, 31, 51, 75
v. t. justicia no-violencia, 58, 66
ius naturale v. estado de naturaleza v. t. violencia
Índice analítico / 115

nuda vida, xii, xvi, xvii, 46, 49, 40, 42, 44, 45, 56, 73, 84, 87-
50, 75-77, 79, 80, 82, 83, 85, 89, 91, 93-96, 98
88, 100, 102, 103 Spinoza, Baruch, 2, 19, 24-26, 32,
33, 34, 36, 41, 48, 60, 87
O súbdito(s) v. sumisión
sujeción, xv, 11, 39, 40, 75
obediencia, 6, 10, 11, 12, 14, 18,
sumisión, xvi, xvii, 6, 9, 10, 14,
20, 25, 26, 30, 31, 34-37, 39,
18, 23, 30-32, 34, 35, 40, 41,
44, 45, 53, 64, 73, 88
45, 60, 73, 84, 86, 87, 90, 92
P
T
pacto, 21, 23, 26-30, 33, 34, 36,
64, 87 totalitarismo, xvi, 78, 81, 82, 100
v. t. contrato
Pascal, 2, 7-9, 11-15, 42, 48, 85 V
paz, 20, 23, 27-32, 34, 35, 42, 44, violencia, xii-xvii, 3, 6, 7, 12, 14,
60, 64, 71, 73, 87 15, 18, 19, 30, 32, 41-46, 48-69,
poder, xii-xvii, 2, 8, 10, 12-15, 18- 72, 73, 75-78, 85, 88, 90, 103
44, 47-50, 52, 54-58, 61-65, 73, como conservadora de derecho,
75, 76, 78, 80-96, 98, 102, 103 55, 63, 79
estatal, xvi, xvii, 8, 10, 18, 23, como fundadora de derecho,
25, 30, 31, 32, 34, 36, 37, 40, 55, 57, 60, 62, 63, 79
50, 55, 73, 80-87, 89-91, 93, como medio, xii, xvi, 44, 48,
95, 98, 102, 103 51, 55, 59, 60, 63, 76, 79
resistencia al v. desobediencia del derecho v. derecho,
soberano v. poder estatal violencia del
política, xvii, 2, 3, 19, 37, 40, 46, derecho a la, 46, 57, 58-60, 83,
57, 66, 78-83, 87, 89, 93, 94, 97 89, 93-95
positivismo jurídico, xv, 18, 19, 36 divina, 75-77, 79
v. t. derecho positivo formas de, xiii, 52, 67
funciones de la, 45, 55, 56,
R 60, 75
racismo, 88, 94-96, 98, 102 jurídica, xvi, 49, 50, 55, 66, 67,
v. t. biopoder 76, 77, 79
regla v. ley(es) mítica, 66, 67, 75-77, 79
regularización, xvii, 81, 91, 92, 102 pasiva v. no-violencia
policial, 62, 63
S v. t. derecho; no-violencia
voluntad, 4, 6, 20, 22, 23, 26, 27,
sanción v. castigo 29, 30, 32, 33, 36-38, 40, 45,
seguridad, 20, 28, 29, 32, 35, 36, 46, 50, 68, 84, 87, 91, 101
62, 87, 92, 99
soberanía v. poder estatal
sociedad civil, xiii, xvii, 3, 9, 10,
W
11, 12, 14, 16, 30, 33, 35, 37, Weil, Simone, 64, 77
Teléfono: (574) 219 53 30. Telefax: (574) 219 50 13
Correo electrónico: imprenta@quimbaya.udea.edu.co
Impreso en marzo de 2013

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