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ÉTICA Y RESPONSABILIDAD: EN PRO DE UNA ÉTICA MATERIAL

José Ramos Salguero*

Introducción
La presente comunicación intenta hacer una reflexión, crítica y constructiva a la
vez, acerca de la necesidad y posibilidad de una ética material universal, en polémica
con una de las principales propuestas éticas contemporáneas, como es la ética discursiva
defendida por K. O. Apel y J. Habermas, o, en nuestro país, por la profesora Adela
Cortina.
La tesis que queremos sugerir y esbozar estriba en que el relativismo e
irracionalismo éticos, hoy día tan apremiantemente peligrosos para el destino de la
especie humana, y que dicha propuesta neokantiana quiere combatir en tanto supone
una rémora teórica para la aceptación de un necesario universalismo moral, no pueden
ser superados si no se logra fundar como discurso racional, en el sentido fuerte de
objetivo y universal, una ética máxima, de contenido y principios inequívocamente
“materiales”. Dicho de otro modo: a nuestro juicio, el formalismo ético que aún subsiste
en esta concepción, y su carácter primordialmente deontologista:

a) son insuficientes para fundar teóricamente lo que se quiere: una ética de la


“responsabilidad solidaria” que, especialmente frente al deontologismo,
intenta integrar la perspectiva consecuencialista que Max Weber exigía a la
ética, en su famosa conferencia El político y el científico, frente a las éticas
“absolutas, de la intención o la convicción”, propias de la problemática y
enigmática “racionalidad axiológica” –la Wertrationalität o racionalidad de
los valores-;
b) Son asimismo innecesarios, es decir: creemos que cabe rechazar como un
error epistemológico la presunción que asocia estricta y reductivamente una
posición ética cognitivista y universalista, como la que se quiere y se
necesita, al deontologismo, y especialmente el formalismo;

*
Doctor en Filosofía. Profesor del I.E.S. Sierra Sur de Valdepeñas de Jaén. Tesorero de la AAFi y co-
director de ALFA.
2

c) adolecen en parte del mismo relativismo irracionalista que recusan en sus


adversarios, de quienes asumen acríticamente la concepción de que ninguna
afirmación de bienes o fines determinables de la acción (“materiales”; es
decir, empíricos) puede argumentarse o decidirse racionalmente como de
valor universal para toda la humanidad, sino que su alcance se limita a
tradiciones o formas de vida particulares.
El punto c), lo que llamamos su relativismo ético, funda, a nuestro parecer, el
punto b), su formalismo deontológico, y por ellos puede concluirse a), la inadecuación
de su propuesta para el problema o el objetivo que se pretende, a saber, fundamentar
racional y universalmente una “ética de la responsabilidad solidaria”. Por eso
seguiremos en nuestra exposición, a la inversa de las conclusiones críticas propuestas
con las que la hemos iniciado, lo que nos parece el orden probativo.

1. Un relativismo ontológico.

Así, ante todo, ¿por qué decimos que cabe objetar a esta doctrina ética que, pese
a su propia autoconcepción, se basa en un relativismo ético? Ya hemos dicho que la
afirmación se limita al contenido material de la ética. Y, sin duda, hay un sentido en que
no se acepta el relativismo, puesto que se lo pretende superar mediante la aportación de
un criterio autocalificado de “formal” para dirimir la validez o legitimidad ética de unas
propuestas morales frente a otras. De acuerdo con tal criterio, que más adelante
citaremos y que exige ciertas condiciones formales a dichas propuestas, no cualquier
conducta sería admisible.
Sin embargo, no podemos dejar a un lado el hecho de que, para la doctrina que
criticamos, la racionalidad ética no debe dejar de ocuparse de aquella dimensión de la
moral que Max Weber identificó como la responsabilidad respecto a las consecuencias
reales de nuestras acciones. En este punto, pretende expresamente superar el kantismo
clásico en lo que, al decir de Weber, y en tanto “ética de la convicción” basada en esa
racionalidad enigmática y de segundo orden que Weber llamaba “racionalidad
axiológica” (Wertrationälitat), tenía de ética absoluta y “acósmica”, es decir,
rigurosamente desentendida de los efectos de las acciones con respecto a nuestra
bienestar o desdicha. Una ética así no podría cumplir lo que el propio Kant consideraba
el “bien supremo” para el hombre o fin último y completo de la voluntad humana, a
3

saber, la unión o síntesis de la virtud con la felicidad. La mera “buena voluntad”


kantiana, o intención pura de un actuar correcto, con ser para Kant la única cosa
absoluta y no relativamente buena en el mundo, y el “bien” específica y distintivamente
moral, no basta para satisfacer la justa aspiración humana de una vida plena y, por tanto,
no sólo digna de ser feliz, sino feliz y digna. Pero, aunque Kant, de modo discutible y
discutidamente coherente, fuera consciente de esto, nos ofrece de hecho un imperativo
categórico o moral que sólo hace alusión a la dignidad de ser feliz, pero que no nos
compromete a buscar efectivamente el bien completo o la justa felicidad que debería
seguirse de ello.1 Así reza, de hecho, la famosa formulación de su imperativo al final ya
de la misma Crítica de la razón pura: “Obra de tal modo que te hagas digno de ser
feliz”.
En consecuencia, tomando expresa nota, por una parte, de la aludida crítica de
Weber a este riguroso deontologismo, y, por otra, acicateado por el apremiante desafío
moral que supone una situación mundial en la que se encuentra amenazada la
supervivencia misma de la especie humana, Apel reformula el imperativo categórico
formal kantiano incluyendo centralmente en él la referencia a las consecuencias de
nuestra acción con respecto a los intereses de todos los implicados en la misma, a más
de creer, seguramente con razón, que en realidad está haciendo más coherente a Kant, es
decir, fundándolo en el plano trascendental de la razón misma, tal como lo muestra un
renovado análisis más bien pragmático-trascendental. Y así reza de hecho una de sus
formulaciones:
Obra sólo según una máxima de la que puedas suponer en un
experimento mental que las consecuencias y subconsecuencias que resultaran
previsiblemente de su seguimiento universal para la satisfacción de los intereses de
cada uno de los afectados pueden ser aceptadas sin coacción por todos los afectados
en un discurso real, si pudiera ser llevado a cabo con todos los afectados.
Ahora bien, como puede verse, y desde lo dicho, no puede caber duda de que
esta formulación, por más formal-procedimental que pueda considerarse, intenta hacerse
cargo de lo que de otro modo se llamaría la cuestión material de la ética, es decir, la
que, según la determinación kantiana y en este sentido convencional, afecta al bien

1
La observación y discusión de la ambivalencia y presunta incoherencia o equivocidad de la ética
kantiana se recoge, por ejemplo, en los trabajos de J Gómez Caffarena y G. Vilar en la obra colectiva
Kant después de Kant, Madrid, Tecnos.
4

integral como fin de la acción, es decir, a la felicidad, según los propios términos
kantianos y neokantianos. Sin embargo, como veremos, Apel desestima como objeto de
su propuesta ética dicha caracterización. Si bien parecería que es la dimensión material
de la ética lo que se contempla como ineludible, tanto por razones teóricas (asunción del
consecuencialismo a partir de Weber) como por razones pragmáticas (el aludido e
inédito desafío moral en que se encuentra hoy la humanidad), en realidad queda
expresamente relegada a “la discreción” de un eventual consenso comunicativo sobre
necesidades e intereses, sin que asome la confianza en la determinación teórica de un
bien material universal. Efectivamente, Apel dice expresamente, en el extenso epílogo
con que cierra el libro de A. Cortina Razón comunicativa y responsabilidad solidaria:
La ética discursiva es formalista y universalista –como lo fue ya la kantiana-
esencialmente porque la validez universal... sólo puede fundamentarse haciendo
abstracción... de la fundamentación de normas materiales...2
¿A qué se debe, entonces, esta aparente y llamativa incongruencia? El texto
antes citado nos da la clave. Allí seguía diciendo Apel (repetimos la cita, antes
intencionadamente escindida, para que su prosecución cobre sentido):
La ética discursiva es formalista y universalista –como lo fue ya la kantiana-
esencialmente porque la validez universal... sólo puede fundamentarse haciendo
abstracción... de la fundamentación de normas materiales ligadas a una
situación (por no hablar de valores materiales, en cuya constitución apenas cabe
pensar sin contar con la perspectiva subjetiva y temporal de los sujetos que
valoran, nacida de necesidades e intereses)... [E]l principio formal-
procedimental de la ética discursiva... delega en el discurso práctico de los
afectados (o de sus representantes)... la fundamentación de normas
situacionales, materiales... 3
Como puede comprobarse, lo que ocurre es que Apel liga o, más bien, identifica
reductivamente lo material de la ética a situaciones particulares y a perspectivas
subjetivas en tanto que transitorias o, claramente, relativas. ¿Pero qué decir de los
posibles intereses y necesidades universales? ¿Por qué no se apela a una concepción
universal, objetiva y normativa de la naturaleza humana; es decir, a una ontología 4?
2
Cfr. Cortina, 235.
3
Ib.
4
Entendemos “ontología” precisamente en el sentido de “conocimiento” de –como decía Kant en Crítica
de la razón pura, B 873- “objetos dados”, y no en el sentido estricto en que Kant entendía la
5

La respuesta se muestra de modo suficientemente claro, a nuestro parecer, en los


textos de esta filosofía, y puede articularse en dos pasos.
En efecto, y en primer lugar, tanto Apel como A. Cortina, por referirnos a estos
dos representantes de la ética discursiva, reducen hermenéuticamente la teleología
aristotélica, de modo, a nuestro juicio, sobremanera discutible, a la racionalidad
estratégica que busca el interés “propio” “de los individuos y las comunidades”. Lo cual
a su vez se hace posible, según queremos sugerir, en virtud de una proyección en la
filosofía aristotélica bien de las concepciones propias bien de Kant, y, a su través, de
Hobbes; bien de las concepciones propias de Weber, y, a su través, del irracionalismo
ético consiguiente a una ambiental filosofía positivista.
Pero, en segundo lugar, a esta tergiversación mediada por prejuicios relativos a
su propio contexto polémico, es a lo que seguramente se debe el que no logren captar en
la concepción genuinamente teleologista de la tradición aristotélica el alcance
ontológico y universal, objetivo y no subjetivo por así decirlo, de su propuesta, sino
que lo correlacionen con una posición extrañamente subjetivista y, por ende, relativista.
A continuación lo intentaremos mostrar, sumaria y someramente –como puede
comprenderse-, en sus textos.
Por lo que respecta a Apel, en el mismo Epílogo antes referido, nuestro autor se
refiere efectivamente a Aristóteles –como no podía ser menos- al contraponer la
racionalidad o acción racional consensual-comunicativa, la propiamente ética que él
mismo defiende, a la teleológica que defendía el filósofo griego. Así, podemos leer:
...la filosofía aristotélica –y toda teoría de la acción que dependa de ella hasta
hoy- desconoce cualquier otro concepto estructural de la praxis que no sea el de
“metafísica”, a saber, el conocimiento puro a priori, o lo que la razón humana puede conocer con
independencia de la experiencia (ib.). Precisamente nuestra idea es que la ética discursiva parece entender
restrictivamente como “científico” exclusivamente lo que Kant llamaría “metafísico”, o puramente a
priori, si bien puede decirse que esta línea de pensamiento coincide con la evolución rígidamente
racionalista del Kant posterior a las Críticas, y que pretende hacer metafísica/ciencia de todo el cuerpo
doctrinal bien de la ciencia natural, bien de la moral. Pero la concepción de que un conocimiento racional
y riguroso se limita a lo deducible a priori –ideal cartesiano- no deja de ser una filosofía de la ciencia, o
teoría del conocimiento, sobremanera discutible y superada. (Para notar la incongruente derivación hacia
el racionalismo apriorista del Kant posterior a las Críticas, puede verse, entre nosotros, el magnífico
estudio introductorio de Félix Duque a su edición del Opus postumum kantiano en Editora Nacional,
Madrid, así como el trabajo que dedica Jesús Mosterín a Kant en su Conceptos y teorías en la ciencia:
Alianza Editorial, Madrid.)
Por lo demás, ¿qué sino la ontología antropológica o la concepción sobre la naturaleza humana
puede constituir la guía para la acción, como se evidencia paradigmáticamente en la filosofía de
Aristóteles? Hay que notar, al paso –siquiera sólo pueda ser aquí eso, una indicación-, que la llamada
“falacia naturalista”-de la que tanto pretende Apel liberarse- se entiende a menudo de modo falaz, si es
que no constituye ella misma una falacia.
6

la acción teleológica de personas individuales que intentan realizar sus


intenciones y fines utilizando los medios adecuados. Esta concepción de la
acción todavía permite establecer una diferencia importante para la ética, en
cuanto posibilita distinguir entre medios referidos a fines y fines en sí o fines
últimos y convertir la determinación de estos últimos en asunto de la razón
ética.5
Es decir, a juicio de Apel, hay elementos en la filosofía aristotélica que rozan el campo
propiamente ético, al no restringirse su teoría de la racionalidad a la mera adecuación
instrumental medios-fines. Pero, en última instancia, su concepción sería “teleológica”.
A este respecto hay que hacer notar, ante todo, como ya lo hecho Javier Muguerza6, el
uso equívoco que hace la ética discursiva del término “teleológico”. El término podría
estar tomado en realidad del uso de Max Weber, cuya “racionalidad teleológica”
(Zweckrationalität) consiste en la búsqueda de los medios más adecuados para fines
predeterminados (y que son entendidos por él como inargumentables: irracionales,
pues). Por eso, siguiendo a Muguerza, mejor cabría haberla llamado “mesológica”,
puesto que se ocupa de los medios. Sin embargo, en la tradición que proviene de
Aristóteles, “teleología” es propiamente la consideración de los fines, es decir, de los
fines últimos, que no son ya medio para otra cosa. Como veremos, Apel, creemos que
desdichadamente, toma de Weber algo más que el término. Pero, en cualquier caso,
prosigue allí su referencia a Aristóteles afirmando que en su teoría sería imposible
distinguir “entre una interacción motivada moralmente y una interacción estratégica,
motivada por el propio interés de los actores”.7 Conviene recordar también, como allí
mismo lo hace Apel, que la racionalidad o acción estratégica es la mal llamada
teleológica, o en cualquier caso instrumental, pero no en relación con objetos sino en la
relación entre sujetos (es decir, una relación o interacción en la que los sujetos se
tomarían recíprocamente por meros medios para conseguir fines particulares en lugar de
cómo fines en sí mismos, según la expresión kantiana, procurando un acuerdo ético).
Hemos visto que el propio Apel la define como aquella “motivada por el propio interés
de los actores”, como contrapuesta a la interacción moral, por lo que se está sugiriendo
que el interés “propio” no es sino el interés egoísta. Apel afirma que la única

5
A. Cortina, 256.
6
Prólogo al libro de A. Cortina en ed. Cincel, La escuela de Frankfurt.
7
A. Cortina, Razón comunicativa...,257.
7

fundamentación posible de la ética consiste en la apelación a la racionalidad


“consensual-comunicativa” o “racionalidad discursiva” que él mismo delinea. Y
prosigue:
Si no podemos recurrir a esa racionalidad, sino sólo a la racionalidad
teleológica de la autorrealización de los individuos o de los sistemas colectivos de
autoconservación... entonces no nos queda más posibilidad que fundamentar la
moralidad o bien en el interés propio calculado o –extrarracionalmente- en la fe
religiosa o en sentimientos de simpatía (tal vez residuos instintivos).8
Varias preguntas críticas han de enlazarse de inmediato, del mismo modo que ya
podemos vislumbrar la respuesta. En efecto, ¿cómo es posible que se atribuya a
Aristóteles una concepción estratégica de la interacción entre agentes, o sea, de la
moral, asemejándolo por ello en un lugar cercano del mismo texto a Hobbes, cuando -
por aludir de modo necesariamente sucinto pero suficiente a su doctrina- es sabido que
concibe al hombre esencialmente como ser comunitario o cuando para él lo “propio” de
cada ser humano consiste en compartir una naturaleza humana potencialmente
universal? ¿Cómo es posible que se califique la “autorrealización de los individuos” o
las comunidades como una acción “teleológica”, es decir –para deshacer de nuevo el
equívoco- estratégica/instrumental?
Esta es la interpretación que proponemos: Porque se concibe kantianamente el
interés “propio” en el sesgado sentido del “interés propio calculado”; dicho de otro
modo: porque, al igual que Kant entendía el “amor propio”, Apel entiende el “interés
propio”, y así se lo atribuye a Aristóteles, como idéntico a egoísmo insolidario. O tal
vez porque, pese a la reivindicación de una ideal posibilidad humana propiamente
solidaria como la que desvelaría el análisis pragmático-trascendental de la racionalidad
comunicativa o discursiva, parece entenderse que a la naturaleza humana no puede
atribuirse de suyo espontáneamente otra cosa que el egoísmo.
Hallamos con ello aquí, por sorprendente que resulte y aun cuando querían
haberse superado los prejuicios metafísico-antropológicos con que estaba lastrada la
filosofía de Kant, la misma concepción antropológica no ya sólo del luteranismo, sino
igualmente de la ideología individualista moderna propia de un Hobbes, que ya Marx
había delatado como expresiva de la patología social inducida por el capitalismo.

8
Ib., 257-258.
8

De todos modos, puede argüirse también, no deberíamos extrañarnos si tenemos en


cuenta que la doctrina de la que parte el proyecto filosófico de Apel es, como ya
dijimos, la de Weber, el cual sólo reconocía como tipos de racionalidad por un lado la
teleológica (de nuevo quiere decirse: mesológica, instrumental) y, por otro, la
racionalidad axiológica o verdaderamente la de los fines últimos, que, como ya
recordamos antes, en realidad Weber viene a considerar irracional. En Weber, pues,
podíamos encontrar la típica posición positivista y ciencista que cercena la racionalidad
humana y la reduce al culto de los hechos, condenando el discurso práctico al ámbito de
una subjetividad privada. Por eso tampoco debería resultar extraño que Apel no conciba
la posibilidad de una ontología como guía normativa de la moral.
Si acudimos, no obstante, a la propia exposición de otro representante de la ética
discursiva como es A. Cortina, y en el mismo libro del que venimos citando, podemos
encontrar aún más clara la recepción acrítica de tamaña tergiversación histórico-
filosófica, revelándosenos, en otra forma, semejantes condicionamientos a los que
hemos creído ver en Apel. Así, tras conceder que el reconocimiento del carácter
práctico de la razón (es decir, de su papel rector o director de la acción humana, y no
meramente teórico) es tan antiguo al menos como la filosofía griega, matiza que para la
comprensión de este carácter contamos en nuestra tradición con dos modelos básicos: el
aristotélico y el kantiano, al que considera superior. ¿Cuál la razón que se aduce para
esa presunta superioridad? Según la autora, Kant ha descubierto la autonomía como
timbre de la dignidad del hombre. Y “autonomía” significaría que la razón es
legisladora. La de Aristóteles, en cambio, sería una ética heterónoma (como podría
haber dicho Kant, aunque quizá no deje de significativo el hecho de que Kant no
mencione a Aristóteles en su crítica a las éticas “materiales” en la Crítica de la razón
práctica). Y dicha heteronomía se debería a que la racionalidad aristotélica es
meramente -cito a Adela Cortina- “calculadora de las consecuencias... con vistas a un
fin ya dado por la naturaleza, al que todos llaman ‘felicidad’. La razón no legisla:
descubre y pondera en el seno de la naturaleza... con vistas a un fin inevitablemente
deseado”9.
Ahora bien -proseguimos nosotros-, la cuestión de si la razón es autónoma o
heterónoma dependerá de en qué se haga consistir o con qué se identifique el ser o la

9
Ib., 161-162.
9

naturaleza del hombre. Si consideramos al hombre un ser natural –lo que en modo
alguno podrá considerarse extraño o arbitrario-, ¿qué fundamento tendría la afirmación
de que, al procurar la finalidad de su naturaleza –por ejemplo, si ese fin es la felicidad-
el hombre –o vale decir “la razón”, tanto en Aristóteles como, mucho más, en Kant-
estaría incurriendo en heteronomía? Ninguno, si no fueran más que esta premisa y esta
conclusión tan obvias lo que la autora tuviera en consideración. Pero resulta que no es
así, porque, sin aducir razón alguna para ello, se pretende de antemano distinguir al
hombre de la naturaleza, o encontrar como bien moral un bien diferente del natural. Por
eso podemos leer:
Una razón que se limita a descubrir lo que la naturaleza (metafísica o
psicológicamente entendida) o Dios le presentan como bueno, y a calcular los
medios para alcanzarlo, no se relaciona con un bien moral, sino con un bien
metafísico, psíquico o teológico. ¿No posee el bien moral especificidad alguna?
¿Siempre tendrá que traducirse en términos naturales o sobrenaturales? Puesto
que “ser moral” significa “ser hombre” es preciso encontrar aquella
característica en virtud de la cual los hombres difieren de lo natural y lo
sobrenatural.10
Es patente la arbitrariedad y la petición de principio que encarna esta argumentación. En
ella se busca una especificidad para el bien “moral” sin aducir fundamento para ello,
como por extravagancia. O se quiere negar que sea un bien natural sin razón aparente en
absoluto, como por frívolo hartazgo y afán de divertimento (de ahí su “¿siempre tendrá
que traducirse en términos naturales...?”) Pero, más difícil todavía: no se quiere (porque
de puro e inmotivado querer se trata, no de razón aducida alguna), no se quiere que el
bien moral tenga que ver no ya con lo natural sino tampoco con lo sobrenatural; que no
sea ni metafísico, ni psicológico, ni teológico. En verdad, en este texto da la impresión
de no saber qué se quiere. Sin embargo, la contradicción, a esta altura, se muestra
inevitable, pues se apela enseguida a la noción metafísica por excelencia, al ser, y se
define dogmática y vacuamente, asignificativamente: “puesto que ser moral es ser
hombre es preciso encontrar aquella característica en virtud de la cual los hombres
difieren de lo natural y lo sobrenatural”.

10
Ib., 162.
10

Evidentemente, aquí ya los términos del problema se han invertido y, con ello,
se han perdido, puesto que, al contrario, la evidencia de que se partía (es decir, el
carácter práctico o moral de la razón humana para toda la tradición filosófica) es que ser
hombre es ser moral, y en qué consista ser moral no podemos ir a buscarlo sino en el
elemento natural, por exclusión; exclusión del elemento sobrenatural, desde la
perspectiva humana irrenunciable, por esencial, de la razón. A no ser que, como ya
ocurriera en Kant, en realidad toda la trama argumentativa, aun queriendo
responsabilizar a la razón humana, penda o dependa de un acrítico supuesto metafísico o
teológico.11 No deja de ser así, en realidad, si seguimos a nuestra filósofa en el momento
en que nos identifica, siguiendo a Kant, esa característica presuntamente distintiva del
hombre con respecto a los seres naturales. Tal es, nos dice, la de la “buena voluntad”.
Ante esto, sólo queremos notar, recordar o sugerir que en todo el kantismo, entonces,
parece asumirse que la buena voluntad no es algo natural en el hombre o, dicho con más
precisión y justicia, que, al parecer, para los kantianos la naturaleza humana, de suyo,
no es muy buena que digamos, sino que tiene mucho de lo que Hobbes o Lutero se
temían.
Podría parecer, en fin, que esta crítica es exagerada, aunque quizá precisamente
por haberse atenido a la letra de la exposición de la autora. Sin embargo, como ha
quedado apuntado al final, en modo alguno se trata de una singularidad redaccional
cazada arteramente por el crítico, que se apartaría así del principio hermenéutico de
caridad. Más bien al contrario, es una no sabemos si pretendida pero en todo caso
soberana síntesis de una dimensión tan esencial como rechazable de la ética kantiana.
En cambio y someramente, podría decirse, sin embargo, acerca de ese “ser del hombre”
y esa razón práctica que le constituye, que el hombre es lo que es, y forma al menos
parte de su ser, pero no algo ajeno (heterónomo) a él, su ser natural. Es un ser natural,
sólo que, como dijera Pascal, consciente de sí (“El hombre es una caña, pero una caña
que piensa”). Y en eso consiste su distinción y no está claro si su grandeza o su
desdicha, puesto que está al cuidado de sí mismo; no otra cosa es la razón práctica.
De todos modos, aún nos queda hacer notar, de acuerdo con lo que cabía esperar
según nuestra propuesta interpretativa, cómo de hecho en ninguno de estos autores

11
El que la ética kantiana implica un dualismo metafísico antropológico determinado por su acendrado
luteranismo es una evidencia resaltada hace ya mucho, entre nosotros, por Aranguren, como él mismo se
encarga de notar y reiterar en su epílogo al colectivo Kant después de Kant, Madrid, Tecnos.
11

parece plantearse y discutirse la posibilidad de una ética material universal. En efecto,


el modelo de naturaleza humana, o de bien y fin o felicidad posible de la vida humana
nunca supera, en su discurso, el marco estrecho de los individuos o las comunidades
particulares. Parece que con ello han quedado afectados, en buena medida, si bien no la
den por buena y evidente en sus estrictos términos, por la visión propia de los diversos
relativismos morales, cuales serían, por ejemplo, el de la primera antropología cultural,
el del segundo Wittgenstein y su asunción de plurales e inconmensurables “formas de
vida” particulares, y el de Gadamer y la presunta irrebasabilidad de las distintas
tradiciones culturales. De hecho, para Apel todos ellos han sido valiosos interlocutores
filosóficos a los que ha intentado combatir, pensando “con y contra” ellos, según reza su
típica fórmula o recurrente expresión. Así, nos parece significativo el modo como se
refiere Apel al tema que queríamos reivindicar en esta esquemática Comunicación, el de
la vida buena como objeto de una ética material, de acuerdo con la concepción
teleologista de la racionalidad. Baste como botón de muestra esta cita:
La ética discursiva es poskantiana y deontológica en la medida en que plantea
la pregunta por lo obligatoriamente debido para todos (“deon”) previamente a la
pregunta platónico-aristotélica –y nuevamente utilitarista- por el “télos” de la vida
buena, por ejemplo, por la felicidad del individuo o de una comunidad. La ética
discursiva actúa de este modo, no porque menosprecie el problema de la vida buena o
perfecta o el del bienestar de una comunidad, ni porque no lo considere problema de la
ética, sino fundamentalmente... por[que]... no quiere ni puede prejuzgar
dogmáticamente [?!] el “télos-felicidad” de los individuos y las comunidades, sino
dejarlo a discreción.12
Como podemos ver, el tema a que nos referimos nunca es aludido aquí
tal como es concebido, en general, por la filosofía clásica griega, sino que queda directa
e inmediatamente reducido a los términos particularistas de “un” individuo o “una”
comunidad.13 Y de ahí que tampoco se aborde, entonces, una crítica directa de una
concepción verdaderamente ontológica, material-universal, del bien y la felicidad
humanos, tal como fue concebido paradigmáticamente por Aristóteles. De este modo,
cabe sospechar verosímilmente que el hecho de que se remita a la discrecionalidad de
12
A. Cortina, Racionalidad comunicativa, ..., pg. 236. Subrayados nuestros.
13
El excelente libro de Carlos Thibeau Cabe Aristóteles vale para detectar y criticar, aunque sea en otras
corrientes y autores, el hoy extendido reduccionismo interpretativo de la ética aristotélica en la línea del
relativismo individualista.
12

los afectados por el discurso las diversas propuestas morales concretas, y por más que
éstas se consideren argumentativamente decidibles, no deja de traslucir la desconfianza
en la posibilidad misma de una concepción material-universal del bien, o la falta de una
propuesta potente o interesante. Y, como era de esperar, así ocurre igualmente en el
caso de la discípula, A. Cortina, quien, ya desde el Prólogo mismo del libro al que nos
hemos venido refiriendo, acepta sin crítica que una de las virtudes de la filosofía que
presenta consiste en “acceder a ese nivel de lo universal que parece hoy vedado a las
morales concretas, a los grupos y las colectividades”.

2. La desfiguración epistemológica

Y sin embargo, cabría preguntar decisivamente a esta posición filosófica: ¿cómo


se pretende poder decidir en el discurso acerca de nuestros intereses y necesidades o de
qué modo se podrían valorar las consecuencias de nuestras acciones sin hallarnos en
posesión de un criterio, una pauta, esquema o al menos idea regulativa material sobre
los fines y bienes que convienen a nuestra naturaleza, aunque no se pretenda ni se tenga
por qué hacer “dogmáticamente” –por supuesto-? ¿Ante qué noción de la naturaleza
humana habremos de ser responsables? Como apuntamos al principio, en nuestra
primera tesis crítica, nuestra tesis es que no cabe ser verdaderamente responsable sino
ante una no particular pero sí determinada concepción de la naturaleza que
compartimos.
Mas una ontología antropológica o antroponomía como guía de la praxis no
tendría por qué ser, como teme Apel basando en ello su elusión, “dogmática” o, en el
fondo, metafísica14. Ningún saber ha de serlo –excepto quizás el de las presuposiciones
trascendentales de la acción humana, que en realidad no justifican ni más ni menos que
el sentido o la validez, en general, tanto de la tarea científica como de la moral-. Pero sí
debería ser positiva.
En cambio, el refugio en el formalismo trascendental como garantía exclusiva
de validez en el ámbito moral, según leímos antes en Apel, o, dicho más claramente, el
rechazo del plano empírico como no susceptible, en el campo de la moralidad, de
objetividad o universalidad, no deja de constituir, si se mira bien, un dogmatismo y una
incongruencia epistemológica. Por una parte, resulta incoherente con una filosofía de la

14
Véase nuestra anterior nota 4 para la diferencia y confusión entre ontología y metafísica.
13

ciencia verdaderamente crítica, como la que hallamos en el Kant de las primeras


Críticas. Por otra parte, resulta absurdo e inaceptable la pretensión, siquiera, de o bien
establecer a priori una ciencia de la naturaleza humana, o bien renunciar a dicho saber o
relegarlo al proceso infinito de realización de un consenso ideal.
Y lo mismo cabría decir respecto del deontologismo preponderante en la
concepción sistemática de esta filosofía moral. En parte, y objetivamente considerado,
nos parece también un refugio frente a la incapacidad teórica para reconocer y articular
la primacía de la noción ontológica, y necesariamente empírica y material, del “bien”
como objeto de la voluntad o razón práctica humana, con respecto a la cual no cabe sino
reconocer el carácter derivado de la noción de “deber”: como es propio del genuino
teleologismo connatural a la razón humana, añadiríamos, aunque aquí no podamos
explayar este apunte.

3. El presupuesto antropológico clave del relativismo ontológico y la


desviación epistemológica formalista

Pero valga al menos esta sumaria observación, que, como anticipábamos, puede
explicar esta arbitrariedad o deficiencia epistemológica: Da, en efecto, la clara
impresión de que la ética discursiva, como antes la de Kant, contempla reductivamente
la voluntad natural humana en el sentido de la simple inclinación sensible inmediata,
es decir, no mediada y educada por una reflexión racional ilustrada por la experiencia.
Efectivamente, si por lo natural o empírico en el hombre se entiende el deseo o el
sentimiento inmediato, no es extraño que se lo considere y califique sucesivamente de
subjetivo, de egoísta, de imprevisible y anómico. De acuerdo con esta visión, sabemos
que Kant hipostasiaba como consistente esencialmente en tales rasgos a la naturaleza
sensible del hombre, y de ahí su tesis de que la psicología empírica no podía ser una
ciencia, así como tampoco la, como la llamaba, “antropología pragmática”.
Igualmente, no podemos dejar de advertir la tergiversación que asimismo, y
coherentemente con lo anterior, experimenta, en toda ética kantiana, el concepto de
“felicidad” en una dirección hedonista, subjetivista, emotivista y, en última instancia
(por eso no se considera noción con dignidad teórica suficiente como para ser anticipada
y evaluada objetivamente en el discurso filosófico práctico), irracionalista. De esta
concepción, persistente como una corriente hasta nuestros días y de la que, como hemos
14

indicado, cabe hallar una recepción y una huella en la ética discursiva (huella que
explicaría su énfasis teórico en el formalismo deontológico pese a que intente ser una
ética trascendental de la responsabilidad), cabe decir, en suma, con aparente
fundamento, que se encuentra ajena al legado de la tradición moral del aristotelismo tal
como ha llegado, por ejemplo entre nosotros, a Zubiri, Aranguren y, últimamente,
Diego Gracia.15

4. Una proposición de consenso teórico

Tras esta primera parte negativa, nuestra modesta pars destruens, deberíamos
apuntar nuestra pars construens, lo que nuestra propuesta reivindica como alternativa
teórica, aunque la sugerencia ha quedado parcialmente delineada al referirnos
polémicamente al modelo aristotélico frente al kantiano. Sin embargo, estamos ya al
término del espacio o el tiempo de que disponemos. Aunque ya no nos es posible
extendernos más, daremos término a estas osadas páginas esbozando la pista de una
conclusión positiva en la línea de una reinterpretación del imperativo moral que concilie
el formalismo deontológico y lo que entendemos por teleologismo (yen el que aquel
habría de fundarse). Al menos en síntesis, que resultará en buena medida críptica por
apretada, nos atreveremos a exponer un argumento constructivo acerca de la autonomía,
la responsabilidad y la ética material. (Por cierto, quizá una reformulación apeliana o
discursiva del lema kantiano sapere aude podría ser la de “atrévete a argumentar”).
Aquí queda esta no menos osada síntesis que ofrezco a vuestra consideración:
“El imperativo moral -el imperativo categórico- y, por tanto, el principio
supremo de una ética formal-deontológica, no viene a expresar en el fondo otra cosa que
lo expresado en el imperativo teleológico de autorrealización como principio supremo
de una moral material. Su significado no estribaría primariamente en el “respeto” sino,
antes quizá, en la coherencia como autocoherencia que funda el respeto. Si se quiere, en
el respeto a nuestra integridad racional. Pero, en tanto en cuanto la racionalidad es un
diálogo, la autocoherencia o autorrespeto implica el respeto universal hacia todos los
racionales. En efecto, racionalidad implica universalidad y necesidad: lo que es o vale,
es o vale para todos y cada uno, para cualquiera.
¿Acaso, sin embargo, no está este imperativo pleno de contenido? Sin duda,
aunque pudiera parecer vacío. Porque, más que de un principio formal, se trata, más
bien, de un principio supremamente abstracto. Por eso cabe reconocer en él, de otros
modos, el imperativo de autenticidad, el de no alienación, o el precepto pindárico de
llegar a ser el que se es.

15
Léanse estas líneas de sus Fundamentos de bioética, pg. , en que propugna lo que en otro lugar
considera una ética “agathológica” como “ética formal de bienes”: “...........”
15

Por eso puede decirse, en suma, con clara inteligibilidad y validez, que expresa
el principio de responsabilidad humana (con uno mismo y, simultánea y
necesariamente, con los demás), cuya tarea primera podría consistir en
autodeterminarse, es decir, conocerse y realizarse. No implicaría, por tanto, de ninguna
manera, un minimum normativo sino el maximum de estar al cuidado de nuestros
principios. Ya para Platón, ser, de este modo, justo no era sino vivir y actuar
armónicamente, y para él sólo se puede ser feliz siendo justo, aunque, como Aristóteles
notara aún mejor, no sea suficiente.
La necesidad con que se nos presenta tal principio supremo, por otra parte y por
consiguiente, no implica ninguna coacción misteriosa, sino que se trata de -como decían
agudísimamente los escolásticos- una necesidad de naturaleza. Principio, pues, de
responsabilidad ontológica. La prueba está en la formulación kantiana del imperativo
que apela claramente a nuestra humanidad como valor principial, absoluto o fundante de
cualquier otro: la realización del hombre mismo es el fin de toda acción, el fin último,
un fin en sí mismo. Y cualquier cosa que haga debe estar en consonancia con ese fin
supremo.
Ahora bien, ¿qué quiere el hombre, cuál es el fin o sentido de su vida?
Naturalmente, vivir la mejor vida en la medida de la posible, experimentar su vida tan
plenamente como sea posible, ser feliz siendo humano y en armonía con los humanos.
Por todo ello puede decirse que no hay ni alternativa ni complementariedad entre
moralidad –en estricto sentido kantiano- y responsabilidad –sea en el sentido teleológico
aristotélico o en el weberiano-, sino que, como siempre ha entendido el teleologismo
racional y naturalista, se trata de lo mismo. Y, como bien elucida la ética discursiva, la
solidaridad está implícita en la universalidad del imperativo moral, no siendo entonces
una ampliación sino una explicitación del mismo.
Determinar, no obstante, materialmente una moral no puede hacerse más que en
el nivel de los principios, en abstracto, y los principios o valores son susceptibles de
plurales aplicaciones, aparte de poder reconocerse una jerarquía de valores. En suma,
paradójicamente, una ética material es bastante formal –por teórica y abstracta-, al igual
que una ética presuntamente formal es ya bastante material. Sin embargo, el imperativo,
el deber queda siempre remitido a un querer; no cualquier querer o deseo, sino el querer
radical. ¿Qué es, pues, lo que debo? El bien integral que en el fondo –radicalmente-
quiero, con todos mis semejantes. No podemos sino querer nuestra autoafirmación y
perfeccionamiento como seres humanos (Spinoza, Nietzsche), lo cual implica
solidariamente. La tarea moral, en fin, consiste en ilustrarnos, no dejarnos alienar,
tomar conciencia de lo bueno a diferencia del simple placer, del bien a diferencia del
simple deseo, de la voluntad a diferencia de la inclinación inmediata, como Sócrates
enseñara el primero.”

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