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Ética y Responsabilidad
Ética y Responsabilidad
Introducción
La presente comunicación intenta hacer una reflexión, crítica y constructiva a la
vez, acerca de la necesidad y posibilidad de una ética material universal, en polémica
con una de las principales propuestas éticas contemporáneas, como es la ética discursiva
defendida por K. O. Apel y J. Habermas, o, en nuestro país, por la profesora Adela
Cortina.
La tesis que queremos sugerir y esbozar estriba en que el relativismo e
irracionalismo éticos, hoy día tan apremiantemente peligrosos para el destino de la
especie humana, y que dicha propuesta neokantiana quiere combatir en tanto supone
una rémora teórica para la aceptación de un necesario universalismo moral, no pueden
ser superados si no se logra fundar como discurso racional, en el sentido fuerte de
objetivo y universal, una ética máxima, de contenido y principios inequívocamente
“materiales”. Dicho de otro modo: a nuestro juicio, el formalismo ético que aún subsiste
en esta concepción, y su carácter primordialmente deontologista:
*
Doctor en Filosofía. Profesor del I.E.S. Sierra Sur de Valdepeñas de Jaén. Tesorero de la AAFi y co-
director de ALFA.
2
1. Un relativismo ontológico.
Así, ante todo, ¿por qué decimos que cabe objetar a esta doctrina ética que, pese
a su propia autoconcepción, se basa en un relativismo ético? Ya hemos dicho que la
afirmación se limita al contenido material de la ética. Y, sin duda, hay un sentido en que
no se acepta el relativismo, puesto que se lo pretende superar mediante la aportación de
un criterio autocalificado de “formal” para dirimir la validez o legitimidad ética de unas
propuestas morales frente a otras. De acuerdo con tal criterio, que más adelante
citaremos y que exige ciertas condiciones formales a dichas propuestas, no cualquier
conducta sería admisible.
Sin embargo, no podemos dejar a un lado el hecho de que, para la doctrina que
criticamos, la racionalidad ética no debe dejar de ocuparse de aquella dimensión de la
moral que Max Weber identificó como la responsabilidad respecto a las consecuencias
reales de nuestras acciones. En este punto, pretende expresamente superar el kantismo
clásico en lo que, al decir de Weber, y en tanto “ética de la convicción” basada en esa
racionalidad enigmática y de segundo orden que Weber llamaba “racionalidad
axiológica” (Wertrationälitat), tenía de ética absoluta y “acósmica”, es decir,
rigurosamente desentendida de los efectos de las acciones con respecto a nuestra
bienestar o desdicha. Una ética así no podría cumplir lo que el propio Kant consideraba
el “bien supremo” para el hombre o fin último y completo de la voluntad humana, a
3
1
La observación y discusión de la ambivalencia y presunta incoherencia o equivocidad de la ética
kantiana se recoge, por ejemplo, en los trabajos de J Gómez Caffarena y G. Vilar en la obra colectiva
Kant después de Kant, Madrid, Tecnos.
4
integral como fin de la acción, es decir, a la felicidad, según los propios términos
kantianos y neokantianos. Sin embargo, como veremos, Apel desestima como objeto de
su propuesta ética dicha caracterización. Si bien parecería que es la dimensión material
de la ética lo que se contempla como ineludible, tanto por razones teóricas (asunción del
consecuencialismo a partir de Weber) como por razones pragmáticas (el aludido e
inédito desafío moral en que se encuentra hoy la humanidad), en realidad queda
expresamente relegada a “la discreción” de un eventual consenso comunicativo sobre
necesidades e intereses, sin que asome la confianza en la determinación teórica de un
bien material universal. Efectivamente, Apel dice expresamente, en el extenso epílogo
con que cierra el libro de A. Cortina Razón comunicativa y responsabilidad solidaria:
La ética discursiva es formalista y universalista –como lo fue ya la kantiana-
esencialmente porque la validez universal... sólo puede fundamentarse haciendo
abstracción... de la fundamentación de normas materiales...2
¿A qué se debe, entonces, esta aparente y llamativa incongruencia? El texto
antes citado nos da la clave. Allí seguía diciendo Apel (repetimos la cita, antes
intencionadamente escindida, para que su prosecución cobre sentido):
La ética discursiva es formalista y universalista –como lo fue ya la kantiana-
esencialmente porque la validez universal... sólo puede fundamentarse haciendo
abstracción... de la fundamentación de normas materiales ligadas a una
situación (por no hablar de valores materiales, en cuya constitución apenas cabe
pensar sin contar con la perspectiva subjetiva y temporal de los sujetos que
valoran, nacida de necesidades e intereses)... [E]l principio formal-
procedimental de la ética discursiva... delega en el discurso práctico de los
afectados (o de sus representantes)... la fundamentación de normas
situacionales, materiales... 3
Como puede comprobarse, lo que ocurre es que Apel liga o, más bien, identifica
reductivamente lo material de la ética a situaciones particulares y a perspectivas
subjetivas en tanto que transitorias o, claramente, relativas. ¿Pero qué decir de los
posibles intereses y necesidades universales? ¿Por qué no se apela a una concepción
universal, objetiva y normativa de la naturaleza humana; es decir, a una ontología 4?
2
Cfr. Cortina, 235.
3
Ib.
4
Entendemos “ontología” precisamente en el sentido de “conocimiento” de –como decía Kant en Crítica
de la razón pura, B 873- “objetos dados”, y no en el sentido estricto en que Kant entendía la
5
5
A. Cortina, 256.
6
Prólogo al libro de A. Cortina en ed. Cincel, La escuela de Frankfurt.
7
A. Cortina, Razón comunicativa...,257.
7
8
Ib., 257-258.
8
9
Ib., 161-162.
9
naturaleza del hombre. Si consideramos al hombre un ser natural –lo que en modo
alguno podrá considerarse extraño o arbitrario-, ¿qué fundamento tendría la afirmación
de que, al procurar la finalidad de su naturaleza –por ejemplo, si ese fin es la felicidad-
el hombre –o vale decir “la razón”, tanto en Aristóteles como, mucho más, en Kant-
estaría incurriendo en heteronomía? Ninguno, si no fueran más que esta premisa y esta
conclusión tan obvias lo que la autora tuviera en consideración. Pero resulta que no es
así, porque, sin aducir razón alguna para ello, se pretende de antemano distinguir al
hombre de la naturaleza, o encontrar como bien moral un bien diferente del natural. Por
eso podemos leer:
Una razón que se limita a descubrir lo que la naturaleza (metafísica o
psicológicamente entendida) o Dios le presentan como bueno, y a calcular los
medios para alcanzarlo, no se relaciona con un bien moral, sino con un bien
metafísico, psíquico o teológico. ¿No posee el bien moral especificidad alguna?
¿Siempre tendrá que traducirse en términos naturales o sobrenaturales? Puesto
que “ser moral” significa “ser hombre” es preciso encontrar aquella
característica en virtud de la cual los hombres difieren de lo natural y lo
sobrenatural.10
Es patente la arbitrariedad y la petición de principio que encarna esta argumentación. En
ella se busca una especificidad para el bien “moral” sin aducir fundamento para ello,
como por extravagancia. O se quiere negar que sea un bien natural sin razón aparente en
absoluto, como por frívolo hartazgo y afán de divertimento (de ahí su “¿siempre tendrá
que traducirse en términos naturales...?”) Pero, más difícil todavía: no se quiere (porque
de puro e inmotivado querer se trata, no de razón aducida alguna), no se quiere que el
bien moral tenga que ver no ya con lo natural sino tampoco con lo sobrenatural; que no
sea ni metafísico, ni psicológico, ni teológico. En verdad, en este texto da la impresión
de no saber qué se quiere. Sin embargo, la contradicción, a esta altura, se muestra
inevitable, pues se apela enseguida a la noción metafísica por excelencia, al ser, y se
define dogmática y vacuamente, asignificativamente: “puesto que ser moral es ser
hombre es preciso encontrar aquella característica en virtud de la cual los hombres
difieren de lo natural y lo sobrenatural”.
10
Ib., 162.
10
Evidentemente, aquí ya los términos del problema se han invertido y, con ello,
se han perdido, puesto que, al contrario, la evidencia de que se partía (es decir, el
carácter práctico o moral de la razón humana para toda la tradición filosófica) es que ser
hombre es ser moral, y en qué consista ser moral no podemos ir a buscarlo sino en el
elemento natural, por exclusión; exclusión del elemento sobrenatural, desde la
perspectiva humana irrenunciable, por esencial, de la razón. A no ser que, como ya
ocurriera en Kant, en realidad toda la trama argumentativa, aun queriendo
responsabilizar a la razón humana, penda o dependa de un acrítico supuesto metafísico o
teológico.11 No deja de ser así, en realidad, si seguimos a nuestra filósofa en el momento
en que nos identifica, siguiendo a Kant, esa característica presuntamente distintiva del
hombre con respecto a los seres naturales. Tal es, nos dice, la de la “buena voluntad”.
Ante esto, sólo queremos notar, recordar o sugerir que en todo el kantismo, entonces,
parece asumirse que la buena voluntad no es algo natural en el hombre o, dicho con más
precisión y justicia, que, al parecer, para los kantianos la naturaleza humana, de suyo,
no es muy buena que digamos, sino que tiene mucho de lo que Hobbes o Lutero se
temían.
Podría parecer, en fin, que esta crítica es exagerada, aunque quizá precisamente
por haberse atenido a la letra de la exposición de la autora. Sin embargo, como ha
quedado apuntado al final, en modo alguno se trata de una singularidad redaccional
cazada arteramente por el crítico, que se apartaría así del principio hermenéutico de
caridad. Más bien al contrario, es una no sabemos si pretendida pero en todo caso
soberana síntesis de una dimensión tan esencial como rechazable de la ética kantiana.
En cambio y someramente, podría decirse, sin embargo, acerca de ese “ser del hombre”
y esa razón práctica que le constituye, que el hombre es lo que es, y forma al menos
parte de su ser, pero no algo ajeno (heterónomo) a él, su ser natural. Es un ser natural,
sólo que, como dijera Pascal, consciente de sí (“El hombre es una caña, pero una caña
que piensa”). Y en eso consiste su distinción y no está claro si su grandeza o su
desdicha, puesto que está al cuidado de sí mismo; no otra cosa es la razón práctica.
De todos modos, aún nos queda hacer notar, de acuerdo con lo que cabía esperar
según nuestra propuesta interpretativa, cómo de hecho en ninguno de estos autores
11
El que la ética kantiana implica un dualismo metafísico antropológico determinado por su acendrado
luteranismo es una evidencia resaltada hace ya mucho, entre nosotros, por Aranguren, como él mismo se
encarga de notar y reiterar en su epílogo al colectivo Kant después de Kant, Madrid, Tecnos.
11
los afectados por el discurso las diversas propuestas morales concretas, y por más que
éstas se consideren argumentativamente decidibles, no deja de traslucir la desconfianza
en la posibilidad misma de una concepción material-universal del bien, o la falta de una
propuesta potente o interesante. Y, como era de esperar, así ocurre igualmente en el
caso de la discípula, A. Cortina, quien, ya desde el Prólogo mismo del libro al que nos
hemos venido refiriendo, acepta sin crítica que una de las virtudes de la filosofía que
presenta consiste en “acceder a ese nivel de lo universal que parece hoy vedado a las
morales concretas, a los grupos y las colectividades”.
2. La desfiguración epistemológica
14
Véase nuestra anterior nota 4 para la diferencia y confusión entre ontología y metafísica.
13
Pero valga al menos esta sumaria observación, que, como anticipábamos, puede
explicar esta arbitrariedad o deficiencia epistemológica: Da, en efecto, la clara
impresión de que la ética discursiva, como antes la de Kant, contempla reductivamente
la voluntad natural humana en el sentido de la simple inclinación sensible inmediata,
es decir, no mediada y educada por una reflexión racional ilustrada por la experiencia.
Efectivamente, si por lo natural o empírico en el hombre se entiende el deseo o el
sentimiento inmediato, no es extraño que se lo considere y califique sucesivamente de
subjetivo, de egoísta, de imprevisible y anómico. De acuerdo con esta visión, sabemos
que Kant hipostasiaba como consistente esencialmente en tales rasgos a la naturaleza
sensible del hombre, y de ahí su tesis de que la psicología empírica no podía ser una
ciencia, así como tampoco la, como la llamaba, “antropología pragmática”.
Igualmente, no podemos dejar de advertir la tergiversación que asimismo, y
coherentemente con lo anterior, experimenta, en toda ética kantiana, el concepto de
“felicidad” en una dirección hedonista, subjetivista, emotivista y, en última instancia
(por eso no se considera noción con dignidad teórica suficiente como para ser anticipada
y evaluada objetivamente en el discurso filosófico práctico), irracionalista. De esta
concepción, persistente como una corriente hasta nuestros días y de la que, como hemos
14
indicado, cabe hallar una recepción y una huella en la ética discursiva (huella que
explicaría su énfasis teórico en el formalismo deontológico pese a que intente ser una
ética trascendental de la responsabilidad), cabe decir, en suma, con aparente
fundamento, que se encuentra ajena al legado de la tradición moral del aristotelismo tal
como ha llegado, por ejemplo entre nosotros, a Zubiri, Aranguren y, últimamente,
Diego Gracia.15
Tras esta primera parte negativa, nuestra modesta pars destruens, deberíamos
apuntar nuestra pars construens, lo que nuestra propuesta reivindica como alternativa
teórica, aunque la sugerencia ha quedado parcialmente delineada al referirnos
polémicamente al modelo aristotélico frente al kantiano. Sin embargo, estamos ya al
término del espacio o el tiempo de que disponemos. Aunque ya no nos es posible
extendernos más, daremos término a estas osadas páginas esbozando la pista de una
conclusión positiva en la línea de una reinterpretación del imperativo moral que concilie
el formalismo deontológico y lo que entendemos por teleologismo (yen el que aquel
habría de fundarse). Al menos en síntesis, que resultará en buena medida críptica por
apretada, nos atreveremos a exponer un argumento constructivo acerca de la autonomía,
la responsabilidad y la ética material. (Por cierto, quizá una reformulación apeliana o
discursiva del lema kantiano sapere aude podría ser la de “atrévete a argumentar”).
Aquí queda esta no menos osada síntesis que ofrezco a vuestra consideración:
“El imperativo moral -el imperativo categórico- y, por tanto, el principio
supremo de una ética formal-deontológica, no viene a expresar en el fondo otra cosa que
lo expresado en el imperativo teleológico de autorrealización como principio supremo
de una moral material. Su significado no estribaría primariamente en el “respeto” sino,
antes quizá, en la coherencia como autocoherencia que funda el respeto. Si se quiere, en
el respeto a nuestra integridad racional. Pero, en tanto en cuanto la racionalidad es un
diálogo, la autocoherencia o autorrespeto implica el respeto universal hacia todos los
racionales. En efecto, racionalidad implica universalidad y necesidad: lo que es o vale,
es o vale para todos y cada uno, para cualquiera.
¿Acaso, sin embargo, no está este imperativo pleno de contenido? Sin duda,
aunque pudiera parecer vacío. Porque, más que de un principio formal, se trata, más
bien, de un principio supremamente abstracto. Por eso cabe reconocer en él, de otros
modos, el imperativo de autenticidad, el de no alienación, o el precepto pindárico de
llegar a ser el que se es.
15
Léanse estas líneas de sus Fundamentos de bioética, pg. , en que propugna lo que en otro lugar
considera una ética “agathológica” como “ética formal de bienes”: “...........”
15
Por eso puede decirse, en suma, con clara inteligibilidad y validez, que expresa
el principio de responsabilidad humana (con uno mismo y, simultánea y
necesariamente, con los demás), cuya tarea primera podría consistir en
autodeterminarse, es decir, conocerse y realizarse. No implicaría, por tanto, de ninguna
manera, un minimum normativo sino el maximum de estar al cuidado de nuestros
principios. Ya para Platón, ser, de este modo, justo no era sino vivir y actuar
armónicamente, y para él sólo se puede ser feliz siendo justo, aunque, como Aristóteles
notara aún mejor, no sea suficiente.
La necesidad con que se nos presenta tal principio supremo, por otra parte y por
consiguiente, no implica ninguna coacción misteriosa, sino que se trata de -como decían
agudísimamente los escolásticos- una necesidad de naturaleza. Principio, pues, de
responsabilidad ontológica. La prueba está en la formulación kantiana del imperativo
que apela claramente a nuestra humanidad como valor principial, absoluto o fundante de
cualquier otro: la realización del hombre mismo es el fin de toda acción, el fin último,
un fin en sí mismo. Y cualquier cosa que haga debe estar en consonancia con ese fin
supremo.
Ahora bien, ¿qué quiere el hombre, cuál es el fin o sentido de su vida?
Naturalmente, vivir la mejor vida en la medida de la posible, experimentar su vida tan
plenamente como sea posible, ser feliz siendo humano y en armonía con los humanos.
Por todo ello puede decirse que no hay ni alternativa ni complementariedad entre
moralidad –en estricto sentido kantiano- y responsabilidad –sea en el sentido teleológico
aristotélico o en el weberiano-, sino que, como siempre ha entendido el teleologismo
racional y naturalista, se trata de lo mismo. Y, como bien elucida la ética discursiva, la
solidaridad está implícita en la universalidad del imperativo moral, no siendo entonces
una ampliación sino una explicitación del mismo.
Determinar, no obstante, materialmente una moral no puede hacerse más que en
el nivel de los principios, en abstracto, y los principios o valores son susceptibles de
plurales aplicaciones, aparte de poder reconocerse una jerarquía de valores. En suma,
paradójicamente, una ética material es bastante formal –por teórica y abstracta-, al igual
que una ética presuntamente formal es ya bastante material. Sin embargo, el imperativo,
el deber queda siempre remitido a un querer; no cualquier querer o deseo, sino el querer
radical. ¿Qué es, pues, lo que debo? El bien integral que en el fondo –radicalmente-
quiero, con todos mis semejantes. No podemos sino querer nuestra autoafirmación y
perfeccionamiento como seres humanos (Spinoza, Nietzsche), lo cual implica
solidariamente. La tarea moral, en fin, consiste en ilustrarnos, no dejarnos alienar,
tomar conciencia de lo bueno a diferencia del simple placer, del bien a diferencia del
simple deseo, de la voluntad a diferencia de la inclinación inmediata, como Sócrates
enseñara el primero.”