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Furias y penas del “Oráculo”

“¿Pablo, ya se te subieron tus demonios?”, le preguntó en carcajadas aquella vez Ileana


Vegas al historiador, quien gritaba sin piedad, crispado, furioso. Era un fino conversador,
pero una palabra no grata incendiaba su pradera. “Era difícil de carácter. No era una
persona común y corriente. No toda la gente podía sentirse cercano a él. Podía estar
conversando sonriente, pero podía molestarse y gritar”, revela Vegas, quien lo conoció de
adolescente, cuando el historiador Raúl Porras Barrenechea visitaba su casa junto a su
jovenzuelo y predilecto discípulo.

Pablo Macera entró a la Universidad de San Marcos a los 16 años y, desde las primeras
lecciones de historia, reveló su vivaz inteligencia, su capacidad analítica. Notó y apreció
esas virtudes Porras y, por eso, Macera empezó a frecuentar su casa de Miraflores. Su
maestro le había pedido que lo asistiera en sus investigaciones de historia. Esa rica
biblioteca de la calle Colina no solo fue el paraíso del joven Pablo. Mario Vargas Llosa,
Hugo Neira, Carlos Araníbar también lo disfrutaron: Porras fue siempre una guía segura y
severa para sus discípulos.

“La relación de Pablo con Porras estuvo siempre nimbada de un profundo y recíproco
respeto y simpatía. Porras se veía reflejado en las rebeliones de Pablo, en sus
intemperancias”, detalla su hermano Julio Macera, quien radica en Italia desde 1956.
Porras apoyaba y guiaba los estudios de Macera y le dio un puesto rentado en el Instituto
de Historia de la Facultad de Letras. En el año 62 se fue Francia a estudiar gracias a una
beca gestionada por su maestro. Ello le permitió conocer nuevos métodos de análisis
histórico.

Macera pudo haber terminado en los tribunales, pues, culminado los dos primeros años
en letras, se inscribió en Derecho. Su breve paso como practicante por el estudio de
Ismael Bielich y, principalmente, el trato con notarios y jueces lo alejaron de la abogacía.
Sin embargo, concluyó sus estudios, pero nunca ejerció. Durante ese periodo, siguió las
clases de Historia del Derecho Peruano de Jorge Basadre, con quien más tarde plasmaría
la obra Conversaciones. Ambos tenían la costumbre de intercambiar libros de literatura.

Pablo Macera Dall‘Orso nació, en Huacho, el 19 de diciembre de 1929. Heredero de un


linaje que apela a la leyenda de ser descendiente de condes, curacas y almirantes.
“Ambos apellidos son de origen italiano. Yo prefiero suponer orígenes burgueses de
profesionales vinculados con el mar, el comercio, la milicia, la medicina”, considera Julio.
El padre de ambos fue aprista y el abuelo cacerista, ambos se sublevaron en armas por
sus ideales políticos. La rebeldía y el fuerte carácter de Pablo venían de familia.

A raíz de la rebelión de su padre, Pablo Macera Castro, su familia tuvo que huir a Lima, a la
casa de su abuela materna. La madre junto al historiador, su segundo hijo Vicente y otro
familiar tomaron el tren hacia Lima. Su primera infancia transcurrió en la casa de Púlpitos,
entre el fuerte de Santa Catalina y la Plaza Italia, en el Centro de Lima. “Rodeados del
afecto de nuestros padres, de nuestra abuela, de las tías Amelia y Dorila crecíamos en
esa casa grande y acogedora, con patios amplios y luminosos que un añejo jazmín
perfumaba. Íbamos al colegio de Jesús Reparador a pocos pasos de la casa”, recuerda
Julio.

Pablo leía perfectamente a los cuatros años, sus cinco hermanos menores también.
Dotado para los cursos de humanidades, sin embargo, la raíz al cuadrado no era lo suyo.
Tenía una facilidad para memorizar que agudizaron sus dotes analíticos. No fue un
alumno destacado, pero sí aplicado. A menudo merecía premios. Cursó estudios en los
colegios La Salle e Hipólito Unanue. Durante esa etapa su familia vivió dentro de un
entorno lleno de preocupaciones económicas.

Su padre siempre se mostró orgulloso de su hijo mayor y en él depositó todas sus


esperanzas. Una vez, cuando trabajaba como contratista en la carretera Panamericana,
puso a Pablo, que tendría 9 o 10 años, al volante de un volquete para que tuviera
balanceado el freno del camión, evitando que se deslizara desde el nivel en que estaba
estacionado. La relación con su padre fue buena, pero en edad madura no faltaron las
peleas. El tiempo todo lo arregla.

Ambos, en 1945, sostuvieron prolongadas discusiones sobre temas ideológicos. “Mi


padre era un empedernido libertario. Quizás rayano en la anarquía. Pablo sostenía, en
cambio, tesis demoliberales de autoridad, de libertad responsable. Ambos concordaban
en los principios de justicia social. Terminaban sin llegar a conclusiones, cada uno con
sus ideas, en armonía familiar”, enfatiza Julio. En ese entonces la familia Macera vivía en
la calle José Díaz 274. Y su economía familiar no alzaba vuelo.

En edad adulta, Pablo Macera gestó tres familias y cinco hijos. Su hijo mayor Javier guarda
gratos recuerdos de su padre. “Él era un hombre cariñoso, engreidor”, añora. El historiador
fue un capo jugando ajedrez. Aprendió a mover las piezas de muy niño con un juego de
ajedrez elaboradas con migas de pan. Por eso, no quiso que Javier se quedara atrás y lo
puso un profesor desde los 8 años. El resultado: el hijo llegó a ganarle al padre. Empresa
difícil.

“Mi padre era un tipo con un carácter bien difícil, era temperamental, no era una persona
que se llevara con todo el mundo”, agrega Javier. Sin embargo, se entendió bien con el arte
culinario. Era un fantasioso y refinado cocinero. Convertía la cocina en zona de guerra,
desorden por doquier, pero salía victorioso: arroz con mariscos. Gloria pura. Ese don lo
tuvieron también su padre y su abuelo Julio Cesar Macera. Aprendió a cocinar sin
maestros, de instinto. Amaba la cocina criolla y el chifa.

Todas las personas que lo conocieron coinciden en que Pablo Macera fue hombre
generoso. Siempre apoyó a quien se lo pidiese. En 1996 Carlos Atocsa, un recién egresado
de la carrera de derecho, se acercó al Colegio Real con algún pretexto para conocer al
historiador más importante del país. Al final de la charla, Macera le propuso hacer unos
informes sobre historiografía jurídica peruana ofreciéndole una paga interesante. Su
trabajo lo cumplió a carta cabal.

“Pasaron unos años y cuando quise viajar a España para una estancia de estudios en
temas editoriales, la embajada me rechazó la visa. Alguien me sugirió que elaborase una
carta con recomendaciones de personalidades académicas de prestigio y la primera
persona que se me ocurrió fue él. Viendo su firma, muchas otras grandes personalidades
se animaron a suscribir esa carta. Al final, me dieron la visa”, recuerda Atocsa. Las
acciones tienen raíces.

El Seminario de Historia Rural Andina fue su joya personal. En el añejo Colegio Real
operaba como médico cirujano el mundo socio histórico del Perú. Tumbó paredes, alzó
estantes y esculpió una brillante generación de historiadores. “Él cumplió un papel muy
importante preparando a jóvenes estudiantes que se convirtieron luego en grandes
investigadores”, comenta Lorenzo Huertas, alumno de la primera generación del
seminario, que creó Macera en 1966.

Fue una fuente inagotable de conocimientos puestos al servicio de los estudiantes. En el


Colegio Real se entrenaban en el manejo y organización de las fuentes de archivo. “Cada
investigador contaba con la asesoría constante del doctor, quien promovió la libertad de
pensamiento y la búsqueda de criterios propios de análisis”, resalta Alejandro Salinas,
quien, como cachimbo, lo conoció en 1985, cuando aún dictaba en San Marcos. En cada
primera clase decía con orgullo que era huachano.

En los últimos veinte años Macera enfocó sus estudios en el arte popular y la tradición
oral amazónica. “Desplegó un denodado trabajo de investigación conjunta entre
historiadores y artistas nativos, que dieron como resultado la publicación de narraciones
bilingües”, resalta su alumna María Belén Soria. A estos grupos nativos los trataba con
cariño, siempre había un buen banquete y hospedaje. Se cuenta que alguna vez hizo un
viaje por planos dimensionales para encontrar sanación: una sesión de ayahuasca.

Él era un enardecido coleccionista de arte popular. Su casa-museo de la calle José Díaz,


más que admirada era envidiada por sus visitantes: huacos, murales cuzqueños, pinturas.
También era lugar de versadas conversaciones sobre política, literatura, sociología y, por
supuesto, de historia. “Le gustaba dialogar con los estudiantes y nos invitaba a su casa
para participar de las tertulias con sus colegas peruanos y extranjeros”, precisa Wilfredo
Kapsoli, quien rompió su amistad con Macera por no asistir a su sustentación de tesis,
siendo su asesor. Pablo luego le pidió perdón. Y la amistad retomó su rumbo.

En esas reuniones que se amenizaban con monopolios, naipes o se escuchaba música


tuvo asistentes extranjeros de lujo. Historiadores como Pierre Vilar, Eric Hobsbawm y
Roggiero Romano. No menos importante, el intelectual y autodidacta peruano Emilio
Choy también era caserito. “No era una institución, era una costumbre, reunirse en casa
de Pablo, a quien se le reconocía funciones de coordinador, de gentil anfitrión”, considera
Julio Macera. Cuando se jugaba ajedrez, Pablo no perdonaba.

Cuando postuló por Perú 2000, compró su ostracismo, su silencio. De requerido por los
medios pasó a ser ignorado. El oráculo como solían llamarlo por sus sorprendentes
vaticinios, aquel francotirador que disparaba a diestra y siniestra, aquel que no se casaba
con nadie, desposó al gobierno del Alberto Fujimori. A este le vaticinó su ascenso al poder
en una entrevista concedida al cronista Eloy Jáuregui: “Nadie puede descartar un posible
triunfo del Apra o de un tercer candidato, digamos un independiente en segunda vuelta”. Y
así sucedió, en aquella elección de 1990 no ganó Vargas Llosa, sino un desconocido:
Fujimori.

En una reunión coincidió Pablo Macera y Martha Hildebrandt, por entonces presidenta del
Congreso. Ambos conversaban amenamente y la lingüista le dijo: “Si el presidente
Fujimori te conoce, le vas a encantar. Yo te lo quiero presentar”, recuerda su amiga Sylvia
Vegas, quien fue la anfitriona de ese ágape en su casa de Miraflores. Se dice que el
mandatario lo invitó a un viaje de avión donde lo convenció de pertenecer a su partido.
¿Qué lo motivó? dos factores: reconocimiento y problemas económicos. Para sus
allegados más lo primero. Para otros, viceversa.

“Creo que era un tema de falta reconocimiento. Eso explica mucho porque te dejas tentar
por determinadas ofertas que tienen un lado atractivo. Creo que en algún momento él
tuvo que reconocer que se equivocó”, dice su hijo Javier. Después de las feroces críticas
que lo apartaron de la escena pública, para muchos fue Julio Cotler quien le tomó la posta
para analizar la realidad peruana. Macera fue quien parió una frase muy recordada y
polémica: “El Perú es un burdel”.

“En el 2000 mis yerros fueron aún mayores. Por lo general buscamos el reconocimiento a
cualquier precio. Dentro de mi vanidad herida supuse que el Perú me había desperdiciado
y que necesitaba una suerte de vindicación. Fue una vana apuesta”, le confesó al escritor
Rodrigo Núñez Carvallo, años después de su paso político. Núñez lo recuerda cuando
visitaba su casa para hablar con su madre, la pintora Cota Carvallo. Entre Macera y
Carvallo hubo buena amistad. Ambos tenían raíces huachanas.

Su desliz otoñal no empaña su prolija obra historiográfica. “Sus trabajos de investigación


constituyen, sin duda, clásicos de la historiografía peruana”, agrega Alejandro Salinas.
Macera renovó métodos, conceptos y perspectivas de investigación científica. “Estaba al
tanto de las nuevas maneras del trabajo histórico. Sigue siendo el historiador más
modernizante del Perú del siglo XX”, considera su colega Hugo Neira.

Tirso de Molina escribió en El Melancólico: “Con noble ingenio y estudiosa vida”. Así
podría resumirse su aventura por estos lares. En una de sus acostumbradas reuniones
Pablo se levantó intempestivamente y golpeando la mesa gritó: “¡Yo soy la historia!”. Los
presentes conocedores de su humor tan cambiante solo reían. Uno de ellos solo replicó:
“Sí, Pablo. Lo eres”.

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