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Felipe Uribe

De-Peche Mode: Disfrute fumar

Esta noche pasé del éxtasis a la penumbra en cuestión de segundos. De contemplar la


posibilidad de comprarme una 750 de néctar verde en el Oxxo y celebrar con mi vecino, que
de paso se diga, es un aguacate, a escribir la primera entrada en mi libreta (no le digamos
diario, por favor). Sigo emputado de que le hayan anulado el gol a Yerry contra Ecuador,
todo por unas reglas que ya ni sus creadores entienden, mucho menos nosotros, pobres
huevones propiciando madrazos al VAR desde la casa, y eso que el VAR nos salvó de un
penalti a mitad del partido, pero de eso ya ni nos acordamos. Solo queda la imagen de la larga
mano de Mina PEGADA al cuerpo, sintiendo el roce INVOLUNTARIO de la bocha. De ahí
ninguno de nosotros entiende por qué es un gol anulable, pero con cada repetición que veía
el árbitro en el monitor, mayor era el presentimiento de que quedamos iniciados. Todo el
evento huele a tragedia anunciada, pero con la Sele lo último que se pierde es la esperanza.
Deberían volver a jugar en el Nemesio Camacho, a ver si entre sirenas de ambulancia y peos
tóxicos de Transmilenio, a casi 3 mil metros de altura, algún equipo es capaz de ganarle a
Colombia.

En todo caso, las cosas encuentran su cauce en un río involuntario, no importa que la derrota
me haya privado de ese festejo tan particular que produce la euforia de ver a la Sele ganar,
las decepciones también dan sed y Bogotá es una ciudad llena de promesas.

Empiezo la noche roleando un porro con unos papelitos que recién me vinieron en combo
por mi última compra. Primera cosa en la agenda a discutir, antes de seguir con esto de la
vida: Quiero realizar una convocatoria a un esfuerzo nacional y si se quiere latinoamericano
para idear una palabra que represente bien a la marihuana. Porque “marihuana” es como le
dicen los contadores y abogados que se toman el tinto en vasos de icopor a las doce del día
en pleno sol de Villeta. Chiruza ya son demasiadas revoluciones y weed es la forma tik tok
de la gomela que la está probando por primera vez. ¿Yerba? ¿Nacional? Tampoco cumplen
con la tarea. Porro tiene buena pinta, pero fumarse un porro no es la única forma de consumir.

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Tiene que ser una palabra un poco más distinguida, con cierto estilo de todera; un balance
perfecto entre cochina y guapa, que sea calle pero elegante, como una de esas chicas
hermosas a las que les vale huevo comerse el chicharrón sin servilleta y después hacer
pucheros con los labios para joder con la grasita natural. Ahí les dejo la inquietud, sin duda
relevante. Un primer paso para facilitar su legalización, todos los problemas del mundo son
esencialmente estéticos.

Esto que me estoy a punto de fumar merece otro nombre, algo que suene. Y no me vengan
con las maricadas de que el lenguaje es arbitrario. Pues sí, puede serlo, pero un mango solo
podría llamarse mango o las frambuesas no serían tan legendarias si no se llamaran
frambuesas. Y qué decir de nostalgia, esa mezcla agridulce transformada en sonidos, como
de las luces del arrebol cuando el sol hace un tiempo se escondió entre las montañas, esa
palabra tan exquisita por la que hay que preguntarse si es la razón por la que nosotros los
hispanoparlantes somos tan nostálgicos.

Los papelitos para rolear son precisamente sabor mango y mi técnica, debo decir, un poco
patética. El equivalente a no saber montar bicicleta sin manos. Una vez el papel está lleno, y
le pasas un poco de saliva a la parte superior, empiezas por envolver el filtro, pues es lo único
que debe quedar realmente ajustado. Desde ahí el porro sigue la forma y queda más bien
como un cono de helado, tremendo cono de helado hijueputa. Me lo fumo en mi jardín,
pendiente de que no se oiga la voz de Ismael, mi vecino, en el suyo. No quiero meterme en
ese trámite innecesario. Ya me ha visto un par de veces con los ojos descolgados, como
agotados de buscar algo cuando en la realidad era todo lo contrario.

La primera vez le dio pena decir algo, pero sus ojos fijos en los míos, en señal de alerta,
fueron suficientes para que yo me diera cuenta de que el bueno de Ismael (Ismael es decente
y fiel), me tenía pisteado. Esa vez fue hace ya casi un año y el escenario no pudo ser peor.
Era una tarde de domingo, a ojos de los cuchos perfecta para un buen asado y cervezas frías.
El sol naranja y hermoso se extinguía en una ovación a sí mismo, haciendo de su desfile una
manifestación fúnebre de belleza y encanto que se extendía en el cielo azul. Yo, previendo
semejante día, y después de mandarme de almuerzo un pollo sudado reconfortante, me cité
con Juanfe a las 2 de la tarde en el parque de los Hippies. Me acuerdo particularmente de dos

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cosas de aquel día, bueno, tres si contamos el posterior encuentro con Ismael (Ismael es
diplomático y no es cruel).

La primera es que antes de que el brownie que Juanfe y yo nos comimos en el parque nos
dejara en el ano del día, nos metimos al círculo de fuchi que normalmente se hace en el centro
de la plaza, donde descubrí que eso de hacer veintiuna con una bolita de tela se me da bastante
bien, incluso a pesar de los nervios. Y no eran nervios de entrar a un círculo a hacer lo que
uno pueda, no. Cualquiera que se haya metido a ese parche es consciente de que se lo toman
muy enserio. Y aquí siempre hay pirobos re locos, que uno no sabe qué puedan decir o no
decir si uno no da la talla. Por un lado, tienes a los extranjeros de rostro filoso y chupado, de
ojos grises o azules y cabello rubio largo, suelto. No es por ser mediocre, pero todos son
altos, flacos y todos huelen a cebolla cruda. Son los que a menudo andan ahí, bien colgados,
como Mufasas que nadie es capaz de levantar del acantilado, pero que nunca se terminan de
dar en la jeta contra el suelo. Después tienes a los chirris con sus pantalones de paracaidistas,
calvos o con severos cortes de todos los relieves, algunos con esas crestas que deberían llevar
el aviso de “Re alto”. Son los de tenis de suela alta y audífonos tipo earphones color negro
que descuelgan de su cuello. Finalmente están los estudiantes todo bien, pero un poco
pajeados mentalmente por andar jugando fuchi en el parque de los hippies un domingo. Son
los de las manos llenas de tinta, una tinta azul que hace parecer que andan por todos lados
con las manos sucias. Usan sudadera gris abombada que se encoge a medida que baja hasta
los talones y una camiseta blanca un tanto apretada que no está sucia, pero definitivamente
tampoco limpia. Estos también están un poco colgados, pero a los extranjeros se les nota más.
La barba, de ser posible, es altamente recomendable, y eso para cualquier grupo.

Así era el combo al que yo me enfrentaba, todos muy concentrados en el jugar y no en el


vamos, cuando Juanfe cansado del silencio y de estar sentados en el parque, mirando a los
transeúntes pasar y sentarse en las letras BOGOTÁ multicolores, me dijo “vamos a jugar”.
Vamo’ a jugar, vámonos a jugar… Para entrar al círculo de juego no dijimos nada, y así nos
pistearon y no reaccionaron, todo bien, se puede jugar, y yo rezando para que me la pasaran
pronto, pero no tanto. Ese momento de recibir el fuchi con mi rodilla derecha, rebotarla
primero en mi empeine una vez, dos veces, después poner la cara interna del pie y finalmente,
mientras el fuchi flotaba en el aire con ese último toque, girar mi pierna izquierda, de tal

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manera que quedara un espacio libre para la derecha, capaz de llegar por atrás y rebotar la
mini bocha de taquito, pase perfecto, parabólico, a un extranjero al lado mío.

La segunda cosa fue que conocimos a Alfredo Casares, un señor que resultó siendo dueño de
una pequeña librería en el centro comercial Vía Libre, en la 19 con 5ta. Cuando le
preguntamos por qué había decidido ser librero, nos contestó que nunca lo decidió, que la
vida y los caprichos de alimentarse a punta de Roberto Artl, Alfredo Bolaño y Álvaro Mutis
lo llevaron a eso. Sus cejas negras y gruesas contrastaban con su pelo frondoso,
completamente blanco. Llevaba un bigote, negro también, finamente podado. Recuerdo que
sus ojos me produjeron una sensación de lago azul profundo, como si detrás de ellos se
escondiera un trozo infinito de los llanos orientales.

También le preguntamos qué había sido de él a nuestra edad, a lo que contestó que fue una
época de su vida marcada por una obsesión desenfrenada por reconocimiento. Alfredo
Casares casi se escapa de su casa a los dieciocho, cuando su papá lo amenazó con echarlo si
no votaba por Belisario Betancur. En cambio, hizo todo lo contrario por puro amor a su viejo,
y se ofreció como payaso en la campaña presidencial del candidato. Digo como payaso
respetando los términos que él escogió para narrar su pasado, ¿Y en qué consistía su trabajo?
Bastante simple. Alfredo era uno de los integrantes del equipo de aplausos de Belisario, por
lo cual le pagaron todos los costos de traslado y alojamiento a dos viajes de campaña del
prócer. El primero a la Guajira y el segundo a Nariño (o más bien a Pasto). En ambos su
misión era sentarse en la silla que previamente le habían reservado y aplaudir con fervor en
los momentos del discurso destinados para ello. Sin duda eran tiempos diferentes. Los
candidatos no se presentaban en una tarima con un micrófono y cuatro parlantes a cada lado,
atontados por ese delirio de rockstars que los hace deslizarse en la más altruista verborrea de
gritos y alabanzas sobre todo tipo de proyectos y promesas del porvenir frente a una multitud
gigante que, satisfecha por el tamal de la mañana, sin duda se hace sentir. No, no, esto eran
campañas civilizadas; en carpas móviles o plazas públicas, con sillas Rimax para todos los
asistentes, reunidos en mesas con manteles blancos (también Rimax, pero la intención es lo
que cuenta) que como requisito impajaritable debían tener una botella de aguardiente rojo
disponible para consumo público. De ahí el candidato pasaba a desprender el espíritu de su
cuerpo a través de las mismas promesas que siempre se han hecho en ese consenso tácito

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entre público colombiano y el líder, pero todo esto con palabras refinadas y grandilocuentes
que ninguno de los asistentes entendía, pero que de solo escucharlas hacía que todos se
sintieran mejor. Y bueno ahí estuvo Alfredo, testigo de la paulatina metamorfosis de los
oyentes a medida que los aplausos se acumulaban y la voz del Belisaurio empezaba a levitar
en perfecta maestría de tonalidades. A ver cómo en esa decencia y exquisitez los
espectadores, recostados en sus sillas, se erguían lentamente, abriendo los ojos, dándose
golpes en la espalda e incluso apretando con cariño a sus hijos. A pesar de todo riéndose en
voz baja y sirviéndose aguardiente, pero tomándolo de a sorbos.

Después estuvo en la plaza de Bolívar el día de la toma del Palacio de Justicia, pero su
memoria del evento no es del todo clara, congestionada por los sonidos de metralla y ese olor
ácido de tanto documento y recurso legal quemado que invadió el aire. Se acuerda de unas
camionetas grandes y de los guardias del palacio desparramados como semillas de eucalipto
en el suelo. Pero más allá de eso su registro “bien puede ser un sueño”.

Y así se nos fue deslizando la tarde, presos de ese tilín tilín que recorre el cuerpo cuando Mr.
Chocoso nos pegó severa cacheteada al cerebelo. A eso de las cinco de la tarde me devolví a
mí casa, aún contagiado del recuerdo de Alfredo. En el transmi las ventanas reflejaban el
cálido brillo de la tarde, yo me mecía con la música de Studio Ghibli, de Howl’s moving
castle para ser exactos, mientras contemplaba con la mirada la extendida hora de los otros
pasajeros. Una mujer se sentaba en una de las sillas elevadas amamantando a su bebe, quien
envuelto en muchas cobijas no se desprendía del pezón. Ella no parecía ni inmutarse,
suspirando mientras pasábamos por la pirámide de Movistar, casi en la 116 con Suba. Un par
de metros más atrás, un ciclista se recostaba en la parte elástica del bus, esa que parece el
fuelle del acordeón, mientras sostenía su bicicleta con la mano derecha y daba lentos sorbos
a un termo con la izquierda. Se notaba cansado, pero sumamente satisfecho.

Me acuerdo de que llegué a mí casa en el pico de la traba, algo mareado, pero sin que ello
fuera insoportable. Con los ojos rosados y para rematar llorosos, quizás producto del aire frío
bogotano. Había cruzado la portería y caminaba por la calle de mi conjunto, al pie de la acera.
Cuando estoy trabado me gusta mirar al piso, o más bien me entretengo contemplando mis
pasos, de repente ese acto de trasladarse y la repetición de un paso y después el otro me
parece rarísimo. Discutía en mi cabeza sobre comprarme Detectives Salvajes, que me lo había

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recomendado Alberto, cuando inesperadamente mi pie se estrelló contra una bolsa de basura.
Esto fue solo el comienzo, en tanto el choque de alguna manera me frenó y me empujó a
doblarme, adquiriendo en el rebote una especie de impulso. Lo único que yo puedo describir
del estrellón fue sentir un mordisco ni el hijueputa en el polo norte del cráneo, mientras veía
con los ojos fijos hacía abajo el escote de una señora madura, el cual revelaba el comienzo
de sus senos, porque las cumbres sí estaban bien escondidas entre el brasier y un vestido
apretado. Tan pronto sentí su mandíbula en mi cabeza intenté apartarme y la consecuencia
de ello fue empeorar el mordisco. Después de esos milisegundos tan extraños y largos por
fin sentí la mandíbula liberándome, casi automáticamente me llevé la mano derecha al pelo
pronunciando ese “auchhh” de pobre huevón que cogieron desprevenido y le mordieron
medio cráneo. El acto reflejo me duró poco, o más bien se me olvidó al instante, al ver a la
señora y su cara verde, pero re verde, ella con todas sus fuerzas resistiendo las ganas de
reflujar en plena calle del vecindario.

Su esposo rápidamente fue a ayudarla, mientras ella se recostaba contra los canastos de
basura respirando a intervalos lentos como si la hubiera cogido un ciclón. Después de un
tiempo también el mismo Ismael fue a ayudar, pero sin saber cómo, como el tercero de un
trío que se contenta con lamer la espalda de alguno de los otros dos ante la escasa
participación. Para colmo fue en ese preciso instante que Sogamoso, el perro recogido de
Ismael, me reconoció, a lo cual empezó a ladrar esperando a que jugara con él.

Después de que la careverde recuperara algo de su semblante, aún agitada se apartó un poco
del lugar con una cara de sobreviviente de un evento terrible. Yo a duras penas podía mirarla
a la cara, aguantando la risa tan hijueputa. Obviamente el esposo de la señora vino a mi
encuentro, a ver qué o qué, buscando mi mirada con ese afán de entender las razones por
medio de exigencias. Yo seguía re desubicado, mis dos neuronas que instantes antes
disfrutaban de vacaciones en Júpiter aún no habían vuelto a la cabina central.

- Mire por dónde camina- me dijo con voz firme.

Yo me quedé mudo, tratando de mascullar un “perdón” que simplemente no salía del todo.

- Bueno, pero diga algo. No se quede ahí sin decir nada, idiota.

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La reacción me sorprendió, pues a pesar de que este señor no estaba dentro de su uniforme
evidentemente era otro policía. Probablemente el jefe de Ismael a juzgar por la calcomanía
de un escudo de la policía en el panorámico de su camioneta. Era más alto que yo, en su
brazo derecho tenía un reloj grande y elegante. Vestía una chaqueta azul ligera, una camisa
blanca ancha que escondía su gran barriga y unos jeans un poco apretados con pequeños rotos
en las rodillas. Un olor de carne emanaba del patio de Ismael, el cual permanecía abierto
mientras las dos familias hablaban en la calle, me los encontré en plena despedida. Para mi
fortuna ya los pocos rayos de luz que quedaban atravesaban lo más alto del cielo, la tierra de
nosotros los mortales ya era oscura y borrosa. Me pareció irrazonable la emputada del man.
No desde un punto de vista moral -porque eso puede valer mierda-, sino desde la simple
lógica de las circunstancias. A veces estas cosas pueden ocurrir, a veces un joven sin querer
le restriega su cabello en la boca a la esposa… Después de un silencio minúsculo pero
abrumador, donde este señor esperaba mi respuesta dándole suaves palmaditas a su esposa,
mirándome de reojo y preguntándose sobre si yo iba a ser capaz de decir una palabra, Ismael
(Ismael es prudente y bravonel) vino a calmar el show.

- Jefe, ya, todo bien, fue un accidente…

Después Ismael me miró a mí, pero no me miró como su jefe. Él no esperaba ninguna
explicación de mi parte, pero porque me miraba con fastidio, esperando que me apartara de
su campo de vista. Supe en ese instante que ese man tenía clarísimo que yo estaba trabado.

- No se preocupe, chino, más bien descanse - me dio una palmadita en el hombro.

En el fondo alcanzaba a oír la voz de la señora, ya casi recuperada del todo, pero aún victima
de una tos menor. Le decía a su esposo.

- Es que imagínate, me comí casi tres papas. Y después la longaniza…

Por más de que una extraña curiosidad empezó a gestarse en mi cabeza, apenas visualicé mi
escape lo aproveché.

Y así fue la primera vez que el dandi de Ismael (Ismael es firme y acetaminofén) me cogía
en el 420.

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La segunda vez yo llegaba con unos amigos de la farruki a rematar en mi casa, sábado 6 am
con el mundo preso en una centrífuga, de tal suerte que nosotros éramos los frasquitos en el
centro del dispositivo, de ese disco girando a las mil “n” revoluciones, jodiendo en la mañana
fría y silenciosa, buscando cómo rolear un porro sin papeles o cómo comprarse una de
aguardiente, con la mala fortuna que era la misma hora en que el veci salía de su casa para el
trabajo.

Ya en la tercera vez que me pilló se puso en full modo aguacate amistoso del vecindario. Era
un miércoles por la tarde, nada más mamón que a uno vayan a molestarle la paz de estarse
en un banquito en el parque parchado, mirando las nubes grises pelear contra los rayos
moribundos del sol. Y así fue mi tercera vez, cuando acto seguido llegó con Sogamoso. Lo
saludé sonriendo, mientras Soga se acercaba a que lo consintiera. Desafortunadamente la
sonrisa incómoda no fue suficiente y el correctísimo de Ismael (Ismael es lampiño como un
churumbel) me hizo un gesto para quitarme los audífonos.

- Buenas tardes, joven.


- Buenas tardes, Ismael.
- ¿Todo bien?
- Todo bien, Ismael…
- Qué bueno… hasta luego, cuídese joven, tiene esos ojos en la luna… ¡Que no lo vayan
a coger con eso en la calle!

(Pero a ti que te importa, amigo Ismael, si yo sé muy bien las reglas de nuestro país y más
de veinte gramitos no me vas a coger, ¡bobo malparido!).

- Es el estudio que me tiene cansado, la computadora me jode los ojos, hermano…

II

Hay cosas imposibles, absolutamente imposibles, pero que no dejan de suceder. Una ley de
atracción de objetos y espíritus, que la mayoría de las veces no es nada deseable, pues solo
en instantes precisos uno se gana la lotería, el resto de las veces es una mierda. Todos
conocemos a una persona re fastidiosa que nunca deja de cruzarse en nuestro camino, y
mientras él o ella viven relajados oliendo flores y comprando chicles en las tiendas, uno tiene

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que esperar en el carro o esconderse en otro pasillo a que la persona se vaya, porque además
siempre son los típicos que saludan efusivamente.

¿Y qué pasará cuando esa persona deje de saludar? Todos en el fondo sabemos la respuesta.

Ese, por lo menos hoy, no será el caso. A veces hay que rebelarse contra las leyes de la
naturaleza, porque o sino qué vamos a hacer. A veces pasa que los patrones dejan de repetirse
y cuando sucede así no nos damos cuenta, y es ahí donde está la segunda parte del problema.
De dónde será que sacamos ese hábito de acordarnos tanto de las cosas malas a tal punto que
le dimos la vuelta a la norma. Cuántas veces la he pegado en este precioso, decente y bello
espacio de mi casa sin que mi vecino (mi vecino es descafeíno y cretino) me haga el croquis
mental.

Pues hoy no es el día, hoy no es el día Ismael. Hoy lo prendo y tú ni te diste cuenta porque
Colombia empató y tú estás o discutiendo con la señora o en algún otro lado controlando
riñas de parceros. Y yo por mi parte siento el humo invadir los pulmones, un segundo de
calma antes de que explote el bajo y después empieza. Primero un golpe del recluta que me
deja como agachado, como confundido, el pasto kikuyo se sacude el pegajoso néctar del
rocío. Después el aire se me espesa, como si eso de existir se tratara más bien de surfear una
chimba. En cuestión de segundos busco mis audífonos y me empieza una sed muy cabrona,
vasito de agua chogueado y a escribirle a Juan Felipe.

- Qué hay que hacer, papi.


- Camine a videoclub que va mi culito de arte.

¿Este pirobo no dizque se iba a enseriar con María? No es mi problema.

- ¿Ella va con amigas?


- Sisa.
- Firme, ¿salgo en 10 pa’ su casa?
- Hágale.

Me pongo los audífonos y salgo a la calle, prendo un cigarro e inhalo como quien encuentra
oxígeno después de deambular por el espacio. No se necesita nada más. A la salida le chiflo
a Miguel, el portero, quien, a pesar de estar ocupado con un visitante, me asiente con disimulo
y complicidad, estableciendo el reconocimiento de ese secreto que no es ningún secreto, el
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de las oleadas de humo de orégano quemado que se dispersaron sobre el conjunto de casas.
Miguel ya sabe, siempre sabe, de hecho, sabe todo.

Subo la calle hacía la avenida Suba. Caminar por estos andenes no necesariamente es hacer
pereza. El espacio en Bogotá nunca ha sido amigable, pero en esa imperfección hay algo muy
bacano, una grandeza de originalidad que saldría con todo su esplendor estético si la calle no
fuera lo único lleno de huecos en la ciudad. Siempre he tenido la impresión de que estas
cuadras templadas con sus casas ni tan grandes ni tan pequeñas, de fachadas perdidas en una
modernidad arquitectónica de los sesenta, con sus garajes automáticos de portón negro y sus
antejardines minimalistas deben parecerse a los conjuntos residencias de un Tokio
coqueteando con el invierno, tranquilo, también silencioso en estas noches frías. Incluso sus
inquilinos, con sus chaquetas gruesas y miradas bajas empiezan a parecerme japoneses. Ojalá
alguna vez vaya a Japón, pero la realidad siempre apunta a todo lo contrario.

Llego a la Suba y el murmullo antes indecible se exacerba, infiltrándose entre los audífonos
y la canción, haciendo que mi música parezca el soundtrack. A mi izquierda está el centro
comercial Bulevar con sus luces verdes y rojas iluminando las cúpulas de cristal que
instalaron en su renovación. Todos los abuelos de Niza siguen comprando en Bulevar, cuando
pusieron un Bostonian fue la cumbre. A mi derecha, un poco más lejos, está el centro
comercial de Bahía, mucho más chiquito y oscuro. Siempre que lo veo me recorre un halo de
estrés post traumático de las clases teóricas de manejo, todos los sábados de 7 a 11, y cuidado
con llegarle tarde a Esperancita. Hubiera sido chistoso hacer uno de esos tik toks de antes y
después, al salir de la clase todos parecíamos dementores.

En la calle la carrera perpetua sigue su curso, los carros aceleran afanosos a pesar de tener
solo unos metros de pista destruida, ¿Será que los carros los traen a Colombia con mejores
llantas o suspensión? Obvio no bruto, no es bueno pa’l negocio.

Solo hace falta ampliar la mirada un poco para que los carros se distorsionen, encapsulados
por una luz delantera muy grande y aturdidora. Mientras tanto, las motos se ladean entre
cualquier espacio sobrante, como mosquitas que se inventan caminos para llegar más rápido
a la mierda. Incluso el andén se vuelve transitable para los domiciliarios a medida que el
trancón se endurece. Es un ecosistema dentro de la ciudad, una especie de dragón japonés de
escamas venenosas azufradas, respirando un halo rojo de carro frenado a medida que el reloj

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traza sus horas críticas. Un dragón que de cinco de la mañana a diez de la noche no hace más
que revolverse en desorden, buscando el silencio para hacerse escuchar. Buscando una meta
que nunca llega porque siempre toca ir a ella, porque ninguna cosa realmente queda en Suba
y los destinos siempre son transitorios. Supongo que lo mismo puede suceder en Bogotá;
todo, absolutamente todo puede suceder y esta ambición de seguir construyendo cosas no
permite gozar de los finales. En un proceso análogo, la seducción de lo prohibido se olvida
con el tiempo, convirtiéndose en ley del imperio.

Giro a la izquierda y me enderezo, un paso tras otro, me infiltro en la corriente de personas,


inspirado también por esa falsa hermandad de caminar con mucha gente en la misma
dirección. Eso no quita el hecho de que aquí todos estamos nadando juntos, a contracorriente,
pequeños pececitos fumándonos las humaredas que se desprenden de las escamas del dragón.
Juntitos nos cancelamos, juntitos nos arrugamos las frentes y recogemos la nariz, juntitos nos
frenamos y nos aceleramos en ese juego de todos los días llamado pisar. Pisar tapetes y
cemento, tierra negra rica con minerales, tapicerías, pisos de caucho que parecen de juguete
y huelen re rico, hojas secas y paquetes de chocorramo, servilletas y pasto, cemento roto y
vidrios rotos, cigarros, porros, juguitos Hit, tierra seca y agrietada entre los parches de pasto.
¿Y cómo que eso somos, no? Puros parches de pasto parchados entre esta tierra de la que
chupamos y volvemos a chupar, y después todos cagados y jodidos “uy, pilas pisa esa mierda
de perro, parcero”, me quito los audífonos, un poco alterado, en vano porque nadie me está
hablando. Pero bueno, sigamos el juego: “Entonces dónde voy a pisar, papi”.

Que se haga música de nuevo en mis oídos.

Lo siento baby no soy un rapero cursi

Ahhh! yo no funcionó por un pussy

No me gusta el caviar tampoco comer sushi

Culiemos en la calle, paso de pagar jacuzzi…

Perdí el control es lo que dicen (Dicen)

Un blunt de BHO, un blunt de Sour Diesel

Caliento el bong, ellos maquillan sus narices

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Se prenden dos, entra la tos y todos felices

Caminar por el andén en hora pico es aerodinámico, cada individuo le abre paso al siguiente,
como la C-A-O fluyendo veloz a través del océano pacifico, llevando consigo a la tortuga
Crunch y su veintena de hijitos. Y ahora que lo pienso, sí soy medio tortuga, pero con un
caparazón hecho de arepa y extremidades de carne desmechada. Cuando camino me siento
como desordenado todo el tiempo, entonces empiezo a deslizar los pasos en vez de ponerlos
firme en el pavimento, pensando que en cualquier momento lo peor puede pasar, que mis
patitas de relleno de carne se pueden doblar doblegadas por el peso que llevan. Entonces
pienso en las consecuencias. Qué será de la tortuga-arepa sin su relleno y sin su corteza de
maíz perfectamente sellada, porque ser una arepa rellena rota es una contradicción trágica. Y
ya una vez en el suelo y todo desparramado, es ilusorio pensar que se puede recuperar todo
lo perdido, no faltarán los transeúntes curiosos o los moncheros que se lleven unos hilitos de
mi carne para comérselos cual perro viejo comiendo tuétano de hueso.

He llegado a la conclusión de que soy mejor nadando, surfeando, agarrándome a la tabla con
todas mis fuerzas y teniendo muy claro que eso es lo único indispensable que debo hacer y
para lo que soy mejor. Indispensable porque, o si no, no estoy surfeando, y esa onda que
transita en mi cabeza pierde su destino, se convierte en otra manifestación cualquiera, en ese
sinfín de manifestaciones cualquieras que pueden ser fundamentales, sí, sí, pueden ser
fundamentales, pero solo por un instante en que desfilan con toda su propiedad de posibilidad
y grandeza. Después se pierden, como esas olas que uno pensaba capaces de revolcar toda la
playa, pero que de repente estallan demasiado rápido. Por eso lo que yo quiero es surfear.
Por eso es que me agarro bien duro y ya el resto sale para pintar. Ya después me dejo ir, y a
pesar de todo mis manos siguen con su seguro puesto. El resto de mi cuerpo está en ese
movimiento, alimentándose de mis brazos.

Caminar por el andén, este desfile de gusanos recorriendo la tierra, deslizándose día tras día
en la misma avenida Suba. Hace quinientos años estas colinas que se levantan como volcanes
oscuros eran hogar del cacicazgo más grande del imperio muisca. Quién sabe cuántos que
caminan aquí conmigo, pero con seguridad muchos, seguirán devorándose la montaña para
realmente ingresar a esas tierras olvidadas, las que quedan después de pasar Gratamira y que
ahora están cubiertas de cicatrices y recuerdos confusos, pues la gente del cacicazgo sigue

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siendo la misma, pero ahora viven en casas con tejas de zinc y paredes de ladrillo capaces de
soportar las pendientes y las depresiones geográficas, y la basura que acumulan en las
esquinas son bolsas de arroz Florhuila y cartones de aguardiente. Son los mismos, solo que
ahora llegan a su casa a hacerse un tinto con panela bien reconfortante, con un poco de fortuna
en el momento exacto en el que pasa el señor del carrito portátil con un megáfono, vendiendo
por todos los vecindarios morcilla y bollos de mazorca, mejor combo imposible. Después de
esa morcilla uno puede caminarse otros cinco kilómetros, sin importar el cansancio de tanta
aglomeración y el chillido de las ambulancias jodiéndole a uno el coco, impregnando el aire
de pellizco de sirenas alborotadas como bombas cuando, de tanto trancón, les toca cambiarse
al carril de Transmilenio.

Antes de cruzar el semáforo de la 127 con Suba bajo el volumen de mis audífonos. En el
centro de la calle una chica de tetas pequeñas y culo chato, apretada en un vestido entero
plateado, ondea unos pompones también plateados en patrones circulares, sus brazos giran
en su eje como un molino. Las cintas de los pompones se reflejan en las luces de los carros
y brillan a través de la noche espesa de rocío y brisa fresca. Una de las cintas plateadas
alcanza a acariciar el hombro de un man que camina delante mío. Este se percata y se corre
un poco en un acto reflejo, pero después se endereza. La música de fondo de la chica son los
motores de los carros, todos vibrando a un ritmo distinto del otro, cada uno a su modo
particular. Qué se dirán entre ellos. Me imagino al Chevrolet gris diciéndole al Nissan azul,
“porque estoy tan cansado hijueputa” y esté contestándole “uy parce, yo también. Ya es como
cosa de todos los días. Cómo será en unos años de kilometraje…”, y entonces una Toyota
bien grande al lado les ruge burlona, con su barba plateada toda boleta que sobresale en el
frente, “pobres güevones, tan sardinos y ya teniendo que ir hasta Suba…”.

Paso justo detrás de la chica, me pregunto qué secretos debe guardar. Por alguna razón me
gustaría sentir el roce de los pompones en mi hombro, pero estos giran a unos centímetros y
siguen su curso. En la otra acera hay una corriente de gente que camina desde la Boyacá. Ya
casi llego a la estación del transmi, solo cruzar la Suba y sha está. A dos metros hay unos
jardines laterales al Centro Comercial de Niza, donde tres parceros saltan y se revuelcan entre
ellos, cagados de la risa y jodiendo. La escena me recuerda a una similar años antes en el bus
del colegio, pasando por las casas de la Colina cuando uno de los grandes de bachillerato le

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gritó a un grupo igual a este: “¡Eso se hace en la cama!” Acto seguido uno de los pirobos del
trío físico agresivo amoroso rápidamente se desenredó para perseguir nuestro mini bus
desenfundando una pistola negra. La monitora casi se desmaya, “¡Todos al piso!”, cuando
sonó el primer disparo; un leve silbido, seco, casi imperceptible en la distancia. “Ah no Moni,
no se preocupe que eso es pistola de balines”, la voz del mismo que había gritado, ahora
incorporándose y sacando la cabeza por la ventana para gritar una vez más, “¡Busque pieza,
maricón!”.

Esta leve distracción me deja con ganas de reírme, pero la corriente de personas fluye,
imperturbable y me obliga a tomar alguna decisión inmediata. Sigo con la mirada a los chicos
y para engañar las apariencias me prendo un cigarrillo, con la esperanza de que el humo me
devuelva a la indeterminación del no-tiempo, cuando todas las cosas duran una eternidad
hasta que de repente ya pasaron todas las cosas que pudieron haber pasado. Y así me persigo
en el chance de hacerle RCP al “yo” mareado, al que se escurre entre el intermedio y dice
cosas que no tienen sentido, ese que se le olvida donde puso la billetera y que al otro día se
siente como un mal sueño que debo sacudir antes de ponerme los boxers para dar los buenos
días. El humo se contiene cuando la bombilla del cigarro se quema, inhalando todo su aire
de lodo y caramelo, alquitrán para respirar, que de decir alquitrán me mareo.

En la fila para recargar las tarjetas del sistema integrado de transporte público un parcero
mayor mira a los que nos organizamos, esperando. Su rostro, escueto y afilado, se inclina
hacia adelante para estudiarnos mientras juega con algún papelito que tiene entre las manos.
Después de un tiempo prudente se acerca a mí, me pregunta cómo estoy, después que si lo
puedo ayudar, que le faltan sólo trescientos pesos para el pasaje. Lo miro de reojo, está un
poco jorobado, se mueve muy lento, de atrás a adelante. “Parce, cuélese y ya” le contesto.
Mi respuesta lo incomoda y lo sorprende, se queda unos instantes suspendido, quizás
examinando si me estoy burlando, o si de hecho lo que debería hacer es saltar la talanquera
y ya, o si prefiere pedirle a alguien más la plata. Lo sigo con la mirada cuando se apartó hacia
el fondo, más allá de la corriente de personas que entran directamente a la estación. Al final
se decide por la tercera opción cuando intercepta a una mujer gorda y de baja estatura que
sin expresión alguna, abre el morral, busca un par de monedas que le deposita en su mano y
sigue su camino.

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Boto el cigarrillo y me pongo el tapabocas antes de entrar a las láminas distópicas de metales
corroídos que funcionan de estación de transporte. Hay una voz estertórea que invade el aura
de estas plataformas desvencijadas, sus láminas de metal a medio hacer, siempre en constante
reconstrucción, pero la pregunta es qué sucede más rápido, si la obra para renovarlas o su
vaticinado derrumbe. Y cuando por fin el estado parece ir ganando la carrera, y el alcalde
anuncia una nueva inyección de miles de millones para renovar las estaciones, van y la cagan
haciendo algo estúpido o no haciendo nada y ¡ZAS! Nueva marcha y vuelve a empezar. Esta
ciudad se revuelca cada tanto tiempo porque es de todos y de ninguno. Nadie respeta a
Bogotá, pero nadie puede vivir sin ella. Aun así, el progreso es una dirección natural, un poco
a merced de que el tiempo siempre va hacia arriba, pero también porque todo el mundo
trabaja para mejorar las cosas, fenómeno extrañísimo, incluso cuando Bogotá está en la
mierda está mejor que antes. Este ciclo se ha repetido constantemente desde hace un buen
tiempo, alimentándose del núcleo vital de una burbuja atemporal imperecedera que empezó,
exactamente, a las 1:05 de la tarde del 9 de abril de 1948, cuando el caudillo girando sobre
sí mismo en contorsiones de dolor y agonía se llevó la suerte de la capital.

Antes esto era un ágape para todes, la Atenas de América Latina. Sino que le pregunten a
______.

Cambio el paso con el beat de mis audífonos, soy el recipiente de la invitación, de repente
soy una carta abierta, un libro abierto, soy un abecedario de letras y formas ilimitadas. El
Transmilenio H15 llega exactamente al mismo tiempo que llego yo a esperarlo. Sin oposición
alguna entramos un puñado de personas.

Es un traslado corto porque entre Niza y la Calle 100 con Suba no hay nada, a excepción,
quizás, del humedal Córdoba. El parcero que instantes antes había conseguido lo que le
faltaba para el pasaje da un pequeño discurso en el vagón de adelante, a lo lejos se percibe
su disonante “Buenas noches”. Me recuesto contra una de las barandas que están al pie de las
puertas del Transmilenio y examino el vagón. Está un poco desierto, pero la mayoría de las
sillas están ocupadas. La gente que las ocupa mira su celular con expresión neutra, dejándose
arrastrar por el ritmo del dedo. Hay una cosa extraña de esos actos de espigar, de desenterrar
o palpar que se realizan exclusivamente a través de los dedos.

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La indeterminación de la compañía mutua es un consuelo para la mayoría de los usuarios del
sistema de transporte, como si el hecho de compartir fuera una burla hacía el ego. En el
Transmilenio no se esquivan huecos sino personas.

¿Y qué estarán viendo los pasajeros? Perritos que reaccionan al mirarse al espejo, planes
conspirativos a cargo de la izquierda y la ideología de género, la última receta de Jorge
Rausch, las declaraciones de algún profesor de física anunciando la extinción de la
humanidad en los próximos cien años, la historia de una pareja de colombianos viajando por
el mundo o las mejores jugadas de Ronaldinho. Los papiros que los romanos quemaron en
Alejandría vienen a parar en el celular.

Afuera, más allá de estos cristales que no parecen de vidrio, los mensajes continúan. Leo los
grafitis pintados sobre las paredes de ladrillo de los establecimientos. Parecen fragmentarse
como en capas de existencia a medida que el reflejo de la luz los refracta, adquieren un
sentido de objeto grabable desde el mismo principio del movimiento. “Pande100”, “Así pasa,
a veces” y “Amar para ser fuertes”, algunos de los que alcanzo a leer antes de mi parada.

Cuando salgo del Transmilenio, y después de la estación, es obvio que el punto más ácido
del tráfico ya se ha diluido.

III

En pocos minutos me inscribo en las dinámicas del tráfico, como el niño que va siguiente en
la fila para meterse en el juego de cuerda. Levanto la mano y en cuestión de segundos un taxi
zapato se detiene. Entro y me recibe una oleada de humo de un olor bastante familiar y un
negro de dimensiones apocalípticas, imposibles a simple vista para el tamaño del carro. En
su mano derecha, con la que mueve una palanca de cambios sin cabezón, tiene un tatuaje
apenas discernible en su piel negra. Su cabeza supera el espaldar del asiento y lo único que
pude distinguir, entre las oleadas de porro, era un cabello bien negro echado hacia atrás, más
bien petrificado. Como cuando uno se echaba Moco de Gorila antes de ir al colegio.

- Ñero, que pena por el olor, ¿le molesta? Me pregunta con una voz ronca.

La sonrisa tapada por el tapabocas.

- Papi, todo bien, yo estaba en las mismas – digo riéndome.

16
Él se ríe.

- Severo, parcerito, todo bien.


- ¿Usted cómo se llama, parcero?
- Bonifacio, mi hermano, ¿usted?
- Alex… ¿y usted de donde es Bonifacio?
- Yo soy de Chía, mi hermano.
- ¡De Chía! No jodas. Pero se tomó la sopita.

Bonifacio se ríe en silencio, no sé si incomodo o modesto.

- No, parce, esto es de sangre. No ve que mi cucho fue campeón nacional de boxeo.

Campeón nacional de boxeo, qué gonorrea. Un pastorejo de este man me deja en la clínica.
Me quedo sin responder, me quedo sin escribirme, un poco desorientado por el juego de
lámparas que se despliega en la silla de Bonifacio.

Las luces traen consigo una onda muy particular, un hilo efímero, trazado entre los faros de
moto que silban a nuestro alrededor y el espaldar de la silla de tela gris que se enciende al
chocar con la luminosidad. Las luces son una especie de flechas, lanzadas en este caso desde
el norte, y que vienen a parar hasta este cubículo encerrado de humo y música. La luz siempre
ha sido reveladora, lo cual no deja de producir en el espíritu humano una extraña sensación
agridulce. Hay cosas que hubiera deseado nunca ver. Ni siquiera por un miedo impactante
que paralice los músculos, tampoco por aquellas cosas que aún atormentan mi memoria y
que en los momentos menos esperados vienen a llover sobre la cabeza. A veces es por ese
deseo inherente de mantener el misterio, nada más. Mucho mejor vivir con el miedo a las
patasolas que con el miedo a esos ñeros loquitos que se esconden en los bosques. Que me
condene a muerte el pulso del ladrón asustado sobre un cielo estrellado de faros delirantes de
mi imaginación, deleite de mosca que desesperadamente busca fundirse en el blanco
enceguecedor del plasma.

En mi primera clase de la carrera mi profesor evocaba con ferviente deseo aquel momento
histórico, uno de esos que tanto anhelaba haber vivido: 4 de septiembre de 1882, Nueva York.
Primera vez en la historia en que una calle fue iluminada artificialmente. Qué alegría para la
ciudad que nunca duerme, qué jubilo y qué esperanza por el porvenir, la luz lentamente

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engullendo el espacio que se había acostumbrado a las tímidas lámparas de aceite, las ratas
que las primeras noches se esconden, pero que tras un par de semanas se acostumbran a la
luz, al igual que las prostitutas y los maricones. Después se comen las calles y son los
comerciantes despavoridos los que se van a dormir temprano y a levantarse con las primeras
señales de luz para expulsar los pecados ¿Y si Dios antes deambulaba por la oscuridad como
esos ancianos loquitos que se creen dueños de la plaza?; acercar la luz del cielo para iluminar
las calles adoquinadas, para que los inspectores Ismael puedan pillar con facilidad las
humaredas subiendo por el taxi zapatico de Bonifacio. 4 de septiembre de 1882, las cosas
siempre se encogen a medida que uno las entiende.

Quiero hablar del partido, pero me doy cuenta de que me vale chimba, esa vuelta ya le
pertenece a los dominios del pasado, pero además no hay nada memorable en eso.

- ¿Sí o qué Bonifacio?


- Qué fue.
- Que Bogotá es un sancocho.
- Ah eso sí, mi hermano.
- ¿Pai, le molesto si pongo un tema?
- Hágale, hágale, conecte su bicho.

(¡Págale pieza!) Exclamó la princesa

Con la decencia de Octavio Mesa

Faltan 5 pa’ las 12

Le dieron feliz año a todo el mundo en cada roce

Fritando en cacerola al presidente

A todo marrano le llega su diciembre

No paran de reír

Las hienas están en Aranjuez

En la 9-2 hay un retén

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Te van a poner a perder

Qué piojero

Robin Hood, si vienes te van a robar

Vacuna pa' los cerdos no hay

“¿Están buenas las amigas de su culito?”. Juan Felipe mira el mensaje y no me contesta. Más
le vale a este pirobo no meterme en una trampa, vaya y sea que el parche de su vieja sean los
monstricos de la escena de la taberna en Star Wars.

Subimos toda la Calle 100 que, después de cruzar la autopista, frontera invisible del espacio
urbano, se levanta con sus edificios modernos y el nuevo puente -que ya no es tan nuevo,
pero en Bogotá todo puente con menos de una década es nuevo-. Al lado derecho están las
torres grandes de acero y vidrios polarizados, a la izquierda el cantón norte con sus torres de
vigilancia y murallas medianas. El papá de una amiga es un coronel y ellos viven dentro del
Cantón, lo cual, por alguna razón, me pareció una gonorrea desde la primera vez que me lo
contaron. Un poco más allá de este complejo militar alcanzo a divisar el puente de la 106
con 11, uno de los que se sumaron a una moda transitoria que tuvo Colombia de puentes que,
mágicamente, se cayeron. Todo un escándalo en su momento, si no estoy mal el diseño se lo
habían encargado al mismo arquitecto del Puente de la Mujer, en Buenos Aires.

A medida que el zapatico de Bonifacio transita la calle llegamos al complejo de edificios que
conforman el Wall Street bogotano. En alguno de mis cumpleaños de mi niñez, cuando mi
familia alcanzó durante un tiempo otro nivel de elegancia, mis papás me llevaron al
restaurante de comida de mar en el último piso del edificio principal. Una plataforma giratoria
con grandes ventanales donde se veía toda la ciudad, ángulo de 360 grados. Por supuesto,
Suba no se alcanzaba a ver. Más elegante, imposible. A esta hora la 100 difícilmente adolece
del mal del trancón, y hoy está teniendo una noche tranquila. Es una calle moderna, con tres
carriles en el centro y otros dos paralelos en ambos sentidos. Se trata de la zona corporativa,
baile de corbatas, cocaína y conductores, algunas Pathfinder blindadas esperan toda la tarde
al frente de los edificios y las chicas-moño llegan a domicilio de los sitios especializados
para ello. A las cinco y media de la tarde hay un éxodo masivo de las oficinas, aunque las

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juntas directivas se quedan a fin de mes para celebrar con Old Parr y, a pesar de todas las
cosas, con el siempre presente aguardiente verde.

Después de la Calle 100 Bonifacio coge la Séptima, donde la topografía de la ciudad


evidencia otros cambios radicales. La Séptima es la frontera de la meseta, más al Oriente
empiezan los Cerros, esos dioses misteriosos que rompen el plan urbano entre sus senderos
de nostalgia y agua. Se trata de la avenida de toda la vida, la primera en llenarse de multitudes
emputadas quemando escaparates y rompiendo ventanas aquel día de abril. Mes de las
lluvias, ni mierda, que aquí en Bogotá llueve hasta cuando nos estrella como una tractomula
sin frenos ese sol picante de trancón.

Miro hacia mi izquierda y contemplo los Cerros que en la noche parecen un cuerpo vacío,
sin órganos. Desde la cumbre de ellos desciende ese aire del vestigio, un secreto ahogado
entre sus árboles, ahora perdido entre los signos de la piel estirada. Por cuantos siglos sus
suelos de cunas esponjosas albergaron el Uche y el Arboloco para después sufrir al Pino y a
las Acacias, bienvenidos a la reserva forestal de los Cerros Orientales. La historia de este
territorio son sus huellas, los signos que exclaman sus luchas. Primero de mapuritos y
tigrillos, despertando cada noche de su ligero sueño con el ruido de los carboneros y azulejos
reales en los últimos instantes del atardecer. Después, la humanidad se infiltra entre la maleza
y la hace su hogar, antes páramos, después bosque, y entre miradas y montaña se tiran
piropos, se abrazan, se refugian juntos entre la niebla, la misma que en el recogimiento de la
tarde desciende sobre el despeñadero y arrulla la ciudad, que de tanto mirar hacia arriba
buscando sus montañas se siente encocada.

Hace muchos siglos la guaricha subía los Cerros, bañándose en el río sagrado, el río Fucha,
rito de preparación para las ceremonias más importantes. Su tránsito hacia el agua era un
rencuentro con la vida, un tributo hacia el nacimiento y hacia la figura del espiral, ese símbolo
que en sueños de bailes y dioses penetraba las fronteras en búsqueda del elusivo pero
irresistible origen de todas las cosas. También, en las épocas de lluvias, los Muiscas
sembraban en las riberas del río Fucha, tierra particularmente fértil que se extendía a lo largo
de todo el caudal, pues aún hoy en día el río atraviesa media Bogotá. Con los colonos
surgieron las primeras grandes haciendas, pero el español no adora los ríos, mucho menos
los bosques que lo resguardan y, aunque esas cosas sí le interesan, no las mira con la misma

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reverencia y miedo, esa especie de amor tenebroso del Muisca. La pérdida de su manto real
convierte a Los Cerros en zona de establecimiento y extracción (tocó usar las palabras
abogadas).

Con el desarrollo de industrias y el crecimiento de la ciudad, en el costado suroriental de


surgen los primeros barrios de obreros que, marginados, se repliegan en la falda de las
montañas. Allí construyen buitrones, torres altas y delgadas, como cigarros gigantes, fábricas
de ladrillos. La leyenda empieza con Don Sergio, el constructor primario de estas
edificaciones. La historia cuenta que el precio por inventarlos fue venderle su alma al diablo,
a quién finalmente burló en lo profundo del bosque cuando este lo citó a un duelo. El parcero
llegó con un gato negro que cegó al espíritu malévolo, dándole el tiempo suficiente para la
fuga.

Y así los obreros se establecen, y después de ellos muchas familias colombianas que, mirando
con horror a través de los huecos de sus paredes, recorren el país buscando una esperanza de
calma en las noches, lejos de ese lenguaje de la guerra entre el silencio y, de repente, los
llantos inconsolables. Tela que cubre como un manto de plegarias esta tierra, que de tanto
empañarse de sangre parece absorber muy rápido y aun así seguir con sed. Así llegan tantos
de todas partes, que las montañas en Sur América son y han sido, a diferencia de cualquier
otra parte del mundo, un segundo hogar para todos. Familias de Arauca, de Santander, de
Antioquia y cuantas otras regiones que construyen sus casas en la pendiente, justo antes de
los peñascos, meciéndose en las noches heladas con ruanas gruesas y el arrullo del río. El
mismo al que todas las mañanas acuden los pelados para pescar pez capitán y determinar
quién tiene el chimbilá más grande, el mismo que por las tardes de jueves visita el papá para
una sesión de culeo secreta. Con el tiempo los barrios se formalizan, el derecho siempre llega
tarde, pero siempre llega.

Mientras tanto, a unas cuantas cuadras al norte, las grandes constructoras construyen
modernos complejos residenciales con sus edificios empinados encima de la Circunvalar,
mirando hacia abajo, mirando al resto de la ciudad, a ver si se atreven a mirar desde acá abajo
que ya no se ve ni mierda. Sentados como unos gordos perezosos sobre la montaña, cada año
hay un complejo más costoso que el otro unos cuantos metros más arriba. Y sí, mucho
senador defendiendo las reservas forestales, pero viviendo que en Cerros Verdes y en Santa

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María y en el nuevo proyecto espectacular último modelo oferta limitada bajas tasas de
interés con tres parqueaderos piscina común plan de cuotas especial huerta comunal
guardería espacio para perros y no sé qué cosas.

En algún punto determinado las perspectivas empiezan a cambiar, al igual que las
delimitaciones, tan afanosas en categorizar una cosa como esta y la otra como otra. ¿Cuánto
tiempo tendrá que pasar para que una especie invasora deje de serlo? ¿Cuánto más para que
un páramo se convierta bosque y un bosque en ciudad?

¿Será que los Cerros sueñan dentro de sus largas siestas de gigantes? ¿Será que los Cerros
sueñan con descender a la playa y al mar, en vez de estrellarse con los bloques de concreto y
piedra que se burlan de la gravedad? ¿Y el pez capitán para qué va a bajar? Me lo imagino
en su conversación matutina “¿Bogotá? Uy, para allá no voy parcero”.

Será que los Cerros sueñan con un camino sin edad ni pasado, de bosque y arena, en vez de
ecoturismo entre eucaliptos. Soñarán con leones jugando en la playa o con el frío que les
recorre sus venas de tierra negra y húmeda. Estos y otros pensamientos invaden mi cabeza a
medida que el taxi de Bonifacio desfila en la Séptima y así le coquetea a la falda de esta gran
cadena montañosa. Por un instante me siento como su emisario. Con mis ojos de plata y
niebla observo todos los movimientos de la ciudad. En el silencio, tan ajeno e inmediato,
trazo una señal de nostalgia. Quizás todo esto es un anhelo por ser Cerro, mientras que ellos,
también, me transmiten ese amor escondido por ser Alexis. Quizás ellos quieren sentirse
cuerpo, emprender el camino para encontrarse con un amor perdido o un amigo. Y yo, quizás,
quiero ser ellos, y así sentir el consuelo de una soledad plena, y no la necesidad devoradora
de siempre estar buscando algo.

IV

Sin darme cuenta el tiempo se pasa volando. Alzo la vista y veo en el fondo el edificio mal
iluminado del Liceo Cervantes… “llegando”, le escribo a Juan Felipe.

Su conjunto es de casas y se entra a través de dos carriles de calle bastante amplios. Hay dos
barandas como de peaje resguardadas por una pequeña caseta de seguridad a la derecha. Al
fondo se ven las hileras, al principio de casas, luego de edificios. Todos con grandes y
elegantes faroles que iluminan la calle. El portero me deja ingresar sin siquiera anunciar, la

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costumbre papi. Timbro y espero lo que uno razonablemente espera en una puerta, pero nada.
Vuelvo a timbrar y después de esperar por otros segundos eternos como un buñuelo, toco la
puerta tres veces. Juanfe me grita desde adentro que entre.

Cruzo el umbral de la puerta a medida que muevo el grande y pesado bloque de madera, lleno
de pasadores de acero en su centro que así recogidos parecen ojos muertos, ojos asesinados
mirando en la sombra de un día soleado. Desde el primer instante en que el sonido de mis
zapatos liberó un eco imperturbable en medio de ese silencio grasoso, mis células empezaron
a vibrar distinto, como si se tratara de una tarima vacía después de que todas las personas
abandonaran el teatro. Sigo caminando como quien empieza a recorrer el laberinto porque
debe hacerlo, porque no hay otra opción que buscar al minotauro. Juan Felipe está en el sofá
de su sala, mirando televisión o eso pensaba yo. A medida que me acerco me percato que, de
hecho, está mirando el tapete, mientras con su mano derecha frota alguno de sus hilos. La luz
del televisor se refleja en los grandes ventanales que abren hacia una terraza. Lo más de
bacana, por cierto, con jacuzzi y todo. Él no se percata de mi llegada, o si lo hace, no parece
interesado en hablar conmigo. El televisor suena a un volumen muy bajo, como en la sala de
espera de los doctores. Examino el espacio, las luces del televisor iluminan la silueta de una
chica erguida en la terraza, estática e inquietante.

- Papi, ¿todo bien? – Le digo inclinando la cabeza y apoyando mi mano en su hombro


izquierdo.
- Alexis, perdón ser grosero, pero necesito que se vaya, por favor. Después hablamos.

En ningún momento me mira a los ojos, lo cual me deja desconcertado. Doy media vuelta
sin decir nada, buscando entre las luces superpuestas la nitidez de esa silueta más allá, en
busca de algún indicio, de un mínimo agujero entre el telón, la chica parece estar en brasier,
pero aun aplicando esfuerzo no puedo reconocer quién es.

- Perro, hablamos después. Por favor váyase, ¿bueno?

Su voz es firme. No es impaciente, pareciera conscientemente neutra. Dispuesta así para


ocultar la intolerancia que crece. En fin, me hace ver que no es conmigo.

- ¿Y el plan, qué?
- Hoy no es un buen día para salir.

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Salgo emputado. Para que me dejó entrar entonces, gran huevón.

Este man es el típico que se arma severo drama por cualquier maricada, pero esos dramas
siempre lo llevan a un estrés cómico que lo desborda y lo induce a la torpeza. Pero nunca
bravo. Igual no es conmigo, por qué sería conmigo.

Pero eso es lo menos importante. Esos dos están allá separados por el cristal, diciéndose todo
tipo de cosas entre el silencio. Ese silencio atrapado en sí mismo, alimentándose por un
hambre incontrolable, exacerbado por el leve rumor de la pantalla. Me siento en el andén y
prendo un cigarrillo.

Hay una escena en Waltz with Bashir donde alguno de los entrevistados, en su momento uno
de los adolescentes israelíes que cumplían entusiasmados con su llamado de la patria y de su
pueblo, dice que llegando al Líbano, a bordo de alguno de esos botes cargados de fusiles y
cascos y de botas de cuero encerando la cubierta con pasos torpes de cerveza, él se sintió
terriblemente mareado, enfermo. En esas se iba solo a la popa a respirar y despejarse el
mareo, pero se quedaba profundamente dormido. Empieza a soñar y en ese mundo era un
náufrago desnudo, flotando en un mar desprovisto de cualquier señal de vida, desplazándose
a la deriva en un silencio imposible. Cuando de repente una mujer de dimensiones gigantes,
hermosa y de pelo negro suelto, descansando entre el agua como una hoja, pero con un aire
de salvación y sexo que me hace pensar en Hathor, lo recogía de su penumbra. Lo guardaba
en su vientre desnudo y él preso por un instinto de supervivencia se aferraba a ella, la
abrazaba sin siquiera ser capaz de rodear las caderas, suspirando de cansancio, pero también
suspirando por un extraño alivio de ser recogido especialmente por ella. Por sentir esa vagina,
que no busca, pero que siente contra su cuerpo desnudo… y suspirando, suspirando de
cansancio y mareo. Y allí se quedaba, entre las tetas y la vagina, en ese vientre infinito,
flotando a la deriva en un mar muerto, con los ojos cerrados…

Me levanto del andén. La calle destruida sigue con charcos del día anterior, charcos que
cubren esos enormes huecos que he visto desde la primera vez que vine, que nunca han tapado
y que ahora reflejan la luz de los faroles. Son destellos fugaces que primero se escurren en la
superficie lisa de agua y después rebotan. Yo giro mi cabeza en distintos ángulos, buscando
en el espacio el recorrido de esa la luz que se desplaza en el espacio en múltiples arcos,
complementarios, telarañas viajando a través del aire frío bogotano y que inevitablemente

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vienen a absorberse por su mismo origen, la luz de aquellos faroles que, sobre mi cabeza y
desplegados de forma uniforme a lo largo de la calle, generan una especie de cúpula.

Todos los árboles antes de las rejas de las casas son pequeños, se nota que los podan
regularmente. Todos excepto un roble muy grande que, justo al lado mío, a unos cuantos
pasos de la casa de Juan Felipe, crece con su tronco fuerte y gordo en una contorsión hacia
la derecha, lo cual hace que su sombra se proyecte grave y poderosa en un espacio importante
del andén.

Me termino de fumar el cigarrillo, casi simultáneamente suena un cristal estrellándose contra


el suelo, el sonido proviene de la casa de Juan Felipe, un miedo impronunciable hace que mi
corazón empiece a latir con fuerza, el silencio que me vuelve a envolver es desesperante.
Igual, conozco a Juan Felipe, conozco sus límites y sus laberintos como una intuición que no
se me ha revelado, pero que guardo dentro de mí. Quizás lo que más me alarma es esperar y
correr el riesgo de volver a verlo, lo cual en un principio me parecería sumamente incómodo.
Después empezaría la siguiente fase, la de escrutar su mirada y encontrar las claves a ese
sonido. A esa lluvia de cristales como el presagio de un aguacero. Quien quita que se raye
por saber que lo oí.

Camino dos cuadras para que el Beat que pedí no me putee por meterlo a ese mierdero. La
zona más pupi de Bogotá y llena de huecos, que democrático mi país.

Me vuelvo a poner los audífonos, pero no el tapabocas, aún no. Siguiente en la lista es The
Strokes (Reptilia) y a la casa de Diana Lopez, la pana de antropología. Me subo al Beat aún
ausente. Esta vez solo quiero saludar y volver a lo mío, pero le pregunto al conductor cómo
se llama y él me responde con un tono indiferente que se llama Ismael. Mi plan se desmorona
por amor a la ciencia, una leve risa trata de escapar mi rostro. Para mí es preciso averiguar si
es tendencia que todos los Ismael joden o, para ponerlo en palabras de Ferris Bueller, si al
igual que su amigo Cameron son tan tensos que de meterles un carbón por el culo a las dos
semanas salen diamantes.

- ¿Ismael, le puedo preguntar algo?


- Claro que sí, señor.
- Parcero, ¿usted está de acuerdo con que legalicen la marihuana?

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No se inquieta con la pregunta, pero hay una pausa que parece una búsqueda por encontrar
las respuestas adecuadas. Con la pregunta ya he dicho bastante, para rematar estoy seguro de
que todavía tengo los ojos rojos. Busco su mirada en el asiento del conductor, pero se pierde
entre las rayas de tigre, oscilaciones de los faroles estrellándose contra la enorme silueta de
los edificios de la Caracas.

Por un momento se me pierde el hilo de la conversación, pienso primero en Juan Felipe. Su


rostro fijo en el tapete de la sala, soportando algo que a todas luces puede ser soportable,
porque al final casi todo en el mundo es soportable. Lo que no es soportable es que aquello
sea inesperado, imprevisto. Toda tragedia humana sucede así, quizás por la mezcla de dos
fenómenos, pues que la realidad sea inesperada no es suficiente en sí mismo, además porque
muchas veces no es tan inesperada o no lo sería si supiéramos mirar bien. El problema real
viene de nuestro lado, como receptores de ese evento inesperado, y ese problema es que
nosotros somos seres esencialmente ingenuos. Solo las más profundas cicatrices nos
transforman eso del corazón y quizás nunca del todo.

- ¿Sabe que sí, mi hermano? Mejor que les saquen impuestos a los fumadores…

(ALERTA, ALERTA, es de esos…)

Y sigue.

- Pero esa cosa es muy mala. Lo distrae de los objetivos que tiene en la vida, de sus
aspiraciones. Tanto se engomina en eso que ya se cansa de esperar por cosas que no
le llegan y al final se conforma con un pedazo de pan. Observe usted que todos
tenemos un propósito secreto, una misión, que Él nos tiene guardado. Y observe
mucho más, que Satanás está en todo lo que nos distrae de ese propósito último, de
aquello que nos permite ayudar a la gente y hacer algo bueno por los demás, algo muy
bueno… Pero sí, que la legalicen, que a fin de cuentas el diablito de uno es uno
mismo. Solo le digo que la misión está ahí, pero, por supuesto, hay que salir a
buscarla, porque el destino solo es posible con la voluntad…

Ush, qué gonorrea.

La Caracas es la representación perfecta de la sobreposición de pasados que funge de


escudería para la ciudad. Las escamas nunca pueden borrar lo que fue, mucho menos lo que
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es, a pesar de que todos busquen algo diferente en el espacio, no hay mucho más que puedan
encontrar frente a lo que hay. Hoy en día da la impresión de limitarse a ser un espacio de
tránsito, cada vez más industrial. En la noche solo parece ser capaz de ofrecer sombras y ese
silencio hecho eco que se rompe a lo lejos con las voces de la fila en los rumbeaderos.

- Igual eso depende de esas ratas que van al Congreso a dormir, hermano (Ismael sigue
hablando…) Es que estamos jodidos, realmente jodidos. Nos venden eso de que
somos un país demócrata y nosotros chorreando babas por poder llamarnos así.

Mierda, creo que le prendí el botón de ON. No me gusta su mirada huraña, como buscando
entre las calles una respuesta, esa respuesta, concretamente, que le permita poner en marcha
el plan, ¿Qué plan? Vaya uno a saber. Pero su línea de pensamiento se interrumpe a medida
que examina la calle que el carro devora, buscando algo más que obstáculos, los cuales
definitivamente no existen, al menos en este preciso instante. Solo están esos gritos a lo lejos
de júbilo o dolor, a menudo ordinarios en Bogotá, y aquel sonido siempre presente de
colmena de abejas o de hormiguero que a veces siento percibir en estos laberintos. Ese
murmullo de cerebro encendido o televisor sin señal, de partículas que empiezan a calentarse
con el roce de sus cuerpos comprimidos en un espacio diminuto. El viento que se filtra desde
la ventana nubla mi conciencia de esos cuerpos imperceptibles, pero sé que siempre están en
movimiento, construyendo escaleras entre los edificios, en sus rooftops, detrás de las paredes
destartaladas de obras de demolición o construcción a medio hacer que sucumben ante el
mínimo ostracismo a la ley de la ciudad.

Este man está esperando con esa mirada bien rara. Pero bueno ya está, bájale a tu paranoia,
que el man busque lo que se le dé la gana. Odio cuando el porro me pone así. Además, quizás
está un poco desconcertado de que yo no siga la conversación, quizás está examinando qué
fue lo que no me gustó de su respuesta. Y pues sí. No me interesa mucho lo que dijo, que le
vamos a hacer.

Todos los Ismael son igualitos. Pueden ser brutos o inteligentes. Este es re inteligente, no lo
voy a negar, pero sin duda también lleva en su frente la marca de notario burócrata, del
procedimiento por el procedimiento.

Ismaeles: Guardianes del lenguaje formulario.

27
Giramos a la derecha para dar la vuelta a la cuadra y coger la setenta y cuatro, el carro debe
sortear huecos gigantescos invisibles por los pozos de agua que se formaron, pero todo aquel
que ha subido por la setenta y cuatro antes de llegar a la quince los conoce muy bien. Este es
otro lugar que ha recorrido los peldaños del tiempo. Solo toca pasar por acá con cualquier
hombre de cincuenta-cuarenta años para que cante sobre el pasado, esa cascada de secretos
agridulce embebida en nostalgia que aflora con la sensibilidad de una infancia perdida detrás
de estos bolardos, una música creada en sus teclados de piel adolescente virgen, recitada por
las descendencias de la Lozana Andaluza en ese arte milenario de bajar bóxer con manos
tibias por menos de diez lukas.

Ahora ya no hay nada de eso, solo quedan edificios abandonados, un par de autolavados y
una calle mal iluminada.

Empiezo a sentir que el aire de la cabina se espesa, como si de las rendijas del aire
acondicionado empezara a emanar un óxido de carbono que fortalece ese silencio incómodo.
Toca decir algo…

- Estoy de acuerdo con usted, parce, ya es hora de que lo legalicen. Pero bueno, no me
parece que eso sea tan malo, ¿sabe? Es cogerle la comba al palo. A mí, por ejemplo,
me gusta fumar, pero nunca lo hago mientras estudio, solo cuando voy a salir y eso
lo prendo un rato y es mucho mejor para el cuerpo que el trago, eso es seguro. Al final
depende de la perspectiva que hasta ahora hemos adoptado culturalmente.

Examino su rostro impenetrable, él sigue sorteando obstáculos imaginarios de todo tipo. Este
pirobo me la va a devolver y con toda, porque de acá no me contesta. El silencio regresa al
carro. Hijueputa vida, por qué siempre soy tan diplomático, que se vaya a la mierda con su
misión, ¿o acaso la suya era manejarme por este roto?

Espero un par de segundos y vuelvo a mis audífonos, atraído por la posibilidad de, ahora sí,
después de todo este mierdero, empezar. Play a Barreto, Acid. Ya estoy llegando a donde
Diana, pero eso no me impide deslizarme en ensoñaciones que brotan en mi mente: un bar
subterráneo con una barra elegante de mármol negro, manos que brotan desde el otro lado,
deslizando en la plataforma todo tipo de tragos fríos; a la derecha unas mesas redondas con
sillas pequeñas, todas arrimadas en el rincón, y más allá un espacio ni tan amplio ni tan

28
conveniente, pero atiborrado de nosotros los bailarines, moviéndonos en esa tarima de luces
y sombras en perfecta armonía, a pesar del espacio; al fondo del salón el grupo, liderado por
un espíritu de una voz melodiosa y ronca, de rostro marchito pero anhelante, preso de las
arrugas del tiempo y los ojos de la eternidad, hijo inverosímil del viejo Santiago, Oogway e
Ibrahim Ferrer. Y es este espíritu resonante que entona su voz elevada en el salón hermético,
empañado de humo de cigarrillo y sudor adhiriéndose a la tela de las camisas, una voz que
hace vibrar las ventanas y que recorre los tablones de madera hasta sentirse en mis pies y en
los de ella, S cubana, negra hermosa de culo redondo, agarrándome la mano fuerte, mientras
yo sujeto con la otra su cintura, en un juego de miradas de “primero baile, después sexo”.

Agh, parce, tengo que dejar de soñar tanto. En mi defensa, la canción la descubrí hace poco.

Llego donde Diana, un edificio viejo que gira en sí mismo hacia la derecha y se inclina en la
colina como descendiendo al valle. Me fascina este edificio. El tiempo ha brotado en sus
ladrillos con arbustos que crecen de arriba hacia abajo, infiltrándose en las vetas, dándole la
impresión de ser viejo y sabio, una especie de venerable Ent de la cincuenta y cuatro con
once. Timbro al 501 y entro al edificio cuando suena el seguro de la puerta desplazándose.
Pido el ascensor al quinto piso, salgo al corredor y del apartamento brota música que hasta
ahora no puedo distinguir. La puerta ya está abierta, apenas lo suficiente para que yo la
empuje. A la izquierda veo el baño de visitantes, pero solo por un instante en que la luz del
corredor invade el espacio. Al cerrar la puerta todo vuelve a quedar oscuro, pero el
apartamento ya lo conocía antes y desde las sombras voy descifrando sus rasgos.
Inmediatamente a la derecha, al cruzar el umbral de la puerta, hay un pasillo que lleva al
comedor y la sala, a la que se llega caminando en línea recta. Es uno de esos apartamentos
que tienen a la izquierda esas puertas medio elegantes de vidrio que llevan a los cuartos, y a
la derecha todo lo demás. Entro a la sala, llena de excentricidades que al parecer han sido
escondidas para que alguno de los visitantes no la vaya a cagar. En mi mente el sillón rojo
aterciopelado de la entrada, que la última vez que vine resplandecía en un día nublado
agraciado con un toque argenta, ahora contrasta con ese mismo mueble sumido en la
oscuridad, apenas perceptible como una masa amorfa que solo de vez en cuando, en las
ocasiones que el círculo de gente bailando se disipa, se vuelve perceptible. Ahora la sala es

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un espacio vacío, ocupado por personas igual de amorfas entre los rayos de luz roja y la
oscuridad total. A la derecha de la habitación hay un cuarto con un escritorio amplio y viejo
y un computador cerrado. La pared de este cuarto son unos ventanales completos que se
desplazan para llegar a la terraza. Una lamparita amarilla cuya base es una botella de alguna
ginebra ilumina el pasadizo.

La fiesta está una gonorrea; cortinas abajo, barra de luz de neón roja colgando en la pared,
las sombras moviéndose al ritmo de Tripping with Nils Frahm, y el sentimiento mío que
crece entre la expectativa de oportunidad y el desconcierto de Neo siguiendo al conejo
blanco. Apenas veo a Diana le doy un fuerte abrazo y ella me lleva de la mano, liderando el
paso a la terraza. Veo sus muslos forrándose en el pantalón negro brillante apretado,
especialmente cuando da ese pasito para salir. Desafortunadamente su culo se dispersa un
poco en el material apretado y en mi cabeza no alcanzo a entender las razones de esto.

Nos recibe el frío y el silencio, que no es del todo silencio, pero que contrasta con el
habitáculo de adentro y las ventanas del apartamento vibrando una chimba por la farra. Se
siente como si fuéramos partículas afuera de la célula, lo suficientemente cerca como para
ver más allá de la ventana, pero preguntándonos inconscientemente sobre las cosas que faltan
para querer entrar. Estoy cansado como de porro pasado, vencido en el cerebro. Esos residuos
se adhieren a mis neuronas, como la cera de las alas de Ícaro, espesando los corredores a
través de los cuales pasa la electricidad.

Ya afuera Diana emite un suspiro y me saluda con una sonrisa.

- Que dice, tali, ¿No dizque se iba a rumbear con su pana?


- Qué más, Diana – digo sonriendo. Ese era el plan, pero el pirobo estaba todo
paleteado.
- Que va, ¿se malviajó o qué?
- No, ese man casi no fuma. Se agarró con la novia, ni idea por qué.
- Bueno, pues paila, igual nosotros vamos a rumbear, ¿se pega?

Me tomo un tiempo contemplando la rumba entre las persianas. Bacteria, proteína, virus, lo
que quiera.

- ¿Es en serio?

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- Pues claro, parce, ¿Por qué no?
- Pues no sé, ¿y toda la gente? La farra acá se ve buenísima. Además, desde aquí veo a
César. Usted sabe cómo ese man se pone después de tomar molly.

Diana me mira por un instante con cara de culo.

- Pues vamos a rumbear sin él y ya.

(Me gusta lo que propones, Diana) Prendo un cigarrillo y le ofrezco, pero ella dice que no
quiere uno entero, coge del mío y le da un plon. Proteínas, virus, electricidad que se cansan
de la célula. El ritmo de Nils Frahm entra en un estado de vigilia, lo cual hace que la música
se infiltre de forma distinta. Las vibraciones de los cristales obedecen a otro ritmo.

- ¿Y cómo vas a hacer? Vas a echarlos ahorita más tarde o que.


- Pues, que me cuiden la casa y ya – se ríe.

Vuelvo a mirar a través de las persianas, donde ahora los órganos de la célula se dispersan.
Los más tripeados han coincidido con el vidrio, y ahora encuentran en este beat lento y
angustioso un caravasar de sensaciones. Los demás buscan otros rincones, cambian de
propósito. Se desliza la puerta de vidrio de la terraza y entra un combo de tres. Los conozco,
pero se percatan de que estoy distraído con otra cosa.

- Si te le mides a rumbear, yo me pego. Pero ni cagando dejas la casa.


Me mira y sonríe poniendo al descubierto mi bruta inocencia.
- Ahora vemos qué hacemos – dice. Más bien quite esa cara de estreñido, parce. ¿Lo
pegamos?
Termina de decir su frase y hace un bailecito marica, me da risa, pero la disimulo y en cambio
abro mucho los ojos. Ella se caga de la risa y me dice “Qué miras, gran pendejo”.

Después saca de su bolsillo una caja desgastada de peches, de adentro y con delicadeza extrae
un porrito tímido que me exhibe en los rezagos de luz que llegan de la lamparita de la sala
del computador. El cuero es blanco y de moras diminutas. La miro con cierta expectativa,
pero me interrumpe una voz familiar, es uno de los del parche que acaba de salir.

- Ey, ¡Alex! Wassup papi.

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Neider Londoño, con su semblante de mañana soleada producto de esa sonrisa ligera y su
color de piel de bronceado latente, típico costeño que no es costeño, pero que aún así no tiene
un pelo en el cuerpo y parece haber llegado al mundo envuelto en una hoja de plátano. Se
acomoda empujando contra su frente las gafas de secretaria, de barandas negras, pero con
dos láminas plateadas arriba de los lentes. Recostado contra la baranda de la terraza, mira a
través del angosto pasillo mi reacción.

Voy hasta allá a saludarlos. Con él están Andrés y Leonardo, uno de ciencias políticas y el
otro de psicología, creo. Mientras intercambio algunas palabras con ellos Neider sigue a lo
suyo.

- Parce, le tengo una pregunta fundamental – dice él.


- Qué pasa, parce.
- ¿Para usted cuál es la mejor empanada de Bogotá?

No me joda que pa’ esto me llamó este man…

Quiero decir que las de Pipián pero no voy a ser uno de esos… pero es que ese ají de maní…
ese ají es de los dioses. También están las de Henry’s, ahí en la plaza de la Pola, y esas si son
taparterias crocantes perfectas que hacen un aterrizaje perfecto con una generosa cucharita
de guacamole mezclado con pasta de ají. Hay quienes dicen que las mejores de Henry’s son
las de queso, pero me cuesta confiar en el juicio de la gente que considera una empanada de
queso mejor que cualquier buen relleno de papa y carne. Después mi cabeza se ilumina, el
equivalente a encontrar el celular en ese hoyo negro que se forma en el canal entre la silla del
carro y los portavasos (eso si usted tiene Twingo, papi). Pienso en las del Paisa, ángeles
alargados y más baratos que el chocoramo. O bueno, mucho más baratos porque hoy en día
todo es más barato que ese producto. Eso me da curiosidad, será que la copia mal hecha de
Bimbo es más barata que el chocoramo, no me sorprendería que…

- Bueno, a ver pirobo, pa hoy.


- A ver, papi, es que no es pregunta breve… Pero para mí las mejores son las del Paisa.
- ¿Cuáles son esas Alex? – Dice Leonardo con su curiosidad tan característica y en un
tono agudo y cariñoso.

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- Quedan en cedritos, búscalas por gugol que ahí te aparecen, muy recomendadas,
además son baratísimas.
Se hace el silencio por unos segundos.
- Bueno, ahorita nos pillamos parceros– les digo.
Doy media vuelta para buscar a Diana, que al otro lado de la terraza mira su celular con
indiferencia. Antes de que pueda volver Neider me advierte.

- Tali, ¿firme pa’ marchar la próxima semana no? Contamos contigo.

Cuentan conmigo pa’ ni mierda porque igual si no voy hay otros que sí. Los actores siempre
son reemplazables.

Igual no busco armar barullo, quiero ir a fumarme el porro.

- Obvio, Neider, relajado, ¿Hablamos bien toda la vuelta estos días?


- De una, de una.
- ¿Ustedes van a rumbear ahorita más tarde? – Pregunto yo.
- Todavía no sabemos – contesta Neider. Todo depende de cómo siga el parche por
acá.
- Bueno, ahorita nos vemos.

Ahora sí camino hacia Diana, ofreciéndole lo que me queda del cigarro. Ella me mira de
reojo, me dice que soy lento y bruto entre sus movimientos frescos y efervescentes. Con
Diana las cosas fluyen con la misma naturalidad que sus caderas. Ella definitivamente no
surfea su vida, la baila. Las consecuencias de esto son muchísimas, pero ahora yo no estoy
para pensarlas y sí para disfrutarlas. Diana inhala un último plon muy fuerte de lo que queda
de peche y lo bota por la terraza. Después vuelve a sacar el porrito y lo prende con un Clipper.
Primero va ella, por supuesto, y coge la patica de bareta con naturalidad e indiferencia, no
hay nada acá para hablar o gestionar para nosotros dos.

Después voy yo y cumplo con diligencia mi tarea, aspirando el humo concienzudamente,


buscando, simultáneamente, que el porro termine de carburar. Cada uno inhala unos cuantos
plones mientras nos burlamos de la discusión de las empanadas, le pregunto que si le gustan
y ella me mira con cara de “obvio” y con cara de que no le interesa para nada la conversación,
lo cual inconscientemente me lleva a pensar que en realidad no le gustan tanto.

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Hay algo de Neider que me fastidia, le quiero decir a Diana, pero me da miedo que el pirobo
me oiga. El porro entra como una onda suave. Cuando uno tiene dolor de cabeza la bareta
crea un efecto contradictorio. Lo primero que uno siente es que se disminuye y se desplaza a
otras partes del cráneo, evidentemente siendo más soportable. Pero también es el caso que
uno es más sensible en general, más consciente de las cosas que siente el cuerpo, como si se
tratara de una orquesta que suena homogénea en el fondo, mientras la conversación la
desplaza, pero de la cual se descubren sus componentes a medida que uno se acerca a
escucharla. En fin, ahí es cuando el dolor de cabeza vuelve a entrar en escena. Jodidos todos.

El bajo del concierto que estalla contra las ventanas se contamina de aire o, más bien, el aire
se contamina de un suave y seductor bajo que de alguna manera suena como en una playa
con una brisa suave y deleitable. Pero de alguna forma también es un bajo que cuadra muy
bien como en una casa en un bosque, de pronto en un bosque gringo con esas semillas color
ladrillo cubriendo el suelo y por supuesto los pinos grandes y bellos. En esas casas de troncos
de madera bien largos y coloridos. Una casa caliente alimentada por una gran chimenea, con
una cocina de esas gringas viejas, abarrotada de artículos tecnológicos de los setenta, a
menudo de dimensiones muy grandes y esos colores paleta diarrea: beige claro, verde boñiga,
coffee delight…

Diana mientras tanto me cuenta algo, creo que algo que le pasó hoy. Es difícil seguirla, no es
raro que el porro me ponga a pensar en cualquier maricada. Veo a Diana hablar y puedo
reconocer conscientemente sus gestos, singularizarlos, pensar si su cara se ve mejor haciendo
uno o el otro, de repente cada uno de ellos brilla con un aurea especifica. La luz que proviene
de la lamparita del estudio permite esta pasarela de gestos, y yo quiero pensar que son un
coqueteo juguetón, pero del cual ambos sabemos la respuesta, a pesar de que en la
conversación no hay nada fuera de lo común, ninguna señal que me permita esas
suposiciones. Pienso que a ratos me la quiero comer, pero a veces no es el caso. Pienso que
no sé por qué le busco tanto lo estético a la sexualidad, pues más allá de ser un aspecto que
inconscientemente me orienta (de eso estoy seguro), lo pienso demasiado, como si fuera una
especie de cortina o filtro que debo examinar con una mirada crítica.

Acuérdense, el filtro es lo primero que se envuelve al armar un porro.

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Diana no es linda, pero es una chimba de persona, y además es innegable que tiene su sex
apil, o más bien parece ser una salvaje en la cama. Esa mirada tranquila y seria, de vieja
madura, muy consciente de las cosas que le gusta hacer y las que no. Impregnada también de
una experiencia sexual. Nuevamente, de ser una salvaje en la cama. Cambian la música
adentro, ya era hora. Suena algún rap que no conozco, pero tiene un beat chimbita.

Tengo que soportar la historia de Diana -que ahora se siente larguísima- utilizando esas frases
de cajón siempre convenientes. Entiendo el desespero de Jack con las conversaciones
monótonas.

- Agh, que mierda Diana…


- Y qué le dijo entonces…
- Marica, y qué hiciste…
- Ya saliste de eso…

Después de un tiempo la conversación se va diluyendo en una especie de fade out, como las
canciones de los ochentas. Me entran ganas de meterme en el círculo de la sala y bailar con
ese rap estallando los oídos. Estoy a punto de entrar, pero me invade una nueva curiosidad.

- Oiga, Diana – empiezo yo, pero, mierda, el bombillo se apaga de repente. El tiempo
se hace silencio, presionándome, lo cual no ayuda…
- Agh, marica, se me olvidó qué le iba a decir- digo riéndome.
Diana se ríe y me mira con una dulce sonrisa, igual sexual, qué rico….

Me sigo riendo cuando vuelve el hilo.

- Ah, ya sé... ¿Usted perdonaría a un novio si se rumbea a otra?

Diana me mira con curiosidad.

- ¿Y por qué preguntas eso?


- Solo por curiosidad – digo indiferente.
- Puede que sí, pero me parecería una mierda.
- ¿Pero si es una rumbeada del momento? Por la atracción sexual y ya, diferente al
querer que siente hacia ti.

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- Es que lo que más me emputa no es el acto y por eso puede ser perdonable, depende
claramente de que sean besos por esas ganas del momento que a cualquiera le pueden
pasar. Lo que me parece mierda es si en la relación ya se discutió que el compromiso
implica no meterse con otras personas. Lo perdonaría, pero mi imagen de esa persona
cambiaría porque incumplió ese pacto y no fue coherente con las cosas que dijo.
- Te entiendo, pero parce, en una rasca, sintiendo esas ganas, yo no creo que ninguna
persona que se come a alguien afuera de una relación relativamente buena, lo hace
pensando en lo que dijo y lo que está incumpliendo.
- No sé, tali, una persona sabe bien cuándo está incumpliendo algo o no. El mismo acto
de no acordarse es inconscientemente una decisión.
- Listo, listo, anotado – digo con una sonrisa.
- Tan huevón.
- ¿Para ti sería mucho más grave esa rumbeada si se habían visto antes?
- ¿Cómo? ¿durante el día?
- Sí.
- De pronto no más grave, pero lo haría sufrir más para bajarle ese ego tan típico de
ustedes.
- ¿Y cómo piensas hacer eso? – digo riéndome.
- No sé. Lo que sí sé es que no hay nada como nosotras para bajar el ego de un hombre.
La veo de arriba abajo y ella se da cuenta. Aprovecho el momento. Le digo que está muy rica
mientras hago una mueca morbosa.
Ella hace pose como de reina y dice -ya sé- mientras mira de costado con frescura.

- Porque me miras así, pirobito – dice ella.

Me enderezo y sonrío levemente.

- Por nada – digo.


- Mas te vale, pilas que yo puedo hacer contigo lo que quiera.

- ¿Me das otro plon? No me cogió tanto.

- No sea abusivo – me dice con desdén.

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Saco pecho y me arrimo como si estuviera buscando pelea. Ella se hace la indiferente hasta
que la cojo de la cintura, entonces se ríe y busca la patica de bareta para prenderla otra vez.
Unos últimos plones antes de poner en marcha la cintura, siento esa expectativa creciendo en
mi cuerpo.

Se acaba la canción y empieza un beat muy familiar. Ahora sí toca meterse en el bonche.

- ¿Vamos a bailar?
- Sikas.

Entramos en la célula y la hermosa oscuridad se apodera de nosotros, hombres-taxi, hombres-


sillón, moviéndonos entre las sombras para prender la luz. La madera vibra bajo mis pies y
el coro afloja mis caderas, saludo a un par de panas y abrazo a Silvia, una de las personas
más inteligentes que conozco y sin duda de las más chimba, bailamos un rato las tres y
disfruto verlas moviéndose, en especial a Silvia con su pelo corto rosado meciéndose y
brillando a través de la pista. Empiezo a soltarme, llevo a Diana a una esquina, lejos del
huevón de César, que ya está todo re loco por el molly, tocando a todo el mundo, desesperado
por hacer besos triples y reírse de todo, a lo bien, re boleta.

Busco la mirada de Diana y juego con ella, percibiendo con sutileza las vibraciones que se
expanden, como la brisa bailando con las hojas. Nueva canción. Alineo sus ojos con los míos,
esos agujeros negros que brillan entre la bruma roja del bombillo de neón, colapsando entre
las capas de gravedad y arrastrando a la pendiente toda posibilidad de caos y violencia.
Acerco mi cara, la perfilo, froto su nariz con la mía y la comba inexplicable, Roberto Carlos
de mi corazón, mis labios teledirigidos contra esa cordillera embadurnada en labial. El tacto
despierta mis sentidos y me desconcierta, como si todo lo que hubiera pasado en la noche
antes de esto fueran sombras en la caverna de Platón. Besos suaves que van cogiendo ritmo,
que suben con ese este rap re hijueputa que recién empieza.

Eh que estilito, que chimbita

Yo tengo lumbre, para que derrita

Eh come bonito, come poquito

Eh coma cayada, para que repita

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No tiene idea de la mitad de la mitad

La mitad de la mitad, de la mitad de lo que voy hacer

Mi mano derecha en su nuca, sosteniendo su cabello con violencia, besos lentos, jugando un
poco con su lengua, sintiendo sus labios. Mi mano izquierda va viajando por sus caderas
lisas, sintiendo la tibia piel en ese glorioso espacio entre top y pantalón. Pero sigue la farra y
el ritmo va subiendo. Nuestras piernas se entrecruzan y oscilan de atrás a delante, en círculos
lentos que giran con el beat, creando ondas de tacto entre mi cuerpo y el suyo, bajando ese
río candela que nos adentra a las tinieblas. Crudo es una nitrochimba, mi cuerpo busca su
cuerpo. La aprieto entre mis brazos, la busco con besos en el cuello, bajo mis manos, cada
vez un poco más, explorando como quien camina en un lago congelado y tiene que asegurarse
de sus pasos.

Mis manos bajan silenciosas, arañas deslizándose entre su telaraña hasta llegar a su presa,
ese culo apretado en sus pantalones de gatubela. Ella nunca se resiste, pero al principio no
reacciona. Pero una vez logro apretar ese culo es como cambiar de automático a manual, y
ahora si vamos a subir los cambios, porque esta montaña se baja desmierdados, buscando en
el horizonte el éxtasis que se nos promete al girar por esta curva, destruyendo con nuestras
revoluciones las alturas del páramo y los ventanales permafrost en los pisos de los ejecutivos
del edificio, suspirando ese olor de fruta podrida lechosa que invade la tierra caliente.
Deconstruir es avanzar cuando la altura nos ha hecho perder la perspectiva del suelo, y yo
sediento de estas formas elusivas que me promete la noche, todas las noches en las que existe
una oportunidad. Cada kilómetro más delicioso que el anterior, con esta luz roja de
precaución invadiendo los sentidos, cuando al descender de la colina nos lanzamos al
precipicio del valle, cargando a cuestas las jorobas de montañas eternas y ajenas al mundo
que miran con sus ojos de senséi desinteresado las velas alejándose en el horizonte, y yo chill
y relajado con la brisa que hace sacudir al carro, mosca que descubre los minerales esparcidos
por la tierra negra y húmeda. Y Diana, diosa-cocodrilo, mujer-tiburón que sabe muy bien
cómo ponerla en el ángulo y hacer un golazo, lento roce por encima del pantalón que pone
mi verga a mil, besos furiosos de música y neón rojo. Invadir, regresar, dos acciones que a
menudo pierden sus fronteras.

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Ahora Diana asume su papel de equilibrista, midiendo con cada uno de esos pasos
inconscientes, pero tremendamente conscientes la capacidad de resbalar y abrazar la
gravedad, una puerta a medio abrir con cada segmento del alambre transitado, contemplando
desde la timidez de la costumbre las infinitas posibilidades, asumiendo automáticamente que
al contemplarlas las conoce, y quizás sí, pero ya habían pasado más de tres meses desde la
última vez que nos comíamos. Y quién sabe, las cosas pueden cambiar, esta ciudad entre
lomos de cocodrilo siempre funciona como advertencia. No es simplista pensar que cada
decisión lleva a uno de dos desenlaces (o el arte del culeo o la paja resignada antes de dormir),
pero quizás sí es mediocre de mi parte, porque después de ese ligero roce Diana suspende su
brazo entre su cuerpo y el mío, para luego subir su mano con ritmo, buscando entre la tela
dura del jean mis huevas, y eso en sí mismo es digno de celebrar. Porque es una retrochimba
que a uno le cojan las huevas…

No me sueltes nunca Diana, contrólame con esa frustración de no poder tomarte un vodka un
martes a las diez de la mañana, o no poder decirle al profesor de Medicina Muisca que te lo
quieres comer ya, en medio de la clase, mientras algún pirobo presenta, y se van a la casa
donde él vive, que igual queda en la Candelaria, más bien el cuarto donde él vive, al fondo
de un espacio donde hace talleres de rapé (sí, tú sabes donde vive), y entran, ni siquiera
alcanzan a entrar, tú ya estás mojada, él también, y entonces te sientas encima de él hasta
dejarlo temblando, gimiendo furiosa de sacudirte. Furiosa de no poder desnudarte en el eje
ambiental cuando despunta en el cielo ese sol del verano bogotano, después cubrirte con las
nubes que bajan desde la montaña, estallar de risa con un porro mezclado con un poco de
lavanda y manzanilla, porque ahora hasta el porro puede ser artesanal. No me sueltes nunca,
emputados y ebrios de tanto cemento, cuando la brisa que galopa hasta la ventana de la terraza
viene a saludarnos, y la miramos con ternura así sea solo para devolverla, lanzando al cielo
esas plegarias de sacrificio en una ciudad sorda.

Besos y manos y besos y porro y calor y sudor y el bajo y los besos y las manos y tus labios
y tus tetas y tu pantalón ajustado. Busco tu cuerpo con mis manos sedientas de escultor
frustrado, celebrando a cada instante en afanoso carrusel tu carne tibia y sudada. Y si lo
pienso quiero que tú lo pienses también, y que la sed que yo tengo se instale en tu garganta,

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bebernos cada uno como raspado en Girardot, que las luces de enfrente no dictan el camino,
solo lo invitan.

Sigo en este desliz, cuando la escalera empieza a ser tobogán. En el momento me alcanzo a
imaginar lo mejor, pero aún no lo digo. Hay tiempo para todo.

Este cálculo me juega una mala pasada, pues sin entender por qué, como la mayoría de las
veces, un paso adelante solo es un medio para dar dos atrás ¿Me debería sorprender que
después de haber frotado mi verga y agarrándola con fuerza a través del pantalón, se
desprenda de nuestro mazacote para hacer un bailecito coqueto? Sin darme cuenta la conozco
bien, y no debería sorprenderme, pero es inevitable que lo haga. Sería absurdo que no.
Definitivamente me deja jodido, como esos peladitos que se les cae la bola de helado al
pavimento. Al principio bailamos un rato despegados, con suaves besos como nuestra única
línea de comunicación, después ella empezó a hacerle ojitos al molly, me preguntó si yo
quería, le dije que no, esperando que milagrosamente desistiera. Era una prueba, una prueba
re huevona, además. Se que solo un perreo muy violento me puede volver a poner en la mesa.
Los ojos de Diana, ahora efusivos y distraídos, son esa marea hundiendo el Titanic. No quiero
que tome molly, se pone en full modo tecno. Tengo curiosidad de las cosas que podría decir
o quizás más que nada de cómo se podría mover, pero no quiero que se vuelva una farra de
puro tecno. Además, qué empute si este desvío me deja iniciado, sería la segunda vez de la
noche por culpa del hijueputa VAR.

La sensación de hundimiento se aferra a mi garganta y comienza a destilarse en sustancia


entre el cuerpo de ella y el mío. De repente la distancia de la sala a su cuarto se hace
imposible, cuando hace no tanto tiempo estaba escrito en el itinerario del folleto del tour. Me
dice que ya viene, que la espere un momento y al principio tengo todas las intenciones de
hacerlo, pero después ocurren dos eventos que me hacen cambiar de resolución. El primero
tiene nombre y apellido, César Rodríguez riéndose con esa risa estruendosa sabiendo
perfectamente que lo estamos oyendo, sin la decencia de fumar sus cigarrillos de vainilla
importados en la terraza como todo el mundo. Ahora está hablando con Diana, probablemente
jodiéndola porque él tiene molly. Cada vez que ella le susurra al oído él dobla las muñecas y
se recoge, mirándola con una expresión de “No te lo puedo creer”. Diana saca el celular,
probablemente subirán alguna historia a Instagram. Puta, no quiero que me vean mirándolos.

40
El segundo es que empieza la temida hora de la guaracha y en la salita se congregan la
mayoría de los presentes, cerrando los ojos, moviéndose de izquierda a derecha, o bien,
suspendiendo la cabeza de lado a lado en un éxtasis electrónico guarachero. Me sabe a mierda
la guaracha.

VI

Vuelvo al refugio de la terraza sabiendo que la vuelta con Diana se terminó. Al menos por
ahora. O, sino que me busque. En la terraza siguen Neider, Andrés y Leonardo. Prendo un
cigarrillo, uno de los peches que le había cogido a Diana cuando sacó el porro, y me
introduzco en el círculo en silencio, escuchando la conversación. Andrés dice que los sueños
son retazos de un mundo paralelo al que accedemos al reflejar la sombra de nuestro espíritu.
Algo así como un portal que se construye a partir de nuestro reflejo refractado en el agua,
construyéndose desde la misma esencia, pero explorando otras posibilidades de pensamiento.
Dice que soñar con matar personas o incluso practicar el canibalismo es perfectamente
normal, pues en ese otro mundo esas posibilidades no necesariamente cargan con condenas
innatas o siquiera tienen la posibilidad de alterar el universo. Los sueños como una ventana
a un mundo sin consecuencias, o sea de posibilidades infinitas.

- No más absenta para ti, amigo Andrés – dice Neider riéndose.

Leo se ríe y Andrés aparenta seguir el juego, pero en cuanto se disipan las risas sigue.

- No estoy jodiendo, estoy escribiendo una obra de teatro explorando ese tema.

Neider abre los ojos, sorprendido.

- ¿Pero con personajes o cómo?


- Obvio, Neider, teórico sí es re aburrido – contesta Andrés cansado.
- Eso es bien jodido, papi, lo he intentado dos veces y siempre siento que mis diálogos
quedan repletos de clichés.
- Pero eso no es necesariamente un problema. Para mí, ese es el primer miedo que uno
tiene que sacudirse, porque toda obra de ficción está jugando con la línea de lo cliché,
de la exageración artística como inevitable consecuencia. Al final, la única cosa que
separa una buena obra de una mala es su capacidad de relacionarse con lo humano.

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- Ahí está el problema, ¿no crees Andy? Cuando una obra está llena de lugares comunes
por alguna razón deja de relacionarse con lo humano – dice Leo mientras se toma un
sorbo de absenta.
- Pero es que cualquier escena puede ser potencialmente cliché o no. A veces lo es
porque cuando se representa no se cultiva adecuadamente, bajo las condiciones
adecuadas, y con unas condiciones adecuadas me refiero a completamente
desprovista de un sentido, como a menudo resulta en la vida. Coherente, sí, pero
también posiblemente espontánea, porque lo cliché a veces también es una falacia;
cuando asumimos que el desenlace para una serie de eventos siempre tiene que ser el
mismo porque ya ha pasado antes. Si lo cliché no ocurre cuando siempre tiene que
ocurrir, pero aún aparece en un momento inesperado y al mismo tiempo coherente,
deja de serlo.

Andrés prende un cigarrillo y aspira con tranquilidad.

- Hoy en día hay todo un movimiento de huevones que creen que una obra libre de
clichés es necesariamente buena y que la mejor forma de lograr eso es removiendo el
componente dramático del arte, pero no se dan cuenta que su sacrificio les cuesta toda
la fuerza real, visceral, de la obra.

Veo la botellita de poco más de 15 centímetros de largo en la mano de Leo. Yo quiero. La


yerba empieza a perder su efecto. El líquido es de un intenso rojo, un poco oscuro. Parece
una de las pócimas mágicas del hada madrina de Shrek. Me tomo un trago pequeño, pero que
no deja de ser una gonorrea y me quema todo el esófago, revolviéndose en las tripas con
violencia.

- Ush, parce, que trago tan re hijueputa – digo riéndome.

Leonardo coge la botellita y toma otro sorbo. Neider hace una cara de asco, mientras se
prende otro cigarrillo. Miro el celular, once y media. Las cargas que eso implica se vuelven
coincidencia cuando adentro la música deja de sonar. Entonces los cuatro buscamos entre las
persianas una explicación, un poco medio emputados ante la posibilidad del portero bravo o,
peor, Ismael y su grupo de aguacates armando un bollo.

De repente se oye la puerta de la terraza deslizándose. Diana y Silvia asoman sus cabezas.

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- Chicos, vamos a rumbear, ¿Se pegan o no?
- Firmes – contesto yo.

Me invaden mil inquietudes sobre cómo Diana logró convencer a toda la congregación o qué
pasó con César, si sobrevivió a su viaje de molly bien, sin ningún show de esos en los que
terminan llamando a su conductor para que lo recoja, con esa carga de crucificado, de
mareado, ensopado en ese caldo de yuca. Y su típico primer acto “No me toquen, no me
toquen” “No me jodan, déjenme aquí, ya, todo bien, relajados”. Así en posición de triángulo
de la vida cuando sólo está temblando en sus paredes, respirando como un grifo sin agua,
siseando, siseando más que un peo lento. Al final todo me vale huevo, las respuestas llegaron
por sí mismas.

Me subo al ascensor con Diana, César, Silvia y Leo. César que, primero que todo, asimiló el
molly. César que, además, ya dejó de ser César. Al parecer esos minutos en que Andrés nos
dibujaba galaxias y obras de teatro fueron suficientes para el baile fúnebre de César, para la
fiesta Muisca antes de vestirse para la guerra, para las oraciones confundidas con voz de
camello sin joroba.

Una peluca corta de pelo negro brillante, sus cejas borradas a punta de pega-stick y
maquillaje, los poros grandes y ensombrecidos de la barbilla escondidos entre capas de bases,
los tacones altos y desgastados que le dan a su nueva persona ese aroma de cristal empañado.
Los pantalones anchos y largos, que empiezan en la cintura y bajan hasta antes de los talones,
revelando la piel. Una blusa negra brillante pegada al pecho que no busca esconder los
pezones alborotados; cielo despejado, blusa negra llena de faroles, calle de Nueva York.

En el ascensor me reclama porque no lo saludé antes, pero lo cierto es que César me cae
como un culo. Estuve a punto de preguntarle, con toda la seriedad posible, que me dijera las
razones de porque seguía consumiendo molly cuando siempre terminaba vuelto mierda.

Pero cuando César es Nicotine adquiere un silencio elegante, quizás pensando que entre más
palabras pronuncie mayor es el peligro de que se rompa el hechizo que permiten los colores.
La transformación de la carne depende de la personificación del espíritu, y ahí lo importante
nunca es ser genuino, sino intentar desesperadamente. Fingir nunca ha sido mentir o aparentar
algo que no se es.

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Nicotine no viste la ropa de moda ni sabe maquillarse muy bien. Nicotine camina como
hombre que se mira al espejo caminando como perra y sus pantalones anchos juegan con las
fronteras, cubriendo el cuerpo a unos cuantos centímetros de esa línea del vello de las piernas,
pero el del final, que crece a media estatura y se enrosca. Sólo hace falta que Nicotine levante
su pie un poco, quizás excitado o saltarín en sus juegos de techno y telones de luces azules
para revelar sus marcas de tenor. A Nicotine tampoco le importa que sus cigarrillos de
vainilla no quepan en el pantalón, pues cuando le ofreces uno te dice con una risita coqueta
“no gracias, mi rey, yo no fumo” y después sigue con su paso ligero a buscar una nueva rosa
llena de espinas en el camino. Nicotine salta en los charcos cuando esperamos que alguno de
los héroes caídos del grupo termine de vomitar en la acera al final de la rumba y Nicotine
sube fotos de sombras y reflejos en Instagram que toma en sus recorridos por Bogotá, fotos
difuminadas por un movimiento de la cámara agresivo o a veces suspendidas en una neblina
blanco y negro que las hace rebosar de debilidad, como finas gotas de tinta que han
descendido el lienzo del cuadro y se han congregado para crear la silueta de un árbol desnudo
o cables de luz entrelazados.

La primera vez que celebré a Nicotine fue en la plaza de la Pola hace poco menos de un año.
Eran, quizás, los peores meses de mi vida, pero por supuesto eso yo no lo sabía, simplemente
lo intuía vagamente. Había caminado toda esa tarde de viernes por la zona, primero subí por
la calle decima para adentrarme en la Candelaria, un tránsito sin destino ni propósito,
absorbiendo de cada cervecería y librería el olor de los maderos viejos y el frío de esas
gruesas paredes de cal. Con un litro de Poker envuelto en una bolsa de papel seguí mi camino
hasta la calle 19 con cuarta, primero viendo las camisetas estampadas y las pipas de bareta
que vendían en locales pequeños en la acera, también los primeros pisos de aquellos edificios,
con sus locales de pequeños supermercados o tiendas de tatuajes y perforaciones. Después
hasta Vía Libre, con la esperanza de encontrarme a Alfredo.

Su librería estaba cerrada, pero en la entrada del centro comercial me encontré a mi monitor
de Etnografía, quién no dudó en ofrecerme un poco de su marihuana, mientras me explicaba
la diferencia entre la yerba y la cripa. Me hablaba con un tono amistoso desde la comisura de
sus labios, revolviéndose su pelo rubio desordenado con esas manos llenas de tinta, pero
había una barrera entre él y yo. Tantas mutaciones y perspectivas: Ondas de inconsciencia en

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bocanadas de humo que, en ese día tan particular, se transformaron en nuevas formas de
soledad. Cuando por fin volví a los Andes ya eran casi las ocho de la noche. Trabado y con
frío, húmedo de esas lluvias intermitentes que a veces caen sobre la ciudad, fui a la plaza de
la Pola y me senté en una banca vacía, a espaldas de todo el tumulto de gente. Cuando llegué
no vi a Nicotine, aunque recuerdo mi afán de buscar un rostro familiar dentro del público.
No fue necesario, pues él sí me vio a mí y al rato se sentó al lado mío. Me di cuenta de su
presencia cuando me percaté que alguien más estaba en la banca, pero antes de poder decir
cualquier bobada, él empezó a hablar.

- Cuando uno está enfermo no ve una luz, ve todo oscuro – dijo sin siquiera mirarme.

Me quedé pensando en sus palabras por un rato que pareció eterno, en ese no-lugar de las
neuronas trabadas. Busqué su rostro, pero en la noche de nubes espesas y aquel pequeño
resquicio de oscuridad que siempre ha sido la Pola, sólo era capaz de adivinar su perfil con
las luces de los carros. Me imaginaba sus ojos bajo esa peluca como perlas negras en un
paraguas. Su rostro, con perforaciones en ambas orejas y otra en la ceja derecha, adquiría un
aire de calle, de ñero, cuando el telón se levantaba. Pero estos mismos rasgos eran capaz de
recoger desde el aliento vital de Nicotine una nueva perspectiva.

- ¿Qué se siente cuando eres tú? – pregunté.

Él espero un rato. Prendió una pequeña pipa que tenía y dio un plon largo, exhalando grandes
cantidades de humo.

- Te voy a parafrasear a Carolina Sanín en un artículo que escribió hace poco. Al final
de la pieza dice algo que más o menos va así.

Tosió un poco y aclaró la voz.

- Y he aquí, mis funerales a Maradona: Son un engaño pero sin hacer trampa, una pelota
de fútbol chutada con la mano.
- Salud por eso – dije, levantando una lata de cerveza que tenía en la mano.

Él se río y agachó un poco la cabeza, mi comentario había sido una absoluta decepción.

- Salud, mi rey – dijo, mientras la boquilla de su pipa se estrellaba contra la hojalata.

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Después me sonrió y se levantó a bailar con su grupo -a la mayoría yo los conocía- que había
hecho un círculo para moverse suave.

Y no sé por qué nos dejamo'


Si tú me amas
Y yo te amo
Normal, yo sé que a veces peleamo'
Pero qué rico cuando chingamo'

No puedo negar que Nicotine me genera una extraña excitación. Sobre todo, cuando lo
imagino aún con sus tacones puestos, recostado contra la puerta de un baño de la rumba,
agarrándose de donde puede, los dedos esqueléticos asomándose al otro lado de la puerta y
él saboreando con esos gemidos guturales reprimidos el cuerpo de un otro encima suyo; ese
otro sujetándolo de sus delgadas pero redondas nalgas, dibujando con sus dedos las curvas
de su cuerpo, desgarrando el secreto con esa sed voraz de culo. Piel con piel, nervios
derramándose como una cascada que nace en la cabeza y desemboca en los talones. El
epicentro de ese tsunami es la verga, oscilante en ondas de éxtasis producidas por las
contracciones de placer y dolor.

Ya sin frenos en mi arrechera busco con la mirada a Diana, alimentándome de ese pantalón
ajustado que dibuja deliciosas y apretadas avenidas en su vagina. En plena apretada de mi
verga contra la banda del boxer me doy cuenta de su ausencia, de su estado aún vacilante en
las corrientes inevitables del trip, trip, trip. Todos estamos callados, en ese caldo insoportable
de ascensor lento que, además, para colmo, piden en el camino, pero ella sí está ensimismada.
Su desgracia me hace sentir mal y en su mareo pálido no es atractiva, ambas razones el mejor
remedio para frenar este ataque de arrechera tan mamón y típico de los escenarios más
inconvenientes, como aquellas erecciones en plena misa o asamblea del conjunto. A lo bien,
muy paila.

Ella mira al vacío, visiblemente desesperada de ese preciso instante, de ese traslado efímero,
sujetándose con sus garras a algún punto de contacto en medio de ese tiempo estancado. Y
es que Diana es como yo en ese tema. Soportamos la gente porque drogarnos nunca ha dejado
de producir un placer indescriptible y potente, capaz de perdurar a pesar de todas las mierdas
que implican una paleteada y la cada-vez-más-frecuente zozobra del guayabo del día

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siguiente al reconocer la dicotomía entre el “yo” sobrio y el drogo. Pero lo cierto es que el
deleite del viaje a menudo se transforma en fastidiosas consideraciones cuando el tripeado se
ve a sí mismo en un público amplio o en desplazamientos y diligencias intolerables, tales
como un ascensor atestado en misma dosis de gente y silencio, o el cruce de palabras iniciales
con alguien desconocido.

Me subo a un Uber con Néider, Andrés y Leonardo. En el otro van Diana, Silvia, dos manes
de su semestre y César.

Segundo sorbo de absenta al subirse al motorizado. En el Uber suena severo temón que es
Los sabanales, y ante el permiso del conductor de prender un cigarrillo hacemos estallar la
canción en los parlantes. Que el carro se haga notar.

Mis recuerdos son aquellos paisajes

Y los estoy pintando exactos como son

Ya pinté aquel árbol del patio

Que es donde tú reposas cuando calienta el sol

Vivo aquí

Pintando el paisaje sabanero

Porque allí

Es donde están todos mis recuerdos

Vení, corazón, vení

Vení más cerca de mí

Siento el frío de la noche estrellarse contra mi rostro, un silbido helado que encrespa la piel
y la obliga a recogerse como una cremallera de infinitos poros. Ese sorbo que nos tomamos
antes de subirnos siempre es peligroso, pero el frío ayuda a cerrar el esófago.

En el centro del carro está Leonardo, en silencio. Reconozco esa mirada vaga de peligro,
cuando la absenta se sube a los sesos y empieza a ganar la batalla. Todo vicio es una chimba
hasta que hace temblar la balanza, ese equilibrio en el desequilibrio. Porque no hay nada más

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chimba que dejarse llevar, pero absenta y carro son una paleteada en potencia, una batalla
interna que ahora libra Leonardo con todas sus fuerzas, buscando en sus adentros esa
capacidad de compostura que uno piensa suficientemente fuerte y capaz para silenciar las
arcadas del cuerpo. No hay mayor división entre carne y espíritu que en esa pelea, cuando de
repente la conciencia busca desesperadamente apropiarse del cerebro, y consecuentemente,
del cuerpo. Tarea imposible porque sucede en regiones que no tienen la competencia para
ello. Es como pensar de forma absurda que todo depende de la mirada lejana e inquisitoria
de los generales, cuando lo cierto es que la carne real, las vísceras, se estallan en el frente.

Agh, jueputa, y yo estoy en el splash zone.

- Papi, ¿quiere que cambiemos de puesto? – le pregunto.

Él se traga todo lo que es capaz de tragarse y con sumo esfuerzo me piensa hablar.

- No me tienes que decir nada, Leo. Mueve el dedo si quieres cambiar.

El pirobo no reacciona, ahora bajando la mirada para buscar un punto fijo entre el tapete del
carro. Mierda, acción evasiva, es ahora o nunca.

- Parcero, ¿me puede parar un momento que este man viene bien mareado?

El carro para al lado de unos bolardos, yo rápidamente me bajo y cojo de las manos a
Leonardo mientras Néider, de otro lado, le empuja el culo desesperadamente. Justo cuando
Leonardo alcanza a asomar su cabeza un vómito negro y un poco espeso se estrella contra la
calle. Una gota alcanza a salpicarme el tenni’ blanco, ahí sí nada que hacer. Ya después de la
primera ahorcada Leonardo se desprende de mis manos y sale del carro, buscando más con
un instinto desesperado que de hecho viendo algo, alguno de los bolardos para sostenerse.
Entonces como un punzón en su estómago arremete la segunda ola, ¡On Guard! Ahora un
líquido mucho más claro que Leonardo eyecta a intervalos de tiempo y oscilaciones de color.
Mientras tanto el pirobo del Uber cagado de la risa mira hacia adelante disimulando.

Pasan los minutos y a Leonardo le cuesta recomponerse.

- Vamos muchachos, dale dale Leo vamos – dice Andrés.

Diana ya debe estar entrando.

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Voy a comprar agua en una cigarrería al final de la cuadra para dársela a Leo, la calle es
ancha y tiene carros parqueados a cada lado. Más que anden, una fila de bolardos la separa
de los caminos peatonales. Es una vía cubierta en su mayoría de edificios pequeños y de
ladrillo, unas cuadras más hacia el occidente se ven algunos avisos aún alumbrados. El viento
exacerba la soledad de las calles residenciales a medida que llego a la pequeña tienda. El
aviso lee en letras grandes rojas, entre botellas de todo tipo de licores y algunos insumos,
“Donde Jimmy”.

Al entrar me aturde la risa de cuatro señores que, recostados en sillas Rimax, beben de sus
cervezas recién abiertas, esas que en poco tiempo pasarán a hacer parte de la colección de
botellas vacías acumulándose en la mesa. Las risas y la música de fondo hacen casi imposible
hablarle a Jimmy o quien fuera que estuviera detrás de la barra.

Enamoré a mi hermana que no la conocía

enamoré a mi hermana por equivocación

porque ella fue criada en Ponce Puerto Rico

mientras que yo me criaba en Brooklin Nueva York

Pasaron quince años y volví a Puerto Rico

entonces fue que vino la farsa y la ocasión

enamoré a mi hermana que no la conocía

y en un baile que había le declaré mi amor

Espero unos minutos como un pobre imbécil mirando al tipo de la tienda, quien a sabiendas
de que yo, parado al frente, necesito algo, sigue en su animada conversación con el combo.
Sonrío para pasar el mal trago de incomodidad, y asumiendo que debo esperar al hijueputa
miro la mesa. Uno de los cuatro hombres saca una cajetilla de Rothman’s y una pequeña caja
de fósforos, se endereza en su silla y ladeando la cabeza aspira del cigarro mientras lo acaricia
con la candela. En esas primeras inhalaciones mira hacia adelante, a la salida de la tienda, y
fija sus ojos en los míos. Desde el primer instante siento el filo trazado entre nuestros satélites,
un silencio mortal que corre paralelo a los juegos y música que inunda la tienda.

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Acepto la invitación por unos instantes de trompeta descarada, sonando en mi himno de
fuerza y de yo miro también. Su mirada es fría y dura, cortando las ráfagas de risas como una
palmera embestida por las olas. Resisto ese sereno de frailejón que proviene de las montañas,
cuando subiendo por el páramo hasta las piedras se endurecen del clima. Ese golpe se va
acrecentando a medida que mi desafío se prolonga en el tiempo, pero él parece, en toda su
violencia, como una estatua contra la que poco puede el tiempo o el frío o el fuego. Me mira
como si estuviera diciéndome “yo sé que usted también está borracho y que está convencido
en no ceder” (inhalación del cigarro). “Yo sé que usted también está borracho, pero usted no
es duro, yo sí. Así se crea capaz de levantarme la mano, usted puede ser muy entusiasta, pero
usted no es duro y yo sí”.

Los vidrios se me derriten después de ocho compases, después del agotamiento, cuando en
mi cabeza toda esta competencia me empieza a parecer absurda y sin sentido. Para eso está
el celuco, ¿verdad? Después de contestar un par de mensajes “urgentísimos”, esperando a
que este pirobo me quitara la mirada, al don Jimmy le da por atenderme.

- Buenas noches, vecino, ¿en qué lo puedo ayudar?

Los sorbos de agua son un oasis para la conciencia de Leo, perdida en sus laberintos del
“¡Qué putas!” y el porqué y el cómo y el ahora qué. Ya cuando sus ojos son capaces de
sostenerse a pesar de la gravedad, volvemos a pedir un Uber (obviamente el primero se cagó
de la risa y a los pocos minutos dijo que si no nos subíamos se “vería en la obligación de
terminar la carrera”). Néider, Andrés y yo seguimos dándole a la absenta a falta de otra cosa
un poco más respetable o siquiera amigable con nuestros intestinos. En esas Leonardo vuelve
a pronunciarse.

- Perros, ¿me dan un sorbito?


- ¡Coma mierda! Contestamos casi al unísono y entre risas.

Leonardo se ríe y suspira de cansancio. Me siento a su lado, analizando cómo esas gotas de
absenta son más fuertes que cualquier barril y que esa transición cuando rápidamente muevo
la cabeza o enfoco otra cosa, ha vuelto a ser difuminada y borrosa.

Llega el segundo Uber con una salsita bacana, mejor no pudo estar esto para levantar los
ánimos.

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Ya todas las calles están desiertas, silbando con la brisa que arrastra los paquetes de De
Todito hasta las alcantarillas. La música que brota desde los parlantes del Uber del maestro
Carlos, autodenominado creador de un nuevo género musical entre Techno y Salsa se
expande en el espacio vacío, produciendo un eco que retumba hasta los pisos de los edificios.
Pasamos por un parque pequeño que, iluminado por los faroles amarillos de los postes de luz,
revelan una pareja, cada uno sentado en un columpio. De la mano de uno de ellos se alcanza
a ver un cartón de aguardiente néctar verde. Cuando le estamos dando la vuelta al parque
comienza a llover. Al principio, gotas grandes y gordas que suenan al caer, cristales molidos
en el pavimento lleno de huecos. Y ahora qué van a hacer los amantes que con tanto gusto se
tomaban su aguardiente en los columpios.

A medida que las gotas impactan el suelo yo siento en mi pecho ese aliento de escribir como
un dios. Escribir como un dios es escribir como alguien escrito. Escribir como un dios es
imposible para los humanos, al igual que es imposible que una fotografía sea capaz de
representar un recuerdo. Para escribir como un dios debo escribirme primero y la única forma
de escribirme es escribir todo el tiempo.

Pienso en lo que ocurriría si las gotas fueran diminutos seres que, bajo la esperanza prometida
de un lago o el césped, hubieran decidido saltar desde lo alto. Pienso no en la ruptura; no en
los cuerpos rotos, ni en los cristales dispersos en el asfalto. Pienso en lo que necesito para
escribir. Pienso en que necesito un salto muy largo, inexplicablemente largo; un salto
desnaturalizado, un salto que se convierte en un despertar.

Para llegar a Honne, así se llama el nuevo descubrimiento de Diana, el Uber pasa por la calle
de las flores, que es una calle angosta que se asemeja a un embudo. A esta hora la calle de
las flores sólo es un cumulo de pequeñas casetas de acero cerradas por completo. Aun así, en
los andenes se ven flores pisoteadas y encogidas, amarillas y moradas y rojas que agonizan
entre la capa negra de tierra mezclada con lluvia. Las flores nos llevan al sitio y en este
tránsito fúnebre de belleza muerta hay algo sumamente inquietante, una especie de
premonición de la inevitable vejez que espera a todo lo bello en el mundo.

Apenas llego al sitio veo una familia descansando en una carpa a un costado del andén. El
frente está abierto y entre la oscuridad alcanzo a reconocer a la mamá. Los hijos, como
montañas entre las gruesas cobijas, parecen revolverse entre su fortaleza para protegerse del

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frío. A unos cuantos metros de la carpa está el papá, con dos flores en su mano derecha que
aún mantienen su dignidad, tienen un tallo más largo que el resto y siguen esponjosas. Son
astromelias de un color rojo bermellón. A pesar de la lluvia él sigue buscando, imperturbable
por la cortina de agua, escrutando el suelo en la búsqueda de más flores, su piel como
cementerio de gotas perdidas.

VII

Llegamos a Honne, trip, trip, trip. En la fila para entrar le hago un pequeño refill a la pipa y
así me ahorro la diligencia en plena pista de baile. Balita recargada va a su funda, en este
caso las huevas para evitar que joda el man de la requisa. La fila va hasta el final de la cuadra
y gira hacia la izquierda, pero Néider conocía a una chica que, a pocos turnos de entrar, nos
deja hacernos con ella. Es bajita, de cabello rojo y piel blanca, con ojos cafés y un tono de
voz singular. Pareciera ser extranjera, pero al mismo tiempo es imposible saber de qué parte
del mundo proviene. Su grupo está conformado por otras dos amigas y dos manes, uno como
un poste y bien manga con un saco grueso dominguero marca Polo, y el otro bajito y con voz
aguda, de tez blanca y cara juvenil. Apenas nos presentamos el alto sigue con un tono
orgulloso y mucha seguridad en sí mismo una historia de la que nosotros cuatro no
entendemos ni mierda, por lo que Néider aprovecha el silencio para, ante mi mirada perdida,
introducirme el tema.

- Entonces, tali. La idea es reunirnos en el parque de los hippies el jueves por la


mañana.
- Néider, yo ya le dije que no estoy seguro si pueda. Si me cancelan el parcial o me lo
mueven para el lunes, pues bien. Si no paila.
- Papi agh, seguro que sí, es una clase de antropología.

(¿Y este huevón qué? Bobo malparido)

Lo miro fijo a los ojos y prendo un cigarrillo, él parece darse cuenta de lo imbécil.

- Pues, mi perro, seguro que tu profesor va a ser el primero marchando…

Yo sigo sin decir nada

- En fin, me cuentas, sería muy bacano tenerte allá.

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Quiere decirme algo más, pero sabe que lo más probable es que lo mande a la mierda. Un
segundo antes de pronunciar las palabras, se recoge. Mira el espacio vacío por un tiempo,
después saca su celular y revisa algunas cosas mientras se recuesta contra la pared del
rumbeadero, con la mano izquierda en el bolsillo del pantalón.

Que chimba es ir por la calle quemando estatuas de españoles para “reescribir la historia,
para apropiarnos del discurso de nuestra propia historia, escrita con sangre y opresión por los
conquistadores”. Y pues sí, que chimba, pero qué fácil. Qué fácil vencer a los vencidos, qué
fácil agitar las banderas y gritar los pulmones contra el silencio de los fantasmas. A ver si
algún día se les ocurre, en vez de rematar la marcha con una hamburguesa de McDonald’s,
incinerar el sitio y hacer la revolución en serio. Dejar ese hábito delicioso de auto masturbarse
tumbando a Jiménez de Quesada y escribiendo “todes”. Respiro hondo y me quedo viendo
el andén desportillado, un camino lunar que ha atestiguado todo tipo de alegrías y desgracias
de este sofrito.

Le pregunto a Leonardo cómo sigue y él nos dice que ahora sí está listo para un sorbo o un
pipazo o un poco de molly. Nos interrumpe la conversación el amigo de baja estatura y cara
de adolescente de la amiga de Néider, preguntando en una voz alta e incitadora si todos
nosotros somos hetero. Andrés dice que él no. Ya adentro seguimos todos como un mismo
grupo y subimos las escaleras hasta el tercer piso, unas láminas de metal sin paredes a los
lados desde donde se puede ver todo el segundo piso, la ola de cuerpos y cabezas que se
conmociona con los estallidos de la electrónica, una noche tupida de cuerpos, y las luces que
dispersan su halo encantado en la muchedumbre. El sitio está re lleno, pero desde hace unos
cuantos meses eso dejó de ser noticia. En el tercer piso hay una terraza un poco más pequeña
en espacio. Apenas se llega hay una caseta de bebidas a la derecha y, más allá, a la izquierda,
unas tablas de surf de Corona que viven atestadas de gente tomándose fotos. En el centro está
el espacio vacío, la rumba de pies y afecciones. El aire que se respira aquí es menos denso,
sin duda es un espacio de conversación, de bareta e interacciones.

Una vez llegamos a ese centro de la pista buscamos un resquicio de privacidad, el cual en
general es muy fácil de crear en un espacio lleno de personas. Allí saco mi pipa, algo que ya
estaba en la cabeza de todos desde la fila y que sin duda representa el mayor incentivo de que
nuestro grupo se sostenga. A mi lado izquierdo Miguel, el parcero que minutos antes nos

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había preguntado sobre nuestra orientación sexual, ahora sostiene una conversación con
Andrés en voz baja. Por el entorno es evidente que el tema no es nada fuera de lo común,
pero los ojos de Miguel brillan con cada susurro de Andrés, como buscando en las palabras
más y más cosas. Andrés no es alguien que yo considere atractivo, pero su perfil izquierdo,
a pesar de la nariz pronunciada, es armónico y placentero. No es alguien risueño o de
expresiones magnánimas, quizás consciente de que no se siente cómodo con su rostro cuando
las tiene. Su cara está dotada de una gracia acorde a la templanza y la contemplación, y sufre
de distorsiones asimétricas en la risa y los gritos. Igual él no parece esforzarse para sostener
esa seriedad, mejor dicho, parece algo genuino con su forma de ser. Eso también distrae, o
más que distraer, invita a las demás personas a mirarlo bajo los términos en los que él desea
ser mirado.

No más discusiones ni debates. Prendo mi pipa y hago dos inhalaciones re violentas,


consciente de que después de una noche de muchos porros es difícil percibir el efecto de otra
ronda. La que nos coló, Mercedes, se echa unos pipazos de experta y me pregunta si me
parece bien taquear la pipa otra vez porque ya había mucha ceniza. Le digo que sí
(obviamente), pero no me gusta el entusiasmo desmesurado con que lo digo. Una vez
recargada el resto del grupo termina de abastecerse, la mayoría son expertos, solo Leonardo
(que bien puede ser el más baretero de todos) tose una gonorrea. En pocos minutos empieza
la rápida transformación de los espíritus.

Mi cabeza siente la gravedad de la bareta, un punch ni el hijueputa que me obliga a echar


raíces por un tiempo, me da un poco de miedo lo que puede hacer con mi cuerpo repleto de
absenta. El mayor problema del porro en estos momentos es que destapa la cantidad de trago
que uno tiene encima y no de una forma amigable. Me cuesta decir o hacer cualquier cosa,
caminando sobre la cuerda floja del mareo, una sensación que crece con la simple conexión
de un par de neuronas o la sensibilidad de los sentidos. Néider empieza a gritar “¡Pico!”
“¡Pico!” “¡Pico!” y al poco tiempo el resto del grupo lo hace. Sin darme cuenta Andrés y
Miguel están medio abrazados, riéndose con timidez, se miran a los ojos instantes antes de
darse un pico que termina en un beso largo. Leonardo, definitivamente renovado después de
vaciar sus intestinos, está ansioso de hablar y prenderse. Se va del círculo quien sabe
buscando qué, mientras Mercedes y su amiga, visiblemente aburridas, parecen estar midiendo

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si Néider y yo les vamos a caer o bailar o hacer algo que ellas no están dispuestas a empezar.
Cómo me emputa ese orgullo, como si las fronteras no estuvieran desde hace tiempo borradas
a punta de aerosol, ahora es mi turno de ser la princesa en su torre de marfil a la que ustedes,
caballeras, deben rescatar. Pero Néider se desespera rápido del silencio y prepara la caña de
pescar. Empieza complementando los zapatos de la amiga. Mercedes, a falta de otras
opciones, me pregunta que estoy estudiando.

- Antropología.
- -Ah, muy bacano Antropología. ¿Conoces a Santiago Pardo? – Me pregunta.

No tengo ni idea quién es Santiago Pardo. A duras penas sé que me llamo Alexis. Mis ojos
deben estar en la mierda. Incluso en la oscuridad Mercedes debe ser consciente de ello.
Empiezo a bailarle un poco, a ver si puedo saltarme esta parte de conocernos y encontrar un
pequeño espacio para organizarme y pilotearme un poco. Usualmente el dj de la terraza está
mezclando reggaetón, pero ya bien entrada la medianoche el techno y la alternativa son
protagonistas. Busco encontrarle la comba al palo, pero lo cierto es que mis pies tampoco
tienen sentido alguno.

Ya vengo, le digo a Mercedes, y a pasos imposibles, cada uno más difícil que el otro, voy
hacia la caseta a comprar agua. Para mi sorpresa no hay fila y rápidamente me chogueo la
botella buscando bajar los humos de esta rueda de la fortuna. Me siento pesado, mareado. Me
recuesto en una baranda y trato de encontrar un punto fijo. Cerrar los ojos, imposible. En esas
llegan Néider con Mercedes y su amiga. Néider apoya su mano en mi hombro y me pregunta.

- Tali, ¿todo bien?


- Si, parce, un poco abrumado y ya.
- ¿Por qué te dicen tali? – pregunta Mercedes.
- Mira esa barba, parece un talibán. – dice Néider riéndose.

Descanso un rato, suspirando mientras me enfoco en un punto fijo, mientras los tres hablan
mierda. Después de un tiempo siento una pulsación debajo de la axila, como si alguien
quisiera hacerme cosquillas. La pequeña maniobra casi me cuesta todo el progreso logrado.

- ¡Jueputa, por fin! Los llamé mil veces marica – Diana exclamando mientras trata de
asustarme, detrás de ella viene Silvia dibujando una sonrisa juguetona.

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- Ay, bebe, ¿Qué pasa? – Me pregunta Diana.
- Nada, Diana, piloteándola.
- Ay, marica, ¿fumaste más?

La miro de reojo, lentamente mi cabeza vuelve a su sitio.

- Y a usted qué le importa – contesto yo.


- A ver gran pendejo, mucho cuidado – dice Diana con un tono burlón. Después se
cruza de brazos y me mira medio triste – ¿Si ves? Puedes estar en la mierda, pero para
joderme… ah para eso si estás perfecto –.
- Agh, parce dejen de joder y cómanse ya – dice Néider.

Por qué dice esas mierdas, Néider es el típico.

- Bueno, a ver, quiero bailar – dice Silvia con impaciencia. ¿Quieres sentarte un rato
Alex?
- Nada de sentarse, yo lo conozco y lo que necesita es bailar – contesta Diana.

Tomo dos tragos grandes de aire y lentamente alzo la vista, midiendo el aceite a ver si mover
la cabeza me marea mucho. Que hijueputas, hagámosle. Semáforo en amarillo, el mareo
empieza a deslizarse, pero no del todo, como la humedad en las mañanas cuando los rayos
del sol se lanzan sobre el firmamento.

- Vamos, pues – digo yo con esfuerzo. ¿Y Leo?


- Esta con unos rolitos de derecho. Pirobos tan aletosos los abogados – dice Néider.
- Parce, a lo bien, pero son peores los economistas. No paran de hablar de sus teorías
del jazz y de invertir, pobre gente, deben ser los hijos del medio – dice Silvia.
- Ay, ya por que le terminaste a tu culito economista.
- Marica, Diana, cállate – contesta Silvia.
- No jodas, ¿Por qué terminaron? – pregunta Néider.
- Agh, ¿si ves? Porque eres tan sapa – dice Silvia medio emputada.
- No le pongas tanto misterio, silvi. Si no quieres no tienes que contar – dice Néider.
- Gracias, Néider cariño, tranqui que eso lo tengo claro.

Se hace el silencio entre nosotros, esperando a ver si Leo se pega al último segundo. Andrés
y el otro parcero ya están descartados. Hace no muchos minutos los vi bajando cogidos de la
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mano, quizás buscando el silencio y el anonimato entre el techno aturdidor del segundo piso
o ya mirando cuál es el plan.

- Bueno, y ¿por qué terminaron? – le pregunto a Silvia con una risita socarrona.

Silvia me mira como diciendo “marica ya”. Después se traga su empute, sabiendo que al
mostrarlo solo empeora las cosas. Hace un gesto disimulado como de pensar su respuesta.

- Porque no se lo di – contesta.

Se instala el silencio, pero Diana rápidamente lo rompe con una carcajada a la que nos
montamos todos, incluyendo Silvia.

- Neh, mentiras chices, cosas que pasan. No teníamos tanta química.


- ¿Y que hace Leo con esa gente? – pregunto yo.
- Ese man es psicólogo – contesta Néider. Quién sabe qué cosas está preguntando. Y
ahora que ya guasqueó todo nadie lo para.

- Bueno, entonces, ¿Vamos al primer piso? – dice Néider.

Bajamos las precarias escaleras de metal y después los angostos corredores que llevan del
segundo al primer piso, todos brillando de luz fosforescente con los colores de miles de
grafitis excitando los sentidos. Son unas escaleras una retro chimba, pero es imposible pasar
por ese corredor sin que alguien saque un celular y nos use de modelos para Instagram. Una
gran cantidad de gente que viene a este sitio tiene el único o más deseado propósito de
tomarse fotos en este pasillo, que más allá de un pasillo se ha convertido en un portal hacia
esas otras galaxias que han existido desde que el humano ha sido humano. Y es que
mirémonos, mírese (pirobo). Con esos dos faroles de oscuridad eterna en el rostro, escrutando
el universo como una planta desesperada por recibir el sol, un sol de mil bocas haciendo eco
en los talones del héroe. Que las formas hayan cambiado solo hace vigente la necesidad
insaciable de reconocimiento que impulsa nuestro espíritu, ahora a través de ese diálogo sin
interlocutor, la voz sin labios, Instagram, Facebook, Twitter. Hoy no es la excepción. Fotos
con la pared y sus colores alucinógenos detrás, después fotos reflejándonos en un espejo, y
aún después otras más donde el único fondo son los escalones. En todas sonreímos, en todas
nos sentimos bien. Normal, ¿quién, acaso, no se siente bien antes de cruzar el umbral de la
farra? ¿O la noche antes de un viaje a un mundo desconocido?
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¿Y esperaban que yo no fuera a salir? No sean huevones.

¿Quién se va a resistir a salir en las fotos de sus amigos en plena rumba de trago y drogas, en
fin, de momentos felices?

Será posible cambiar los papeles en estos sitios bien remotos, pero bien remotos de acá, de
mí. No es que esas playas que están al borde del mundo o que esa casa impregnada del olor
del roble sea revelable sólo a los guardabosques. Es más bien que las cosas son bien diferentes
aquí y de nada sirve lavar la grasa que deja el chorizo con agua tibia. Que estas ojeras que
cuelgan como las raíces de los árboles entre los huesos del edificio se han transformado en
una mirada. Y que contrario a lo que opinen uno siempre está acomodándose en el asiento,
pero nunca termina de acomodarse del todo. Antes de poner el trasero bien, el “run” “run”
dice “ven” “ven”, y ya vamos todos enérgicos y disolubles metiendo primera en el circuito
cerrado de sartén de teflón viejo, hace mil años antiadherente, ahora superficie con desniveles
de su carne metálica rostizada. Con algunos parches destapados, vulnerables a la adherencia
y a la comida de nuestras llantas. Pero eso a nosotros nunca nos ha importado, que nadando
entre los arroyos de aceite de chorizo y tocineta giramos y giramos sin dejar de preguntarnos
por qué giramos, por qué moverse cuando las cosas alrededor parecen decirnos que ya están
cansadas del mareo, de lo atolondradas. Pero no importa que la carretera se revuelque, pues
para eso es la grasa del cerdo, gasolina para “ayyy”, que el alivio llega cuando uno no se lo
espera, que los gritos y los putazos y la candela diablean sus formas entre los frenos. Ya así,
para siempre antiadherentes, descifrando en ese último instante, que puede ser el último, las
razones por las cuales nunca pudimos quedarnos quietos. Y sí, sí, sí, que la cabaña dice que
sí y la playita vamos, vamos, vamos. Pues vamos, pero no, no, no, todavía no nos vamos. Así
no señores, me disculpan y muchas gracias y con sus perdones, pero no es el momento
adecuado. No es coherente, no están listos los planos, eso no está incluido en las
proyecciones. Que aún seguimos en nuestra carrera por amor a la grasa, y que el circuito se
respeta porque así yo me veo en el espejo desnudo y digo con convencimiento, “soy un piloto
de carreras”.

VIII

Después del desfile entramos al salón. Hay una tenue luz azul invadiéndolo. La gente está
dispersa, pero en un baile efusivo y contagioso. Suena un remix de África. Este siempre ha

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sido un tema ni el hijueputa, poco importa cuánta música vino antes o nos espera, hay pocas
canciones que le hacen competencia a África en un carro a toda mierda con las ventanas abajo
y los parlantes estallados. Ahora viene engranada con severo beat techno, la rumba siempre
empieza en los pies, ese temblor que se dispersa a lo largo del tronco como un ejército de
hormigas rojas. Un temblor caliente, rico, que relaja las huevas y hace que la cintura empiece
a moverse sin hacer muchas preguntas. La luz investiga la piel y mis ojos son testigos de ese
encuentro difuso del tejido extendido como telar, distorsionado por la materialidad de las
luces. La textura recorre mi cuerpo como los dedos de un pianista en la cumbre de su éxtasis
musical, y me contengo de éxtasis y desvarío sintiendo la pintura en mis murales.

The wild dogs cry out in the night

As they grow restless, longing for some solitary company

I know that I must do what's right

As sure as Kilimanjaro rises like Olympus above the Serengeti

I seek to cure what's deep inside, frightened of this thing that I've become

En el coro de la canción el techno entra con pasarela triunfal, doblando los músculos,
reaccionando desde su universo sonoro hasta llegar en secretos primitivos hasta nuestro
cuerpo, halo de energía que estalla contra galaxias de células, convirtiéndose en una dosis de
sonrisas sin labios, calor sin temperatura, conmoción sin movimiento que incita a salir del
preludio, a abrir el telón. A veces el baile es un fin, pero en Honne o en Odem o en Theatron
o en Abajo después de medianoche las fronteras dejan de existir, confundidas de tantas
lenguas confluyendo en un mismo espacio. Porro, guaro, techno y manos gentiles, fuertes,
exploradoras sin luz en ese desierto plagado de indicios y signos. La cintura es un camino de
dos vías. Aquí estamos en una torre de babel que se aleja de Dios a cada instante. No porque
los besos de cuatro y las pajas dentro del jean sean pecado, sino porque este universo no deja
de expandirse. Porque el tiempo sí reina en estos lados, y cada segundo transcurrido nos aleja
de las cosas que fueron y las cosas que fueron se alejan, a su vez, de ellas mismas. Los postes
de luz obligaron a Dios a esconderse.

Ahora vamos en cámara lenta, inundados de una luz blanco y negro que se alterna a toda
velocidad. Los brazos pierden sus raíces, se mueven solos a través de la marea de cortinas,
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tan envolventes como las sábanas en tierra caliente, pero aún intangibles. Esos brazos siguen
sin ningún proceso lógico, como serpientes seducidas por la flauta. Instrumento de aire, a la
flauta hay que soplarla para que suene, pero todo empieza con el acto de sostener, de
descubrir, de buscar. Y hablando de sostener, cómo estará Diana en su trip, trip, trip.
Evidentemente aún no se ha bajado del bus, pero quién sabe cómo estará de arrechera.

Ahora bailamos todos en círculo, cada uno moviéndose al ritmo de forma distinta,
simultáneamente probando nuevas posibilidades de sentirse, de sentir la música y de explorar
el lenguaje del cuerpo. Cada movimiento es un acto que surge del centro y se devuelve a él,
generando con ese vaivén ondas que modifican las oraciones del sentimiento y permiten que
la persona se piense distinta. El baile nunca ha dejado de ser simultáneamente una forma de
expresión profundamente íntima y un acto performático. Esto permite que en su ejercicio el
alma se sienta bien, la responsable de una desinhibición de la cual nada entiende la
conciencia, porque bailar siempre debe ser genuino para ser personal, sin importar las
dificultades o presiones que experimente aquel que pone su cuerpo en la línea. Es también
cierto que en la exterioridad del baile radica su teatralidad, lo que lo convierte en un vehículo
de transformación y de poder estético. Está en las posibilidades del bailarín que replique o
busque imitar aquellas imágenes que a menudo encuentra en películas, canciones o las
acciones de otras personas. Cosas que lo consuelan, pero que le producen en el interior la
amargura de ser una imitación, en otras palabras, de no ser el personaje principal. El baile
hace que surja esa posibilidad de fingir, por eso conserva la interacción social, no la censura
o modifica, a menos de que sea un baile espiritual o religioso. También en el círculo de gente
creando siluetas con la cintura y arcos semi perfectos dibujados con lentos y sensuales
braceos, existen las jerarquías y la búsqueda. El renegado o tímido, el que se come los mocos
o se ríe raro, que quizás de joven asume sus rasgos como cargas con las que debe transitar el
mundo, puede ser el héroe siquiera por un instante, cuando en el centro hace un tumbado de
caderas que aviva la disposición de todos, y nos hace sentir livianos, presos del descontrol
que perseguimos con los sonidos de hormiguero o panal de abejas que vibran desde las
columnas de los edificios de Bogotá.

En estas llega Leo con un grupo de manes. Uno de ellos, muy alto y de pelo rubio, acuerpado,
me saluda y sin demora me dice, “estoy en la mierda”, mientras se toma un largo shot de

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aguardiente y me pasa la botella. Yo me río y le digo que yo también, inclino mi cabeza
levemente, dejando en el aire mi brazo con la botella, viendo como ese corredor de líquido
se sirve de la gravedad para encontrar mi garganta y refrescarme con su efervescencia estas
tripas sedientas. Otro de ellos se infiltra en el círculo y empieza a decir muchas cosas que
nadie puede oír, convencido de iniciar una conversación para entrar al parche, pero no puede
ser más evidente que nadie se la está pidiendo. En sus labios me da la impresión de entender
algo del Covid, qué hijueputa tan mamón. Néider y Mercedes se ríen con aquello que dice,
pero se nota que no entienden ni mierda, que a final de cuentas lo único que hacen es estar
pendientes de cuando termina sus oraciones para reaccionar. La razón de esta actitud la
descubro en pocos segundos cuando el extraño saca una pequeña y oscura botella de su
pantalón. Disimuladamente me acerco a la conversación y apoyándome un poco en el hombro
de Néider finjo que oigo lo que tiene que decir. El esfuerzo se ve recompensado, pues al rato
el extraño (quizás un abogado) nos pasa el pequeño frasco y ninguno de los tres lo pensamos
dos veces.

Cortázar tiene razón al decir en su cuento de instrucciones sobre “Cómo subir una escalera”
que, en efecto, al subir primero un pie (preferiblemente el derecho) y después subir el otro
(preferiblemente el izquierdo) la persona está subiendo los peldaños de una escalera. Al
subirlos todos, el personaje habrá cumplido con el objetivo. Pero existe otra manera de subir
unas escaleras, una que necesita de una mausque herramienta misteriosa a la mano. En este
caso, el personaje, aún bien puede, si así lo desea, conservar los pantalones de gamuza que
viste, y extraer con la mano que así lo prefiera el pequeño frasco de molly. Lo va a destapar
con la otra, se llenará el dedo de polvo y lo pasará entre sus muelas y el cachete. En 20
minutos una especie de sensación electrizante va a invadir su cuerpo, y entonces no habrá
posibilidad alguna de quedarse quieto, de no apretar los dientes en puro éxtasis de velocidad
derretida que paraliza sus huesos y los pone a vibrar, a vibrar de arriba a abajo, un mini
orgasmo que es como el beat de un inmenso parlante rebotando dentro de sus paredes de
corazón y venas y arterias, todos los laberintos del cuerpo sincronizándose para que usted
suba las escaleras que quiera en segundos. Y si se encuentra en un plan de estos, con la música
estallando y envolviéndolo en un abrazo de golpes, entonces el éxtasis va a negociar con su
cuerpo y con la música unas condiciones excelentes. Entonces, aprovéchelo, señor de
pantalones de gamuza que busca subir las escaleras.

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Acepto el contrato, la verdad que sí tengo como ganas de subir todas las escaleras que pueda
al menor tiempo posible. Incluso más allá del tiempo. Una canción más brota en mi cabeza.

Y yo que me quejaba del frío bogotano

hoy me estoy muriendo de verano

Me estoy muriendo de verano.

Hasta las piedras se están derritiendo

y veo espejismos por la insolación

Y sí, ya sé que me contradigo, pero así es la vida prros. César no asume el molly, pero por
alguna razón Nicotine sí.

De tanto caminar siempre hay la oportunidad de encontrarse frente a una misma situación o
una muy similar dos veces. Pero ahí está el valor del tiempo, que empaña las risas y el dolor
del fino humo del olvido, y entonces la única decisión sensata después de un tiempo es volver
a levantarse y seguir algún camino. Y esos guiños del destino, cuando parece encerrarnos en
círculos indefinidos, no son nada más que ilusiones. Porque nada se repite, a pesar de que se
repita. Porque siempre me voy a ver Alexis, a pesar de que Alexis en este momento respira
un aire nuevo, diferente al inmediatamente anterior. Y los cambios uno no los tiene que
desear o perseguir, pues llegarán por sí mismos. Resignarse a evitarlos o intentar que sean
los acordados en los planes de ordenamiento territorial es la mejor forma de odiarse a uno
mismo.

Espirales, espirales, espirales, la respuesta a todo este mierdero. Surfear el espiral como el
buen piloto de carreras, que entre más pista recorrida más se acerca al núcleo de calor
ardiente, al agujero negro de gravedades colapsando, que como decía Heráclito el fuego
nunca reposa. El descenso en busca del origen es infinito y las autopistas al fin del mundo
sólo esperan a un colono. Allá de nada sirven los trajes anti inflamantes, porque ese olor
visceral que despide la piel sudada y las mandarinas juegan en el límite de las cosas más
bellas del mundo. Y esas sonrisas, y esos besos largos, y esas charlas al filo del amanecer
que el piloto lleva tatuado en sus manos, son el producto de una oportunidad de vivirse.

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Entonces acelerar por acelerar o detenerse por completo cuando es necesario, nunca ha tenido
nada que ver con necesidad o pertinencia. “Prudencia, por favor, señores, que si no le bajan
al volumen tendré que llamar a la policía”. Pues ni mierda que a veces el ritmo demanda de
música, a veces el alma de estallidos de alegría y otras, incluso, de policías con sus
formularios de ese papel re delgado. La salsa solo se hace mezclando y salsa habrá que
echarle a este arroz sorpresa.

La rueda gira y gira, y de sus hilos uniformes que somos y nos celebramos, con palmaditas
en los hombros, ya nunca nos podemos bajar. Luces detrás de luces me estallan la garganta,
espacio de dolor lumbar mezclado con un poco de eucalipto.

Busco a Diana entre la gente, pero una pista, una intuición, me dice que está bailando con
otro man.

Mierda, esta vez, quizás, sí podré subir todas las escaleras que quiera.

XIX

El lugar donde llegué no puede ser descrito en términos convencionales, pues aún al ser una
estación de tren, yo nunca había estado en una. Además, las reglas lógicas de un lugar así se
escapaban de este extraño espacio-tiempo que habité. Por alguna razón imposible, una carta,
un discurso, si así puede llamarse, invadió mi mente por un largo tiempo. Estuve preso por
este recuerdo sonoro que jugaba entre los rincones de mi cabeza y que me sujetaban a esa
realidad como una cobija asfixiante y pesada. Mis ojos lograban captar los destellos de luz
infiltrándose entre los objetos y también algunas de las formas que habitaban la estación,
recuerdo la silla donde yo estaba, pero no entera. Más bien recuerdo una esquina de la silla,
las tablas de maderas terminando en una misma hilera común que se rompía en una esquina
circular. En el fondo la luz se reflejaba en las baldosas de la estación, distorsionándose entre
el brillo y esa voz que tanto me insistía desde el fondo de lo desconocido.

¿Una estación de trenes en Bogotá o siquiera en Colombia? Quizás el tren de cercanías, pero
más allá de eso, imposible. Por alguna razón, mi intuición vino a parar a la sensación de algo
ocurrido hace décadas, quizás antes de que mis papás hubieran nacido. La estación de la
Dorada, Caldas, la primera de una ruta que llegaba hasta Santa Marta, en la costa del caribe

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colombiano. Entonces me di cuenta que llegar a esas conclusiones no fue mera intuición. De
alguna forma indescriptible, la idea de La Dorada se alineaba con mi interlocutor
omnipresente, despertando en cumbres de volumen cada vez que parecía dar con su camino.
Al final me logró invadir como una especie de hoyo negro, y mi conciencia y mi control
sobre lo que sucedía en ese lugar fueron cediendo ante el tono avasallante, que no demoró en
controlarme por completo. Hay un momento en que la narración simplemente se me escapó,
sucediendo sin mi total atención, simultáneamente sin que yo la pudiera controlar. Oí en lo
profundo de mi mente esas descripciones tan vivas del tren, quizás porque a medida que este
narrador descendía la montaña, yo me rendía a la intemperie, como si grandes toneladas de
agua lucharan por arrastrar mi cuerpo.

La vista desde mi ventana mostraba apenas la falda de la montaña, esa piedra cortada a
destajos por máquinas imperecederas que bramaban sus burlas en el aire vegetal. Al otro
lado del vagón estaban todos los niños observando el vasto desfiladero que se deslizaba
hacia el infinito entre círculos de neblina. Detrás de ellos los papás cansados, insistiéndoles
en que se volvieran a sentar. Los pasajeros con la mala suerte de ocupar esas sillas solo se
resignaban a quejidos lastimosos: “¡chino deje de molestar!” “Vaya diablo, hágale caso a
su papá”. El tren se estiraba mientras rodeaba la montaña, desperezando sus tercas
vértebras metálicas, la montaña empezaba a sucumbir al lento roer del gusano de hojalata.

Con el tiempo, mi cansancio era insoportable, y lo que sucedía con ese narrador descendiendo
entre aceites de frutas podridas y el espesor húmedo de la papaya y mamoncillo poco calaban
en mí preocupación real, preso de una insostenible incomodidad que me obligó a retorcerme
en esa silla desnuda y filosa múltiples veces, cambiando de posición, acomodando una y otra
vez mi postura. Recogí mis pies, después hice una especie de cuna con mis manos para apoyar
la cabeza, me recosté en la silla y luego me enderecé, como buscando esa sensación de
rectitud después de una pesadilla. Entonces en un momento todo se calmó, como si toda la
realidad hubiera atravesado un caleidoscopio de reconfortante calidez. El sol se había
convertido en una burbuja de ámbar y miel, donde el tránsito de esos transeúntes sin nombre
se dilataba en proporciones absurdas y algo tan simple como el movimiento de una mano,
una caricia en los cabellos de un hijo o de un ser querido, se convertía en una procesión
inaudita, una especie de cisne mestizo que en sus contorsiones eternas saludaba las dulces

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virtudes del sol. También lo pude notar en esos humos que exhalaba la estación y que ya no
se disipaban buscando el cielo, sino perduraban como bolas de algodón flotando justo encima
de las máquinas que los engendraron. La voz, que seguía su tránsito, se sumió en un silencio
contemplativo que yo, ansioso y confundido, esperaba al filo de la eternidad; soportando en
esos segundos antes de que mi interlocutor retomara su discurso.

Una sensación extraña crece en mi corazón sobre la idea del porvenir. Un futuro incierto,
pero bajo mi control, es decir, moldeable a la voluntad de mi ingenio y fuerza de trabajo.
Atrás se quedan los días en mi ciudad de lagos y bosques helados, de los cafés solitarios y
las casas coloniales. Me llevo en mi corazón la voz muda de la mañana, que en su bruma
espesa aún conserva el recogimiento de nuestros espíritus. Y las colinas de Suba, alguna vez
hogar del más grande cacicazgo del vasto imperio muisca, en tus cedros de escamas secas
descansa el secreto de nuestra tierra, poste central, kalvasánkua. Hijos de tierras bajas, la
fuerza de la tierra que sentimos vibrar bajo nuestros pies, te saluda y te abraza, Madre
Sierra.

Entonces la voz enmudeció, y el transitar del mundo recuperó sus ritmos predeterminados.
Yo seguía muy desorientado, como el sobreviviente de un estrellón. Aun así, había
recuperado parte de mis sentidos, lo suficiente para que yo fuera capaz, por primera vez, de
buscarle algún sentido a ese reino misterioso. Miraba de lado a lado, buscando absorber los
rasgos de esa estación imposible. La plataforma para subir a los trenes no era muy grande,
de una cuadra a lo mucho. A ambos lados había otros bancos, pero parecía que yo era el único
sentado. Al frente mío todo el desfile de vida sucedía, tantos cuerpos y siluetas, de diferentes
tamaños y colores caminando con paso recto y decidido ¿en La Dorada, acaso? El sonido de
los zapatos al chocar con las baldosas caía sobre mí como una llovizna estrellándose sobre
tejados. Estaba encerrado y libre, como en un parque en el centro de la ciudad. La gente que
transitaba la estación no me miraba, pero igual yo tenía la sensación de existir. Más allá de
ser un testigo de esta danza matutina, mis hombros estaban rígidos, las tablas de madera
chocaban con mi espalda y no me dejaban recostarme en un reposo que sentía necesitar.
Quizás no me miraban por la misma idea de una estación de tren. De que cada uno estaba en
ese lugar con un propósito muy claro, que lo orientaba y le daba sentido práctico. No era un
día de encontrarle respuestas a las preguntas difíciles o de buscar desesperadamente esa

65
falacia de un lugar escondido al que cada uno pertenece. La estación de trenes funciona para
tomar un tren, para llevarte hasta donde necesitas llegar y eso en sí mismo es suficiente para
el día y el momento. Hay negocios, viajes, experiencias, todo tipo de direcciones fungiendo
en esa fricción constante de las cosas que se desplazan a través del tiempo.

Quizás también por eso, mi urgencia por levantarme de esa silla me carcomía los huesos.
Necesitaba desesperadamente unirme a ese tap oscilante de zapatos contra baldosa,
necesitaba sentir el sol irradiar sobre mi cuerpo, proyectar esa sombra en tránsito, paso a
paso, fundiéndose de vez en cuando con otras sombras de algunos objetos más pesados, otros
más pequeños, pero en últimas lidiando con ese impregnarse con el líquido viscoso de una
sombra con la otra, como dos gotas en la ventana de un carro que después de dejarse la piel
con el descenso a través del cristal, finalmente pueden adherirse la una a la otra en un beso
apasionado.

Mi frustración crecía, no obstante, pues por mucho que intenté realizar cualquier movimiento,
mis piernas y mis brazos parecían resignadas a permanecer inmóviles. ¿Y hablar? ¿Gritar?
Cualquier cosa por una mirada, por escuchar en alguien más mi nombre. “Alexis”,
“Alexissss”, “¡Alexis!”

Este chiste de mal gusto se extendió por varios minutos insoportables, una burla que repetían
sin parar los muchos transeúntes con su cara indiferente, buscando con su mirada altiva el
tren de su destino, la ruta que los había elegido a ellos con la simple marca eterna de un
tiquete de nombre y número, pero que en estos momentos fugaces parecía determinar toda
su existencia. Y yo en esos minutos fatales detenido ¿sin tiquete? ¿acaso ese era todo el
problema? todas mis certezas de ser capaz, de efectivamente poder, desvaneciéndose con
cada extinción de un presente imperturbable. Grandes lágrimas empezaron a correr sobre mis
mejillas, a medida que todo mi esfuerzo inútil por realizar cualquier movimiento se
desvanecía. Pensé en la muerte y cerré los ojos.

Entonces una explosión sonora visual brotó desde la completa oscuridad. Sin mayor
advertencia noté un sonido de interferencia, como el hormigueo detrás de una estación mal
sintonizada o de un televisor viejo con esas antenas portátiles de dos patas. La imagen sonora
se apoderó de mí, pensé en el frío de las baldosas de ladrillo desgastadas de una casa vieja.

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La distorsión del mensaje me llevaba a parajes remotos de la infancia, esos jardines interiores
en el centro del patio, alrededor del pasillo común para entrar a los cuartos. El mismo pasillo
que en línea recta desde la entrada llegaba hasta la cocina. Mis ojos recorrían en sus círculos
imaginarios las puertas entreabiertas que llevaban a cada uno de los cuartos, mis píes
ansiaban caminar la baldosa desfigurada y torcida, agrietada por las raíces de los árboles del
jardín que año tras año fueron ganándole terreno a la vieja casona. Pero no, nada de eso. Ese
presentimiento de familiaridad fue solo un mecanismo de supervivencia, ilusión rota cuando
la oscuridad absoluta a la que había ingresado al cerrar los ojos se convirtió en la constante.
La caída en este vacío era indiferente a mis desesperados intentos de gritar.

- ¡Donde hijueputas estoy!


- A la mierda esto, ¡Hijueputa, hijueputa, hijueputa!

Lo único que parecía perdurar era mi conciencia infértil, desenrollándose en el silencio eterno
como una especie de saltador amarrado a una cuerda, que, a merced de la posibilidad del
espacio, puede permitirse todo tipo de contorsiones y siluetas, pero que a pesar de todo sigue
ligado a esa cuerda de origen, esa raíz elongada que surge desde lo profundo de la tierra. Este
tránsito miserable mágicamente se rompió cuando a lo lejos, o más bien cerca, divisé unos
símbolos verdes computarizados. Parecían flotar entre ese espacio, condenados a vivir
conmigo esa diminuta eternidad oscilando entre el movimiento libre y las terribles cadenas
del vacío. Eran, no obstante, tremendamente familiares. 94.9 fm, serie de símbolos que
flotaba sin ningún propósito, pero que constituían la mayor esperanza para mí cerebro
cansado.

Así me aferré a esa serie de signos, informaciones, posibilidades, 94.9 fm, 94.9 fm, 94.9 fm,
94.9 fm, 94.9 fm, 94.9 fm, 94.9 fm; el único mecanismo de orientación en esas dimensiones.
Mi mirada no los perdía de vista, una secuencia familiar y que tantas veces había leído en los
radios de los carros, y que ahora subía y bajaba en mi cabeza, infiltrándose en cada bocanada
de aire como un mantra preciado. Cerré los ojos, mi memoria cosechaba todo tipo de
recuerdos, resaltando por su particular nitidez, desde los más recientes, el leer esos mismos
números en el radio del carro de Ismael, instantes después de abandonar a Juanfe a merced
de su mierdero, hasta algunos que no era consciente de tener. Con el tiempo (y ahí me percaté
que el tiempo se expresaba en la capacidad que aún tenía de traer un recuerdo después del
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otro) mi mente viajó hasta esa remota tarde de martes cuando mi mamá me había llevado al
Museo de los Niños. En el camino sonaba esa canción quintaesencia de la 94.9, I Try de
Macy Gray, mientras yo descubría lo que a mi parecer se sentía como otro mundo. Ni siquiera
por ser tan diametralmente distinto a lo que pensaba ser mi ciudad Bogotá, pero por alguna
razón la carrera 68, y ese inmenso parque Simón Bolívar a mi derecha, se sentían como otro
mundo. Habíamos parqueado sobre una calle adyacente al museo y antes de salir del carro
ella guardó el radio en la guantera, junto con un canguro de juguete que me había comprado
horas antes por un premio que me había ganado en el colegio. Al salir del carro me recordó
que cerrara bien mi puerta, que entre mis nuevas responsabilidades de copiloto estaban
asegurarse de que estuvieran bien cerradas.

- ¿Por qué guardas el radio en la guantera? – Le pregunté


- Nunca se te olvide, mi niño – dijo sonriendo y abriendo los ojos. -En esta ciudad son
capaces de romper el vidrio por un simple radio –.

Recuerdo que a la mitad de la visita ese sol bogotano implacable de repente se escondió entre
grandes y oscuras nubes. Resignados nos sentamos dentro del salón principal del museo, ella
en una silla y yo en sus piernas, viendo a través de los ventanales como un gigante tablero de
ajedrez que habían puesto en el parque se inundaba lentamente. El sonido de ese canto de
lluvia nos envolvía en un suspiro largo y tranquilo. De vez en cuando yo alzaba la cabeza
para mirarla y ella hacía lo mismo cuando sentía mi mirada sobre ella. Entonces me apretaba
un poco más y sonreía.

- ¿Me das un beso de mariposa? – me preguntaba.

Yo acercaba mis ojos a sus mejillas y esa caricia entre mis párpados y su piel me hacía estallar
de la risa.

Sentía el leve roce de su rostro, un tacto que me imaginaba con los ojos cerrados, buscando
sentir algo más que el dolor agridulce de un recuerdo, la distancia inabarcable que no me
concedía el privilegio de volver, embargando la realidad de un gris perfume, como una
hermosa huella en la playa de una costa olvidada.

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Pero de tanto cerrar mis ojos no me percaté que algo realmente cambiaba a mi alrededor. Los
números se habían convertido en la onda de radio. Samba pa´ti, de Santana, flotaba en el aire
como un susurro de un mundo lejano, empapado de brisa y temblores. La conciencia de la
canción precedió a la del habitáculo de un carro, el respaldo en el que descansaba mi cabeza
y la vibración metálica se sentían como siempre los había sentido, como si todo se pudiera
reducir a un viaje. La confusión me había invadido la cabeza, ¿Y si había vuelto al Beat de
Ismael? ¿Y si nunca me había ido, deambulando entre laberintos de porro y mi propia
imaginación?

Con mucho esfuerzo abrí los ojos, al frente una luz tenue devoraba el pavimento, también
mal iluminado, por cientos de faroles que se desplegaban a lo largo de la carretera. Las luces
bailaban a medida que el carro se desplazaba, cortinas que se deshacían con el silencio y el
tránsito, como luminaria desapareciendo en la inmensidad de la noche. Cuando me di vuelta
para mirar a mi conductor, me encontré con una figura difícil de interpretar entre la danza de
luces. ¿Antípoda aparente? ¿Fin del mundo abriéndose como una orquídea de caos y colores
y 94,9 fm? Después de un tiempo considerable, de miradas furtivas confusas, donde me
cuestioné si todo se trataba de una ráfaga de químicos que mi cerebro estaba produciendo
antes de extinguirse, pude llegar a la conclusión de que quien manejaba el carro era Ganesh,
el dios indio. Lo hacía con la mano derecha en el volante, la izquierda apoyada sobre la
ventana abierta, inalterado por mi presencia en el carro. Busqué indicios, claves perdidas. En
mi ventana había una calcomanía de Taxis Libres, en uno de los compartimentos del tablero
un air fresher y de repente, o quizás hasta ese momento me daba cuenta, su aceite lima limón
invadiendo la cabina con un olor extremadamente fuerte, pero placentero. Volví la vista a
Ganesh, entre los túneles de luz pude revelar, a intervalos confusos, sus ojos grandes y
profundos, completamente negros -como un pozo pequeño e infinitamente profundo que
durante años me había invadido en un sueño de un peso asfixiante pero delicioso-, escrutando
con perezosa familiaridad y una placidez deducible la ruta que se perfilaba frente a nosotros.
De su rostro, una larga y hermosa trompa descendía por su cuerpo, camuflándose entre sus
inmensas tetas de elefante, y finalmente descansando en su muslo derecho.

Tenía tantas preguntas, tanto terror acumulándose dentro de mí, pero ¿qué decir a este Ganesh
tan severo y elevado? Cada suspiro de él me desorientaba las células, revitalizadas de espanto

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por esta figura de un poder místico imposible, una revelación de una fuerza natural pero
intoxicante que emanaba de todo su ser y su cuerpo, un amor malévolo me empezaba a
invadir, y yo me asustaba, al saber del inmenso poder que esos ojos guardaban sobre mí.
Todo esto ocurrió sin que yo pudiera realmente verlo, pues el miedo y la incredulidad me
invadían la mente al punto de la distracción.

De repente me deslicé en el solo tan tetra hijueputa de Samba pa’ ti, pero era un soltarse
diferente y Ganesh no solo estaba ahí, conduciendo, en esa carretera uniforme y desierta que
por alguna razón me recordaba a la solitaria vía de la Conejera, serpenteando por un lado la
negrura de un inmenso humedal entre Suba y Cota, y por el otro las canchas de fútbol donde
juegan torneos los niños todos los domingos. La calle devorada por la guitarra en mi corazón
latía con fuerza y el camino, de tímidas luces amarillas, angelitos estrellándose contra el
cemento y celebrando en su desangrado final los dedos de Ganesh-Santana. El ritmo de la
batería lluvia construyéndose como un Bolero de Ravel, cada resbalón imprescindible de la
guitarra me dejaba colgado de esas cejas elegantes de mujer, y Santana con sus dedos fuertes
y translúcidos convertidos en patas grandes y fuertes de elefante, baile de máscaras y formas,
revelándose entre el desfile de electricidad y perdiendo su nitidez con la brisa. En mi cabeza,
y quizás así lo hiciera, Ganesh bailaba solitario entre la noche, entre un juego de sombras y
luces, moviendo las caderas con suavidad y elegancia al ritmo de la guitarra.

Era impensable estar en otro lugar, imposible cuando todos los factores, todas las cosas que
componían ese rompecabezas, adquirían un sentido armónico dentro de su diminuto
esquema. Un sentido musical, fluido, que yo, inevitablemente pasajero, era capaz de sentir.
En este intervalo de tiempo, tan efímero como eterno, sólo podía volver a cerrar los ojos
sintiendo la brisa de la noche estrellarse contra mi rostro. Cada inhalación mía se llenaba de
esas cejas de Ganesh, de sus ojos hermosos e inabarcables, un misterio de energía amarilla
eléctrica, de rayos y destellos que me embargaban de un delirio final. El lenguaje de esa
carretera perdida se instauró en mí y contemplé la posibilidad de ese viaje por el resto de mis
días, cantando el lenguaje que hace tiempo había perdido de la ignorancia hermosa.

Sentí a Ganesh acomodarse en su asiento, aclararse la garganta. Abrí los ojos con inquietud,
me invadió una conmoción enorme, un miedo profundo que me llevaba a temblar
incontrolablemente de solo saber que algo podía pasar. Entonces él se inclinó hacia mí y sin
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dejar de mirar el camino, me preguntó con una voz dulce y carrasposa, de oficial cansado o
literato soñador.

- Parcerito, ¿Pa’ dónde es que lo tengo que llevar?

Antes de poder contestar -aunque qué putas iba a contestar- la confusión volvió a apoderarse
de mis sentidos. Un terremoto de movimientos y desplazamientos me mareó con remolinos,
y un frío insufrible de ráfagas de aire helado me apuñalaba el corazón y me hacía saber que,
de alguna forma, yo, quizás, seguía existiendo. Era un frío descarnado y trágico, un frío de
celda de CAI a las cuatro y media de la mañana, cuando empezaban esos espasmos
insoportables en los huesos, una humedad que se infiltraba y que lo dejaba a uno con ganas
de matarse, acurrucado, desesperado por hacer más larga esa cobija hirsuta que le daban a
uno después de desnudarlo, inmóvil para que las huevas no dejaran ese nido de calor que
habían construido, pero rezándole con todas las fuerzas a Dios -y no es que crea en Dios,
pero es al único al que me enseñaron a rezarle- por encontrar alguna señal de comodidad en
esa celda de cemento frío. Entonces el leve rumor de los pájaros que anunciaban la mañana
alcanzó a infiltrarse hasta mi espacio, y una tenue luz del arrebol empezó a taladrar mis ojos
cansados. El espacio vacío mágicamente se convirtió en un túnel de luz, proyectándose desde
un pequeño cuadrado de barrotes ligeramente separados. El resto de la pared también estaba
hecha de metal y se iluminaba ligeramente, revelando que se trataba de una reja de miles de
diminutos cuadrados sobreponiéndose.

En mi hastío de mareo y cansancio, empecé a comprender la celda en la que me encontraba.


El rayo de sol que se infiltraba me hizo percatarme de los millones de partículas girando
alrededor en el espacio, desplazándose entre el aire estático, remontando las olas del viento
estéril, a veces para subir y confundirse con el color verde pálido del techo, otras para
descender entre el silencio y la profundidad de una mañana que sin darse cuenta había
dispuesto sus garras sobre el firmamento. De repente todo empezó a pasar muy rápido.
Afuera, una sensación de movimiento, a medida que el fino chillido de los frenos -como la
hoja de una espada de cristal- y el terco bramido de los motores empezaron a vibrar con su
cuerpo severo. La ligereza del taxi de Ganesh que, como flecha anónima cortaba la noche, se
sentía muy diferente a un nuevo rumor en mis huesos; a pocos metros de donde yo estaba,
un temblor de máquinas expectantes, corazón rojo, esperando el cambio de semáforo. Otro
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día con nubes pesadas y un sol confuso que había logrado burlar la oscuridad de esta celda.
Pasó un hombre con un megáfono, la voz llegó con ese eco distante tan característico,
“¡tamales frescos, tamales frescos!”, “¡llévese sus tamales frescos!” Debo estar en el Parkway
o en el centro, pensé.

Entonces recordé esa hilera de árboles grandes y fuertes, un silencio de hojas secas resonando
en el fondo de mis sentidos. Juanfe y yo, una videograbadora que le había prestado su exnovia
y nunca le devolvió. Juanfe y yo buscando nuevos ángulos, girando la perspectiva de la
cámara. Hojas secas y tiesas descansando en un cielo de cemento, incinerándose con la luz
del atardecer. Ese pasillo amplio del Parkway extendiéndose hacia arriba, el sonido de unas
campanas a los lejos anunciando la misa de las cinco. Había algo de infinito en ese lugar,
algo de los sueños. Ese día también conocimos a Patrocinio González, dueño de una
carnicería en la Soledad, rescatado y adoptado por una familia de terratenientes de los llanos
que lo encontraron tirado en una zanja del Meta cuando apenas era un bebe. Originalmente
había venido a Bogotá para estudiar inglés, pero conoció a Estela, que lo enamoró. El primer
piso era la carnicería, el segundo su apartamento. Todos los domingos iban a misa por la
mañana y cocinaban de almuerzo una parrillada con los mejores cortes del último lote. A
veces invitaba a los vecinos, cuando le pregunté por qué a veces me alzó las cejas con una
risa pícara y me hizo un ademán con la cabeza para señalar a la esposa que sonaba en el
fondo.

- A veces queremos almorzar los dos – dijo.

El recuerdo sólo fue eso, pues una vez consumido regresé a mi frío mortal y a la celda del
CAI. Entonces me dieron aún más ganas de matarme. De matarme o tomarme un trago bien
fuerte, una botella de tequila o de whisky para que las huevas dejaran de estar escondidas en
la garganta y pudieran bajar un poquito, y el pene también se asomara de su caparazón y a
uno le valiera verga la vida y empezara a bailarle desnudo a la mañana, aunque acá esté a
oscuras, bailarle a los pajaritos opacados por los carros y a los Ismaeles que en cualquier
momento llegan a revisar la celda.

¿Será que eso fue? ¿Y si ahora estoy en un CAI? ¿Y si el molly me puso en un frenesí?
Conozco a más de uno que les ha activado una euforia agresiva imparable, empiezan a botar

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puños y patadas contra cualquier chice que les había vacilado, imposible pararlos. Cual
pitbull que, una vez trabada la mandíbula, sólo abren la jeta con un dedo por el culo. Sigo
muy confundido, aún con una leve sensación de seguir preso en un sueño. No puedo sino
llorar desesperado, deseando con todas las fuerzas de mi cuerpo estar lejos de aquí, estar
borracho, abrazar a mi mamá y a mi papá, abrazar al sol. Quiero volver con Ganesh a su auto
de luces amarillas y juegos del fin del mundo.

Pero entonces oigo una voz al otro lado de la celda.

- Bueno, papi, ¿Cuándo vas a dejar de llorar?

Levanto la cabeza buscando su origen. Al otro lado de la pequeña ventana de barrotes, el


hocico de un perro negro parece sonreírme. De ambos lados se revelan sus colmillos, y la
lengua, descolgada, como sediento. Busco su mirada, pero es imposible en el pequeño
espacio que hay entre el metal.

- ¿Entonces sí vamos a marchar el jueves? – me pregunta este perro con una mirada
burlona. Su respiración se acelera, una excitación lo sacude.
- ¿No te das cuenta que existe la posibilidad real de hacer un cambio? Que las cosas
en esta ciudad necesitan visibilidad y protagonismo de todos nosotros, juntos. ¿No
te das cuenta que ahora más que nunca el país necesita de nuestra generación?

Un silencio volvió a reinar en el cuarto. Por alguna razón no soy capaz de moverme,
paralizado por una sensación de que todo se va a ir a la puta mierda.

- Quieres recorrer la calle mirando las nubes pasar, pero cuántas veces has estado a
punto de gritar, cuántas requisas sin sentido y cuánta gente que busca subirse primero
al Transmilenio antes de dejar salir al resto. Alex, tú siempre conectando como un
sobreviviente que lleva consigo un secreto, callado te nutres con esa risita de
patetismo fingido.
- Hablando y hablando de la filosofía y el pasado. Pero no te has dado cuenta de que
los poemas muiscas ya se secaron, Alex, los secamos nosotros comiendo papas a la
francesa y caminando cada vez que un bombillo verde nos da permiso. Las cosas son
como son, parcero, no como se digan o se piensen, que este país es un mierdero y

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cada día que pasa se derrumba más, y tú puedes creer lo que quieras de la historia y
del papel de los héroes en la historia, pero ahora tenemos que hablar duro y decir lo
que pensamos porque queremos hacer una diferencia y podemos hacerla.
- ¿Y cuál es el problema si al final nos equivocamos? Esa nunca debería ser la pregunta,
y tú todavía no te das cuenta de eso. Lo importante es insistir, y luchar hasta no poder
más, que así se va convenciendo a la gente.

Su voz me invade la cabeza, la siento en mi espalda, hablando con un hielo húmedo. Una voz
de lluvia con olor a cigarrillo que me hace apretar los dientes y sudar mi cuerpo desnudo.

- Todos necesitamos hacer algo más. Estudiamos y tomamos y nos drogamos por una
razón, por esa impaciencia que nos hierve la sangre y que nos hace saltar a la calle a
las dos de la mañana y sentarnos en el pavimento, esa curiosidad por caminar Bogotá
cuando ya nadie está despierto, y las plataformas del Transmilenio no están
reventadas de gente y despidiendo ese olor como a aliento comunal. Mírate a ti,
perrito, con esas ojeras y los ojos llorosos, y ese pipí chiquito que hace rato se
acostumbró a estar chiquito.

Cuando termina de hablar, recoge su lengua entre sus dientes y espera en silencio. De
repente un grito (¿o un ladrido?), –¡Alexis! – –¡Alexis! –

- ¿Y qué pasa si te arranco esos ojos verdes? ¿qué pasa, tali? Qué pasa si te desgarro
ese vientre moreno, flaquito, si te abro como una botella de cerveza desde el ombligo.
Algún día vas a sangrar, hermano. Algún día vas a sangrar y nadie te va a ver
sangrando. Sangre que nadie va a escribir o recordar, y te vas a morder del secreto
que nunca fuiste, de la posibilidad que soñaste.

El perro se calma, se da media vuelta y el haz de luz vuelve a proyectarse sobre el suelo,
trayendo consigo todas las partículas. Antes de marcharse emite una última sentencia.
- Es que ni siquiera eres poeta, querido tali, porque los poetas escriben.

Un silencio aplastante vuelve a reinar en la celda. Afuera la ciudad sigue moviéndose, pero
de las voces distantes no hay ninguna palabra que se pueda distinguir. Un rumor con
interferencia, como presionar las teclas de un piano dañado. Me recuesto en mi pequeño

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rincón aferrándome a la cobija, temblando de espanto. Siento dolor en mis rodillas, los pelos
de mis brazos erizados. Miro mi cuerpo entre la cobija, el vientre plano y de costillas un tanto
pronunciadas, los huesos de la pelvis señalando el camino hacía el pene, ahora recogido, y
después unas piernas morenas, con sus vellos desorganizados, disipándose en desorden antes
de las rodillas, pero rápidamente repoblando esas plataformas de la tibia cuando las piernas
son flacas.

Recuerdo a la Mirla que todos los fines de semana se estrellaba, una y otra vez, contra la
ventana de la puerta de entrada de mi casa. No sé cuánto tiempo se prolongó el ritual, pero
eran los años en que yo todavía me despertaba temprano. Nunca me dejó de producir una
enorme curiosidad su comportamiento; no era que quisiera entrar por algo que la atraía en la
casa. Más de una vez me acerqué para abrir la puerta, pero ella, tan pronto sentía los pasos
cerca, se alejaba y no volvía hasta el día siguiente (esto cuando era sábado). Su cuerpo se
estrellaba, aterrizaba en el suelo y volvía a empezar, al otro lado de la puerta lo único visible
era su vientre contra la ventana, y el sonido de un golpe a etapas, primero su cuerpo y luego
sus alas. Coger vuelo solo para estrellarse con su propio reflejo. Tanto esfuerzo, me pregunto
yo, por ese toqueteo hedonístico.

Pasa el tiempo, mucho tiempo. Cansado busco conciliar el sueño, pero solo logro hundirme
en la quietud. ¿Será que me estoy muriendo? Tanto es mi miedo que desborda en la
distracción, porque lo que estoy sintiendo lo busco, no surge de mí de forma espontánea.
Algo impide que sea capaz de reconocer mi extraño tránsito, que acepte en mis brazos mi
propia muerte. En fin, que pase lo que pase, pero que por favor no vuelva ese perro de mierda.

- ¿Parce, cuál perro de mierda?

La voz de Diana suena en mi corazón como el sonido de un río descendiendo la montaña. De


repente no estoy recostado sobre el suelo. Siento los muslos de Diana vibrar bajo mi cabeza.
Mi corazón empieza a acelerarse, descendiendo las colinas de la sabana con un calor nuevo.
Giro mi cabeza y ahí está, hablando mientras mira hacía el frente. Reconozco su mentón y
sus mejillas blancas con pequeños lunares.

Entonces ella me mira y sonríe con una sonrisa que me sacude las telarañas.

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- Bebeee – me dice. ¿Por qué estás llorando?
- Por nada – digo riéndome a medida que me embargan las ganas de seguir. No creo
que alguna vez llegues a entender lo feliz que estoy de que estés aquí, conmigo.

Me incorporo y le doy un abrazo fuerte y largo.

- Ay parce, si supieras – digo aliviado.


- Tali, ¿seguiste tomando? – me pregunta con cierto tono de reproche burlón.
- ¿Que si seguí tomando? Por tu culpa es que estoy en medio de este pedo.
- Ay, bueno, ya no seas tan dramático – contesta ella. Mira, respira tranquilo. Mírame,
mírame, yo no voy a dejar que pase nada, ¿bueno? Estamos juntos y yo te amo.

Ella me mira a los ojos, pone sus brazos sobre mis hombros y acaricia mi pelo con sus dedos.
Hay una insensatez en sus ojos cobre -que a duras penas veo, pero adivino-, un grito de
atardecer bermejo que juega conmigo, me hace respirar hondo y sacudirme las lágrimas.
Diana me besa con un beso largo y espeso. Abre su boca y lentamente la cierra, dibujando en
mis labios círculos infinitos que se repiten y se repiten, impregnando en cada intervalo su
aroma exquisito. Con cada beso me sostiene más fuerte, pero también con un amor corporal
inagotable. Sentirla es lo único que me calienta en este CAI de puta mierda, así, estáticos, en
un beso infinito.

Pero el tránsito sigue, y al parecer es imposible pararlo. En el recogimiento de sus largos


besos, de repente, empiezan a sonar voces a nuestro alrededor, esta vez sí discernibles. Una
conversación en particular me llama la atención; las personas no están adentro, pero no se
puede decir que estén lejos. Una señora alterada, camina y sube la voz para que su
interlocutora la oiga, y estas voces se infiltran y adquieren una nitidez extraña.

- No diga esas cosas, Mariana. Dios me libre de que Daniel sea drogadicto.
- Yo sé, yo sé.
- Se le ayuda con su problema, con su enfermedad, claro que sí, pero yo no puedo estar
con alguien así. ¿Usted sabe la que me hizo cuando empezamos a vivir juntos? ¿yo
esa se la conté?

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Intento volver a estos besos deliciosos, pero oigo unos pasos nuevos a unos cuantos
centímetros. Miro de abajo a arriba, unas botas negras gruesas y unos pantalones negros de
rapero, pasos de poder en el medio del círculo de luz. Más arriba, los brazos re fuertes de
Bonifacio.

- Que más, parcero. Señorita Diana, cómo está. Perdonen la molestia, pero, soy poeta
y quería saber si podían oír el último poema que escribí.

Sin saber qué decir o cómo reaccionar, Diana me tira del brazo.

- ¿Me regalas un minutito? – me dice en voz baja.

Antes de que le pueda contestar ella se aparta y Bonifacio comienza a recitar con esa voz de
volcán dormido.

Él pájaro Speed

Él pajero Speed

Él pájaro Speed

Te escondes, pájaro, en el pajero,

Mirla, pajera tú que pintas las líneas,

Carretera destruida de dientes de niños

Nos vamos presos porro pajero

¿Y ahora qué hacemos?

Pregúntale al pájaro Speed

¡Oh! Qué hacemos pájaro Speed

Pajero Speed

Piojo Speed

Qué vienes haciendo

Qué me dices pájaro Speed

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Que yo hace rato vengo como cansado

Que hace rato me cansé de esperar

Yo ya me fui volando pájaro Speed

A ver si me enseñas a aterrizar

Cuando Bonifacio termina, un silencio obligado, como de rumores cuando el telón está a
punto de levantarse, invade mi celda. Un cuarto cada vez más recargado de gente que
difícilmente puedo distinguir. Aplaudo con timidez, -está bueno, Bonifacio-. La verdad es
que no entendí ni mierda.

Las dos mujeres que antes hablaban más allá de mis paredes de cemento ahora están acá,
también, hablando entre ellas con una seriedad pasmosa, sin percatarse que comparten el
mismo cuarto. La preocupada le cuenta a Mariana el episodio que tuvo con Daniel en el
primer día viviendo juntos, algo como que él se metió en la tina con la radio al lado diciéndole
a ella que se suicidaran volando con Signos de Soda Stereo.

En la esquina opuesta de la celda, veo a Sogamoso sentado con una cara severa, lo llamo,
pero no me responde. Tiene cierto aire digno, áureo, como supervisando toda la procesión,
sus patas erguidas y sus ojos entrecerrados, escrutando el fondo de mi celda con desdén.
Parece un guardaespaldas, pero al mismo tiempo un gato egipcio. Tiene esa textura de piedra
y esas corrientes de frío, envase portador de los órganos de los faraones. Entonces unas manos
me acarician la espalda, veo a Diana pasar y, detrás de ella, César Rodríguez, que me saluda
efusivamente. Me da la mano y me toca el hombro derecho, después me da una palmadita en
la rodilla, sonríe ligero y sonríe con una confianza desprendida.

- ¿Qué pasa?, Alexis. ¿Cómo va? ¿Qué cuenta?


- Dianita, ven mi amor. ¿Vamos a bailar? – le dice a Diana mientras ella, entre las voces
y el ruido casi ensordecedor, empieza a flexionar las rodillas y agitar los brazos,
bailando como si se tratara del día más feliz de su vida.
- ¡Eso! Hay que celebrar, amor, hoy nos vamos a emborrachar, ¿si o qué? Después de
esta mierda de semana, lo necesito- dice él. Después mira a Diana a los ojos y empieza
a seguirle el ritmo con los brazos.

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- ¿Qué quieres tomar hoy? ¿ah? Dime. Yo invito esta, pero tú la próxima, ¿te parece?
Pidamos vodka, hoy es una noche con pinta de vodka ¿sabes? Un buen trago con
limón y hielo. Para eso toca uno de los finos. ¿Tu sabías que los vodkas más finos los
hacen con agua de iceberg?
- ¡Parceritos!, les voy a recitar el último, ¿bueno? Me cuentan qué tal les parece este,
al principio me costó entonces no sé si logré llevarlo.
- Hágale, hágale con toda, pai. ¿Cómo se llama usted?
- Bonifacio, mi hermano, ¿usted?
- César, en la buena pa.

Me corté el pelo,

Aún quedan pelitos en mi camiseta,

Y uno particular

Uno que sentí bajar derecho al culo,

Se alojó entre mis nalgas

Y yo me re jodí.

Pero así es la vida, siempre hay pelitos

Después de ir,

A la peluquería

Pero, bueno, de resto todo bien

Monserrate está que brilla,

Secreto de Frailejón en la tarde fría

Si tú y yo somo’ hojas

Que grandes vendavales se crucen por nuestro camino,

Y así recorramos el mundo, oceánicos

Y ahora que somos humanos

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¿Qué es lo que brilla en nosotros?

(“Las pepitas loquitas de los ojos, trozos de infinito”)

- ¡Epa! Buenísimo, hermano. Me gusta su falta de ritmo, es un poema sincero, sin


pretensiones o mensajes ocultos que enturbien el arte.
- ¿Y usted qué, Alexis? Por qué con la cabeza abajo, papi. Deje la huevonada que
vamos a pasarla bien. ¿No ve que se va a armar tremenda farra? Solo porque soy un
bacán, le puedo preguntar a Ismael si confiscó un porrito, ¿ah? ¿Eso le sonaría bien?
- Yo sé a quién estaba esperando, pero que cagada con usted. Es que entiéndame,
Alexis, hoy no era el día de Nicotine, esas cosas se sienten en el cuerpo, ¿sabe? Hoy
simplemente no era el día, y ya. No quiere decir, necesariamente, que sea el turno de
César, a menos de que quiera reconocerlo como alguien que está detrás de la máscara.
Pero si el fingidor lo hace bien, cómo saber dónde empieza la máscara ¿verdad,
Alexis? Actuar nunca ha dejado de ser un acto terriblemente sincero.
- ¡Diana! Ven, mi amor.
- Bueno, ya César deja de ser tan boleta.
- Pero no te pongas así dianita. Ven, vamos a bailar.
- No quiero, estoy triste.
- ¿Y entonces qué vas a hacer? ¿Sentarte también? No jodas.
- Bueno, está bien, bailamos pero solo si me pones un perreo muy hijueputa.
- ¿Y este man qué?
- Déjalo tranquilo, está cansado.
- Bueno, Alexis, ya le va a tocar levantarse y dejar esa oscuridad, aquí en Bogotá no es
muy recomendable dejarse coger por la lluvia, mucho menos llevarla por dentro. Si
se da cuenta, por eso es tan fácil el olvido en estas tierras. Quién se puede dar el lujo
de recordar, cuando el día a día extrae el máximo de todos y en las noches putamente
frías, el alma se calienta con ese último suspiro de que los sueños en Bogotá se pueden
realizar.
- Usted y yo sabemos la trampa que es creer que esta ciudad puede ser algo más, ¿o no
parcero?

Tú no tienes casa, tú no tienes camino, tú no tienes huellas, tú solo dejas rastros de sangre.

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- César, por favor. Se lo suplico, no puedo más. Solo quiero irme de acá, despertarme,
morirme, lo que sea. Por favor.
- Bueno, pero ya, Alexis, respire hondo. Usted todavía no ha entendido nada,
¿verdad?
Escalas las paredes sólo para encontrar más paredes. Entonces las paredes dejan de ser
paredes y el frío vértigo que recorre la espalda, recuerdo constante de que al soltarte solo te
vas a matar, se vuelve paredes.
- César, no más con los hijueputas juegos, por favor. ¿Estoy muerto o qué?
Devuélvame con Ganesh entonces, se lo pido.

César mira a su alrededor con un aire pensativo, después vuelve a mirarme. Diana baila y
no deja de bailar, ahora incluso Bonifacio baila con ella y le roba unos picos, pero César lo
empieza a rayar. Soga sin moverse de su sitio, y allá al fondo brotan nuevas caras como
compases de una canción insoportable.

- Mi rey, ¿usted dice que esto es una celda?


- Sí, qué más va a ser.
- No sé, ¿a qué más se le parece? Yo por lo menos revisaría si hay algo más en ese
pequeño cuadrado de enfrente, signos, símbolos, no sé, incluso botones.
- ¿Usted me está diciendo que sí hay un escape de esta mierda?
- No sé – dice César con una mirada helada.
- Por lo menos tiene que creer que sí lo hay. O si no, cómo va a hacer para levantarse
por la mañana.

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