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La noche del recital pudo confundirme un transeúnte desprevenido que pasara por la

calleja, con un sacerdote budista recién salido del caldero caliente de la rehabilitación.
Solo me había tragado una empanada con una coca cola en todo el día: mi dieta bastaba
para transformar en hípster neoyorkino a cualquier ángel que hubiese aterrizado por aquí
buscando combustible. Tenia el rostro demacrado por la cizaña del hambre. El alcohol
catalizaba la edad y el dormir tres horas diarias en la dirección menos correcta. Si me
hubiese entrenado lo suficiente habría sido fácil levitar sobre el escritorio desde el cual
escuchaba a los dos poetas invitados de esa noche. Pero en esos días yo solo escribía y leía
y me dedicaba a todo eso que no da superpoderes y que, en este país, si uno está
desprevenido, puede llegar a confundir con el edificio que renta alguna multinacional
para fundar el call center mas Denzel Washington de la city. Nuestra literatura no daba pa’
una grieta, sépanlo bien, y todos lo intuíamos vagamente.

Yo me había gastado todas las vacaciones en Lihn y en Vidales, como si fuese posible eso
de gastar el tiempo y tal. El caso es que me las había gastado en una mano de autores, casi
todos chilenos, que me habían hecho pensar vainas muy raras. De pronto todas mis
preocupaciones devenían de andar leyendo maricadas todo el día y de la imposibilidad de
no haberlas podido articular nunca a un sistema menos patético que los que ofrece la
admiración. Porque yo he llegado a admirar como un evangélico a los tipos que he leído
pero eso a nadie le importa y eso además no sirve de mucho. Seguro estaba pensando en
bobadas de este color cuando llegué a la salida de la Luis Ángel Arango. El tipo encargado
de cargar los libritos a cada cuenta me miró un rato, inquisitivamente. Yo no pude
sostenerle la mirada.

De pronto porque no entendí un carajo de los libros que leí o de pronto porque empezó a
gestarse en mí el tedio llegué a la conclusión, obvia, de que a esa altura debía interesarme
más por la palabra. Aprender a cazar en el bosque luminiscente del lenguaje. Estar atento
a los pajarracos que aprendieron a hablar en la noche. Mi prosa, rustica y domesticada
por mis propia mediocridad, debía dar un vuelco. Como un carrito de montaña rusa al que
ponen dinamita en la parte mas inclinada del riel, cuando el vértigo aparece y el metal
esta tan asustado que aprende a rezar.

No más historias particulares. Basta de semióticas. El lenguaje como preocupación y


experiencia.

También tenía problemas de otro tipo. Si yo quisiera sonar heroico diría que estaba
armandome de valor, y por eso no escribía. Si quisiera sonar realista diría más bien que
me la pasaba borracho y que no hacía un carajo. Si fuese optimista diría que todo era más
bien una mezcla de ambas, pero no soy nada de eso. Más bien no sabía muy bien si lo que
quería era dedicarme a la literatura o seguir de cantina en cantina. Por eso fue importante
la librería que creamos con los canicos de la ciudad: la horda de poetas, maricones,
drogadictos, afeminados, alcohólicos, dolientes de la lirica moderna, jóvenes orfebres de
la palabra, que escribían como si estuviesen ladrando e iban de aquí para allá
enloquecidos. Allí se conjugaban mis dos posibles pasiones: la bebeta y la literatura. De la
primera se puede vivir en Colombia, de la segunda no.

Esa noche, la noche del recital quiero decir, era mi turno de echar ojo; que no se
tumbaran los libros, que no se metieran a los baños a fabricar bebes, que no pusieran
música en pleno show. Yo tewnia mi pequeña dosis de Domeq, bajo el escritorio, armado
como un soldado que va esquivando los cañoñes y encuentra trinchera cada 20 minutos.
Depsues vuelve a salir y huye despavorido hasta el siguiente trago. La calma que
transmiten las borracheras de los licores color sepia. La habitación era amarilla por los
rayos de las lámparas y los postes. Las personas se aglomeraban afuera y bailaban en los
intermedios. Abucheaban o se subían a los asientos, dependiendo del poema. Un tipo
vendía cerveza asquerosa por dos mil pesos, cerveza amarilla que los asistentes
compraban como si de ello dependiese que nuestro país no fuese mas una olla pitadora.
De no estar perfectamente cerrada hubiese sido acaso normal que la gente acusara al
vendedor de envasar y comercializar el agua de los charcos. La cerveza era una porquería
pero de opciones no mucho así que róteme esas dos lucas. Raro es que no tengamos mas
literatura en un país como este. Raro, pero comprensible.

Tratan de linchar al vendedor.

Juan dice que la nueva novela debiese ser el poema extenso hilvanado en la profundidad
de su propio ritmo. El relato que se escribe desde las pulsaciones del que está tratando de
no interpretar mas al alcohólico del barrio, pero falla. No tenemos la gran novela
colombiana: esa es nuestra gran tragedia nacional, dicen los académicos. El comentario no
solo merece ser desmentido sino también denigrado. Nuestra gran tragedia es no tener
otro lugar. Nuestro país yace en medio del océano. Nuestras fronteras son las bisagras
donde ponen las repisas unos fantasmas que no pueden llegar hasta aquí: nuestros héroes
nacionales son el abucheo y la resaca. No es este un país honroso, pero es menos
honroso decir que uno es resistente por nacer aquí.

Me gusta dormir con mi perro porque los podencos son amuletos poderosos para quienes
queremos sentir a nuestras diosas y dioses.

Me daban ganas de enamorarme de una de esas bogotanas que iban y escuchaban os


recitales con pinta de recibir la epifanía de cerro de Pacandé. Tener una mujer para
descansar sobre sus arbustos, sobre sus ramas, sobre sus copas, como los búhos que van y
dormitan en los robles esperando que caiga la noche que congele a los demás pajarracos
para crear el propio himno de a madrugada. Me entrenaba para estar listo y esperaba el
amor, pero no llegaba nadie. Era huérfano de unos brazos que vinieran a vengar os brazos
de otras mueres, brazos que yo había rechazado y que empuñaban martillos tras los velos
del futuro, animando la contienda.

Un día llegó un jovencito de unos 25 años hasta la librería. Podía tener 8 años o podía
tener 2000. Los ojos como cuencas cristalinas y la mirada hecha una corriente como si
hubiese visto el torbellino del rio Magdalena transformarse en el cauce del Nilo o la
revolución. Nos gustó lo que escribía porque ya no era su prosa la extensión de los
problemas sociales de nuestra cuidad: drogadicción, delincuencia, resentimiento. El tipo
estaba nimbado de futuro.

¿Qué clase de criatura seré cuando comprenda mi pasado?

En la librería estuvimos mucho tiempo de juerga. De noche llegaba Carlitos con una
docena de cervezas y todo el mundo a darle a la cantaleta y a los vinilos despedazados
que habíamos puesto en una esquina y y la noche se calentaba como si hubiese un marica
volcán en el suelo que iba a volar en pedazos a todo el que se matriculase de testigo. Y los
testigos quéjense y quéjense y tome fotos por los ventanales.

Resistir dos semanas con una empanada en la barriga: he ahí el deporte de nuestra
literatura.

El cielo de Bogotá no tiene semáforos. Por eso tanta gente ve luces disparatas en los aires.

En cali oriné un amarillo magnetico. Afuera el viento golpeaba las ceibas, las sacudia,
mientras yo, en el inodoro, iba desocupando todas las descargas eléctricas que se
anidaban en mi vegija por culpa del curao y el ron.

Como en Bogotá, en Cali la luz de los postes no es amarilla. Esta lejos de esa tonalidad. En
ambas ciudades, quien sabe si en el país entero, lo cual parece probable, es como si la luz
hubiese sido hurtada. Yo orinaba en el baño de Karla la luz que fue robada de las ciudades,
la luz que habían traido a este país y que nosotros, en nuestra desesperación imperfecta,
no encontrábamos, no podíamos ver, no estabamnos entrenados ni si quiera para
rechazar en caso de haberla visto.

Karla me dijo que quería escribir una obra de teatro protagonizada por dos arboles. Supe
entonces que no era coincidencia haber juntado nuestras angustias en este tramo rebelde
de la carretera, no era azar que estuviésemos jugando a este juego estúpido de
enamorarse uno de otra persona que vive en otra ciudad, como si el futuro no fuese por si
mismo un riesgo, creyendo que las pastillas y la soledad, que nos embutiamos como
creyentes absortos, serian suficientes para que nos crecieran alas y soledades mas justas y
sabidurias mas decorosas, suficientes para recorrer la noche estrellada y aterrizar en los
sauces y poder visitarnos y ahorrarnos el porvenir grotesco.

El angel silencioso que trae las buenas nuevas

Un libro protagonizado por árbol 1 y Arbol 2


Yo debía estudiar mejor los arboles para poder volver a Cali más sabio, con una
experiencia que sirviera para algo y no para todo este torbellino insuficiente.

Manifiesto de los pajaros que se han hecho mendigos

Mi mente es un muelle repleto de pajaros extintos que meditan. Mi océano tiene la


profundidad de todos los peces. Yo quise prohibir la pesca en la playa más cercana. Me
dijeron que estaba loco. Mis escamas se fueron a secar solas mientras el firmamento me
observaba en paz.

Como me gustaría fundar un océano en Bogotá. Y que los peces fuesen saltando por la
séptima de cantina en cantina y los pescadores tuviesen los ojos como centellas.

Nadie podrá pescar en mi océano Nunca

Como me gustaría fundar un Tíbet en Bogotá. Y que los policías fuesen usados como
flechas para detener las botellas que huyen. Disparar un policía bajo la neblina.
Debiésemos crear entonces otra neblina donde puedan ser eyectados los agentes de la ley
de la ciudad. El Tíbet debe parecer una cantina, con carteles luminosos y muchos amigos.

Recordar lo que se nos olvidó, de nosotros mismos, debe ser la paz.

Que mi aliento sea pestilente y los animales trepen a los arboles cuando me vean llegar
por un parque cargando mi borrachera legendaria y que después de entrevistarme con los
búhos me sonrían las caras de la luna con las que juegan los enormes dioses que tiran la
moneda lunar y nos sonríen con sus enormes rostros tras los arreboles de la noche
profunda.

Para escribir este poema tuve que leerme Amuleto, de Roberto Bolaño, porque muy
lámpara uno escribir un poema y referenciar la novela sin haber leído ni chimba de la
susodicha, ni una hoja, y después sentarme a redactar huevonadas con cara de
conocerme toda la literatura chilena y la obra del autor, en particular
El brandy es pa´ que estemos tranquilos

Quien diseñó la tranquilidad, en un cuartucho lleno de carretes de películas,


Diseñó la bebida de Pedro Domeq

El brandy es paz
Como la paz de los animales
Como los pastizales y la luna que van tranquilizando a las vacas
Pintadas de blanco y negro
pintadas de luna y de espacio sideral
Con cara de no comprender mucho

la noche es la escritura del tiempo

El brandy es un amuleto
Que es una palabra muy importante en nuestra literatura

El brandy es una manta color noche en sepia


Para alcanzar el sueño
Para que al final de cada jornada uno se haga creer a uno mismo que el sueño es posible

El brandy riega la lucha de los hombres

Palabras que brillan


Como candelabros

Locario
Lunar
Brillo
Luminiscente

Poemas para que los animales mediten y lien cigarros


Y los perros sean el lago
Y las corbatas sean comidilla
De los pájaros lunares

Poemas para crear la etimología de los planetas


Poemas para ser lo que se es en realidad

Poemas en los que los jóvenes se lamenten de no tener ladrido

Poemas para los trenes de esta ciudad


Que no tiene trenes
Faros de medio lado
Rocas de otro planeta
Con las que sueñan los mendigos que no se largaron de Bogotá cuando sobrevino la crisis

La luna y el lago

El poema no debe ser tan obvio

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