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La noche del primer recital me puse a dieta. Empanada y Coca-Cola. Había fiebre por todo el lugar.

Y los primeros poetas que llegaron eran o sacerdotes, o perros, o los nervios hechos trizas. Escribo
todo tembleque porque vengo de cultivar los estuarios. No saben los ángeles que aterrizan sobre el
tejado de la librería, no saben que camina velozmente el poeta, poseso de angustia. Piden
combustible y no hay. Parquean sus carrozas sobre la dieciséis. De tanto recital deberíamos levitar
sobre los escritorios, disparados hacia Chapinero, en búsqueda de la ultima dosis. De tanto dormir
con poetas, de tanto escuchar sus poemas, de tanto empuñar, de tanto empinar, de tanto despulgar,
de tanto tanto deberíamos ya deslizarnos por el lenguaje que viene y va que viene y va contra los
muros de la vieja catedral, como un borracho desorientado. Llego a la casa y duermo con mi perro,
los dos bajo las sabanas. Llego a mi casa y mi perro es un amuleto. Llego a mi casa y la poesía es
peligrosa. Llego a mi casa y la poesía es un animal secreto.

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