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Caicedo

Hubo semanas enteras en las que no vendimos un libraco. Nos sentábamos y recibíamos a todos
los que trajeran una botella bajo el abrigo. La librería estaba día y noche repleta de borrachos.
Cuando tocaba cerrar los espantábamos con la escoba, como si fuesen las palomas de la plaza de
Bolívar. Nos sentábamos a mirarnos las caras bajo los rayos de la noche, de la noche de luna de
Teusaquillo.

Como no vendíamos un carajo las deudas llegaron y con ellas llegó la desesperación. Para ese
entonces debíamos dinero a los proveedores, a los que nos rentaban la casa, a los músicos que
participaban en los recitales, a los obreros que habían refaccionado los muros y ni así nos
esmerábamos. La librería no abría sino hasta después del medio día. Todos amanecíamos
desperdigados por el centro de la ciudad, sobreviviendo al naufragio nocturno. Los proveedores
llame que llame, nosotros beba que beba. De soluciones nada, solo alguien soltando una patada al
viejo teléfono que se sostenía en el muro para que no ladrase más y colillas en el suelo. Destapen
otra botella, muchachos y a correr si se hace muy tarde.

Pasado un mes desde la apertura, ya debíamos más dinero del que íbamos a poder juntar en
nuestras miserables vidas, o eso pensábamos.

Una noche de octubre, cuando ya las putas facturas no cabían en los cajones y el cielo estaba
despejado y las estrellas parecían que fuesen a reventar de tan enormes que estaban, como si
fuesen mamoncillos, fue Isaías o Juan, yo ya no me acuerdo, el que propuso que traficáramos, que
le entráramos al negocio del hampa, que cogiéramos de guardaespaldas a los perritos que se
arremolinaban en la entrada a la librería, diariamente.

Sonaba Richie Ray en el estéreo: si te contaran, se llamaba el temaku.

En Teusaquillo, y en general en Bogotá, había mucho perrito abandonado. Por todo lado se veían
bandadas de caninos sin hogar, hambrientos pero enérgicos y con los ojos llenos de lagañas como
pedazos de queso cheddar. A la librería llegaban en manada, en búsqueda de los desperdicios.
Ladraban, se zarandeaban, esquivaban a ultimo segundo los automóviles furiosos que dividían el
mar rojo de Moisés en la avenida repleta de charcos, gruñían a los mendigos y se peleaban entre
ellos. Los tenderos los correteaban con el palo de la escoba. Nosotros, cuando podíamos, los
alimentábamos con Coca-Cola y pan.

Juan o Isaías, no recuerdo quien, vio el asunto muy simple. Los íbamos a entrenar de guantes. Solo
había que ofrecerles, con más constancia, pan y gasimba y consentirlos en la mitad de la panza,
donde se atrincheraban las pulgas terribles. Si alguno se ponía muy furia entonces lo íbamos a
agarrar a palos hasta que nos concediera la pieza. Si otro se amedrentaba ante el trajín, si le
entraba la cobardía para defendernos, entonces lo volveríamos teso a punta de Domecq. No hay
lugar para temer, camaradas: sin temblores.

Los canes eran perfectos: no hay animal que deteste más a un tombo que un perro callejero. Con
el licor suficiente podríamos entrenarlos para que gruñeran al que fuese a hacerse el locario con el
billete, tras comulgar. Después de una semana de pan y gasimba, con la constancia necesaria y el
entrenamiento adecuado, los podencos, solitos, irían a formarse afuera de la librería, como no,
expectantes y con el estomago vacío. Ya en el patio y de uno en uno tomarían el pedazo de pan
mugriento y se tirarían panza arriba.

Nosotros íbamos a vender la droga y los perritos solo iban a desenfundar los colmillos si había
inconveniente. El poeta Moisés tenía un flecho directo en Las Cruces y conseguir las sustancias era
lo menos problemático. El rollo Denzel, el problema de facto, era la tomba.

El nivel de fe que teníamos los unos en los otros, como evangélicos salidos del pelotón de
fusilamiento, era tan alto que la única vacilación que produjo todo el disparate de la droga,
semejante idea tan marica, al comienzo, fue otra idea igualmente absurda. Aunque de pronto no
era fe, de pronto era tanta pastilla que metíamos y tanto Domecq y tanto trasnoche y tanta deuda
y tanto leer, tanto tiempo libre dado a la vagancia sin contemplaciones de ningún tipo. El poeta
Basilio, que llevaba varios minutos tratando de contenerse, interrumpió al que cantaba la vuelta:
¿que pasaría si los canes se robaban la droga y triunfaban? ¿que tal la mezcla química diese una
inteligencia racional a los podencos? ¿Si los perros de puro ají nos daban en la cabeza y formaban
un parche a parte y de pura rabia creaban hasta otra librería? ¿mera civilización que después,
como en todas las civilizaciones, le diera por tranzar con la autoridad? Y si la ley nos caía ¿Ahí que?

Y entonces Tom preguntó que si habíamos visto El planeta de los simios, de Tim Burton, que
sinceramente es más bien una película medio peye. Dijo que si nos acordábamos de Mark
Walberg, que a mi solo me gusta en esa película del boxeador que tiene un hermano adicto al
crack, que si nos acordábamos de esa escena en la que aterriza en el parche mas aleta de la U.S.A.
y todos son macacos, hasta el Lincoln y los tombos y tales. Y entonces el puto Mark Walberg
comprende que la cagaron, pero que la cagaron heavymetal y que la civilización que conocían los
astronautas hollywodenses ahora era una caricatura pero un visaje de caricatura porque ya ni los
humanos se ven por ahí, seguro atrapados en los zoológicos remplazando a los micos y sacándose
los mocos tras los barrotes, y el primero, Juan o Isaías, yo ya no me acuerdo, entonces le preguntó,
medio colérico ya de tanta intervención, y eso que mierdas tiene que ver con el plan de la droga y
los canes? y Tomi respondió, casi ladrando, que si tenia que ver porque era nuestro deber
preguntarnos entonces como serían los poetas macacos, de qué mierdas iba a escribir un Edgar
Allan Poe chimpancé o que se iba a inyectar el William Burroughs gorila, cómo iba a llamarse el
infrarrealismo que tenía por líder a un Bolaño macaco, y los colombianos, los poetas colombianos,
los honorables poetas colombianenses que parecen todos una jauría de simios: qué con Julio
Flórez, qué con Vidales, qué con Peña Posada. Había que pensar en eso, claro. Y entonces
empezaron a acusarse entre todos: que su plan no tiene pies ni cabeza, que así no se puede
solucionar la cotidianidad, que la cotidianidad no se soluciona, que no hable mierda, que ustedes
son un puñado de ateos hijueputas, que se callen todos que estoy armando un bareto, que eso
qué importa, que importa mucho porque la ostia hay que diseñarla en silencio, sin tanta bulla, sin
tanto parloteo, que dejen escuchar a Richie Ray, que si, que se callen que la música está bien tesa,
que se junten todos y traigan la cámara y salimos a treparnos a los arboles y a tomarle fotos a la
estación de policía para que la ley piense que están cayendo bombas con cada resplandor, que
qué plan tan marica, que hagan otro vaquero, que le arrancaron los dedos al que pegó ese calillo,
que tengo sed, que no prende el bareto, que se callen hijueputas que van a hacer llover y el tema
ya se había largado a otra parte.

A mi me quedó sonando lo del Parkway, lo de la civilización de los caninos superdotados que se


hartan de los humanoides y les declaran la guerra. No más liberales, no más conservadores, no
más nihilistas, no más poetas, caninos al sospe y nosotros los terrícolas buscando trinchera, mi
keylord. Igual no dije nada. Ya ni sonaba el buen Ricardo. Me sentía tranquilo. Esta mierda no nos
iba a pasar otra vez, nunca, había que sacudir la cabeza para comprenderlo. No nos iba a pasar
nunca, llenos de deudas y extranjeros donde nos pusieran, como decía el greñudo Caicedo en una
carta que escribió muchos años antes de volarse los sesos a punta de pastillas, no nos iba a pasar
nunca más y debíamos estar agradecidos, recibir la comunión de nuestro propio presente,
hacernos más sabios a punta de lo que teníamos al frente, pero no dije nada. Empezó a sonar
Lavoe, al otro lado de la habitación. Ya no quedaba más chorro. Yo me sentía liviano.

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