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Diógenes era mi filósofo favorito hasta que un perro me mordió en

Chapinero y tuvieron que ponerme 48 vacunas antirrábicas

Y ya no quise volver a leer filosofía griega. Cogía un libro y me daban ganas de estar
muerto. En vez de eso me quedaba con mi perrito. Y nos mirábamos fijamente.

Mi perro, que descendió un día de los aires. Llegó estirando la lengua color goma de
mascar y dando brincos. Sus ladridos eran como los dioses comunicándonos el secreto a
través de un teléfono bajo tierra.

Ahí me di cuenta que lo mío era escribirle poemas a los podencos de mi ciudad que
brotaban de los andenes como estatuas traídas de otra dimensión. No más poemas maricas
sobre el desamor y el espíritu. No más literatura para aprobar español.

Y me enfierecía porque yo mismo había sido un poeta de esos. Uno mediocre. Ahora
seguía siendo mediocre, pero tenia 48 vacunas. Algo debía cambiar.

No nos traigan literatura que no nos permita comunicarnos con los canes. A un poeta solo
debe serle relevante lo que opinen los perros de su ciudad o los arboles, que vienen a ser lo
mismo si uno está lo suficientemente entrenado como para comprender. Los buenos poetas
de mi ciudad, por ejemplo, tiene el corazón de un perro repleto de piojos y huelen a mierda.
Los otros, los otros que valen la pena ser leídos, quiero decir, parecen un árbol. La literatura
se divide en arboles y en perros. Que llenen los congresos literarios de perritos. Que
traigan arboles a las universidades. Solo hay que verlos. Ellos saben de que va la cosa.

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