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esfera

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DICCIONARIO DE
Todo el Derecho

Esta es una obra que trata de cuarenta temas fundamentales en la Teoría del
Derecho; es, sí, un Diccionario; pero no es un glosario, un diccionario stricto
sensu. Es un Diccionario de Hermenéutica: razón por la cual no se trata aquí

HERMENÉUTICA
de conceptos que se pretenden solamente descriptivos. Hermenéuticamen-
te, digo que toda descripción ya es, en sí, también una prescripción. No se
aprehende la realidad, no se aprehende hechos, sin una valoración desde-
ya-siempre allí, aunque implícita. No es posible comprender un fusil sin que
haya una pre-comprensión indicando lo que la tradición entiende como un
arma. No hablo —ni podría mismo si quisiera— desde un punto de Arquí-
Cuarenta temas fundamentales de
medes; no hablo, pues, desde un imposible grado cero de sentido, desde la
posición de alguien que cree ser posible colocarse desde un punto neutro a la Teoría del Derecho a la luz de la
describir el mundo y las cosas. Por lo tanto, leer los conceptos de esta obra
es leer conceptos que se abordan críticamente; conceptos insertados en un Crítica Hermenéutica del Derecho

Lenio Streck
paradigma teórico-hermenéutico, explicados de modo a intentar desvelar
el fenómeno al que llamamos Derecho en toda su facticidad. El Derecho
no es un hecho bruto; comprenderlo es comprender su tradición. Tenemos
que hablar de Derecho y moral; tenemos que hablar de positivismo y pos- Lenio Streck
positivismo, tenemos que hablar de que son (y de que no son) principios,
tenemos que hablar de Constitución, constituciones, constitucionalismo(s) y
neo-constitucionalismo(s). Tenemos que hablar de la decisión judicial. Tene-
mos que hablar de teoría, porque no hay práctica jurídica sin teoría. Tenemos

DICCIONARIO DE HERMENÉUTICA
que hablar de interpretación, tenemos que hablar de la posibilidad de res-
puestas correctas e incorrectas. Hay que se decir algunas palabras sobre las
palabras de la ley y las palabras de la doctrina. Es una cuestión de Derecho.

Lenio Luiz Streck

esfera
Todo el Derecho
DICCIONARIO DE
HERMENÉUTICA
COMITÉ CIENTÍFICO DE LA EDITORIAL TIRANT LO BLANCH

María José Añón Roig Javier de Lucas Martín


Catedrática de Filosofía del Derecho Catedrático de Filosofía del Derecho y
de la Universidad de Valencia Filosofía Política de la Universidad de Valencia
Ana Cañizares Laso Víctor Moreno Catena
Catedrática de Derecho Civil Catedrático de Derecho Procesal
de la Universidad de Málaga de la Universidad Carlos III de Madrid
Jorge A. Cerdio Herrán Francisco Muñoz Conde
Catedrático de Teoría y Filosofía de Catedrático de Derecho Penal
Derecho. Instituto Tecnológico de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla
Autónomo de México
Angelika Nussberger
José Ramón Cossío Díaz Jueza del Tribunal Europeo de Derechos Humanos.
Ministro en retiro de la Suprema Corte de Justicia Catedrática de Derecho Internacional de la
de la Nación y miembro de El Colegio Nacional Universidad de Colonia (Alemania)
Eduardo Ferrer Mac-Gregor Poisot Héctor Olasolo Alonso
Presidente de la Corte Interamericana de Derechos Catedrático de Derecho Internacional de la Universidad
Humanos. Investigador del Instituto de del Rosario (Colombia) y Presidente del Instituto
Investigaciones Jurídicas de la UNAM Ibero-Americano de La Haya (Holanda)
Owen Fiss Luciano Parejo Alfonso
Catedrático emérito de Teoría del Derecho Catedrático de Derecho Administrativo
de la Universidad de Yale (EEUU) de la Universidad Carlos III de Madrid
José Antonio García-Cruces González Tomás Sala Franco
Catedrático de Derecho Catedrático de Derecho del Trabajo y de la
Mercantil de la UNED Seguridad Social de la Universidad de Valencia
Luis López Guerra Ignacio Sancho Gargallo
Catedrático de Derecho Constitucional Magistrado de la Sala Primera (Civil)
de la Universidad Carlos III de Madrid del Tribunal Supremo de España
Ángel M. López y López Tomás S. Vives Antón
Catedrático de Derecho Civil Catedrático de Derecho Penal
de la Universidad de Sevilla de la Universidad de Valencia
Marta Lorente Sariñena Ruth Zimmerling
Catedrática de Historia del Derecho Catedrática de Ciencia Política de la
de la Universidad Autónoma de Madrid Universidad de Mainz (Alemania)

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Lenio Streck

DICCIONARIO DE
HERMENÉUTICA
Cuarenta temas fundamentales de la Teoría del Derecho
a la luz de la Crítica Hermenéutica del Derecho

Traducción de Zain Cabrera Pepe

tirant lo blanch
Valencia, 2019
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Título original:
“Dicionário de Hermenêutica. Quarenta temas fundamentais da Teoria do
Direito à luz da Crítica Hermenêutica do Direito”, Grupo Editorial Letramento,
Casa do Direito, primera edición, 2017, Brasil.
Lenio Streck

Publicado originalmente por el editorial Casa do Direito, Brasil, Belo Horizonte,


bajo el título Dicionário de Hermenêutica; quarenta temas fundamentais da
Teoria do Direito, en el año 2017, con ISBN 9788592276904

© Lenio Streck

© TIRANT LO BLANCH
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Agradecimientos

Este libro es producto de las investigaciones relativas a los proyectos de investigación


«Hermenéutica» y «Argumentación», desarrollado con apoyo de la Universidade
de Vale do Rio dos Sinos (UNISINOS) y Universidade Estácio de Sá (UNESA), con
el compromiso de becarios de iniciación científica (CNPq), magísteres y doctorandos
(CAPES-CNPq). Especialmente agradezco al trabajo de los becarios: Clarissa Tassina-
ri, Daniel Ortiz Matos, Danilo Pereira Lima, Fabiano Müller, Guilherme Augusto de
Vargas Soares, Igor Raatz, José Ribeiro, Júlio César Maggio Stürmer, Lanaira Silva, Lú-
cio Delfino, Pedro Henrique dos Santos, Rafael Fonseca Ferreira, Rafael Giorgio Dalla
Barba, Thiago Fontanive, William Galle Dietrich y Ziel Ferreira Lopes.
Los textos en lengua extranjera fueron traducidos de forma libre. Las referencias de
las páginas continúan los originales. Ya las referencias a autores sin la indicación especí-
fica de la obra (por ejemplo, «en la asertiva de Ronald Dworkin acerca de la respuesta
correcta» o «Friedrich Müller, al decir que la norma es el producto de la interpretación
del texto») o apenas del año (por ejemplo, Martin Heidegger y atrás del nombre la in-
dicación del año, sin la página específica) fueron realizadas de ese modo porque, de un
lado, se refieren al pensamiento ya institucionalizado e internalizado por la comunidad
jurídica o, de otro, a una posición que no se encuentra en una página específica del libro
o texto, pero, sí, en el conjunto del libro o texto.
Agradezco el apoyo logístico y afectivo en nuestra «Dacha» (São José do Herval,
Brasil) y, en Porto Alegre (Brasil), por parte de Rosane Schäffer Streck. Fueron más de
dos años de investigaciones para la conclusión de esta obra.
Notas introductorias

Desde hace mucho pensaba en escribir una pequeña historia acerca de los temas
principales de la hermenéutica y de la Teoría del Derecho. Este proyecto demoró casi
tres años para ser concluido. La diversidad de los temas (conceptos) y la necesidad de
hacer un análisis crítico fueron los elementos que más colaboraron para que la investi-
gación se haya extendido más allá de lo esperado.
La idea, desde el inicio, jamás fue la de hacer un glosario o un diccionario stricto
sensu conteniendo conceptos descriptivos, incluso porque, hermenéuticamente, toda
descripción ya es, en sí, una prescripción. No existe un grado cero de sentido y tampoco
un punto desde el cual se describe el mundo (y el Derecho).
De ese modo, el primer trabajo fue el de escoger los cuarenta temas a ser desarrolla-
dos. La opción por ese conjunto de conceptos se debe al paradigma hermenéutico, que,
así, puede mejor ser comprendido, ya que el libro trata de las principales materias que
conforman la Crítica Hermenéutica del Derecho, tesis, postura o teoría que he creado a
lo largo de los últimos veinte años actuando como investigador y profesor.
Como el lector podrá percibir, en todos los conceptos hay una mirada crítica. Y esa
crítica viene exactamente de ese lugar construido en el ámbito de la Teoría del Derecho,
apto para enfrentar la recepción de los paradigmas filosóficos por la dogmática y por la
Teoría del Derecho. En efecto, la Crítica Hermenéutica del Derecho es como una silla
que se asienta entre los dos grandes paradigmas filosóficos: el objetivismo y el subjeti-
vismo (Ernildo Stein).
Su tarea: establecer las condiciones para la construcción de una teoría de la decisión,
cerrando, así, un gap existente en la teoría y en las prácticas cotidianas de los juristas.
Todo lo que ha venido siendo construido desde hace dos décadas concluyó en este
libro. Los temas y conceptos están intercalados. Los términos deben y pueden ser leídos
como inter-textos.
Hay siempre un hilo conductor, que pretende llevar al lector a elaborar su propia
percepción acerca de ese complejo fenómeno que es el Derecho.
Algunos términos, visiblemente, son desproporcionales entre sí. Eso el lector luego
lo percibirá cuando se depare con el concepto más complejo del Derecho y, en torno
del cual, juristas de todos los matices ya estudiaron minuciosamente y continúan en
la búsqueda de una respuesta para la pregunta: ¿qué es esto —el positivismo jurídico?
Y encontrará su contrapunto: el pos-positivismo. Y sus elementos conformadores: la
10 Notas introductorias

relación Derecho-Moral, los principios, el solipsismo, el pragmatismo, finalmente, el


«diccionario» atraviesa el océano epistémico que comienza con los sofistas y llega a la
contemporaneidad.
Buena lectura.
De la «Dacha» de São José do Herval (Brasil), cuando la sombra de los liquidám-
bares me ofrecen su bondadosa protección en perfecta alianza con la brisa que sube el
barranco escarpado de la montaña.
Sumario
Prólogo a la edición española................................................................................................................. 13

1. La pureza del derecho kelseniana.................................................................................................. 21


2. Applicatio............................................................................................................................................ 25
3. Círculo hermenéutico..................................................................................................................... 29
4. Coherencia e integridad.................................................................................................................. 37
5. Constitucionalismo contemporáneo........................................................................................... 41
6. Constreñimiento epistemológico................................................................................................. 45
7. Diferencia entre reglas y principios.............................................................................................. 49
8. Diferencia ontológica...................................................................................................................... 53
9. Discrecionalidad............................................................................................................................... 57
10. Esquema sujeto-objeto (S-O)........................................................................................................ 67
11. Facticidad........................................................................................................................................... 73
12. Filosofía de la consciencia............................................................................................................... 77
13. Filosofía hermenéutica.................................................................................................................... 81
14. Fusión de horizontes........................................................................................................................ 85
15. Giro ontológico-lingüístico........................................................................................................... 89
16. Hermenéutica jurídica..................................................................................................................... 93
17. Interpretación-reproducción e interpretación-atribución de sentido (Auslegung y Sinn-
gebung)................................................................................................................................................ 101
18. Jurisprudencia de conceptos.......................................................................................................... 107
19. Jurisprudencia de intereses............................................................................................................. 113
20. Jurisprudencia de valores................................................................................................................ 119
21. Logos hermenéutico y logos apofántico........................................................................................ 123
22. Metafísica clásica.............................................................................................................................. 127
23. Metafísica moderna......................................................................................................................... 133
24. Método hermenéutico..................................................................................................................... 139
25. Métodos de interpretación............................................................................................................. 145
26. Neo-constitucionalismo................................................................................................................. 149
12 Sumario

27. Pan-principiologismo...................................................................................................................... 153


28. Ponderación...................................................................................................................................... 157
29. Positivismo jurídico......................................................................................................................... 163
30. Pos-positivismo................................................................................................................................. 213
31. Pragmatismo...................................................................................................................................... 225
32. Pre-comprensión.............................................................................................................................. 229
33. Pre-juicios auténticos y pre-juicios inauténticos........................................................................ 235
34. Principios jurídicos.......................................................................................................................... 241
35. Realismo jurídico............................................................................................................................. 247
36. Respuesta adecuada a la constitución (respuesta correcta)...................................................... 253
37. Sentido común teórico de los juristas........................................................................................... 271
38. Solipsismo.......................................................................................................................................... 275
39. Texto y norma................................................................................................................................... 281
40. Verdad................................................................................................................................................. 289

Bibliografía................................................................................................................................................. 295
Prólogo a la edición española

Juan Antonio García Amado


Catedrático de Filosofía del Derecho
Universidad de León

Estamos ante un magnífico libro en el que se exponen elementos esenciales de la


Crítica Hermenéutica del Derecho, doctrina o teoría de la que es autor e incansable
promotor Lenio Streck. Es extraordinariamente sugerente en muchos puntos dicho
enfoque de Lenio Streck y confío en que vayan apareciendo cada vez más abundantes
obras que lo desarrollen o que le planteen objeciones y críticas, como merece toda bue-
na teoría. En este breve prólogo, sin embargo, no entraré en diálogo directo con las tesis
de Lenio Streck, sino que haré algunas consideraciones sobre por qué la hermenéutica
gadameriana no ha tenido, en mi opinión, una extensa y profunda recepción en la filo-
sofía jurídica contemporánea. Tocaré ese asunto a sabiendas de que, pese a las evidentes
conexiones, no es lo mismo la hermenéutica de Gadamer que la Crítica Hermenéutica
del Derecho en la que Lenio Streck trabaja y de la que este libro es buena muestra.
La relación entre filosofía hermenéutica o la hermenéutica filosófica y disciplinas ju-
rídicas es paradójica. Por un lado, el derecho, y en particular el derecho moderno, tiene
su materia prima en textos a los que socialmente se imputa un valor normativo y cuyo
sentido debe ser actualizado en cada decisión jurídica que supuestamente los aplica,
que resuelve en conformidad con ellos y, a la vez, yendo más allá de ellos. Entre el texto
jurídico-normativo, inerte, por así decir, abandonado a su suerte por un poder norma-
tivo que hace mutis por el foro después de emitir su mandato, y la resolución del caso
correspondiente por una autoridad con tal competencia resolutoria, hay una evidente
mediación por parte de una operación que es atribución de sentido, que insufla a la nor-
ma su específica vida, su operatividad práctica, y que lo hace añadiendo a lo que la nor-
ma es algo que en la norma no está, ese sentido, una comprensión que es comprensión
de la norma, ciertamente, pero a partir de algo que en su texto mismo no se encuentra.
Esa asignación de sentido es probablemente la síntesis de tres elementos: algo de
lo que el texto mismo de la norma es depositario, una significación inicial de la que se
ocupa la semántica y que hace que no pueda un texto ser usado con cualquier sentido
arbitraria o aleatoriamente imputado; algo cuya raíz y naturaleza es social, común, un
marco de la comprensión que da cuenta de que ningún comprender puede operar en
la pura individualidad del sujeto aislado o solipsista ni en una pura e incontaminada
conciencia cognoscente, sino en un entramado social de acuerdos y desacuerdos, de
14 Juan Antonio García Amado

coincidencias y diferencias; y algo que está en la conciencia del juez y que es, eso sí, es-
trictamente personal y propio, la mezcla identitaria a que da pie esa confluencia que en
cada sujeto se aprecia entre su dimensión social y su dimensión individual, la peculiar
proporción en que cada cual es uno mismo a base de entremezclar los elementos varia-
dísimos de su implantación social.
Pero, por otro lado, ni la dogmática jurídica ni la filosofía jurídica han hecho de la
filosofía y la teoría hermenéutica un uso abundante ni ha sido tal filosofía especialmen-
te influyente en el ámbito jurídico, y ello a pesar de que hasta el mismísimo Gadamer
resaltó que las explicaciones de la hermenéutica se hacen visibles de modo prototípi-
co en el ámbito jurídico. Siendo esencial la interpretación en la práctica del derecho
y constituyéndose la interpretación jurídica en objeto central de la teoría del derecho,
bien poco es lo que dicha teoría ha tomado de la filosofía hermenéutica contemporá-
nea, de corte gadameriano, más allá de algunos intentos más o menos afortunados de
tratadistas alemanes como Josef Esser o Arthur Kaufmann, o italianos, como Zaccaria;
y, teniendo la filosofía del derecho uno de sus ejes en la averiguación del sentido último
de lo jurídico, poco ha seguido el camino que la filosofía hermenéutica marca y que nos
hace ver que el sentido jurídico es un sentido social que no necesita de la metafísica,
pero que tampoco se conforma en los muy pedestres enunciados de una iusfilosofía
analítica que solo quiera ser analítica y que, por tanto, presuma de aclarar sin entender
y de explicar sin explicarse a sí misma.
Habría que diseñar una larga y completa investigación para dar cuenta de ese divor-
cio entre hermenéutica y estudio del derecho, para explicar el sinsentido del desencuen-
tro entre unas disciplinas, las jurídicas, que tienen su centro en operaciones intelectuales
de comprender y dar sentido a textos, acciones, situaciones y hasta estados de cosas, y
una teoría, la hermenéutica, que halla su justificación o razón de ser en describir esos
procesos de dación de sentido, de los que el derecho es el mejor ejemplo, la muestra más
clara. Formularé algunas hipótesis muy provisionales como apunte o punto de partida
para una eventual investigación de tales asuntos.
La tradición o los hábitos de pensamiento en que bebe nuestra dogmática jurídica,
la del civilista, penalista, administrativista, procesalista, etc., es una tradición metafísica.
Y por ahí apunta nuevamente la paradoja. Aquel paleopositivismo del siglo XIX, que
determinó el modo en que los saberes jurídicos se transmitieron hasta hoy en las facul-
tades de derecho, si en verdad era iuspositivismo lo era con una fuerte carga metafísica,
era positivismo metafísico, y en esa especie de aporía quedó grabado el destino de un
pensamiento jurídico imposible.
Para los alemanes de la Jurisprudencia de Conceptos, la naturaleza última de lo ju-
rídico es conceptual, pero en el sentido ontológicamente más fuerte de la expresión.
Quiere decirse que la materia originaria del derecho, sus componentes primeros e irre-
Prólogo a la edición española 15

ductibles son conceptos, categorías ideales, cuasiplatónicas, dotadas en el orden me-


tafísico del ser de unos contenidos insoslayables y que no quedan jamás al albur de las
coyunturas sociales o de las voluntades legislativas. En derecho cada cosa es lo que es y
no puede ser de otra manera, por lo que pensar cualquier concepto o institución jurídi-
ca con un contenido diferente del que de siempre y para siempre le es propio constituye
supremo desvarío. Si el derecho es un sistema de conceptos, cada uno de los cuales tiene
el contenido que tiene y no puede tener otro, y si esos conceptos entre sí se ordenan
naturalmente según un esquema de mayor a menor abstracción, derivándose de los
conceptos más abarcadores o abstractos otros más concretos con una necesidad que
se pretende lógica, pero que más bien es producto de una pura alquimia intelectual,
nada puede propiamente influir el juez o el intérprete, y ni siquiera el legislador, en la
verdadera naturaleza y los designios auténticos de lo jurídico. No son ni el legislador ni
el juez ni el profesor de derecho los competentes y capaces para determinar qué sea en su
prístina esencia la autonomía de la voluntad, por ejemplo, ni depende de ellos, sino de
una especie de lógica metafísica (valga la expresión) o lógica material, el contenido que,
derivadamente, posean categorías tales como negocio jurídico, testamento, contrato,
compraventa, depósito, comodato, prenda, etc., etc. En derecho cada cosa es lo que es y
no puede ser de otra manera, aunque algún legislador obtuso o algún juez perverso pue-
dan acá o allá intentar vanamente alterara esos contornos inmutables de unas esencias
jurídicas que propiamente no se establecen, sino que se descubren, que no son objeto de
interpretación, sino de conocimiento plenamente objetivo por obra de un intelecto que
puede captar los datos ideales con la misma objetividad y pureza con que puede saber de
las leyes empíricas que rigen la parte material de la naturaleza. Hay una naturaleza ideal
y una naturaleza empírica, el mundo es doble o dual y el sujeto cognoscente puede en
ambas dimensiones hallar verdades con solo seguir un método que lo es de conocimien-
to, no de interpretación, y que pone al sujeto cognoscente en contacto con el objeto del
conocer, sin mediación ninguna de ningún componente social. El comprender es captar
y el conocer es descubrir, y lo que sea el derecho y lo que el derecho disponga para cada
caso se averigua mediante una incursión intelectiva en lo profundo de las esencias.
De ahí venimos los juristas modernos, hasta hoy, de la metafísica, del idealismo más
metafísico, y por eso en las facultades en las que hemos aprendido y enseñado se cultiva
una variante de la dogmática que en verdad tampoco se parece tanto a la dogmática
teológica, pues ni siquiera es la nuestra una cultura del texto, sino, antes que nada, una
especie de magia que pretende que a base de repetir definiciones se penetra en esencias,
y que a través de los textos legales esas esencias, verdadera naturaleza viva de lo jurídico,
tratan de manifestársenos y hacérsenos tangibles. Por eso al viejo profesor de derecho
privado o de derecho público le cuesta tanto poner ejemplos prácticos en sus clases, des-
precia por mutable e inasible la jurisprudencia de los tribunales y no quiere saber nada
con disciplinas que analicen la dimensión empírica de lo jurídico, como la sociología del
16 Juan Antonio García Amado

derecho, o que expliquen las dinámicas del comprender en lo jurídico, como la teoría o
filosofía hermenéutica, entre otras.
Y esa bipartición entre las esencias y el acontecer empírico ha sido una y otra vez
ratificada, y en particular en Latinoamérica, por unas autodenominadas teorías críticas
del derecho que, so pretexto de revitalizar los estudios sociológicos y políticos de lo
jurídico, se han quedado en puras trivialidades sin seso, en catálogos de gastados tópi-
cos para diletantes poco laboriosos, ante la radical incapacidad de esos profesores para
entender algo, ni siquiera mínimo, del proceso social e intelectual en el que lo jurídico
se configura como una particular esfera de sentido y un peculiar campo de significados.
Entre la fe del dogmático tradicional, ordeñador de esencias ajeno al mundanal ruido, y
la pereza del que se dice crítico de lo jurídico y que no es más que un cansino repetidor
de eslóganes y que de lo que el derecho en verdad hace y significa nunca ha entendido
ni un ápice, arribamos una vez más la paradoja extrema: nada se ha estudiado tantísimo
como el derecho y de nada se ha explicado tan poco y se ha entendido tan poco como
de lo jurídico, pues unos han querido reservarse el saber sobre el derecho como un saber
oracular para iniciados y los otros han creído que bastaba decir que el rey estaba desnu-
do para que por arte de magia desaparecieran los poderes y las normas.
Mientras aquellos alemanes de la Jurisprudencia de Conceptos adoraban esencias y
reproducían una especie de pensamiento primitivo con pretensiones de conocimiento
estrictamente racional, los franceses de la Escuela de la Exégesis santificaban el puro tex-
to, que no era visto como un elemento en un proceso intelectual y social de constitución
de sentido de algo llamado derecho. El texto del Code se pensaba como palabra de un
dios social que hablaba claro y coherente y que, en su estricta transparencia y precisión,
tampoco necesitaba ser interpretado, que también existía y operaba en un mundo in-
contaminado, el mundo aislado de un derecho que es lo que es con plena independencia
de la economía, la política, la moral social, la psicología individual y colectiva, las pautas
de los comportamientos colectivos o los procesos intelectuales de la comprensión. Por
eso también en la Francia decimonónica el juez era pura correa de transmisión y se pen-
saba que las normas jurídicas con las que decidía sobre los hechos de cada caso pasaban
por su conciencia sin pesar en su consciencia, obraban a través de él como mero hilo
conductor, como simple transmisor. El verdadero sujeto era la norma comprendiéndose
a sí misma y afirmándose a sí misma en su ser y su significar, sin que sujeto humano
ninguno, y tampoco el juez, añadiera ni quitara, sin que hubiera que comprenderla ni
recrearla. El derecho, esencia para los alemanes y puro texto con sentido inmanente e
inmutable, para los franceses, habla y obra por sí mismo, e interpretar no es más que una
forma de conocer; en el fondo, de un conocerse el derecho a sí mismo a través del jurista,
que es solo mediador, pero no mediador en un proceso social e intelectivo de atribución
de sentido, sino en un proceso de autorecreación eterna de cada norma y cada institu-
ción en un cosmos de esencias metafísicas, pura sustancia sin accidente.
Prólogo a la edición española 17

Y mientras la dogmática jurídica, creyéndose positiva y positivista, se evadía hacia


los territorios mágicos de la más pura metafísica y se hacía objeto de una fe acrítica lo
que con ningún tipo de método científico estudiaba, la filosofía del derecho pugnaba
por mostrar que tampoco su reino es de este mundo y se reservaba sus propias esencias,
su espacio privado en la caverna platónica. Con perfecta división del trabajo, mientras
la dogmática se apropiaba de las imaginarias esencias que constituyen la base o el funda-
mento cierto de cada norma jurídica positiva y cada institución, la iusfilosofía sostenía
que lo suyo es aprehender la justicia y desentrañar los valores. Los dogmáticos habitan el
cielo de los conceptos y los iusfilósofos se solazan en el éter de los valores, y todos felices
y la casa sin barrer, lo jurídico operando en la vida social y en la práctica sin que los unos
o los otros sean mínimamente capaces de analizar o describir esa particular operatividad
y ese campo de objetos y de sentidos. Seguramente el derecho es el objeto sobre el que
más se ha especulado, sobre el que más metafísica se ha vertido, sobre el que se han dicho
las cosas más radicalmente absurdas o gratuitas y, al mismo tiempo, el objeto cuyo fun-
cionamiento y cuya materia, la que sea, menos hemos conseguido saber o explicar. Y a
lo mejor debe ser así, porque quién sabe si la clave de lo jurídico está en una fe social que
no admite desvelamientos científicos sin disolverse, quizá lo jurídico solo puede realizar
su cometido social si quienes supuestamente lo estudian son guardianes de la fe y vigi-
lantes del dogma metafísico y no analistas de sus esquemas operativos y expositores de
su estructura y su mecánica.
En realidad, la historia de nuestras mentalidades como juristas es todavía más com-
pleja. Hasta aquí me he referido a claves del siglo XIX que perduran en algunos presu-
puestos con que entendemos y enseñamos el derecho, pero el siglo XX trajo también
sus novedades. Aunque me parece que no está suficientemente estudiado, creo que no
podemos entendernos como juristas de hoy si no comprendemos lo que supuso para el
pensamiento jurídico la filosofía neokantiana. Y, cómo no, hay que volver a Alemania,
pues apenas es exagerado decir que en la teoría jurídica todo nos ha venido de Alemania,
aunque ya casi ninguno lo sepa y todos apuesten en dólares.
La filosofía neokantiana baja los viejos conceptos jurídicos del cielo a la conciencia
cognoscente, pero (de nuevo la paradoja) sin teñir de subjetividad el contenido de esos
conceptos. El derecho deja de verse como conjunto de esencias que el conocimiento hu-
mano capta, sino como conceptos que el conocimiento humano constituye. El conoci-
miento no es receptor de su objeto, sino que el objeto mismo se constituye en el acto de
conocer. El derecho, pues, no consta de esencias que pueden llegar a pensarse, pero que
tienen su ser y habitan su realidad independientemente de cómo sean pensadas, sino
que esas esencias solo son en tanto que pensadas. El conocimiento jurídico último no es
descriptivo, sino constitutivo, el derecho se hace al ser pensado. No puede conocerse en
sí, no podemos saber lo que haya ahí afuera, en el mundo exterior a nuestra conciencia
cognoscente, sino que la realidad externa la percibimos en cuanto ordenada y sistemati-
18 Juan Antonio García Amado

zada por las categorías de nuestro intelecto, esos moldes, prismas o lentes a través de los
que la realidad se nos muestra como realidad conocida, porque no podemos percibirla
o captarla como la realidad en sí.
Para esa epistemología neokantiana, cada ciencia lo es porque se basa en unas ca-
tegorías del conocer que le son propias en cuanto que las toma de nuestro arsenal ca-
tegorial y las proyecta sobre un campo específico que queda, así, constituido como un
peculiar objeto del conocimiento en tanto que está contemplado bajo esas categorías. El
neokantismo fue especialmente influyente en el ámbito jurídico porque hizo ver que no
solo la ciencia natural se configura al pensarse con determinadas categorías intelectua-
les, empezando por la idea de causalidad, sino que también las ciencias normativas son
posibles como ciencias plenas por cuanto que el mundo de ahí afuera también puede ser
pensado con las estructuras categoriales del Sollen, con categorías normativas. A partir
de esa convicción, el conocimiento jurídico ya no se entenderá, como el XIX, como
una especie de orfebrería de esencias, como un desglose o filigrana de puros conceptos,
como penetración intelectual en un mundo de ideas platónicas, sino como desentraña-
miento de lo que puede pensarse, de lo que puede ser solamente en cuanto que pensado.
Los contenidos del derecho civil o del derecho penal, por ejemplo, ya no son esencias
que esperan a ser descubiertas por un científico que, con el adecuado método, sea capaz
de bucear en el orden ideal del ser, ahora son los contenidos que pueden ser pensados si
somos capaces de desarrollar hasta el extremo los moldes categoriales con las que abor-
damos el análisis de lo normativo.
Esa reorientación neokantiana se aprecia en la teoría penal con más claridad que
en ningún lado y bien se ve a partir de los fundamentos que von Liszt y Beling ponen
a la dogmática penal y que perduran hasta hoy. El delito es acción típica, antijurídica,
culpable y punible, y lo que en esas categorías no encaje sencillamente no es, a efectos de
la dogmática penal. Esas categorías no valen para sistematizar u ordenar elementos de la
realidad empírica y construir una idea de delito que sea funcionalmente apta para su tra-
tamiento legislativo y judicial. No, es al revés, si el tratamiento legislativo y judicial del
delito es posible, lo será porque sólo así puede pensarse, con esas categorías. Hay delito
porque podemos ver ciertas conductas bajo la óptica de la tipicidad, la antijuridicidad,
la culpabilidad y la punibilidad, hay delito porque el delito puede pensarse, pero solo
puede pensarse así, categorialmente y nada más que con esas categorías.
De nuevo el estudio del derecho se aleja de los procesos sociales. Ahora ya no es que
sean intemporales o eternas las esencias en que el derecho consiste, sino que el derecho
solo puede ser pensado como esencia, aunque las esencias no existan, y esa dimensión
esencial que constituye lo jurídico viene dada por categorías de nuestro conocer. Diga
el legislador lo que diga, y sean cuales sean las determinaciones económicas, políticas
o morales, el delito (o el negocio jurídico, o la sociedad mercantil, o el acto adminis-
trativo ) siempre será igual a sí mismo porque solo podrá ser pensado de una manera o
Prólogo a la edición española 19

con unas categorías; y porque puede ser así pensado, es así. Probablemente ahí tenemos
una razón más por la que las ciencias empíricas no han podido rebasar los muros de las
facultades de derecho o, cuando han entrado, han sido perfectamente estériles y vanas.
Al dogmático jurídico poco le interesa lo empírico, puesto que él va a pensarlo con las
mismas categorías con independencia de cuál sea en cada ocasión la determinación cau-
sal que socialmente explique el contenido de las normas; mande quien mande, mande
lo que mande y lo mande por lo que lo mande, la labor del penalista, por ejemplo, será
la misma siempre y solo tendrá que ver qué parte de la nueva configuración normativa
de tal o cual delito encaja en el dolo, cuál en la antijuridicidad o cómo queda dibujada la
conducta en el seno de la categoría de acción. Así entenderemos, seguramente, por qué
al dogmático penal le interesa tan poco la criminología o por qué el mercantilista puede
vivir convencido de que para su ciencia no le es necesario entender las dinámicas eco-
nómicas de los mercados; o por qué el tratadista de derecho de familia piensa de buena
fe que nada le aportan los estudios antropológicos, históricos o sociológicos sobre la
organización familiar.
Pero esa es solo una cara de la moneda, pues, por ejemplo, la mayoría de los crimi-
nólogos nada quieren saber de la raíz intelectual de la dogmática penal y es completa
su indiferencia hacia las claves intelectuales, ontológicas o epistemológicas con que el
penalista teórico concibe su propia disciplina y la cultiva precisamente como derecho
penal. Unos, los dogmáticos, ven «derecho» sin propiamente reparar apenas en las
normas y sus contenidos y sin ocuparse de nada de nada que no sea el encaje de esos con-
tenidos en las categorías que hacen del estudio del delito una rama de la epistemología;
otros, criminólogos y variados científicos sociales reales o supuestos, ven hechos, deter-
minaciones causales, sin tener ni la más mínima intención de pararse a entender cómo,
por qué y con qué el derecho califica esos hechos y, todo lo más, saltan de una ciencia
social de puros datos acríticamente asumidos a una moralina barata que no quiere más
que clasificar a los ciudadanos en buenos y malos, en víctimas y victimarios de un «siste-
ma» social animistamente concebido y que no pasa de ser una nueva encarnación de la
más primitiva metafísica. Y, de nuevo, entre unos y otros la casa sin barrer y las presuntas
ciencias rozándose con la vulgar superchería.
Ese es el contexto que, en mi opinión, explica por qué en verdad la filosofía herme-
néutica pasa entre los estudiosos del derecho sin pena ni gloria lo cual, por cierto no es
culpa del autor de este libro ni de la Crítica Hermenéutica del Derecho que él funda y
desarrolla. Repito que mis consideraciones versan ante todo sobre la hermenéutica de
Gadamer y su recepción entre los juristas. He hablado de jurisprudencia de conceptos o
de escuela de la exégesis o de neokantismo jurídico desde mi personal y visión y sin cues-
tionar de ningún modo las aportaciones que en este libro hace Lenio Streck sobre los
mismos temas y creo que las dos visiones pueden complementarse en más de un punto.
20 Juan Antonio García Amado

Lo que, mejor o peor, la hermenéutica gadameriana brinda poco le interesa al jurista


con esas mentalidades que he descrito; y lo que le interesa la hermenéutica de Gadamer
apenas se lo da. El profesor de derecho siempre ha querido más creerse que entenderse,
verse como una especie de mensajero de la deidad o intermediario entre las sociedades y
el orden del cosmos, que comprender su propia labor como parte más o menos modesta
y prosaica en un proceso social de constitución de sentido para las normas y las acciones.
Ese científico jurídico que siempre se ha soñado puro en su querer y en su conocer, que
ansía la comprensión plena de lo jurídico y lo social, no se resigna fácilmente a verse
como un eslabón más en una cadena de precomprensiones que configuran aleatoria-
mente el comprender que constituye coyunturalmente el sentido. El dogmático despre-
cia al empírico tanto como el empírico aborrece al dogmático, convencidos ambos de
que con su método respectivo acceden a incontaminados campos de la verdad y dan con
explicaciones cuya objetividad es patente y cuya seguridad no queda a merced de ningún
proceso social atribución de sentido. La individualidad sufre cuando el comprender, el
conocer y hasta el afirmar son vistos como procesos sociales que vuelven fungibles a los
sujetos y ni siquiera hacen de las sociedades macroorganismos dotados de vida propia
y regidos por una teleología insoslayable o explicables en clave de un historicismo que
aporte sentido metafísico al acontecer. Y si la individualidad sufre, más padecerá la del
profesor de derecho, que tiene por lo común un ego monumental, una autoestima feliz
y una soberbia a prueba de mil errores.
Lenio Streck ha escrito una ejemplar obra de síntesis y profundización sobre filoso-
fía hermenéutica y derecho, sobre cómo la hermenéutica, tal como él la concibe y la de-
sarrolla, comprende el derecho al desnudarlo como un proceso social de comprensión
y precomprensión. Debería leer esta obra cada jurista inquieto, cada iusfilósofo que se
tome en serio su oficio y cada teórico del derecho que esté dispuesto a apearse por un
rato de su pedestal de falsas seguridades y de la vanidad de juicios celestiales.

León, 31 de marzo de 2019


LA PUREZA DEL DERECHO KELSENIANA

1
Para comprender adecuadamente ese concepto, es necesario insistir en un punto: en
Hans Kelsen, hay una escisión entre Derecho y Ciencia del Derecho que determinará,
de manera crucial, su concepto de interpretación. La «pureza», en Hans Kelsen, es de
la Ciencia del Derecho y no del Derecho. Por eso, la interpretación, en Hans Kelsen,
será fruto de una escisión: interpretación como acto de voluntad e interpretación como
acto de conocimiento.
La interpretación como acto de voluntad produce, en el momento de su «aplica-
ción», normas. Ya la descripción de las normas jurídicas debe ser realizada de forma
objetiva y neutral, lo que Hans Kelsen llamará de acto de conocimiento, la que produce
proposiciones.
Debido a la característica relativista de la moral kelseniana, las normas —que ex sur-
gen de un acto de voluntad (del legislador y del juez en la sentencia)— tendrán siempre
un espacio de movilidad bajo el cual se moverá el intérprete. Ese espacio de movimiento
es derivado, exactamente, del problema semántico que existe en la aplicación de un sig-
no lingüístico —por medio del cual la norma superior se manifiesta— a los objetos del
mundo concreto, que serán afectados por la creación de una nueva norma.
Por otro lado, la interpretación como acto de conocimiento —que describe, en el
plano de un meta-lenguaje, las normas producidas por las autoridades jurídicas— pro-
duce proposiciones que se interrelacionan de manera estrictamente lógico-formal. Vale
decir: la relación entre las proposiciones es, esa sí, meramente sintáctica. La preocupa-
ción del investigador del Derecho no debe pretender, sin embargo, dar cuenta de los
problemas sistemáticos que implican al proyecto kelseniano de ciencia jurídica, pero,
sí, explorar y enfrentar el problema planteado por Hans Kelsen y que perdura de modo
difuso y, muchas veces, inconsciente en el imaginario de los juristas: la idea de la discre-
cionalidad del intérprete o del decisionismo presente en la metáfora de la «moldura de
la norma». Es en ese sentido que puedo afirmar que, en lo que respecta a la interpreta-
ción del Derecho, Hans Kelsen amplía los problemas semánticos de la interpretación,
acabando por ser pinchado fatalmente por el «aguijón semántico» del que habla Ro-
nald Dworkin. En el fondo, Hans Kelsen estaba convencido de que no era posible hacer
ciencia sobre una casuística razón práctica. De ese modo, todas las cuestiones que ex
22 Lenio Streck

surgen de los problemas prácticos que implican la cotidianidad del Derecho son menos-
preciados por su teoría en la perspectiva de extraer de la producción de ese manantial ju-
rídico algo que pueda ser científicamente analizado. Aquí reside el punto central, cuyas
consecuencias pueden ser sentidas igualmente en «tiempos pos-positivistas»: uno de
los fenómenos relegados a esta especie de «segundo nivel» fue exactamente el proble-
ma de la aplicación judicial del Derecho. No hay una preocupación de Hans Kelsen ni
con la interpretación, ni con la aplicación del Derecho.
En efecto, no es sin razón que la interpretación judicial es tratada como un apéndice
en su libro «Teoría Pura del Derecho», en el octavo capítulo, y apenas presenta inte-
rés para auxiliar la diferenciación entre la interpretación que el científico del Derecho
realiza y aquella que los órganos jurídicos profieren en sus decisiones. De ahí las conclu-
siones por todos conocidas: la interpretación de los órganos jurídicos (de los tribunales,
por ejemplo) es un problema de voluntad (interpretación como acto de voluntad), en
la cual el intérprete siempre posee un espacio que podrá llenar en el momento de la
aplicación de la norma (es la llamada «moldura de la norma», que, en el límite, puede
incluso ser superada); pero la interpretación que el científico del Derecho realiza es un
acto de conocimiento que pregunta —lógicamente— por la validez de los enunciados
jurídicos.
Es en ese segundo nivel, el de la aplicación, donde reside el núcleo del paradigma de
la filosofía de la consciencia. Es también en ese nivel —el de la aplicación a ser realizada
por los jueces— donde mora la discrecionalidad positivista. Hans Kelsen jamás negó
que la interpretación del Derecho (y no de la Ciencia del Derecho) está contaminada
de subjetivismos provenientes de una razón práctica solipsista. Para él, ese «desvío» era
imposible de ser corregido. El único modo de corregir esa inevitable indeterminación
del sentido del Derecho solamente podría ser realizado a partir de una terapia lógica
—del orden del a priori— que garantice que el Derecho se moviese en un plano lógico
riguroso. Ese campo sería el lugar de la Teoría del Derecho o, en términos kelsenianos,
de la Ciencia del Derecho. Y eso posee una relación directa con los resultados de las
investigaciones llevadas a cabo por el Círculo de Viena. Hans Kelsen tiene un tributo
epistemológico principalmente con Rudolf Carnap y eso queda muy claro cuando esco-
ge hacer ciencia apenas en el orden de las proposiciones jurídicas (ciencia), dejando de
lado el espacio de la «realización concreta del Derecho». En efecto, para Rudolf Car-
nap, apenas la sintaxis y la semántica eran las dimensiones del lenguaje que interesaban
a la labor filosófica. La pragmática, locus de los valores y de la ideología, estaba excluida
de la filosofía. Hans Kelsen, por lo tanto, privilegió, en sus esfuerzos teóricos, las dimen-
siones semánticas y sintácticas de los enunciados jurídicos, dejando la pragmática en un
segundo plano: el de la discrecionalidad del intérprete.
Ese punto es fundamental para poder comprender el positivismo que se desarrolló
en el siglo XX (Nogueira Dias, 2010). Se trata de llamar la atención de ese positivismo
normativista, no de un exegetismo que ya había dado señales de agotamiento a inicios
Diccionario de Hermenéutica 23

del siglo pasado. Indudablemente, Hans Kelsen ya había superado el positivismo exe-
gético, pero abandonó el principal problema del Derecho: la interpretación concreta,
en el nivel de la «aplicación». Y en eso reside la «maldición» de su tesis. No fue bien
entendido cuando aún hoy se piensa que, para él, el juez debe hacer una interpretación
«pura de la ley». Su pureza nunca estuvo en la ley y, sí, en la Ciencia Descriptiva del
Derecho. En verdad, Hans Kelsen es el corifeo radical del normativismo jurídico, por-
que concibe el Derecho como un conjunto de normas jurídicas. Eleva la imputación
a su más alto grado. Reelabora, de ese modo, la tradición positivista dominante hasta
entonces. El Derecho no está compuesto solamente de leyes (normas), sino es un con-
cepto más amplio. Por eso él hace una concesión, dejando de lado la preocupación con
la interpretación y con la decisión, rindiéndose al hecho de que el juez también produce
normas. En la teoría kelseniana, eso se torna lógico y evidente: para mantener la sepa-
ración entre Derecho y Ciencia del Derecho, él tiene que aceptar que la aplicación del
Derecho es un acto de política jurídica, implicando la Moral, Política, Ideología, en fin,
admitiendo que, en el plano de la aplicación, el juez realiza un acto de voluntad. Leo-
nel Severo Rocha resalta que Hans Kelsen, al contrario de lo que piensan sus lectores
imprudentes, por filiarse a la tradición alemana de la Teoría del Conocimiento, asume
como inevitable la complejidad del mundo en sí. Para Hans Kelsen, lo social (y el Dere-
cho) son debidos a sus heteróclitas manifestaciones, constituidos por aspectos políticos,
éticos, religiosos, psicológicos, históricos, etc. A partir de esta constatación es que Hans
Kelsen va a buscar, así como Immanuel Kant, depurar esa complejidad elaborando un
topos científico de inteligibilidad del Derecho: una cosa es el Derecho, otra bien distinta
es la Ciencia del Derecho. El Derecho es el lenguaje-objeto, la Ciencia del Derecho
es el meta-lenguaje: dos planos distintos e incomunicables (Rocha, 2003, p. 72). Es
necesario comprender, en síntesis, que, mientras las demás teorías positivistas trataban
directamente de la ley, Hans Kelsen dio un salto y prefirió tratar del discurso científico
sobre la ley y el Derecho. Y eso solo fue posible con los presupuestos neo-positivistas,
reconocidos por autores como Luis Alberto Warat y Norberto Bobbio. En esa cons-
trucción de la ciencia como meta-lenguaje reside la diferencia central de su teoría en
relación a los demás positivismos. En el plano de un estudio meta-ético, Hans Kelsen
puede ser considerado un no-cognitivista en el nivel de la política jurídica (nivel de la
aplicación del Derecho por los jueces, en que se coloca en el nivel similar al empirismo
jurídico). Esto porque, en el acto de interpretación de un órgano aplicador, la definición
de sentido se vincula a un acto de voluntad suspendido en el espacio y en el tiempo. Esa
definición, afirma Hans Kelsen, es producto de un acto de voluntad. Y Tércio Sampaio
Ferraz Júnior complementa: Se trata de un «yo quiero» y no de un «yo sé». Y su
fuerza vinculante, la capacidad del sentido definido ser aceptado por todos, reposa en la
competencia del órgano (que puede ser el juez, el propio legislador cuando interpreta el
contenido de una norma constitucional, las partes contratantes, cuando en un contrato
interpretan la ley, etc.). Existiendo dudas sobre el sentido establecido, se recurre a una
24 Lenio Streck

autoridad superior hasta que una última y decisiva competencia lo establezca definiti-
vamente.
La secuencia es de un acto de voluntad hacia otro de competencia superior (Ferraz
Júnior, 2010, p. 228). Ya en el nivel de la Ciencia Jurídica, él es un cognitivista epistémi-
co, porque cree en la posibilidad de conocer aquello que las normas jurídicas prescriben.
Entretanto, por no creer que ellas sean buenas o malas, justas o injustas, Hans Kelsen
acaba siendo un no-cognitivista ético en el nivel de la Ciencia Jurídica también. Obsér-
vese que norma jurídica, para Hans Kelsen, es el sentido objetivo de un acto de voluntad
dirigido a la conducta de otro. Es el deber ser que da sentido al ser. No hay un mal en sí,
él afirma. Matar no es bueno, ni malo. Está apenas prohibido o permitido. Aquí está, en
el plano de la meta-ética, el no-cognitivismo de su Teoría Pura del Derecho. Puramente
no-cognitivista. Ya la norma fundamental propuesta por Hans Kelsen es el fundamento
de su cognitivismo epistémico. Ese cognitivismo —epistémico— está asentado en una
imputación, y no de una relación de causalidad. Para ingresar en el ordenamiento, una
norma tiene que pasar por ese filtro. Pero una vez incorporado como Derecho, ya no
habrá juicio moral por parte del científico. Como la propia realidad ya es un conglome-
rado entre descripción y prescripción (por ejemplo: una pelea entre dos personas no es
apenas el brazo en dirección al rostro del otro), Hans Kelsen huyó de la realidad para
construir una Ciencia Jurídica. Es decir, construyó su propio objeto de conocimiento
—la Ciencia Jurídica.
APPLICATIO

2
Contra la tradición de separar/escindir los momentos interpretativos en subtilitas
intelligendi, subtilitas explicandi y subtilitas applicandi (primero conozco, después inter-
preto y solo después aplico), Hans-Georg Gadamer (1990a) hace una auténtica revolu-
ción en la hermenéutica. Según el maestro alemán, es equivocado escindir el acto inter-
pretativo, porque nosotros siempre estamos aplicando. Es en este punto donde reside la
mayor contribución de Hans-Georg Gadamer a la hermenéutica jurídica.
Es imposible reproducir sentidos. Y es por eso que no se puede más hablar en Aus-
legung —extraer sentido—, y, sí, en Sinngebung —atribuir sentido. El proceso herme-
néutico es siempre productivo (al final, nunca nos bañamos dos veces en el mismo agua
del río).
La applicatio tiene directa relación con la pre-comprensión (Vorverständnis). Hay
siempre un sentido anticipado. No hay grado cero de sentido. Así, se puede decir que
ni el texto es todo y tampoco el texto es una nada. Por ejemplo: ni la ley escrita es todo;
pero no se puede decir que este texto (ley escrita) no tiene valor o importancia para
el intérprete. Y, más importante, los textos, aquí, deben ser entendidos como eventos.
Hans-Georg Gadamer no debe ser entendido como un filólogo. La hermenéutica es
universal.
Todos los objetos, actos, etc., son textos. Y siempre son interpretados. Pero eso nun-
ca ocurre en el vacío: quien quiere comprender un texto debe dejar que el texto le diga
algo. Applicatio quiere decir que desde siempre ya estoy operando con ese conjunto de
elementos y categorías que me llevan a la comprensión. Igualmente cuando raciocinio
con ejemplos abstractos, estoy aplicando. El texto es, así, como la palabra del rey: siem-
pre viene primero, dijo cierta vez el propio Hans-Georg Gadamer, en una alusión a una
frase de Arthur Schopenhauer. De esa forma, el texto jurídico solo puede ser entendido
a partir de su aplicación, es decir, delante de una cosa, un hecho, un caso concreto.
Comprender sin aplicación no es un comprender. La applicatio es la norma (normatiza-
ción) del texto jurídico. La Constitución, por ejemplo, será, así, el resultado de su inter-
pretación (por lo tanto, de su comprensión como Constitución), que tiene su aconte-
cimiento (Ereignis) en el acto aplicativo, concreto, producto de la inter-subjetividad de
los intérpretes, que emerge de la complejidad de las relaciones sociales.
26 Lenio Streck

La interpretación no es un acto posterior y ocasionalmente complementario a la


comprensión. Antes, comprender es siempre interpretar, y, por consiguiente, la inter-
pretación es la forma explícita de la comprensión. Relacionado con eso está también
el hecho de que el lenguaje y la conceptualidad de la interpretación fueron reconoci-
das como un momento estructural interno de la comprensión: con eso el problema del
lenguaje que ocupaba una posición ocasional y marginal pasa a ocupar el centro de la
filosofía. La aplicación edificante que se hacía, por ejemplo, de la Sagrada Escritura en
el anuncio y en la predicación cristiana parecía ser algo completamente distinto de su
comprensión histórica y teológica. Ora, nuestras reflexiones nos llevaron a admitir que,
en la comprensión, siempre ocurre algo como una aplicación del texto a ser compren-
dido a la situación actual del intérprete. En ese sentido nos vemos obligados a dar un
paso más allá de la hermenéutica romántica, considerando como un proceso unitario
no solamente la comprensión e interpretación, sino también la aplicación.
Eso no significa un retorno a la distinción tradicional de las tres subtilitas del que
hablaba el pietismo, dirá Hans-Georg Gadamer. Al contrario, la aplicación es un mo-
mento tan esencial e integrante del proceso hermenéutico como la comprensión y la
interpretación. La afiliación del intérprete a su texto es como la afiliación del punto de
vista en la perspectiva que se da en un cuadro. Tampoco se trata de que se deba buscar y
ocupar ese punto de vista como un determinado lugar. Antes, aquel que comprende no
escoge arbitrariamente un punto de vista, sino encuentra su lugar fijado de antemano.
No hay un grado cero de sentido. No hay una primera palabra.
Ya siempre estamos operando en ese mundo, que solamente nos es accesible por el
lenguaje y en el lenguaje. Así, para la posibilidad de una hermenéutica jurídica es esen-
cial que la ley vincule por igual a todos los miembros de la comunidad jurídica. Porque
la ley es una representación de lo que ocurre en el lenguaje público, es decir, en la inter-
subjetividad. Ella es la que debe constreñir al intérprete. Ella es la «cosa» en la cual
incidirá la subjetividad del intérprete. Dejemos que el texto nos hable. La tarea de la
interpretación consiste en concretizar la ley en cada caso, o sea, es tarea de la aplicación,
locus donde se manifiestan los sentidos jurídicos. El intérprete no construye el texto, la
cosa; sino también que no será un mero reproductor. La applicatio es ese espacio que
el intérprete tendrá para atribuir el sentido. Es el espacio de manifestación del sentido.
Applicatio significa que, además de que no interpretemos por partes, en rebanadas,
también no interpretamos in abstracto. Cuando nos deparamos con un texto jurídico
(una ley), vamos comprendiéndola a partir de alguna situación, concreta o imaginaria.
Del mismo modo, también no pensamos en un lápiz in abstracto. Cuando enunciamos
«lápiz», hablamos de un determinado lápiz. Y él estará en algún lugar, relacionado a
algo. Eso quiere decir que el intérprete no percibe, primero, una cosa sin sentido, para,
después, acoplar el concepto.
Diccionario de Hermenéutica 27

Los conceptos no existen sin las cosas. Está claro que los conceptos y las cosas no
están pegados. Sino que también no son despegados hasta el punto del intérprete po-
der dar cualquier concepto (sentido) a la cosa. Cuando el intérprete se depara con un
texto, hay ya un sentido que se anticipa. Igualmente cuando hablamos del Código de
Hammurabi estaremos aplicando de algún modo un sentido a una cosa. En el campo de
la interpretación del Derecho, eso quiere decir que no existe texto sin norma (sentido)
y tampoco norma (sentido) sin texto. Ese asunto será aclarado con más detalles en los
términos que tratan de la diferencia ontológica y de texto y norma.
Entretanto, applicatio no significa que el sentido solo existe a partir de aquel mo-
mento, como si nada existiese ex ante. Eso transformaría a la hermenéutica en una es-
pecie de nominalismo o pragmatismo. Ese equívoco ocurre en autores que piensan que
la aplicación de la hermenéutica filosófica puede darse de forma instrumental. Así, se
piensa que, en la medida en que siempre aplicamos y que el sentido se da en el caso, en
la realización concreta del Derecho, el texto ya no importaría, porque todo se resumiría
a esa concreción. Una lectura de esa calaña de la hermenéutica gadameriana la aproxi-
maría al realismo jurídico, transformándolo en un «positivismo fáctico». Solo que eso
escindiría texto y norma, como lo veremos cuando abordemos el término mencionado.
CÍRCULO HERMENÉUTICO

3
El círculo hermenéutico no es una creación moderna. En el medievo, los estudios
inspirados en el trivium, en especial oriundos de la gramática y de la retórica, ya iden-
tificaban un movimiento entre el todo y las partes en la interpretación de textos. Esa
percepción, según Martin Heidegger, sería aún más originaria, remitiendo, en verdad, a
Aristóteles a su Peri Hermeneias (o, «De Interpretatione»). Sin embargo, fue con Frie-
drich Schleiermacher, en el siglo XVIII, que el «círculo de la comprensión» recibió
contornos más definidos en el contexto de una autonomización de la hermenéutica. Ya
en el siglo XX, Martin Heidegger, a partir de Wilhelm Dilthey, redefinió radicalmente
el sentido del círculo hermenéutico asentándolo en un solo existencial. Inicialmente,
la novedad del pensamiento de Friedrich Schleiermacher se manifestó a partir de la
unificación de los estudios hermenéuticos en torno de un elemento común, capaz de
relacionar los estudios desarrollados independientemente del campo específico en que
se moviese el intérprete.
Debido a su proximidad con el iluminismo alemán (Aufklärung), la salida de Frie-
drich Schleiermacher se dio por la vía del método. Pero el método de Friedrich Schleier-
macher era sensiblemente distinto de todos aquellos previstos por la tradición anterior.
Era, en parte, una continuidad con el modelo circular de la tradición, a través del cual
el intérprete se movería del todo hacia la parte y de la parte hacia el todo, para averiguar
su comprensión en cada movimiento efectuado. Al final de este procedimiento, que
Friedrich Schleiermacher denominó círculo hermenéutico, el sentido original estaría
preservado, y la comprensión encontraría en él aquello que el propio autor imprimió.
El énfasis en el «sentido del autor» llevará a los comentadores del mencionado filó-
sofo a clasificar su teoría de la interpretación como hermenéutica psicológica. La uni-
versalidad de la hermenéutica estaría garantizada por el método: era una universalidad
procedimental (Gadamer, 2012). A partir de Martin Heidegger, el círculo hermenéu-
tico ganó otro sentido. La interpretación que él efectuó es tan violenta (en el sentido
de ruptura) que el fondo metodológico que reviste el sentido de la hermenéutica en
la tradición fue destruido. En un pequeño libro a inicios de la década de 1920 —en
el cual el filósofo anticipa mucho de lo que será tratado después en su obra máxima:
«Ser y Tiempo»— Martin Heidegger establece un nuevo lugar para la hermenéutica
y para el círculo hermenéutico de Friedrich Schleiermacher. El nombre de la obra ya
30 Lenio Streck

causa impacto: «Ontología. Hermenéutica de la Facticidad». A partir de este libro, la


hermenéutica, hasta entonces utilizada exclusivamente para la interpretación de textos,
pasa a tener como «objeto» otra cosa: la facticidad. Pero, ¿qué es la facticidad? A partir
del giro ontológico, Martin Heidegger dio al hombre el nombre de Dasein (Ser-ahí),
siendo que el modo de ser de este ente es la existencia. Sin embargo, también este ente
—que somos nosotros— llamado Dasein, es lo que él ya fue, o sea: su pasado. Podemos
decir que eso representa aquello que desde siempre nos atormenta y que está presente
en las preguntas: ¿de dónde venimos? ¿Hacia dónde vamos? La primera pregunta nos
remite al pasado; la segunda, al futuro. El pasado es un sello histórico imprimido en
nuestro ser: facticidad; el futuro es el tener que ser que caracteriza el modo de ser del
ente que somos (Ser-ahí): existencia. Por lo tanto, la hermenéutica es utilizada para
comprender el ser (facticidad) del Dasein y permitir la apertura del horizonte hacia el
cual él se encamina (existencia).
Aquello que tenía un carácter óntico, volcado hacia los textos, asume una dimensión
ontológica, buscando a la comprensión del ser del Ser-ahí, es decir, del Dasein. Nótese:
de un modo completamente innovador, Martin Heidegger fija la reflexión filosófica en
la concretud, en el plano práctico y precario de la existencia humana. Por cierto que esa
reflexión reclama una abstracción muy fuerte que deriva del necesario distanciamiento
para percibir aquello que de nosotros está más próximo. No obstante, la abstracción
parte de algo concreto, fácticamente determinable, y busca comprender aquello que
nosotros mismos ya somos. Pero nosotros comprendemos lo que nosotros mismos ya
somos en la medida en que comprendemos el sentido del ser. También ya alertamos para
el hecho de que el hombre (Ser-ahí) y el ser están unidos por un vínculo indisociable.
Esto porque, en todo aquello con que él se relaciona, el hombre ya comprendió el ser,
aunque él no se dé cuenta de eso. Hay, en toda acción humana, una comprensión antici-
padora del ser que permite que el hombre se mueva en el mundo más allá de un accionar
en el universo meramente empírico, vinculado a objetos. Relacionándonos con las co-
sas, con lo empírico, porque de algún modo ya sabemos qué y cómo ellas son. Hay algo
que acontece, más allá de la pura relación objetivadora. Nuestro privilegio se constituye
por el hecho de tener la «memoria del ser»; o sea: tenemos un privilegio óntico —en-
tre todos los entes apenas nosotros existimos; y un privilegio ontológico— de todos los
entes, somos los únicos que, en su modo de ser, comprendemos al ser. De ese doble pri-
vilegio, Martin Heidegger (2012b) anota un tercero: un privilegio óntico-ontológico
—la comprensión del ser de este ente que somos es condición de posibilidad de todas
las otras ontologías, por ejemplo, del Derecho, de la Historia, del Proceso Judicial, etc.
Así, si en la hermenéutica clásica, en la cual se inserta Friedrich Schleiermacher, ese
círculo aún estaba restringido a textos, con la filosofía hermenéutica de Martin Heide-
gger ese círculo pasó a tener un sentido existencial. Es por él que se supera el esquema
sujeto-objeto (S-O), en la medida en que, al mismo tiempo, posibilita el abandono de
la «ontología de la cosa (método objetivo)», pero también de la filosofía transcenden-
Diccionario de Hermenéutica 31

tal, inmersa en la subjetividad. Con eso, como afirma Ernildo Stein, Martin Heidegger
inaugura, a través de su filosofía hermenéutica, aquello que puede ser considerado como
un tercer nivel del conocimiento humano, que apunta hacia la estructura comprensiva
del Ser-ahí (Dasein) (2003). El hombre se comprende cuando comprende el ser, exacta-
mente para comprender el ser. Por eso, Martin Heidegger deja claro que no se compren-
de al hombre sin comprenderse al ser. Es el todo por la parte y la parte por el todo. No se
comprende el bosque sin el árbol; y no se comprende el árbol sin el concepto de bosque.
Con el giro —que, desde «Hermenêutica Jurídica e(m) Crise» (Streck, 1999 y
2014a) vengo denominando de ontológico-lingüístico para diferenciarlo de las preten-
siones analíticas, principalmente del Neopositivismo Lógico— el sujeto no es funda-
mento del conocimiento. Se trata, en verdad —y busco fundamento en Ernildo Stein—,
de una comprensión de carácter ontológico, en el sentido de que nosotros somos, en
tanto seres humanos, entes que ya siempre se comprenden a sí mismos y, así, el com-
prender es un existencial de la propia condición humana, por lo tanto, forma también
parte de la dimensión ontológica: es la cuestión del círculo hermenéutico-ontológico.
Aquí es necesaria una explicitación: Martin Heidegger elabora la analítica existen-
cial como ontología fundamental. Esa palabra «ontología» usada ahí es identificada
con la fenomenología. ¿Por qué? Porque la fenomenología es utilizada para describir
también el fenómeno de la comprensión del ser. Entonces, la fenomenología no se vin-
cula solamente a la comprensión, sino a la cuestión del ser.
Y, en la medida en que la comprensión del ser de que trata la fenomenología se refie-
re a una cuestión ontológica que es previa —anticipadora, porque la comprensión del
ser es algo con que ya sabemos y operamos cuando conocemos los entes—, la ontología
de la que aquí se habla se refiere a ese contexto. Es a partir de ahí que la fenomenología
(hermenéutica) hace una distinción entre ser (Sein) y ente (Seiende). Ella trata del ser
como comprensión del ser y del ente como comprensión del ser de uno u otro (o cada)
modo de ser. Clásicamente, la ontología trataba del ser y del ente. Aquí, la ontología
trata del ser vinculado al operar fundamental del Ser-ahí (Dasein), que es el comprender
del ser. Ese operar es condición de posibilidad de cualquier tratamiento de los entes.
Tratamiento ese que puede ser llamado en la tradición de «ontológico», pero siempre
entificado. Esa ontología del ente es la que Martin Heidegger llamará de meta-ontolo-
gía. Esa teoría tratará de las diversas ontologías regionales (naturalmente, de los entes)
(Stein, 2006, pp. 35 y ss.).
La ontología vinculada a la comprensión del ser será una ontología fundamental,
condición de posibilidad de cualquier ontología en el sentido clásico que siempre está
vinculado a la entificación y objetificación. Así, podemos afirmar que la ontología —ori-
ginada en la tradición hermenéutica— está vinculada a un modo de ser y a un modo de
operar del ser humano. Recordemos que el propio Hans-Georg Gadamer reconoce que
Martin Heidegger solamente ingresa en la problemática de la hermenéutica y las críticas
32 Lenio Streck

históricas con el objetivo de desarrollar, a partir de ellas, desde el punto de vista ontoló-
gico, la pre-estructura de la comprensión. De algún modo, tenemos, entonces, una on-
tología vinculada a la cuestión de la hermenéutica y, de esa manera, indisociablemente
entrelazada con la pre-comprensión, elemento previo de cualquier manifestación del ser
humano igualmente en el lenguaje. Así, se puede hablar de una transformación del con-
cepto de ontología, para entonces vincular ese nuevo concepto al problema del lenguaje
desde el punto de vista hermenéutico. La explicitación de esa dimensión ontológico-
lingüística tratará del lenguaje no simplemente como elemento lógico-argumentativo,
sino como un modo de explicitación que ya es siempre presupuesto ahí donde lidiamos
con enunciados lógicos. No obstante, es importante esclarecer que esas estructuras de
la comprensión (que, como vimos, siempre es histórica) no pueden ser captadas por
la vía del método tradicional, toda vez que como elemento interpretativo, el método
siempre llega tarde. Lo que organiza el pensamiento y comanda la comprensión no es
una estructura metodológica rígida —como creía Friedrich Schleiermacher—, sino la
diferencia ontológica.
Todas esas conquistas heideggerianas fueron apropiadas más tarde por otro herme-
neuta, Hans-Georg Gadamer, al abrir espacio para la construcción de su Hermenéutica
Filosófica. El título de su obra máxima es «Verdad y Método», pero bien podría lla-
marse «Verdad contra el Método» o «Verdad a pesar del Método», a partir de la cual
la hermenéutica será radicalizada como un accionar mediador a través de la experiencia
del arte, de la historia y del lenguaje.
Por ese motivo, la Crítica Hermenéutica del Derecho —fundada por mí hace más de
una década y que está en libros como «Hermenêutica Jurídica e(m) Crise», «Verdad
y Consenso», «Jurisdicción Constitucional y Decisión Jurídica», «Lecciones de Crí-
tica Hermenéutica del Derecho», «Hermenêutica y Decisión Judicial», entre otros—
fijada en la matriz teórica originaria de la ontología fundamental, busca, a través de
una análisis fenomenológico, el des-velamiento (Unverborgenheit) de aquello que, en
el comportamiento cotidiano, ocultamos de nosotros mismos (Martin Heidegger): el
ejercicio de la transcendencia, en la cual no apenas somos, sino percibimos que somos
(Dasein) y somos aquello que nos tornamos a través de la tradición (pre-juicios que
abarcan la facticidad e historicidad de nuestro ser en el mundo, en el interior de lo cual
no se separa el Derecho de la sociedad, esto porque el ser es siempre el ser de un ente, y el
ente solo es en su ser, siendo el Derecho entendido como la sociedad en movimiento), y
en el cual el sentido ya viene anticipado (círculo hermenéutico). Finalmente, conforme
enseña Martin Heidegger, el ente solamente puede ser descubierto sea por el camino
de la percepción, sea por cualquier otro camino de acceso, cuando el ser del ente ya está
revelado. Eso parece difícil de ser comprendido por quien lidia con el Derecho o incluso
en otras áreas que no son la filosofía. En otras palabras, la tesis heideggeriana afirma que
el sujeto de conocimiento es posterior al sujeto existente. Siempre hay una anticipación
de sentido. La pre-comprensión es el marco fundamental para ese entendimiento. Hay
Diccionario de Hermenéutica 33

una metáfora o alegoría bien interesante hecha por Martin Heidegger y que ayuda para
la comprensión de esa cuestión: cuando yo miro hacia un fusil, antes de eso yo ya sé (la
existencialidad y facticidad del intérprete-sujeto) el sentido de lo que es «un arma».
Si yo no tengo esa pre-comprensión, la «cuestión» del fusil ni siquiera surge para mí.
Esa alegoría es importante para ayudar a explicar el sentido del círculo hermenéutico,
así como para comprender lo que se entiende por pre-juicios auténticos e inauténticos.
También para diferenciar la pre-comprensión de la subjetividad (Streck: 2014a; 2014b;
2015a; 2015c). Por intermedio del círculo hermenéutico conseguimos entender mejor
la relación entre texto jurídico (ley, regla jurídica, principio, precepto) y norma (sentido
que se atribuye al texto). Desde Friedrich Müller, tenemos que el texto de la ley no es la
misma cosa que la norma que se atribuye a ese texto (ley). Friedrich Müller, por ejemplo,
supera el positivismo clásico al mostrar que ley y Derecho no son la misma cosa. Con-
secuentemente, ley y sentido que se da a la ley igualmente son cosas distintas. O sea, en
el positivismo clásico, texto y norma eran la misma cosa. La norma (sentido) ya estaba
contenida en el texto. En términos filosóficos, es posible decir que se estaba delante de
una posición objetivista (paradigma representacional), aunque el positivismo clásico no
creía en esencias en el sentido de la ontología clásica, conforme dejo claro en el término
«positivismo» en la secuencia de esta obra.
Con Friedrich Müller, se pasó a afirmar que la norma es el sentido que se atribuye al
texto (2009a). Por lo tanto, texto y norma no son distintos estructuralmente. En ver-
dad, entre ellos existe una diferencia, que, en el plano de la fenomenología hermenéuti-
ca y de la Crítica Hermenéutica del Derecho, es la diferencia ontológica. Si, en Martin
Heidegger, el ente solo existe (es) en su ser y el ser tiene la función de dar sentidos a los
entes (que no existen por sí y en su «entidad»), en la Crítica Hermenéutica del De-
recho (Streck, 2014a), el texto jurídico solo existe en la medida en que a él se atribuye
una norma. El texto no existe en su «textitud»; él solo es (existe) en su norma, que es
el sentido que se atribuye en el proceso de applicatio, es decir, de interpretación/aplica-
ción. Círculo hermenéutico quiere decir que siempre ingresamos en un «proceso» de
comprensión con algo anticipado. Martin Heidegger explica: cuando miro hacia una
esquina y veo un fusil, es porque, de forma anticipada yo ya sabía lo que era un arma.
El círculo hermenéutico es la condición de posibilidad para la comprensión. Si hablo
de una inconstitucionalidad es porque antes ya sé lo que es una Constitución, Derecho
constitucional, Jurisdicción constitucional, etc.
Eso todo significa también que el círculo hermenéutico es lo que propicia la antici-
pación de sentido que tenemos de algo. Esa anticipación de sentido está relacionada con
lo que Martin Heidegger, especialmente en «Ser y Tiempo», llama de estructura pre-
via de la comprensión, o sea, tenemos siempre una Vorhabe (tener-previo), una Vorsicht
(ver-previo), una Vorgriff (concepto-previo). Toda la comprensión hermenéutica presu-
pone una inserción en el proceso de transmisión de la tradición. Hay un movimiento
anticipatorio de la comprensión, cuya condición ontológica es el círculo hermenéutico.
34 Lenio Streck

Para Hans-Georg Gadamer, en «Verdad y Método», es de la totalidad del mundo de


la comprensión que resulta una pre-comprensión que abre un primer acceso de intelec-
ción; la pre-comprensión constituye un momento esencial del fenómeno hermenéuti-
co y es imposible al intérprete desprenderse de la circularidad de la comprensión. Tan
relevante es el concepto de círculo hermenéutico, colocado como uno de los dos teo-
remas fundamentales de la hermenéutica por Ernildo Stein, en su libro «Diferencia y
Metafísica» (2008), que él pregunta sobre si alguien tendría alguna alternativa frente
al círculo hermenéutico. Él responde que, en la tradición hermenéutica, la cuestión del
círculo hermenéutico, en nuestros días, es considerada un elemento indiscutible, si no
quisiéramos perder la dimensión que necesariamente acompaña todo conocimiento.
Tenemos, no obstante, la tendencia de atribuir a la cuestión del círculo una especie de
punto último que basta aceptar para que nuestro discurso se pueda desarrollar en el con-
texto adecuado. No obstante, igualmente aceptando la doble estructura del mundo del
lenguaje, y habiendo evitado la contracción de nuestro decir, nos sorprende la necesidad
de una interpretación de todo el cuadro que formamos. El círculo hermenéutico es co-
nocimiento, pero no implica eventos, objetos, procesos, acciones, relaciones y personas
como si fuesen contenidos garantizados por la representación y por un sujeto. No es
simple entrar en este ambiente del círculo hermenéutico. Somos llevados, por la cotidia-
nidad de nuestro hablar, a mirarlo como la base de nuestra experiencia, de la empírea.
El lenguaje que se desarrolla para hablar del círculo hermenéutico y para alimentarlo es
filosófico. No aprendemos a hablar de modo filosófico, sin que hayamos entrado en un
espacio en que renunciamos a la gramática de la objetivación. Pero, si alcanzamos esta
dimensión que transciende a los discursos de los objetos, nos sorprende la necesidad de
saber pensar la condición de la relación de este lenguaje con el todo.
¿Cómo nos relacionamos con el todo que se pone en el camino? Está claro que ya
aprendimos que el círculo hermenéutico surgió con la fenomenología y sobre eso Mar-
tin Heidegger nos habla de la comprensión del ser y de la comprensión que tenemos de
nosotros, en una relación recíproca. Ahí acontece un todo. ¿Qué todo es ese? Es el todo
de una comprensión y el todo de un lenguaje que afirma. La cuestión que se insinúa
nace justamente en este encuentro. ¿Cómo afirmar este todo? Pues, si afirmo el todo,
estoy fuera de él y entonces no es el todo. Si, no obstante, estuviera en el todo, nada de
él puedo afirmar. Lo que termino haciendo es una narración de mí en el todo. Pero esta
narración con que comienzo a introducirme en el todo o está fuera del todo y entonces
nuevamente el todo no es el todo. Cuando hablamos del círculo hermenéutico, se intro-
duce, por lo tanto, la paradoja que materializamos en lo anteriormente expuesto. Tene-
mos que concluir que el círculo hermenéutico es un todo con que operamos, justamente
para compensar la imposibilidad de afirmar un absoluto, o absolutos objetivados. Pero,
acentúa Ernildo Stein, él solamente puede estar en este lugar, porque en la filosofía, no
lidiamos con la comprensión de los objetos, ni con la comprensión de la totalidad de los
objetos, sino con el todo de nuestro comprender.
Diccionario de Hermenéutica 35

El círculo hermenéutico, sin embargo, no es un concepto o una tesis para ser instru-
mentalizada, es decir, no puede ser un mecanismo ad hoc para ornamentar los discursos
jurídicos. El círculo hermenéutico es la antítesis de cualquier escisión estructural que se
hace entre texto y norma o entre regla y principio. También ese valioso concepto nada
tiene que ver con raciocinios realizados por partes, como si fuese posible separar inter-
pretación y aplicación o cuestión de hecho y cuestión de Derecho. No se puede invocar
el círculo hermenéutico para hacer ponderaciones de reglas o de principios, dado que
ponderar es, por sí mismo, un mecanismo anti-hermenéutico, porque coloca al sujeto
como asujetador de objetos (textos, cosas, leyes, hechos, etc.). Es necesario comprender
que el círculo hermenéutico es, justamente, el elemento desconstrutor de cualquier es-
quema fundado en la relación sujeto-objeto (S-O).
COHERENCIA E INTEGRIDAD

4
La tesis de que el Derecho debe tener coherencia e integridad es del iusfilósofo
norte-americano Ronald Dworkin, que fue uno de los grandes críticos del positivismo
jurídico. El gran distintivo del conjunto de su obra, escrita, de entre otros aspectos, con
la pretensión de ruptura con el iuspositivismo, está en el reconocimiento del Derecho
como una actividad interpretativa (concepto interpretativo) sin que eso represente la
defensa de posturas relativistas en el juzgamiento de los casos. Al contrario, la percep-
ción de una dimensión interpretativa del fenómeno jurídico parte de la divergencia —
que, a su vez, representa el cese reflexivo sobre determinada práctica jurídica— para afir-
mar la existencia de respuestas correctas en el Derecho, constituidas en el esfuerzo de,
delante de la divergencia, encontrar la mejor interpretación posible para determinada
controversia. En este proceso lo que está en juego es el valor/sentido de la propia prácti-
ca. O sea, siendo el Derecho la práctica social que garantiza legitimidad para el uso de la
fuerza por el Estado, la mejor interpretación será aquella que articule coherentemente
todos sus elementos (reglas, principios, precedentes, etc.) a fin de que la decisión par-
ticular se ajuste al valor que es su razón de ser. Dicho de otro modo, la divergencia es
resuelta con la mejor justificación.
De ese modo, la respuesta correcta de Ronald Dworkin jamás podría representar,
por ejemplo, una prohibición interpretativa, una anticipación de respuestas a los pro-
blemas jurídicos o, entonces, la existencia de una fórmula infalible para ciertas contro-
versias (pretensiones que, bajo cierta perspectiva, aparecen en la construcción de las sú-
mulas vinculantes brasileñas, por ejemplo); al contrario, la tesis de la respuesta correcta
dworkiniana está centrada en una apertura del jurista hacia el fenómeno interpretativo,
lo que forma parte de la condición humana. Y, en ese aspecto, aparece otro distintivo de
la tesis de Ronald Dworkin: la definición del Derecho como práctica interpretativa no
significa una especie de «especialidad» de la esfera jurídica (como si de la «vaguedad
y de la ambigüedad de los textos jurídicos» es que se extrajese el deber de interpretar
del jurista). Por el contrario, se trata del reconocimiento de que esa dimensión inter-
pretativa es, por así decir, cotidiana, constitutiva de las prácticas sociales, y el Derecho
consiste en una práctica social. Por lo tanto, en las palabras de Ronald Dworkin: «[…]
eso significa que los juristas no deben tratar a la interpretación jurídica como una acti-
38 Lenio Streck

vidad sui géneris. Debemos estudiar la interpretación como un modo de conocimiento,


contemplando hacia los otros contextos de esa actividad». (2005, p. 220)
Al mismo tiempo, todo eso demuestra el esfuerzo de Ronald Dworkin en defender
que existe cierta objetividad en el Derecho, lo que aparece en sus obras a partir de la
defensa de ciertos elementos, tales como: la moralidad política (construcción de una
moral no-relativista); la responsabilidad política del juzgador (para promover la igual-
dad); y la interpretación jurídica como novela en cadena (vinculación del juzgador a
casos pasados y comprometimiento con las especificidades de la controversia). En este
ambiente, coherencia e integridad se manifiestan como elementos de la igualdad. En el
caso específico de la decisión judicial, eso significa que los diversos casos serán juzgados
con igual consideración. Analíticamente, se puede decir: a) la coherencia se vincula a
la consistencia lógica que el juzgamiento de casos semejantes debe guardar entre sí. Se
trata de un ajuste que las circunstancias fácticas que el caso debe guardar con los ele-
mentos normativos que el Derecho impone a su desdoblamiento; y b) la integridad es la
exigencia de que los jueces construyan sus argumentos de forma integrada al conjunto
del Derecho, en una perspectiva de ajuste de substancia. La integridad trae en sí un
aspecto más valorativo/moral mientras la coherencia sería un modus operandi, la forma
de alcanzarla.
De algún modo, la integridad se refiere a un freno al establecimiento de los pesos y
de las medidas en las decisiones judiciales, constituyéndose en una garantía contra las
arbitrariedades interpretativas, vale decir, coloca efectivos frenos a las actitudes solipsis-
tas-voluntaristas, pues apunta un camino. La igualdad política exige que coherencia e
integridad sean caras de una misma moneda.
La idea nuclear de la coherencia y de la integridad es la concretización de la igualdad.
La mejor interpretación del valor igualdad deberá tomar en cuenta la convivencia con
un valor igualmente relevante y que debe ser expresado en su mejor interpretación: la
libertad. Por eso, el lobo no puede tener «libertad» de matar al cordero; yo no tengo
«libertad» para matar a alguien. La libertad también funciona como un concepto in-
terpretativo. En la construcción de mi derecho a la libertad, la igualdad ya está implica-
da y viceversa. Todo eso significa que no podemos, por ejemplo, transferir recursos de
los demás miembros de la comunidad para lograr la felicidad de uno. Se quebrantaría la
igualdad en nombre de la libertad.
La integridad también significa: hacer de la aplicación del Derecho un «juego lim-
pio» (fairness —que también significa: tratar a todos los casos ecuánimemente). Exigir
coherencia e integridad significa que el aplicador no puede dar un «drible hermenéu-
tico» en la causa o en el recurso, del tipo «siguiendo mi consciencia, decido de otro
modo». Esa cuestión está relacionada a diversos aspectos del Derecho brasileño. Uno
de los más relevantes es el que implica las disciplinas procesales (civil y penal), porque
en esos ámbitos se creó, en la teoría jurídica, el ejemplo más claro de subjetivismo y so-
Diccionario de Hermenéutica 39

lipsismo: la defensa del libre convencimiento. El libre convencimiento significa el total


apartamiento del juzgador de los elementos de coherencia e integridad, pues autoriza la
inexistencia de criterios públicos de decisión.
La doctrina crítica del Derecho procesal brasileño, a lo largo de los tiempos, ve-
nía trabando una larga batalla para el desenraizamiento de ese modo de comprender la
aplicación del Derecho hasta que, en 2015, con la edición del Código de Proceso Civil
brasileño, a través de los incentivos de la Crítica Hermenéutica del Derecho (Streck,
2016b), fue retirado el libre convencimiento (art. 371) e introducida textualmente la
exigencia de coherencia e integridad (art. 926).
Traer la integridad y la coherencia para el amago del proceso no es «bobería». En
la medida en que el Codigo de proceso civil de Brasil es taxativo, él obliga; por lo tanto,
debemos tomar el texto jurídico en serio. Así, a partir de la aprobación del Codigo de
proceso civil de Brasil, toda decisión en que se constata que no fueron obedecidas la
coherencia y la integridad (la estabilidad es consecuencia lógica) es recurrible. O sea,
una decisión incoherente y/o no íntegra será errada, por lo tanto, digna de reforma. El
juzgador que profiere una decisión incoherente o apartada de la integridad comete un
equívoco. Una decisión que contiene un fundamento jurídico errado no es, por sí solo,
nula; ella es apenas reprobable e incita una revisión, corrección, conforme al Derecho.
Para la Crítica Hermenéutica del Derecho este imperativo de coherencia e integri-
dad de Ronald Dworkin, sobre todo, por manifestarse interpretativamente, apunta
hacia una aproximación con la tradición hermenéutica continental (Streck, 2016b).
En especial, en la idea de tradición y en el peso de la historia efectual de Hans-Georg
Gadamer. La apropiación que hacemos en un movimiento antropofágico aparece de
forma muy clara en nuestra propuesta de teoría de la decisión judicial. La defensa de
las respuestas constitucionalmente adecuadas (en una ampliación de la tesis de Ronald
Dworkin) parte de las premisas que el Derecho no puede ser el campo de las incertezas
(de los relativismos), y que en él (y en toda nuestra experiencia) hay siempre algo ante-
rior que nos vincula, y direcciona nuestro mirar.
Este reconocimiento es aún más necesario en el contexto brasileño, caracterizado
por la intensa judicialización, que coloca a la judicatura en el centro del debate político
y por la dificultad de hacerse cumplir la Constitución. Por eso, la exigencia de coheren-
cia e integridad, presupuestos dworkinianos que dan contorno a la idea de responsabi-
lidad política del juzgador, son imprescindibles para que se comprenda el papel del juez
en la efectivación de la democracia.
Respetar el actuar de forma coherente e íntegra significa: el acto de aplicar la ley
posee responsabilidad política. Un sistema jurídico que tiene en la coherencia e inte-
gridad a su vector de racionalidad, ni siquiera necesitaría tener mecanismos formales
de vinculación jurisprudencial. Si la judicatura juzga por principio, el corolario es la
manutención de la coherencia y, consecuentemente, de la integridad. El juzgamiento
40 Lenio Streck

que se vale de argumentos morales inexorablemente quebrará la cadena de coherencia,


dado que la integridad estará comprometida.
CONSTITUCIONALISMO CONTEMPORÁNEO

5
El Constitucionalismo Contemporáneo es un fenómeno que surge en la Segunda
Pos-Guerra. Esta expresión fue acuñada en mi libro «Verdad y Consenso» para superar
las aporías de las teorías neo-constitucionalistas. El Constitucionalismo Contemporá-
neo representa un redimensionamiento en la praxis político-jurídica, que se da en dos
niveles: en el plano de la teoría del estado y de la Constitución, con el advenimiento del
Estado Democrático de Derecho, y en el plano de la Teoría del Derecho, en el interior
de la cual se da la reformulación de la teoría de las fuentes; de la teoría de la norma, de la
teoría de la interpretación y de la teoría de la decisión (que, en los términos que propon-
go, representa un blindaje contra las discrecionalidades y a los activismos).
En el ámbito del Constitucionalismo Contemporáneo, todas esas conquistas de-
ben ser pensadas, en un primer momento, como continuadoras del proceso histórico
por medio del cual se desarrolla el constitucionalismo. En efecto, el constitucionalismo
puede ser concebido como un movimiento teórico jurídico-político en que se busca
limitar el ejercicio del poder a partir de la concepción de mecanismos aptos para gene-
rar y garantizar el ejercicio de la ciudadanía. En 1988, Brasil recibió una nueva Cons-
titución, rica en derechos fundamentales, con la agregación de un vasto catálogo de
derechos sociales. La pregunta que se planteaba era: ¿de qué modo podríamos mirar lo
nuevo con los ojos de lo nuevo? Al final, nuestra tradición jurídica estaba asentada en
un modelo liberal-individualista —que opera con los conceptos oriundos de las expe-
riencias de la formación del Derecho privado germánico y francés—, en que no había
lugar para los derechos de segunda y tercera generación. Del mismo modo, no había
una teoría constitucional adecuada para las demandas de un nuevo paradigma jurídico.
Esas carencias arrojaron a los juristas brasileños en los brazos de las teorías foráneas.
Consecuentemente, las recepciones de esas teorías fueron realizadas, la mayoría de las
veces, de modo acrítico, siendo la apuesta por el protagonismo de los jueces el punto
común de la mayor parte de las teorías. En efecto, hubo un efectivo «incentivo» doc-
trinario a partir de tres principales posturas o teorías: la Jurisprudencia de Valores, el
Realismo Norte-americano (con énfasis en el activismo judicial) y la Teoría de la Argu-
mentación de Robert Alexy. Para quien profesa el nombre «Constitucionalismo Con-
temporáneo», esos sectores del constitucionalismo —especialmente aquellos afiliados
42 Lenio Streck

al así denominado neo-constitucionalismo— no consiguen trabajar los problemas de


los «casos difíciles» sin apelar a la ponderación alexyana.
Robert Alexy pretende racionalizar la Jurisprudencia de Valores, pues entiende que
esa matriz metodológica de aplicación del Derecho conduce a la producción de juz-
gamientos sin criterios por el Tribunal Constitucional alemán. Para eso, construye su
Teoría de la Argumentación Jurídica. Robert Alexy, entretanto, no identifica su mo-
delo como una «Jurisprudencia de Valores», aunque no sea esta la cuestión central
de la «incorporación» de Robert Alexy por el neo-constitucionalismo (italiano, es-
pañol y brasileño). Y esa racionalización es realizada, según él, a través de standards
analítico-conceptuales aún signatarios de la tradición de la «Jurisprudencia de Con-
ceptos» alemana. Para el Constitucionalismo Contemporáneo, el problema de las pos-
turas neo-constitucionalistas, que, en su mayoría, están sustentadas en la Teoría de la
Argumentación de Robert Alexy, está en la tesis de que la Constitución «es un orden
concreto de valores» y en los «efectos colaterales» de una racionalización que implica
la ponderación de estos valores.
Para el Constitucionalismo Contemporáneo, el carácter innovador asumido por los
textos constitucionales de la Segunda Pos-Guerra ha influido poderosamente en de-
terminados aspectos implícitos en la constitucionalización del Derecho, pudiendo ser
destacados, con Alfonso García Figueroa (2003), tres aspectos: material, estructural-
funcional y político. El aspecto material de la constitucionalización del ordenamiento
consiste en la conocida recepción en el sistema jurídico de ciertas exigencias de la moral
crítica en la forma de derechos fundamentales. En otras palabras, el Derecho adquirió
una fuerte carga axiológica, asumiendo fundamental importancia la materialidad de la
Constitución. El aspecto material de la constitucionalización ha apuntado hacia un re-
fuerzo entre los juristas de un concepto no-positivista de Derecho, en el cual el sistema
jurídico está vinculado a la Moral de forma conceptual, lo que, de hecho, puede ser uno
de los elementos que distingue el constitucionalismo actual (neo-constitucionalismo)
de sus versiones precedentes.
El constitucionalismo tradicional era sobre todo una ideología, una teoría mera-
mente normativa, al paso que el constitucionalismo actual se ha transformado en una
Teoría del Derecho opuesta al positivismo jurídico como método. Ya el aspecto estruc-
tural de la constitucionalización del ordenamiento tiene relación con la estructura de
las normas constitucionales. El aspecto funcional se expresa a través del tipo de argu-
mentación que estas fomentan. Asumen relevancia, en ese contexto, los principios cons-
titucionales, incidiendo sobre el ordenamiento y sobre la aplicación del ordenamiento.
Así, si, por un lado, hay ese proceso de agregación con relación al primer constitu-
cionalismo; por otro, hay una nítida ruptura con los postulados hermenéuticos vigentes
desde el final del siglo XIX y que tendrá su apegó durante la primera mitad del siglo
XX. Para el Constitucionalismo Contemporáneo, el neo-constitucionalismo consigue
Diccionario de Hermenéutica 43

tan solamente superar el paleo-iuspositivismo (exegetismo). Al apostar por la discrecio-


nalidad y por la tesis de «los principios son valores», cae en los brazos del positivismo
pos-exegético, denunciado por Ronald Dworkin en su debate con Herbert Hart. Como
bien afirme Luigi Ferrajoli —él un asumido positivista pos-exegético—, en los mol-
des como es presentado, el neo-constitucionalismo depende de posturas axiologistas
y voluntaristas, que proporcionan actitudes incompatibles con la democracia, como el
activismo y la discrecionalidad judicial.
En el ámbito del Constitucionalismo Contemporáneo, el Derecho asume un ele-
vado grado de autonomía, en el interior del cual Derecho y Moral son co-originarios.
Consecuentemente, la Moral, la Política y la Economía no pueden determinar la co-
rrección de la aplicación del Derecho. Es decir, esos elementos «predadores» pasan a
estar institucionalizados en el Derecho. Por eso se está delante de un nuevo paradigma.
Por lo tanto, el Constitucionalismo Contemporáneo debe significar una ruptura con
el positivismo. Por todo eso, hay incompatibilidad paradigmática entre el Constitu-
cionalismo Contemporáneo con el positivismo jurídico, en sus más variadas formas.
Cualquier postura que, de algún modo, se encuadre en las características o tesis que
sustentan el positivismo entra en línea de colisión con ese nuevo tipo de constitucio-
nalismo. Eso significa afirmar que la separación del Derecho de la Moral, la tesis de las
fuentes sociales y la discrecionalidad, en cualquier grado, son componentes que apartan
cualquier forma de positivismo del Constitucionalismo (Contemporáneo). Si no fuese
así, apartaríamos el papel de la filosofía en la discusión acerca de la evolución del Dere-
cho y del Estado en este periodo de la historia.
Para los defensores del Constitucionalismo Contemporáneo, no es más posible
continuar sustentando la separación del Derecho de la Moral en estos tiempos de supe-
ración del paradigma de la filosofía de la consciencia y de la inserción del mundo prác-
tico en la filosofía, proporcionado por el giro lingüístico-ontológico. El positivismo es
sinónimo de discrecionalidad y está vinculado al subjetivismo, por lo tanto, al esquema
sujeto-objeto (S-O), el cual es contrario al paradigma inter-subjetivo.
CONSTREÑIMIENTO EPISTEMOLÓGICO

6
Cuenta la historia de un grupo de amigos —todos jueces de Derecho— que, prác-
ticamente todos los días, se reunían para discutir sus casos. Todos se proclamaban muy
justos y honestos en sus decisiones, hasta que, cierto día, uno de ellos decidió analizar
caso por caso cómo cada uno de sus pares decidía. Llevó los resultados al «colegiado» y
todos percibieron que cada uno decidía de una forma y que, al fin de cuentas, acababan
siendo arbitrarios e injustos. Esta historia sirve perfectamente para explicar los peligros
de las decisiones tomadas de forma solipsista y/o reproductoras del sentido común teó-
rico. «Nomotetas», como los griegos llamaban a aquellos que daban (nuevos) nombres
a las cosas, los juristas actúan arbitrariamente en pro de una pretendida superación de
un problema jurídico ya superado desde hace tiempo en el campo filosófico. Deciden
como quieren al mismo tiempo en que se proclaman presos de la letra de la ley. El jurista,
inmerso en un habitus dogmaticus, no se da cuenta de las contradicciones del sistema
jurídico. Las contradicciones del Derecho y de la dogmática jurídica que lo cubren no
aparecen a los ojos del jurista, ya que hay un proceso de autopersuasión de su propio
discurso. Ese proceso de justificación no prescinde, para su elucidación, del entendi-
miento acerca del funcionamiento de la ideología. Eso porque la eficacia de la ideología
o del sentido común producido por la ideología depende exactamente del hecho de ella
no ser percibida. Lo que propicia esa «no percepción» es la inserción del intérprete al
interior de un determinado imaginario. Por eso es posible afirmar que quien está en la
ideología no puede afirmar que en ella está. Ella no se da cuenta de que está. Hay una
alienación que le impide de aquello «darse» cuenta. El discurso ideológico como tal
no es realidad para el individuo sometido/asujetado a la ideología. Podemos hacer una
analogía del discurso ideológico con el discurso del mito. La ideología permite que se
diga que el mito solo es mito para quien en él cree. El desvelar del mito es la institución
de una ruptura, a través de un proceso simbólico no atravesado por el discurso mitoló-
gico.
Del mismo modo que en la metáfora de los amigos jueces (y en la vida real de los tri-
bunales), también en el seno de la ideología dogmática es difícil percibir su propio equí-
voco desde dentro del mismo sistema, es decir, como todos se equivocan igualmente.
Por eso la necesidad de establecerse bases inter-subjetivas de las cuales se pueda superar
las visiones ideológico-individuales de cada intérprete. El individuo, en su cotidianidad,
46 Lenio Streck

sufre un conjunto de constreñimientos derivados del lenguaje público construido en la


inter-subjetividad. Por eso, no establece sentidos arbitrarios. En el plano de los discur-
sos científicos y en el ámbito del discurso jurídico y de las prácticas cotidianas que son
descritas y prescritas por aquello que llamamos de doctrina jurídica, también no pode-
mos «cambiar el nombre de las cosas» y tampoco actuar como nominalistas. Aquí asu-
me importancia el «constreñimiento epistemológico». Observemos la relevancia del
estabelecimiento de los constreñimientos epistemológicos cuando tenemos en cuenta
que, en el ámbito del Derecho, los tribunales supremos posean la «última palabra»
sobre las controversias sociales y la interpretación de las leyes y de la Constitución. Por
eso, elaborar constreñimientos epistemológicos equivale a realizar «censuras signifi-
cativas», en el sentido de poderse distinguir, a través de la construcción de una crítica
fundamentada, buenas y malas decisiones (o mejor: decisiones constitucionalmente co-
rrectas e incorrectas). En verdad, para un jurista, todo aquello refuerza la tesis de que las
«decisiones de última instancia» también pueden —y deben— ser objeto de críticas, y
no meramente acatadas a partir de un discurso de autoridad, exactamente porque, bajo
la perspectiva hermenéutica, hay un compromiso con la verdad.
Se trata de una forma de ponerse en jaque las decisiones que se muestran equivo-
cadas, algo que ya llamé, en otra ocasión, de «Factor Julia Roberts» (2015b), en alu-
sión al personaje por ella interpretada en la película «El Informe Pelícano», que, sor-
prendiendo a su profesor en Harvard, afirma que la Suprema Corte norte-americana
se equivocó en el juzgamiento del famoso caso «Bowers vs. Hardwick». En el fondo,
es un modo de decirnos que la «doctrina debe (volver a) doctrinar» y no colocarse,
simplemente, en la condición de caudataria y meramente reproductora de las decisio-
nes de los tribunales. Por eso, cuando el entonces juez Humberto Gomes de Barros,
del Superior Tribunal de Justicia de Brasil, afirmó, en una Sentencia, que no importa
«lo que piensan los doctrinadores», sino apenas lo que dicen los tribunales, afirmé,
de forma perentoria, que el papel de la doctrina es constreñir ese tipo de pensamiento
solipsista, en la medida en que importa, sí, lo que la doctrina piensa. El constreñimiento
epistémico o epistemológico se coloca, así, como mecanismo de control de las manifes-
taciones arbitrarias del sujeto moderno. Esto porque el problema central de ese sujeto
«asujetador», como alude Jean-François Mattéi, reside en la indiferencia radical por él
manifestada en relación a cualquier forma de exterioridad, ya sea divina, mundana, ya
sea social. El sujeto se torna extraño a todo lo que no es él, como si los ojos se hubiesen
vuelto en las órbitas para mirar apenas sus propias cavidades (2002). Cuando alguien
afirma que decide como quiere o que decide conforme a su consciencia, está diciendo
que lo que les es exterior no lo constriñe hasta el punto de alterar su opinión. Solamente
el constreñimiento epistémico puede derrotar la subjetividad particularista, problemá-
tica que en el Derecho asume una importancia impar.
Las decisiones judiciales solipsistas deben ser constreñidas. Del mismo modo, las
sentencias emanadas de últimas instancias jurisdiccionales, aunque innegablemente
Diccionario de Hermenéutica 47

merezcan ser obedecidas, deben, entretanto, sufrir fuertes constreñimientos epistemo-


lógicos o, en otros términos, «censuras significativas». De ese modo, se plantea un reto
a la comunidad jurídica: el deber de la doctrina jurídica de doctrinar. Eso implica un pa-
pel prescriptivo arraigado en el paradigma democrático, y no meramente reproductor
de las orientaciones de la Judicatura, imaginario que se formó y ha ganado cada vez más
fuerza en la Teoría del Derecho. Ese es el papel de la doctrina en un país democrático:
el deber permanente en doctrinar y no ser doctrinada. En este sentido, viene siendo
propuesto, especialmente en mi libro «Verdad y Consenso», que la doctrina ejerza este
duro papel de constreñimiento epistemológico, de constreñir las decisiones judiciales
fundamentadas a partir de argumentos solipsistas/voluntaristas. No obstante, no pode-
mos olvidar que, en el ámbito del Derecho, el constreñimiento epistemológico también
debe ocurrir cuando el intérprete se comporta de forma no-cognitivista, es decir, asume
un discurso externo al objeto, transformándose, así, en un escéptico. En otras palabras,
el constreñimiento epistemológico tiene directa relación con el deber de fundamenta-
ción y con el derecho fundamental a obtener respuestas correctas/adecuadas a la Cons-
titución. Toda respuesta inadecuada/incorrecta debe ser constreñida.
Es papel precipuo de la doctrina criticar los equívocos de los que detentan el poder
de decir y construir el Derecho. En la medida en que la propia Constitución Federal
brasileña establece, en el artículo 93, IX, que las decisiones mal fundamentadas son
nulas, el Supremo Tribunal brasileño, por ejemplo, no tiene el derecho de equivocarse
por último. Y, por eso, una doctrina jurídica crítica puede impedir que más decisio-
nes, comprendidas como fruto de una racionalidad ideológica subjetivista/discrecional
(ambas son caras de la misma moneda), se repitan. El Derecho no es aquello que el
intérprete quiere que él sea, y, por lo tanto, no es aquello que el tribunal, en su conjun-
to o en la individualidad de sus componentes, dice que es. Recuérdese que, tanto en
Hans-Georg Gadamer como en Ronald Dworkin, es posible distinguir buenas y malas
decisiones (pre-juicios auténticos/legítimos y pre-juicios inauténticos/ilegítimos). Eso
significa que, cualesquiera que sean sus puntos de vista sobre la justicia y el Derecho a un
tratamiento igualitario, los jueces también deben aceptar una restricción independiente
y superior en las decisiones que profieren, que deriva de la integridad. Además, en países
de modernidad tardía, como Brasil, en la inercia/omisión de los Poderes Legislativo y
Ejecutivo en el cumplimiento del catálogo de derechos constitucionales (principalmen-
te en el ámbito del derecho a la salud, a la función social de la propiedad, al derecho a
la educación fundamental, etc.), no se puede renunciar a la intervención de la justicia
constitucional en la búsqueda de la concretización de los derechos constitucionales de
diversas generaciones. De ahí crece en importancia la necesidad de una teoría de la de-
cisión judicial preocupada con la democracia. Y democracia significa un control de las
decisiones judiciales, una necesaria rendición de cuentas (accountabillity).
DIFERENCIA ENTRE REGLAS Y PRINCIPIOS

7
Para tratar sobre la diferencia entre reglas y principios, es importante referir que,
como panorama para ese tipo de reflexión, está el paradigma positivista y las discusiones
que implican la comprensión sobre el fenómeno interpretativo en el Derecho, exacta-
mente por su gran influencia en el pensamiento jurídico occidental. En ese sentido, es
posible decir que el positivismo jurídico —en sus diversas formas— está inmerso en un
problema filosófico: no consiguió superar las metafísicas clásica y moderna, circuns-
tancia que posee estrecha relación con el modo cómo es entendido el concepto de regla
(que, a su vez, acaba incidiendo directamente en el concepto de Derecho).
Las afirmaciones anteriores pueden ser ilustradas a partir del posicionamiento de
positivistas que creen que la palabra de la ley (regla) designa no la cosa individual, sino
aquello que es común a varias cosas individuales, o sea, la esencia captable por el intér-
prete (resquicio de la metafísica clásica), por ejemplo. Pero, por otro lado, también exis-
ten posturas positivistas que, con el pretexto de «superar» la «literalidad» del texto,
colocan en el sujeto la tarea de descubrir los valores «escondidos» debajo de la regla, es
decir, en la «insuficiencia» de la regla —construida a partir de la «consciencia de sí del
pensamiento pensante»—, entra en escena el intérprete con su «mente privilegiada»
(véase, en eso, la imbricación de los dos paradigmas metafísicos) para levantar el velo
que «encubre el verdadero sentido de la regla» (sic). Y, para esos «valores escondidos»
se da, equivocadamente, el nombre de principios.
Todo posicionamiento sobre la diferencia entre regla y principio revela una posición
paradigmática. Implícita o explícitamente. Las posturas analíticas —en la cual están
asentadas determinadas tesis positivistas— aunque no se busquen con aquello que en la
hermenéutica se denomina de ontología, no dejan de ser caudatarias de un cierto obje-
tivismo filosófico (teorías adecuacionistas), porque, en determinado aspecto, creen en
el realismo filosófico, en la medida en que se contentan con un mirar externo, descrip-
tivo (Smilg Vidal, 2016, p. 54). Al mismo tiempo, es posible afirmar que el positivismo
inclusivo es caudatario de la metafísica moderna, porque cree en la perspectiva de una
incorporación de la Moral, lo que solo ocurre mediante un acto cognoscitivo del sujeto-
intérprete.
50 Lenio Streck

La relación regla-principio está umbilicalmente relacionada a la distinción Derecho


y Moral. Revela el modo cómo ocurre el acceso del intérprete al mundo y, por lo tanto,
del proceso de comprensión y aplicación del Derecho. De entre las diversas propuestas
teóricas que surgen, tal vez uno de los pocos acuerdos teóricos posibles de fijarse entre
ellas sobre ese asunto es el de que tanto las reglas como los principios son normas jurí-
dicas. Se exceptúan de ese acuerdo las teorías que adoptan un mirar externo al Derecho,
como el positivismo exclusivo.
Siendo así, los juristas se refieren constantemente a cada una de ellas pretendiendo
alcanzar diferentes dimensiones argumentativas. Uno de los primeros abordajes que
surgió sobre el tema fue la tesis de que entre regla y principio existe una distinción es-
tructural, epistemológica (a eso fue dado el nombre de «criterio fuerte»). La noción
de distinción estructural está relacionada a lo que puede ser resumido (de modo muy
simplificado) en una frase: las reglas se aplican todo o nada (aplicación del método sub-
suntivo); los principios son aplicados a partir de una dimensión de peso (lo que acabó
siendo relacionado, equivocadamente, con la máxima de la ponderación propuesta por
Robert Alexy). Otro modo de visualizar la relación regla-principio fue a partir de la
tesis que consideró que principio y regla poseen la misma estructura lógica hipotético-
condicional, pero densidades semánticas distintas («criterio débil»).
En el contexto de la Crítica Hermenéutica del Derecho, y esa cuestión está desa-
rrollada en mi libro «Verdad y Consenso» (Streck, 2012; 2014b; 2017), es posible
discordar de esas lecturas. La distinción hecha a partir de la tesis de que los principios
poseen una estructura lógica distinta solo podría ser percibida a partir de una raciona-
lidad específica, es decir, a partir de un plano apofántico, cuando creamos un mínimo
de entificación necesaria para transmitir significaciones. En este plano —y apenas en
este— podemos decir que el principio (independientemente de su forma textual), dife-
rentemente de la regla, trae consigo la carga de una filosofía práctica. En ese contexto,
los principios representarían la tentativa de rescate de un mundo práctico abandonado
por el iuspositivismo.
Las reglas, por otro lado, representarían una «técnica» para la concretización de
esos valores (sic), o sea, medios (conductas) para garantizar un «estado de cosas» de-
seado. A pesar de eso, necesita quedar claro que ese tipo de distinción realizada a partir
de criterios estructurales solamente podrá ser hecho en el plano apofántico, no sus-
tentándose, entretanto, que la hipótesis de la diferencia entre reglas y principios sea
entendida como una analítica constituidora de sentido. La Crítica Hermenéutica del
Derecho no opera apenas con ese tipo de racionalidad (que ocurre apenas en el nivel de
los enunciados —apofántico), y es por eso mismo —porque reconoce la existencia de
un nivel comprensivo que antecede y que es constituidor de sentido— que coloca otro
tipo de mirar bajo la diferencia entre regla y principio, rompiendo con esa tradición.
Diccionario de Hermenéutica 51

En el plano hermenéutico, la pre-comprensión, como condición de posibilidad, fra-


giliza la distinción semántico-estructural entre reglas y principios. Bajo miradas her-
menéuticas, tanto reglas como principios son parámetros interpretativos. Son normas
jurídicas. Operan en el código lícito-ilícito. Así, busco diferenciar (no distinguir/escin-
dir) reglas y principios, comprendiendo que las reglas son resultado de la lectura de los
textos normativos, de modo que comparten la porosidad y ambigüedad inherentes a los
signos lingüísticos, al paso que los principios consubstancian la institucionalización del
mundo práctico del Derecho. Es posible afirmar que el principio instituyó la regla, en
el sentido de que reglas y principios poseen carácter deontológico, no obstante, aislada-
mente, no se prestan para la adecuada resolución de las controversias jurídicas surgidas
en el tejido social.
Véase el problema de la equivocada comprensión acerca de la diferencia (y no esci-
sión) entre reglas y principios: en el art. 489, §2, del Código de Proceso Civil brasileño,
se establece la colisión entre normas; no obstante, esa cuestión trae un gran problema
por la simple razón de que, como ya fue dicho, reglas y principios son normas. Se esta-
blece, de ese modo, un riesgo de estado de naturaleza hermenéutico, dada la indetermi-
nación de los sentidos. Es decir, la ponderación o sopesamiento es el modo que Robert
Alexy encuentra para resolver los conflictos jurídicos en que hay colisión de principios.
Obsérvese: colisión de principios y no, genéricamente, de normas, siendo un procedi-
miento compuesto por tres etapas: la adecuación, necesidad y la proporcionalidad en
sentido estricto. Las dos primeras se encargan de esclarecer las posibilidades fácticas,
al paso que la última será responsable por la solución de las posibilidades jurídicas del
conflicto, operándose aquello que el autor alemán llamó de ley del sopesamiento (o ley
de la ponderación).
Por lo tanto, no es posible que exista ponderación en el caso de «colisión entre
normas», pues así habría la posibilidad de una «ponderación de reglas» sin límites,
además de vaciar la propia distinción metodológica entre reglas y principios, teniendo
en consideración que las primeras se destacan por su aplicación de forma subsuntiva.
De hecho, el propio Robert Alexy refiere que, habiendo colisión entre normas, no se
resuelve esta por medio de un sopesamiento, pero, sí, excluyendo una de las reglas del
sistema jurídico. Así, el Código de Proceso Civil brasileño, además de desconsiderar la
diferencia entre regla y principio, los coloca genéricamente como «normas», que, a su
vez, serán «ponderadas» por una vulgata de la lectura brasileña de la teoría de Robert
Alexy.
Un punto central para la comprensión de la diferencia entre principio y regla es
que esta es siempre porosa. La regla es, por «esencia», incompleta. Si fuese completa,
sería una regla perfecta, porque abarcaría de antemano todas las hipótesis de aplicación,
conforme explícito en mi libro «Verdad y Consenso» (2012; 2014b; 2017). Si la regla
no fuese porosa, bastaría siempre la subsunción. Por eso, siempre será necesaria la pre-
52 Lenio Streck

sencia de uno o más principios para su interpretación. Igualmente en las situaciones más
claras, o consideradas más claras, por las cuales una regla puede abarcar determinada
situación fáctica, aun así habrá la interferencia de un principio. En esos términos, los
principios (constitucionales) deben ser comprendidos a partir de lo que llamo de «tesis
de discontinuidad»: ellos instituyen el mundo práctico en el Derecho, posibilitando, a
partir de su normatividad, el cierre interpretativo en el Derecho.
DIFERENCIA ONTOLÓGICA

8
La diferencia ontológica (ontologische Differenz) es uno de los dos teoremas funda-
mentales de la hermenéutica, en palabras exactas de Ernildo Stein. Ni lo universal; ni lo
empírico. Ni objetivismo; ni subjetivismo. Ni conceptos sin cosas; ni cosas que asujetan
al sujeto. En la máxima de Martin Heidegger, eso es traducido por el enunciado «el
ser es siempre un ser de un ente». He ahí el enigma: los fenómenos se manifiestan. Ex
surgen. Se manifiestan por intermedio del lenguaje. El ente solo es en su ser. Por eso no
hay escisión entre ser y ente. Y no hay escisión entre palabra y cosa; entre hecho y De-
recho. De ahí la construcción de la relación texto-norma en el contexto de la diferencia
ontológica.
La metafísica onto-teo-lógica, sea en su versión pre-moderna, sea en el modo cómo
es tratada la cuestión del conocimiento en el paradigma de la filosofía de la conscien-
cia (metafísica moderna), abandona el pensamiento de la diferencia ontológica para
transformarse en una (mera) reflexión sobre la temática de la diferencia, concibiendo
la diferencia óntica como simple diversidad de los fenómenos para la subjetividad, y la
identidad del ente consigo mismo como identidad y permanencia de la esencia de los
fenómenos para el pensamiento (Stein, 2008; 2014, pp. 15 y ss.).
Se trata de uno de los conceptos más complejos de la filosofía. Eso porque, para
Martin Heidegger, el ser no puede ser visto; él sirve para dar sentido a los entes. Sabe-
mos, entonces, que el hombre se comprende a sí mismo y comprende al ser (círculo her-
menéutico) en la medida en que pregunta por los entes y su ser (diferencia ontológica).
De ahí los dos teoremas: la diferencia ontológica (ontologische Differenz) y el círculo
hermenéutico (hermeneutische Zirkel). Para comprender la diferencia ontológica entre
ser y ente, es posible decir, didácticamente: el hecho de poder decir que algo es, ya pre-
supone que tengamos de él una comprensión, aunque incierta y mediana. Solamente
nos relacionamos con algo, actuamos, direccionamos nuestras vidas en la medida en que
tenemos una comprensión del ser.
Al mismo tiempo, solo podemos comprender el ser en la medida en que ya nos com-
prendemos en nuestra facticidad (Trotignon, 1990; Heidegger, 2012b). Aunque siendo
un concepto de los más sofisticados y complejos, es posible entenderlo de forma «apli-
cativa».
54 Lenio Streck

En todos los momentos, aplicamos la diferencia. Cuando miramos hacia algo, esa
cosa ya se nos aparece «como algo». Así acontece en la interpretación/aplicación del
Derecho. Cuando me refiero a una ley, su sentido —que me es siempre anticipado por la
pre-comprensión— ya me proporciona el sentido, que me es posibilitado por la diferen-
cia ontológica. No percibo un texto sin «cosa». No me deparo con conceptos sin cosas.
Es necesario notar que el hombre solo comprende el sentido de las cosas en la medi-
da en que pregunta por la cosa. Pensando a partir del Derecho: ponemos en movimien-
to una reflexión sobre el proceso en la perspectiva de que, al final, podamos decir algo
sobre su ser (una definición sobre el proceso comenzaría con: el proceso es…). Pero na-
die negaría que el proceso se trate de un ente. Un ente que es interrogado en su ser, pues
toda pregunta por el proceso depende de eso: ¿qué es el proceso? ¿Cómo es el proceso?
Así, aunque el ser y el ente se den en una unidad que es la comprensión que el hombre
(Ser-ahí) tiene del ser, hay entre ellos una diferencia.
Esta diferencia Martin Heidegger llama de diferencia ontológica y se da por el hecho
de que todo ente solo es en su ser. Como ya fue referido anteriormente en el término
círculo hermenéutico, un modo de comprender el sentido de la diferencia ontológica
es la relación texto y norma, tan apreciada por la Teoría del Derecho y el pensamiento
pos-positivista. Texto y norma no pueden ser comprendidos aisladamente uno del otro.
Y no es tarea del intérprete «extraer un sentido oculto del texto», como defienden
algunas posturas axiológicas. Texto y norma son diferentes delante de la diferencia on-
tológica —y esta es tal vez la diferencia fundamental entre lo que yo sustento y las otras
concepciones hermenéuticas—, porque el texto solo será comprendido en su norma, y
la norma solo será comprendida a partir de su texto. Y no hay textos «sin cosas».
La diferencia ontológica se torna contrapunto básico para las dicotomías metafísicas
que aún pueblan el imaginario de los juristas (esencia y apariencia, teoría y práctica,
cuestión de hecho y cuestión de Derecho, texto y norma, vigencia y validez, para citar
apenas algunas que asumen una relevancia inconmensurable en el proceso de aplicación
del Derecho), mediante las cuales la doctrina y la jurisprudencia transmiten la idea de
que el texto «carga» consigo el exacto sentido de la norma, así como si en la vigencia
del texto ya estuviese contenida la validez de la norma.
Pensar que existe un texto como texto (en sí), separado de la norma (sentido), es caer
en la trampa de la entificación, fenómeno que atraviesa más de veinte siglos, subordina-
do a la búsqueda de un fundamentum absolutum inconcussum veritatis, presente, v.gr.,
en la idea platónica, en la substancia aristotélica, en esse subsitens del medievo (último
suspiro de la metafísica clásica), en el cogito inaugurador de la filosofía de la consciencia,
en el yo pienso kantiano, en el absoluto hegeliano, en la voluntad de poder nietzscheano
y «en el imperativo del dispositivo de la era de la técnica, en que el ser desaparece en
el pensamiento que calcula. Tal sucesión de principios epocales puede ser leído como
historia del olvido del ser en favor del ente» (Stein, 2006, p. 81).
Diccionario de Hermenéutica 55

Tornar clara la diferencia ontológica que existe entre texto y norma es tarea de la Crí-
tica Hermenéutica del Derecho que vengo desarrollando (2014a). Tornar clara esa di-
ferencia significa denunciar su olvido por el pensamiento dogmático-objetificador del
Derecho. Este olvido (obscurecimiento) —dominante en las prácticas jurídicas rehenes
del sentido común teórico— es fácilmente perceptible igualmente a partir de los más
perfunctorios análisis de la producción doctrinaria y jurisprudencial. Las teorías que se
contentan con el plano analítico del lenguaje creen que los problemas de los textos (ju-
rídicos) se resuelven con otros textos o con más textos. Se trata de una especie de eterno
retorno a un semantic sense. Sustentar que hay una diferencia (ontológica) entre texto y
norma no significa que haya una escisión estructural entre ambos (lo mismo siendo vá-
lido para la dualidad vigencia-validez). Lo que se quiere decir es que el texto no subsiste
como texto (algo como «un concepto en abstracto»). No hay texto sin contexto, así
como no hay texto jurídico aislado de la norma que se atribuye a ese texto. El texto ya
se nos aparece con alguna norma, que es producto de la atribución de sentido del intér-
prete. El intérprete no es libre para atribuir cualquier sentido al texto. Él siempre estará
inmerso en una determinada tradición, que sobre él ejerce constreñimiento.
A partir de la diferencia ontológica, la norma (sentido del texto) no es una capa de
sentido a ser acoplada a un texto «desnudo». Ella es la construcción hermenéutica del
sentido del texto. Ese sentido se manifiesta en la síntesis hermenéutica de la applicatio.
Eso también quiere decir —y, en ese sentido, es necesario concordar con Nelson Sal-
danha (2000)— el texto de la norma no es apenas un «enunciado lingüístico», es decir,
todo texto es un enunciado lingüístico, pero ningún texto es apenas eso. El texto de un
poema se distingue de su contenido, como ocurre con el de una súplica o el de un men-
saje personal. Pero en cada caso el texto está relacionado al contenido: no se buscaría un
mensaje religioso en el texto de un libro de química, ni se buscaría un contenido poéti-
co en el texto de un decreto. Los textos que integran el Derecho positivo contienen la
norma: son textos jurídicos y no contables, ni litúrgicos. No se llegaría a la norma sin el
texto de ella, ni con otro que no fuese jurídico. La distinción entre las palabras del texto
y el contenido normativo no puede llevar a una negación de la relación entre ambas co-
sas. Ese parece ser el equívoco más constante cometido por la comunidad jurídica. Eso
puede ser percibido ya en el inicio de las peticiones dirigidas a los tribunales, cuando
la temática es escindida en «de los hechos» y «del Derecho», como si uno existiese o
fuese comprensible sin el otro.
Así, la escisión entre palabras y cosas, hecho y Derecho, texto y norma, en fin, entre
ser y ente se sustenta la escisión metafísica-onto-teo-lógica que provoca que, por un
lado, el intérprete del Derecho se torne rehén del texto, reproduciendo un superado
positivismo exegético y, de otro, permitiendo el total desplazamiento de la norma (sen-
tido) del texto (ley), provocando que, en ese segundo caso, el intérprete se torne el señor
de los sentidos. Por eso tiene razón Hans-Georg Gadamer: quien quiere comprender
un texto, debe dejar primero que el texto le diga algo (2012, p. 358). El texto siempre
56 Lenio Streck

nos «dice» algo. Sin él, no hay ese «algo». De cierto modo, Hans-Georg Gadamer
se inspiró en Arthur Schopenhauer, que cierta vez habría dicho que el texto es como la
palabra del Rey. Ella siempre viene antes y todos deben escucharla.
DISCRECIONALIDAD

9
Se trata de la principal característica del positivismo jurídico, apareciendo más ex-
plícitamente en el contexto del «descubrimiento» de la indeterminación del Derecho.
Eso se da, básicamente, cuando la razón es superada por la voluntad, es decir, la relación
entre la ley y la sentencia asume un aspecto completamente diverso. «La decisión del
caso concreto ya no depende de las racionales leyes de la lógica, sino de la voluntad del
juez» (Losano, 2010, p. 143).
Así, de la Escuela del Derecho Libre, pasando por la Jurisprudencia de Intereses,
por el normativismo kelseniano, por el positivismo moderado de Hart, por el positi-
vismo pos-hartiano hasta llegar a los autores argumentativistas, como Robert Alexy,
hay un elemento común: el hecho de que, en el momento de la decisión, siempre acaba
sobrando un espacio «no tomado» por la «razón»; un espacio que, necesariamente,
será colmado por la voluntad discrecional del intérprete/juez (no podemos olvidar que,
en ese contexto, voluntad y discrecionalidad son caras de la misma moneda). De hecho,
como bien afirma el positivista autodenominado ético o normativo, Tom Campbell:
«Un juez positivista no puede y no debe hacer juicios mecánicos cuando se depara con
normas vagas y ambiguas o con situaciones para las cuales no existe norma prevista.
Todos los positivistas han defendido juicios discrecionales, al menos como soluciones
“de los males el menor” (menos malos), que aún puede ser la mejor práctica cuando nos
enfrentamos con normas formalmente males o injustas» (1989, p. 34).
Ese factor también puede ser demostrado del siguiente modo: todas esas teorías
y propuestas metodológicas del siglo XX nada más hacen que superar el positivismo
exegético-primitivo. Ese es un punto absolutamente fundamental: no hay ninguna no-
vedad en afirmar que, en el momento de la decisión, el juzgador posee un discrecional
«espacio de maniobra»; o, justamente, que «ya no estamos bajo la égida del juez boca
de la ley»; finalmente, todos esos «descubrimientos» están presentes en la trayectoria
teórica que se desarrolla desde las primeras décadas del siglo XX. Es necesario estar
alerta para ciertas posturas típicas de ciertos «pos-positivismos», que pretenden co-
locar el rótulo de nuevo en cuestiones viejas, ya bastante desgastadas en esa periodo de
la historia, cuando vivimos un tiempo de constitucionalismo democrático. Es posible
percibir, en el ámbito de la doctrina y de la jurisprudencia brasileña, defensas vibrantes
58 Lenio Streck

de activismos judiciales para «implementar» y «concretizar» los derechos fundamen-


tales, todo eso siempre retornando al mismo punto: la idea de que, en el momento de la
decisión, el juez tiene un espacio discrecional en el cual puede moldear su «voluntad».
La discrecionalidad tiene relación directa con la «muerte del método». Es decir: el
hecho de no existir un método que pueda dar garantía a la «corrección» del proceso
interpretativo —denuncia presente, de hecho, ya en el octavo capítulo de la Teoría Pura
del Derecho, de Hans Kelsen— no autoriza al intérprete a escoger el sentido que más le
conviene, lo que sería provocar a la discrecionalidad y/o al decisionismo típico del mo-
delo positivista propugnado por el propio Hans Kelsen, no en aquello que él entiende
por Ciencia del Derecho, pero, sí, en aquello que él entiende como acto de voluntad que
el juez practica cuando decide. La «voluntad» y el «conocimiento» del intérprete no
constituyen un salvoconducto para la atribución arbitraria de sentidos y tampoco para
una atribución de sentidos arbitraria, que es consecuencia inexorable de la discrecio-
nalidad. Es necesario comprender la discrecionalidad como siendo el poder arbitrario
«delegado» en favor del juez para «llenar» los espacios de la «zona de penumbra»
del modelo de reglas. No se puede olvidar, aquí, que la «zona de incertidumbre» (o las
especificidades en que ocurren los «casos difíciles») puede ser fruto de una construc-
ción ideológica de ese mismo juez, que, ad libitum, aumenta el espacio de incertidum-
bre y, en consecuencia, su espacio de «discrecionalidad».
En ese sentido, la discrecionalidad, en el modo como ella es practicada en el De-
recho brasileño, acaba, en el plano del lenguaje, siendo sinónimo de arbitrariedad. Y
no confundamos esa discusión —tan relevante para la Teoría del Derecho— con la
separación hecha por el Derecho administrativo entre «actos discrecionales» y «actos
vinculados», ambos diferentes de los «actos arbitrarios». Se trata, sí, de discutir —o,
en verdad, poner en jaque— el grado de libertad dado al intérprete delante de la legisla-
ción producida democráticamente, con dependencia fundamental de la Constitución.
Y ese grado de libertad se acaba convirtiendo en un poder que no le es dado, ya que las
«opciones» escogidas por el juez dejaron de lado las «opciones» de otros interesados,
cuyos derechos quedaron a merced de una atribución de sentido, muchas veces derivado
de discursos exógenos, no debidamente filtrados en la conformidad de los límites im-
puestos por la autonomía del Derecho. No parece correcto traer el concepto de discre-
cionalidad administrativa para el ámbito de la interpretación del Derecho (discreciona-
lidad judicial). No se comprende la discrecionalidad interpretativa (o discrecionalidad
judicial) a partir de la simple oposición entre «acto vinculado» y «acto discrecional»,
pero, sí, teniendo como punto específico de análisis el fenómeno de la interpretación,
en el cual —y eso parece obvio— sería impropio hablar de vinculación. Ora, toda inter-
pretación es un acto productivo; sabemos que el intérprete atribuye sentido a un texto y
no reproduce sentidos en él ya existentes. Ha sido muy común aproximar —aunque de
forma equivocada— aquello que se menciona como discrecionalidad judicial de aquello
que la doctrina administrativa llama de acto administrativo discrecional. Hay aquí una
Diccionario de Hermenéutica 59

nítida diferencia de situaciones: en el ámbito judicial, el término «discrecionalidad»


se refiere a un espacio a partir del cual el juzgador estaría legitimado a crear la solución
adecuada para el caso que le fue presentado a juzgamiento. En el caso del administrador,
se tiene por referencia la práctica de un acto autorizado por la ley y que, por ese motivo,
se mantiene adscrito al principio de legalidad. O sea, el acto discrecional en el ámbito
de la administración solamente será tenido como legítimo si estuviera de acuerdo con la
estructura de legalidad vigente (de hecho, el contexto actual del Derecho administrati-
vo apunta hacia una circunstancia en que el propio concepto de acto discrecional viene
perdiendo terreno, principalmente en países que poseen, en su estructura judicial, un
tribunal específicamente administrativo).
Lo que se está tratando es aquello convalidado por la tradición de la Teoría del De-
recho, es decir, la experiencia interpretativa «conoce» un concepto de discrecionali-
dad, utilizado por Herbert Hart en su obra «The Concept of Law». Al enfrentar el
problema de la aplicación de la regla jurídica, Herbert Hart presenta la tesis de que en
el Derecho existe una «textura abierta». En ese punto aparece una diferencia evidente
con relación a la noción de discrecionalidad administrativa: en esta, el administrador
está autorizado por la ley a elegir los medios necesarios para la determinación de los
fines por ella establecidos, pero cualquier acto por él practicado podrá ser cuestionado
teniendo en consideración el principio de la legalidad; ya en la discrecionalidad judicial,
el juzgador efectivamente crea una regulación para el caso que, antes de su decisión, no
encontraba respaldo en el Derecho de la comunidad política.
El concepto de acto discrecional en el ámbito del Derecho Administrativo surgió
para dar legitimidad a la nueva estructura burocrática que emergía, en el siglo XIX, bajo
los contornos del Estado de Derecho Liberal. Los actos autoritarios de las experien-
cias despóticas anteriores necesitaban ser develados, y en su lugar se hacía necesaria una
construcción doctrinaria que establece un standard legítimo para los actos del Ejecutivo
en los moldes de la libertad formal-burguesa. Así surge el concepto de acto discrecional,
que aparece en aquel espacio en que la situación con la cual se depara el administrador
no podría ser regulada anticipadamente por una legislación cualquiera, no obstante
podría ser por ella prevista. Además de eso, el llamado «acto administrativo discrecio-
nal» siempre formó parte de la zona de autonomía del administrador, permaneciendo
tradicionalmente fuera del control jurisdiccional, al menos en términos «sustantivos».
Por lo tanto, la discrecionalidad, en su aspecto clásico, se revestía de una nítida fun-
ción de judicial self-restraint, determinando la esfera del acto de la administración en
la cual la Judicatura no podría intervenir. Se trata de un problema que permanece no
enfrentado por la doctrina administrativista brasileña: la insindicabilidad del mérito
administrativo. Como es sabido, los tribunales brasileños aún aplican la tesis clásica
que ubicaba a la discrecionalidad administrativa fuera del control jurisdiccional. Hay
muchas decisiones que continúan afirmando que la competencia constitucional de la
Judicatura permite apenas el control sobre la competencia, la forma, la finalidad, el
60 Lenio Streck

motivo y el objeto del acto administrativo discrecional, pero excluye definitivamente


cualquier control sobre la ejecución del acto, es decir, impide que la Judicatura apre-
cie el contenido de las decisiones tomadas por el administrador en el acontecer de la
ejecución del acto. Delante de eso, queda claro el motivo de la distinción entre «acto
vinculado» y «acto discrecional». Solo hay control judicial del contenido cuando el
acto administrativo fuera vinculado; en los casos del acto discrecional cabe a la Judica-
tura apenas el control de la forma, en los términos que ya especificamos anteriormente.
En el contexto actual, esa discusión gana relieve, en la medida en que poseemos una
Constitución compromisoria que también impone obligaciones al administrador. Si
en el acto administrativo discrecional es cierto que el administrador está libre de una
adherencia absoluta a la ley, no por eso su poder de elección puede desconsiderar el con-
tenido principiológico de la Constitución. Por lo tanto, el acto administrativo escapa
de un control de legalidad, no obstante permanece indispensable que él sea controlado
en su constitucionalidad.
De cualquier forma, en el poder discrecional de la administración siempre está en
juego una deferencia del legislador en favor del administrador. Vale decir, el acto dis-
crecional es autorizado legislativamente. Ocurre que, en el ámbito de la interpretación
judicial no nos encontramos delante de la misma situación. Aquí no hay una reglamen-
tación legal a ser discutida. Por el contrario, se presupone que ella inexiste. Así el juez
efectivamente creará una regla para reglamentar el caso a él presentado. En esos térmi-
nos, la situación de ilegitimidad mucho se asemeja al arbitrio del déspota en el sistema
administrativo anterior al Estado Liberal. O sea, lo que se llama de discrecionalidad ju-
dicial nada más es una apertura creada en el sistema para legitimar, de forma velada, una
arbitrariedad, no más cometida por el administrador, sino por la Judicatura. Sin embar-
go, la discrecionalidad no apenas permite una interpretación del texto de la Constitución
praeter legem, sino autoriza de forma indirecta una arbitrariedad, en la medida en que
aquello que fue «proporcionalmente» aplicado por la Corte no estaba previsto por
la Constitución. Véase, pues, la diferencia entre los «tipos de discrecionalidad», para
evitar malentendidos. La discrecionalidad judicial abre espacio para las arbitrariedades,
por eso es necesario entender más de cerca el problema implicando la crítica de Ronald
Dworkin al positivismo discrecional de Herbert Hart.
Ronald Dworkin habla de tres sentidos para el término discrecional: en un sentido
débil, en un sentido fuerte y en un sentido limitado. El sentido limitado ofrece pocos
problemas para su definición. Significa que el poder de elección de aquella autoridad
a la cual se atribuye poder discrecional es determinado a partir de la elección «entre»
dos o más alternativas. Se asemeja, por lo tanto, a la discrecionalidad administrativa.
A ese sentido, Ronald Dworkin añade la distinción entre discrecionalidad en sentido
débil y discrecionalidad en sentido fuerte, cuya determinación es mucho más compleja
que la discrecionalidad en sentido limitado. La principal diferencia entre los sentidos
fuerte y débil de la discrecionalidad reside, según Ronald Dworkin, en el hecho de que,
Diccionario de Hermenéutica 61

en su sentido fuerte, la discrecionalidad implica la incontrolabilidad de la decisión se-


gún un standard anticipadamente establecido. En ese caso, alguien que posea poder
discrecional en su sentido fuerte puede ser criticado, pero no puede ser considerado
desobediente. No se puede decir que él cometió un error en su juzgamiento porque este
está legitimado por la idea de discrecionalidad judicial.
Es en ese sentido fuerte de la discrecionalidad que Ronald Dworkin asienta su crí-
tica al positivismo hartiano cuando este afirma tener el juez un poder discrecional toda
vez que una regla clara y pre-establecida no esté disponible. O sea, según Ronald Dwor-
kin los standards jurídicos que no son reglas y son citados por los jueces no imponen
obligaciones a estos. Cuanto a la lección de Herbert Hart, Ronald Dworkin (1977, p.
135) afirma también: «Cuando el poder discrecional del juez está en juego, no pode-
mos decir más que él está vinculado a standards, sino debemos, en vez de eso, hablar
sobre los standards que él “típicamente” emplea».
En su crítica al poder discrecional, Ronald Dworkin afirma que en esos casos los
«standards que los jueces típicamente emplean» son, en verdad, principios que los
guían en sus decisiones y que los obligan en el momento de determinar cuál de las partes
posee derechos. Por eso, todo el tiempo la colocación del problema de la discrecionali-
dad judicial nos lleva, necesariamente, hasta Ronald Dworkin y su célebre debate con el
positivismo de Herbert Hart (así como el de Hans Kelsen, cuyo voluntarismo carga en
sus entrañas con la discrecionalidad judicial en el sentido fuerte).
Se esclarece que, en Brasil, la discrecionalidad va más allá del informado por Herbert
Hart y por la crítica de Ronald Dworkin. En cualquier «espacio» de sentido —vague-
dades, ambigüedades, cláusulas «abiertas», etcétera—, el imaginario de los juristas ve
un interminable terreno para el ejercicio de la subjetividad del intérprete. Cuando ese
«espacio» se presenta en dimensiones menores, el intérprete apela a los principios que
funcionan como «axiomas con fuerza de ley» o enunciados performativos con preten-
siones correctivas, haciendo zozobrar incluso el texto constitucional. Es posible afirmar,
con Danilo Pereira Lima (2014), que la discrecionalidad a la brasileña tiene relación
directa con el proceso histórico de formación del estado y de la sociedad, a partir de una
racionalidad patrimonialista.
Es decir, en Brasil, la discrecionalidad significa dos cosas: a) primero, un modo de
superar el modelo de Derecho formal-exegético (infelizmente, acaba no pasando de
eso); y b) segundo, una apuesta por el protagonismo judicial, considerado, así, una fata-
lidad (en el fondo, Hans Kelsen ya había pensado así en el Capítulo VIII de su «Teoría
Pura del Derecho»). Además, incluso la ponderación de Robert Alexy —que busca
minimizar la discrecionalidad, pues también la considera un problema, igualmente re-
conociendo ser esta inevitable para algunos casos— fue equivocadamente recepcionada
como un balanceamiento directo entre dos principios a ser resuelto por el arbitrio del
juzgador.
62 Lenio Streck

Por eso, la afirmación de que el «intérprete siempre atribuye sentido (Sinngebung)


al texto» ni de lejos puede significar la posibilidad de este estar autorizado a atribuir
sentidos de forma discrecional/arbitraria, como si texto y norma estuviesen separados
(y, por lo tanto, tuviesen «existencia» autónoma). En síntesis, la discrecionalidad no
puede ser justificada en la tesis de la «diferenciación con el concepto de arbitrariedad»
o en algo del tipo «discrecionalidad, sí; arbitrariedad, jamás». Ese argumento tan so-
lamente coloca la discusión en el plano de un positivismo que supera otro positivismo,
como si la discrecionalidad tuviese una legitimidad a priori, o sea, como si, para su-
perar la maldición del exegetismo (que «pegaba» texto y sentido del texto), pudiese
ser hecho un «desplazamiento» ad hoc, repristinando, tardíamente, el descubrimiento
hecho por el sujeto moderno.
Cuando se afirma que la discrecionalidad abre las puertas para la arbitrariedad es
justamente porque, tanto en una como en otra, el problema es el mismo, o sea, la falta
de control sustantivo. Se puede decir que el espacio de eso que se llama discrecionali-
dad es un espacio de «anomia» en el cual el intérprete pone el Derecho. Un ejercicio
simple puede ilustrar eso: ¿cómo podemos decir que un acto fue arbitrario y que otro
fue apenas «discrecional»? En el fondo, esa es una distinción puramente abstracta,
separada del contexto concreto en que se da la decisión, vale decir, la caracterización de
una decisión como arbitraria o discrecional ya es una elección discrecional (¡o, por qué
no, arbitraria!).
En esta línea, Tomás-Ramón Fernández hace una importante crítica a la discrecio-
nalidad judicial, afirmando que el juzgador no es libre, tampoco absoluto. En sus pala-
bras, afirma que no hay espacio para la discrecionalidad a la «[…] hora de seleccionar la
norma aplicable, ni de fijar su alcance concreto, ni tampoco la tiene en lo que se refiere
al tema que ahora se trata, para escoger entre la versión de los hechos que le ofrezca el
demandante o la acusación y la versión contrapuesta que presentan el demandado o el
acusado, o cualquier otra parte. El juez no es libre en absoluto para escoger si existe o no
relación entre los medios de prueba utilizados por las partes y los hechos sobre los cuales
se discute, ni tampoco si un hecho debe o no ser considerado probado, ni para escoger
entre los que efectivamente hayan sido aquellos que realmente fueron relevantes para
la decisión de la controversia, ni para dar una relevancia u otra distinta a los escogidos,
ni para pasar o no de un hecho de posible eficacia probatoria que no es en sí mismo
constitutivo del thema probandum a otro distinto que es lo que se trata de demonstrar
que efectivamente se produjo, etc., como, desde luego, lo es para designar al defensor
del menor a cualquier pariente o a un extraño para escoger las medidas cautelares que
considere convenientes, o para modelar la responsabilidad del mandatario o la duda
generada por un juego o apuesta lícita» (2005, p. 93).
La búsqueda de la superación de la discrecionalidad, por medio de la tesis de la
respuesta correcta dworkiniana, que es antes de todo una metáfora, o de la respuesta
constitucionalmente adecuada ya trae un beneficio democrático, pues antes de todo lo
Diccionario de Hermenéutica 63

que importa es la tentativa. Para las corrientes más contemporáneas del iuspositivismo,
tanto exclusivista como la inclusivista, la discrecionalidad judicial continúa presente
como una de las características básicas del sistema jurídico.
Como consecuencia de la tesis de las fuentes sociales, el Derecho tendría límites
(más o menos) precisos, así, al final de estos sería abierta la posibilidad para un juicio
discrecional. Para los exclusivistas, el Derecho se presentaría como un sistema normati-
vo abierto que para colmar lagunas haría uso de reglas/principios no-jurídicos, siendo
este el espacio de la creación judicial, o sea, de la discrecionalidad. Diferentemente, para
los positivistas inclusivistas, cuando el Derecho hace uso de criterios extra-jurídicos que
incorporó, como los criterios morales, no regulando de un modo claro y preciso las
conductas por ellos comprendidas, la discrecionalidad judicial sería inevitable. La dife-
rencia es que para los exclusivistas esta incorporación es rechazada, y por eso su uso ya
sería un ejercicio discrecional; y para los inclusivistas igualmente reconociéndola aún
así entienden que esta puede ser insuficiente para promover una determinación previa
absoluta. Percibimos, entonces, que para ambas corrientes, la discrecionalidad sería una
consecuencia de los límites semánticos del Derecho, sea debido a la indeterminación
o delante de anomias. En este sentido, Wilfrid Waluchow (2007, pp. 245-246) afirma
que no sería incompatible con el positivismo afirmar la existencia de respuestas correc-
tas en cuestiones que implican moralidad, sino también reconocer que muchas veces se
hacen necesarios los juicios discrecionales.
Ronald Dworkin hace una certera crítica a Joseph Raz y que puede auxiliar para la
comprensión del problema que representa el poder discrecional. En «Taking rights se-
riously», Ronald Dworkin (1977, pp. 364-368) afirma que Joseph Raz aparentemente
piensa que si un juez no tiene certeza sobre si debe decidir a favor del demandado o del
demandante, entonces se sigue que él debe tener claridad de que tiene discrecionalidad
para decidir a favor de uno o de otro. Yo solo puedo pensar en dos argumentos para
apoyar esa conclusión extraordinaria. El primero depende de la premisa de filosofía mo-
ral de que los deberes no pueden ser controvertidos prima facie. Joseph Raz acepta esa
premisa, porque argumenta a partir del hecho de que los jueces pueden discordar sobre
principios, y particularmente sobre sus pesos, para la conclusión de que los jueces deben
poseer discrecionalidad en el sentido que niego. Es decir, un non sequitur a menos que
aquella premisa sea verdadera, pero no tenemos razones para suponer que así sea, con-
cluye Ronald Dworkin.
A partir de lo que yo establezco en la Crítica Hermenéutica del Derecho, es posible
afirmar que el punto central reside en el modo cómo los positivismos entienden el len-
guaje. Por no haber asimilado el giro-ontológico lingüístico, no consiguen comprender
que el lenguaje no es una herramienta, una tercera cosa entre sujeto/objeto. Al contra-
rio, es condición de posibilidad, de acceso al mundo, lo que se da en una experiencia
compartida/inter-subjetiva. Así, al fin y al cabo, reconocer la discrecionalidad es negar
64 Lenio Streck

la tradición, la historia institucional/efectual, que posibilitan la comprensión de los


sentidos jurídicos.
La discusión de la discrecionalidad implica la relación Derecho y Moral y el modo
cómo la Teoría del Derecho enfrenta esa problemática. Hay varios modos de eso acon-
tecer. En el plano de las prácticas jurídicas, en Brasil el constitucionalista y juez del
Supremo Tribunal Federal brasileño, Luís Roberto Barroso, puede ser considerado el
protagonista de una incorporación que fragiliza sobremodo la autonomía del Derecho,
tornando la propia ley e incluso la Constitución como rehenes de discursos correctivos
a base de elementos morales, políticos y económicos, con énfasis en la primera forma.
Esa característica presente en esa forma de argumentativismo del Ministro del Su-
premo Tribunal Federal brasileño, Luís Roberto Barroso simboliza un trazo fuerte de
la dogmática jurídica brasileña. En términos de análisis epistémico, eso aproxima la
posición de Luís Roberto Barroso a aquello que puede ser denominado de elemento
decisionístico presente en la teoría kelseniana. Es posible decir que la actuación del juez
kelseniano es similar al del juez Luís Roberto Barroso. O sea, ambos concuerdan en
relación al modo cómo los jueces juzgan —ellos consideran que el juez practica un acto
de voluntad (o de valor)—, pero discordan en la pregunta qué es el Derecho. Para Hans
Kelsen, el Derecho, como ciencia, no incorpora ningún elemento moral; ya para Luís
Roberto Barroso y los neo-constitucionalistas argumentativistas brasileños, el Derecho
incorpora, sí, elementos morales.
Si ese raciocinio es correcto, entonces la discusión principal sobre la discreciona-
lidad no es «cuál es el concepto de Derecho» o «cuál es la relación entre Derecho y
Moral», pero, sí, si hay posibilidad de producir juicios morales objetivos o no. Y, en
caso positivo, en qué grado, contexto, etc. Si la respuesta es «no» —y esta respuesta
probablemente representa la posición de ambos—, entonces la discusión sobre si los
elementos morales integran el concepto de Derecho no modifica en nada la discusión
sobre cómo debe ser la actuación práctica de los jueces, pues ellos pueden valerse de
conceptos morales en las decisiones judiciales para practicar discrecionalismos, estando
la Moral integrada en el concepto de Derecho (Luís Roberto Barroso) o no estando
(Hans Kelsen). El elemento «discrecionalidad» será el eslabón entre posiciones apa-
rentemente discrepantes.
Tanto Luís Roberto Barroso admite la discrecionalidad y la incorporación descrite-
riosa de elementos morales que afirma que los casos simples se resuelven por subsunción
y los casos difíciles por el papel de los principios, que serían la puerta de entrada de los
valores en el Derecho. Ya Hans Kelsen no se preocupa con esa incorporación que el juez
pueda hacer, porque su teoría es pura con relación a la Ciencia del Derecho e impura
con relación al Derecho propiamente dicho.
Ambos, de todos modos, están distantes de las tesis del positivismo inclusivo. Luís
Roberto Barroso (y todos los que creen en las tesis de la moralización del Derecho) in-
Diccionario de Hermenéutica 65

corpora los elementos morales sin la preocupación de los incorporacionistas del positi-
vismo inclusivo; Hans Kelsen obviamente nada tiene que ver con eso, porque es un po-
sitivista de otra cepa, generalmente denominado de positivismo normativista (que no
puede ser confundido con aquello que se denomina de positivismo normativo, del estilo
de positivismo sustentado por Jeremy Waldron). En otras palabras, la discrecionalidad
puede surgir tanto en el positivismo jurídico como en corrientes que se autodenominan
contrarias a esa postura. El poder discrecional, en síntesis, es una «autorización» para
el juez actuar como «legislador intersticial». Y eso no es democrático, en el plano de
cualquier teoría contemporánea (Madalena, 2016). En ese sentido, Georges Abboud
(2014, pp. 483-484) acentúa que, diferentemente de lo que preceptúa gran parcela de
nuestra doctrina, discrecionalidad y Derecho no cohabitan el mismo espacio, al final,
cuando admitimos el uso de la decisión discrecional, automáticamente, afirmamos que
esa decisión podrá ser pautada por criterios no jurídicos.
ESQUEMA SUJETO-OBJETO (S-O)

10
Desde el siglo XIX, el drama del jurista viene siendo la búsqueda de la superación de
los diversos positivismos que se formaron en el devenir de las décadas. Al final, las diver-
sas formas de positivismo contienen un problema común: la discrecionalidad. Aunque
algunos positivistas intenten negar ese aspecto —como los positivistas normativos o posi-
tivistas éticos (ver el término «Positivismo Jurídico»)—, al fin y al cabo la decisión queda
desprotegida y el juez acaba por poder disponer de juicios morales (por decir lo mínimo).
Sin embargo, no es posible alcanzar esa desiderata sin una inmersión en la filosofía.
Consecuentemente, no parece posible superar los diferentes tipos de positivismo o, ac-
tualmente, los voluntarismos de cuño pragmaticista y escéptico, sin hacer una ruptura
con el esquema sujeto-objeto (S-O), proprio de la modernidad. Con eso es posible en-
tender el modo cómo la discrecionalidad y el positivismo pos-kelseniano buscan cerrar
las lagunas de racionalidad —o, en el límite, ausencia de racionalidad— por una meto-
dología teleológicamente dependiente del sujeto que concretiza el acto, lo que los arroja
a los brazos de la filosofía de la consciencia, indisociablemente dependiente del subje-
tivismo moderno o, si quisiéramos, del sujeto solipsista. Podemos llamar a eso como
el fenómeno del privilegio cognitivo del juez (PCJ). No es para menos que el discurso
jurídico contemporáneo, aunque pasados ya más de cien años desde el auge del solip-
sismo propugnado por Oskar von Bülow, continúe apostando en el desplazamiento del
polo de poder de la atribución de sentido en favor del juez. Sin embargo, incluso Oskar
von Bülow afirmaba que los adeptos del Derecho Libre estaban equivocados, porque
ni siquiera para él, Oskar von Bülow, el juez podía dejar de aplicar la ley colocando en
su lugar su sentimiento personal (1885; 1906). Hay varias formas de ser detectado el
esquema sujeto-objeto (S-O). Él aparece a partir de la defensa de diversas tesis, como el
poder discrecional judicial, el libre convencimiento, la libre apreciación de la prueba y
jergas como «el juez decide conforme su consciencia», la sentencia viene de sentire, etc.
Todo fundado en el privilegio cognitivo del juez (PCJ). No sorprenden, por lo tanto,
las protestas de algunos sectores de la comunidad jurídica delante de la eliminación del
libre convencimiento del Código de Proceso Civil brasileño aprobado en 2015.
La apropiada comprensión del esquema sujeto-objeto (S-O) depende de un enten-
dimiento profundo sobre el papel de los paradigmas filosóficos en cualquier reflexión
68 Lenio Streck

que se pretende hacer sobre Teoría del Derecho. En ese sentido, es importante destacar
los límites de la metafísica onto-teo-lógica (Stein, 2014), ya sea en su versión clásica o
moderna, a lo largo de toda la tradición filosófica. Si en la metafísica clásica el sentido
estaba en el objeto (adeaquatio intellectum et rei), como consecuencia del dualismo pla-
tónico, en el cual el conocimiento de los objetos y de los fenómenos dependía del acceso
a otro plano, el mundo de las ideas y la búsqueda de las esencias; en la metafísica moder-
na, el sentido fue hacia la subjetividad del proprio sujeto —el sujeto de la consciencia de
sí del pensamiento pensante—, que se torna responsable por construir su propio objeto
de conocimiento. De ahí que afirmar, con Immanuel Kant, salimos de un «conoci-
miento metafísico», proprio de los griegos y medievales, para hacer una «metafísica
del conocimiento», fundada en la filosofía de la consciencia (Stein, 2002, pp. 73-77).
La virada en dirección a la superación del esencialismo y del universalismo (me-
tafísica clásica) —aunque tenga ese componente nominalista innegable— pasa por la
ruptura con el realismo (filosófico), cuando el esquema sujeto-objeto (S-O) sufre una
transformación: surge así la subjetividad asujetadora de las cosas, con el nacimiento del
sujeto que dominará la modernidad, atravesando el siglo XX y llegando al siglo XXI
aún fortalecido, principalmente en el campo del Derecho. En ese nuevo paradigma, los
sentidos pasan a estar en la mente (filosofía de la consciencia). Es el principio epocal
cartesiano, denominado cogito; y, consecuentemente, el yo transcendental kantiano, el
absoluto hegeliano y el ápice de la metafísica moderna: la voluntad de poder (Wille zur
Macht) de Friedrich Nietzsche, en que el trazo fundamental de la realidad es la volun-
tad de poder. Y toda corrección debe ser ajustada en relación a la voluntad de poder.
La Teoría del Derecho tal vez no se haya dado cuenta, hasta ahora, de la relación de
la voluntad de poder nietzscheana con la «interpretación como voluntad de poder»
puesta por Hans Kelsen en el plano de la decisión judicial. El esquema sujeto-objeto (S-
O) significa la superación del proyecto que busca en la filosofía un fundamento para el
conocimiento a partir del discurso en que impera la idea de juicio, la idea de síntesis en
la subjetividad en que se fundaría el enunciado. Martin Heidegger introdujo, para eso,
una distinción entre el discurso explicitador, el discurso manifestativo, que denomina
apofántico, y el discurso subterráneo, que acontece simultáneamente como discurso
apofántico y que el filósofo denomina de dimensión hermenéutica. Sin el elemento
apofántico, no se daría, entretanto, lo que podemos designar como el discurso her-
menéutico. Este representa la estructura básica, que, desde siempre, sustenta cualquier
tipo de enunciado que puede ser verdadero o falso. Esa idea heideggeriana, sin ninguna
duda, prosigue la cuestión de su paradigma. Con eso, Martin Heidegger ya enuncia la
introducción de una crítica al pensamiento objetificador que domina la metafísica. Eso
representa el germen del proceso de desconstrucción que está presente en su idea de
destrucción de las ontologías de la tradición (Stein, 2000, p. 47).
En el ámbito del Derecho, la problemática de la insistencia en el esquema sujeto-ob-
jeto (S-O) es más visible entre los juristas inmersos en el sentido común teórico, porque
Diccionario de Hermenéutica 69

sus trabajos reflejan actitudes sincretistas. Hay una constante búsqueda del «correcto
sentido de la norma» (en un análisis autosuficiente, que prescinde de la diferencia on-
tológica), un sentido «dado», un «sentido en sí», en fin, una especie de «sentido pri-
mevo fundante». Pero, atención, porque, al mismo tiempo, se forjó un imaginario en
el interior del cual, bajo el pretexto de superar la figura del juez boca de la ley, prototipo
del juez del positivismo primitivo exegético sintáctico, se pasó a apostar por el prota-
gonismo judicial, a partir del privilegio cognitivo del juez (PCJ). Eso sustenta posturas
que entienden que la sentencia vendría de sentire y que las decisiones serían proferidas a
partir de la consciencia del juez, sin constreñimientos externos (ver el término «Cons-
treñimiento Epistemológico»). Finalmente, el triunfo del juez solipsista, que coloca al
sujeto de la relación sujeto-objeto (S-O) como el «señor de los sentidos».
O sea, del objetivismo (adecuacionismo heredero de la metafísica clásica) los juristas
saltan rápidamente hacia el subjetivismo. Del juez boca de la ley corren en dirección al
voluntarismo. Debe registrarse que, en la mayor parte de los casos —principalmente en
el ámbito del sentido común teórico de los juristas— ocurre una fusión de los paradig-
mas aristotélico-tomista con las concepciones basadas en el paradigma epistemológico
de la filosofía de la consciencia. En ese contexto, discutir la discrecionalidad signifi-
ca discutir las condiciones de posibilidad de la permanencia o superación del esquema
sujeto-objeto (S-O). Los defensores de la discrecionalidad fundamentan el discurso en
el esquema sujeto-objeto (S-O), en lugar de darse cuenta de la relevante circunstancia
de que el discurso del sujeto de la relación sujeto-objeto (S-O) se funda en un elemento
que condiciona la posibilidad de la vinculación entre el sujeto y el objeto, que es el dis-
curso de la pre-comprensión, de la anticipación, del comprender, que es —y sustenta—
nuestro modo práctico de ser en el mundo, que desde siempre es la base en la cual todo
el discurso (enunciativo, asertórico) se fundamenta.
En el campo jurídico, las prácticas hermenéutico-interpretativas vigentes/hegemó-
nicas en el ámbito de la operacionalidad —incluyendo la doctrina y jurisprudencia—
aún están presas en la dicotomía sujeto-objeto (S-O), carentes y/o refractarias al viraje
ontológico-lingüístico ocurrido contemporáneamente, en que la relación pasa a ser
sujeto-sujeto (S-S). Infelizmente, en la teorización del Derecho el lenguaje aún tiene un
carácter secundario, una tercera cosa que se interpone entre el sujeto y el objeto, final-
mente, una especie de instrumento o vehículo conductor de «esencias» y «correctas
exégesis» de los textos legales.
O, en el otro extremo del problema, bajo el pretexto de la superación de las posturas
objetivistas, se ve el surgimiento de las diversas teorías que apostan por el protagonismo
judicial, ya que la decisión judicial, para estas corrientes, aún es colocada como produc-
to de la consciencia del magistrado. Arthur Kaufmann (2004, p. 154), frente al esquema
sujeto-objeto (S-O), acentúa que, en la medida en que no existe adecuación entre un
sujeto cognoscente y el objeto (la cosa) por el cual se pueda tener alguna garantía obje-
tiva en la decisión judicial, solo existe un modo de salir de esa aporía: la construcción de
70 Lenio Streck

una racionalidad inter-subjetiva, que será, así, la garantía del Derecho para no sucum-
bir delante del subjetivismo de ese sujeto cognoscente. Muestra, así, en este punto, una
aproximación con los presupuestos de la fenomenología hermenéutica.
Cabe registrar, de ese modo, que las posturas que apuestan por el protagonismo
judicial o por la discrecionalidad buscan cerrar las lagunas de racionalidad —o, en el lí-
mite, la ausencia de racionalidad— por una metodología teleológicamente dependiente
del sujeto que concretiza el acto. Igualmente un mirar externo como el practicado por el
positivismo exclusivo acaba dependiendo del esquema sujeto-objeto (S-O) cuando dis-
pone de la discrecionalidad. Así, una Teoría del Derecho preocupada por la democracia
y por la superación de los diversos tipos de protagonismos —que siempre dependerá del
poder discrecional— solamente puede ocurrir por medio de la ruptura con el esquema
sujeto-objeto (S-O) introducido por la filosofía de la consciencia.
Colocar el locus del sentido en la cosa-objeto (ley) o en el sujeto (intérprete) es su-
cumbir a la superada dicotomía sujeto-objeto (S-O). Decir que el sentido está en la ley
o sustentar que aquello que el legislador quiso decir es más importante que aquello que
«él dijo», no resiste una discusión filosófica. Del mismo modo, no pasa de una vulgata
de la filosofía de la consciencia decir que es el intérprete quien establece el sentido según
su subjetividad. Lo que puede ser relevante es, exactamente, desmontar las estructuras
de las posturas que sustentan los voluntarismos interpretativos. Es en ese sentido que
ocurre un salto en la discusión acerca del sentido de un texto jurídico.
Por eso, en la era del Constitucionalismo Contemporáneo, sustentar la importancia
de los límites semánticos de la Constitución y, en consecuencia, evaluar la validez de
las leyes en conformidad con la Constitución constituye, sí, un efectivo avance en el
plano hermenéutico. No se trata, obviamente, de un retorno a cualquier postura exege-
tista operante en el pasado y tampoco elaborar un mirar externo moralmente distante
del objeto/ley. Defender, hoy, los límites hermenéuticos («mínimo es» textual) de la
Constitución —en aquello que entendemos por «límites» en el plano hermenéutico,
es claro— no significa «objetivismo». Hasta porque «objetivismo» no es lo mismo
que «objetividad». En ese sentido, es importante que quede claro que, si el Derecho
tiene un sentido interpretativo, un texto jurídico (ley, Constitución) no posee un sen-
tido meramente analítico. Un texto solo existe en su norma, para reproducir la clásica
asertiva de Friedrich Müller y ratificar la adaptación de la diferencia ontológica entre
texto y norma que vengo haciendo hace más de una década (2014a). Por eso, no tiene
sentido en sí. Consecuentemente, no hay conceptos sin cosas. Y no hay respuestas antes
de las preguntas. No hay «normas generales» que contengan los sentidos de forma an-
ticipada. Estos solamente acontecen de forma aplicativa. De ahí la noción de applicatio.
Por ella, queda superado el esquema sujeto-objeto (S-O), sea en el plano «clásico»
entre «voluntad de la ley» y «voluntad del legislador», sea en el plano filosófico. Por
lo tanto, sin la dicotomía sujeto-objeto (S-O) y superados los dualismos propios de la
Diccionario de Hermenéutica 71

tradición metafísica onto-teo-lógica, el intérprete, al interpretar, solamente lo hace o


puede hacerlo a partir de los pre-juicios oriundos de la tradición, en la cual está arrojado.
No hay más un sujeto (intérprete) aislado, contemplando el mundo y definiéndolo
según su cogito. Hay, sí, una comunidad de sujetos en interacción, que supera los siglos
de predominio del esquema sujeto-objeto (S-O). Finalmente de tercera cosa que se in-
terpone entre un sujeto y un objeto, el lenguaje, pasa a ser condición de posibilidad. Y,
más allá de los objetivismos y subjetivismos presentes en la metafísica onto-teo-lógica,
la hermenéutica filosófica abre un nuevo espacio para la comprensión del Derecho.
Es necesario comprender, finalmente —y la lección es de Ramón Rodrigues (2010)
y Martin Heidegger (1961)—, que la subjetividad originaria del esquema sujeto-objeto
(S-O) coloca los límites y las condiciones en que alguna cosa puede «venir a la objeti-
vidad», finalmente, en que algo pueda venir a ser comprendido. En el esquema sujeto-
objeto (S-O), lo real, finalmente, aquello que es posible definir como real, es concebi-
do en la medida del sujeto-intérprete. Él —el sujeto— es el centro decisorio. Dice el
mundo a partir de su lenguaje privado. El sujeto moderno y el esquema sujeto-objeto
(S-O) en el cual está asentado son el núcleo del autoritarismo. De ahí que el humanis-
mo, al que la filosofía de la subjetividad, esquema sujeto-objeto (S-O), abre espacio,
no es simplemente una actitud moral o ideológica, pero, sí, una metafísica de la época
moderna, porque es, ella misma, la subjetividad, el fundamentum inconcussum. Las con-
secuencias para el Derecho son inconmensurables. Constituciones y leyes aprobadas
democráticamente pueden, simplemente, desaparecer a partir del privilegio cognitivo
del juez (PCJ). Por eso autores como Jürgen Habermas, Niklas Luhmann, Hans-Georg
Gadamer, Martin Heidegger y Ronald Dworkin —y, particularmente, la Crítica Her-
menéutica del Derecho— por hablar apenas de estos, luchan (lucharán) tanto buscan-
do la superación del autoritarismo del sujeto moderno. Sin el control de ese privilegio
cognitivo, no hay democracia.
FACTICIDAD

11
Entre las pre-lecciones del semestre de verano de 1923, Martin Heidegger escribe un
texto intitulado «Ontología. Hermenéutica de la Facticidad». En él, el filósofo trata
el modo práctico como lidiamos con el mundo a nuestro alrededor, sin preguntarnos
siempre el porqué, o sea, que ya estamos inmersos en el mundo que no depende de
la subjetividad del sujeto. En ese momento, Martin Heidegger introduce la facticidad
en la filosofía y la arroja a un súbito comienzo: la vida, la propia existencia humana.
Eso significa que no es necesario elaborar un gran sistema filosófico de cuño idealista o
transcendental para captar la comprensión humana en su radicalidad. Eso porque, con
Martin Heidegger, comprender ya siempre, y antes de cualquier cosa, es vida fáctica. Es
facticidad (Stein, 2011).
A partir de «Ontología. Hermenéutica de la Facticidad», la hermenéutica, hasta
entonces utilizada exclusivamente para la interpretación de textos, pasa a tener como
«objeto» otra cosa: la facticidad. Pero, ¿qué es la facticidad? Para explicar el giro onto-
lógico de Martin Heidegger, podemos decir que el filósofo asigna al hombre el nombre
de «Ser-ahí» y que su modo de ser es la existencia. Sin embargo, este ente —que somos
nosotros—, llamado «Ser-ahí», es el que él ya fue, o sea: su pasado. Podemos decir
que eso representa aquello que desde siempre nos atormenta y que está presente en las
preguntas: ¿de dónde venimos? ¿Hacia dónde vamos? La primera pregunta nos remite
al pasado; la segunda, al futuro. El pasado es el sello histórico imprimido en nuestro ser:
facticidad; el futuro es el tener que ser que caracteriza el modo de ser del ente que somos
(«Ser-ahí»): existencia. Por lo tanto, la hermenéutica es utilizada para comprender el
ser (facticidad) del «Ser-ahí» y permitir la apertura del horizonte hacia el cual él se
encamina (existencia). Aquello que tenía un carácter óntico, volcado hacia los textos,
asume una dimensión ontológica, buscando a la comprensión del ser del «Ser-ahí».
Antes de Martin Heidegger, pensar significaba relacionar, o sea, colocar alguna cosa
en determinada relación y sobre ella hacerse una afirmación que se llama juicio. El pen-
samiento avanzaba de una relación a otra y de un juicio a otro. No obstante, la nueva
experiencia introducida por Martin Heidegger indicó que pensar significa mostrar, es
decir, provocar que algo se muestre. Así, a partir de 1923, Martin Heidegger ofrece el
primer análisis exhaustivo de una articulación categorial que llamó de vida factual, don-
74 Lenio Streck

de la cuestión de la facticidad representa la vía a través de la cual únicamente es posible


y necesario responder la pregunta sobre el ser.
En el momento en que ocurre ese acortamiento hermenéutico en la tradición fi-
losófica, su tarea se coloca apenas donde está el hombre arrojado en la precariedad de
su existencia (Stein, 1988). El espacio de la filosofía se torna, entonces, el espacio de la
facticidad. Por eso, la tarea de Martin Heidegger será la de analizar esa facticidad no
a partir de una teoría o de una dialéctica, sino de una hermenéutica. Y ese es el corte
monstruoso con la tradición metafísica occidental. Hermenéutica de la facticidad es la
expresión que en el fondo significa que la interpretación del mundo es la interpretación
de la condición fáctico-existencial del ser humano, sumándose a eso la circunstancia de
que la facticidad también incorpora todos los elementos históricos y culturales en los
cuales estamos enraizados. En la hermenéutica, todos esos elementos entran en conside-
ración y con eso se produce una ruptura fundamental en la filosofía.
Eso puede ser verificado en los casos en que existe la frustración de los análisis me-
ramente lógicos sobre la realidad, en la medida en que en determinado momento del
abordaje de ciertas cuestiones nos damos cuenta de que necesitamos «hacer una in-
terpretación». Y es justamente en este momento en que la facticidad se coloca como
elemento intransponible, como algo que supera la objetividad de la lógica, o, en el caso
de los textos, de la semántica (Stein, 2010, p. 74). Por esa razón, la hermenéutica de la
facticidad, introducida por Martin Heidegger, es aquello que va a substituir la tentativa
clásica del subjetivismo moderno de hacer la construcción de una racionalidad filosó-
fica para explicar el conocimiento. En la medida en que el hombre se pregunta por
las condiciones de posibilidad de la comprensión, significa que en ese momento él ya
comprendió el mundo de alguna forma, y por eso ya habita un mundo fáctico del cual
no puede escapar.
La facticidad se relaciona con la singularidad. No hay «cosas en general». No exis-
ten conceptos levitando para después encajarse con los entes del mundo concreto. Los
sentidos se dan delante de la facticidad. Podemos decir, ilustrativamente, que una radio
aumenta las posibilidades de saber sobre el mundo, pero la facticidad limita que usted
sintonice dos estaciones al mismo tiempo, por ejemplo. Es la limitación impuesta por la
facticidad. Por eso que Martin Heidegger (2002) va a decir que no hay un «Lagarto en
general», sino siempre un específico lagarto. Del mismo modo, no hay textos jurídicos
que abarquen de antemano todas las hipótesis de aplicación. No hay universalidades
que contengan todos los sentidos. Los sentidos se dan en la facticidad.
Es necesario tener claro que la pregunta por el sentido del texto jurídico es una pre-
gunta por el modo cómo ese sentido (ser del ente) se da, el cual es, por el intérprete que
comprende ese sentido. Por eso, la hermenéutica es existencia, es interpretar el mundo a
partir de la facticidad. Es vida. El intérprete no es un outsider del proceso hermenéutico,
del mundo vivido. Hay un ya siempre comprendido en todo proceso de comprensión.
Diccionario de Hermenéutica 75

En el cuento está el cuentista, o de otra forma, el mensajero ya viene con el mensaje,


como siempre recordó Martin Heidegger en varios libros y textos. Y la importancia de
esa cuestión está en el hecho de que el nuevo paradigma instituido por el Estado De-
mocrático de Derecho proporciona la superación del Derecho como un sistema única-
mente de reglas, posibilitando la introducción de principios con índole constitucional
—producidos democráticamente— que representan la efectiva posibilidad de rescate
del mundo práctico (facticidad) al Derecho hasta entonces negado por el positivismo.
En una palabra: el positivismo —entendido lato sensu— puso a disposición de la
comunidad jurídica al «Derecho como un sistema de reglas». Pero la consecuencia de
eso es que la facticidad (el mundo práctico) quedaba fuera del ex surgir del Derecho,
limitándolo a conceptos generales que serían aplicados por subsunción a las hipótesis
concretas. Lo que acaba siendo olvidado por el positivismo es que antes de cualquier
raciocinio subsuntivo-deductivo, el hombre ya comprende la situación en la cual se
encuentra a partir de su enraizamiento en el mundo práctico, en la facticidad, en una
dimensión que no es traducible por reglas de argumentación. No se trata, por lo tanto,
de un elemento que esté a nuestra disposición y tampoco de lejos puede ser confundido
con «visiones de mundo», «subjetividades» o «presupuestos ideológicos».
FILOSOFÍA DE LA CONSCIENCIA

12
En la modernidad, la metafísica recibió el nombre de teoría del conocimiento, lo que
se conoce también como paradigma epistemológico de la filosofía de la consciencia, y
como característica tiene la permanencia del olvido de la diferencia ontológica entre ser
y ente, concepto central en la obra heideggeriana. La filosofía de la consciencia tiene
directa relación con el sujeto del esquema sujeto-objeto (S-O). Ese sujeto es una cons-
trucción moderna. Ni en los sofistas ni en los nominalistas es posible encontrar al sujeto
del modo como él fue concebido en la Modernidad, aunque Hegel, en la «Introduc-
ción a la Historia de la Filosofía», acentúe una dimensión positiva en el pensamiento
sofístico, comenzando por ellos la emergencia de rasgos de subjetividad, una vez que el
hombre pierde el miedo delante de la tradición y ya no más acepta algo sin antes some-
terlo a la crítica (Oliveira, 2006, p. 26). Entretanto, stricto sensu, hay un consenso de que
es con René Descartes que inicia la modernidad en el sentido filosófico-paradigmático.
La filosofía de la consciencia altera profundamente la concepción objetivista (realismo
filosófico) de mundo presente en la metafísica clásica. Contra el «mito de lo dado»,
la razón humana se instaura, pasando los sentidos a no estar más en la substancia de las
cosas, sino en la mente del sujeto.
René Descartes, el primer pensador de la metafísica moderna, pregunta por el usus
rectus rationis, o sea, facultatis indicandi, por el correcto uso de la razón, es decir, de la
capacidad de juzgar. En el «Discurso del Método», René Descartes (1996) introduce
la cuestión del método, en que este pasa a ser el supremo momento de la subjetividad y
de la posibilidad de la certeza. Se trata de la indubitabilidad de la verdad: pienso, luego
existo (cogito ergo sum). Es la base individualista (véase, una vez más, cómo el sujeto
solipsista es una invención de la modernidad) de la indagación filosófica de René Des-
cartes que constituye su aspecto más relevante, como una especie de iniciación filosófica
de la era moderna.
Finalmente, a partir de René Descartes, con la máxima del cogito ergo sum, toda la
consciencia acerca de las cosas y del ente en su totalidad acaba reportada a la autocons-
ciencia del sujeto humano, tenido este como fundamento firme de toda la certeza. Con
eso, la certeza de la realidad es proyectada como una objetividad concebida por el sujeto
moderno (cartesiano), exactamente como aquello que es arrojado y mantenido en opo-
78 Lenio Streck

sición a él. En una palabra, la «realidad de lo real» es el haber sido representado por el
sujeto representador y para este, y justamente por eso es que en la Modernidad es donde
surge el paradigma de la filosofía de la consciencia.
En este momento, el método se coloca como la respuesta a la pregunta sobre «cómo
encontrar el camino seguro para la verdad», derivado de la seguridad fija de la certeza
del sujeto moderno que piensa. Este método no debe ser concebido únicamente bajo
la visión metodológica, o sea, como modo de investigación y de averiguación, sino en
la condición de un camino que busca una esencial determinación de la verdad, pasible
de fundamentación por medio de la simple capacidad racional-individual del hombre.
Por eso, el cogitare en René Descartes es traer algo para sí, presentar para sí algo que
es representable, lo que apenas es posible por medio de la aprehensión, del asujetamien-
to, de modo que este mismo cogitare coloca a sí mismo aquello que no admite más nin-
guna duda acerca de qué es, y cómo es. Dentro de este paradigma es que se torna posible
la certeza de sí del pensamiento pensante, o sea, la prevalencia del sujeto moderno, que
posee la capacidad de conocer por completo y asujetar el mundo que lo circunda. La
subjetividad es instauradora del mundo.
Algún tiempo más tarde, pero aún en el paradigma moderno de la filosofía de la
consciencia, aparece el yo pienso (Ich denke) en Immanuel Kant, una nueva formulación
de la metafísica moderna como el punto último de fundamentación de la realidad. Aquí
es que el sujeto moderno (Sub-iectum) pasa a ser aquello que subyace, lo que implíci-
tamente se encuentra en la base de todo el conocimiento. Véase que, en esa línea de la
introducción y del lugar cimero asumido por el sujeto de la modernidad, el segundo
libro fundamental de la metafísica moderna, recuerda igualmente Martin Heidegger,
es la «Crítica de la Razón Pura», en que el uso de la razón está en cuestión por todas
partes, en la medida en que Immanuel Kant quiere, en esa obra, realizar la delimitación
del uso correcto y incorrecto de la facultad humana de la razón (2012b, pp. 268-282).
Por esa razón, la filosofía de la consciencia, como paradigma moderno, es caracte-
rizada como adquisición y posesión del conocimiento por el sujeto, configurándose,
ahora con la metafísica de Georg Hegel (2006), como la «consideración pensante de
los objetos», con lo que «el espíritu pensante a través de representaciones […] progresa
hacia el conocimiento pensante y el concepto». No por otro motivo, podemos decir,
con Nicola Abbagnano (2012, p. 445), queda claro y explícito que con tales premisas
el concepto de filosofía como totalidad del saber es una manifestación de arrogancia
filosófica, inexistente en ese mismo concepto en el periodo clásico. Según la lógica del
sujeto cognoscente, prevalente en el paradigma de la filosofía de la consciencia, las for-
mas de vida y relacionamientos son «reificadas/cosificadas» y funcionalizadas, com-
primiéndose todo en una relación sujeto-objeto (S-O), de manera que el sujeto obser-
vador estaría situado frente a un mundo pasible de absoluta objetificaión y descripción.
Este mismo sujeto cognoscente posee la capacidad de establecer, de forma objetificante,
Diccionario de Hermenéutica 79

condiciones de interpretación y aplicación, de modo que no se considera su condición


verdadera humana de ya estar desde siempre en el mundo.
Siguiendo la historia del pensamiento filosófico occidental, al final de la metafísica,
el ser se manifiesta, en las obras de Friedrich Nietzsche, como voluntad de poder. Eso
significa que el pasaje de René Descartes a Friedrich Nietzsche es justamente la de la
transición de la razón hacia la voluntad. Como dirá Martin Heidegger (2007), si en
René Descartes el sujeto es una especie de «egocidad representadora», el ente en que
se manifiestan los objetos, en Friedrich Nietzsche el hombre será el sujeto tomado por
sus impulsos y deseos.
De René Descartes a Georg Hegel, la subjetividad es entendida como un punto don-
de aparecen los otros entes con los cuales entramos en contacto. Pero es solamente con
Friedrich Nietzsche que la voluntad se torna fundamento, y esa voluntad no tiene otro
fundamento si no ella misma, culminando en un intenso relativismo. Peor de lo que
un sujeto que concentra la realidad en sí es el sujeto nihilista, que moldea la realidad
conforme sus deseos e intereses personales, aquel que parece predominar en el escenario
jurídico actual, el sujeto relativista y dueño de los sentidos.
O sea, de René Descartes a Edmund Husserl, pasando por Immanuel Kant, Georg
Hegel y Friedrich Nietzsche (en que en este último la subjetividad pasa a ser entendida
como voluntad de poder), el sujeto de la subjetividad «inmanente» es el punto común
entre todos estos autores, atravesando toda la era de la metafísica moderna. Ese es el su-
jeto solipsista (Selbstsüchtiger, que significa egoísta, que se basta, encapsulado). Es él que
se encarga de hacer la «inquisición» de la realidad. Y la verdad será la que él, el sujeto,
establecerá a partir de su propia consciencia. En síntesis, toda la cuestión del pensar
como fundamento último de la existencia en René Descartes, que condiciona toda la
metafísica hasta Friedrich Nietzsche, pasa por una idea de aprehensión y apoderamien-
to de las cosas alcanzadas con este «movimiento», de modo que ellas se tornan dispo-
nibles a la consciencia soberana del sujeto, que, en verdad, es un constante intérprete del
mundo. El problema, en síntesis, ni es el de la aparente opción (o permanencia) por el
paradigma de la filosofía de la consciencia.
La cuestión a ser debatida es la vulgata de este paradigma hecha por la dogmática
jurídica. En ese momento, la vulgata de la filosofía de la consciencia aparece como un
síntoma de la discrecionalidad judicial, como algo que está recrudecido en el imagina-
rio gnoseológico de los juristas, que es la percepción de que la «libertad de decisión
del juez» está vinculada a una idea de irresponsabilidad institucional, siempre basada
en la subjetividad del magistrado. Algo como decir que el juez construye su decisión a
partir de una simbiosis de razones y sentimientos que son apenas sus (vale decir, un juez
solipsista —un Selbstsüchtiger). Ora, decir que el juez decide conforme su consciencia
retira el carácter institucional y político que reviste a las decisiones del Poder Judicial.
De ese modo, el dominio de la concepción de Derecho (aún dominante en la dogmática
80 Lenio Streck

jurídica) a la vulgata de la filosofía de la consciencia acaba por permitir que, por ejem-
plo, los jueces aún crean en la posibilidad de tomar para sí la conducción de la prueba
en el proceso, como si la producción de la prueba pudiese ser gestionada a partir de su
consciencia.
Por lo tanto, en el Derecho, cuando alguien dice que el juez decide por libre conven-
cimiento o que solo obedece a su consciencia o cosas de ese estilo, es posible afirmar que
ahí aún está presente el sujeto autoritario de la modernidad. No olvidemos que, final-
mente, el sujeto de la modernidad siempre se presentó «consciente de sí y de su certeza
pensante». Y él continúa por ahí. Fuerte. No es un mero fantasma. Él es la barbarie
interior, que lamentablemente los constreñimientos exteriores deberían controlar y no
lo hacen, principalmente en el campo jurídico. Ocurre que, en una dogmática jurídica
como la brasileña, con el refuerzo de las diversas teorías jurídicas, ese sujeto, en vez de
ser constreñido/controlado, es incentivado a actuar. Y contra él, ¿cuál es nuestra pro-
tección? Tan importante es esa cuestión que Jürgen Habermas, en su libro «Derecho y
Democracia: entre facticidad y validez», busca construir una razón comunicativa para
substituir la razón práctica (solipsista), locus del sujeto de la modernidad.
FILOSOFÍA HERMENÉUTICA

13
A inicios del siglo XX, después de la crisis de las teorías globales —sobre todo de
las teorías vinculadas al pensamiento absoluto—, se inició, en Europa, una especie de
desmoronamiento del pensamiento filosófico. Ese desmoronamiento se debe en parte
al surgimiento de las ciencias humanas que comenzaban a afirmarse con autonomía. En
medio de ese desmoronamiento, comienzan a surgir, en los años 1910 y 1920, las neo-
filosofías (neo-kantismo, neo-aristotelismo, neo-hegelianismo, neo-marxismo, etc.).
Es el campo propicio para el renacimiento y el retorno a las teorías del conocimiento,
llamadas de epistemologías.
Dos tendencias básicas sobresalen: una, que va en dirección de la lógica y del len-
guaje, de ahí se desarrolla, por ejemplo, la Escuela de Viena; de otro lado, una corriente
filosófica que tuvo su origen en autores que no aceptaban las explicaciones cientificistas
o puramente logicistas. La corriente principal que ahí se coloca es la fenomenología de
Edmund Husserl, claro que aún dominada por la filosofía de la consciencia. Cuando
Martin Heidegger entró en contacto con la fenomenología de Edmund Husserl, rápida-
mente percibió que ahí se presentaba el inicio de una posibilidad de un recomienzo de
la filosofía, una vez que fuesen realizados algunos correctivos a la fenomenología vigen-
te, aún prisionera del esquema sujeto-objeto (S-O). Es eso que llama primero la aten-
ción de Martin Heidegger: la idea husserliana de querer construir un yo transcendental,
nuevamente un sujeto supra-empírico —no al modo de Immanuel Kant—, sino que
serviría de fundamento del conocimiento. Y fue exactamente el contacto con la escuela
histórica alemana (Wilhelm Dilthey, sobre todo, y Henri Bergson, en Francia) y con la
tradición que presentaba una cierta interpretación de las tendencias y comprensión de
la biblia, que provocó que Martin Heidegger anticipara las posibilidades de un nuevo
modo de pensar, que se apartase de la metafísica y que pensase la situación concreta del
ser humano.
Martin Heidegger introdujo dos conceptos fundamentales: hermenéutica e inter-
pretación. Entretanto, la hermenéutica no debería más ser una teoría de las ciencias
humanas, y tampoco una expresión de la teoría de la subjetividad. Debería, sí, tomar
una nueva forma, lo que lo llevó a introducir el elemento que se puede llamar de antro-
pológico, con la función de descubrir en el propio ser humano la idea de comprensión,
82 Lenio Streck

es decir, para construir su visión filosófica. En este sentido, Martin Heidegger avanza,
primero, en dirección a la preocupación por el ser. Solo que eso no podría llevarlo a
repetir el error y la confusión que las teorías metafísicas hacían entre ser y ente. Por eso,
su preocupación será con el sentido del ser, construyendo, así, la hermenéutica como
proceso de vinculación con él se preocupa del hombre consigo mismo. En la medida en
que se comprende, el hombre comprende el ser, y, así, se comprende a sí mismo. Pero ese
comprenderse a sí mismo implicaba un explicitarse, por lo tanto, un interpretarse a sí
mismo, y, consecuentemente, una especie de hermenéutica de sí mismo (autocompren-
sión) (Stein, 2003).
Se trataba, pues, de superar el viejo problema de la fundamentación. Y fue eso jus-
tamente que se tornó tan importante para Martin Heidegger, porque, debajo de la pra-
xis, tenía que ser colocada otro camada fundamental, la ontología fundamental, que es
aquella que posibilita cualquier tipo de conocimiento, cualquier tipo de fundamenta-
ción, pero que, ella misma, como fundamental, lo era en sentido muy proprio, simple-
mente porque ella instauraba un elemento que precedería todo el pensamiento, toda la
teoría anterior, por lo tanto, a la dicotomía teoría-praxis.
Martin Heidegger extrae del mismo concepto de fenomenología husserliana los
términos phainomenon y logos. Habría, por lo tanto, en el método hermenéutico-fe-
nomenológico, el elemento del mostrar y, al mismo tiempo, el elemento del logos; solo
que ni el mostrar era el mostrar las cosas mismas como objetos y tampoco el logos era
simplemente el logos teórico, abstracto. Es así que Martin Heidegger va a hacer de la fe-
nomenología una hermenéutica y del logos una hermenéutica de carácter comprensivo,
en lugar del teórico, abstracto, lógico. O sea, la fenomenología heideggeriana tendrá un
doble nivel: en el nivel hermenéutico, de profundidad, la estructura de la comprensión;
en el nivel apofántico, los aspectos lógicos, expositivos.
Esa doble estructura —que, más tarde, será de gran importancia para la compren-
sión de la hermenéutica (jurídica) gadameriana— es que va a aparecer en la exposición
del método en el parágrafo sétimo de Sein und Zeit («Ser y Tiempo») en que él mos-
trará que existe un mostrar para algo que en sí no se muestra. Ese algo que no se muestra
es justamente una dimensión que, en la tradición filosófica, nunca había sido colocada.
Para Martin Heidegger, lo nuevo era apuntar hacia el logos que no fuese apofántico,
un logos del modo de ser en el mundo, un modo concreto de comprender. El ser pasa a
tener una característica fundamentalmente hermenéutica, refiriéndose al modo cómo
nosotros, en un movimiento de profundidad, nos aproximamos a los entes, ya siempre
comprendiéndolos en su ser. El ser no es una generalidad, dirá todo el tiempo Martin
Heidegger. Con el ser llegamos a los entes. El ser existe para dar sentido a los entes. No
vemos el ser; vemos el ente en su ser. Es en ese sentido que Martin Heidegger piensa las
bases de la diferencia ontológica (ontologische Differenz). Tenemos aquí toda una con-
quista que en los años 1920 era esperada, es decir, la superación del pensar «objectua-
lizador» (vergegenstündlich), encontrando otro modo de describir el origen de los con-
Diccionario de Hermenéutica 83

ceptos, por medio de los indicios formales (formale Anzeiger). Si comprendemos esos
elementos de la tradición siendo corregidos por todo el proyecto de la primera sección
de Sein und Zeit, entonces comprenderemos la dimensión de la revolución copernicana
que Martin Heidegger produjo.
No es que Martin Heidegger quisiese negar la posibilidad de que podamos objetifi-
car (vergegentändlichen) objetos que están frente a nosotros, en fin, de conocerlos por
medio de una descripción científica y lógica. Claro que podemos describirlos. Solo que,
para describirlos, desde siempre ya estamos inmersos en una situación en que nos com-
prendemos y comprendemos nuestra relación con el mundo y eso se da en una unidad.
Ese elemento de la pre-compresión (Vorverständnis) permite la des-objetificación. Por
lo tanto, se trata de una relación con el mundo que no es más una relación que convierte
las cosas apenas en objetos, como ocurre en la (las) teoría (teorías) del conocimien-
to. En verdad, al identificar esa doble estructura del lenguaje (niveles hermenéutico y
apofántico), Martin Heidegger crea un nuevo modo de filosofar, demostrando que la
filosofía es hermenéutica, es decir, que, en la base del conocimiento humano, está la
comprensión. Por eso, la filosofía hermenéutica, como siempre recuerda Ernildo Stein
(2004; 2016), colocará una «tercera silla» entre las discusiones filosóficas que la tra-
dición metafísica hasta entonces había producido: la hermenéutica no es una verdad
empírica, ni una verdad absoluta —es una verdad que se establece dentro de las condi-
ciones humanas del discurso y del lenguaje. Esa verdad ex surge a partir de un a priori
compartido. Desde siempre ya estamos inmersos en el lenguaje, que nos es condición de
posibilidad de decir el mundo.
La filosofía hermenéutica (de Martin Heidegger) está compuesta, así, por una on-
tología fundamental (que, contra las ontologías de la tradición, cuestiona el sentido del
ser), por una analítica existencial que objetiva romper con las antropologías desarro-
lladas hasta entonces a partir de la idea de Dasein —ente privilegiado que comprende
el mundo y a sí mismo y por una fenomenología del ser en el mundo, que trata de las
condiciones del hombre lingüísticamente inmerso en el mundo (Stein, 2004, p. 275).
Evidentemente, las tesis heideggerianas no quedaran restrictas al territorio filosó-
fico. Sin duda, el conjunto de la obra de Martin Heidegger se constituye en una base
fundante también de un nuevo mirar sobre la hermenéutica jurídica, aunque el filóso-
fo no haya dedicado espacio para el Derecho. La importancia de Martin Heidegger es
fácilmente perceptible por el viraje ontológico (ontologische Wendung) en el campo de
la hermenéutica jurídica proporcionada por su discípulo Hans-Georg Gadamer, cuyas
ideas vierten profundas raíces en los teoremas fundamentales elaborados por el filósofo
de la Selva Negra.
Cuando Martin Heidegger identifica un doble nivel en la fenomenología (el nivel
hermenéutico, de profundidad, que estructura la comprensión, y el nivel apofántico,
de carácter lógico, meramente explicativo, ornamental), abre las posibilidades para la
84 Lenio Streck

desmitificación (desmixtificación) de las teorías argumentativas de cariz procedimen-


tal. En verdad, pone en jaque los modos procedimentales de acceso al conocimiento,
cuestión que se torna absolutamente relevante para aquello que ha dominado el pensa-
miento de los juristas: el problema del método, considerado como supremo momento
de la subjetividad y garantía de la corrección de los procesos interpretativos.
FUSIÓN DE HORIZONTES

14
«Horizonte es el ámbito de visión que abarca y encierra todo lo que es visible a
partir de un determinado punto», dice Hans-Georg Gadamer (2012, p. 399). Pero, en-
tonces, ¿cómo es posible la libertad en relación a ese horizonte? Hans-Georg Gadamer
responde a esa pregunta, ofreciendo la fusión de horizontes como el modo de desarti-
cular las camadas de sentido inauténticas que constituyen el horizonte de sentido. En
síntesis, entonces, se puede aseverar que la distancia temporal es un importante elemen-
to hermenéutico para una mejor —y diferente— comprensión de las cosas, que resulta
justamente del contacto del texto con nuevos horizontes históricos que son posteriores
al de su producción y que producirán las capas que van siendo sedimentadas. El punto
de inflexión, por lo tanto, no es teórico-abstracto, sino práctico-concreto, vinculado a
la realidad de donde se busca la inspiración y para donde convergen las posibilidades
abiertas por la conversación, donde está en juego no lo exacto, sino lo contingente, lo
mutable y lo variable, proprio del acontecer humano en la sociedad. A eso Hans-Georg
Gadamer va a denominar «fusión de horizontes», término clave en su léxico.
El filósofo aclara que «tener horizontes significa no estar limitado a lo que está
más próximo, sino poder ver más allá de eso». La persona que posee horizontes, por
lo tanto, «sabe valorar correctamente el significado de todas las cosas que pertenecen
al horizonte, en lo que concierne a la proximidad y distancia, grandeza y pequeñez».
De eso resulta que «la elaboración de la situación hermenéutica significa entonces la
obtención del horizonte de cuestionamiento correcto para las cuestiones que se colocan
en frente de la tradición».
En razón de eso, el entendimiento es siempre una «fusión de horizontes», o sea,
un horizonte puede siempre ser colocado en contacto con otro, sin obliterarlo, sino
fundiéndose con él. En esa lógica, el entendimiento no es el acto de un sujeto activo que
proyecta un significado sobre un objeto inerte, muerto. Por el contrario, presente y pa-
sado tienen horizontes que pueden ser juntados productivamente, o sea, la visión global
del pasado hace una declaración, por medio del texto, en el presente. De ese modo, el
evento del entendimiento representa una negación y una afirmación del presente y del
pasado.
86 Lenio Streck

Con el término fusión de horizontes, Hans-Georg Gadamer pretende demonstrar


que el punto no es el obscurecimiento del horizonte del pasado. Sería, en verdad, mos-
trar cómo ese horizonte fue adoptado y puede ser expandido en el presente. El carácter
de la interpretación de Hans-Georg Gadamer es siempre productivo. Es imposible re-
producir un sentido. El aporte productivo del intérprete forma inexorablemente parte
del sentido de la comprensión. Como ya se vio, es imposible al intérprete colocarse en
lugar del otro.
El acontecer de la interpretación ocurre a partir de una fusión de horizontes (Ho-
rizontverschmelzung), porque comprender es siempre el proceso de fusión de los su-
puestos horizontes para sí mismos, acentúa. Comprender una tradición requiere un
horizonte histórico. Un texto histórico solamente es interpretable desde la historicidad
(consciencia histórico-efectual) del intérprete. La fusión de horizontes ocurre siempre
que comprendemos algo del pasado. En el concepto de fusión de horizontes gadame-
riano encontramos la dialéctica de la participación y de la distanciación. Si la condición
de finitud del conocimiento histórico excluye todo el sobrevuelo, toda la síntesis final
a la manera hegeliana, esa finitud no implica que yo me cierre en un punto de vista.
Donde quiera que haya situación, hay un horizonte susceptible de reducirse o de am-
pliarse. La fusión tiene lugar constantemente en el dominio de la tradición, dado que es
en ella que lo viejo y lo nuevo crecen juntos para una validez llena de vida, sin que uno
u otro lleguen a destacarse explícitamente por sí mismos. No obstante, si en realidad
no existen explícitamente estos horizontes que se destacan unos de los otros, ¿por qué,
pregunta Hans-Georg Gadamer, hablamos entonces de fusión de horizontes, y no de la
formación de un horizonte único que va remontando su frontera en la dirección de las
profundidades de la tradición?
Colocar esta cuestión implica admitir la peculiaridad de la situación en la cual la
comprensión se convierte en una tarea científica y admitir que es necesario llegar a ela-
borar esta situación cómo hermenéutica. Todo encuentro con la tradición realizado con
consciencia histórica experimenta por sí misma la relación de tensión entre texto y pre-
sente. La tarea hermenéutica consiste entonces, explica el maestro alemán, en no ocultar
esta tensión en una asimilación ingenua, y sí en desarrollarla conscientemente. Por esta
razón es que el comportamiento hermenéutico está obligado a proyectar un horizonte
histórico que se distinga del presente. La consciencia histórica es consciente de su pro-
pia alteralidad y por esto destaca el horizonte de la tradición con respecto a sí mismo.
Por eso, el proyecto de un horizonte histórico es, por lo tanto, una fase o un mo-
mento en la realización de la comprensión, y no se consolida en la auto-alienación de
una consciencia pasada, sino que se recupera en el propio horizonte comprensivo del
presente. En la realización de la comprensión, tiene lugar una verdadera fusión hori-
zóntica que, con el proyecto del horizonte histórico, lleva a cabo, simultáneamente, su
superación.
Diccionario de Hermenéutica 87

A esa realización controlada de esa fusión es que Hans-Georg Gadamer da el nombre


de «tarea de la consciencia histórico-efectual» (Wirkungsgeschichtliches Bewusstsein),
que, en un primer lugar, es la consciencia de una situación hermenéutica. El hacerse
consciente de una situación es una tarea que, en cada caso, se reviste de una dificultad
propia. El concepto de situación se caracteriza porque alguien no se encuentra fren-
te a ella y, por lo tanto, no puede tener un saber objetivo de ella. Si está en ella, este
alguien se encuentra siempre en una situación cuya iluminación es una tarea que no
puede ser desarrollada por entero. Eso vale para la situación en que nos encontramos
frente a la tradición que queremos comprender. La iluminación de la situación acerca
de la reflexión total sobre la historia efectual también no puede ser completa. Esa impo-
sibilidad no es defecto de la reflexión, pero, sí, forma parte de nuestra historicidad. Ser
histórico, dice Hans-Georg Gadamer, significa no agotarse nunca en el saber, porque
todo saber proviene de un dato histórico previo. La fusión de horizontes se da por la
aplicación. El acto de interpretar implica una producción de un nuevo texto, mediante
la adición de sentido que el intérprete le asigna. Esa adición de sentido deriva de la
consciencia histórico-efectual en la cual el intérprete está poseído. Esto porque hay un
carácter constructivista en la historia.
Toda la comprensión hermenéutica presupone una inserción en el proceso de trans-
misión de la tradición. Hay un movimiento anticipatorio de la comprensión, cuya con-
dición ontológica es el círculo hermenéutico, que nos vincula a la tradición en general y
a la de nuestro objeto de interpretación en particular. De ahí que Hans-Georg Gadamer
habla de un nuevo significado de círculo hermenéutico a partir de Martin Heidegger: la
estructura circular de la comprensión se mantuvo siempre, en la teoría anterior, dentro
del marco de una relación formal entre lo individual y lo global o su reflejo subjetivo:
la anticipación intuitiva del conjunto y su explicitación posterior en el caso concreto.
Según esta teoría, el movimiento circular en el texto era oscilante y quedaba superado
en la plena comprensión del propio texto. La teoría de la comprensión culminaba en un
acto adivinatorio que daba acceso directo al autor y a partir de ahí eliminaba del texto
todo lo que era extraño y chocante. Contrariamente a esto, Martin Heidegger reconoce
que la comprensión del texto está determinada permanentemente por el movimiento
anticipatorio de la pre-comprensión. Por lo tanto, en el contexto gadameriano, el térmi-
no horizonte amplía la concepción del lenguaje visto como un mero instrumento para
realizar la comunicación, y pasa a concebir el lenguaje, como condición de posibilidad,
como el propio medio por el cual se puede ver el mundo.
La fusión de horizontes presupone la tradición (entrega de algo). ¿De qué modo, en
el ámbito jurídico, es hecha la entrega del pasado, principalmente si consideramos que
el pasado está plagado de tradiciones autoritarias, irrespeto a la democracia y rehén de
un imaginario refractario al giro ontológico-lingüístico? La fusión de horizontes, en
este caso, exige rupturas paradigmáticas. La fusión de horizontes implica poder mirar
lo que es nuevo y comprenderlo como nuevo. Y tener las condiciones para evitar que lo
88 Lenio Streck

que es viejo (inauténtico, no verdadero) obscurezca las posibilidades transformadoras


de lo nuevo (por ejemplo, entra aquí el papel del Constitucionalismo Contemporá-
neo). La problemática relacionada al concepto de principio puede ser un buen ejemplo
para entender el sentido de la fusión de horizontes. Si aún hoy, pasados más de tres
décadas desde la promulgación de la Constitución, utilizamos principios generales del
Derecho, es porque no hubo fusión. Hubo, en verdad, una confusión de conceptos (ver
el término «Principios Jurídicos»).
GIRO ONTOLÓGICO-LINGÜÍSTICO

15
Desde los tiempos de Platón —en su obra «Crátilo» y su contexto político— la
filosofía se inclina por la búsqueda del conocimiento y de la verdad. Al final, ahí, cuatro
siglos antes de la Era Cristiana, ya se discutía la «justeza de los nombres». Es decir,
¿cuáles son las condiciones de posibilidad para que los objetos tengan determinados
nombres y no otros? ¿Cómo funciona la relación del sujeto con el objeto? ¿Cuál es
el papel del lenguaje? ¿Verdad o método? Esas preguntas atravesaron los siglos, expe-
rimentando diferentes respuestas, representadas por diferentes «principios epocales»
que marcaron la larga travesía por dos grandes paradigmas metafísicos.
Cada época organizó su concepción de fundamento. Haciendo un pequeño esfuer-
zo histórico de estos veinte siglos, la búsqueda de un fundamentum absolutum inconcus-
sum veritatis está ya en la idea platónica, en la substancia aristotélica, en esse subsitens del
medioevo, en el cogito cartesiano inaugurador de la filosofía de la consciencia, en el yo
pienso kantiano, en el absoluto hegeliano, en la voluntad de poder nietzscheana, llegando
a la era de la técnica en que el ser desaparece en el pensamiento que calcula, como bella-
mente resume Ernildo Stein (2002, p. 81).
Es posible decir que, para la metafísica clásica, los sentidos estaban en las cosas (las
cosas tienen sentido porque hay en ellas una esencia). Esa es la dicotomía objetivismo-
subjetivismo, presente e influyente en las teorías que buscan explicar el modo cómo
conocemos y comprendemos el mundo. Ernildo Stein tal vez haya realizado la mejor
interpretación acerca del sentido de la metafísica y su relación con el giro ontológico-
lingüístico. La metafísica fue entendida y proyectada como ciencia por Aristóteles y es
la ciencia primera en el sentido que proporciona a todas las otras el fundamento común,
es decir, objeto al cual todas se refieren y los principios de los cuales todas dependen. Es
necesario recordar los dos caminos que surgen a partir de la metafísica de Aristóteles.
Un primer camino es abierto para la explicación del ser. Esa explicación tuvo como fun-
damento último un motor inmóvil, a partir del cual fue posible explicar el movimiento
y el tiempo. Ese camino es el que, más tarde, a lo largo de toda la tradición filosófica
clásica, Martin Heidegger llamará de onto-teología. No obstante, Martin Heidegger
diagnostica que hay, en Aristóteles, un segundo camino para la explicación del ser. Es
el camino de la ciencia buscada, desde una metafísica no más fundamentada por un
90 Lenio Streck

fundamento final, un motor inmóvil, manteniéndose fiel a otra metafísica, en la cual la


cuestión del ser es tratada de modo que no sea confundido con un ente, como toda la
tradición metafísica occidental (Stein, 2014).
La superación del objetivismo (realismo filosófico) se da en la Modernidad (o con
la Modernidad). En aquella ruptura histórico-filosófica, ocurre una búsqueda de la ex-
plicación sobre los fundamentos del hombre. Se trata del iluminismo (Aufklärung). El
fundamento no es más el esencialismo con una cierta presencia de la illuminatio divina.
El hombre no está más sujeto a las estructuras. Se anuncia el nacimiento de la subjeti-
vidad. La palabra «sujeto» cambia de posición. Él pasa a «asujetar» las cosas. Es lo
que se puede denominar de esquema sujeto-objeto (S-O), en que el mundo pasa a ser
explicado (y fundamentado) por la razón, circunstancia que —aunque tal cuestión no
sea objeto de estas reflexiones— proporcionaron el surgimiento del Estado Moderno
(de hecho, no es por casualidad que la obra de ruptura que fundamenta el Estado Mo-
derno haya sido escrita por Thomas Hobbes, un nominalista, lo que hace de él el primer
positivista de la modernidad).
Ya la ruptura con la filosofía de la consciencia —ese es el nombre del paradigma de la
subjetividad— se da en el siglo XX, a partir de lo que yo denomino de giro ontológico-
lingüístico, aunque ya se pudiese ver trazos importantes del imperio del lenguaje en
Johann Gottfried von Herder, Johann Georg Hamann y Wilhelm von Humboldt. Ese
giro «liberta» a la filosofía del fundamentum que, de la esencia, pasará, en la moder-
nidad, hacia la consciencia. Pero, regístrese, el giro no se sustenta tan solamente en el
hecho de que, ahora, los problemas filosóficos serán lingüísticos, frente a la propalada
«invasión» de la filosofía por el lenguaje. Más que eso, se trataba del ingreso del mundo
práctico en la filosofía. De la epistemología —entendida tanto como teoría general o
teoría del conocimiento— se avanzaba en dirección a ese nuevo paradigma. En él, existe
el descubrimiento de que, más allá del elemento lógico-analítico, se presupone siempre
una dimensión de carácter práctico-pragmático. En Martin Heidegger, eso puede ser
visto a partir de la estructura previa del modo de ser en el mundo vinculado al compren-
der; en Ludwig Wittgenstein, en la fase en que escribe sus «Investigaciones Filosófi-
cas», es una estructura lingüística inter-subjetiva.
Y es por eso que se puede decir que Martin Heidegger y Ludwig Wittgenstein fue-
ron los corifeus de esa ruptura paradigmática, sin despreciar las contribuciones de John
Austin, Karl-Otto Apel, Jürgen Habermas y Hans-Georg Gadamer, por citar apenas a
estos. El sujeto surge en el lenguaje y por el lenguaje, a partir de lo que se puede decir que
lo que muere es la subjetividad «asujetadora» y no el sujeto de la relación de objetos
(se refiere que, muchas veces, hay una lectura equivocada del giro lingüístico, cuando se
confunde la subjetividad con el sujeto o, si así se quiere, se confunde el sujeto con la fi-
losofía de la consciencia (S-O) con el sujeto presente en todo ser humano y en cualquier
relación de objetos).
Diccionario de Hermenéutica 91

Con el giro ontológico-lingüístico, el sujeto no es fundamento del conocimiento.


Él ya no más es el señor de los sentidos. A partir de la virada hermenéutica, estamos en
un mundo en el cual cuándo preguntamos sobre cómo lo comprendemos, ya llegamos
tarde para responder a esa indagación con un fundamento último. Ya estamos desde
siempre en un mundo que se anticipa al momento en que teorizamos sobre cómo lo
comprendemos. No hay, así, lenguaje privado para establecer sentidos del mundo; hay,
sí, solamente lenguaje público. Esa es la gran contribución del viraje lingüístico y la
aproximación del segundo Ludwig Wittgenstein con la hermenéutica. Existen estructu-
ras previas que preceden al conocimiento. Esto significa que el sentido no estará más en
la consciencia (de sí del pensamiento pensante), pero, sí, en el lenguaje público, como
algo que producimos y que es condición de nuestra posibilidad de estar en el mundo.
No nos relacionamos directamente con los objetos, sino con el lenguaje, que es la con-
dición de posibilidad de ese relacionamiento.
En el campo del Derecho, tales cuestiones aún permanecen difusas en una mixtura
de objetivismo y subjetivismo. Muchas veces, la doctrina jurídica se limita a afirmar que
la tarea del jurista es la de simplemente fijarse en la literalidad de los dispositivos legales,
como repitiendo un mirar del realismo filosófico, o, de manera diametralmente opues-
ta, la de dejar de aplicarlos por medio de institutos que apuestan por la subjetividad
del juez con el criterio último de decisión, como si no existiese algún constreñimiento
externo. Véase, en ese sentido, la crítica arrasadora a la filosofía de la consciencia hecha
por Karl-Otto Apel (1987, p. 249), afirmando que el rechazo de la evidencia presente
en ella se debe a su impotencia criteriológica, esto porque la verdad está enclaustrada en
la consciencia, de manera que no se entiende si podría criticar a los conocimientos y a
las convicciones que el sujeto (moderno-solipsista) tenga por evidentes. Eso impide la
verificación de la verdad, porque es «inmune» a la inter-subjetividad.
En tiempos de viraje ontológico-lingüístico no podrían pasar desapercibidas las
diversas doctrinas jurídicas que simplemente reducen la compleja cuestión del «acto
de juzgar» a una elección individual de la consciencia del intérprete, como si ese acto
interpretativo derivase de un simple «acto de voluntad» del juzgador. De ahí surge la
problemática de conceptos como el «libre convencimiento (motivado)» o la «libre
apreciación probatoria». Ese tipo de pensamiento, además de estar fundado en un pa-
radigma epistemológico de la filosofía de la consciencia —en que el mundo es producto
de una razón solipsista o una voluntad que respeta apenas a la autoridad de sí misma—,
posibilita que el intérprete escoja los resultados de su interpretación y, posteriormente,
busque algún fundamento (en la legalidad o incluso fuera de ella) para justificar su elec-
ción realizada arbitrariamente.
Por eso, una hermenéutica jurídica inmersa en un contexto a partir del giro ontoló-
gico-lingüístico busca encontrar un camino en el Derecho que se coloque más allá de
la esencia y la consciencia. Como bien refiere Ernildo Stein (2010), la hermenéutica se
encuentra en un locus intermedio entre objetivismos y subjetivismos.
HERMENÉUTICA JURÍDICA

16
La palabra hermenéutica deriva del griego hermeneuein, adquiriendo varios signi-
ficados en el curso de la historia. Por ella, se busca traducir para un lenguaje accesible
aquello que no es comprensible. De ahí la idea de Hermes, un mensajero divino, que
transmite —y, por lo tanto, esclarece— el contenido del mensaje de los dioses a los
mortales. Al realizar la tarea de bermeneus, Hermes se tornó poderoso. En verdad, nun-
ca se supo lo que los dioses dijeron; solo se supo lo que Hermes dice acerca de lo que los
dioses dijeron. Se trata, pues, de una (inter)mediación. De ese modo, a menos que se
crea en la posibilidad del acceso directo a las cosas (en fin, a la esencia de las cosas), es en
la metáfora de Hermes que se localiza toda la complejidad del problema hermenéutico.
Se trata de traducir lenguajes y cosas atribuyéndoles un determinado sentido.
En la historia moderna, tanto en la hermenéutica teológica como en la hermenéu-
tica jurídica, la expresión ha sido entendida como arte o técnica (método), con efecto
directivo sobre la ley divina y la ley humana. El punto común entre la hermenéutica
jurídica y la hermenéutica teológica reside en el hecho de que, en ambas, siempre hubo
una tensión entre el texto propuesto y el sentido que alcanza su aplicación en la situa-
ción concreta, sea en un proceso judicial o en una predicación religiosa. Esa tensión
entre el texto y el sentido a ser atribuido al texto coloca a la hermenéutica delante de
varios caminos, todos vinculados, no obstante, a las condiciones de acceso del hombre
al conocimiento acerca de las cosas. Así, o se demuestra que es posible colocar reglas
que puedan guiar al hermeneuta en el acto interpretativo, mediante la creación, v.gr., de
una teoría general de la interpretación; o se reconoce que la pretendida escisión entre
el acto de conocimiento del sentido de un texto y su aplicación a un determinado caso
concreto no son de hecho actos separados, o se reconoce, finalmente, que las tentativas
de colocar el problema hermenéutico a partir del predominio de la subjetividad del
intérprete o de la objetividad del texto no pasaron de falsas contraposiciones fundadas
en el metafísico esquema sujeto-objeto (S-O).
Según Ernildo Stein (2016), los diversos usos que la tradición hermenéutica hizo,
desde la mitad del siglo XIX, parecían apuntar más hacia un sentido metodológico.
Después de la tradición hegeliana, hubo un retorno a Immanuel Kant que no se reduce
al neo-kantismo, sino de él recibe influencia. Las cuestiones de la justificación y de la
94 Lenio Streck

fundamentación se mueven del universo transcendental hacia los problemas de la com-


prensión. Así, es el comprender que pasa a ser percibido como un elemento que precede
al entender o a la representación. Sin duda, no se trata aquí, entonces, de una simple
cuestión de teoría del conocimiento. La hermenéutica toma un lugar de paradigma en-
tre las filosofías de la consciencia y las filosofías de la ciencia del siglo veinte. Ese lugar
ella no lo podría tomar a no ser que representase un lugar paradigmático. De esa forma
ella es pensada como un campo especulativo que va conquistando autonomía.
Como nos estamos moviendo en un nivel de pretensiones filosóficas, la autonomía
pasa a tener características que pueden ser llamadas metafísicas, en el sentido del se-
gundo camino de Aristóteles, por él denominado de «epistéme zetouméne», o sea,
ciencia buscada. Está claro que la hermenéutica pasa a ser considerada un pensamiento
pos-metafísico en el sentido de que ella supera el modelo de la consciencia y de la re-
presentación, que aún poseen un carácter onto-teo-lógico. Entonces, de un lado, ella
es pensamiento pos-metafísico, pero, de otro lado, un pensamiento metafísico con las
características especulativas de la ciencia buscada. Una vez indicado aquello, tenemos
que reconocer que el nuevo paradigma hermenéutico substituye tanto la tradición on-
to-teo-lógica como la moderna concepción de pensamiento transcendental. Su punto
de partida, alude Ernildo Stein, se mostrará como una cuestión en que los elementos
determinantes serán la vida fáctica, la historicidad y la finitud.
El viraje hermenéutico-ontológico, provocado por Sein und Zeit (1927), de Mar-
tin Heidegger, y la publicación, años después, de Wahrheit und Methode (1960), por
Hans-Georg Gadamer, fueron fundamentales para un nuevo mirar sobre la hermenéu-
tica jurídica. A partir de ese ontologische Wendung, se inicia el proceso de superación de
los paradigmas metafísicos objetivista aristotélico-tomista y subjetivista (filosofía de la
consciencia), los cuales, de un modo o de otro, hasta hoy han sustentado las tesis exegé-
tico-deductivistas-subsuntivas dominantes en aquello que viene siendo denominado de
hermenéutica jurídica.
En la doctrina y en la jurisprudencia del Derecho aún domina la idea de la indis-
pensabilidad del método o del procedimiento para alcanzar la voluntad de la norma,
el espíritu del legislador, la correcta interpretación del texto, etc. Se cree que el acto
interpretativo es un acto cognitivo y que interpretar la ley es retirar de la norma todo lo
que en ella contiene, circunstancia que bien denuncia la problemática metafísica (onto-
teo-lógica) en ese campo de conocimiento. La hermenéutica jurídica practicada en el
plano de la cotidianidad del Derecho tiene raíces en la discusión que llevó a Hans-
Georg Gadamer a formular la crítica al proceso interpretativo clásico, que entendía la
interpretación como siendo producto de una operación realizada en partes (subtilitas
intelligendi, subtilitas explicandi, subtilitas applicandi, es decir, primero comprendo,
después interpreto, para solo entonces aplicar). Eso aún está presente hasta hoy en el
ámbito de la interpretación y aplicación del Derecho. Como si fuese posible primero
el intérprete tener acceso a una realidad desnuda y cruda y después a ella (o sobre ella)
Diccionario de Hermenéutica 95

se coloca un sentido. Todo eso aún a ser complementado por el «momento» en que el
intérprete pasa a verificar la compatibilidad de ese hecho a la ley.
Entre varios problemas que esa «tajada» epistémica representa, se tiene que la imposi-
bilidad de esa escisión implica la imposibilidad del intérprete de retirar del texto algo que
el texto posee en sí mismo, en una especie de Auslegung, como si fuese posible reproducir
los sentidos. Al contrario, para Hans-Georg Gadamer, fundado en la hermenéutica filosó-
fica, el intérprete siempre atribuye sentido (Sinngebung). El acontecer de la interpretación
ocurre a partir de una fusión de horizontes, porque comprender es siempre el proceso de
fusión de los supuestos horizontes para sí mismo. Y esa atribución de sentido no se da en
dos «terrenos separados», como el sentido de la ley y de los hechos. No. Todo eso se da en
un proceso de comprensión, en que siempre ya existe una pre-comprensión. Nadie puede
hablar de inconstitucionalidad sin saber lo que es la constitución.
Tenemos una estructura de nuestro modo de ser en el mundo, que es la interpre-
tación. Podemos decir, entonces, que estamos condenados a interpretar. El horizonte
de sentido nos es dado por la comprensión que tenemos de algo. Comprender es un
existencial, que es una categoría por la cual el hombre se constituye. La facticidad, la
posibilidad y la comprensión son algunos de esos elementos existenciales. Es en nuestro
modo de la comprensión como ser en el mundo que ex surgirá la norma, producto de
la síntesis hermenéutica, que se da a partir de la facticidad e historicidad del intérprete.
La superación de la hermenéutica clásica —o de aquello que ha sido denominado de
hermenéutica jurídica como técnica en el seno de la doctrina y de la jurisprudencia prac-
ticadas cotidianamente— implica admitir que hay una diferencia entre el texto jurídico
y el sentido de ese texto, es decir, que el texto no carga, de forma reificada, su sentido (a
su norma). Las palabras no «cargan» su propio sentido o su sentido proprio. Se trata
de entender que entre texto (ley) y norma (sentido de la ley) no hay una equivalencia
y tampoco una total autonomización. Entre texto y norma hay, sí, una diferencia, que
es ontológica, esto porque —y aquí la importancia de los dos teoremas fundamentales
de la hermenéutica jurídica-filosófica— el ser es siempre el ser de un ente y el ente solo
es en su ser. El ser existe para dar sentido a los entes. Por eso hay una diferencia onto-
lógica (no ontológico-esencialista) entre ser y ente, tesis que ingresa en el plano de la
hermenéutica jurídica para superar, tanto el problema de la equiparación entre vigencia
y validez, como el de la total escisión entre texto y norma, resquicios de un positivismo
jurídico que convive con una total discrecionalidad en el acto interpretativo.
La incorporación de la diferencia ontológica de la fenomenología hermenéutica fue
incorporada por la Crítica Hermenéutica del Derecho para que podamos comprender
mejor la diferencia entre ley y Derecho. En mi libro «Hermenêutica Jurídica e(m) Cri-
se» esa cuestión está explicitada frecuentemente.
Desde la primera edición de «Hermenêutica Jurídica e(m) Crise» (en sus ya once
ediciones), yo dejé claro que la afirmación de que el «intérprete siempre atribuye sen-
96 Lenio Streck

tido (Sinngebung) al texto», ni de lejos puede significar la posibilidad de este estar


autorizado a atribuir sentidos de forma arbitraria a los textos, como si texto y norma
estuviesen separados (y, por lo tanto, tuviesen existencia autónoma). Como bien afir-
ma Hans-Georg Gadamer, cuando el juez pretende adecuar la ley a las necesidades del
presente, tiene claramente la intención de resolver una tarea práctica (véase, aquí, la
importancia que Hans-Georg Gadamer da al programa aristotélico de una praktische
Wissenschaft). Eso no significa, de ningún modo, que su interpretación de la ley sea una
traducción arbitraria.
Por lo tanto, quedan apartadas todas las formas de decisionismo y discrecionalidad.
El hecho de no existir un método que pueda dar garantía a la corrección del proceso
interpretativo —denuncia presente, de hecho, ya en el octavo capítulo de la «Teoría
Pura del Derecho» de Hans Kelsen— no autoriza al intérprete a escoger el sentido que
más le conviene, lo que sería provocar la discrecionalidad, característica del positivismo.
Sin textos, no hay normas. La voluntad y el conocimiento del intérprete no permiten la
atribución arbitraria de los sentidos, y tampoco una atribución de sentidos arbitraria.
Al final, y la lección está expresada en Wahrheit und Methode («Verdad y Método»), si
quieres decir algo sobre un texto, deja que el texto te diga algo. Sin embargo, no basta
decir que el Derecho es concretud, y que cada caso es un caso, como es común en el
lenguaje de los juristas. Al final, es más que evidente que el Derecho es concretud y que
está pensado para resolver casos particulares. Lo que no es evidente es que el proceso
interpretativo es applicatio, entendida en el sentido de la búsqueda de la cosa misma
(Sache selbst), es decir, del no olvido de la diferencia ontológica.
El Derecho es parte integrante del proprio caso y una cuestión de hecho es siempre
una cuestión de Derecho y viceversa. La hermenéutica no es filología. Es Imposible
escindir la comprensión de la aplicación. Una cosa es deducir de un topos o de una ley
el caso concreto; otra es entender el Derecho como aplicación: en la primera hipótesis,
se estará entificando el ser; en la segunda, se estará realizando la aplicación de índole
hermenéutica, a partir de la idea de que el ser es siempre ser en (in Sein).
Así, aunque los juristas —en sus diferentes filiaciones teóricas— insistan en decir
que la interpretación se debe dar siempre en cada caso, tales afirmaciones no encuen-
tran comprobación en la cotidianidad de las prácticas jurídicas. En verdad, al construir
pautas generales, conceptos lexicográficos, términos doctrinarios y jurisprudenciales, o
súmulas aptas para resolver casos futuros, los juristas sacrifican la singularidad del caso
concreto en favor de esas especies de pautas generales, fenómeno, entretanto, que no
es percibido en el imaginario jurídico. De ahí la indagación de Hans-Georg Gadamer:
¿existirá una realidad que permita buscar con seguridad el conocimiento de lo univer-
sal, de la ley, de la regla, y que encuentre ahí su realización? ¿No es la propia realidad
el resultado de su interpretación? El rechazo de cualquier posibilidad de subsunciones
o deducciones apunta hacia el propio núcleo de una hermenéutica jurídica inmersa en
los marcos del pensamiento pos-metafísico. Se trata de superar la problemática de los
Diccionario de Hermenéutica 97

métodos, considerados por el pensamiento exegético-positivista como puertos seguros


para la atribución de los sentidos.
Comprender no es producto de un procedimiento (método) y no es un modo de
conocer. Comprender es, sí, un modo de ser, porque la epistemología es substituida por
la ontología de la comprensión.
A partir de la hermenéutica filosófica, la hermenéutica jurídica deja de ser una cues-
tión de método y pasa a ser Filosofía. Consecuentemente, en la medida en que la Filo-
sofía no es la lógica, la hermenéutica jurídica no puede ser apenas una herramienta para
la organización del pensamiento. La hermenéutica posee una temática específica, dirá
Hans-Georg Gadamer. A pesar de su generalidad, no puede ser integrada legítimamen-
te en la lógica. En cierto sentido, comparte con la lógica la universalidad. Entretanto, en
otro, la supera. Por lo tanto, en la hermenéutica filosófica, la herramienta no es decisiva,
esto porque en el lenguaje existe algo más allá del enunciado, es decir, el enunciado
no carga en sí mismo el sentido, que vendría a ser desacoplado por el intérprete. En la
interpretación, siempre queda algo fuera, lo no-dicho, lo inaccesible. Es así que ser que
puede ser comprendido es lenguaje, dirá Hans-Georg Gadamer.
Una hermenéutica jurídica capaz de intermediar la tensión inexorable entre el texto
y el sentido del texto no puede continuar siendo entendida como una teoría ornamental
del Derecho, que sirva tan solamente para colocar capas de sentido a los textos jurídicos.
En el interior de la virtuosidad del círculo hermenéutico, el comprender no ocurre por
deducción. Consecuentemente, el método (el procedimiento discursivo) siempre llega
tarde, porque presupone saberes teóricos separados de la realidad.
Antes de argumentar, el intérprete ya comprendió. La comprensión antecede, pues,
cualquier argumentación. Ella es condición de posibilidad. Por lo tanto, es equivocado
afirmar, por ejemplo, que el juez, primero decide, para solo después fundamentar; en
verdad, él solo decide porque ya encontró, en la anticipación de sentido, el fundamento
(la justificación). Y solamente es posible comprender eso a partir de la admisión de la
tesis de que el lenguaje no es un mero instrumento o tercera cosa que se interpone entre
un sujeto (cognoscente) y un objeto (cognoscible). El abismo gnoseológico que separa
al hombre de las cosas y de la comprensión acerca de cómo ellas son, no depende —en
el plano de la hermenéutica jurídica filosófica— de puentes que vengan a ser construi-
dos —paradójicamente— después que la travesía (anticipación de sentido) ya haya sido
recorrida.
De ahí la importancia de la pre-comprensión, que pasa a ser condición de posibili-
dad en ese nuevo modo de mirar la hermenéutica jurídica. Nuestros pre-juicios que se
acoplan a nuestra pre-comprensión no son jamás arbitrarios. Los pre-juicios no son in-
ventados; ellos nos orientan en el enmarañado de la tradición, que puede ser auténtica o
inauténtica. Pero eso no depende de la discrecionalidad del intérprete y tampoco de un
control metodológico. El intérprete no domina la tradición. Los sentidos que atribuirá
98 Lenio Streck

al texto no dependen de su voluntad, por más que así quieran los adeptos del esquema
representacional sujeto-objeto (S-O). Y si el intérprete impusiera su voluntad, ya no
habrá hermenéutica. No habrá comprensión. Habrá una extorsión de sentido.
El proceso unitario de la comprensión, por la cual interpretar es aplicar (applicatio)
—que desmitifica la tesis de que primero conozco, después interpreto y solo después yo
aplico, se transforma en una especie de blindaje contra las opiniones arbitrarias. La in-
terpretación jamás se dará en abstracto, como si la ley (el texto) fuese un objeto cultural.
Hay, siempre, un proceso de concreción, que es la applicatio, momento del acontecer
del sentido, que ocurre en la diferencia ontológica. No hay textos sin normas; no hay
normas sin hechos. No hay interpretación sin relación social. Es en el caso concreto que
se dará el sentido, que es único; irrepetible.
Una de las preocupaciones fundamentales de la hermenéutica filosófica y, en con-
secuencia, de la Crítica Hermenéutica del Derecho, es enfrentar las críticas del riesgo
del relativismo. Esas acusaciones se dan por la errónea comprensión de que, contra el
formalismo deductivista del positivismo clásico, bastaría colocar cualquier cosa en su
lugar, como hicieron, por ejemplo, las diversas teorías voluntaristas a finales del siglo
XIX y a inicios del siglo XX, llegando incluso al siglo XXI, como se puede ver por las
posturas neo-constitucionalistas. Lejos de eso, la teoría hermenéutica no es una mera
especificación para el Derecho de propuestas procedentes de un plano filosófico más
general, recuerda bien Rodríguez Puerto (2011, pp. 94 y ss.). Ulfrid Neumann (1984)
y Ulrich Schroth (1989) también advierten la agregación que lo jurídico hizo a la her-
menéutica filosófica. Hay, pues, una especificidad en eso: el texto jurídico. La ley. La
jurisprudencia.
En ese sentido, es importante entender que la hermenéutica jurídica, que ex surge
de ese sesgo, es parte de una vertiente de racionalidad práctica preocupada con el Dere-
cho y con lo que este tiene que ver con los diversos campos de conocimiento en el cual
se abrevera. Por eso, se puede decir que fue la ciencia jurídica que fue absorbiendo la
fenomenología hermenéutica, a partir de los elementos centrales como el círculo her-
menéutico, la diferencia ontológica, la noción de pre-comprensión (que no es una mera
subjetividad y tampoco ideología) y la propia noción de verdad.
Quien interpreta ya comprendió y siempre tiene una pretensión de verdad. Como
afirma Hans-Georg Gadamer, más que combatir el relativismo, es necesario destruirlo.
En términos jurídicos, el relativismo es enemigo de la autonomía del Derecho y de la
propia democracia. Hans-Georg Gadamer realizó una enorme contribución para un
nuevo tipo de hermenéutica jurídica. La filosofía que brotó de su obra inundó el De-
recho y contribuyó sobremodo para limpiar la falsa imagen de irracionalidad que la
práctica jurídica tenía en relación a una cierta epistemología moderna. La hermenéutica
vino para quedarse, exactamente, porque es ese intermedio filosófico entre el objetivis-
mo y el subjetivismo.
Diccionario de Hermenéutica 99

La hermenéutica —en su matriz filosófica advenida de Hans-Georg Gadamer o re-


construida como Crítica Hermenéutica del Derecho con recepciones de la teoría inte-
grativa dworkiniana— es una teoría no-positivista. En ese sentido, en el claro decir de
Antonio Osuna, para quien, delante del positivismo jurídico, en sus diversas acepcio-
nes, la hermenéutica (entendida en los límites de la hermenéutica filosófica) efectúa la
comprensión del texto a partir de la inserción circunstanciada e histórica del intérprete.
El Derecho no es apenas un conjunto de textos. Los textos existen a partir de las inte-
rrogaciones puestas por los intérpretes y por la situación hermenéutica en que estos
se encuentran. La hermenéutica es, así, una verdadera ontología jurídica alternativa al
positivismo jurídico. (1993, pp. 106 y ss.).
Y esa tendencia no-positivista en el plano del Derecho queda bien claro por el ca-
mino seguido por la hermenéutica en el ámbito de los paradigmas filosóficos. El posi-
tivismo científico, que provocó el positivismo jurídico, es una tesis empirista. Puesta la
cosa (hecho social), solamente caben descripciones, circunstancia aún presente en los
diversos positivismos, que buscaron en la analítica un modo de superar el viejo exegetis-
mo en el cual los planos de la teoría y de la aplicación estaban fundidos. A partir de la
escisión entre raciocinios teóricos y raciocinios prácticos, el positivismo —o los diver-
sos positivismos— no consiguieron controlar los sentidos en el ámbito de la aplicación
(producto final del Derecho, porque todo redunda en una decisión). Es en ese impase
epistémico que la hermenéutica se erige como un camino intermedio: no queda ni re-
hén de adecuacionismos ni de subjetivismos.
INTERPRETACIÓN-REPRODUCCIÓN E
INTERPRETACIÓN-ATRIBUCIÓN DE SENTIDO
(AUSLEGUNG Y SINNGEBUNG)

17
Auslegung (reproducción de sentido) y Sinngebung (atribución de sentido) son
términos establecidos en la interpretación del Derecho desde el siglo XIX. Auslegung
viene de legen, «colocar, verter», aus, «afuera», por lo tanto, demonstrar, presentar,
poner a la vista. Friedrich Nietzsche consideraba todo el pensamiento y conocimiento
como Auslegung, así como Martin Heidegger concordaba que nuestra vida es impregna-
da de interpretación, tanto de nosotros mismos como de los entes. En la obra de Martin
Heidegger, se ve que Auslegung implica presuposiciones, una «estructura previa (Vor-
Struktur)», así como una «estructura-como (Als-Struktur)». Es notorio, en Martin
Heidegger, que toda interpretación se funda en la comprensión. El sentido es lo que se
articula como tal en la interpretación y que, en la comprensión, ya se preliminó como
posibilidad de articulación. El filósofo llama de sentido aquello que puede articularse
en la apertura de la comprensión. El concepto de sentido abarca el acondicionamien-
to formal de aquello que pertenece necesariamente a lo que es articulado por la inter-
pretación que comprende. Sentido es la perspectiva en función de la cual se estructura
el proyecto por la posición previa, visión previa y concepción previa. Para interpretar,
necesitamos comprender; para comprender, tenemos que tener una pre-comprensión,
constituida de una estructura previa del sentido —que se funda esencialmente en una
posición previa (Vorhabe), visión previa (Vorsicht) y concepción previa (Vorgriff)— que
ya une todas las partes del «sistema». Tenemos una estructura de nuestro modo de ser
en el mundo, que es la interpretación. Estamos condenados a interpretar. El horizonte
de sentido nos es dado por la comprensión que tenemos de algo. Comprender es un
existencial, que es una categoría por la cual el hombre se constituye. La facticidad, la
posibilidad y la comprensión son algunas de esos existenciales. Es en nuestro modo
de la comprensión como ser en el mundo que ex surgirá la «norma» producto de la
«síntesis hermenéutica», que se da a partir de la facticidad e historicidad del intérprete.
Es la discusión acerca de la hermenéutica jurídica gadameriana como integrante del
contenido universalizante de su proyecto hermenéutico, al decir que el modelo de la
hermenéutica jurídica se ha mostrado efectivamente fecundo. Así, aduce el maestro ale-
102 Lenio Streck

mán, cuando el juez se sabe legitimado para realizar la complementación del Derecho
dentro de la función judicial y frente al sentido original de un texto legal, lo que hace es
lo que de todos modos tiene lugar en cualquier forma de comprensión. Esta compren-
sión se da en el modo de ser del intérprete. Y este intérprete es un ser en el mundo, un ser
con los otros. Por esto, la hermenéutica será filosofía, y no método. Será existencia. Será
facticidad. De ahí, la vieja unidad de las disciplinas hermenéuticas recupera su Dere-
cho en la medida en que se reconoce la consciencia expuesta a los efectos de la historia
(Wirkungsgeschichtliches Bewusstsein) en toda tarea hermenéutica, tanto en la del filólo-
go como en la del historiador.
Sustentado en el paradigma del lenguaje y en la medida en que rompe con la posi-
bilidad de saberes reproductivos, queda muy claro que la tarea de interpretar la ley pasa
a ser una atribución de sentido (Sinngebung). En este contexto, Hans-Georg Gadamer
acentúa que la interpretación de la ley es una tarea creativa. Los diversos principios que
debe aplicar, por ejemplo, el de la analogía, o el de suplir las lagunas de la ley, o en último
extremo el principio productivo implicado en la misma sentencia, es decir, dependiente
del caso jurídico concreto, no representa solamente problemas metodológicos, pero, sí,
entran a fondo en la materia jurídica misma.
El factor distintivo correspondiente a la comprensión y a la Auslegung para la Sinn-
gebung, se concentra en el Sinn (sentido o significado). Lo que se comprende posee
Sinn, aunque lo que fue comprendido se transforme en ente. Simplemente porque, dirá
Martin Heidegger (2012b), las cosas no poseen Sinn separado de la comprensión o falta
de comprensión de Dasein. De esa forma, solamente el Dasein puede tener sentido o no
tener sentido.
En Wilhelm Dilthey (1986) es posible verificar la utilización frecuente del Sinn
para el significado de la totalidad, una vida, una sentencia y Bedeutung o Bedeutsamkeit
para el significado de las partes, acontecimiento, palabras. También, Edmund Husserl
realiza la misma distinción entre significado como acto y significado ideal de la diver-
sidad de actos posibles. Los actos subjetivos, que dan significado a las expresiones, son
variables. Entretanto, con los conceptos de Dasein, existencia, historia, de entre otros,
Martin Heidegger rechaza la trampa del psicologismo, pasando a usar los términos Sinn
y Bedeutung de forma indistinta.
Siempre estamos atribuyendo sentido. Martin Heidegger, en «Ser y Tiempo», re-
chaza la implícita dependencia del lenguaje de la significación mundana previa: «Falso.
El lenguaje no está sobrepuesto [aufgestockt]; él es la esencia original de la verdad como
ahí». En el periodo de «Ser y Tiempo», los significados, aunque invariablemente aso-
ciados con las palabras, son lógicamente anteriores a las palabras y se vierten en las re-
laciones de significación del mundo: «Desde el inicio, nuestra esencia es tal que ella
forma la inteligibilidad y comprende […]». (Inwood, 2002, p. 173). La «voluntad»
y el «conocimiento» del intérprete no permiten la atribución arbitraria de sentidos, y
Diccionario de Hermenéutica 103

tampoco una atribución de sentidos arbitraria. Finalmente, la lección está expresada en


«Verdad y Método», quien quiera comprender un texto debe estar dispuesto a dejarlo
decir alguna cosa.
La applicatio hermenéutica de la que habla Hans-Georg Gadamer —porque no se
interpreta por partes— no significa subsunción de lo particular a la universalidad/ge-
neralidad. La applicatio significa un salto más allá de los dualismos metafísicos, como
esencia y apariencia, palabra y cosa, texto y norma, etc. La comprensión —que es un
existencial— ya es applicatio, uniendo las partes del todo. No hay una cuestión de Dere-
cho a ser acoplada a una cuestión de hecho y viceversa. La atribución de sentido (Sinn-
gebung) se dará en esa fusión, en esa síntesis hermenéutica.
La interpretación practicada en el plano de la cotidianidad del Derecho vierte raíces
en la discusión que llevó a Hans-Georg Gadamer a realizar la crítica al proceso herme-
néutico clásico, que entendía la interpretación clásica como siendo producto de una
operación realizada en partes (subtilitas intelligendi, subtilitas explicandi, subtilitas appli-
candi, es decir, primero comprendo, después interpreto, para solo entonces aplicar). La
imposibilidad de esa escisión implica la imposibilidad del intérprete de «retirar» del
texto «algo que el texto posee en sí mismo», en una especie de Auslegung, como si fuese
posible reproducir los sentidos; al contrario, para Hans-Georg Gadamer, basado en la
hermenéutica filosófica, el intérprete siempre atribuye sentido (Sinngebung). El sujeto
de la subjetividad asujetadora —instituidor de la filosofía de la consciencia— no tiene
más lugar en ese giro. De ahí el debido cuidado, para que no se confunda la «muerte del
sujeto» (de la subjetividad asujetadora, del self) con la muerte del sujeto de la relación
de objetos, en fin, el sujeto de la enunciación. Quien muere es el sujeto de la subjetivi-
dad; en ese nuevo paradigma, el sujeto (solipsista) no es substituido por una estructura
o por un sistema; él «simplemente» ya no más «asujeta» las cosas, los sentidos y el co-
nocimiento; ya no más coloca barreras al constreñimiento que viene de afuera, él ahora
responde a una relación inter-subjetiva, en que existe un a priori compartido, locus de
los sentidos que se anticipan a ese «sujeto». La hermenéutica filosófica (ni siquiera la
filosofía hermenéutica) no «mató al sujeto» de la enunciación; no existe prohibición
de interpretar; la tradición y modo de ser en el mundo no aprisionan a ese (nuestro)
sujeto. Lo que ocurre es que él —el sujeto— no es más consciente de sí del pensamiento
pensante. Por lo tanto, los sentidos se dan en el lenguaje. Por eso la máxima de Hans-
Georg Gadamer, de que interpretar y aplicar; y que el intérprete no reproduce sentidos
(Auslegung); en verdad, siempre atribuimos sentidos (Sinngebung).
El maestro alemán es claro al decir que es imposible reproducir sentidos (por esto
no se puede más hablar de Auslegung —extraer sentidos, y sí, de Sinngebung— atribuir
sentido). El proceso hermenéutico es siempre productivo (al final, nosotros nunca nos
bañamos en la misma agua del río). Hans-Georg Gadamer dirá, a partir de esto, que es
una ficción insustentable la concepción de que es posible al intérprete equipararse al
lector originario, haciendo, aquí, una crítica tanto a Friedrich Schleiermacher como a
104 Lenio Streck

Friedrich Karl von Savigny, que ignoró la tensión entre el sentido jurídico originario y
el actual, error que continúa siendo repetido por la dogmática jurídica en la actualidad,
a partir de la metafísica equiparación entre vigencia y validez, entre texto y norma. Así,
el proceso interpretativo deja de ser reproductivo (Auslegung) y pasa a ser productivo
(Sinngebung). Es imposible al intérprete desprenderse de la circularidad y de la com-
prensión, es decir, como aduce con pertinencia Ernildo Stein, nosotros, que decimos el
ser, debemos primero escuchar lo que dice el lenguaje. La comprensión y explicitación
del ser ya exige una comprensión anterior. Hay siempre un sentido que nos es anticipa-
do. Regístrese, nuevamente, que la interpretación jamás está a disposición del intérpre-
te. Se trata de una advertencia elemental. No obstante, delante de la mala-comprensión
de algunos sectores de la comunidad jurídica que sustentan, por ejemplo, que delante de
textos vagos y ambiguos, los jueces proferirán decisiones interpretativas sobre el signifi-
cado de la norma legal y que, en esos momentos, habrá la llamada interpretación opera-
tiva (Zanetti, 2016), debe quedar claro que la interpretación no es una actividad excep-
cional que solamente debe ocurrir delante de los textos vagos y ambiguos. Ella ocurre
siempre, por una cuestión ontológica, antropológica. No hay como no interpretar, a la
luz de nuestras propias pre-comprensiones, constitutivas de nosotros mismos. Lo que
no significa que no haya interpretaciones equivocadas, pre-conceptos inauténticos, etc.
Al final, no se puede decir cualquier cosa sobre cualquier cosa. Solo no podemos ser
ingenuos al punto de creer que no caer en las trampas hermenéuticas de nuestra propia
condición de ser de lenguaje. Eso es, de hecho, lo que Hans-Georg Gadamer llamó de
consciencia histórica. Y que puede ampliarse por medio de la reflexión y de la fusión
de horizontes.
La interpretación, por las mismas razones ontológicas-antropológicas, no es una
cuestión de autoridad. Inclusive de una supuesta autoridad, sea autoral, sea igualmente
de la propia tradición de la cual el texto forma parte. Delante de su texto, un autor tam-
bién se torna intérprete, así como, por medio de la fusión de horizontes, una tradición
puede aprender sobre sí misma en diálogo con otras tradiciones. Tanto un autor, como
una tradición tienen algo que decir sobre los textos, pero sus lectores, comentadores
y críticos también. O sea, tanto Hermes Zanetti, como otros autores que instrumen-
talizan el lenguaje, aún continúan presos en el contexto de la crisis del positivismo, ya
sea por vincular la interpretación al problema de la indeterminación, sea por pretender
lidiar con ese problema como una cuestión de autoridad. De todas formas, es nece-
sario recuperar a Ronald Dworkin para auxiliar el esclarecimiento de esos equívocos.
No apenas en la diferencia que hace entre la interpretación conversacional, científica
y creativa, sino respecto al modo con que él se posiciona al menos en Law’s Empire
en relación al debate Hans-Georg Gadamer y Jürgen Habermas. ¿Cuál, entonces, es el
sentido de la interpretación? Esa es una cuestión no apenas semántica, sino pragmática.
¿Qué, entonces, hacemos al interpretar un texto doctrinario o un texto legal o judicial?
¿Será que atribuimos el mismo sentido a esos textos? Así como la propia percepción del
Diccionario de Hermenéutica 105

texto como vago y ambiguo ya implica interpretación, la propia diferencia entre texto
doctrinario y legal o judicial implica ciertas pre-comprensiones a las cuales reconoce-
mos alguna autoridad respecto a lo que es correcto o incorrecto. La cuestión es: ¿bajo
cuáles criterios?
Del mismo modo como Ronald Dworkin, no es posible dar una respuesta conven-
cionalista. Aunque esas diferencias y criterios sean inicialmente «dados» en la propia
interacción lingüística concreta, o sea, solo puedan ser comprendidas de forma inma-
nente, no se trata apenas de una cuestión «de hecho». Aunque siempre partamos de
tradiciones y, he ahí la complejidad, muchas veces diversas, ni las diferencias, ni los cri-
terios que nos permiten considerarlas como tales deben ser reducidos al sentido pre-
valente de una determinada tradición, porque, pos-metafísicamente hablando, aunque
todo sentido sea construido en su historicidad, no hay una dicción absoluta, dirá Hans-
Georg Gadamer en relación a Georg Hegel, entre historia y verdad. O sea, por más pa-
radojas que eso aparente, justamente en razón de la finitud de la condición humana, la
construcción de sentido no tiene fin, está siempre abierta a nuevas experiencias. De ahí
que la cuestión acerca de los criterios bajo los cuales se pueda diferenciar lo correcto de
lo incorrecto pasa a ser una cuestión de principio. Al mismo tiempo polémica, al mismo
tiempo irrenunciable. Presupone un proceso de aprendizaje social, al mismo tiempo en
que no se deja reducir al mero existente. Aquí, como aprendizaje permanente, entra
la virtud de la integridad como forma de mediación de sentido. Pero como forma de
mediación de sentido que se sabe «precaria». No por otra razón es ella la virtud subya-
cente a la sociedad democrática, en Ronald Dworkin, comprendida como comunidad
de principio y de cooperación (partnership Democracy). En que el Derecho, como prác-
tica social interpretativa, es, así, un emprendimiento público, en ese sentido político, e
intergeneracional. Cuando se va a la judicatura, por ejemplo, no se quiere saber lo que
pasa en el ámbito privado del lenguaje del intérprete-juez. La interpretación, que es
siempre Applicatio, que se busca ver es producto de un emprendimiento público. Es en
ese sentido que aparece la ruptura hermenéutica con el esquema sujeto-objeto (S-O).
Todas las formas de asujetamiento de textos —y los textos son eventos, como recuerda
Hans-Georg Gadamer— repristina las aporías de la subjetividad moderna. La interpre-
tación solamente se emancipa si exterioriza todas las formas de instrumentalización del
lenguaje. La interpretación no puede —y no está— a disposición del intérprete. Por
la simple razón de que el propio intérprete habla desde el interior del propio lenguaje.
JURISPRUDENCIA DE CONCEPTOS

18
La Jurisprudencia de Conceptos es una corriente de pensamiento positivista ocu-
rrida en el siglo XIX y tuvo como exponentes a Georg Friedrich Puchta, Rudolf von
Ihering, Adolf Wach y Bernhard Windscheid. Ese movimiento es la tentativa de supe-
ración del iusnaturalismo y el desarrollo del formalismo. Se trata de un producto de la
escuela histórica del derecho, cuyo representante más eminente fue Friedrich Karl von
Savigny, que combatió con todas sus fuerzas la codificación en Alemania. Para él, el
Derecho era una de las diversas expresiones del «espíritu nacional» y, por lo tanto, no
podría ser aprisionado en un Código. Y, de ese modo, quien estaría en mejores condi-
ciones para definir ese espíritu nacional, traduciendo el Derecho del pueblo, serían los
juristas, los «oráculos naturales de lo que sentía el pueblo».
Conforme Raoul Charles van Caenegem, «Savigny estaba particularmente asusta-
do con legislaturas democráticas como las de la república francesa». Él «era un hom-
bre profundamente conservador, que creía en líderes nobles, mejores conocedores de la
ley y que hablen por el pueblo: evidentemente, profesores de ascendencia aristocrática,
como el propio Friedrich Karl von Savigny, tenían la vocación preordenada de preservar
el Derecho» (2010, pp. 36-37). Partiendo, por lo tanto, de la necesidad de mantener el
dominio de la producción del Derecho en las manos de los profesores, Friedrich Karl
von Savigny pasa a la construcción de su sistema, que tendría como fuente primordial
al Derecho Romano objeto de la recepción en Alemania, confiriéndole un tratamiento
lógico y formal. No se trataba, no obstante, de una absoluta veneración del Derecho
Romano, pero, sí, de «encontrar bajo su raíz toda la doctrina del pasado, y descubrir el
principio orgánico, de manera que cuanto haya vivo se separe de las partes ya muertas,
las cuales permanecerían como meros objetos del dominio de la historia» (Savigny,
1946, p. 112). No obstante, ese abandono del respeto absoluto por las fuentes traía
consigo, según Mario Losano, la tentativa de colocar, a la fuerza, en el sistema, también
los trechos que no parecían adaptarse a él, escogiéndose, pues, las fuentes históricas
más adecuadas para ser insertadas en el sistema que el autor estaba construyendo bajo el
imperio de un único principio (2008, p. 331).
Con eso, se otorgaba a los juristas la tarea de creación del Derecho, idea que quedó
perfeccionada por Georg Friedrich Puchta, discípulo de Friedrich Karl von Savigny.
108 Lenio Streck

Este, partiendo de la constatación de que las fuentes del derecho serían las costumbres
(derecho creado por el pueblo) y la ley (derecho creado por los órganos del pueblo) vino
a establecer que también la ciencia del derecho sería algo productivo. Al final, como
todo el derecho positivo sería, originalmente, derecho del pueblo, premisa aplicable
tanto a las costumbres como al derecho legislado, se tornaba necesaria una general ela-
boración determinante de ese derecho originario, función para la cual serían justamen-
te llamados los juristas (Castanheira Neves, 1995, p. 210). De ese modo, el derecho
creado por los juristas sería una fuente equiparada a las otras dos, con lo que se llegaba
a la siguiente constatación: «La ciencia es algo productivo, o sea, la ciencia jurídica
puede producir derecho válido» (Losano, 2010, p. 339). Se inaugura, con eso, la «Ju-
risprudencia de Conceptos», caracterizada por la «pirámide de conceptos del sistema
construido según las reglas de la lógica formal» (Larenz, 1997, p. 24). Con eso, la legi-
timidad de las normas jurídicas se basaba exclusivamente en su corrección sistemática,
en su verdad lógica y en su racionalidad, de modo que la propia creación del derecho
consistía en un desarrollo a partir del concepto (Wieacker, 1980).
Ese modelo positivista, denominado científico o conceptual (Begriffsjurisprudenz),
tenía como coordenadas fundamentales al sistema conceptual y a la ley. La metodología
es la construcción conceptual del Derecho, a través de la interpretación y con aplica-
ción del método-científico, pretendiendo obtener su objetividad, […] mediante una
análisis lógico y conceptual-sistemático, que llevase a definir la estructura inmanente
de los «cuerpos jurídicos», a descubrir las «naturalezas jurídicas» que objetivaban
esencialmente los institutos y las relaciones jurídicas reguladas por las normas positivas
(Castanheira Neves, 1971-1972). Georg Friedrich Puchta sustentaba que la Ciencia del
Derecho debería comprender una «genealogía de los conceptos», organizados en una
«pirámide conceptual», siendo que del concepto más general llegaríamos a lo particu-
lar, de los principios generales hasta normas específicas. Ocurre un movimiento deduc-
tivo descendiente. Entretanto, también puede ocurrir lo inverso, o sea, de lo particular
se llega a lo general, inductivo ascendente (1954; 1887).
En el vértice de la pirámide se tiene el «concepto supremo», el concepto más ge-
neral, siendo que a partir de todos los conceptos abajo se puede llegar hasta él. Cada
concepto inferior es subsumido en el superior y todas las afirmaciones sobre este val-
drán para aquel. El denominado «concepto supremo» da origen y determina a todos
los demás conceptos. Se debe considerar que, para Georg Friedrich Puchta, el concepto
supremo o fundamental, el vértice de la pirámide, no es extraído del derecho positivo,
sino es dado por la filosofía del Derecho (Larenz, 1997).
La codificación en Alemania (1900) vino a ser instituida solamente casi cien años
después de lo que ya ocurrirá en Francia (1804). Es posible afirmar que la Jurispruden-
cia de Conceptos representó, política y jurídicamente, aquello que el exegetismo repre-
sentó en Francia por la relevante circunstancia de ambas tesis tener como presupuesto
la equiparación entre Derecho y ley (o Derecho y Concepto —la pandecta). Con eso,
Diccionario de Hermenéutica 109

el juez no podía hacer discursos de validez o sobre la validez del Derecho, estando su
trabajo reducido a la subsunción. La tarea del juez se restringía a ser un acto de conoci-
miento, siéndole vedado alterar el contenido de los actos estatutarios (léase, en Alema-
nia, los conceptos producidos por los juristas).
En las experiencias de Francia y Alemania, puede ser verificado la fuerte influencia
que el Derecho Romano ejerció en la formación de su respectivo Derecho privado. No
en virtud de lo que comúnmente se piensa —de que los romanos «crearon las leyes
escritas»—, pero, sí, en virtud del modo cómo el Derecho Romano era estudiado y
enseñado. Eso que se llama de «exegetismo» tiene su origen ahí: había un texto especí-
fico en torno del cual giraban los más sofisticados estudios sobre el Derecho. Ese texto
era —en el periodo pre-codificación— el Corpus Iuris Civilis.
La codificación efectúa la siguiente «marcha»: antes de los códigos, había una espe-
cie de función complementaria atribuida al Derecho Romano. Aquello que no podría
ser resuelto por el Derecho Común sería resuelto según criterios oriundos de la autori-
dad de los estudios sobre el Derecho Romano —de los comentadores o glosadores. El
movimiento codificador incorpora, de alguna forma, todas las discusiones romanísticas
y acaba «creando» un nuevo dato: los Códigos Civiles (Francia, 1804, y Alemania,
1900). En este contexto, la función de complementariedad del Derecho romano desa-
parece completamente. Toda argumentación jurídica debería tributar sus méritos a los
Códigos, que pasaron a poseer, a partir de entonces, la estatura de verdaderos «textos
sagrados». Eso porque ellos serían el dato positivo con el cual debería lidiar la Ciencia
del Derecho. Está claro que, ya en ese periodo, aparecieron problemas relativos a la in-
terpretación de esos «textos sagrados».
Con el pasar del tiempo, se desarrolló la percepción acerca de la incapacidad de los
Códigos de poder abarcar toda la realidad circundante, principalmente en virtud de los
embates teóricos acerca de la existencia de las lagunas legislativas. Pero, entonces, ¿cómo
controlar el ejercicio de la interpretación del Derecho para que esa obra no fuese «des-
truida»? Y, juntamente, ¿cómo excluir de la interpretación del Derecho los elementos
metafísicos que no eran bien vistos por el modo positivista de leer la realidad? En un
primer momento, la respuesta será dada a partir de un análisis de la propia codificación:
la Escuela de la Exégesis, en Francia, y la Jurisprudencia de Conceptos, en Alemania.
Aunque, en palabras de Hans-Peter Haferkamp, ningún jurista jamás se ha autode-
nominado como representante de la Jurisprudencia de Conceptos, el hecho es que se
trata de una escuela del pensamiento jurídico marcado por la creencia en un Derecho
sin lagunas, en formato lógico de una pirámide conceptual, y desarrollado a partir de los
padrones clásicos de inducción y deducción (2011, p. 1). Además, complementa Mario
Losano que se trata de un ideal de sistema cerrado para el Derecho, sin Lacunas. Por este
motivo, representa el apego de la «ciencia de las pandectas», siendo el más evidente del
«pandectismo». Muchos la resumen como una jurisprudencia sistemática de origen
110 Lenio Streck

pandectista (2010). Se debe registrar que el «primer» Rudolf von Ihering (o en su pri-
mer periodo) adoptó la Jurisprudencia de Conceptos (Ihering, 1943). El «segundo»
Rudolf von Ihering fue un crítico del pensamiento lógico-formal de la Jurisprudencia
de Conceptos, la cual consideraba como insuficiente, sustentando, como contrapunto,
una visión finalística, pragmática, del Derecho, que él explicitó en el libro Der Zweck
im Recht («El fin en el Derecho»), originalmente publicado en 1877. No obstante,
esa transición ya puede ser percibida en la obra Der Kampf ums Recht («La Lucha por
el Derecho»), fruto de una conferencia proferida en Viena, en el año de 1872. Es inte-
resante notar como Rudolf von Ihering aborda la ruptura con el pensamiento lógico-
formal en Im juristischen Begriffshimmel, ya en el año de 1884. Se trata, como dicen Je-
fferson Carús Guedes y Thiago Aguiar de Pádua, de un «instigante, creativo y ácido»
texto narrado partiendo de diálogos en primera persona, entre alguien que falleció y
fue a parar al paraíso de los conceptos. Al llegar al paraíso, en uno de los diálogos le es
explicado que la mayoría de los postulantes a las vacantes en el paraíso de los conceptos
vienen de Alemania, siendo Georg Friedrich Puchta el primero de ellos. Pero antes de
permitir la entrada de los postulantes al paraíso, se constata la necesidad de que todos
los candidatos pasen por una «cuarentena», para que solamente entonces realicen el
examen de aptitud. El motivo de eso es la necesidad de «limpieza» del aire atmosféri-
co, en la medida en que, para entrar en contacto con los conceptos en el paraíso, no se
admitiría cualquier contacto con el mundo real (2017a).
Herbert Hart, al lamentar que tan pocos trabajos de Rudolf von Ihering hayan sido
traducidos para el inglés, afirma que en esa sátira pueden ser percibidas las siguientes
fallas que el jurista pretende apuntar: (i) preocupación excesiva con condiciones de
conceptos abstractos que deben ser aplicados en la vida real; (ii) ceguera a los intereses
sociales e individuales que deben ser considerados, juntamente con otros problemas
prácticos, en el uso y desarrollo de conceptos jurídicos; (iii) la creencia de que es posible
distinguir entre la esencia y las consecuencias jurídicas de una regla jurídica o concepto,
para que se pueda considerar a los conceptos in abstracto; (iv) ausencia de cuestiona-
miento acerca de los fines y propósitos de las leyes; y, finalmente, (v) una falsa asimila-
ción de conceptos y métodos jurídicos para la matemática, como si el raciocinio jurídico
fuese una cuestión de cálculo en el cual los conceptos se aplicarían por deducción ló-
gica (1983, pp. 264-265). Con eso, el «segundo» Rudolf von Ihering evidentemente
pretendía responder a sus críticos, los cuales le acusaron de prestar poca atención a la
necesidad de un rigor conceptual que resolvería la totalidad de los problemas. Es en esa
perspectiva que Jefferson Carús Guedes y Thiago Aguiar de Pádua afirman que —en
algún sentido y guardadas las debidas proporciones— la crítica del «segundo» Rudolf
von Ihering se aproxima a la crítica ejercida por la Crítica Hermenéutica del Derecho
al fenómeno del pan-principiologismo (ver el término «Pan-principiologismo»): «Es
posible apostar que si Rudolf von Ihering estuviese reflexionando modernamente sobre
los temas y problemas actuales, él posiblemente disertaría sobre un “Paraíso de los Prin-
Diccionario de Hermenéutica 111

cipios Jurídicos”» (2017b). Aquí, es necesario hacer un paréntesis, para afirmar que la
conexión entre el pan-principiologismo y la crítica formulada por Rudolf von Ihering II
está en el sentido de que ambos denuncian la utilización de conceptos vacíos de concre-
tud, cuya distancia con la facticidad acaba llevando a indeterminaciones interpretativas
y, consecuentemente, a la discrecionalidad. No obstante, el punto de distanciamiento
es que los pan-principios tienen un carácter inventivo y creativo, que son adicionados
a las decisiones judiciales sin demostrarse su coherencia argumentativa con el ordena-
miento jurídico. No son apenas conceptos generales abstractos (eso hasta el concepto
de «silla» es), sino también son inventados (por doctrinadores y jueces) y aplicados
para distorsionar el contenido normativo del Derecho. El pan-principiologismo, así,
es mucho más grave. Por eso es acertada la observación de que la aproximación entre
el «segundo» Rudolf von Ihering y la crítica al pan-principiologismo debe tomar en
cuenta las debidas proporciones. Esclarecido el punto, volvamos al «primer» Rudolf
von Ihering, que es el más importante para la Jurisprudencia de Conceptos. Rudolf
von Ihering I, al contrario de lo que sustentara en Im juristischen Begriffshimmel, ma-
nifestó un profundo interés por las ciencias naturales. Demostrando ser un crítico del
historicismo de Friedrich Karl von Savigny, intentó aproximar el Derecho al alfabeto,
«en una especie de recurso conceptual que el jurista necesita tener a disposición para
poder articular el conocimiento sobre el Derecho» (Tomaz de Oliveira, 2013, p. 174).
Sustentaba un método inductivo basado en la descomposición de las normas jurídicas
en sus elementos formales, para después proceder a su recomposición. Rudolf von Ihe-
ring parte de la observación de las ciencias naturales, yendo de los hechos particulares
para inducir los conceptos. Se trata, pues, de analizarlo y reducirlo a elementos simples,
y esto confirma la observación, que precedentemente hicimos, de que la esencia del
Derecho consiste en analizar, disolver y separar (Ihering, 1943).
En el derecho brasileño, las súmulas vinculantes representan una tentativa de re-
pristinación de la Jurisprudencia de Conceptos, en la medida en que, guardadas las di-
ferencias específicas, son una especie de «pandecta», o sea, conceptos que pretenden
abarcar todas las hipótesis de aplicación futura. Es el imperio de los enunciados aser-
tóricos que se sobrepone a la reflexión doctrinaria. Así, los reflejos de una apuesta en
el protagonismo judicial no demorarían en ser sentidos: la doctrina se contenta con
«migajas significativas» o «restos de los sentidos previamente producidos por los tri-
bunales». Con eso, la vieja Jurisprudencia de Conceptos acaba llegando al Derecho
contemporáneo a partir del lugar que era su destinatario: las decisiones judiciales, o sea,
son ellas, ahora, las que producen la conceptualización. Con una agravante: el sacrificio
de la facticidad; el olvido del mundo práctico.
Ora, la subjetividad está reflejada en la acción del legislador, sea él un cuerpo legis-
lativo determinado (un parlamento); sea él la expresión de la sabiduría de especialistas/
profesores que construyen la ley a partir de los descubrimientos de la ciencia jurídica. La
filosofía de la consciencia (o, muchas veces, una caricatura de esta, el simple voluntaris-
112 Lenio Streck

mo judicial) se manifiesta aquí como un tipo de voluntad política que limita la acción
del juzgador. Se trata de una voluntad de sistema que se manifiesta de forma más esplen-
dorosa en la experiencia de la codificación. La técnica inicial de decisión que servirá
como mecanismo de aplicación del Derecho será la conocida subsunción. En ese caso,
se opera deductivamente de la premisa mayor que es la Ley en dirección a la premisa
menor, el caso. Ese aspecto lógico abstracto —que será llamado después de conceptua-
lista— está en base de movimientos culturales de la Jurisprudencia de Conceptos (Be-
griffsjurisprudenz). De ese modo, el Derecho es dotado de una inmanente racionalidad,
constituyéndose en una unidad ideal, cerrada y completa y, así, no admitiendo lagunas.
Por eso, el papel del intérprete era el de hacer apenas una revelación, una extracción del
sentido ya dado. Es lo que se denominó de interpretación como Auslegung.
Los grandes códigos civiles del siglo XIX serán operacionalizados (en el caso de
la Escuela de la Exégesis) y pensados (en el caso de la Jurisprudencia de Conceptos)
teniendo a la decisión judicial como resultado de ese procedimiento estrictamente sub-
suntivo de acomodación del caso judicial al soporte fáctico previsto en la legislación.
En términos filosóficos, esa forma de positivismo se filia a un objetivismo. La reali-
dad ya está dada. Está contenida en la ley o en el concepto (en la pandecta). Se puede de-
cir que es la disposición, por el Derecho, de las respuestas antes que las preguntas fuesen
(o sean) hechas. El Derecho hecho por el legislador, en Francia; el Derecho hecho por
profesores, en Alemania; el Derecho hecho por precedentes (tan duros y herméticos
como la ley en el exegetismo y las pandectas en la Jurisprudencia de Conceptos), en
Inglaterra. En Brasil, la fiebre de la construcción de enunciados repristina ese modelo
vigente en el siglo XIX. ¿Qué son los enunciados? Conceptos sin cosas. Entretanto, hay
controversias sobre el real objetivo o filiación filosófica de los pandectistas. Se puede
afirmar que la mayoría de ellos no defendió un papel mera o puramente mecánico. Lo
que ellos no aceptaban es que fuese usada una valoración venida de afuera del Derecho,
como los criterios personales de los jueces. Esa cuestión es tan compleja que Regina
Ogorek (1986) demuestra que los positivistas de entonces ya estaban conscientes de la
imposibilidad de controlar la interpretación desde la generalidad de la ley. Se trataba de
una cuestión política, es decir, los poderes son distintos, separados y el juez no hace la
ley; solo la aplica. De todos modos, los autores que tratan de esa temática son unánimes
en decir que uno de los presupuestos de los pandectistas era el de que las cuestiones
no previstas siempre eran resueltas a partir del ordenamiento, de aquello considerado
como Derecho puesto. Se apartaba la opinión personal del intérprete, así como el apelo
a valores o otros argumentos exógenos. Eso está bien claro en un positivista del nivel de
Carl Bergbohm (1892), rechazando «el material desde afuera».
JURISPRUDENCIA DE INTERESES

19
Los protagonistas que obtuvieron un mayor reconocimiento en la lucha por la aper-
tura del sistema jurídico a la realidad «fuera del texto» fueron Rudolf von Ihering,
Philipp Heck ( Jurisprudencia de Intereses) y el Movimiento del Derecho Libre, no pu-
diendo ser olvidada la contribución de Oskar von Bülow, Erich Danz y Franz Adickes,
todos incentivadores de esa apertura metodológica del Derecho. Sus escritos tuvieron
menos repercusión que las tesis de la Escuela del Derecho Libre, aunque puedan haber
sido más audaces que los «iusliberistas» (Rodrigues Puerto, 2011, p. 15).
Debe registrarse que, en 1905, en Alemania, hubo un abandono de algunos im-
portantes autores del Movimiento del Derecho Libre. El principal articulista de esa
secesión será Philipp Heck, inaugurando la llamada Jurisprudencia de Intereses (Inte-
ressenjurisprudenz). Refería que era necesario que ocurriese el estudio de los intereses
sociológicos que llevaron al legislador a crear la ley para que se pudiese, con base en
ellos, colmar eventuales lagunas (Heck, 1947). Buscaba, por lo tanto, superar las postu-
ras metodológicas basadas en las ideas de la filosofía racionalista presente, por ejemplo,
en la Jurisprudencia de Conceptos. La composición de los conflictos exige que se haga
una «ponderación» (perspectiva metodológica que retornará en la Jurisprudencia de
Valores) para la identificación del interés que sociológicamente debe prevalecer.
Dos factores impulsaron a Philipp Heck: primero, el pensamiento del «segundo»
Rudolf von Ihering, que sustentaba una visión finalística, pragmática, del Derecho; se-
gundo, la eclosión del «Movimiento del Derecho Libre», que pregona la liberación del
Derecho del formalismo exegético y conceptual, sustentando que al lado del Derecho
legislado también existe un Derecho libre. En verdad, la Jurisprudencia de Intereses
puede ser considerada el ala más moderada del Movimiento del Derecho Libre (Losa-
no, 2010, p. 149), que, en 1905, se separó del movimiento por la no aceptación de la de-
cisión contra legem. La Jurisprudencia de Intereses surge en el contexto de la formación
de un Derecho público en el estado liberal de los años novecientos, con el surgimiento
de nuevas disciplinas para regular las relaciones con el Estado, al contrario de la Escuela
Histórica y de la Jurisprudencia de Conceptos, que permanecieron vinculadas al Dere-
cho privado.
114 Lenio Streck

En las diversas tentativas de superación del positivismo primitivo (en sus variadas
tradiciones «nacionales»), se construyeron las tesis voluntaristas-axiologistas, pasando
de la «razón» hacia la «voluntad». Es posible afirmar que cada uno de los «positi-
vismos nacionales» tuvo su antítesis: en Francia, contra el Exegetismo surgen el Movi-
miento del Derecho Libre; en el common law, contra la Jurisprudencia Analítica surge
el Realismo Norte-americano y el Realismo Escandinavo; en Alemania, contra la Ju-
risprudencia de Conceptos surge la Jurisprudencia de Intereses. De hecho, con Mario
Losano es posible afirmar que el llamado Movimiento del Derecho Libre se encuentra
en la raíz de todas esas posturas teóricas que tenían como panorama la liberación del
juzgador de las rígidas estructuras formales que el conceptualismo del siglo XVIII había
legado a la moderna y agitada sociedad del siglo XIX. Así, ya al final del novecientos,
aparece en Francia la obra de François Gény sobre la interpretación (1889), que marcará
el inicio de ese movimiento pretendidamente «libertario». Muchos de los postulados
de François Gény estarán presentes de forma aproximada tanto en las posturas de los
realistas estadunidenses (tales como: Benjamin Nathan Cardozo y Oliver Wendel Hol-
mes) y también en Alemania y en Austria. Ese carácter «internacional» de esos postu-
lados teóricos es que llevará a nombrarlos como «movimiento». En Alemania, donde
los estudios sobre el Derecho libre fueron más vigorosos, se destaca la figura de Herman
Kantorowicz, que, inspirado en el segundo Rudolf von Ihering —el Rudolf von Ihe-
ring de la «finalidad del Derecho», vale decir—, publica, en 1905, bajo el pseudónimo
Gnaeus Flavius, el panfleto intitulado Der Kampf um die Rechtswissenschaft («La lucha
por la Ciencia del Derecho»), que pretendía unificar, en un único movimiento, las
posiciones teóricas que sublineaban la función creativa, y no apenas declarativa del juez.
Gustav Radbruch, que en aquella época también perfilaba las filas del Movimiento
del Derecho Libre, afirma que la opción por el pseudónimo dio al panfleto del joven
Hermann Kantorowicz gran notoriedad, en la medida en que generaba la impresión de
ser un escrito de un escritor maduro y experimentado, habiendo influenciado a juristas
como Oskar von Bülow, Josef Unger y Franz Klein. Todos ellos, de alguna forma, rei-
vindicaban un papel protagonista de la magistratura en la aplicación del Derecho. Ya
en la llamada Jurisprudencia de Intereses (Interessenjurisprudenz), los postulados del
Derecho libre aparecieron más contenidos, principalmente en lo que respecta a la po-
lémica de la interpretación contra legem (admitida por la versión más radical del Dere-
cho libre). La Jurisprudencia de Intereses continuará pregonando la crítica a la «falacia
conceptual» que el Derecho Libre identificaba en la Jurisprudencia de Conceptos. Esa
crítica abogaba la tesis de que el excesivo conceptualismo llevaba al juez a un terreno
abstracto, muy distante de las tensiones sociales que, en aquel tiempo, se mostraban
cada vez más agudas (son los años que gestaron las condiciones para la eclosión de la
Primera Guerra Mundial).
El lema principal de la Jurisprudencia de Intereses se encuentra circunscrito en la
premisa de que la norma jurídica tiene por finalidad resolver conflictos de intereses.
Diccionario de Hermenéutica 115

Esos intereses en conflicto condicionan tanto el ambiente legislativo como el jurisdic-


cional. En la labor interpretativa, cabe al juez recomponer los intereses en conflicto que
estaban presentes en la gestación de la ley y, en los casos de laguna, proceder su colmado
a partir de una ponderación (Abwägung) de los intereses que están en situación de ten-
sión en el caso que le es presentado.
Por lo tanto, por lo menos dos son las diferencias entre la Jurisprudencia de Intereses
y el Movimiento del Derecho Libre: 1) por un lado, la Jurisprudencia de Intereses no
admite decisiones contra legem, pregonando la vinculación del juez a la ley cuando las
situaciones de la vida que son llevadas a su jurisdicción encuentren previsión legislativa;
y 2) por otro, la Jurisprudencia de Intereses desarrolla un método que busca guiar la
actividad creativa del intérprete/juez: la ponderación (Abwägung) de intereses en con-
flicto. Bastante antes de Robert Alexy, como se registra. En un primer momento, ella se
manifiesta en la voluntad del legislador que, en el momento de su aplicación judicial, es
articulada a partir del mito de lo dado, de la idea objetivista de que la ley carga consigo
todos sus sentidos; en el momento siguiente (del Derecho Libre, de la Jurisprudencia de
Intereses y del Realismo Jurídico), lo que se tiene es una fragmentación completa de las
estrategias objetivistas para una afirmación cabal de que la voluntad —que caracteriza
la acción política— es también un atributo del Poder Judicial que posee como deber la
tarea de afirmar —y no revelar— la voluntad de la ley que, al fin y al cabo, se convierte
en voluntad del juicio que afirma el sentido de la ley. En ese sentido, para Philipp Heck,
la norma jurídica sirve para resolver conflictos de intereses; pero, ya que el legislador no
puede prever todos los conflictos posibles, las leyes presentan lagunas: la labor del juez
consiste en colmarlas, remetiéndose a la solución indicada por el legislador para resolver
conflictos análogos. Así, el juez «no se limita a colmar las normas en blanco que la ley
contiene. Tiene también que completar y eventualmente que corregir, en conformidad
con los intereses, los comandos existentes» (1947, p. 24).
El juez no apenas subsume el hecho a la norma jurídica sin alguna valoración per-
sonal. Él es creador de las normas a aplicar, auxiliar, por lo tanto, del legislador, aunque
subordinado (Heck, 1947). Los valores a los cuales el legislador recurre en casos análo-
gos guían, por lo tanto, la interpretación y la decisión del juez en la solución de los con-
flictos de intereses y la decisión del juez en la solución de los conflictos de intereses no
previstos por el legislador. De ese modo, la mejor forma de interpretación que satisface
los intereses prácticos está constituida por la investigación histórica de los intereses y
debe buscar los pensamientos exteriorizados o revelados por medio del acto legislativo,
pero su acción retrospectiva debe ir más lejos, hasta los intereses determinantes de la ley,
a los intereses causales (Heck, 1947, p. 10).
Las palabras son causales por lo que es pensando en el momento que son formuladas;
«por eso es que lógicamente se considera a la interpretación como investigación de las
causas» (Heck, 1947, p. 31). El objetivo final de la actividad judicial, de la resolución
de los conflictos, es la satisfacción de las necesidades de la vida, de lo que Philipp Heck
116 Lenio Streck

llama de «apetencias y tendencias apetitivas» reales o ideales. Esos serían los «intere-
ses» que no se puede perder de vista (Larenz, 1997, p. 64). La «tutela de intereses» es
el objeto del Derecho. Las leyes son el resultado de la constante lucha entre el interés de
varias órdenes (materia, ética, religiosa, entre otras), siendo que los intereses vencedores
son reconocidos en el texto legal (Larenz, 1997, p. 60). De ahí resulta la necesidad de
descubrir en la historia los intereses que llevaron a la edición de la ley y considerarlos en
la decisión del caso concreto. Así Philipp Heck (1947, p. 10) menciona que la expresión
«voluntad del legislador “es un concepto normativo” —“un concepto de interés”».
El legislador no es un «fantasma», es una designación que engloba todos los intere-
ses causales. Dos casos juzgados en el siglo XIX, respectivamente, en los Estados Unidos
de América y en Brasil, pueden ayudar en la comprensión del contexto histórico en el
cual se forjaron las diversas escuelas de interpretación del Derecho y sus posibilidades
de superación. En los Estados Unidos, el famoso caso «Dred Scott vs. Sandford» de-
muestra un modo exegético de aplicación de la ley y de la Constitución. Dred Scott
se mudó, en 1834, con su «propietario» de Missouri para Illinois y, posteriormente,
para Minnesota, entonces parte del territorio de Louisiana. Tanto la Constitución de
Illinois como una ley aprobada por el Congreso Nacional, en 1820, prohibían la escla-
vitud en sus respectivos territorios. En 1838, retornando para Missouri, Dred Scott fue
vendido como esclavo a John Sandford, de New York, teniendo posteriormente una
acción en la justicia federal contra John Sandford, buscando su libertad, pues, después
de su pasaje por dos territorios sin esclavitud, se transformó en hombre libre. La Supre-
ma Corte analizó la cuestión en dos etapas. En primer lugar, apreció la cuestión de la
ciudadanía. Dred Scott no era ciudadano. Como formaba parte de una «clase de seres
subordinados e inferiores», incapaces de asociarse con la raza blanca, sea en relaciones
sociales o políticas, no podría buscar derechos en juicio. En la segunda parte de la de-
cisión, la Suprema Corte declaró inconstitucional el acto del Congreso Nacional que
prohibía la esclavitud o servicio involuntario en todo el territorio cedido por Francia.
Para la Suprema Corte, la Constitución en ningún momento autorizaba al Congreso a
asegurar la libertad a los esclavos o a restringir el derecho de propiedad de sus señores.
Con el resultado de 7 votos a 2, contrarios a la pretensión de Dred Scott, la Suprema
Corte decidió que ningún negro podría venir a ser considerado ciudadano, ya que su
condición de propiedad no podría ser violada por el Estado. Su decisión se valió de una
interpretación basada en el mito de la voluntad original de los escritores de la Consti-
tución, interpretación muy próxima desde una perspectiva objetivista presente en los
positivismos clásicos-primitivos. Compárese, entretanto, la decisión de la US Supreme
Court con el no-famoso caso de los esclavos Lino y Lourenço, ocurrido en Rio Grande
do Sul, el año de 1875, cuando el tribunal de Porto Alegre confirmó la sentencia del
juez de la circunscripción de Rio Pardo (entonces uno de los cuatro municipios de la
Provincia), Antônio Vicente Pereira Leitão, que, en el año de 1866, concedió la libertad
a los referidos esclavos, los cuales, incorporados a una comitiva que llevó víveres para
Diccionario de Hermenéutica 117

soldados brasileños en Paraguay, atravesaron un territorio libre (Argentina), habiendo,


a su retorno, requerido su libertad, con base en el art. 1º de la Ley de 7 de noviembre
de 1831. Semejante a lo que constaba en la legislación americana discutida en el caso
«Dred Scott vs. Sandford», establecía la citada ley que todos los esclavos que entraron
en el territorio o puertos del Brasil, venidos de fuera, permanecen libres, exceptuados
los esclavos matriculados en el servicio de embarcaciones pertenecientes al País, donde
la esclavitud está permitida, como empleados al servicio de las mismas embarcaciones.
La argumentación del juez de la Comarca fue en el sentido de que era el caso de apli-
carse la citada ley, porque su objetivo era el de imponer condiciones más difíciles para
los esclavistas, «para que se vaya perdiendo la voluntad de sustentar el vicio con que
fue creada (la esclavitud), y paulatinamente resignándose a cumplirla». En suma, «la
intención del legislador es que sea libre el esclavo que estuvo en un país donde no se ad-
mita la esclavitud; que aunque venga del país donde ella se admita, permanezca libre»
(Nequete, 1988, p. 130; Streck, 2016c, p. 60 y ss.).
La posición del juez Antônio Vicente de Siqueira Pereira Leitão debe ser observada
como una manifestación contramayoritaria del Poder Judicial, en el sentido de reforzar
el desmantelamiento de la esclavitud en Brasil. Algo completamente diferente de lo que
ocurrió en la actuación de la Suprema Corte estadunidense en el caso «Dred Scott
vs. Sandford». La decisión del juez se basó en las corrientes teóricas tradicionales de
aquella época, como las interpretaciones gramaticales y lógicas, y sirviéndose del de-
recho natural, se posicionó contra las reivindicaciones del propietario de los esclavos.
Lo interesante es que el juez anticipó los aspectos presentes en la postura teleológica
de la Jurisprudencia de Intereses, al reforzar que la Ley de 1831 tenía la finalidad de,
paulatinamente, minar la institución de la esclavitud. Finalidad de la ley e intereses del
legislador: he ahí el punto central. Obsérvese que la decisión fue proferida en el interior
de la entonces provincia de Rio Grande do Sul y anticipa aquello que más tarde se cons-
taría en el «segundo» Rudolf von Ihering y en la Jurisprudencia de Intereses de Philipp
Heck. Así, casi veinte años después de la decisión de la Suprema Corte en el caso «Dred
Scott vs. Sandford», Antônio Vicente de Siqueira Pereira Leitão reforzó, por medio de
una interpretación jurídica innovadora, la necesidad de que la esclavitud fuese abolida
en Brasil. Claro que las diferencias entre los dos casos no nos permiten concluir que, en
Brasil, había una visión más democrática sobre el Derecho que en los Estados Unidos.
En los dos países predominaba una concepción muy restringida de democracia, que
primeramente colocó a la población negra en una condición de mercancía, para des-
pués abandonarla por mucho tiempo en la condición de subciudadanía. No obstante, la
comparación entre los dos casos permitió destacar el sentido innovador, más allá de una
posición exegetista, asumido por el juez Antônio Vicente de Siqueira Pereira Leitão. Al
contrario de la Suprema Corte estadunidense, que construyó su decisión con base en los
preceptos fundamentales del liberalismo esclavocrata del siglo XIX, al posicionarse en
defensa de la segregación racial; en el caso del juez de Rio Grande do Sul la decisión asu-
118 Lenio Streck

mió una posición fundamental para el fortalecimiento de las posiciones abolicionistas


en Brasil, ya que el país también se destacaba por poseer una dominación señorial que
combinaba las libertades individuales de los hombres blancos y grandes propietarios de
tierra con la explotación de mano de obra esclava.
La decisión del «caso Lino y Lourenço» fue innovadora no apenas en el sentido del
reconocimiento de la libertad de los esclavos, sino también en el sentido de presentar
argumentos teleológicos que serían defendidos por los juristas alemanes solamente años
después. La decisión asume mayor relevancia, nuevamente, cuando se percibe que, en
pleno siglo XXI, tanto en Brasil como en los Estados Unidos, aún son planteados argu-
mentos basados en el positivismo exegético o en las concepciones originalistas.
JURISPRUDENCIA DE VALORES

20
Con la Jurisprudencia de Valores se sustentaba un ius distinto de la lex a través de la
invocación de argumentos que permitiesen al tribunal recurrir a criterios decisorios que
se encontraban fuera de la estructura rígida de la legalidad. El Derecho es concebido
aquí como un orden positivo de valores, siendo que en la decisión orientada por valores
el juez puede ir más allá de aquello enunciado por el texto de la ley. No obstante, su
decisión será de acuerdo con el Derecho (Losano, 2010).
Posee como defensores notables —cada uno a su modo— a Karl Larenz, Josef Esser
y Claus-Wilhelm Canaris. El punto en común con esos autores aparece en la preocupa-
ción con la cuestión del problema de la llamada creación judicial del Derecho, siendo
que esta debe ser guiada por los valores culturales de una sociedad. El modo cómo ocu-
rre ese conocimiento de esos valores es que varía de autor en autor.
Para Josef Esser (1961), las valoraciones que tienen que ser encontradas de modo
diverso en cada época y por cada comunidad, cabiendo al juez verificar el contexto de
valores y de las necesidades sociales aceptadas en un específico medio social y en una
determinada época expresados por el público razonable.
Ya Claus-Wilhelm Canaris, a través de su sistema abierto, consolida la transforma-
ción, bajo la Jurisprudencia de Valores, del concepto de sistema interno, que deja de
tener un carácter formal para asumir un carácter material al tener como objetivo la de-
finición del contenido del sistema jurídico, inclusive de los valores bajo los cuales él se
funda, siendo que se debe garantizar «que el “orden” del Derecho no se disperse en una
multiplicidad de valores singulares inconexos, antes dejándose reconducir a criterios ge-
nerales relativamente poco numerosos; y con eso queda también demostrada la efecti-
vidad de la segunda característica del concepto de sistema, de la unidad» (1989, p. 21).
Así como una cantidad considerable de juristas, uno de los corifeos de la Jurispru-
dencia de Valores, Karl Larenz (1997), escribe preocupado por la actividad creadora
de los jueces. Para él, no se puede negar o esconder la actividad creadora; entretanto,
no quería resbalar en dirección al empirismo de las posturas realistas, especialmente el
norte-americano.
120 Lenio Streck

Su tesis es intermedia, evitando, pues, los extremos. La decisión judicial es limitada


por un conjunto de instancias racionalizadoras que van desde los criterios y métodos
interpretativos y recurrencias a los casos ya juzgados, hasta elementos de orden mate-
rial, como la naturaleza de las cosas, a las teorías jurídicas y a la idea de Derecho que
está inmanente en el Derecho positivo, que Karl Larenz consideraba expresión de la
ley natural. Hay un componente en Karl Larenz que constituye una mixtura entre la
metafísica clásica y la metafísica de la subjetividad. Un cierto realismo moral acaba sien-
do «cognoscible» al intérprete, que sabrá retirar la naturaleza de la cosa. No todo el
Derecho viene de la libertad de conformación del legislador. Hay algo que está más allá
de eso. Y quien capta eso es el intérprete. Son los valores.
O sea, así como se puede ver en Josef Esser y Arthur Kaufmann, la preocupación
central es construir las condiciones para superar las limitaciones del positivismo tra-
dicional. La realidad debería ir más allá de los textos. Pero ese camino para superar los
límites de la literalidad no podría ser simplemente ideológico y tampoco irracional. Es
el espacio para la entrada de la razón práctica. Y siempre debemos pensar en la situación
hermenéutica en que se encontraban esos iusfilósofos. El terreno fértil para esas nuevas
tesis fue la secuencia de la Segunda Pos-Guerra, para dosificar la tensión producida des-
pués del otorgamiento de la Ley Fundamental alemana (Grundgesetz) por los aliados en
1949. O sea, ella objetivaba, por intermedio de la invocación de los «valores del pueblo
alemán», legitimar una Constitución que fue creada sin una amplia participación de
ese pueblo. La referencia a valores aparece como un mecanismo de «apertura» de una
legalidad extremamente cerrada.
En ese sentido, no podemos olvidar que la tesis de la Jurisprudencia de Valores es,
hasta hoy, de cierto modo, preponderante en aquel tribunal, circunstancia que ha pro-
vocado históricamente fuertes críticas en el plano de la teoría constitucional al modus
interventivo del tribunal alemán.
La Jurisprudencia de Valores es criticada por Jürgen Habermas por considerar que
los valores poseen un carácter teleológico diferente del carácter deontológico de las nor-
mas jurídicas, no actuando por el código lícito-ilícito y no imponiendo deberes definiti-
vos, pues están fundados en una relación de precedencia entre sí. Además, afirma que las
decisiones que aplican los valores son irracionales, ya que los argumentos funcionalistas
tienen preferencia frente a los argumentos normativos y eso puede llevar al sacrifico de
los derechos fundamentales, pues los «[…] valores tienen que ser insertados, caso a caso,
en un orden transitivo de valores. Y, una vez que no hay medidas racionales para eso, la
evaluación se realiza de modo arbitrario o irreflexivo» (1997, p. 321).
Cabe recordar, entretanto, que la referida tensión efectivamente tuvo, a partir de la
Segunda Pos-Guerra, un papel fundamental en la formación de la teoría constitucional
contemporánea, por ejemplo, en Portugal, España y Brasil.
Diccionario de Hermenéutica 121

Por lo tanto, se trata de una tentativa voluntarista de encontrar/descubrir, más allá


del Derecho escrito, los valores de la sociedad. Esa tesis —que tiene un delicado contex-
to histórico en su origen— tuvo un fructífero desarrollo en el Tribunal Constitucional
de Alemania. En Brasil, la Jurisprudencia de Valores, como tantas otras corrientes, fue
importada y recepcionada de forma equivocada, sin la consideración de nuestro con-
texto histórico. Véase que, en Alemania, la existencia de la Jurisprudencia de Valores
se encuentra explicada en la búsqueda de una fuga de la legalidad estricta impuesta por
países vencedores de la guerra, al paso que, en Brasil, la misma teoría sirvió —y aún sir-
ve— para huir de la legalidad de un texto constitucional democráticamente construido.
La Jurisprudencia de Valores puede ser considerada una continuidad de la Jurispru-
dencia de Intereses. Se diferencian apenas delante del carácter sociológico de esta (inte-
reses en conflicto que llevaron al legislador a editar la norma), al paso que aquella posee
un carácter más filosófico, volcado hacia la identificación de los valores en conflicto en
aquel caso. Nuevamente, en la Jurisprudencia de Intereses la atención es dirigida a la
actividad del legislador y a los intereses que le inspiraron. A su vez, en la Jurisprudencia
de Valores la atención se vuelca hacia el papel de la actividad del juez y los valores que
debe considerar en la actividad jurisdiccional.
De la confluencia axiologista de la Jurisprudencia de Intereses —especialmente a
partir de Philipp Heck (que, de hecho, inventó la expresión Abwägung —pondera-
ción)— y de la Jurisprudencia de Valores ex surge la teoría de la argumentación jurídica,
de Robert Alexy, que busca, con su tesis, racionalizar la Wertungsjurisprudenz, tenida
como irracional.
La pretensión de control de las decisiones del Tribunal Constitucional Alemán es la
continuidad de la vivencia alemana de desconfianza del poder ilimitado proveniente de
cualquier espacio. La Jurisprudencia de Valores surge después de la triste experiencia de
la Segunda Pos-Guerra y de un poder ejercido de forma absoluta, buscando por medio
de un procedimiento controlar la alta corte judicial alemana. Es la tentativa —a través
de ese procedimiento— de que la decisión llegue racionalizada al juzgador, no pudien-
do este tener mucho margen de elección. Como bien acentúa Richard Palmer, las mo-
dernas «filosofías de los valores» no son más que consecuencias de la metafísica del
subjetivismo. Los valores son conceptos substitutos que pretenden completar «cosas»
con un sentido que «perdieron» al colocarse en el contexto del subjetivismo. Un valor
es algo que se coloca sobre los objetos del mundo. Eso se encaja muy bien para las teorías
jurídicas que pretenden sustentar valores más allá del Derecho o «buscar por debajo o
detrás de los textos jurídicos» tales valores (2006, pp. 149 y ss.).
Regístrese que la Jurisprudencia de Valores, sustentada en la metafísica moderna del
subjetivismo, es una forma de positivismo normativista (no confundirlo con el positi-
vismo exegético), ya que en él el juzgador poseerá la libertad de decidir, bastando que
decida con base en los valores. El problema es que los valores son considerados discre-
122 Lenio Streck

cionalmente por el juzgador, muchas veces de forma retórica, escondiendo la decisión


fundada en razones personales.
Marcelo Cattoni de Oliveira (2016, pp. 256-257) critica las decisiones basadas en
valores por ser anti-democráticas. Menciona que el «entendimiento judicial, que presu-
pone la posibilidad gradual, en una mayor o menor medida, de normas, al confundirlas
con valores, niega exactamente el carácter obligatorio del Derecho. Tratar a la Consti-
tución como un orden concreto de valores es definir lo que puede ser discutido y expre-
sado como digno de valores, pues solo habría democracia, desde ese punto de vista, bajo
el presupuesto de que todos los miembros de una sociedad política comparten, o tengan
que compartir, de modo comunitarista, los mismos supuestos axiológicos, una misma
concepción de vida y de mundo».
La aplicación de «valores» implica una opción personal del juez, donde la decisión
es una exteriorización de la valorización personal, no habiendo posibilidad de control
racional, viabilizando el decisionismo político por parte de los tribunales, así negando
la estructura mínima del texto constitucional, como si este fuese apenas la punta del
iceberg y debajo de él estuviesen los valores a ser «descubiertos» por la «mente privile-
giada» del intérprete.
LOGOS HERMENÉUTICO Y LOGOS APOFÁNTICO

21
En la Teoría del Derecho contemporánea, es posible constatar que el modelo exce-
sivamente teórico de abordaje genera una especie de asfixia de la realidad. El contexto
práctico de las relaciones humanas concretas, de donde brota el Derecho, no aparece en
el campo de análisis de las teorías positivistas, en la medida en que el universo jurídico
es reducido a una especie de creencia en la plenipotenciariedad de las reglas jurídicas.
Entretanto, igualmente cuando de alguna forma ex surge la dimensión del mundo
práctico en un contexto positivista, ese «aparecimiento» viene bajo la forma de esci-
sión: hecho y Derecho. Esa dicotomía rígida muchas veces encubre la dimensión con-
creta del ser humano, que no interpreta el mundo a su alrededor de forma transparente,
como pretenden determinadas posturas analíticas. En la dimensión hermenéutica en la
cual estamos inmersos no hay una claridad conceptual para elaborar diferenciaciones
epistémicas como «hecho» y «valor», o «ser» y «deber ser».
Ejemplificando, podemos decir que cuando nos deparamos, en determinado mo-
mento, con una agresión física entre dos personas, no interpretamos ese evento como
simplemente partes del cuerpo de alguien que se apoya sobre la cara del otro implicado.
No. Interpretamos aquel evento como una agresión física, es decir, como algo en princi-
pio reprobable inter-subjetivamente. Es decir, no «pegamos» un sentido sobre un dato
del mundo de los hechos. En el mundo práctico en el cual estamos inmersos, no hay una
división clara y exacta entre esas dos dimensiones de la cual en un segundo momento
podemos analíticamente distinguir.
Esos detalles son fundamentales en la medida en que así es posible percibir que
muchas teorías no consiguen diagnosticar y percibir la doble estructura del lenguaje, o
sea, aquello que Martin Heidegger (2012b) denominaba de cómo apofántico y el cómo
hermenéutico. Esa doble estructura apunta hacia la circunstancia de que el lenguaje asu-
me una dimensión al mismo tiempo explicitativa (apofántico) y hermenéutica, apun-
tando hacia el elemento interpretativo que desde siempre ya traemos con nosotros y
que sustenta la posibilidad de cualquier discurso. Es en ese sentido que «[…] cualquier
interpretación de un texto de cierto modo ya es hecha con atraso, pues ella siempre es
anticipada y acontece en una interpretación que se da como un modo de ser» (Streck,
2013, p. 14).
124 Lenio Streck

Aquello que es dicho (mostrado) en el lenguaje lógico-conceptual, que aparece en el


discurso apofántico, es apenas la superficie de algo que ya fue comprendido en un nivel
de profundidad, que es hermenéutico. De ahí que, para la hermenéutica, es común la
afirmación de que lo dicho siempre carga consigo lo no-dicho, siendo que la tarea del
hermeneuta es dar cuenta, no de aquello que ya fue mostrado por el discurso (logos)
apofántico, sino de aquello que permanece retenido en el discurso (logos) hermenéu-
tico. Por lo tanto, a partir de la hermenéutica, no tiene sentido buscar determinar, de
manera abstracta, el sentido de las palabras y de los conceptos, sino se busca apuntar
hacia la condición de aquel que comprende el mundo, el ser humano.
Se trata de dos niveles de racionalidad diferentes. Más allá de la epistemología y de
las teorías de la consciencia, a partir de la matriz hermenéutica de Martin Heidegger y
Hans-Georg Gadamer, se pasa a hablar de ese elemento que está presente, pero al mis-
mo tiempo encubierto en el discurso apofántico. Por eso, llegamos a los objetos como
objetos. Es el algo como algo (etwas als etwas). La agresión como agresión, como se vio
ya anteriormente.
Aquel que se preocupa apenas con el nivel explicitativo del lenguaje puede estar
transfiriendo para el emisor del mensaje todo el poder de la libre elección del sentido.
En el Derecho, esa problemática puede ser identificada claramente en aquello en que
en ciertas posiciones jurídicas se llamó «libre convencimiento motivado». Como si el
término «motivado» pudiese resolver el problema del intérprete escoger libremente la
interpretación que mejor le parezca para después buscar justificaciones para la posición
que arbitrariamente elegirá. En un plano más sofisticado, se puede ver eso en las teorías
del Derecho que se preocupan fundamentalmente con el modo exclusivamente justifi-
cativo del discurso de fundamentación de las decisiones judiciales. En otras palabras,
la desconsideración de la dimensión hermenéutica del lenguaje es lo que permite que
se hagan raciocinios teleológicos en que el intérprete decide arbitrariamente y, en un
segundo momento, busca algún dispositivo legislativo o jurisprudencial, por ejemplo,
para justificar su elección ya tomada.
El cómo o logos hermenéutico nos muestra que nuestro discurso sobre el mundo no
se da meramente en un nivel mostrativo o justificativo, sino que carga en sí una carga
interpretativa, histórica y contextual, si queremos decirlo así. No interpretamos los fe-
nómenos desde un punto de vista exclusivamente lógico, sino siempre en aquello que él
manifiesta en determinada situación fáctica. Observamos la agresión como agresión, es
decir, como algo que comprende nuestra comprensión de manera siempre para trans-
cender cualquier descripción formal de aquel evento. Ese cómo hermenéutico es el cómo
de nuestro mundo práctico en que nosotros ya siempre comprendemos las cosas y, por
ese motivo, podemos hablar de ellas por medio de un discurso predicativo.
Eso no significa que la hermenéutica, en que prevalece el logos comprensivo (de-
pendiente de la pre-comprensión), no tenga preocupación con la argumentación. La
Diccionario de Hermenéutica 125

diferencia es que, para la hermenéutica, el segundo nivel (el apofántico) no detenta


plenipotenciariedad, nunca consigue abarcar toda la complejidad social dentro de sus
conceptos. Contrariamente, para la hermenéutica la verdad no cabe en un enunciado.
Es posible también decir que el logos hermenéutico no se agota en el logos apofántico.
Cuando Martin Heidegger (2009) identifica ese doble nivel en la fenomenología (el
nivel hermenéutico, de profundidad, que estructura la comprensión, y el nivel apofánti-
co, de carácter lógico, meramente explicitativo), abre las posibilidades para la desmitifi-
cación (desmixtificación) de las teorías argumentativas de cariz procedimental.
En verdad, pone en jaque los modos procedimentales de acceso al conocimiento,
cuestión que se torna absolutamente relevante para aquello que ha dominado el pensa-
miento de los juristas: el problema del método, considerado como supremo momento
de la subjetividad. De ese modo, interpretar es explicitar lo que ya siempre fue com-
prendido. Eso significa poder afirmar que el texto ya trae un compromiso para con el
intérprete, en la medida en que su interpretación será inexorablemente resultado de su
situación histórica, de un contexto inter-subjetivamente compartido.
El hecho del lenguaje constituirse también y fundamentalmente por el «cómo» her-
menéutico es lo que permite el control inter-subjetivo de las decisiones judiciales, blin-
dando la interpretación contra los argumentos solipsistas y arbitrarios. En la medida en
que el mundo no se agota en la generalidad de los conceptos, la hermenéutica permite
introducir una dimensión de facticidad hacia dentro del contexto jurídico, disminuyen-
do la posibilidad de cualesquiera raciocinios teleológicos o discrecionales.
METAFÍSICA CLÁSICA

22
Las críticas de Martin Heidegger (2012b) a la metafísica no fueron en el sentido de
acabar con la propia metafísica, pero, sí, en la perspectiva de superación de la tradición
establecida por la metafísica onto-teo-lógica, que se constituyó en la Grecia antigua, en
el medievo y en la modernidad siempre basada en un fundamento último responsable
por la entificación del ser. Obviamente, existen diversas peculiaridades que diferencian
a la metafísica clásica de la metafísica moderna, que pueden ser comprendidas a partir
de la relación que se establece entre el sujeto y el objeto del conocimiento. De ese modo,
si en la metafísica moderna el sujeto solipsista se constituye en un verdadero asujetador
del mundo, en la metafísica clásica el objeto se impone en relación al sujeto, siendo que
en ambos el lenguaje acaba manteniendo un carácter meramente instrumental. Para
comprender el nacimiento de la metafísica clásica, es importante retornar a los griegos.
Más específicamente a Platón y Aristóteles, ya que el pensamiento metafísico clásico
ingresa en la filosofía en el contexto político de la sofística.
Las concepciones sofísticas representaban un grave peligro para el establishment de
la Grecia antigua y, por eso, recibieron una fuerte oposición de Platón. Su obra «Crá-
tilo», del año de 388 a.C., puede ser colocada como la primera obra de la filosofía del
lenguaje. En ella, además de Sócrates, hay dos personajes más: Hermógenes, que repre-
senta a los sofistas, y Crátilo, que representa a Heráclito (pre-socrático que, justamente
con Parménides, inaugura la discusión acerca del «ser» y del «pensar», y del logos
superando el mythos). «Crátilo» es un tratado acerca del lenguaje y, fundamentalmen-
te, una discusión crítica sobre el lenguaje. En ese sentido, son contrapuestas dos tesis/
posiciones sobre la semántica: el naturalismo, por el cual cada cosa tiene nombre por
naturaleza (el logos está en la physis), tesis defendida en el diálogo por Crátilo, y el con-
vencionalismo, posición sofística defendida por Hermógenes, por el cual la vinculación
del nombre con las cosas es absolutamente arbitraria y convencional, es decir, no hay
cualquier vinculación de las palabras con las cosas. El «Crátilo», por lo tanto, represen-
ta el enfrentamiento de Platón a la sofística.
De ese modo, en el «Crátilo», para discutir la cuestión relacionada a la justeza de
los nombres, Sócrates toma como modelo la actividad del artesano, en el cual hay una
finalidad propia para cada cosa y para cada acción y que, análogamente a los instrumen-
128 Lenio Streck

tos adecuados para cada actividad artesanal, hay también un responsable por el estable-
cimiento de los nombres para las cosas, el nomoteta (onomaturgo), el sabio legislador
(especie de habla autorizada): «No todo hombre es capaz de establecer un nombre,
sino apenas un artista de nombres; y este es el legislador, el más raro de los artistas entre
los hombres» (Platón, 1987, p. 374). Pero el nomoteta no nombra las cosas arbitraria-
mente. Para ejercer su actividad, él se guía por un modelo ideal, pues parece haber una
cierta exactitud natural de un nombre en relación al objeto (Garcia-Roza, 1990).
En la tesis presentada por Sócrates en el diálogo, surge la concepción platónica de un
orden universal al cual el hombre tiene acceso, de forma incompleta, a través de la activi-
dad inteligente (mundo de las ideas). Más que eso —en lo que interesa para el desarrollo
de estas reflexiones— es importante recordar que, para Platón, es posible conocer las
cosas sin los nombres, por lo tanto, como ya fue dicho, sin el lenguaje. El lenguaje es
apenas un instrumento. Su papel es secundario.
Con la obra de Platón, se inicia la formación de la metafísica clásica. Aristóteles, su
discípulo, aunque opositor filosófico de su maestro, tuvo con él ese trazo común. Su
principal crítica a Platón, hecha en la «Metafísica», se refería a la cuestión del dua-
lismo, representada por la teoría de las ideas, a partir de la dificultad que veía en la
ecuación de la relación entre el mundo inteligible y el sensible (material). Respecto a
los sofistas, los veía como falsos filósofos, que representaban una amenaza a la propia
filosofía. Consideraba que Platón, con su concepción mimética de las palabras con las
cosas, no propuso un reto adecuado a los sofistas. No aceptaba el lenguaje como ciencia
universal, al contrario de los sofistas que, con el lenguaje, creían que podían hacer y de-
cir todo sobre cualquier cosa, viendo en el discurso posibilidades ilimitadas. Dicho de
otro modo, no aceptaba que el lenguaje pudiese tener una autonomía en relación a las
cosas, pero tampoco aceptaba que esta formaba parte de la physis pre-socrática (Garcia-
Roza, 1990).
Su «primera filosofía» se propugna a estudiar el ser de las cosas (ousía), es decir, su
esencia. La ciencia buscada, la metafísica, no sería otra cosa que la ontología, estudio
del concepto común a todas las cosas, aquel de lo cual todos participan. Dígase lo que
se diga de cualquier cosa, siempre se expresará su realidad diciendo que es: es esto o
aquello, de este modo o de otro modo; en cualquier circunstancia, es (Aristóteles em-
plea para designar el concepto común para todas las cosas el participio griego del verbo
«ser», öv, que en la escolástica medieval se transformó en ens -ente-, que corresponde,
entretanto, a la oración: lo que es). Así, para Aristóteles el ser tiene muchos sentidos, no
obstante todos se refieren a un único principio; porque el ser posee una esencia.
En Aristóteles, la cuestión del sentido está en la adeaquatio, es decir, en la conformi-
dad entre el lenguaje y el ser (adeaquatio intellectum et rei). Presupone una ontología. O
sea, Aristóteles creía que las palabras solo poseían un sentido definido porque las cosas
poseían una esencia. Hay una unidad objetiva que fundamenta la unidad de significa-
Diccionario de Hermenéutica 129

ción de las palabras que recibe de Aristóteles el nombre de esencia o aquello que es. Es
la esencia de las cosas que confiere a las palabras la posibilidad de sentido (Heidegger,
2011).
De ese modo, ejemplificadamente, lo que garantiza a la palabra «Perro» una signifi-
cación única es lo mismo que hace al perro ser perro. En una palabra, la permanencia de
la esencia es presupuesta como fundamento de la unidad del sentido: es porque las cosas
tienen una esencia que las palabras tienen sentido. Esto porque las palabras son para
él símbolos de los estados del espíritu, lo que nos llevaría a subordinar la proposición
al juicio, la palabra al pensamiento, el lenguaje al espíritu, ratificando, de esa forma, la
afirmación de ser una ontología.
La Metafísica fue entendida y proyectada como ciencia por Aristóteles, y es la cien-
cia primera en el sentido que proporciona a todas las otras el fundamento común, es de-
cir, objeto al cual todas se refieren y los principios de los cuales dependen. La Metafísica
es la ciencia que tiene como objeto proprio el objeto común de todas las otras y como
principio proprio un principio que condiciona la validez de todos los otros.
En su historia, la Metafísica se presentó bajo tres formas diferentes, que son: como
teología; como ontología; y como gnoseología. En la primera, la Metafísica se presenta
como «ciencia de aquello que está más allá de la experiencia». Implica reconocer como
objeto de la Metafísica el ser más alto y perfecto del cual dependen todos los otros se-
res y cosas del mundo. Es lo que Aristóteles llama de «algo de eterno, de inmóvil y de
separado».
La segunda es la ontología o doctrina que estudia los caracteres fundamentales del
ser: aquello sin lo cual algo no es; se refiere a las determinaciones necesarias del ser. Estas
determinaciones están presentes en todas las formas y maneras del ser particular. Es un
saber que precede a todos los otros y es por eso ciencia primera mientras su objeto está
implicado en los objetos de todas las ciencias y mientras, consecuentemente, su princi-
pio condiciona la validez de todos los otros principios.
El tercer concepto de la Metafísica como gnoseología es expresado por Immanuel
Kant rescatando a Francis Bacon en su filosofía primera: una ciencia universal, que sea
madre de todas las otras y constituya en el proceso de las doctrinas la parte del camino
común, antes que los caminos se separen y se desunan. Para Immanuel Kant, la Metafísi-
ca es el estudio de aquellas formas o principios cognoscitivos que, por ser constituyentes
de la razón humana, condicionan todo saber y toda ciencia y de cuyo examen, por lo
tanto, se pueden extraer los principios generales de cada ciencia. Un problema meta-
metafísico es no distinguir estas tres acepciones del concepto.
Ya la articulación de esas tres acepciones en la idea de «motor inmóvil» compone la
metafísica llamada onto-teo-lógica. Sería el «primer camino» aristotélico, prevalente
en la historia del pensamiento occidental desde su apropiación escolástica en una na-
130 Lenio Streck

rrativa de la Creación. No obstante, cuando el filósofo antes buscaba una universalidad


más allá de la empiria (lo que nos legaría el origen bibliotecario del nombre metafísica,
es decir: después de la physis), Aristóteles fundó la epistéme zetoumene (ciencia buscada)
para tratar del ente como ente, que se predica de múltiplos modos. Este sería el «se-
gundo camino» del filósofo. Solo después, ante la circularidad insoportable y aparen-
temente aporética en que esa investigación lo arrojaba, es que se reaproximaría a Platón
por la vía del motor inmóvil (Stein, 2014). La Ciencia de lo Supremo obnubilaría la
dimensión originaria de la Filosofía Primera, como Ciencia del Ser.
Entre los clásicos, Martin Heidegger domina como nadie la Metafísica medieval y
la obra de Francisco Suárez; también rescata la identificación entre esencia y existencia
que recibirá una nueva perspectiva, ya no como una Metafísica, sino como una onto-
logía fundamental. El lugar donde Martin Heidegger trabajó la Metafísica clásica de
manera más sistemática fue en un curso de 1927, dado en la Universidad de Marburgo y
publicado 50 años más tarde bajo el título de Die Grundprobleme der Phänomenologie,
en el famoso volumen 24. En él Martin Heidegger tiene un largo tratado sobre Santo
Tomás, Duns Scotus y Francisco Suárez que culmina con la siguiente frase: «Si las pers-
pectivas Escolásticas son tomadas de manera superficial y vistas como escolásticas en el
sentido usual, como meras controversias ofrecidas de manera sofisticadas, tendremos
que renunciar completamente a querer entender los problemas centrales de la filosofía
que están en su base» (2012a, p. 126).
En Martin Heidegger, la metafísica encontrará a su mayor adversario. Por el hecho
de la metafísica clásica interrogar al ente como ente, permanece ella junto al ente y no
se vuelca hacia el ser como ser, denuncia el filósofo. La metafísica escondió al ser. En la
medida en que, constantemente, apenas representa al ente como ente, la metafísica no
piensa en el proprio ser. La metafísica piensa al ente como ente. En toda la parte, donde
se pregunta qué es el ente, se tiene en mira al ente como tal (Heidegger, 2012b).
En ese sentido, podemos percibir que Martin Heidegger no supera la metafísica por
su aniquilamiento. En realidad, Martin Heidegger supera la metafísica por la compren-
sión de que la metafísica clásica es la pregunta por el ente y de que el hombre, en su
finitud, no tiene acceso al ente («la cosa misma»). Al final, la metafísica es el problema
del cuestionamiento sobre el fundamento del ente, y este es inaccesible al hombre. La
superación hecha por Martin Heidegger se da en la pregunta por el ser, por eso su onto-
logía fundamental (Stein, 1997).
Se trata, según Ernildo Stein (2014), de una retomada del «segundo camino» aris-
totélico, en una des-lectura de la inversión escolástica operada sobre su pensamiento. En
esa inversión, que sobrevalora la respuesta a la pregunta, se dio el olvido del ser. La feno-
menología surge, entonces, como crítica de la onto-teología, restaurando una metafísica
de la finitud que aprende a caminar ya soportando la circularidad. Toda esa discusión
está puesta en «¿Qué es Metafísica?», donde Martin Heidegger dirá que solamente se
Diccionario de Hermenéutica 131

comprende la pregunta «¿Qué es Metafísica?» cuando se descubren las razones, los


fundamentos de la metafísica. Pero, señala Ernildo Stein, en anotación hecha a la obra,
no es ella que responderá a la pregunta «¿Qué es Metafísica?», pero, sí, un pensamien-
to que la superó, es decir, que penetró en sus pensamientos. Es este el pensamiento que
Martin Heidegger desarrolló desde el comienzo de «Ser y Tiempo». El pensamiento
originario que retorna al fundamento de la metafísica solamente puede hacerlo porque
superó el objetivismo de la metafísica que confundió el ser con el ente y no piensa el
proprio ser. Este solamente puede ser pensado cuando se parte de la transcendentalidad
del Dasein, es decir, cuando se toma en consideración aquella dimensión en que miste-
riosamente el ser se revela en el Dasein. En la dimensión que se abre con el encuentro
del hombre con el ser puede surgir la metafísica. Ella, entretanto, no es capaz de pensar
esta dimensión que es su fundamento y siempre esconde en sí la respuesta a la pregunta
«¿Qué es Metafísica?» (Stein, 1969).
En la relación con la Teoría del Derecho, es necesario referir que, aunque el positi-
vismo jurídico, en sus diversas versiones, especialmente la clásica, no sea heredero filosó-
fico de la metafísica clásica por no creer en esencias (idea, usía o Dios) y apenas limitar
el Derecho a los meros hechos, su manifestación práctico-cotidiana acaba tornándose
muy próxima al modo como la filosofía comprendía la realidad en ese paradigma. Ob-
sérvese que el positivismo científico es la matriz del positivismo jurídico. Por él, solo
hay hecho, de donde sale la tesis de los hechos sociales puestos por un acto humano.
Ese hecho social —de donde sale la tesis de las fuentes sociales que sustenta el positi-
vismo— debe ser descrito después de debidamente identificado. Quien describe es el
teórico del positivismo. ¿Cómo él describe? A partir de un mirar externo. En el fondo,
el acto del teórico es el de describir las cosas. Por eso, Lorenz Bruno Puntel nos recuerda
que «las expresiones o los conceptos “objeto, cosa”, “propiedad” y “relación” constitu-
yen los conceptos básicos de la ontología de la substancia que nos remonta a Aristóteles.
Es sintomático que, por mucho tiempo, la expresión “substancia” no fue o entonces
raramente fue utilizada en la filosofía analítica, siendo empleada en su lugar la expre-
sión “objeto”; pero en el desarrollo más reciente de la filosofía analítica, la designación
“substancia” está siendo retomada con frecuencia cada vez mayor. La explicación para
eso debe ser que la problemática ontológica gradualmente se desplaza hacia el centro de
atención de los filósofos analíticos. “Objeto” es una palabra cómoda, que, no obstante,
obliga y simultáneamente oculta una problemática filosófica inmensa. No es posible de-
terminar más exactamente el concepto “objeto” a la parte de los conceptos “propiedad”
y “relación”: objeto es aquel X, del cual puede ser dicho algo con que él es determinado;
en otras palabras, él es un X, al cual es conferida una propiedad o una relación. De ese
modo, queda claro que “objeto” es entendido, en última instancia, como “substancia”»
(2006, pp. 216-217). Por lo tanto, cuando nos deparamos con el jurista hablar desde un
mirar externo, descripciones escindidas de prescripciones o reportándose a la verdad
real, estamos, de alguna forma, delante del objetivismo típico de la metafísica clásica.
132 Lenio Streck

No olvidemos que en ese paradigma el sentido está en las cosas. Es lo que se denomina
de verdad correspondencial. No es mera coincidencia, así, la aproximación de las des-
cripciones analíticas al concepto de metafísica clásica.
METAFÍSICA MODERNA

23
Ab initio, es necesario tener presente que la crítica del sujeto metafísico de la moder-
nidad ejercida durante todo el siglo XX tiene un sentido inequívoco: desalojarlo de su
lugar transcendental, retirarlo de su papel de instancia constituyente del mundo en que
vive y de fundamento de su propia legalidad (Rodrigues, 2011). Sin embargo, es posible
afirmar, con Jean-François Mattéi (2002), que el carácter crucial de la Modernidad, por
lo que ella se distingue radicalmente de la Antigüedad, proviene de ese pasaje insensible
de la substancialidad a la subjetividad o, para decirlo en un lenguaje menos severo, del
pasaje del alma al yo y, al mismo tiempo, del pasaje de la exterioridad a la interioridad.
Por eso, un punto decisivo para la comprensión del Derecho y de la hermenéutica
contemporánea es la comprensión del papel asumido por el sujeto en la modernidad
(siempre con la excepción de aquello que Georg Hegel atribuyó al papel de los sofistas,
retratado en el término Filosofía de la Consciencia, retro). Siendo más específico: es
necesario comprender que la modernidad efectivamente «crea» al sujeto (y el sujeto
«crea» a la modernidad). Antes de la vigorosa ruptura filosófica operada por René
Descartes —que es quien instituye la modernidad filosófica— el concepto de sujeto
cubierta otra esfera de significados. Es necesario, por lo tanto, encontrar un medio de
conseguir notar cómo las transformaciones en el concepto del hipokeimenon aristotéli-
co y del sub-jectum medieval acontecen en la configuración del sujeto moderno.
Tanto Martin Heidegger como Hans-Georg Gadamer trazan los orígenes de la pa-
labra «sujeto» al término griego hypokeimenon, introducido por Aristóteles para de-
signar aquello que, delante de las diversas formas fenoménicas del ente, subyace como
una cualidad inmutable. Martin Heidegger atenta para este origen como una alerta a las
tentativas de lecturas subjetivistas de la célebre sentencia de Protágoras: «El hombre
es la medida de todas las cosas». En toda la tradición filosófica, hasta René Descartes,
todo ente es entendido como sub-jectum, la transposición latina de hypokeimenon. Hy-
pokeimenon, sub-jectum significarían, entonces, aquello que está en la base, y que por sí
solo se sustenta delante de nosotros, persiste, y siendo inmutable delante de todas las
formas de manifestación del ente. Plantas, piedras y animales no son menos sujetos que
el hombre hasta la modernidad.
134 Lenio Streck

El gran viraje ocurre cuando la pregunta «¿qué es el ente?», que inaugura la meta-
física (clásica), cede espacio a una pregunta gnóseo-ontológica, y «se trasforma en la
pregunta sobre el método, sobre el camino en el cual algo incondicionalmente cierto
y seguro es buscado por el propio hombre y para el hombre y la esencia de la verdad
es circunscrita. La pregunta “¿qué es el ente?” Se transforma en la pregunta acerca del
fundamentum inconcussum absolutum veritatis, acerca del fundamento incondicionado
e inabalable de la verdad» (Heidegger, 2007, p. 105). Así, aunque existan matices com-
pletamente distintos de la noción original, el concepto de sujeto «encampando» por
la modernidad carga consigo el carácter substancialista del hipokeimenon aristotélico,
siendo este responsable, inclusive, por el tipo de certeza —matemática— que será pro-
ducida por la filosofía moderna. Esa cuestión queda más clara si se hiciera un esfuerzo
por conocer los principios que fundamentaron cada periodo histórico, que en Martin
Heidegger son llamados de «principios epocales».
Así, se puede decir que todo inicia con el eidos platónico, y a continuación la ousía
aristotélica, seguida por la voluntad divina en Tomás de Aquino (ens creatum), termi-
nando el periodo que podemos denominar de metafísica clásica. El viraje en dirección
a la superación del esencialismo, del universalismo, aunque tenga ese componente no-
minalista innegable (se puede decir, inclusive, que el positivismo jurídico tiene fuertes
trazos del nominalismo de Guillermo de Ockham), pasa por la ruptura con el realismo,
cuando el esquema sujeto-objeto (S-O) sufre una transformación: surge la subjetividad
asujetadora de las cosas, con el nacimiento del sujeto que dominará la modernidad,
atravesando el siglo XX y llegando al siglo XXI aún fortalecido, principalmente en el
campo del Derecho.
Por todo eso —y para una comprensión histórica— es imposible no referir que es
efectivamente René Descartes quien da inicio a la metafísica moderna. Él desplaza el
fundamento para la consciencia de sí del pensamiento pensante. No más la esencia de
las cosas; ahora, el sujeto pensante.
En ese sentido, Hans-Georg Gadamer (2002, p. 103) pregunta: ¿pero será que cuando
se usa la palabra «sujeto», aún se oye ese hipokeimenon, que subyace como inmutable de-
lante de las diversas dimensiones fenoménicas del ente? La respuesta es sí y no. Es «no»
porque la tradición cartesiana, pensando al sujeto como autorreflexión, el tener conscien-
cia de sí, alteró radicalmente la dimensión sincrónica del concepto, de modo que, después
de René Descartes, el «sujeto», el sub-jectum, está situado en la otra punta de la relación
cognoscitiva. Sin embargo, es «sí», porque en su dimensión diacrónica el concepto de su-
jeto preserva un elemento semántico del concepto aristotélico de hipokeimenon. Es la idea
de que, delante de un mundo cuya realidad fue puesta en duda, hay algo que permanece
exento de cualquier movilidad crítica: el sujeto que afirma «yo pienso».
Con Martin Heidegger, se puede decir que el inicio de la metafísica moderna consis-
te exactamente en esto: que la esencia de veritas se transforme en certitudo. La cuestión
Diccionario de Hermenéutica 135

acerca de lo verdadero se torna la cuestión acerca del uso seguro, asegurado y auto-ase-
gurador de la ratio. Es la base individualista (véase, una vez más, como el sujeto indivi-
dualista, solipsista, es una invención de la modernidad) de la indagación filosófica de
René Descartes que constituye su aspecto más relevante, como una especie de iniciación
filosófica de la era moderna (2012a; 2012b; 2009).
Véase que, en esa línea de la introducción y del lugar cimero asumido por el sujeto
de la modernidad, el segundo libro fundamental de la metafísica moderna (el primero
es de René Descartes, «Meditaciones»), recuerda igualmente Martin Heidegger, es la
«Crítica de la Razón Pura» de Immanuel Kant, en que el usus, el uso de la razón está en
cuestión por todas partes. «Crítica de la Razón Pura» significa «delimitación del uso
correcto e incorrecto de la facultad humana de la razón». Es Importante referir que, en
Immanuel Kant, la palabra, entendida como signo, no solamente no posee una relación
natural con el significado, sino que este, en sentido estricto, no le pertenece, ya que es
gracias a algo distinto y ajeno a ella, gracias al concepto, que el significante vacío que es
el signo lingüístico, en principio, completa su ciclo significativo. Es, pues, el concepto
que torna significativo el signo.
En este y aún dentro de la metafísica moderna, se puede decir que es en Friedrich
Nietzsche que también se produce una ruptura con el paradigma metafísico-esencia-
lista vigente desde la antigüedad griega (Nunes, 1999). De pronto, no se puede olvidar
una de sus célebres frases: «Frente al positivismo que está delante de los fenómenos y
dice: “Hay apenas hechos”, yo digo: “Al contrario, hechos son los que no hay: hay ape-
nas interpretaciones”». Esa afirmación de Friedrich Nietzsche se transformó en jerga
en los «sectores críticos» del Derecho en Brasil, especialmente en las corrientes volun-
taristas que parecen haberse adherido al relativismo filosófico. ¡Ora, si no existen he-
chos y, sí, solamente interpretaciones, es posible decir «cualquier cosa sobre cualquier
cosa», inclusive negar la historia, la memoria y la tradición…! Contra eso, simplemente
afirmo, a partir de la Crítica Hermenéutica del Derecho: solo hay hechos porque hay
interpretaciones y solo hay interpretaciones porque hay hechos. Se trata de una circula-
ridad (hermenéutica).
Michel Foucault (2016) resume de ese modo esa problemática moderna: a partir de
ese pensar de Friedrich Nietzsche, principalmente en «Die fröhliche Wissenschaft»,
ocurre la ruptura con la tradición de la filosofía occidental, cuya lección debemos con-
servar. La primera es la ruptura entre el conocimiento y las cosas. ¿Qué, efectivamente,
en la filosofía occidental asegura que las cosas a conocer y el propio conocimiento esta-
ban en relación de continuidad? ¿Qué aseguraba al conocimiento el poder de conocer
bien las cosas del mundo y de no ser indefinidamente error, ilusión, arbitrariedad? Para
sustentar la armonía entre el conocimiento y las cosas a conocer es que René Descartes
necesito afirmar la existencia de Dios, concluye.
136 Lenio Streck

Es por esta razón que Martin Heidegger afirma que Friedrich Nietzsche es el ápice
y el fin de la metafísica, la transición entre la preparación de la modernidad y su ocaso
y, añadimos, el fundamento de toda una crisis del Derecho. Pero, si esos predicados de
la teoría de Friedrich Nietzsche pueden ser percibidos en ese nivel, también es nece-
sario recordar que aquello que puede ser considerado el último principio epocal de la
modernidad (donde la metafísica alcanza su ápice), la «voluntad de poder», acabó por
proporcionar y fundamentar toda suerte de pragmaticismos, principalmente en el área
del Derecho, a partir de los diversos realismos jurídicos y los análisis económicos, sin
despreciar el papel ejercido por el desconstructivismo de autores como Jacques Derrida.
Diversas teorías/posturas iusfilosóficas, en pleno Estado Democrático, rompen con
cualquier posibilidad de autonomía del Derecho y consecuentemente establecen un
«grado cero de sentido» en la interpretación/aplicación del Derecho. Es en ese sen-
tido que, para Friedrich Nietzsche, lo verdadero es lo que, cada vez en diversos niveles,
se auto-afirma, permanece arriba, proviene de arriba, es decir, es su comando; pero el
«arriba», lo «más alto», el «señor» del señorío puede aparecer de diversas formas.
Para la cristiandad, el «Señor» es Dios; el «señor» es la «Razón»; el «señor» es el
«Espíritu del mundo» (Weltgeist). «El Señor» es la «voluntad de poder». Y la «vo-
luntad de poder», como determinó Friedrich Nietzsche expresamente, es, en su esen-
cia, comando (Heidegger, 2008). Se trata, pues, de una forma rebuscada de positivismo,
ya que el Derecho pasa a depender de los discursos adjudicadores y del protagonismo
del poder del intérprete. Bajo el pretexto de la superación/muerte del sujeto, se pasa al
protagonismo que la pragmática establece en cada (nueva) decisión.
Se puede cuestionar, así, si la filosofía es fundamento del Derecho y qué propuestas
para la Teoría del Derecho —como el neo-constitucionalismo y los diversos positivis-
mos— de entre otros, permanecen estancadas en el último nivel de la pre-filosofía del
lenguaje, es decir, la subjetividad dueña de los sentidos. Eso porque, más que en otros
filósofos modernos, como en René Descartes, Immanuel Kant, Johann Gottlieb Fichte
y Georg Hegel, Friedrich Nietzsche representa una fase en la historia de la filosofía en
que la subjetividad tiene su fundamento basado en la voluntad. Si, desde Platón, vigora-
ban en el pensar filosófico valores como la razón, virtud, compasión y justicia, Friedrich
Nietzsche (2008a) afirma que estos valores aprisionan al hombre, que se debe dirigir a
un estado superior de consciencia.
Es necesario tener claro que, siguiendo la historia epocal del ser, al final de la me-
tafísica, el ser se manifiesta como «voluntad de poder». El pasaje de René Descartes
a Friedrich Nietzsche es, justamente, la de la transición entre razón y voluntad. Como
recuerda Martin Heidegger, si en René Descartes el sujeto es una «egocidad represen-
tadora», el ente donde se manifiestan los objetos, en Friedrich Nietzsche el hombre es
sujeto en el sentido de sus impulsos y deseos.
Diccionario de Hermenéutica 137

Es de esa manera que lo que se ha visto en el plano de las prácticas jurídicas ni de lejos
llega a poder ser caracterizado como metafísica moderna o filosofía de la consciencia;
se trata de una vulgata de ella. Es verdad que el solipsismo judicial, el protagonismo
y la práctica de discrecionalidades se encuadran en el «paradigma epistemológico de
la filosofía de la consciencia». No obstante, es evidente que ese modus decidendi no
guarda estricta relación con el «sujeto de la modernidad» o incluso con el «solipsismo
kantiano». Estos son mucho más complejos. Las aproximaciones ocurren para hacerse
una anamnesis de los discursos, hasta porque no hay discurso que esté «en paradigma
ninguno», por más sincrético que sea.
Así, si en el paradigma de la metafísica clásica los sentidos «estaban» en las cosas
y en la metafísica moderna estaban «en la mente» (consciencia de sí del pensamiento
pensante), en el viraje pos-metafísico onto-teo-lógico los sentidos pasan a darse en el
lenguaje y por el lenguaje. En otras palabras, es posible decir, desde luego, que la crisis
que atraviesa la hermenéutica jurídica posee una relación directa con la discusión acerca
de la crisis del conocimiento y del problema de la fundamentación, propia del inicio del
siglo XX. Véase que las diversas tentativas de establecer reglas o cánones para el proceso
interpretativo a partir del predominio de la objetividad o de la subjetividad o, incluso,
de conjugar la subjetividad del intérprete con la objetividad del texto, no resistieron
a las tesis del viraje lingüístico-ontológico (Martin Heidegger, Hans-Georg), supera-
doras del esquema sujeto-objeto (S-O), comprendidas a partir del carácter ontológico
previo del concepto de sujeto y de la des-objetificación provocada por el círculo herme-
néutico y por la diferencia ontológica.
En el Derecho las reflexiones sobre el papel de la metafísica moderna son de funda-
mental importancia. Al final, parece no quedar duda de que las teorías o posturas del
Derecho que apuestan por el Privilegio Cognitivo del Juez, igualmente las que buscan
suprimir ese discrecionalismo con dosis matematizadas de argumentación jurídica, con-
tinúan rehenes de ese sujeto asujetador que emergió en la Modernidad.
Donde hay discrecionalidad, decisionismo, ahí está el sujeto manifestándose. En
ese sentido, un crítico contundente del papel del sujeto moderno como Jean-François
Mattéi (2002, p. 26) advertirá: si el sujeto es apenas sujeto factício, privado de todo
recurso substancial, él corre el riesgo de permanecer sujetado a sí mismo y de petrificar-
se, así, delante de su proprio espejo, en puro objeto de representación. En este punto,
Jean-François Mattéi se aúna a Theodor Adorno y Max Horkheimer, para epitetar a ese
sujeto de «despótico», quedando presa fácil de las diversas formas de totalitarismo.
MÉTODO HERMENÉUTICO

24
La preocupación del uso sin criterios de la palabra «método» en las investigaciones
jurídicas provocó que la Crítica Hermenéutica del Derecho (Streck, 2014a) buscase
una forma de explicar el modo por el cual la fenomenología hermenéutica es utilizada
en el proceso de formación del discurso jurídico. Como la hermenéutica que funda la
Crítica Hermenéutica del Derecho se asienta como una «silla» al medio, entre el ob-
jetivismo y el subjetivismo, se consideró la necesidad de superar la metodología aún
basada en las formas tradicionales de investigación filiadas al esquema sujeto-objeto
(S-O) o, de un modo más simple, en los métodos deductivo e inductivo. De ese modo,
por intermedio del «método» fenomenológico-hermenéutico formulado por Martin
Heidegger (2012b), el lenguaje no es analizado en un sistema cerrado de referencias,
pero, sí, en el plano de la historicidad. Su inserción en el pensamiento jurídico es ab-
solutamente relevante, por el hecho de la dogmática esconder, obnubilar el proceso de
interpretación. Si el Derecho se nos aparece gracias al lenguaje, es por la comprensión
que se establecen en los discursos jurídicos. Y, consecuentemente, las investigaciones
que redundan en disertaciones, tesis y libros.
El método hermenéutico no pude confundirse aquí con los métodos de interpreta-
ción que se vinculan a la hermenéutica en su acepción vulgar, ni igualmente con los de
ciertas hermenéuticas en sentido proprio de la fase especial, pasando por la fase de la
teoría general de la interpretación, antes de llegar a la hermenéutica llamada fundamen-
tal, en la cual Martin Heidegger la re-significa.
Delante de este nuevo uso, algunas ideas que componen la doctrina clásica de la
hermenéutica pueden ser cuestionadas, de entre ellas, justamente: la estructura meto-
dológica como medio formal para la garantía de certeza y objetividad del proceso inter-
pretativo. Ocurre que el necesario ideal de transparencia que se encontraba por detrás
de las posturas hermenéuticas tradicionales, y que posibilitaba la creencia de que sería
posible encontrar un método rígido y definitivo para evitar errores y malentendidos,
desaparece en la hermenéutica de Martin Heidegger (2012b). Esto porque, como el
propio hecho de la existencia, como ser humano situado históricamente, se constituye
como elemento esencial para cualquier interpretación: no hay transparencia posible de
ser alcanzada.
140 Lenio Streck

La facticidad humana siempre deja algo afuera (algo siempre escapa) y eso es inevi-
table. Lo que permanece posible es la tentativa de iluminar nuevos espacios de signifi-
cados que presupone la necesidad de una pluralidad vasta de caminos a seguirse, que el
limitado ideal moderno de método no puede posibilitar (Gadamer, 2006).
Caben aquí dos alegorías, sobre el epistemólogo (en el sentido moderno) y el her-
meneuta. La primera es muy usada por Ernildo Stein (2004) y trata de un sujeto que
perdió las llaves en la noche y pasa a buscarlas debajo de una farola. Alguien que intenta
ayudarle confiesa saber que no las dejó caer por ahí. Entretanto el sujeto ignora esa
información y continúa buscando en aquel lugar. Indagado sobre el motivo por el cual
continua buscando sus llaves ahí, responde: «porque aquí hay luz». No se va a buscar
nada «en la oscuridad». Simplemente se siguen los parámetros de investigación. La
segunda es la metáfora del hermeneuta que utilizo en «Lecciones de Crítica Herme-
néutica del Derecho» (2015a). En ella un hermeneuta llega a una isla y allá constata
que las personas cortan (desprecian) la cabeza y el rabo de los peces, igualmente delante
de la escasez de alimentos. Intrigado, el hermeneuta fue a buscar las raíces de ese mito.
Descubrió, finalmente, que, al inicio del poblamiento de la isla pequeña, los peces eran
grandes y abundantes, no cabiendo en las sartenes. Consecuentemente, cortaban la ca-
beza y el rabo. Hoy, aunque los peces sean menores que las panelas, aun así continúan
cortándoseles la cabeza y el rabo.
Comprendió así el fenómeno que se encubría a los moradores más jóvenes de la isla,
los cuales, al ser interrogados por el porqué de obrar de esa manera, respondían: «No
sé… pero las cosas siempre fueron así por aquí»! He ahí el sentido común. He ahí la
naturalización de una práctica.
De ese proceso —que es como si el fenómeno fuese «despelar poco a poco»— sur-
ge «el sentido de la cosa», que ya no será aquella que el intérprete vislumbró al inicio.
Con el revolvimiento del plano lingüístico, el fenómeno ex surgió «como él es», por
así decir. En un ejemplo jurídico: remito a un caso de hurto agravado por escalamiento
(como se sabe, la pena del hurto agravado es el doble de la del hurto simple). El acusado
(apelante en el proceso) fue condenado a tres años porque (comprobadamente) saltó el
muro para llegar hasta la res furtivae. Los manuales de Derecho penal dirán apenas que
escalamiento es subir en alguna cosa. Haciendo la reconstrucción de la historia insti-
tucional del instituto penal en pauta, se verá que el tipo penal agravado es de los años
cuarenta. Se construían altos muros para proteger las casas. Y como el Código Penal de
Brasil protege más la propiedad que la vida, la pena de hurto se duplica si alguien esca-
la el obstáculo. ¿Y el caso concreto? En este proceso, la fotografía anexada a los autos
mostraba que el muro no tenía más que un metro y sesenta, además de tener una cajita
con un reloj marcador de la cuenta de agua de la compañía que vende agua, que sirvió
de apoyo al «escalamiento». Mirando el problema a partir de la simple semántica y
de los manuales —en conclusión, del sentido común teórico— estaba caracterizado,
Diccionario de Hermenéutica 141

subsuntivamente la calificación del escalamiento. Pero el fenómeno, reconstruido, ya


no era el de la «primera vista». Aquello, obviamente, no podía ser comprendido como
«escalamiento».
Que a partir de Martin Heidegger se hagan críticas al método —sobre todo en el
encaminamiento que Hans-Georg Gadamer da a la obra de su maestro en «Verdad y
Método», que bien podría llamarse «Verdad contra el Método» o «Verdad a pesar del
Método»—, pero, al mismo tiempo se habla de un «método» hermenéutico es una
contradicción apenas aparente. Nos socorre Ernildo Stein, al observar que Martin Hei-
degger habla de método en tres concepciones diferentes: en las ciencias, en que destaca
la cuestión «de lo inevitable [que siempre se piensa en el ser de los entes] como inacce-
sible», limitación de la que se debe asumir consciencia para no aplicarlas al «objeto»
de la Filosofía, que les es inaccesible; en la Filosofía, en que, desde el fin de la seguridad
dogmática medieval, se instaura la «búsqueda de nuevos caminos» —abriendo el ca-
mino de la metafísica de la subjetividad, objetivo mayor de las críticas de Martin Hei-
degger—, de manera que «Método no debe ser comprendido aquí metodológicamente
como modo de investigación e indagación, sino metafísicamente como camino para
una determinación esencial de la verdad, que puede ser fundamentada exclusivamente
por la capacidad del hombre» (2006, p. 141); y, en la exposición provisoria del método
fenomenológico, en el § 7 de «Ser y Tiempo» (retomando referencia al «esbozo del
paso metódico» en el § 61, como «método auténtico»).
En efecto, Martin Heidegger enviste contra el método que recibió este «peso meta-
físico», desde René Descartes, y, más próximamente, en el carácter onto-teo-lógico de
la filosofía de Georg Hegel, cuyo fundamento pasa a rechazar, siendo la fenomenología
de Edmund Husserl justamente el camino que vislumbra para superarlo. Él supera me-
diante la radicalización del proyecto husserliano, abandonando su ego transcendental
en pro de la noción de ser en el mundo. El principio axial de las fenomenologías, «a las
cosas mismas», fue potencializado por la interpretación etimológica de phainómenon
como «aquello que se muestra» y del logos, en una articulación peculiar a la aletheia
aristotélica (Stein, 1983), como «desvelamiento»; de ahí el binomio en que se basa el
método heideggeriano: velamiento/desvelamiento. Por la percepción de ese desvela-
miento como verdad del ser (siendo verdad y ser cosas co-originarias), se da la conexión
entre fenomenología y ontología (de la finitud), en una especie de «método» y «ob-
jeto» de la filosofía, con la ambigüedad de que aquí estos solo pueden ser explicitados
en su dinámica, en este mutuo pertenecimiento. Donde el carácter hermenéutico de
la fenomenología heideggeriana: «La filosofía es ontología fenomenológica universal,
que parte de la hermenéutica del ser ahí» (Stein, 2001, p. 171).
Lo que viene aquí es la compreensión. A partir de Martin Heidegger, la hermenéu-
tica tendrá raíces existenciales porque se dirige hacia la comprensión del ser de los entes.
Si en los paradigmas anteriores dominaba la creencia de que primero interpretamos —a
través de un método que se pretende dado previamente— para después comprender,
142 Lenio Streck

Martin Heidegger nos muestra a partir de la descripción fenomenológica realizada por


la analítica existencial en «Ser y Tiempo» que comprendemos para interpretar —y
por eso el método llega tarde, como enfatizará Hans-Georg Gadamer. Desarrollando la
hermenéutica en el nivel ontológico, trabaja con la idea de que el horizonte de sentido
es dado por la comprensión; es en la comprensión que se esboza la matriz del método feno-
menológico. La comprensión posee una estructura en que se anticipa el sentido. Ella se
compone de adquisición previa, vista previa y anticipación, naciendo de esta estructura
la situación hermenéutica.
Ya Hans-Georg Gadamer, en la huella de Martin Heidegger, al decir que ser que
puede ser comprendido es lenguaje, retoma la idea de su profesor del lenguaje como
casa del ser, en que el lenguaje no es simplemente objeto, y sí, horizonte abierto y estruc-
turado. De ahí que, para Hans-Georg Gadamer, tener un mundo es tener un lenguaje.
Las palabras son especulativas, y toda la interpretación es especulativa, ya que no se
puede creer en un significado infinito, lo que caracterizaría al dogma. La hermenéutica,
de ese modo, es universal, pertenece al ser de la filosofía, pues, como enseña Richard
Palmer (2006, pp. 149 y ss.), «la concepción especulativa del ser que está en la base de
la hermenéutica es tan englobante como la razón y el lenguaje».
El círculo hermenéutico y la diferencia ontológica son los dos teoremas fundamen-
tales de la fenomenología hermenéutica. Sabemos, entonces que el hombre (Ser-ahí) se
comprende a sí mismo y comprende el ser (círculo hermenéutico) en la medida en que
pregunta por los entes en su ser (diferencia ontológica). Ora, la metafísica onto-teo-ló-
gica piensa el ser y se detiene en el ente; al equiparar el ser al ente, entifica el ser, a través
de un pensamiento objetificador (Stein, 2008). O sea, provoca que se olvide justamente
de la diferencia que separa ser y ente.
En el campo jurídico, ese olvido corrompe la actividad interpretativa. El resultado
de eso es el predominio del método, del dispositivo, de la tecnificación y de la especia-
lización, que en su forma simplificada redundó en una cultura jurídica estandarizada,
en la cual el Derecho no es más pensado en su acontecer. Ha de retomarse, así, la crítica
al pensamiento jurídico objetificador, rehén de una práctica deductivista y subsuntiva,
rompiéndose con el paradigma metafísico-objetificante (aristotélico-tomista y de la
subjetividad), que impide el aparecer del Derecho en aquello que él tiene (debe tener)
de transformador.
En la matriz teórica originaria de la ontología fundamental, se busca, a través de
un análisis fenomenológico, el desvelamiento (Unverborgenheit) de aquello que, en el
comportamiento cotidiano, ocultamos de nosotros mismos: el ejercicio de la transcen-
dencia, en el cual no apenas somos, sino percibimos que somos y somos aquello que nos
tornamos a través de la tradición (pre-juicios que abarcan la facticidad e historicidad
de nuestro ser en el mundo, en el interior del cual no se separa el Derecho de la socie-
dad, esto porque el ser es siempre el ser de un ente, y el ente solo es en su ser, siendo el
Diccionario de Hermenéutica 143

Derecho entendido como la sociedad en movimiento), y donde el sentido ya viene an-


ticipado (círculo hermenéutico). Al final, conforme enseña Martin Heidegger, el ente
solamente puede ser descubierto sea por el camino de la percepción, sea por cualquier
otro camino de acceso, cuando el ser del ente ya está revelado.
A partir del viraje lingüístico y del rompimiento con los paradigmas aristotélico-
tomistas y de la filosofía de la consciencia, el lenguaje deja de ser una tercera cosa que
se interpone entre un sujeto y un objeto, pasando a ser condición de posibilidad. Mejor
dicho, el lenguaje, más que condición de posibilidad, es, como bien señala Luiz Rohden
(2000, p. 160), «constituyente y constituidor de nuestro saber, conocer y proceder».
Al mismo tiempo, el proceso interpretativo deja de ser reproductivo (Auslegung) y pasa
a ser productivo (Sinngebung). Es imposible al intérprete desprenderse de la circulari-
dad de la comprensión, es decir, como aduce con pertinencia Ernildo Stein, nosotros,
que decimos el ser, debemos primero escuchar lo que dice el lenguaje. La comprensión
y explicitación del ser ya exigen una comprensión anterior. Hay siempre un sentido que
nos es anticipado.
El privilegio de la ontología fundamental heideggeriana radica en la construcción
de las condiciones de posibilidad que esa «herramienta» representa para una crítica
al pensamiento objetificador que domina el pensamiento dogmático del Derecho. La
ontología fundamental rompe con el proceso de entificación del ser proprio del pensa-
miento dogmático-jurídico. Dicho de otro modo, mientras la dogmática jurídica inten-
ta explicar el Derecho, a partir de la idea de que el ser (el sentido) es un ente (es decir,
como si el concepto de «cosa juzgada» o «legítima defensa» fuese un ente aprehensi-
ble como ente), a partir de Martin Heidegger pretendo mostrar que hay una separación
entre nosotros y el mundo, porque nunca comprendemos el mundo de los objetos de
manera directa, pero, sí, siempre por el discurso (Stein, 2008).
Regístrese que la cuestión del «método hermenéutico» no debe ser entendida de
modo aislada, sino contextualizada en el debate metodológico actual, en que canaliza
una disputa mayor entre las propias maneras de verse la filosofía y su relación con las
ciencias, sobre todo las ciencias humanas: la filosofía analítica (ahí el positivismo lógi-
co), con el método lógico-analítico; las teorías críticas, con el método especulativo-dia-
léctico; y, la hermenéutica continental, con el método especulativo-hermenéutico. En
los términos actuales del debate, a cada una se puede hacer corresponder, en términos
aproximativos, una clave relacional con el lenguaje (en su invasión a la filosofía), respec-
tivamente: tecnológica, teleológica y ontológica (Stein, 1983). Más allá de las críticas
recíprocas, se discute la eventual complementariedad entre tales visiones, aunque con
pesimismo respecto a la posibilidad de unificarlas.
El método, en el Derecho, ha sido colocado como condición de posibilidad. Asumió
características incompatibles con aquello que el conocimiento jurídico necesita trans-
mitir. De ahí, peligrosamente, el uso indiscriminado de diversos «métodos», inclusive
144 Lenio Streck

«enseñados» en libros sobre metodología científica utilizados en el área jurídica. De


forma equivocada ha sido recomendado el uso del método deductivo, que partiría de lo
universal (categoría) hacia lo particular, de lo general hacia lo individual. Eso se muestra
equivocado, porque las premisas (categoría o una tesis general) no son auto-evidentes
y tampoco son enunciados sintéticos a priori. Eso transforma el «método deductivo»
en las ciencias sociales en una ilusión, falseando los resultados, que son productos de
categorías generales construidas por el intérprete o por él escogidas. Por otro lado, el
método inductivo sufre de un problema similar. ¿Cómo es posible partir de una cosa
individual? ¿Cuáles son las condiciones de posibilidad para decirse que «del análisis
de lo individual se llegará a lo general»? ¿O de lo empírico hacia lo hipotético? Otro
método que no presenta cualquier claridad epistémica es el «dialéctico». Interesante
que quien lo usa jamás lo explica. ¿Habría una tesis y una antítesis? ¿El resultado de la
investigación sería una síntesis?
Por tales razones es que el método hermenéutico-fenomenológico adaptado y adop-
tado por la Crítica Hermenéutica del Derecho parece tener los elementos necesarios
para llegarse a la comprensión de un fenómeno. Se revuelve el plano lingüístico en que
está (siempre) asentada una determinada tradición; se le reconstruye la historia insti-
tucional, provocando que el fenómeno se desvele, como en un palimpsesto. Método
fenomenológico-hermenéutico también significa «des-lecturas». El revolvimiento del
plano lingüístico implica des-leer las cosas. Y, al des-leer, la cosa se torna visible bajo
otra vestimenta fenomenológica, como en el ejemplo citado acerca del crimen de esca-
lamiento.
MÉTODOS DE INTERPRETACIÓN

25
Los métodos de interpretación son presentados por la dogmática jurídica como téc-
nicas rigurosas o operaciones interpretativas realizadas en partes para extraer el sentido
del texto. Serían instrumentos o mecanismos procedimentales para, paso a paso, acce-
der al conocimiento científico del Derecho.
Toda esa discusión acerca de la (in)validez de los métodos o cánones de interpre-
tación echa raices en las diversas concepciones filosóficas acerca de las condiciones de
posibilidad que tiene el hombre para aprender las cosas, como nombrarlas, como co-
nocerlas. Por lo tanto, remiten a un marco más amplio de la historia del pensamiento,
especialmente cuando se intentó establecer reglas para conocer. Se partió de una meto-
dología de interpretación de los textos religiosos, intensificada por los movimientos de
la Reforma, proliferándose por diversas hermenéuticas especiales. En eso la disciplina
del Derecho se destaca, al lado de la Teología y de la Filosofía. Pasan, entonces, por ten-
tativas de unificación en una teoría general de la interpretación, sobre todo por la bús-
queda de un rigor proprio de las Ciencias Humanas, aunque aun reflejando la exactitud
de las ciencias de la naturaleza. Este paradigma encontrará fuertes críticas en Martin
Heidegger, con quien la filosofía se revela hermenéutica. Se llega, con el giro ontoló-
gico-lingüístico, la des-lectura del método moderno y se reabre la posibilidad de un
«método auténtico», guiado por la «cosa misma» en la fenomenología. Hans-Georg
Gadamer hace el camino de retorno de la filosofía a la auto-comprensión metodológica
de las Ciencias Humanas: la propia hermenéutica es filosófica. Demuestra, a partir de
los ejemplos privilegiados del arte, de la historia y del lenguaje que el acontecer de la
verdad no está condicionado a un método pre-establecido de conocimiento.
En el área jurídica, fueron varias las tentativas de establecer reglas o cánones herme-
néuticos —con énfasis en el predominio de la objetividad del texto o en la subjetividad
del intérprete o, incluso, de conjugar las dos tesis (paradigma objetivista y paradigma de
la filosofía de la consciencia). Recordemos, especialmente, a Friedrich Karl von Savigny
y sus métodos construidos para el Derecho privado, que aún continúan influenciando
las prácticas jurídicas; Emilio Betti y su abordaje objetivo-idealista; y, a su manera, las
modernas teorías de la argumentación como la de Robert Alexy, no solo por revivir los
cánones interpretativos de Friedrich Karl von Savigny (bajo el eufemismo de «formas
146 Lenio Streck

de argumento»), sino también por toda la parafernalia procedimental que construye,


el Código de la Razón Práctica, la ponderación, etc.
En el pensamiento jurídico brasileño, diversos juristas se encuentran (encontraban)
apegados a la hermenéutica metodológica. Véase, por todos, Carlos Maximiliano, cuya
obra, aunque publicada en los años veinte del siglo pasado, retrata bien el sincretismo
metodológico en el cual estamos sumergidos. Véase también a la civilista Maria Hele-
na Diniz, v.gr., y sus técnicas interpretativas. Repite la vieja metodología savignyana:
gramatical o literal, lógico, sistemático, histórico y sociológico o teleológico. Llama a
esos «métodos» de medios técnicos, lógicos o no, propios para desvendar las diversas
posibilidades de aplicación de la norma. En la misma línea, es el entendimiento de Ar-
nold Wald. Ya Paulo Dourado de Gusmão alude que, para descubrir el sentido objetivo
de la ley, el intérprete procede por etapas, debiendo el sentido de la ley ser actual, y no
retrógrado y tampoco revolucionario. La dogmática jurídica, igualmente después de
tantas rupturas proporcionadas por las teorías discursivas y por la hermenéutica, parece
insistir, en las más variadas ramas del Derecho, en el uso de métodos que, la mayoría de
las veces, se contradicen. El predominante continúa siendo los modelos propuestos por
Friedrich Karl von Savigny, lo que se puede ver en la propia jurisprudencia del Supremo
Tribunal Federal brasileño —por todos, véase «el caso Donadon» (MS 32.326), en
que fueron utilizados no solamente los métodos clásicos de interpretación, sino tam-
bién la importación equivocada de las tesis neo-constitucionalistas y de la teoría alexya-
na de manera simplificada.
Regla general, en el ámbito de la dogmática jurídica, los métodos interpretativos
o técnicas de interpretación son definidos como instrumentos/mecanismos rigurosos,
eficientes y necesarios para el alcance del conocimiento científico del Derecho. Pionero
en la crítica, Luis Alberto Warat, aún en la década del setenta del siglo XX, hacía una
compilación de las principales fórmulas de significación elaboradas por los distintos
métodos o técnicas, que serían: a) remisión a los usos académicos del lenguaje (método
gramatical); b) apelo al espíritu del legislador (método exegético); c) apelo al espíritu
del pueblo; apelo a la necesidad (método histórico); d) explicitación de los compo-
nentes sistemáticos y lógicos del Derecho positivo (método dogmático); e) análisis de
otros sistemas jurídicos (método comparativo); f ) idealización sistémica de lo real en
busca de la adaptabilidad social (método de la escuela científica francesa); g) análisis
sistémico de los hechos (método del positivismo sociológico); h) interpretación a par-
tir de la búsqueda de la certeza decisoria (método de la Escuela del Derecho Libre); i)
interpretación a partir de los fines (método teleológico); j) análisis lingüístico a partir
de los contextos de uso (método del positivismo fáctico); k) comprensión valorativa
de la conducta a través del análisis empírico-dialéctico (egología); y l) producción de
conclusiones dialécticas a partir de lugares (método tópico-retórico).
Luis Alberto Warat realizó una contundente crítica al tratamiento doctrinario pres-
tados a los métodos interpretativos, que siempre ocultó su compromiso ideológico con
Diccionario de Hermenéutica 147

las soluciones reclamadas por la práctica judicial. Siempre ocultó su funcionamiento


retórico delante de las normas generales, los hechos y las decisiones; jamás los presentó
como un repertorio de argumentos que condiciona las diversas actividades comprome-
tidas con el acto de sentenciar. Por eso, los métodos de interpretación pueden ser consi-
derados coartada teórica para el surgimiento de las creencias que orientan la aplicación
del Derecho. Así, bajo la apariencia de una reflexión científica, se crean fórmulas inter-
pretativas que permiten: a) vehicular una representación imaginaria sobre el papel del
Derecho en la sociedad; b) ocultar las relaciones entre las decisiones jurisprudenciales y
la problemática dominante; c) presentar como verdades derivadas de los hechos, o de las
normas, las directrices éticas que condicionan el pensamiento jurídico; y d) legitimar la
neutralidad de los juristas y conferirles un estatuto de científicos.
Otra crítica importante a los métodos interpretativos y su instrumentalización por
la dogmática jurídica es realizada por Nilo Bairros de Brum (1980, pp. 55 y ss.). Pre-
sentados como caminos neutros que llevan a la verdad, nada más son los métodos y
las teorías de la interpretación jurídica sendas que apuntan a los valores. Constituyen
procedimientos compartidos por un sector social especializado en la resolución de pro-
blemas concretos, pero implican, también, la toma de posiciones políticas, la acción y
reacción frente al poder constituido.
Importante, nuevamente, es la crítica que Eros Grau (1998) realiza a los métodos
de interpretación: la existencia de diversos cánones de interpretación —que es agravada
por la inexistencia de reglas que ordenan, jerárquicamente, su uso (Robert Alexy)—
provoca que ese uso resulte arbitrario. Esos métodos, afirma Eros Grau, funcionan
como justificativas para legitimar resultados que el intérprete se propone alcanzar. Los
métodos funcionan, así, como reserva de recursos de argumentación, dependiendo,
además, también de la interpretación (Gustavo Zagrebelsky). Y, aduce, ya que la única
cosa que hacen es prescribir un determinado procedimiento de interpretación, ellos no
vinculan al intérprete (Winfried Hassemer). O sea, la fragilidad de los métodos de in-
terpretación deriva de la inexistencia de una meta-regla ordenadora de su aplicación, en
cada caso, de cada una de ellas, concluye.
Por lo tanto, los métodos de interpretación reciben diversas y severas críticas de la
doctrina por su potencial ocultación de la subjetividad del intérprete, en la medida en
que cada método puede conducir a un resultado interpretativo diverso y la elección del
método es realizada libremente por el sujeto.
El método llega tarde delante del fenómeno de la pre-comprensión. Ella busca su-
perar la metodología como «una tercera cosa» con el objetivo de dar certeza al co-
nocimiento. El método no es, ni de lejos, el factor determinante para la preparación
y formación de conocimiento válido. Hay estructuras que se sitúan antes de cualquier
aporte metodológico que ya constituyen conocimiento. Y aún más: son estas estructu-
ras las que determinan los espacios inter-subjetivos de formación del mundo. Sobremo-
148 Lenio Streck

do, adviértase: esa auténtica revolución hermenéutica no fue apenas relevante para el
Derecho, sino para la totalidad de la estructura del pensamiento de la humanidad.
La interpretación del Derecho aún está constituida, infelizmente, por un enmara-
ñado de posturas metodológicas que, de forma sincrética, buscan soluciones ad hoc, es
decir, la producción jurídica tiene el claro objetivo de servir de un «SOS» para solu-
cionar casos, dejando de lado la reflexión acerca de los fenómenos que engendran los
referidos casos.
NEO-CONSTITUCIONALISMO

26
La expresión neo-constitucionalismo surgió en el interior de un contexto histórico
específico, en el cual Europa pasaba por una transición: era necesario romper con un
escenario político marcado por la eclosión de los regímenes totalitarios y hacer emerger
una nueva fundamentación para el Derecho (consagrando la idea de Estado Consti-
tucional). Eso porque la Segunda Guerra Mundial dejó como herencia la angustia de
haberse convivido con severas restricciones de los derechos, amparadas por la legalidad
(basta que se observe toda la burocracia que la Alemania nazista produjo para legitimar
la violencia). Con eso, el movimiento neo-constitucionalista surge, especialmente en
España e Italia, teniendo a Susanna Pozzolo, Prieto Sanchís, Sastre Ariza, Paolo Co-
manducci y Riccardo Guastini como sus principales autores, buscando la construcción
de un modelo de Derecho ya no más pensado bajo la perspectiva positivista.
En ese sentido, es importante tener presente que el término neo-constitucionalismo
incorpora en sí una pléyade de autores y posturas teóricas que no siempre pueden ser
aglutinadas en un mismo sentido. La ciencia política norte-americana, por ejemplo, lla-
ma de new constitucionalism a los procesos de redemocratización que tuvieron lugar en
varios países de la llamada modernidad periférica en las últimas décadas, mencionando
el caso de Brasil, Argentina, los países del oriente europeo, África del Sur, entre otros
(Hirschl, 2009). Entretanto, con Miguel Carbonell (2007) —organizador de diversas
obras que tratan exclusivamente sobre el tema—, es posible decir que el neo-consti-
tucionalismo puede ser caracterizado por el surgimiento de tres elementos: a) nuevos
textos constitucionales; b) nueva teoría de la constitución; y c) nueva postura jurispru-
dencial.
En un primer momento, fue de importancia estratégica la importación del término
y de algunas de las propuestas trabajadas por los autores de la Europa ibérica. Eso por-
que Brasil ingresó tardíamente en ese «nuevo mundo constitucional», factor que, de
hecho, es similar a la realidad europea, que, antes de la segunda mitad del siglo XX, no
conocía el concepto de constitución normativa, ya considerablemente decantada en el
ambiente constitucional estadunidense.
Por lo tanto, hablar de «neo-constitucionalismo» implicaba ir más allá de un cons-
titucionalismo de rasgos liberales —que, en Brasil, siempre fue un simulacro en años
150 Lenio Streck

intercalados por regímenes autoritarios— en dirección a un constitucionalismo com-


promisorio, de rasgos dirigentes, que posibilitase, en todos los niveles, la efectivación de
un régimen democrático en terrae brasilis.
Así, pasadas más de tres décadas de la Constitución de 1988 de Brasil, y toman-
do en cuenta las especificidades del Derecho brasileño, es necesario reconocer que las
características de la tesis (o ideología) neo-constitucionalista acabaron por provocar
condiciones patológicas que, en nuestro contexto actual, acaban por contribuir para la
corrupción del propio texto de la Constitución.
La adhesión a la propuesta neo-constitucionalista en el contexto brasileño puede
habernos llevado a equívocos hasta los días actuales. En líneas generales, es posible afir-
mar que, en la senda de lo que ha sido entendido como neo-constitucionalismo, recorri-
mos un camino que nos lleva a una recepción acrítica de la Jurisprudencia de Valores, de
las teorías de la argumentación jurídica y del activismo judicial norte-americano, siendo
motivo de ambigüedades teóricas y hasta de malentendidos.
Se ha visto que, bajo la bandera «neo-constitucionalista», se defienden, al mismo
tiempo, un Derecho constitucional de la efectividad; un Derecho asombrado por la
ponderación de valores (de principios, de reglas e incluso de intereses); una concretiza-
ción ad hoc de la Constitución y una supuesta constitucionalización del ordenamiento
a partir de jergas vacías de contenido y que reproducen el prefijo «neo» en diversas
ocasiones, como «neo-procesalismo» y «neo-positivismo». Todo porque, al fin y al
cabo, se creyó ser la jurisdicción responsable por la incorporación de los «verdaderos
valores» que definen el Derecho justo (vide, en ese sentido, las posturas derivadas del
instrumentalismo procesal). He ahí el equívoco de quien quiere transformar el Derecho
en un valor o en valores. Hacer eso es la forma más sofisticada de negarlo. Transformar
el Derecho en valor o adherirse a la tesis de que los principios son valores es tornar el
Derecho en un acto de voluntad. Es caer en la trampa kelseniana de que es imposible
controlar racionalmente la aplicación del Derecho. El resultado de eso es completar el
contenido del Derecho con juegos de poder. En ese sentido, el Derecho pierde su espe-
cificidad: al final, si él es hecho para controlar el poder y su aplicación se resume en un
juego de poder, ¿cuál será su utilidad?
Por eso no es suficiente saltar del formalismo positivista hacia cualquier forma de
voluntarismo. De ese modo, por ejemplo, queda claro que el neo-constitucionalismo
representa, apenas, la superación —en el plano teórico-interpretativo— del paleojus-
positivismo (Luigi Ferrajoli), en la medida en que nada más hace afirmar las críticas an-
tiformalistas deducidas por los partidarios de la Escuela del Derecho Libre, de la Juris-
prudencia de Intereses y de aquello que es la versión más contemporánea de esta última,
o sea, de la Jurisprudencia de Valores. Hay excepciones en lo tocante al apartamiento
del discrecionalismo del neo-constitucionalismo. Por todos, vale referirse a Écio Otto
Ramos Duarte, que, aunque asumiéndose como neo-constitucionalista, sustenta un
Diccionario de Hermenéutica 151

sesgo no-positivista del Derecho, a partir de su tesis de doctorado publicada como libro
(2014), apartándose de las características más marcantes del neo-constitucionalismo,
lo que ya estaba presente en un libro anteriormente publicado con Susanna Pozzolo
(2011).
Algunos juristas comprendieron mal el sentido del «nuevo constitucionalismo»:
por no haber comprendido el problema de la diferencia entre el viejo positivismo exe-
gético (sintáctico) y el positivismo normativista (semántico), pensaron que el «neo-
constitucionalismo» sería la forma de superar el exegetismo. Y, para eso, apelaron a la
búsqueda de los valores que estarían «escondidos» por debajo de los textos legales.
Ora, pensar así es apenas colocar al neo-constitucionalismo como una continuidad del
viejo positivismo, y no como una auténtica ruptura. Ese problema también se repitió en
la equivocada comprensión del sentido de los principios, conceptuados como «positi-
vación de valores» o la «sofisticación» de los viejos principios generales del Derecho,
que, como se sabe, no pasaban de axiomas.
Por lo tanto, no basta decir que la ley no contiene el Derecho; no basta decir que
lo óntico no agota los sentidos si eso fuera hecho bajo los presupuestos del positivismo
normativista. Eso explica las razones por las cuales la defensa de la discrecionalidad es
realizada por la mayoría de los juristas. O sea, recién están superando el viejo positivis-
mo exegético. Para aquello, basta ver lo que la mayoría de los juristas defensores del neo-
constitucionalismo habla sobre la discrecionalidad, los principios (tenidos como valo-
res), etc. Esa es la pista para identificar los «nuevos» positivistas (o neopositivistas).
Así, es posible decir que, en los términos en que el neo-constitucionalismo viene
siendo utilizado, él representa una clara contradicción, es decir, si él expresa un mo-
vimiento teórico para lidiar con un Derecho «nuevo» (se podría decir, un Derecho
«pos-Auschwitz» o «pos-bélico», como quiere Mario Losano), queda sin sentido de-
positar todas las esperanzas de realización de ese Derecho en la lotería del protagonis-
mo judicial (principalmente tomando en cuenta la prevalencia, en el campo jurídico,
del paradigma epistemológico de la filosofía de la consciencia).
También es importante consignar que la idea de un neo-constitucionalismo puede
dar margen al equívoco de que ese movimiento lleva a la superación de otro constitucio-
nalismo (fruto del umbral de la modernidad). En verdad, el Constitucionalismo Con-
temporáneo conduce simplemente a un proceso de continuidad con nuevas conquistas,
que pasan a integrar la estructura del Estado Constitucional en el periodo posterior a la
Segunda Guerra Mundial.
PAN-PRINCIPIOLOGISMO

27
Una de las grandes discusiones jurídicas que atraviesa siglos se refiere al concepto de
Derecho. Es necesario reconocer que, por mucho tiempo, esa cuestión quedó vinculada
a la pregunta «¿es el Derecho un sistema de reglas?», cuestionamiento que surge en
función de las propuestas que, en la historia del pensamiento jurídico, más influencia-
ron el Derecho —el positivismo jurídico—, así como de las tesis que intentaron la supe-
ración de ese paradigma, como la teoría de Ronald Dworkin, por ejemplo (de hecho, la
pregunta anterior es el título de un capítulo de una de sus obras Taking rights seriously).
En ese contexto, hay un elemento que fomentó buena parte de ese debate: ¿cuál es el
papel de los principios?
Parcela de la comunidad jurídica respondió a la pregunta que siempre perturbó al
Derecho «¿qué hacer con la moral?» con la siguiente respuesta: «Los principios son
valores y traen la moral hacia adentro del Derecho». Tal circunstancia fragilizó sobre-
modo el necesario grado de autonomía que el Derecho necesita preservar en una demo-
cracia. Debería ser rechazada por los juristas una tesis o postura que permitiese que un
standard cualquiera tenga la condición de reducir el Derecho aprobado democrática-
mente por el parlamento. Pues no fue eso lo que ocurrió y lo que viene ocurriendo. El
Derecho fue inundado por una producción de standards valorativos, coartadas teóricas
por los cuales se puede decir cualquier cosa sobre la interpretación de la ley. Un princi-
pio —sin ninguna densidad deontológica— tiene la «fuerza» de derrotar al Derecho
vigente, sin que el intérprete utilice de la jurisdicción constitucional. A ese fenómeno
di el nombre, desde 2004, después de un debate con el profesor Luís Roberto Barroso
sobre el principio de la afectividad, de «pan-principiologismo», habiendo una amplia
lista de «pan-principios» en mi libro «Verdad y Consenso» (2014b; 2017).
Desde el debate de Ronald Dworkin con Herbert Hart, uno de los principales po-
sitivistas, es posible afirmar que el Derecho no es apenas un sistema de reglas, sino de
reglas y principios. Entretanto, en el caso brasileño, que realizó una frágil lectura del
positivismo jurídico (en especial, kelseniano), este asunto comienza a ganar relevancia
a partir de la asimilación de las tesis neo-constitucionalistas, que surgieron en España e
Italia. El neo-constitucionalismo, de entre otros aspectos, redimensionó el papel de los
principios de tal modo, repercutiendo en un refuerzo al activismo judicial, en la medida
154 Lenio Streck

en que los principios pasaron a ser concebidos como un modo de apertura interpreta-
tiva.
En Brasil, la concepción de los principios como apertura interpretativa pasó a repre-
sentar un modo de justificar el voluntarismo judicial a partir de un criterio «jurídico»
que permitiría cierta libertad aplicativa. Ocurre que, en el fondo, la mera atribución del
nombre «principio» a algo apenas sirvió para garantizar la apariencia de juridicidad,
constituyendo una verdadera coartada retórica. El gran problema es que la comunidad
jurídica pasó cada vez más a utilizar el nombre «principio» para justificar decisiones
discrecionales. Eso provocó una fragmentación en la aplicación judicial, lo que me lle-
vó a acuñar la expresión «pan-principiologismo» para designar ese fenómeno, que se
transformó en una verdadera fábrica de principios.
Centenas de principios invadieron el universo de la interpretación y aplicación del
Derecho, fragilizando sobremodo el grado de autonomía del Derecho y la propia fuerza
normativa de la Constitución, como si el paradigma del Estado Democrático de Dere-
cho fuese la «piedra filosofal de la legitimidad principiológica», de la cual pudiesen
ser extraídos tantos principios cuantos sean necesarios para resolver los casos difíciles o
«corregir» las incertezas del lenguaje. Algunos de ellos pueden ser enumerados, tales
como: el principio de cooperación procesal, de la colegialidad, de la simetría, de la sim-
plicidad, de la conexión, de la confianza, de la afectividad, del hecho consumado, de la
instrumentalidad procesal, de la confianza en el juez de la causa, de lo deducido y de lo
deducible y más una centena de standards que no poseen ninguna normatividad.
En líneas generales, el «pan-principiologismo» es un subproducto de las teorías
axiologistas que redundaron en aquello que viene siendo llamado de neo-constitucio-
nalismo y que acaba por fragilizar las efectivas conquistas que formaron el caldo de
cultivo que posibilitó la consagración de la Constitución brasileña de 1988. Ese «pan-
principiologismo» provoca que —so pretexto de estarse aplicando los principios cons-
titucionales— haya una proliferación incontrolada de enunciados para resolver deter-
minados problemas concretos, muchas veces al albedrío de la propia legalidad constitu-
cional. Como bien acentúa Otavio Rodrigues Júnior (2011, pp. 43 y ss.), en el ámbito
del Derecho civil esa proliferación de principios viene comprometiendo a su fuerza
normativa. Esa problemática se extiende a las demás ramas y a las disciplinas jurídicas.
Ese activismo demuestra también que su ratio posee un origen solipsista, lo que se
torna problemático, porque la democracia y los avances pasan a depender de las posi-
ciones individuales de los jueces y de los tribunales. Aquí parece quedar claro como la
idea de «Constitución como orden de valores» es literalmente subsumida en la teoría
alexyana de la colisión de principios, sin atenderse mínimamente a los presupuestos
lógicos que sustentan la teoría de su autor. Ora, los principios son, para Robert Alexy,
mandatos de optimización y poseen, por eso, una estructura ampliada de deber ser. Esa
estructura, que es dada prima facie, tensiona los principios, haciéndolos colisionar. La
Diccionario de Hermenéutica 155

valoración es un momento subsecuente —o sea, posterior a la colisión— que incorpora


el procedimiento de la ponderación. Lo más paradójico en ese sincretismo teórico es
que Robert Alexy elabora su teoría exactamente para «racionalizar» la ponderación
de valores, al paso que, en Brasil, los presupuestos formales —racionalizadores— son
integralmente desconsiderados en la mayoría de los casos.
El Derecho constitucional, en esa medida, fue tomado por las teorías de la argu-
mentación jurídica, siendo raro encontrar a constitucionalistas que no se rindan a la
distinción estructural regla-principio y a la ponderación. En la mayor parte de las veces,
los adeptos de la ponderación no toman en cuenta la relevante circunstancia de que es
imposible hacer una ponderación que resuelva directamente el caso. La ponderación —
en los términos propalados por su creador, Robert Alexy— no es una operación en que
se colocan los dos principios en una balanza y se indica a aquel que «pesa más», algo
del tipo «entre dos principios que colisionan, el intérprete escoge uno».
El estado de arte del panorama principiológico se torna aún más complejo y pro-
blemático cuando se constata que se está delante de un conjunto de «principios» de
los cuales es difícil —por no decir imposible— reconocer el ADN en tiempos de pos-
positivismo (no-positivismo) y de la búsqueda de la autonomía del derecho. En muchos
casos, llega a ser imposible identificar el status de los aludidos «principios», es decir, si
se está delante de un principio constitucional, infraconstitucional o de un enunciado en
el nivel de los viejos «principios generales del Derecho».
Se percibe, así, una proliferación de principios, circunstancia que puede acarrear el
debilitamiento de la autonomía del Derecho (y de la fuerza normativa de la Constitu-
ción), en la medida en que parcela considerable (de esos «principios») es transformado
en discursos con pretensiones de corrección y, en fin, como en el ejemplo de la «afec-
tividad», una coartada para decisiones que superan los propios límites semánticos del
texto constitucional.
El «pan-principiologismo» se transformó en un camino peligroso para un retor-
no a la «completud» que caracterizó al viejo positivismo novecentista, pero que se
adentró al siglo XX, a partir de la tesis —simplista y mistificadora— de que ante la
«ausencia» de «leyes apropiadas» (la apreciación de ese nivel de adecuación es hecha,
evidentemente, por el protagonismo judicial), el intérprete «debe» valerse de esa am-
plia principiología, siendo que, a falta de un «principio» aplicable, el proprio intérpre-
te puede crearlo. En tiempos de «densa principiología» y «textura abierta», todo eso
propicia a que se dé un nuevo status al viejo non liquet. Es decir, los límites del sentido y
el sentido de los límites del aplicador ya no están en la Constitución, como «programa
normativo-vinculante», pero, sí, en un conjunto de enunciados creados ad hoc (y con
funciones ad hoc), que, travestidos de principios, constituyen una especie de «supra-
constitucionalidad». Agréguese a todo eso la relevante circunstancia de que muchos
156 Lenio Streck

de los principios generales del Derecho —que habrían sido «constitucionalizados»—


son incompatibles con la Constitución.
Sin alguna posibilidad taxonómica acerca de la materia, esos enunciados (con pre-
tensión asertórica y performativa) cumplen la función de meta-reglas. Con ellos, cual-
quier respuesta puede ser correcta. De hecho, siempre habrá un enunciado de ese calaña
aplicable al «caso concreto», que acaba siendo «construido» a partir del grado cero
de significado. Su multiplicación se debe a la errónea comprensión de la tesis de que los
principios proporcionarían una apertura interpretativa, cuando, en verdad, sua función
es de cierre interpretativo.
PONDERACIÓN

28
Si en el positivismo los «casos difíciles» son «dejados» a cargo de la decisión dis-
crecional del juez, en la era así denominada del pos-positivismo y, más específicamente,
en la (las) teoría (teorías) de la argumentación jurídica, los hard cases pasaron a ser re-
sueltos a partir de ponderaciones de principios (ver términos «Positivismo y Pospo-
sitivismo»). Cuando los principios entran en colisión, deben ser ponderados, afirma
(por todos) el jurista alemán Robert Alexy (2011). El problema es saber cómo es hecha
esa «elección» o «selección» de principios colisionantes. De pronto, regístrese las
recepciones equivocadas de su tesis. En el modo como la ponderación viene siendo con-
vocada y «aplicada» en el Brasil, todo indica que no pasa de aquello que Philipp Heck
llamaba, en la Jurisprudencia de Intereses de Abwägung, que significa «sopesamiento»,
«balanceamiento» o «ponderación», mezclándose, muchas veces, a la Jurisprudencia
de Valores. Con la diferencia de que no había ahí la construcción de la «regla de la
ponderación».
En ese sentido, es necesario hacer justicia a Robert Alexy: su tesis no implica esa
«elección directa». La ponderación será el modo de resolver los conflictos jurídicos en
que hay colisión de principios, en un procedimiento compuesto por tres etapas: adecua-
ción, necesidad y la proporcionalidad en sentido estricto. Las dos primeras se encargan
de aclarar las posibilidades fácticas; la última será responsable por la solución de las
posibilidades jurídicas del conflicto, recibiendo del autor el nombre de ley de sopesa-
miento (o de la ponderación), con la siguiente redacción: «Cuanto mayor sea el grado
de no-satisfacción o de afectación de un principio, tanto mayor tendrá que ser la impor-
tancia de la satisfacción del otro». La respuesta obtenida por la ponderación resultará
en una norma de Derecho fundamental atribuida (zugeordnete Grundrechtnorm), una
regla que deberá ser aplicada subsuntivamente al caso concreto (y que servirá para re-
solver también otros casos). Como aclara detalladamente Rafael Giorgio Dalla Barba
(2016, pp. 54-84), la respuesta obtenida por la ponderación resultará en una norma de
Derecho fundamental atribuida (zugeordnete Grundrechtnorm), una regla que deberá
ser aplicada subsuntivamente al caso concreto (y que servirá para resolver también otros
casos).
158 Lenio Streck

En rigor, el procedimiento de la máxima de la proporcionalidad —que tiene en su


última etapa a la famosa ley de la ponderación— no es un problema en sí, sino el modo
cómo ella se desarrolla en una teoría procedimental. En ese sentido, Fausto de Morais
muestra el modo equivocado como el fenómeno de la proporcionalidad es tratado por
el Supremo Tribunal Federal brasileño: en 189 casos juzgados en una década, la Supre-
ma Corte no siguió el procedimiento en ninguno de ellos, según lo explicitado en la
teoría alexyana (2016). La ponderación apenas tiene una función explicitativa de las
posibilidades jurídicas en las cuales el intérprete puede valerse para resolver un caso de
«colisión entre principios», pero no proporciona una carga prescriptiva para indicar
cuál posición sería la más adecuada, como equivocadamente ha sido trabajado por la
dogmática jurídica en Brasil (Morais, 2016). La atribución de peso a los principios en
colisión (que es el punto central) es dada por una teoría de la argumentación de cuño
procedimental, y no substancial. Y es justamente en ese aspecto que Robert Alexy se
aparta de las posturas substancialistas como la Crítica Hermenéutica del Derecho y la
Teoría Integrativa de Dworkin. Esa es la razón por la cual, al final de su teoría de la
argumentación, Robert Alexy admite haber espacios de lo «posible discursivamente»,
aunque dentro de ese terreno haya respuestas antagónicas, ambas bajo la tutela de la
«racionalidad procedimental».
De ese modo, los problemas vinculados a la ponderación residen en el desplaza-
miento de la jerarquización «ponderativa» en favor de la «subjetividad» (asujetado-
ra) del intérprete. En el fondo, se retorna, con la ponderación, a la discrecionalidad,
apenas bajo la ilusión de un soporte metodológico. Se trata de un mecanismo exterior
por el cual se encubre el verdadero raciocinio estructurante de la comprensión. Aunque
deban ser hechas fórmulas y criterios de jerarquización, eso no retira a la ponderación
del viejo problema de la metodología criticada (y superada) por Hans-Georg Gadamer
en «Verdad y Método».
Además, la elección del principio aplicable «repristina» la antigua «delegación po-
sitivista», representada por la escisión entre discursos teóricos y raciocinios prácticos.
Cabe al intérprete-juez decir cuál es el principio aplicable, es decir, tal como en el posi-
tivismo, es tarea del juez decidir delante de las «insuficiencias ónticas».
De ahí la pregunta: ¿cuál es la diferencia de esos criterios de los viejos métodos de
interpretación, cuyo talón de Aquiles —en la feliz expresión de Eros Grau y Friedrich
Müller— es exactamente no tener un criterio para definir cuál es el mejor criterio, se
diría, en otras palabras, la «ausencia/imposibilidad» de un Grundmethode?
«El caso Ellwanger» proporciona buenas muestras de la discrecionalidad de la pon-
deración, sobre todo en la forma cómo es invocada en Brasil (véanse las críticas realiza-
das por Cattoni, 2007). A propósito, la no-superación de la discrecionalidad es recono-
cida por el propio Robert Alexy, en el posfacio que compone la edición de la traducción
para el portugués, corroborando, así, aquello que importantes adeptos de su teoría de la
Diccionario de Hermenéutica 159

argumentación, como Prieto Sanchís y Manuel Atienza, ya afirmaban/aceptaban desde


hace mucho (2011). Ese es el punto que vincula la teoría alexyana al protagonismo ju-
dicial, es decir, el sub-jectum de la interpretación termina siendo el juez y sus elecciones.
La diferencia entre la hermenéutica y la teoría de la argumentación es que mientras
esta última comprende los principios (apenas) como mandatos de optimización, por lo
tanto, los entiende como apertura interpretativa, lo que llama a colación, necesariamen-
te, la subjetividad del intérprete (filosofía de la consciencia), la hermenéutica —aquí
bajo la óptica de la Crítica Hermenéutica del Derecho— parte de la tesis de que los
principios introducen el mundo práctico en el Derecho, «cerrando» la interpretación,
o sea, disminuyendo, en vez de aumentar, el espacio de la discrecionalidad del intérpre-
te. Claro que, para aquello, la hermenéutica sale adelante para decir que, primero, son
inescindibles los actos de interpretación y aplicación (con lo que se supera el método)
y, segundo, no hay diferencia estructural entre hard cases e easy cases. Y, en ese contexto,
es decir, por creer en la existencia de hard cases e easy cases y, aún más, por «dispensar»
la pre-comprensión anticipadora, la teoría de la argumentación se vale del principio
de la proporcionalidad como «clave» para resolver la ponderación, a partir de las ca-
racterísticas por todos conocidas. En la medida en que la proporcionalidad solo «es
llamada a colación» en caso de necesidad de ponderación para los casos difíciles, cabrá
al intérprete «jerarquizar» y «decidir» acerca de cuál debe ser el principio aplicable.
Por lo tanto, en ese punto ha de darse la razón a Jürgen Habermas y a los adeptos de
su teoría, en sus críticas al «uso discrecional de la ponderación» y a la «ponderación
discrecional». Según Jürgen Habermas (1997, p. 315), «la propuesta de Robert Alexy
consiste en interpretar los principios transformados en valores como mandatos de op-
timización, de mayor o menor intensidad. Esa interpretación viene al encuentro del
discurso de la “ponderación de valores”, corriente entre los juristas, el cual, no obstante,
es débil».
La ponderación siempre lleva a una abstracción delante del caso, circunstancia que
«re-abre» para el juez la perspectiva de la argumentación sobre «el carácter fundamen-
tal o no del Derecho», ya reconocido desde el inicio como fundamental, y así acaba tra-
tando esos derechos como si fuesen «valores negociables», con lo que se pierde la fuer-
za normativa de la Constitución, que es substituida por un «discurso adjudicador».
Por ejemplo, cuando se está diciendo que determinada ley es inconstitucional porque
lesiona el principio de la proporcionalidad, en realidad, antes de eso, la referida ley es
inconstitucional porque, por cierto, violó determinado precepto constitucional (con
perfil de principio o no). En verdad, según esas (correctas) críticas de Jürgen Habermas,
no se debe ponderar valores, ni en lo abstracto, ni en lo concreto. Por eso, la proporcio-
nalidad no será legítima si es aplicada como sinónimo de equidad. La proporcionalidad
será, así, el nombre a ser dado a la necesidad de coherencia e integridad de cualquier
decisión (aquí hay una aproximación de Jürgen Habermas con Ronald Dworkin).
160 Lenio Streck

Obsérvese que la construcción de un discurso práctico general que se tornase inmu-


ne a las críticas ya dirigidas a Jürgen Habermas trajo al «procedimiento» de Robert
Alexy (2011) veintiocho «reglas» que acaban retomando el pensamiento metafísico
(onto-teo-lógico) en sus versiones subjetivista y objetivista. Robert Alexy aún está pre-
ocupado con el problema de la fundamentación última, no habiendo desplazado el pro-
blema hacia un fundamento existencial (sin fondo), como hizo Martin Heidegger, ni
habiendo radicalizado a partir de la existencia de un grado cero en la discusión sobre el
disenso, como hizo Jürgen Habermas. Robert Alexy propone, en el fondo, una teoría
procedimentalista que presupone un substancialismo preso en el modelo de la filosofía
de la consciencia, como denunció Arthur Kaufmann. Las señales más evidentes de eso
son la insistencia en un modelo lógico-subsuntivo para casos fáciles y la utilización de
una versión renovada de los cánones de la interpretación.
El modelo subsuntivo presupone un sentido previamente dado de la premisa mayor
y una visión meramente descriptiva de la premisa menor, bajo pena de inviabilizar el si-
logismo. Ya con relación a los cánones, intenta retomarlos desde otro ángulo, teniendo
en vista que ellos no serían más reglas de interpretación, sino tan solamente «formas de
argumentos», conforme Chaïm Perelman (Alexy, 2005).
Pero, en el fondo, no es eso que acontece, porque el modelo de fundamentación últi-
ma luego se muestra y Robert Alexy es obligado a dar a las «formas de los argumentos»
una función constitutiva y directiva, en la medida en que, para él, «las formas distin-
tas (de los argumentos) pueden llevar, en el contexto de la discusión de un problema,
a soluciones completamente diferentes». Ese problema es típico de la hermenéutica
técnico-normativa bettiana y acaba siendo resuelto a partir de un meta-criterio. Ro-
bert Alexy acaba resolviéndolo así cuando presupone, en la teoría del discurso práctico
general, la utilización de «reglas de prioridad de segundo nivel» para la solución de
conflictos de «reglas de prioridad» de primer nivel. El «Trilema de Münchhausen»
surge y el retroceso sucesivo de soluciones se va imponiendo.
La ponderación sufre objeciones y críticas de los más variados segmentos. En ese
sentido, Ricardo Campos (2016) organizó una importante obra —«Crítica de la Pon-
deración: método constitucional entre la dogmática y la teoría social»— que trata es-
pecíficamente de la temática a partir de varios juristas alemanes (Augsberg, 2016; Fis-
cher-Lescano, 2016; Poscher, 2016; Ladeur y Campos, 2016; Vesting, 2016 y Teubner,
2016).
En la importación brasileña de Robert Alexy, no se puede dejar de referir que al-
gunos juristas como Luís Roberto Barroso y Ana Paula de Barcellos (2005), proponen
que, además de la ponderación de principios, debe existir también una ponderación
entre reglas, tesis repetida, bajo otro fundamento, por Humberto Ávila (2009). Lo que
llama más la atención en esa propuesta es que, en Robert Alexy, la ponderación sería
uno de los factores centrales que marcan la distinción entre reglas y principios (una de
Diccionario de Hermenéutica 161

las máximas alexyanas es: «Los principios se aplican por ponderación; las reglas, por
subsunción»). De ahí la pregunta no respondida por esos autores: si la ponderación es
el procedimiento del cual el resultado será una regla posteriormente subsumida al caso
concreto, ¿qué tenemos como resultado de la «ponderación de reglas»? ¿Una «regla»
de la regla? ¿Cómo queda, por lo tanto, en términos prácticos, la distinción entre reglas
y principios, ya que deja de tener razón de ser la distinción entre subsunción y pondera-
ción? La tesis provoca que la ponderación se transforme en un procedimiento generali-
zado de aplicación del Derecho.
Más allá de la discusión teórica, Brasil se tornó el único país en positivar ese méto-
do de decisión. En el nuevo Código de Proceso Civil brasileño (Ley n. 13.105/2015),
prescribe el art. 489, § 2: «En el caso de colisión entre normas, el juez debe justificar el
objeto y los criterios generales de la ponderación efectuada, enunciando las razones que
autorizan la interferencia en la norma apartada y las premisas fácticas que fundamentan
la conclusión». Asumida la especificidad del discurso jurídico, la palabra ponderación
no puede ser entendida aquí en un sentido vulgar. Hay una vasta tradición representada
por la recepción (a la) brasileña de la ponderación alexyana. Ocurre que se habla de co-
lisión entre normas. Y como reglas y principios son normas, se abre la posibilidad de la
«ponderación de reglas». Con todas las críticas que se pueden hacer a Robert Alexy, la
ponderación del nuevo Codigo de proceso civil de Brasil queda muy lejos de su teoría.
Peor que eso: entra en conflicto con el artículo 93, inc. X, de la Constitución Federal de
Brasil, y con el resto del propio Codigo de proceso civil de Brasil.
POSITIVISMO JURÍDICO

29
Genealogía
El positivismo jurídico es un fenómeno complejo. Partiendo de esta constatación,
la Crítica Hermenéutica del Derecho (Streck, 2014b; 2017) ha buscado comprenderlo
por intermedio de una lectura de la Filosofía del Derecho y en el Derecho, con el fin de
no apenas describir sus características, sino, también, desvelar los paradigmas filosóficos
entendidos en el lenguaje de Ernildo Stein (2006) como standards/vectores de raciona-
lidad que le dan sustentación.
Hay diversos autores que trabajan y se auto-denominan «positivistas jurídicos».
Este término tratará de los diversos positivismos que se fueron forjando desde el siglo
XIX, teniendo como base las matrices teóricas filosóficas que conforman el modo de
comprensión de Occidente desde la aurora de la civilización. Cuando alguien habla de
positivismo no imagina los diversos positivismos que se fueron forjando a lo largo de
los siglos.
El iuspositivismo clásico, aunque cada una de las vertientes contenga diversas pecu-
liaridades, presenta trazos definidos en todas ellas. Se trata de un movimiento en que el
material jurídico es establecido por alguna autoridad humana legitimada: en Francia, la
ley producida por el legislador racional, de inspiración iluminista (Positivismo Exegé-
tico); en Alemania, los conceptos generales y abstractos deducidos por los juristas-pro-
fesores ( Jurisprudencia de Conceptos); en Inglaterra, los precedentes proferidos por
la autoridad política competente ( Jurisprudencia Analítica). Véase que es esto que el
positivismo posteriormente llamaría de (tesis de los) «hechos sociales», aunque en ese
momento histórico no sea de la simple caracterización como «hecho social» que deri-
ve la legitimidad del Derecho, sino de su relación con la autoridad creadora (legislador,
profesor o juez). El positivismo jurídico tiene en su genealogía al positivismo científico,
para el cual solo hay hechos. He ahí la cuestión empírica fundamental, lo que llevó a
Friedrich Nietzsche a contraponerse y decir que «contra el positivismo que dice que
solo hay hechos, yo digo: hechos no hay; solo hay interpretaciones». Solo hay hechos
está en el origen de la cuestión positivista del «hecho social». Ese hecho es construc-
ción humana. Al jurista solo le cabe el papel de describir ese hecho. Con esto también
queda evidente una búsqueda por las certezas, por una objetividad en la aplicación del
164 Lenio Streck

Derecho. Este espacio de un conocimiento objetivo, que puede ser verdadero o falso,
siempre acompañó al positivismo jurídico, ya sea en la aplicación y/o en la ciencia en
sus más diversas versiones.
Aquí la conexión con los paradigmas filosóficos queda absolutamente clara. Se trata
de reflejos del paradigma de la filosofía de la consciencia, en que la razón humana pone
el sentido de las cosas. O, en el plano de la discusión aquí planteada, la razón «pone
el Derecho». De ahí la raíz del positivismo jurídico: El Derecho es un hecho social
puesto por la razón humana. Como veremos, ese hecho puesto puede ser una ley, un
juzgamiento, un concepto (como una pandecta, por ejemplo). No obstante, en un se-
gundo momento, ese Derecho puesto (positivo) necesita ser conservado/preservado
por razones políticas y sociales (la desconfianza de la burguesía francesa con los jueces
del ancient régime; la unificación del Derecho alemán bajo el imperio de Otto von Bis-
marck; la limitación del poder de los jueces frente a las imposiciones consuetudinarias).
Ese segundo momento provocó que el Derecho no sea creado o reconocido en cri-
terios exógenos a los hechos originarios, es decir, a aquello que esas autoridades de-
terminaron como siendo Derecho. Y por eso la referencia dada con la nomenclatura
«positivismo». La interpretación de los jueces está «amarrada» a la legislación, a los
conceptos de los profesores y a los precedentes. Francia, Alemania e Inglaterra, respec-
tivamente. Ese tipo de positivismo jurídico, aunque no fundamente la postura rígida
e inflexible de la interpretación de los jueces en ontologías clásicas, como en el para-
digma aristotélico-tomista, acaba, en la actuación práctica de estos, obrando de modo
muy similar a este paradigma. El juez conoce el Derecho positivado por la autoridad
y hace una deducción del caso concreto, como una adecuación de la cosa al intelecto,
una verdad correspondencial. Esa cuestión es fundamental para entender la relación del
positivismo con los dos paradigmas filosóficos (clásico y moderno): se pone el Derecho
(hecho social); consecuentemente, a partir de un mirar externo, este Derecho es descri-
to/aplicado. Una perfecta mezcla de las metafísicas clásica y moderna.
Así, aunque el positivismo jurídico no sea —stricto sensu— heredero filosófico de
la metafísica clásica por no creer en esencias (idea, ousía, Dios) y apenas limitar el De-
recho a los meros hechos (aquí la herencia del positivismo científico, en que solo hay
hechos), su manifestación práctica acaba tornándose muy próxima del modo cómo la
filosofía comprendía la realidad en ese paradigma: a partir de un mirar externo, en que
la realidad está dada —una especie de mito de lo dado adaptado al Derecho (resulta
innecesario recordar los mitos de la voluntad de la ley y de la voluntad del legislador, aún
presentes en el imaginario de los juristas).
Es en ese punto delicado que se hace necesario recurrir a la lección de Lorenz Bru-
no Puntel, para quien «las expresiones o los conceptos “objeto, cosa”, “propiedad” y
“relación” constituyen los conceptos básicos de la ontología de la substancia que nos
remonta a Aristóteles. Es sintomático que, por mucho tiempo, la expresión “substancia”
Diccionario de Hermenéutica 165

no fue o entonces raramente fue utilizada en la filosofía analítica, siendo empleada en


su lugar la expresión “objeto”; pero en el desarrollo más reciente de la filosofía analítica,
la designación “substancia” está siendo retomada con una frecuencia cada vez mayor. La
explicación para eso debe ser que la problemática ontológica gradualmente se desplaza
hacia el centro de atención de los filósofos analíticos. “Objeto” es una palabra cómoda,
que, no obstante, obliga y simultáneamente esconde una problemática filosófica inmen-
sa. No es posible determinar más exactamente el concepto “objeto” apartadamente los
conceptos “propiedad” y “relación”: objeto es aquel X, del cual puede ser dicho algo con
que él es determinado; en otras palabras, él es un X, al cual es conferida una propiedad
o una relación. De ese modo, queda claro que “objeto” es entendido, en última instan-
cia, como “substancia”» (2006, pp. 216-217). Lorenz Bruno Puntel consigue mostrar,
aunque sin referirse al campo jurídico, la relación de la analítica con el paradigma ade-
cuacionista. No hay duda de que el positivismo se vincula a los conceptos de objeto y
substancia. El hecho social a ser preservado y, por lo tanto, identificado por la Teoría del
Derecho positivista —está relacionado a ese objeto.
En efecto, como se verá adelante, todas las formas de positivismo jurídico tienen un
punto en común: la pretensión de metodológicamente asumir un carácter descriptivo
de cuño adecuacionista. Las proposiciones descriptivas producidas por el positivismo,
en su pretensión de negar cualquier tipo de metafísica (en el sentido onto-teo-lógico
de la palabra, es claro), tratan la verdad como una adecuación del intelecto al objeto:
con Smilg Vidal (2016, pp. 47-48), podemos decir que, en ese paradigma, el mundo es
comprendido como un conjunto de substancias que poseen determinadas propiedades.
La función del intelecto humano consistiría, básicamente, en captar esa realidad y ex-
presarla usando el lenguaje como una herramienta.
Esta pretensión aún está presente en versiones contemporáneas del iuspositivismo,
como observan Brian Leiter (2009) y Pierluigi Chiassoni (2016). El jurista norte-ame-
ricano, intentando comprender las razones del positivismo jurídico ser dominante entre
los filósofos del Derecho, apunta a la existencia de una argumentación evaluativa basada
en la idea de que las proposiciones que este describe serían verdaderas y adecuadas a la
«naturaleza del Derecho», siendo esta entendida como el conjunto de las propiedades
esenciales del fenómeno. Es correcto el análisis de Brian Leiter. En el mismo sentido,
el italiano Pierluigi Chiassoni, aún de modo más explícito, afirma que los positivistas
pos-hartianos representarían un «positivismo esencialista» por causa de las siguientes
características, en sus palabras: (i) la tarea principal de su Teoría del Derecho consiste
en investigar «la naturaleza del Derecho» («the nature of Law»); (ii) tal investigación
tiene que ser entendida como una investigación sobre las propiedades «esenciales» o
«necesarias» del Derecho, es decir, en términos aristotélicos, sobre el conjunto de pro-
piedades que hacen que algo sea Derecho y no otra cosa; y (iii) el positivismo jurídico
estaría comprometido, aunque implícitamente, con una concepción esencialista de la
tarea de la Teoría del Derecho. Tales cuestiones demuestran la necesidad y, mejor, la im-
166 Lenio Streck

prescindibilidad de valerse de los paradigmas filosóficos para comprender el fenómeno


del positivismo.
Esta búsqueda de una teoría neutra y atemporal ya es vista en Hans Kelsen, en el
cual, igualmente, de lejos trasparecen los paradigmas filosóficos. Entretanto, el jurista
entendía que esta objetividad, posible en el campo científico, no lo sería en la aplicación
del Derecho, estando el juez desvinculado de la ley, de los conceptos y de los prece-
dentes. Pero así pensaba exactamente porque entendía que el acto de aplicación, a ser
hecho por el sujeto moderno, inexorablemente estaría comprometido por la Moral y
por la Política. No obstante, el material jurídico —la norma— creado por la autoridad
competente puede ser analizado por el científico/teórico del Derecho, que describirá
las posibles interpretaciones de esa norma, sin hacer un juicio de valor. Por eso su in-
terpretación —que es la del científico del Derecho— es un acto de conocimiento. Eso
porque, en caso el científico dijese cuál es la mejor interpretación de esa misma norma,
estaría profiriendo juicios de valor que, como heredero de la Escuela de Viena, creía que
se trataban de enunciados que no tenían rigor científico. Eran apenas opiniones políti-
cas, ideológicas, morales, creencias religiosas, etc. No obstante, en la práctica judicial, el
juez necesita aplicar la norma al caso concreto. No puede apenas describir el Derecho.
Por eso, la prescripción derivada del acto de aplicación del Derecho (sentencia) será un
acto de voluntad, pues él escoge cuál es la interpretación de la norma que le conviene,
según su subjetividad, sus creencias, etc.
Como Hans Kelsen —siguiendo los presupuestos neo-kantianos y contraponién-
dose al iuspositivismo clásico (él es el primer positivista pos-exegético)—, parte de
una separación entre hecho y valor, la validez de la norma jurídica no puede advenir
de cualquier elemento factual. La validez de la norma adviene, entonces, de una norma
superior, y esta a su vez de otra norma aún más superior. Para no terminar en un regreso
ad infinitum, Hans Kelsen presenta la norma fundamental (Grundnorm), es decir, un
presupuesto lógico-transcendental para dar validez a todo el sistema jurídico (más tarde
Hans Kelsen abandona esa tesis kantiana y se adhiere a la filosofía del «como si» —als
ob— de Hans Vaihinger: la Grundnorm es una ficción necesariamente útil). Esa norma,
en la medida en que no contiene ningún contenido, admite que cualquier contenido
sea Derecho, inclusive aquel que pueda venir a ser considerado injusto. Véase, aquí tam-
bién, el carácter de objeto de la norma. Y el mirar externo del intérprete.
Herbert Hart, a su vez, por conocer el giro lingüístico de la filosofía del siglo XX,
no colocará la validez del Derecho en un presupuesto lógico transcendental, sino la
colocará para el mundo concreto y social. El Derecho tiene validez porque la comuni-
dad política en la cual él gobierna lo reconoce como tal. Por eso aparece el concepto de
«regla de reconocimiento». En esa medida, al contrario de Hans Kelsen, no es todo y
cualquier contenido el que pueda ser Derecho, sino apenas aquel que posea respaldo
social de aquella sociedad en el espacio y temporalmente localizada. Se trata de un ele-
mento convencional, no más lógico-transcendental como en Hans Kelsen que da vali-
Diccionario de Hermenéutica 167

dez al Derecho (aunque las normas jurídicas, en Hans Kelsen, también son producto de
convenciones humanas). Así, es posible que los argumentos morales vengan a integrar el
Derecho de forma contingente, pues él —el Derecho— como lenguaje, contiene vague-
dades y ambigüedades en las cuales, no habiendo definición de su significación, entra
en una «textura abierta» en la cual los jueces pueden crear Derecho según standards
externos al proprio Derecho, como los argumentos políticos, morales, etc. Y los jue-
ces tienen legitimidad para aquello porque la regla de reconocimiento así lo establece.
Además, en el posfacio de «The Concept of Law», el proprio Herbert Hart admite la
posibilidad de la regla reconocimiento incluir standards morales al Derecho, siendo
(también) por eso considerado como un positivista moderado o blando.
En los dos últimos casos —Hans Kelsen y Herbert Hart—, trazos de los dos para-
digmas filosóficos también pueden ser encontrados. En Hans Kelsen, tanto la validez
del Derecho como la postura del juez son productos de la metafísica moderna: la vali-
dez de la norma es dada por un presupuesto lógico-transcendental, pues no se podría
encontrarla en el mundo factual para no derivar el valor del hecho; la postura discrecio-
nal/voluntarista del juez adviene del sujeto solipsista que interpreta el mundo a partir
de su subjetividad individual. Podemos llamar a ese acto subjetivista como fruto de un
subjetivismo particularista, en la clasificación de Lorenz Bruno Puntel. Ya la postura
descriptiva del científico en Hans Kelsen, como acto de conocimiento, se vincula al
concepto de verdad correspondencial, en que el sujeto está preso en el objeto que descri-
be, sin darse cuenta que, para comenzar a realizar esa tarea, él ya debe haberla comenza-
do. Como bien anota Juan Antonio Nicolás (2016, p. 261), «la verdad entendida como
adecuación pierde sus raíces y se restringe a la superficie de las cosas, no mostrando
lo que hay de más originario en las cosas, sino apenas aquello que es posible aparecer
lingüístico-calculadoramente».
Aquí ingresamos en un punto crucial, que muestra la importancia de los paradigmas
filosóficos y de lo que representó el giro ontológico-lingüístico proporcionado por la
fenomenología hermenéutica: la escisión entre descripción y prescripción solo ocurre
porque los diversos positivismos no perciben la doble estructura del lenguaje. Cuando
el positivista describe su objeto, olvida que desde antes ya lidiaba con, por ejemplo, los
principios de identidad, de no-contradicción, etc. Para simplemente describir, él solo lo
puede hacer no reconociendo que ya está lidiando con eso desde siempre. El mensajero
ya viene con el mensaje. No podría venir de otro sino del padre de la fenomenología,
Edmund Husserl (1976, p. 116), la aclaración de que «La ingenuidad del discurso que
habla de la “objetividad”, que deja totalmente fuera de cuestión la subjetividad, la cual
experimenta y conoce y es la única que se produce de una manera verdaderamente con-
creta; la ingenuidad del científico de la naturaleza y del mundo en general, que es ciego
para el hecho de que todas las verdades que él toma como objetivas, e igualmente el
propio mundo objetivo que es el substrato de sus fórmulas, es su configuración de vida,
que se tornó en él igualmente —esa ingenuidad deja de ser posible en la medida en que
168 Lenio Streck

se coloca la vida como objeto de consideración». Increíble, pues, la claridad del pensa-
miento fenomenológico para colocar, una vez más, la necesaria dosis de filosofía en la
problemática de ¿qué es esto —el positivismo jurídico?
De ahí que, cuando me refiero a la doble estructura del lenguaje y al hecho de que, al
describir, ya prescribimos y que eso representa un dilema sin salida para el positivismo
que escinde ser y debe ser, es absolutamente relevante convocar a la fenomenología her-
menéutica, en las palabras de una de sus mayores expertos, Ernildo Stein: «Nosotros ya
siempre estamos embarcados en el lenguaje del que emerge el objeto». A partir de ahí,
no hay más retorno al objetivismo ingenuo que va etiquetando las cosas. De esto, en
segundo lugar, se reconocerá la superación de la relación sujeto-objeto (S-O). No esta-
mos más aceptando la epistemología dualista que Immanuel Kant retiró de la tradición
de la metafísica onto-teo-lógica. Para no caer en el logicismo analítico-lingüístico, que
nos llevaría al formalismo positivista, se impone un tercer paso. Reconocer a la filosofía
de la finitud que parte de la vida fáctica y nos vincula al mundo práctico. Entonces será
posible una ontología de la finitud que nada más es de lo que la analítica existencial
instaurada por Martin Heidegger. Surge así la dimensión hermenéutica (Stein, 2016).
El mismo problema paradigmático-filosófico sigue en Herbert Hart, pues en un pri-
mer momento hay una pretensión de objetividad en la descripción de lo que es el Dere-
cho, delegando su validez a los hechos sociales (la regla de reconocimiento), determina-
dos por los seres humanos convencionalmente. De la misma forma, en los casos en que
hay una «textura abierta» del lenguaje jurídico, el juez puede interpretar el Derecho
de forma discrecional, aunque con las reservas de parsimonia. Esa discrecionalidad, en
la práctica, se asemeja a la filosofía de la consciencia, al modo como el subjetivismo de la
modernidad comprende la propia realidad, o sea, sin ningún control inter-subjetivo. En
ese sentido, Lorenz Bruno Puntel levanta dos problemas graves a ese tipo de posición
(que en otros textos llamé de «sujeto solipsista» y que Lorenz Bruno Puntel denomina
como «sujeto particularista»): el relativismo y auto-contradicción. Para Lorenz Bru-
no Puntel, el «mejor modo de caracterizar al sujeto que se entiende y actúa de modo
particularista, en contrapartida, es describirlo como el sujeto que no se orienta de modo
alguno por criterios objetivos o hace eso de modo insuficiente» (2006, p. 156).
Nuevamente con Lorenz Bruno Puntel, un auténtico análisis del Derecho hoy no
debería orientarse en representaciones, sino en criterios rigurosos de coherencia e inte-
ligibilidad (2015, p. 71). Cuando el positivismo pretende meramente describir el De-
recho, de forma neutral y externa, ¿qué hace sino orientarse por representaciones? Por
lo tanto, en el plano metodológico, cabe aclarar que las objeciones de la Crítica Her-
menéutica del Derecho al positivismo se dirigen a la pretensión de esas posturas de una
objetividad/neutralidad en la delimitación del Derecho, lo que, desde un punto de vista
fenomenológico, como fue demostrado por Lorenz Bruno Puntel y Edmund Husserl,
es imposible. La objeción también se motiva por la escisión hecha por el positivismo
descriptivista y normativo entre raciocinios jurídicos (teoréticos) y prácticos (aplica-
Diccionario de Hermenéutica 169

ción judicial). Solo sería posible la creencia en descripciones (como contraposición a


las prescripciones) si admitiésemos que el positivismo partiese de un «grado cero de
sentido» (Bodenlosigkeit), lo que, fácticamente, no es posible. Hablar de un grado cero
ya es asumir un punto de partida. No es por otra razón que Javier Recas, al anotar seis
características básicas del paradigma hermenéutico, destaca entre ellas la relevancia de
la pre-comprensión (Vorverständnis) como instancia originaria de apertura al mundo,
contraponiéndose al modelo neo-positivista de explicación que rapta al tiempo e his-
toricidad; la crítica al objetivismo cientificista que limitó la verdad a una racionalidad
instrumental y metódica; y el reconocimiento del carácter interpretativo de toda com-
prensión (2016, p. 215). No hay, por lo tanto, como huir de los paradigmas filosóficos.
Estas primeras páginas explicitan la complejidad del fenómeno. Y a partir de ahí es
más fácil contestar las críticas que son formuladas contra mi Crítica Hermenéutica del
Derecho. En efecto, es dicho por Bruno Torrano que la crítica formulada por la Crítica
Hermenéutica del Derecho no sería contra «la filosofía de la consciencia, sino contra
las consciencias personales de los magistrados concretos». En verdad, en el plano de la
decisión judicial, lo que la Crítica Hermenéutica del Derecho tiene que proponer es que
el positivismo jurídico, al admitir la discrecionalidad (y la posibilidad del juez valerse de
los más diversos argumentos de moralidad), acaba por aceptar, en la práctica judicial, las
posturas subjetivistas del juez, lo que nos remonta a la filosofía de la consciencia.
Se reconoce, por lo tanto, que el positivismo jurídico es corolario, desde el punto de
vista metodológico, de la filosofía analítica en sentido lato, aunque haya divergencias
de la adecuación de esas posturas para delimitar el Derecho. Desde el punto de vista de
la decisión judicial, la Crítica Hermenéutica del Derecho no asocia la teoría positivis-
ta a la filosofía de la consciencia, sino apenas a las consecuencias de la admisión de la
discrecionalidad en ese plano. O sea, es posible aceptar que el positivismo, en el plano
de los raciocinios jurídicos, posea rasgos de objetivismo y de la verdad como corres-
pondencia (al final, pretende describir el Derecho sin el apelo a la Moral). Entretanto,
parece indudable que el raciocinio práctico, hecho por el juez, efectivamente no escapa
al subjetivismo particularista. Como consecuencia, los jueces que simplemente se arro-
jan al voluntarismo nada más hacen practicar subjetivismos particularistas (llamemos a
esto de filosofía de la consciencia o no); igualmente aquellos que buscan metodologizar
ese subjetivismo, igualmente no escapan del paradigma filosófico que se transfiere del
mirar externo (de la cosa) hacia el interior del sujeto (el subjetivismo).

El desarrollo del positivismo antes de Hans Kelsen y Herbert Hart


Las consideraciones anteriores son la condición para la comprensión de lo que será
expuesto a continuación. En caso de cualquier duda, se deberá remitir el lector a aque-
lla primera parte. Los delineamientos anteriores sirven para mostrar la necesaria rela-
ción del positivismo jurídico con los paradigmas filosóficos. O sea, para demonstrar
170 Lenio Streck

que toda vez que un positivista sustenta que describe el Derecho, hay una especie de
(elevado) costo epistémico en esa opción metodológica. En este caso, las descripciones
son elementos que forman parte de las teorías representacionales. Y eso no ocurre en un
vacío paradigmático. Del mismo modo que podemos decir que los raciocinios prácticos
hechos por los jueces guardan relación con la filosofía de la consciencia y sus deriva-
ciones, en la medida en que esté presente el subjetivismo particularista del que habla
Lorenz Bruno Puntel.
En síntesis: un mirar externo (descriptivismo) implica una filiación al adecuacio-
nalismo. Hay variaciones en las teorías adecuacionistas, pero el punto que las vincula
es su filiación muchas veces semántica, muchas veces metafísica (en el sentido onto-
teo-lógico de la palabra) y, en otras, epistemológicas. El lenguaje asume el papel de
descripción o fotografía de la realidad. En el caso de las teorías positivistas que pre-
tenden describir el Derecho, la verdad funciona aún como adecuación. El lenguaje
es como un mapa que pretende mostrar el mundo. No hay como huir de eso, si se
pretende apostar por las descripciones, como un mirar externo. En ese sentido, hay
siempre algo que permanece de la noción tradicional de verdad correspondencial. Lo
que se altera, en el plano del Derecho y del positivismo que pretende describirlo es la
naturaleza del objeto «Derecho». En la pre-modernidad, una esencia, algo que no
depende del hombre; en la modernidad en adelante, el objeto continúa «objeto»,
solo que, ahora, es producido por el hombre, como un hecho social. De hecho, es en
ese exacto sentido que emerge la vinculación del positivismo científico con el positi-
vismo jurídico, en sus más variadas formas.
En efecto, delante del fin de la Edad Media, el hombre tuvo que buscar nuevos ca-
minos delante de un mundo ya no más dogmáticamente prefijado. El mundo deja de ser
una cartografía pre-definida. Así, la garantía de un conocimiento verdadero pasó a ser
asegurada por la «Razón» por intermedio del «Método» (científico). La verdad se
tornó solamente aquello que podría ser comprobado en un proceso empírico de obser-
vación y experimentación. Del exterior se pasó al «interior», lugar del sujeto moderno.
En este escenario, el iusnaturalismo comenzó a perder fuerza, ya que era entendi-
do como una concepción idealista, no basada en hechos empíricamente observables
y que, por eso, generaba incertezas en el quehacer jurídico. Se impone, por lo tanto,
la necesidad de la referencia a los datos empíricos, en un movimiento de rechazo a la
metafísica. Al final, el positivismo científico se refería a «hechos» (recordémonos de
la frase de Friedrich Nietzsche ya citada anteriormente). De esta forma, «en el ámbito
del Derecho, el positivismo representa la tentativa de comprender el Derecho como un
fenómeno social objetivo» (Barzotto, 2006, p. 643).
En la tentativa de oponerse a las abstracciones iusnaturalistas, el positivismo partía
de aquello que estaba puesto, positivado. En esta dirección apunta su raíz etimológica,
originado del latín positivus (positus: participio pasado de ponere —«colocar», «bo-
Diccionario de Hermenéutica 171

tar» + tivus: que designa una relación activa o pasiva), que se refiere a algo existente de
modo explícito, establecido y/o aceptado convencionalmente.
Por eso, es posible afirmar que en los Sofistas (siglos IV-V a. C.) y en Thomas Hob-
bes (1558-1679) ya se anunciaba el positivismo o al menos es perceptible su germen.
Para los primeros, el nomos sería apenas una expresión cultural y contingente, es decir,
no estaría predeterminada en el cosmos. El nomos estaría sujeto al hombre, y no a la
inversa. Ya para el segundo, el Derecho sería meramente el producto del soberano, sin
que estuviese vinculado a cualquier onto-teología, a cualquier tipo de valores transcen-
dentes. O sea, el Derecho sería aquello que el soberano dispone (dice y pone). Al final,
auctoritas non veritas facit legem —he ahí el lema más fiel al positivismo, lo que se puede
constatar fuertemente en John Austin.
Así, se presenta uno de los principales énfasis del positivismo jurídico, que se refiere
a la «naturaleza» convencional del Derecho, o sea, que esta se limita a una construc-
ción social históricamente situada (que puede ser una ley, una decisión judicial, una sú-
mula). Esta convención es tomada como un hecho objetivo, que en un primer momen-
to daría cuenta de la aplicación concreta del Derecho, y después fue restringiéndose a
aspectos formales que definirían la estructura, la «naturaleza» del fenómeno jurídico.
En esta dirección, Juan Carlos Bayón (2002) sustenta que el convencionalismo sería
como una especie de código genético que unifica todas las versiones del iuspositivismo.
Así, correctamente el jurista español argumenta que «la descomposición de la tesis de
las fuentes sociales en elementos lógicamente independientes abre la posibilidad de la
postulación de diferentes versiones de la misma. Si nos preguntáramos entonces por el
denominador común de todas ellas, creo que obtendremos un núcleo básico que llama-
ré de “tesis convencionalista”».
Leszek Kołakowski (1988) acentúa que, ya a finales del siglo XI, el nominalismo po-
día ser percibido, siendo que, en el siglo XIII, con Roger Bacon ya se decía que el valor
del conocimiento puede ser medido por la eficacia de su aplicación, circunstancia que
muestra también la vinculación umbilical entre nominalismo, pragmatismo y positivis-
mo, que puede ser vista hasta hoy. De ese modo, Leszek Kołakowski (1988, pp. 13-23)
afirma que la filosofía positivista se asienta en cuatro pilares: 1) Regla del fenomena-
lismo: se rechaza la posibilidad de encontrarse un conocimiento independiente de los
fenómenos percibidos en la realidad, como los conceptos de «substancia», «alma» o
«Dios», por ejemplo; 2) Regla del nominalismo: se prohíbe la suposición que un saber
formulado en términos generales tenga un equivalente como objeto concreto singular
en la realidad, como ya había colocado Guilherme de Ockham; 3) Negación de todo
valor cognitivo a juicios de valor y enunciados normativos: se niega la objetividad de
conceptos como «bueno», «justo» y «correcto», en la medida en que se refieren a
propiedades que no pueden ser verificadas por la evaluación lógica o empírica; y 4) Uni-
dad del método científico: los modos de adquisición de conocimiento son los mismos
172 Lenio Streck

para todos los campos de la experiencia, así como son idénticas las principales etapas de
la elaboración de la experiencia por medio de la reflexión teórica.
Como se puede observar, aunque en gradaciones y modos diferentes, estas caracte-
rísticas se articulan en los más diversos tipos de positivismo jurídico. Por ejemplo, en
síntesis: 1) La regla del fenomenalismo se relaciona con la tesis de los hechos sociales,
pues el Derecho resultaría de alguna práctica social pasible de verificación; 2) La regla
del nominalismo, con la limitación del saber jurídico al Derecho puesto, y no a una
abstracción genérica de cómo este debería ser; 3) La negación de valor cognitivo de los
juicios de valor y los enunciados normativos, la tesis de la discrecionalidad; y 4) Uni-
dad del método científico, con un ideal descriptivista. Nótese, una vez más, que estas
son apenas algunas aproximaciones posibles, no significando que las diversas versiones
del positivismo jurídico presentan todas estas características de manera semejante, pero
que, en alguna medida, estas están en la base del paradigma positivista, y consecuente-
mente, del iuspositivismo.
En términos históricos, es posible observar que, a partir de finales del siglo XVIII,
el iuspositivismo comienza a proyectarse como paradigma jurídico dominante. En este
momento, a pesar de poseer trazos comunes, presentó versiones diferentes en virtud del
recorte epistemológico de aquello que se podría comprender como «positivo», es de-
cir, aquello que garantiza objetividad al conocimiento jurídico. De este modo, se obser-
va el desarrollo de movimientos en Inglaterra con la Jurisprudencia Analítica ( Jeremy
Bentham y John Austin), en Francia con la Escuela de la Exégesis ( Jean-Baptiste-Anto-
ine-Hyacinthe Blondeau y Alexandre Duraton) y en la Alemania con la Jurisprudencia
de Conceptos (Georg Friedrich Puchta y Bernhard Windscheid). El trazo común es el
objeto a ser descrito y al mismo tiempo aplicado por el juez. El juez es la boca que pro-
nuncia las palabras de la ley. El jurista doctrinador y el juez deben lidiar con el Derecho
como algo puesto, imitándose el mito de lo dado. De nuevo, es fácilmente perceptible
la mixtura de los paradigmas.
En el ambiente anglosajón, el positivismo recibió las primeras teorizaciones. Jeremy
Bentham (1748-1832) defendía que el Derecho debería ser analizado así como él es, en
distinción a las apreciaciones de cómo debería ser. El carácter científico del Derecho
estaría en considerarlo como un «hecho», y no como un «valor». En consecuencia,
estaría la teoría jurídica separada de la Moral, pues esta era entendida con un campo de
valoraciones. El hecho no tiene valor. El hecho debe apenas ser descrito. Por lo tanto,
la positividad del Derecho no estaría en una compleja realidad social. Diferentemente,
esta era comprendida en las relaciones lógico-sistemáticas de las premisas jurídicas.
John Austin (1790-1859), que estudió con Jeremy Bentham, caminó en esta misma
dirección. Creía que la existencia del Derecho sería independiente de sus (de)méritos
morales/valorativos. Sustentó, en «The Province of Jurisprudence Determined», que
«la existencia de la ley es una cosa; su mérito o demérito es otra» (1995, p. 157). El De-
Diccionario de Hermenéutica 173

recho estaría constituido de comandos proferidos por el soberano para una comunidad
específica (autorictas non veritas facit legis). John Austin defendía la codificación, pues
entendía ser el Derecho legislado una forma superior en relación al Derecho judicial.
Sin embargo, estando en el Common Law, también consideraba que los jueces creaban
Derecho, de modo particular, por delegación legislativa delante de la imposibilidad de
las reglas dar cuenta de forma absoluta de todas las hipótesis fácticas. Por lo tanto, el
juez pone el «hecho». Positiva.
Es importante notar que en John Austin se encuentra el germen del positivismo des-
criptivo. Conforme bien observa Thomas Bustamante (2015), en Jeremy Bentham hay
una división entre expository jurisprudence y censorial jurisprudence. Esta sería aquella
preocupada, con base en el utilitarismo, en apuntar cómo el Derecho debe ser; aquella
sería la Teoría del Derecho preocupada en apenas describir el Derecho, de forma obje-
tiva y neutra. Como John Austin era un conservador político, la censorial jurisprudence
le fue de poca utilidad y prácticamente desapareció en sus obras. Otro punto que acaba
distanciando a Jeremy Bentham y John Austin es la cuestión del judge-made law. Jeremy
Bentham era un férreo crítico del modo cómo los jueces decidían en Inglaterra. Llamó
al Derecho Inglés de Derecho para perros (Dog Law). Explicó que el modo cómo se
aprendía el Derecho Inglés era del mismo modo que un perro aprendía a no hacer algo:
recibiendo golpes después del hecho. Por eso Jeremy Bentham fue un defensor de la
codificación buscando una mayor seguridad jurídica. Por otro lado, John Austin no solo
aceptaba el judge-made law, sino la creía positiva, al punto de afirmar que «las partes
de las leyes que, en los países, fueron producidas por los jueces han sido mucho mejores
de lo que las partes que fueron aprobadas por los estatutos del legislativo» (1995, p.
163). Eso, sin embargo, no significa que John Austin repudiaba la codificación. Por
el contrario, la entendía como necesaria, pues todas «las decisiones judiciales que no
aplican los estatutos son meramente arbitrarias», en la medida en que confunden el
judge-made law con la arbitrariedad (2005, p. 664). Este es el punto fundamental: para
John Austin hay una diferencia entre arbitrariedad y el judge-made law. De cualquier
forma, se observa que antes igualmente de Herbert Hart la cuestión de la discreciona-
lidad ya era reconocida y aceptada, aunque con reservas. John Austin fue uno de los
principales nombres de la Jurisprudencia Analítica, que buscaba pensar el Derecho a
partir de criterios lógico-descriptivos a fin de identificar sus conceptos y categorías, que
serían deducidos de modo empírico y factual de los ordenamientos positivos y de la
práctica judicial.
En lo que respecta a las experiencias francesas y alemanas, es notoria la fuerte in-
fluencia que el Derecho Romano ejerció en la formación de sus respectivos derechos
privados, no en virtud de lo que comúnmente se piensa —de que los romanos «crearían
las leyes escritas»—, pero, sí, en virtud del modo cómo el Derecho Romano era estu-
diado y enseñado. Eso que se llama de energetismo tiene su origen ahí: había un texto
específico en torno del cual giraban los más sofisticados estudios jurídicos. Este texto
174 Lenio Streck

era —en el periodo pre-codificación— el Corpus Juris Civilis. La codificación efectuó


la siguiente «marcha»: antes de los códigos, había una especie de función complemen-
taria atribuida al Derecho Romano. Aquello que no podría ser resuelto por el Derecho
Común sería resuelto según los criterios oriundos de la autoridad de los estudios sobre
el Derecho Romano —de los comentadores o glosadores. El movimiento codificador
incorporó de alguna forma las discusiones romanísticas y acabó «creando» un nuevo
dato: los Códigos Civiles (Francia, 1804, y Alemania, 1900).
En este contexto, la función de complementariedad del Derecho Romano desapare-
ció totalmente. Toda argumentación jurídica debería tributar sus méritos a los Códigos,
que pasaron a detentar, a partir de entonces, el status de verdaderos «textos sagrados».
Códigos como «hechos». Eso porque ellos serían el dato positivo con el cual debería
lidiar la Ciencia del Derecho.
Con el pasar del tiempo, se desarrolló la percepción acerca de la incapacidad de los
Códigos de abarcar toda la realidad circundante, principalmente en virtud de los em-
bates teóricos acerca de la existencia de las lagunas legislativas. Pero, entonces, ¿cómo
controlar el ejercicio de la interpretación del Derecho para que esa obra no fuese «des-
truida»? Y, del mismo modo, ¿cómo excluir de la interpretación del Derecho los ele-
mentos metafísicos que no eran bien vistos por el modo positivista de leer la realidad?
La principal característica de ese «primer momento» del positivismo jurídico, en
lo que respecta al problema de la interpretación del Derecho, será la realización de un
análisis que, en los términos propuestos por Rudolf Carnap, podríamos llamar de sin-
táctico. En este caso, la simple determinación rigurosa de la conexión lógica de los sig-
nos que componen la «obra sagrada» (Código, precedentes, textos jurídicos, glosas,
etc.) sería suficiente para resolver el problema de la interpretación del Derecho. Así,
consecuentemente, los conceptos como el de analogía y los principios generales del De-
recho deben ser encarados también en esa perspectiva de construcción de un marco
conceptual riguroso que representarían las hipótesis —extremamente excepcionales—
de inadecuación de los casos a las hipótesis legislativas.
Aquí entra la importancia de los paradigmas filosóficos explicitados al inicio de
este término. En efecto, este primer momento es marcado por un objetivismo inter-
pretativo, lo que se aproxima a un realismo filosófico en términos ontológicos. Es decir,
delante del Derecho ya positivado, cabría al intérprete apenas declararlo (el descripti-
vismo del positivismo contemporáneo no es, por lo tanto, una mera coincidencia). O
sea, igualmente buscando desprenderse de una metafísica clásica, es decir, de cualquier
vinculación transcendental, aun así fue necesaria una delimitación de una ontología
mínima, sin la cual no sería posible enunciar algo sobre el mundo. De este modo, así
como la ciencia emergente tenía un carácter empirista, limitándose a los hechos brutos
(hard facts), a partir de una perspectiva fisicalista (Michelon Junior, 2004), intentando
describir la realidad a partir de ningún lugar, el Derecho convencionalmente construi-
Diccionario de Hermenéutica 175

do se torna el hecho a ser descrito. Y, con esto, se creía que sería posible alcanzar certeza
y previsibilidad, valores que permanecerán dentro de su relativismo moral.
Era tiempo de la Auslegung (extraer del texto, que abarca todas las hipótesis de apli-
cación, el sentido verdadero). Hans-Georg Gadamer llama a eso de hermenéutica clási-
ca, en que la tarea del juez era el de reproducir los sentidos pre-dados. Esta perspectiva
caminaba en sintonía con el cientificismo dominante proveniente de las ciencias na-
turales y exactas. La objetividad y la neutralidad anheladas imponían una restricción a
las apreciaciones subjetivas delante del objeto de análisis. De ahí —repito— la tesis del
juez como la boca que pronuncia la ley. Apenas la pronuncia. Nada más que eso.
En ese contexto, una de las características marcantes y que también es perceptible
en las fases posteriores del positivismo, fue el formalismo y es el formalismo, tanto en el
recorte del objeto de estudio como en el modo de exposición. La preocupación se con-
centra en la «estructura» del Derecho, en distinguir analíticamente su normatividad,
lejos de su práctica concreta. Así, sería posible describirlo en manuales, compendios,
sistemas, o sea, dogmatizarlo, abstrayendo de él la temporalidad.
Es importante destacar que en el positivismo primevo (clásico, en sus tres versiones
ya explicitadas) se asentó claramente la tesis de la separación (conceptual) entre Dere-
cho y Moral. Esta característica se perpetúa hasta la contemporaneidad, a pesar de haber
sido ablandada por el positivismo inclusivo, como será expuesto más adelante. En sínte-
sis, esta tesis afirma que la existencia/validez del Derecho se da independientemente de
cualesquiera constreñimientos de índole moral.
Cada una de las tres modalidades del positivismo novecentista tuvo su antítesis: la
Libre Investigación Científica en Francia, la Doctrina del Segundo Ihering, la Escuela
del Derecho Libre y la Jurisprudencia de Intereses en Alemania y el Realismo Jurídico
en Inglaterra y en los Estados Unidos. Poco a poco, el locus del sentido de la ley fue sien-
do transferido hacia el subjetivismo del juez y hacia la decisión judicial, manteniéndose
así el aspecto empírico. Del positivismo legal ocurría la migración hacia el positivismo
axiologista-valorativo y/o fáctico, en el caso de las posturas realistas/empiristas.
Lo que en un primer momento aparentó ser la solución de un problema se mostró,
con el tiempo, en el problema derivado de la solución. En efecto, la referencialidad de
las reglas jurídicas no siempre correspondía a los hechos del mundo. Alf Ross, uno de
los principales representantes del Realismo Escandinavo —que, al lado del Realismo
Norte-americano, es una forma de positivismo (fáctico)—, percibió esto e identificó
que los términos comúnmente aceptados como partes integrantes del sistema jurídico
como «derechos», «deberes», «obligaciones» y «validez», no pasaban de «mitos»,
«ficciones», «ilusiones», «magia», aunque útiles y necesarias. El jurista escandinavo
defendía que el Derecho debería ser comprendido en términos de «hechos sociales» y
para su análisis debería ser utilizado una metodología empírica que expurgase los con-
176 Lenio Streck

ceptos metafísicos, admitiendo solamente apenas los hechos concretos, que serían ra-
cionalmente verificables.
Uno de los objetivos básicos del realismo escandinavo fue el de proporcionar una
teoría jurídica que fuese totalmente desprovista de los contornos metafísicos. Buscando
este rigor analítico y abstracto, Alf Ross indicaba que el problema central a ser compren-
dido era sobre la «naturaleza del Derecho», y esto se limitaba en saber la interpretación
adecuada del «derecho válido». A su vez, el concepto de Derecho válido, dependería
del concepto de regla jurídica, y esta del concepto proposiciones directivas, aquellas que
definen una acción a ser cumplida. Para el jurista la identificación de las reglas jurídicas
sería hecha por intermedio de dos criterios: 1) La efectividad, lo que podría ser observa-
do empíricamente; y 2) La experiencia emocional de la regla como obligatoria. Alf Ross
hace la analogía de las reglas del Derecho, en el sentido de normas vigentes, con las re-
glas del ajedrez, en que estos dos criterios pueden ser observados, en sus palabras: «Las
normas del ajedrez son, pues, el contenido ideal abstracto (de naturaleza directiva), que
permite, en calidad de un esquema interpretativo, la comprensión de los fenómenos del
ajedrez (las acciones de los movimientos y standards de acciones experimentados) como
un todo coherente de significado, una partida de ajedrez; y conjuntamente con otros
factores y dentro de ciertos límites el predecir del curso de la partida» (2003, p. 39).
Dice, también, que «un ordenamiento jurídico nacional, considerado con un sistema
vigente de normas, puede ser definido como un conjunto de normas que efectivamente
operan en la mente del juez porque él las siente como socialmente obligatorias y por
eso las acata. El test de vigencia es que en esta hipótesis —o sea, aceptando el sistema
de normas como un esquema interpretativo— podemos comprender las acciones del
juez (las decisiones de los tribunales) como respuestas plenas de sentido a determinadas
condiciones y, dentro de ciertos límites, podemos predecir estas decisiones —del mis-
mo modo que las normas del ajedrez nos capacitan para comprender los movimientos
de los jugadores como repuestas plenas de sentido y para predecirlos» (2003, p. 59).
Alf Ross, como un empirista confeso, aparta la idea de que la validez del Derecho
estaría vinculada a su obligatoriedad, pues entendía que esta llevaría a una justificación
moral del Derecho. De ese modo, piensa la validez como la existencia efectiva de una
norma en la realidad. Sobre este empirismo presente en el Realismo Jurídico Escandi-
navo, Tom Campbell afirma que «si el positivismo jurídico es construido como una
aplicación del positivismo lógico, entonces es difícil considerarlo primariamente como
una teoría ética y es fácil ver porque es considerado como una forma de reductivismo
empírico que, llevando la Moral hacia afuera del Derecho, lo arroja a la esfera del mero
subjetivismo. Algunos teóricos que pueden, tal vez controvertidamente, ser identifica-
dos como positivistas jurídicos, realmente expusieron proporcionalmente un análisis
del Derecho que prescindiese completamente de las categorías morales, sobre la base de
que los juicios morales no son otra cosa que expresiones de las emociones. Alf Ross y
los realistas jurídicos escandinavos se encajan fácilmente en esta categoría» (1989, pp.
Diccionario de Hermenéutica 177

23-24). Rodríguez Puerto considera al realismo de Alf Ross como ideológico, porque
trata de la consciencia jurídica material, porque, al final, lo justo es aquello que un grupo
de hecho considera como tal (2011, p. 61). Es decir, el empirismo que sustenta la tesis
realista muestra que, antes de la aplicación, el Derecho nada es, nada vale.
Al lado de aquello, siendo el Derecho formado por diversas reglas en que la verifi-
cación racional era imposible y debiendo estas mismas reglas ser el fundamento de las
decisiones judiciales, el único modo de satisfacer este gap es el reconocimiento —en el
ámbito de las tesis realistas— de la inexorabilidad del juicio discrecional (en verdad,
más allá de lo que se entiende por discrecionalidad, ya que eso presupondría la existen-
cia de una validez previa de los textos jurídicos, circunstancia negada por el realismo, lo
que da razón a Rodríguez Puerto y a los críticos más duros del realismo). En ese sentido,
el valerse de la discrecionalidad o algo más allá del juicio discrecional, arroja al realismo
al campo del positivismo, porque se trata de un modo de construir un hecho social (se
pone el Derecho nuevo, como si fuese el legislador).
El Realismo Jurídico Norte-americano también presentaba este carácter empirista,
no obstante, aparentemente, sin la misma sofisticación filosófica del Realismo Escandi-
navo. El Realismo Jurídico Norte-americano tenía un carácter de crítica a la metodolo-
gía de la enseñanza jurídica, desarrollado por Cristopher Columbus Langdell, debido a
su acentuado formalismo. Entendía que el Derecho como una ciencia debería ser estu-
diado de modo similar a las ciencias naturales, siendo el case Law el método adecuado
para tal fin.
El análisis de los casos permitiría a los estudiantes extraer los principios básicos sub-
yacentes que fundamentaban y direccionaban la jurisdicción. En sentido contrario, los
realistas direccionaban el mirar académico hacia la experiencia jurídica. Por todos los
juristas de este movimiento, se cita a Oliver Wendell Holmes Junior y su obra «The
Path of the Law» (2009). Él hace varias afirmaciones que hasta los días actuales simbo-
lizan el ideario del Realismo Jurídico Norte-americano, de entre estas se encuentran las
ideas que el Derecho es lo que los tribunales dicen que es, y que la profecía de que jueces
y cortes harían el decidir de hecho, sería entender el Derecho.
Así, pensando en superar el formalismo clásico que identifica el positivismo en sus
versiones primeras, se pasa a apostar por la voluntad del intérprete, aunque sea por el
reconocimiento de su inexorabilidad. Por eso, tiene razón Alfonso García Figueroa
(2012, pp. 433 y ss.) cuando afirma que, en la actualidad, parece haber una especie de
realismo jurídico inconsciente en la «motivación» de los jueces en los procesos judi-
ciales. Al final, el realismo jurídico se basa en la concepción de que el raciocinio judicial
deriva de un proceso psicológico. Y eso acontece porque los juristas —en especial los
jueces— no creen en la capacidad justificadora del sistema jurídico. El realismo es es-
céptico delante de las normas, pues las considera «puro papel hasta que se demuestre lo
contrario». Así, la vida del Derecho es «experiencia».
178 Lenio Streck

En términos generales, es posible afirmar que, en el plano de la Teoría del Dere-


cho, no existen más que dos «lados» o «posturas»: los positivismos diversos y las
posturas que están del otro lado. Quien admite el uso de la Moral (de forma inclusi-
va, como el positivismo inclusivo) o de forma diversa, como por ejemplo, cuando el
juez no se considera vinculado moralmente a la ley (hecho social puesto democráti-
camente), está encuadrado, de algún modo, en el positivismo. Como ya fue referido,
el realismo jurídico también se encuadra como una forma de positivismo (por todos,
Norberto Bobbio, Luis Fernando Barzotto y Cláudio Michelon Junior). Así, es po-
sible afirmar que quien utiliza argumentos morales para no aplicar una ley no deja
de ser positivista, mínimamente en la consecuencia (plano de la decisión). En ese
sentido, un positivista de matriz kelseniana del porte de Matthias Jestaedt (2002, pp.
183-228) afirma que el Tribunal Constitucional alemán construye un positivismo
jurisprudencial al substituir, con el transcurrir del tiempo, al constituyente originario
por las decisiones del Bundesverfassungsgericht. Según Matthias Jestaedt, el tribunal
incorporó una tesis según la cual el Derecho se forma apenas ex post, es decir, no hay
Derecho anterior a la decisión judicial. En ese tipo de jurisprudencialismo, afirma el
jurista alemán, el juez crea el Derecho para el caso concreto sin estar vinculado a nada
antes de él. En el mismo texto, Matthias Jestaedt afirma que ese positivismo es una
forma de realismo jurídico. Es correcto el análisis, que pude ser extendido al trabajo
del Supremo Tribunal Federal brasileño y también a lo que los tribunales hacen coti-
dianamente. Lo que Matthias Jestaedt quiere decir es que el tribunal pone un nuevo
Derecho. Por consiguiente, construye un hecho social.
Que es válido. Es Derecho nuevo. De ahí que él lo denomina de positivismo ju-
risprudencialista. Parcela considerable de las decisiones de la Corte Suprema brasileña
y de los tribunales pueden ser encuadradas en esa clasificación de Matthias Jestaedt.
De todos modos, es relevante registrar que, aunque sea correcta la crítica de Matthias
Jestaedt al modelo jurisprudencialista que él considera una forma de positivismo, el
profesor alemán atribuye ese tipo de actividad jurídica a la hermenéutica. Ora, decir
que el Derecho apenas ex surge en su concretización no significa que no había ningún
Derecho anteriormente. Al final de cuentas, el responsable por la «concretización»
de la norma —en este caso, el juez— no parte de un «grado cero de sentido» para
interpretarla. Si así fuese, la teoría estructurante de Friedrich Müller sería lo mismo
que el realismo jurídico y no habría ningún sentido en su propuesta metodológica de
concretización de la norma. Matthias Jestaedt desconsidera el hecho de la hermenéutica
trabaja con algo que ya siempre se anticipa a nuestra comprensión y que es traído con el
intérprete en la interpretación. No hay grado cero de sentido, como vengo denuncian-
do. Así, las posiciones voluntaristas (o basadas en la Jurisprudencia de Valores) del Tri-
bunal Constitucional Federal alemán no podrían ser jamás atribuidas a la hermenéutica
o a la teoría concretizadora de Friedrich Müller. Pero, repito, Matthias Jestaedt acierta
en la acusación al jurisprudencialismo. En Brasil, eso es mucho más grave. Por eso, las
Diccionario de Hermenéutica 179

decisiones activistas (decisionistas) del Supremo Tribunal Federal brasileño no pueden


ser epitetadas de pos-positivistas.
La Crítica Hermenéutica del Derecho entiende que el realismo jurídico, ya sea el es-
candinavo o norte-americano, está inmerso en el paradigma iuspositivista, siendo ade-
cuado el epíteto de «positivismo fáctico» hecho por Luis Alberto Warat. Esta denomi-
nación está relacionada con el énfasis en la expresión concreta del Derecho, empírica, en
contraposición a posturas más formalistas y abstractas. Reconozco, no obstante, que el
realismo jurídico surgió en respuesta al positivismo primevo, entretanto, sus objeciones
fueron asimiladas por versiones positivistas posteriores. Además, su estructura filosófi-
ca no rompió con la tradición positivista, tal vez, por eso, se dio esta incorporación. De
este modo, el realismo jurídico es una expresión del positivismo jurídico, tomado en
sentido lato. Todo eso es confirmado por la asertiva del iusfilósofo Manuel Rodríguez
Puerto (2011, p. 30), que es enfático en equiparar el realismo al positivismo jurídico: si
el Derecho es solamente el producto de la voluntad, con independencia de su conteni-
do, la situación teórica es la misma que la del positivismo de base legal: la diferencia está
en que la judicatura ahora asume el lugar del legislador.
En la misma dirección, Norberto Bobbio confirma esa tesis: «La definición del po-
sitivismo y la del realismo jurídico, en su diversidad, tiene un elemento en común: son
definiciones anti-ideológicas, definiciones que no hacen referencia a valores o fines que
serían propios del Derecho. Desde este punto de vista, ambas pueden ser calificadas
como definiciones positivistas (en sentido lato), en contraposición a las definiciones
ideológicas o valorativas, que (siempre en sentido lato) pueden ser calificadas como ius-
naturalistas» (2004, p. 144).

Los positivismos jurídicos pos-exegéticos


Este viraje iuspositivista en lo que se refiere al elemento subjetivo, juntamente con
la limitación epistémica, puede ser relacionado a un contexto más amplio de crítica al
racionalismo, a la tradición y al conformismo expreso en diversos dominios, tales como
las artes y a la religión.
Esta contracorriente vivida en Europa en el siglo XIX tiene como representantes
a Arthur Schopenhauer, Friedrich Nietzsche y Henri Bergson. En este camino, Antó-
nio Manuel Hespanha asevera que, en el contexto histórico al que nos referimos, esta
insistencia en el carácter «personal» y «no-racional de la decisión» no puede ser des-
vinculada, por un lado, de la crisis del conceptualismo de la pandectística, sino, tam-
bién, en un ámbito más general, de corrientes filosóficas de crítica al racionalismo, que
afirmaban el primado de la sensibilidad (intuición), de la voluntad o de la acción (élan
vital) como forma de realización del hombre, o el carácter político (i.e., radicado en la
voluntad de poder) de todos los valores (2005). La razón pasa a ser cuestionada en la
180 Lenio Streck

misma medida en que conceptos como sensibilidad, intuición, voluntad y subjetividad


asumen relevancia.
En la tentativa de construir una Ciencia del Derecho bajo otros presupuestos y que
resistiese a este contexto, Hans Kelsen (1881-1973) inaugura un segundo momento del
iuspositivismo. El jurista reconocía la inexorabilidad del elemento subjetivo en el ius
dicere, sea en virtud de las influencias externas, inclusive de la Moral, o de la plurivo-
cidad de los signos lingüísticos. Por consiguiente, fue necesario escindir el Derecho de
la Ciencia del Derecho y en esto es posible identificar, en Hans Kelsen, una influencia
del neopositivismo lógico del Círculo de Viena (Wittgenstein I, Moritz Schlick, Ru-
dolf Carnap, Otto Neurath, Herbert Feigl, Philipp Frank, Friedrich Waisman y Hans
Hahn), como siempre insistió Luis Alberto Warat, sobre todo delante de la imposibili-
dad de hacer ciencia sin un lenguaje riguroso, ya que el lenguaje natural estaría plagado
de expresiones ambiguas, metafísicas y/o vacías de sentido. Es posible ver, aún hoy, fuer-
tes trazos del neopositivismo lógico en el positivismo (garantista) asumido por Luigi
Ferrajoli (2007), en su «Principia Iuris».
Además, Hans Kelsen también sufrió la influencia del neo-kantismo, tanto de la
«Escuela de Marburgo» como de la «Escuela de Baden», sobre todo, de entre otros
aspectos, en el dualismo metódico (ser/deber ser) y en la premisa básica de que el cono-
cimiento tendría la capacidad de constituir y crear su objeto de estudio, que derivaría
lógicamente de un principio basilar. De este modo, absteniéndose del contenido con-
creto de las normas o de las concepciones de justicia, la Teoría Pura del Derecho se erige
como si fuese una geometría jurídica, en que se delinean las formas, las estructuras, en
que los preceptos deontológicos se darían, como condiciones necesarias. Acerca de la
influencia neo-kantiana en la «Teoría Pura del Derecho», esta puede ser vista desde
diversos ángulos. De entre ellos, Stefan Hammer (1998) destaca: 1) La presuposición
que la filosofía teórica de Immanuel Kant confinada a las ciencias naturales podría ser
colocada en disciplinas normativas, o sea, parte de la premisa que todo el conocimiento
de los objetos depende, formalmente, de las condiciones constitutivas de la cognición
teórica; 2) La preocupación con la pureza teórica (Cohen); y 3) La norma fundamental
que establece la imputación, y esta, a su vez, conecta los hechos sensibles, materialmen-
te perceptibles, no de modo causal, sino normativamente, posibilitando así una inter-
pretación normativa de estos. La norma fundamental es, por lo tanto, un esquema del
Derecho y de la normatividad, es la corporificación formal de las imputaciones, en otras
palabras, su principio unificador.
Para Hans Kelsen, la interpretación científica sería un acto de conocimiento, pura
determinación cognoscitiva del sentido de las normas jurídicas. En el ámbito de la
Rechtswissenschaft, al intérprete le cabría apenas presentar, apriorísticamente, con
neutralidad e imparcialidad las significaciones normativas posibles. Este es, pues, el nivel
de la Ciencia del Derecho (un meta-lenguaje sobre el lenguaje-objeto —el Derecho),
del conocimiento puro que produciría su proprio objeto. Entretanto, al lado de esta,
Diccionario de Hermenéutica 181

también existiría la interpretación como un acto de voluntad. Este es el lado pesimista


de la «Teoría Pura del Derecho».
Hans Kelsen, consciente de la —para él— imposibilidad de controlar el subjetivis-
mo (moral, ideología, etc.) en la aplicación del Derecho a ser hecha por los jueces, se
rinde y hace esa distinción entre Ciencia del Derecho y Derecho. La primera, escindida
de la Moral. El segundo, transformado en política jurídica. El juez, al hacer política jurí-
dica, no describiría, no reproduciría acríticamente las normas, al revés, crearía Derecho
que, solamente a posteriori, sería sistematizado científicamente. Por lo tanto, el juez no
haría un simple ejercicio analítico de subsunciones y silogismos. Al contrario, su elec-
ción sería influenciada por factores externos al Derecho y otros de carácter subjetivo.
Así, Hans Kelsen entendía ser un ejercicio de política jurídica, que puede o no cons-
tar en una de las hipótesis presentes en la moldura normativa. Esta distinción entre la
interpretación científica y aquella realizada por el intérprete auténtico presente en Hans
Kelsen forma parte de toda la tradición analítica Iuspositivista de escindir «juicios de
hecho» de los «juicios de valor», descripciones de prescripciones, sein y sollen. Este
modo dicotómico de comprender garantizaría, por las apariencias, seguridad y previsi-
bilidad científica.
De este modo, observamos que el positivismo primevo influenciado por el cienti-
ficismo intentaba alcanzar una objetividad apartando cualquier juicio de carácter per-
sonal, que sería siempre contingente, esto, por intermedio de una interpretación literal
y una racionalidad matematizante. Sin embargo, a partir de Hans Kelsen —porque el
positivismo es «anterior a Hans Kelsen y posterior a Hans Kelsen»—, el elemento sub-
jetivo es considerado inexorable en la realización concreta del Derecho. Es necesario te-
ner mucho cuidado en la lectura de la teoría kelseniana. Él no es un positivista exegético.
Es un positivista normativista. Un positivista pos-exegético. El juez produce la norma
jurídica. Hans Kelsen no separa Derecho y Moral. Para él, la Ciencia del Derecho es la
que debe estar liberada de cualquier contenido moral. El científico describe. He ahí el
espacio del objetivismo. De la verdad como adeaquatio intelectum et rei.
En ese sentido, el iuspositivismo, ha presentado a la discrecionalidad como una
de las características identitarias del sistema jurídico. Esto puede ser visto desde John
Austin, pasando por Hans Kelsen, Herbert Hart y Joseph Raz. En este aspecto, como
afirma Wilfrid Waluchow (1985), aproximándose a las corrientes críticas y realistas, en
el sentido jurídico, por reconocer las influencias de las inclinaciones morales y predilec-
ciones personales del juzgador en la decisión judicial.
Otro predicado importante del positivismo jurídico encontrado en Hans Kelsen
es el relativismo moral. En el plano de la meta-ética, se trata de un no-cognitivismo. El
jurista austríaco defendía la idea de que los valores absolutos estarían más allá del cono-
cimiento racional y que la moralidad social sería mutable de individuo en individuo. En
sus palabras: «La Teoría Pura del Derecho es el positivismo jurídico, es simplemente
182 Lenio Streck

la teoría del positivismo jurídico; y el positivismo jurídico está íntimamente vincula-


do con el relativismo» (1997, p. 31). Como consecuencia, delante de la pluralidad de
visiones de mundo, la decisión judicial, tarea de la política jurídica, no podría reflejar
una perspectiva unitaria. Además, como en la actividad jurisdiccional hay un atravesa-
miento de razones no-jurídicas, inclusive de la Moral, esta no podría ser controlada pre-
viamente. Esto está bien claro en el octavo capítulo de su «Teoría Pura del Derecho».
En términos cronológicos y de importancia académica, Herbert Hart fue el primer
gran positivista pos-kelseniano. Esto se evidencia en las tesis de la separación entre De-
recho y Moral y en la tesis de la discrecionalidad, siendo ambas derivadas de la tesis de
las fuentes sociales. Esta última lo diferencia de Hans Kelsen por la nítida connotación
más sociológica y menos idealista de la norma fundamental kelseniana. Siendo el De-
recho identificado como una práctica social compleja (la regla de reconocimiento) su
validez no dependería de su aceptación moral y delante de su indeterminación semánti-
ca de sus reglas a un caso específico, tendría el juez discrecionalidad para decidir. Estas
tesis se interrelacionan y están en consonancia con el relativismo moral. Delante de la
inexistencia de hechos morales, como Herbert Hart afirmaba, el Derecho no podría
depender de la moralidad para su identificación, criterio de validez o determinación de
su contenido. De este modo, las fuentes sociales deberían excluir, en general, la dimen-
sión moral. Consecuentemente, más allá de los límites del Derecho, no habría criterios
públicos para verificar la corrección de una decisión judicial, o para delimitarla. Así, en
los casos en que esto se evidenciase (hard cases) el juzgador tendría discrecionalidad en
su decisión (Hart, 2011, pp. 137 y ss.). Aquí trasparece el precio a ser pagado por la fi-
losofía de la consciencia. El acto discrecional depende de un subjetivismo. Así, Herbert
Hart posee una ambigüedad: de un lado, consigue superar el energetismo a partir de
la analítica (filosofía del lenguaje ordinario), apostando, más allá de los criterios de la
sintaxis y de la semántica, en la pragmática, que es la relación del signo con su usuario.
Aquí entra el papel del sujeto que define el sentido (en este caso, el juez que, discrecio-
nalmente, resuelve hard cases). Pero al mismo tiempo continúa apostando por el plano
descriptivo. Al final, él es un positivista. Inclusivo o soft positivista. Pero positivista. Hay
un hecho a ser descrito.
En este ambiente académico anglosajón, Ronald Dworkin se destacó como uno de
los principales antagonistas del positivismo jurídico, en especial, la versión desarrollada
por Herbert Hart en la obra «The Concept of Law». En síntesis, el jurista norte-ame-
ricano sustentaba que la tesis de las fuentes sociales —test de pedigree (la expresión fue
por él inventada, no constando en Herbert Hart)— sería insuficiente, pues la validez
del Derecho no podría estar limitada apenas a un criterio formal, o sea, no conteudís-
tico.
Desde su primer libro, «Taking rights seriously» (1977), Ronald Dworkin buscó
demonstrar que el raciocinio jurídico no era un ejercicio categorial, un simple recono-
cimiento de la (des)conformidad factual de las reglas, sino, sobre todo, una práctica
Diccionario de Hermenéutica 183

argumentativa que busca constantemente mostrar el Derecho en su mejor luz, o el me-


jor Derecho posible (the best it can be). En ese sentido, sustenta que el Derecho es un
concepto interpretativo, dado su carácter controversial. De esta forma, su concepción
ha sido denominada como interpretativista o interpretacionista, delante del énfasis en
la interpretación, sea de los textos jurídicos como de la propia historia institucional,
para la decisión correcta (one right answer). Sus críticas se fueron tornando cada vez
más sofisticadas y sistematizadas, en especial en las obras «Law’s Empire» (1986) y
«Justice for Hedgehogs» (2011). En esta última, se torna aún más evidente las interre-
laciones entre el Derecho y la Moral, afirmando ser el fenómeno jurídico una rama de la
moralidad política. O sea, habría entre ellos una relación necesaria, lo que contrapone
frontalmente la tradición iuspositivista.
Herbert Hart, en el posfacio del «The Concept of Law», juntamente con los contra-
argumentos, también asimila o reconoce, aunque parcialmente, algunos de los apuntes
críticos hechos por Ronald Dworkin. De entre estos, y tal vez el principal, está la afirma-
ción de que más allá de los criterios factuales/institucionales, la regla de reconocimiento
podría explícitamente incorporar los principios de justicia o valores substantivos. Así, el
proprio jurista inglés denominó a su perspectiva de positivismo moderado (Soft Positi-
vism), que muchos denominaron de positivismo inclusivo. O sea, los positivistas consi-
deran la existencia de los principios jurídicos, pero argumentan que su autoridad como
Derecho no es una exigencia moral, sino que resulta de las convenciones contenidas en
la regla de reconocimiento.
Contemporáneamente, también en respuesta a las críticas de Ronald Dworkin, los
positivistas se dividieron, al menos, en dos grandes vertientes, la exclusivista y la inclusi-
vista. Ambas mantienen las tesis de las fuentes sociales y de la no-vinculación necesaria
entre Derecho y Moral, no obstante difiriendo acerca del modo cómo estas se manifies-
tan.
Las críticas de Ronald Dworkin a los positivismos parecen haber sido las que, efec-
tivamente, más desestabilizaron esas tesis. Esa problemática es muy bien trabajada, en
Brasil, por uno de los más eficientes críticos del positivismo, Ronaldo Porto Macedo
Junior (2013), cuyo trabajo está lastrado justamente en el principal enemigo del po-
sitivismo, Ronald Dworkin y mirando principalmente en el positivismo exclusivo de
Joseph Raz. Ronald Dworkin tiene una concepción de Derecho que es incompatible
con la tesis de la separabilidad defendida por los positivistas jurídicos. Al final, la argu-
mentación jurídica no es de naturaleza diversa de la argumentación moral. Joseph Raz
no discrepa que la argumentación jurídica tiene naturaleza moral, sino discrepa de la
naturaleza argumentativa del Derecho. Ronaldo Porto Macedo Junior afirma que las
críticas de Ronald Dworkin desestabilizaron tanto los fundamentos de los positivistas
exclusivistas como los de los inclusivistas. Los positivistas tuvieron que responder a las
críticas para continuar auto-denominándose positivistas, no obstante las respuestas los
dividieron en dos flancos, de acuerdo con lo que acogieron y/o cómo refutaron las críti-
184 Lenio Streck

cas. De un lado, se posicionaron los positivistas, divididos entre positivistas inclusivistas


(soft positivists) como Herbert Hart, Jules Coleman, Wil Waluchow y otros, de otro los
positivistas exclusivistas (hard positivists), como Joseph Raz, Andrei Marmor y otros; y
de otro lado, interpretativistas como Ronald Dworkin, iusnaturalistas contemporáneos
como John Finnis, George y Grisez y teóricos de la razón comunicativa como Jürgen
Habermas, Robert Alexy y Klaus Günther, todos ellos conjuntamente, genéricamente
llamados de pos-positivistas. También entre ellos Neil MacCormick que transitó del
inclusivismo hacia una línea más institucionalista e interpretativa. Utilizando algunas
asertivas de Gerald J. Postema, Ronaldo Porto Macedo Junior afirma que la caracteri-
zación hecha del positivismo por Ronald Dworkin con base en la tesis de las fuentes
(pedigree), tesis de la discrecionalidad y en el modelo de las reglas (directivas dotadas de
autoridad) eran en líneas generales correctas, apenas exigiendo algunos refinamientos.
También, que Ronald Dworkin estaba en lo correcto en pensar que los principios están
ampliamente presentes en el raciocinio jurídico y que, de modo general aunque no sea
necesario ellos no poseen pedigree. El error de Ronald Dworkin, para los positivistas ex-
clusivistas, fue considerar que los principios son vinculantes como Derecho. Para Joseph
Raz, los principios no son standards (o reglas en sentido amplio) jurídicos a no ser que
sean dotados de autoridad (authoritative). Ellos son parámetros extra-jurídicos frecuen-
temente usados, tanto como las reglas de la lógica, de la geometría, o normas de otras
jurisdicciones o igualmente convenciones internas de una empresa. Según Ronaldo
Porto Macedo Junior, la respuesta de Joseph Raz no toma en serio la real gramática de
los principios dentro de la práctica jurídica. Eso porque lo que los jueces producen no
es apenas una respuesta plausible para sus decisiones, sino antes una respuesta correcta
considerando todas las dimensiones implicadas en el problema (2013, p. 169).
Para el positivismo exclusivo o excluyente, el Derecho es identificado solamente por
las fuentes sociales, en un sentido más fuerte, como criterio neutro de validez del De-
recho que nada enuncia sobre sus méritos morales. Presente, claramente, la perspectiva
adecuacionista-correspondecial. Hay un hecho (objeto) a ser descrito. Externamente.
Por eso, también es denominado de «positivismo duro» («hard positivism») o «Tesis
de las Fuentes» («the sources thesis»). Hay dos versiones para la tesis de las fuentes so-
ciales. La versión aceptada por todos los positivismos se aplica apenas a las meta-reglas
—estas deben ser generadas por hechos sociales específicos; reglas que afirman cómo
las reglas primarias deben ser aplicadas; meta-reglas es el nuevo nombre para las reglas
secundarias; tienen que venir de un acto de legislación. La segunda versión aplica las
mismas reglas de primer orden —solo tiene validez una regla si fuera creada por medio
de un acto generado por otra norma— esa es la tesis de los positivistas exclusivos, por-
que ellos niegan cualquier criterio moral en ambos niveles de las reglas. Los positivistas
inclusivos niegan la tesis del hecho social (fuentes sociales) si fuera aplicada a las reglas
de primer orden; porque para ellos hay incorporación de la Moral de otros modos que
son de fuente no-autorizada. Por eso, los positivistas exclusivos aceptan la analogía, y los
Diccionario de Hermenéutica 185

principios son construidos a partir de otras reglas; pero las aceptan porque son criterios
jurídicos; no solo directamente creadas por las fuentes sociales autorizadas, sino porque
son indirectamente creadas por fuentes sociales autorizadas.
Siendo la validez del Derecho obtenida por un criterio fáctico a-moral —en térmi-
nos de meta-ética, un no-cognitivismo—, aunque ciertos imperativos jurídicos conten-
gan standards morales, su normatividad sería derivada de los hechos sociales y no de
su contenido. Como especifica Artur Ferreira Neto (2013, p. 41), lo que justificaría,
para el positivismo, la separación entre la «Moral» y el «Derecho» sería justamente la
necesidad de diferenciarse los juicios jurídicos válidos, dotados de objetividad y pasibles
de verificación (y objeto de descripción) de los juicios morales, que no serían dotados
de alguna fuerza imperativa y que serían, necesariamente, manifestaciones personales
o meramente opinativas. Sería apenas por medio de la demarcación precisa de esas dos
esferas que se tornaría posible el desarrollo, con seguridad, de una ciencia del Derecho.
Eso porque la «Moral», diferentemente del «Derecho», no sería capaz de atribuir
sentido objetivo a la conducta humana, en la medida en que, conceptualmente (para
los defensores de esta postura), un juicio moral representaría apenas una proyección
de una creencia subjetiva sobre el mundo. Y por el respeto por ese tipo de objetividad
—defienden los separatistas— es aceptar el riesgo anárquico de términos una completa
inobservancia de las proposiciones jurídicas válidas, en la medida en que el Derecho
podría ser, constantemente, desobedecido con el simple argumento de que él estaría
siempre más acá de lo que sería, verdaderamente, moral o justo, concluye.
Así, aunque hubiese una autorización normativa para que una pauta moral fuese uti-
lizada como fundamento de una determinada decisión jurídica, esta, excepcionalmente,
apenas posibilitaría que en un caso específico el juez pueda ir más allá del proprio De-
recho. De este modo, inexistiría cualquier vinculación conceptual necesaria entre Dere-
cho y Moral. Las normas jurídicas serían entendidas como razones excluyentes, es decir,
en su cumplimiento apartarían las razones provenientes de otros sistemas normativos
como el de la Moral, por ejemplo. De entre los principales representantes, se destacan
Joseph Raz, Andrei Marmor y Scott Shapiro y, en Brasil, André Coelho (2016) y Bruno
Torrano (2015), este último asumiendo un grado de normatividad en la tesis positivis-
ta, por lo tanto, normativo o no apenas descriptivo; Thomas da Rosa de Bustamante
(2015), aunque no sea adepto del positivismo abiertamente, entiende, sin embargo, que
el positivismo solo puede ser defendido de manera coherente como una teoría normati-
va o «interpretativa» del Derecho.

Las formas exclusivas y descriptivistas de positivismo


Para comprender esa intrincada problemática que ronda el positivismo, o sea, su
despreocupación con la decisión jurídica (raciocinios prácticos, en la jerga del positivis-
mo exclusivo), tomemos por referencia las formulaciones de Joseph Raz (1978; 1983;
186 Lenio Streck

1991). Mientras Herbert Hart, bajo la influencia de la filosofía del lenguaje ordinario,
comprendía las reglas como prácticas, Joseph Raz entiende que esta perspectiva encubre
el carácter normativo del Derecho. Así, para el jurista una regla es una razón operativa
para el actuar, siendo de este modo apenas si la creencia en su existencia ya implicase
una actitud práctica. Las razones para la acción sirven para explicar, guiar y valorar con-
ductas y serían de varios tipos. De entre estas modalidades, están las razones de primer
orden, que tratan de una acción concreta, y las de segundo orden, que versan sobre las
propias razones. En este espectro están las razones excluyentes que apartan otras razo-
nes. En este nivel, no se discute cuál sería la acción correcta/adecuada, sino cuál es la
razón que se impone. Para Joseph Raz, las reglas jurídicas son razones excluyentes, pues,
más allá de imponer una conducta, exigen que sean «canceladas» otras razones para
la acción, como la Moral, por ejemplo. En este abordaje, la autoridad asume especial
relieve, como un poder normativo que ordena y puede crear otras razones operativas y
que serán también excluyentes.
Joseph Raz argumenta que el Derecho reivindica para sí una autoridad que impone
la observancia de sus reglas de modo determinante y suficiente. Esta reivindicación so-
lamente sería posible si el Derecho ya tuviese esta autoridad. De lo contrario, no tendría
sentido esta exigencia. Delante de este carácter autoritativo, sus normas son directivas
imperativas que exigen conformidad apartando los imperativos no-jurídicos o juicios
eminentemente particulares. En este punto, está la necesidad del apartamiento de la
moralidad, pues entiende que las razones morales no tienen prioridad sobre los jui-
cios particulares, sobre todo, en un proceso de generalización. Si el Derecho necesitase
de razones morales su autoridad estaría necesariamente fragilizada, o incluso perdería
su naturaleza, es decir, no sería más un sistema jurídico, ya que sus reglas son razones
excluyentes. De este modo, sustenta Joseph Raz, la autoridad del Derecho se impone
como un servicio, pues, posibilita en el ámbito social un espacio exclusivo de razones de
primer-orden para la toma de decisión, en vez de un balance de razones diversas, sea de
otros sistemas normativos o de juicios particulares.
Una cuestión extremamente relevante ex surge de aquello que se puede colocar como
una paradoja o una contradicción en la tesis excluyente de Joseph Raz (también puede
ser incluido Andrei Marmor). En la medida en que el concepto de responsabilidad es
diferente para el positivismo exclusivo, el juez puede decidir incluso fuera del Derecho,
alegando, por ejemplo, que la ley es moralmente inaceptable. Él hará eso porque alegará
aquello que, en Ronald Dworkin, sería criticado.
Un positivista exclusivo dirá que el Derecho reivindica la autoridad, pero, entretan-
to, el juez, por tener responsabilidad como funcionario público, en determinados casos,
podrá venir a dejar de presentar razones con respaldo de autoridad. En este punto, el
positivismo exclusivo puede sufrir una fuerte objeción interna, porque puede quedar
rehén de su propia teoría, ya que aquello que el juez utiliza como fundamento de su
decisión se transforma, en un momento posterior, en una norma jurídica válida. Esto
Diccionario de Hermenéutica 187

porque el positivista tendrá que describir ese Derecho. Y sin hacer juicios morales. Esto
significa: en la medida en que, para el positivismo exclusivo Derecho y Moral son escin-
didos, separados, la tarea del positivista es describir el Derecho. Igualmente las decisio-
nes proferidas en rebeldía, contrariamente al Derecho —y que se transforman en De-
recho— bajo el argumento de los juicios prácticos, son Derecho. Valen. En un segundo
momento, ya estarán incorporados en el Derecho. Y serán objetos de descripción.
Así, debido a su recorte epistémico, los jueces pueden, para las teorías positivistas
exclusivas, incluso decidir alegando razones no-jurídicas. Eso, para el positivismo exclu-
sivo, no interesa a la Teoría del Derecho. Véase, por ejemplo, que Scott Shapiro afirma
que el espacio para la incorporación de consideraciones morales ni siquiera se restringe
a la zona de penumbra del Derecho (2011, pp. 254-256). Con ese argumento, los posi-
tivistas exclusivos no se inclinan por el uso de consideraciones morales apenas en casos
en que el Derecho encontraría una limitación, pues afirman que, aunque la regla sea
clara o que se esté delante de un easy case, un juez no podrá decidir de modo moralmen-
te inicuo. Con base en tales argumentos, los exclusivistas explicarían el caso de «Riggs
vs. Palmer», en el cual había una regla clara, pero la decisión de conceder la herencia
a Elmer sería moralmente inaceptable. Significa decir que aunque el Derecho no haya
encontrado una limitación, el contenido de la decisión dependerá, al fin y al cabo, del
escrutinio moral y discrecional del juzgador.
Se nota como la cuestión de la obligatoriedad del Derecho (vinculatividad de los
jueces) aparecerá de forma diferente en los diversos positivismos, especialmente si exa-
minamos el clásico (exegético) y el exclusivista, más específicamente los modelos pro-
pugnados por Joseph Raz y Andrei Marmor. El primero impone la obligatoriedad del
funcionario de aplicar. Es el juez boca de la ley que aparece en todas las leyendas sobre
el positivismo y que, en este caso, es verdadero. El segundo, extraña o paradójicamente,
no obliga a la obediencia. El juez solo obedece si él interioriza el Derecho, es decir, si él,
desde el punto de vista interno, cree que él, el juez, tenga obligación jurídica —y no mo-
ral— de obedecer, aplicando entonces el Derecho. En el positivismo exclusivo, el juez
no está obligado a obedecer a lo que está prescrito en la ley. El juez aplica un raciocinio
práctico-general. En casos en que él crea no estar moralmente vinculado, puede decidir
de otro modo. Pero no estará haciendo raciocinios jurídicos.
Los positivistas exclusivos sustentan que la tesis exclusiva, escindiendo Derecho y
Moral, consigue ofrecer recursos interpretativos para distinguir razones jurídicas que
reivindican la autoridad de aquellas que no lo hacen (argumentos extra-jurídicos). No
obstante, la paradoja puede estar en el hecho de que el positivismo exclusivo admite que
si el juez fundamenta sus decisiones utilizando razones extra-jurídicas, esa decisión ten-
drá fuerza jurídica así como todas las otras, en caso no sea reformada por una instancia
jurisdiccional superior. Así, aquello que en un primer momento no era Derecho, pasó a
serlo. El juez creó la norma jurídica (deber ser) en el caso concreto valiéndose de argu-
mentos extra-jurídicos; en un segundo momento, el positivista exclusivo simplemente
188 Lenio Streck

describirá (ser) esa operación realizada por el juez desde una perspectiva externa (sin
interferencia de la Moral). Al final, si la decisión es Derecho, este debe ser descrito, en
un segundo momento.
Y formará parte de lo que se llama «Derecho», que tendrá que ser descrito sin inser-
ción de la Moral, por el positivismo exclusivo. En este sentido, parece que el positivismo
jurídico exclusivo sería auto-destructible, pues, si delante de un juicio discrecional, las
razones morales pueden ser usadas, y estas después formarán parte del sistema jurídico,
parece que habría así una incorporación de la Moral, aunque excepcional (aunque un
positivista como Scott Shapiro va más lejos, al admitir que el uso de los argumentos ex-
tra-jurídicos no se restringen a los hard cases). En otro sentido, el Derecho al reivindicar
la autoridad sobre los otros sistemas normativos, hace esto con una fuerte justificación
moral. Tal circunstancia acarrea la siguiente pregunta: ¿de qué modo el Derecho estaría
conceptualmente separado de la moralidad si la reivindicación de autoridad que nece-
sariamente lo constituye es moral?
Además, Manuel Atienza y Juan Ruiz Manero también apuntan que el positivismo
exclusivo, sobre todo por la exacta versión presentada por Joseph Raz, tendría una in-
coherencia al afirmar que el Derecho es identificado sin referirse a criterios morales,
aceptando, entretanto, la posibilidad de que, en la aplicación, el proprio Derecho pueda
permitir el uso de razones morales extra-jurídicas. Los juristas españoles entienden que
«parece ciertamente extraño si lo comparamos con otras creencias compartidas entre
los juristas: ellos convergirían en el sentido de que, en ciertas circunstancias, pueden
haber razones jurídicas de orden superior que justifiquen dejar de lado para resolver un
caso usar una regla jurídica aplicable al mismo, pero entenderían incompatible cierta-
mente con sistemas jurídicas como los nuestros la idea de que ellos conceden discrecio-
nalidad al juez para que se aparte de lo que ellos mismos prescriben siempre que, a juicio
del propio juez, resulte moralmente procedente» (2007, p. 16).
Por lo tanto, parece no haber duda de que el positivismo exclusivo paga ese «tribu-
to» a la discrecionalidad (o el nombre que se dé a la argumentación moral en el acto de
decidir). En efecto, según Joseph Raz, la actividad de interpretación, al menos cuando
ella fuera comprendida en el sentido de creación del Derecho por la vía judicial, nos
remite a los argumentos morales que son tenidos como necesarios para la correcta apli-
cación en casos controvertidos. Eso ocurre en cualquier momento mientras la decisión
está siendo tomada, pues toda tentativa de restringir el raciocinio jurídico a la tecni-
cidad hierra al desconsiderar la influencia ejercida por la moral sobre él, igualmente
delante de su independencia en relación al raciocinio moral (1996, p. 335).
Este punto relacionado con la tesis de la separación/separabilidad (conceptual) en-
tre Derecho y Moral es bastante controvertido incluso entre los positivistas, tanto que
Jules Coleman afirma que «la verdad es que los propios positivistas son responsables
por mucha de la confusión que se generó en torno de la tesis de la separabilidad» (2012,
Diccionario de Hermenéutica 189

p. 96). Tradicionalmente, esta es una de las tesis fundamentales que definen el iuspo-
sitivismo, no obstante, hay varias lecturas posibles de su extensión. La primera, que es
también la más difundida, sería la de que, para el positivismo jurídico, la existencia del
Derecho es independiente de su justificación moral. Delante de eso, Kenneth Himma
(2016) afirma que esto implica la existencia —o, al menos, la posibilidad de la existen-
cia— de un sistema legal sin ningún constreñimiento moral para su validez. La segunda
lectura, limita la tesis de la separación a un abordaje metodológico, como un presupues-
to analítico.
O sea, para esta los teóricos positivistas saben que en la práctica Derecho y Moral
están interrelacionados. Sin embargo, en su tarea descriptiva, abstraen del Derecho sus
méritos morales, presentándolo sin ningún elemento valorativo. Así, el positivismo ju-
rídico no presupondría necesariamente un no-cognitivismo moral.
En ese sentido, Wil Waluchow argumenta que «hay muchos positivistas que acep-
tan que la moral es objetiva. Por ejemplo, Jeremy Bentham. Él pensaba que es posible
un cálculo hedónico y que el principio de utilidad es la verdadera guía para establecer
los deberes morales. Del mismo modo, Thomas Hobbes pensaba que su teoría era ob-
jetivamente verdadera y que podía demostrar cuáles son realmente nuestras responsa-
bilidades morales. Para Thomas Hobbes, nuestros deberes morales están basados en
razones prudenciales y en la necesidad de salir del estado de naturaleza, pero no por
eso son menos objetivos. Entonces, como sustenta Herbert Hart, no hay una conexión
necesaria entre el positivismo y la negación de la objetividad de las pautas morales, aun-
que, evidentemente, no hay nada incompatible entre ambas posturas» (2007, p. 235).
No obstante, vale recordar que Wil Waluchow parece apartarse del cognitivismo moral
cuando sustenta que «existen pocas, o ninguna, verdades de ética política que pueden
ser demostradas o establecidas para la satisfacción de todas las personas razonables»
(2012, p. 314). En paréntesis, es posible afirmar, una vez más, que queda confirmada la
fenomenología acerca de los paradigmas filosóficos que engendran los diversos positi-
vismos y que de ellos no se puede escapar.
Existe una tercera lectura, propuesta por Jules Coleman (un positivista inclusivo),
que afirma que la tesis de la separabilidad es incompatible con el positivismo exclusivo.
Sustenta que la teoría de Joseph Raz, por ejemplo, rechaza la separación entre la Moral
y el Derecho en la medida en que «en los niveles más fundamentales Derecho y Moral
están necesariamente conectados, deben mantenerse necesariamente separados en el
nivel de la determinación de la identidad y del contenido del Derecho» (2012, p. 145).
O sea, según el iusfilósofo norte-americano, el positivismo exclusivo estaría separando
el contenido del Derecho de la Moral, y no el proprio Derecho de la Moral, aproxi-
mándose, en verdad, de aquello que Hans Kelsen ya había hecho: la escisión entre los
niveles del Derecho y de la Ciencia del Derecho (ver el término «La pureza del derecho
kelseniana»). Jules Coleman afirma que no hay escisión entre Derecho y Moral por el
hecho de que «si siempre debemos hacer lo que la Moral exige, entonces la única vez
190 Lenio Streck

que nos es permitido actuar con base en consideraciones que parecen ser “no-morales”
es cuando la propia moral nos recomienda hacerlo. De eso se sigue que alguien debe
actuar con base en razones jurídicas solamente cuando la moral recomienda que haga
aquello» (2012, p. 142).
Aquello se muestra extremamente relevante, ya que, a partir de la lectura de Jules
Coleman, el positivismo jurídico en todas sus versiones reconocería la existencia de una
relación necesaria entre Derecho y Moral. Sin embargo, en un nivel conceptual/episté-
mico aún se sustenta la tesis de la separación/separabilidad. Scott Shapiro, por ejemplo,
afirma que la tesis de la separabilidad es una afirmación sobre la identidad del Derecho,
admitiendo que Derecho y Moral pueden compartir propiedades necesarias (2012, p.
291). En realidad, se trata de constataciones sobre aquello que vengo denunciando hace
más de veinte años: de que no hay un grado cero de sentido (Bodenlosigkeit), o sea,
el discurso jurídico en niveles más profundos siempre presupone un discurso moral.
Cuando digo que separo Derecho y Moral, ya estoy hablando a partir de una posición
moral.
De hecho, Ronald Dworkin en su penúltima obra enfrenta esa cuestión al distinguir
dos tipos de escepticismo moral: externo e interno. El escéptico externo sería aquel que
pretende colocarse fuera de la moralidad, atacándola sin estar comprometido con algún
presupuesto moral. Ya el escéptico interno acepta que, en un primer momento, hay po-
sibilidad de objetividad en el terreno moral, pero no cree que los juicios morales sobre
cuestiones concretas tengan objetividad. Como consecuencia de eso, el escéptico exter-
no apenas confirma determinada posición moral pues no puede colocarse fuera de ella
para criticarla. Y yo agregaría, nuevamente: no hay un grado cero de sentido. No existe
un punto de partida no-moral. El escepticismo interno —que es donde se encuentran
los positivistas inclusivos y exclusivos—, aunque acepte en un primer momento que sus
posiciones presuponen alguna forma de objetividad moral, no consiguen resolver los
problemas advenidos del contenido del Derecho y, por eso, sucumben, nuevamente, a
la discrecionalidad.
Finalmente, una cuarta perspectiva parte de la premisa que «el positivismo se ca-
racteriza por el relativismo en materia moral» (Barzotto, 2006, p. 646). O sea, el no-
cognitivismo ético sería una marca distintiva del positivismo jurídico, sea como una
presuposición teórica, o como una consecuencia práctica de una teoría apenas descripti-
va. Por ejemplo, Hans Kelsen no creía en la posibilidad de juicios morales objetivos, así,
tan solamente sería posible hacer ciencia en el Derecho, si la moralidad fuese apartada.
De esa forma, su relativismo moral tuvo repercusiones en la construcción de su em-
prendimiento teórico. Además, se sabe que muchos iusfilósofos positivistas aceptaban
la objetividad de los juicios morales, o sea, eran cognitivistas éticos. No obstante, como
a la ciencia le cabría apenas describir de modo no-valorativo los fenómenos, desarro-
llaran sus teorías como si el Derecho no sufriese algún influjo de la moralidad y sin
mayores preocupaciones con la racionalidad práctica ínsita al fenómeno jurídico. En
Diccionario de Hermenéutica 191

resumen, igualmente siendo cognitivistas éticos, formularon teorías como si fuesen no-
cognitivistas.
A partir de la Crítica Hermenéutica del Derecho, siempre consideré correcta esta
cuarta lectura. Con ella, se identifica que, en la base filosófica en que el positivismo
jurídico se fue constituyendo, el no-cognitivismo ético, el relativismo moral, son trazos
marcantes, sea como presuposición teórica o apenas como una consecuencia de una teo-
ría descriptivista. Ejemplificando, el no-cognitivismo ético aparece como presupuesto
teórico de Scott Shapiro cuando este afirma que «tener que responder una serie de
cuestiones morales es, justamente, la enfermedad que el Derecho busca curar» (2011,
p. 310) y, por otro lado, aparece como consecuencia del descriptivismo cuando Bruno
Torrano reconoce que el positivismo descriptivo «nos presenta argumentos concep-
tuales sin carga moralmente valorativa» (2017). Por lo tanto, la tesis de la separación
conceptual alcanza su significación a partir de estas hipótesis. Y, consecuentemente,
presenta fuertes trazos del objetivismo filosófico.
Ya el positivismo normativo busca diferenciarse del positivismo exclusivo en el pun-
to en que sus adeptos buscan superar el carácter meramente descriptivo de este. Para los
positivistas normativos, no es suficiente que el positivismo se limite a hacer descripcio-
nes del ordenamiento. El positivismo debe prescribir. Decir cómo el Derecho debe ser.
En Brasil, Bruno Torrano (2016) entiende que sí y, a partir de un positivista normativo
como Jeremy Waldron (2003), sugiere que incluso el positivismo exclusivo prescribe:
«Virtualmente, ningún “positivista descriptivo” niega la necesidad y la importancia
del emprendimiento de la valoración moral pos-descriptiva de aquello que fue declarado
como jurídicamente vinculante en un primer momento (pos-positivismo débil). Y una
de las posibilidades pos-descriptivas es, exactamente, la defensa de la primacía del texto
constitucional y legal. Los positivismos de Joseph Raz y Scott Shapiro se vinculan, de
forma muy íntima, las relevantes enseñanzas de la teoría de la autoridad que, en mi opi-
nión, poseen un gran potencial normativo en el combate al activismo judicial. No solo
parten de algunas premisas siempre resaltadas por la propia hermenéutica —como el
carácter necesariamente inter-subjetivo del fenómeno jurídico, responsabilidad política
de los magistrados, inexistencia de “grado cero” interpretativo, etc.—, sino también afir-
man, cada cual a su modo, que la característica especial del sistema normativo que co-
nocemos como “Derecho” es la de pretender obrar por medio de “razones protegidas”,
es decir, razones que, en diferente plano lógico, buscan impedir o precluir el balance de
razones de los individuos sometidos a la autoridad sobre la conveniencia o no de hacer
aquello que es determinado por la norma jurídica».
La asertiva anterior apenas demuestra que el positivismo contemporáneo pasa por
una crisis de identidad. Al mismo tiempo, él tiene que conservar las características «po-
sitivistas», pero también quiere presentar —como es el caso del positivismo normati-
vo— prescripciones para la aplicación de la ley. Véase lo que dice Bruno Torrano (2015,
p. 71): «El positivismo jurídico, igualmente en sus versiones seguidoras de la tesis de
192 Lenio Streck

la fuente social —como la sustentada [el positivismo normativo] no niega que la argu-
mentación del magistrado muchas veces es permeada por una compleja gama de prin-
cipios morales, tampoco que la actividad del magistrado, cuya función no se confunde
con el teórico incumbido de describir el Derecho, puede ser una actividad moralmente
valorativa». Resulta nítida, pues, la escisión entre lo que el teórico del Derecho hace y
el papel ejercido por el magistrado, que puede valerse de argumentos morales.
Así, el positivismo normativo no admite la incorporación de la Moral, pues, si así lo
hiciese, sería inclusivista. Para mantener la separación Derecho-Moral, el positivismo
normativo parece querer lo mejor de los dos mundos. Entretanto, esto es una tarea muy
compleja (o imposible), pues exige que los pilares constitutivos del positivismo jurídico
sean fragilizados, y si esto fuera hecho, el propio paradigma, como un todo, puede des-
moronarse. Esto parece ser posible en un nivel discursivo práctico, pero demandaría un
esfuerzo significativo para ser sustentado teóricamente.
Por eso, insisto, el problema está en la aplicación del Derecho. El problema de las
teorías positivistas es que, confesadamente, no se preocupan con la decisión (ver el tér-
mino «Pos-positivismo»). Claro, el positivismo normativo (siempre es difícil clasificar
a los diferentes autores: serían positivistas normativos Tom Campbell —como veremos
a continuación, también considerado como adepto del «positivismo ético», Jeremy
Waldron, Bruno Torrano y, según este último, el propio Scott Shapiro, aunque este esté
más identificado con el exclusivismo de Joseph Raz) tiene plena consciencia de que la
aplicación del Derecho debe ser hecha conforme el legislador lo haya redactado. No
obstante, el propio Scott Shapiro insiste que su Planning Theory es descriptiva (2011,
p. 188), a pesar de, en la nota de pie de página nº 2 de su Legality, admite que, en por lo
menos algunos casos, no hay como ser solamente descriptivo, necesitando de un com-
promiso normativo (2011, p. 403).
El iusfilósofo italiano Luigi Ferrajoli, que actuó muchos años como juez, tiene una
teoría positivista muy peculiar y que parece no preocupada con esa división entre des-
cripciones y prescripciones. Como ya fue citado anteriormente, Luigi Ferrajoli puede
ser considerado contemporáneamente como un sucesor del positivismo kelseniano,
obviamente, con algunas alteraciones teóricas significativas. Esta aproximación deriva
de los influjos del neopositivismo lógico presentes en los dos juristas. Luigi Ferrajoli ar-
gumenta que el neo-constitucionalismo representaría una revancha del iusnaturalismo
y consecuentemente, una caída del positivismo jurídico. Esto, sobre todo, por la incor-
poración de criterios substanciales para la validez del Derecho. No obstante, el jurista
argumenta que esta perspectiva está equivocada, pues el Derecho continúa regulando
positivamente la forma, sin embargo, ahora también el contenido normativo, que pasa
a necesitar de coherencia lógica en sus significados. Así, afirma que, claramente en este
sentido, el constitucionalismo, en vez de constituir el debilitamiento del positivismo
jurídico o su contaminación iusnaturalista, representa su reforzamiento: el constitucio-
nalismo representa el positivismo jurídico en su forma más extrema y acabada (2002, p.
Diccionario de Hermenéutica 193

8). Esta versión última es denominada por Luigi Ferrajoli de Iuspositivismo Crítico o
Constitucionalismo Positivista y Garantista en contraposición al Iuspositivismo Dog-
mático/Formalista. Luigi Ferrajoli, para sustentar su modelo jurídico, que tiene por
base la limitación del poder (por eso, Garantista), asume dos premisas importantes:
a) la filosofía política iluminista; y b) la filosofía del lenguaje analítico. Respecto a la
primera, los preceptos políticos del liberalismo utilitarista, se expandirán para abarcar
también las necesidades fundamentales (derechos sociales) y se transforman en princi-
pios jurídicos de carácter garantista, consubstanciados en el paradigma del constitucio-
nalismo rígido, fundado en la diferencia material entre vigencia y validez de la norma,
internos al ordenamiento; respecto a la segunda, la filosofía del lenguaje analítico es
puntualmente insertada en el garantismo jurídico, meta-teóricamente, a partir del pri-
mer neopositivismo lógico, a fin de recrudecer a la teoría axiomatizada (formal) del
Derecho que aquel pretende dar guarida. Es en eso que Luigi Ferrajoli busca garantizar
el control de la decisión judicial: a partir de un lenguaje riguroso.
Para su propósito, Luigi Ferrajoli edifica, a partir de la clásica tripartición de la
dimensión lingüística, semántica (fundamento), pragmática (justificación) y sintaxis
(construcción), el baluarte de su modelo jurídico positivista. Con la perspectiva semán-
tica, campo de investigación de la teoría, él trata de las relaciones de sus tesis construidas
con los fenómenos investigados, aproximándolos a la dogmática jurídica, a la sociología
del Derecho, y a la filosofía de la justicia; a partir de la dimensión pragmática, él pro-
pone poner a prueba las inevitables elecciones teóricas que intervienen en el papel nor-
mativo, sino también explicativo, de los principios por esta formulados; la dimensión
sintáctica, asume el papel de control lógico de los específicos procesos de formación de
los conceptos y de las asertivas exigidos por el método axiomático por el cual la teoría
es creada artificialmente.
Lo que Luigi Ferrajoli busca, por lo tanto, es la identificación de las lagunas y las
antinomias para que sean propuestas técnicas garantistas extraídas del proprio orde-
namiento, sino también la elaboración y sugestión de nuevas formas de garantía que
puedan reforzar los mecanismos de auto-corrección. O sea, la teoría no mira apenas
hacia adentro del Derecho, sino también hacia las relaciones de este con su entorno.
El iuspositivismo asumiría un papel garantista, ya que los derechos fundamentales
promulgados en las constituciones deben ser garantizados y efectivizados por medio
de técnicas idóneas para tal fin. Para Luigi Ferrajoli, si el positivismo clásico (paleo-
iuspositivista) estuvo sustentado en la ley (producción legislativa), ahora la validez del
Derecho depende de la Constitución. No basta a una ley ser vigente; ella tiene que ser
válida. Y esta validez es obtenida de la Constitución. El positivismo de Luigi Ferrajoli,
así como ya ocurría con el positivismo clásico y su versión exclusiva (contemporánea),
separa Derecho y Moral. No es del hecho de que el constitucionalismo incorpore cues-
tiones morales que provocará que pueda el intérprete valerse de criterios morales para
194 Lenio Streck

corregir el Derecho puesto que, necesariamente, solamente tiene validez si estuviera en


conformidad con la Constitución.
Por cuenta de esa estructuración teórica, Luigi Ferrajoli afirmará la síntesis máxima
del garantismo, o sea, «el garantismo es la otra cara del constitucionalismo», y si el
constitucionalismo es límite al poder, su otra cara es una propuesta normativa apta para
garantizar ese límite. Para comprenderse esa máxima es necesario tener en mente que
la Teoría del Derecho vinculada al garantismo no significa ningún valor, ella es un len-
guaje artificial producido por una serie de asunciones estipulativas (en la obra Principia
Iuris son 16 postulados, 274 definiciones, de las cuales derivan 1700 teoremas), ni ver-
daderos ni falsos, que se tornaron, según Luigi Ferrajoli, Principia Iuris y que cumplen,
a partir de un carácter teórico o lógico, una finalidad explicativa. Obviamente, y ahí está
una de las principales diferencias del positivismo de Luigi Ferrajoli (positivismo crítico)
en relación al positivismo kelseniano y bobbiano, tales asunciones tienen una relevante
función pragmática. Si, por ejemplo, para Hans Kelsen la definición de ilícito es presu-
puesto de una sanción y no estando prevista en el Derecho positivo la sanción no habrá
ningún acto ilícito, para Luigi Ferrajoli, por cuenta de los Principia Iuris, a falta de las
respectivas sanciones, o sea, de las garantías, es concebida como una laguna que no ex-
cluye, de ningún modo la existencia del ilícito. Lo que hay, en este caso, es una laguna
jurídicamente indebida, que es deber de la ciencia jurídica indicar y, en consecuencia,
del legislador colmar, en la medida en que la teoría, por cuenta de su estructura lógica,
enuncia los principios de coherencia y completud que imponen al Derecho positivo la
lógica que de hecho el Derecho no tiene, pero que teóricamente debería tener, a fin de
promover la remoción de las antinomias y colmar las lagunas existentes en relación a las
determinaciones de las constituciones rígidas de las postrimerías de la Segunda Guerra
Mundial.
Ese es el punto en que, para Luigi Ferrajoli, la consecuente promoción de la norma-
tividad constitucional fuerte es confiada a la legislación y a la jurisdicción, o sea, a las
instituciones de garantía, primaria y secundaria, respectivamente. Y aquí, contempo-
ráneamente, hay una discrepancia fortísima entre las escuelas positivistas italianas, por
ejemplo, la garantista de Luigi Ferrajoli y aquella desarrollada en Génova, el llamado
iusrealismo genovés. La principal diferencia está en el ámbito de la interpretación, y
consecuentemente en la decisión judicial. Para Luigi Ferrajoli, el término interpreta-
ción asume dos significados diversos: por un lado, por el sentido meta-teórico de inter-
pretación semántica de las disciplinas jurídicas en relación al sistema formalizado que
es la Teoría del Derecho; por otro, en el sentido jurídico de atribución de un significado
a un texto de Derecho positivo. En este sentido jurídico «interpretación» es un tér-
mino teórico, como cualquier otro, «prueba», «validez» o «sanción». Entretanto,
para el garantismo, la teoría de la interpretación como teoría del conocimiento jurídico,
no forma parte de la Teoría del Derecho, ella es, como el método axiomático, meta-
teórica. La interpretación de la ley, igualmente si es reconocida como un mecanismo
Diccionario de Hermenéutica 195

de atribución —y no un mero reconocimiento— de significados a los enunciados legis-


lativos, no puede establecerse como una actividad de producción normativa sin atingir
frontalmente el principio de la separación de poderes. Ella, en verdad, es una actividad
cognitiva, claramente opinable, y vinculada a un poder tan abierto como el grado de
univocidad del lenguaje legal, producido por el discurso del legislador. Luigi Ferrajoli
cree, así, en una seria teoría de la legislación capaz de imponer, por medio de leyes de
actuación (garantías), la máxima determinación semántica del lenguaje legal y con eso
minimizar el margen de actuación arbitraria del poder judicial, que, infelizmente, de
hecho, crea el Derecho, pero crea un Derecho ilegítimo, pues desvinculado de su fuente
de legitimación que es la ley constitucionalmente válida.
No obstante eso, no hay una subvalorización acerca de la importancia de la in-
terpretación, sino la necesidad de que esta sea tratada autónomamente, como una
teoría de la interpretación. Delante de la importancia que Luigi Ferrajoli atribuye a la
interpretación, es necesario nuevamente recordar la distinción por él defendida entre
«Derecho vigente», enteramente creado por la legislación, y «Derecho viviente»,
construido por la práctica jurisdiccional y fruto de la interpretación. El juez está pro-
hibido de alterar el Derecho vigente y el legislador no puede modificar el Derecho
viviente. Ahí está, según Luigi Ferrajoli, el sentido fundamental de la separación de
poderes, pues siempre es necesario recordar que el poder judicial es un poder-saber,
con inevitable espacio de discrecionalidad en función de su actividad tendencialmen-
te cognitiva, lo que lo consubstancia como un poder terrible que podrá tornarse ab-
solutamente intolerable si su ámbito de actuación estuviera desvinculado de la ley
constitucionalmente válida.
Lo que hay de diferente en el positivismo de Luigi Ferrajoli —subestimado por
las corrientes positivistas exclusivas e inclusivas— es el desplazamiento que hace, en
el plano de la validez, a la Constitución, ápice de la autonomía del Derecho para el
iusfilósofo florentino. Para sustentar esa tesis fuerte en torno de la semántica legisla-
tiva (vinculada umbilicalmente a la Constitución) apuesta por un lenguaje riguroso,
circunstancia que deja clara su filiación al neopositivismo lógico. Por eso no admite
que el Derecho pueda ser corregido por argumentos morales. Mantiene, por lo tanto,
bajo otras premisas, la tesis de la separación, con la diferencia de que está profunda-
mente preocupado con la decisión, controlable a partir de los axiomas meta-teóricos
explicitados en su «Principia iuris». La radicalidad y fidelidad de Luigi Ferrajoli al
iuspositivismo es tan grande que él se aparta de autores como Ronald Dworkin, Ro-
bert Alexy, Gustavo Zagrebelsky, Carlos Santiago Nino y Manuel Atienza, porque
defienden, según él, una concepción iusnaturalista del constitucionalismo, ya que,
para esos autores, la Moral, que en el positivismo correspondía al punto de vista ex-
terno al Derecho, pasó, ahora, a formar parte del punto de vista interno. Y eso conta-
minaría el positivismo.
196 Lenio Streck

Las formas inclusivas e incorporacionistas de positivismo


En sentido diverso del positivismo exclusivo, sea en su versión descriptiva o nor-
mativa, el positivismo inclusivo, blando o incorporacionista mantiene la tesis de las
fuentes sociales, que identifica todo el Derecho a convenciones sociales, sin embargo,
la comprende en un sentido más «leve». En suma, si el Derecho es identificado por
convenciones, nada impediría que estas, circunstancialmente, incorporen o hagan uso
de principios de la moral política como criterio de validez del Derecho. Lo inclusivo que
adjetiva esa forma de positivismo significa decir que, más allá del positivismo clásico
y del exclusivo, él no excluye la posibilidad de la inclusión de criterios morales como
forma de validar las reglas jurídicas de un sistema de Derecho. Es decir, posibilidad que
no significa necesidad.
Para el positivismo inclusivo, el Derecho no sería necesariamente identificable por
standards morales, no obstante esto podría ocurrir de una forma contingente. Esto po-
dría ser verificado en muchos sistemas jurídicos contemporáneos que traen en su orde-
namiento referencias expresas a la moralidad. Los inclusivistas defienden, por lo tanto,
una tesis convencionalista débil, es decir, igualmente considerando la importancia de
la regla de reconocimiento (tesis de las fuentes sociales), por ser esta convencional, no
impondría ni la exclusión ni la inclusión de la moral, posibilitando una relación contin-
gente entre Derecho y Moral. Entre sus defensores están juristas como Wilfrid Walu-
chow, Jules Coleman y David Lyons.
Wilfrid Waluchow, que estudió con Herbert Hart, es una de las principales refe-
rencias de la vertiente inclusivista, con el destaque de su obra «Inclusive Legal Posi-
tivism» (1985). El jurista busca perfeccionar el positivismo jurídico intentando, en
cierto sentido, compatibilizarlo con las críticas desarrolladas por Ronald Dworkin. En
virtud de eso, por estar en una zona intermedia, su propuesta es confrontada tanto por
dworkinianos como por positivistas exclusivistas. Así, defiende una teoría positivista
que estaría entre el positivismo exclusivo de Joseph Raz y la teoría del «Derecho como
Integridad» de Ronald Dworkin, a quien, paradójicamente, considera iusnaturalista.
Así, el jurista canadiense entiende que su teoría positivista es descriptiva y explicativa,
pero también normativa, o sea, se refiere a cómo deberían ser las prácticas jurídicas en
lo que respecta a la aplicación e interpretación del Derecho.
El iusfilósofo canadiense hace una distinción entre la fuerza institucional de un stan-
dard y su validez, con el propósito de demonstrar que, a pesar de diferentes, estas no se-
rían incompatibles con la dimensión de peso afirmado por Ronald Dworkin. En líneas
generales, una norma (sea regla o principio) puede poseer poca fuerza institucional, o
igualmente ser superada por otra más «fuerte», sin embargo, aún permanecería válida.
La cuestión es que esto podría acontecer dentro de los límites de la regla de reconoci-
miento, manteniéndose el test de validez, sin que con eso sea apartado el nivel de peso/
importancia. También sobre el también denominado test de pedigree, Wil Waluchow
Diccionario de Hermenéutica 197

entiende que el positivismo jurídico no estaría limitado a una versión que sustente que
este filtro sea neutro, es decir, sin criterios morales. Diferentemente, cree ser este apenas
un modo de identificación del Derecho, pero no el único. En ese sentido, trae a Herbert
Hart y a otros positivistas para la discusión, demostrando que estos ya afirmaban la exis-
tencia de una flexibilidad, de una textura abierta, que posibilitaría decisiones razonables
para casos no previstos. Es decir, decisiones que serían atravesadas por otras razones, no
exclusivamente jurídicas. Así, la exigencia de una determinación absoluta (todo o nada)
también no representaría la totalidad del iuspositivismo. Para Wil Waluchow, los prin-
cipios morales pueden servir para determinar el Derecho, una vez que la comunidad los
haya reconocido con esta finalidad. Sin embargo, esto no eliminaría la discrecionalidad
judicial, pues igualmente con criterios morales aún permanecería la posibilidad de inde-
terminación relativa de los términos que componen las normas jurídicas. O sea, diverge
del positivismo exclusivo que afirma haber siempre discrecionalidad cuando son utili-
zadas pautas morales, como también de Ronald Dworkin, para quien no quedaría más
espacio para un juicio discrecional.
En Brasil, podemos ver ecos de estos abordajes contemporáneas, por ejemplo, en
la sofisticada propuesta de Juliano Maranhão (2012) denominada de positivismo jurí-
dico lógico inclusivo. El jurista brasileño entiende que para el iuspositivismo la cuestión
principal no es si el Derecho autoriza o no el empleo de los principios morales como
razones jurídicas válidas, pero, sí, la posibilidad de identificar, objetivamente, cuáles ra-
zones morales fueron efectivamente endosadas por las elecciones dotadas de autoridad.
Así, Juliano Maranhão parte del presupuesto de que las razones derivadas de las
normas pertenecientes al ordenamiento son razones jurídicas, valiéndose, en un primer
momento, de las formas de inferencia ampliativa, más específicamente, abducciones,
por medio de las cuales sería posible identificar las razones de fondo que justificarían
la creación de una norma o conjunto de normas con determinado contenido. En un
segundo momento, con esas razones para la acción, sería posible a partir de ellas hacer
deducciones, construyéndose el universo de razones con el cierre deductivo del conjun-
to de razones que mejor explica la base de razones jurídicas ya condensadas, lo que él
llama de cierre coherentista.
De esa forma, considera que la utilización de los principios morales y de la política
por los tribunales no debe darse con el recurso a una justificación moral del contenido
de esos parámetros normativos, ya que su fuerza vinculante derivaría solamente del he-
cho de ser derivados de las razones dadas por normas pertenecientes al ordenamiento
jurídico. Dicho de otro modo, el inclusivismo lógico-jurídico refuta tanto el ideal ex-
clusivista de que los principios puedan ser vinculantes, pero no como razones jurídicas,
como el inclusivista, en el sentido de que los principios pueden formar parte de la con-
vención sobre las fuentes. Entre esas dos formas de positivismo, su positivismo acepta
que «los principios son vinculantes como razones jurídicas y no forman parte de la
convención sobre las fuentes, pero su fuerza vinculante puede no derivar del mérito
198 Lenio Streck

moral de sus contenidos» (Maranhão, 2012, p. 120). Hay, por detrás de esa afirmación,
una intuición, por parte de Juliano Maranhão, en el sentido de que el universo de posi-
bilidades para explicar la fuerza vinculante de las razones no es una división exhaustiva
y mutuamente excluyente entre tener fuente, de un lado, y tener mérito moral, del otro.
La alternativa encontrada reside justamente entre reconocer que la autoridad jurídica
de los principios pueda ser heredada de la propia autoridad de las reglas basadas en las
fuentes, por la relación específica que guarda con el contenido de las reglas. Así, para
esa corriente teórica, los principios morales y de políticas públicas son jurídicos porque
y en la medida en que proporcionen una justificación coherente de las normas jurídicas
válidas. Los principios, de ese modo, son razones jurídicas y están implícitos en el conte-
nido conceptual de las reglas cuando son tomadas como resultantes de un acto racional
en determinada construcción interpretativa, consistiendo, pues, en el resultado de las
inferencias abductivas a partir del contenido de esas reglas. Por lo tanto, los principios
no serían razones extra-jurídicas. Al contrario, ellos resultan del cierre coherentista del
ordenamiento jurídico, entendido como materia pre-interpretativa, y del contenido de
las interpretaciones indisputables en los casos fáciles. De esa base, derivan standards
volcados a cuestiones jurídicas específicas (inferencias locales), que pueden ser com-
prendidas como sistemas normativos, que serán tantos cuantas fueran esas cuestiones
jurídicas específicas. De ese modo, los principios pasan a ser comprendidos como ra-
zones jurídicamente vinculantes en relación a un sistema normativo generado por una
reconstrucción interpretativa de determinada parcela del ordenamiento jurídico que
sea relevante para responder a la cuestión planteada. Las decisiones basadas en razones
extra-jurídicas serían, entonces, equiparadas a incumplimientos de las normas legales,
en la medida en que son incompatibles con las razones ofrecidas por el Derecho, lo que,
según Juliano Maranhão, provoca que no sea necesario buscar apoyo en la tesis de la
discrecionalidad. El positivismo lógico-inclusivo se afirma como ventajoso en relación
a otras posturas teóricas por explicar razonablemente la adjudicación (decisión) de base
principiológica y las controversias en ella presentes sin la necesidad de asumir la vincu-
lación entre la fuerza vinculante de los principios y el mérito moral de su contenido.
En aquel, se rechaza el recurso a la discrecionalidad, o sea, al uso de los fundamentos
extra-jurídicos, aunque no se niegue que, en casos «subdeterminados» (indetermina-
dos o incoherentes) puedan haber elecciones entre interpretaciones, cuando esas fueran
igualmente defendibles. En esa perspectiva, los principios en vez de ser criterios extra-
jurídicos determinantes de lo que forma parte del Derecho, son determinados por me-
dio de aquello que es considerado parte del Derecho, lo que provoca que los principios
no sean jurídicamente independientes de las reglas jurídicas. En síntesis, el inclusivismo
lógico-jurídico reivindica ser una solución atrayente para el positivismo, permitiéndole
lidiar con los principios como razones jurídicas vinculantes, así como propugnando
que, aunque las reglas sean creadas con base en razones, eso no significa que deba haber
un compromiso en la argumentación sobre su valor moral, ya que la argumentación
gravitaría en torno de la coherencia de las razones y su poder explicativo en relación a la
Diccionario de Hermenéutica 199

base seleccionada de las reglas y al caso en cuestión. De este modo, su emprendimiento


teórico tiene la pretensión de presentarse como una epistemología jurídica valorativa,
pero moralmente neutra.
Una propuesta alternativa, pero aún inmersa en el espectro positivista, es el positivis-
mo presuntivo (Presumptive Positivism) de Frederick Schauer, presentado, sobre todo,
en su obra Playing by the Rules (2002). Frederick Schauer entiende que las reglas son
generalizaciones prescriptivas probabilísticas que resultan de un juicio causal relativo a
un mal que se quiere evitar o un bien que se quiere obtener. Así, por detrás de toda la
generalización podría ser encontrada su justificación, pudiendo ser esta moral, política,
social, etc. Sin embargo, igualmente concluyendo este camino justificatorio, en su mo-
delo las decisiones judiciales deben estar basadas en reglas, como si estas estuviesen en
trincheras. O sea, no deben ser tomadas como si fuesen meros indicadores que pueden
ser apartados para que se alcance su justificación. Aunque esta forma de decidir genere
experiencias recalcitrantes —cuando el resultado no deriva de su justificación— igual-
mente así es deseable para preservar valores como la equidad, previsibilidad, eficiencia
y estabilidad. El carácter presuntivo proviene de la presunción existente de que dentro
del sistema jurídico se deben aplicar las reglas jurídicas —tesis de las fuentes sociales—
aunque esto no siempre ocurra o pueda ocurrir.
En el interior del positivismo (exclusivo, ético, presuntivo, etc.), parece interesante y
productiva la crítica que Frederick Schauer hace acerca de la «path-dependence» por-
que pasa el positivismo: (i) la relación entre Teoría del Derecho y reforma del Derecho
(los positivistas actuales tienden a poner demasiada atención en el mero análisis des-
criptivo de la naturaleza del Derecho, sin enfatizar, en la Teoría del Derecho, cómo esa
naturaleza puede ayudarnos a comprender mejor los ideales que queremos para nuestra
sociedad); (ii) la falta de énfasis en el carácter coercitivo del Derecho (los positivistas
actuales tienden a colocar la idea de «fuerza» y «sanción» en un «purgatorio» juris-
prudencial); y (iii) la falta de atención a la teoría de la decisión y al papel que se espera
de los magistrados. Esa tesis tiene la concordancia, en Brasil, del positivista (norma-
tivo) Bruno Torrano (2015), exactamente porque Frederick Schauer muestra la falta
de un carácter más normativo del positivismo, que debe ser entendido, según el autor
brasileño, como aplicación práctica del positivismo excluyente (en la fórmula «ethical
positivism prescribes exclusive legal positivism»), subscribiendo, así, en la integralidad,
la intuición de Jeremy Bentham: el entendimiento sobre lo que el «Derecho es» puede
hasta ser «descriptivo» en términos metodológicos, pero es inseparable, dentro de la
Teoría del Derecho, de la cuestión sobre cómo los actores jurídicos deben usar ese De-
recho que fue descrito en un primer momento. Como bien indicó Frederick Schauer:
«La comprensión de Jeremy Bentham sobre el Derecho era, para él, inseparable de la
cuestión de lo que los actores jurídicos, especialmente los jueces, harían con él y es difícil
imaginar que Jeremy Bentham esté satisfecho con una concepción o definición de ley
200 Lenio Streck

que permaneció agnóstica en la cuestión acerca de lo que los jueces deberían hacer»
(2015, pp. 957-976).
La ausencia de una teoría de la decisión en los diversos positivismos: Uno de los
trazos comunes del positivismo jurídico pos-kelseniano es la ausencia de una teoría de
la decisión. Tengo duda, inclusive, si es posible que el positivismo (cualesquiera de ellos)
contenga una teoría de la decisión. Pienso que una teoría positivista del tipo «duro»
tendría que tener como punto de partida moral —ya que no existe grado cero— la cir-
cunstancia de que el Derecho deba ser identificado a partir de la tesis de la separación
y, consecuentemente, debe ser aplicado estrictamente a partir de una tesis lingüística,
que preserve los límites semánticos. En ese sentido, concuerdo con Horácio Neiva, que,
en su disertación de maestría intitulada «Una Crítica Metodológica al Positivismo de
Joseph Raz», afirma que solamente es posible una teoría de la decisión positivista si
aquella fuera una «teoría que enfrentase los deberes de los jueces, y la forma moralmen-
te correcta de la toma de decisión judicial, como siendo una aplicación estricta de las
“normas positivadas” a través de alguna forma de interpretación textual (sea a través del
significado histórico, sea por medio del significado literal)» (2016b, p. 21).
Caso contrario, permanecerá un problema: en el plano de la teoría todo es verifica-
do e identificado, separando la paja del trigo. Ocurre que, a la hora de la aplicación, se
corre el riesgo del juez rebelarse contra ese «producto de la descripción» y valerse de
sus propios argumentos morales, mezclando, nuevamente, la paja y el trigo. Es evidente
que determinados positivistas dirán, como provocación, de que ellos no están y nunca
estuvieron preocupados con la decisión y que todo eso que estoy diciendo sobre los dé-
ficits en la aplicación no les afectan. De nuevo, si la provocación de los positivistas fuera
en ese sentido, en él igualmente estará la confesión de la escisión entre descripción y
prescripción. La respuesta del positivismo puede ser metodológicamente correcta. Pero
la Teoría del Derecho no se encierra en el debate metodológico. No fue por nada que
Norberto Bobbio clasificó el positivismo en tres aspectos: metodológico, ideológico y
teórico.
La complejidad de las clasificaciones aparece más nítidamente cuando el ya men-
cionado iusfilósofo australiano Tom Campbell (1989) asume ser un positivista ético.
Para tanto, mantiene la distinción lógica (escisión epistémica) que marca el iusposi-
tivismo entre descripción y prescripción, no obstante partiendo de la distinción entre
prescripciones de contenido y prescripciones de forma, siendo que apenas sobre estas
últimas que recae su abordaje. En otras palabras, es una teoría normativa/prescriptiva
proveniente apenas de la estructura formal del Derecho. Tom Campbell acentúa que,
pensado apenas descriptivamente, el positivismo acabaría sufriendo una fuerte crítica
ideológica, por ocultar otros factores importantes para la producción del Derecho, lo
que pretende evitar. Ya, aquí, se aparta del positivismo «duro» (descriptivo). Delante
de eso, y de entre otros aspectos limitantes del iuspositivismo, el jurista desea presentar
otra versión que, en vez de proporcionar instrumentos analíticos y descriptivos, afirma-
Diccionario de Hermenéutica 201

ría cómo deben ser los derechos y los sistemas jurídicos. Así, sus posibles inadecuaciones
descriptivas no condenarían toda la teoría, pero abriría un espacio para una contesta-
ción, valoración. En ese sentido, Tom Campbell define que «el sentido del positivismo
jurídico —entendido como una teoría ética relativa a la conducta jurídicamente rele-
vante de los ciudadanos, legisladores y jueces— puede ser concebido como la provisión
de un modelo y una justificación direccionada a la construcción de un sistema jurídico
que se aproxime, hasta donde sea posible, a la realización de un sistema autónomo de
reglas, como una parte necesaria de cualquier sistema político aceptable» (1989, p. 11).
Así, Tom Campbell entiende que el positivismo podría recomendar «que los sistemas
jurídicos sean desarrollados de tal forma que se maximicen los beneficios sociales y polí-
ticos de tener un sistema de reglas de mandatos rápidamente identificables, con tal clari-
dad, precisión y alcance que puedan habitualmente entenderse y aplicarse sin recurrir a
juicios morales y políticos controvertidos» (1989, p. 12). Aquí, si Tom Campbell colo-
case el «componente» Constitución, estaría muy próximo del positivismo defendido
por Luigi Ferrajoli, con fuertes influencias del neopositivismo lógico (hacer ciencia es
traducir el mundo por intermedio de un lenguaje riguroso, eliminando el carácter valo-
rativo de la atribución de sentido; por eso, solamente es válido y científico el enunciado
que pueda pasar por el filtro de la sintaxis y de la semántica).
Tom Campbell (1989) hace una importante advertencia sobre la relación entre De-
recho y Moral que muchas veces es mal comprendida. El jurista australiano afirma que
«los padres fundadores» del iuspositivismo tenían presuposiciones morales —lo que
los aproximaría a las concepciones cognitivistas en el aspecto meta-ético—, sin embar-
go, igualmente con ellas, lo que los definía como positivistas era el hecho de que el
Derecho no necesitaría de ellas. O sea, sus descripciones serían limitadas a lo que el
Derecho es, y no a lo que debería ser. De entre ellos cita a Jeremy Bentham, John Austin
y Thomas Hobbes. Así, el positivismo ético presupondría al positivismo inclusivo, en
lo que respecta al reconocimiento de una relación contingente entre Derecho y Moral.
Sin embargo, diferentemente, Tom Campbell parte de una premisa que un sistema ju-
rídico no debería incluir sistemas morales en sus fuentes, presentándose también como
una forma prescriptiva de positivismo exclusivo. Por eso, el positivismo ético de Tom
Campbell no se limita a la tesis de la separación, pues no apenas identifica que puede
haber una separación, sino que debe haber una clara distinción entre Derecho y Moral
en la práctica jurídica. Sería una tesis de la separación prescriptiva, o sea, la regla de reco-
nocimiento no debe contener términos que fomenten un juicio moral, que sea anterior
a ella, como condición de posibilidad. Como el carácter ético es limitado a la forma, el
propósito de Tom Campbell es demonstrar que el Derecho debe ser formado por reglas
fijas y claras, que en su aplicación no demanden juicios de valor. De nuevo, la herencia
del neopositivismo lógico está presente.
De esa forma, el propio iusfilósofo australiano admite semejanzas de su proyecto
con el de Lon Fuller, acerca de la moralidad interna del Derecho. El aspecto «ético»
202 Lenio Streck

del positivismo ético posee dos enfoques, uno que justifica la creación de normas «po-
sitivísticamente» buenas, o sea, reglas claras, precisas e inteligibles, y el otro referente
al modo cómo deben obrar aquellos que están implicados por el sistema jurídico, sobre
todo, los tribunales. De nuevo, aquí, la semejanza con lo que Norberto Bobbio clasifica
como positivismo ideológico. La cuestión, de todos modos, es saber, en Tom Camp-
bell y de quien piensa como él, cómo es posible ser positivista (por lo tanto, escindir
Derecho y Moral) y decir qué debe ser «[moralmente] bueno para una sociedad tener
sistemas de reglas mandamentales específicas que ordenan a los individuos realizar juz-
gamientos propios sobre ciertas cuestiones relativas a sus propias conductas» (Camp-
bell; Goldsworthy, 2000, p. 6).
Sin embargo, ¿cómo se llega a ese raciocinio? ¿Cómo decir que algo es «moralmen-
te bueno» sin hacer, explícitamente, un raciocinio moral? Y si yo digo que es «moral-
mente» bueno para la sociedad comportarse de un determinado modo, no está implí-
cito que, antes de eso, ya sé lo que es ese «Derecho bueno» que debe ser aplicado? ¿En
qué el positivismo ético sería diferente de aquello que Norberto Bobbio acentuaba? En
Norberto Bobbio, el positivismo ideológico está comprometido desde luego con ideales
morales y políticos, adecuados/necesarios para el funcionamiento de la democracia. El
positivismo ideológico, en Norberto Bobbio, estaría en el sentido de que ese Derecho,
por ser bueno, debe ser aplicado, independientemente de su cualidad (he ahí el aspecto
positivista, solo que sin escisión entre descripción y prescripción), apenas con la reserva
de que el Derecho podría no ser aplicado en situaciones de «movimientos revoluciona-
rios», que es cuando otro valor pasa a ser más importante que el orden de la sociedad
(1995, p. 232). Es la Teoría del Derecho, en Norberto Bobbio, que ya está comprometi-
da, desde luego, con la aplicación de ese Derecho exactamente porque él es/sería «bue-
no». Ya el positivismo ético o normativo, al menos de lo que se comprende de las tesis
de Tom Campbell, apenas agrega una tesis: la de que la Teoría del Derecho, que describe
ese Derecho, estaría comprometida con la aplicación de ese «Derecho bueno». Ese
sería quid del positivismo normativo.
El iusfilósofo Manuel Rodríguez Puerto (2011; 2012) agrega un problema más al
positivismo. Para él, los positivistas éticos —y él coloca lo ético y lo normativo como
similares o equivalentes— son escépticos [por lo tanto, agrego, no-cognitivistas éticos]
y entienden no ser posible, de entre las diversas opiniones, decir cuál es el comporta-
miento moralmente correcto. Por eso, esa «elección» pertenece a la ley. Por eso, la
Moral no puede interferir en el Derecho. Véase la diferencia del positivismo ético de los
otros positivismos contemporáneos. El positivismo ético reconoce la inter-relación de
la Moral con el Derecho: existen exigencias morales que interactúan con las reglas del
Derecho. Solo que eso impide la estabilidad social, ya que no hay certeza en la aplica-
ción del Derecho. Al final, si el juez puede valerse de argumentos morales, ¿qué certeza
habrá? La solución es el escepticismo ético (no-cognitivismo ético): no se puede saber
cuál es el comportamiento moralmente correcto. Solo el Derecho puede hacer eso. Son
Diccionario de Hermenéutica 203

necesarias reglas claras y precisas que estructuren el espacio público; estas reglas son las
jurídicas, no obstante si su contenido depende de argumentos morales, no será posible
tener la certeza en el Derecho y del Derecho. Por eso, la Moral no debe intervenir en la
validez del Derecho. En ese sentido, de hecho, un positivista ético como Tom Camp-
bell dirá que los tribunales deben, desde un punto de vista positivista, mostrar respeto
por las palabras que fueron debatidas de acuerdo con los procedimientos formales de
la legislación, sin tener que embarcarse en el subjetivismo de una buena mente del juez.
Por eso, cabe al positivismo ético construir una teoría normativa de la legislación que
identifique los momentos de creación autoritativa de la legislación a la luz del ideal
positivista del Derecho «formalmente bueno». Esto es tan importante como cuidar
de la jurisprudencia. El positivismo ético, al defender la tesis de seguir las reglas puestas
representa una ventaja social, realmente presupone más que una mera distinción entre
ser y deber ser y la preferencia por un Derecho formalmente bueno frente a uno formal-
mente malo o pésimo (1989, p. 56). Parece, pues, que hay una aproximación del positi-
vismo ético con el positivismo normativo y, a su vez, con el positivismo ideológico del
que hablaba Norberto Bobbio, además de, a partir del énfasis en el «Derecho bueno»
y en la apuesta por el legislador, ocurre también una aproximación con el positivismo
de Luigi Ferrajoli.
En síntesis, a partir de Tom Campbell, ser positivista ético o positivista normativo
significa: que deben ser creadas leyes buenas, claras y precisas y estas leyes deben ser
aplicadas por los tribunales. Pero, ¿de qué modo deben ser aplicadas? Con apego, si es
necesario, a los argumentos morales, dirían los positivistas normativos. Entretanto, si es
moralmente bueno que los jueces apliquen el Derecho que fue hecho para ser «bueno»
y escrito de forma clara y precisa, ¿por qué razón un juez puede (podría) incluir sus
propios argumentos morales? Si un positivista normativo o ético es/sería contrario a las
actitudes activistas, ¿cuál sería la diferencia del positivismo ético/normativo en relación
al positivismo ideológico clasificado por Norberto Bobbio? Partiendo de la premisa de
que pueda haber un buen Derecho y que sea moralmente bueno que él sea aplicado,
¿no es ventajoso impedir que los jueces se valgan de argumentos morales en la decisión?
O sea: el positivismo, para continuar siendo positivista, cualesquiera de ellos, necesita
continuar separando Derecho y Moral. Por lo tanto, tiene que haber, necesariamente,
un elemento fuertemente descriptivo para preservar esa separación. Separación y des-
cripción están umbilicalmente vinculadas. Si ya no hay separación, entonces ya no hay
positivismo.
La misma situación ocurre, por ejemplo, con el positivismo exclusivo de Scott Sha-
piro. Él afirma que las normas son planos. Si un plano quedó establecido, decidiendo
determinadas cuestiones morales, la lógica del planeamiento simplemente impide que
esta misma cuestión sea «resucitada» nuevamente en un momento posterior (2011, p.
177). En ese sentido, si aceptamos la tesis de que Scott Shapiro es un positivista norma-
tivo, tendríamos una imposibilidad de que los moralismos personales de los juzgadores
204 Lenio Streck

sirviesen de fundamento para el no-cumplimiento de un plano (norma), ya que el plano


busca acabar con cualquier especie de deliberación de cuño moral. Sin embargo, resulta
difícil aceptar tal posición cuando Scott Shapiro afirma, por ejemplo, que las autorida-
des jurídicas también son «planificadoras sociales», en la medida en que «ejercen su
poder formulando, adoptando, rechazando, afectando y aplicando planos» (2011, p.
204). O sea, Scott Shapiro admite que eventualmente los jueces puedan simplemente
no aplicar un plano existente y, conforme ya fue abordado, tal insurgencia parte de ar-
gumentos morales y discrecionales del proprio juzgador.
Entonces, ¿cuál es el problema en admitirse que el positivismo de Scott Shapiro es
normativo? La respuesta es: hay un problema que deriva del interior del proprio positi-
vismo, en fin, de aquello que lo sustenta epistémicamente. Esto porque, así como Tom
Campbell, la teoría de Scott Shapiro necesita ser descriptiva para sustentarse. Pues es
en el plano descriptivo que reside la separación entre Derecho y Moral. Si, en sentido
contrario, la teoría fuera normativa, pasa a admitir el uso de la Moral en el momento de
la decisión y ya no más separa el Derecho de la Moral. Por lo tanto, ya no es más posi-
tivista. Por otro lado, al observar la Teoría del Planeamiento Social de Scott Shapiro a
partir de la escisión lenguaje-objeto/meta-lenguaje, hay poca diferencia con aquello que
Hans Kelsen ya sustentaba. En efecto, ¿cuál es la diferencia en substituir la interpreta-
ción como acto de voluntad de la norma jurídica kelseniana y la superación de los planos
en Scott Shapiro por intermedio del uso de argumentos morales del juzgador? La dife-
rencia reside en el hecho de que, bajo la perspectiva de Scott Shapiro, es posible apenas
apuntar cuando una decisión no respetó un plano sin que, sin embargo, se pueda decir
cómo el juez debería haber juzgado, en la medida en que la descripción está inmersa en
el plano analítico, que es moralmente «libre». Por tales razones, se puede afirmar que,
ya sea descriptiva o ya sea normativa, la teoría de Scott Shapiro acaba inevitablemente
rehén de la discrecionalidad judicial o, si se quiere, de los argumentos morales que el
juez puede utilizar.
Así, no es por otro motivo que el positivismo, aunque en una versión normativa, no
consigue construir una teoría de la decisión. Cuando se apuesta por la discrecionalidad
judicial (o en un «valerse de argumentos morales»), no se tiene como distinguir si una
decisión es mejor que la otra. Al fin y al cabo, todo depende de la elección que el juez
hace y, por lo tanto, es imposible que se segregue una decisión jurídicamente adecuada
a la Constitución de una decisión incorrecta, proferida a partir de criterios morales,
políticos, en fin, frutos de un poder discrecional. Significa decir que, como la discre-
cionalidad judicial es un marco común entre las teorías positivistas pos-kelsenianas, las
decisiones jurídicas acaban careciendo de criterios de verificación de corrección, en la
medida en que están blindadas por el poder discrecional del juzgador. En ese sentido,
ninguna teoría positivista pos-kelseniana queda libre del problema de no poseer una
teoría de la decisión, sea normativa o sea descriptiva.
Diccionario de Hermenéutica 205

La cuestión que implica la ausencia de una teoría de la decisión acaba tomando ai-
res curiosos en determinadas oportunidades. Scott Shapiro, mientras explica cuestio-
nes sobre los «métodos» interpretativos que se aplican partiendo de su concepción
de economy of trust sustenta que se «debe destacar que el método de los Planificadores
no es el mismo que el “originalismo”. Generalmente se considera que el originalismo es
una metodología interpretativa específica: determina que los textos jurídicos deben ser
interpretados de acuerdo con la intención de aquellos que los promulgaron. El método
de los Planificadores, por el contrario, describe una aproximación a la meta-interpreta-
ción, vale decir, un modo de seleccionar metodologías interpretativas: requiere que la
metodología interpretativa adecuada sea una función de las actitudes de confianza de
aquellos que designaron varios aspectos del sistema jurídico en cuestión. Ahora, si los
planificadores asumen un alto nivel de desconfianza con los miembros del grupo, po-
drá, de hecho, ocurrir que tales actitudes de confianza que un intérprete deba restringir
la discrecionalidad al reconstruir ciertas disposiciones escritas, y que el mejor modo
de restringir la discrecionalidad sea privilegiando la intención original. En tal caso, la
concepción de los planificadores justificaría el uso de la metodología de la intención
original. Sin embargo, también es posible que atender las actitudes de confianza de los
planificadores jurídicos pueda, de hecho, exigir el rechazo de la metodología de la in-
tención original» (2011, p. 346).
En este punto, quedan evidentes los prejuicios derivados de la ausencia de una teoría
de la decisión. Obsérvese que, bajo la construcción de economy of trust, Scott Shapiro
dice que el método de los planificadores no significa la adopción de una postura origina-
lista. Entretanto, en un segundo momento, defiende que tal postura no está descartada,
dependiendo de la situación y finaliza diciendo que también es posible que la metodo-
logía originalista sea rechazada. Todo eso apenas en un parágrafo. Es posible ser origi-
nalistas como también es posible no serlo, dependiendo de la economy of trust. Ese es el
precio pagado por la tentativa de ser un descriptivista: Scott Shapiro no toma posición.
No nos dice cómo debe ser una interpretación de un plano, limitándose a decir que eso
depende de la economy of trust. Scott Shapiro, es verdad, intenta construir una sofisti-
cada teoría meta-interpretativa para que se identifique el método que debe ser aplicado
en la interpretación de un plano, que pasa por tres etapas (specification, extraction y
evaluation). Solo que ese esfuerzo acaba por mostrarse inocuo, en la medida en que en
última instancia entrega algún grado de discrecionalidad al intérprete. Sin embargo,
¿de qué sirve una meta-teoría para identificar un método si todo eso puede ser superado
por un argumento de moralidad del juzgador, en el momento de la decisión? Y véase: ni
nos adentramos aquí en los equívocos filosóficos en que Scott Shapiro incurre al inten-
tar elegir un «método» para una ciencia del espíritu (Geisteswissenschaften), cuestión
que ya fue superada desde hace mucho, bastando, para eso, referirse a «Wahrheit und
Methode», de Hans-Georg Gadamer.
206 Lenio Streck

Todavía peor: Scott Shapiro afirma perentoriamente que «en los hard cases, el De-
recho generalmente se agota, no habiendo una respuesta correcta, y los jueces gozan
de discrecionalidad substancial para reparar las lagunas recurriendo a la Moral fuera
del Derecho» y también dice que «hablando estrictamente no hay tal cosa como la
interpretación correcta de un texto jurídico» (2011, pp. 267-358). Por lo tanto, es cla-
rísima la delegación de las respuestas (decisiones) en favor del discrecionalismo y del
apelo a los argumentos morales. La duda —perturbadora— es la siguiente: si no existen
respuestas correctas, ¿por qué motivo se construye una meta-interpretación para identi-
ficar un mejor método? Si en los casos fáciles el juzgador puede superar los planos con
base en argumentos morales y en los casos difíciles simplemente no hay una respuesta
correcta, para que sirve, al final de cuentas, la identificación de la metodología propues-
ta para Scott Shapiro? He ahí, nuevamente, el precio pagado por la discrecionalidad y
por la ausencia de una teoría de la decisión.
Ese, de hecho, sería un posible argumento positivista: alegar que su teoría posee, sí,
criterios para distinguir decisiones buenas de decisiones malas, en la medida en que ape-
nas algunas cuestiones jurídicas serán sometidas a la discrecionalidad judicial. Podría,
en ese sentido, hacer uso de un argumento hartiano, afirmando que en los easy cases no
existen mayores problemas para que se encuentren criterios de corrección y que, en los
hard cases, realmente no hay cómo definir adecuadamente apenas una respuesta, dele-
gándose tal respuesta a una elección del intérprete, pero no por falta de una teoría de
la decisión y sí por el hecho de que eso simplemente es así o, en las palabras de Herbert
Hart, ese es un precio que necesariamente debe ser pagado en la medida en que «tal
elección es impuesta sobre nosotros porque somos hombres, no dioses» (2011, p. 141).
Ocurre que por detrás de tal discurso está un equívoco que no pasa desapercibido a la
Crítica Hermenéutica del Derecho. Primero, hay un problema inicial en decirse lo que
es un easy case y un hard case. Tal cuestión será abordada posteriormente (ver el término
«Ponderación»). Segundo, al admitirse que determinadas situaciones no poseen una
solución jurídica adecuada a la Constitución se está, en consecuencia, endosando un
discurso de escepticismo, entregando al sujeto protagonista de la filosofía de la cons-
ciencia la solución para tal cuestión. Se está diciendo, con otras palabras, que las cosas
son relativas y eso es insustentable en ese periodo de la historia bajo la perspectiva filo-
sófica que se instauró después del giro ontológico-lingüístico. Por lo tanto, al contrario
de lo que afirmó Herbert Hart, digo que justamente por ser hombres —y no dioses— es
que no debemos valernos de las elecciones en las decisiones judiciales.
Algo que no puede dejar de ser notado es que esa completa ausencia de una teo-
ría de la decisión acaba por vincular el positivismo exclusivo y el positivismo inclusivo
de modo inusitado. Se ha demostrado que el positivismo inclusivo de Wil Waluchow,
por ejemplo, continúa apostando por la discrecionalidad judicial, pues igualmente con
criterios morales aún permanecería la posibilidad de la indeterminación del Derecho.
Entonces, si el positivismo exclusivo y el positivismo inclusivo admiten la discrecionali-
Diccionario de Hermenéutica 207

dad judicial en el momento de la decisión, ¿cuál sería su diferencia práctica? Obsérvese


lo que Scott Shapiro afirma sobre esta cuestión: «Tanto el positivista exclusivo como
el positivista inclusivo están de acuerdo en que los jueces tienen la obligación de aplicar
las normas morales cuando se agotan las normas con pedigree. Ellos apenas discrepan
cómo describir lo que ellos están haciendo: para el positivista inclusivo, los jueces es-
tán aplicando las normas jurídicas; para el positivista exclusivo, ellos están creando las
normas jurídicas» (2011, p. 274). En ese mismo sentido de la afirmación de Scott Sha-
piro, pueden ser encontradas las afirmaciones de Wil Waluchow (2012, p. 316) y Jules
Coleman (2012, p. 141), reconociendo que la divergencia entre positivismo exclusivo
y positivismo inclusivo se limita a la descripción de lo que el juzgador está haciendo:
para los positivistas inclusivos, el juez estará aplicando los criterios morales que fueron
objeto de convención previa; para los positivistas exclusivos, el juez estará aplicando
los criterios morales personales. Pero una cosa es común: tales criterios son aplicados
de forma discrecional y, por eso, el resultado en ambas teorías es el mismo. Lo que las
difiere es la mera conceptuación de lo que el juez estará haciendo. Eso solo sirve para
comprobar que, exceptuado el plano descriptivo, no hay alguna diferencia entre postu-
ras exclusivas y posturas inclusivas en la medida en que acaban bebiendo de la misma
fuente en el momento de la decisión judicial: la discrecionalidad judicial deriva de la
ausencia de una teoría de la decisión.

La Crítica Hermenéutica del Derecho y el positivismo jurídico


Delante de todo ese caleidoscopio de conceptos y tesis, parece que no hay cómo
dejar de lado la discusión paradigmática-filosófica, con el fin de desarrollar una lectura
con mayor densidad. De pronto, parece no restar duda de que es equivocado reducir el
positivismo a una cosa solamente, como la de repristinar la dicotomía «positivismo-
iusnaturalismo» o «juez boca de la ley versus juez de los principios o juez de los valo-
res». Por ejemplo, uno de los errores más crasos en ese sentido es cometido por las pos-
turas neo-constitucionalistas, que se consideran pos-positivistas por el simple hecho de
substituir al juez boca de la ley por un juez subjetivista, en una especie de repristinación
de la vieja Jurisprudencia de Valores.
Como se puede percibir, a lo largo de la historia el iuspositivismo ha pasado por
diversas readaptaciones que posibilitaron su sobrevivencia —con mucho vigor— hasta
los días de hoy. Es necesario un especial cuidado por parte de la Teoría del Derecho,
para evitar que se critique su caricatura. La Teoría del Derecho debe, así, impedir que
el positivismo continúe siendo interpretado dicotómicamente y, de otro lado, conti-
nuar disfrazando en el discrecionalismo del intérprete una especie de sesgo superador
del exegetismo clásico. Nada más equivocado, ya que apenas se estará substituyendo un
vector de sentido (la ley) por el propietario de los sentidos de la ley (el juez-intérprete),
culminando, la mayoría de las veces, en un realismo jurídico tardío, que nada más es una
208 Lenio Streck

forma de positivismo, solo que fáctico. En el caso del realismo tardío, si él fuera, efecti-
vamente, empirista, se estará delante de un positivismo fáctico. Si él fuera simplemente
un desplazamiento del polo de tensión de la decisión de la ley hacia el intérprete (subje-
tivismo), entonces se estará delante de otro tipo de positivismo, que podría ser llamado
de positivismo jurisprudencialista o positivismo voluntarista-axiologista.
Obsérvese como es compleja la clasificación de los diversos positivismos. Eugen
Ehrlich, por ejemplo, pregonaba, a inicios del siglo XX, un positivismo sociologista,
defendiendo una investigación meramente empírica sin intervención de las valoracio-
nes, porque resumía el Derecho a hechos sensorialmente comprobables. Otra cuestión
relevante: el positivismo debe parar de negar que apuesta —en el plano de la aplica-
ción del Derecho— por el poder discrecional, aunque algunos positivismos busquen
apartarse de esa herida narcisista del positivismo. Y también es importante que los po-
sitivistas asuman que la decisión judicial —en el cual el juez, al menos en el positivis-
mo exclusivo, produce raciocinios prácticos (morales, políticos, etc.)— también forma
parte del positivismo. El positivismo, en este caso, no puede quedar restricto a la parte
descriptivo-identificatoria de las fuentes sociales, dejando de lado el lado impuro, que
es el de la decisión judicial.
Es importante reforzar que, para la Crítica Hermenéutica del Derecho, la cuestión
no es comprender el iuspositivismo en sus características superficiales, pero, sí, en sus
elementos constitutivos de naturaleza filosófica. No es poco común observar reflexio-
nes superficiales sobre el tema, como aquellas que dicen: «Si el positivismo aplicaba la
letra de la ley, el pos-positivismo se caracterizará por una apertura interpretativa a los
valores»; o «ahora en el pos-positivismo el intérprete no está más aprisionado por los
textos legales». Cuando se opera en este nivel, las «rupturas» son apenas diferencias
de superficie, y que pueden —como acontece en muchos casos— mantenerse sobre el
mismo background. Para la Crítica Hermenéutica del Derecho, la cuestión no es apenas
identificar las características observables del iuspositivismo, sino, principalmente, lo
que las sustenta a partir de un prisma filosófico.
El interés, por lo tanto, prima facie, no es una investigación pormenorizada de todas
las versiones iuspositivistas, incluyendo las contemporáneas, produciendo un conoci-
miento meramente enciclopédico y que apenas las describe superficialmente. El propó-
sito es buscar comprender el substrato filosófico del paradigma y que en alguna medida
aparece en todas sus expresiones históricamente situadas. Por ejemplo, se observa que
una de las características fundantes del iuspositivismo es el relativismo y esto se mani-
fiesta de modo diverso en la Escuela de la Exégesis y en el normativismo kelseniano, en
que la decisión es entendida como un acto de voluntad (en el plano de la aplicación, está
claro, y no en el plano del científico del Derecho). Además, podemos pensar que esto
persiste en la contemporaneidad con el reconocimiento de la discrecionalidad, caracte-
rística presente, rigurosamente, en todas las posturas y teorías positivistas.
Diccionario de Hermenéutica 209

De la afirmación de que la discrecionalidad en la práctica genera, en determinados


momentos, un «estado de naturaleza» hermenéutico, no deriva el hecho de que los
juristas positivistas que así lo defienden, o que la reconocen, no busquen sustentar que
los jueces poseen responsabilidad política. Sin embargo, debido a su recorte epistémico,
nada pueden decir para los llamados hard cases, pues estarían más allá de los límites del
Derecho. Entretanto, estos casos demandan una decisión. ¿Y cómo estas se dan? ¿No
estarían los jueces vinculados a decir una respuesta jurídica a partir del Derecho (enten-
dido aquí en sentido hermenéutico, es decir, no limitado en sentido estricto a la tesis de
los hechos sociales)?
Pensemos, por lo tanto, en las implicaciones prácticas de la tesis de la discrecionali-
dad y de lo que se plasma en el sentido común teórico de los juristas. Si la doctrina de-
clara que existen casos que no están circunscritos al Derecho y que sobre estos no existe
respuesta (jurídica) correcta/adecuada, la decisión, consecuentemente, va a centrarse
en una subjetividad que dice a partir de sí misma. Y, peor, esta también podrá disponer
sobre lo que son los casos difíciles.
Obsérvese que la escisión entre casos fáciles y casos difíciles ya, de por sí, es un caso
difícil, es decir, en el plano de la Crítica Hermenéutica del Derecho, esa escisión es inde-
bida, porque un caso es fácil o difícil a partir de la comprensión que el intérprete tiene
sobre él. Tanto es así que, para una persona un caso puede ser fácil y, para otra, difícil.
Un caso no es, en sí, fácil o difícil. A pesar de vislumbrar estas dificultades en la práctica
y su incoherencia con la democracia, la Crítica Hermenéutica del Derecho es contraria
a la tesis de la discrecionalidad delante de la matriz hermenéutica en que se basa, en que
los sentidos se dan en un contexto inter-subjetivo de significaciones. Ni el Derecho se
interpreta de forma descriptiva, bajo un punto de vista externo, ni el intérprete, a partir
de un punto de vista interno, se torna dueño de los sentidos del Derecho, colocando su
subjetividad como blindaje contra los constreñimientos externos advenidos de la inter-
subjetividad, en fin, en aquello que, con Ludwig Wittgenstein, podemos denominar de
lenguaje público.
Finalmente, cabe también destacar el carácter no descriptivo de la Crítica Herme-
néutica del Derecho, sin embargo, no anti-descriptivo. El positivismo parte de las esci-
siones estructurales entre ser/deber ser, juicios de hecho/juicios de valor; descripción/
prescripción. Por ejemplo, si tomamos por base el modelo kelseniano de descripción y
prescripción, queda evidente que la Crítica Hermenéutica del Derecho no adopta nin-
guna de estas. Así, el iuspositivista piensa describir —porque, a partir de esa escisión,
cree que en ese nivel él tendría un rigor científico-formal para analizar su objeto, así
como para «preservar el producto (Derecho)» de evaluaciones morales. No obstan-
te, la tentativa de describir el mundo independientemente de las valoraciones —presu-
puesto básico del positivismo— solo es posible porque tal separación es hecha de forma
ficcional, ignorando el modo cómo comprendemos la realidad, como nos recuerda Luiz
Hebeche (2006, pp. 207-244).
210 Lenio Streck

Sin embargo, igualmente refutando estas distinciones, no significa que con esto la
Crítica Hermenéutica del Derecho se torna una teoría que permita al teórico usarla
como le conviene. Igualmente pensando el Derecho como un concepto interpretativo,
los juicios que hacemos sobre él solamente son posibles a partir de su expresión feno-
ménica. O sea, no inventamos el Derecho y sus sentidos. Ambos son encontrados en
un a priori compartido y necesariamente inter-subjetivo y, por eso, hay un control. La
Crítica Hermenéutica del Derecho está más allá del objetivismo y lucha todos los días
contra la tiranía del sujeto moderno, en fin, de ese subjetivismo turn. Como decía Gas-
ton Bachelard —problemática que es desarrollada en concordancia con Jean-François
Mattéi (1999), la principal función de la actividad del sujeto es engañarse. Si el hombre
no quisiera aislarse, en fin, no quiere construir un muro en torno de sí, enclaustrándose
en su subjetivismo, entréguese a la creencia de una razón que permaneciese personal sin
osar perturbar la paz «construida» por el pensamiento solipsista, para huir de eso él
necesita encontrar resonancias en el mundo.
Nótese que, entre observar el Derecho estructuralmente y limitarse a las supuestas
descripciones de su «naturaleza» y teorizarlo de modo personalista, existen posibili-
dades intermedias, en las cuales la Crítica Hermenéutica del Derecho está inmersa. Por
eso edifiqué la Crítica Hermenéutica del Derecho: para huir de la mera descripción
no-cognitivista y para superar la tiranía del sujeto (solipsista).
Véase: ser analítico en la descripción, como es el caso del positivismo excluyente,
no significa que, en el plano de la aplicación del Derecho el juez no sea subjetivista,
actuando en el plano de la filosofía de la consciencia. Esto porque, en la medida en
que el positivismo exclusivo admite que el juez se valga de los raciocinios prácticos,
porque él no es un teórico y, sí, un «raciocinador» práctico, se puede decir que, sí, la
consecuencia del positivismo es (también) la filosofía de la consciencia, por sus diversas
performances, principalmente el subjetivismo particularista. En ese sentido, está en lo
correcto Juliano Maranhão cuando afirma que «Para el positivismo hardcore no im-
porta cómo son justificados los contenidos de los actos de autoridad, importa apenas
que tales actos sean dotados de autoridad por referencia a una convención o consenso
de acción de hecho observado. Así, todas aquellas decisiones judiciales justificadas por
factores extra-legales y el esfuerzo de reconstrucción interpretativa del ordenamiento
caen en la fosa común de la discrecionalidad judicial» (2013, p. 30).
De todos modos, ese es un punto muy interesante. Bruno Torrano, un positivista
normativo, sugiere que la Crítica Hermenéutica del Derecho no lucharía contra la «fi-
losofía de la consciencia», sino contra las «consciencias personales de los magistrados
concretos». Ora, esa asertiva es auto-contradictoria, teniendo en consideración que la
consciencia individual de los jueces como instancia creadora de Derecho es un reflejo
de la filosofía de la consciencia. La «consciencia individual de los jueces» es sustentada
por ese paradigma, que, en el plano filosófico, relega al sujeto mismo a autoridad última
Diccionario de Hermenéutica 211

para constituir/interpretar la realidad. Así, podemos identificar ese reflejo de la filosofía


de la consciencia en el positivismo jurídico por las consecuencias en la práctica judicial.
O sea, la manutención de la discrecionalidad legal/judicial en todas las diversas teo-
rías iuspositivistas demuestra la existencia de un sujeto que, en determinada situación,
normalmente denominada de hard case, puede escoger «a partir de sí mismo» —es de-
cir, sin cualquier vinculación inter-subjetiva, una respuesta para el caso. Al final, el juez
es un «raciocinador» práctico. Lo que quiero decir es que, por más que los adeptos del
positivismo jurídico intenten desvincularse de la filosofía de la consciencia, argumen-
tando que están más próximos a la filosofía analítica, eso solo tiene sentido si aislamos
o circunscribimos la teoría positivista a la Teoría del Derecho o al papel del teórico que
hace raciocinios jurídicos de carácter descriptivo.
Entretanto, no existe una teoría sin que de ella se extraigan las consecuencias. Y las
consecuencias prácticas de aquello que defienden acaban aproximándose, en el momen-
to de la decisión judicial, del paradigma del cual quieren apartarse: la propia filosofía
de la consciencia, locus del subjetivismo y de los raciocinios morales. Ora, reconozco
que la filosofía analítica tiene como preocupación justamente intentar superar los pro-
blemas dejados por la razón solipsista de la modernidad, pero el positivismo jurídico,
aunque respaldado por aquella corriente, acaba, en la práctica aceptando/reconociendo
justamente las posturas en las cuales se asemejan a la filosofía de la consciencia e incluso
de su vulgata, pues admiten la discrecionalidad judicial de un modo o de otro. Eso es
reconocido por varios autores, como Manuel Atienza y Juan Ruiz Manero. Siempre que
haya razones relevantes para el juez apartarse de la ley, así está autorizado por el propio
Derecho. Por lo tanto, existe una autorización para que el juez se valga de la Moral. ¿Y
qué es la Moral? ¿Cómo ella será puesta en el Derecho? ¿Cómo ella servirá de soporte
para que el juez decida? He ahí la cuestión.
Veamos un ejemplo que puede auxiliar en la explicitación de una cierta paradoja
que se forma en el terreno del positivismo que se pretende normativo, por lo tanto,
prescriptivo. Se trata de la decisión del Supremo Tribunal de Brasil que, contra legem,
autorizó que las prisiones sean efectivas a partir del segundo grado. Bruno Torrano,
correctamente, criticó esa decisión, refiriendo, inclusive, que la judicatura, en especial,
la Suprema Corte, no debe ser (o intentar ser) la vanguardia iluminista de la sociedad
(2016). No debe querer ser el «super-ego» de la nación o algo parecido. El activis-
mo judicial nunca es saludable, ni igualmente cuando aquella posición posa a favorecer
nuestra posición política/moral individual. Eso es perjudicial para la democracia, como
vengo denunciando desde hace años. Hay, entretanto, un punto de divergencia teórica.
En efecto, creo que las posturas que pretenden decir cómo los jueces deben juzgar no
pueden formar parte de aquello que tradicionalmente se entiende por positivismo. Bru-
no Torrano, al criticar (correctamente) al Supremo Tribunal Federal brasileño, asume
una posición prescriptiva en relación al modo cómo los jueces deben obrar y, así, aban-
dona la premisa básica de cualquier positivismo, la cual es, describir, a partir de la tesis
212 Lenio Streck

de la separación, determinado fenómeno, en nuestro caso, el Derecho. Él debería asumir


el lado del no-positivismo. De lo contrario, cae en una auto-contradicción, pues tendría
que admitir que los juicios morales no tienen objetividad y, de esa manera, sus propias
críticas al Supremo Tribunal de Brasil se tomarían inconsistentes.
Aquí refiero la importancia de aquello que denomino de «genealogía del positi-
vismo», es decir, que el positivismo, al tener la pretensión de querer describir algo sin
comprometerse con alguna prescripción, en verdad hace lo contrario, es decir, primero
prescribe (o mejor, escoge) aquello que irá a describir para entonces decir que está sim-
plemente describiendo un fenómeno. Por eso Ronald Dworkin nuevamente acierta al
demonstrar, en «Justice in Robes» (2010) que Herbert Hart estaba implícitamente
prescribiendo al buscar apenas «describir» cómo el Derecho es.
Además de todo eso e insistiendo en los paradigmas filosóficos, me permito afirmar
que hay una relación de los positivismos pos-exegéticos con la filosofía de la conscien-
cia, en fin, con posturas que apuesten por la subjetividad de alguna manera. E igualmen-
te que lastreándose en una filosofía del lenguaje más contemporánea, esta puede apenas
ocultar metodológicamente al sujeto (moderno). Eduardo Luft es absolutamente preci-
so al afirmar que «la transición del paradigma de la consciencia hacia el paradigma de la
lenguaje es apenas un nuevo movimiento al interior de la propia modernidad. Es verdad
que la subjetividad que ora emerge en la vida filosófica de la academia es una subjetivi-
dad amputada, herida en sus pretensiones de realizar el saber incondicionado, pero aun
así es una mera subjetividad. Aún somos rehenes de las figuraciones idealistas, siendo la
transición de la teoría de la consciencia hacia la filosofía del lenguaje apenas el vibrar de
las mismas alas de la misma mosca, en la misma botella (2006, p. 75)».
Por lo tanto, como ya fue referido al inicio de este término, el fenómeno del positi-
vismo jurídico es complejo, multifacético. Sin embargo, existen presupuestos filosóficos
que lo sustenta y que han posibilitado diversas (re)adaptaciones a lo largo del tiempo.
Estos aportes son los que la Crítica Hermenéutica del Derecho ha buscado romper a
partir del paradigma hermenéutico. Como apunta Javier Recas por la «relevancia de la
pre-comprensión como instancia originaria de apertura al mundo, contraponiéndose al
modelo neopositivista de explicación que rapta al tiempo y la historicidad; y la crítica
al objetivismo cientificista que limitó la verdad a una racionalidad instrumental y me-
tódica; y el reconocimiento del carácter interpretativo de toda comprensión (2016, p.
215)». Así, es posible una lectura crítica con mayor profundidad y construcciones de
repuestas sobre otro fundamento filosófico.
POS-POSITIVISMO

30
El término pos-positivismo apareció inicialmente en el ámbito de las llamadas cien-
cias «duras» (hard sciences). Se refiere al movimiento surgido en el siglo XX que bus-
caba demonstrar las limitaciones del positivismo científico, sobre todo, en su visión
mecanicista y en la creencia de que las ciencias exactas serían el modelo teórico básico
para las demás. He ahí el trazo crucial del positivismo: los hechos. Y los hechos son des-
critos. De ahí la neutralidad propugnada. Algunos filósofos de la ciencia se destacaron
en la búsqueda de la superación de este positivismo, de entre ellos Gaston Bachelard
(1884-1962), Karl Popper (1902-1994), Jean Piaget (1896-1980) y Thomas Kuhn
(1922-1996). En este contexto, el pos-positivismo no se presentaba como una corriente
necesariamente contraria al positivismo. Su objetivo era mostrar lo que quedaba escon-
dido bajo el velo de la neutralidad, tal como la sujeción del conocimiento científico a las
contingencias históricas y, como consecuencia, los problemas relativos a los métodos de
investigación/experimentación.
En el Derecho, uno de los primeros en usar este término fue Friedrich Müller en su
obra «Metódica Jurídica» (Juristische Methodik), de 1971. El jurista alemán identifica
que el positivismo jurídico, al insistir en la «positividad», perdió el carácter normativo.
Esto, principalmente, en el proceso de formalización en términos de la lógica formal,
pues en esta la norma se tornó un juicio hipotético. Así, denomina su Teoría Estructu-
rante del Derecho como una concepción sistemáticamente pos-positivista (2008), ya
que al demonstrar la diferencia entre texto y norma estaría sacando el ordenamiento
jurídico de una ficción artificial recolocándolo en la concretud de los hechos.
El pos-positivismo en el Derecho puede ser comprendido como un amplio movi-
miento de (tentativa de) ruptura/superación del positivismo jurídico, evidenciando las
limitaciones de este paradigma ante la complejidad del mundo moderno. También pue-
de ser observado como una tentativa de un nuevo modelo teórico, en que el problema
de la razón práctica pasa a recibir una especie de «dignidad epistemológica». Es decir,
el Derecho antes elevado a su autónoma objetividad, sería comprendido en su praxis, en
un movimiento de re-aproximación con la Moral.
En términos históricos, las diversas corrientes del pos-positivismo jurídico comen-
zaron a desarrollarse a partir de la segunda mitad del siglo XX y persisten hasta los días
214 Lenio Streck

actuales. Su origen se dio como una respuesta a los marcos teóricos del modelo positivis-
ta para comprender el papel del Derecho ante la barbarie de las dos guerras mundiales.
Dicho de otro modo, ¿qué decir a esta realidad a partir de un ideal descriptivista y que
apartaba cualesquiera elementos justificatorios?
Para algunos, esto demostró las insuficiencias que necesitaban y podrían ser apri-
moradas, como piensan los positivistas inclusivistas y normativistas, y para otros sería
señal de la falencia de un paradigma, donde estarían los pos-positivistas, que también se
denominan como anti-positivistas o no-positivistas.
Es importante destacar que, diferente del modo cómo la Crítica Hermenéutica del
Derecho comprende el sentido del pos-positivismo, Albert Calsamiglia (1998, pp. 209
y ss.) —considerado uno de los mayores teóricos del pos-positivismo— entendió que el
prefijo «pos» no tendría un sentido ruptural, pues en algún sentido las tesis positivistas
ya habrían sido asimiladas por la teoría jurídica contemporánea, aunque parcialmente.
De esa forma, sería siempre una construcción encima de algunas bases positivistas.
No obstante aquellos dos puntos presentados —de que hay un reconocimiento mínimo
que el pos-positivismo se presenta como una crítica a las dos tesis centrales del iuspo-
sitivismo: la tesis de las fuentes sociales y de la no conexión necesaria entre Derecho y
Moral— las teorías pos-positivistas estarían marcadas por acentuar el problema de la
indeterminación del Derecho así como las relaciones entre Derecho, Moral y Política.
Habría entonces un desplazamiento de los problemas teóricos fundantes. Al revés de un
mirar descriptivo hacia la estructura del Derecho, sus límites, y distinciones en relación
a otros sistemas normativos, la reflexión se volcaría hacia la indeterminación, hacia los
«casos difíciles», hacia el Derecho en su manifestación práctica. No obstante, para el
iusfilósofo español, esto no dispensaría la tesis de las fuentes sociales, aunque muchos
juristas reconozcan su limitación, siendo que la mayoría no abdica de este presupues-
to. De esa forma, el pos-positivismo rompería con la idea de que la teoría debería ser
apenas descriptiva, agregando así un carácter también prescriptivo, normativo. En este
trayecto, el foco de análisis que antes estaba en el legislador pasa a estar en el intérprete,
o sea, de la legislación hacia la aplicación concreta del Derecho. Así, las teorías busca-
rán modos de aplicar el Derecho, más que una descripción estructural (estructuralista).
Acerca de la tesis de la separación entre Derecho y Moral, Albert Calsamiglia indica
que contemporáneamente hay un reconocimiento de que el raciocinio moral ejerce un
papel en el raciocinio jurídico, estando el Derecho y la Moral intrínsecamente interco-
nectados. Esto sería inicialmente visto con la introducción de los principios morales en
los ordenamientos jurídicos. La cuestión que se suscita, por lo tanto, es: ¿esta relación
sería necesaria o contingente? En otro aspecto, el análisis de cómo los conceptos jurídi-
cos funcionan, y de cómo el juego jurídico se da, también apuntarían hacia una relación
entre Derecho y Moral. La vaguedad, la amplitud o el carácter controvertido de muchos
términos demandarían una justificación moral/jurídica en su aplicación. Delante de
Diccionario de Hermenéutica 215

eso, surgiría el problema de reconocerse, o no, si esta actitud valorativa interferiría en la


identificación del Derecho.
Pero el punto central es la crítica de que el positivismo no se preocupa de la decisión.
Para Albert Calsamiglia, deja de ser curioso que, cuando más necesitamos de orienta-
ción, el positivismo enmudece.
Las razones que muchos positivistas tienen para enmudecer eran o son coherentes
para con su posición emotivista, primero, pues los criterios para decidir en los casos
difíciles exigen compromisos valorativos y, segundo, su concepción de ciencia (no-cog-
nitivismo moral), no es posible prescribir porque el postulado de la separación entre
Derecho y Moral no se lo permite. Los positivistas simplemente indican que esas cues-
tiones de actuación como legislador intersticial son excepcionales y que los jueces no so-
lamente aplican el Derecho sino también muchas veces directamente crean o inventan
un nuevo Derecho sin obedecer la tesis de las fuentes sociales.
Algunos positivistas consideran que es un error judicial inventar leyes, es decir, ac-
tuar como un legislador intersticial. El problema es saber si eso es o no muy frecuente
y si, siendo frecuente, eso no torna la tesis de las fuentes sociales inútil. Un positivista
debería considerar que los errores o las invenciones son cuantitativa y cualitativamen-
te poco importantes, porque si admitimos que son importantes, colocaría en segundo
plano la tesis de las fuentes sociales. Lo que interesa al jurista, desde el punto de vista
práctico, es la siguiente cuestión: ¿hasta qué punto las fuentes sociales ofrecen respuesta
a los problemas que se colocan y que el positivismo no solo reconoce que hay elemen-
tos en las decisiones de los jueces que son indeterminados sino que no tengan ningún
método que le permita distinguir entre lo determinado y lo indeterminado porque los
casos paradigmáticos se pueden cuestionar? Por eso, las herramientas positivistas son
adecuadas para el análisis de las normas, no obstante la teoría positivista es incompleta
porque no ofrece herramientas adecuadas para una teoría de la decisión judicial (1998,
pp. 209 y ss.).
En principio, el punto de vista del positivismo es el del observador, no obstante exis-
ten dudas si el punto de vista interno no llega antes y ejerce un papel fundamental en
el observador. Por eso, Albert Calsamigilia pregunta: ¿es posible identificar el Derecho
sin que se haga una valoración moral? Autores como Frederick Schauer defienden la
posibilidad de escindir los dos momentos: identificación y después valorar (prescribir).
Ronald Dworkin va mucho más allá de aquello porque, a partir del concepto interpre-
tativo que tiene del Derecho, afirma que ya desde siempre valoramos (1998), en lo que,
evidentemente —me permito adicionar— se aproxima a Hans-Georg Gadamer.
En la misma dirección, Manuel Atienza y Juan Ruiz Manero (2007) también reco-
nocen que, igualmente el positivismo jurídico siendo caracterizado por las tesis de las
fuentes sociales y de la separación (conceptual) entre Derecho y Moral, el mayor pro-
blema de este paradigma no resultaría de estas, sino de una concepción descriptivista de
216 Lenio Streck

la Teoría del Derecho y de las normas jurídicas como directivas de conducta, estando
ambas inter-relacionadas. Estas dos concepciones estarían presentes en las principales
teorías iuspositivistas con las de Hans Kelsen, Herbert Hart, Alf Ross, entre otros. Am-
bos critican estas concepciones, demostrando: ver lo valioso como derivado de lo que
fue ordenado, los juicios de valor como derivados de las directivas y estas como expre-
siones de una voluntad que esgrime una pretensión de autoridad ilimitada inhabilita
al positivismo a intervenir de forma competente en algunas decisiones hoy centrales
(2007, p. 23).
Así, el positivismo jurídico debería ser dejado atrás, ya que su ciclo histórico estaría
concluido, sin embargo, sin la necesidad de una ruptura total. Por eso, Manuel Atienza
y Juan Ruiz Manero (2007) acentúan que una de las principales características de las
teorías no-positivistas —es decir, pos-positivistas— sería la consideración del fenóme-
no jurídico como una práctica social y no (apenas) como un sistema.
Es posible decir que el modo principal de identificar el positivismo en sus diferen-
cias para con el pos-positivismo o no-positivismo es el modo cómo se lidia con la dis-
crecionalidad. En efecto, para Tomasz Gizbert-Studnicki y Tomasz Pietrzykowski la
diferencia básica entre el positivismo jurídico y el pos-positivismo está en el modo que
se reconoce la relación entre Derecho y Moral —sobre todo en los conceptos jurídicos
generales, vagos y/o imprecisos—, y en las consecuencias prácticas de esta percepción.
De este modo, aducen que los positivistas creen que conceptos tales como buena fe,
políticas públicas o principios de cooperación social tienen una textura abierta. Por eso,
el juez goza de una reconocida discrecionalidad para decidir los casos. En el ámbito de la
discrecionalidad judicial, cualquier respuesta adoptada por el juez estará de acuerdo con
el Derecho. Cualquier decisión, en este caso, puede ser tenida como injusta, indebida,
mas no puede ser tenida como anti-jurídica, inclusive si, en el ámbito de un proceso ju-
dicial, un tribunal encuentra un caso de decisión ilegal debido a una aplicación equivo-
cada de un principio moral, podrá confirmar esa decisión, con la justificativa de que así
está obrando a partir de su propia discrecionalidad. Los standards morales a los que se
refieren esos conceptos son extra-jurídicos. Por eso, en el ámbito de la decisión judicial
no se puede apelar a un determinado criterio moral para demonstrar que la decisión es
contraria a la ley. Ya los no-positivistas creen que el Derecho, al hacer referencia a los
criterios morales, efectivamente creen que están incorporando esos criterios al Dere-
cho. Una decisión judicial que viole estos criterios no se considera únicamente como
injusta, sino como anti-jurídica. Al aplicar esos criterios morales, el juez está aplicando
el Derecho.
Aunque los criterios (standards) puedan ser vagos y ambiguos, forman parte del De-
recho. Este tipo de criterio se diferencia de las leyes porque no pasa por ningún test de
pedigree prescrito por la doctrina de las fuentes del Derecho en un determinado sistema
jurídico. De ese modo, concluyen, si alguien desea responder a la pregunta de cuál es el
Derecho válido de un país, no puede confiar exclusivamente en el test de pedigree (y,
Diccionario de Hermenéutica 217

en particular, en la regla de reconocimiento), ya que dicho test no permite captar los


standards que los jueces están obligados a aplicar. (2004, p. 65).
También en el intento de comprender las características del pos-positivismo, Josep
Aguiló Regla (2007, pp. 665 y ss.) presenta diez tesis diferenciando los dos paradigmas
jurídicos: el positivista, que también denomina de legalista; y el pos-positivista o cons-
titucional.
La primera tesis sería que el positivismo sería un modelo de reglas, mientras el pos-
positivismo un modelo de principios y reglas. El iuspositivismo cree (creía) que el mo-
delo de reglas sería el más adecuado para dar cuenta de la estructura del sistema jurídi-
co. Estas reglas serían normas con antecedente y consecuente cerrados, a fin de que no
hubiese espacio para la valoración del intérprete. Ya el pos-positivismo reconoce que el
sistema jurídico está formado por reglas y principios. Estos últimos tendrían una estruc-
tura diversa, ya que no definen una solución específica; tampoco los casos aplicables,
demandando, consecuentemente, otro modo de decidir.
La segunda tesis sería que en el positivismo las únicas relaciones admitidas entre las
normas serían de naturaleza lógica, mientras que para el pos-positivismo juntamente
con estas también reconocería las relaciones de justificación. Es decir, no bastaría la
noción de deducibilidad y consistencia lógica, las normas también requieren una cohe-
rencia valorativa.
En la tercera tesis el jurista español afirma que en el positivismo hay una correla-
ción entre derechos y deberes, o sea, la existencia de uno siempre exigiría la del otro, en
sentido diverso en el pos-positivismo habría una prioridad justificativa de los derechos.
Es decir, el reconocimiento de derechos impone deberes, no obstante los deberes no
justificarían la titularidad de los derechos.
La cuarta tesis se refiere al modelo decisorio. Para el positivismo, por tratarse de
un paradigma adecuado al modelo de reglas, el raciocinio subsuntivo sería suficiente
para a justificación judicial. Diferentemente, para el pos-positivismo, como reconoce la
normatividad de los principios, la subsunción sería insuficiente, siendo necesario, por lo
tanto, la ponderación/balanceamiento.
En la quinta tesis, Josep Aguiló Regla sustenta que en el positivismo habría una níti-
da distinción entre «crear» y «aplicar», mientras en el pos-positivismo esta distinción
sería fragilizada, habiendo un modelo de continuidad práctica de las diferentes ope-
raciones normativas. Mientras para el primero estas acciones serían conceptualmente
opuestas, distinguiendo el Legislativo, acto de voluntad, de la Judicatura, que haría un
raciocinio puramente técnico; para el segundo esta clara distinción sería aminorada,
pues la decisión judicial no es entendida con una racionalidad mecánica, sino también
moral.
218 Lenio Streck

En la sexta tesis, Josep Aguiló Regla afirma que en el positivismo jurídico habría
apenas un juicio formal de validez; ya el pos-positivismo haría una distinción entre la
validez formal y material de las normas. Así, de una cuestión meramente formal que
supuestamente aceptaría cualquier contenido, se pasa a reconocer que determinadas
normas no se limitan a aspectos formales, sino que requieren una dimensión substan-
cial/valorativa.
La séptima tesis se refiere a la manera de comprender los casos: en el positivismo
esto se da por intermedio de una distinción entre casos regulados y casos no-regulados;
ya en el pos-positivismo esto se transformó en la dicotomía casos fáciles-casos difíciles.
Como el positivismo pensaba el fenómeno jurídico como un sistema de reglas, con una
distinción fuerte entre creación y aplicación normativas, consecuentemente los casos
eran vistos como regulados o no. Cuando estos últimos acontecían aunque existiesen
técnicas de colmado de lagunas, se estaría en el campo de la discrecionalidad. Ya en el
pos-positivismo, los casos se tornan fáciles, situación en que la regla es suficiente; ya en
los casos difíciles es necesario la deliberación, la justificación, dimensión normalmente
ocupada por los principios.
La octava tesis versa sobre la distinción entre el lenguaje del Derecho, prescriptivo y
sin valor de verdad, y el lenguaje sobre el Derecho, compuesto por enunciados descrip-
tivos que podrían ser verdaderos o falsos; ya en el pos-positivismo tenemos la idea de un
discurso reconstructivo del fenómeno igualmente. Para este la pretensión de una des-
cripción no-valorativa es aminorada, abriéndose espacio para un análisis comprensivo y
justificatorio del Derecho, como una racionalidad práctica.
En la novena tesis, Josep Aguiló Regla argumenta que en el iuspositivismo era evi-
dente la separación entre la estática y la dinámica jurídicas, situación diversa del pos-po-
sitivismo que considera el Derecho como una práctica. O sea, el positivismo objetifica
el Derecho en normas y procedimientos, que forman un conjunto normativo, estática
jurídica, pero que puede alterarse, espacio de la dinámica jurídica. Es decir, esto es po-
sible apenas observando el Derecho a partir de afuera. Diferentemente, el pos-positi-
vismo considera al Derecho como una realidad social más fluida y compleja en que su
estructura y contenidos estarían radicalmente vinculados a las creencias de aquellos que
lo usan. Así, el Derecho no sería algo externo, sino un fenómeno en que los observado-
res son también participantes.
La décima y última tesis se refiere a la enseñanza jurídica. Como los paradigmas per-
ciben/ven el Derecho de modo diferente, esto quedaría evidenciado en el modo cómo
este es enseñado. Para el positivismo esta actividad estaría limitada a una transmisión
de normas y contenidos. Ya el pos-positivismo busca desarrollar ciertas habilidades al
estudiante, delante de una realidad en que las reglas no están más en el centro, y siendo
el Derecho una práctica, aquellos que lo utilizan deben tener las capacidades/virtudes
necesarias para que esta sea realizada adecuadamente (2007, pp. 665 y ss.).
Diccionario de Hermenéutica 219

Obsérvese que la distinción que Josep Aguiló Regla ofrece atiende apenas a una ca-
ricatura del positivismo, como si el positivismo fuese apenas el viejo modelo de reglas y
que la judicatura haría apenas el papel de boca de la ley. Ocurre que, en su análisis —tal
cual hacen innumerables críticos del positivismo— está ausente la distinción entre dos
niveles que los positivistas pos-kelsenianos y pos-hartianos establecieron. Sería correc-
ta la distinción hecha por Josep Aguiló Regla si el positivismo pudiese ser resumido
al viejo legalismo o al exegetismo. No había, ahí, una escisión entre la descripción del
Derecho puesto y la aplicación a ser hecha por el juez. Fue Hans Kelsen quien primero
hizo esa escisión, ya que, mientras los positivistas trataban de la aplicación de la ley y de
la «prohibición del juez de interpretar» —escindiendo Derecho y Moral— trató del
problema de otro modo, escindiendo la Ciencia del Derecho de la Moral (ver el término
«La pureza kelseniana»). Con eso, se abrió un enorme espacio para el acto del juez ser
un acto de voluntad, circunstancia que provocó que Hans Kelsen fuese visto como un
decisionista y, para un positivista como Michel Troper (2011), un realista jurídico en el
nivel de la aplicación del Derecho. El problema crucial, por lo tanto, siempre fue la dis-
tinción/separación entre Derecho y Moral. Si el teórico hace la descripción, no puede
hacer al mismo tiempo la prescripción, ya que, si en el primer momento su acto es hecho
al modo de la tesis de la teoría representacional, en el segundo es inexorable el apelo a
la Moral. Por consiguiente, como no es posible servir a dos señores al mismo tiempo, se
establece el gran dilema de las tesis positivistas y se abre el espacio para las posturas pos-
positivistas. Por lo tanto, hablar de pos-positivismo implica ir más allá de la superación
del positivismo en su forma legalista-exegética.
Los positivismos exclusivo e inclusivo desde hace mucho buscaron huir de ese pro-
blema causado por el positivismo clásico, en que se fundían las tesis hoy separadas. Si el
juez era la boca que pronunciaba la ley, estaba prohibido de hacer juicios morales, por
lo tanto, los juicios sobre la validez. El positivismo exclusivo avanzó en relación a eso,
asumiendo un sesgo analítico-descriptivo, pagando, sin embargo, una pesada concesión
a aquello tan bien reclamado por Albert Calsamiglia: cuando más se necesita del positi-
vismo para decir cómo se debe decidir para preservar la ley, pero él no responde. Pues si
respondiera, prescribiendo, ya estaría comprometida la fase teorético-descriptiva.
En las diversas tentativas de identificar el pos-positivismo se percibe la existencia de
un discurso en el sentido de que este paradigma no representaría necesariamente una
ruptura, pero sí una agregación, una actualización. A partir de la Crítica Hermenéutica
del Derecho, es posible decir que esta afirmación está equivocada por no reconstruir
filosóficamente el fenómeno. O sea, por comprender las características observables sin
conectarlas con el background filosófico que las sustenta, parece simple proponer meros
ajustes, que son inconciliables o apenas más de lo mismo, cuando leemos con profundi-
dad. De este modo, para la Crítica Hermenéutica del Derecho el pos-positivismo (o, si
quisiéramos, el no-positivismo) es un movimiento de ruptura que solamente es posible
cuando las bases filosóficas son substituidas. Sin este enfrentamiento esta tarea tenderá
220 Lenio Streck

al fracaso. Las tentativas de actualización o mejoría están inmersas dentro del paraguas
positivista, como el positivismo inclusivo y/o el normativo.
Así, el pos-positivismo, por estar fuera de este, representa una discontinuidad, y esto
debe ser tomado en serio. En otro aspecto, fuera de la lectura rasa, también se nota una
percepción limitada. El positivismo pasó por innumerables mutaciones (vide el término
«Positivismo Jurídico»), y todas estas deben ser analizadas. Contraponer una versión
no significa romper con el paradigma como un todo. De este modo, la Crítica Herme-
néutica del Derecho busca partir de una comprensión amplia. Además, reconozco que
caracterizar al pos-positivismo es un esfuerzo difícil delante de la proximidad temporal
con el fenómeno analizado. Así, dada la contingencia en que se constituye, he ahí una
tarea aún más abierta de lo que aquellas más asentadas por el tiempo.
No obstante, de los diversos puntos destacados sobre el pos-positivismo, con la Cri-
tica Hermenéutica del Derecho subscribo los siguientes, con algunas excepciones: el
reconocimiento del Derecho como una práctica; el énfasis en el acontecer del Derecho,
por eso el destaque en su indeterminación; una reaproximación del Derecho con su
entorno, como la Moral y la Política, es decir, aunque en niveles diferentes, el fenómeno
jurídico deja de ser entendido en su autonomía absoluta; la tentativa de hacer una teoría
no-descriptivista; la tentativa de una teoría más allá de las dicotomías descripción/pres-
cripción, hecho/valor, ser/deber ser; una búsqueda por una aplicación no-discrecional
que refuerce el papel de la fundamentación/justificación; mayor fluidez en la construc-
ción del Derecho, es decir, el legislador no encierra el Derecho, tampoco la judicatura lo
crea ex nihilo; un reconocimiento de la normatividad de los principios jurídicos, enten-
didos con standards vinculantes y substanciales que exigen del intérprete un ejercicio
distinto en la aplicación del Derecho; una igual o mayor consideración de la legitimidad
en relación a la validez, o sea, más allá de los criterios neutros de validación, el Derecho
legislado o aplicado debe manifestarse democráticamente legítimo.
De esta forma, para los pos-positivistas el fenómeno jurídico ya no más podría ser
pensado como una «mera racionalidad instrumental» o un instrumento destinado a la
protección de los intereses de las clases dominantes, resultado de las dos fases del lega-
lismo, del nasciturus de la modernidad al Derecho contemporáneo.
Las cuestiones morales, políticas y económicas —rechazadas lato sensu por el positi-
vismo jurídico— pasan a formar parte de la preocupación de la comunidad jurídica. Re-
cordemos que, históricamente, las teorías positivistas del Derecho se recusaron a fundar
sus epistemologías en una racionalidad que pudiese dar cuenta del obrar propiamente
dicho (elecciones, justificaciones, etc.). Véase que, en el plano de la Teoría del Derecho
y del teórico, aún hoy las teorías positivistas exclusivas y normativas son descriptivas,
separando Derecho y Moral, lo que no ocurre en el plano de los raciocinios prácticos
realizado por los jueces.
Diccionario de Hermenéutica 221

Bajo el rótulo «pos-positivismo» se encuentran a diversos juristas y corrientes que


poseen orientaciones iusfilosóficas distintas. Así como existen diversos positivismos,
también existen diversos pos-positivismos o tesis que buscan superar el (los) positivis-
mo (positivismos). No obstante, en el contexto contemporáneo aún difuso, en síntesis,
podríamos citar como vertientes pos-positivistas la matriz discursivo-procedimental,
que se manifiesta en la teoría de Jürgen Habermas, la matriz estructurante, desarrollada
por Friedrich Müller y la matriz interpretativa, que está presente en las obras de Ronald
Dworkin, Arthur Kaufmann y, en alguna medida, en Josef Esser. En esa dirección tam-
bién se encuentra la Crítica Hermenéutica del Derecho.
Pretendiéndose también pos-positivista, se tiene la matriz neo-constitucionalista,
por todos menciónese a la obra de Miguel Carbonell, también vinculado a una pers-
pectiva más analítica y a las teorías de la argumentación. En Brasil, las corrientes neo-
constitucionalistas, aunque sin guardar organicidad y fidelidad a alguna matriz teórica,
también se auto-proclaman «pos-positivistas», esgrimiendo la muerte del juez boca de
la ley y la asunción del «juez de los principios», circunstancia que, en verdad, apenas
desvela una continuidad de un positivismo jurisprudencialista con fuerte ascendencia
del realismo jurídico, tanto el norte-americano como el genovés, este, de hecho, auto-
denominado positivista. En la práctica judicial, las posturas neo-constitucionalistas en
Brasil, lejos de ejercer su postura antipositivista, refuerzan los trazos de discrecionalidad
del cual el proprio positivismo nunca renunció. En todas estas corrientes o posturas hay
un trazo en común: la creencia y apuesta en el poder discrecional de los jueces, circuns-
tancia que le torna a lanzar a la característica principal del positivismo.
Una clasificación peculiar es la auto-denominación de «no-positivista inclusivo»
asumido por Robert Alexy, así como en aquellos que siguen su teoría de la argumen-
tación jurídica. Robert Alexy asume, desde el inicio, una postura no-positivista en la
medida en que incluye elementos morales dentro de su concepto de Derecho, más es-
pecíficamente, por medio del concepto de «corrección material» que se desarrolla a
partir de la noción de contradicción performativa, en la filosofía analítica del lenguaje.
La idea de «inclusivo» adviene justamente de esa inclusión de elementos morales en
el Derecho que provocan que, en la línea de la Fórmula de Radbruch, actos normativos
extremamente (y no meramente) injustos pierdan su validez jurídica por superar deter-
minado límite de injusticia. No obstante, tanto al final de su teoría de la argumentación
jurídica (que complementa su teoría de los principios) como en el argumento de la in-
justicia, Robert Alexy no ofrece criterios que permitan superar la discrecionalidad judi-
cial. Aunque reconozca a este como un problema para la Teoría del Derecho, la teoría
del profesor alemán acepta espacios discursivos en que el intérprete puede moverse sin
comprometerse con una respuesta correcta. El proyecto alexyano (que no se confunde
con el modo que la doctrina y la jurisprudencia brasileña lo recepcionó), de alta sofisti-
cación y muy bien elaborado, acaba demostrando algunas limitaciones.
222 Lenio Streck

Cada una de estas diferentes facetas del pos-positivismo enfrenta el problema de la


razón práctica de una forma diferente. Este modo de enfrentar el problema tiene un
profundo impacto en cada una de las teorías, dado que es a partir de él que se proyectará
el modo por el cual se cuidará de resolver la cuestión de la validez, de la legitimidad y, al
mismo tiempo, definirá el significado conceptual de norma, regla, principio, etc.
Para realizarse una efectiva teoría pos-positivista, dos elementos son, inexorable-
mente, necesarios (Streck, 2014b; 2017): a) tener consciencia del nivel teórico bajo el
cual están asentadas las proyecciones teóricas efectuadas, sobre todo, en lo que se refiere
a los paradigmas filosóficos, pues una teoría pos-positivista no puede hacer uso de mix-
turas teóricas, lo que significaría apenas una actualización; y b) enfrentar el problema
de la descripción que unifica las diversas formas de positivismo, desde las primeras ver-
siones hasta las últimas elaboraciones contemporáneas.
En esa medida, es necesario resaltar que solamente podría ser llamada de pos-posi-
tivista (o no-positivista) una Teoría del Derecho que consiga, efectivamente, superar
el positivismo, en su forma primitiva-exegético-conceptual, en su forma normativista,
semántico-discrecional y en sus versiones contemporáneas exclusivista e inclusivista.
Todo esto, a partir de un standard de racionalidad (paradigma) de hecho ruptural.
La superación del positivismo implica el enfrentamiento del problema de la discre-
cionalidad judicial, lo que en términos filosóficos se presenta como el problema del
solipsismo de la razón práctica, siendo esta una de las cuestiones centrales a ser enfren-
tadas. En los diversos positivismos, la discrecionalidad posee modos diferentes de ma-
nifestación (vide el término sobre el positivismo). Por eso, en términos metodológicos,
una postura pos-positivista tiene compromisos paradigmáticos. En ese sentido, el pos-
positivismo necesariamente está implicado por el paradigma de la inter-subjetividad.
Tendrá que librarse de las amarras objetivistas/adecuacionistas/representacionales,
para, así, no hacer escisiones entre discurso y realidad o entre descripciones y prescrip-
ciones.
Por otro lado, tendrá que abandonar el esquema sujeto-objeto (S-O) en lo referente
al subjetivismo. Substituir la tesis descriptivista por la voluntad del intérprete apenas
repite al viraje ocurrido en el viraje del positivismo clásico hacia las teorías volunta-
ristas del inicio del siglo XX, como el Movimiento del Derecho Libre, Jurisprudencia
de Intereses, Realismo Jurídico Norte-americano, etc. El pos-positivismo solamente se
consolida (consolidará) a partir de la inter-subjetividad, en que, en la especificidad del
Derecho, la estructura externa provoque constreñimientos y controles a la subjetividad.
El pos-positivismo y la hermenéutica, en ese sentido, andan lado a lado.
Todo eso también exige un cuidado para con el análisis de las diversas manifesta-
ciones de las prácticas cotidianas del Derecho y de la doctrina (dogmática jurídica). No
basta que, por ejemplo, el intérprete (juez, doctrinador) aparte la ley invocando jergas
como «el juez boca de la ley» está murto y, en su lugar, coloque su propia subjetividad.
Diccionario de Hermenéutica 223

Eso no pasa de una caricatura tanto del positivismo sino también del pos-positivismo,
es decir, ni el positivismo es apenas el juez boca de la ley y tampoco el apartamiento de
la ley de forma subjetivista significa una actitud pos-positivista. Tampoco es suficiente,
para ser pos-positivista, repetir mantras como «los principios son valores» y que, de
ellos valiéndose, la «letra de la ley» debe zozobrar. Es necesario comprender que no
estamos más en el siglo XIX. En tiempos de democracia, la legislación construida en la
esfera pública debe recibir la aplicación plena del intérprete.
Es deseable que, en el Estado Democrático de Derecho, la legalidad sea cumplida,
como bien afirma Elías Díaz (2009). Por lo tanto, cumplir la ley no significa «posi-
tivismo», necesariamente. Tampoco incumplir la ley significa «pos-positivismo» o
«no-positivismo». Obedecer a los límites y las dimensiones textuales de la legislación
democráticamente construida (o constitucionalmente recepcionada) de manera alguna
pude ser equivalente al positivismo clásico-legalista. También no significa automática
adhesión a una forma de positivismo pos-hartiano. Hay que comprenderse que hoy es-
tamos bajo el imperio de una legalidad constituida a partir de los principios constitu-
cionales que marcan la historia institucional del Derecho desde su núcleo basilar. Eso
significa que «cumplir la letra de la ley», en los marcos de un régimen democrático, en
la gran mayoría de los casos pasa a ser un avance considerable. Hasta porque, de otro
modo, desconectando completamente la interpretación del texto de la atribución de
sentido normativo que el intérprete desarrolla, ya sabemos cuáles serán las consecuen-
cias prácticas. Y no se debe olvidar que, cuando hablamos de pos-positivismo, tenemos
que tener en cuenta la complejidad del positivismo, como se puede percibir por el tér-
mino «Positivismo». Para empezar por el hecho de que el positivismo excluyente, para
hablar en la especificidad de este, hace una escisión entre raciocinios teóricos (en el
plano analítico de identificación de la naturaleza del Derecho) y raciocinios prácticos,
realizados en la aplicación del Derecho. Si en el primer caso (o primer nivel) ocurre una
separación entre Derecho y Moral, el mismo no se da en el nivel aplicativo, momento
en que el intérprete puede valerse de raciocinios/juicios morales.
PRAGMATISMO

31
La expresión «pragmatismo» no circunscribe apenas una noción única y específica
de pensamiento filosófico. Tradicionalmente, se refiere a una corriente surgida en la
segunda mitad del siglo XIX e inicios del siglo XX, teniendo como principales repre-
sentantes a William James (1842-1910), Charles Pierce (1839-1914) y John Dewey
(1859-1952).
En líneas generales, el pragmatismo buscaba una filosofía sin fundamentos ontoló-
gicos a priori, siendo la realidad identificada con el conjunto de la experiencia subjetiva.
El valor de verdad de las ideas no sería un fin en sí mismo, sino estaría relacionado con
su grado de utilidad, de satisfacción, o éxito práctico (Lima, 1968). Esto se relaciona con
la etimología del término pragmatismo, derivado del griego «pragma», que significa
una ocurrencia, un hecho concreto, en particular algo práctico, con efectos relevantes.
Por eso, el significado de una doctrina/creencia sería idéntico a los efectos pragmáticos
derivados de su adopción (Blackburn, 1997).
Contemporáneamente, podríamos citar como ejemplo, el neo-pragmatismo de Ri-
chard Rorty (1982). Para este la noción de representación exacta de lo «real» es apenas
un cumplimiento automático y vacío que prestamos a las convicciones que nos ayudan
a hacer aquello que queremos. También podríamos hablar de Burrhus Frederic Skinner,
que entiende ser la ciencia un cuerpo de reglas para la acción efectiva; y que habría un
sentido especial en el cual él puede ser verdadero: si él prevé la acción más efectiva posi-
ble. Bajo el punto de vista de la información histórica, el «Club Metafísico» (Menand,
2001) fundado por Charles Sanders Pierce era frecuentado por William James y John
Dewey como también por juristas, tales como Nicholas St. John Grenn, Oliver Wendell
Holmes Jr., y Joseph B. Warner, lo que contribuyó significativamente para el nacimiento
del pragmatismo jurídico.
En el Derecho los reflejos del pragmatismo pueden ser vistos en la Escuela Socioló-
gica Americana (Roscoe Pound, Oliver Wendell Holmes Jr. y Benjamin Nathan Car-
dozo), también conocido como Realismo Jurídico o Empirismo Jurídico, que buscaba
substituir los criterios racionalistas del análisis por procedimientos empíricos y/o utili-
taristas. El Derecho debería ser comprendido por una metodología experimental, y no
por standards inmutables de justicia (Lima, 1968). Fuera del contexto norte-americano,
226 Lenio Streck

se observan también los ecos del pragmatismo en el realismo escandinavo (Alf Ross,
Karl Olivecrona). Hay una evidente identidad entre el Realismo Jurídico y el Pragma-
tismo.
En el contexto moderno, el pragmatismo puede ser identificado bajo diversos mati-
ces, a ejemplo del Análisis Económico del Derecho, de Richard Posner, en los Critical
Legal Studies, y de las diversas posturas que colocan en la subjetividad del juez el locus
de tensión de la legitimidad del Derecho (protagonismo judicial). En esta concepción,
la regla jurídica debería ser entendida en términos instrumentales, lo que significaría
una apertura para su contestabilidad, revisibilidad y mutabilidad. Dentro de la propia
tradición norte-americana surgieron críticas a esta perspectiva pragmatista. De entre los
críticos, destacamos a Ronald Dworkin que emprendió duros enfrentamientos contra
Richard Posner y su Análisis Económico del Derecho —Law and Economics (Dworkin,
2005, pp. 351-436).
El pragmatismo jurídico implica la tesis de que el Derecho adopte un punto de vista
experimental, secular, instrumental y progresivo, es decir, enderezado hacia el futuro;
no tendría esa perspectiva teórica ningún compromiso con la seguridad y la objetividad
y, por eso mismo, propugna que los conceptos y normas sirvan constantemente a las
necesidades humanas y sociales y que el Derecho ajuste sus categorías para adecuarse a
las prácticas de la comunidad extra-jurídica (Eisenberg y Pogrebinschi, 2002).
En otros términos: el juez pragmatista estaría preocupado en descubrir la mejor de-
cisión, es decir, aquella cuyas consecuencias estuvieran más ajustadas a las necesidades
humanas y sociales. Él estaría interesado en las consecuencias que su juzgamiento podría
acarrear y, para aquello, la ley le serviría apenas como uno de los muchos recursos (extra-
jurídicos, inclusive) que están a su disposición en el momento de la interpretación —se
torna apenas más una de entre las variadas fuentes de información que orientan su acti-
vidad decisoria. No tiene el juez pragmatista el deber de mirar para la historia, y solo lo
hace estratégicamente, buscando, si fuera el caso, cierta consistencia con el pasado si le
fuera indispensable obrar de este modo para tomar la mejor decisión, siempre teniendo
en consideración, insístase en ese punto, las necesidades sociales presentes y futuras.
De otro lado, poco le importa la manutención de la coherencia lógica del sistema
jurídico si eso no sirve a un resultado deseable y benéfico. No está el juez pragmatis-
ta interesado en la certeza del Derecho si utiliza constantemente recursos no-jurídicos
justamente para producir decisiones jurídicas que repercutan, invariablemente, en un
contexto político, reservando, esto sí, un alto grado de imprevisibilidad a la práctica
jurídica.
El pragmatismo jurídico se traduce, en síntesis, en una teoría anti-hermenéutica y
que coloca, en segundo plano, la producción democrática del Derecho, colocándolo en
un constante «estado de excepción hermenéutico». El juez siempre es el protagonista;
es a él quien cabe «resolver» los casos a partir de raciocinios y argumentos finalísticos.
Diccionario de Hermenéutica 227

De ahí el decirse que en una dimensión absolutamente pragmática, el Derecho no


posee «ADN», de manera que posturas coordinadas con esa directriz teórica son ene-
migas mortales de la integridad y coherencia del Derecho —en el pragmatismo jurídico,
definitivamente, no tiene sentido vincular Derecho y tradición. Las posturas pragmati-
cistas acarrean un constante debilitamiento de la perspectiva interna del Derecho, eso
porque, comprendido exógenamente, el Derecho debe servir apenas para «satisfacer»,
de forma utilitaria, las necesidades «sociales» de ciertos grupos, dejando de lado exac-
tamente la parcela del Derecho previsto en la Constitución.
De hecho, uno de los argumentos pragmatistas (puesto que su escepticismo recha-
za las pretensiones no-estratégicas), en sus diversas vertientes, es lo de que el Derecho
debe ser visto como esencialmente indeterminado, en que —y esa cuestión asume rele-
vancia en el contexto de la inefectividad de la Constitución brasileña— tales posturas
se asocian, peligrosamente, de las diversas matrices positivistas (teorías semánticas en
general) que continúan apostando en elevados grados de discrecionalidad en la inter-
pretación del Derecho.
Hay, por lo tanto, algo que los aproximó, y esa vinculación es una especie de grado
cero de sentido. Se trata, en efecto, de la maximización del poder: el principio responsa-
ble por coordinar las relaciones institucionales entre la política y el Derecho es el poder
de el decir, en última ratio. En síntesis, la vieja «voluntad de poder» (Wille zur Macht),
de Friedrich Wilhelm Nietzsche, o, en otras palabras, el poder político de hecho. En el
pragmatismo jurídico la verdad es substituida por la efectividad. En efecto, en térmi-
nos de validación del conocimiento, es decir, en términos de epistemología, pertenece
al campo de la inter-subjetividad las condiciones por las cuales los hombres vienen a
concordar o discordar acerca de sus aserciones sobre el mundo. Pero, en ese modelo de
cuño consecuencialista, esas condiciones son relativizadas en función de los efectos a
posteriori de las decisiones.
Una filósofa contemporánea como Susan Haack (2015) no puede ser encuadrada en
ese modelo consecuencialista característico del pragmatismo. Susan Haack responsabi-
liza —correctamente— determinadas posturas dentro de la matriz pragmatista como
vulgares, ya que pierden la dimensión de verdad y de objetividad. En ese sentido, es po-
sible concordar con Susan Haack en la medida en que, para ella, tenemos que construir
la idea de real en contraste con la idea de que el mundo pueda venir a ser una ficción,
pues la verdad no es solamente una cuestión de convención científica; hay también un
elemento de base objetiva, una especie de «mínimo es» del cual es condición de posi-
bilidad para la existencia de la propia ciencia y sus verdades.
He ahí el punto: ¿cómo articular el realismo filosófico o un objetivismo ingenuo
(en el sentido de un mundo como una realidad meramente natural) para dar cuenta
también del pluralismo y de los cambios conceptuales? El fenómeno jurídico del siglo
XIX encaraba el problema de manera exegético-legalista para sustentar las literalidades
228 Lenio Streck

de los códigos novecentistas, el «producto sagrado del legislador». Hoy, diferentemen-


te que en el siglo pasado, el Derecho es construido bajo las bases de una Constitución
compromisoria que consagra textualmente la co-originariedad entre Derecho y Moral.
A la pregunta sobre si puede haber una aproximación entre el pragmatismo y la
Crítica Hermenéutica del Derecho, es posible responder afirmativamente, ya que nos
situamos en el contexto de experiencia con el mundo. Así todo el conocer también se
mostrará limitado a la finitud, a la historicidad y a la contingencia. Por consiguiente,
apártense las concepciones absolutas y los criterios últimos, abriendo espacio para un
pensar acerca de las prácticas inter-subjetivas que posibilitan la comprensión del mun-
do, sin caer en un relativismo, en un objetivismo o en un subjetivismo moderno.
PRE-COMPRENSIÓN

32
A partir de la fenomenología hermenéutica de Martin Heidegger, la comprensión
no es un proceso que es producto de una subjetividad del sujeto, sino es un existencial,
es algo que nos constituye como seres humanos. En esa línea, el comprender significa el
modo de ser proprio del ser humano en la medida en que no nos preguntamos por qué
comprendemos el mundo por el hecho de que ya lo hemos comprendido. Hay una an-
ticipación de sentidos que inexorablemente interpela cualquier tipo de interpretación.
Esa anticipación es la pre-comprensión (Vorverständnis) de la cual nos habla Martin
Heidegger.
Por eso comprender, y, por lo tanto, interpretar (que es explicitar lo que se compren-
dió) no depende de un método o de un proceso consciente del sujeto. Existe un proceso
de comprensión previo que anticipa cualquier interpretación y solamente a partir de él
que es intérprete partirá para realizar el proceso hermenéutico, dentro del cual, es ne-
cesario resaltar, ya estaba inmerso. Así, es necesario dejar claro: no se puede confundir
pre-comprensión con visión de mundo, pre-conceptos o cualquier otro término que
revele una apertura hacia el relativismo. La pre-comprensión demuestra exactamente
que no hay espacio para este tipo de relativización subjetivista que acabaría, en el fondo,
cayendo en las trampas de un escepticismo filosófico. Y contra el relativismo o pragma-
tismo, no hay como protegernos. En el campo jurídico, los daños producidos por postu-
ras/tesis relativistas son inconmensurables, principalmente en un país como Brasil que
posee una Constitución compromisoria y dirigente.
En ese sentido, el término «pre-concepto» (Vorbegriff) no significa simplemente
una experiencia anterior o un conocimiento que acumulamos inductivamente, sino la
circunstancia de que, como seres humanos, comprendemos el mundo por medio de un
lenguaje que no está simplemente a nuestra disposición. Operamos con un lenguaje que
es fundamentalmente inter-subjetivo.
Para evitar la cuestión del malentendido sobre la pre-comprensión y el uso como
sinónimo de la palabra pre-concepto, nada mejor que recordar al proprio Hans-Georg
Gadamer para quien los pre-conceptos y opiniones previas que ocupan la consciencia
del intérprete no se encuentran a su libre disposición. En las palabras del maestre de Tü-
230 Lenio Streck

bingen, «[…] son los pre-conceptos no percibidos los que, con su dominio, nos tornan
sordos para la cosa de que nos habla la tradición» (2012, p. 359).
La hermenéutica muestra el ex surgir de nuestra comprensión, la cual está inmersa
en una facticidad e historicidad del intérprete las cuales son la condición de posibilidad
para cualquier interpretación. Hablando de un modo más simple: solo interpreto si
comprendo; solo comprendo si tengo la pre-comprensión, que ya une todas las partes
(textos) del «sistema» (Gadamer, 1990). Como nos dice Herbert Schnädelbach, hay
una razón hermenéutica que sustenta y condiciona todo el conocimiento. Es decir, el
intérprete no se pregunta por qué comprende el mundo, pues cuando él hace ese cues-
tionamiento, ya lo comprendió.
De ahí la imposibilidad de negar la facticidad, pues, al así intentar, el escéptico de
algún modo ya comprendió el mundo bajo el cual intenta refutar la existencia (Stein,
2008, pp. 127-134). Así, podríamos preguntar: ¿de qué modo es posible controlar al
intérprete, para que este no «diga cualquier cosa sobre cualquier cosa»? Él es contro-
lado por la tradición, por los constreñimientos «lingüístico-epistemológicos» que lo
interpelan a aceptar su posición como ente que comparte los sentidos. Eso implica en-
tender que nos movemos en un mundo en que el lenguaje es condición de posibilidad,
y no algo a nuestra disposición. Es afirmar que las cosas (entes) solo existen una vez
significadas y no por medio de deducciones hechas a partir de conceptos generalizantes
(universalidades).
Es imposible negar la pre-comprensión, igualmente que obedezcamos a todos los
procedimientos necesarios para la conformación de una verdad consensual. En el mun-
do práctico está la superación del paradigma epistemológico. Al final, es exactamente
por eso que interpretar y aplicar son cosas inescindibles. Las cosas no están a nuestra
disposición y, del mismo modo, los textos no nos aparecen «desnudos» para, en ellos,
aplicar las «capas de sentido».
Es posible encontrar críticos de la hermenéutica acusándola de ser irracionalista.
Se trata de una equivocada lectura de la obra de Hans-Georg Gadamer. Antes de todo,
la hermenéutica filosófica —cuna de la tesis de la pre-comprensión como condición
de posibilidad de la comprensión de cualquier fenómeno— no puede ser «regionali-
zada», como ocurre no raras veces en el ambiente jurídico, con las expresiones como
«hermenéutica constitucional», «hermenéutica de los contratos» o «hermenéutica
a ser hecha en países con “múltiples visiones de mundo disputando espacio”». La pre-
comprensión conforma el horizonte interpretativo en que se sitúa el jurista. Por lo tan-
to, ella no es un mero sentimiento subjetivo que él tenga sobre el mundo o el Derecho.
Confundir pre-comprensión con subjetividad, subjetivismo, opinión o ideología es
anular el propio concepto.
El iusfilósofo Arthur Kaufmann es perentorio en ese sentido, al decir que la pre-
comprensión es el horizonte interpretativo en el cual se encuentra y se sitúa el jurista
Diccionario de Hermenéutica 231

y no un mero sentimiento subjetivo (1984; 2004). Ese equívoco —de confundir pre-
comprensión con subjetivismos y opiniones personales (visión de mundo, etc.)— es
cometido posteriormente en el ámbito de la Teoría del Derecho o de la teoría consti-
tucional. Por todos, cito a Daniel Sarmento, que acusa a la hermenéutica de irraciona-
lismo. Y lo hace criticando el hecho de yo apostar por la pre-comprensión como límite
al decisionismo judicial. Para él, pensar que la pre-comprensión es un límite para la
atribución de sentido, en los moldes proclamados en mis libros «Hermenêutica Jurídica
e(m) Crise» y «Verdad y Consenso», es un equívoco, «sobre todo delante del hecho de
que, en el marco de una sociedad plural y fragmentada como la nuestra, co-existen múl-
tiples visiones del mundo disputando espacio». Daniel Sarmento propone, así, «no el
abandono de la pre-comprensión en la hermenéutica constitucional —lo que no sería
posible, dada la naturaleza ineludiblemente “situada” de cada intérprete, ni tampoco
deseable, ya que la interpretación de la Constitución no puede desplazarse completa-
mente de la cultura de la sociedad en que ella está vigente— sino la necesidad de some-
terla a un filtraje, a partir del ejercicio de una racionalidad crítica, que tome como pre-
misa la idea de que todas las personas deben ser tratadas como libres e iguales» (2009,
pp. 311 y ss.). Daniel Sarmento se equivoca. Antes de todo, la hermenéutica filosófica
no puede ser «regionalizada», como, por ejemplo, «hermenéutica constitucional»
o «hermenéutica a ser hecha en países con “múltiples visiones de mundo disputando
espacio”». La hermenéutica es filosofía; consecuentemente, no hay modos diferentes de
interpretar, por ejemplo, el Derecho penal, el Derecho civil, el Derecho constitucional,
la cotidianidad, la prensa, etc. Ese es el carácter de universalización de la hermenéutica
y no de regionalización (si así se quisiera decir). La Crítica Hermenéutica del Derecho
que fundé está asentada en la tesis de la pre-comprensión, porque esta es un vector de
racionalidad. En ella está asentada la razón hermenéutica. Y la cruzada que promuevo,
contra discrecionalidades y decisionismos, se asienta en el hecho de existir dos vecto-
res de racionalidad (apofántico y hermenéutico), circunstancia que Daniel Sarmento no
percibe y no entendió (véase, ya aquí, la distinción entre comprender y entender: este de
nivel lógico argumentativo y aquel de nivel hermenéutico estructurante). Eso se debe
al hecho de que su crítica proviene de un locus teórico-dogmático que (aún) apuesta en
«descripciones y prescripciones», «subsunciones y deducciones», en fin, se basa en el
esquema sujeto-objeto (S-O). Pero, regístrese, críticas de ese tipo ya habían sido hechas
contra la hermenéutica filosófica desde hace mucho, epitetándola de «relativista», ata-
que que Hans-Georg Gadamer respondió con vehemencia, conforme se puede ver en
«Wahrheit und Methode».
En definitiva, Daniel Sarmento no se da cuenta de que el hecho de que la hermenéu-
tica (filosófica) rechace el método no implica ausencia (o carencia) de racionalidad. Al
contrario, exactamente porque el método (en el sentido objetivista de la palabra) murió
es que, ahora, se exige mayor cuidado en el control de la interpretación (atención: com-
prender e interpretar son cosas diferentes). Resáltese: el método murió porque murió
232 Lenio Streck

la subjetividad que sustentaba la filosofía de la consciencia (locus del sujeto solipsista


- Selbstsüchtiger). Ora, el método zozobra delante de la superación del esquema sujeto-
objeto (S-O). El método no es sinónimo de racionalidad. ¡Al contario! Y tampoco es ne-
cesario recordar que la obra «Verdad y Método» puede (o debe) ser leída como verdad
contra el método, lo que significa admitir la posibilidad de verdades conteudísticas (no
apodícticas, está claro).
Lo que los críticos de la hermenéutica —como Daniel Sarmento— no entienden es
que la hermenéutica actúa en un nivel de racionalidad I, que es estructurante, transcen-
dental no clásico (Stein); ya las teorías de la argumentación —terreno en el cual él se
mueve— actúan a partir de un vector de racionalidad de segundo nivel, quedando, por
lo tanto, en el plano lógico y no filosófico (es la contraposición entre el cómo apofántico
[wie] y el como hermenéutico [als]). Y, no olvidemos, la filosofía no es lógica. La her-
menéutica es, antes de cualquier método de interpretación, la comprensión de nuestra
propia condición como seres arrojados en el mundo. No hay modos diferentes de in-
terpretar, por ejemplo, el Derecho penal, el Derecho civil, el Derecho constitucional,
lo cotidianidad, la prensa, etc. Ese es el carácter de universalidad de la hermenéutica, si
quisiéramos llamarla así. Véase el ejemplo de una universidad y el caso del examen oral.
¿Qué es una universidad? Es un lugar donde se enseñan cosas. ¿Cómo se enseña? Un
profesor habla y los estudiantes oyen y anotan, buscando comprenderlo.
En determinado momento, llega una persona y se depara con un examen oral. ¿Qué
ella ve? Ve a los profesores preguntando y anotando lo que los estudiantes responden,
sistemáticamente. Esa persona podría encontrar todo eso muy extraño, ya que está de-
lante de una situación en que los estudiantes parecen enseñar al profesor. No obstante,
cuando ella mira ese objeto, hay una transcendencia, porque, antes, él da un «salto por
encima del objeto», él transciende el objeto para un «más allá», que es el funciona-
miento de una universidad. Ese salto es dado gracias a su pre‑comprensión. Al final,
aquello es un examen oral y solo se puede hablar de un examen oral si ya se sabe cómo
funciona una universidad. Cuando se habla en objetificación, se está refiriendo a un
objeto que funciona como una barrera que impide el salto: más allá de lo apofántico, es
la posibilidad de lo ontológico (hermenéutico) que se manifiesta.
Hay siempre una especie de «atribución de sentido». La «objetividad» es trans-
cendida por la pre‑comprensión acerca de lo que es un examen oral, con lo que la apa-
riencia de un sentido contrario a lo que la tradición estableció como «sala de aula» no
causa algún pre-juicio al intérprete. Los pre‑juicios auténticos evitan pre-juicios en la
atribución de sentido. Esa dimensión pre-comprensiva (o anti-predicativa), forjada en
el mundo práctico (facticidad), no es un elemento formal, traducible por un discurso
meramente lógico (o semántico).
Antes, en todo discurso semántico ya opera una dimensión comprensiva (o herme-
néutica, si queremos llamarla así) que posibilita que aquello que manifestamos por el
Diccionario de Hermenéutica 233

lenguaje sea algo objetivo. Esa dimensión ocurre en una totalidad de nuestra realidad,
a partir de la conjunción de múltiples aspectos existenciales. No son, por lo tanto, ele-
mentos que estén a nuestra disposición y tampoco de lejos pueden ser confundidos con
«visiones de mundo», «subjetividades» o «presupuestos ideológicos».
No hay, pues, como aislar la pre-comprensión que desde siempre está con nosotros.
Hay un comprender que se anticipa y sobre el cual no hay reglamento. Es decir, siempre
hay algo que garantiza que no estemos en un «mundo naturalista». La pregunta por el
fundamento del comprender siempre llega tarde y, por esa razón, es necesario tener cla-
ro que, antes de cualquier raciocinio subsuntivo/deductivo, ocurre la pre-comprensión
en que el horizonte de sentido (los pre-juicios) limita nuestro proceso de atribución de
sentido.
PRE-JUICIOS AUTÉNTICOS Y PRE-JUICIOS
INAUTÉNTICOS

33
A partir del giro ontológico-lingüístico el lenguaje, por intermedio del cual el texto
habla, posee significados que no están disponibles. Y esto es así porque, simplemente,
para aquel que escribe o habla, necesita hacer un uso correcto, en el sentido de conseguir
«mostrar» en su discurso aquello que quiere transmitir. Y aquel que comprende, a su
vez, debe también conseguir colocarse en esa posición.
Eso significa que hablamos siempre desde algún lugar y nuestro discurso viene car-
gado de pre-juicios. Claro que tales pre-juicios, a veces, no son verdaderos (auténticos).
Lo más común es que el intérprete repita el sentido común. Ocurre que el sentido co-
mún está plagado de aquello que se puede denominar de falacia naturalista, por las cua-
les el intérprete argumenta diciendo «eso siempre fue así». Algo como «el juez decide
conforme a su consciencia», «el juez tiene libre convencimiento», «el juez primero
decide y después busca el fundamento». Aserciones como estas demuestran el modo
cómo el intérprete simplemente repite los pre-juicios inauténticos.
La inautenticidad, por lo tanto la negación de la autenticidad, está frecuentemente
vincula al impersonal (Das Man), de modo que ser auténtico es hacer la propia cosa, de-
jando de llevar a cabo lo que el impersonal prescribe. Es algo como «la gente piensa de
ese modo», en el interior del cual no se identifica un sujeto, perdiéndose exactamente
en esa «impersonalidad». Todo Dasein (saber que sé) posee una voz interna que lo lla-
ma hacia la autenticidad, para el cumplimiento de sí mismo, dirá Martin Heidegger. La
inautenticidad tiene que ver con la alienación. Si el Dasein es «saber que sé», la inau-
tenticidad es «ni sabe que no sabe». Es el efecto manada. Como no existe grado cero de
sentido, siempre partimos de algún lugar. Por cierto, Hans-Georg Gadamer rehabilita
la autoridad de la tradición y, al mismo tiempo, afirma que la condición de posibilidad
de la comprensión, son los pre-juicios que operan con nosotros en el momento en que
nos aproximamos a un texto.
Pero esa afirmación gadameriana necesita ser bien comprendida: ella no significa
que la indisponibilidad de los pre-juicios implique su radicalización, afirmándose sobre
el texto y más allá del sentido del texto. Los pre-juicios son condiciones de posibilidad
de la comprensión porque nos permiten proyectar sentido.
236 Lenio Streck

Entretanto, el sentido proyectado solo se puede confirmar si él fuera derivado de


un pre-juicio legítimo (auténtico, verdadero). Los pre-juicios ilegítimos generan pro-
yectos de sentido ilegítimos y, inevitablemente, hacen a la interpretación incurrir en
error. Apenas quien suspende los propios pre-juicios es que interpreta correctamente.
Un juzgador que no consigue suspender sus pre-juicios está incapacitado para su tarea.
Todo eso que acaba de ser descrito ciertamente no es un privilegio de la hermenéu-
tica jurídica. Esos elementos acontecen en toda y cualquier comprensión, de todo y
cualquier texto, sea él jurídico, literario o teológico. La peculiaridad del Derecho reside
en el hecho de que aquel que interpreta necesita, necesariamente, dar a la comunidad
política las razones de su interpretación. Vale decir, él necesita mostrar que su interpre-
tación es correcta, que ella está fundada en pre-juicios legítimos y que su subjetividad no
se sobrepone a aquello que debería ser interpretado: el Derecho —y su historia institu-
cional— y el contexto circunstancial de los hechos que define el caso concreto. Cierta-
mente, quien interpreta un texto literario no está obligado a decir las razones por las qué
interpretó de aquel modo; al contrario, el intérprete del Derecho —y principalmente el
juez, pero no apenas él— está obligado, inclusive institucionalmente (art. 93, inc. IX,
de la Constitución Federal de Brasil), a decir el porqué de su interpretación.
Por lo tanto, más allá del objetivismo ingenuo del positivismo primitivo (es decir,
la ley es la ley; el Derecho está todo contenido en la norma), mucho más acá de la sub-
jetividad asujetadora de las diversas posturas axiologistas, voluntaristas, realistas, del
Derecho Libre o de la Jurisprudencia de Intereses y de la Jurisprudencia de Valores,
la hermenéutica reivindica que la interpretación tenga sentido y que sea debidamente
explicitado.
Finalmente, son los pre-juicios no percibidos que, en su dominio, nos tornan sordos
para la cosa de que nos habla la tradición, como evidencia Hans-Georg Gadamer. Los
pre-juicios falsos/inauténticos deben ser desenmascarados, anulándose su validez, ya
que, en la medida en que continúan dominándonos, no los conocemos y tampoco los
repensamos como juicio. De ahí la contundente asertiva de Hans-Georg Gadamer, aler-
tando para el hecho de que no será posible desvelar un pre-juicio mientras él obra con-
tinuada y subrepticiamente, sin que sepamos, pero, sí, solamente cuando él fuera, por
así decir, suscitado. Y esa suscitación solamente ocurre en el encuentro con la tradición.
Si es verdad que existe una tradición ilegítima que conforma el modus interpretativo
de los operadores del Derecho —por el cual aún se cree en la plenipotenciariedad de la
regla, en la equiparación (metafísica) entre texto y norma, entre vigencia y validez, y por
el cual aún se cree, de un lado, en la posibilidad de la búsqueda de esencias (voluntad de
la norma, espíritu del legislador, mínimamente) y, de otro lado, en la dirección inversa,
se cree en una especie de libre atribución de sentidos—, también es verdad que hay una
tradición legítima, conformada a partir del Constitucionalismo Contemporáneo y de
las posturas pos-positivistas que apuntan hacia la superación de ese modelo exegético-
Diccionario de Hermenéutica 237

positivista, que da lugar a decisiones fruto de (meras) subsunciones, en pleno paradig-


ma del Estado Democrático de Derecho. Es en ese universo —de avances y retrocesos—
que se colocan los pre-juicios (auténticos e inauténticos) conformadores de la capacidad
de comprensión de los juristas.
Llegamos a las cosas del mundo a partir de un punto de vista, y, en ese sentido, el
discurso sobre el mundo tiene una estructura del algo como algo (etwas als etwas), así
entendemos a la Constitución como Constitución. Y la estructura del discurso sobre las
condiciones de posibilidad sobre el mundo también es la estructura de algo como algo,
en la medida en que el comprender es un comprender algo como algo. Esto significa
decir que el «estar en el mundo» depende de esa pre-comprensión (Vorverständnis),
que es condición de posibilidad de la comprensión de ese «algo». De ahí el acierto de
Hans-Georg Gadamer, al afirmar que los pre-juicios de un individuo, mucho más que
sus juicios, son la realidad histórica de su ser.
Muchas veces esa distancia temporal nos proporciona condiciones de resolver la
verdadera cuestión crítica de la hermenéutica, o sea, distinguir los verdaderos pre-con-
ceptos, bajo los cuales comprendemos, de los falsos pre-conceptos que producen los
malentendidos. En ese sentido, una consciencia formada hermenéuticamente tendrá
que incluir también la consciencia histórica. Ella tomará consciencia de los propios pre-
conceptos que guían la comprensión para que la tradición se destaque y gane validez
como una opinión distinta. Está claro que destacar un pre-concepto implica suspender
su validez. Pues, en la medida en que un pre-concepto nos determina, no lo conoce-
mos ni lo pensamos como un juicio. ¿Cómo podría entonces ser puesto en evidencia?
Mientras está en juego, es imposible hacer que un pre-concepto salte a los ojos; para eso
es necesario de cierto modo provocarlo. Eso que puede provocarlo es precisamente el
encuentro con la tradición, pues lo que incita a comprender debe haberse hecho valer
ya, de algún modo en su propia alteridad. Ya vimos que la comprensión comienza don-
de algo los interpela. Esta es la condición hermenéutica suprema. Sabemos ahora lo que
eso exige: suspender por completo los propios pre-conceptos.
Pero, desde el punto de vista lógico, la suspensión de todo juicio, y a fortiori de todo
pre-concepto tiene la estructura de la pregunta (Gadamer, 2012). Un ejemplo intere-
sante puede ayudar en la comprensión de la distinción entre pre-juicios auténticos y
pre-juicios inauténticos. El concepto de verdad real utilizado en los diversos ámbitos del
Derecho representa, claramente, un pre-juicio inauténtico que causa enormes daños al
intérprete y al Derecho. ¿Y por qué él es inauténtico? Porque la filosofía ya nos presenta,
desde hace mucho, paradigmas que demuestran el equívoco de, en una área sensible a
la razón práctica como el Derecho, atenerse a la búsqueda de las esencias. Eso por de-
cir lo mínimo. Si consideramos el modo cómo la dogmática jurídica brasileña trata el
concepto de verdad real, entonces la cuestión asume foros de dramaticidad. En efecto,
principalmente en el ámbito del proceso penal, se tiene que la verdad real es una verdad
238 Lenio Streck

buscada en una especie de naturaleza de la cosa; solo que esa verdad es captada por el
sujeto solipsista. Se trata de un mix teórico que desnuda aún más la inautenticidad del
concepto.
El uso inauténtico de conceptos provoca serios daños al Derecho y a la propia demo-
cracia. Véase, en ese sentido, otro ejemplo que demuestra la diferencia entre pre-juicios
auténticos y pre-juicios inauténticos. En el voto-vista del Hábeas Corpus 124.306/RS,
de obra del juez supremo Luís Roberto Barroso, es posible percibir la presencia de pre-
juicios inauténticos. Se trataba de un hábeas corpus en el cual el Ministro Barroso trató
de la cuestión del aborto como si estuviese legislando. En su voto, el Ministro Barroso
se vale del «principio de la proporcionalidad» para «estructurar la argumentación de
una manera racional, permitiendo la comprensión del itinerario lógico recorrido y, con-
secuentemente, el control intersubjetivo de las decisiones». Bien si así lo fuese. Además
de los problemas propios de la «proporcionalidad» o de la «ponderación», lo que se
ve en el voto es una simplificación de la teoría alexyana abarrotada con argumentos re-
tóricos de los cuales no respetan el mínimo de exigencia a los parámetros institucionales
del Derecho, como la coherencia y la integridad. El fundamento central del voto sería
una ponderación entre el bien jurídico protegido por los artículos 124 y 126, «vida
potencial del feto» delante de «diversos derechos fundamentales de la mujer» (sic),
hecha en nombre del «principio de proporcionalidad» de la teoría de Robert Alexy. Ya
desde el inicio, podemos referir que la propia utilización de la nomenclatura «principio
de proporcionalidad» es empleada de forma equivocada.
En su famoso libro «Teoría dos Derechos Fundamentales», la proporcionalidad es
una máxima utilizada como método para aplicar la colisión entre principios. Se trata de
la máxima de la proporcionalidad (Verhältnismäßigkeitsgrundsatz). Y eso no es apenas
una discusión semántica. En la medida en que la máxima de proporcionalidad es el
criterio para determinar el peso de la colisión entre principios, ¿cómo podría ser, ella
misma, un principio? Además, el propio Robert Alexy considera que «Las tres máxi-
mas parciales son consideradas como reglas».
Evidentemente, pues los principios para Robert Alexy son mandatos de optimiza-
ción y, de esa forma, pueden ser aplicados en mayor o menor grado. ¿Cómo el criterio
que juzga la optimización de los principios colisionantes podría ser, ella misma, opti-
mizada? Además de eso, aunque la teoría alexyana sea compleja, una cosa parece bien
evidente: las reglas, por tratarse de mandatos de definición (definitive Gebote), se aplican
por subsunción; los principios, a su vez, tienen naturaleza de mandatos de optimización
(Optimierungsgebote), pues ordenan que algo sea realizado en la máxima medida en re-
lación con las posibilidades fácticas y jurídicas. Para Robert Alexy, «la ponderación es
la forma característica de la aplicación de los principios». Ora, los tipos penales tanto
del artículo 124 como del 126 son, en los términos de Robert Alexy, reglas. Por lo tan-
to, se aplican por medio de subsunción, al viejo estilo «todo o nada» (all or nothing
fashion). Si el Ministro Barroso se valió de Robert Alexy para fundamentar su decisión,
Diccionario de Hermenéutica 239

lo mínimo que se exige sería coherencia y fidelidad a la teoría del autor que él utiliza,
¿no? Solo para recordar, la máxima de la proporcionalidad —subdividida en tres sub-
máximas parciales—, como es presentada en el voto, es realizada de forma inadecuada e
inapropiada. Veamos. La submáxima de la adecuación, al seguir la lógica de la Eficiencia
de Pareto, busca eliminar los medios empleados por el legislador que, además de no
proteger la finalidad a la cual se destinan, perjudican a otros bienes jurídicos tutelados
por el orden jurídico.
Para el Ministro Barroso, la tipificación del crimen de aborto tendría «dudosa ade-
cuación para proteger el bien jurídico que pretende tutelar (vida del nasciturus), por no
producir un impacto relevante sobre el número de abortos practicados en el país, apenas
impidiendo que sean hechos de modo seguro». Ora, si el bien jurídico tutelado es la vida
del nasciturus, ¿qué otro medio podría haber sido utilizado por el legislador para alcanzar
tal finalidad? Si el número de abortos practicados en el país es un argumento válido
para apartar el medio legal escogido para la protección de la vida, por qué no seguimos
ese mismo raciocinio para los demás crímenes contra la vida. Lo que el Ministro Barro-
so hizo fue un retorno al realismo jurídico por medio de una equivocada interpretación
de la teoría de los principios de Robert Alexy. En un texto que escribí conjuntamente
con Rafael Dalla Barba (2016a), analizamos los pre-juicios inauténticos sobre la temáti-
ca de la ponderación, de hecho, algo «normal en el ámbito de la judicatura».
La discusión acerca del modo con que se debe considerar la recepción del crimen de
aborto delante del derecho fundamental a la autonomía privada de las mujeres puede
ser cuestionado, pero debemos dispensar, inclusive por eso mismo, toda la retórica de la
ponderación, si quisiéramos realmente tomar la libertad individual de las mujeres en serio,
ya que los principios y derechos no son, como normas obligatorias, ponderables; así como
si quisiéramos enfrentar el problema de salud pública ahí implicado o de ahí derivado.
Inclusive hoy, ¿de qué modo garantizar la posibilidad de aborto por el Sistema Úni-
co de Salud (SUS) o convenios suplementarios, cuando las atenciones son tan lentas (ya
que el aborto solo puede ser realizado hasta los tres meses de embarazo)? Descrimina-
lizando simplemente los procedimientos hasta entonces «clandestinos» es que no pa-
rece ser la «solución» advenida de una Suprema Corte. Y, si así fuese, eso debería venir
acompañado de una amplia prognosis. Que, por cierto, no es del ámbito de competen-
cia de la judicatura. No se invalida una ley con argumentos de política; los juzgamientos
deben ser de principio. Por eso, es insignificante aquello que el juez piensa o cree per-
sonalmente acerca del contenido de la ley. Cada uno tiene su papel en la democracia.
PRINCIPIOS JURÍDICOS

34
El concepto de principio es articulado en el ámbito de las prácticas jurídicas en di-
versos contextos de uso. Vale decir, para articular correctamente su significado, primero
es necesario estar atento al sentido que se revela cuando hacemos uso de este concepto
en la cotidianidad de las prácticas jurídicas. En efecto, tal cual anota Rafael Tomaz de
Oliveira (2008), en su tesis por mí orientada —el concepto de principio puede aparecer
en la lenguaje jurídico con, por lo menos, tres significados diferentes: a) como principio
general del Derecho; b) como principio jurídico-epistemológico; y c) como principio
pragmático-problemático, que yo opto por designar como principios constitucionales.
O sea, dependiendo de la función que se reivindica, el término principio será invocado
para referirse a ámbitos muy distintos de denotación.
Véase, por ejemplo, que una Teoría del Derecho puede usar el término principio
reivindicando para él un significado puramente epistemológico. Este es el caso del prin-
cipio de la imputación en la «Teoría Pura del Derecho» de Hans Kelsen. También es
con función epistemológica —de índole positivista, es necesario resaltar— que se cons-
truyen los llamados principios del Derecho procesal, principios del Derecho adminis-
trativo, principios del Derecho penal, etc. Ya los principios generales del Derecho —al
menos en lo que respecta a la tradición continental, romano-germánica, están impreg-
nados por una concepción de justicia y de moral influenciada por un nítido corte idea-
lista: hay siempre la apuesta en un mundo paralelo, capaz de determinar por mimetismo
la realidad vivenciada. Pero, ¿y si la realidad no consigue adaptarse a esta «realidad
ideal»? La respuesta sería: ¡peor para la realidad! Siendo más claro, la ciencia moderna
se ha constituido sobre bases sistemáticas, donde la realidad visible era puesta en duda
(cogito) y posteriormente era subyugada por la perfección del sistema.
Con la ciencia moderna del Derecho no fue diferente y, desde el iusracionalismo
del siglo XVII, los juristas piensan primero el sistema para, solamente después, pensar
el mundo práctico. En el positivismo primitivo del siglo XIX el modelo sistemático es
radicalizado, en la medida en que su punto de partida deja de ser la naturaleza humana
y pasa a ser un conjunto de textos organizados sistemáticamente (movimiento que será
reproducido en las codificaciones civiles cuyo marco teórico encuentra mayor represen-
tatividad en el Bürgerliches Gesetzbuch alemán de 1900). Los principios generales del
242 Lenio Streck

Derecho, de ese modo, son articulados teóricamente con la función de solucionar los
problemas generados por la insuficiencia del modelo exegético-conceptual y, rescatan-
do el mundo práctico, pasaron a ser «pautas orientadoras de la normación jurídica»
(Karl Larenz).
Sin embargo, el sentido con el cual operamos cuando hablamos de los principios
constitucionales, que se desarrolla en el contexto del movimiento constitucional de la
Segunda Pos-Guerra, presenta otro horizonte coyuntural: solo hay sentido si miramos
para ellos en la perspectiva de una discontinuidad con relación a las posibilidades signi-
ficativas anteriores. Ellos institucionalizan el mundo práctico, destruyen los dualismos
presentes en las tradiciones anteriores e instauran un nuevo modo para pensarse el sig-
nificado del término principio.
En ese caso, los principios —ahora asociados a la Constitución y a toda su carga
política de conformación de una nueva sociedad y de la posibilidad de institución de
un mejor gobierno, limitado y respetador de los derechos y garantías fundamentales—
pasan a incorporar un elemento pragmático muy fuerte. Hay cierta semejanza de in-
tencionalidad con relación a los principios generales del Derecho. Ambos actúan en
un contexto de aplicación del Derecho. Sin embargo, la composición metodológica del
concepto de principio general del Derecho es axiomático-deductiva, al paso que los
principios constitucionales son fuertemente pragmáticos.
Josef Esser habla de «principios problemáticos» expresión que, en su obra, sirve
para abarcar la tradición que se desarrolla en la segunda mitad del siglo XX en la cual
se da primacía al «momento» concreto de aplicación del Derecho, en detrimento del
«momento» abstracto-sistemático (1961). Es importante advertir, sin embargo, que
esa denominación no puede ser aceptada de una manera acrítica. Esto porque, en el es-
cenario de las teorías jurídicas contemporáneas, ese carácter «problemático» asumido
por los principios jurídicos podrá ser encarado de diversas maneras.
En el caso de Josef Esser, a pesar de valerse constantemente de la experiencia anglo-
sajona a partir de aquello que se denomina comparative jurisprudence, su abordaje se
aproxima en gran medida a la tópica de Theodor Viehweg. No obstante, lo que importa
aquí es que el concepto de principio se diferencia de los demás y como, de alguna mane-
ra, hace los dos significados anteriores entrar en crisis juntamente como los conceptos
de fundamentación y discrecionalidad.
En esa medida, se opera un cambio en la intencionalidad con relación al Derecho
que, en último análisis, traerá consigo propuestas iusfilosóficas dispuestas a repensar su
sentido, para no tratarlo más como un sistema cerrado, construido abstractamente a
partir de modelos epistemológicos fundados en la subjetividad y modelados conforme
los standards matemáticos de conocimiento. Para Castanheira Neves, ese era el tiempo
de afirmarse la autonomía del Derecho, pero de un modo diverso de aquel que afir-
mó la autonomía dogmática del positivismo «en una fuerte tentativa de su superación,
Diccionario de Hermenéutica 243

justamente en nombre de una autonomía del Derecho de otro sentido y más profun-
da que diferenciaba no apenas objetivo-formalmente lo jurídico de lo político, sino,
axiológico-materialmente en su sentido y en su intencionalidad» (Castanheira Neves,
2003, p. 104).
Dicho de otro modo: «El problema dejaba de ser apenas el de la legitimidad (legiti-
midad política) de la creación-constitución del Derecho, del Derecho-ley (…), para ser
el problema del fundamento-validez constitutivo del Derecho como Derecho» (ídem).
Eso todo implica la afirmación de un Derecho (ius) distinto de la ley (lex), o sea, de un
Derecho que se forma a partir de elementos normativos constitutivos diferentes de la
ley. En ese sentido, están los conceptos de «derechos fundamentales», de las llamadas
«cláusulas generales», de los «enunciados abiertos» y, evidentemente, de los «princi-
pios». Todos estos elementos —que pasan a ser constitutivos de la normatividad— son
reconocidos independientemente de la ley o a pesar de ella. De esa manera, los debates
teóricos y los problemas jurídicos pasan a reivindicar el estatuto de la «práctica» y la
actividad jurisdiccional asume un lugar preminente en esta cuestión.
Ha de considerarse, nuevamente, que en el ámbito del common law, tradicionalmen-
te, el juez no formula cuestiones abstractas sobre las fuentes o sobre el método jurídico.
Por lo tanto, también el concepto de principles queda, de cierto modo, apartado de toda
carga axiomática de la cual está revestido en la tradición continental de los principios
generales del Derecho, que atiende, en última análisis, a la excesiva necesidad del civil
law de codificar las reglas positivas. Josef Esser (1961) busca apuntar para eso a partir
de la distinción de dos modelos de sistema: 1) uno abierto, cuyo prototipo moderno es
el método del Derecho inglés y anglo-americano; y 2) un sistema cerrado, que se ma-
nifiesta en el modelo jurídico de la codificación. De ese modo, dos conceptos distintos
de principios serán producidos: en el sistema cerrado los principios tendrán las carac-
terísticas axiomático-deductivistas que ya aludimos anteriormente; mientras que en el
sistema abierto, los principios son criterios pragmáticos que renuncian a una conexión
deductiva, asumiendo un modo de ser retórico mucho más evidente que en la tradición
continental.
La atención se desplaza —tal cual afirma Josep Esser— del elemento abstracto-sis-
temático hacia la actividad concreta del juez que deja de tener el carácter de una sim-
ple actividad de deducción de conceptos —parte de la estructura sistemática del orden
jurídico— y pasa a ser colocada en la necesidad de justificación judicial delante de la
providencia y comprobabilidad de los criterios supra-legales de valoración que surgen
como elementos constitutivos de la normatividad jurídica. Del concepto de principio
pragmático-problemático podemos decir, con el auxilio de Castanheira Neves, que «se
distinguen decisivamente de los “principios generales del Derecho” que el positivismo
normativista-sistemático veía como axiomas jurídico-racionales de su sistema jurídico,
pues son ahora principios normativamente materiales fundamentantes de la propia ju-
244 Lenio Streck

ridicidad, expresiones normativas de “el Derecho” en que el sistema jurídico cobra su


sentido y no apenas su racionalidad» (2003, p. 108).
La Crítica Hermenéutica del Derecho afirma existir una ruptura paradigmática en-
tre los principios constitucionales y los principios generales del Derecho. Se trata de una
verdadera discontinuidad en que los primeros no pueden simplemente ser considerados
sucedáneos de los otros.
En suma, cabe registrar que esos elementos que impregnan el concepto de princi-
pios constitucionales, aunque proyecten mayor luz hacia el fenómeno de la decisión
judicial, no pueden ser tenidos como permisivas para la libre creación jurisprudencial
del Derecho. El deber de fundamentación de las decisiones solamente es plenamente
satisfecho en la medida en que las decisiones se presentan adecuadas a la Constitución.
Los principios constitucionales ofrecen espacios argumentativos que permiten contro-
lar los sentidos articulados por las decisiones. Además, el contenido de los principios
constitucionales no es pre-definido por la ley, mucho menos puede ser libremente de-
terminado por los tribunales, eso porque ellos son una manifestación histórico-cultural
que se expresa en determinado contexto de una experiencia jurídica común.
Por eso, toda esta discusión lejos de parecer un mero ejercicio teórico, tiene reper-
cusiones prácticas significativas. No es inusitado oír que los principios generales fueron
constitucionalizados, o sea, que apenas pasaron a incorporar el texto constitucional. En
otro aspecto, que tomados como axiomas de justicia, serían verdades auto-evidentes
que servirían para la toma de cualquier decisión, como ocurre con el «principio» de
dignidad de la persona humana.
Concebir los principios jurídicos hoy como los viejos principios generales del Dere-
cho o como axiomas atemporales revela tanto una ausencia de un carácter deontológico
como una prescindibilidad de fundamentación, respectivamente. Consecuentemente,
estos principios se tornan meros conceptos abiertos que en virtud de la discrecionali-
dad judicial, podrían ser usados de cualquier modo. Delante de eso, la Crítica Herme-
néutica del Derecho busca comprender los principios jurídicos a partir de la tesis de la
discontinuidad. En esta, más allá de un cambio topográfico, o del reconocimiento de
su normatividad, los principios jurídico-constitucionales se caracterizan por instituir el
mundo práctico en el Derecho. Esa institucionalización representa un beneficio cualita-
tivo, en la medida en que, a partir de esa revolución paradigmática, el juez tiene el deber
(have a duty to, como afirma Ronald Dworkin) de decidir de forma adecuada.
Eso es así porque, en Ronald Dworkin, la normatividad asumida por los principios
posibilita un «cierre interpretativo» proprio del blindaje hermenéutico contra discre-
cionalismos judiciales. Esa normatividad no es oriunda de una operación semántica fic-
cional, como observamos en la teoría de los principios de Robert Alexy. Al contrario,
ella extrae su contenido normativo de una convivencia intersubjetiva que emana de los
vínculos existentes en la moralidad política de la comunidad.
Diccionario de Hermenéutica 245

Los principios, en esa perspectiva, son vivenciados («factizados») por aquellos que
participan de la comunidad (común unidad) política y que determinan la formación de
una sociedad. Es exactamente por ese motivo que tales principios son elevados al status
de la constitucionalidad. Por eso, los principios son deontológicos. Actúan en el código
lícito-ilícito. Así, no pueden ser usados como grado cero de sentido, ellos direccionan
la decisión judicial hacia el sentido más coherente con el todo de nuestras prácticas
jurídicas en un espacio democrático. Como consecuencia, los principios no pueden ser
creados ad hoc, sin vínculos históricos, pues no son pasibles de un control intersubjetivo
de sus sentidos jurídicamente posibles. Basta ver, para aquello, la algarabía generada
por el «pan-principiologismo», en que los principios son inventados por la doctrina,
jurisprudencia o por el legislativo, sin haber, no obstante, ninguna preocupación con su
imperatividad y su legitimidad.
La mayoría de estos no resistiría a la siguiente indagación: Dada la afrenta a este
principio, ¿cuál sería la repercusión jurídica? Si la respuesta fuera ninguna, es muy pro-
bable que no estemos delante de una norma jurídica. El modo incorrecto de manejar a
los principios los transforma en meras coartadas teóricas, que, al fin y al cabo, fragili-
zan la autonomía del Derecho. De esa forma, los principios jurídicos deben reflejar un
sentido constitucional reconocido en nuestra comunidad de modo vinculante, aunque
pasible de excepciones. Ejemplarmente podríamos citar la igualdad o la libertad. Hay
una dimensión anticipatoria de sentido, lo que significa que no es un concepto vacío y
que este norte ha de ser respetado de modo que, seguirlo o no, siempre demandará una
fundamentación que explicite la interpretación jurídica más adecuada (correcta).
Otra característica de los principios es el carácter de transcendencia. Para que un
principio tenga una función (o importancia) más allá de aquello que representaba en el
positivismo, es necesario superar la discusión meramente semántica. Un principio no es
un principio delante de su enunciado o en consecuencia de una relación lógico-aplicati-
va, pero, sí, delante de aquello que él enuncia. En verdad, una concepción de principio
coherente con el Constitucionalismo Contemporáneo, superador del positivismo en
sus tres características fundantes (hechos sociales, separación Derecho y Moral y discre-
cionalidad) —no puede contentarse con los análisis topográfico-analíticos.
Los principios guardan la dimensión de trascendentalidad en el Derecho. Hablar
del plano óntico del principio, es decir, de una especie de razón teórica que flota sobre
la regla o que sustenta la regla solamente tiene sentido si estuviésemos escindiendo la in-
terpretación de la aplicación y, por lo tanto, en último análisis, pensando en conceptos
sin cosas. En otras palabras, la percepción del principio provoca que este sea el elemento
que termina desvelándose y, al mismo tiempo, ocultándose en la propia regla. Es decir,
él (siempre) está en la regla. El principio es elemento instituidor, el elemento que exis-
tencializa la regla que él instituyó.
246 Lenio Streck

Solo que está encubierto. Hermenéuticamente, partimos de la premisa que es im-


posible escindir interpretación y aplicación y delante de la anticipación de sentido que
siempre es condición de posibilidad para el comprender, una regla siempre debe ser
interpretada delante de su principio instituidor, aunque de modo implícito (esto no
es «creación» de la hermenéutica; los principios constitucionales son la esencia del
Constitucionalismo Contemporáneo).
El principio solo se «realiza» a partir de una regla. No hay principio sin alguna
regla. Por detrás de una regla necesariamente habrá algún principio. Si creemos que
existen principios sin reglas, creeremos también que hay normas sin textos. Por consi-
guiente, habría el como hermenéutico (als) sin el cómo apofántico (wie); lo ontológico
sin lo óntico. El principio es, pues, el elemento comprensivo que va más allá de la regla, o
sea, transciende a la onticidad de la regla. En estos términos, los principios jurídicos de-
ben ser comprendidos a partir de la tesis de la discontinuidad como normas que poseen
imperatividad y que instituyen el mundo práctico al Derecho en el atravesamiento de la
porosidad de las reglas (transcendencia). Así, sirven como un «cierre» interpretativo,
siendo, por lo tanto, un obstáculo a la discrecionalidad judicial.
Las reglas, debido a su generalidad y abstracción, buscan anticipar las ocurrencias
fácticas en un plano ideal que carece, obviamente, de historicidad. Al ser interpretadas a
la luz de los principios hay un reingreso de la facticidad y de una dimensión justificativa.
Los principios no son ornamentos y tampoco conceptos vacíos que apuntan hacia la
dirección que agrade al intérprete.
Diferentemente, su normatividad direcciona los sentidos que reflejan la comun-uni-
dad (com + unidad) a que pertenecen. Finalmente, en una investigación etimológica
vemos que la palabra principio, del latín principium, que significa «inicio», «origen»,
«aquello que viene antes», «causa (primera)», y del griego arché (ἀρχή) que para los
filósofos pre-socráticos se refería a aquello que unificaría la existencia real estando pre-
sente en todos los momentos del ser. Bajo el punto de vista de la filosofía política, esta
raíz griega pasó a asumir otras significaciones («poder», «mando», «autoridad»,
«orden»). Esto puede ser visto en el concepto de anarquía (an + arché) que sería una
realidad social sin la presencia del Estado, es decir, una negación radical de cualquier
poder externo, autoridad (principio), como direccionador de conductas. Así, podría-
mos pensar que un Derecho sin principios sería anárquico. Diferentemente, un Dere-
cho con principios, dentro de un contexto intersubjetivo, refleja vínculos democráticos
y que por esto mismo necesitan ser observados.
REALISMO JURÍDICO

35
El realismo jurídico norteamericano y el realismo escandinavo fueron los dos mo-
vimientos más destacados de realismo jurídico. La versión estadunidense surgió en la
primera mitad del siglo XX y tuvo como principales representantes a John Chipmann
Gray, Morris Cohen, Jerome Frank, Karl Nickerson Llewellyn, Oliver Wendel Hol-
mes, entre otros. Sus adeptos son identificados por adoptar las siguientes posiciones:
a) mantienen su atención en los cambios y no sobre el carácter estático de la realidad
jurídica; b) afirman que los jueces ejercen una actividad creativa sobre el Derecho; c) el
Derecho es concebido no como fin, sino como medio para alcanzar objetivos sociales;
d) asumen una actitud científica direccionada a la observación de los hechos sociales; e)
en su concepción, el conjunto de reglas jurídicas no se coloca como el principal objeto
de análisis por la Ciencia del Derecho; y f ) critican los conceptos jurídicos tradicionales
y las normas entendidas en sentido tradicional, y abogan que esas últimas nada más se-
rían «profecías» para indicar lo que los tribunales probablemente irán a hacer —aquí
hubo, es verdad, una fractura en el movimiento realista frente a las divergencias trabadas
entre Jerome Frank y Karl Nickerson Llewellyn. El primero ( Jerome Frank) negaba la
posibilidad de llegarse a formulaciones de previsibilidad confiable, pues el juez estaría
condicionado, de manera incontrolable, por sus propias preferencias, idiosincrasias,
gustos, no solo en la selección de la regla o del precedente, sino también en la atribución
del significado de los hechos implicados, vale decir, en la manera de entender el caso
concreto, de encarar las declaraciones de los testimonios, en fin, de valorar los eventos;
ya el último (Karl Nickerson Llewellyn), defendía la posibilidad de efectuar racionali-
zaciones sobre la labor de los jueces que permitirían la formulación de previsiones, por
cuanto el juzgador generalmente responde a estímulos e incitaciones del ambiente en
que vive y tiende a comportarse según los patterns establecidos por sus predecesores y
otros componentes de su clase, dando origen a la uniformidad de las decisiones (Cas-
tignacioone, 2007).
La versión escandinava nació entre los años 1908 y 1917, sobre todo con el filósofo
sueco Axel Hägerström. Sus más destacados partidarios fueron Karl Olivecrona, An-
ders Vilhelm Lundstedt y Alf Ross. No obstante, los puntos en común con el realismo
norteamericano, el realismo escandinavo fue una corriente de pensamiento volcado,
más cercanamente, hacia la investigación teórica. Aunque ese movimiento haya sido
248 Lenio Streck

muy variado respecto a las líneas de contenido, es posible divisarle una identidad básica,
centrada en las preocupaciones anti-metafísicas de sus próceres, a ejemplo de Alf Ross,
que veía un vació en las especulaciones metafísicas en el campo del Derecho y de la
Moral, y para quien el Derecho nada más era un conjunto de hechos sociales, reducido
a un único mundo, el de la realidad empírica. Por lo tanto, de acuerdo con Alf Ross el
Derecho debería ser comprendido como un hecho social, cuya existencia y descripción
solamente pueden ser apreciadas en términos puramente fácticos, sensibles y empíricos,
sin necesidad de recurrirse a principios apriorísticos, morales, racionales o ideológicos
(Ross, 2000).
En términos generales, el realismo jurídico es una postura de sesgo no-cognitivista
(entendido en el sentido de la meta-ética). Para los realistas, el Derecho estaría muy
próximo de una técnica operacional y resultaría de aquello que el intérprete dice que él
es. De ahí se dice que el Derecho se realiza por la decisión misma. El realismo jurídico
se traduce en una forma acabada de positivismo fáctico que, al buscar superar el forma-
lismo-exegético, acabó por abrir camino para las discrecionalidades y decisionismos.
Se verifica, de ese modo, que no hay en las posturas realistas, precisamente en razón de
sus altas exigencias morales para con el Derecho, un compromiso con la autonomía del
Derecho. Lo que hay, esto sí, es una apuesta por el activismo judicial por medio de una
creencia en el protagonismo de los jueces. Según tal perspectiva, el juez, dentro de una
pluralidad de opciones correctas suministradas por el ordenamiento jurídico, estaría
autorizado, mediante un acto de voluntad, a escoger una de ellas a partir do su exclu-
sivo arbitrio. O en otros términos: el realismo tiene fundamentos pragmaticistas que
favorecen el obrar de sus predadores externos (ética, moral, economía, política) sobre la
formulación del Derecho, y cuya apuesta se mantiene firme en un constante «estado de
excepción hermenéutico», donde el juez funciona como protagonista, es decir, aquel
que resolverá los casos a partir de raciocinios y argumentos finalísticos.
Autores como José Luis Martí (2002, pp. 259-282) ponen en duda la compatibili-
dad conceptual del realismo con ideales políticos democráticos y liberales. En ese sen-
tido, al abordar la vertiente genovesa, alerta que el escepticismo realista respecto a la
interpretación jurídica, que desplaza toda la aplicación del Derecho del plano del cono-
cimiento hacia el plano de la voluntad, conduce a inevitables incompatibilidades con (i)
la separación de los poderes (todos los poderes pensados por el Barón de Montesquieu
confluyen hacia apenas uno: el Judicial); (ii) el Estado de Derecho (si las normas no
pueden ser conocidas, no tiene sentido hablarse de previsibilidad, seguridad jurídica, y
tampoco igualmente de leyes generales, abstractas y pre-existentes); (iii) la protección
de los derechos individuales (si todo está en el ámbito de la voluntad de los magistra-
dos, los derechos solo pueden ser preservados cuando ellos quieran que lo sean); y (iv)
la democracia (las nociones de representación política y de ejercicio popular del poder
presuponen normas jurídicas anteriores que las fundamenten).
Diccionario de Hermenéutica 249

Así como el positivismo, el realismo es una tesis/teoría extremamente compleja, al


comenzar por su base teórica y de la propia relación con el positivismo en aquello que
está en su genealogía: el «yo pongo». Por eso, la base teórica de las tesis realistas reside
en el empirismo inglés del siglo XVII. El conocimiento solo existe a partir de los senti-
dos. Los positivistas del siglo XIX cambiaron ese dato empírico (proporcionado por los
sentidos) por la ley, por las pandectas o por los precedentes. No hay conocimiento a no
ser aquello que está en esos textos.
Se puede decir que los realistas contemporáneos son más coherentes con el empi-
rismo que los del siglo XIX, al no admitir otra realidad que no sea el hecho empírico.
Los realistas, así, son más positivistas que los propios positivistas del siglo XIX y los
contemporáneos pos-hartianos. Por eso, los realistas son positivistas fácticos (los posi-
tivistas sociologistas adoptan un empirismo más radical), que cuenta con trazos, nece-
sariamente, de un positivismo psicológico, de ahí la aproximación del realismo con el
Derecho Libre y las corrientes voluntaristas. En común: la ley (los textos jurídicos) son
apenas manifestaciones metafísicas (conceptos sin cosas). Por eso la validez solo ocurre
con la decisión jurídica. La discusión entre los realistas residirá en el modo cómo esa
decisión es construida y cómo ella servirá para el futuro para nuevas decisiones. Véase,
así, que para los realistas escandinavos la norma jurídica no subsiste como entidad inde-
pendiente. El texto jurídico (la ley) solo existe cuando un juez la aplica y los ciudadanos
lo aceptan. Las normas formales no obedecidas no son Derecho. Ya el realismo norte-
americano ex surge como un Derecho de los jueces. El Derecho será aquello que los
tribunales decidieron.
El Derecho es la vida cotidiana. Es hecho social. Puesto por una autoridad: el juez.
De nuevo, nítidamente un positivismo fáctico. Porque para los realistas norteamerica-
nos el Derecho no está primeramente en las normas, pero, sí, en la sociedad. Para ellos,
hay una escisión, un abismo entre el texto y la decisión jurídica. La norma jurídica es va-
cía. Como en el realismo escandinavo, son conceptos sin cosas. Las leyes son metafísica
(en el sentido onto-teo-lógico del término). No hay normas generales. Una norma solo
dice algo por la boca del juez, que dirá ese sentido a partir de la observación empírica.
Hans Kelsen también no creía que las normas generales pudiesen controlar la decisión,
pero entendía que la decisión judicial (individual) es Derecho porque es autorizada por
una norma superior.
Los realistas rechazan esa jerarquización —que es normativista. Para ellos, la deci-
sión judicial crea Derecho porque produce resultados sociales eficaces. La norma jurí-
dica, así, apenas sirve como una directriz, como un plan de viaje que debe ser cumplido
por el juez. También se puede decir que las normas no son prescripciones y sí descrip-
ciones más o menos afortunadas del comportamiento del juez. Por eso la ciencia jurí-
dica es incapaz de conocer normas, que pasan a ser apenas un elemento secundario en
el realismo.
250 Lenio Streck

Para Rodríguez Puerto (2011; 2012), las tesis realistas son susceptibles de muchas
críticas. No es correcto decir que las normas jurídicas no controlan en absoluto la deci-
sión judicial. Además, si los jueces crean Derecho, deben estar autorizados para aquello
por alguna norma previa. A eso los realistas contestarían, afirmando que, en última
instancia, el Derecho se funda en la aceptación sociológica: la idea del soberano, por
ejemplo, es una ficción para encubrir ese hecho. No obstante, resulta poco realista negar
el papel organizador proporcionado por innumerables leyes, que no dependen de lo
que digan los jueces, por ejemplo, parcela considerable de las leyes procesales, admi-
nistrativas, las crean las universidades, etc., y no dependen del arbitrio interpretativo.
Finalmente, Rodríguez Puerto (2011, pp. 20 y ss.) afirma que hay duda acerca de la
calificación de positivista a los realistas norteamericanos.
Por una parte, parece lógico así considerarlos como tales, porque identifican el De-
recho con todo lo que el juez decide, o sea, el Derecho es aquello que la judicatura
dice que es. De otra parte, relacionan estrictamente lo jurídico con el desarrollo social y
económico. Solo que eso une Derecho y Moral al estilo utilitarista, lo que los apartarían
del positivismo stricto sensu, porque introducen criterios morales en el momento de
la determinación del Derecho. Sea cual fuera la matriz adoptada, se trata de una tesis
incuestionablemente anti-hermenéutica y que pone en segundo plano la producción
democrática del Derecho. Es, además, un pensamiento que no procede a la necesaria
reconstrucción de la integridad (respecto a la tradición auténtica) del Derecho aplica-
ble. Para sus adeptos, el «caso concreto» acaba transformándose en una coartada para
la práctica de decisionismos y arbitrariedades por parte de jueces y tribunales, o sea, se
piensa en el caso concreto como un pasaporte para un «mundo de naturaleza herme-
néutica», en el cual cada uno posee su proprio «territorio» de sentidos.
En otra perspectiva, el realismo jurídico se aproxima a las posturas no interpretativistas.
Se sabe que hay una disputa histórica entre los teóricos norteamericanos sobre cómo debe
ser encarada, metódicamente, la interpretación de la Constitución. Thomas Grey (1975,
pp. 703 y ss.) apunta, en ese sentido, dos posiciones contrapuestas: a) el interpretativismo,
pertinente a la postura originalista según la cual los límites de libertad de conformación
del legislador deben estar en los límites del texto escrito, es decir, la grafía constitucional
sería suficiente para que los límites al processo político sean determinados e instaurados; y
b) el no-interpretativismo, relacionado con una especie de política constitucional, lo que
la aproxima, por eso, a las ideas defendidas por el realismo jurídico.
Para Luis Alberto Warat, en el realismo la figura del dios legislador es trasladada
hacia la institución donde el juez cumple el papel de un creador divino. Al negar que
las normas jurídicas posibiliten una previsión infinita de las consecuencias jurídicas, los
realistas se apegan a un exagerado escepticismo.
Esta también es una crítica que Herbert Hart hacía a los realistas. Rechazan, por así
decir, la autonomía del Derecho, al punto de fortalecer la idea de que el texto legal sería
Diccionario de Hermenéutica 251

apenas un conjunto de enunciados metafísicos que cumple tan solamente la función


retórica de justificar las decisiones de los jueces. Para el realismo, la actividad del juez es
básicamente un acto de voluntad, debiéndose considerar como fuentes de esa voluntad
todos los motivos que influyen en su acto de decisión. En sus vertientes más extremas,
se aboga que la ley es solo una coartada que permite encubrir, técnicamente, los juicios
subjetivos de valor del juez. O dicho de otra forma: la ley otorgaría una estructura ra-
cional a los componentes irracionales que determinan la decisión del juez. Llevada a
sus últimas consecuencias, la postura realista acaba permitiendo que una perturbación
externa cualquiera, como la situación social de los magistrados, el ambiente de los tri-
bunales, los medios de comunicación, sea, en muchas hipótesis, las causas reales de los
procesos de elaboración de las decisiones judiciales. No interesando, por lo tanto, saber
lo que las normas afirman, pero sí lo que los jueces dicen que las normas dicen (Warat,
1994).
Es por todo eso que el realismo jurídico es relativista y apegado a subjetivismos: el
caso concreto es sinónimo de pragmatismo y deconstructivismo, un mix que hoy invade
el Derecho brasileño y sustenta una «ideología del caso concreto». Se produce, así,
un positivismo jurisprudencialista. Tiene razón Alfonso García Figueroa cuando aduce
que, en la actualidad, parece haber una especie de realismo jurídico inconsciente en la
«motivación» de los jueces en los procesos judiciales. Al final, como ya fue esclarecido,
el realismo jurídico se basa en la concepción de que el raciocinio judicial deriva de un
proceso psicológico.
Y eso sucede porque los juristas —en especial los jueces— no creen en la capacidad
justificadora del sistema jurídico. El realismo es escéptico delante de las normas jurídi-
cas, pues las considera «puro papel hasta que se demuestre lo contrario». Así, la vida
del Derecho es «experiencia». Por eso, el Derecho pasa a ser aquello que los jueces
dicen que es (Figueroa, 2012, pp. 433 y ss.).
Un realista asumido como Alejandro Nieto (2000, pp. 28 y ss.) llega a decir que no
hay normas generales en el Derecho: el juez que debe elaborar en cada litigio la regla
concreta de su decisión puede aprovecharse de lo que otros jueces ya hicieron, no obs-
tante siempre con la consciencia de que no está lidiando con una norma general. Caso
por caso, sin admitir generalización alguna, el juez debe ir ponderando el valor del de-
recho a informar y el derecho a la intimidad, para decidir posteriormente. Lograr una
armonía sistémica entre el juez y la ley es una tarea intelectual fascinante y teóricamente
factible que no nos autoriza, sin embargo, a olvidar que el equilibrio que vale no es de
las teorías y de los sistemas, sino lo que se alcanza ocasionalmente por algunos jueces
en algunas de sus decisiones. Esa tesis es correctamente criticada por Manuel Atienza
(2000, p. 741), para quien, si los jueces operasen de esa manera puramente casuística y
se construyese así la jurisprudencia, el Derecho sería desde luego indeterminado, con
lo que la seguridad jurídica sería un mito y la experiencia jurídica, en suma, se parecería
bastante a una pesadía.
252 Lenio Streck

Finalmente, resta señalar la relación del realismo (lato sensu) con el no-cognitivismo
ético. En ese sentido, el concepto del no-cognitivismo de Arthur Ferreira Neto (2013)
se aproxima a lo que Cláudio Michelon Junior (2004) afirma sobre las posturas realistas
y los positivismos descriptivos: son las posturas según las cuales o bien los valores de
verdad no pueden ser atribuidos a cualquier enunciado sobre el Derecho o bien los
valores de verdad son irrelevantes en lo que se refiere a los enunciados jurídicos. Por
eso, en Brasil la dogmática jurídica está siempre más próxima del no-cognitivismo ético,
porque sus respuestas son de acuerdo con lo que piensa el autor. Por consiguiente, en
eso no reside ningún criterio de coherencia y integridad y tampoco existe una preocu-
pación por la verdad.
RESPUESTA ADECUADA A LA CONSTITUCIÓN
(RESPUESTA CORRECTA)

36
La discusión sobre la posibilidad y necesidad de respuestas correctas en el Derecho
echa raíces en la historia de la filosofía y en la propia discusión fundamental sobre la
verdad. No por casualidad, el debate jurídico contemporáneo retoma la lucha contra
los diversos tipos de escepticismo, intentando no reincidir en su opuesto ingenuo que
defendería fundamentos últimos y absolutos para el conocimiento («formalismos»,
«jurisprudencia mecánica», algunos «iusnaturalismos» y demás).
El positivismo de Herbert Hart intenta huir de ese dilema, mostrando de qué ma-
nera el Derecho ya operaría entre uno y otro extremo, en la existencia de reglas jurídicas
identificables en los contextos socio-prácticos. No obstante, se detiene delante de los su-
puestos casos difíciles, en las llamadas zonas de penumbra, en que relega la decisión a la
discrecionalidad del juez que actuaría como si fuese un legislador intersticial. Es en ese
punto en que Herbert Hart se detiene en el lugar en que su discípulo Ronald Dworkin
comienza llamando la atención para que igualmente en esos casos, más allá de las reglas,
aún hay algún standard normativo actuando en la decisión.
Ronald Dworkin se vale, entonces, de la categoría normativa de los principios para
atacar el modelo de reglas positivista. Estas primeras críticas a la discrecionalidad ju-
dicial lo llevaron a desarrollar una Teoría del Derecho más amplia, que incluye en su
núcleo la famosa tesis de la respuesta correcta. En sus palabras, «admito que los prin-
cipios del derecho son la mayoría de las veces tan equilibrados que los que favorecen al
demandante parecerán, tomados en conjunto, más fuertes para algunos abogados, pero
para otros, más débiles. Sustento que igualmente así tiene sentido que cada una de las
partes reivindique la prerrogativa de salir vencedora y, a consecuencia de eso, de negar al
juez el poder discrecional de decidir en favor del otro» (2002, p. 203). Contra caracte-
rizaciones de su tesis que puedan causar confusión, él aclara: En una teoría que defiende
la discrecionalidad, ninguna de las partes tiene realmente derecho a algo, debiendo la
Judicatura reconocer ese derecho por medio de la mejor interpretación, pero que el de-
recho es puramente dependiente de la interpretación que el juez haga (Dworkin, 2002,
p. 502). Y eso no es democrático, porque desplaza el polo de sentido del Derecho en
dirección de la discrecionalidad judicial.
254 Lenio Streck

Se reconoce, entonces, un derecho a una decisión judicial, en que no se está pre-


guntando meramente la opinión del juez sobre el caso. Un escéptico obstinado podría
insistir que se trata de un mito, pero, como Ronald Dworkin advierte, su obstinación
y su éxito valen como argumentos de que no se trata de un mito. Se trata de una fuerza
observable que coordina las prácticas jurídicas.
Así, intentando ofrecer una mejor explicación filosófica para el fenómeno del De-
recho, Ronald Dworkin demuestra como él moviliza la identificación de las prácticas
jurídicas con su lectura bajo la mejor luz, atendiendo en la decisión a una adecuación
institucional y a una mejor justificativa substantiva: «cualquier juez obligado a deci-
dir una demanda descubrirá, si mira en los libros adecuados, registros de muchos ca-
sos plausiblemente similares, decididos hace décadas o igualmente siglos por muchos
otros jueces, de estilos y filosofías judiciales y políticas diferentes, en periodos en los
cuales el proceso y las convenciones judiciales eran diferentes. Al decidir el nuevo caso,
cada juez debe considerarse como un complejo emprendimiento en cadena, del cual
esas innumerables decisiones, estructuras, convenciones y prácticas son la historia; es
su trabajo continuar esa historia en el futuro por medio de lo que él hace ahora. Él debe
interpretar lo que ocurrió antes porque tiene la responsabilidad de llevar adelante la
incumbencia que tiene en manos y no partir hacia alguna nueva dirección. Por lo tanto,
debe determinar, según su propio juzgamiento, el motivo de las decisiones anteriores,
como realmente es, tomando como un todo, el propósito o el tema de la práctica hasta
entonces» (2005, p. 235).
Véase, entonces, el modo como Ronald Dworkin huye a la determinación causal del
Derecho por las prácticas jurídicas convencionales, como huye también de su «inven-
ción» por las preferencias personales del juez o por metas políticas. Tener un derecho
debe ser algo diferente de todo aquello, algo que no se legitima por un test mecánico
de pedigree, ni es una especie de «derecho sin derechos» en que todo es negociable en
cada momento. Cada juez se posiciona en la historia institucional, debiendo interpretar
lo que ocurrió y darle continuidad de la mejor manera posible. Cada toma de decisión
debe articularse al todo coherente del Derecho, manteniendo una consistencia con los
principios constitutivos de la comunidad. Ronald Dworkin se compromete con las de-
cisiones judiciales correctas a través de la coherencia e integridad normativas.
En ese sentido, es correcta la observación de Horacio Neiva: Si el modelo propuesto
por Ronald Dworkin es el Derecho como integridad, es este modelo que irá a determi-
nar el exacto impacto de las elecciones institucionales en el contenido del Derecho. Las
doctrinas de los precedentes y de la supremacía legislativa no determinan por sí solas el
contenido del Derecho, o el significado de una parcela de la práctica para este conteni-
do, ya que ellas mismas son parte de esa práctica. El texto claro de una norma debe ser
aplicado por los jueces (es decir, en casos como esos, ellos deben reconocer que el texto
claro de la ley equivale al Derecho aplicable al caso) no en virtud de la supremacía legis-
lativa, sino de la relevancia dada a esa supremacía dentro del modelo de la integridad.
Diccionario de Hermenéutica 255

Es por cuenta de eso que Ronald Dworkin afirma que si un juez pretendiese ignorar
la supremacía legislativa y el precedente estricto siempre que ignore esas doctrinas se
permite que él mejore la integridad del Derecho, juzgada apenas como una cuestión de
substancia, entonces él habría violado la integridad global [overall] (2016a).
En un modelo hermenéutico (Crítica Hermenéutica del Derecho) o integrativo
(dworkiniano), sentencia y sentencias de segunda instancia son actos de decisión y no
de elección. Son actos de poder en nombre del Estado. Ronald Dworkin afirma que la
decisión judicial es un acto de responsabilidad política —y él lo defiende en los campos
de la lógica, de la filosofía del lenguaje, de la teoría de la norma, de la decisión judicial,
de la filosofía moral y política, además de la meta-ética, como se ve detalladamente en
su «respuesta a sus críticos» (2005, 447-564). Por eso mismo es que la decisión judicial
no es una mera opción por una o más tesis. En ese sentido, Heinrich Rombach deja cla-
ro que el análisis auténtico del fenómeno de la decisión exige un desprendimiento con
relación a las representaciones y modelos habituales del fenómeno. Afirma que tanto
el decisionismo irracional como el racionalismo —y las correspondientes teorías de la
decisión que se forman a partir de ellas— acaban por obstruir el problema en la medida
en que tornan indiferentes el fenómeno de la decisión y el fenómeno de la elección.
Así, decidir es diferente de elegir. Y esa diferencia no se presenta en un nivel valorativo
(o sea, no se trata de afirmar que la decisión es mejor o peor que la elección), pero, sí,
estructural. Respuestas de elección son respuestas parciales; respuestas de decisión son
respuestas totales, en las cuales entra en juego la existencia entera (1977).
En el caso de la decisión jurídica (sentencia), es posible adaptar la fórmula propues-
ta por Heinrich Rombach para decir que ella presupone un comprometimiento por
parte del agente judicante con la moralidad de la comunidad política. Es por eso que la
jurisdicción, en un cuadro como ese, no efectúa un acto de elección entre diversas po-
sibilidades interpretativas cuando ofrece la solución para un caso concreto. Ella efectúa
«la» interpretación, ya que decide —y no elige— cuáles son los criterios de ajuste y
substancia (moralidad) que son subyacentes al caso concreto analizado. Por lo tanto,
hay una diferencia entre «el decidir», que es un acto de responsabilidad política y «el
elegir», que es un acto de razón práctica. El primero es un acto estatal; el segundo, de la
esfera de lo cotidiano, de actuar estratégico.
Por eso, la democracia siempre corre peligro si la aplicación del Derecho por los
jueces y tribunales es hecha sin una adecuada teoría de la decisión judicial, en suma, de
una criteriología y, finalmente, sin mirar en una respuesta correcta, que a partir de la
Crítica Hermenéutica del Derecho denomino de respuesta adecuada a la Constitución
(2014a; 2017).
Al problema de la decisión y la necesidad o no de respuestas correctas-adecuadas las
diversas teorías proporcionan distintas respuestas. Las teorías positivistas (inclusivas y
exclusivas), los neo-constitucionalismos y el autodenominado no-positivismo de Ro-
256 Lenio Streck

bert Alexy rechazan la tesis de que pueda existir una respuesta correcta para cada caso.
La teoría discursiva habermasiana apuesta por la existencia de una respuesta correcta, así
como Ronald Dworkin con su one right answer. Niklas Luhmann (2005) no enfrenta
esa cuestión, pero su teoría parece no admitir relativismos y discrecionalismos. Cuando
elaboré la tesis de la necesidad de respuestas correctas en el Derecho (entendidas como
constitucionalmente adecuadas), no realicé una simple adhesión a la propuesta de Ro-
nald Dworkin. Eso porque no podemos ignorar la diferencia entre el sistema jurídico
del common law y del civil law. Además de eso, mi propuesta está sustentada en los pre-
supuestos de la hermenéutica filosófica gadameriana, siendo que —aunque sea posible
hacer una aproximación Gadamer-Dworkin, con lo que Rodolfo Arango (1999) tam-
bién concuerda— no es la teoría de base adoptada por el iusfilósofo norteamericano.
En otras palabras, la posibilidad de obtenerse «respuestas correctas» no está, pues,
en la vinculación (pura y simple) de los precedentes judiciales, pero, sí, en la fundamen-
tación/justificación de la síntesis hermenéutica que solamente ocurre en la applicatio.
En este punto estoy de acuerdo con Rodolfo Arango: la tesis de la respuesta correc-
ta solamente es factible a partir de la hermenéutica filosófica y, añado, de la Crítica
Hermenéutica del Derecho. He ahí el divisor de aguas entre las teorías analíticas y la
hermenéutica.
Para alcanzar la respuesta correcta —denominada en la Crítica Hermenéutica del
Derecho de respuesta adecuada a la Constitución— se utilizó el camino promisor dise-
ñado a partir de la imbricación de la hermenéutica filosófica gadameriana con la teoría
del «law as integrity» de Ronald Dworkin, ambas importantes para la formación de
la Crítica Hermenéutica del Derecho. En efecto, ambas son antirrelativistas y antidis-
crecionales, apostando, respectivamente, por la tradición, coherencia y en la integri-
dad para contener las «contingencias» del Derecho, que seducen a los jueces a juzgar
pragmáticamente. Más aún, Hans-Georg Gadamer y Ronald Dworkin no separan la
«interpretación» de la «aplicación» (de ahí la noción de applicatio, que rompe con
la antigua tripartición entre subtilitas intelligendi, subtilitas explicandi y subtilitas appli-
candi, todo aconteciendo como applicatio).
Para ellos y para la Crítica Hermenéutica del Derecho, no hay grado cero en la inter-
pretación. Como soporte filosófico a la tesis de la respuesta correcta-adecuada, Hans-
Georg Gadamer (1990a) va a decir que de las «gilt der Sache nach auch dort, wo sich
das Verständnis unmittelbar einstellt und gar keine ausdrückliche Auslegung vorge-
nommen wird», o sea, que una interpretación es correcta cuando nadie se pregunta so-
bre el sentido atribuido a algo; que «Alle rechte Auslegung muss sich gegen die Willkür
von Einfällen und die Beschränktheit unmmerklich Denkgewohnheit abschirmen und
den Blick auf die Sachen selber richten» (toda correcta interpretación debe proteger-
se de la arbitrariedad y del carácter limitado de los hábitos mentales inadvertidos, de
modo a volcarse a las cosas mismas); y, más aún, que «So ist die ständige Aufgabe des
Diccionario de Hermenéutica 257

Verstehens, die rechten, sachangemessenen Entwürfe auszuarbeiten, das heisst Vorweg-


nahmen, die sich na den Sachen erst bestätigen sollen, zu wagen», es decir, la constante
tarea de comprender consiste en elaborar proyectos correctos, adecuados a las cosas, o
sea, elaborar hipótesis que solo deben ser confirmadas en las cosas mismas.
Vale recordar que Hans-Georg Gadamer ya nos advierte sobre la importancia de
la interpretación en el Derecho, y de la verdad que también se da en ella: para la po-
sibilidad de una hermenéutica jurídica es esencial que la ley vincule por igual a todos
los miembros de la comunidad jurídica. Cuando no es este el caso, como en el caso del
absolutismo, donde la voluntad del señor absoluto está encima de la ley, ya no es posi-
ble hermenéutica alguna, «pues un señor superior puede explicar sus propias palabras,
hasta contra las reglas de la interpretación común». En este caso, sí que surge la tarea de
interpretar la ley, de modo que el caso concreto se decida con justicia dentro del sentido
jurídico de la ley. La voluntad del monarca, no sujeto a la ley, puede siempre imponer
lo que le parece justo, sin atender a la ley, es decir, sin el esfuerzo de la interpretación.
La tarea de comprender y de interpretar solo ocurre donde se pone algo de tal modo
que, como tal, es vinculante, y no abolible (1998, pp. 488-489). Y, más adelante, afirma
que lo que es verdaderamente común a todas las formas de la hermenéutica es que el
sentido de aquello que se trata de comprender solamente se concretiza y se completa
en la interpretación, pero que, al mismo tiempo, esa acción interpretadora se mantiene
enteramente atada al sentido del texto. Ni el jurista ni el teólogo ven en la tarea de la
aplicación una libertad delante del texto (1998, p. 493).
Por lo tanto, tanto en Hans-Georg Gadamer como en Ronald Dworkin es posible
distinguir buenas y malas decisiones (pre-juicios auténticos/legítimos e inauténticos/
ilegítimos), lo que significa que, cualesquiera que sean sus puntos de vista sobre la jus-
ticia y el Derecho a un tratamiento igualitario, los jueces también deben aceptar una
restricción independiente y superior, que deriva de la integridad, de las decisiones que
profieren. En la especificidad, Ronald Dworkin, al combinar principios jurídicos con
objetivos políticos, pone a disposición de los juristas/intérpretes un manantial de po-
sibilidades para la construcción/elaboración de respuestas coherentes con el Derecho
positivo —lo que confiere un blindaje contra discrecionalidades (si así se quisiera, se
puede llamar a eso de «seguridad jurídica»)— y con la gran preocupación contempo-
ránea del Derecho: la pretensión de legitimidad. En Brasil, de especial importancia son
las contribuciones respecto de la tesis dworkiniana del Derecho como integridad de Ro-
naldo Porto Macedo Júnior (2013) y Emilio Peluso Meyer (2017), con su visión proce-
dimentalista del control de constitucionalidad, que posibilita asegurar mayor seguridad
jurídica y reducción de activismos en el ejercicio de la función jurisdiccional. En la mis-
ma línea, la obra coordinada por José Emilio Ommati (2016). Y aquí, evidentemente,
parece innecesaria la advertencia de que no se trata de una simple o simplista trasplan-
tación de una sofisticada tesis del common law hacia el terreno del civil law. Hay, inclu-
sive, una nítida ventaja en hablar de principios —y en la aplicación de estos— a partir
258 Lenio Streck

de la Constitución brasileña en relación con el Derecho norteamericano. Del mismo


modo, hay una ventaja en la discusión de la relación «Derecho-Moral» desde el inmen-
so e intenso catálogo principiológico abarcado por la Constitución brasileña, cuestión
bien caracterizada en aquello que viene siendo denominado institucionalización de la
moral en el Derecho, circunstancia, de hecho, que refuerza la autonomía del Derecho,
principalmente si no fuera entendido a partir de una postura jurisprudencialista. En
ese sentido, para Francisco Borges Motta (2017, p. 258), una teoría democráticamente
adecuada de la decisión jurídica debe tener su legitimidad confirmada de dos modos:
por un lado, debe ser producto de un procedimiento constitucionalmente adecuado,
que garantice a los interesados aquello que Ronald Dworkin llama de participación
moral (dimensión substantiva); por otro lado, la decisión debe ser fundamentada en
una interpretación que, dirigida a la integridad, honre la responsabilidad como virtud.
Fundamentalmente, se trata de superar las tesis convencionalistas y pragmatistas a
partir de la obligación de que los jueces respeten la integridad del Derecho y aplicarlo
coherentemente, debiendo verse el artículo 926 del Código de proceso civil de Brasil
(Streck, 2016b). Podemos decir que se trata de una teoría sobre la responsabilidad in-
terpretativa del juez, que no permite que él se exonere por un fundamento pre-dado
objetivamente, ni por una construcción subjetiva, pero lo sitúa en un contexto inter-
subjetivo de fundamentación. Aquí también el juez está arrojado a una historia de la
cual no dispone libremente.
En síntesis: la respuesta correcta (adecuada) tiene un grado de alcance que evita de-
cisiones ad hoc. Entiéndase, aquí, la importancia de las decisiones en sede de jurisdicción
constitucional por su papel de proporcionar la aplicación en casos similares, problemá-
tica bien presente en el § 1° artículo 489 del Código de proceso civil de Brasil, es decir,
no se considera fundamentada alguna decisión judicial, sea ella interlocutoria, senten-
cia o sentencia de segundo grado, que: I- se limita a la indicación, a la reproducción o a
la paráfrasis de acto normativo, sin explicar su relación con la causa o la cuestión deci-
dida; II- emplea conceptos jurídicos indeterminados, sin explicar el motivo concreto de
su incidencia en el caso; III- invoca motivos que se prestarían para justificar cualquier
otra decisión; IV- no enfrenta todos los argumentos deducidos en el proceso capaces
de, en general, invalidar la conclusión adoptada por el juzgador; V- se limita a invocar el
precedente o el enunciado de la súmula, sin identificar sus fundamentos determinantes
ni demonstrar que el caso bajo juzgamiento se ajusta a aquellos fundamentos; y VI- deja
de seguir el enunciado de la súmula, jurisprudencia o precedente invocado por la parte,
sin demonstrar la existencia de distinción en el caso en juzgamiento o la superación del
entendimiento.
Se puede hablar, así, de un derecho fundamental a la obtención de una respuesta
adecuada a la Constitución o, si se quiere, una respuesta constitucionalmente adecuada
(o, también, de una respuesta hermenéuticamente correcta en relación con la coheren-
cia y a la integridad del Derecho, que tiene en la Constitución a su alfa y omega). Esa
Diccionario de Hermenéutica 259

respuesta (decisión) sobrepasa el raciocinio causal-explicativo, porque busca en el ethos


principiológico la fusión de horizontes demandada por la situación que se presenta. La
decisión constitucionalmente adecuada es applicatio (supera, por lo tanto, la escisión
del acto interpretativo en conocimiento, interpretación y aplicación —a las tres subtili-
tates mencionadas anteriormente). No olvidemos que la constante tarea del compren-
der consiste en elaborar proyectos correctos, adecuados a las cosas, como bien recuerda
Hans-Georg Gadamer.
Aquí no hay otra «objetividad» además de la elaboración de la opinión previa a ser
confirmada. Tiene sentido, así, afirmar que el intérprete no va directamente al «tex-
to», a partir de la opinión previa acabada e instalada en él. Al contrario, expresamente,
coloca a la prueba esa opinión a fin de comprobar su legitimidad, aquello que significa,
su origen y su validez.
El derecho fundamental a una respuesta correcta (constitucionalmente adecuada a
la Constitución) no implica la elaboración sistémica de respuestas definitivas, porque
eso provocaría un congelamiento de los sentidos. Las respuestas definitivas presuponen
el secuestro de la temporalidad. Y la hermenéutica practicada por la Crítica Hermenéu-
tica del Derecho es fundamentalmente dependiente de la temporalidad. El tiempo es el
nombre del ser. O sea, la pretensión a respuestas definitivas (o verdades apodícticas) ni
siquiera tendría condiciones de ser garantizada. La decisión (respuesta) será adecuada
en la medida en que fuera respetada, en mayor grado, la autonomía del Derecho (que
se presupone producido democráticamente), evitada la discrecionalidad (además de la
abolición de cualquier actitud arbitraria) y respetada la coherencia y la integridad del
Derecho, a partir de una detallada fundamentación. Es importante referir que, confor-
me afirma Ronald Dworkin, cualquier juez obligado a decidir una demanda descubrirá,
si mira en los libros adecuados, registros de muchos casos plausiblemente similares, de-
cididos hace décadas o igualmente siglos por muchos otros jueces, de estilos y filosofías
judiciales y políticas diferentes, en periodos en los cuales el proceso y las convenciones
judiciales eran diferentes.
Al decidir el nuevo caso, cada juez debe considerarse como un complejo emprendi-
miento en cadena, del cual esas innumerables decisiones, estructuras, convenciones y
prácticas son la historia; es su trabajo continuar esa historia en el futuro por medio de
lo que él haga ahora. Él debe interpretar lo que ocurrió antes porque tiene la responsa-
bilidad de llevar adelante la incumbencia que tiene en manos y no partir hacia alguna
nueva dirección. Por lo tanto, debe determinar, según su propio juzgamiento, el motivo
de las decisiones anteriores, el cual realmente es, tomado como un todo, el propósito o
el tema de la práctica hasta entonces.
La búsqueda de respuestas correctas es un remedio contra el espíritu que lo engen-
dró: el positivismo y su característica más fuerte, la discrecionalidad. La respuesta ade-
cuada a la Constitución, una respuesta que debe ser confirmada en la propia Consti-
260 Lenio Streck

tución, no puede —bajo pena de lesión del principio democrático— depender de la


consciencia del juez, del libre convencimiento, de la búsqueda de la «verdad real», etc.
Combatir la discrecionalidad, el activismo, el positivismo fáctico, etc. —que, como se
sabe, son algunas de las diversas caras del subjetivismo— significa compromiso con la
Constitución y con la legislación democráticamente construida, en el interior de la cual
hay una discusión, en el plano de la esfera pública, de las cuestiones ético-morales de
la sociedad. De ahí el acierto de Rodolfo Arango (1999), al decir que los límites de la
actividad judicial no residen en las virtudes personales del juez, pero, sí, en la sujeción
a las reglas del discurso práctico general y en la concordancia con los principios y pre-
ceptos substantivos previstos en el Derecho (cuestión que asume especial relevancia en
los ordenamientos que incorporan principios substantivos o materiales, transformando
en obligación jurídica su realización, aproximándolas a un ideal moral, como es el caso
de la Constitución brasileña). La respuesta correcta presupone un efectivo grado de au-
tonomía del Derecho. Parece evidente que la respuesta correcta parte de la posibilidad
de comprender discursos verdaderos, que serán construidos tomando en consideración
la estructura jurídica que compone el universo de la sociedad de un determinado país.
Presupone, también, una criteriología. Y una concepción de verdad que pasa lejos de
cualesquiera postura relativista.
La respuesta correcta está relacionada con la superación del objetivismo y del sub-
jetivismo. Por eso la noción de respuesta correcta es incompatible con pragmaticismos,
realismos y todas las formas de positivismo.
Respuesta correcta, finalmente, quiere decir que esta —la respuesta— nunca sucede-
rá antes de que las preguntas sean realizadas. Las preguntas implican el establecimiento
de criterios para encontrar respuestas adecuadas. El conjunto de criterios indicativos a
ser realizados puede comenzar por la verificación, a contrario sensu, de cuando el Poder
Judicial es obligado a aplicar una ley (acto normativo lato sensu). Así, un juez solamente
puede dejar de aplicar una ley en seis hipótesis: (i) cuando la ley sea inconstitucional,
ocasión en que debe ser aplicada la jurisdicción constitucional difusa o concentrada;
(ii) cuando estuviera delante de criterios de antinomias; (iii) cuando estuviera delante
de una interpretación conforme a la Constitución; (iv) cuando estuviera delante de
una nulidad parcial con reducción de texto; (v) cuando estuviera delante de la incons-
titucionalidad con reducción de texto; y (vi) cuando estuviera delante de una regla que
se confronte con un principio, ocasión en que la regla pierde su normatividad delante
de un principio constitucional, entendido este como un standard, del modo como es
explicitado en «Verdad y Consenso» (2014b; 2017).
Fuera de esas hipótesis, el juez tiene la obligación de aplicar, pasando a ser un deber
fundamental. Del mismo modo, en determinadas situaciones, el juez deberá responder
a tres indagaciones fundamentales: si está delante de un derecho fundamental con exi-
gibilidad, si el atendimiento a ese pedido puede ser, en situaciones similares, universa-
Diccionario de Hermenéutica 261

lizado, es decir, concedido a las demás personas y si, para atender a aquel Derecho, se
está o no haciendo una transferencia ilegal-inconstitucional de recursos, que lesiona la
igualdad y la isonomía. Con esas tres preguntas será posible verificar si el acto judicial
es activista o está apenas realizando, contingentemente, la judicialización de la política.
Siendo una de las tres preguntas respondida negativamente, se estará, con razonable
grado de certeza, delante de una actitud activista.
En la búsqueda de la respuesta correcta (adecuada a la Constitución), existen, tam-
bién, los cinco principios/standards que son fundantes de la decisión jurídica, que están
explicitados en mis libros «Jurisdicción Constitucional y Decisión Jurídica, Comenta-
rios a la Constitución del Brasil» (Introducción - Principios de la Interpretación de la
Constitución) y «Verdad y Consenso». Son ellos: (i) Principio uno: la preservación de
la autonomía del Derecho; (ii) Principio dos: el control hermenéutico de la interpreta-
ción constitucional - la superación de la discrecionalidad; (iii) Principio tres: el respeto
a la integridad y a la coherencia del Derecho; (iv) Principio cuatro: el deber funda-
mental de justificar las decisiones; y (v) Principio cinco: el derecho fundamental a una
respuesta constitucionalmente adecuada (Streck, 2013, 2014b; 2017). Esos principios
se funden con las seis hipótesis —explicitadas anteriormente— por las cuales la judica-
tura puede dejar de aplicar una ley, en la medida en que son intercambiables. También
ocurrirá la necesidad de hacerse las tres preguntas fundamentales antes referidas, para
filtrar y apartar actitudes/decisiones de carácter activista.
En cierto sentido, y guardadas las debidas diferencias paradigmáticas, otro crite-
rio que podrá ser útil para verificar si la decisión es correcta/adecuada al Derecho/a
la Constitución, aunque no exclusivamente, es una antigua herramienta proveniente
del neopositivismo lógico, primera manifestación del «linguistic turn». Se trata de la
condición semántica de sentido, que puede —guardada la especificidad y con los cui-
dados necesarios para con los límites que la expresión «semántica» puede representar
en el interior de una hermenéutica que está sustentada en el teorema fundamental de-
nominado de «diferencia ontológica» (como es el caso de la Crítica Hermenéutica
del Derecho)— contribuir sobremanera para apartar enunciados meramente retóricos/
performativos, que apenas esconden raciocinios subjetivistas lato sensu en las decisiones
judiciales. En conclusión, «el elemento lógico-analítico ya presupone siempre el ele-
mento ontológico-lingüístico» (Streck, 2015f, p. 161). Por lo tanto, cualquier enun-
ciado proferido en una decisión jurídica o en el ámbito del proceso judicial siempre
estará insertado en esa presuposición de carácter hermenéutico. Es en este sentido que
el uso del «test» de la condición semántica puede contribuir para la búsqueda de res-
puestas adecuadas. Al fin y al cabo, sabemos que la hermenéutica ocupa un nivel de
lenguaje diferente del ocupado por la analítica, locus en que se encuentran, por ejemplo,
las posturas neopositivistas. Hablo, aquí, no del ámbito de la hermenéutica (logos her-
menéutico), pero, sí, del plano apofántico. Como ya fue explicitado por Ernildo Stein
y por mí, es posible hacer epistemología en la hermenéutica (Streck, 2017; Stein, 2017,
262 Lenio Streck

Presentación al libro «Verdad y Consenso»). La hermenéutica no rechaza el nivel lógi-


co-epistémico. La comprensión debe ser siempre explicitado en un nivel apofántico. Lo
que no podemos hacer es confundir los niveles en los cuales nos movemos y descubrir,
por ejemplo, que un enunciado ya contiene todas sus hipótesis de sentido o que este sea
meramente performativo.
La separación entre lo epistemológico y el nivel concreto no es lo mismo que dividir lo
transcendental y lo empírico. La posición hermenéutica no pretende eliminar los proce-
dimientos y dispensar el ámbito óntico. Es decir, son los elementos objetivos (ónticos)
que pueden, de plano, apartar incongruencias, contradicciones y falacias lingüístico-
discursivas presentes en las decisiones judiciales. Por lo tanto, esta herramienta/criterio
puede ser útil para apartar las respuestas incorrectas, inadecuadas y/o falsas.
Explicando mejor. Si afirmamos que «llueve allá afuera», ese enunciado puede ser
falso o verdadero, bastando colocar la partícula «no» y mirar hacia afuera. Con eso, se
verifica que el enunciado «llueve allá afuera» es falso. Entretanto, si afirmamos —utili-
zando un ejemplo que Luis Alberto Warat (1995a, p. 41) citaba frecuentemente— que
«los duendes se enamoran en mayo», ese enunciado es imposible de ser verificado. Si
afirmamos que los duendes se enamoran en mayo o septiembre o que los duendes no
se enamoran, ¿qué importancia eso tendrá, a no ser en el campo de la poética o de la
ficción? Los enunciados retóricos y argumentos performativos acostumbran ser anémi-
cos, vacíos de contenido (los neopositivistas decían que eran enunciados metafísicos).
Muchas veces, la simple colocación de la negación (o, si fuera el caso, de una afirmación)
tiene la condición de desmontar un discurso con pretensiones de verdad y que tan so-
lamente esconde un conjunto de raciocinios subjetivistas y/o ideológicos. Obsérvese:
no se trata de, simplemente, apelar a una verificación empírica stricto sensu. En el plano
hermenéutico, se trata de buscar en la tradición auténtica (ese concepto es hermenéu-
tico y puede ser verificado en la voz pre-juicios auténticos y pre-juicios inauténticos) la
existencia de sentidos que confirman el enunciado en su historia institucional (ver la
voz «método» hermenéutico).
Un ejemplo interesante es el conocido caso del toro de Osborne, ocurrido en España
(Streck, 2014b, p. 600 y ss.), juzgado por el Superior Tribunal de Justicia de España.
En 1988, fue aprobada la Ley de las Carreteras, que, en uno de sus dispositivos (art.
24), prohibió la colocación de publicidad en las zonas vecinas y visibles de la entrada.
La pena por el incumplimiento era una cuantiosa multa. La empresa Osborne, antes
de la entrada en vigencia de la ley, retiró la palabra «veterano» de los inmensos toros
negros a poca distancia de la entrada (eran inmensos outdoors, conteniendo en el centro
la marca del Brandy de Jerez «veterano»). Entrando en vigencia la ley, la empresa fa-
bricante del Brandy de Jerez fue multada. La querella llegó al STJ español. La discusión:
¿qué es publicidad? ¿El «inmenso toro negro» es publicidad, igualmente sin la palabra
«veterano»? El tribunal dio por vencedor de la causa al fabricante del Brandy de Jerez,
utilizando argumentos como «el toro ya no transmite algún mensaje a los espectadores,
Diccionario de Hermenéutica 263

en la medida en que la palabra “veterano” fue retirada»; «para la generalidad de los ciu-
dadanos, el toro se transformó en algo decorativo, que ya forma parte del paisaje»; «la
presencia de la expresión “veterano” no provocó que aumentase el consumo del Brandy
de Jerez»; «el toro es estéticamente bonito»; «el toro es como una escultura, y no
como un outdoor»; el «toro no contamina el paisaje». Se percibe, aquí, nítidamente,
el modo como la decisión fue labrada bajo el cribo de la discrecionalidad. El tribunal
decidió sin ningún respeto a la integridad y a la coherencia del derecho, además de no
ser una decisión por principio.
En el plano de la condición de sentido aquí explicitada y transportando la proble-
mática para el «caso Osborne», se tiene que los fundamentos de la decisión del tribu-
nal español se resienten mínimamente de la condición semántica de sentido proprio de
cualquier análisis a ser realizado en el plano de la analítica (hablo, aquí, de la semiótica,
que, apofánticamente, puede ser útil como criterio para apreciación de la validez de
un discurso). Pero, lo más importante es la presencia de un conjunto de enunciados
retóricos (o proto-retóricos), que no pasan por cualquier criterio de verificabilidad, ni
siquiera en el plano apofántico del lenguaje. O sea: ¿de qué modo la decisión consegui-
ría sobrepasar uno de los criterios del neopositivismo lógico (el primero es la condición
sintáctica), la condición semántica de sentido? ¿Cómo saber el modo como las personas
ven a los grandes toros negros, de más de cuatro metros de altura, a poca distancia de
las autopistas? Se está delante de un enunciado empírico, en que el «sí» y el «no» son
absolutamente arbitrarios. Y eso es extremamente problemático en el ámbito del Dere-
cho, en que un caso jurídico exige una decisión. Del mismo modo, el argumento acerca
del no aumento del consumo del Brandy de Jerez es irrelevante.
En este caso, aunque si se pudiese probar el aumento o no del consumo, ¿qué im-
portancia eso tendría? Más aún, ¿cuál es la importancia de afirmarse que el toro es esté-
ticamente bello? ¿Existe una teoría sobre «la belleza de los toros»? ¿Cómo apreciar el
gusto? ¿Y cuál es la relevancia jurídica de ese argumento? Finalmente, si fuese relevante
el argumento acerca de la «finalidad decorativa» del toro, se estaría liberando la colo-
cación de cualquier escultura a poca distancia de las autopistas españolas. Por lo tanto,
colocándose la negación delante de un discurso o una afirmativa delante de una nega-
ción, es posible verificar si el enunciado tiene posibilidades mínimas de ser verdadero en
el plano de la verificabilidad y, hermenéuticamente, en el ámbito de lo «mínimamente
necesario» (Streck, 2014a), es decir, en lo tocante a aquello que un a priori compartido
consigue demonstrar.
Vale decir, ese «mínimamente necesario de sentido» adviene de las condiciones
engendradas por la tradición y que pueden incorporar un sentido positivo para la histo-
ria, en un sentido próximo a aquel que Norbert Elias llama de «Proceso Civilizador».
Aplíquese la «fórmula» a las afirmaciones presentes en las decisiones judiciales, como
«el clamor público está para justificar la prisión preventiva». Si fuéramos a colocar un
«no» en la afirmación, tal circunstancia no traerá cualquier alteración en el universo
264 Lenio Streck

fenoménico, ya que esa condición de sentido es imposible de verificar. Es arbitraria. O,


como en el caso de la decisión de la jueza de Rio de Janeiro que, en los autos de la acción
civil pública (0315505-67.2011.8.19.0001), negó el pedido de la Defensoría Pública
para que el sistema prisional cesase con la práctica de raspar los cabellos de los detenidos
a su ingreso en el sistema prisional, por violación a la dignidad. Al negar el pedido, la
jueza realizó una ponderación entre «la supuesta violación del derecho a la identidad
y el derecho individual y colectivo de mantener las condiciones de higiene y salud de
la población carcelaria, no queda duda que debe ser prestigiado este». Pero no explicó
el porqué de esa «ponderación». ¿Por qué, por ejemplo, esa orden de raspar la cabeza
solamente tiene validez para la población masculina? Las mujeres no necesitan cortarse
el cabello. Sobre eso, dice la jueza: «Ora, es sabido que el corte de cabello y barba pre-
viene determinadas plagas transmisoras de enfermedades, así, como no se puede negar la
realidad de que las mujeres son más aseadas que los hombres, además de representar un
efecto carcelario infinitamente menor que el efecto masculino, por lo que no se puede
pretender comparar situaciones tan dispares para fundamentar la pretensión». Aquí, si
colocamos la partícula «no», igualmente nada se altera, ya que la afirmación de que las
mujeres son más higiénicas que los hombres está lleno de metafísica onto-teo-lógica (ver
la voz «metafísica moderna»), es decir, es un «concepto sin cosa», con la ausencia de
la diferencia ontológica (ver la voz correspondiente). No es posible que, en este periodo
de la historia, podamos continuar sustentando interpretaciones que sustenten hábitos
personales en criterios estereotipados de género; o, tampoco, que se de validez a una
interpretación que cree ser el número de personas (mayor o menor) el factor determi-
nante para que una peste o plaga se extienda. O que la simple invocación de enunciados
performativos como «clamor social» u «orden público» tenga la condición de «crear
realidad». No se trata, apenas, de decirse que falta un sustentáculo empírico para los
enunciados adoptados por la sentencia de la jueza de Rio de Janeiro o en decisiones que
invocan argumentos meramente retóricos. O sea, no es apenas la ausencia de estudios
criteriosos que imposibilita apuntar el acierto del enunciado realizado por la jueza. Es
también la tradición y las condiciones concretas de nuestra consciencia histórica que
apuntan hacia aquello. Delante del panel histórico en que se desdobla nuestro proceso
civilizador, simplemente no es posible ofrecer, como criterios de discriminación o jus-
tificadores de tratamientos inicuos, banalidades que replican clichés sobre supuestas
diferencias de género o la expresividad numérica en la diseminación de plagas y pestes.
En el caso de la jueza de Rio de Janeiro, en la especificidad, no hay algún estudio o com-
probación mínimamente acreditativo que apunte el acierto del enunciado hecho por la
jueza. Por lo tanto, así como en el caso del toro de Osborne, también en ese juzgamiento
la decisión no es pasible de «verificabilidad hermenéutica».
Decisiones así fundamentadas no se sustentan. Está claro que es posible afirmar
que el tribunal español y la jueza brasileña se equivocaron no apenas porque utilizaron
conceptos sin verificabilidad, sino, sobre todo, porque los argumentos de los cuales se
Diccionario de Hermenéutica 265

valieron no encuentran respaldo en el orden legal/constitucional, es decir, no enfrenta-


ron el hecho de que la prohibición legal —en el caso de España— fue creada para evitar
la distracción de conductores y, con eso, el número de accidentes de tránsito, y por la
propia preservación del aspecto estético del paisaje. Así, para juzgarla inconstitucio-
nal, debería el tribunal demonstrar porque la simple retirada del letrero provocaría que
los conductores no se distraigan delante del outdoor con la imagen del toro. Sin men-
cionar que necesitaría demonstrar cuál y en qué medida un derecho fundamental del
conductor estaría siendo violado con la retirada de las imágenes, lo que también parece
improbable. En el caso de la jueza de Rio de Janeiro, su decisión es equivocada también
porque no consigue demonstrar el tratamiento desigual entre hombres y mujeres, y no
explicó porque la práctica del «corte cero» sería una conducta obligatoria. Necesitaría
demonstrar que eso de hecho previene enfermedades en la prisión. Pero es necesario
tomar en cuenta que, en el aspecto retórico de la fundamentación de la decisión, los
enunciados retóricos pueden haber sido determinantes. Y es por eso que, una vez desnu-
dados los argumentos que fueron utilizados en los juzgamientos sin base en alguna tra-
dición legítima, el constreñimiento epistémico provocado por ese desvelamiento puede
representar un papel preponderante para una alteración en la decisión en sede recursal.
También cuando la judicatura afirma que «decide de tal modo delante del libre
convencimiento», además de una clara confrontación al artículo 371 del Código de
Proceso Civil brasileño, también estará delante de la imposibilidad de apreciación del
enunciado, ya que es imposible verificar algo que está en la esfera de la subjetividad del
intérprete. Más aún, estando la preventiva extendiéndose ya hace más de seis meses, por
ejemplo, cualquier afirmativa en el sentido de que «el acusado tiene que permanecer
preso porque la impunidad debe ser combatida» carece de condición de sentido. Afir-
mándose lo contrario, igualmente habremos satisfecho la mínima condición de sentido
que provoque alteraciones en el universo fenoménico que representa el encarcelamiento
de una persona. Finalmente, nadie, a no ser el acusado, se pone a favor de la impunidad.
Consecuentemente, la fundamentación calcada en ese tipo de argumento está vacía de
contenido. Los ejemplos son continuos y pueden ser encontrados en cualquier decisión
judicial. En los crímenes sexuales, hay un enunciado performativo que es utilizado fre-
cuentemente: «en los crímenes de estupro, la palabra de la víctima es de fundamental
importancia», por lo tanto, transformado en plenipotenciario para usar la palabra de
la víctima como elemento condenatorio. En este caso, es evidente que la palabra de la
víctima posee importancia. Pero es el contexto (facticidad) que dará sentido al enuncia-
do. Pronunciado con pretensión universalizante, está vacío de sentido (Streck, 2014a,
p. 97 y ss.).
Con certeza, hay casos en que la palabra de la víctima no asume fundamentalidad.
En un concurso público, fue planteada la siguiente pregunta para ser respondida con
«falso» o «verdadero» para el enunciado: ¿un individuo nacido en México puede ser
presidente de la República del Brasil? Quien respondió «falso» se equivocó, según el
266 Lenio Streck

solucionario. En verdad, el enunciado tiene el mismo sentido que afirmar que «el agua
hierve a 100 grados centígrados». No es falso, ni verdadero. Dependerá, en el primer
caso, del individuo haber sido o no registrado en la embajada, según la legislación bra-
sileña; en el segundo caso, la respuesta «falso» o «verdadero» dependerá del lugar en
que el enunciado fuera pronunciado, porque su veracidad depende de las condiciones
como la pureza de una presión atmosférica de 1 atm (que es la presión atmosférica al
nivel del agua del mar).
De ese modo, cualquier decisión judicial o enunciado jurídico deben ser pasibles de
ser objeto de una «condición hermenéutica de verificabilidad». Obviamente que no
se está proponiendo un retorno al empirismo contemporáneo (así también era llamado
el neopositivismo lógico, que surgió delante de la algarabía que se formó en torno de
las posibilidades de hacer ciencia). Alzada a otro nivel, la condición semántica de senti-
do —con los cuidados ya apuntados— puede contribuir inmensamente para separar la
paja del trigo en el ámbito del discurso jurídico. Hermenéuticamente, es posible afirmar
que hay siempre un plano lingüístico en el cual está asentada la tradición que implica un
determinado concepto o enunciado. Su enunciación con objetivo meramente retórico
y/o performativo —a partir de frases de efecto o conceptos imposibles de ser mínima-
mente verificables— debe ser excluida a partir de los diversos mecanismos que la Crítica
Hermenéutica del Derecho pone a disposición de la comunidad jurídica.
En síntesis, la respuesta correcta o adecuada a la Constitución es una imposición de
la democracia. La Teoría del Derecho tiene la difícil tarea de responder a las demandas
procedentes del interior de una dogmática jurídica aún rehén de un discurso en que el
libre convencimiento o libre apreciación de la prueba aún es una «fatalidad», fruto del
sujeto autoritario de la modernidad. Por eso, en primer lugar, hay que cuidarse para que
una discusión de esa cualidad, tratando del libre convencimiento o libre apreciación de
la prueba, no sea desvirtuada y acabe en una conclusión fatalista. La refutación de la
permisión para que los jueces realicen una «libre apreciación» de la prueba no signifi-
ca que haya una precisión completa de su apreciación, como por ejemplo, si un testigo
está mintiendo o no. Hay que hacer una reconstrucción consistente del caso narrado,
ajustándolo a la historia institucional del Derecho. Esa operación es tan compleja que, si
tomamos en consideración la propuesta de Ronald Dworkin, es necesario representarla
por medio de una metáfora (o un arquetipo) de un juez con capacidades sobrehumanas
(Hércules) para realizarla.
Pero, ¿por qué Ronald Dworkin recurre a una metáfora para describir esa actividad
del juzgador que tiene la tarea de reconstruir el sentido de los hechos ajustándolo de for-
ma adecuada a la historia institucional del Derecho? Aquí es necesario percibir que hay
una sutileza que no siempre aparece bien aclarada por los intérpretes que se proclaman
oficiales de la obra. La importancia de la metáfora está mucho más en lo simbólico del
«trabajo de Hércules» que, simplemente, en el aspecto «sobrehumano» que la mito-
Diccionario de Hermenéutica 267

logía griega articula para este personaje. O sea, la asunción de la responsabilidad política
coloca bajo los hombros del juzgador el peso de un «trabajo de Hércules». Y así lo es
justamente para no dejar que nuestra apreciación sobre el juzgamiento del caso jurídico
sea delegada en favor de la discrecionalidad o de un «acto de voluntad» del juzgador,
es decir, para evitar justificativas pobres y simplistas de las razones que llevaron al juez
a decidir de tal forma.
Respuesta adecuada a la Constitución/respuesta correcta significa tener responsa-
bilidad política y eso implica asumir una obligación no apenas «de resultado», sino
también «de medio», haciendo, aquí, una alusión a la teoría general de las obligacio-
nes. Y eso se demostrará en la fundamentación del juez. Los fundamentos expuestos
por el juez deben, necesariamente, enfrentar substancialmente todos los argumentos
planteados por las partes, de forma clara y sólida, de tal modo que la parte pueda saber
no apenas lo que se decidió, sino qué es lo que llevó al juez a decidir de tal forma (esa
obligación, de hecho, está prevista en el artículo 489 del Código de Proceso Civil bra-
sileño vigente desde 2015, antes explicitado). Y podemos indicar, también, que, con
relación a la preponderancia, por ejemplo, de la prueba documental sobre otro tipo de
prueba, la eventual «regla» que puede ser derivada de eso no necesita ser retirada de
un índice fijo ni tampoco de una apreciación personal del juzgador. Podemos examinar
una determinada comunidad política y percibir, en las prácticas jurídicas que allí son
desarrolladas y en el conjunto de principios que la sustenta, que la interpretación más
adecuada de la historia institucional es aquella que, para el caso, la prueba documental
debe prevalecer. Pero, nótese que eso es el resultado de un trabajo constructivo de in-
terpretación de toda materia jurídica que el caso implica. Un trabajo hercúleo, por lo
tanto. Por eso, «decidir» no es lo mismo que «elegir».
Ora, si permitimos o aceptamos, fatalísticamente, el «libre convencimiento» (con
el adjetivo motivado o no), estamos permitiendo que el juez decida arbitrariamente y
posteriormente fundamente de cualquier modo, conforme la opción que prefiere. Es-
taríamos, entonces, reconociendo como verdadera la afirmación de Jean-Jacques Rous-
seau de que «después que la voluntad es fijada, la razón viene en busca de sus fundamen-
tos». Y eso no puede ser así, no porque la Crítica Hermenéutica del Derecho o Ronald
Dworkin no quieran que sea así. Fundamentalmente, no puede ser así porque, dentro
de una estructura democrática, el Derecho —y su interpretación— debe ser resultado
de una práctica intersubjetiva. Este todo también significa que no se decide primero
para, solo después, fundamentar. Y es posible afirmar eso porque es imposible llegar
al otro margen del río sin pasar por el puente, o por algún mecanismo que permita al
intérprete saltar de un margen a otro, conforme por mí fue representado por el «dile-
ma del puente» o «aporía de la travesía del abismo gnoseológico» (2014a; 2017). La
fundamentación, en este caso, es el puente o el mecanismo tecnológico que viabiliza esa
especie de salto. De lo contrario, sería lo mismo que decidir jugando «cara o cruz»,
por ejemplo. ¿Pero si igualmente así acertamos? La respuesta es simple: ese «acierto»
268 Lenio Streck

provoca que el juez actúe de la manera correcta, por el simple hecho de que acertó por
simple «suerte» (es decir, siempre hay cincuenta por ciento de posibilidad). No trató a
todos con igual consideración y respeto y, justamente por eso, incumplió con su respon-
sabilidad política. Por otro lado, no olvidemos que el juez no vio el hecho que está bajo
juzgamiento (aquí se está hablando de valoración de la prueba y no simplemente de la
interpretación de la ley). Si él hubiese visto, no podría juzgar. Él recibe narrativas. Y las
narrativas son textos. Y los textos son eventos. Y sobre ellos no se pode decir cualquier
cosa. La ley también es una narrativa.
La doctrina es narrativa. Más aún, es necesario tener cuidado para no caer en el en-
gaño de la escisión entre cuestión de hecho y cuestión de Derecho. Desde siempre, una
cuestión de hecho ya está «juridizada». Y la cuestión de Derecho ya está «factualiza-
da». Por lo tanto, la narración que un testigo ofrece sobre algo es una narración de un
fenómeno que se refiere al Derecho. Y viceversa.
No podrá proporcionar cualquier versión. Porque existe el contradictorio. Experi-
mente hacer eso con sus colegas de aula. Sobre un fenómeno. Vea si es posible inventar
cosas. Eso solamente sería posible si un hecho dependiese apenas de la visión de una
única persona y que nada más sirviese para complementar la narrativa en términos de
construcción probatoria. Solo que, en este caso, la prueba sería o será insuficiente. Na-
die prueba nada apenas basado en el relato de una persona. A menos que ese relato
tenga consistencia fáctica (y, por lo tanto, jurídica). Pero si así fuera, ya no sería solo la
dependencia «de la narrativa personal».
La palabra que Martin Heidegger utiliza es Gegenständlichkeit, es decir, «peleamos
contra la objetividad del mundo»; «peleamos» contra algo que transciende la mera
construcción mental de un sujeto, ya sea él testigo, abogado o juez. Por último, es ne-
cesario recordar una cosa más: en términos filosóficos, el libre convencimiento es im-
posible de ser demostrado. Eso solamente sería posible si admitiésemos la existencia de
un grado cero de sentido y que el sujeto cognoscente pudiese, de forma solipsista, sin
constreñimientos estructurales-externos, decir cualquier cosa sobre el mundo. Solo que
él pelearía en el —y contra el— «travesaño» de los sentidos. Es como si usted quisiera
imponer su narrativa en la cotidianidad sin tomar en cuenta la tradición. Invente algún
concepto y salga por ahí. Pero, cuidado: los sentidos se dan en un a priori comparti-
do. Aunque usted piense, por su «libre convencimiento», que las serpientes cascabeles
pueden ser domesticadas, es probable que la serpiente cascabel real, esa que la tradición
nos lega, le muerda a usted.
Lo mismo se dice en relación con el solipsismo, ya que libre convencimiento, libre
apreciación de hechos y derecho, así como otras subjetividades del género como «juz-
gamientos conforme la consciencia», no pasan de versiones de ese subjetivismo pro-
ducto del lenguaje privado del intérprete (ver la voz «solipsismo»). El juez, delante de
su poder institucional (Privilegio Cognitivo del Juez, mito creado por la teoría jurídica
Diccionario de Hermenéutica 269

posterior a Oskar von Bülow), puede decir que una determinada cosa es otra cosa. Por
ejemplo, puede «decidir» que un filete bovino es una costilla, pero solo puede hacer
eso en los autos de un proceso judicial; ya no carnicería, no. Allí —en la carnicería—
hay una tradición (ver la voz «Pre-juicios auténticos y pre-juicios inauténticos») acerca
del sentido de las partes (pedazos de carne) que componen un animal bovino. Y existe
la autoridad de la —y de esa— tradición. Del mismo modo esto sirve para hablar sobre
la apreciación de pruebas. No hay nunca libre apreciación. Y si el juez inventa o distor-
siona declaraciones, habrá un remedio jurídico. Existe el contradictorio.
Por eso, es difícil entender la insistencia de la doctrina jurídica en continuar sus-
tentando, en tiempos de intersubjetividad, el poder de libre convencimiento o de libre
apreciación de la prueba. Se trata de una cuestión inherente a la democracia. El propio
mundo desmiente que podamos «apreciarlo libremente». En él nos movemos y acer-
tamos miles de veces por día. ¿Por qué en los autos de un proceso podría ser posible
afirmar cualquier cosa, bajo el argumento de que el juez es libre para apreciar? El gran
problema, aquí, es la tradición inauténtica. Siglos de filosofía de la consciencia propor-
cionaron ese estado de cosas en que el campo jurídico es uno de los últimos reductos
del sujeto moderno. Es uno de los últimos lugares en que la barbarie interior (Mattéi,
1999) no quiere ceder ante los constreñimientos externos procedentes de la intersubje-
tividad. Eso sirve tanto para decidir sobre el laudo pericial como para definir si hubo o
no legitima defensa.
Una respuesta adecuada a la Constitución —o respuesta correcta— rechaza argu-
mentos/fundamentos como el «libre convencimiento», «libre apreciación de la prue-
ba» y el uso de los principios como coartadas teóricas. La decisión, aunque dada por un
juez (en el caso de una decisión monocrática) no es un acto individual, porque es (debe
ser) el producto de un debate público, elaborado con razones públicas, y que vincula a
las personas en nombre de la comunidad democrática.
No tiene sentido alguno escribir tratados al respecto del Derecho al contradictorio
o del deber de fundamentar decisiones si la decisión es, al final de cuentas, aquello que
el juez concluye, íntimamente, que era. El Derecho no es aquello que los jueces dicen
que es. Decidir es actuar con responsabilidad política. Responsabilidad de medio (no
de resultado), de construir la respuesta correcta a partir de la mejor interpretación po-
sible del material jurídico básico (leyes, códigos, precedentes, etc.) y de los principios
que conforman ese emprendimiento colectivo (que remiten, a su vez, a la dimensión
de la dignidad humana). Es una cuestión de postura, pues, de actitud, delante de un
problema jurídico (y no solo moral y no solo político y no solo económico). Responsa-
bilidad de aplicar el Derecho correctamente. Una cuestión de principio: garantizar los
derechos de quien efectivamente los posee.
SENTIDO COMÚN TEÓRICO DE LOS JURISTAS

37
La expresión sentido común teórico viene de Luis Alberto Warat, eminente profe-
sor argentino que desvelo las máscaras de lo «obvio», mostrando/ denunciando, en el
ámbito de la Teoría del Derecho, que las «obviedades, certezas y verdades» transmi-
tidas por la dogmática jurídica no pasan de construcciones retórico-ideológicas. No es
que todo el discurso dogmático-jurídico sea ideológico; pero parcela considerable lo
es, en la medida en que se constituye en un espacio simbólico de «represalias discursi-
vas», «justificaciones ad hoc» y «neo-sofismizaciones», dado que el jurista, cuando
es conveniente, ignora cualquier posibilidad de las palabras tener «ADN». Uno de los
objetos de su crítica era la traducción de los ementários, con pretensiones de universa-
lización.
Fundamentalmente, aún hoy —cada vez más— la producción doctrinaria que se re-
laciona a aquello que se puede denominar de dogmática jurídica continúa caudataria de
las decisiones tribunalícias, en que campos enteros del saber son eliminados para remitir
a los hombres a una esfera simbólica altamente estandarizada, instituida y capitalizada
a favor del modo de semiotización dominante. O sea, la doctrina continúa doctrinando
poco. Contra ese tipo de «drible hermenéutico» Luis Alberto Warat construyó este
concepto, que viene a ser la manera por la cual la dogmática jurídica instrumentaliza
tales cuestiones.
Es importante resaltar que cuatro son las funciones del sentido común teórico de los
juristas especificadas por Luis Alberto Warat, introductor en la teoría jurídica brasileña
de ese concepto: la función normativa, por intermedio del cual los juristas atribuyen
significación a los textos legales, establecen criterios re-definitorios y disciplinan la ac-
ción institucional de los propios juristas. La segunda función es ideológica, ya que el
sentido común teórico cumple una importante tarea de socialización, homogeneizando
los valores sociales y jurídicos, de silenciamiento del papel social e histórico del Dere-
cho, de proyección y de legitimación axiológica, al presentar como éticos y socialmen-
te necesarios los deberes jurídicos. En un tercer momento, el sentido común teórico
cumple una función retórica, que complementa la función ideológica, pues su misión
es efectivizarla. En este caso, el sentido común teórico opera como condición retórica
de sentido, proporcionando un complejo de argumentos (lugares ideológico-teóricos
272 Lenio Streck

para el raciocinio jurídico). Por último, el sentido común teórico cumple una función
política, como derivativa de las demás. Esa función se expresa por la tendencia del saber
acumulado en re-asegurar las relaciones de poder. Por eso, añade, es fácil percibir como
el conocimiento jurídico acumulado consigue presentar los dispositivos del poder —
plurales, dispersos y dependientes de tendencias— como un conjunto unívoco y bien
ordenado a los fines propuestos (1995a; 1995b).
La significación dada o construida vía sentido común teórico contiene un cono-
cimiento axiológico que reproduce los valores sin, no obstante, explicarlos. Conse-
cuentemente, esa reproducción (inauténtica de los pre-juicios, en el sentido presentado
anteriormente) conduce a una especie de conformismo de los operadores jurídicos. El
sentido común teórico sofoca las posibilidades interpretativas. Cuando es sometido a la
presión de lo nuevo, (re)acciona institucionalizando la crítica. Para aquello, abre posi-
bilidades de disidencias apenas posibles (delimitadas previamente).
O sea, en el interior del sentido común teórico, se permite, difusamente, (apenas) el
debate periférico, mediante la elaboración de respuestas que no superen el techo herme-
néutico prefijado (horizonte de sentido). Estamos delante del sentido común teórico de
los juristas, como enseña Luis Alberto Warat (1982), cuando observamos que la forma
de la concepción de racionalidad científica es apropiada en la praxis del Derecho, verifi-
cando como ninguno de los factores, aparentemente rechazados, deja de manifestarse.
Y el conocimiento científico del Derecho termina siendo un cúmulo de opiniones va-
lorativas y teóricas, que se manifiestan de modo latente en el discurso, aparentemente
controlado por la episteme. El sentido común teórico de los juristas es un conocimiento
constituido, también, por todas las regiones del saber, aunque aparentemente, suprimi-
das por el proceso epistémico. El sentido común teórico no deja de ser una significación
extra-conceptual al interior de un sistema de conceptos, una ideología al interior de la
ciencia, una doxa al interior de la episteme.
El sentido común teórico también puede ser representado por la expresión habitus,
que significa el conjunto de creencias y prácticas que componen los pre-juicios del juris-
ta, que tornan su actividad rehén de la cotidianidad (algo que podemos denominar de
concretud óntica), donde hablará del Derecho y sobre el Derecho. Es desde siempre y
como siempre que el Derecho así ha sido, que proporciona la rutinización del obrar de
los operadores jurídicos, propiciando a ellos, en lenguaje heideggeriano, una «tranqui-
lidad tentadora». Véase, como ejemplo, la resistencia de la comunidad jurídica en aban-
donar la noción de «libre convencimiento», arraigado en el imaginario de los juristas y
que, igualmente con la alteración del Código de Proceso Civil brasileño de 2015, conti-
núan obrando como si no hubiese ocurrido una alteración legislativa. El habitus es una
especie de «casa tomada», donde el problema de estar rehén del habitus no se presenta
siquiera como (als) un problema. Es el lugar donde la suspensión de los pre-juicios no
ocurre, imposibilitándose su confrontación con el horizonte crítico.
Diccionario de Hermenéutica 273

En síntesis, el habitus viene a ser el locus de la decadencia para el discurso in-auténti-


co repetitivo, psicologizado y des-ontologizado. Tales cuestiones aparecen de forma di-
fusa, a partir de una amalgama de los más distintos métodos y «teorías», en su mayoría
calcados en inconfesables procedimientos abstracto-clasificatorios y lógico-subsunti-
vos, donde el papel de la doctrina, la mayoría de las veces, se resume en un constructo de
cuño conceptualizante, caudatario de las decisiones tribunalícias; a su vez, la jurispru-
dencia, en ese contexto, se reproduce a partir de comentarios que esconden la singulari-
dad de los casos. Se trata de un conjunto de procedimientos metodológicos que buscan
«garantías de objetividad» en el proceso interpretativo, siendo el lenguaje relegado a
una mera instrumentalidad. El resultado de aquello es que ese tipo de «procedimen-
talismo metodológico» acaba por encubrir «lingüísticamente, de modo permanente,
los componentes materiales del dominio de la norma». El sentido común proporciona
la «simplificación» del mundo jurídico, a través del cual el jurista se «socializa» e
interpreta el Derecho.
Uno de los modos más comunes para identificar el sentido común teórico es cuan-
do el jurista (doctrinador o juez, miembro del ministerio público y demás aplicadores
del Derecho) confunden anti-positivismo o pos-positivismo con cualquier postura que
supere el formalismo jurídico (positivismo clásico). Así, las posturas voluntaristas en
general, una vez que superen (o derroten) al «juez boca de la ley» acaban recibiendo
el «sello» pos-positivista en el interior del sentido común teórico-jurídico. Se trata
de la incorporación de la tesis «la voluntad supera a la razón», lo que provoca que
las posturas insertadas en el sentido común teórico retornen siempre al inicio del siglo
XX. Se trata del viejo voluntarismo ya presente, embrionariamente, en Duns Escoto y
Guilherme de Ockham (Dios, por su voluntad, podría crear lo que quisiese, hasta con-
tradecirse, lo que explicaría la intervención divina posterior por intermedio de los mila-
gros). Como se puede percibir, después, en Thomas Hobbes, la voluntad se transforma
en autorictas: pone el Derecho, sin ninguna vinculación con cualquier amarra moral,
política o económica. El lema —que es central en el positivismo— es «autorictas non
veritas facit legem». Eso todo aún parece asombrar al Derecho contemporáneo.
Los tribunales «hacen» el Derecho según su voluntad, inclusive pudiendo contra-
decirse impunemente, juzgar de un modo e intervenir después (porque así lo quieren)
en la propia creación jurisprudencial. O en la creación del Legislador. Y en la Constitu-
ción. Hay resquicios teológicos (esa voluntad que se transforma en voluntad de poder
admitida explícitamente en Hans Kelsen en el octavo capítulo de la «Teoría Pura del
Derecho») en ese imaginario jurídico.
SOLIPSISMO

38
Del latín solus (solo) e Ipse (igualmente), el solipsismo puede ser entendido como la
concepción filosófica de que el mundo y el conocimiento están sometidos estrictamen-
te a la consciencia del sujeto. Él asujeta el mundo conforme su punto de vista interior.
Epistemológicamente, el solipsismo representa el coronamiento de la radicalidad del
individualismo moderno en su sentido más profundo.
Eso quiere decir que el solipsismo es, de cierta forma, resultado de la propia mo-
dernidad, o sea, derivado del paradigma metafísico que encontró en la subjetividad del
hombre el punto de fundamentación última para todo el conocimiento sobre el mundo.
Se trata de un fundamentum inconcussum absolutum veritatis, un fundamento definiti-
vo e indubitable que sustenta todo el conocimiento posible, encontrando su morada, a
partir de las Meditationes de Prima Philosophia de Descartes, en la subjetividad indivi-
dual del sujeto.
A partir de ese momento, la noción «sujeto» muda completamente en la filosofía,
tornándose aquel ente en relación con el cual todas las cosas se determinan.
De ahí la noción de solipsismo: el sujeto que se basta a sí mismo. La palabra «sí
mismo» o «egoísmo» en alemán se traduce por Selbstsucht, representando a aquel que
es viciado en sí mismo (Selbstsüchtiger). Conforme la terminología de Immanuel Kant,
uno de los grandes representantes de la metafísica moderna, el «yo pienso» (Ich denke),
la subjetividad, es el vehículo de todos los conceptos del entendimiento que posibilita
el acceso al mundo. La subjetividad humana, sustentada por ese «yo» es la estructura
transcendental que posibilita todo el conocimiento sobre el mundo, independiente-
mente de cualquier tipo de relación o contexto histórico-social (2001). Por esa razón,
podemos decir que solipsismo y subjetivismo están íntimamente vinculados.
De forma distinta, pero aún dentro del paradigma moderno que enfatiza la noción
de «sujeto», Arthur Schopenhauer (2001) sustenta el mundo como su voluntad y
representación (Die Welt als Wille und Vorstellung). Es decir, el mundo, considerado
como representación, es resultado de una división entre sujetos y objetos que difieren
entre sí, pero que al final de cuentas son apenas producto de una voluntad individual,
de un voluntarismo, de un idealismo, o de un subjetivismo. Voluntad, de hecho, que se
276 Lenio Streck

manifiesta en la concepción nihilista de Friedrich Nietzsche como voluntad de poder


(Wille zur Macht), alcanzando el solipsismo moderno el nivel de completo relativismo
voluntarista (Nietzsche, 1998). Así, solipsismo, subjetivismo, voluntarismo y relativis-
mo, son términos intercambiables.
En la modernidad, el pensamiento se torna tecnológico, quedando moldado a las
exigencias de los conceptos que mejor sirven para controlar los objetos. En ese contex-
to, el mundo se torna objeto de instrumentalización del sujeto y tiene sentido apenas
relativamente a su subjetividad asujetadora.
Es por eso que con Richard Palmer (2006, pp. 96 y ss.) podemos preguntar: cuando
el subjetivismo se coloca en la base de la situación interpretativa, ¿qué es lo interpretado
sino una objetificación?
O sea, una objetificación del mundo a partir de una subjetividad transcendental o de
un voluntarismo relativista que sustenta el solipsismo del sujeto. Autores como Sérgio
Cotta (1987, pp. 105 y ss.), aunque distante de la hermenéutica, afirman que la vida
humana es inconcebible desde un puro solipsismo defendido por determinados autores
modernos. En el fondo, Sérgio Cotta acentúa el carácter público del lenguaje. No hay
lenguaje privado. En él reside una especie de deshumanidad. Solo hay posibilidad de la
existencia a partir de un ser con los otros.
Con Machado de Assis es posible comprender de forma didáctica y lúdica el sig-
nificado y el «lado ontológico» del solipsismo. Véase, por ejemplo, el cuento «Ideas
de Canario»: un hombre, el Sr. Macedo, ve a un canario en una jaula colgada en una
tienda de baratijas. Al indagar en voz alta quién habría aprisionado a la pobre ave, esta
le responde que está engañado. Nadie lo capturó. El Sr. Macedo entonces le preguntó si
no tenía anhelo del espacio azul e infinito, a lo que el canario replicó: «– ¿Qué cosa es
esa de azul e infinito?» Entonces, el hombre refino la pregunta: «– ¿Qué piensas del
mundo, canario?» Y este respondió con aire profesoral: «El mundo es una tienda de
baratijas, con una pequeña jaula de tacuara, rectangular, colgada de un clavo; y yo soy el
señor de la jaula que habito y de la tienda que lo rodea. Fuera de ahí, todo es ilusión».
Y añadió: «De hecho, el hombre de la tienda es, en verdad, mi criado, sirviéndome co-
mida y agua todos los días». Encantado con la cena, el Sr. Macedo compró el canario y
una jaula nueva. Lo llevó para su casa para estudiar al canario, anotando la experiencia.
Tres semanas después de la entrada del canario en la casa nueva, le pidió que le repitiese
la definición del mundo. «– El mundo», respondió él, «es un jardín asaz largo con
una fuente en el medio, flores y arbustos, alguna grama, aire fresco y un poco de azul
en lo alto; el canario, dueño del mundo, habita una jaula vasta, blanca y circular, donde
observa el resto. Todo lo demás es ilusión y mentira». Días después, el canario huyó.
Triste, el hombre fue a pasear a la casa de un amigo. Paseando por el vasto jardín, he ahí
que dio de cara con el canario. «– Viva, Sr. Macedo, ¿por dónde ha andado que desapa-
reció?» El Sr. Macedo pidió, entonces, que el canario le definiese de nuevo el mundo.
Diccionario de Hermenéutica 277

«– El mundo», concluyó solemnemente, «es un espacio infinito y azul, con el sol en lo


alto». Indignado, el Sr. Macedo le replicó: «– ¡Sí, el mundo era todo, inclusive la jaula
y la tienda de baratijas!». A lo que el canario dice: «– ¿Qué tienda? ¿Qué jaula? ¿Estás
loco?». Para el canario, el mundo era exclusivamente su jaula y la tienda de segunda
mano. El resto era pura ilusión y mentira. En la metáfora de Machado de Assis, el cana-
rio representa al sujeto solipsista en la medida en que el mundo se torna aquello que él
privadamente dice que es. En ese punto debemos recordar, con ayuda de Ludwig Witt-
genstein, que no hay un lenguaje privado. Superando la tesis central de su primera fase
del Tractatus logico-philosophicus —que defiende expresamente una posición solipsista,
como se ve en el aforisma 5.62 (2010, p. 245)—, y sintetizada con el famoso enunciado
«los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo», el isomorfismo creado
entre lenguaje y mundo es roto (y superado) por el propio autor años más tarde con
su obra póstuma, «Investigaciones Filosóficas» (2000). En ella, el filósofo austríaco
introduce la pragmática del lenguaje en su filosofía, concluyendo acertadamente que
no es posible que haya un lenguaje de un individuo solitario, pero que este consiste
en una práctica intersubjetiva, manifestándose siempre en un ambiente socio-práctico.
Por tales razones, el solipsismo también es frecuentemente considerado una filosofía
pobre, o en la mejor de las hipótesis, bizarra e improbable. Los críticos de esa posición
argumentan que la propia actitud de comunicar ideas filosóficas sería totalmente inútil
para un verdadero solipsista, pues, según ellos, no habría ninguna otra mente para con
quien comunicar sus convicciones.
De ese modo, podemos decir que el solipsismo no deja de ser una forma de escepti-
cismo, en la medida en que él consiste en una creencia. Y, siendo una creencia, es muy
fácil ser «viciado en sí mismo». Finalmente, ¿qué garantías tiene el solipsista que, en
verdad, no es su inconsciente que está hablando en lugar de la consciencia de sí? Como
él cree que el mundo solo es mundo a partir de lo que él privadamente piensa, ese «pen-
sar» se transforma en un fundamento metafísico. No es por otra razón que Martin
Heidegger (2009, pp. 125-126) dirá que el error fundamental del solipsismo es que, en
medio del solus ipse, él se olvida de tomar realmente en serio que todo «yo solo» ya es,
como un estar solo, esencialmente un ser uno con el otro.
Solamente porque el yo ya es con los otros, él puede comprender a otro. Contra-
riamente a la metafísica moderna, la filosofía hermenéutica supera el problema del
solus ipse en la medida en que se coloca como una silla en medio entre objetivismo y
subjetivismo, alejándose tanto del lado ontológico como del lado epistemológico del
solipsismo. A partir de la hermenéutica, no hay más espacio para cualesquiera tipos de
raciocinios que llevan a la discrecionalidad judicial, justamente por el hecho de haber
superado el problema filosófico que ahí se instaura, el solipsismo.
Ora, mientras las múltiples teorías que pretenden justificar el conocimiento buscan
superar al sujeto solipsista, eliminándolo o substituyéndolo por estructuras comuni-
cacionales, redes o sistemas, y algunas, de forma más radical, incluso por un realismo
278 Lenio Streck

jurídico voluntarista (por todos, vale referir las teorías deconstructivistas de los Critical
Legal Studies), la hermenéutica filosófica de Hans-Georg Gadamer, la teoría integra-
tiva de Ronald Dworkin y la Crítica Hermenéutica del Derecho, cada una a su modo,
buscan controlar ese voluntarismo y esa subjetividad solipsista a partir de la fuerza de la
tradición, del círculo hermenéutico y de la inescindibilidad entre interpretación y apli-
cación. Por eso, la postura marcadamente antirrelativista, punto en común en esos dos
autores, es condición de posibilidad para la superación del solipsismo y punto a partir
del cual se puede encontrar siempre decisiones íntegras y coherentes en el Derecho.
De esa manera, la creación del juez Hércules hecha por Ronald Dworkin debe ser
entendida como una metáfora que representa exactamente lo contrario de un «juez
solipsista». Hércules no decide sus casos con base en su consciencia individual o en
su sentimiento de justicia personal, sino, por el contrario, reconstruye la historia insti-
tucional del Derecho a través de los principios que le permiten encontrar la mejor res-
puesta para el caso, en una verdadera ruptura con el positivismo discrecional de Herbert
Hart.
Una advertencia debe ser hecha para mejor comprender aquello que denomino de
«solipsismo judicial» o «imaginario solipsista». En efecto, en la teoría de la decisión
debemos, fundamentalmente, evitar que esta sea dada por ideología, subjetividad o
por intereses personales, porque ese es el espacio en que entra el sujeto solipsista más
específicamente. Esto no significa que el juez sea una figura inerte, neutra. Criticar y
denunciar el solipsismo no implica una prohibición de los jueces para interpretar. Por
lo tanto, no hay duda de que pulsa un corazón en el pecho de los jueces, porque no es
de eso que se trata. Téngase claro que la crítica al subjetivismo o a cualquier forma de
voluntarismo, en que se encaja el solipsismo, no tiene absolutamente nada que ver con
el repristinamiento del juez boca de la ley u otras cosas similares en el Derecho.
Hay, finalmente, aún otra advertencia que se impone: el sujeto solipsista en el De-
recho obra de ese modo autoritario porque está amparado en una institucionalidad,
hablando de un determinado lugar (el lugar de habla, en que quien posee el skeptron
puede hablar, en una alegoría con lo que pasa en la Ilíada o con la posesión de la concha,
en el libro «The Lord of Flies»). Una vez inmerso en una cotidianidad —más allá de
ese lugar y sin los atributos de ese poder de habla— se pierde en el intervalo de otras
institucionalidades. Por lo tanto, la alusión aquí es fundamentalmente al solipsismo
judicial. Él puede no tener o sufrir los necesarios constreñimientos epistémicos en su
función. Entretanto, en lo cotidiano, no obra de ese modo. Ni puede. En caso contrario,
entraría en un choque con la primera persona con quien se encontrase en la calle, que
no lo reconociese o no reconociese en su autoridad (su posesión del skeptron fuera de la
institucionalidad).
De un modo más simple, se puede decir que, si en los autos del proceso (y en el
fórum o tribunal) el juez cambia el significado de los significantes, sin embargo en su
Diccionario de Hermenéutica 279

cotidianidad no puede obrar del mismo modo. En consecuencia, el solipsismo judicial


(jurídico-interpretativo) solo puede acontecer en una determinada institucionalidad.
Buscando ser más claro aún: Hans-Georg Gadamer afirma que, si quieres comprender
un texto —y los textos son eventos, fenómenos— debes dejar que el texto te diga algo.
Esto significa que no debemos ignorar ese grado mínimo de objetividad. Es lo que llamo
del «mínimo es». En ese sentido, la realidad constriñe. La estructura, la intersubjetivi-
dad, la tradición, en fin, ese lenguaje público nos constriñe a todos nosotros cotidiana-
mente para evitar que salgamos por ahí haciendo cosas solipsistas. No se puede cambiar
el nombre de las cosas.
No se puede «asujetar» a las cosas. El solipsismo judicial se coloca en contra de esos
constreñimientos cotidianos, del mundo vivido. En el Derecho, delante del lugar de ha-
bla y de su autoridad, el juez piensa que puede —y, al fin y al cabo, así lo hace— asujetar
los sentidos de los textos y de los hechos. Muchas veces, ni la Constitución constriñe al
aplicador (juez o tribunal). Por eso el lema hermenéutico es: dejemos que los textos nos
digan algo. Dejemos que la Constitución dé su recado. Ella es lenguaje público. Que
debería constreñir epistémicamente a su destinatario, el juez.
TEXTO Y NORMA

39
Fue Friedrich Müller (2000a; 2000b), considerado el «padre del pos-positivismo»,
quien acuño la máxima de que «la norma es siempre el sentido atribuido al texto (jurí-
dico)». Más que eso, desarrollo una amplia teoría para superar el positivismo que equi-
para (equiparaba) texto y norma, mostrando que el texto no subsiste sin la atribución de
sentido que se hace apenas en la concretud. La ley (texto normativo) en sí no contiene
las normas jurídicas, que son frutos de un complejo proceso de concretización.
Para Friedrich Müller, la norma es construida apenas en el caso concreto, como
resultado de una actividad práctica, en la cual los elementos lingüísticos del Derecho
(los textos de normas), adquieren sentido a partir de su conjugación con los elementos
de hecho. El término concretización es usado por él justamente para distanciarse del
uso que la tradición jurídica hizo del término interpretación. Uno de los fundamentos
para aquello es el carácter eminentemente práctico de la actividad interpretativa (y de la
Ciencia del Derecho), al contrario del contenido teórico-abstracto que le era atribuido.
Tanto que el título original en alemán de la obra sobre metódica jurídica es «Juristische
Methodik: Grundlegung für die Arbeitsmethoden der Rechtspraxis».
Su Teoría Estructurante del Derecho apunta como normativo los aspectos que con-
fieren carácter directivo en el contenido de la decisión, integrando el texto normativo
—portador de los datos de lenguaje (Sprachdaten)— y, el ámbito normativo —sus da-
tos reales, o secundariamente vinculados por el lenguaje a los nexos de realidad (Realda-
ten). El intérprete lato sensu del Derecho se ve incluido en ese proceso de construcción
de normatividad, normativa y materialmente vinculada, de la misma manera como la
estructura del problema del caso o del tipo de caso. A pesar de eso no se reconoce en la
tarea de concretización ninguna libertad en principio delante de la norma. Pero como
la norma no es concebida como previamente dada, carente de generación, tal visión es
en esa medida compatible con la visión tópica.
La diferencia práctica más nítida se evidenciará en el papel del tenor literal. En el
interés de una claridad constitucional y de la determinabilidad por los principios del
Estado de Derecho, el texto de la prescripción debe ser tratado como límite de la con-
cretización en circunstancias a ser detalladas. Como, no obstante, el texto de la norma
no puede ser igualado a la norma y esta a su vez no es «aplicable» como previamente
282 Lenio Streck

dada, esa línea de frontera para la mera tópica se revela como apenas relativa, correspon-
diendo a la peculiaridad de la objetividad jurídica (Müller, 2009a). Una norma jurídica
es —así como ella obra efectivamente— más de lo que su tenor literal. El tenor literal
expresa, juntamente con todos los recursos interpretativos auxiliares, el «programa de
la norma». El área de la norma pertenece a la norma con un grado jerárquico igual.
Ella es la estructura básica del segmento de la realidad social, que el programa de la
norma «escogió para sí» como «su» área de reglamentación o que él en parte «creó»:
«escogió» sería el término pertinente en los ejemplos iniciales, así en lo tocante a los
presupuestos y a las circunstancias factuales de un «hurto agravado»; «creó» sería el
término pertinente en el caso de las reglas de Derecho constitucional o infraconstitu-
cional, de las cuales se puede inferir lo que se debe entender jurídicamente por «apti-
tud» para el servicio público. El área de la norma puede ser enteramente generada por
el Derecho: ese es el caso de las normas sobre plazos, términos, en el caso de las prescrip-
ciones relativas a las formas, de las reglas institucionales y procedimentales; o ella puede
ser no-generada por el Derecho. El programa de la norma es elaborado por medio de
todas las determinantes de la concretización de las leyes, reconocidas como legítimas,
como tratamiento del texto de la norma desde las ya mencionadas interpretaciones gra-
matical, genética, histórica y sistemática, hasta las figuras interpretativas específicas de
las grandes áreas del Derecho penal, del Derecho civil, de la historia del Derecho y
del Derecho comparado. Como parte integrante material de la prescripción jurídica, el
área de la norma debe ser identificada empíricamente. Hasta qué punto eso es hecho de
forma técnicamente competente o diletante es únicamente una cuestión de formación
de los juristas (Müller, 2009a). Ocurre que la normatividad, esencial a la norma, no es
producida por ese mismo texto, eso porque norma y realidad no deben ser yuxtapuestas
sin ninguna relación tal como la doctrina «neo-kantiana» — que distingue «ser»
y «deber ser». El encuentro de estas se daría apenas mediante la subsunción del tipo
legal (Sachverhalt) a un primer enunciado de carácter normativo. Para Friedrich Müller
el texto y el caso son, constitutivamente, datos de entrada en la concretización de la
norma.
Por lo tanto, la Teoría Estructurante es una teoría de la contemporaneidad, teniendo
en vista que se coloca como una epistemología de la praxis, por así decir, es una teoría
que parte del análisis de las decisiones de los tribunales, principalmente las oriundas del
Tribunal Constitucional alemán (Bundesverfassungsgericht).
Bajo la óptica estructurante, el iusfilósofo alemán verifica la importancia de la juris-
prudencia en el contexto de su teoría, así como analiza la existencia de los emblemáticos
a través de la dogmática jurídica actual. La Teoría Estructurante intenta establecer un
nuevo concepto de norma jurídica, al intentar disolver los contrastes entre «ser» y
«deber ser», o bajo otro punto de vista, entre el campo normativo y el campo factual.
Delante de tales consideraciones, es imprescindible verificar el carácter concretista de
la teoría, que intenta conciliar en su aplicattio la norma y la realidad, estableciendo un
Diccionario de Hermenéutica 283

nuevo paradigma como matriz teórica y operacional del Derecho por medio de la in-
novación teórica del concepto de norma (Normstruktur und Normativität). No existirá
norma ante causum. Lo que se puede abstraer de los códigos y Constituciones son ape-
nas textos, las normas deberán advenir del proceso de concretización (Rechtsarbeit).
De este modo, el Derecho normativo no resultará de la producción legislativa, siendo
los textos normativos el inicio del proceso de concretización de la norma, así como
un interdicto, considerándose que serán siempre observados los parámetros de un Es-
tado Democrático de Derecho. El modelo teórico en cuestión presupone un enfoque
inductivo, donde la norma jurídica no se trata tan solamente de un dato orientador
apriorístico en la teoría de la aplicación del Derecho, sino también se estructura a través
del procesamiento analítico y empírico en una teoría de la generación del Derecho. Con
Friedrich Müller, toda norma es individual, porque ella solo se da en la applicatio. Esa
es una concepción hermenéutica en que Friedrich Müller fue claramente influenciado
por Hans-Georg Gadamer.
En el aporte que hago de Hans-Georg Gadamer (aproximándome en varios puntos
a Friedrich Müller), el texto no existe en una especie de «textitud» metafísica; el texto
es inseparable de su sentido; los textos dicen siempre respecto a algo de la facticidad;
interpretar un texto es aplicarlo; de ahí la imposibilidad de escindir interpretación de
aplicación. Se salta del fundamentar hacia el comprender (y, por lo tanto, aplicar).
Aquí, la importancia de la diferencia ontológica entre texto y norma, que es, pues,
la enunciación del texto, aquello que de él se dice, es decir, su sentido (aquello dentro
del cual el significado se puede dar), que exactamente representa la ruptura de los para-
digmas objetivista-aristotélico-tomista y de la subjetividad (filosofía de la consciencia).
Se trata, en fin, de la superación de los dualismos que caracterizan el pensamiento me-
tafísico.
En respuesta a algunas críticas acerca de la recepción de la diferencia ontológica
por el Derecho, no hay cualquier relación de la diferencia ontológica con la dicotomía
«constitución real-constitución formal». Más allá de eso: la diferencia ontológica es
—juntamente con el círculo hermenéutico— el sustentáculo de la hermenéutica filo-
sófica. Con ella, el ser es —y solamente puede ser— el ser de un ente, y el ente solo es
—y solamente puede ser— en su ser (aquí se encuentra el sustentáculo de la applicatio).
Y eso constituye la superación del paradigma de la filosofía de la consciencia, es decir,
comprender que no hay dos mundos, no hay espacio para los dualismos metafísicos, en
fin, no hay un sujeto separado de un objeto. Ser y ente no son idénticos (no están pega-
dos, no hay inmanencia); sino también no están escindidos. Es la diferencia que hace la
diferencia entre la hermenéutica y las demás teorías discursivo-procedimentales y que es
condición de posibilidad para alcanzar la respuesta correcta.
Dicho de otro modo, es esta, básicamente, la aplicación de la diferencia ontológica
que realicé al Derecho —y creo que de forma pionera en Brasil— a partir de la ruptura
284 Lenio Streck

con la dicotomía texto-norma y vigencia-validez. O sea, es así que se supera cualquier


pretensión objetivista (por la cual la norma estaría «contenida» en el texto) y cualquier
pretensión subjetivista (en que el texto pierde importancia, en la medida en que el intér-
prete atribuye «cualquier» norma al texto, a partir de un conjunto de valores —v.gr.,
lo que ocurre con la Jurisprudencia de Valores y con las demás teorías axiológicas de la
interpretación jurídica).
Se trata, pues, de una importante contribución de la hermenéutica filosófica para la
superación de las insuficiencias de las teorías discursivas y de las teorías de la argumenta-
ción. A partir de ese soporte hermenéutico —bautizado desde mi libro «Hermenêutica
jurídica e(m) Crise» como una Crítica Hermenéutica del Derecho—, la relación texto-
norma, regla-principio, easy cases-hard cases, discursos de fundamentación-discursos de
aplicación, para permanecer apenas en estos «dualismos», pasa a ser vista a la luz del
nuevo paradigma, que supera el paradigma representacional causal-explicativo, funda-
do en el esquema sujeto-objeto (S-O). De hecho, he dejado igualmente claro que no se
puede —y no se debe— confundir la adecuada/necesaria intervención de la jurisdic-
ción constitucional con la posibilidad de decisionismos por parte de jueces y tribunales.
Sería antidemocrático.
En síntesis, defender un cierto grado de dirigismo constitucional y un nivel deter-
minado de exigencia de intervención de la justicia constitucional no puede significar
que los tribunales se apoderen de la Constitución. La juridicidad no se da ni subsunti-
vamente, ni deductivamente. Ella se da en la applicatio, residida en la concepción de que
interpretar y aplicar no son actos posibles de escisión. Cuando se afirma que la «norma
es siempre el resultado de la interpretación de un texto», eso se refiere al sentido que ese
texto viene a asumir en el processo comprensivo. La norma de la que hablo es el sentido
del ser del ente (texto). El texto solo ex surge en su normación, conforme ya fue explici-
tado en mi libro «Verdad y Consenso» (2014b; 2017).
La distinción que Friedrich Müller hace de la relación texto y norma podría ser más
efectiva si tomase en cuenta la diferencia ontológica presente de la filosofía hermenéu-
tica y en la hermenéutica filosófica. Con eso, habría una mayor protección a los lími-
tes interpretativos de los textos jurídicos. Evitaría críticas como la de Matthias Jestaedt
(2008), para quien la interpretación sería así explicada como una producción del Dere-
cho por medio de una concretización creativa de normas.
Bajo un prisma hermenéutico, queda claro que las conclusiones de Matthias Jestaedt
son equivocadas, en la medida en que al afirmarse que interpretar es aplicar, se debe en-
tender eso como una superación de las tres subtilitas (intelligendi, explicandi y aplican-
di), y no reducir la interpretación a la aplicación o la comprensión por la concretización.
Lo que Hans-Georg Gadamer sustenta es que no hay cómo escindir la interpretación de
la aplicación. Pero su compleja hermenéutica está sustentada en el círculo hermenéutico
y en la tradición. Queda sin sentido decir que, en la hermenéutica, la ley (ante casum,
Diccionario de Hermenéutica 285

o sea, el texto de la ley) sería una quimera (sic). La aplicattio no se reduce a una especie
de «realismo jurídico», ella es la norma (normatización) del texto constitucional. La
Constitución será, así, el resultado de su interpretación (por lo tanto, de su compren-
sión como Constitución), que tiene su acontecimiento (Ereignis) en el acto aplicativo,
concreto, producto de la intersubjetividad de los juristas, que emerge de la complejidad
de las relaciones sociales. Por esto, el texto no está a disposición del intérprete, porque
él es producto de esa correlación de fuerzas que se da ya no más en un esquema sujeto-
objeto (S-O), pero, sí, a partir del círculo hermenéutico, que atraviesa el dualismo me-
tafísico (objetivista y subjetivista).
Es importante resaltar, nuevamente: bajo un prisma hermenéutico, no es posible
concordar en el sentido de que hay normas sin textos o de que hay textos sin normas.
Apenas sería posible pensar así si un texto fuese apenas un enunciado lingüístico y si fue-
se posible escindir «palabras» y «el sentido de las palabras» o «palabras» y «cosas»,
finalmente, apenas sería posible pensar así si existiesen «entes sin ser» (recordemos,
el ser no es un ente; el ser no puede ser visto; él sirve para dar sentido a los entes) o si
existiesen conceptos en abstracto, que, posteriormente, serían «acoplados» a los entes.
La teoría de Friedrich Müller es de gran relevancia para el Derecho brasileño —
debiéndose referir aquí, también, a importantes juristas brasileños que dialogan con
ella, como Georges Abboud (2011), Pablo Miozzo (2014), João Maurício Adeodato
(2012), Eros Grau (1998), por citar apenas a estos. Con ella nos precavemos contra los
secuestros interpretativos que muchas veces inciden en nuestras prácticas jurídicas. El
problema de la entificación de sentidos hace mucho tiempo asola al Derecho brasileño,
y viene resurgiendo de diversas formas. Hace mucho se denunciaba esa entificación en
la supuesta «letra fría» de la ley, en la dogmática jurídica, en los comentarios de deci-
siones judiciales… y se engaña quien piensa que las súmulas vinculantes representaron
el punto culminante de todo eso. La elaboración de un nuevo Código de Proceso Civil
brasileño (CPC/2015), a pesar de los muchos avances, promovió dos nuevas facetas del
fenómeno, o por los menos las intensificó: 1) los enunciados del fórums de juristas; y
2) las teorías precedentalistas a la brasileña. En el primer caso, se trata de fuente de un
imaginario neo-pandectista, en que el Derecho va siendo construido como conceptos
sin cosas. Tómese el nuevo Código de Proceso Civil brasileño y se da el sentido antici-
pado. Una cautelar de sentidos. Inaudita factum. Peor: un sentido o más allá más acá del
Código.
En defensa de los fórums de enunciados, algunos juristas citaban a Friedrich Müller,
cuando el maestro de Heidelberg afirma que «las normas jurídicas no son dependientes
del caso, sino referidas a él siendo que no constituye un problema prioritario si se trata
de un caso efectivamente pendiente o de un caso ficticio». Respondí que de ningún
modo Friedrich Müller aceptaría la propuesta de fijar una interpretación antes del caso
o «hacer una tesis» con pretensión generalizante, como me dijo el propio Friedrich
286 Lenio Streck

Müller (2015d): «Festgelegte, “vorab” fixierte “Aussagen” gibt es in der modernen


Methodik nicht mehr. Die Rechtsnorm wird ja in casu durch die methodisch reflektier-
te und offengelegte Arbeit des Konkretisierens erst erzeugt». [Fijar de antemano una
interpretación [enunciado] es incompatible con la moderna metodología. La norma
jurídica solo será producida por intermedio del caso y es el producto de esa concretiza-
ción metódicamente reflejada y comunicada]. Aún más, en síntesis, recuerda Friedrich
Müller que el uso de ejemplos o casos ficticios no autoriza que la moderna Teoría del
Derecho fije anticipadamente los sentidos de la ley por intermedio de «enunciados».
Los sentidos de un texto solamente surgen en la aplicación.
«Por eso, la elaboración de enunciados no deriva de [no tienen relación con] mi
teoría.» («Die Verwendung von Beispielen oder fiktiven Fällen erlaubt es nicht, dass
die moderne Theorie des Rechts die Sinne des Gesetzes durch “Aussagen” vorab sichert.
Die Sinne eines Textes ergeben sich nur in der Anwendung [Konkretisierung]. Daher
hat die Herstellung von Aussagen nichts mit meiner Theorie zu tun»). La segunda
cuestión que referí, sobre las teorías precedentalistas vienen siendo objeto de una con-
troversia aún mayor.
Ocurre que algunos juristas brasileños vienen defendiendo la existencia de un «sis-
tema brasileño de precedentes», llegando a hablarse hasta del stare decisis como coro-
namiento de un Common Law a la brasileña. En efecto, de lo que se desprende del voto
del juez supremo Edson Fachin en el RE 655.265 y de parte de la doctrina nacional, la
doctrina del stare decisis non quieta movere ya estaría implantada. En vez de interpre-
tación de leyes y de casos, todo se resumiría a la aplicación de tesis hechas por órganos
de cúpula. La equivocidad de los textos sería superada por una especie de normas listas,
anticipadas por esos órganos, ya conjugando elementos fáticos y jurídicos.
Delante de la ausencia de racionalidad en la aplicación de las leyes, parcela de pro-
cesalistas pasó a defender la tesis de que el nuevo Código de Proceso Civil brasileño se
abrió para la commonlización del Derecho. Y, para aquello, algunos de ellos entienden
que debe haber Cortes de Precedentes que hagan tesis, que se tornen vinculantes para
el resto del sistema. Un detalle: en ningún momento sus defensores demuestran que,
igualmente en el common law, las cortes superiores son tribunales de juzgamiento de
tesis o tribunales que producen tesis en abstracto o generalizantes.
Al fin de cuentas, se trata de una versión radical del Leviatán hermenéutico cuyo sur-
gimiento yo ya anunciaba desde hace mucho tiempo. Es como si los juristas pensasen:
ya que, así como está, no da más, lo mejor a hacer es delegar para el Supremo Tribunal
Federal (órgano máximo del examen de la constitucionalidad de las leyes) y el Superior
Tribunal de Justicia (órgano máximo do examen de la legalidad intra-sistémica del orde-
namiento jurídico) el poder de fijar las tesis, que servirán de «precedentes». En verdad,
los precedentes no serán más ni «precedentes», sino tesis (o casos preinterpretados)
proyectados por esas Cortes hacia el futuro y aplicados por los jueces inferiores. Valdrán
Diccionario de Hermenéutica 287

por tener autoridad y no por su contenido, repristinando el viejo adagio auctoritas non
veritas facit legis, transformándolo en auctoritas non veritas facit precedente.
Así, se exonera la interpretación, cambiando hasta los arreglos institucionales (¡lo
que la Constitución ni soportaría!) de acuerdo con esta escisión entre interpretar y apli-
car.
Los problemas de esas tesis son muchos, pero pueden ser sintetizados en la cuestión
central de este término: la peligrosa tentativa de capturar la norma en un texto. ¿Pero
ese texto no necesitará ser interpretado? ¡Sí! Y «bien» interpretado.
De mi parte, siempre me esforcé para «calificar» la prestación jurisdiccional. O sea:
para mejorar lo que se decide y cómo se decide. La calidad de la jurisdicción es inevita-
ble. No sirve de nada alterar apenas quién decide o el cuánto se decide (visto ese cuánto
desde una manera inmediatista). Eso porque las soluciones son aparentes, construidas
fuera del contradictorio, de la fundamentación, de la coherencia y la integridad de la
jurisprudencia, tienden a retornar como nuevos problemas.
Finalmente, la diferencia entre texto y norma no puede ser eliminada. Lo que no
nos exonera de pensar su identidad. Texto y norma no están «pegados», ni «despega-
dos». No hay un fundamento último en que reposa, entre uno y otro, ni una falta de
fundamento que permita una actitud escéptica radical. Hay una referencia recíproca,
una relación de circularidad. Pero eso no necesita ser un problema, una vez que bien
comprendido en una relación de circularidad virtuosa. Traigamos para la teoría de la
norma la advertencia hermenéutica de Ernildo Stein: pensar es pensar la diferencia. Y
en ese exacto sentido, para profundizar la comprensión acerca de la diferencia (y no la
escisión) entre texto y norma, remito al lector al término «diferencia ontológica».
VERDAD

40
Desde la Antigüedad Clásica, la cuestión de la verdad se coloca como uno de los
más complejos problemas filosóficos. En los «Diálogos» de Platón, en que Sócrates
protagoniza discusiones con los sofistas, ya se puede detectar la manera que los griegos
encontraron para responder a la tesis de la verdad como mero convencionalismo.
De acuerdo con el concepto tradicional, la verdad es adaequatio intellectus et rei, la
correspondencia entre el pensamiento con la cosa. Como adecuación entre esos dos
polos (adaequatio), una proposición será verdadera en la medida en que sus conceptos
están en plena correspondencia con los objetos. Es decir, desde los tiempos inaugurales
de la filosofía clásica, la verdad consiste en la concordancia del juicio con su objeto.
A partir de «Ser y Tiempo» (Sein und Zeit), Martin Heidegger presenta a la cues-
tión de la verdad una confrontación con toda la tradición metafísica occidental, en la
medida en que hace 25 siglos que se intentaba colocar la cuestión de la verdad allí donde
se hablaba de conceptos puros, idealidad y, finalmente, de un fundamento ontológico
en que la verdad era tratada como sub specie aeternitatis, de una inmutabilidad tempo-
ral, mientras que el filósofo aborda la cuestión de la verdad en el horizonte del tiem-
po. Si miramos el parágrafo 44 de la presente obra, tendremos una crítica al concepto
adecuacionista-correspondencial de la verdad sin la finalidad de proponer una (nueva)
teoría de la verdad, y, sí, de levantar la cuestión de la verdad más allá del nivel lógico-
semántico, al nivel que le sea condición de posibilidad.
La propuesta heideggeriana es mostrar que hay algo más originario, cuando se habla
de verdad, que un juicio ideal sobre algo real. El filósofo retira la idea de la verdad de
un horizonte de la inmutabilidad temporal, como una forma lógica o de forma pura o
ideal, tratándola, ahora, como condición de posibilidad del discurso. Por eso, el concep-
to de verdad como adecuación, para Martin Heidegger, se mantiene en un nivel de un
discurso meramente explicitador (apofántico), sin tomar en consideración el discurso
hermenéutico enraizado en la facticidad, su condición de posibilidad.
Ese es el motivo básico que torna necesario retomar la discusión de los neo-kantia-
nos en torno de la cuestión de si existe un tipo de verdad que no es apenas una verdad
proposicional, verdad simplemente del proferimiento de sentencias, pero una verdad
que sea considerada como condición de posibilidad para poder verificar la verdad o
290 Lenio Streck

falsedad de una proposición. Se trata de una verdad que se coloca como un carácter
transcendental no-clásico, es decir, ya no más vinculado a la subjetividad de la tradición
moderna, sino a una trascendentalidad relacionada con el mundo práctico y existencial
(Stein, 2006, p. 104).
De ese modo, el elemento trascendental del que Martin Heidegger habla no es más
el elemento del yo pienso (Ich denke) kantiano, que acompaña todas nuestras afirmacio-
nes. Es un elemento que substituye, justamente, la consciencia presente en la percep-
ción kantiana, poniendo, en lugar de ella, el propio Dasein como ser-ahí, entendido al
«ahí» como el mundo donde nos encontramos, el mundo de la facticidad a partir de
donde se coloca la cuestión de la verdad.
A partir del giro ontológico-lingüístico, el concepto de verdad pasa a tener una ca-
racterística que, de un lado, se aparta de la idea de verdad como propiedad de las pro-
posiciones verdaderas o falsas (verdad correspondecial/adecuacionista) y, de otro, de la
idea de verdad como cualidad de un sujeto solipsista (certeza de sí del pensamiento pen-
sante), como elemento trascendental sustentado por la subjetividad que fundamentaría
la verdad. Hubo, principalmente con Martin Heidegger, realmente la inauguración de
un paradigma nuevo con relación al pensamiento subjetivista de la modernidad.
Llevando adelante las innovaciones filosóficas emprendidas por Martin Heidegger,
ya a mediados del siglo XX, Hans-Georg Gadamer también se ocupará del problema de
la verdad como tema central de su hermenéutica filosófica. En su obra magna, «Verdad
y Método» (Wahrheit und Methode), el filósofo demuestra que en la tradición lógico-
semántica todo el problema de la verdad está relacionado con el método (deductivo
e inductivo, fundamentalmente), debiendo, así, el título de esta obra ser leído como
Verdad contra el Método. ¿Por qué? Porque el autor intenta mostrar que en el nivel del
lenguaje (así como en el de la experiencia del arte y en el del conocimiento histórico), se
manifiesta una verdad que no es producida por el método lógico-analítico, que no es de
carácter lógico-semántico. Y es un tipo de verdad a la cual tenemos acceso por caminos
totalmente diferentes de los que están establecidos por el conocimiento científico en
general (Gadamer, 2012).
En otras palabras, Hans-Georg Gadamer habla de un acontecer de la verdad en el
cual siempre estamos embarcados por la tradición, siendo la hermenéutica la matriz que
cuida de esa verdad que no se somete a las reglas metódicas de las Ciencias Humanas
y, por eso, ella es llamada hermenéutica filosófica (y no metodológica). Hans-Georg
Gadamer nos dio, con su hermenéutica filosófica, la lección nueva de que es necesario
insertar la interpretación en un contexto con las características del acontecer de la tradi-
ción en la historia del ser, en que interpretar permite ser comprendido progresivamente
como una autocomprensión de quien interpreta.
Así, esto no significa que, si la hermenéutica filosófica —aquí recepcionada por la
Crítica Hermenéutica del Derecho— no apuesta por un método para alcanzar la ver-
Diccionario de Hermenéutica 291

dad, no obstante, automáticamente se caería en relativismos interpretativos. Por el con-


trario: justamente por el hecho de que el método no es el camino exclusivo para llegarse
a la verdad es que aumenta la responsabilidad de la comunidad académica en lidiar con
esa cuestión para no caer en relativismos interpretativos. Concuerdo con Jean Grondin
(1999, pp. 229 y ss.) cuando afirma que jamás existió un relativismo para la hermenéu-
tica, sino que son antes sus adversarios quienes conjuran ese fantasma, pues sospechan
que la hermenéutica posibilita suministrar verdades que no aceptan sus expectativas. Es
necesario tomar muy en serio esa advertencia de Jean Grondin, ya que es muy difundida
la tesis de que la hermenéutica, por contraponerse al método y superar el objetivismo,
sería rehén del relativismo. En verdad, Hans-Georg Gadamer se irritaba con esa mera
sospecha formulada en relación con la hermenéutica.
De ese modo, podemos ver que la hermenéutica filosófica se coloca donde no tene-
mos ni lo puramente empírico, o puramente lógico como fundamento, aquello que es
afirmado dentro de un contexto rígido, ni aquello que puede ser establecido teniendo
por base el fundamento último (fundamentum inconcussum), sino aquello que se da en
la fluidez de la propia historia, de la propia cultura. En las palabras insistentemente re-
petidas por Ernildo Stein, la hermenéutica es esta incómoda verdad que se asienta entre
las otras dos sillas (2010, p. 47). No es ni una verdad empírica y tampoco una verdad ab-
soluta. Es, sí, una verdad que se establece dentro del carácter intersubjetivo del lenguaje,
que ex surge a partir de un a priori compartido, en que las convicciones subjetivistas son
constreñidas externamente.
En ese sentido, la hermenéutica con que trabajo en el ámbito de la Crítica Herme-
néutica del Derecho también no concuerda con la teoría habermasiana de la verdad
consensual, y esto porque, con la idea del procedimiento, Jürgen Habermas quiere eli-
minar toda la idea de pre-comprensión; olvida, entretanto, que siempre llegamos al pro-
cedimiento con elementos anteriores al procedimiento, ineliminables, que es nuestro
modo de comprender (práctico) (Beuchot; Arenas-Dolz, 2006; Streck, 2017).
Por lo tanto, no es posible concordar con la tesis de que la verdad es puramente con-
sensual o resultante de una praxis argumentativa. Si la verdad es consenso, entonces ella
no es verdad. Es, pues, apenas una herencia convencionalista o nominalista. Como bien
refiere Pérez Tapias (2004), nada alcanza el estatuto de verdad por el simple motivo de
que muchas personas se hayan puesto de acuerdo para establecer que sea así; alcanza-
mos consenso porque hay posibilidad de decir verdades y no decimos verdades porque
convencionamos al respecto de algo.
En el mismo sentido, igualmente después de la revisión de su concepto de verdad,
no hubo grandes alteraciones en la concepción habermasiana, pues continúa siendo
epistemológica. En efecto, Jürgen Habermas, en una obra posterior a «Verdad y Justifi-
cación» (2004b), admite que percibió que la verdad como justificabilidad ideal debería
ser reformulada, pues reconoce que esa concepción es incompleta. No obstante, todo
292 Lenio Streck

indica que la verdad, a pesar de las pretendidas correcciones de ruta emprendidas por
Jürgen Habermas, continúa siendo producto de la discusión de proposiciones, a par-
tir de situaciones «casi ideales» de habla, cuyo resultado —la verdad «racionalmente
aceptable»— servirá como fundamento previo (validez) de un discurso, contrafáctica-
mente.
Así como el consenso no es un criterio para el reconocimiento de la verdad, no lo
es también dependiente de un realismo crítico, como quiere el procesalista y iusfilósofo
Michele Taruffo (2012). A propósito de una (o su) concepción de verdad, Michele Ta-
ruffo exige la correcta investigación de los hechos de la causa.
Así, el proceso judicial adecuado debería ser epistémicamente direccionado al des-
cubrimiento de estos hechos. Se trata de una estructuración «truth acquiring» del sis-
tema de justicia, para la cual varios institutos procesales son repensados. Por lo tanto, la
mayor consecuencia práctica está en el papel de relieve confiado al juez. Como agente
personalmente desinteresado, merece amplios poderes instructorios para la optimi-
zación de la función epistémica del proceso. Esa tesis, entretanto, muestra su carácter
contradictorio, porque si la verdad, para Michele Taruffo, es correspondencial, aproxi-
mándose a la tesis clásica de la adaequatio, entonces no podría colocar como prepon-
derante el papel del juez. Ese es el problema fundamental de parcela considerable de
la dogmática procesal, no solamente en Brasil, sino en el resto del mundo continental.
Trazos de ese relieve de la figura del juez. En el proceso (penal y civil) pueden ser his-
tóricamente detectados en lo que convencionalmente se llamó de (busca de la) «verdad
real». En un modelo inquisidor del «juez presidente de la instrucción», la «verdad
real» acaba por ser usada como un coartada teórica que sirve para justificar tanto la
búsqueda de elementos de «convicción» por el juez (la cuestión del gerenciamiento
de la prueba), como del argumento performativo para motivar una decisión que padece
de coherencia e integridad, vale decir, de una decisión que posee poco —o ningún—
fundamento jurídico. Lo que ocurre con el concepto de «verdad real» es una mezcla
de dos paradigmas filosóficos irreconciliables: al mismo tiempo en que se propala algo
«real» que subsiste por sí solo, no se abandona al sujeto solipsista de la modernidad
para dar sentido a ese «real». En otras palabras, es absolutamente inconsistente el con-
cepto o la noción de «verdad real» utilizada en el Derecho, no pasando de un elemento
fuertemente ideológico utilizado para sustentar raciocinios teleológicos-inquisitoriales.
De hecho, hay que se tener siempre presente que la verdad real es algo que crece en la
senda del llamado socialismo procesal, que está en el germen del llamado «protagonis-
mo judicial». Ese tipo de postura tiende a relativizar los derechos individuales —esen-
cia de las estructuras de garantías de un proceso penal— en pro de un interés mayor, la
mayoría de las veces difuso y opaco, que ora recibe el nombre de público, ora de social,
pero que, en ninguna de esas modalidades podría prevalecer en el ámbito de un proceso
penal acusatorio.
Diccionario de Hermenéutica 293

En contrapartida, el control intersubjetivo de las decisiones reivindicado por la Crí-


tica Hermenéutica del Derecho no se funda en una objetividad de la realidad exterior
y tampoco en una epistemología virtuosa de un sujeto «no implicado», como parece
querer Michele Taruffo (2012). Se funda en aquello que la «comunidad» ya comparte,
y que no se puede alcanzar en su total radicalidad: la indisponibilidad histórica de los
sentidos. Desde esa perspectiva, no se justifica el apego a la verificación empírica (cer-
titude) como estructurante del procedimiento, mucho menos el empoderamiento del
juez.
Con la hermenéutica y su recepción por la Crítica Hermenéutica del Derecho se tie-
ne la ruptura con cualquier posibilidad de prevalencia del esquema sujeto-objeto (S-O),
presente, precisamente, en la casi totalidad de la dogmática jurídica. Filosóficamente, se
superan los paradigmas metafísico clásico y de la filosofía de la consciencia (ver la voz
«Positivismo»).
Se trata de la superación de la epistemología por la fenomenología hermenéutica
(por eso, repítase, «Verdad y Método», de Hans-Georg Gadamer, puede ser leído
como Verdad contra el Método). Por tales razones, asume absoluta relevancia el rompi-
miento paradigmático proporcionado por la hermenéutica —adoptada por la Crítica
Hermenéutica del Derecho— exactamente por la circunstancia de que la verdad ya no
más será una «cuestión de método», pasando a ser filosofía, facticidad, existencia. Y
eso no es mera observación de Hans-Georg Gadamer o capricho retórico del maestro
de Tübingen. Además, la pretensión de verdad forma parte de toda y cualquier com-
prensión.
La verdad, finalmente, tiene siempre un sentido histórico. Tiene una dimensión re-
trospectiva, pero también tiene una dimensión prospectiva (Nicolás, 2016). En ese sen-
tido, para el ámbito del Derecho, interesa decir que la verdad no puede ser ni una verdad
representacional, como si la filosofía fuese el espejo de la naturaleza y tampoco una
verdad que ex surge como certeza de sí del pensamiento pensante. Aquí se puede ver que
Martin Heidegger y Hans-Georg Gadamer ingresan con una tesis intermedia, aquello
que Ernildo Stein llama de tercera silla que se coloca entre el objetivismo y el subjeti-
vismo, tesis principales que aún habitan el imaginario de los juristas. Ronald Dworkin,
al elaborar la tesis de la respuesta correcta, solo consigue lograr su intento al abrazar la
tesis interpretacionista. Y esta se coloca en el ámbito de ese lugar intermedio, en que ni
el sujeto es asujetado y tampoco el sujeto es asujetador.
Por eso, si la verdad resulta de una tesis realista, de mirar externo, es cierto que no se
trata de hablar de verdad que dependa de otra cosa que no sea la del objeto. Es la vieja
tesis de la metafísica clásica (objetivismo). Por otro lado, si la verdad depende de la atri-
bución del sujeto-intérprete, también no será verdad, porque no es formada a partir de
la exterioridad del sujeto (lenguaje público). Es la tesis de la metafísica moderna.
294 Lenio Streck

La verdad solo adquiere status de atribuir un sentido a algo y podemos decirlo verda-
dero si este proceso de atribución ex surge de la intersubjetividad y permanece sujeto a
un severo constreñimiento epistemológico (ver la voz «Constreñimiento Epistemoló-
gico»). No hay verdad sin constreñimiento. Y no hay constreñimiento válido si este —
el constreñimiento— no estuviera focalizado en la búsqueda de la verdad. Como bien
afirma Contardo Calligaris (2007), «es posible desistir de la verdad, considerando que
el mundo es un vasto teatro en que las subjetividades se enfrentan y que lo que importa
es apenas la versión de quien gana la lucha (retórica o armada); o entonces, tal vez sea
posible amparar la verdad, preservarla de nuestras propias motivaciones. Podemos, por
ejemplo, desconfiar de nuestras ideas, sobre todo cuando nos sentimos particularmente
satisfechos con el entendimiento de la realidad que ellas nos proporcionan. Pues la ver-
dad (con el curso de acción que, eventualmente, ella “impone”) es generalmente poco
gratificante y de acceso trabajoso».
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