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LA REVOLUCIÓN ANUNCIADA
La revolución de septiembre condensó las expectativas de cambio de los nacionalistas, que
esperaban que el general José Félix Uriburu liderará la reedificación del sistema político sobre
nuevos fundamentos.
Las ambiciones nacionalistas, sin embargo, pronto chocaron con la limitada gravitación de sus
ideólogos sobre el gobierno provisional. El repaso de la distribución de cargos efectuada por
Uriburu puede resultar ilustrativo del balance de poder entre conservadores y nacionalistas en
el seno del régimen militar y, en el mismo sentido, de los proyectos políticos que pugnaban por
imponerse. Por su parte, los nacionalistas se insertaban en los elencos de las intervenciones
provinciales, sin duda en la periferia del punto neurálgico en la toma de decisiones del gobierno
provisional.
Tras el golpe de estado, los conservadores pronto reclamaron a Uriburu el retorno a la
normalidad institucional a través de la convocatoria a elecciones generales. Por su parte, la
reforma auspiciada por los nacionalistas tenía entonces contornos muy indeterminados, aunque
mínimamente se esperaba su total distanciamiento respecto de la democracia de sufragio
universal instalada a partir de la Ley Sáenz Peña.
Por consiguiente, suponía una remodelación drástica de las reglas del juego político previa a
cualquier convocatoria electoral.
Tras la derrota electoral en la provincia de Buenos Aires el 5 de abril de 1931, que demostró
que el radicalismo aún gozaba de buena salud y marcó la debacle inevitable del experimento
militar, los nacionalistas volvieron a impulsar en vano la fallida iniciativa reformista a través de
sucesivos movimientos de opinión que, al mismo tiempo, intentaban presionar al gobierno para
que mantuviera el rumbo inicial y postergara la normalización institucional. Reacción Nacional y
Acción Republicana fueron dos organizaciones efímeras que operaron en ese sentido,
lideradas por diversas figuras del campo nacionalista: Leopoldo Lugones, Rodolfo y Julio
Irazusta, etc.
El gobierno militar no pudo sustraerse a la dinámica de los acontecimientos, que hicieron
inevitable la reanudación de las luchas electorales en una trama institucional intacta,
impermeable
a las vagas pretensiones corporativas de su líder y de sus huestes nacionalistas, ni tampoco al
desenlace de ese proceso, la llamada "restauración conservadora". La mayoría de los
nacionalistas, en cambio, habrían de refugiarse en una idealización retrospectiva de la
experiencia septembrina, vista como una oportunidad perdida para la instauración de la
ansiada regeneración de la política. Para unos y otros, sin embargo, el interregno uriburista
sería clave en la definición de su perfil ideológico y en la transformación de sus prácticas
políticas.
DESLINDANDO POSICIONES
La situación se modificó sustancialmente a partir de 1935. El levantamiento de la abstención de
un radicalismo al que se creía sepultado por su autoexclusión de la vida política y por el
impacto de la muerte de Yrigoyen en 1933, y su retorno exitoso e plantearon a la Concordancia
una clara cuestión de supervivencia. Para enfrentarla, el oficialismo disponía de dos estrategias
posibles: la que cuestionaba la Ley Sáenz Peña y proponía derogarla para establecer un
sufragio calificado y la que postulaba el mantenimiento de la ley al mismo tiempo que buscaba
instrumentar los mecanismos conducentes a vulnerarla en la práctica.
Esta última estrategia, que fue la que finalmente se impuso, daba cuenta en última instancia de
la centralidad que había adquirido la democracia en la cultura política argentina, al punto de
impedir su erradicación. A partir de entonces, el sistema político estaría caracterizado por el
fraude como rasgo permanente, denominado por sus usufructuarios como "fraude patriótico". El
fuerte antirradicalismo que encerraba esta política despejó las inquietudes de los
conservadores, que temían un acercamiento de Justo a la UCR, y propició el abandono de su a
menudo incómoda alianza con los nacionalistas. Por su parte, éstos criticaron la solución
fraudulenta, no por la manipulación de la voluntad popular que involucraba sino, precisamente,
por la continuidad de la apelación (incluso falsificada) a ella, a pesar de las evidencias que a su
juicio demuestran palmariamente su inviabilidad. Los nacionalistas propusieron con
vehemencia la abolición lisa y llana del sistema democrático y su reemplazo por una solución
autoritaria al estilo europeo en lugar de la preservación –aun nominal- de la soberanía popular.
Se hicieron entonces más notorias las fricciones que venían produciéndose entre ambas
fracciones de la derecha desde el final de la experiencia uriburista. Entre ellas se cuenta, sin
duda, el Tratado Roca-Runciman, que buscó regular el comercio con el Reino Unido a fin de
atemperar el efecto sobre las exportaciones argentinas de la política comercial británica
instaurada a partir de la Conferencia de Ottawa, en el contexto de la depresión económica
mundial. Desde la perspectiva del nacionalismo, este acuerdo era lesivo para la soberanía
nacional y estaba a favor de los intereses británicos.
El desgajamiento de los nacionalistas respecto de los conservadores en el transcurso de la
década tuvo asimismo como consecuencia el distanciamiento crítico del mito fundador de su
propio movimiento. En efecto, el uriburismo fue quizás la encarnación más patente de las
ambigüedades ideológicas consustanciales a los orígenes del nacionalismo.
La brecha entre nacionalistas y conservadores fue ahondándose en el transcurso de la década
y haciendo inviable cualquier colaboración entre ambas tendencias de la derecha. Esta tesitura
no se alteró siquiera en 1936, ante la perspectiva –finalmente frustrada– de la conformación de
un frente opositor integrado por radicales, socialistas, comunistas y demócrata progresistas con
el objetivo de enfrentar a la Concordancia en las elecciones presidenciales del año siguiente.
La fallida tentativa de depuración institucional promovida por Ortiz, que auspiciaba el retorno a
elecciones transparentes ya la "república verdadera" diseñada por Sáenz Peña, cosechó la
militante oposición del nacionalismo, decidido a modificar de raíz el sistema político. Las
transformaciones ideológicas experimentadas por este movimiento, reseñadas más arriba, le
confirieron un neto carácter antisistema y antipartidocrático.
La designación de Robustiano Patrón Costas como candidato presidencial oficialista estableció
con claridad la opción por la que se había inclinado Castillo y fue el punto definitivo de inflexión
en la indulgencia de los nacionalistas hacia su gobierno. Esa decisión evidenciaba nítidamente
la solidez de las raíces conservadoras del presidente y su voluntad de remozar el régimen
político que los nacionalistas consideraban que debía ser suprimido. El golpe de estado del 4
de junio de 1943 orquestado por el Grupo de Oficiales Unidos (GOU) contó con su beneplácito,
en tanto se esperaba de él la instauración de un nuevo orden político que encarnara sus
aspiraciones. El régimen militar concretó el reiterado anuncio de la revolución nacional y
constituyó una suerte de (efímera) primavera nacionalista, que condujo a sus militantes a
depositar sus esperanzas de transformación en la ascendente figura del entonces coronel Juan
Domingo Perón.
A MODO DE BALANCE
Al igual que la derecha europea, que en el curso de una convulsionada entreguerra optó por
morigerar sus fricciones internas y priorizar las coincidencias, los conservadores y los
nacionalistas argentinos acordaron una alianza en la que convergieron motivaciones diversas y
en la que predominó, sin embargo, la lucha contra el enemigo común: el radicalismo. El
crispado antiyrigoyenismo profesado por los conservadores, que a partir de la aplicación de la
Ley Sáenz Peña habían sido desplazados de posiciones de poder que consideraban inherentes
a su rango social, facilitó la apertura a los discursos y a las prácticas políticas más extremas,
propiciadas por la nueva derecha enrolada en el nacionalismo. Pero además de estas
confluencias de corte ideológico, es indudable que intervinieron consideraciones estratégicas.
Para los jóvenes nacionalistas, la alianza con los conservadores podía reportarles un
andamiaje organizativo y financiero desde el cual difundir su ideario: en ese sentido, tanto la
revista Criterio como el diario La Fronda constituían importantes plataformas de lanzamiento
hacía públicos diferenciados, aunque aunados en su rechazo al radicalismo. Para los
conservadores, los nacionalistas resultaron aliados muy útiles para la agitación, la conspiración
y la nueva etapa en que estaba en juego la definitiva eliminación del yrigoyenismo de la arena
política. Su relación no dejó de tener una faceta instrumental, tendiente a subordinarlos a su
estrategia de construir un escenario político libre de la participación del radicalismo pero
fundado en la política de partidos.
En los primeros tiempos del gobierno del general Justo se asistió a la convivencia forzada entre
nacionalistas y conservadores, motivada por la trayectoria política del presidente, por los
delicados equilibrios internos de la coalición oficialista y por el resurgimiento de una levantisca
UCR.
Desde el efímero gobierno uriburista, el nacionalismo fue definiendo con más nitidez su perfil
ideológico, dejando fuera al liberalismo, a la democracia, a la política de partidos, e
introduciendo nuevas perspectivas de vinculación con las masas y una reconsideración crítica
del pasado nacional, aun cuando el bosquejo de un sistema político sustitutivo y las acciones
concretas para instaurar un nuevo orden continuaron siendo imprecisos. La ortodoxia
doctrinaria y la intransigencia política hacían inevitable la ruptura de los nacionalistas con las
estrategias que los conservadores propiciaban dentro del marco del sistema de partidos.
Mientras que las agrupaciones conservadoras se comprometieron con el justismo en el seno de
la Concordancia, los nacionalistas se distanciaron tanto de sus antiguos socios como de su
propio mito de origen, que fue sometido a una crítica revisión. A pesar del restringido apoyo
inicial a Castillo, percibido como más cercano al nacionalismo en función de algunas de las
políticas de gobierno que implementó, los nacionalistas no encontraron en él a un líder
dispuesto a llevar a cabo la ansiada "revolución nacional". En su lugar, dieron la bienvenida al
golpe de estado que lo depuso, renovando sus perspectivas de transformación política y su
confianza en la conducción castrense de ese proceso. Como no tardarían en advertir, sin
embargo, habrían de experimentar una nueva frustración de sus expectativas.
Así como hasta los primeros años de la década de 1930 el nacionalismo argentino se
desarrolló en el seno del horizonte ideológico del liberalismo para iniciar una gradual evolución
hacia una definición política emancipada de esa tradición, algunos de sus valores nodales
fueron permeando insensiblemente otras expresiones del espectro político. En un clima de
ideas signado por una creciente polarización ideológica y por el ascenso irrefrenable de los
autoritarismos europeos que desembocaron en una nueva guerra, el anticomunismo, el
antiliberalismo, el antisemitismo y el desapego por las instituciones democráticas –temas
blandidos tradicionalmente por los nacionalistas– hallaron una acogida cada vez más favorable
en amplios sectores del arco político. Por otra parte, a pesar de los enfrentamientos con los
sucesivos gobiernos de la "restauración conservadora", los nacionalistas tuvieron una
importante presencia institucional en el ámbito de la cultura y la educación.
Aunque débiles desde el punto de vista organizativo y formalmente rechazado por el
conservadurismo, los nacionalistas ejercieron una fuerte influencia cultural y dejaron un rastro
indeleble e insospechado en el imaginario de la sociedad argentina.