Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Francisco Romero
Introducción
Una de las más ardientes aspiraciones de la humanidad, en todos los tiempos y lugares,
es la consecución de una vida en paz. Hoy mismo, en numerosas regiones del planeta, se
viven penosas y hasta crueles situaciones de guerra. Por otro lado, pocas palabras existen
de las que se haya abusado tanto y hayan sido tan tergiversadas como “paz”. A veces, la
paz es una máscara que se impone en nombre de una democracia falaz y opresiva. Tácito,
historiador romano, puso en labios de un jefe británico la célebre descripción de la política
romana: “Hacen un desierto y lo llaman paz”. Nosotros a esta paz la llamaríamos “paz
militar”. La paz de la tierra arrasada.
Esta discrepancia entre el sentido bíblico y su uso y abuso hasta en las confrontaciones
políticas, ha hecho de la palabra “paz” un término cambiante, ambiguo y problemático.
¡Cuántas conferencias de paz y cuántos mensajes de paz se llevan a cabo
permanentemente, como un deporte siniestro, para despertar fraudulentamente la
esperanza de paz!
Estas palabras, lanzadas como flechas afiladas, se dirigen a los dirigentes políticos y
religiosos de Israel y Judá. Era una época en la que estas clases poderosas vivían en el lujo,
el despilfarro y la opulencia, mientras los pobres eran sometidos a las más humillantes
vejaciones y se debatían en la miseria. Hoy estas palabras de Amós y de Isaías tienen
tanto valor y tanta verdad como entonces. Cuando se producen situaciones semejantes a
las que denunciaron los profetas, las mismas palabras cobran vida, y se lanzan de nuevo
como piedras incandescentes hacia los destructores de la paz.
Como me voy a referir a algunos textos que no siempre han sido bien traducidos al
español, deseo hacer en este sentido algunas observaciones.
El que trabaja por la paz sabe que esta paz perfecta solo podrá tener lugar en otro mundo,
en otra vida, como la visión de Dios, la justicia plena o la purificación total de los
corazones. Las mejores cosas de la vida, se ha dicho, vienen después de la vida. Y es que la
palabra paz, que ya en el lenguaje profano alude a la plena realización del ser humano,
significa también en el lenguaje de la fe una de las más elevadas metas para el hombre y la
mujer. Pero esta paz no es el resultado de la seguridad existencial jurídica y política en el
sentido de la palabra latina pax (de la misma raíz de pactum). Tampoco nace de la relación
armónica entre el individuo y la sociedad en el sentido del término griego eirene, que
significa el bienestar. La paz del lenguaje de la fe es primariamente un don de la voluntad
salvífica de Dios. Pero mientras no llegue a ser el premio eterno prometido, sigue siendo
4
una tarea histórica ineludible. Sin embargo, esta paz perfecta conserva todo su sentido
como ideal irrenunciable, aunque a la vez se hace inalcanzable.
Cuando se habla de una persona pacificadora, nos referimos ordinariamente a alguien que
se esfuerza por aplacar los ánimos o poner concordia entre quienes están reñidos, el que
intenta unificar voluntades, disipar malentendidos, establecer puentes, aproximar
posiciones, proponer soluciones de compromiso, lograr un acuerdo. Gestiones todas muy
útiles para lograr la paz, pero insuficientes.
Para conseguir la paz es necesario declarar la guerra. Una paradoja semejante a la que se
obtiene escuchando estas palabras de Jesús: Os doy mi paz (Jn 14,27) y estas otras: No he
venido a traer la paz, sino la guerra (Mt 10,34). No hay contradicción. La segunda frase es
imprescindible para entender correctamente la primera.
Pero las palabras de Cristo os doy mi paz, no terminan ahí, sino que continúan: pero no
como la da el mundo.
La paz del mundo es muy inestable, más que paz es una tregua, un pacto provisional. Su
defecto principal no es su fragilidad, sino su falsedad. La diferencia entre la paz de Cristo y
la paz del mundo no consiste en que una sea firme y otra débil, sino que la paz de Cristo es
verdadera y la del mundo es falsa.
¿Qué es la paz?
Desde el siglo IV se ha venido dando la definición de paz de san Agustín, repetida por
santo Tomás: Tranquilidad en el orden. ¿De qué orden se está hablando? Generalmente,
las cuestiones de paz versan sobre cómo mantener el orden; no cómo construir el orden;
se trata, por tanto, del orden vigente. Pero puede ocurrir que este orden sea injusto,
basado en la opresión y represión, en la pacífica posesión de unos y el desposeimiento de
otros. Es un orden que privilegia a los que están arriba a costa de perpetuar la desdicha de
quienes están abajo. En el fondo, más que un orden, es una ordenada administración del
desorden inherente a toda injusticia.
El trabajo por la paz no consiste siempre en una serie de acciones pacíficas. Donde existe
un orden injusto hay que perturbar la tranquilidad del orden. Esta perturbación vale como
5
instrumento para la paz, que es lo que ha de constituir la intención primera y última.
Forjarán arados de sus espadas y podaderas de sus lanzas (Is 2,4). Pero esto no dispensa
de dar ciertos pasos que, a primera vista, parecen desviar del camino de la paz.
Transformar los azadones en espadas y las hoces en lanzas (Jl 4,10).
El pacificador no puede permitir por más tiempo esas falsas formas de paz que impiden la
instauración de la verdadera paz. Ni puede tampoco apelar a una reconciliación
inmediata, precipitada, que sería una burla sangrienta. Cuando la tranquilidad del orden
se ha convertido en la brutal explotación de los más débiles, cuando los pobres se hallan
reducidos a la impotencia y al silencio, toda exhortación a la concordia debe ir precedida
de un esclarecimiento de la situación; por lo tanto, inevitablemente, de la provocación de
un conflicto. De lo contrario, la pretendida reconciliación, equivaldría a una legitimación
de la injusticia. Lo advierte el profeta Jeremías: Han curado superficialmente las heridas de
mi pueblo diciendo: ¡Paz, paz!, cuando no había paz. (Jr 6,14).
A la reconciliación hay que anteponer la conversión, para que sea auténtica. La conversión
no consiste en que las enemistades se reconcilien, sino en que se supriman los obstáculos,
para que puedan reconciliarse. Sin conversión se daría una anticipación fraudulenta del
Reino, cuyos resultados son perfectamente previsibles: el león devorará al cordero, la
pantera dará muerte al cabrito, y la profecía de Isaías se haría hasta ridícula. Se ha
abusado de la palabra reconciliación. Se dice reconciliación y se evita así toda denuncia. Se
dice reconciliación y se permanece neutral entre el oprimido y el opresor.
Para obtener la paz es preciso implantar la justicia y luchar contra la pobreza, que es una
de las expresiones más ignominiosas de la injusticia. ¿Cómo? Puesto que hay ricos y
pobres, puesto que hay hombres injustos y otros que son víctimas de la injusticia, el
primer deber del pacificador consistirá en ponerse al lado de los pobres, en optar por
ellos, en tomar partido a favor de ellos.
Y Cristo tomó partido. Lo hizo con decisión y obstinación. Él estuvo siempre a favor de
unos y en contra de otros: optó por el publicano contra el fariseo, por la adúltera contra
sus acusadores, por la mujer pecadora contra Simón, por el samaritano contra el levita y el
sacerdote, por los enfermos contra los que se creían sanos, por los ignorantes contra los
sabios, por los oprimidos contra los opresores; en términos bíblicos optó por los pobres
contra los ricos. No fue neutral, no se comportó como un hombre conciliador. Provocó
innumerables conflictos. Cumplió su palabra: No he venido a traer la paz, sino la guerra
(Mt 10,34). Al ponerse sistemáticamente a favor de los necesitados, se enfrentó sin
remedio contra los poderosos, contra escribas y fariseos, contra sacerdotes y herodianos,
contra Herodes Antipas y contra el procurador Poncio Pilato. Frente a los ricos no rebajó
lo más mínimo el nivel de sus exigencias, aunque tampoco dejó de extender hacia ellos su
solicitud salvadora.
El que era hermano de todos los hombres, quiso identificarse con sus hermanos más
pobres: Vengan, benditos de mi Padre, a heredar el reino preparado para ustedes desde la
creación del mundo. Porque tuve hambre y me dieron de comer, tuve sed y me dieron de
beber, era emigrante y me acogieron, estaba desnudo y me vistieron, estaba enfermo y me
visitaron, estaba encarcelado y acudieron a verme. Les aseguro que lo que hayan hecho a
estos mis hermanos menores me lo hacen a mí (Mt 25,40-45). La parcialidad de Jesús es la
forma concreta de su amor universal en un mundo que es injusto.
Nuestro amor habrá de seguir los mismos pasos. El amor prohíbe entender la opción por
los pobres como odio contra los ricos; pues el amor, si no es universal, no es cristiano. El
amor debe buscar el bien de todos: a los pobres habrá que liberarlos de su pobreza, que
7
es su mal, y a los ricos de su riqueza, que es su mal. Incapaz de excluir a nadie, el amor, sin
embargo, no pacta con la injusticia (1 Cor 13,6).
El amor a los pobres no supone aborrecimiento alguno contra los ricos. San Pablo da esta
recomendación a Timoteo: A los ricos de este mundo recomiéndales que no se
envanezcan, que pongan su esperanza, no en riquezas inciertas, sino en Dios, que nos
permite disfrutar abundantemente de todo. Que sean ricos de buenas obras, generosos y
solidarios. Así acumularán un buen capital para el futuro y alcanzarán la vida auténtica ( 1
Tim 6,17-19). La opción por los oprimidos no significa propiamente estar contra los
opresores, sino más bien contra el sistema, contra un sistema que produce opresores y
oprimidos.
No se trata de poner arriba lo que estaba abajo, sino de relegar al olvido las acciones que
discriminan y humillan. Sabemos de sobra que no cabe esperar una nivelación total en
esta vida. La paz tiene carácter utópico. El ideal de igualdad se debe resolver en una
desigualdad siempre decreciente. Cada una de las injusticias debe ser suprimida, cada una
de las situaciones de paz debe ser superada. Toda lucha, incluida la lucha por la paz,
supone la existencia de un enemigo, pero Jesús lo dejó claro: Amen a sus enemigos (Mt
5,44).
La Eucaristía es el símbolo de unidad más plástico y enérgico que tenemos los cristianos.
La unidad de la eucaristía –un solo pan- es símbolo de la unidad de los cristianos en un
solo cuerpo. Por eso afirmaba san Pablo que el mayor ultraje que pueda hacerse a la
Eucaristía es que acudan juntos a recibirla quienes pasan hambre y quienes viven en el
despilfarro: de esta manera la mesa del Señor es profanada (1 Cor 11,17-34). San Pablo se
escandalizaba de esto. No se pueden subestimar los graves deberes de justicia y amor que
se derivan de la participación en la Eucaristía.
Muchos interpretan el hagan esto en memoria mía, exclusivamente, como mandato para
repetir el rito de la consagración, no el contenido de este rito. El contenido permanente es
el hecho que condensa todo lo demás: la muerte y la resurrección del Señor. El sacrificio
por el cual nos libera y por el cual pasa de la muerte a la vida. A una persona que nos ha
hecho un beneficio insigne le estamos agradecidos y se lo mostramos de palabra y con
algún obsequio. La Eucaristía es recuerdo agradecido, con obsequio, de quien nos salvó la
vida. Recordamos beneficios que nos impulsan a la imitación. Si nuestra identidad
cristiana está arraigada y brota de un sacrificio por amor, no podemos persistir en el
egoísmo como forma de vida. Eso fue lo que hizo Jesús y eso es lo que expresamos en la
Eucaristía. Así el contenido es expresado en el rito, y el rito nos obliga a vivir el contenido.
Nuestras comunidades cristianas, identificadas con la enseñanza del Apóstol, no
permitirán que unos vivan en la abundancia y otros no tengan qué comer.
8
La paz sea contigo. Es el saludo que nos damos en la celebración de la misa. Mediante
estas palabras rituales sella el pobre con el rico su hermandad en Cristo. Si no fueran
palabras meramente convencionales, serían demasiado cínicas. Recuerdan aquellas otras
que un cristiano rico dirigió a su hermano desnudo y hambriento: Vete en paz, caliéntate y
buen provecho, pero sin darle lo necesario para su cuerpo. Son palabras de la carta de
Santiago (Sant 2,16). No hay que olvidar la terrible advertencia de san Pablo, que nuestras
Eucaristías causen más daño que beneficio” (1 Cor 11,17).
El hecho de que la alianza de Dios con Israel se denomine alianza de paz, estriba, en
último término, en que el garante de esta alianza, Cristo, es por su naturaleza y voluntad
un rey de paz: Porque un niño nos ha nacido, nos han traído un hijo, Milagro de Consejero,
Guerrero divino, Jefe perpetuo, Príncipe de la paz. Su glorioso principado y la paz no
tendrán fin en el trono de David y su reino.; se mantendrá y consolidará con la justicia y el
derecho, desde ahora y por siempre (Is 9,5s; Zac 9,9)
Quien busca la paz siguiendo las apremiantes exhortaciones del Nuevo Testamento, se
halla realmente ocupado en la búsqueda de Dios y es visitado por Dios. Y quien encuentra
la paz está en Dios, y Dios está en él. Son innumerables los textos que invitan
encarecidamente a trabajar por la paz. He aquí algunos: Así, pues, busquemos lo que
fomenta la paz mutua y es constructivo (Rm 14,19). Huye de las pasiones juveniles,
persigue la justicia, el amor, la paz con todos los que invocan sinceramente al Señor (1 Tim
2,22). Busquen la paz con todos y la santificación, sin la cual nadie puede ver a Dios (Hb
12,14).
9
Al llegar a este punto podemos concluir que trabajar por la paz es tarea insoslayable de
quien se profese cristiano. La idea de la paz de Dios (shalom) sobre toda la humanidad,
que procede del AT y que fue recogida por Jesús, es una expresión fundamental de la
nueva situación del mundo creada por el acontecimiento de Cristo, y debería ser el
leitmotiv de toda la vida cristiana. La idea de la paz encierra en sí la voluntad salvífica de
Dios, que abarca toda la creación, de tal manera que se puede decir “la paz está entre
nosotros”. Y, sin embargo, continúa al mismo tiempo siendo objeto de una espera llena de
esperanza y de un futuro hecho presente, que rebasa el simple modus vivendi limitado al
presente. En este sentido la paz exige un replanteamiento de la vida individual y del orden
global del mundo. No se trata solo de una paz celestial, sino también de una paz de este
mundo, que hunde sus raíces en nuestra tierra. Y paz en la tierra a los hombres que ama el
Señor (Lc 2,14). Lo cantamos en casi todas las misas.
Vivir así es vivir la espiritualidad de la paz. Alcanzamos a Dios, tanto vertical como
horizontalmente, a través de la práctica de la justicia y del amor. Al abrir los brazos,
nuestro cuerpo marca ya una cruz. Es el camino que Jesús ha recorrido, el camino que, en
una imaginería maravillosa, va a pasar una y otra vez ante los ojos de miles de fieles
emocionados, que en los próximos días invadirán las calles de Antigua para acompañar los
cortejos procesionales, y sentirse más dispuestos a hacer la guerra para que venga la paz.
Este es nuestro anhelo, esta es nuestra más urgente necesidad y este ha de ser nuestro
compromiso.