Está en la página 1de 9

1

ESPIRITUALIDAD BÍBLICA DE LA PAZ

Francisco Romero

Introducción

Una de las más ardientes aspiraciones de la humanidad, en todos los tiempos y lugares,
es la consecución de una vida en paz. Hoy mismo, en numerosas regiones del planeta, se
viven penosas y hasta crueles situaciones de guerra. Por otro lado, pocas palabras existen
de las que se haya abusado tanto y hayan sido tan tergiversadas como “paz”. A veces, la
paz es una máscara que se impone en nombre de una democracia falaz y opresiva. Tácito,
historiador romano, puso en labios de un jefe británico la célebre descripción de la política
romana: “Hacen un desierto y lo llaman paz”. Nosotros a esta paz la llamaríamos “paz
militar”. La paz de la tierra arrasada.

No es esa la paz bíblica, como veremos. En todo el AT hebreo, la paz (shalom) es el


bienestar en el más amplio sentido de la palabra, la dicha; la salud corporal; la
tranquilidad al irse, al acostarse, al morir; el entendimiento pacífico entre los pueblos y los
hombres; la salvación, entendida también como una realidad estable y trascendente.
Aquel a quien se le arranca la paz, no se acuerda más de la dicha. La estrecha conexión de
la paz con los conceptos de justicia y derecho e incluso con el de autoridad, muestra su
dimensión pública, que rebasa la esfera de lo meramente personal.

Esta discrepancia entre el sentido bíblico y su uso y abuso hasta en las confrontaciones
políticas, ha hecho de la palabra “paz” un término cambiante, ambiguo y problemático.
¡Cuántas conferencias de paz y cuántos mensajes de paz se llevan a cabo
permanentemente, como un deporte siniestro, para despertar fraudulentamente la
esperanza de paz!

El redescubrimiento del contenido salvífico y de la relación con la expectativa de la


salvación que comporta el concepto bíblico de “paz”, podría robustecer la credibilidad de
los discursos sobre la paz y encontrar en ellos una renovada esperanza.

El peligro de adormecer la conciencia

En estos días de variadas y emotivas expresiones de religiosidad popular, viene bien


detenernos para reflexionar sobre este don esencial de Jesús, Él es nuestra paz.
Se puede correr el peligro de creer que estas manifestaciones de religiosidad tan
profusamente prodigadas en el ambiente católico en el que vivimos, suplan el
compromiso de la propia vida, porque, en cierto modo, podrían pretender tranquilizar las
conciencias, y soslayar las exigencias de justicia que implica el evangelio.
2
Los profetas han sido durísimos en este aspecto. Oigamos a Amós, que denuncia en
nombre de Dios: Detesto y rehúso sus fiestas, no me aplacan sus reuniones litúrgicas; por
muchos holocaustos y ofrendas que me traigan, no los aceptaré ni miraré sus víctimas
cebadas. Retiren de mi presencia el barullo de los cantos, no quiero oír la música de la
cítara; que fluya como agua el derecho y la justicia como arroyo perenne (Am 5,21-24).

El profeta Isaías es aún más explícito:


No me traigan más dones vacíos, más incienso execrable, novilunios, sábados,
asambleas… no aguanto reuniones y crímenes. Sus solemnidades y fiestas las detesto; se
me han vuelto una carga que no soporto más. Cuando extienden las manos, cierro los ojos;
aunque multipliquen las plegarias, no los escucharé. Sus manos están llenas de sangre.
Lávense, purifíquense, aparten de mi vista sus malas acciones… busquen el derecho,
enderecen al oprimido, defiendan al huérfano, protejan a la viuda. Entonces, vengan.

Estas palabras, lanzadas como flechas afiladas, se dirigen a los dirigentes políticos y
religiosos de Israel y Judá. Era una época en la que estas clases poderosas vivían en el lujo,
el despilfarro y la opulencia, mientras los pobres eran sometidos a las más humillantes
vejaciones y se debatían en la miseria. Hoy estas palabras de Amós y de Isaías tienen
tanto valor y tanta verdad como entonces. Cuando se producen situaciones semejantes a
las que denunciaron los profetas, las mismas palabras cobran vida, y se lanzan de nuevo
como piedras incandescentes hacia los destructores de la paz.

Relación de la paz con la justicia

No podemos hablar de la paz sin referirnos a la justicia, que es su origen y su explicación.


Como el agua fecunda la tierra y le hace producir toda clase de frutos, así, en palabras del
profeta, la justicia debe penetrar todos los estratos de la sociedad para que se produzca el
apetecido e imprescindible fruto de la paz, sin la cual no es posible la convivencia
armoniosa entre los seres humanos ni una vida digna y provechosa.

¿Qué dice la palabra de Dios sobre la paz?

Como me voy a referir a algunos textos que no siempre han sido bien traducidos al
español, deseo hacer en este sentido algunas observaciones.

Gracias a un mejor conocimiento de las lenguas bíblicas, hoy estamos en condiciones de


entender muchos textos que antes parecían oscuros. Habíamos dependido demasiado de
la traducción latina de la Vulgata, hecha por san Jerónimo en el siglo IV. Como muestra, un
ejemplo: Mt 6,22-23: La antorcha de tu cuerpo es tu ojo. Si tu ojo fuere sencillo, todo tu
cuerpo será luminoso. Pero si tu ojo fuere malo, todo tu cuerpo será tenebroso. Pues si la
luz que hay en ti es tiniebla, ¡cuán grandes serán las mismas tinieblas!
3
Este texto, leído con esa traducción, es muy difícil de entender. Oigamos ese mismo
texto, traducido por equivalencias idiomáticas: La esplendidez da el valor a la persona. Si
eres desprendido, toda tu persona vale; en cambio, si eres tacaño, toda tu persona es
miserable. Y si por valer tienes solo miseria. ¡Qué miseria tan grande!

Ahora entendemos que se está hablando de la generosidad y de la tacañería, se trata del


compartir, de dar a otro, necesitado, parte de lo mío, o de retenerlo con egoísmo. Toda
una revolución de Jesús sobre el uso de las riquezas. Entre nosotros, tristemente, domina
el “tanto vales cuanto tienes”. Jesús viene a decir lo contrario: tu valor se mide por tu
generosidad hacia el necesitado. A menudo, hasta se confunde el bien con la riqueza. Es
frecuente oír, al referirse a una persona, que es de buena familia, entendiendo que
pertenece a una familia rica. Se establece así una Injusta y falsa equivalencia, el rico es el
bueno, el pobre es de mala familia.

La misma oscuridad encontramos en la traducción de las Bienaventuranzas. Tal como


antes estaban traducidas, se podían confundir la tercera y la séptima. Bienaventurados los
mansos; bienaventurados los pacíficos. ¿Qué diferencia puede haber entre mansos y
pacíficos? Aparentemente, ninguna. La nueva traducción ha aclarado las cosas. Dichosos
los desposeídos… Dichosos los que procuran la paz…

No se trata de pacíficos, sino de pacificadores; aquellos que no se limitan a firmar la paz,


sino que se empeñan en promoverla, desarrollarla, implantarla allí donde aún no existe o
existe precariamente. ¡Cuánta desproporcionada importancia se ha dado entre nosotros a
quienes firmaron los Acuerdos de Paz! Ser pacificador es una tarea ardua y arriesgada. La
vida de los que a ello se dedican dista mucho de lo que podría considerarse una vida
pacífica o apacible. Su tarea es difundir y profundizar la paz. Quizá la paz sea como un
fuego, que si no se propaga, se apaga. El ideal de los que trabajan por la paz es el reino
que descubrió Isaías: Entonces el lobo y el cordero irán juntos, y la pantera se recostará
con el cabrito, el novillo y el león engordarán juntos; un chiquillo los pastoreará; la vaca
pastará con el oso… No harán daño ni estrago por todo mi Monte Santo, porque se llenará
el país del conocimiento del Señor.

El que trabaja por la paz sabe que esta paz perfecta solo podrá tener lugar en otro mundo,
en otra vida, como la visión de Dios, la justicia plena o la purificación total de los
corazones. Las mejores cosas de la vida, se ha dicho, vienen después de la vida. Y es que la
palabra paz, que ya en el lenguaje profano alude a la plena realización del ser humano,
significa también en el lenguaje de la fe una de las más elevadas metas para el hombre y la
mujer. Pero esta paz no es el resultado de la seguridad existencial jurídica y política en el
sentido de la palabra latina pax (de la misma raíz de pactum). Tampoco nace de la relación
armónica entre el individuo y la sociedad en el sentido del término griego eirene, que
significa el bienestar. La paz del lenguaje de la fe es primariamente un don de la voluntad
salvífica de Dios. Pero mientras no llegue a ser el premio eterno prometido, sigue siendo
4
una tarea histórica ineludible. Sin embargo, esta paz perfecta conserva todo su sentido
como ideal irrenunciable, aunque a la vez se hace inalcanzable.

Cuando se habla de una persona pacificadora, nos referimos ordinariamente a alguien que
se esfuerza por aplacar los ánimos o poner concordia entre quienes están reñidos, el que
intenta unificar voluntades, disipar malentendidos, establecer puentes, aproximar
posiciones, proponer soluciones de compromiso, lograr un acuerdo. Gestiones todas muy
útiles para lograr la paz, pero insuficientes.

A la paz por la guerra

Para conseguir la paz es necesario declarar la guerra. Una paradoja semejante a la que se
obtiene escuchando estas palabras de Jesús: Os doy mi paz (Jn 14,27) y estas otras: No he
venido a traer la paz, sino la guerra (Mt 10,34). No hay contradicción. La segunda frase es
imprescindible para entender correctamente la primera.

Para realizar convenientemente su obra de paz, los pacificadores necesitan provocar


conflictos, declarar la guerra. Para construir una paz verdadera hay que destruir antes las
formas ficticias de paz. Como cuando las heridas han cicatrizado en falso, hay que abrirlas
de nuevo. La verdad es más importante que la paz, decía Gandhi, porque la mentira es
madre de la violencia.

Pero las palabras de Cristo os doy mi paz, no terminan ahí, sino que continúan: pero no
como la da el mundo.

La paz del mundo es muy inestable, más que paz es una tregua, un pacto provisional. Su
defecto principal no es su fragilidad, sino su falsedad. La diferencia entre la paz de Cristo y
la paz del mundo no consiste en que una sea firme y otra débil, sino que la paz de Cristo es
verdadera y la del mundo es falsa.

¿Qué es la paz?

Desde el siglo IV se ha venido dando la definición de paz de san Agustín, repetida por
santo Tomás: Tranquilidad en el orden. ¿De qué orden se está hablando? Generalmente,
las cuestiones de paz versan sobre cómo mantener el orden; no cómo construir el orden;
se trata, por tanto, del orden vigente. Pero puede ocurrir que este orden sea injusto,
basado en la opresión y represión, en la pacífica posesión de unos y el desposeimiento de
otros. Es un orden que privilegia a los que están arriba a costa de perpetuar la desdicha de
quienes están abajo. En el fondo, más que un orden, es una ordenada administración del
desorden inherente a toda injusticia.

El trabajo por la paz no consiste siempre en una serie de acciones pacíficas. Donde existe
un orden injusto hay que perturbar la tranquilidad del orden. Esta perturbación vale como
5
instrumento para la paz, que es lo que ha de constituir la intención primera y última.
Forjarán arados de sus espadas y podaderas de sus lanzas (Is 2,4). Pero esto no dispensa
de dar ciertos pasos que, a primera vista, parecen desviar del camino de la paz.
Transformar los azadones en espadas y las hoces en lanzas (Jl 4,10).

El pacificador no puede permitir por más tiempo esas falsas formas de paz que impiden la
instauración de la verdadera paz. Ni puede tampoco apelar a una reconciliación
inmediata, precipitada, que sería una burla sangrienta. Cuando la tranquilidad del orden
se ha convertido en la brutal explotación de los más débiles, cuando los pobres se hallan
reducidos a la impotencia y al silencio, toda exhortación a la concordia debe ir precedida
de un esclarecimiento de la situación; por lo tanto, inevitablemente, de la provocación de
un conflicto. De lo contrario, la pretendida reconciliación, equivaldría a una legitimación
de la injusticia. Lo advierte el profeta Jeremías: Han curado superficialmente las heridas de
mi pueblo diciendo: ¡Paz, paz!, cuando no había paz. (Jr 6,14).

A la reconciliación hay que anteponer la conversión, para que sea auténtica. La conversión
no consiste en que las enemistades se reconcilien, sino en que se supriman los obstáculos,
para que puedan reconciliarse. Sin conversión se daría una anticipación fraudulenta del
Reino, cuyos resultados son perfectamente previsibles: el león devorará al cordero, la
pantera dará muerte al cabrito, y la profecía de Isaías se haría hasta ridícula. Se ha
abusado de la palabra reconciliación. Se dice reconciliación y se evita así toda denuncia. Se
dice reconciliación y se permanece neutral entre el oprimido y el opresor.

De acuerdo con su etimología, la palabra hebrea shalom (derivada de shalam, estar


acabado, completo, perfecto) significa en el Antiguo Testamento la perfección y la
salvación de las criaturas, así como su pacífica cooperación en un orden vital fundado en
la Ley de Dios y mantenido por su sabiduría. Decía un rabino en el siglo II de la Era
Cristiana: Grande es la paz, pues ella se equipara a toda la obra de la creación. De igual
modo que la obra creadora desemboca en el descanso sabático de Dios, y en éste alcanza
la confirmación que la corona, así también, sólo en la paz conservan las criaturas el orden
que las perfecciona. Esto explica el uso general de la palabra paz como saludo y bendición,
y, sobre todo, que sea el objeto de los anhelos contenidos en las plegarias de los salmos:
En paz me acuesto y al punto me duermo, porque tú solo, Señor, me haces vivir tranquilo
(Sal 4,9). Haya paz en tus murallas, tranquilidad en tus palacios. Por mis hermanos y
compañeros pido la paz para ti. Por la casa del Señor nuestro Dios te deseo todo bien
(122,7s). Shalom significa, pues, un concepto que podemos expresar sumando justicia y
paz.

Según la Escritura, justicia y paz son inseparables. Lealtad y Fidelidad se encuentran,


Justicia y Paz se besan, afirma el Salmo 85,11. Y, a continuación, precisa: La justicia
marchará delante de él (de Dios) encaminando sus pasos. ¿Cómo podría darse la
verdadera paz si antes no se ha implantado la justicia? La paz es obra de la justicia (Is
32,17). Pablo VI lo dijo de otra manera: Si quieres la paz, trabaja por la justicia.
6
¿Y cómo alcanzar la paz en un mundo que se obstina en la injusticia? No se puede
conseguir la paz sin antes instaurar un orden más justo, pero éste no puede instaurarse
sin antes perturbar gravemente el orden establecido, que es injusto. En otras palabras: el
anuncio de la paz implica la denuncia de la injusticia. No he venido a traer la paz, sino la
espada. La guerra estalla de modo automático en cuanto se pronuncia con suficiente
claridad la palabra de Dios, más tajante que una espada de dos filos (Hb 4,12).

Para obtener la paz es preciso implantar la justicia y luchar contra la pobreza, que es una
de las expresiones más ignominiosas de la injusticia. ¿Cómo? Puesto que hay ricos y
pobres, puesto que hay hombres injustos y otros que son víctimas de la injusticia, el
primer deber del pacificador consistirá en ponerse al lado de los pobres, en optar por
ellos, en tomar partido a favor de ellos.

La paz no significa neutralidad. La universalidad del amor cristiano no significa que


debamos renunciar a tomar partido, sino solo que debemos hacerlo de una cierta manera
y en una determinada dirección: el amor. Amor cristiano es el que se asemeja al de Cristo,
que es el modelo.

Y Cristo tomó partido. Lo hizo con decisión y obstinación. Él estuvo siempre a favor de
unos y en contra de otros: optó por el publicano contra el fariseo, por la adúltera contra
sus acusadores, por la mujer pecadora contra Simón, por el samaritano contra el levita y el
sacerdote, por los enfermos contra los que se creían sanos, por los ignorantes contra los
sabios, por los oprimidos contra los opresores; en términos bíblicos optó por los pobres
contra los ricos. No fue neutral, no se comportó como un hombre conciliador. Provocó
innumerables conflictos. Cumplió su palabra: No he venido a traer la paz, sino la guerra
(Mt 10,34). Al ponerse sistemáticamente a favor de los necesitados, se enfrentó sin
remedio contra los poderosos, contra escribas y fariseos, contra sacerdotes y herodianos,
contra Herodes Antipas y contra el procurador Poncio Pilato. Frente a los ricos no rebajó
lo más mínimo el nivel de sus exigencias, aunque tampoco dejó de extender hacia ellos su
solicitud salvadora.

El que era hermano de todos los hombres, quiso identificarse con sus hermanos más
pobres: Vengan, benditos de mi Padre, a heredar el reino preparado para ustedes desde la
creación del mundo. Porque tuve hambre y me dieron de comer, tuve sed y me dieron de
beber, era emigrante y me acogieron, estaba desnudo y me vistieron, estaba enfermo y me
visitaron, estaba encarcelado y acudieron a verme. Les aseguro que lo que hayan hecho a
estos mis hermanos menores me lo hacen a mí (Mt 25,40-45). La parcialidad de Jesús es la
forma concreta de su amor universal en un mundo que es injusto.

Nuestro amor habrá de seguir los mismos pasos. El amor prohíbe entender la opción por
los pobres como odio contra los ricos; pues el amor, si no es universal, no es cristiano. El
amor debe buscar el bien de todos: a los pobres habrá que liberarlos de su pobreza, que
7
es su mal, y a los ricos de su riqueza, que es su mal. Incapaz de excluir a nadie, el amor, sin
embargo, no pacta con la injusticia (1 Cor 13,6).

El amor a los pobres no supone aborrecimiento alguno contra los ricos. San Pablo da esta
recomendación a Timoteo: A los ricos de este mundo recomiéndales que no se
envanezcan, que pongan su esperanza, no en riquezas inciertas, sino en Dios, que nos
permite disfrutar abundantemente de todo. Que sean ricos de buenas obras, generosos y
solidarios. Así acumularán un buen capital para el futuro y alcanzarán la vida auténtica ( 1
Tim 6,17-19). La opción por los oprimidos no significa propiamente estar contra los
opresores, sino más bien contra el sistema, contra un sistema que produce opresores y
oprimidos.

No se trata de poner arriba lo que estaba abajo, sino de relegar al olvido las acciones que
discriminan y humillan. Sabemos de sobra que no cabe esperar una nivelación total en
esta vida. La paz tiene carácter utópico. El ideal de igualdad se debe resolver en una
desigualdad siempre decreciente. Cada una de las injusticias debe ser suprimida, cada una
de las situaciones de paz debe ser superada. Toda lucha, incluida la lucha por la paz,
supone la existencia de un enemigo, pero Jesús lo dejó claro: Amen a sus enemigos (Mt
5,44).

La Eucaristía, expresión de la convivencia en la paz, obra de la justicia

La Eucaristía es el símbolo de unidad más plástico y enérgico que tenemos los cristianos.
La unidad de la eucaristía –un solo pan- es símbolo de la unidad de los cristianos en un
solo cuerpo. Por eso afirmaba san Pablo que el mayor ultraje que pueda hacerse a la
Eucaristía es que acudan juntos a recibirla quienes pasan hambre y quienes viven en el
despilfarro: de esta manera la mesa del Señor es profanada (1 Cor 11,17-34). San Pablo se
escandalizaba de esto. No se pueden subestimar los graves deberes de justicia y amor que
se derivan de la participación en la Eucaristía.

Muchos interpretan el hagan esto en memoria mía, exclusivamente, como mandato para
repetir el rito de la consagración, no el contenido de este rito. El contenido permanente es
el hecho que condensa todo lo demás: la muerte y la resurrección del Señor. El sacrificio
por el cual nos libera y por el cual pasa de la muerte a la vida. A una persona que nos ha
hecho un beneficio insigne le estamos agradecidos y se lo mostramos de palabra y con
algún obsequio. La Eucaristía es recuerdo agradecido, con obsequio, de quien nos salvó la
vida. Recordamos beneficios que nos impulsan a la imitación. Si nuestra identidad
cristiana está arraigada y brota de un sacrificio por amor, no podemos persistir en el
egoísmo como forma de vida. Eso fue lo que hizo Jesús y eso es lo que expresamos en la
Eucaristía. Así el contenido es expresado en el rito, y el rito nos obliga a vivir el contenido.
Nuestras comunidades cristianas, identificadas con la enseñanza del Apóstol, no
permitirán que unos vivan en la abundancia y otros no tengan qué comer.
8
La paz sea contigo. Es el saludo que nos damos en la celebración de la misa. Mediante
estas palabras rituales sella el pobre con el rico su hermandad en Cristo. Si no fueran
palabras meramente convencionales, serían demasiado cínicas. Recuerdan aquellas otras
que un cristiano rico dirigió a su hermano desnudo y hambriento: Vete en paz, caliéntate y
buen provecho, pero sin darle lo necesario para su cuerpo. Son palabras de la carta de
Santiago (Sant 2,16). No hay que olvidar la terrible advertencia de san Pablo, que nuestras
Eucaristías causen más daño que beneficio” (1 Cor 11,17).

Dense fraternalmente la paz. El significado más elemental de esta invitación que el


sacerdote hace antes de distribuir la Eucaristía, es una exhortación a luchar contra todo lo
que hace inviable la paz. También dentro de la Iglesia tiene que haber más justicia para
que haya una paz verdadera, y también en la Iglesia, como en cualquier colectividad
humana, tiene que haber primero lucha para que haya paz, y disensiones para que haya
paz.

La Iglesia es un anticipo del Reino, pero no es el Reino. De ahí precisamente surge el


llamamiento profético a una unión más acorde con la suprema unidad futura, y provoca
inevitables, pero saludables conflictos. Como prefiguración del Reino, la Iglesia ha de
mantener la paz y procurar entre los fieles una unión más estable; como prefiguración
imperfecta, ha de profundizar esa paz y procurar entre ellos una unión más sincera.

El hecho de que la alianza de Dios con Israel se denomine alianza de paz, estriba, en
último término, en que el garante de esta alianza, Cristo, es por su naturaleza y voluntad
un rey de paz: Porque un niño nos ha nacido, nos han traído un hijo, Milagro de Consejero,
Guerrero divino, Jefe perpetuo, Príncipe de la paz. Su glorioso principado y la paz no
tendrán fin en el trono de David y su reino.; se mantendrá y consolidará con la justicia y el
derecho, desde ahora y por siempre (Is 9,5s; Zac 9,9)

El mensaje bíblico de la paz en el NT culmina en las siguientes palabras de la Carta a los


Efesios, derivadas de la tradición del Antiguo Testamento, pero referidas ahora a la acción
redentora de Cristo: Él es nuestra paz (Ef 2,14). Esto explica también que la predicación
sobre Jesucristo sea considerada por el Apóstol Pablo como el evangelio de la paz (Ef
6,15).

Quien busca la paz siguiendo las apremiantes exhortaciones del Nuevo Testamento, se
halla realmente ocupado en la búsqueda de Dios y es visitado por Dios. Y quien encuentra
la paz está en Dios, y Dios está en él. Son innumerables los textos que invitan
encarecidamente a trabajar por la paz. He aquí algunos: Así, pues, busquemos lo que
fomenta la paz mutua y es constructivo (Rm 14,19). Huye de las pasiones juveniles,
persigue la justicia, el amor, la paz con todos los que invocan sinceramente al Señor (1 Tim
2,22). Busquen la paz con todos y la santificación, sin la cual nadie puede ver a Dios (Hb
12,14).
9

La paz de Cristo, en su relación más íntima e inquebrantable, pertenece al mundo futuro.


En consecuencia, ella se manifiesta en la vida terrena solo en la medida en que las
realidades de la otra vida se arraigan e influyen en el pensamiento y la acción de los
cristianos.

Al llegar a este punto podemos concluir que trabajar por la paz es tarea insoslayable de
quien se profese cristiano. La idea de la paz de Dios (shalom) sobre toda la humanidad,
que procede del AT y que fue recogida por Jesús, es una expresión fundamental de la
nueva situación del mundo creada por el acontecimiento de Cristo, y debería ser el
leitmotiv de toda la vida cristiana. La idea de la paz encierra en sí la voluntad salvífica de
Dios, que abarca toda la creación, de tal manera que se puede decir “la paz está entre
nosotros”. Y, sin embargo, continúa al mismo tiempo siendo objeto de una espera llena de
esperanza y de un futuro hecho presente, que rebasa el simple modus vivendi limitado al
presente. En este sentido la paz exige un replanteamiento de la vida individual y del orden
global del mundo. No se trata solo de una paz celestial, sino también de una paz de este
mundo, que hunde sus raíces en nuestra tierra. Y paz en la tierra a los hombres que ama el
Señor (Lc 2,14). Lo cantamos en casi todas las misas.

Ante la aparente inutilidad de los esfuerzos por la instauración y el mantenimiento de la


paz, el cristiano no se refugia resignadamente en una vida interior mística, en espera de
una paz interior perfecta y separada del mundo, sino que continúa trabajando por la paz
de este mundo a pesar de los desengaños, fracasos e incomprensiones. Allí donde la paz
total está aún por venir, hay que establecer al menos los signos de la paz.

Vivir así es vivir la espiritualidad de la paz. Alcanzamos a Dios, tanto vertical como
horizontalmente, a través de la práctica de la justicia y del amor. Al abrir los brazos,
nuestro cuerpo marca ya una cruz. Es el camino que Jesús ha recorrido, el camino que, en
una imaginería maravillosa, va a pasar una y otra vez ante los ojos de miles de fieles
emocionados, que en los próximos días invadirán las calles de Antigua para acompañar los
cortejos procesionales, y sentirse más dispuestos a hacer la guerra para que venga la paz.

Este es nuestro anhelo, esta es nuestra más urgente necesidad y este ha de ser nuestro
compromiso.

También podría gustarte