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5:8; Tit.

1:15) que los esclavizaban al pecado y los dirigían al justo castigo en


el infierno. Por tanto, necesitaban que Dios, en su misericordia, mostrara
compasión hacia la condición desesperada y perdida de ellos y la remediara
(cp. Is. 63:9; Hab. 3:2; Mt. 9:27; Mr. 5:19; Lc. 1:78; Ro. 9:15-16, 18; 11:30-
32; 1 Ti. 1:13; 1 P. 2:10).
Misericordia no es lo mismo que gracia. La misericordia tiene que ver con
una condición miserable del individuo, mientras que la gracia tiene que ver
con su culpa, lo que provocó tal condición. La misericordia divina lleva al
pecador de la miseria a la gloria (un cambio de condición), y la gracia divina
lo lleva de la culpa a la absolución (un cambio de posición; véase Ro. 3:24;
Ef. 1:7). Al Señor le apena la condición no redimida de perdición y
desesperación del pecador (Ez. 18:23, 32; Mt. 23:37-39). Eso se manifestó
claramente durante su encarnación cuando Jesús sanó a las personas de sus
enfermedades (Mt. 4:23-24; 14:14; 15:30; Mr. 1:34; Lc. 6:17-19). Él pudo
haber demostrado su deidad en muchas otras maneras, pero decidió las
sanidades porque estas ilustraban mejor el corazón compasivo y
misericordioso de Dios hacia pecadores que sufrían la miseria temporal de su
condición caída (cp. Mt. 9:5-13; Mr. 2:3-12). Los milagros de sanidad de
Jesús, que casi desterraron la enfermedad de Israel, demostraron que era
cierto lo que el Antiguo Testamento decía acerca de que Dios el Padre es
misericordioso (Éx. 34:6; Sal. 108:4; Lm. 3:22; Mi. 7:18).
Aparte incluso de la posibilidad de cualquier mérito o valía de parte del
pecador, Dios concede misericordia a quien quiere: “Pues a Moisés dice:
Tendré misericordia del que yo tenga misericordia, y me compadeceré del
que yo me compadezca. Así que no depende del que quiere, ni del que corre,
sino de Dios que tiene misericordia” (Ro. 9:15-16). Por su infinita compasión
y su libre, abundante e ilimitada misericordia, Él decidió otorgar vida eterna,
y no fue por algo que los pecadores pudieran hacer o merecer (Éx. 33:19; Ro.
9:11-13; 10:20; 2 Ti. 1:9). Es totalmente comprensible que Pablo llamara a
Dios “Padre de misericordias” (2 Co. 1:3).

LA APROPIACIÓN DE LA HERENCIA DEL


CREYENTE
nos hizo renacer para una esperanza viva, por la resurrección de
Jesucristo de los muertos, (1:3c)

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