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ARREPENTIMIENTO

Palabras que en las lenguas modernas expresan una verdad central en la historia de la Revelación
de Dios a los hombres. Tanto en el hebreo como en el griego (bíblicos) hay varias palabras para
expresar la conversión del pecador a Dios. La necesidad del arrepentimiento para entrar en el
reino de Dios es algo que el Nuevo Testamento afirma tajantemente (Mt. 3:8; Lc. 5:32; Hch.
5:31; 11:18; 26:20; Ro. 2:4, etc.).

En el Antiguo Testamento, este término se aplica también a Dios, mostrando cómo Dios, en su
gobierno sobre la tierra, expresa su propio sentimiento acerca de los sucesos que tienen lugar
sobre ella. Pero esto no choca con Su omnipresencia. Son dos los sentidos en que se habla del
arrepentimiento con respecto a Dios.

(1) En cuanto a Su propia creación o designación de objetos que después no corresponden a Su


gloria. Se arrepintió de haber hecho al hombre sobre la tierra y de haber puesto a Saúl como rey
sobre Israel (Gn. 6:6, 7; 1 S. 15:11, 35).

(2) En cuanto a castigos de los que ha amenazado o bendiciones que ha prometido. Cuando Israel
se apartaba de sus malos caminos y buscaba a Dios, entonces Dios se arrepentía del castigo que
Él había dispuesto (2 S. 24:16, etc.).

Por otra parte, las promesas de bendecir al pueblo de Israel cuando estaba en la tierra fueron
condicionadas a su obediencia, de manera que Dios, si ellos hacían lo malo, se arrepentiría del
bien que Él les había prometido. Tanto a Israel como, de hecho, a cualquier otra nación (Jer.
18:8-10). Entonces alteraría el orden de Sus tratos hacia ellos. En cuanto a Israel. el Señor llega a
decir: «Estoy cansado de arrepentirme» (Jer. 15:6). En todo esto entra la responsabilidad
humana, así como el gobierno divino.

Pero las «promesas incondicionales» de Dios, dadas a Abraham, Isaac y Jacob, no están sujetas a
arrepentimiento. «Porque los dones y el llamamiento de Dios son irrevocables» (Ro. 11:29).
«Dios no es hombre para que mienta, ni hijo de hombre, para que se arrepienta. Él dijo, ¿y no
hará? Habló, ¿y no lo ejecutará?» (Nm. 13:19; 1 S. 15:29; Mal. 3:6). Y esto tiene que mantenerse
así con respecto a cada propósito de Su voluntad.

Con respecto al hombre, el arrepentimiento es el necesario precursor de su experiencia de la


gracia de Dios. Se presentan dos motivos para el arrepentimiento: la bondad de Dios que guía al
arrepentimiento (Ro. 2:4), y el juicio que se avecina, en razón del cual Dios manda a todos los
hombres ahora que se arrepientan (Hch. 17:30, 31); pero es de Su gracia y para Su gloria que se
abre esta puerta de retorno a Él (Hch. 11:18). Él allega para sí al hombre en Su gracia en base a
que Su justicia ha quedado salvaguardada por la muerte de Cristo. De ahí que el testimonio
divino es «del arrepentimiento para con Dios, y de la fe en nuestro Señor Jesucristo» (Hch.
20:21). El arrepentimiento ha sido definido como «un cambio de mente hacia Dios que conduce
al juicio de uno mismo y de los propios actos» (1 R. 8:47; Ez. 14:6; Mt. 3:2; 9:13; Lc. 15:7; Hch.
20:21; 2 Co. 7:9, 10, etc.). Esto no sería posible si no fuera por el reconocimiento de que Dios es
misericordioso.

También se habla de arrepentimiento en relación con un cambio de pensamiento y de acción allí


donde no hay mal del que arrepentirse (2 Co. 7:8).

En la predicación apostólica el arrepentimiento es uno de los temas centrales; ya desde la


predicación de Jesús lo encontramos como una de las exigencias del reino, y el día de
Pentecostés, en su sermón, Pedro termina invitando a los oyentes a arrepentirse de sus pecados y
convertirse a Cristo (Hch. 3:19; 2 Co. 7:9; He. 6:1; Ap. 2:21). En el Nuevo Testamento la palabra
«arrepentimiento» es, por lo general, la traducción de la palabra «metánoia», que significa
cambio de actitud, cambio de modo de pensar o de plan de vida (Mt. 3:2; 4:17; 11:20; Mr. 1:15;
6:12; Lc. 10:13; 11:32; Hch. 2:38; 8:22; 17:30; 2 Co. 12:12; Ap. 2:5, 16). Éstos y muchos otros
pasajes del Nuevo Testamento nos indican la centralidad de esta realidad y de esta doctrina en el
mensaje de Cristo y de los apóstoles.

La traducción de «metánoia» por «penitencia» que hacen algunas ediciones católico-romanas no


solamente es un error, sino que contradice el Nuevo Testamento.
CONVERSIÓN

(gr. «epistrophë» = «volverse a»).


En las Escrituras es el efecto que acompaña al nuevo nacimiento, un volverse hacia Dios. Se
expresa, magnamente en el caso de los tesalonicenses, mostrando cómo «os convertisteis de los
ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero» (1 Ts. 1:9).

Pablo y Bernabé pudieron informar a los santos en Jerusalén de «la conversión de los gentiles»
(Hch. 15:3).
En el discurso de Pedro a los judíos dice él: «Así que, arrepentíos y convertíos, para que sean
borrados vuestros pecados» (Hch. 3:19).
Sin convertirse, no podrían entrar en el reino de los cielos (Mt. 18:3).

Se usa este término en un sentido algo distinto con respecto al mismo Pedro. Sabiendo el Señor
que Pedro iba a caer bajo las sacudidas de Satanás, le dijo: «Y tú, una vez vuelto, confirma a tus
hermanos»; esto es, cuando hubiera vuelto en contrición, o hubiera sido restaurado.

En el AT los términos hebreos que significan lo mismo, «ser vuelto», «volverse», aparecen en
pasajes como Sal. 51:13; Is. 6:10; 60:5; cp. 1:27.

OBRAS
Se trata de actividades, divinas o humanas, que pueden ser consecuencia del bien o del mal. Se
mencionan las «obras muertas», actos de mera ceremonia, y de los esfuerzos religiosos de la
carne (la carne para nada aprovecha) (He. 6:1; 9:14). Éstas están en acusado contraste con las
«obras de la fe», que constituyen la expresión de la vida por la operación del Espíritu Santo (He.
11). Las obras de la carne son detalladas en Gá. 5:19-21.

El hombre es justificado por la fe aparte de las «obras de la ley» (Ro. 3:20; Gá. 2:16), pero la fe
verdadera producirá «buenas obras», y éstas serán vistas por los hombres, aunque la fe misma
sea invisible (Stg. 2:14-26).
Cuando el Señor Jesús estuvo en la tierra afirmó que Sus obras daban evidencia de que Él era el
Hijo de Dios, y de que había sido enviado por el Padre, y de que el Padre estaba en Él y Él en el
Padre (Jn. 9:4; 10:37, 38; 14:11).

Cuando los judíos perseguían a Cristo por haber curado a un hombre en sábado, Él dijo: «Mi
Padre hasta ahora trabaja, y yo trabajo» (Jn. 5:17). Dios había descansado de Sus obras de
creación en el día séptimo, pero el pecado se introdujo, y en el AT se hallan frecuentes alusiones
a la actividad de Jehová para lograr la bendición espiritual del hombre.

El apóstol Pablo, escribiendo a Tito, insiste enérgicamente en las buenas obras, para que el
cristiano no sea sin frutos.

Cada uno tendrá que dar cuenta de sí a Dios (Ro. 14:12); y los muertos impíos serán levantados y
juzgados según sus obras (Ap. 20:12, 13). (Véanse FE, JUSTIFICACIÓN)

JUSTIFICACIÓN
Acto por el cual el Dios tres veces santo declara que el pecador que cree viene a ser justo y
aceptable ante Él, por cuanto Cristo ha llevado su pecado en la cruz, habiendo sido «hecho
justicia» en su favor (1 Co. 1:30). La justificación es gratuita, esto es, totalmente inmerecida (Ro.
3:24); sin embargo, se efectúa sobre una base de total justicia, por cuanto Dios no simplemente
pasa el borrador sobre nuestros pecados con menosprecio de su santa Ley. Las demandas de su
santidad han quedado plenamente satisfechas en Jesucristo que, no habiéndola jamás
quebrantado, sino siendo Él mismo totalmente santo y justo, llevó en nuestro lugar toda la ira por
la Ley quebrantada y por toda la iniquidad del hombre. En el tiempo de «su paciencia» (el AT),
Dios podía parecer injusto al no castigar a hombres como David, p. ej.; ahora, al haber
mantenido en la cruz su justicia y amor, puede justificar libremente al impío (Ro. 3:25-26; 4:5).
Jesús nos justifica por su sangre (Ro. 5:9) y por su pura gracia (Tit. 3:7). Así, la justificación se
recibe por la fe, y nunca en base a las obras (Ro. 3:26-30; 4:5; 5:1; 11:6; Gá. 2:16; Ef. 2:8-10).
Se trata de un acto soberano de Aquel que, en Cristo, nos ha llamado, justificado y glorificado: «
¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica » (Ro. 8:30-34). El pecador
acusado por la Ley (Gá. 3:10-14), por Satanás (Zac. 3:1-5; Ap. 12:10-11) y por su conciencia (1
Jn. 3:20), no queda solamente librado del castigo por el Juez Soberano: es declarado justo, y
hecho más blanco que la nieve (Is. 1:18). Para él ya no hay condenación (Ro. 8:1), por cuanto
Dios lo ve en Cristo, revestido de la justicia perfecta de su divino hijo (2 Co. 5:21).

El punto más controvertido en el curso de los siglos con respecto a esta maravillosa doctrina es el
siguiente: ¿Es la fe realmente la única condición de la justificación, o no son necesarias las
buenas obras junto con la fe para llegar a ella? Se encuentran acerca de este tema las opiniones
más extremas. Ya entre los primeros cristianos los había que pensaban que se podían contentar
con una adhesión sólo intelectual a la doctrina evangélica, sin consecuencias prácticas en cuanto
a su vida moral y servicio. Pablo tuvo que refutar constantemente este grave error (Ro. 16:1).
Los capítulos 12 a 16 de Romanos completan su magistral exposición de la salvación por la fe
insistiendo en la realidad de las obras que son el fruto necesario de la justificación (cfr. Gá. 5:16-
25; Tit. 2:14; 3:1, 5, 8, 14, etc.). En cuanto a Santiago, dice exactamente lo mismo al afirmar que
«la fe sin obras es muerta». La fe que justificó a Abraham era viva, por cuanto produjo obras; fue
por ello que la fe «se perfeccionó por las obras» (Ro. 2:17-26). Se puede resumir de la siguiente
manera la argumentación de los dos autores inspirados: el pecador es justificado gratuitamente
por la sola fe, antes de haber podido llevar a cabo obra alguna de ningún tipo (Pablo); desde el
momento en que recibe la gracia de Dios, su fe produce obras que constituyen la demostración
de la realidad de su justificación (Santiago). Si su fe permaneciera sin obras, ello demostraría que
la pretensión de tener tal fe era vacía: «si alguno "dice" que tiene fe...» (Stg. 2:14). Un árbol
silvestre tiene que ser injertado a fin de que produzca buenos frutos; el creyente recibe una nueva
naturaleza precisamente con el objeto de que pueda dar buenos frutos, y no porque poco a poco
haya ido produciendo frutos satisfactorios. Pero si no produce buenos frutos, es que no hay
naturaleza capaz de producirlos. No hay fe, se trata de una fe muerta.

Es muy común el error de confundir la justificación con la santificación. Se aduce que no es


posible aceptar que uno está justificado cuando siguen patentes las imperfecciones e incluso
caídas en la vida espiritual. El hecho es que la justificación nos es dada desde el mismo momento
en que creemos, desde el mismo momento de nuestro nuevo nacimiento. Dios, en su gracia y por
causa de la cruz, borra nuestros pecados y nos regenera. Desde aquel momento empieza el
crecimiento del recién nacido en Cristo. Cada día se darán progresos a conseguir, victorias a
ganar; el cristiano se halla en la escuela de Dios, donde día a día será corregido por las faltas
cometidas, a fin de llegar a ser partícipe de la santidad de Dios gracias a la plenitud y poder del
Espíritu Santo (1 Jn. 1:6-2:2).

En el curso de la Edad Media, en las iglesias romana y Ortodoxa Griega, la doctrina de la


justificación por la fe quedó oscurecida por una falsa concepción del papel de las buenas obras.
La cruz de Cristo no era ya considerada como suficiente para satisfacer toda nuestra deuda: el
hombre debía al menos satisfacer una parte por sus obras meritorias, sus peregrinaciones, por los
ritos de la iglesia, y sus propios sufrimientos en el purgatorio. Fue al volver a descubrir las
luminosas enseñanzas de Pablo, particularmente en las epístolas a los Romanos y a los Gálatas,
que los Reformadores devolvieron a los creyentes la certidumbre de la salvación y les señalaron
la libertad gloriosa de los hijos de Dios.

BIBLIOGRAFÍA
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Unos buenos estudios sistemáticos se hallan en Chafer, L. S.: «Teología Sistemática», sección
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